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RETRATOS, HITOS Y BASTIDORES

Sabana Grande: bohemia y narrativa


POR Arturo Almandoz Marte
23/04/2020
Sabana grande | Tarjeta Postal ©ArchivoFotografíaUrbana
1. Arropada por la expansión de Caracas hacia el este, Sabana Grande
pasó a ser, desde mediados del siglo XX, la principal zona bohemia, con
toques rosa, recipiendaria de mucho del ocio tabernario desprendido del
centro histórico. Aunque manteniendo varias de sus funciones
administrativas y financieras, cívicas y comerciales, ese centro venía
debilitándose, en términos residenciales, desde finales de los años treinta.
Dinamizada por ese éxodo residencial, a lo largo de urbanizaciones como
La Florida, La Campiña y Las Delicias, Sabana Grande despuntó como
distrito polivalente, donde confluyeron la sofisticación comercial y el
pintoresquismo de la inmigración europea, abundantes en la capital
petrolera. Al mismo tiempo acogió algo del “submundo de las „malas
ocupaciones‟”, como las llamó Rodolfo Quintero: “crímenes pasionales,
homosexualidad, prostitución, alcoholismo, toxicomanía y alta
frecuencia de relaciones extraconyugales” componían, según el autor
de El petróleo y nuestra sociedad (1978), el “mal vivir” diseminado por
el oro negro a través la urbe licenciosa. Sabana Grande desplegaba así,
en la metrópoli adolescente, un bastidor menos céntrico y provinciano,
más aburguesado y mundano, para la “mala vida” prefigurada, desde las
postrimerías gomecistas, por personajes de Guillermo Meneses y
Salvador Garmendia en las parroquias del centro tugurizado.
Al promediar el siglo XX, parecía olvidado el capítulo ecuestre de
Sabana Grande. En la Bella Época caraqueña, aquellas planicies entre las
quebradas de Maripérez y Chacaíto fueron cruzadas por damas y
caballeros de caché, concurrentes al hipódromo homónimo inaugurado
por Joaquín Crespo en 1896, eclipsado una década más tarde por el
nacional de El Paraíso. Ya en años gomecistas, la zona era visitada por
clientes del famoso herborista Jesús María Negrín, quien fue apresado
por ejercer la medicina sin licencia, a pesar de sus prodigiosas dotes
curativas. Llegó a ser tan popular que, como reseña Morella Barreto
en Caracas en catorce estaciones (1984), “Sabana Grande y Negrín”
voceaban los conductores al tranvía detenerse en la parada, cercana a la
residencia del “brujo” fallecido en 1934. Y del apellido del “piache”
legendario tomó nombre la conexión de La Florida con la antigua calle
Real, más tarde bulevar.
Si bien lucían remotos a la postre, ambos antecedentes parecen fundidos
en la alquimia de Sabana Grande, asomando en el palimpsesto del
distrito licencioso y bohemio cristalizado con la metamorfosis
metropolitana. Por un lado, el ocio reunido en torno al hipódromo
elegante, como en los cuadros de Arturo Michelena, reminiscentes de
Degas. Por otro, el herbolario díscolo de resonancias esotéricas, quien
acaso conjuró arcanos vivificadores en las inmediaciones de la calle
Negrín.
2. Jalonados por los de Savoy y Vogue en la avenida Abraham Lincoln –
como fue después bautizada la calle Real– los anuncios rutilantes y las
marquesinas de neón, junto a las arcadas de Galerías Bolívar y el Centro
Profesional del Este, en la avenida Casanova, conformaban todos, en los
años de Pérez Jiménez, un paisaje de high streets comparable al de la
avenida Urdaneta, aunque más sofisticado y cosmopolita. Efervescente
asimismo en cafés y bares –por donde habrían desfilado desde Brigitte
Bardot y Claudia Cardinale hasta Perón y García Márquez– la bohemia
de Sabana Grande exhibía ya a la sazón algunos de los atributos que
Robert Park, en su famoso análisis del Chicago de los roaring
twenties, atribuyera a las “regiones morales” adonde los urbanitas
concurren por afinidades de ocio y culto.
En los rabiosos años sesenta, los primeros cafés de mesas en la calle,
como el Piccolo Mondo y otros italianos, aunados a las galerías de arte y
nuevas librerías como Suma, Cruz del Sur y Ulises, renovaron la escena
cultural caraqueña. Esos locales albergaron grupos que habían
comenzado a reunirse en cafés del centro tradicional, tales como el
Techo de la Ballena, que además de poetas –Caupolicán Ovalles, Juan
Calzadilla, Ramón Palomares, Luis García Morales, Francisco Pérez
Perdomo, Efraín Hurtado– convocaba narradores como Salvador
Garmendia, Adriano González León, Orlando Araujo y Francisco
Massiani. Y la vanguardia intelectual de la zona era confirmada por
Tabla Redonda, presidida a la sazón por Rafael Cadenas y Jesús Sanoja
Hernández.
Posteriormente, la proliferación de restaurantes, pizzerías y tascas –
Franco‟s, Il Vecchio Mulino, Camilo‟s, Da Guido, La Vesubiana, La
Bajada– permitió la articulación de la así llamada República del Este. En
la peña no solo confluía la intelectualidad bohemia de la Gran
Venezuela, sino también se colaban personajes variopintos del espectro
político, desde adecos hasta ex guerrilleros. Con su “barra de más de 200
personas” en Caracas, según cálculos de González León, reforzada por
sus “cantones” en el interior, la confederada república era un ambiente de
confraternidad que espejaba la ilusión de armonía en la aceitada
democracia petrolera. Guerrillas y comunismo parecían disolverse con el
campaneo de los güisquies y el trasiego de las birras en las barras.
3. Una de las tempranas apariciones literarias de Sabana Grande ocurre
en Piedra de mar (1968) de Francisco Massiani. El escritor novel
articuló, acaso por vez primera en la narrativa venezolana, el mundo
pequeñoburgués de la clase media del este de Caracas, con las hasta
entonces efímeras referencias de una cultura pop y comercial,
masificadas por el cine y la televisión, e incrustadas profundamente en la
modernidad venezolana. La despreocupada cotidianidad de Corcho y sus
amigos está en buena parte poblada de chicas vistiendo biquinis
amarillos en un litoral trocado en suburbio. Se entremezcla también con
las novelas de Corín Tellado leídas por Carolina, así como con las
revistas Play Boy adquiridas por Marcos en los quioscos de Sabana
Grande y Plaza Venezuela, aprovechando las vacaciones de sus padres en
Nueva York.
Si bien recorren la casi totalidad de la conurbación caraqueña, Corcho y
su patota deambulan sobre todo entre Chacaíto y la Gran Avenida, a lo
largo de Sabana Grande, en un gran polígono definido por el bar
Hipopótamo, el Café Castellino, el cine Radio City y la librería Suma.
Como dijo José Balza al prologar la novela: “un reino entre Chacaíto y la
Plaza Venezuela”, jalonado por los hitos psicodélicos, comerciales e
intelectuales de una generación.
Casi en sincronía con los personajes de Massiani, también la zona fue
atravesada por Andrés Barazarte el día de su odisea subversiva a través
de la capital de País portátil (1968). El Ulises de González León la había
recorrido innumerables veces con Delia, su compañera, cuando la calle
Real se les antojaba una “selva metálica”, por su proliferación de
“paseantes agitados, las colas de auto, los reflejos, los ruidos de las
puertas automáticas y el acoso de los vendedores ambulantes…”. Pero el
día de la odisea que da unidad a la novela, en media hora que tomó a su
protagonista atravesarla, González León más bien contrasta el barullo
comercial de la zona que tanto frecuentaba, con el tráfago de otros
distritos metropolitanos.
4. Sabana Grande es, por supuesto, corredor y distrito articulador
de Historias de la calle Lincoln (1971). Como notara Silda Cordoliani en
el prólogo a la obra de Carlos Noguera, aquí la ciudad, entre bohemia y
convulsa, “no es simple fondo decorativo, sino también, como la época,
como la nocturnidad, otro protagonista de la novela”. Uno de los vértices
de ese distrito es el Centro Comercial Chacaíto, con sus cafetines
servidos de club houses y leches malteadas, donde Patricia o Graciela
impresionan a sus amistades con las historias de cuñas publicitarias que
ellas protagonizan. O con la ropa unisex que compran en Carnaby y otras
boutiques entre extravagantes y exclusivas, adonde acuden
pavos hippies y sifrinos por igual, venidos en soberbios Mustangs y
Camaros. El distrito está atravesado por la calle Lincoln, con toda su
carga de extravagancia comercial de tiendas de postizos y bisutería
psicodélica, de camisas de amibas y minifaldas como las que Mary
Quant acababa de poner de moda en Londres. Cual King‟s Road
caraqueño, es un corredor de discotecas reventando de gente y
estruendos, donde se mezclan los Beatles con las rumbas de Peret. Y
también asoman en la Lincoln los anuncios de centros espiritistas
prodigando cura para problemas sexuales y económicos por igual.
Historias de la Calle Lincoln, por Carlos Noguera (1971) | Cortesía del
autor
Los relatos de Noguera no solo recrean espacialmente ese
abigarrado collage desplegado a lo largo de un corredor distrital tan
urbano como Sabana Grande, sino también lo tornan babélico. Al decir
de Celso Medina, esa “narración dialógica” busca articular el
multilingüismo de las tribus citadinas confluyentes allí. Al mismo
tiempo, la de Noguera es una serie de historias entrecruzadas a lo largo
de esa calle que, tal como señaló Alberto Navarro,
“durante toda la década del 60 y parte del 70 significó el sitio de
encuentro azaroso y fortuito, de la noche de amor y embriaguez, de la
consigna política y la clave subversiva, de la pedante cita y la charla
inteligente, de la arrogancia y la humildad. Calle con asientos marcados
para Oswaldo Trejo en el Gran Café, Adriano González en el Chicken‟s
Bar, Rafael Muñoz en la Vesubiana”.
5. Aunque visitan otros distritos y centros comerciales de la metrópoli,
los intelectualizados personajes de D (1977) parecen preferir los oscuros
barcitos de Plaza Venezuela y sus alrededores. Son frecuentes los
itinerarios de Cien y sus amigos entre el Chacaíto del centro comercial,
con sofisticadas boutiques como Adams; la Sabana Grande del Mambo
Café, y La Florida que les sirve de centro residencial y de operaciones.
Como el Corcho de Massiani, el Cien de Balza es un sujeto urbano: la
ciudad es “su mejor cómplice”, nos confiesa el narrador. “Nacido en la
ciudad, Cien no tenía por qué añorar montes ni sabores selváticos; pero
(siempre la extraña simetría) los buscaba con regularidad, explorando las
montañas vecinas o haciendo breves y ciegos viajes al litoral…”, acota el
autor oriundo, no olvidemos, del delta del Orinoco. Sin embargo, buena
parte de esa añoranza vegetal de Cien parecía resolverse en la
frondosidad de la urbanización caraqueña:
“Exaltaba, sin decirlo nunca, todo lo de La Florida: esas avenidas de sol
y sombra bien definidos, los rincones con casas exuberantes, el extraño
dominio donde las arboledas se dibujan con trazos gruesos y negros, la
sosegada proximidad de la montaña. Todo ello fue su escenario: las
muchachas, los vendedores, las tiendas. Tomar un trago o un café, con
Cien en La Florida”.
Influidos por la nouveau roman de Robbe-Grillet, aunque sin fe
carbonaria en esta, como hiciera notar Orlando Araujo, D y otros
ejercicios narrativos de Balza supusieron no solo una ruptura con el
realismo contextual, sino también con la experimentación en la narrativa
hispanoamericana. Con todo y ello, esa novela deltaica puede leerse
como urbana en buena parte de su paisaje y de sus personajes, a través de
quienes asoma el escritor mismo, como otra voz de la “polifonía
narrativa”, que según Medina, D potencia en la prosa balziana. Como el
Corcho de Massiani, como los personajes de Noguera, el Cien de Balza
se une a los nuevos sujetos narrativos. A diferencia de los personajes de
Meneses y Garmendia, e incluso del Andrés Barazarte de González
León, en estos sujetos propiamente citadinos, las reminiscencias
provincianas no refractan el palpitante presente metropolitano. Y a lo
largo de los años sesenta y setenta, la Sabana Grande bohemia y
psicodélica, heredera del ocio licencioso y consumista, devino distrito
emblemático y locación preferida para las odiseas narrativas de esos
sujetos literarios.

ARTURO ALMANDOZ MARTE


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