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&
La Última Lasaña
Teatro
Texto nominado para el Premio Shell de Teatro 2002
Fernando Bonassi
&
Victor Navas
“Dominarse era el placer de convertirse, gracias al cerebro, un
mecanismo al cual se podía dar órdenes y que obedecía. Pues
donde reina la razón es imposible el desespero”
Escena 1
Yo fumo un cigarro antes del almuerzo, con el aperitivo; fumo luego después
de acabar de comer. Es mi postre. El último lo enciendo con el café. Esos tres
cigarros son el gran placer de mi vida. Es que dejé de fumar. Por eso pregunté:
“¿Dónde queda el área de fumado?” Era afuera, en la terraza. No soporto los
restaurantes sin Zona de fumadores Creo que los otros no están obligados a
soportar mi humo mientras comen. Yo entiendo eso, pero también no puedo
privarme del gran placer de mi vida. Corrí una silla con mi mano. Me senté a
la sombra de un cubre sol. Del lado de la acera. Observé. Me gusta observar
los vestidos golpeando el trasero de las mujeres. En las ciudades, el mayor
recreo visual de la musculatura de una mujer son sus piernas. Muslos, rodillas,
pantorrilla, el tendón de Aquiles… la manera como los músculos se tensan y
distienden dice mucho del carácter de una mujer. Entonces pedí un aperitivo,
la comida y la gaseosa. Para cada comida pido un aperitivo diferente. Tengo
esa cosa con la bebida. Esperé. El aperitivo llegó. Encendí un cigarro. El
primero. La hora precisa de encender el primer cigarro es muy importante. Yo
trabajo con el cigarro de manera que pueda prolongarse durante todo el
aperitivo y que solo tenga que apagarlo en el instante en que llega la comida.
Si me tardo en encenderlo, la comida llega y se enfría… porque no apago el
cigarro antes de acabar con él. Ya sé, y si lo enciendo antes, corro el riesgo de
necesitar otro, un segundo, antes de la hora. Y hay más: yo no dejo el cigarro
en el cenicero. Si una persona abandona un cigarro en el cenicero, cae en la
expectativa… esperando para tenerlo de nuevo. Desconcentra. Por eso es que
mi cigarro, se queda en la mano. Y el cigarro y mi mano están ahí, y fumé
aquel cigarro con el aperitivo. Todo bien. En el instante en que termine el
último trago del aperitivo vi al mesero llegando con mi plato. Erguí mi
mano… el cigarro casi acabando en la punta de mis dedos… el mesero con su
mano, colocó el plato hale con mi mano el cenicero cerca de mi… el mesero
abrió la gaseosa y sirvió un vaso… aplasté el cigarro en el cenicero…
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mientras tanto tomaba los cubiertos, el mesero se alejó con el cenicero sucio y
el vaso de aperitivo vacio. Sincronismo perfecto.
Escena 2
Era jueves. La recomendación de la casa era pasta. Lasaña. El secreto de una
buena lasaña son cuatro ingredientes: pasta, salsa, jamón y queso. La pasta no
debe ser fresca. La pasta fresca nunca queda “al dente”. La salsa puede ser
boloñesa o no. Mas no puede estar muy espesa. Odio la lasaña seca. El jamón:
grasoso. ¿El queso? Gouda, que se derrite más bonito. Solo que hay unos
cabrones que inventaron ponerle Maizena a las lasañas: una mierda. Para que
la lasaña quedara más alta y barata. Para engañar a los tontos. Ellos mezclan la
Maizena con leche y a la hora de montar la lasaña, colocan “una capa de atol”
en el medio. Aquel restaurante no era así. Ya lo había comprobado. Ellos no
usaban Maizena.
El segundo cigarro, entre el final del almuerzo y la llegada del café, requiere
mucha atención y disciplina. Es verdad que no dependo de la cocina; puedo
ver la máquina de café expreso en la barra… pero ese segundo cigarro es el
más riesgoso de los tres. No llamo al mesero. Dejo que las cosas pasen
naturalmente. Sólo cuando el mesero descubre mi plato vacio, yo enciendo mi
segundo cigarro. Fue lo que hice. Una vez más, con mi mano. Tomo en
consideración la eficiencia y la psicología de esas personas: que el mesero vea
mi plato vacío no quiere decir que va a venir inmediatamente. Sólo cuando él
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retira mi plato del frente, puedo pedir el café. Cortado, con leche. Pero eso es
un detalle. Lo que importa es monitorear la velocidad con que el mesero hace
el pedido al barista, la agilidad con que el barista prepara mi pedido y el
tiempo que el mesero necesita para hacer que mi pedido llegue cerca de mi
mano. Es el ritmo de ese proceso que determina el transcurso de mi trabajo
con el segundo cigarro. La agilidad del barista impone jalones sucesivos,
rápidos y profundos. El problema, entonces, termina siendo la ceniza. Cuando
se fuma así con esa preocupación, no da tiempo que el fuego cumpla su ciclo
con el fumado. Por fuera, la ceniza crece. Pero en el interior del cigarro, donde
existe menos oxigeno, la combustión no llega a su fin. El humo es
parcialmente carbonizado y se solidifica en una brasa dura, comprimida,
torcida, obscena. En un momento como ese, cuando se golpea el cigarro en el
cenicero, la brasa puede caer entera. Eso es lamentable.
El cigarro y mi mano estaban ahí y fumé aquel segundo cigarro hasta darme
cuenta que el mesero se dirigía a la máquina de café. Seguí mi instinto y, con
mi mano, apagué el cigarro.
Escena 3
Enseguida recuerdo el cigarro, como una prueba de que mi mano estaba ahí
hasta hace un instante, pues era mi mano que sostenía el cigarro yo tenía
certeza que existía. Era el tercer cigarro. Por increíble que parezca uno se
preocupa más por el cigarro que por la mano. No se piensa que va a perder la
mano. Hasta considera la hipótesis de dejar de caer el cigarro, pero nunca
perder la mano. No en aquella circunstancia…
Se está ahí, sabe que algo muy extraño le acaba de pasar, se vuelve el centro
de atención. Nadie lo puede evitar. Usted magnetiza las miradas. Los que
evitan mirar también están magnetizados. Tal vez hasta más que los otros.
Después del primer chorro, la pérdida de sangre acompaña la pulsación. La
presión cae. El corazón no entiende que hay fuga en el circuito. Para
compensar la pérdida los latidos aumentan. Uno queda embriagado. Ya es la
conciencia pero no duele.
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Nota de traducción: en el original “Me fazer uma camada de gosto” se traduce literal como una capa de
sabor.
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Uno se da el lujo de percibir todo eso, es grave, pero usted no se preocupa.
Sentí, me parece, un poco de vergüenza. No quería incomodar aquellas
personas en su tiempo de almuerzo.
Escena 4
Me acostaron, me amarraron servilletas, escuché: “¡Dios mío! ¡Torniquete,
rápido torniquete!”; “Ambulancia, llame e emergencias; “presione, presione
más”; “ahí estancó”…
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Nota de traducción: Se opta por la licencia, pues literalmente sería “tomarlo y llevarlo” pero no hay sentido
dentro de la lógica del relato.
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huesos, eso es hasta fácil de arreglar. Ya los nervios… los nervios son muy
específicos.
Desde el momento en que aquel mi tercer cigarro fue robado, junto con mi
mano, estuve siempre rodeado de gente. En el restaurante, la ambulancia y en
el centro quirúrgico. Fui llevado inmediatamente para allá. Entendí al instante
que aquella no sería una atención de emergencia pura y simple. Había muchos
médicos. Algunos más viejos. Una “junta médica multidisciplinar”, como
ellos mismos se presentaban. Una enfermera juró que estaba con el mejor
“equipo de trauma” de Latinoamérica. Me sedaron. Un poco. Lo suficiente
como para que el dolor no interfiriera con mi raciocinio. Los médicos querían
hacerme una propuesta.
Reaccioné. Estiré la mano que no estaba ahí y la sentí. Sentí los dedos
inexistentes doblándose hacia arriba, en arco. Sentía tención en las falanges.
Me quedé observando donde debería estar mi mano hasta que una médica me
dijo: “A eso lo llamamos efecto fantasma”. Y continuo rápidamente para
convencerme, a mi justamente, que mi mano estaba perdida. Ella dijo: “su
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mano… hubo laceración y se trituraron de forma integral los tejidos muscular
y óseo, junto con dos vasos, más trauma nervioso. Infelizmente querido no
había que reponer”.
Escena 5
En el instante que lo escuché, me puse feliz: “¡Claro, Un trasplante!” Pero
solo de pensar que tendría otra mano me pregunté: “un momento… ¿de dónde
vendría? ¿Quién donaría una mano? Nadie escoge vivir sin una mano…” La
idea de que aquellos médicos estuvieran proponiéndome “comprar una mano”
surgió en mi mente. Reí. Pero no necesité manifestar mi angustia en voz alta.
El médico líder me informo que tendría implantada, en la punta de mi brazo,
la mano de un hombre recién fallecido se trataba de un donante 3, de aquellos
que traen registrado en el documento4 de identidad, el deseo de donar todos los
órganos. Y también había obtenido el aval de la familia del muerto. Sería yo el
de la decisión. Pero la hipótesis de escoger el no… de que no aceptaría la
3
Nota de traducción: En el original es “confesso” pero la palabra traducida al español literal es confieso, esta
se relaciona más con la religión y al acto de confesarse, se toma la licencia de la traducción más cercana
según contexto.
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No se utilizan las palabras cedula o carnet porque dependiendo del país es el nombre del documento, se
opta por una traducción más general.
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mano de un cadáver, no sé… me pareció una ofensa para aquellas personas…
Había tanta gente queriendo ayudarme…
Subir una escalera de pintor, sujetar la correa del perro, cambiar la marcha de
un carro, tirar una piedra, jugar cartas, sentir el calor de una taza de café con
leche, escribir, regir, construir, apuntar, señalar, llamar…
Era con las manos que los Césares romanos decidían la suerte de los
gladiadores vencidos en la arena;
con las manos David agitó la honda que mató a Goliat; y fue con las manos
que Jesús amparó a Magdalena.
Fue con las manos que judas puso al cuello el lazo que los otros judas no
encontraron.
Con las manos tiramos besos, piedras, flores, granadas, limosnas, una bomba.
Ella medica las llagas. Ella limpia las lágrimas ajenas y también esconde las
propias, a veces, se avergüenza de la soledad más profunda, de la total
incapacidad de amar.
La mano fue el primer plato para el alimento y el primer vaso para la bebida.
Con las manos nos tapamos la vista para no ver y es justamente con ellas que
protegemos la vista para ver mejor.
Los ojos de los ciegos son las manos; los mudos hablan con las manos.
Las manos en el timón del submarino llevan al hombre a lo profundo con los
peces; en el volante de una aeronave nos mandan a las alturas con los pájaros.
Acepté.
Escena 6
Los médicos me trataban bien. Estaban felices. Los vasos principales fueron
cien por ciento “reconectados”, también fue posible encontrar y “reatar” todos
los tendones y, finalmente, la red nerviosa fue “reconstruida”. Hablaban como
si ya cargase la mano de él antes de la operación. Para todos los casos, la
cirugía fue un éxito. Una de las enfermeras cuchicheó en el oído de la otra. La
que escuchó, con reflejo elegante, se aproximo a la cama y alcanzo el cable de
la campanilla. El interruptor que los pacientes usan para llamar a las
enfermeras estaba a mi derecha. Cerca de la muñeca derecha, exactamente en
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el lugar donde debería estar mi mano, pero estaba otra, recubierta de ataduras.
La enfermera… como era elegante aquella enfermera… ella pasó el
interruptor para mi lado izquierdo. Incluso lo puso dentro de mi mano
izquierda. La que no había perdido. En cuanto a mi sensibilidad con la nueva
mano, la mano de él… bueno, eso todavía es algo muy confuso. Era todo más
fácil en el postoperatorio. La región estaba dormida, de forma que prevalecían
las sensaciones del tal fantasma de mi verdadera mano derecha. La que perdí
aquel jueves, delante de un cenicero y de una taza de café. En público, una
vergüenza.
En apariencia la mano del muerto, era nada. Hasta podía ser un molde de
plástico todo cubierto de ataduras.
Algunos libros cuentan que las manos están siempre en uso. Autores
defienden la tesis que fue la mano libre que nos hizo hombres. De pie. El
Homo erectus puede, selectivamente, encontrar nuevos usos para sus
miembros superiores. Así nos transformamos en Homo habilis cuando, entre
los primates, pasamos a contar con pulgares prensiles mas delicadamente
especializados. La mano tiene también sus desdoblamientos tecnológicos: la
piedra tallada, el cuchillo, la pala, la cuerda, el azadón, el revólver, el motor…
todas son cosas para hacer algo. Cosas que “repiten” la mano.
Entonces no me morí, pensé. Solo perdí mi mano. Y gané una nueva. Nueva
para mí, quiero decir. Todavía podía hacer cosas. Eso no significaba que las
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haría. Porque siempre es necesario considerar la eficiencia y la psicología de
las personas. Recordé que junto con mi mano no había perdido mis
obligaciones. Con la mano de él no podía trabaja. Debía hacer proyectos.
Necesitaba consumar acciones. Pero ¿podría cambiar mi historia? ¿Podría
escoger ser diferente? Podría ser abogado, ser farmacéutico, ser dentista…
Hoy sé que dibujante no. No con la mano de él. En ese momento no me
importó. Me imaginé en el restaurante con terraza aquel jueves. Pensé que ahí
podría ser mesero o trabajar como barista. Frecuentemente me asustaba un
poco con aquel sentimiento de que no importa ser una cosas u otra. Que lo
importante es hacer las cosas por uno mismo. Y no… mandar a otro para
hacerlas. Hacer las cosas para vivir. Incluso sin mi mano, mi obligación
todavía era hacer bien las cosas que me corresponden. Yo… todos… quieren
ser reconocidos así. “Entonces no me morí”, pensaba.
Escena 7
Llegó el día de quitar las vendas de la mano. Debería decir quitar las vendas
de la mano de él, pero hoy eso hace la diferencia. Habían pasado tres meses
desde aquel jueves en el restaurante. Tres meses sin ver la mano que nunca
había visto. Es que la junta médica multidisciplinar reservo para mí una
técnica revolucionaria. Bajo los vendajes, la mano de él y la frontera que hacía
con mi brazo, estaban envueltas en un tipo de capa protectora. Un guante de
silicón constantemente irrigado con fluidos anti-bactericidas. Pequeños
drenajes (Cánulas, Catéteres) retiraban las secreciones; sensores median la
temperatura y el PH de los tejidos; electrodos enviaban estímulos eléctricos
para inducir la cicatrización. La medicación para controlar el rechazo fue
siempre vía oral. Aquel día mi suite en el hospital quedó pequeña. Los seis
médicos de la junta llevaron algunos de sus seguidores residentes. Una joven
psicóloga tomaba notas. La mayoría de nosotros no disfraza la curiosidad. El
líder de la junta dijo algo. Pero me concentraba en las dos enfermeras. Retirar
los vendajes y el guante e silicón era tarea de ellas. Por eso se acercaron,
llevando la bandeja con la instrumentación. Todo eso, en frente de los seis
médicos de la junta multidisciplinar, las dos enfermeras, más un bando de
curiosos en bata blanca. Mas una vez, en público. Para mi vergüenza.
Una vez, concluí que él, el dueño de la mano, podía ser el responsable de mis
dificultades. Nunca conté con su presencia espiritual. Pensaba que él era surdo
y que su mano derecha nunca podría desarrollar habilidades motoras. “eso es
una tontería”, dijo uno de los médicos de la junta. Quién aprende a hacer cosas
no es la mano. Es el cerebro. Y mi cerebro, incluso después de aquella última
lasaña de jueves, continuaba siendo el mismo. Un cerebro apto y
preferencialmente orientado para comandar la mano derecha, la de él, que era
la única en cuestión. Por lo tanto, el problema era yo, ya que en aquella
relación, solo yo tenía un cerebro. De nada valía culpar a un supuesto zurdo.
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Escena 8
Yo pensaba en la felicidad de esa gente que necesita apenas de un corazón
trasplantado, de un hígado, de un riñón, de una cornea, de un culo, un culo
aunque sea… pero yo necesitaba de una mano. Una mano queda expuesta. Es
una mierda necesitar de una cosa que queda afuera. Estoy pendiente de eso
todo el tiempo. Estoy pendiente cada vez más y cuanto más pendiente menos
apego tengo por la mano de él. Me di cuenta que todo el asunto me
incomodaba mucho, como cuando…Puedo dar un ejemplo: las personas
apartan la mano cuando pasan cerca de un perro en la calle. Hasta los que les
gustan los perros, probable ya sintieron un poco de miedo de una mordida. Y
que cuando andamos, la mano se balancea precisamente delante de la boca de
los perros. A mí que siempre me gustaron los perros, varias veces cerré mi
mano y la aparté, protegiéndola de los dientes del animal. Pero la mano de él
nunca me inspiró ese cuidado. Cuando percibí eso pasé incluso a jugar una
cosa. Me colocaba en el camino de los Dobermans, Pit Bulls y Pastores
Alemanes, andaba cerca de los portones con barrotes. Nunca pasó nada. Hacía
otras cosas también. Andaba con la mano de él fuera de las ventanas de los
taxis, cortaba los panes con cuchillos afilados, me colgaba en barras sujetando
todo el peso de mi cuerpo solo con la mano de él, tan bien pegada a mí. Un día
volví al restaurante con terraza de aquel jueves. Fui durante la tarde cuando el
local estaba vacío. No me reconocieron, gracias a Dios. Me senté en el mismo
lugar y dejé la mano de él reposando sobre la orilla de la baranda. Pedí uno de
los dos cafés. Pedi um tercero. Fumé vários cigarros. Fumaba hasta el filtro,
llegaba a sentir un sabor amargo AL principio de la combustión del filtro.
Dejaba que se quemaran los dedos de la mano. De la mano de él, es claro. No
pedí nada para comer. Pensé en haber visto dos de los meceros comentar algo
sobre mí. Pero nada pasó. En aquella tarde, aquella tarde, dejé de tomar las
drogas que controlaban el rechazo. Lo Decidí. Después de unos días volví al
hospital. Espere que los médicos de la junta multidisciplinar aparecieran. Ellos
no entendían lo que pasaba. Todo estaba saliendo tan bien… Entonces les
conté que había suspendido la medicación. Sentí, al líder incomodó, sentí que
les había quitado algo. Uno de los otros todavía intentaba convencerme pero el
líder lo mandó a callar y suspendió nuestro encuentro. Ayer volví a verlo. Es
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que no podía soportar el dolor. Para mi mala suerte, mi cerebro ya encendía la
mano como mía. El líder prescribió ampollas de morfina. Dijo que así yo
soportaría el dolor hasta que pudiesen hacer algo. Ellos no podrían hacer nada.
A no ser que... el rechazo aumentase. Ellos necesitarían esperar por la
necrosis...
Pero en esta espera hay un riesgo que no quiero correr. La posibilidad de una
infección generalizada… la posibilidad de comprometer “mi” salud.
No…
Fin