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8 ½: El sueño de Bartleby

Publicado por Miguel Faus

Una escena de 8½. Imagen cortesía de Corinth Films.


No tengo nada que decir… pero aun así tengo que decirlo. (Guido Anselmo, 8½).

Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir. (Enrique Vila-
Matas, Bartleby y compañía).

En 1962, tras el éxito abrumador de La dolce vita, Fellini estuvo a punto de callar para
siempre y unirse a Bartleby y compañía. Ya saben, aquellos artistas que un día dejan
de crear y abrazan el modo de vida del escribiente del cuento de Melville que siempre,
ante cualquier propuesta, prefería no hacerlo. Convertido ya en un director aclamado
en todo el mundo, y con un cheque en blanco para rodar lo que quisiera, el cineasta de
Rimini sufrió una terrible crisis creativa y se encontró, de la noche a la mañana, sin nada
que decir. La presión del público, los periodistas, los productores y, sobre todo, la
presión sobre sí mismo no dejaban de subir… y Fellini se encontraba al borde del
colapso. Pero justo cuando estaba a punto de desistir, ocurrió una de aquellas cosas
que cambian la historia de un arte para siempre: Fellini se dio cuenta de que aunque ya
no tenía nada que decir, aún podía hacer una película sobre por qué ya no tenía nada
que decir. Y así convirtió, quién sabe si a base de valentía o de pura chulería italiana,
su crisis creativa en una de las grandes obras maestras de la historia del cine: 8½.

8½ sigue siendo, a día de hoy, la gran película metacinematográfica de la historia. Narra


la crisis creativa de Guido Anselmo, un cineasta bloqueado, alter ego del propio Fellini,
que se refugia en un balneario para reflexionar. Allí, Guido-Fellini intenta trabajar en su
nueva película, que trata precisamente sobre un cineasta en crisis. Entre las dudas y la
confusión del protagonista, vamos dándonos cuenta de que esa obra que prepara es la
misma que estamos viendo: 8½. Es decir, no vemos solo la película, sino también, y a
la vez, su proceso de creación. Por eso no tiene título (Fellini la llamó 8½ porque antes
había rodado siete largometrajes y medio): porque no cuenta nada, sino que se cuenta
a sí misma. Y en ese contarse a sí misma, 8½ da la sensación de contarlo todo.

Una escena de 8½. Imagen cortesía de Corinth Films.

El filme de Fellini es un gran monólogo lírico en el que se entremezclan escenas de


realidad, sueños, recuerdos y fantasía, a fin de expresar la gran confusión del mundo
mental de ese cineasta interpretado por Marcello Mastroianni. Un mundo mental que
domina la película como nunca se había visto antes, pues la cámara de Fellini se instala
literalmente en la mente del protagonista. No es solo que el punto de vista sea de Guido
Anselmo, es que nos pasamos dos horas y media sentados en su psique, que nos va
guiando por la película a base de transiciones que funcionan como si fueran conexiones
neuronales. Y ya hemos comentado que el protagonista es un trasunto clarísimo de
Fellini, de modo que 8½ es un gran viaje por la confundida mente de su autor, que
expone aquí, con brutal honestidad y sin ningún pudor, todas sus fobias, sus manías,
sus obsesiones y sus sueños. Fellini no se conformó con hacer cine, quiso ser cine.

El ejemplo más claro de esta honestidad, del coraje que demuestra Fellini en 8½, es sin
duda la escena del harén. En esta secuencia, Guido se evade de sus problemas
conyugales e imagina que vive en una mansión con todas las mujeres de su vida, que
se dedican a servirle y adorarle. Pero pronto se da cuenta de que ni siquiera en sus
mejores fantasías es capaz de controlar a sus mujeres, que se rebelan contra su
despotismo. Y Fellini no duda en ponerse ahí en la pantalla, con sus rarezas y sus
defectos, misoginia incluida, intentando aplacar la rebelión, látigo en mano. Lo que
podría haberse convertido en una escena desagradable adquiere un tono cómico en
sus manos, y es que Fellini siempre pensó en su 8½ como una comedia. (De hecho,
para que sus colaboradores no olvidasen esa intención pese al tono sombrío del filme,
colocó una pegatina en la cámara que decía: «¡Recuerden que estamos rodando una
comedia!»). Sea como sea, la escena es un perfecto ejemplo de la sinceridad y la
osadía con la que Fellini encaró esta exploración autobiográfica que es 8½: no solo
representa su sueño de vivir en un idilio armónico con todas las mujeres de su vida,
sino también su anhelo de traspasar la pantalla y vivir en las películas. ¿O es que hay
algo más esencialmente cinematográfico que un italiano con túnica y sombrero
de cowboy, blandiendo un látigo mientras suena una melodía de circo y, de fondo, las
risas de todas sus amantes?

Una escena de 8½. Imagen cortesía de Corinth Films.

Pero la escena del harén es una excepción dentro de 8½, que es en general una
película amarga y desesperanzada. Este tono surge principalmente de la angustia de
Guido Anselmo, provocada por su confusión y su bloqueo creativo. Tiene que rodar una
película pero no se le ocurre nada, y se pasa todo el metraje en busca de inspiración,
de su musa. En 8½, la inspiración está simbolizada por la actriz americana, Claudia, y
rastrear sus apariciones nos ayuda a entender mejor la compleja estructura del filme.
La primera vez que la vemos es en un plano detalle de una foto, pues aunque Guido la
busca, Claudia aún pertenece al pasado, a los recuerdos. En la escena siguiente sí que
aparece, pero solo fugazmente y en la imaginación del protagonista: en un plano
memorable, Claudia flota hacia Guido y el tiempo se detiene. Se corta el sonido, la
escena se ilumina… pero todo se desvanece cuando la realidad vuelve a imponerse.
Continúan el bloqueo y la incapacidad de retener a la esquiva inspiración. Un rato
después volvemos a ver a la musa, pero esta vez en la dimensión de los sueños. Ahora
se queda más tiempo (incluso parece que duermen juntos) y dice que quiere cuidar de
él, pero finalmente el sueño se acaba y la inspiración vuelve a abandonarnos. Claudia
vuelve en el último tramo de la película, esta vez para quedarse y propiciar el gran final,
al que no le falta inspiración por ningún lado. Tras su paso por los otros universos del
filme (recuerdos, imaginación, sueños) Claudia traspasa finalmente la frontera y se
digna a aparecer en la realidad. Es revelador que esto ocurra justo cuando Guido dedica
cinco minutos de su estancia en el balneario a trabajar en su película (ya saben lo que
decía Picasso de que la inspiración te pille trabajando). Y solo entonces, cuando
finalmente encuentra a su musa, consigue Guido vencer su bloqueo creativo, abrazar
su gran confusión como lo más íntimo de sí mismo y dar rienda suelta a su creatividad.
Y es de esta explosión creativa de donde nace 8½, pues la película que Guido pretende
filmar es la misma que protagoniza y que nos tiene a nosotros, una vez más, al borde
del sillón.

Estamos ante una obra tan personal, tan viva… que intentar acercarse a ella de modo
puramente explicativo carece de sentido. Y eso no significa que no pueda hacerse,
porque 8½ es una deslumbrante muestra de dominio de todos los componentes de la
dirección cinematográfica. Un domino formal que podría analizarse extensamente, pero
que no daría, por sí solo, para explicar la grandeza y la magia de esta obra maestra. Sí
que conviene, sin embargo, apuntar ciertos elementos formales que están en el centro
del estilo de Fellini, ese estilo único que adquiere en 8½ su máximo esplendor:

 La composición de las imágenes siguiendo una cadencia musical, con un montaje que
convierte ciertas secuencias en pequeñas sinfonías visuales.
 Los largos planos secuencia en los que la cámara y los actores parecen bailar en
magníficas coreografías visuales de gran poder expresivo.
 El dominio absoluto del espacio como elemento expresivo, sobre todo en el uso de los
decorados y en la oposición de interiores (intimidad donde se revela la verdadera
personalidad) y exteriores (dimensión social de representación y apariencias).
 Y en un sentido más amplio, la creación de un lenguaje capaz de expresar algo tan
particular y grotesco como el mundo psicológico de Fellini: las transiciones entre
realidad y sueños o imaginación, a menudo resueltas con interesantes innovaciones de
sonido; las roturas de la cuarta pared y los saltos de eje; el uso de los planos subjetivos,
tan extraño como el propio enfoque subjetivo de la película; los congelados de sonido;
los bruscos zooms que revelan la irrealidad de los sueños; el aprovechamiento
simbólico del atrezo (esa nave espacial que va creciendo y haciendo crecer la presión);
la voz en off plagada de monólogos existencialistas del protagonista…

Una escena de 8½. Imagen cortesía de Corinth Films.

En esa magnífica novela que es Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas escribe que
la literatura por venir, aquella capaz de vencer el mal de Bartleby, solo puede surgir de
«una tendencia que se pregunta qué es la literatura y dónde está, y que merodea
alrededor de la imposibilidad de la misma». Y este es el gran objetivo de todo el arte
moderno, crear obras autoconscientes, capaces de interrogarse a sí mismas. En este
sentido, 8½ representa la consecución de aquello que el cine moderno siempre intentó
lograr, desde la nouvelle vague y la Rive gauche. Una película que se va construyendo
a sí misma al tiempo que se da al espectador; que se discute, e incluso llega a negarse
a sí misma, a medida que avanza. 8½ se cuestiona en réplicas como la del crítico
cuando dice «[esta película] no tiene ninguna de las virtudes de la vanguardia, pero sí
todos sus defectos» (apuntando directamente al gran miedo de Fellini), pero sobre todo,
y de un modo más profundo, en su propia estructura narrativa y en su concepción
cinematográfica.

Pero 8½ no es solo la película que los cineastas modernos siempre quisieron rodar. Es
también la obra más puramente cinematográfica que se ha filmado. Ninguna otra
película resulta tan inconcebible en otro soporte que no sea el celuloide. Quizá por eso
está entre las favoritas de incontables directores,
desde Truffaut a Bergman y Scorsese. Haciendo mías las palabras de este último:
«8½ es la expresión más pura de amor por el cine que conozco».

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