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PERSPECTIVAS

Corazón de Piedra: El Helicoide y Roca Tarpeya


POR Celeste Olalquiaga
Fotografía anónima (1956-1957)
TEMAS PD
Perspectivas

04/08/2018

Pocos lugares ostentan una topografía urbana tan compleja y


contradictoria como Roca Tarpeya. Bautizada en honor a su tocaya, la
séptima colina de Roma (lugar de una traición legendaria), este cerro del
sur caraqueño es asimismo el séptimo en una cadena montañosa que
comienza en el Jardín Botánico y carece de designación oficial. “Esa fila
rocosa, esquitosa, jamás nombrada” como señala el historiador Alfredo
Armas Alfonso, “se centra en El Mamón, el Portachuelo y Roca Tarpeya
y deriva hacia el este con referencias a Hornos de Cal y la Charneca o el
tan recordado de la crónica periodística Cerro de Marín”.
La mítica traición merece ser recontada. Ocurre en el siglo VII A.C. a
partir del rapto de las Sabinas por parte de los Romanos, expertos en
materia bélica pero no femenina. Cuenta el historiador latino Tito Livio
que las familias de las infortunadas montaron un contrataque a Roma,
cuyas puertas fueron abiertas por la hija del General Spurius Tarpeius,
quien estaba a cargo de la defensa de la ciudad. El trato hecho por
Tarpeia consistía en recibir a cambio de su deslealtad todo el oro que los
Sabinos llevaran en sus brazos izquierdos. Cumpliendo su promesa con
creces, una vez dentro de la ciudad éstos la sepultaron bajo el peso de sus
escudos, arrojando luego su cuerpo al barranco. El sitio fue conocido
desde entonces como Rupes Tarpeia, la roca de los traidores.
La Roca Tarpeya caraqueña es el lugar de cruce entre dos valles. En
1877, Guzmán Blanco ordenó que este cerro, ocupado para aquel
entonces por caseríos y aserraderos, fuera perforado a pico y pala a fin de
conectar los valles del Tuy con el valle de Caracas. El propósito era
facilitar el paso de los entierros que iban del centro de la ciudad al recién
inaugurado Cementerio del Sur, pues de otra manera éstos habían de dar
la vuelta por la Hacienda Ibarra, actual Universidad Central. La nueva
vía seguía la ruta establecida por «El Portachuelo», un paso de burro. A
partir de 1883 pasaría también por aquí el Ferrocarril del Valle o del Sur,
transportando personas y mercancías.
El Portachuelo en . magen del Archivo otografía rbana
Desde el comienzo, la división de Roca Tarpeya en dos para permitir el
tránsito de rituales mortuorios tuvo consecuencias funestas. La viajera
Jenny de Tallenay narra en su libro Souvenirs du Vénézuéla: Notes du
Voyage (1884) la historia de Pancho el Pájaro, un equilibrista que solía
tender los domingos un alambre de un lado a otro de El Portachuelo, hoy
avenida Fuerzas Armadas. Paso tras paso, esta ave humana reconectaba
por las alturas aéreas las dos mitades de la roca. Hasta la aciaga tarde de
carnaval cuando, en palabras de la periodista Graciela Schaël Martínez,
«una mano enemiga [vertió] buena cantidad de ácido muriático en las
amarras del alambre», terminando con este extraordinario paseo y
dejando a Pancho el pájaro estrellado sobre la vía.
Al este de la avenida Fuerzas Armadas, Roca Tarpeya alberga a las
comunidades de San Agustín del Sur y San Pedro. Entre 1928 y 1929,
San Agustín del Sur fue oficialmente inaugurada por el Banco Obrero
con 200 casas a lo largo de doce pasajes. La comunidad se enorgullece
de sus tradiciones musicales que han producido, entre otros, al famoso
grupo Madera, el cual conoció también un trágico fin, aunque muy lejos
de allí. A estas comunidades les tocó a fines de 1950 recibir a un
verdadero convidado de piedra: El Helicoide, un novedoso «Centro
Comercial y Exposición de Industrias» cuyos arquitectos aspiraban
convertir en un lugar de consumo y diversión para las clases medias
caraqueña.
Proyecto de vanguardia, tanto por su diseño futurista como por la audaz
iniciativa empresarial de su arquitecto principal, Jorge Romero Gutiérrez,
la ubicación de El Helicoide en esta área intriga hoy en día. Sin embargo,
podía tener sentido a mediados del siglo pasado, cuando la expansión
comercial de Caracas aún no se había terminado de perfilar hacia el este,
y los barrios circundantes no habían alcanzado la densificación a la que
llegarían precisamente a partir de esa época.
Roca Tarpeya (1935)
Aprovechando la conjunción de los dos valles, Romero Gutiérrez
concibió El Helicoide en 1955, asumiéndolo como arquitecto y promotor
junto a sus socios y colegas, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst.
Miembro de la primera generación de arquitectos venezolanos egresados
en 1948 de la UCV, Romero Gutiérrez (Premio Nacional de Arquitectura
1996) fundó El Helicoide C.A. y acometió el doble desafío de construir
sobre Roca Tarpeya y apostar a la misma en tanto encrucijada comercial.
Por su audacia sufrió casi las mismas consecuencias que Pancho el
Pájaro, pues terminó pagando con la quiebra el precio de esa descomunal
empresa.
El Helicoide fue así nombrado por su forma, la cual arranca
figurativamente de una hélice, alargándose como una pera, con el frente
más estrecho que su amplia parte posterior. La estructura se yergue en
siete terraplenes que le asemejan a un zigurat o templo sagrado
babilónico. Nave ancestral impulsada por una hélice moderna, el
designio voluntarista de este emprendimiento estaba ya anunciada en ese
doble movimiento simbólico: la propulsión hacia arriba, el lugar de los
dioses, y hacia adelante, el tiempo del futuro. Su construcción en doble
espiral, con una rampa vehicular ascendiente y otra descendiente, es
similar a la hélice genética que constituye al ADN y establece un
recorrido de cuatro kilómetros.
La parálisis de este coloso en 1962 se debe en gran parte a la democracia.
Concebido en plena dictadura perezjimenista, El Helicoide quedó
implícitamente asociada a ésta. Si bien Pérez Jiménez sólo le dio
públicamente su visto bueno, Rómulo Betancourt habría declarado que
no se colocaría “ni un solo ladrillo más” en El Helicoide. Afirmación
peculiar pues la edificación es de concreto, el material de construcción
favorecido por la modernidad industrial del siglo XX y también por
Pérez Jiménez y su “política de concreto armado”. Los cambios
gubernamentales de las décadas siguientes se encargarían, por su parte,
de impedir que cualquiera de los múltiples proyectos de recuperación
pensados para El Helicoide fuera culminado.

El Portachuelo (1930). Roca Tarpeya a la derecha


Sin embargo, para muchos arquitectos y urbanistas la empresa comercial
de El Helicoide estaba condenada desde un principio al fracaso. Albergar
locales comerciales y expositivos, complejos de cines y deportes, clubes
privados, y hasta un hotel con su helipuerto, en un área apenas
desarrollada del centro-sur de la ciudad era poco factible. Es posible que
El Helicoide C.A. haya buscado sacar provecho de esta ubicación crucial,
utilizando el bajo precio de los terrenos de Roca Tarpeya como palanca
inicial para una costosa inversión cuyo precio sería compensado por su
rentabilidad. El resultado fue una estructura fantasma, un peso muerto.
Roca Tarpeya fue literalmente tallada entre 1956 y 1957 para luego ser
envuelta con 60 mil metros cuadrados de hormigón armado en los dos
años siguientes a la caída de la dictadura. Este acto escultural causó gran
asombro a nivel internacional. En 1964 Ludwig Glaeser, curador del
departamento de Arquitectura y Diseño del MoMA (institución que había
mostrado las maquetas de El Helicoide en 1961), visitó Caracas y
comentó que ésta “debía ser felicitada por ser la primera ciudad del
mundo en tener una estructura arquitectónica basada en la integración
topográfica”.
No obstante, mantener a la roca como fundación básica de la edificación
produjo varias limitaciones, en particular la falta de profundidad de las
superficies techadas, las cuales oscilan entre apenas siete y quince metros
según se esté en la hélice de la estructura o en su proyección ventral.
Atrapado entre la roca y las rampas, el espacio utilizable de El Helicoide
es sumamente estrecho en comparación al volumen masivo del mismo.

Interior de El Helicoide (2014). Fotografía de Vladimir Marcano


Esta limitación espacial lo es también visual: El Helicoide es una de los
pocos casos de arquitectura espiral en el planeta, acaso el único, cuya
cavidad central no es hueca. Esto impide percibir la espiral desde su
interior, como ocurre en el Museo Guggenheim de Nueva York o en las
escaleras tipo caracol, cuyos efectos son vertiginosos. El estar anclada a
la roca frena el movimiento fluido que caracteriza a la espiral como
forma continua. Prometeo encadenado, el giro helicoidal pierde su vigor
expansivo, volcándose melancólicamente hacia adentro.
En lugar de domesticar a Roca Tarpeya, El Helicoide se convirtió en su
extensión simbiótica, su doble de concreto. Versión artificial del cerro
que recubre, El Helicoide lo replica tanto en su material de consistencia
pétrea, como en su condición permanente de obra gruesa. Por su parte, la
masa mineral irrumpe continuamente en la estructura, despuntando por
las escaleras, en los rellanos y en torno a las tuberías, creando un
escarpado paisaje interior.

Interior de El Helicoide (2014). Fotografía de Vladimir Marcano |


Proyecto Helicoide
A este panorama desértico contribuye el uso intermitente y disparejo a
que ha sido sometida la estructura. Ocupada en su nivel superior por las
oficinas del SEBIN y la PNB, y en los inferiores por celdas, sus niveles
intermedios están vacíos o contienen los restos de módulos de clases de
las universidades policiales y militares (UNES y UNEFA) que han
pasado por allí, dejando emblemas, murales, cableados, mueblería y un
sinfín de parapetos. Básicamente abandonados, estos niveles funcionan
como espacios para prácticas de tiro, estacionamiento de vehículos
policiales (incluyendo “ballenas” y “rinocerontes”), y lugares para lavar
y secar ropa. A lo cual se añade la degradación que la construcción ha
sufrido por el paso del tiempo, las lluvias y los desechos internos. A fin
de cuentas, gran parte de El Helicoide está entre incompleto y arruinado,
como si la edificación estuviera destinada a repetir su fracaso original,
acumulando escombros sobre escombros.
El aspecto desigual de El Helicoide se extiende hacia su entorno, donde
la arquitectura informal de los barrios contiguos se ha ido expandiendo
hasta fusionarse con esta mole de estilo Brutalista. Tal como las
viviendas de las urbes medievales, las cuales se adosaban a los castillos
feudales, las construcciones que rodean a El Helicoide establecen con
éste una continuidad rugosa apenas interrumpida por las curvas de esta
especie de platillo volador que les cayó en medio. Así, el barrio y El
Helicoide entran en una amalgama material y visual casi única en el
paisaje global de las ruinas modernas, cuyas obras rara vez cohabitan tan
estrechamente con su contracara urbana.
Este carácter provisional permanente es lo que más asemeja a El
Helicoide y las comunidades vecinas, además del fracaso común de sus
aspiraciones. En particular, aquéllas de cientos de miles de personas que
vinieron a la capital a hacerse una mejor vida, logrando apenas colgarse
de sus márgenes generación tras generación. El naufragio de El Helicoide
se emparenta así con el de los barrios: ninguno de los dos llegó a puerto
seguro, ambos se quedaron en el camino. La utopía helicoidal se
convirtió en su contrario, el fin de las ilusiones, arrastrando todo consigo,
cual voraz y cruel remolino. El Helicoide y su entorno representan por
separado, pero más aún en conjunto, una modernidad tremendamente
irregular y parcial.
Fotografía de Julio César Mesa (2015)
Cárcel panóptica que vigila silenciosamente el sur-oeste de Caracas, el
otrora centro comercial terminó cumpliendo con el cometido menos
conocido del zigurat, cuyo templo superior era un eje cósmico que
comunicaba la tierra con el cielo, pero también con el mundo
subterráneo. Al igual que el más legendario de estos sitios, la Torre de
Babel, El Helicoide tuvo un sino truncado, sumiéndose en las
profundidades más oscuras de nuestra contradictoria humanidad. Desde
1985 sus rampas espirales funcionan como anillos de seguridad que
rodean aquello que no debe ser perpetrado ni visto.
Producto emblemático del boom económico que comenzó en Venezuela
a mediados del siglo pasado, El Helicoide es un ejemplo cabal de esos
entusiasmos que intentan arrasar con todo de la noche a la mañana. No
ha habido manera de frenar su espiral en descenso, ni hay modo de
deshacerse de él, pues es una fortaleza tan dura por fuera como por
dentro. Quizá sea allí, en ese corazón y coraza de piedra, que radique el
fracaso crónico de El Helicoide de la Roca Tarpeya.
***
Celeste Olalquiaga es directora de proyectohelicoide.com y editora,
junto Lisa Blackmore, de Downward Spiral: El Helicoide’s Descent
from Mall to Prison (2018) www.urpub.org/books/downwardspiral
CELESTE OLALQUIAGA
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