Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Tres días más tarde, fray Guillermo fue recogido por un pastor al pie del
monte Faberge. El perro que vigilaba el rebaño le había tomado por un
depredador, atacándole salvajemente. El mismo pastor, convencido de
vérselas con un monstruo escapado del infierno, a punto estuvo de rematarle
a bastonazos. Fue al ver el crucifijo de madera de olivo anudado al cuello del
joven monje por medio de un cordón de cuero, cuando el buen hombre
comprendió que se encontraba frente a un religioso en apuros.
El traslado de Guillermo al monasterio llevó aún dos días. Cuando se
encontró, por fin, en manos de sus hermanos en Cristo, éstos le lavaron y le
practicaron los primeros auxilios. El joven deliraba, presa de una intensa
fiebre. Se hizo venir al padre superior, Diodoro el Viejo, que exigió quedarse
a solas con el enfermo. Él escuchó los cuchicheos de Guillermo crispando las
mandíbulas. Conforme el herido desgranaba su relato, Diodoro iba
poniéndose lívido.
Cuando Guillermo calló por fin, el prior se enderezó y abandonó la
celda.
—Es lo que pensábamos —declaró a los monjes que le esperaban en la
entrada de la habitación—. El asunto es grave. A partir de hoy, fray
Guillermo permanecerá aislado. No se puede descartar que esté poseído. Es
necesario practicar un exorcismo. Mientras tanto, que el cillerero le dé de
comer por el ventanillo. ¡Nadie debe entrar en esta celda, oídme bien, nadie!
Tras haber pronunciado esas palabras, dio una vuelta completa a la llave,
la sacó de la cerradura y se la metió dentro de la manga.
Capítulo 2
Ella depositó el cántaro sobre el banco. Tenían sed, siempre tenían sed.
Se pasaron el puntero del uno al otro. Las palmas de sus manos incrustadas
de minúsculas esquirlas de piedra rechinaban sobre la terracota. Marion no
tenía ningunas ganas de sentir un día esas gruesas zarpas rugosas sobre su
piel. Hubiera querido huir. El año anterior, cuando la amenaza del
matrimonio había comenzado a concretarse, expresó el deseo de participar en
la peregrinación a San Gaudemón, pero su padre se negó.
—Yo le había prometido Yolande a Antonin —soltó alzando los puños
—. Hoy no te tengo más que a ti, y estás lejos de ser tan bonita como tu
hermana, y posees además mal carácter. Ese pobre muchacho saldrá
perdiendo con el cambio, de eso no cabe ninguna duda, pero es lo bastante
acomodaticio como para no quejarse. No voy a privarle de prometida una
segunda vez, aunque la segunda no valga lo que la primera, pues me
desprestigiaría.
Marion sabía que sus padres habían preferido siempre a Yolande, más
brillante, más sonriente, más dócil. Yolande era de esas naturalezas que
aceptan la vida con confianza y no ven más que el lado bueno de las cosas.
Sin embargo, bien pensado, era debido al padre que Yolande hubiera
desaparecido.
«Si nuestro padre no se hubiese roto las dos piernas por la Caída de ese
bloque de piedra, ella no habría hecho el voto de ir en peregrinación al
santuario de San Gaudemón —se repetía Marion—. Así fue como
comenzaron las cosas. Se tiene demasiada tendencia a olvidar eso en la
familia.»
Sí, sin el accidente que había tenido a maese Denis postrado en la cama
durante largos meses, Yolande nunca habría hecho la promesa de atravesar
las montañas si su padre recuperaba la función de sus miembros. Y nunca
hubiera desaparecido en circunstancias inexplicables.
Marion conservaba un mal recuerdo de aquella época. El padre enfermo,
unas veces gimiendo y otras echando pestes sobre su colchón, con los
miembros inferiores entablillados, reclamando el orinal para mear, mojándole
a uno las manos si no se acudía con suficiente presteza. Sí, realmente, una
mala época.
A media tarde, a los primeros toques de la hora nona, Azael hizo saber a
Marion que su padre y su prometido armaban gran alboroto en las tabernas.
El vino mediante, habían pedido audiencia al señor del lugar. Lo importante
ahora era actuar con presteza. Presentaron la muchacha a un viejo soldado,
maestro arquero desocupado que, en otro tiempo, había esperado hacerse
monje. Muchos de sus semejantes alimentaban el mismo deseo a fin de
obtener cama y sustento. Matachines que habían perdido fuelle con la edad
no conseguían ya ser reclutados por las grandes compañías. Era un patán de
pura cepa, con unos bigotes entrecanos, embutido en una antigua coraza cien
veces desabollada. Se llamaba Andrésis.
—No es muy inteligente que digamos —cuchicheó Azael—, pero es una
persona recta. Él conducirá la carreta y te dará protección. Hay que darse
prisa. Mucho me temo que tu padre nos mande a los alguaciles para
recuperarte. Debes reunirte rápidamente con una columna que parta para la
montaña. No esperes más. Encuentra un guía y parte.
Alinearon los cuerpos en la parte baja del camino, para empezar acto
seguido a recubrirlos de piedras. «No deja de ser un final curioso para unas
gentes que hacían profesión de lapidar a los demonios», pensó Marion
vaciando su delantal lleno de guijarros sobre los pies de Denunzio. Al igual
que los demás, no podía dejar de pasear su mirada por el cuello ennegrecido
del monje. Habían tratado de cerrarle los ojos, pero los párpados se habían
vuelto a levantar. En cuanto a la lengua azulada que le colgaba sobre el
mentón, nadie había osado empujarla hacia el fondo de la boca.
—Si no son las manos de madera las autoras de eso —cuchicheó
Mahaut—, entonces bien podrían ser las manos de piedra del santo... Son
gruesas, rugosas, absolutamente capaces de retorcer el pescuezo de un
hombre. Quién puede aseguramos que no han saltado de la carreta para
arrastrarse por la hierba y lanzarse en persecución de los monjes, ¿eh?
¿Habéis pensado en ello, compañeros?
—Malestrazza ha dicho que la muchacha no tenía nada que ver en eso
—objetó Jehan, el vidriero.
—¡Por Dios! —exclamó Mahaut—, ¿qué otra cosa podría decir, puesto
que lo ha hechizado? No comprendéis que ella le tiene bajo su poder. Yo he
visto la estatua, sí, yo. Tenía los rasgos de Malestrazza... ¿Encontráis eso
normal para la efigie de un santo? Esta muchacha no utiliza muñecas de cera,
las esculpe en piedra. Y por eso son tan poderosos sus encantamientos.
Los hombres sacudieron la cabeza, impresionados por la lógica sin
fisuras de una argumentación semejante.
Marion no dejaba de debatirse contra el temor y las moscas que la
asaltaban. El sol abrasaba las rocas como si quisiera licuarlas. Mahaut,
ostensiblemente, empujó las manos de madera hasta el borde del precipicio
con la ayuda de un palo. Una vez allí, las hizo caer al vacío. Todo el mundo
se quedó inmóvil, con el oído atento, para escuchar rebotar los exvotos contra
las piedras del abismo.
—Si no estaban embrujadas —susurró Jehan, el vidriero—, eso nos
traerá mala suerte.
Varios sacudieron la cabeza, pensando también que aquello era una gran
ofensa infligida a san Gaudemón. Una ofensa que, de una manera u otra,
habría que pagar.
Marion sentía que el miedo, los celos, el cansancio de aquella marcha
interminable, estaban desquiciando a la columna. El gran entusiasmo que
había al partir no era ya más que un nuevo recuerdo.
Una vez hubieron terminado de hacer los túmulos, se percataron (de que
estaban muertos de sed. En las calabazas, el agua se había corrompido.
Apestaba.
—Hay un torrente, más lejos —indicó Malestrazza—. Si os dignáis a
poneros en camino, puede llegarse allí antes del mediodía.
El caballo padecía también a causa del calor. Poco acostumbrado a las
travesías de montaña, comenzaba a dar señales de agotamiento.
«¿Qué pasará si muere? —se preguntó Marion—. Habría que enganchar
la estatua y tirar de ella.»
Andrésis la ayudaría, por supuesto, pero no sería suficiente. Es cierto
que el bloque no era enorme, pero por una pendiente tan abrupta constituiría
un peligro indudable.
«Si se nos escapa —pensó de nuevo Marión—, si las cuerdas nos
resbalan de entre los dedos, la estatua arrollará a los caminantes en su caída,
derribándolos como si fueran bolos.»
A pesar de todo tenía que subir a la carreta y proseguir su labor, ya que
de lo contrario la efigie votiva no sería acabada nunca. Cuando se disponía a
coger los útiles, oyó a Mahaut susurrar entre dientes:
—Seguro que hoy ésta no sufrirá mucho dolor de pies. Resulta fácil
hacer una pereginación cuando la pasean a una como a una reina en su carro.
MARION no podía hacer nada por el pobre hombre. La vista del cuerno roto
por el violento impacto la llenó de terror. Supuso que el animal fabuloso,
harto de verse perseguido, se había dado bruscamente media vuelta para
embestir al cazador. Andrésis se había visto arrinconado contra una roca, con
el dardo de marfil hincado en el pecho. Malestrazza, con su ironía habitual,
habría dicho sin duda que se trataba de una muerte apropiada para un arquero
que se había pasado la vida asaeteando a las pobres gentes.
La muchacha retrocedió sin más tardanza. No quería arriesgarse a
incurrir a su vez en la cólera del unicornio que, a esa hora, debía de estar
rabioso por haber dejado su única defensa en el cuerpo de un malotru.5
Volvió a la casa de Dios con la intención de largarse lo antes posible de
ella. Recordando que la carreta estaba encallada al borde del camino, se puso
a buscar unas herramientas con que repararla.
«Es una tontería —se dijo al cabo de un momento—, pues no lo
lograrás.»
Nunca conseguiría cambiar un eje sin la ayuda de Andrésis. El único
medio de continuar era atar la estatua a una cuerda y hacer que el caballo
tirara de ella. Sin duda, el roce continuo por el pedregal podía estropear el
trabajo de escultura, pero no se le ocurría otra manera de proceder.
Montó a lomos del rocín y no paró de dar talonazos en sus ijares para
hacerle apresurar el paso. No quería demorarse más en aquel lugar que
rezumaba maldición, emboscada. La angustia le había puesto la carne de
gallina. Sólo deseaba una cosa: correr hacia el sol que disiparía sus miedos.
Mientras su montura se lanzaba hacia el sendero, ella se obligó a no volver la
cabeza. Le parecía que, si cometía el error de volver la vista atrás,
sorprendería una visión de pesadilla que le haría encanecer el cabello en
cuestión de segundos.
—Arre, arre —suplicó dando palmaditas en el cuello del caballo.
Poco a poco, el pánico la abandonó. El silencio de la montaña tenía algo
de inhumano. En la llanura siempre se oía tañer alguna campana, el chirriar
de alguna carreta o el golpear del martillo de algún herrero. Los perros
ladraban, los críos lloraban, los gallos cantaban. Aquí, por más que se
aguzara el oído, no se percibía más que el bramido del viento desgarrándose
en las aristas de las agujas rocosas. Un ulular que terminaba por crisparle los
nervios a uno.
Por fin apareció la carreta averiada a la vera del camino. Marion echó
pie a tierra, reunió sus cosas y los útiles en una alforja y, acto seguido, con la
ayuda de una cuerda, ató la estatua por el cuello. Los brazos y las piernas
móviles le plantearon problemas, pues eran demasiado pesados para poder
llevarlos ella. Los ató al vientre del santo, esperando que el pedregal no
hiciera que el bulto se desparramara.
Cuando consideró que la carga estaba lo suficientemente prieta, anudó el
cabo a los arneses de su montura y golpeó su grupa. El caballo echó a andar,
arrastrando la estatua que empezó a arar el suelo, abriendo un surco en medio
del camino.
Marion consultó el códice de rutas, pero se hizo un lío con las láminas
iluminadas del mapa y se preguntó si sería capaz de llegar a la próxima casa
de Dios por sus propios medios.
Anduvo errante todo el día. El ruido de la estatua maltratada, golpeando
contra las rocas, se reproducía en eco de cima en cima. En varias ocasiones,
unos desprendimientos de piedras hicieron temer a la muchacha el
desencadenamiento repentino de una avalancha.
Por más que consultaba el códice, no conseguía orientarse, cosa que no
tenía nada de extraño ya que Malestrazza tenía por costumbre no tomar nunca
la ruta oficial. Los atajos por los que llevaba a los peregrinos no figuraban en
los planos copiados en el libro.
Se creía definitivamente perdida cuando apareció, a la vuelta de un
montón de piedras resultado de un desprendimiento, el campanario de la casa
de Dios de Venzóme. Según el códice, era la más hermosa parada del
recorrido, y también la más grande. Los monjes albergaban allí una biblioteca
que conservaba la totalidad de los escritos relativos a san Gaudemón. Era más
que un refectorio dotado de un dormitorio común; podía hablarse al respecto
de un centro espiritual sin temor a exagerar la importancia del lugar.
Marion bajó del caballo, que estaba extenuado, e hizo la última parte del
camino llevándolo de la brida. El ruido de la estatua surcando el suelo hizo
salir a los monjes de la abadía. A diferencia de aquéllos con los que Marion
había estado hasta entonces, llevaban la capucha echada a modo de capirote
sobre el rostro, observando estrictamente las reglas de la congregación. Sólo
sus ojos permanecían visibles a través de los agujeros recortados en el sayal,
y esta vestimenta les confería un aspecto siniestro que impresionaba al
visitante. Fueron al encuentro de la peregrina y la intimaron a dejar de armar
ruido, puesto que se encontraba ahora en un lugar de oración. Hablaban con
sequedad, sin preocuparles el parecer desagradables. Uno de ellos arrancó la
brida de las manos de Marión y forzó al caballo a detenerse. Los otros fueron
a examinar la piedra tallada que los continuos rebotes habían echado a perder.
La muchacha les explicó lo sucedido.
—¿Y es así cómo tratas tú a nuestro santo patrón? —musitó una de las
capuchas negras—. ¿Crees que es una muestra de respeto ponerle una cuerda
alrededor del cuello y arrastrarlo por el polvo de los caminos?
Marion protestó y trató de dar una explicación, pero los hermanos no la
escuchaban. Tuvo que levantar el tono de voz para hacerse escuchar.
—Hay algo más grave —soltó—. En Paragon, el lugar de dónde vengo,
lodos los monjes han sido asesinados. Un peligro os amenaza, vais a tener
que tomar precauciones. Alguna cosa me sigue. Alguna cosa o alguien. Y
también han dado muerte a mi carretero.
—Pero vamos —cortó el que parecía dirigir el grupo—. ¿Qué cuentos
son esos, hija mía? Deliras. El sol te ha reblandecido el cerebro. Ven a tomar
un vaso de agua fresca al refectorio.
Por más que Marion insistió, en el curso de la hora siguiente no
consiguió hacerles abandonar su tono burlón con el que habían acogido de
entrada sus revelaciones. Multiplicó los detalles sin lograr por ello que le
prestaran más atención. Los veía encogerse de hombros en la sombra.
—Te acaloras, hija mía —cortó el superior con una punta de irritación
—. Creo que has oído demasiadas fábulas a lo largo del camino, y eres sin
duda uno de esos espíritus crédulos que se tragan todas las patrañas sin poner
nada en duda. Estoy convencido de que existe una explicación muy simple
para la «desaparición» de los hermanos. Si la iglesia estaba vacía es porque
debían de estar realizando alguna tarea en el exterior, o bien porque estaban
de retiro. Tal vez escalaron una cresta para aproximarse al cielo y rezar más
cerca de Nuestro Señor Jesús. No hay motivo para la inquietud.
Agotada su paciencia, Marion habló del unicornio. Éste fue su error. En
cosa de un segundo, perdió toda credibilidad. Oyó a los monjes ahogar una
risa bajo sus capirotes. Cuando el superior retomó la palabra, lo hizo en el
tono que se emplea para dirigirse a los pobres de espíritu. Le dio las gracias
por haberles prevenido y le aseguró que la congregación reflexionaría acerca
de todo ello; luego se levantó, la tomó del brazo y la condujo a la huerta.
—Los hermanos van a ocuparse de tu montura —dijo—. No te
preocupes por nada. Ve más bien a contemplar la puesta del sol. Encontrarás
a uno de tus compañeros de camino y puedes hacerle compañía.
Tras esto, la dejó plantada al comienzo de una alameda y se dio media
vuelta, como alguien que no tiene tiempo que perder con retrasados mentales.
Furiosa, Marion estuvo a punto de increparle. Ac d imbécil no se daba
cuenta del peligro que hacía correr a los que le rodeaban. Esa noche,
¿mañana?, los criminales que habían arrojado al vacío a los monjes de
Paragon harían otro tamo allí.
Una voz familiar la sacó de sus pensamientos. Era Jehan, el vidriero, el
aprendiz lanzado a los caminos por su patrón. Trabajaba en la huerta,
inclinado sobre una mesa de caballete sobre la que había extendido los
pedazos de vidrio que componían el vitral transportados en su caja durante el
camino.
—¿Así que has decidido descansar de tu alforja? —dijo la muchacha
acariciando con la yema de los dedos los fragmentos de color que captaban
los reflejos del sol poniente.
—Tenía que hacerlo —dijo el muchacho—, pues es aquí donde debía
entregar mi mercancía. Ahora he de subir allá arriba, al campanario, para
reemplazar el vitral roto por la tempestad del pasado otoño.
Marion levantó la cabeza para seguir la dirección indicada por su dedo.
Vio el agujero negro abierto en la piedra. Los filamentos de plomo vaciados
de sus preciosos vidrios.
—Parece que fue un águila, enloquecida a causa del huracán, que se
estrelló contra el vitral —masculló Jehan— Lo hizo completamente trizas.
Marion notó que parecía inquieto. Le preguntó la razón.
—Es que no me hace ninguna gracia subir allá arriba en un balancín —
murmuró—. Los monjes no quieren que trabaje desde el interior Parece que
eso perturbaría la concentración de los copistas que se dedican a su labor en
la biblioteca. Hay allí también libros sagrados que el profano no debe ver...
Total, que tendré que subirme a un columpio para poder arreglar la ventana
desde el exterior, colgado de la fachada como una araña del extremo de su
hilo.
Descontento, señaló el pescante y la polea plantadas en lo alto de la
torre. La cofa a la que debería trepar para trabajar aguardaba en la hierba,
atada a una interminable cuerda enroscada como una serpiente.
—Los monjes me izarán —concluyó tratando de bromear—. A fuerza de
hacer tañer las campanas han desarrollado unos buenos músculos. Aun así, yo
nunca he hecho nada parecido en toda mi vida.
Marion comprendía la indignación del muchacho y pensaba en la
estúpida obstinación del padre superior. ¿Por qué obligar a correr un riesgo
semejante a un aprendiz cuando hubiera podido trabajar con mayor seguridad
desde el interior del edificio? ¿Acaso era la tranquilidad de los copistas más
importante a sus ojos que la vida de un hombre?
Para relajar la tensión, decidió pedirle noticias de sus compañeros de
camino. Jehan se encogió de hombros.
—Ellos han proseguido —dijo elusivo al tiempo que bajaba los ojos—.
La gorda Mahaut estaba como una perra en celo. Se arrimaba a los hombres y
le contaba a todo el que quería escucharla que había conseguido a
Malestrazza y que éste la había hecho gozar como nadie. ¡Una jodida ramera,
sí! Me he alegrado de poder pararme aquí. Tengo un mal presentimiento, la
impresión de que ninguno de ellos llegará al final del trayecto. Sé que no
debería decir eso, pero así es cómo lo siento.
Marion se preguntó si debía ponerle al corriente de sus últimas
aventuras. No le dio tiempo de hacerlo, porque un monje encapuchado vino a
buscarles para el oficio religioso de la noche.
—Me dan miedo con sus vestimentas de verdugo —cuchicheó el joven
cubriendo su mesa de trabajo con un toldo—. Los otros eran más amables.
«Sí —pensó Marión—, Pero a estas horas están seguramente todos
muertos.»
UNA VEZ estuvo fuera del alcance de la vista de los monjes, abandonó el
camino y se adentró con el caballo en el dédalo de rocas. Allí, se detuvo para
levantar un campamento y esperar la llegada de la noche. La montaña hacía
de pantalla, no podían divisarla desde lo alto de la torre. Se escondería en
aquel lugar hasta que se presentara la ocasión de entrar en la casa de Dios.
Esperaba poder hacerse con un hábito y disimular su rostro bajo la capucha.
La regla del silencio la preservaría de los encuentros molestos. Así equipada,
tal vez consiguiera subir hasta la biblioteca y robar uno de los grimorios
heréticos descubiertos por el joven vidriero.
CORRÍA, como un mes antes había corrido fray Guillermo por la montaña,
con el ánimo trastornado por el miedo y la incomprensión. El agotamiento
nervioso, las visiones imposibles, la sensación de haber caído en una trampa
urdida por el mismísimo Satán, la empujaban al límite de la locura. Corría en
medio de las rocas sin siquiera saber adónde se dirigía. Lo había abandonado
todo tras de sí: víveres y reserva de agua, códice de rutas y manta para la
noche. Se desgarraba los pies contra las piedras, magullándose los hombros
cuando perdía el equilibrio y se golpeaba contra la pared rocosa. Terminó
cayendo de rodillas, sin aliento, la garganta seca. Sólo entonces tomó
conciencia de que había corrido toda la mañana y que se había perdido. Sabía
que se puede morir fácilmente en espacio de una noche, una vez expuesto al
frío de las alturas, sin posibilidad de encontrar un refugio. Por el momento, el
sol le abrasaba la piel, pero no sería ya lo mismo cuando reinase la oscuridad.
Por todas partes, el paisaje ofrecía una perspectiva desprovista de puntos de
referencia. Para quien no era natural de aquellos lugares, todas las crestas,
todos los puertos se parecían. La bruma no favorecía las cosas. El viento la
empujaba aquí y allá, como si fuera una marea impalpable cuyas olas
sucesivas fueran a romper contra los picos.
Marión decidió subirse a un peñasco, para tratar de orientarse.
¿Distinguiría tal vez el santuario en la lejanía? Se despellejó las rodillas
escalando la roca. Cuando estaba llegando a la cima, vio que una silueta se
movía en la bruma. Una forma maciza que se desplazaba en medio de una
corriente de niebla. Era demasiado grande para tratarse de un hombre, y
pensó inmediatamente en un oso, pues la cosa aquella parecía cubierta de un
pelaje oscuro. El viento trajo hasta ella un olor a grasa de lana, desagradable,
y percibió el eco de una pesada respiración.
No se trataba de ningún fantasma. Ni tampoco de la estatua embrujada.
Era algo vivo. Algo enorme y vivo.
Se agazapó en lo alto de la roca confiando en que la bruma la disimulase
y que el viento soplara en la buena dirección, llevando su olor lejos de la
bestia.
Se produjo un desprendimiento de piedras, luego, bruscamente, la cosa
apareció en plena luz. Era un gigante de pecho increíblemente desarrollado y
cuyos brazos tocaban el suelo. Una criatura de una espantosa fealdad, de
rostro achatado, la piel negra y cubierta de pelos. Gruñía con una sorda voz
mientras se bamboleaba, con sus ojillos negros clavados en la muchacha.
¿Un demonio? ¿Un demonio surgido de los infiernos?
¿Un gigante? ¿Un ogro?
Fue lo que debió de pensar fray Guillermo al verlo, pero Marion se
acordó de haber entrevisto un animal parecido en los tablados de una barraca
de feria, cuando unos saltimbanquis se habían detenido en la | ciudad, el año
anterior.
Eso tenía un nombre..., eso se llamaba un... mono. Sí, la gente decía que
los nobles señores se los hacían traer de allende los mares para montarse unas
casas de fieras por las que hacían que las gentiles damas se pasearan,
divirtiéndose al oírlas lanzar grititos de espanto.
Éste era mucho más grande; sin duda pertenecía a una raza superior. En
cualquier caso, era más alto que un hombre, pero al igual que
él, provisto de manos de cinco dedos. Unas manos regordetas y
poderosas. Unas manos de estrangulados
«Es el asesino —pensó Marion presa del miedo—. Ha estrangulado a los
corderos, a los pastores y a los inquisidores. Ha sido él también el que ha
arrojado a los monjes al fondo del precipicio.»
¿Qué hacía esa bestia de las costas africanas allí, en una montaña del
reino de Francia?
La muchacha se encogió, esperando volverse invisible, pero era absurdo.
El monstruo ya la había visto. Husmeaba el aire, malhumorado, decidido a
destriparla.
Gruñó, se puso a recoger piedras y a arrojarlas con una fuerza prodigiosa
en dirección a la roca.
«¡Dios mío! —se dijo Marión—, Era él el que daba vueltas en torno a la
casa de Dios esta noche. ¡Ha robado la estatua de san Gaudemón de la carreta
y la ha arrojado contra la puerta, confiando hundirla! He creído en un
maleficio cuando estaba siendo asediada por un simio.»
El animal había comenzado a dar vueltas alrededor de la roca, dudando
de si trepar a ella o no. Marion habría querido meterle miedo, bombardearle
con piedras, pero no pudo encontrar ningún proyectil. Presentía que la bestia
no tardaría en subir al asalto. Por el momento, se daba golpes en el pecho
como si quisiera hundirse la caja torácica.
Esta demostración de furor era verdaderamente espantosa, y la
muchacha se dio cuenta de repente de que estaba orinándose encima sin
poder contenerse. Temía perder el conocimiento y rodar roca abajo,
arrojándose así en brazos del simio.
La bestia se puso a escalar la roca. Avanzaba con prudencia, pero todos
sus movimientos testimoniaban una increíble agilidad. Era como si aquel
montón de músculos no pesara nada. Marion veía con angustia reducirse la
distancia que la separaba del monstruo. Era incapaz de imaginar una
estrategia cualquiera. Los gruñidos la paralizaban.
De repente, en el recodo de un picacho, vio a Malestrazza. Blandía un
arco, una flecha empulgada, y calibraba la escena, como si dudase en
disparar.
«Hace viento —pensó Marión—, Teme alcanzarme a mí.»
Luego se preguntó si él, de hecho, no desearía preservar al monstruo...
¿Tal vez la maldecía por haber hecho salir al mono de su escondite?
¿Tal vez esta bestia tenía más valor para él que una tallista demasiado
curiosa? Estaba resentido con Marion por haberse puesto en semejante
aprieto, un aprieto que le obligaba a él, Malestrazza, a sacrificar al monstruo
de la montaña.
Durante algunos segundos, creyó que no se decidiría a disparar y
preferiría dejar que el simio la estrangulase. Luego tensó la cuerda contra su
pecho, armando la flecha de madera de abeto y disparó. El animal percibió el
ínfimo silbido, se volvió y recibió la flecha en pleno corazón. Se encabritó,
sus uñas rasparon la piedra con un chirrido insoportable, y acto seguido rodó
hacia atrás, provocando una avalancha de piedras.
Malestrazza había empulgado ya una nueva saeta en la cuerda del arco.
Salió de su escondite con paso prudente. Su rostro dejaba traslucir malhumor.
Esta vez, Marion no dudó ya de que lamentaba haberse visto obligado a dar
muerte al animal. Se sintió afligida. Llegado a unos quince pasos de la bestia,
le disparó una segunda flecha. El monstruo no se movió, el primer flechazo lo
había fulminado.
Marion se sentía incapaz de hacer ningún movimiento. El terror la había
vaciado de toda energía. Se sentía mojada y apestaba a orín. La vergüenza la
abrumó, sacándola del estupor.
—¿A qué esperas para bajar? —gruñó el guía—. ¿Acaso quieres que
vaya a buscarte una escalera?
Sin prestarle la menor atención, examinaba el simio y le soltaba
puntapiés. La muchacha se dejó caer de la roca despellejándose la piel de la
espalda. En el momento en que iba a abrir la boca, un grupo de hombres
surgió del dédalo de piedras. A su cabeza venía fray Gilberto, que la había
empujado a hacer pública confesión. No llevaba ya el sayal, sino ropa de
seglar. Entre los que le seguían, Marion reconoció a varios monjes entrevistos
en las diferentes casas de Dios donde la columna había hecho alto. Identificó
en particular al cillerero de Paragon. ¿Qué hacían allí? ¿La bestia no les había
arrojado, así pues, al vacío? Su instinto le indicó que los monjes de Venzóme
estaban igualmente presentes. El no entender nada la enmudeció.
—¡Prendedla! —exclamó una voz que era la de Mazólas de Caradoz, el
prior de Venzóme—. Ya nos ha causado bastantes problemas hasta ahora.
Antes de que la muchacha tuviera tiempo de hacer el menor gesto de
huida, los ex monjes se habían abalanzado sobre ella para inmovilizarla.
Marion no tuvo fuerzas para defenderse. Mazólas de Caradoz se acercó al
simio y sacudió la cabeza contrariado.
—Es una verdadera lástima —rezongó—. Una bestia que nos ha costado
tan cara. ¿De qué servirá la hembra ahora? Sabes perfectamente que nuestro
señor no quiere más que parejas. ¿Era preciso matarla para salvar a esta
muchacha carente de valor? Hubieras tenido que dejar que el simio la
estrangulara. Importaba más él. Habríamos podido hacerle caer en una
trampa.
—¡Hace un mes que lo estáis intentando en vano! —espetó secamente
Malestrazza—, Desde que escapó de su jaula, asola la comarca. Ha hecho
pedazos todas vuestras pretendidas trampas. Ha sido un milagro que no haya
conseguido asesinamos. Había llamado ya sobre nosotros la atención de los
inquisidores; eso no podía continuar. Tarde o temprano hubiera bajado al
valle, y las autoridades habrían ordenado una batida. Ni a vosotros ni a mí
nos interesa que el ejército registre la montaña de arriba abajo, ¿no es cierto?
Caradoz bajó la cabeza. Antes de alejarse, se agachó para acariciar el
pelaje del simio, como si lamentara abandonar a un monstruo semejante sin
sepultura.
—Eso no es una razón —murmuró—. Sin el macho no hay ya pareja.
Nuestro señor se sentirá descontento. Apreciaba a esos gorilas.
Malestrazza se encogió de hombros. Los «monjes* se llevaron a Marion
sin ninguna contemplación. Habían perdido su máscara de urbanidad y se
comportaban como soldadotes. En una cavidad de la roca, los peregrinos
esperaban, agazapados, todos encadenados por el cuello, a la manera de los
prisioneros de guerra. Mahaut y Constance de Hurault también estaban allí. Y
todos aquellos que habían seguido a Malestrazza al dejar Paragon. Marion se
postró en medio del polvo a su lado sin comprender nada de cuanto le
sucedía. La gorda Mahaut tenía un aspecto que infundía lástima. Constance,
por su parte, parecía resignada.
Aprovechando que los hombres iban a reunirse con Mazólas de Caradoz,
Marion se arrastró hacia las dos mujeres.
—¿Qué significa todo eso? —musitó—. ¿Qué hacen los monjes? ¿Por
qué se comportan de ese modo?
—Mi pobre pequeña —murmuró Constance—. Creo que hemos caído
en una trampa. Este pasador es un canalla, creo que tiene intención de
vendemos a los berberiscos. La otra vertiente de esta cresta desciende en
suave pendiente hacia el mar. Es allí adónde nos llevan. Las naves de los
moros nos estarán esperando en una caleta y nos harán subir a bordo de ellas
para ser vendidos como esclavos en Oriente.
«He aquí por qué desaparecen los peregrinos —pensó Marion—. A
medio camino, se los entrega a los mercaderes de esclavos. Ésa es también la
razón de que Malestrazza eligiera a los más resistentes. Quiere que
sobrevivan a la travesía.»
Se encogió para sentarse. Mahaut lloraba quedamente. Las lágrimas
habían dejado pálidos rastros en el polvo que manchaba sus mejillas. Más
abajo, en el sendero, Marion distinguió una curiosa retahíla de mulas que
remolcaban jaulas puestas sobre unas carretas. Estas cajas contenían animales
extraños que ella nunca había visto con anterioridad.
—¿Qué es eso? —preguntó a la baronesa.
—Bestias de casa de fieras, sin duda —suspiró Constance—. Es la gran
moda en estos momentos. Cada señor quiere poder enorgullecerse de poseer
un jardín natural poblado de animales exóticos, desconocidos entre nosotros.
Según he oído, varias jaulas han volcado al atravesar un puerto. Los barrotes
se han roto y algunas de las bestias han emprendido la huida. El simio que ha
estado a punto de darte muerte formaba parte de los que han escapado.
Marion sacudió la cabeza. Era de allí de dónde provenía el unicornio.
Un convoy... Un convoy de bestias salvajes como se exhiben a veces en las
ferias.
«A pesar de todo —pensó—, algo no funciona... Estos animales
provienen de Oriente. ¿Por qué los traerán a Francia si el objetivo de toda
esta maquinación es hacemos bogar hacia Argel? Habría sido más simple
dejarlos allí abajo.»
Era ilógico.
—Todo ocurrió muy deprisa —continuó Constance de Hurault—. La
noche siguiente a nuestra partida de Venzóme, Malestrazza nos hizo acampar
a cielo raso. Apenas nos habíamos dormido cuando los falsos monjes cayeron
sobre nosotros para maniatamos.
—¿Son, pues, todos cómplices? —se asombró Marion—. ¿Todos los
monjes de todas las casas de Dios?
—Creo que no hay más que ésos —murmuró la baronesa señalando con
la barbilla al grupo de hombres—. Siempre hemos sido atendidos por las
mismas personas, de una abadía a otra. ¿No lo comprendes? Se desplazaban a
medida que nosotros avanzábamos. Tan pronto como abandonábamos una
casa de Dios, ellos también se iban del lugar y se precipitaban por unos atajos
hacia el próximo edificio donde debíamos hacer una parada. Era por esta
razón por lo que Malestrazza nos imponía todas esas vueltas, esas noches a
cielo raso, para darles tiempo a instalarse en los lugares y disfrazarse para
representar la comedia.
—¿Siempre los mismos? —balbuceó Marion.
—Sí, éste es el motivo de que al final no se quitaran ya las capuchas y
permanecieran mudos. No querían correr el riesgo de verse reconocidos. No
son más que un puñado, razón por la cual han tenido que ser astutos y
representar todos los papeles. Los pastores jorobados de la primera parada
eran también ellos. Se desplazan rápidamente, y se disfrazan de maravilla.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Pero una cosa es segura: que trataban de hacernos creer que
tomábamos la ruta oficial de la peregrinación. Ignoro lo que han hecho de los
verdaderos monjes, pero ha sido preciso que se desembarazaran de ellos para
apoderarse de las casas de Dios, ¿o no?
Marion pensó en las cosas extrañas de Venzóme, en la galería en
trampantojo, en los libros ficticios... Otra explicación le vino a la mente.
—Se han burlado de nosotros —susurró—. No nos hemos parado nunca
en las verdaderas casas de Dios descritas en el códice de rutas.
—¿Cómo es posible?
—Desde el principio nos alejamos de la ruta oficial, acordaos, con la
excusa de curtimos y de hacernos merecedores a los favores de san
Gaudemón. En realidad, Malestrazza se aplicaba a hacemos perder el sentido
de la orientación. La fatiga le ha sido de ayuda para conseguirlo. Cuando nos
hacía bajar, a la caída de la noche, hacia la ruta oficial para que
descansáramos en el refugio de las casas de Dios, adónde en realidad nos
llevaba era a otros edificios, construidos a imagen de los verdaderos refugios.
¡Unos dobles! ¡Copias aproximadas! No hemos hecho otra cosa que alejamos
de la ruta oficial de la peregrinación. En ningún momento hemos tomado la
dirección del santuario de San Gaudemón. Probablemente, está a nuestras
espaldas. El camino que se nos ha hecho seguir es un simple cebo, un
espejismo. Las casas de Dios eran falsas casas de Dios, los monjes falsos
monjes disfrazados para parecerse a los frailes enumerados y descritos en el
códice de rutas.
Marion se animaba, y Constance le suplicó que bajara la voz.
«Sí —pensó—, así es como han sucedido las cosas. He aquí por qué
encontraba los edificios desiertos cuando volvía sobre mis pasos. Los monjes
no habían sido asesinados, sino que simplemente habían partido a toda prisa,
olvidando apagar las velas. Yo creí que los habían arrojado al vacío cuando
en realidad probablemente se dejaban deslizar para alcanzar un camino de
herradura imposible de ver desde donde yo estaba. La bruma me ha
reafirmado en mi error. He visto un precipicio allí donde serpenteaba de
hecho una cornisa...»
Trataba de adaptarse a los nuevos elementos del problema. Los
acontecimientos habían dado un giro imprevisto y habría querido adivinar lo
que iba a sucederles ahora. Mahaut resoplaba en su rincón, con el rostro
abotargado por las lágrimas. Constance de Hurault permanecía digna y
distante, como era costumbre en ella.
—No me parece que estéis inquieta —le soltó Marión—, ¿se puede
saber la razón de vuestra serenidad?
—¡Oh! Es muy simple —suspiró la baronesa—. Me digo que no podía
soñar castigo mejor. Los sufrimientos de la peregrinación eran demasiado
suaves para mí. Tenía que expiar más duramente. Ser vendida como esclava
es sin duda el más hermoso castigo que quepa imaginarse para una hija de la
nobleza habituada a vivir rodeada de sirvientes.
Marion se encogió de hombros. No tenía ningunas ganas de capitular.
Quedaba un largo trecho hasta el mar, ya encontraría de aquí a entonces la
ocasión de escaparse.
Los «monjes» abreviaron su conciliábulo y volvieron a formar la
columna. Se ordenó a los prisioneros que se levantaran. Marion tuvo que
ocupar su sitio en la fila. Le habían pasado por el cuello un collar de hierro
que una cadena unía al de Constance. Era preciso acompasar con sumo
cuidado el paso con el de los vecinos si uno no quería verse estrangulado por
el círculo metálico. Cuando uno caía, arrastraba a los demás en su caída.
Podían desnucarse fácilmente en ese jueguecito, o por lo menos acabar con el
cuello en carne viva, se gado por el collar.
Las mulas tiraban de las jaulas, provocando la angustia y la cólera de las
bestias encerradas tras los barrotes. A veces, una de las fieras lanzaba una
garra hacia el exterior, tratando de arañar al monje que conducía el tiro.
Marion no dejaba de preguntarse si esta mascarada tenía un sentido o si había
caído en manos de una banda de locos
«He sido una tonta —se repetía—. Debí de temerme alguna cosa cuando
Denunzio habló de los caminos que se desplazaban durante la noche. Unas
casas de Dios que cambiaban de sitio... Se había dado cuenta de las
anomalías del recorrido. Instintivamente, había presentido que la ruta que
seguíamos no era la correcta, aunque la presencia de las casas de acogida
pareciera demostrar lo contrario.»
La persistente niebla había contribuido al engaño, impidiendo a los
romeros tomar puntos de referencia.
«De todas maneras —pensó la muchacha—, estábamos todos demasiado
agotados para permitirnos ser desconfiados. Seguimos a Malestrazza como
unos mansos corderos.»
La presencia de las falsas casas de Dios había tranquilizado a todo el
mundo. Si estaban allí, a cada alto, ello quería decir que no se desviaban del
buen camino. La propia Marion, por más que hubiera consultado a menudo el
códice de rutas, había sido engañada, igual que los demás, por aquellos
decorados aproximativos. Su desconfianza sólo se había despertado en
Venzóme, con el asunto de la galería prohibida.
«¡Tal era la razón de que el vitral llevado por el pequeño Jehan no
encajara en el marco de la ventana! —cayó en la cuenta—. Al construir esta
réplica de la verdadera abadía, los monjes se vieron obligados a reducir las
proporciones. ¡La falsa ventana era, pues, más estrecha que la verdadera!»
¿Quizá por eso se había empujado al aprendiz al vacío? ¿Porque había
descubierto la superchería? Posiblemente.
«Debió de cometer el error de decirle a Mazólas de Caradoz que las
dimensiones no se correspondían con el plano —pensó Marion—. O bien
salvó el reborde de la ventana para examinar la biblioteca más de cerca, y
comprobó que todo era falso, incluso las perspectivas.»
Fuera como fuese, el prior había juzgado demasiado peligroso dejarle
con vida y había cortado la cuerda que sostenía la cofa tan pronto como el
vidriero había reanudado su tarea.
Exploró el paisaje con la mirada. ¿Dónde se encontraban? Seguramente
muy lejos de la verdadera ruta que llevaba al santuario de San Gaudemón.
Nadie vendría nunca a buscarles en un lugar semejante. Era así como los
peregrinos se desvanecían en medio de la naturaleza. Malestrazza era, sin
embargo, lo bastante taimado como para no entregar cada una de las
columnas bajo su responsabilidad a los berberiscos. La mayor parte del
tiempo hacía escrupulosamente su trabajo de guía y no se alejaba en absoluto
de la ruta oficial. Pero en ocasiones, cuando los moros le hacían un encargo,
desviaba a un grupo de peregrinos cuidadosamente escogidos y lo entregaba a
los mercaderes de esclavos. La proporción de desaparecidos era, pues,
pequeña en comparación con los cientos de peregrinos que llevaba cada año
hasta el santuario que, en caso de necesidad, podían dar fe de su honestidad.
¿A cuántos «perdía»? ¿El cinco por ciento? Era una cifra aceptable teniendo
en cuenta lo arduo del camino y los peligros de un trayecto semejante. Nadie
podía realmente reprocharle nada.
A causa de esta astucia Yolande no había vuelto nunca a casa... La
habían vendido a un señor africano. Desde hacía dos años, estaba prisionera
en algún harén perdido en el corazón de las arenas. Marion había oído decir
que los moros se volvían locos por las jóvenes rubias de ojos claros. Ella
conocería la misma suerte. Nunca volvería a ver el reino de Francia.
Malestrazza, que se había vuelto invisible, reapareció dos días más tarde
a la cabeza de un convoy de romeros despavoridos. Había vuelto a bajar al
valle, a petición de Mazólas, para tratar de traer nuevos reemplazos, más
jóvenes, que utilizarían en el astillero a fin de activar los trabajos.
—No son como nosotros —decidió enseguida Perrine—. No forman
parte de los elegidos. Noctus no tendrá tiempo de sondearles. Trabajarán
como esclavos para terminar el arca, pero no subirán a ella jamás. No les
dirijáis la palabra. No son de nuestro rango.
Una vez que hubieron tomado la sopa, las mujeres se pusieron a charlar.
Muchas estaban tristes, algunas encolerizadas. Mahaut formaba parte de estas
últimas. Cuando salieron a revisar las trampas, se las arregló para seguir a
Marion. No tardó mucho en exponer sus quejas. No soportaba haber sido
privada de Malestrazza. Hasta el final, había creído que se la uniría al guía.
La víspera, tras el anuncio de los emparejamientos, había ido a ver al prior
para protestar. Éste le había informado entonces de la existencia de Yolande.
Esta revelación fulminó a la matrona. Alelada, se había metido en la cama
con un memo «tan mal dotado» que apenas si le había sentido dentro de ella.
Desde que había despertado, no se le pasaba la cólera.
—No puedes comprenderlo, por supuesto —repetía—, puesto que no
has conocido a Malestrazza. Cuando se le ha tenido dentro del vientre, una no
quiere ya a ningún otro. Se acabó. Ese hombre es puro veneno, te intoxica.
Luego se vuelve imposible prescindir de él. Y, sin embargo, era una mujer
hecha y derecha cuando le tuve, no una doncella dispuesta a inflamarse, ¡y
mira el resultado! Me muero de no poder atraerle. Voy a volverme loca si no
puedo ya compartir mi cama con él...
Y era cierto que parecía una demente. Su mirada, su expresión habían
cambiado. Incluso su cuerpo envuelto en grasa parecía de repente más ligero,
más seductor. Una llama extraña ardía en todo su ser, transformándola sin
ella saberlo. Evocaba, para Marion, a esos agonizantes a los que la fiebre, una
hora antes de la muerte, da un aspecto de buena salud.
Arremetió contra Yolande, ignorante de los lazos de parentesco que la
unían con Marion. Había tratado de sonsacarle información a Perrine, pero
ésta se había mostrado discreta.
—Una rubita —masculló—, sin duda la hija de un pequeño señor que se
divierte jugando a las princesas, encerrada en el arca como en una torre de
homenaje. ¡Será la nueva Eva, por lo que parece! ¡Como si Malestrazza
pudiera satisfacerse con semejante pimpollo! Ese hombre es puro fuego.
Necesita una mujer de verdad, una hembra con una buena riñonada, una
yegua capaz de dejarle cabalgar horas enteras sin pedir clemencia. ¡A esa
chiquilla la reventará en sólo tres noches!
Gesticulaba, despeinada, con el corsé desatado a pesar del frío. Iba y
venía, como una sonámbula, sin que pareciera ver lo que la rodeaba.
De golpe, el odio que la había enfrentado a Marion se había disuelto
como por arte de magia. No parecía guardar ningún recuerdo de él y le
hablaba como si las dos hubieran mantenido las mejores relaciones del
mundo desde el comienzo de la peregrinación.
¡Lo peor era que la tallista se dejaba engatusar! Habría querido resistirse,
pero una turbia connivencia la empujaba a ponerse del lado de Mahaut. Una
complicidad negativa consolidada por los celos y que le causaba horror. Su
deseo de Malestrazza la rebajaba. La volvía capaz de cualquier cosa, e
incluso de hacer un pacto con el diablo. De haber tenido ocasión, no habría
dudado en ir a ver a una bruja para obtener un filtro de amor, un
encantamiento que habría utilizado para sojuzgar al guía. No se reconocía.
Nunca hubiera pensado en llegar a tales extremos.
Mahaut miró por encima de su hombro para asegurarse de que los otros
no pudieran oírla, luego murmuró:
—Esa muchacha, esa Yolande, habría que desembarazarse de ella...
Capítulo 20
FUE ASÍ como nació la conjura. Como un mal lacerante que le barrena a uno
los huesos hasta volverse insoportable y le empuja a tomar las soluciones más
radicales para verse libre de él. Mahaut volvía sin cesar a la carga,
concibiendo estrategias delirantes. Trataba por todos los medios posibles de
ganarse el favor de Marion. A tal fin, llegó incluso a prometerle que le
«prestaría» a Malestrazza a modo de recompensa. No se daba cuenta ya de lo
que decía y planteaba, en el calor de la discusión, las bases de una
inverosímil fraternidad entre mujeres, una asociación de tríbades infernales
que compartirían crímenes y amantes.
«Lo más horrible de todo —se repetía Marion— es que tengo
tentaciones de obedecerle.»
El sonambulismo se había apoderado también de ella. No pensaba ya en
el fin del mundo, y a duras penas si se daba cuenta de que cada noche
Matthieu, el carpintero, se acostaba entre sus muslos para usarla a su antojo.
Ella estaba en otra parte. Definitivamente en otra parte. Sumida en el
entramado de las fantasmagorías que le devolvían a Malestrazza.
Constance de Hurault, alertada por la fijeza de su mirada, trató de
sacarla de aquel estado ausente. Cometió el error de creer que Marion
soportaba mal haber sido entregada al carpintero y no se recuperaba de la
violación repetida cada noche. La pobre baronesa estaba a mil leguas de la
verdad. Lo que obsesionaba a Marion era la voz de Mahaut, insinuante,
persuasiva, peligrosa, y que decía:
—Sé lo que conviene hacer. Sabotearemos la cerradura de la jaula del
león, de manera que ceda al primer empujón. Antes, tendremos a la fiera a
régimen, durante tres días, para ponerla nerviosa, irritable. Sé que Yolande
tiene la costumbre de bajar a visitar la casa de fieras, pues me lo han dicho
los trabajadores. Juega a ser el hada buena acariciando a los animales. Ese
día, cuando llegue a la altura del león, éste estará tan hambriento que se
arrojará sobre los barrotes. ¡La cerradura saltará, y ya nada lo separará de la
nueva Eva! Podrá desayunársela... Es un buen plan, ¿no crees?
«Sí», había estado a punto de responder Marion. Se tragó la aprobación
mordiéndose la lengua hasta hacerla sangrar. No sabía ya lo que sentía por su
hermana: celos, odio, un deseo de venganza que anulaba los lazos de sangre.
No veía más que una cosa, que la desaparición de Yolande le devolvería a
Malestrazza. Era inevitable, ¿no se parecía a su hermana como dos gotas de
la misma agua? Ante la necesidad de elegir a otra mujer para asumir el papel
de Eva, Mazólas de Caradoz se vería obligado a elegirla a ella, sólo a ella...
Mahaut no contaba. La cerda de Mahaut no era una rival digna de tal nombre.
A veces, recobraba la lucidez y se horrorizaba de haberse abandonado a
tales especulaciones. Pero, otras también, les daba vueltas en su fuero interno.
Se la llevaban los demonios de la envidia y de la lujuria. A menudo,
entre los brazos de Matthieu, se entregaba a imaginar que Malestrazza la
poseía, y aquel fantasma la llevaba al paroxismo del placer. El carpintero no
se dejaba engañar; su humor se agriaba. Habría preferido menos fuego y más
amabilidad. Esa muchacha que gemía de placer, con los ojos en blanco,
entregándose a un fantasma, le daba miedo.
—Estás hechizada —le dijo una noche—. No te das cuenta, pero has
cambiado. No te tocaré más. No quiero ser cómplice de tus artimañas.
Continuaremos haciendo la pantomima, para engañar a los demás, pero no
me volveré a acostar contigo.
—Haz lo que quieras —dijo suspirando distraídamente Marion.
Ahora esperaba con impaciencia volver a encontrar a Mahaut. Mahaut
que le decía:
—No será necesario que el león la devore por entero, ¿comprendes?
Nada más que un zarpazo en su linda carita, eso bastará. Cuando la hayan
recosido como a un viejo saco, dudo que Malestrazza tenga aún ganas de
montarla. ¡Conozco a los hombres, vamos si los conozco!
Y Marion se repetía: «Sí, es cierto, no habría ninguna necesidad de
matarla. Bastaría con que la fiera la desfigurase un poco. Eso bastaría».
Para acabar de convencerse, rememoró las villanías con que la había
abrumado Yolande, las mil maldades de la infancia, las tunanterías de la
adolescencia, las burlas, los incordios. Todo le volvía de repente en sus
menores detalles, las anécdotas, las pullas impregnadas de ese desprecio con
que las chicas demasiado bonitas zahieren a los que las rodean sin tener
conciencia de ello. Sí, contabilizaba aquel botín venenoso con avaricia,
regocijándose de verlo aumentar a cada hora que pasaba. Cuando la suma
fuese considerable, pensaba, pasaría a la acción.
—Presiento que vas a hacer una tontería —le repetía Constance—.
Tengo miedo todo el tiempo de que te arrojes a un precipicio. No
desfallezcas, pues no vale la pena.
Ella misma se había ofrecido para satisfacer a los hombres que, mayores
en número, no habían encontrado compañera. Se entregaba con gentileza,
feliz de poder mortificar su carne. Esperaba el fin del mundo con impaciencia
y ansia.
—Si sobrevivo a esto —decía—, considero que habré pagado mi deuda.
Entonces podré volver a empezar a vivir sin arrastrar tras de mí las cadenas
de la culpa. Es así como yo veo las cosas. En este momento saldo las cuentas
con mis acreedores, pongo la suficiente aplicación en ello para que no puedan
reprocharme nada.
CUANDO se hizo de noche, alguien sugirió la idea de que tal vez podría
aprovecharse el hecho de que los soldados estuvieran durmiendo para
penetrar entre sus líneas y alcanzar el camino de los puertos.
—Es una idiotez —dijo una voz que subía del castillo de popa—; En
primer lugar hay centinelas, y luego están los perros. No conseguiríais dar ni
tres pasos por la planicie, pues seríais enseguida descubiertos.
Se volvieron. Malestrazza dio un paso adelante. Yolande le seguía. En
medio de la confusión de las últimas horas se habían olvidado incluso de su
existencia.
El estupor causado por su llegada fue rápidamente seguido por un
estallido de odio colectivo.
—Por tu culpa estamos aquí —gruñó uno de los leñadores—, has sido tú
quien nos ha conducido hasta este lugar. Has sido tú quien nos ha convertido
en unos herejes.
Un rugido de aprobación corrió entre los presentes. Malestrazza no
pareció nada turbado.
—Soy como vosotros —soltó—, una víctima de Mazólas, de Noctus.
He creído en el Diluvio. Estaba convencido de actuar del mejor modo
posible. Elegiros entre tantos peticionarios ha sido para mí un caso de
conciencia permanente, una tortura. Miles de veces me he preguntado si
había acertado al seleccionaros, a vosotros en vez de a otros. Era una
responsabilidad demasiado pesada... En varias ocasiones quise dejarlo, pero
el prior me obligó a continuar. Me explicaba cada vez que mi negativa era
algo criminal, que, sin mí, iban a perecer unos elegidos. Entonces volvía a
bajar al valle.
Se expresaba con convicción y tristeza, como un hombre destrozado por
el destino. Su lasitud le hacía aún más apuesto, y había bastado con que
abriera la boca para que las mujeres presentes sucumbieran de nuevo a su
encanto. Tan pronto como se puso a hablar, tuvieron ganas de perdonarle, de
decirle: «No tiene importancia, vamos, no te preocupes por tan poca cosa».
Marion, al igual que los demás, se dejaba atrapar por aquel temible
poder. Hizo un esfuerzo por resistirse a él. Malestrazza era un embaucador
nato, no se podía confiar en él. Se había dejado engañar con la nave, bien,
pero ¿qué probaba eso? No estaba lejos de creer que había manipulado a los
religiosos: Mazólas, Noctus. Poseía el don de la palabra, el magnetismo
misterioso de esos oradores que, en las hondonadas de los oasis, crean las
religiones. Podía crear dioses, darles vida, y convencer a las multitudes de
que murieran por aquellos ídolos ilusorios. Era uno de esos hombres en la
sombra que se mezclan con el populacho y le insuflan ideas de rebelión, de
decapitar a los señores y de incendiar castillos. Era peligroso, terriblemente
peligroso.
—Estoy con vosotros —dijo arrodillándose—. ¿Es que no lo veis? En la
misma nave.
Se rieron. A partir de ese momento, él había ganado la partida. De todas
formas, era tan apuesto que no se le podía guardar rencor por mucho tiempo.
—Saber que moriremos juntos no me consuela en absoluto —rezongó
Matthieu—. Que te hayas mostrado tan tonto como yo no me tranquiliza
nada.
Lo que decía era la pura verdad, pero nadie le oyó.
notes
Notas a pie de página
1 Especie de lana gruesa. (N. del t.)
2 La maisnie Hellequin, nombre que se daba en la Edad Media a una
banda de espíritus malignos, reunidos en alborotadas y nocturnas cabalgatas o
en partidas de caza; Hellequin, su jefe, estaba representado como un cazador
infernal. (N. del t.)
3 Alforja.
4 Bordón, cayado de marcha.
5 Malotru deriva del latín mal astru, que significa nacido bajo un mal
astro, es decir, alguien que tiene mala estrella.
6 Esta costumbre fue condenada, por otra parte, por la Iglesia, que
terminó por ver en ella una forma de blasfemia.
7 Así en el original. (N. del t.)
8 Medianoche, las tres y las seis de la mañana, respectivamente.
9 Borracho... Puerta... (N. del t.)
10 Libros. (N. del t.)
11 Muerta o gruta. (N. del t.)
12 Contrahecha, monstruosa.
13 Vouivre, que comete actos de vouerie, es decir, de brujería. Bruja,
echadora de buena fortuna.
14 La severa doctrina de los Perfectos sufrió una serie de derivaciones