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La última adquisición casera la hice el sábado 14 de marzo. Fue una sombrilla de playa.
Sabía que no iría más ese año –yo esperaba ya la cuarentena-, pero quería sacarme el
clavo y tener mi sombrilla propia. Ese mismo día estuve a punto de comprarme un
sillón rojo que hubiese sido de mucha ayuda en el encierro. No lo hice no sé por qué,
pero por 106 días me lo he recriminado a mí mismo. Miro un espacio hueco en el
dormitorio y me digo: “ahí hubiese estado el sillón, ahí estaría yo leyendo”.
Pero Lima ya reabrió. Acabó la cuarentena y ahora podría comprar las cosas que me
hicieron falta (un microondas, una aspiradora, mi sillón rojo). Y quizá lo haga, porque
imagino que la cuarentena que acaba de terminar no será “la cuarentena”, en singular,
sino “la primera cuarentena”, una de varias. Y que el periodo que acabamos de iniciar
no será “la reapertura”, a secas, sino un avance al que seguramente le seguirá un
retroceso. Como decía Lenin: un paso adelante, dos pasos atrás.
Entonces, ¿qué nos hace suponer que acá la cuarentena no volverá? El gobierno se ve
casi obligado por las circunstancias a reabrir (Argentina no lo hizo). Para eso, el
Presidente Martín Vizcarra ha tenido que cambiar su discurso: de uno en donde el
Estado era el responsable de cuidar a sus ciudadanos, a otro en donde los ciudadanos se
deben cuidar solos. La CONFIEP, que ha mostrado una cara más psicópata que
neoliberal, lo dijo de forma más cruda: que la gente se cuide sola. Cuídese quien
pueda. Sálvese quien pueda.
Deseo que no ocurra, pero lo más probable es que tengamos un rebrote y que debamos
regresar a nuestras casas. Cómo será, en qué regiones y distritos será peor, qué sectores
de la economía tendremos que paralizar, es algo que no sé. Pero es bueno ponerlo en
blanco y negro, porque después los defensores de la reapertura saldrán a decir que el
rebrote los tomó de sorpresa, que no había cómo sospecharlo.
Eso me lleva al inicio. Tengo unas semanas para comprar cosas sin demoras en la
entrega, pensé. Busqué anoche el sillón rojo. Veo que su precio aumentó en 50 soles.
Con eso, podría comprarme unas nuevas pantuflas: las mías se destruyeron por el uso
hace un mes, y esa misma semana se me rompieron las sandalias.
La lógica que emplean lxs que apoyan a Andrés Wiese es: “Yo jamás defendería a un
acosador, pero es imposible Andrés Wiese sea uno”. Sin embargo, todxs sabemos que
hay miles de hombres simpáticos y queridos por sus colegas y amigos que han resultado
ser agresores y hasta violadores. Pero el hombre con éxito entre las mujeres que usa su
poder para acosar a todas las chicas que le da la gana, mientras tiene novia o no, es un
estereotipo masculino tan arraigado en nuestra sociedad que no escandaliza. Los
acosadores no siempre son desagradables y antipáticos, todos lo sabemos. Es más,
suelen ser encantadores y atractivos, porque son del tipo de ser humano al que la
sociedad le ha dicho sí a todo y le ha otorgado el poder de invadir a una mujer
asumiendo que esto para ella es un privilegio. Y al apoyarlo reproduciendo esos
estereotipos, diversas figuras públicas contribuyen a perpetuar su poder. Es muy difícil
juzgar a un amigo, pero en un mundo en el que casi todas las mujeres sufren violencia
de género y muchas son marcadas irreversiblemente por ello es irresponsable no dar
lugar a la duda y por lo menos al silencio.
Cada vez que sale una denuncia de violencia de género aparecen los defensores, es
normal. Hasta a Harvey Weinstein lo defendieron en un inicio sus amigos, y luego
tuvieron que tragarse sus palabras. Lo que preocupa no es tanto eso, sino lo
representativas que son esas voces en el resto, en los que miramos el circo asombrados.
Tenemos tan normalizadas estas conductas que no las notamos, y en este mundo
patriarcal y racista nos parece imposible que una chica de procedencia humilde y de
raza mestiza no quiera que un actor guapo y rubio la seduzca. Pensamos que ella
miente. Que quiere llamar la atención. Y lo cierto es que ninguna chica saca nada bueno
al denunciar, y menos al denunciar a un chico famoso, guapo, rubio y con un apellido
relacionado a los grupos de poder. Hay que ser tremendamente valiente, tener una
autoestima bien puesta y estar dispuesta a recibir una avalancha de violencia feroz de
los sectores más conservadores del entorno del acusado y de toda la sociedad. Cada vez
que una chica denuncia a un agresor poderoso se inmola por todas nosotras. No lo hace
antes ni después, lo hace en el momento en que puede, el día en que su alma y su mente
se lo permiten.
Es responsabilidad de las que no nos atrevemos a denunciar apoyar a la valiente, o por
lo menos dudar en silencio y no juzgar el momento ni la forma en que denunció. Si
nunca hemos sido acosadas no es razón para pensar que no le pueda pasar a otras. Y si
nunca hemos sido acosadas también tenemos que analizar por qué hemos tenido tanta
suerte: quizá nuestro color de piel, nuestro físico, nuestro estatus socioeconómico o
nuestra personalidad tempranamente empoderada ahuyentaron a los depredadores.
Porque ya sabemos, ellos no acosan necesariamente a la más linda ni a la más deseable;
prefieren acosar a la colega de una raza discriminada, o a la alumnita, a la que va a ser
dócil para no perder un puesto, a la que está en un estatus inferior, aunque esto sea algo
psicológico y no real. Ellos eligen a la chica cuya palabra nadie va a creer. Y al final eso
termina pasando. Tarde o temprano aparecen siempre las voces más conservadoras que
contribuyen a que nadie le crea a ella. Es urgente cuestionarnos estas cosas para ir
avanzando hacia un país más justo y civilizado.