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Cuándo debemos dar por muerto a un equipo

La oficina luce hoy descascarada. Como si hubiese estado descuidada por años, cosa
que realmente sucedió. Pienso que los objetos, de los cuales los inmuebles no son la
excepción, expresan un poco el carácter de sus propietarios. O para mejor decirlo, el estado de
ánimo de sus propietarios.
Si tuviera que adjetivar con una sola palabra a la sensación que genera ese lugar es la
de abulia, que debe ser una de las de peor pronóstico en cuanto al llamado clima laboral. Digo
esto porque muchas veces se identifica a las situaciones conflictivas como las peores pero por
mi experiencia puedo asegurar que el desgano es peor que el enojo, en los términos que
mencionamos. Porque el enojo es una emoción activa, y por más perturbadora que pueda ser
esconde en el fondo, pasión. Por el contrario, la abulia es la ausencia misma de deseo. Mi
colega (quien se hizo bastante más famoso que el que suscribe por cierto) Martin Selligman
fue muy lúcido cuando desarrolló su concepto de “Síndrome de la desesperanza aprendida”
para ilustrar ese sentimiento de impotencia, incapacitante, de pérdida absoluta de confianza
en que algo pueda mejorar más adelante.
El caso en cuestión narra las peripecias de 5 personas que comparten su espacio de
trabajo. Juntas conforman el área de administración de una reconocida empresa de servicios.
Mariano es un poco el líder del grupo. Digo “un poco” y no “claramente” porque si
bien fue oficializado con el cargo de Jefe de área él nunca se lo creyó del todo. Ni él ni sus
compañeros (¿o colaboradores?). “La verdad que a mí no me gustan esos que se suben
enseguida al caballo y empiezan a tratar mal a los demás, mirándolos de arriba. A mí esa no
me va y se los dije siempre: yo soy más un par de ustedes que su jefe”.
Podemos hallar varias explicaciones a este tipo de posicionamientos subjetivos, pero
para resumirlas diré que obedecen un poco a falta de seguridad en sí mismo; débil confianza
en los colaboradores; escasas aptitudes para las relaciones interpersonales o una ausencia de
interés por sumar responsabilidades anexas. Vale aclarar que estas categorías bien pueden
expresarse solas o hacerlo en combinación. Mariano, por caso, tenía una tendencia a no salir
de su zona de confort ni a palos (cosa que se jactaba en la cena junto a su mujer, y en una
especie de manifiesto quería legar a sus hijos esta enseñanza: que no vale la pena esforzarse ni
medio metro más por ninguna empresa porque a la hora de los bifes todos somos tratados
como trapos viejos) y además era más parco que Riquelme después de perder por goleada.
Chiche “the old man”. El más veterano del grupo tiene la cabeza más enfocada en su
jubilación que en otra cosa. Medio que está más allá del bien y del mal, piensa que no le queda
nada por aportar. Que ya dio todo lo que un hombre pudiese dar en vida, incluyendo un par de
fallidos matrimonios cuya ruptura atribuye a su pertinaz “estrés laboral”.
El tercero de la fila se llama Mauro y dice: “En la empresa que trabajaba antes nada
que ver, ahí sí que nos llevábamos bien. Festejábamos todos los cumpleaños, nos
preguntábamos por el fin de semana, compartíamos alguna que otra pesca en familia… Acá
eso es imposible… Si bien el trato entre nosotros es respetuoso, no avanza más de ahí... Es
hablar lo justo y necesario… como que le cobrasen por palabra a estos… El sueldo no es malo y
es lo que me hace quedar, si no ya estaría buscando algo”.
Pablo, contador y uno de los profesionales del grupo refiere que: “la explicación a esto
es que siempre vinieron con promesas y más promesas… de todo tipo, color y formas… ¿que te
dé un ejemplo?, miles te podría dar pero los primeros que se me ocurren fue cuando dijeron
que iban a abrir nuevas sucursales, y eso implicaba la chance cierta para cada uno de ocupar
una posición jerárquica. O cuando nos aseguraron premios por productividad, o cuando la
empresa cerraba un buen año… Y al final no pasó nada… Ah, otra, una vez hicieron un
concurso de ideas. Teóricamente el premio era un viaje a Río para el que propusiera algo
realizable y útil, que mejore lo que se venía haciendo… ¿Sabés quien lo ganó?: casualmente
nadie. Quedó desierto. Dijeron que no hubo una sola sugerencia como la gente…”.
Finalmente, nos queda Virginia, única mujer. “La verdad es que a mí me cansa tanta
queja y queja. En un momento me dije a mí misma ´Mirá Vir, no podés llegar a casa en ese
estado todos los días. Enfocate en tu marido e hijo que son los que más te necesitan… de ahí
en adelante cero problemas. Hablo lo justo y necesario y me dedico a cumplir exactamente
con lo que se me pida”.
Lo dejamos vivir?
Cada vez que me preguntan acerca de las potencialidades de un equipo humano,
siempre me tomo un tiempo para responder.
Lo primero que tomo en consideración son las características individuales de sus
miembros, lo que equivale a analizar si estamos en presencia de personas egoistas o que
tienden a priorizar sus objetivos por sobre los demás.
Segundo, observar el grado de cohesión ya que, si bien no se trata de que sean amigos
de sangre, sí resulta indispensable que tengan una relación cordial entre ellos.
Tercero, hay que relevar la existencia o no de una lógica colectiva. Esto es, qué tanto
está dispuesto a sacrificar cada uno de su libertad individual en pos del bien común.
Luego, veo sus estándares comunes de respuesta. Si todos reaccionan de una forma
más o menos similar ante determinados estímulos.
Finalmente, si todo eso está en niveles saludables, debemos avanzar hacia la lectura
del contexto y la historia vivida. Respecto del primer punto, hay circunstancias que cooperan a
la vida de un equipo, generalmente, la aparición de un competidor o la apertura de un
mercado nuevo. Y en otras oportunidades nos encontramos con situaciones opuestas, que
generan dispersión, por ejemplo, una crisis económica general o del sector al que la
organización pertenece.
Por otra parte, existe la historia vivida y aquí es donde este caso halla explicación. Lo
que mencionaba al inicio como “Síndrome de la desesperanza aprendida” tiene su causa en la
ocurrencia habitual y frecuente de conductas negativas por parte de un líder o de quienes
encarnan lugares de autoridad en una organización. Si es cierto lo que dice Pablo, las sucesivas
promesas incumplidas entre otras cosas, lograron que las personas que componen este equipo
hayan perdido la confianza y fe en sus posibilidades. Y esto es lo peor que podría pasar: la
convicción de que cualquier conducta será inútil. Que nada tiene sentido y todos los caminos
están bloqueados.
Para responder claramente cuándo debemos dar la extremaunción a un equipo y
diseñar otro, atendiendo a no cometer los mismos errores, resulta indispensable poder
diagnosticar el grado de incidencia del trauma. Hasta dónde esos hechos negativos han calado
en la subjetividad de los colaboradores. Si han superado su umbral de frustración, avanzando
hasta los niveles de su autoconfianza, sería recomendable llamar al párroco. De lo contrario, si
las personas encontraron un modo eficaz de sortear o tramitar esas dificultades, la expectativa
hacia el futuro podría reconstruirse. Si elegimos este camino, deberemos ser coherentes y
consistentes, haciendo de nuestro mensaje y conducta una sola cosa.

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