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La poesía tiene mucho de susto

y de serenidad
Por: Moisés Mayán

Por ese extraño poder de convocatoria que posee la literatura, he recordado unas
palabras de Ernesto Sábato que aparecen en su novela Sobre héroes y tumbas, “un
tiempo enorme (…) porque no se medía por meses y ni siquiera por años, sino,
como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de
absoluta soledad y de inenarrable tristeza; días que se alargan y se deforman
como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo”. ¿Cómo se miden tus
días? ¿Cómo se va gestando en la sustancia de las horas el espacio propicio para el
advenimiento del poema?
Iniciar el día con una taza de café. Parece sencillo, pero eso exige un proceso de
reconstitución matutina. Salir a la calle. Trabajar. Conversar. Regresar a casa donde
los míos me esperan. Si escribo, casi nunca lo hago entre esos dos momentos
extremos porque, necesito permanecer aislado del ruido para escribir, y como eso es
casi imposible en una isla como la nuestra, entonces acudo a mis propias
herramientas y me pertrecho de la música que conservo celosamente junto con mis
libros. La madrugada es el mejor momento, a veces el cansancio se impone, pero
otras es el mismo agotamiento quien no me deja dormir. Y escribir un poema me
reintegra a una sensación de orden que me gusta, aunque la inconformidad con lo
escrito me esté esperando a la vuelta del día. De pronto te das cuenta que ha
terminado un año; sin embargo no es el paso del tiempo lo que me aterra, la
catástrofe real que genera y la que me resulta de verdad inenarrable, es saber que
con los años vas realizando un descuento de los seres que has amado. Quizás sea mi
personalidad aprehensiva la que me lleva a hacer este tipo de comentario, motivado
más que todo por las palabras de Sábato, pero se me antoja citar unos versos de
Eliseo Diego, algo que justifique esa ventolera atroz que termina llevándoselo todo,
y que no parezca pesimista sino más bien en armonía con el universo: “aquí no pasa
nada, es la vida…”

Entre el joven de veintiséis años que publicó Los navíos de Pavel Horov, y el
poeta que acaba de ganar el Premio Nicolás Guillén, se dilata toda una década,
¿cómo valoras el sendero recorrido en el difícil oficio de la escritura?
El poema al que te refieres lo escribí cuando estaba en la Universidad de Oriente
haciendo mi licenciatura en Química Pura, prácticamente no me quedaba nada de
tiempo para realizar las lecturas que hubiera querido, esas que se hacen cuando se
tiene 20 años o no se hacen nunca. Entre una extenuante sesión de 8 horas en un
laboratorio de Química Orgánica y una conferencia de Estructura de la sustancia, me
iba a la sombra de algún framboyán rojo, que tanto abundan en la beca de Quintero,
y allí tímidamente escribía versos pensando que jamás serían aceptados en los
círculos literarios de los que permanecía completamente ajeno; tampoco asistía a las
peñas de literatura que se gestaban en las noches de la beca. Pero fueron años de
deslumbramientos, de búsquedas, de lecturas bien interesantes que desencadenaban
fácilmente una urgencia de escritura, lo mismo si veía una película o si estrenaba un
concierto de Chopin en la sala de música de la Biblioteca provincial.
De esas lecturas surgió el poema Los navíos…, que visto con justeza, no es otra cosa
que mi declaración de asombro y sobrecogimiento ante el descubrimiento de la
belleza. Y ese sobrecogimiento ha cambiado muy poco de entonces acá. Solo que con
los años se gana en oficio, a riesgo de perder la “honestidad poética”. Cuando me
detengo a pensar en esos años, relativamente cercanos, me veo como un muchacho
asustado. Y eso es lo que tiene en común un extremo con el otro. La poesía tiene
mucho de susto y de serenidad.

Has dicho con anterioridad que Aspersores fue un libro escrito en un período
creativo muy intenso, ¿qué tabiques aíslan este cuaderno de los volúmenes que le
anteceden? ¿Qué invisibles cuerdas lo atan a tus otros textos publicados?
He permanecido hasta dos años sin escribir un solo verso, y me alienta saber que a
otros escritores que admiro les haya sucedido lo mismo sin que eso influyera
negativamente en su obra. También he dicho que no me interesa la opinión de
algunos sobre el hecho de si escribo “poco” o “mucho” porque nada más escribo
cuando “puedo”, y ese “poder” está referido a períodos cortos pero intensos, que me
dotan de un goce peculiar, porque el proceso de conformación del libro se me vuelve
fastidioso, pero es la parte de la que ningún escritor puede prescindir, nadie mejor que uno
mismo para saber a dónde dirigir su propuesta. Aunque acuda a algunos amigos ―solo
unos pocos― para que me den su opinión crítica, con los años me ido convenciendo de que
el trabajo del escritor, en especial el del poeta, es sumamente susceptible al intrusismo, y la
escritura de “Aspersores” no entró en la excepción de las reglas, así que esto lo emparenta
con todo lo anterior. Si existen tabiques, estructuras aislantes, seguramente serán secretas,
porque ni yo mismo las he advertido o no las he considerado relevantes. Algo que me
satisface es que en el acta del jurado se destaca que es un libro escrito en “tono menor”, con
lo que estoy de acuerdo. No creo que el dolor, por ser gritado a los cuatro vientos, sea más
dolor por eso. Y este cuaderno es la escritura de una realidad que hubiera preferido superar
en la más absoluta reserva, porque igual que tengo asumido que la honestidad del poeta
nutre al poema, también creo que esa honestidad muchas veces se vuelve en contra del
escritor; de pronto te percatas que has comenzado a adentrarte en un terreno movedizo,
donde lo más sensato sería mantenerte en silencio, a riesgo de quedarte por debajo de las
necesidades de expresión que exigen ciertas circunstancias. Es como aquella terrible historia
bíblica donde Jacob lucha toda una noche con un ángel sin verle nunca el rostro, solo que
mis poemas tienen más de Jacob que de ángel.

Sabemos que innumerables voces han marcado tu poética a través de las


inmersiones propias del lector, Dulce María Loynaz, Paul Celan, Saint John-Perse,
¿qué autores te acompañan por estos días?
No concibo al poeta desprovisto de lecturas, la confrontación de voces en las
diferentes etapas de un escritor es tan necesaria como la escritura misma. Hay
lecturas más necesarias que otras, pero ninguna prescindible; hay voces que
ameritan revisitaciones y otras que se consumen a la primera visita; también
aplazamientos obligatorios que te devuelven redimensionado a un autor al extremo
de convertirlo en referencia permanente, y abandonos imperdonables que, a veces,
el tiempo se encarga de restañar con sabiduría; otras ni siquiera se advierten en el
coro, pero todas se acrisolan y deben ser procuradas como una necesidad personal.
No siempre aparece en nuestros caminos el mentor que acorta caminos. Mis lecturas
―nada que ver con la academia, que también es útil― han respondido mayormente a
la intuición y han adquirido el carácter de hallazgo. Por eso asumo como un proceso
natural la asimilación de esas voces. Puedo asegurarte que yo no sería el mismo si
antes no hubiera devorado la novela realista francesa o los Cuentos Orientales de
Marguerite Yourcenar; el Diario de Campaña de José Martí, pero también el Martí a
flor de labios de Froilán Escobar; los poetas del 27 español y los de Orígenes; Borges o
Alejandra Pizarnik, Pessoa o Kavafis; y también Cien años de soledad y Bomarzo; Las
amistades peligrosas de Laclos, Jardín de Dulce María Loynaz y toda la poesía
latinoamericana, desde César Vallejo hasta Olga Orozco y Juan Gelman o Roberto
Juarroz; Emilio Ballagas y José Manuel Poveda, Gertrudis Gómez de Avellaneda y
Marina Tsvietáieva, Gonzalo Rojas y Delfín Prats, Lawrence Durrell y los ensayos
portentosos de Octavio Paz, también su poesía. René Char, Jacques Prévert,
Rimbaud y T. S. Eliot… Estos viejos conocidos me acompañan, me abrigan, por eso
acudo una y otra vez a sus libros porque son ellos los que terminan edificándome, y
muchas veces reconciliándome con la Poesía y en casos más específicos a prodigar
indulto o comprensión a las actitudes humanas.

Tus comienzos en la narrativa resultaron muy alentadores, el Premio Celestino


con el cuento Nuestra casa llena de sol, y el Premio Vértice para el excelente relato
La camada, ambos en el 2005; sin embargo últimamente te has ceñido al verso
como única posibilidad de expresión. ¿Has renunciado a la narrativa como
género?
Esos dos cuentos, junto a otros que permanecen en su mayoría inéditos, fueron escritos
durante un mismo año. Asumí su escritura como un ejercicio, quería probar con un género
que me era completamente ajeno, y al parecer funcionó de alguna manera. Sin embargo,
como mismo apareció esa curiosidad, desapareció el impulso para sostener algo que
requiere de una dinámica diferente a la de escribir un libro de poemas. No excluyo la
posibilidad de que vuelva a hacerlo, porque hay sucesos que no entran de ningún modo al
ámbito de la poesía sin que queden al descubierto las incompatibilidades de expresión, por
más que se hable del trasvase de géneros y todas esas cosas que le han salvado a muchos la
honrilla como narradores, o como poetas.

En el 2001 mientras Los navíos de Pavel Horov emergían del taller de papel
manufacturado de Cuadernos Papiro, y ganabas el Premio Nuevas Voces de la
Poesía, César López, Alex Pausides y Nancy Morejón distinguían al cuaderno
Viendo acabado tanto reino fuerte del poeta camagüeyano Roberto Méndez, en lo
que sería la edición inaugural del Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén.
Diez años después, te conviertes en el primer holguinero en conquistar este
importante reconocimiento, ¿qué representa para ti el premio Guillén?
Sin olvidar todo lo que han tributado y siguen tributando los premios históricos del
país a la cultura nacional, en la última década el premio Guillén ha adquirido una
notoriedad y una jerarquía sin precedentes en el ámbito literario de la Isla, amén del
premio Casa de las América, que abre su convocatoria a todos los poetas de América
Latina. Por primera vez los poetas cubanos, dentro de la Isla, pueden acceder a un
certamen que premia al favorecido con una moneda “difícil”, por decirlo de algún
modo, además de que se le facilita una impecable edición por Letras Cubanas y una
promoción pocas veces otorgadas a otros libros del mismo género, publicados
incluso por la misma editorial y con valores equiparables al premio. Como era de
esperar, el certamen se ubica en el punto de mira de los escritores cubanos, que si
bien no estilamos oficializar nuestras polémicas a través de la crítica en revistas,
periódicos o medios digitales, no dejamos por eso de ser pródigos en echar al ruedo
a la sombra de la conversación informal, los criterios más variados sobre el premio
Guillén (o sobre cualquier otro); por eso cada año se espera con impaciencia y
también con reservas, su fallo.
En nuestra ciudad hemos tenido la suerte de acoger a la mayor parte de los autores
publicados dentro de esa colección, y son ellos mismos casi siempre, quienes
escogen a Holguín como plaza segura para presentarse dentro del periplo que les
organiza el Instituto Cubano del Libro. Eso habla a favor de una deferencia de los
poetas cubanos hacia los poetas holguineros que, a riesgo de caer en el tópico
imperdonable del aldeano vanidoso, me gusta distinguir del resto de la poesía que
se escribe en el país, solo que esto no deja de ser una tesis aún por demostrar con un
estudio verdaderamente serio, pues tampoco está referida a toda la poesía que se ha
escrito en el territorio sino a un período históricamente delimitado.
Y también, a riesgo de provocar complacencias o desencuentros, creo que en
Holguín existen en este mismo momento voces (radicados o no en la Isla) que
podrían aspirar a este o a cualquier premio, convocado desde cualquier punto
geográfico del planeta. Eso como es de suponer, no es un fenómeno que surge de la
nada sino que es el resultado de toda una herencia que va trasmitiéndose de
generación en generación (aunque este tipo de demarcaciones sean bien polémicas),
asimilada como continuidad o ruptura necesaria, pero al fin herencia que cobija o te
niega, y que casi nunca permanece indiferente ante el brote del “pino nuevo”. Creo
que en los últimos años, bien lejos de lo que sucede en los bateyes donde se otorga el
título exclusivo de “loco del pueblo” a un solo ser humano, se ha podido comprobar
que en Holguín han cristalizado nuevas voces que lejos de empobrecedores
folclorismos, convierten a nuestra ciudad en una verdadera “provincia del
universo”.

El recién concluido 2011 fue el Año Mundial de la Química, ¿cómo ayuda al poeta
el conocimiento sobre la estructura y transformación de la materia? ¿Qué
sustancias reaccionan para lograr la alquimia de tu poesía?
De las conferencias de Estructura de la Sustancia que recibí en mis años
universitarios, recuerdo a algunos amigos que no podían creer en las teorías y
modelos que explican y describen los orbitales moleculares, la distribución de
electrones por niveles de energía y el vínculo de estos estados con el color de las
sustancias. La abstracción era necesaria para comprender aquellas clases impartidas
en las calurosas tardes santiagueras y con los estómagos transidos por el hambre.
Pasados 15 años, ya sé por qué mis amigos tampoco pudieron entender mi tristeza
cuando los periódicos anunciaron la muerte de Eliseo Diego y después la de Dulce
María Loynaz o la de Gastón Baquero. Lo que sucede es que para entender la
Ciencia y la Poesía hace falta el mismo aguzamiento de los sentidos, y un concepto
de la precisión que involucra la sensibilidad y la inteligencia en la misma medida. Si
lo entiendes así, entonces también entenderás que la emoción que provoca escuchar
el Réquiem de Mozart, no puede quedar simplificada a través de una ecuación
química o un complejo modelo matemático, sino que esa explicación convive con un
estado casi nunca palpable, y la Ciencia, tanto como la Poesía, sabe de esos reinos
intangibles. Por eso Einstein podía tocar el violín. Esos espíritus convergentes son
los que están llamados a dotar de misterio y belleza a los procesos naturales que
ocurren muy a pesar de nosotros. No descarto que hubiera emoción en mis amigos,
aunque misterio no.

¿Cuánto te ha aportado tu trabajo como coordinador en Ediciones La Luz? Y otra


pregunta que se desprende como un electrón de la primera, ¿cómo consiguen
coexistir el poeta, el editor, el promotor cultural, el seleccionador, dentro de esa
endeble estructura que suele ser el hombre?
Llegué a Ediciones La Luz en el año 2005, no era un buen momento para el sello,
existían demasiadas “estructuras fracturadas” como para que el trabajo que implica
la edición y publicación de un libro fuera medianamente periódico. Los que
estábamos en ese momento tratamos de salvar en lo posible aquel proyecto que
había agotado algunas sensibilidades. Hubo que invertir mucho tiempo y provocar
algunos diálogos nada reconciliadores. Hasta hoy, que estamos cumpliendo nuestro
quince aniversario como editorial, no hemos dejado de hacer libros ni de defender
proyectos que involucran a varios autores, a veces jóvenes otras no tanto. De hecho
en los primeros años me mantuve trabajando en un laboratorio de inmunología
clínica, lo que me obligaba a llevar a la par la coordinación de la actividad editorial.
A partir del año 2009 me dedico completamente a este trabajo. Y en este año también
publicamos El sol eterno. Antología de jóvenes poetas holguineros. Irela Casañas me
ayudó a realizar parte de la compilación, prologada por el poeta y ensayista Manuel
García Verdecia. Pienso que el tiempo se encargará de ubicar a esta selección en un
lugar privilegiado dentro de la historia literaria de la provincia y también del país.
Por primera vez, en un mismo volumen, aparecían compilados jóvenes autores que
no superaban los 35 años incluyendo algunos que jamás habían visto reseñados
críticamente sus versos. Nadie los había identificado antes como un grupo literario,
que lo son a pesar de sus notables diferencias de estilos y con currículos bien
dispares. Pero todos al menos tenían un libro publicado y pertenecían a la
Asociación Hermanos Saíz. El colofón fue la grabación en la voz de los propios
poetas, del audio libro homónimo, que realizamos casi de manera artesanal. Así
dábamos continuidad a una tradición inaugurada en los ´80 con el LP “Un lugar
para la Poesía”.
Por último, para que el electrón al que te refieres alcance un nuevo nivel energético,
es decir, para no dejar cabos sueltos, puedo decirte que editar me ha ayudado a
conformarme una idea más acabada de la creación literaria, he aprendido de quienes
considero maestros y he ayudado a sacar de la bruma poemas que conforman los
libros prístinos de jóvenes escritores. Es un trabajo que agota y edifica. Y si he
podido hacerlo hasta hoy es porque no deja de ser creativo y arduo como toda la
creación, de lo contrario me aburriría mucho y ya lo hubiera abandonado. Muchas
veces tengo que reconsiderar pasiones y posiciones para que convivan el escritor y el
promotor, pero no advierto arrebatos de protagonismo. Y si los hubiera, entonces
tendrían que entenderlo porque esta caprichosa y endeble estructura humana, como
diría Walt Whitman, “contiene multitudes”.

Alfonso Reyes dijo que “el ser poeta exige coraje para entrar a los laberintos y
matar monstruos”, unas palabras para los que buscamos esa audacia…
Escribir poesía me ha ayudado a conocerme mejor, a veces aparecen sobre el papel
los matices más insospechados de una personalidad que conservamos por pudor o
prejuicio, en el más absoluto silencio. Sin embargo el poema, su escritura, te enfrenta
a ese monstruo íntimo, y si no lo mata al menos alcanza a darle nombre, comienza a
reconocerlo, a convivir con él. Otras veces, el monstruo al que se enfrenta el poeta no
es propio, sino que se avecina desde el laberinto ajeno. Esas batallas no son
recomendables para la poesía. Sin embargo el monstruo debe de existir, y si no
habría que inventarlo, para que el poeta sepa que lo más importante es mantenerse a
salvo dentro del laberinto, esa su mayor audacia.

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