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Acerca de eso que cobra cada día más y más importancia en nuestras sociedades: la

hermenéutica.

Hacia 1823, la sensibilidad de De Quincey le dictaba las siguientes páginas, en donde analiza
una circunstancia harto enigmática del Macbeth y que parecía, a tal sensibilidad, hasta
superflua. Con ello nos decía cómo debemos juzgar a un autor (o a una época) según los
modos con que acierte a hacer verosímil determinadas palabras, o determinados sucesos. 120
años después, Erich Auerbach proponía su magnífico Mímesis en donde, a otra escala, renueva
el análisis de De Quincey: Con felicidad, nuestros autores nos hablan de esa práctica que
sobrellevamos, no sin misterio, día a día: leer, asignar significados y, finalmente, interpretar.

Los golpes a la puerta en Macbeth

"Desde niño sentí siempre gran perplejidad ante un pasaje del Macbeth. Era el siguiente: los
golpes a la puerta que se oyen después del asesinato de Duncan producían en mis
sentimientos un efecto que no acertaba a explicarme. Los golpes reflejaban en el asesino un
horror particular y una solemnidad profunda pero, por más obstinadamente que traté de
comprenderlo con la inteligencia, pasaron muchos años y nunca logré saber por qué los golpes
a la puerta debían causarme esa impresión.

Aquí me detengo un instante para exhortar al lector a que no haga jamás el menor caso de su
inteligencia cuando ésta se oponga a cualquier otra de sus facultades mentales. La mera
inteligencia, aunque útil e indispensable, es la más pobre de las facultades de la mente
humana y aquella de la que más debe desconfiarse, y, sin embargo, la gran mayoría de las
gentes no confían en otra cosa, lo cual puede bastar en la vida ordinaria, pero no cuando se
trata de fines filosóficos. Citaré un solo caso de los diez mil que podría mencionar. Pídasele a
una persona no preparada para ello por su conocimiento de la perspectiva que dibuje del
modo más elemental cualquier imagen común regida por las leyes de dicha ciencia: que
represente, por ejemplo, dos paredes que se cortan en ángulo recto o dos hileras de casas tal
como las percibiría alguien desde un extremo de la calle. En todos los casos esa persona, a
menos que haya observado en los cuadros la manera como los artistas logran tal impresión,
será del todo incapaz de acercarse en lo más mínimo al efecto deseado. ¿Cómo explicarlo, si es
algo que ha visto todos los días de su vida? La razón es que permite el predominio de su
inteligencia sobre sus ojos. Su inteligencia carece de todo conocimiento intuitivo de las leyes
de la visión y no puede hacerle comprender que una línea horizontal —según le consta y es
capaz de demostrar— puede no pa-recer una horizontal: a su juicio toda línea que formase con
la perpendicular un ángulo menor al ángulo recto indicaría que las casas se vienen abajo. Por
consiguiente, traza una horizontal para dibujar las casas y, como era de suponer, no logra el
efecto que se le había pedido. Éste es un caso entre muchos en que no sólo se permite que la
inteligencia niegue a los ojos, sino que, por así decirlo, la inteligencia suprime completamente
a los ojos; no es sólo que el hombre crea en el testimonio de la inteligencia y no en el de los
ojos, sino que el muy idiota (y esto es lo monstruoso) ni siquiera se da cuenta de que sus ojos
han dado también un testimonio. No sabe que ha visto (y, por tanto, quoad su sensibilidad no
ha visto) lo que en verdad ha visto todos los días de su vida.

Pero dejemos esta digresión. Mi inteligencia no hallaba ninguna razón por la que los golpes a la
puerta en Macbeth debían producir un efecto cualquiera, fuese directo o reflejo. Más aún, mi
inteligencia afirmaba decididamente que no podían producir efecto alguno. No me dejé
convencer; sentía que esto era así y esperé, sin descartar el problema, hasta poder resolverlo
gracias a nuevos conocimientos. Al cabo, en 1812, Mr. Williams hizo su debut en el escenario
de Ratcliffe Highway y ejecutó los asesinatos sin par que le ganaron una reputación tan
brillante e imperecedera. Añadiré de paso que, en cierto sentido, estos crímenes tuvieron
malas consecuencias, pues hicieron que el conocedor en materia de asesinatos se tornase muy
exigente y quedase insatisfecho con lo que a partir de entonces se ha logrado en la
especialidad. Todos los demás asesinatos palidecen ante el profundo escarlata de los suyos;
como me decía en tono quejumbroso un aficionado: «Desde aquellos tiempos no se ha hecho
absolutamente nada o bien nada de que valga la pena hablar.» Esto es un error, no es
razonable suponer que todos los hombres son grandes artistas y nacen con el genio de Mr.
Williams. Ahora bien, se recordará que en el primero de dichos asesinatos (el de los Marr)
ocurrió en la realidad el mismo incidente (los golpes a la puerta poco después de consumado
el trabajo de exterminio) que inventara el genio de Shakespeare; todos los buenos jueces así
como los más eminentes dilettanti reconocieron lo feliz de la sugerencia de Shakespeare tan
pronto como ésta se llevó a la práctica. Así, pues, me encontraba ante una nueva prueba de
que tenía razón al confiar en mi propia sensibilidad en oposición a mi inteligencia; una vez más
me dediqué a estudiar el problema. He terminado por resolverlo de manera que estimo
satisfactoria y paso a exponer mi solución. De ordinario, el asesinato en que la simpatía se
dirige por entero a la persona asesinada no pasa de ser un incidente de horror bajo y vulgar,
pues el interés recae exclusivamente en el instinto natural pero innoble por el cual nos
aferramos a la vida, instinto que, siendo indispensable a la ley primordial de la conservación,
es de la misma clase (aunque de distinto grado) en todas las criaturas vivientes. Tal instinto, al
aniquilar todas las distinciones y degradar al hombre más ilustre al nivel del «pobre escarabajo
que pisamos», exhibe a la naturaleza humana en su actitud más abyecta y humillante. Esta
actitud no conviene en nada a los fines del poeta. ¿Qué debe hacer? Dirigir el interés hacia el
asesino. Nuestra simpatía ha de estar con él (hablo, naturalmente, de una simpatía de
compasión, una simpatía por la que podamos conocer sus sentimientos y entenderlos, no una
simpatía de piedad o aprobación (1). En la persona asesinada toda agitación del pensamiento,
todo flujo y reflujo de la pasión y la voluntad, quedan aplastados por un pánico sobrecogedor;
el terror de la muerte inmediata golpea «con su maza de piedra». En cambio, en el asesino —
en un asesino por el cual puede interesarse un poeta— tiene que levantarse una gran
tempestad de pasión —celos, ambición, venganza, odio— hasta crear dentro de él un infierno,
y éste es el infierno que debemos contemplar.

En Macbeth, para dar la medida de su facultad enorme y multitudinaria de creación,


Shakespeare presenta a dos asesinos; como siempre, discrimina entre ellos finamente pero —
si bien en Macbeth la angustia mental es mayor que en su mujer, el espíritu de tigre no tan
despierto y los sentimientos adquiridos de ella por contagio— en última instancia ambos
participan en la culpa del asesinato y en ambos hay que presumir necesariamente el ánimo
criminal. Esto es lo que había que expresar, tanto por sí mismo como para guardar la debida
contraposición frente a la naturaleza generosa de la víctima, «el gentil Duncan», y a fin de
exponer cabalmente «la honda maldición de la muerte» había que expresarlo con particular
energía. Era preciso hacernos sentir que la naturaleza humana —es decir, la divina naturaleza
de amor y compasión que está en el corazón de todas las criaturas y muy rara vez desaparece
por completo en el hombre— se había acabado, desvanecido extinguido y que ocupaba su
lugar la naturaleza diabólica.

Este efecto, maravillosamente logrado en los diálogos y soliloquios viene a culminar en el


recurso que examinamos y para el cual requiero ahora la atención del lector. Si el lector ha
estado presente alguna vez que su mujer, su hija o su hermana fueron víctimas de un
desmayo, habrá observado quizá que el momento más impresionante de la escena es aquel en
que un suspiro o un ligero movimiento anuncian que la vida suspendida vuelve a comenzar. O
bien, si se ha encontrado en una vasta metrópoli el día en que se sepultaba a un ídolo de la
nación en medio de pompas funerales, si acaso recorrió los lugares que antes atravesara el
cortejo y sintió vívidamente, en las calles silenciosas y desiertas y en el diario quehacer
abandonado, el interés profundo que embargaba el corazón del hombre; si de pronto escuchó
el sonido de ruedas que al alejarse rompían la quietud mortal, anunciando que se disolvía la
visión transitoria, habrá comprendido que en ningún momento el sentido de la suspensión y
pausa completas de todas las ocupaciones humanas fue tan pleno y emocionante como en el
instante en que cesó la interrupción y se reanudaron súbitamente las actividades de la vida
humana. Toda acción en cualquier sentido se expone, mide y aprecia mejor por reacción.
Ahora apliquemos esto al caso de Macbeth. Como he dicho, debían expresarse y hacerse
patentes la retirada del corazón humano y el ingreso del corazón diabólico. Ha surgido otro
mundo; los asesinos quedan apartados de la región de las cosas humanas, los propósitos
humanos, los deseos humanos. Se transfiguran: Lady Macbeth existe «sin sexo», Macbeth
olvida que nació de mujer, ambos cobran figura de demonios y de pronto el mundo de los
demonios se manifiesta. ¿Cómo comunicarlo, cómo hacerlo palpable? Para que surja un nuevo
mundo, este mundo tiene que desaparecer durante algún tiempo. Los asesinos y el asesinato
deben estar aislados —separados por un océano interminable de la marea y sucesión ordinaria
de lo humano— encerrados bajo llave en una celda profundísima; hemos de advertir que el
mundo de la vida cotidiana se ha detenido súbitamente, duerme, entra en trance, sufre la
tortura de la rueda hasta llegar a un atroz armisticio; el tiempo debe ser aniquilado, abolida la
relación con las cosas exteriores: todo ha de caer ensimismado en un hondo síncope y
suspensión de la pasión terrestre. Por eso cuando el acto se ha cumplido, cuando se ha
consumado la obra de las tinieblas, el mundo de las tinieblas pasa como una procesión en las
nubes: se oyen los golpes a la puerta, anuncios sonoros de que la reacción ha comenzado; lo
humano refluye sobre lo diabólico; el pulso de la vida golpea de nuevo; al reanudarse los usos
del mundo en que vivimos nos damos cuenta por primera vez del horrible paréntesis que los
suspendiera.

¡Oh poderoso poeta! Tus obras no son las de los demás hombres, simple y llanamente grandes
obras de arte, sino también como los fenómenos de la naturaleza, como el sol y el mar, las
estrellas y las flores, el hielo y la nieve, la lluvia y el rocío, el granizo y el trueno: hemos de
estudiarlas con entera sumisión de nuestras propias facultades, con fe perfecta de que en ellas
es imposible que falte ni sobre nada, ni que haya nada inútil o inerte sino que, cuanto más
avancemos en nuestros descubrimientos, más pruebas encontraremos de un plan y una
construcción que se sostiene a sí misma, allí donde los ojos descuidados sólo veían un
accidente."

Los golpes a la puerta en Macbeth [On the Knocking at the Gate in Macbeth] se publicó en el
London Magazine de octubre de 1823 y se recogió en 1860, en el último volumen de las Obras
Completas de De Quincey, aparecido después de la muerte del autor. Para nuestra traducción
hemos utilizado:

The Collected Writings of Thomas De Quincey, vol. X, Literary Theory and Criticism, Edinburgh,
1890 / On the Knocking at the Gate in Macbeth en pp. 389-394. Trad. Luis Loayza.

1. "Parece casi absurdo reservar y explicar el empleo que hago de esta palabra en una
situación en la que se explica a sí misma con toda naturalidad, Sin embargo, es preciso hacerlo
en vista de hallarse tan difundido el uso inculto que hace perder a la palabra simpatía su
sentido exacto, o sea reproducir mentalmente los sentimientos ajenos, sean éstos de odio, de
amor, piedad, o aprobación, con lo cual la palabra se convierte en un simple sinónimo de
piedad; y así, en vez de decir simpatía con otro, muchos escritores adoptan el monstruoso
barbarismo simpatía por otro."

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