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Annotation

Encerrado en las mazmorras de una abadía, un monje demente explica


entre improperios y blasfemias cómo el peregrinaje que tutelaba se convirtió
en un infierno. El diablo, asegura, se llevó a todos los que le acompañaban.
Pero ¿qué ocurrió realmente en las montañas por donde serpenteaba la
interminable ruta que conduce a las reliquias de un santo martirizado por
Calígula? Según cuentan, las cumbres están habitadas por unas criaturas
terribles que dan caza a los peregrinos. Sin embargo, bajo la máscara de la
superstición se oculta un oscuro secreto de incalculables dimensiones.
¿Correrá la joven Marion, talladora de exvotos, mejor suerte que quienes la
precedieron por esos misteriosos caminos, o sucumbirá también a los
sortilegios del peregrinaje maldito?
SERGE BRUSSOLO

Peregrinos de las tinieblas

Traducción de José Ramón Monreal

Ediciones Martínez Roca, S. A.


Sinopsis

Encerrado en las mazmorras de una abadía, un monje demente


explica entre improperios y blasfemias cómo el peregrinaje que
tutelaba se convirtió en un infierno. El diablo, asegura, se llevó a
todos los que le acompañaban. Pero ¿qué ocurrió realmente en las
montañas por donde serpenteaba la interminable ruta que conduce
a las reliquias de un santo martirizado por Calígula? Según
cuentan, las cumbres están habitadas por unas criaturas terribles
que dan caza a los peregrinos. Sin embargo, bajo la máscara de la
superstición se oculta un oscuro secreto de incalculables
dimensiones. ¿Correrá la joven Marion, talladora de exvotos,
mejor suerte que quienes la precedieron por esos misteriosos
caminos, o sucumbirá también a los sortilegios del peregrinaje
maldito?

Título Original: Pélerins des ténébres


Traductor: Monreal, José Ramón
Autor: Brussolo, Serge
©2002, Ediciones Martínez Roca, S. A.
ISBN: 9788427027572
Generado con: QualityEbook v0.87
Serge Brussolo
Peregrinos de las tinieblas
TRADUCCIÓN: JOSÉ Ramón Monreal
Título original: Pélerins des ténébres
© 2000, Serge Brussolo
© 2002, Ediciones Martínez Roca, S. A.
ISBN 84-270-2757-5
Depósito legal: M-49.091-2001
Capítulo 1

FRAY GUILLERMO huía en medio de la noche, y todos los demonios del


infierno corrían tras él.
Al cabo de una semana de andar errante por la montaña, viviendo como
una bestia acorralada, había desgarrado su sayal e iba casi desnudo, con el
cuerpo cubierto de rasguños.
Dormía de día y se ponía en camino a partir de la puesta del sol, pues
hubiera sido demasiado peligroso para él abandonarse al sueño en la hora en
que el maligno reina como dueño y señor y se infiltra en los sueños. Las
legiones del demonio le iban pisando los talones. No querían que pudiera
contar nada de lo que había visto, allá lejos, allende los desfiladeros, al final
del dédalo de caminos tortuosos que serpenteaban al borde del abismo. Era el
último testigo, el superviviente. Había sido testigo del horror... y habían
tenido la fortuna de poder escapar. Por desgracia, los demonios habían dado
con su rastro, y desde entonces le acosaban sin descanso, jauría infatigable
que seguía su pista tan pronto como el disco harinoso de la luna asomaba en
el oscurecido cielo. Hasta aquel momento, fray Guillermo había conseguido
escapar a sus garras, pero no iba a poder resistir por mucho más tiempo, pues
le vencía el agotamiento.
Se dejó caer al pie de una roca. Tenía sed. Desde hacía tres días no había
encontrado ningún torrente, ni siquiera un arroyo, y se moría de sed, con la
garganta reseca por el polvo. Nunca hubiera pensado que la montaña pudiera
revelarse un mundo tan inhóspito. En realidad, era un infierno de roca pelada,
calentado al rojo vivo por el sol. A menudo era difícil descubrir un escondite
en ella para protegerse de los abrasadores rayos. Y luego había osos, grandes
devoradores de corderos, de pastores... Los osos, que había que evitar ir a
molestar en sus cuevas.
Fray Guillermo jadeaba, el rostro apergaminado, los labios llenos de
ampollas debido a la sed. Mil años antes, en otra vida, había sido un joven
monje voluntarioso, decidido a no retroceder ante ningún desafío. Había
aceptado la prueba de la peregrinación a San Gaudemón con una excitación
un tanto sospechosa, y en la que su confesor había notado un no sé qué que se
asemejaba mucho a un pecado de orgullo. Le habían elegido para acompañar
a los romeros por su constitución física y por ser un trabajador infatigable,
cosa que no se adivinaba a primera vista, pues no tenía nada de animal de
carga, siendo sus músculos largos y delgados, pero rebosantes de un vigor
cuyas reservas hubiéranse dicho inagotables. Tenía una hermosa figura,
demasiado hermosa, decía el padre superior; habían pensado que la prueba de
la peregrinación le haría perder su aire de muchacha y le curtiría la piel, que
era, precisamente, lo que le hacía falta:
Fray Guillermo había disimulado su alegría. ¡Hacía tanto tiempo que le
hablaban de san Gaudemón, el patrón de la orden, aquel mártir desmembrado
en la arena por un emperador romano sanguinario! Se moría de ganas de ir a
prosternarse ante su sarcófago, allá, en la casa de Dios donde reposaban sus
huesos. No era ésta una empresa fácil, pues la ermita que albergaba la
reliquia se encontraba allende los puertos, los picos, al final de un trayecto
interminable y peligroso que, preciso es confesarlo, desanimaba a menudo a
los caminantes y les hacía abandonar la prueba a partir de la tercera etapa.
Por esta razón se había ordenado a Guillermo seguir la peregrinación, a fin de
robustecer la fe de los peregrinos cansados de tantas pruebas físicas. Él tenía
que decir misa, aplacar la sed de los caminantes a base de bonitos sermones
que fortificasen su alma; con ese tipo de sermones merced a los cuales se
olvidan los pies ensangrentados. Tenía que procurar que la llama no se
apagase, que los viajeros no se diesen media vuelta. De ello dependía la
supervivencia de la orden, pues, desde hacía algún tiempo, otras
peregrinaciones se ganaban el favor de los creyentes. Santiago de
Compostela, por ejemplo, atraía cada vez a más gente. «Es normal —pensaba
fray Guillermo—, pues se trata de un viaje cómodo, que atraviesa territorios
acogedores. Un paseo, en resumidas cuentas.»
Pero no sucedía lo mismo por lo que respecta a San Gaudemón. Los
caminos eran duros, las emboscadas numerosas, los peligros indudables.
Guillermo había podido darse cuenta de ello desde los primeros días. A partir
del mismo instante en que la columna se adentró por la montaña, se sintió
dominado por una penosa sensación de opresión. Quizá se debía al paisaje
inhóspito, desnudo de árboles, a los pastos casi inexistentes. A aquel
hacinamiento de rocas quebradas que evocaba un saqueo antiguo, una batalla
titánica en el curso de la cual unos gigantes hubieran destrozado las murallas
de una ciudad cuya altura rozara las nubes.
«Las ruinas de la torre de Babel...». Esas palabras no habían dejado de
rondarle por la mente a Guillermo mientras trepaba por las pendientes
rocosas. Sí, había en aquella parte de la montaña algo repulsivo. Uno se
sentía en la piel de un ratón visitando un campo de batalla después de una
masacre. Todo era desproporcionado y estaba destrozado, desmenuzado por
el martillo de un coloso. Cuando se las miraba demasiado rato, las mismas
rocas adoptaban semejanzas inquietantes. Aquí el perfil de un guerrero de
salvajes rasgos, allí un gnomo contrahecho... Tan pronto como uno las miraba
fijamente, las piedras derribadas se convertían en unas manos petrificadas, en
armas trocadas en granito. En varias ocasiones, fray Guillermo se había
sentido dominado por el pánico. ¿Perdía el oremus? Le habían repetido a
menudo que tenía que desconfiar de su propensión a calentarse la cabeza con
tonterías. A pesar de ello..., no era tonto del todo, pues había visto a sus
compañeros de viaje sucumbir a las mismas impresiones.
Y luego...
...La montaña abrasada por el sol, las piedras demasiado ardientes para
poner la mano en ellas o para sentarse. Las ventoleras, la falta de agua. Y por
la noche, el frío que penetra en los huesos y le hace castañetear a uno los
dientes.
Al cabo de algunos días, habían decidido desplazarse una vez aflojara el
calor, para no padecer sed. Trataban de dormir durante el día y de caminar
por la noche. Se libraban así de los ardores del sol y el esfuerzo que había que
realizar para trepar los senderos le hacía entrar a uno en calor, una vez que la
luna alcanzaba su plenitud. No esperaban ya el amanecer tiritando de frío,
acurrucados al fondo de una cavidad.
Pero, por desgracia, esta manera de avanzar tenía también sus
inconvenientes, pues la reducida visibilidad condenaba a cada uno a
acompasar su paso con el que le precedía.
—Poned los pies donde yo pongo los míos —repetía el guía— y no
penséis en nada más. Que cada uno de vosotros pose la mano sobre el
hombro del que camina delante de él. Avanzaremos a modo de las cadenas de
ciegos. Lo importante es que yo sepa adónde vamos. Lo demás carece de
importancia.
Al hacer un alto, se había mostrado menos tranquilizador cuchicheando
al oído de fray Guillermo:
—Prefiero avanzar en la oscuridad, pues ya veis, en este lugar
bordeamos tales precipicios que hasta los más atrevidos se niegan a menudo a
seguir. La mayor parte de las veces es aquí donde se detiene la peregrinación.
El abismo produce un efecto aterrador en el alma de estos labriegos que, en
su mayoría, no han abandonado nunca los llanos. En los viajes anteriores, la
mitad de los efectivos prefirió volver sobre sus pasos en este preciso punto.
Desde entonces, realizo el recorrido en medio de las tinieblas, y esta pequeña
astucia nos permite sortear el obstáculo. Por lo que a mí se refiere, conozco
tan perfectamente cada piedra del camino que podría avanzar con los
párpados cosidos.
Aunque esta profesión de fe no había tranquilizado en absoluto a
Guillermo, no había otra solución. El padre superior le especificó que su
papel consistiría en evitar las bajas y en motivar a aquellos a quienes venciera
el desaliento. Había, así pues, que poner en práctica cualquier medio para
impedir una disgregación de la cohorte. No existía nada peor que unos
peregrinos desalentados regresando a la ciudad para propalar el rumor de que
el viaje había sido demasiado duro, peligroso, y que no valía la pena, en
resumidas cuentas, jugarse la vida en él.
—¡Que se vayan al diablo las reliquias de san Gaudemón —se burlaban
los enemigos de la hermandad—, pues ha sido el demonio quien ha
pavimentado el camino que lleva hasta ellas!
Mientras escalaba el pedregal de las laderas, fray Guillermo había sido
más de una vez de esa misma opinión, pese a sentir, a continuación, una gran
vergüenza por ello y haber llorado lágrimas de sangre por dicho motivo.
Antes de tomar el camino, en el secreto de su celda monástica, se había
excitado ante la idea de las pruebas que le aguardaban y fue con verdadera
impaciencia como esperó el día de la partida. En la actualidad, fuerza es
confesarlo, los peligros excedían con creces a sus esperanzas. Sabía que eran
necesarios, el valor de la peregrinación dependía de su multiplicación, pero,
ello no obstante, algo le inquietaba: a medida que se alejaba de la
civilización, se había sentido dominado por un mal presentimiento. La oscura
impresión de haber caído en una trampa.
...Rocas por todas partes y en todo momento. Picachos, desfiladeros.
Pasadizos de piedra, caminos sembrados de guijarros desiguales que rodaban
bajo las suelas, haciéndole perder el equilibrio. Senderos de cabras, tan
estrechos que se desplazaban por ellos con la espalda pegada contra la pared,
con un abismo abriéndose bajo los ojos que no pedía sino tragarlos. Y por
todas partes, esa naturaleza desolada, calcinada, erosionada por el viento que
no cesaba nunca de aullar.
Con el agotamiento, habían surgido las primeras dudas en la cabeza de
fray Guillermo. Unas sospechas terribles que le atemorizaban. Había
comenzado a desconfiar de todo el mundo, a ver en cada uno a un enemigo
potencial.
Y ello le había salvado.
Ahora, tras haber escapado a lo peor, hacía el camino en sentido inverso,
tratando de no perderse en medio del dédalo de rocas en completo desorden.
Rezaba para que le fuesen concedidas fuerzas para llegar hasta el monasterio.
Tenía que dar su testimonio, hacer saber al mundo lo que ocurría allí lejos...
Evitar que otros inocentes fueran precipitados al abismo infernal. Pues los
había visto, a los demonios con garras, a los monstruos contrahechos.
Aquellas criaturas de Satán que, ahora, le perseguían a través de la montaña.
Para hacerles perder la pista, se cubría de barro en las cercanías de los
arroyos. Sobre este fango, pegaba unos puñados de hierbas, tratando de darse
una apariencia vegetal que camuflase tanto su condición de hombre como su
olor. Le hubiera gustado restañar sus heridas, pues, por encima de todo, temía
que el olor de su sangre les atrajese tras su pista, pero no disponía ya de nada
con qué encender un fuego de vivaque. Además, no quería correr el riesgo de
que las llamas se volvieran contra él, tomando el partido de las potencias
infernales.
Tenía que sobrevivir, decir lo que había visto: hablar de los peregrinos
despedazados, de los pueblos habitados por los demonios, de los diablos
disfrazados de monjes, de las iglesias convertidas en refugios de hechiceros.
Nadie en la ciudad sospechaba el terrible secreto que se escondía allende las
montañas. La gran puerta de los infiernos se había abierto, y los monstruos de
los abismos comenzaban a cruzar su umbral para desparramarse por la tierra.
La invasión había dado comienzo. Los soldados de Cristo debían alistarse
para guerrear contra las legiones del maligno. Tal vez no fuese aún
demasiado tarde.
Guillermo había perdido la noción del tiempo. Todo le resultaba
sospechoso. Huía de pastores y de corderos, apartándose voluntariamente de
los que hubieran podido prestarle ayuda. Mientras anduviese por la montaña,
no podría confiar en nadie.
En un primer momento, había pensado grabarse en la carne multitud de
crucifijos con la ayuda de una afilada piedra: estas escarificaciones le
protegerían seguramente de los ataques demoníacos. Pero había renunciado a
hacerlo, una vez más, debido al olor de la sangre.
Ya casi no dormía. Tan pronto como cerraba los párpados, unas
imágenes infames le asaltaban, sin darle tregua. Veía de nuevo las siluetas
monstruosas surgiendo de las tinieblas, los gnomos bajando en medio de una
zarabanda las laderas de la montaña para caer sobre los pobres peregrinos,
arrojarlos al vacío, descuartizarlos.
Entonces, volvía a él el recuerdo de una broma de mal gusto de los
clérigos oída por casualidad en un refectorio:
—En Gaudemón tenemos gande, que en latín significa «gozar», y
demón, demonio..., difícil asociación, ¿no? Gaudemón es el goce del
demonio. La invitación a la jodienda demoníaca. ¿Qué hombre cuerdo podría
tener ganas de emprender una peregrinación semejante?, pregunto,
compañeros.

Tres días más tarde, fray Guillermo fue recogido por un pastor al pie del
monte Faberge. El perro que vigilaba el rebaño le había tomado por un
depredador, atacándole salvajemente. El mismo pastor, convencido de
vérselas con un monstruo escapado del infierno, a punto estuvo de rematarle
a bastonazos. Fue al ver el crucifijo de madera de olivo anudado al cuello del
joven monje por medio de un cordón de cuero, cuando el buen hombre
comprendió que se encontraba frente a un religioso en apuros.
El traslado de Guillermo al monasterio llevó aún dos días. Cuando se
encontró, por fin, en manos de sus hermanos en Cristo, éstos le lavaron y le
practicaron los primeros auxilios. El joven deliraba, presa de una intensa
fiebre. Se hizo venir al padre superior, Diodoro el Viejo, que exigió quedarse
a solas con el enfermo. Él escuchó los cuchicheos de Guillermo crispando las
mandíbulas. Conforme el herido desgranaba su relato, Diodoro iba
poniéndose lívido.
Cuando Guillermo calló por fin, el prior se enderezó y abandonó la
celda.
—Es lo que pensábamos —declaró a los monjes que le esperaban en la
entrada de la habitación—. El asunto es grave. A partir de hoy, fray
Guillermo permanecerá aislado. No se puede descartar que esté poseído. Es
necesario practicar un exorcismo. Mientras tanto, que el cillerero le dé de
comer por el ventanillo. ¡Nadie debe entrar en esta celda, oídme bien, nadie!
Tras haber pronunciado esas palabras, dio una vuelta completa a la llave,
la sacó de la cerradura y se la metió dentro de la manga.
Capítulo 2

EN LA ciudad, no se hablaba de otra cosa que de los peregrinos


desaparecidos. Marión, yendo a buscar agua, había oído platicar a las
comadres en torno a la fuente.
—Uno más —murmuraba la gorda Toinette empujando sus cántaros
debajo del chorro del caño de estaño—. Es una historia que se sale de lo
comente. Y es algo que viene ocurriendo con demasiada frecuencia. Debe de
ser ya la cuarta vez que los peregrinos se pierden por el camino que lleva a la
ermita de San Gaudemón. De nuevo dirán que es por culpa de los osos o de
los aludes, de acuerdo, pero entonces, por qué no nos dejan hablar con el
joven monje que ha escapado a ello, ¿eh? Mucho me gustaría escuchar lo que
tiene que decir, ese virgo gentil y tonsurado.
—¿Así que hay un superviviente? —preguntó Germaine, una tintorera
que llevaba las manos coloreadas de azul durante todo el año.
—Sí —susurró Toinette—. Guillermo, ese con carita de muchacha, el
carilindo. Parece que ha perdido la razón y que ha sido preciso encerrarlo en
una celda de hierro para evitar que muerda a todo el mundo como un perro
rabioso.
En ese momento, Germaine advirtió la presencia de Marion y soltó un
codazo en el costado rollizo de su compañera para hacerla callar.
Marion no levantó los ojos, como si no hubiese visto nada.
Hacía ya un año que su hermana mayor, Yolande, había desaparecido
también durante la peregrinación a San Gaudemón. Desde entonces, su hogar
se había sumido en la tristeza.
Su madre no se recuperaba de ello, lloraba mientras se hallaba ocupada
en las tareas de la casa. Habían rezado, dicho novenas, llevado cilicios,
multiplicado los ayunos, sin conseguir nada. Yolande no había vuelto a
aparecer.
Marion cogió su cántaro y se dio media vuelta. Su padre tenía sed, y no
debía hacerle esperar. Tenía todo el tiempo la boca llena de polvo de arcilla, y
la barba harinosa de esa piedra con la que pugnaba, martillo en mano.
La muchacha atravesó la plaza, con la cabeza baja, tratando de mantener
una actitud modesta que no enojara a sus padres. Franqueó el umbral de la
casa, con las miradas de las comadres clavadas en su espalda.
Vivía en un gran edificio que se asemejaba más a una granja que a una
casa. Por todas partes se veían largas piedras a las que se trataba de dar
forma. El padre de Marion era imaginero, esculpía losas de tumbas, estatuas
yacentes, más raramente estatuas de pie. Desde su nacimiento, Marion
siempre había vivido en medio del polvo, los estallidos de la piedra y el
golpeteo del cincel abriéndose paso en la piedra calcárea, el granito o la
madera para tratar de darle forma humana. Maese Denis, su padre, había
comenzado como simple peón en las canteras. Su trabajo, entonces, apenas
difería del de los bueyes sirgando los bloques en estado bruto por las rampas.
Con el tiempo, había aprendido a horadar los materiales porosos, fáciles de
desbastar, la saponita, la piedra calcárea. Había terminado adquiriendo una
mano, una destreza, que, con la edad, le había proporcionado una cierta
clientela: burgueses, pañeros, hinchados de vanidad y deseando hacerse unas
tumbas principescas.
Maese Denis jamás sería un gran imaginero, Marion lo presentía.
Tallaba demasiado toscamente, no era capaz de lograr el parecido. Intuía que
existían otras maneras, que se podían suavizar las líneas. A menudo, mientras
observaba trabajar a su padre, se decía: «Aquí, le habría bastado una curva un
poco más acentuada. Allí, un corte menos profundo».
Cada vez que había tratado de abordar el asunto, se había visto
severamente regañada. ¡No tenía ni idea de lo que decía! ¡No era más que una
jovenzuela! ¿Desde cuándo se les ocurría a las doncellas criticar a sus padres?
Entonces había gritos, juramentos y, en ocasiones, incluso golpes. Margot, la
madre, se sumaba a los berridos de su esposo: ¿Cómo? ¿Se había vuelto el
mundo del revés? ¿Era aquello señal del fin de los tiempos? ¿La gran
inversión demoníaca anunciada por las Escrituras? ¡Si las muchachas
comenzaban a dar su opinión, no se tardaría en ver volar a los burros y a los
caballos hablar en latín!
Maese Denis no había querido nunca a sus hijas. Al menos, nunca como
habría querido a sus hijos..., de haber tenido alguno. En cierta medida, se
consideraba culpable, castigado por la providencia. ¿Era debido a que tallaba
ídolos? Por más que no «hiciera» sino motivos religiosos, seguía sintiéndose
incómodo cuando sus manos daban forma a un rostro humano. En el fondo,
sabía que parodiaba los gestos del Creador modelando a Adán y a Eva. Era
algo que no estaba bien. Por más que se repetía que trabajaba para mayor
gloria de la Iglesia, seguían acosándole ciertas reticencias. El día en que
encontró a Marión ocupada en modelar una figurita en un puñado de arcilla,
se puso furioso y la golpeó hasta dejarla inconsciente sobre la paja de la
granja.
¡Era por su bien! No era cuestión de que la maldición pasase de uno a
otro, transmitiéndose a través de las mujeres. No ocurría nada bueno tan
pronto como las mujeres se inmiscuían en las cosas serias. Por otra parte, ésta
era la razón por la que los caballeros mismos prohibían formalmente que una
doncella tocase sus armas.
Marion tenía otra explicación.
«Es porque ha visto que yo era mejor que él —se repetía para sus
adentros—. No ha podido soportarlo.»
Sabía que con ello cometía un pecado de orgullo, pero seguía estando
convencida de lo acertado de su razonamiento. Ella tenía más talento que su
padre. Desde muy niña, se había quedado sorprendida de ser capaz de formar
figuras de hombre notablemente expresivas con tres simples puñados de
barro. Tan pronto como disponía de un poco de tierra húmeda, no podía dejar
de plasmar un rostro, de dibujar unos ojos, una boca, hasta que el material
pareciese vivo.
—¡Se diría que va a hablar! —exclamaban cada vez sus compañeros de
juegos—. No deberías hacer eso. Cuando se forman cuerpos, los malos
espíritus se apresuran a venir a habitar en ellos.
Su madre había terminado cogiéndola in fraganti y la golpeó en los
dedos con un junquillo de avellano, como escarmiento...
—Las muchachas no esculpen —la había regañado—, a lo que se
dedican es a cocinar.

El padre se mantenía inclinado sobre una estatua yacente que desbastaba


con el buril. Se veía enseguida que no tenía el sentido de la piedra. No la
«intuía». Quería obligarla, forzarla, en vez de aprovechar sus defectos, sacar
partido de las irregularidades naturales. Se comportaba como maestro y no
soportaba que se le resistiera. Su aprendiz, un muchacho sarmentoso llamado
Antonin, le ayudaba en su tarea. En ese momento, estaba reconstituyendo el
filo de las herramientas sobre un afilador. Era un pillastre antipático que, en
las tabernas, se jactaba de refocilarse con la hija de su patrón, lo cual era un
puro embuste, ya que Marion detestaba sus miradas burlonas y sus medias
sonrisas que parecían decir: «Serás mía, guapa. ¡Estés de acuerdo o no, tu
padre te meterá en mi cama dentro de poco! Hemos hablado de ello de
hombre a hombre y su decisión está tomada. Se hace viejo, me necesita en el
taller».
Marion temía que no dejara de estar en lo cierto, perspectiva que la
aterraba, pues le costaba imaginarse abriéndose de piernas para ese majadero
de Antonin y dejándose hacer un crío por un estúpido que no albergaba otra
intención que heredar la clientela de maese Denis.

Ella depositó el cántaro sobre el banco. Tenían sed, siempre tenían sed.
Se pasaron el puntero del uno al otro. Las palmas de sus manos incrustadas
de minúsculas esquirlas de piedra rechinaban sobre la terracota. Marion no
tenía ningunas ganas de sentir un día esas gruesas zarpas rugosas sobre su
piel. Hubiera querido huir. El año anterior, cuando la amenaza del
matrimonio había comenzado a concretarse, expresó el deseo de participar en
la peregrinación a San Gaudemón, pero su padre se negó.
—Yo le había prometido Yolande a Antonin —soltó alzando los puños
—. Hoy no te tengo más que a ti, y estás lejos de ser tan bonita como tu
hermana, y posees además mal carácter. Ese pobre muchacho saldrá
perdiendo con el cambio, de eso no cabe ninguna duda, pero es lo bastante
acomodaticio como para no quejarse. No voy a privarle de prometida una
segunda vez, aunque la segunda no valga lo que la primera, pues me
desprestigiaría.
Marion sabía que sus padres habían preferido siempre a Yolande, más
brillante, más sonriente, más dócil. Yolande era de esas naturalezas que
aceptan la vida con confianza y no ven más que el lado bueno de las cosas.
Sin embargo, bien pensado, era debido al padre que Yolande hubiera
desaparecido.
«Si nuestro padre no se hubiese roto las dos piernas por la Caída de ese
bloque de piedra, ella no habría hecho el voto de ir en peregrinación al
santuario de San Gaudemón —se repetía Marion—. Así fue como
comenzaron las cosas. Se tiene demasiada tendencia a olvidar eso en la
familia.»
Sí, sin el accidente que había tenido a maese Denis postrado en la cama
durante largos meses, Yolande nunca habría hecho la promesa de atravesar
las montañas si su padre recuperaba la función de sus miembros. Y nunca
hubiera desaparecido en circunstancias inexplicables.
Marion conservaba un mal recuerdo de aquella época. El padre enfermo,
unas veces gimiendo y otras echando pestes sobre su colchón, con los
miembros inferiores entablillados, reclamando el orinal para mear, mojándole
a uno las manos si no se acudía con suficiente presteza. Sí, realmente, una
mala época.

Marion observó beber a los hombres a grandes tragos y luego rociarse el


rostro, el pecho. Ellos gustaban de las ruidosas exhibiciones en las que hacían
alarde de su fuerza. Ella no podía dejar de encontrarlas vulgares. En su
opinión, no tenían ningún motivo para pavonearse, pues su arte carecía de
finura. Estropeaban la piedra con sus gruesas manos de picapedreros. Se
ponía rabiosa cuando pensaba en lo que habría podido sacar, ella, de los
bloques que esos dos patanes se empeñaban en masacrar con grandes golpes
inhábiles.
—¿Qué andas mirando con esa cara? —gruñó el padre—, ¿Es que no
tienes nada que hacer? Andando.
El gran pánfilo del aprendiz dejó escapar una risa tonta. Marion se
reprimió las ganas de abofetearle.
Se dio media vuelta y trepó por la escalera que llevaba al desván. El
taller donde ella trabajaba se encontraba allí, bajo la techumbre. Cuando el
sol calentaba las tejas de pizarra, la temperatura se volvía insoportable y la
muchacha se asaba mientras que las herramientas se le deslizaban de las
húmedas manos. En ese espacio delimitado por las vigas carcomidas, ella
tallaba exvotos para los peregrinos de San Gaudemón. Manos y pies de
blanda madera que los romeros iban a depositar como ofrenda delante del
relicario que guardaba las reliquias del santo varón, allá lejos, allende las
montañas.
Era una tarea humillante, estúpida, al alcance del último de los
aprendices.
Manos, pies... por docenas. Siempre los mismos gestos, perpetuamente
repetidos. Embrutecedores.
Cuando había esculpido suficientes para llenar una carreta, iba a
entregar el fruto de su trabajo a la abadía. Los monjes revendían los exvotos a
los peregrinos. Sacaban, de este pequeño comercio, unos beneficios nada
desdeñables. Marion había manifestado que sería más razonable vender
directamente a los peregrinos, sin pasar por la intermediación de los frailes,
pero su padre se había opuesto. Tenía una relación estupenda con las gentes
de la abadía, y la mayor parte de sus encargos provenían de la cofradía de
San Gaudemón. No podía, pues, permitirse el lujo de malquistarse con el
prior.
Había reprendido severamente a su hija por las absurdas ideas que se le
ocurrían. (A pesar de que había sido demostrado por la medicina que las
mujeres no tenían cerebro, sino, en su lugar, una especie de órgano análogo a
su matriz, y cuya blanda vacuidad les impedía retener el menor
conocimiento.)

Exhalando un suspiro, Marion tomó sus herramientas y un pedazo de


madera. Una mano..., una más. ¿Cuántas habría tallado desde que empezara a
trabajar en los armazones del tejado, con el rostro bañado en sudor?
Detestaba esa tarea. Además, no se hacía ninguna ilusión al respecto:
mientras permaneciera en esa casa, no se le confiaría otra; siempre se la
encasillaría en aquel trabajo de principiante en el que malgastaba su talento.
Maese Denis y Antonin la temían, temían que pudiera hacerles sombra
en su trabajo, y ésta era la razón de que la tuvieran desterrada allí donde
nadie, y sobre todo los buenos de los padres, no corrían el riesgo de advertir
que poseía un oficio muy superior al suyo. Estaban empeñados en anularla.
—¡Eres demasiado orgullosa para ser una hembra! —le repetía su padre
— Tendrás que quitarte un día u otro esas locuras de la cabeza. ¿Cuándo se
ha oído hablar de una mujer que suplante a los hombres en el trabajo de la
piedra?
Y cada vez él alzaba sus hombros nudosos para exhibir una musculatura
que Marion estaba lejos de poseer. Ella no replicaba. Habría sido una pérdida
de tiempo explicarle que la escultura no debía ser abordada como una lucha
en la que es preciso tirar tajos y estocadas para rajar al enemigo o atravesarlo
de parte a parte.
Mientras tanto, siempre que los monjes de San Gaudemón visitaban el
taller para encargar una nueva estatua, la escondían en el desván ordenando
que no levantara la nariz de sus exvotos.
Desde hacía algún tiempo, sentía ahogos y percibía que se estaba
volviendo mala. Confiaba en que algún trastorno viniera a liberarla de su
miserable destino.

Las virutas se escurrían entre sus dedos, mondaduras rubias cuyos


entrelazamientos le encantaban. Tallaba deprisa, vetándose pulir. Al
principio, había querido demostrarle a su padre que era posible esculpir
exvotos más realistas. Eso no exigía más tiempo, y el resultado era
incomparablemente más seductor... pero, ay, maese Denis la había golpeado
con su cinturón, para que se le pasaran las ganas de hacerse notar.
—¡Hay que tener el diablo en el cuerpo para tratar de seducir siempre de
este modo! —había refunfuñado—. Me das miedo, hija mía. Si no te
vigiláramos, acabarías siendo una picara. Espero que a Antonin no le falte la
energía suficiente para enderezarte.
Desde entonces, se obligaba a la torpeza. Con lágrimas en los ojos,
estropeaba voluntariamente su obra.
Durante un tiempo, había esperado contar con el apoyo de su madre.
Pero tuvo que desencantarse. La señora Margot no escuchaba ya a nadie. La
desaparición de Yolande, su hija querida, la había destrozado. Una noche,
Marion la había oído murmurar a su marido:
—Más hubiera valido que hubiese sido Marion. Marion es amable, pero
de lo más normal y corriente. Mientras que Yolande, por Dios, Yolande era
un dechado de virtudes...

Durante largo tiempo, la muchacha se había preguntado en qué era


menos digna de vivir que su hermana mayor. Había pasado horas escrutando
su reflejo en el cobre de los calderos, buscando en él una confirmación.
Ciertamente, era menos bonita que Yolande, menos rubia, menos fina, menos
dispuesta a sonreír o a hacer monerías... pero ¿era eso razón suficiente para
verse condenada a muerte?
Por lo demás, siempre se había entendido con su hermana mayor, y
Yolande nunca había tratado de apabullarla con su superioridad.
«¿Sentía quizá compasión por mí? —pensaba cada vez con más
frecuencia—. Se daba cuenta de que yo iba a tener que contentarme siempre
con las sobras. Eso le producía mala conciencia.»

Tallaba y tallaba, descortezando la madera rubia, blanda. Las virutas se


amontonaban sobre el banco. Cuando la capa se volvía muy espesa, la barría
con el reverso del brazo. El calor de los armazones del tejado hacía latir la
sangre en sus sienes, produciéndole una especie de fiebre maligna por la cual
le rondaban unas ideas que le hacían sentir vergüenza.
Manos, pies. Una mano más, un pie más...

Se aplicaba en hacerlos lo más torpemente posible. O eso, o aceptar que


le dieran una paliza. Sabía que los monjes se burlaban a sus espaldas al
contemplar sus obras. Ella creía poco menos que oírles exclamar: «¡No es
muy hábil que digamos, la jovencita, pero es más que suficiente para los
tontos de nuestros peregrinos!».
De vez en vez, cuando el demonio le hacía hervir la sangre, se permitía
un arranque de rebeldía y esculpía una mano provista de seis dedos,
esperando que nadie lo advirtiese. Cuando se abandonaba a tales excesos, se
sorprendía riendo como una tonta, con unos destellos de alegría maliciosa en
la punta de los dedos.
Las virutas, siempre las virutas...
A los hombres, la piedra noble, a ella, la madera blanda condenada a los
gusanos, a la podredumbre. A los hombres, la eternidad, a ella, las fruslerías.
Un día aquello tenía que acabar. No siempre podrían ponerle el bozal, hacerla
callar, condenarla a los trabajos de entalladura.
Se secó la frente. El sudor le chorreaba por la nariz, la garganta,
serpenteaba en largos hilillos entre sus pechos. La camisa se le pegaba al
cuerpo. El serrín aprovechaba para adherirse a su piel, para espolvorearla con
su harina rubia que olía a bosque.
Ella contaba los pies, las manos, y pensaba en san Gaudemón, el mártir
desmembrado en la arena por un emperador romano cuyo nombre había
olvidado. ¿Tiberio? ¿Calígula? Según los buenos de los frailes, todos ellos se
parecían. Unos carniceros con togas escarlata, coronados de laurel, con el
pulgar vuelto hacia abajo, pollice verso, para exigir la ejecución de los
luchadores. Le habían contado esta historia miles de veces, hasta que las
imágenes de los tormentos sufridos por el santo llegaron a obsesionarla en
pleno sueño.
Se decía que el emperador había ordenado que Gaudemón fuese
desmembrado por cuatro caballos negros, para gran alegría de los
espectadores hacinados en las graderías del Circus Maximus. El condenado
había recibido el anuncio de su martirio con serenidad y se había dejado atar
por las muñecas y los tobillos a las yeguas piafantes.
Era algo propio de unos tiempos de gran barbarie, aseguraban los
monjes, de unos tiempos oscuros en los que la luz de Dios no esclarecía aún.
La arena del ruedo embebía la sangre de los cristianos despedazados por las
fieras. Miles de creyentes, hombres, mujeres, niños, morían así en medio de
los más horribles tormentos.
Cuando Gaudemón fue tendido en el suelo, proclamó a voz en grito su
fe en Nuestro Señor Jesucristo. Los espectadores le abuchearon y le arrojaron
inmundicias al rostro. El emperador levantó su mano. Los aurigas fustigaron
a los caballos, que se lanzaron hacia los cuatro puntos cardinales. Gaudemón
era fuerte, pero sus miembros no pudieron resistir la tracción que se ejercía
sobre ellos. Se desprendieron del tronco y fueron arrastrados por el polvo por
los corceles que el escozor de la fusta había impedido hacia adelante.
—Pues sí —exclamó el cesar desde lo alto de la tribuna de honor—.
Ahora me pareces menos orgulloso, amigo. Se diría que tu dios no te ha
socorrido en absoluto en este trance...
Esa agudeza provocó un rugido de risas entre el público.
—Si la fe puede levantar montañas —dijo Gaudemón desde el fondo de
la arena—, entonces puede concederme un cuerpo nuevo.
Al punto, se puso a rezar. El poder de Dios se manifestó entonces para
enseñanza de los paganos, y se vio a los cuatro caballos retroceder, como
tirados hacia atrás por una mano invisible. Y los miembros arrancados,
sangrantes, de Gaudemón retornaron a su debido lugar en el tronco. En cosa
de un instante, volvió a estar intacto, como si los tormentos no le hubiesen
provocado horribles heridas. La multitud, aterrada por este prodigio,
retrocedió en desorden hacia los vomitona. El pánico produjo una desbandada
general en la que todos se pisotearon tratando de alcanzar la salida. Se
contaron un millar de muertos entre los espectadores, lo que equivalía apenas
al número de cristianos sacrificados en la arena desde la salida del sol.
A partir de aquel día, todos aquellos que sufrían de algún achaque en las
extremidades le rezaron a san Gaudemón: los paralíticos, pero también los
heridos, los cojos. Se creía que obraba milagros. Si uno quería recuperar la
función de sus piernas, decían, era preciso peregrinar hasta el santuario donde
reposaban sus reliquias y depositar allí una representación de la parte
enferma, un modelado de barro cocido, una escultura de madera. San
Gaudemón apreciaba entonces el esfuerzo realizado por el peticionario y
honraba su solicitud.
El camino que conducía al relicario gozaba de la fama de ser uno de los
más arduos que existían. Serpenteaba por la montaña, atravesando regiones
habitadas por osos y águilas. No se trataba de uno de aquellos agradables
lugares de peregrinación por los que los romeros avanzaban cantando bajo la
protección de un caballero, por llanos y ciudades. Llegar al santuario del
mártir desmembrado exigía una lucha contra la naturaleza y los elementos.
Marion había advertido de ello a su hermana cuando a ésta se le metió
en la cabeza partir hacia allí.
—Ya sabes —le había repetido cientos de veces— que dicen que es muy
duro, incluso para los soldados aguerridos. Allí arriba no hay más que rocas,
de modo que ni siquiera se puede enterrar a los que mueren durante el viaje.
Hay que dejarlos a la vera del camino; los osos y las águilas se encargan
entonces de despedazarlos.
—Ya lo sé —respondía serenamente Yolande—, pero eso no hará que
me eche atrás. Es preciso que alguien se sacrifique si queremos que nuestro
padre recupere la función de sus piernas. No va a ser nuestra madre la que
vaya allí; es demasiado anciana. En cuanto a ti, careces del carácter requerido
para ello. Eres demasiado rebelde, y aunque lo consiguieras, el santo no te
concedería nada, para castigarte por tu orgullo.
—¿Y por qué no va Antonin? —insinuaba entonces Marion—. Es un
hombre, un mocetón fuerte, no deja de repetírnoslo.
Yolande se encogía de hombros.
—No —soltaba ella—. No es posible. Desde que nuestro padre está en
cama, es Antonin quien hace marchar el negocio. Si dejara de tallar piedra,
nos veríamos reducidos a la mendicidad.
«Eso es falso —pensaba Marion con ira—. ¡Yo podría ocupar su sitio, y
sería mucho mejor que él! Pero no lo queréis admitir.»
Habían tenido esta conversación decenas de veces, entre cuchicheos, en
el secreto del desván, en medio de las manos y de los pies de madera.
—Te necesitaré —le manifestó una noche Yolande—, Cuando me vaya
tendré que llevarme un par de exvotos. Dos piernas que depositaré ante el
relicario. Sé que no sabes esculpir muy bien, pero, por una vez, te voy a pedir
que pongas toda tu alma en tilo. Eso compensará tu falta de destreza. Después
de todo, como se dice, es la intención lo que cuenta. Trata de que esas piernas
parezcan verdaderamente unas piernas, nos va en ello el restablecimiento de
nuestro padre.
—Haré todo lo que esté en mis manos —respondió Marion, con los
dientes apretados de la cólera—. Ya sabes lo torpe que soy...
—No te preocupes, no es culpa tuya —dijo Yolande dándole una
palmada.

No, nada había podido doblegar a su hermana mayor, ni las súplicas de


la madre, ni los ataques de cólera del padre. Ella lo había arreglado todo con
los monjes, en la abadía, y, una vez llegado el día, se fue con una sonrisa en
los labios y las dos piernas de madera talladas por Marion dentro de su
alforja.
Había desaparecido, como todos los que la acompañaban. Sesenta y tres
peregrinos de todas las edades, engullidos por la nada.
Eso sucedía a veces. Se achacaba la culpa a los osos, a los aludes, a la
nieve. No era raro que el frío matase a los durmientes durante la noche. El
convoy siguiente los descubría, trocados en estatuas por la helada y
acurrucados en las cavidades de la roca donde habían tratado de protegerse
del viento.
La empresa gozaba de mala reputación. Decíase imposible de llevar a
cabo. Pero esos rumores, paradójicamente, no hacían sino acrecentar la
fascinación que ejercía sobre los peregrinos. Se esperaba conseguir un poder
redoblado, mágico. Llegar al término del viaje, afirmaban, era garantía de ver
el deseo de uno cumplido. El santo no podía permanecer indiferente a los
sufrimientos padecidos.

Marion se apartó un mechón de cabello que le cruzaba el rostro. Tenía


serrín pegado en las mejillas. Y en la lengua un regusto a madera. La joven
terminó otra mano. Una más. Los monjes la marcarían con hierro candente,
imprimiendo en el hueco de la palma el símbolo de la cofradía, y la venderían
a un peregrino tras haberla bendecido.
La última imagen que Marion guardaba de Yolande, alejándose en el
pálido resplandor del alba, seguía danzando en su memoria.
«Parecía tener tanta prisa por partir... —se dijo—. Tanta prisa y tan...
¿feliz?
Cuanto más buceaba en sus recuerdos, más certeza tenía de haber
descifrado en los rasgos de su hermana mayor una expresión de alivio.
Como si acabara de escapar de una trampa...
¿Eran imaginaciones suyas? ¿Reconstruía la realidad a merced de su
fantasía?
¿O bien...., o bien Yolande les había tomado el pelo?
«¿Y si...? —se decía Marion en el calor del taller y el olor a serrín—. ¿Y
si ella había aprovechado la oportunidad? ¿Y si había aprovechado el
accidente del padre para emprender la huida y abandonarlo todo: la familia, la
perspectiva de verse librada a Antonin?
Esta hipótesis se volvía obsesión en las ensoñaciones de la muchacha.
Tal vez Yolande había estado simulado ante ellos durante años. Había
sonreído, fingido docilidad, una felicidad fácil, sin dejar nunca de esperar el
momento propicio. La peregrinación le había proporcionado el tan esperado
pretexto.
«Actuó con astucia —pensaba Marión—, Nos adormeció a base de
sonrisas, de zalamerías, mientras preparaba la evasión. No quería llevar la
existencia que preparaban para ella aquí, se negaba a ser entregada a Antonin,
deseaba tomar las riendas de su vida.»
Entonces había partido, un amanecer azulado, hacia la montaña. Y la
montaña la había atrapado, junto con todos aquellos que la acompañaban.
Curiosamente, el padre había recobrado la función de sus piernas a pesar
de que Yolande no hubiera llegado nunca al término de la peregrinación. Los
monjes del santuario del relicario así lo habían confirmado.
«Ello significa que san Gaudemón ha tenido en cuenta su sacrificio —se
repetía maese Denis—. Nuestra querida pequeña no ha muerto en vano.»

Marion se sobresaltó al adivinar una presencia detrás de ella. No le


gustaba verse sorprendida sumida en de sus pensamientos. Reconoció el olor
agrio de Antonin. Era el momento de la pausa, el padre se había acostado
para dormir y aliviar sus piernas, que desde el accidente le sostenían con
mayor dificultad, y Antonin, por supuesto, había aprovechado la ocasión para
trepar por la escalera del desván.
Avanzaba sonriente, con un mohín de superioridad, evaluando con ojo
crítico el trabajo de su futura mujer. Ahora que le habían prometido a Marion,
se le había metido en la cabeza obtener un anticipo de la noche de bodas. Eso
no era pecar, afirmaba él, porque todo sería legalizado muy pronto. Subía a
las horas de más calor, cuando el sol transformaba el desván en un homo,
cuando el serrín que revoloteaba en la penumbra parecía a punto de
encenderse de forma espontánea... Allí, ponía sus manos rugosas sobre los
hombros de Marion y bajaba la camisa de la muchacha, para tocar su piel.
Sus dedos se perdían en dirección al escote para acariciarle los pechos,
pellizcar los pezones; Marion tenía que debatirse, rechazarle, incluso
amenazarle con una gubia de cortante acero.
—Te las das de modosita —refunfuñaba el muchacho—. Pero te
equivocas tomándotelo así. Dentro de un tiempo el amo aquí seré yo, tu padre
es viejo, no se sostiene ya sobre sus piernas. Entonces tendréis qué bailar al
ritmo que yo marque, y se acabará eso de hacerte la remilgada.
Lo decía con un destello de maldad en los ojos. Marion se le resistía,
levantando un poco más su herramienta para mantenerle alejado. No le
gustaba que la tocase. Detestaba todo en él, su olor, su piel llena de granos, su
estrecha boca ahogada en el enredijo de la barba.
—Te haré doblegarte —refunfuñó Antonin—, no te quepa la menor
duda. Te abriré en canal en la cama. Te oirán gritar desde el otro extremo de
la aldea, y todo el mundo pensará: «¡Toma, es Marion, que se está abriendo
de piernas! ¡Eso le va a bajar los humos!». Nadie te quiere aquí, no eres más
que una marisabidilla.
—Liante—dijo jadeando la muchacha—. No estamos casados aún.
—Esto va a tardar en llegar —murmuró Antonin—, ya no va a tardar
mocho.
Marion tuvo un arrebato de cólera. Por un instante, a punto estuvo de
hacerle al joven un corte en el rostro, para ver su vil sonrisa trocarse en una
mueca de dolor.
Llegaba a preguntarse si Antonin no era responsable del accidente en el
que maese Denis se había roto las piernas. No era algo descabellado en
absoluto. Habría bastado con una piedra mal equilibrada, una disposición
cuidadosamente calculada...
«Tal vez esperaba que nuestro padre muriese a causa del
desprendimiento de los bloques —se decía—. Entonces, a nuestra madre no
le habría quedado más remedio que ponerse en sus manos para hacer que
marchara el taller.»
¿Pensaba Antonin reinar como un déspota absoluto en esa casa llena de
mujeres: Yolande, Marion, la señora Margot? ¿Había esperado meterlas, a
todas, en su cama, una después de otra? Como un gallito reinando sobre su
corral.
¿Por qué no?
Antonin prefirió batirse en retirada. No quería armar ningún escándalo.
Maese Denis era aún lo bastante fuerte como para romperle la crisma de un
puñetazo. Marion se volvió a encontrar sola entre las manos y los pies de
madera.
—No vales para nada —le espetó el muchacho antes de desaparecer—,
Ni siquiera sabes tallar los exvotos correctamente. Deberías contentarte con
hacer aquello para lo que han sido creadas las hembras: abrirse de piernas.
Capítulo 3

LA NOCHE envolvía la casa, pero Marion no dormía. Estaba acostada al


lado de sus padres, en el colchón común donde tenían por costumbre dormir
cuatro o cinco para mantenerse calientes en invierno. En otro tiempo, ella se
pegaba contra Yolande, pero desde la desaparición de ésta, el lugar
permanecía vacío. Cuando estuviera casada con Antonin, el muchacho
vendría a ocuparlo. Así sería mientras la pareja viviera en el domicilio
familiar. Debería, pues, dejarse poseer ante la mirada del padre y de la madre
que no dudarían, si ella se rebelaba, en rogarle que se sometiera a los deseos
de su esposo.
Sin duda era eso lo que Yolande había querido evitar, a riesgo de perder
la vida en el intento.
Marion detestaba a Antonin, pero habría podido afrontar el soportarlo
apretando los dientes si, al menos, él hubiera aceptado sacarla del destierro en
el que se consumía y confiarle una piedra para tallar. Pero no se hacía
ninguna ilusión al respecto. Él nunca admitiría que ella era mejor. Mucho
mejor. La encasillaría en los trabajos elementales y se apresuraría a dejarla
embarazada cada año, condenándola a traer hijos al mundo, la mayor parte de
los cuales morirían al cabo de seis meses.
Se tumbó de espaldas. Hacía calor. Tenía todo el cuerpo empapado.
Aunque dormía desnuda, al igual que su padre y su madre, no sentía ningún
alivio. Le parecía percibir una sorda pulsación que subía de la ciudad. Una
amenaza, una exasperación. Corrían rumores por las calles desde la
desaparición de los últimos peregrinos. Se contaban cosas a propósito de un
monje encarcelado, que estaba incomunicado. Un monje que había visto al
diablo.
Desde entonces, Marion se sorprendía mirando fijamente la línea de la
cresta de las montañas, repitiéndose que tal vez Yolande estaba todavía allá
lejos, prisionera de los demonios. Y la pregunta volvía, cada vez, rondando
por su mente: ¿sería el diablo peor marido que Antonin?

Fray Diodoro, padre superior de la congregación de San Gaudemón,


inclinó la cabeza con la esperanza de que la sombra de su cogulla, la larga
capucha negra de la orden, disimulara la angustia que se reflejaba en sus
rasgos. Se encontraba en los sótanos de la abadía, en una cripta iluminada por
dos antorchas, y que olía a salitre. Antiguamente, en tiempos de las
persecuciones romanas, esta gruta había sido el lugar de culto secreto donde
se reunían clandestinamente los primeros fieles. Más tarde, se había erigido el
monasterio sobre esta gruta original, pasando de las profundidades de la tierra
al sol, al aire libre. Se habían creído libres de los peligros, victoriosos.
Actualmente, todo podía ser puesto de nuevo en tela de juicio.
Ahora, fray Guillermo estaba preso en la cripta sagrada desde su regreso
de la montaña. Encerrado en una jaula de hierro.
Era él mismo quien había exigido ser tratado así. Afirmaba que sentía a
los demonios bullir dentro de él. Su cuerpo, decía, no era ya más que un
«reducto de gusarapos espirituales».
—Voy a infectaros a todos —había gritado mientras trataban de cuidarlo
—. Manteneos apartados. No os acerquéis a mí. El diablo habla por mi boca,
mi saliva hace las veces de simiente suya. Mi lengua no es más que una
prolongación de su rabo. Estoy contagiado.
Sus gritos habían aterrado a los novicios. Había sido preciso sacarlo de
su celda para encerrarlo allí, en lo más profundo del monasterio, en aquel
primer lugar de oración donde diera comienzo la historia de la congregación,
y que, sin embargo, parecía más un sepulcro que otra cosa.
Ahora, Guillermo daba vueltas en su jaula, lastimándose contra los
barrotes. Se había arrancado las ropas y se obstinaba en permanecer desnudo.
Para descubrir sobre su cuerpo los primeros signos de transformación,
afirmaba.
Le alimentaban empujando hacia él con la ayuda de un palo una
escudilla de caldo claro. Lo más frecuente era que él la derribase repitiendo
que deseaba de ahora en adelante alimentarse de canallas y de fetos de
abortos.
Defecaba y orinaba en la jaula, y luego, cuando el agotamiento le hacía
desplomarse, se acostaba sobre sus deyecciones para dormir. El resto del
tiempo, gritaba insensateces, blasfemias, hacía escarnio de los cantos
sagrados y se masturbaba diciendo la misa.
El horror se había apoderado del padre superior que, sin embargo, era
conocido por su mansedumbre. Había intentado un exorcismo sin obtener
más resultado que un montón de asquerosidades, de pedos y de meadas en
plena cara.
No quería llamar a un exorcista ajeno a la orden, pues era importante no
propalar este horrible asunto.
Bruscamente, fray Guillermo se agarró a los barrotes y le miró fijamente
con desesperación. Por momentos, se volvía «humano», y el diálogo era de
repente posible.
—Padre mío —balbuceaba—. Mi buen padre, haced que me maten, os
lo suplico. Haced que me ahoguen entre dos jergones, como si hubiera sido
mordido por un perro rabioso. Que pongan veneno en mi sopa. Es preciso que
esto cese. Estoy perjudicándoos. Ordenad que me den muerte, os lo suplico...
No será ningún problema encontrar en una taberna a un soldadote que acepte,
a cambio de un par de escudos, clavarme un cuadrillo de ballesta en el pecho.
Estoy preparado. Es preciso que muera antes de que el demonio me vuelva
más fuerte aún, antes de que sea capaz de retorcer los barrotes de esta jaula
para escaparme.
El padre superior se santiguó, con el corazón en un puño a causa del
temor. No era por él mismo por quien temía, sino por la congregación.
—Hijo mío —gimió—, eso es imposible, lo sabes perfectamente, pero
rezo por ti.
Guillermo hizo una mueca y se puso a sacudir los barrotes con todas sus
fuerzas.
—¡Me río de tus oraciones, viejo bribón! —vociferó—. ¡No son más
eficaces que el seco hisopo que escondes entre tus piernas! ¡Hatajo de
imbéciles, no tenéis ni idea de lo que os espera! ¡Las puertas están abiertas,
las puertas del infierno!
Diodoro se enderezó con esfuerzo. No podía soportarlo más. Fray Azael
se precipitó para ayudarle; era éste un monje en la fuerza de la edad, curtido
por las mortificaciones, de alargado rostro ceroso. Un soldado de Dios que
había estado en las cruzadas y que había roto en otro tiempo la crisma de los
sarracenos con un gran crucifijo de hierro.
—¡Ayudadme a ponerme en pie! —gimió Diodoro a quien el
reumatismo torturaba.
—¡Eso es! —se rió burlonamente Guillermo desde el fondo de su jaula
—, ¡largaos, desgraciados, id a que os den por culo como a unos perros
carentes de perra!
Sin responder, los dos hombres abandonaron la cripta a cuya puerta
echaron el cerrojo.
No intercambiaron una palabra mientras no alcanzaron al refugio de la
celda del padre superior. No ignoraban que los ocupantes del monasterio
contenían su respiración y escrutaban el rostro de sus superiores, en espera de
una respuesta tranquilizadora. Una respuesta que estos últimos estaban lejos
de poder dar.
Una vez solos, los dos hombres se sentaron a un lado y otro de una mesa
de roble sobre la que reposaba una pila de incunables y de antifonarios.
El padre Diodoro miró a fray Azael con el rabillo del ojo. Como si
respondiera a una pregunta muda, murmuró:
—Sabéis perfectamente que nos es imposible referir esto al arzobispo.
No tenemos ningún interés en que una delegación investigadora venga a
meter las narices en nuestros asuntos.
Azael agachó la cabeza. Comprendió que el superior acababa de hacer
alusión a la Santa Inquisición.
—Nuestra Orden no ha estado nunca en olor de santidad —suspiró
Diodoro acompañando estas palabras con una amarga risita—. Reconozco
que es el colmo para una cofradía organizada en torno a un mártir cristiano,
pero sabéis, lo mismo que yo, que hay gentes malintencionadas que ponen en
duda el valor de los milagros realizados por las reliquias de san Gaudemón.
Fray Azael sacudió la cabeza. Lo sabía. Algunos llegaban incluso a
hablar de magia. Gaudemón tenía mala reputación, no se sabía por qué. Por
todas partes, a través de montes y valles, docenas de santos oficiando en otros
tantos santuarios llevaban a cabo regularmente prodigios, devolviendo la
vista a los ciegos, la función de las piernas a los paralíticos, y a nadie se le
ocurría llamarles «magos», «brujos»... ¿Por qué había de ser distinto con
Gaudemón, el esclavo desmembrado en las arenas de Calígula, el emperador
loco? ¿Qué sorda animosidad movía, pues, a sus detractores? ¿Era la
dificultad de la peregrinación la que corrompía así la imaginación? Ese
santuario perdido en medio de las montañas, allende los picos, en el seno de
una áspera naturaleza, excitaba los espíritus apesadumbrados. Se le
reprochaba su aspecto de fortaleza inexpugnable, se creía detectar en ello una
voluntad de disimulo.

—Estamos en peligro —susurró el padre superior—. Es un momento


serio. Se conspira en la sombra para provocar nuestra caída. Nuestros
enemigos son numerosos. Sabéis tan bien como yo que a Jóme el Negro, el
inquisidor, se le ha metido en la cabeza demostrar que nuestra orden se basa
en una superchería. Es un erudito, ha hecho el viaje a Roma para estudiar los
escritos antiguos. Está empeñado en demostrar que Gaudemón era un brujo,
un mago surgido de los desiertos y que no predicó la palabra de Cristo más
que para atraerse «la clientela» de los primeros cristianos.
—Jóme es un exaltado —dijo Azael—. Tiene esa idea fija desde hace
años. Espera que le reporte gloria y elevarse al primer rango. El orgullo y los
celos no le dejan vivir en paz.
—Ése es el problema —susurró Diodoro—. Hasta ahora sus mismos
superiores no le han prestado más que una atención relativa, pero su actitud
podría muy bien cambiar con la desaparición repetida de peregrinos que
toman el camino de las montañas. Las declaraciones del pobre hermano
Guillermo han corrido por toda la ciudad. Las comadres se lo pasan en
grande. Murmuran que, al parecer, muchos romeros habrían ya renunciado y
elegido unirse a la compañía de otra peregrinación. Eso es algo muy grave. Si
nadie toma ya el camino del santuario, nuestra orden se debilitará. Pretenden
convertirnos en unos proveedores del infierno. Unos alguaciles reclutadores
para las legiones del maligno.
Fray Azael se agitó, incómodo. Había pasado la tarde por las calles de la
ciudad, escuchando las habladurías. Las palabras que corrían de boca en boca
le habían espantado.
—Allí, en las montañas —decían—, el diablo ha construido una arena
donde sacrifica a los cristianos, como en tiempos de los cesares. Es un gran
circo rocoso lleno de bestias salvajes, en el que son arrojados en confuso
desorden los pobres peregrinos que han cometido el error de querer rezar ante
el relicario de san Gaudemón. Sí, eso es lo que sucede. Y los osos los
desmembran, como en otro tiempo lo fuera Gaudemón entre dos combates de
gladiadores. La peregrinación está maldita, hay que abandonarla.
Azael se había santiguado apresuradamente, pero la duda había acabado
por infiltrarse en él. ¿Y si todo eso fuese cierto?
El diablo y sus satélites gustaban de las regiones desoladas, los
ermitaños bien que lo habían aprendido a su costa. ¿Qué se sabía realmente
de la montaña? Nadie había explorado aquel desierto de rocas quebradas, y
cuando uno se aventuraba hasta aquellos parajes, era siempre procurando no
apartarse de los caminos conocidos. Pero ¿qué había más allá?
Azael resopló. La mirada del padre superior se había posado sobre él,
escrutadora. Y supo al punto que Diodoro el Viejo había percibido su
angustia.
—Padre mío —jadeó—, ¿qué hemos de hacer?
El prior se mordió el labio inferior.
—Es preciso enviar a alguien allí —espetó—. Alguien que no tenga
ningún poder de investigación y que tampoco mantenga lazos con la
Inquisición. Esta persona «inocente» nos informará sobre lo que haya visto.
Nosotros la instruiremos acerca de los peligros que puede correr. Tendrá que
estar ojo avizor, considerar como sospechosos a todos los que se le acerquen.
—Las acusaciones de fray Guillermo son espantosas —susurró Azael
santiguándose.
—Lo sé —suspiró el padre superior—. Podrían mandamos a todos a la
hoguera. No sería la primera vez. Bastaría con que el pobre loco las repita
delante de un inquisidor para que el ejército rodee enseguida esta abadía y
nos aherroje con cadenas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada de angustia. Pensaban en
los templarios, torturados, masacrados, acusados de las peores blasfemias.
Eso podría sucederles mañana a ellos. Diodoro no se atrevía a imaginar lo
que podría suceder si Jóme el Negro, el inquisidor, exigía de repente ser
llevado a presencia de Guillermo. Sentía vergüenza sólo de pensar en ello,
pero, en su fuero interno, no podía dejar de desear que la fiebre se llevara
rápidamente al desdichado y le hiciese callar antes de que sus delirios
llevasen a sus hermanos en Cristo a la hoguera.
—Nos hace falta alguien —murmuró—. Alguien que sea nuestros
propios ojos. Alguien que esté sobre aviso, pero de quien no se sospeche que
trabaja para nosotros.
—¿Un espía?
—Digámoslo así.
Azael dudó. Desde hacía un momento, pensaba en la hija de maese
Denis, el imaginero. Hizo partícipe de su idea al padre superior, que enarcó
las cejas.
—¿Una mujer? —se asombró—. Pero si no tienen cerebro. La agitación
de su matriz las gobierna por completo. Son marionetas cuyos hilos el
maligno se complace en mover. Las mujeres no tendrán nunca la condición
de seres humanos completos, lo sabéis perfectamente. Son algo a medio
camino entre el animal y el niño. Unas criaturas inacabadas, un tanto fallidas.
¿Es algo así lo qué queréis enviar al encuentro del demonio?
—Sí —insistió Azael— Conozco bien a Marion. La vengo observando
desde hace algún tiempo. Peca de falta de modestia y es rebelde, pero trabaja
mejor que su padre. Tallaría estatuas más hermosas que las suyas si le dieran
libertad de hacerlo. No es persona que se arredre y creo que estaría dispuesta
a todo con tal de verse libre del matrimonio que van a imponerle dentro de
poco. Además, su hermana mayor desapareció hace dos años, mientras se
dirigía a recogerse ante las reliquias de san Gaudemón.
—Hummm —masculló el prior— Las motivaciones no faltan,
ciertamente, pero ¿seguro que aceptará?
—Pienso que sí —dijo Azael— Para salir de dudas, basta con
convocarla.
—Contáis con mi autorización —concluyó Diodoro— El tiempo
apremia. Tenemos que llevar a cabo una investigación y preparar unas
respuestas por si se nos pide que nos justifiquemos.
Azael hizo una inclinación. Sabía en qué, o mejor dicho, en quién,
pensaba el padre superior.
Sabía igualmente que, si su plan fracasaba, estaban todos perdidos.
Capítulo 4

MARION atravesó la ciudad tirando de su carreta llena hasta los topes de


exvotos. Sudaba; las correas a las que iba atada le oprimían los hombros. Los
mozalbetes y los escolares la abrumaban con groserías, se extasiaban con la
curva de sus senos realzada por el esfuerzo, o con sus muslos que el vestido,
pegado por la transpiración, hacía demasiado visibles.
Apretaba los dientes mientras que las manos y los pies de madera se
bamboleaban a su espalda. Un monje había pasado esa misma mañana para
convocarla. Con aire preocupado, no había querido decirle nada.
—¡No están contentos contigo! —le había dicho burlonamente Antonin
—. ¡Era de prever! Al fin se han dado cuenta de que eres una chapucera. Van
a azotar tu lindo trasero en la plaza pública. ¡Serás menos presumida después
de eso!
Inquieta, Marion se puso en camino con la carreta cargada. ¿De qué se la
acusaba? ¿De haber colado a veces una mano de seis dedos en el lote de los
exvotos? ¿Iban a castigarla por esta sandez?
Cuando se presentó ante la puerta de la abadía, se quedó sorprendida al
ver que no se concedía ningún interés al contenido de la carreta. Un monje la
condujo enseguida a través de un dédalo de pasillos abovedados que
apestaban a moho.
Fray Azael la esperaba en una de las capillas. Ella le conocía un poco,
pues la había ido a visitar algunas veces al taller. Se sintió turbada al leer la
angustia en su mirada. Marion se arrodilló, pero él la hizo levantarse.
—Iré directo al grano —anunció—. Lo que voy a proponerte es
peligroso. Podrías perder la vida y el alma en ello. Te necesitamos, y lo que
vamos a pedirte tiene poco que ver con tus ocupaciones habituales; sin
embargo, mi instinto me dice que podrías tener éxito en algo en lo que otros
han fracasado.
Marion clavó su mirada en la del monje.
—Tiene que ver con los peregrinos que se han perdido, ¿no es así? —
espetó ella.
—Sí —confesó Azael—. Pero primero quiero que veas a fray
Guillermo, el único superviviente, para que compruebes el peligro de forma
tangible.
Tomaron el camino de la cripta oculta en los cimientos de la abadía. Tan
pronto como fray Azael hubo descorrido el cerrojo de la puerta claveteada
que cerraba la antigua capilla, Marion sintió que se ahogaba por el olor a
excrementos que flotaba en el ambiente.
—Su estado es espantoso —anunció el monje—, pero he de prevenirte
de que no somos en absoluto responsables de ello. Es él, y nadie más que él,
quien ha exigido infligirse estos tormentos.
La muchacha avanzó al encuentro del hedor. Aunque no se veía apenas
nada, se sintió pese a todo espantada por el aspecto del muchacho acurrucado
en la jaula de hierro colocada en el centro de la sala. Se trataba, sin duda, del
monje loco del que hablaba la ciudad. Estaba desnudo, sentado en una yacija
de zurullos; su cuerpo era una pura llaga. Unos instrumentos de tortura
habían sido dispuestos en el perímetro de la jaula, de manera que pudiera
cogerlos. Había azotes, cuchillos, almohazas. El demente los había utilizado
para lacerarse la carne de las piernas, del vientre y del torso, en el que había
abierto grandes heridas en forma de crucifijo. Marion hizo ademán de
retroceder. El olor a sangre, mezclado con el de las heces, la mareaba.
—No tenemos nada que ver con eso —repitió Azael—, Ha sido él quien
ha pedido estos instrumentos.
—Es necesario —gruñó la criatura acurrucada detrás de los barrotes—.
Sé mejor que vosotros lo que conviene hacer, pero sois demasiado cobardes
para obedecerme. ¿Cuántas veces tendré que repetiros que es preciso que
pongáis esta jaula sobre el fuego hasta que se ponga al rojo vivo? ¿Lo
entendéis? Quiero oír cómo chirría mi carne, cómo se asa igual que una
pierna de cordero. Sólo de ese modo podré convencer a los diablos de que
salgan de ella. Pero, por desgracia, no sois más que unos cobardes... No
tenéis suficiente valor para llegar hasta el final.
Marion no sabía a qué santo encomendarse. Fray Guillermo juntó las
manos para murmurar una oración. Al hacer este ademán, la muchacha pudo
comprobar que no tenía ya uñas, en ninguno de sus dedos. Enseguida reparó
en las tenazas, dejadas al fondo de la jaula.
El poseído sorprendió su mirada y se rió sarcásticamente.
—Los demonios soportan el dolor mejor que yo —suspiró—. Cuesta lo
suyo ponerles en fuga. No tengo valor para infligirme verdaderos tormentos.
No me atrevo a mutilarme. Soy demasiado blando. Si me emasculara, pienso
que se largarían, pero no consigo decidirme. ¿Por qué, eh? ¿Por qué? Un
monje no debería dudar en prescindir de sus órganos genitales que no le
servirán nunca para nada.
—Fray Guillermo —dijo con firmeza Azael—, Un poco de
comedimiento, pues habláis con una doncella.
El prisionero soltó una risa desagradable.
—¡A otro perro con ese hueso! —rió ahogadamente—. No me harán
creer que esta pequeña ramera no ha probado jamás un buen rabo de hombre.
Lo leo en sus ojos. Y puedo afirmar que eso le gusta.
Marion enrojeció.
—Habladnos de la ruta —soltó precipitadamente Azael—. De las cosas
que habéis visto en el camino de los peregrinos...
A estas palabras, Guillermo dio un salto hacia atrás y se acurrucó al
fondo de la jaula. Había perdido toda su seguridad y temblaba como bajo un
ataque de cuartana.
—No hay que enviarla allí —farfulló—. Los demonios la apresarán,
igual que a los demás. La montaña está llena de gigantes escapados de los
infiernos.
—¿Os referís a osos? —aventuró Marion.
—No —gritó Guillermo—. Gigantes, hombres cuya cabeza tocaría el
techo de esta cripta. Unos monstruos desconocidos galopan tras sus pasos.
Todas las casas de Dios les sirven ahora de refugio. No hay un solo monje
que no sea cómplice suyo. La hermandad se ha pasado al bando de las
tinieblas. Las iglesias erigidas en la ruta de San Gaudemón sirven de albergue
a las legiones infernales. Se come allí codo con codo con Lucifer.
—Fray Guillermo —dijo entre jadeos Azael—, conocemos todos muy
bien a los religiosos que se ocupan de las casas de Dios donde los peregrinos
pernoctan. Son nuestros hermanos en Cristo, gentes de confianza, viejos
compañeros de oración. Han pasados largas temporadas aquí, entre estos
muros, antes de partir a la montaña a erigir hospederías para los romeros.
—Sí..., sí, es cierto —rezongó el prisionero—. También yo los conozco.
Les he visto aquí a menudo..., he rezado con ellos. Algunos incluso me
confesaron cuando yo era novicio, pero eso era antes..., antes de que pactasen
con el diablo. ¡Ahora han cambiado! Escupen sobre las hostias y fornican con
las peregrinas encima de los altares. Las casas de Dios se han vuelto refugios
del libertinaje..., pero eso no es nada. Por la noche, las puertas se entreabren,
las puertas de los abismos, y los diablos salen para despedazar a los viajeros,
devorarlos y arrancarles la cabeza de los hombros.
Se aovilló y sollozó como un niño aterrado. Azael estaba lívido. Marion
se sentía a punto de desfallecer. Cada vez que Guillermo hablaba, se
distinguían los agujeros abiertos en su dentadura por la tenaza de que se había
servido para arrancarse incisivos y caninos. Ese hombre se había convertido
en su propio verdugo.
El llanto cesó bruscamente; el poseído levantó la cabeza, con los ojos
brillantes de un destello vicioso.
—Si la enviáis allí —rió ahogadamente—, los diablos la harán bailar
sobre sus gruesas pollas hendidas. La penetrarán por el culo y por la vagina,
hasta que reviente como un odre acribillado de espinas.
—¡Ya basta! —tronó Azael apretando los puños.
—¡Haya paz, abad! —repuso Guillermo—, Tú no sabes nada de lo que
le espera en la ruta del infierno. Vas a mandarla a la muerte con un rosario y
tres gotas de agua bendita en la frente. Ella no dará la talla. No reúne las
cualidades requeridas. El gran cabrón la perforará, sí, la abrirá en canal. Sé de
lo que hablo. He asistido a los sabbats infernales. Tú estabas aquí, bien
calentito, preguntándote qué servirían en el refectorio después del oficio.
Hablas sin ton ni son.
—¿Qué queréis que hagamos nosotros? —preguntó Marion sosteniendo
la mirada del loco.
—Si quieres ser útil —le espetó Guillermo—, corre a ver al arzobispo y
suplícale que envíe a la Inquisición y a los soldados por el camino de San
Gaudemón. Que prendan fuego a todas las iglesias, que pasen por las armas a
los monjes que ofician en ellas. ¡Hay que destruir las reliquias, abatir los
ídolos de la bestia!
Se ahogaba. Una saliva mezclada de sangre le chorreaba por la barbilla.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, diluyendo la mugre de la que estaba
cubierto.
De golpe, pareció recobrar la conciencia y la expresión de sus ojos
cambió.
—¡Dios mío! —gimió— Impedidme decir estas cosas... Azael, Azael...,
hermano mío en Cristo, tráeme unos clavos de carpintero para que pueda
agujerearme las palmas... ¡Rápido! ¡Rápido! ¿No comprendes que voy a
llevaros a todos a la perdición?
Azael se arrodilló frente a la jaula. Lloraba él también.
—Hermano, hermano —repitió Guillermo—. Es preciso que me calle.
Me he vuelto vuestro peor enemigo. Si la Inquisición oye mis palabras, seréis
todos condenados a la hoguera. Es preciso que se me acalle.
Alargaba las manos a través de los barrotes, en un gesto de súplica.
Azael las tomó entre las suyas. Los dos hombres permanecieron un instante
cara a cara, mirándose a los ojos, no formando ya las palmas de sus manos
más que un nudo de huesos y de carne.
—Tráeme una hoja bien afilada —dijo Guillermo con un suspiro—. Una
hoja como las que utilizan los físicos para las sangrías... Esta noche me
cortaré la lengua.

Volvieron a subir hacia la luz sin intercambiar una palabra. Marion se


sentía desplazada en aquel mundo monacal. En las miradas que le lanzaban
los monjes con los que se cruzaba, había un no sé qué de enloquecimiento.
Sin duda, veían en su llegada al monasterio la señal de un trastorno mayor.
Cuando Azael le explicó que iba a ver a Dio— doro el Viejo, el máximo
responsable de la congregación, ella se sintió presa del pánico. Ahora que
había escuchado las palabras de fray Guillermo, comprendía mejor el clima
de angustia que pesaba sobre la abadía. Azael no mentía: era un momento
muy serio. Para la congregación, pero también para la ciudad y sus
habitantes. Cuando los inquisidores daban rienda suelta a sus sospechas, éstas
no tardaban en extenderse por el vecindario. Todo cuanto rodeaba la abadía
se volvería objeto de desconfianza. La masacre de los Perfectos con ocasión
de la gran herejía del Languedoc demostraba que los hombres de armas no
dudaban en absoluto en aniquilar a la población de una ciudad sí se les daba
orden de hacerlo.
No tuvo tiempo de pensar más en ello, pues Azael la empujó a un
scriptorum desierto. Los copistas habían sido echados, nadie vigilaba ya la
olla de tinta que hervía a fuego lento en el hornillo.
Marion se arrodilló delante del viejo monje apoyado contra una
columna, en un rincón en sombra. Su capucha echada sobre la frente apenas
dejaba adivinar la parte inferior de su rostro. La muchacha sabía que esta
capucha podía caer hasta la barbilla, de manera que escondiera por entero el
rostro. Dos agujeros abiertos en la tela permitían ver claramente a través de
ellos y transformaban la capucha en un capirote de verdugo. Fuera del recinto
de la abadía, los monjes estaba obligados a enmascararse así para recordar a
la población que el mal nos vuelve cómplices de los verdugos de Cristo.
Cuando era pequeña, el deambular de estos hombres encapuchados de negro
la aterraba.
—Ya lo has visto —abordó el asunto sin más preámbulos el anciano—.
Sabes, por tanto, el peligro que nos amenaza. El tiempo apremia y no pienso
andarme con rodeos para explicarte lo que esperamos de ti.
Se dirigió hacia una de las mesas de copia y se sentó por precaución. El
reumatismo deformaba hasta tal punto sus manos que debía de costarle
mucho juntarlas para rezar. En caso de proceso, este detalle le sería sin duda
reprochado por el acusador.
—Vas a infiltrarte en la próxima columna que parta —dijo el padre
superior—. Oficialmente, te dirigirás al santuario para depositar allí una
estatua de san Gaudemón. Esta estatua la tallarás por el camino, en la carreta
que te lleve. Eso evitará que te agotes caminando, pues no tienes la
complexión requerida para este tipo de aventura. Por supuesto, esta entrega
no es más que un pretexto, y si debes abandonar el bloque de piedra por el
camino, no dudes en hacerlo. Lo importante es que mantengas los ojos bien
abiertos durante el trayecto. Te entregaremos unas palomas mensajeras, así
podrás hacemos llegar informes sobre lo que veas. Fray Azael me ha dicho
que sabes más o menos escribir. Lo que no sepas redactar, dibújalo.
Acercó hacia él un grueso libro iluminado y lo abrió delante de Marión.
Era un códice redactado en tinta roja. En la primera viñeta, san
Gaudemón en actitud majestuosa bendecía al lector.
—Es el libro de rutas —comenzó diciendo Diodoro—. El primer
capítulo enumera los caminos que llevan al santuario. El segundo detalla las
etapas. Aquí puedes leer el nombre de los pueblos por los que se pasa. Y
aquí, una descripción de la vegetación y de los puntos de abastecimiento de
agua. Se dice dónde se encuentran las fuentes, los arroyos. Se indican los
lugares donde es posible instalar los vivaques. Se expone el carácter de las
poblaciones con las que uno se encuentra y lo que cabe esperar de ellas.
Volvía las páginas con delicadeza y fervor, como si hojeara en él el
modo de empleo del universo. Las estampas iluminadas se sucedían ante los
ojos de Marion, habiendo sido todas ellas dibujadas con gran lujo de detalles.
—Y aquí tienes lo más importante —murmuró el prior—. Los monjes
que aseguran el funcionamiento de las casas de Dios, esos refugios donde los
peregrinos encuentran albergue cuando están agotados. El iluminador los ha
representado según croquis tomados del natural. Aquí tienes sus nombres, y
aquí sus características físicas. Deberás aprendértelos de memoria. Aquí
tienes la descripción de los edificios. Quiero que te familiarices con ello de
manera que puedas detectar con una simple ojeada cualquier cambio de los
lugares.
Su voz era trémula.
—Yo no soy clérigo —protestó Marión—. No sabré distinguir los signos
de la herejía, es a un monje a quien deberíais enviar allí.
Diodoro levantó una mano impaciente.
—Ya he enviado a uno —susurró—. Tú misma has podido ver en qué
estado ha vuelto. ¿Quién podría imaginarse, en efecto, que una congregación
como la nuestra ponga sus posibilidades de supervivencia en manos de una
mujer? Es algo tan grotesco que nadie sospechará que trabajas para nosotros.
Tallarás la piedra, te harás la tonta, pero mantendrás los ojos bien abiertos,
permanentemente. Quiero saber lo que allí sucede.
Marion notó que sentía desagrado de hablar con ella y deseaba pasarle el
testigo a fray Azael.
—Vas a quedarte aquí algunos días, a fin de estudiar eso —concluyó
Diodoro—, Haré que avisen a tu padre del encargo que se te confía.
—No le va a gustar ni un pelo —murmuró la muchacha.
—Le mandaré decir que he tenido un sueño premonitorio —refunfuñó el
anciano—. Un sueño que me ordenaba proceder de este modo. Es lícito
mentir cuando las circunstancias así lo exigen.
Se enderezó haciendo una mueca y se alejó, encorvado bajo el peso de
sus sufrimientos físicos y espirituales.
«¡Tiene que estar en una situación desesperada para aceptar recurrir a
una mujer!», pensó Marion mirándole perderse en las tinieblas de la sala.
Pero en vez de sentir algún orgullo por ello, sintió que el temor se
apoderaba de ella.
—Vamos —dijo el hermano Azael—, hay mucho que aprender y
tenemos muy poco tiempo.

Marion pasó las horas siguientes inclinada sobre el códice de rutas.


Azael le traducía el texto latino, y la obligaba a repetir los nombres de los
monjes que aseguraban el buen funcionamiento de las hospederías. La
habituaba así a asociar una fisonomía a cada patronímico.
—Te entregaré un ejemplar redactado en lengua vulgar —le dijo—.
Podrás remitirte a él cada vez que entres en una casa de Dios. Estate vigilante
pero sin exageración, pues si no terminarás por ver al diablo allí donde no
está.
—¿Cómo las gentes de la Inquisición? —preguntó Marion.
Azael hizo como si no hubiera oído.
Guando cayó la noche, le ardía la frente. Azael la condujo a una celda y
le hizo traer una cena compuesta de habas y de pescado hervido. El novicio
que depositó la escudilla y el jarro emprendió la huida antes de que Marion
tuviera tiempo de darle las gracias.
Comió sin hambre. Sabía que se le estaba brindando la oportunidad de
escapar de Antonin y que debía aprovecharla, pero tenía miedo. Era lo
bastante sutil como para adivinar que Diodoro y Azael se preparaban para lo
peor.
Se echó sobre el catre sin quitarse la camisa. En esa celda de monje, no
se atrevía a dormir desnuda.
Soñó con la arena y unos caballos negros, con el Circus Maximus con la
arena embebida de sangre. Vio a los cristianos empujados a centenares al
encuentro de las fieras. Hombres, mujeres, niños, ancianos... Azael le había
explicado que las ejecuciones duraban a menudo de la mañana a la noche. Era
aquélla una distracción comúnmente practicada cuando no había ningún buen
combate de gladiadores que presentar al pueblo. Una manera de entretener a
los espectadores deseosos de matanzas, y a quienes una falta de desenfrenos
sangrientos podía empujar a la sublevación.
—Los patricios, los aristócratas despreciaban esas bárbaras masacres —
había murmurado el monje—, pues no había en ello ningún arte de combate,
pero los tenderos, los mozos de cuerda, toda la hez de la sociedad, se
precipitaban a verlos. A la puesta del sol, podía darse el caso de que un millar
de inocentes hubieran encontrado la muerte en la arena, bajo las garras de las
fieras.
Había evocado leones ahítos, tigres cebados, apartándose de las presas, y
lapidados por los espectadores descontentos.
—Cuando no tenían más hambre —dijo—, se les azotaba, se les
acicateaba con el fin de provocar su irritación. Lo único que contaba era que
se arrojasen sobre las víctimas ofrecidas y las desventrasen.
Ahora, las imágenes perseguían a Marion en pleno sueño. Oía resoplar a
los leones de rojizas crines, les veía despedazar indolentemente a los mártires
tendidos en la arena.
—Unos espectáculos impíos —había murmurado Azael—. Una
diversión odiosa concebida para desviar la atención del pueblo de la idea de
rebelión.
«¿Y san Gaudemón? —se había preguntado la muchacha— Se diría que
sospecháis algo de él. Viéndoos, se podría pensar que tenéis miedo de él...»
Creía estar en lo cierto. Presentía la inquietud de los monjes, pero
también sus dudas, sus sospechas... No estaban ya seguros de nada. Sus
certezas se desmoronaban. Había notado claramente las reticencias de Azael
al contarle éste el suplicio de Gaudemón.
—Algunos piensan que existe una arena en las montañas —había
concluido el monje—. Una arena en la que alguien se aplica a reconstituir la
ejecución de san Gaudemón. Los peregrinos servirían para alimentar esta
horrible ceremonia. No puedo admitirlo, pero la honestidad me obliga a
hacerte saber esa hipótesis. Aún puedes renunciar. Nada te fuerza a partir.
«Sí —pensó Marion—. Antonin.»

Ahora sueña. Ve los caballos negros. Está acostada desnuda en la


arena, la arena le irrita la espalda. Han sujetado sus muñecas y tobillos con
unas ligaduras de cuero. Va a ser descuartizada.
Allí arriba, en las graderías, la plebe de Roma se enciende. Buhoneros y
albañiles comen mientras contemplan cómo corre la sangre. Son unos
cincuenta mil, tal vez más. Algunos, aficionados empedernidos, están allí
desde el alba y se quedarán hasta bien entrada la noche. Han asistido a las
venationes de la mañana, esos combates de hombres y de bestias salvajes, a
la hoplomaquia que los ha seguido, esa carnicería en la que los gladiadores
se dan muerte entre sí mientras la multitud repite interminablemente al
unísono la misma palabra: iugula! (¡dególlale!), ahora esperan distraerse
con el despedazamiento de algunos cristianos, ¡esos seguidores de un dios
absurdo que aconseja poner la otra mejilla cuando le abofetean a uno! Por
encima de todo, les gusta ver cómo se desgarra la carne de las mujeres.
Nunca tienen bastante.
Las bestias piafan, se aprestan a saltar. El mozo de cuadra se mantiene
preparado, látigo en mano. Tan pronto como fustigue la grupa de los
corceles, éstos se lanzarán hacia adelante, arrancando los miembros de
Marion. Ella siente el olor de los animales, los oye relinchar. Se prepara
para gritar de sufrimiento. El látigo chasquea. Los caballos brincan hacia
adelante.
Se despierta...

Con la camisa pegada a la piel, se incorporó para tomar un trago de agua


de la jarra que había sobre las losas. También a ella empezaba a dominarle la
duda. ¿Era realmente un santo Gaudemón? Al fin y al cabo, ¿no se afirmaba
que los templarios habían venerado en secreto, durante lustros, a un ídolo
llamado Baphomet, besándole el trasero antes de unirse carnalmente en
innobles sabbats sodomitas? Y sin embargo, durante mucho tiempo, se les
había creído irreprochables. ¿Sucedía lo mismo con la congregación que
ahora requería su ayuda?
Se ahogaba, tenía que salir. Empujó la puerta de la celda. El pasillo
estaba vacío, iluminado por la luz de la luna. Descalza, tomó el camino de la
cripta sagrada. Era preciso que supiese, que hablase con fray Guillermo sin
testigos. Una antorcha, de la que se apoderó, resplandecía en un hachero.
Abajo del todo, cogió la gruesa llave de su hueco, a mano derecha de la
puerta, y descorrió el cerrojo.
Se puso rígida a fin de no temblar. Guillermo se mantenía arrodillado en
el centro de la jaula, mirándola avanzar. No pareció sorprendido.
—Puede decirse que llegas a punto, hermanita —dijo burlonamente—.
Iba a cortarme la lengua.
Él levantó la mano derecha para mostrar la lanceta afilada de la que se
disponía a hacer uso. ¿Quién le había entregado dicho útil? ¿Azael o
Diodoro? Tenían, así pues, verdadero interés de que él se callara. ¿Le
proporcionarían pronto algo con lo que amputarse las dos manos en caso de
que la Inquisición le pidiese formular sus acusaciones por escrito?
—Si tienes preguntas que hacerme —se guaseó el prisionero—, éste es
el momento o nunca. Después mucho me temo que los borbotones de sangre
estropeen mi elocución hasta el punto de volverla incomprensible.
—El guía... —dijo Marión—, El conductor que os llevó hasta allí. ¿Qué
fue de él?
Guillermo sonrió.
—¡Mira que eres lista! —susurró él—. ¿Sabes que eres la única que ha
pensado en ello? A nadie, hasta ahora, se le ha ocurrido seguir esta pista.
—¿Murió? —inquirió la muchacha—, ¿Cómo se llamaba? ¿Le conociste
en la ciudad? ¿Era uno de esos guías que ofrecen sus servicios en la gran
plaza que sirve de punto de reunión?
—No era ningún montañés —dijo el prisionero frunciendo los párpados
—, Iba vestido igual que ellos, pero se expresaba demasiado bien. Eso
hubiera tenido que ponerme la mosca detrás de la oreja. No me acuerdo ya de
su nombre... Tenía la piel morena, el pelo negro, rizado. Como crin de
caballo. Tal vez fuese un caballo, por lo demás. ¡Un hombre-caballo! Hombre
de día, corcel de noche. ¿Es eso lo que te interesa? ¿Quieres saber si estaba
dotado como un semental? Sí, sí... Presiento que ésa es la razón de tu
curiosidad.
—¿Tenía algún signo especial? —insistió Marion—. ¡De hombres
morenos y con el pelo negro, las montañas están llenas! Son pasadores
profesionales que guían a los contrabandistas de sal por los caminos difíciles.
—Enséñame tu mochuelo —rezongó Guillermo, sin prestar atención a
sus palabras—. Si quieres que te responda, ábrete de piernas y enséñame tu
mochuelo.
Ella estuvo tentada de obedecer.
—No eres doncella, ¿verdad? —susurró el poseído.
—No —confesó Marion—. No quería que Antonin, mi prometido, me
tuviera virgen en la cama. Me entregué a un cantero, el año pasado. Ahora ya
ha muerto, la peste se lo llevó. Yo no le amaba. Apenas me acuerdo de su
cara. Me hizo daño, pero eso no tiene importancia.
—Putilla —masculló Guillermo—. Zorra, pequeño pendón. Lo sabía.
Huelo todas esas cosas desde que los demonios se han posesionado de mí.
Está bien..., has sido sincera conmigo. Voy a responderte: el guía... tenía una
mancha de nacimiento azulada en la cavidad de la ingle derecha. Se la vi
cuando nos refrescábamos en un torrente. Cuanto más pienso en ello, más
convencido estoy de que era un caballo. Un caballo disfrazado de hombre.
¡Eso debería ser de tu agrado si te gusta probar largos cipotes!
—¿Eso es todo? —insistió Marion.
Guillermo se encogió de hombros.
—Es todo lo que recuerdo —dijo—. Las mujeres le encontraban un
buen mozo. Varias veces, durante el camino, me confesaron que tenían
pensamientos impuros con él. Pero creo que a los hombres les ocurría otro
tanto. Nos había hechizado a todos. A mí, igual que a los demás. Queríamos
todos que nos conociera. Era el anuncio de lo que iba a venir después.
—¿Viste el circo donde se sacrifica a los peregrinos? —preguntó la
muchacha— ¿Es cierto que se reproduce, allí arriba, el desmembramiento de
san Gaudemón?
Guillermo se encogió al fondo de la jaula.
—No quiero seguir hablando de esas cosas —farfulló—. Es demasiado
peligroso hacerlo. Tú has tenido tu oportunidad, ahora se acabó, voy a
cortarme la lengua. Sólo tendrás que llevártela en un cuenco, tal vez ella
acepte darte conversación. De todos modos, aunque no hable, siempre podrás
servirte de ella para darte gusto, ¿o no?
Marion le vio levantar la lanceta a la altura de su boca. Tentada estuvo
de abalanzarse hacia la jaula para impedir que lo hiciera, pero la repulsión fue
más fuerte, y se echó hacia atrás. En el momento en que se precipitaba hacia
el pasillo, un largo lamento se alzó en la cripta.
Capítulo 5

AL DÍA siguiente, Azael le mostró la pera (la alforja) y el baculum (el


cayado) reglamentarios que componían el equipo del peregrino. Las alforjas
estaban marcadas con el emblema de san Gaudemón: cuatro cabezas de
caballos dispuestas en cruz y simbolizando el desmembramiento del mártir.
Los peregrinos de Compostela, por su parte, habían elegido la venera. Antes
de cada partida, los caminantes se reunían en el patio del claustro para hacer
bendecir sus útiles de viajero.
—No todos tienen las mismas motivaciones —explicó el monje—. La
mayoría se lanzan al camino para obtener una curación, o bien para
agradecerle al santo el haber intercedido en su favor cuando le imploraron en
sus oraciones.
—Es lo que hizo mi hermana —dijo Marion.
—Pero existen otros tipos de peregrinación —continuó Azael fingiendo
no haber advertido la interrupción—. Me refiero a marchas penitenciales que
se efectúan después de haber sido condenado por la Iglesia. Sin embargo, el
que se pone en camino no es siempre el que ha pecado, pues se puede
comprar a un sustituto alegando razones de salud.
—Todo eso lo sé —cortó la muchacha, irritada por ser tomada por una
necia—. Muchos chicos jóvenes se alquilan de ese modo. Se desgastan las
piernas hasta los huesos por cuenta de viejos viciosos que se quedan mientras
tanto hipócritamente encerrados en sus casas. Los burgueses cometen los
pecados y luego compran a un pobre para que éste expíe por ellos. Es algo
muy cómodo.
—No te corresponde a ti criticar la política de la Iglesia —espetó el
monje.
—No me toméis por idiota —repuso Marión—, Los nobles hacen lo
mismo. Si cometen un crimen, les basta con convertirse en cruzados para
escapar a la justicia. Una vez adquirido este compromiso, no están obligados
en absoluto a partir al instante hacia Jerusalén. Pueden incluso retrasar
indefinidamente su embarque para la cruzada... o, ellos también, pagar a
alguien para que vaya en su lugar a jugarse la vida contra los moros. Todo
cuanto les interesa de este asunto es verse de un día para otro amnistiados de
sus crímenes con la excusa de que se han convertido en soldados de Dios.
—Habla más bajo si quieres dártelas de incrédula —musitó Azael—, Me
parece que te extravías. Yo simplemente quería decirte que un grupo de
peregrinos no tiene que estar forzosamente formado de pecadores
empedernidos. Estas gentes deben ir hasta el final del camino para traer de
vuelta un certificado que pruebe que han orado delante de las reliquias del
santo. Ese pergamino es obligatorio para todos aquellos que llevan a cabo una
prueba penitencial. Deberán traerlo al regresar a sus casas a fin de verse libres
de su condena.
Continuó en este tono durante un momento, pasando revista a los
peregrinos que habían hecho voto o a los que obedecían las últimas
voluntades de un moribundo. Los había igualmente que se verían privados de
herencia mientras no hubieran llegado hasta el final del santificado periplo.
—Puedes verte llevada a codearte con cualquiera —dijo Azael—. Tanto
con el pobre como con el hijo del burgués, o con el caballero arrepentido que
lo hace para redimir su vida desenfrenada y sus responsabilidades penales.
Con la ramera presa de una repentina ansia de purificación, o con la baronesa
cuyo hijo se ha roto las piernas al caerse del caballo. Van allí para sufrir...,
algunos se aplican a ello con honradez de principio a fin, otros intentan hacer
trampas. Muchos renuncian tan pronto como el camino se vuelve realmente
difícil.
—¿Creéis que aún habrá gente que quiera tomar el camino del santuario
después de lo que ha pasado? —inquirió la muchacha.
—Sí —aseguró el monje—. Las gentes vienen de demasiado lejos para
renunciar tan cerca de la meta. San Gaudemón atrae a todos aquellos que
hacen el camino para devolver la función de sus miembros a un ser querido.
Éste puede ser un hijo, un marido, un padre. Los accidentes son numerosos, y
también las guerras.
—¿Y habrá lisiados?
—Sin duda. Se ve a menudo antiguos soldados desplazándose con
muletas. Se les carga en una carreta cuando ya no pueden más. Pero, por lo
general, tratan de caminar lo más posible. Los paralíticos se hacen llevar en
unas parihuelas.
—¿Existe un recorrido oficial?
—No, cada guía tiene sus atajos, sus astucias. Eso depende de las
estaciones, del tiempo que haga. Un muy buen camino en verano puede
transformarse en una trampa mortal a partir del otoño. Cada guía tiene sus
secretos. Existen buenos guías, pero los hay también mediocres. Algunos son
caros, otros asequibles. Es imposible pretender controlarles, pues conocen la
montaña mejor que nosotros. Han nacido en ella.
Marion sacudió la cabeza. Azael no le enseñaba gran cosa.
La llevó a la cochera y le mostró la carreta en la que haría su trabajo
durante el viaje. Un bloque de bonita piedra y unas herramientas de
imaginero habían sido cargadas en ella. Unas palomas mensajeras se
encontraban escondidas en un cofre en el que se habían practicado unos
agujeros de aireación.
—No es muy importante que la estatua esté lograda —murmuró el
monje—. Ante todo se trata de una coartada, una manera de justificar tu
presencia.
Marion se puso tensa.
—Será bonita —soltó en tono de desafío—. Descuidad, no os
avergonzaréis de exponerla en el santuario.
«Siempre y cuando lo consiga...», pensó ella acariciando la piedra con
las yemas de los dedos.
En el momento en que salían de la cochera, Azael dijo con sorda voz:
—Fray Guillermo se ha cortado la lengua, esta misma noche. A
continuación, con su sangre, ha escrito espantosas blasfemias en las losas.
Entre otras cosas, ha escrito que habías ido a yacer con él mientras nosotros
dormíamos.
—¡Eso es mentira! —dijo Marion jadeando.
El monje levantó la mano para imponerle silencio.
—Lo sé —susurró—. De todas formas, debes tener cuidado. Ignoro lo
que se esconde allá arriba, en las montañas, pero el poder de esa cosa es
espantoso.
A pesar de las súplicas de Azael, que quería retenerla, Marion salió de la
abadía al toque de la hora sexta, es decir, al mediodía. Necesitaba escapar del
clima de temor latente que reinaba en el claustro. Por las calles en cuesta se
dirigió hacia la plaza que servía de punto de encuentro, en el centro de la
ciudad. Allí se apelotonaban los peregrinos llegados de todos los rincones del
país. A menudo, se reagrupaban por regiones, por hablas. Los guías de
grandes caminos debían, para su gran pesar, ceder el sitio a los guías de
montaña, poco sociables y herméticos. Cuando llegaban, rendidos, la ciudad
se llenaba de figuras tocadas con grandes sombreros, que llevaban alforja y
bordón. Los de Compostela, los de Bonfallons, los de Trembleterre no se
mezclaban con los de Gaudemón. La encrucijada, ineludible, no autorizaba
los intercambios, la mezcolanza. Cada uno permanecía fiel a su itinerario de
partida. Algunos llegaban al final del camino, para otros no era más que una
etapa con la perspectiva de una noche que pasar en una casa de Dios o en una
hospedería.
Marion miraba con el rabillo del ojo las señales de reunión: veneras
prendidas a los sombreros o pintadas en los morrales. Ramitas de gavanza
prendidas en el cabello de las mujeres. Cada santo tenía su emblema. Se puso
a buscar los cuatro caballos en cruz de los peregrinos de Gaudemón. Se
quedó sorprendida al descubrir más de una treintena en torno a la fuente. Iba
a acercarse a ellos cuando una mano se cerró sobre su muñeca. Era Antonin.
Antes de que le hubiera dado tiempo de decir esta boca es mía, la empujó
contra un muro. La cólera le volvía horroroso.
—¿Qué andan contando por ahí? —dijo jadeante—, ¿Así que te vas para
el santuario con un importante encargo? ¿Tú, que no sabes tallar siquiera
correctamente un pie de madera? ¿Qué esconde todo eso? ¡Responde!
La sacudió, lastimándole los hombros contra la piedra erosionada del
muro. Marion intentó liberarse, pero él era demasiado fuerte.
—¡Somos tu padre y yo quienes debemos ir! —rezongó—. Es a nosotros
a quienes corresponde dicho honor. Unos cardan la lana y otros se ganan la
fama.
Se había puesto a golpearla con la palma de la mano, haciendo que su
cabeza se ladeara de un lado a otro.
—Debes obedecerme —bisbiseó—, tú eres mía...
—¡No! —protestó Marión—, No estamos casados.
—Es como si lo estuviéramos —masculló Antonin—. Podría poseerte
aquí mismo, si quisiera, no sería ningún pecado. ¿Desde cuándo les está
permitido a las chicas dar su opinión?
—Me ha sido encargada una misión por parte de la congregación —
balbuceó la muchacha medio atontada por los bofetones—. No tenéis ninguna
autoridad sobre mí, ni tú ni mi padre. No obedezco más que al prior, Diodoro
el Viejo.
Ella aprovechó el estupor de Antonin para soltarse. De un par de saltos,
se plantó en el otro lado de la callejuela. Las mejillas le escocían y tenía un
regusto a sangre en la boca. El muchacho la escrutaba, con los ojos
llameándole de odio.
—No te saldrás con la tuya —balbuceó—. Voy a avisar a tu padre y
vendremos a buscarte. No voy a tolerar que me despojen por segunda vez de
lo que me es debido.
Marion emprendió la huida. Sabía que no había que tomarse esta
amenaza a la ligera.
Cuando llegó a la abadía, se apresuró a contar ese contratiempo a fray
Azael. Éste hizo una mueca.
—Estoy al corriente —murmuró—. Desde esta mañana tu padre está
fuera de sí. Se siente humillado por la decisión del superior. Exige que se le
confíe la talla de la estatua a él. Se considera traicionado por la congregación.
Mucho me temo que trate de vengarse dando aviso a la Inquisición. Es así
como comienzan siempre los procesos, mediante falsas acusaciones.

A media tarde, a los primeros toques de la hora nona, Azael hizo saber a
Marion que su padre y su prometido armaban gran alboroto en las tabernas.
El vino mediante, habían pedido audiencia al señor del lugar. Lo importante
ahora era actuar con presteza. Presentaron la muchacha a un viejo soldado,
maestro arquero desocupado que, en otro tiempo, había esperado hacerse
monje. Muchos de sus semejantes alimentaban el mismo deseo a fin de
obtener cama y sustento. Matachines que habían perdido fuelle con la edad
no conseguían ya ser reclutados por las grandes compañías. Era un patán de
pura cepa, con unos bigotes entrecanos, embutido en una antigua coraza cien
veces desabollada. Se llamaba Andrésis.
—No es muy inteligente que digamos —cuchicheó Azael—, pero es una
persona recta. Él conducirá la carreta y te dará protección. Hay que darse
prisa. Mucho me temo que tu padre nos mande a los alguaciles para
recuperarte. Debes reunirte rápidamente con una columna que parta para la
montaña. No esperes más. Encuentra un guía y parte.

Con un nudo en la garganta, Marion volvió a la plaza que servía de lugar


de reunión. Reinaba allí un gran alboroto. Unos hombres de armas que habían
roto filas se estaban pavoneando, arrastrando pesadas espadas, encorsetados
en corazas cosidas con placas de hierro, o bien revestidos con cotas de malla
oxidadas. Se alquilaban como protectores de los peregrinos. Por lo general
encontraban trabajo. Adondequiera que se fuese, la ruta era larga y peligrosa,
los salteadores de caminos numerosos, los lobos estaban al acecho. La
presencia de un soldado podía mantenerlos alejados, o dispersarlos en caso de
ataque. Habría sido inconcebible partir sin protección, y los matasietes
aprovechaban el momento para hacerse los jactanciosos, exhibiendo sus
cicatrices y sus escudos abollados. Aquello acababa convirtiéndose a menudo
en una especie de feria, en una subasta pública; y la posibilidad de un empleo
estacional atraía a muchos caballeros pobres, que no poseían por toda fortuna
más que un equipo arrebatado a los muertos pieza a pieza en los campos de
batalla.
Marion se deslizó entre la confusión de gentes que apestaba a vino
peleón y a fritanga. Buscaba a los guías de san Gaudemón. Correspondían
todos a la descripción del hermano Guillermo: recios montañeses de piel
morena, cabello negro, que se expresaban a menudo con un marcado acento
de Iberia. Por simple fanfarronada, se pavoneaban con sus tabardos de piel de
oso, y ello a pesar del calor, para demostrar que sabían triunfar sobre los
depredadores que merodeaban por las alturas. Hablaban con voz fuerte. Los
aretes de oro que pendían de los lóbulos de sus orejas les hacían asemejarse a
unos egipcios, a unos moros. Los buenos cristianos que habían atravesado
Francia para recogerse delante de san Gaudemón dudaban a menudo de poner
su vida en manos de estos «sarracenos» de dientes de una blancura
deslumbrante.
Cerca de la fuente, Marion volvió a encontrar a los peregrinos que había
visto algunas horas antes. Ahora había una sesentena, a los que los guías
trataban de vender sus servicios. Todos aseguraban conocer la ruta más
segura, la menos pesada, y saber el nombre de todas las cabras con las que se
cruzarían por el camino.
—No les hagas caso, bonita —susurró una mujer al oído de Marión—,
Son unos jactanciosos. No hay más que uno sólo verdaderamente bueno,
Malestrazza. El apuesto Malestrazza de melena negra como la tinta china. El
único problema es que es muy exigente. Tiene la manía de elegir él a sus
compañeros de marcha. Poco menos que hay que suplicarle que le lleve a
uno.
—¿Dónde está?
—Somos varios los que le andamos buscando. ¿Quieres unirte a
nosotros? Tu bonita cara tal vez le ablande.
Marion aceptó, con el corazón palpitándole. ¿Era «el hombre-caballo»
del que Guillermo había hablado en sus delirios?
Examinó a la matrona que tenía enfrente. Una robusta campesina de
rostro coloradote, cuyos pechos desbordaban del corsé. Tenía un rostro
redondo como la luna llena, ojos de mirada pálida, y unos cabellos de estopa
que le salían por debajo de una cofia polvorienta.
—Yo soy Mahaut, la lavandera —dijo—, voy por mi hijo, que no se
puede tener ya en pie desde que el caballo de nuestro señor le rompió las
piernas durante una partida de caza.
—Yo soy Marion, la imaginera —repuso la muchacha—. Debo tallar
una estatua votiva y llevarla hasta el santuario por cuenta de un rico pañero
paralítico.
—Ven —susurró Mahaut— Hay que ponerse a buscar. Malestrazza no
acepta guiar nunca a mucha gente, y si tiene ya su cupo de romeros no nos
querrá a nosotras.
—¿Es realmente tan bueno?
—Sí, como para creer que fue criado por los osos. Nunca nadie ha
subido tan alto como él. Los otros no conocen más que un camino y se
atienen a él. Si una avalancha de piedras o un alud de lodo lo bloquea, no
queda más remedio que dar media vuelta. Malestrazza es capaz de orientarse
de maravilla en medio del laberinto de rocas. Es a él a quien nosotras
necesitamos.
Marion se dejó arrastrar por la gorda y febril mujer, que avanzaba hasta
la puerta de las tabernas para escrutar las salas bajas.
«¿Y si fuese un simple gancho? —pensó de repente—. ¿Y si trabajase
en realidad para el hombre-caballo?»
Como era la única pista de que disponía, no le quedaba más alternativa
que decidirse a seguirla.
Terminaron por encontrar al guía en cuestión en la posada de la
Marmota. Era un hombre delgado y alto, vestido con una casaca de cuero y
unas calzas que moldeaban sus sarmentosos muslos. Su rostro era alargado y
estaba surcado de profundas arrugas, por más que fuese aún joven. Una
inverosímil melena de un negro jade lo enmarcaba, cayendo en abundantes
bucles sobre su frente. No sonreía; su mirada tenía una expresión salvaje que
despertaba el respeto de su interlocutor. Olía a almizcle y a anís, a correaje y
a grasa de cuchillo. Unas cicatrices surcaban sus manos y antebrazos. Éstas
dibujaban nervaduras pálidas sobre la piel oscura. Era lo bastante apuesto
como para hacer de ministril, pero había en él un algo de dureza y de rebelión
que le privaba del encanto un tanto apático necesario para ejercer aquel
oficio. Nunca llegaría a ser un cortesano, ni tampoco un soldado, pues
hubiera sido proclive a la desobediencia. Era un adalid, sin duda, pero un
adalid que no quería gobernar más que a su propia persona.
Cuando él levantó la cabeza, Marion recibió en sus pechos el impacto de
aquellos ojos claros que parecían ver a través de la gente. Algunos monjes
tenían una mirada parecida.
A sus pies se apelotonaba una multitud suplicante de lisiados y
peregrinos fatigados, sobrecargados de alforjas y de bastones. Un paralitico
envuelto en vendas había hecho que sus porteadores levantaran sus parihuelas
y prometía oro a espuertas si le llevaban al santuario. Unas mujeres lloraban,
unos hombres crispaban las falanges sobre el bordón de san Gaudemón, ese
bastón de triple nudosidad rematado con una cabeza equina toscamente
tallada. Todos querían ser elegidos.
—Ven —susurró Mahaut—, arrodíllate y desata tu gorguera. No está
nunca de más enseñar un poco las tetas a los hombres. Eso les predispone a
ser indulgentes.
Pasando de las palabras a los hechos, ella se dejó caer sobre el suelo,
con el corsé abierto.
—No te hagas la remilgada —murmuró al oído de Marión—, No te vas
a morir por ello. Yo, cuando tenía tu edad, fui violada por una compañía de
piqueros, y cómo puedes ver me recuperé... Cuando se es mujer, es preciso
aprender a sacar partido del propio cuerpo. Es una simple cuestión de
supervivencia.
En el instante en que Marion decidió imitarla, ella añadió:
—Si te elige, di que somos hermanas y que no partirás sin mí.
«¡Ah! —pensó la muchacha—. He aquí la verdadera razón de tanta
amabilidad. Había ido en busca de un cebo entre la multitud. Yo no soy más
que el gusano en su anzuelo.»
Malestrazza suspiró al tiempo que dejaba su vaso de vino sobre la mesa.
Era el mejor, lo sabía y no tenía nada que demostrar. Contrariamente a sus
competidores, no se exhibía en la plaza bramando baladronadas, esperaba que
vinieran a él. Desdeñoso, altanero, paseaba su mirada sobre aquella masa
andrajosa que no cesaba de crecer a sus pies, invadiendo la posada. Eran los
peregrinos los que tenían que convencerle, conquistarle. Eran ellos los que
tenían que venderse. El mercadeo se desarrollaba a la inversa de lo que
ocurría normalmente.
—No soy un mentiroso —dijo por fin con voz sorda—. No quiero
adormeceros con bonitas palabras, acunaros con charlas tranquilizadoras. La
mayoría de vosotros no pasará de la primera etapa. No tomo nunca los
caminos fáciles, dejo eso para los otros guías, los que buscan atraer a la gran
clientela. A mí los perezosos, las gentes de poca fe, no me interesan. He
elegido la puerta estrecha, el camino del dolor. ¿Dónde está el interés de
emprender una peregrinación si es para caminar cómodamente? Una
peregrinación no es un paseo. Si elegís la facilidad no obtendréis nada, y
cuando os arrodilléis delante de las reliquias de Gaudemón, el santo se dará la
vuelta con desprecio. Vuestras peticiones quedarán sin respuesta, lo cual será
lógico porque os habréis comportado como bribones.
Se calló, levantó su vaso y tomó un nuevo trago. Sus ojos escrutaban los
rostros alineados delante de él. Marion se sintió turbada, azorada por la
dureza abrasiva de sus pupilas. La gorda Mahaut había juntado las manos
como si estuviese en oración delante de la efigie de un santo.
—No llevo nunca a fulleros —prosiguió Malestrazza— No quiero
caminar más que con creyentes decididos a aceptar el sufrimiento como un
favor. Os agotaré, me maldeciréis. Y yo no os haré caso. Os forzaré a avanzar
cuando no podáis más, no escucharé nunca vuestras jeremiadas. Y si os
quedáis atrás, os abandonaré a los lobos.
Un estremecimiento recorrió a los allí reunidos. Incluso los sirvientes de
la posada habían dejado de trabajar para escucharle. A partir de aquel
momento, tenía a todo el mundo bajo su dominio, sin levantar la voz, sin
gesticular.
—Debéis tener claras las reglas del juego —murmuró—. El sufrimiento
es la condition sine qua non del valor de la peregrinación. Una peregrinación
en la que uno se pasea cantando no tiene ningún sentido a mis ojos. No os
asombréis, pues, si los que la practican así vuelven siempre decepcionados
del viaje, sin haber obtenido nada, ni la curación ni el perdón. De estar yo en
lugar del santo, desencadenaría el rayo sobre la cabeza de estos holgazanes.
—¡Qué bien habla! —susurró Mahaut juntando las palmas con fervor.
«Demasiado bien, tal vez», pensó Marión. No tenía ninguna duda ya de
haber encontrado al hombre-caballo que atormentaba los delirios de fray
Guillermo. Se acordó de las insinuaciones que había hecho a propósito de la
largura de su miembro y se sorprendió ruborizándose.
—No tendré contemplaciones con vosotros —anunció Malestrazza—,
No esperéis de mí la menor piedad. Estaré ahí para llevaros al colmo del
sufrimiento, pero será por vuestro propio bien. Si lloráis mucho, si el camino
mortifica vuestra carne, entonces contaréis con una oportunidad de ser
satisfechos por el santo. Por esta razón, os haré pasar por los peores senderos,
los puertos más difíciles. Dejo a los demás los paseos de recreo, os lo repito.
No me dirijo más que a los verdaderos creyentes, a aquellos que desean
realmente arrepentirse.
Una sonrisa irónica frunció sus delgados labios.
—Veo ya que algunos palidecen —dijo—. Está bien, no quiero
fanfarrones conmigo. No obligo a nadie, habladlo entre vosotros, pensáoslo.
Y los que aún quieran ponerse bajo mi mando no tendrán más que venir a
verme al dormitorio común de esta taberna donde voy a echarme un rato.
Tras haber arrojado una moneda sobre la mesa, se levantó, se abrió paso
por entre el alborotado gentío y desapareció.
—Es con él con quien hay que ir —gimió Mahaut— Yo estoy dispuesta
a sudar tinta si es preciso, pues quiero que mi pequeño se cure. —Y,
volviéndose hacia Marion, añadió, apremiante—: Si me llevas contigo seré tu
sirvienta, te llevaré sobre mi espalda cuando estés cansada. Soy fuerte. Ya me
he alquilado en alguna ocasión, sé que puedo aguantar muchas leguas antes
de doblar la rodilla en tierra.
Los otros la escuchaban, impresionados por su vehemencia. Marion
reparó en una burguesa vestida con un vestido de bonito paño, y también en
otra dama de actitud un tanto estirada, tal vez una baronesa obligada a
mezclarse con los palurdos por algún capricho del destino. Estaban todos allí,
codo con codo, dubitativos, atemorizados, pero también excitados por lo que
se les había dejado entrever. No querían hacer el camino en vano. ¿Habían
tenido la impresión en el transcurso de las últimas semanas de que las cosas
eran un poco demasiado fáciles? El camino, los cantos, la acampada
nocturna, las consejas al amor de la lumbre, los amoríos entre la espesura...
¿era eso a lo que se llamaba hacer penitencia? Malestrazza les ofrecía el
purgatorio en bandeja. ¿Habían de coger al vuelo esta oportunidad o echarse
atrás?
Marion se enderezó, su decisión estaba tomada. Quería seguir la pista
del hombre-caballo. Mahaut, estorbada por su carga, se lanzó tras sus pasos.
Este movimiento precipitó las decisiones, otros les fueron pisando los
talones, y fue a la cabeza de un pequeño grupo que la muchacha penetró en el
dormitorio común de la posada. Era el tradicional lugar de descanso que se
encuentra en ese tipo de establecimientos; unos colchones colocados de un
extremo a otro para formar un gigantesco lecho colectivo situado sobre un
estrado de piedra que era calentado por debajo, en invierno, mediante brasas.
Malestrazza se había quitado sus botas y descansaba, tendido de
espaldas, con las manos cruzadas bajo la nuca. No sonrió cuando se
presentaron delante de él. Marion comprendía por qué el hermano Guillermo
le había comparado a un caballo, había algo de ágil y poderoso en él, una
especie de lentitud llena de gracia que podía estallar de repente en un galope
convulsivo.
—No bastará con querer venir para ser elegido —anunció levantándose
—, Yo no soy uno de esos inconscientes que enrolan a cualquiera. No tengo
vocación de asesino. Quiero que aquellos que yo lleve tengan al menos la
oportunidad de sobrevivir al tratamiento que voy a infligirles, y por eso voy a
examinaros. Desnudaos. Quitaos esos pingajos y tumbaos desnudos en estas
camas. Nada de grititos de pudor, imaginaos que estáis en los baños. Que
aquellos que duden ante esta primera prueba no insistan, pues no están
hechos para los grandes sacrificios.
Esta burla acabó con las últimas vacilaciones, y todos se desvistieron,
echando jubones, vestidos y camisas al suelo. Marion fue la primera en
tumbarse. Los demás la imitaron.
«Dios mío —pensó mientras miraba acercarse a Malestrazza—, Ha
bastado con un simple discurso para que estemos ya bajo su dominio.»
Se puso rígida para no estremecerse cuando las manos del guía se
posaron sobre ella. Hasta aquel momento, el contacto de los dedos
masculinos sobre su piel le había resultado siempre desagradable. Lo había
soportado como un mal necesario; pero ahora, de repente, descubría turbada
que era posible sentir ganas de ello... La invadió la vergüenza. Por primera
vez en su vida se descubría hembra, y esta revelación la incomodaba.
Malestrazza le palpó principalmente las pantorrillas, las corvas y los
muslos. Luego le pidió que se diera la vuelta y le examinó las vértebras. No
ponía ninguna lascivia en sus tocamientos, y hubiérase dicho que examinaba
a un jumento en una feria de ganado. Concedía suma atención a los pies, a la
manera en que se ajustaban al arranque de las piernas. Un físico no habría
procedido de otro modo. Sin decir palabra, pasó a Mahaut. Las tetas blancas,
desarrolladas, de la matrona le parecieron impresionantes a Marion, cuyos
pechos eran minúsculos. Malestrazza se desplazaba de cama en cama. A
veces, sus manipulaciones provocaban un gemido.
Marion no se atrevía a moverse. Descubría un placer extraño
ofreciéndose así, sin tapujos, a la mirada de un desconocido. Cuando se había
entregado al cantero, el verano anterior, el muchacho se contentó con
arremangarle las faldas contra un muro. Sus pieles apenas se tocaron.
Inmediatamente después se separaron por temor a ver aparecer a maese
Denis... o a Antonin, y Marion se quedó allí, con los muslos mojados, con
una sensación de desgarro en las entrañas con la que tuvo que contentarse.
¿No era lo que ella había querido, por otra parte? ¿Privar a su futuro esposo
del placer de desflorarla?
La voz de Malestrazza la sacó de sus pensamientos.
—Bien —anunció—. Algunos de los presentes no son aptos para el
recorrido que voy a emprender, llevarles sería condenarles a muerte. Que
vayan con otros guías, ellos les conducirán por unos senderos fáciles. Los que
he elegido tendrán toda la noche para reflexionar y organizarse. Les cito para
mañana, al amanecer, al toque de la hora prima, en el cruce de la Cierva
Blanca. Tú puedes venir. Y tú... y tú...
Se desplazaba rápidamente delante de los colchones, señalando con el
dedo los cuerpos desnudos de los peticionarios. Marion había sido
seleccionada, igual que Mahaut. La gruesa mujer no escondía su alegría.
—Volved a vestiros —soltó el hombre de la melena negra zafándose—,
Y acordaos: mañana al amanecer. No esperaré a nadie.
En el momento en que Marion se ponía la camisa, una idea desagradable
se le pasó por la cabeza:
«Nos ha examinado como los médicos de la Roma antigua debían de
hacerlo con los aprendices de gladiador, antes de empujarles a la arena.»
Un sudor de angustia le humedeció las sienes. No había querido
conservar más que a los mejores, a aquellos que se defenderían con todas sus
fuerzas contra las fieras. Era lo que preferían los espectadores.
Mahaut se arrojó sobre ella y la estrechó hasta casi ahogarla.
—¡Nos ha elegido! —dijo entre jadeos—. ¡Nos ha elegido! ¿Te das
cuenta de la suerte que tenemos?
Capítulo 6

MARION abandonó la abadía cuando el sol todavía no se había alzado. El


hermano Azael la acompañaba a fin de bendecir las alforjas y los bordones en
el propio lugar. Esperaba ganar tiempo así y permitir a Marion desaparecer en
la montaña antes de la intervención de la ronda. Mientras que Andrésis, el
antiguo arquero, se ocupaba del caballo, la muchacha le contó al monje lo
que había averiguado de Malestrazza.
—No hay que condenar a ese hombre fiándose de lo dicho por
Guillermo —cuchicheó Azael—. Ten en cuenta que nuestro pobre hermano
había perdido ya la razón cuando profirió esas acusaciones.

Los peregrinos esperaban, en el cruce de la Cierva Blanca, bajo el


calvario que era en realidad un menhir «rectificado», es decir, cuya parte
superior en forma de cruz había sido recortada a fin de neutralizar el
significado pagano de la piedra erigida.
Mahaut y los otros se habían pasado alrededor del cuello una cinta de
cuero, de la que colgaba una mano o un pie de madera que confiaban
impregnar bien con su sudor y su sangre durante la marcha.
Capítulo 7

UNA VEZ se hubo ido fray Azael, Malestrazza se acercó a Marion y se la


llevó aparte.
—No me dijiste que pensabas desplazarte con un tiro —dijo sin que
pudiera adivinarse lo que pensaba de esta extravagancia— Sé que te lo han
proporcionado los monjes, pero esos pobres clérigos no tienen un gran
conocimiento de las dificultades de la montaña. Dudo que puedas alcanzar el
santuario con esta impedimenta. Tu caballo reventará antes. Pero ¿acaso
piensas llevar la estatua sobre tu espalda? ¿Será ésa tu penitencia?
Marion montó en cólera. El rostro del guía permanecía impasible, más
ella adivinaba que no la tomaba en serio.
—Conseguirás que te detesten —añadió—. Cuando la fatiga comience a
hacerles sentir plomo en las piernas, tus compañeros no pensarán más que en
una cosa: en subir a tu carreta.
—Les acogeré de buen grado —repuso la muchacha.
—No sabes lo que dices —se burló Malestrazza— El caballo no podrá
dar ya ni un paso. Además, si les dejas subir, los porteadores te odiarán.
Tratarán de sabotear tu vehículo por todos los medios posibles.
—¿Los porteadores? —se asombró Marion.
—Pues sí —se impacientó el guía—. En cada columna, hay jóvenes
mozos recios que se ganan un poco de dinero cargando sobre sus espaldas a
los que no pueden más. Tu carreta les va a quitar el pan de la boca. Ándate
con cuidado de que no te empujen precipicio abajo. Si quieres ganártelos,
hazles saber desde ahora que les contratarás para llevar la estatua del santo
tan pronto como el caballo no esté ya en condiciones de avanzar. ¡Y ahora, ya
está bien de charla, en marcha!
Alzando su bordón, hizo señal a los peregrinos de que siguieran sus
pasos. Pero cuando éstos quisieron entonar un canto de marcha, les cortó su
impulso declarando:
—Guardaos vuestro aliento para la subida, compañeros, que buena falta
os hará. Hasta ahora no ha sido más que un paseo, pero hoy vais a sufrir.
El canto murió en los labios de los caminantes y no se oyó ya más que el
ruido de las piedras que crujían al paso de éstos.
Marion se estremeció bajo su manto de grueso camelote.1 Era la primera
vez que dejaba a su familia y su ciudad. Sintió un temor mezclado de una
extraña excitación. También culpabilidad.
«Me estoy escapando —pensó—. Huyo tal como lo hizo Yolande hace
dos años.»
Se volvió para tratar de contemplar las murallas de la ciudad, pero la
bruma estaba sobre la llanura, y esta última imagen le fue arrebatada. En el
silencio de la landa, la carreta hacía demasiado ruido. Marion tuvo de repente
vergüenza de ir encaramada allí mientras los otros iban a pie, con la mano
apretada sobre el bastón. Por el momento, nadie estaba aún cansado, pero
pronto los peregrinos dirigirían miradas de envidia en dirección a la carreta.
La cortejarían para conseguir ser invitados a sentarse. Aquellos a los que
invitara serían al punto envidiados por los otros. Malestrazza tenía razón, la
carreta no tardaría mucho en convertirse en objeto de discordia.
Resopló. Dado que oficialmente ella estaba allí para tallar una estatua,
debía ponerse manos a la obra sin más tardanza. Salvó el banco para saltar a
la trasera y apartó la tela que recubría la piedra. Era un buen bloque de tres
codos, de grano fino pero que presentaba «nudos» que habría que tener en
cuenta. Marion la acarició, aplicándose a percibir las líneas de fuerza o las
fallas de la roca. Era importante familiarizarse con la piedra, intimar con ella,
prever sus cóleras y sus acomodamientos.
«En esta parte, será suave y cómplice —se decía la muchacha mientras
sus dedos rozaban el granito—. En esta otra me hará sufrir y nos batiremos
cuerpo a cuerpo...»
Cuando volvió a levantar la cabeza, sorprendió las miradas de los
romeros clavadas en ella. Éstos parecían desconcertados e incluso un poco
espantados por su comportamiento. Se dio cuenta de repente de que sus
gestos habían podido parecerles amorosos, incluso sensuales.
«Dios mío —se dijo—. Me van a tomar por una bruja.»
A fin de disimular su turbación, cogió un trozo de carbón vegetal y trazó
a grandes rasgos los puntos de referencia del primer desbaste. Acto seguido,
empuñó sus herramientas y atacó la piedra con prudentes golpecitos.
«No hagas como tu padre —se dijo—. No partes para la guerra. Esta
piedra no es tu enemiga. Es un animal salvaje al que deberás domesticar. No
se esculpe con odio, con el deseo de vencer, de imponer la propia ley. Si la
fuerzas, se romperá. Tendréis que aprender a conoceros.»
Pronto no pensó ya en nada y el mundo se redujo al recorrido del cincel
comisqueando el granito, pedazo a pedazo.
Tomaron por la pendiente pedregosa en la que la hierba se volvía cada
vez más escasa. El viento iba en aumento, pegándoles las ropas al cuerpo.
Aunque el sol la bañaba con sus rayos, Marion tiritaba. Se vio obligada a
envolverse en su manteleta de camelote. Cuando levantó los ojos hacia la
cumbre, sintió que la dominaba el vértigo. ¿Era realmente posible trepar tan
alto?
En alguna parte, más abajo, resonaban los cantos de los grupos de
romeros que les precedían. El viento los traía a rachas, y no dejaban traslucir
ninguna fatiga. Aquí nadie tenía ganas de cantar. El viento le helaba a uno el
rostro y le agrietaba los labios. Además, era preciso conservar el aliento para
trepar por la pendiente, que se hacía cada vez más pronunciada. Marion tenía
la impresión de desplazarse por otro mundo. Malestrazza iba a la cabeza, sin
dar la menor señal de lasitud. Hubiérase dicho que las dificultades le
galvanizaban. Su energía tenía un no sé qué de insultante para aquellos que
andaban tras sus pasos. No parecía hecho de carne humana. Ni el frío ni el
viento le afectaban, y casi no guiñaba los ojos bajo la luz demasiado viva.
El caballo que tiraba de la carreta no sufría demasiado por el camino
serpenteante, pero Marion maldecía a Azael y el subterfugio de la estatua
que, muy pronto, iba a traerle problemas insuperables.
Malestrazza decidió hacer un alto en la cima de la primera cresta. Se
mantuvo aparte, con la mirada perdida, inmóvil en medio de las ráfagas de
viento que sacudían su capa. Los peregrinos se sentaron sobre la hierba
amarilla. El viento alborotaba los cabellos de Marion como si quisiera
arrancárselos. Su vestido se introducía entre sus piernas de manera impúdica.
Los romeros se acurrucaban al abrigo de la carreta, utilizándola para
protegerse de las rachas de viento.
Marion se reunió con ellos. Trataron de encender un fuego, pero se
apagó al instante. A la gorda Mahaut le castañeteaban los dientes. A su lado,
aquella a la que la imaginera había dado mentalmente el título de baronesa,
tiritaba de manera convulsa. Marion se apiadó de ella y fue a coger de su
carreta una manta que le echó sobre los hombros.
—Gracias, muchas gracias —balbuceó la desdichada—. No pensaba que
fuera a ser tan duro.
—¿Quién os ha llevado a hacer el camino? —inquirió la muchacha
mientras le hacía friegas en la espalda.
—Mi marido —murmuró la mujer de finos rasgos—. Soy Constance de
Hurault, mi marido contrajo la lepra en las cruzadas... Él... él trató de
esconder su mal durante el mayor tiempo posible, pero la enfermedad
terminó por imponerse. No hemos podido seguir cuidándole
clandestinamente, pues los siervos comenzaban a hacer correr rumores.
Hablaba manteniendo la mirada baja. Una lágrimas perlaban sus
párpados, pero el viento las empujaba hacia sus sienes, por lo que sus mejillas
permanecían secas. Marion intuyó que sentía vergüenza. La religión tenía la
desagradable tendencia a infundir en el ánimo de las gentes que toda
enfermedad era el castigo de un pecado. Y un castigo legítimo, además.
—Es... es un héroe —suspiró Constance—. Un gran caballero. No se
merecía una suerte semejante. Un día... comenzó a... caerse a pedazos. Es así
cómo se manifiesta la lepra seca. Uno empieza a perder los dedos de las
manos y los de los pies. Como una figurita de barro que se disgrega por la
erosión del viento. Es atroz.
Se puso a sollozar y Marion la estrechó entre sus brazos. Mahaut y los
otros le dirigieron una mirada de enojo. Ella podía leer en sus pensamientos:
¿cómo se le ocurría mimar de esa manera a una baronesa que, en
circunstancias normales, no le habría concedido más atención que a un
cuervo muerto?
—Tuvo que retirarse a una leprosería —prosiguió la señora Constance
—. De vez en cuando, me hace llegar, por medio de los leprosos de paso,
unas misivas que debo leer sin tocarlas, manipulándolas con unas pincitas. Ha
jurado seguir escribiéndome mientras le queden dedos con que sostener la
pluma... Es por ello por lo que me he puesto en camino. Para obtener del
santo que mi esposo deje de caerse a pedazos, para que podamos continuar al
menos comunicándonos por escrito... Es todo cuanto nos queda, lo único que
me impide morir. Sus mensajes... Sus mensajes de escritura cada vez más
torpe.
Ocultó el rostro en el hombro de Marion y trató de llorar quedamente,
ahogando sus sollozos. La muchacha le acarició la cabeza. Era una hermosa
mujer a la que la tristeza comenzaba a ajar y que iba perdiendo la juventud
más rápido de lo que hubiera sido normal.
—Ni tan siquiera pido un milagro —gimió Constante de Hurault— Sólo
tiempo..., un poco de tiempo.
Su pena terminó por desarmar la hostilidad de los otros peregrinos. Uno
tras otro, expusieron las razones por las que se habían puesto en camino. En
vista de la excepcional dureza del recorrido impuesto por Malestrazza, muy
pocos caminaban por sí mismos. En su mayor parte estaban allí por un ser
querido, o bien porque se les había impuesto por contrato elegir el camino
más difícil. Éste era en particular el caso de Jehan, un joven artesano vidriero
que viajaba con su caja de cristales de colores.
—Tengo que reparar el vitral de la casa de Dios de Venzóme —explicó
—. Llevo conmigo todo lo necesario para rehacer la imagen del santo que
una tempestad hizo trizas. Mi amo espera verse así curado de una parálisis de
los pies que se está apoderando de él y no tardará en obligarle a guardar cama
permanentemente.
Se expresaba con un extraño acento nunca oído en la región. Era
pelirrojo, lleno de pecas y más bien apuesto. Cuando le rogaron que les
mostrara su tesoro, él abrió la gran caja que llevaba a cuestas sostenida por
medio de unas tiras de cuero, e hizo espejear al sol unos pentágonos rojos y
azules que parecían carbúnculos. Los peregrinos lanzaron unos gritos de
embeleso. Era divertido, y trataba de hacerse el encantador delante de las
damas.
Malestrazza puso fin a este parloteo. Si continuaban así, rezongó, nunca
llegarían a la casa de Dios de Saraires antes del anochecer, y se verían
obligados a dormir contra la ladera de la montaña, expuestos al viento.
—A mí eso no me incomoda en absoluto —concluyó diciendo—, pues
estoy acostumbrado. Pero creo que sería un poco duro para vosotros, al
menos después de un solo día de marcha.
—Aquí tenemos un buen mozo que no se apiada en absoluto de la pobre
gente —refunfuñó Mahaut incorporándose—. Cualquiera diría que quiere
quitamos las ganas de ir más lejos.

Se pusieron de nuevo en camino. Marion había regresado a su carreta y


cogido de nuevo el cincel. Los traqueteos volvían su labor arriesgada; se
sintió contrariada por ello, pues temía cometer alguna torpeza que la
ridiculizara a los ojos de los monjes. Andrésis, el arquero, gruñía bajo sus
bigotes insultando al caballo, que resoplaba. La muchacha se había dado
cuenta de que evitaba su mirada y fingía no oírla cuando ella le hablaba.
Estaba, sin duda, rabioso por haber sido puesto bajo el mando de una mujer.
La ascensión fue difícil, y Marion tuvo que apearse varias veces para
aligerar la carreta. Oyó a algunos peregrinos insultarla entre dientes porque
temían que el bloque de piedra cayera de repente fuera del vehículo y les
aplastase.
En la lejanía, los cantos habían cesado.
«Los que nos precedían han llegado ya a la primera casa de Dios —
pensó la muchacha—. Les han lavado los pies y les han servido vino caliente.
Cuando nos llegue el tumo a nosotros, probablemente no quedará ya nada que
comer. Todos los jergones estarán ocupados y tendremos que contentamos
con algunas gavillas de vieja paja.»
Luego dejó de reflexionar. El calor, el viento y la fatiga le habían dejado
la mente en blanco. Se limitó a andar a paso corto al lado de la carreta
tratando de no dejarse triturar los pies por las grandes ruedas reforzadas con
hierro.
Una vez llegados a la cima de la segunda cresta, iniciaron el descenso.
El cielo se encapotaba. Tenían todos los pies que les ardían y las piernas
destrozadas. Los que habían soltado un suspiro de alivio al tomar la
pendiente, no tardaron en darse cuenta de que el descenso no era tampoco un
paseo, pues el más mínimo paso en falso podía hacer que uno cayera
precipicio abajo.
Por fin, la silueta de la casa de Dios se perfiló al fondo del sendero.
Marion pudo así calibrar la amplitud del rodeo dado por Malestrazza. Caía la
noche y el camino estaba desierto. El edificio, de gran sencillez, se componía
de un muro en el que se abrían una multitud de nichos, como un palomar. En
estas celdillas, los monjes depositaban pan que los romeros se llevaban a su
paso. Lo más frecuente era que estas hospederías no tuvieran ninguna
comodidad. Se les amontonaba en los graneros, en unas malas yacijas o sobre
gavillas de heno. Estaban allí tan apretados que tenían que dormir con la nariz
pegada a las nalgas del vecino.
Una fuente gorgoteaba en el patio. Los peregrinos corrieron hacia ella
para refrescarse.
Un monje se adelantó hasta el umbral de entrada del edificio.
—Llegáis muy tarde —dijo—. No queda ya sopa y muy pocas hogazas,
pero habéis elegido el camino más difícil, y esta nueva prueba, añadida a
aquéllas por las que acabáis de pasar, seguramente os hará ganar el favor del
santo.
Andrésis, el arquero, masculló un juramento por debajo de sus bigotes.
El monje añadió que los dormitorios comunes estaba llenos: habría, pues, que
contentarse con la granja cuya paja no estaba aún demasiado sufrida.
Marion se dio cuenta de que estaba tiritando. La noche invadía el
paisaje, difuminando los contornos. Mahaut y los demás habían corrido hacia
los nichos para arramblar con los últimos mendrugos. La muchacha aguantó a
Constance de Hurault, cuyas piernas ya no le sostenían.
—Nos repartiremos lo que llevo en mi alforja —le susurró ella—, no
temáis nada.
—Gracias, muchas gracias —gimió la dama de tristes ojos—. Durante la
última legua creía que me iba a morir. Tengo miedo de no ser lo bastante
fuerte para proseguir, y sin embargo, es necesario..., es necesario que lo haga
por aquel que amo.
Marion se la llevó hasta la granja. Un maltrecho farol que se
bamboleaba a causa del viento arrojaba su resplandor sobre una hacina de
sufrida paja de ácido olor. La imaginera confió en que no estuviera plagada
de parásitos, como era a menudo el caso en ese tipo de lugares. Cada uno se
buscó un huequecito en ella sin ninguna intención de discutir. Esa noche, no
era cuestión de hacer vela.
Marion ayudó a la señora Constance a trepar a la hacina y la instaló
pegada a ella, a fin de mantener sus mutuos calores corporales y protegerse
así del frío. Los pies de la baronesa aparecieron ensangrentados, pese a los
trapos con que había tenido la precaución de envolvérselos. Tratando de
limpiárselos, Marion tomó conciencia de la fragilidad de la bella señora de
Hurault. Su cuerpo poseía la fragilidad de esas ciervas que, tras una carrera
demasiado larga, terminan por caer desfallecidas en medio de un claro del
bosque, resignándose a esperar que la jauría las despedace.
—Mañana subiréis a la carreta, a mi lado —susurró Marion.
—No, no —dijo entre jadeos Constance con voz aterrada—. Eso sería
hacer trampas. Tenéis buen corazón, os lo agradezco, pero no comprendéis...
Es preciso que sufra, es la única oportunidad que me queda de salvar algo del
amor que me unía a mi esposo. Las cartas... Me las sé de memoria, os las
recitaré... Son tan hermosas...
—Pero hay que dar tiempo a las llagas para que cicatricen —rezongó
Marion.
—Los demás me odiarán más aún —gimió la baronesa—. Me han
mantenido aparte en todo momento... Si os empeñáis en prestarme vuestra
ayuda, os veréis marginada vos también.
La imaginera no respondió. Rebuscando en la alforja preparada por
Azael, improvisó un vendaje untado de pomada. Era preciso trabajar a tientas.
Constance de Hurault se durmió antes de que ella hubiese terminado.
Cuando iba a tumbarse sobre la paja, Marion oyó relinchar al caballo. El
animal se agitaba en el patio, piafando y tirando del ronzal. Inquieta, la
muchacha se deslizó por la hacina para ir a ver qué pasaba. Encontró a
Andrésis tratando de calmar al animal.
—¡Por los clavos de Cristo! —gruñó el arquero—. No sé qué le pasa.
Desde que ha caído la noche, se ha puesto como una fiera. ¡Míralo! Me
mordería si tratara de tocarle el morro. No hay quien lo entienda. Ya no es el
mismo. Parece un caballo salvaje.
Marión frunció el ceño. Los relinchos del corcel resonaban de cumbre a
cumbre, y estos ecos daban la impresión de que otros diez caballos, ocultos
en la montaña, le respondían.
«¿Por qué diez? —le susurró una maliciosa vocecilla dentro de su
cabeza—. Tres bastarían. No hacen falta más que cuatro para descuartizar a
un condenado..., o a una viajera imprudente que se mete donde no la llaman.»
Hubiera querido disimular su nerviosismo, pero le pareció que Andrésis
estaba igualmente alerta.
—No me gusta nada eso —espetó el viejo soldado—. No es normal.
Quizá es que hay lobos en los alrededores.
«Lobos —pensó Marión— Lobos o demonios...»
Capítulo 8

DURANTE toda la noche, Marion se vio acosada por pesadillas. Se despertó


repetidas veces, convencida de haber oído un ruido de cascos. Sentada en la
paja, escrutaba entonces las tinieblas, temblando ante la idea de ver aparecer
los caballos negros del suplicio de san Gaudemón. Las acusaciones delirantes
de fray Guillermo la perseguían. Imaginaba a los monjes, cómplices de Satán,
tomando de cada grupo de peregrinos a una víctima propiciatoria. Ante la
imposibilidad de volver a conciliar el sueño, se deslizó hasta apearse de la
hacina. Fue a beber a la fuente, pero el frío era tan intenso que buscó refugio
en la iglesia. Apenas hubo cruzado el umbral, se quedó helada: el único vitral
que sé que abría en el muro por encima del altar mostraba el suplicio de
Gaudemón en la arena, y a las cuatro yeguas lanzadas hacia adelante, que le
arrancaban los miembros. El naciente día inundaba el mosaico de cristal
coloreado con sus rayos, de modo que una luz de color sangre penetraba en la
nave. Los caballos, inmensos, salvajes, habían sido representados con tal
desmesura que parecían mayores que unas torres. Encabritados, los
delanteros azotando el aire, se tenía la impresión de que se disponían a
pisotear a los espectadores hacinados en las graderías. Por costumbre, Marion
se santiguó y fue a arrodillarse sobre las losas, pero no experimentó ninguna
sensación de alivio. Era difícil rezar bajo la mirada bárbara de los corceles
enloquecidos. Una presencia, a su lado, la hizo incorporarse. Uno de los
monjes estaba parado allí, con una hogaza de pan en la mano. Se la entregó
con una sonrisa. Marion le identificó a partir de las estampas iluminadas del
códice de rutas que le habían hecho aprender de memoria: era fray Benito.
Reconoció su nariz achatada y el lobanillo que le crecía en la mejilla derecha.
—Toma —dijo el monje— Sé que no has recibido nada esta noche.
Come para recuperar fuerzas. Tú y tus compañeros habéis elegido la puerta
estrecha. Habrá pocos elegidos. Rezaré por vosotros. Son pocos los que
aceptan pasar por las pruebas que vosotros os imponéis.
Por la tristeza de su mirada, Marion comprendió que consideraba
igualmente que iban a ser muchos los que perecerían por el camino. Cuando
empezó a comer, la muchacha se dio cuenta de que estaba muerta de hambre:

Se pusieron de nuevo en camino una vez que hubieron tomado la sopa.


A pesar de haber dormido, sus rostros permanecían pálidos, cansados. Los
peregrinos de los demás grupos, aquellos que habían elegido tomar el camino
normal, habían evitado dirigirles la palabra, como si estos romeros
extenuados les produjeran mala conciencia.
—¡Mirad a los buenos caminantes! —se rió burlonamente la gorda
Mahaut sacudiéndose la paja pegada a sus ropas—. Viéndoles la caras, salta a
la vista que ellos no han sudado sangre. ¡El santo no les concederá nada, pues
ya lo disfrutan por anticipado!
Se mofaba, la muy malvada. Marion no tuvo valor de desengañarla.
Cuando se dirigía hacia la carreta, Mahaut la alcanzó.
—Deberías dejar de mimar a la baronesa —murmuró—. Es una llorona.
Hace semanas que estoy de camino con ella, y todas las noches, al amor de la
lumbre, nos da la tabarra con la historia de su hombre que se cae a pedazos.
Bien pudiera ser que ni siquiera fuera cierto. No es más que un cuento para
despertar la compasión ajena. ¿Es que todavía no has comprendido que lo que
quería precisamente era subir a tu carreta?
Marion no tuvo tiempo de responder, pues los monjes estaba reuniendo
ya a los peregrinos para darles la bendición.
Tan pronto como hubo terminado la plegaria, Malestrazza dio la señal
de partida. Los que cantaban y los que se preparaban para sufrir se dieron la
espalda, cada uno tomando por un camino distinto.
De entrada, el día se anunció difícil. El sendero se prolongaba a través
de un desierto de rocas quebradas que le destrozaban a uno las rodillas.
Contrariamente a lo que había pretendido Mahaut, Constance de Hurault
se negó a tomar sitio en la carreta y se empeñó en escalar la ladera de la
montaña por su propios medios, agarrada a su bordón, con su fino rostro
desfigurado por los pinchazos de sus pies desgarrados.
Los primeros porteadores entraron en acción, proponiendo sus servicios
a aquellos que trastabillaban. Ya cargaban bultos, ya levantaban al peregrino
agotado sobre su espalda y continuaban así, con el rostro amoratado por el
esfuerzo. Las venas sobresalían en sus sienes, como si fueran lombrices.
Estos servicios se pagaban por supuesto a buen precio o se hacían a cambio
de comida o vino.
Hicieron una primera parada. Marion escaló un gran peñasco para tratar
de descubrir el paisaje de los alrededores. La bruma estancada en los
desfiladeros no permitía ver muy lejos, pero, en cuestión de un instante, tuvo
la ilusión de sorprender unas siluetas que se iban escondiendo. Les seguían...
Al instante pensó en unos salteadores de caminos y estuvo tentada de
avisar a Malestrazza, pero acto seguido se acordó de que debía desconfiar de
él. Frunció los párpados y escrutó el dédalo de rocas que se extendía más
abajo. ¿Quién podía pisarles los talones? ¿Y por qué se escondían? Ya no
estaba segura de haber visto nada.
Unas siluetas, unas sombras... agazapándose en las hendiduras de la
montaña.
Saltó a tierra y se acercó al viejo arquero.
—Nos siguen —cuchicheó.
—Lo sé, querida —dijo Andrésis fingiendo examinar los cascos del
caballo—. Hace un momento que los he detectado. Tengo oído de soldado.
Los pequeños desprendimientos de piedras les traicionan.
—¿Se trata de bandidos? —se inquietó Marion.
El arquero puso mala cara.
—No lo sé. Pero el caballo está demasiado nervioso. Mira cómo
tiembla. Los ladrones no producen este efecto en las bestias. Sólo el olor de
los lobos provoca una reacción semejante en los animales domésticos.
«Los lobos o los demonios...», pensó Marion.
—Permanezcamos en guardia —aconsejó ella.
—Voy a sacar mi arco y mi carcaj —dijo Andrésis—, Hace viento, pero
tengo la mano lo bastante segura todavía como para asaetear a unos cuantos.
Malestrazza no parecía haberse dado cuenta de nada. Resultaba difícil de
admitir.
Ahora Marion aguzaba el oído, aplicándose a detectar los
desprendimientos sospechosos que delataban el avance de los perseguidores.
¿Se habrían tomado unos bandidos tantas molestias para atacar a un grupo de
peregrinos piojosos?
«Hubiera resultado más fácil rodear a los que nos preceden por el
camino oficial», pensó ella. Buscó la mirada de Malestrazza. Éste permanecía
distante, poco comunicativo. No hacía nada por romper la monotonía de la
marcha con cuentos o anécdotas. Muy al contrario, se hubiera dicho que
sentía placer en hacer reinar un silencio que nadie se atrevía a romper. Había
algo de monje en él.
«¿Un fraile exclaustrado?», se preguntó la muchacha. Le molestaba
sentir placer en pormenorizar el perfil del guía, en espiar la robustez de sus
muslos bajo la tela de las calzas y de las bragas. No había sido nunca una de
esas que miran de reojo a los muchachos con una risa tonta. Le desagradaba
descubrir en sus entrañas una ansiedad a la que no estaba acostumbrada.
—¡Allí arriba! —susurró de repente Andrésis en tono alarmado—. Los
dardabasíes.
Marion levantó la cabeza. Unas aves revoloteaban en el cielo alrededor
de la cumbre del pico rocoso. La llegada de los peregrinos había interrumpido
su festín y ellos mostraban su descontento.
—Una carroña —profetizó el arquero—. Si el viento no soplara tan
fuerte, percibiríamos ya su hedor.
Instintivamente, apresuraron el paso. Marion pasó por delante del
caballo para reunirse con Malestrazza. Arriba, descubrieron una decena de
cabras muertas, tendidas sobre la roca. Los dardabasíes habían comenzado a
arrancarles la piel, pero no había el menor rastro de arañazos o de
dentelladas.
«Esto no es cosa de los lobos —constató Marión—, pues éstos les
habrían sacado las tripas para devorarlas.»
Se agachó para examinar a las bestias cuyo cuello parecía extrañamente
doblado, como si sus vértebras hubieran sido trituradas.
«Se diría que las han colgado —se dijo— Es absurdo.»
Se sorprendió buscando el rastro de una horca, pero no encontró nada.
En la ciudad, ocurría que condenaban a la hoguera a animales sospechosos de
posesión. Un asno, una vaca, que habían herido a su propietario, podían ser
así juzgados por delito de hechicería y de contagio demoníaco, pero aquí, en
la cumbre de la montaña, una ejecución semejante era poco probable. Cuando
se levantó, vio a Malestrazza arrodillado cerca del cuerpo de un joven, sin
duda el pastor. No le habían perdonado la vida. Estaba tumbado boca arriba,
el miedo le había hecho encanecer el pelo como a un anciano, y sobre su
cuello roto se extendía la marca de una mano humana. La mano del asesino
que les había estrangulado, a él y a su rebaño.
—¿Quién ha hecho eso? —preguntó ella—, ¿Quién puede estar tan loco
como para asesinar a un pastor y sus bestias?
El guía clavó sus ojos en los de la muchacha.
—La montaña es peligrosa —dijo a media voz—. Es frecuentada...
—¿Por los demonios? —inquirió Marion.
Malestrazza contuvo una sonrisa burlona.
—Por los demonios, no lo sé —repuso—, pues nunca me he encontrado
con ninguno. Pero andan gentes muy extrañas por entre estos peñascos.
Antiguos peregrinos a quienes las pruebas del camino hicieron perder la
cabeza. Vagan por las cumbres, viviendo igual que trogloditas. Algunos se
han convertido en hombres salvajes, próximos a las bestias.
—¿Por qué?
—Dicen que, a medida que se acerca uno a las reliquias de san
Gaudemón, los malos espíritus se agitan en el alma de aquellos que están
poseídos. Gentes que se creían normales, muestran de repente la negrura de
sus pasiones. Cae la máscara, su verdadera naturaleza surge a la luz del día.
Los vicios que mantenían ocultos aparecen a los ojos de todos. Es así como el
santo separa el grano bueno de la cizaña. Los impulsos que se creía podíamos
guardar secretos nos dominan de repente, y no es posible ya seguir fingiendo.
El bribón revela sus inclinaciones hacia la sodomía, la mujer lujuriosa no
tiene más que una idea, que la monten todos los hombres presentes.
—Y el que soñaba con ser asesino se dispone a asesinar.
—Sí, eso es lo que ocurre. He podido comprobarlo numerosas veces. Te
lo repito: caen las máscaras. Ya te darás cuenta. En torno a los fuegos de
campamento, los romeros dejan poco a poco de contar las mismas historietas
estúpidas, prefieren confesarse, públicamente... El mal sale de ellos, igual que
una buena sudada le saca a uno la fiebre del cuerpo. Ándate con cuidado, si
tienes cosas que esconder. Te verás obligada a hablar... Será un impulso
irresistible. Algo te empujará a hacerlo, una potencia que nos supera. Y si
resistes, si te empeñas en disimular, te volverás loca. Entonces te pondrás a
correr por las cumbres como el pobre demente que ha asesinado a este pastor.
Marion se esforzó por no dejar traslucir su turbación. Detrás de ella, los
romeros escuchaban, con la cabeza baja.
—Lo que digo vale para todo el mundo —insistió Malestrazza—. La
marcha va a depuraros, a limpiaros. Si, por vergüenza, contenéis el mal
dentro de vuestro cuerpo, os convertiréis en unos monstruos.
Andrésis, como viejo soldado que era, al que los cadáveres no
impresionaban desde hacía ya mucho tiempo, se arrodilló cerca del pastor.
—No hace mucho —comentó—. El que ha hecho esto anda aún por los
alrededores. —Incorporándose, añadió—: las cabras no están en absoluto
corrompidas, por lo que sería de tontos dejar perder una carne tan buena.
Tras decir eso, sacó su cuchillo de degollador y se puso a cortar de cada
bestia los mejores pedazos.
Los peregrinos decidieron de común acuerdo amontonar piedras sobre el
cadáver del pastor de manera que formaran una especie de túmulo que le
protegiera de las aves rapaces. Malestrazza les dejó hacer sin dar su opinión.
Marion permanecía turbada por las revelaciones del guía. Sobre todo por
lo que éste había dicho acerca de los vicios secretos que salían a la superficie.
Se preguntó lo que el poder del santo revelaría de sus propias culpas.
«¿Y si fuera por esa razón por la que los peregrinos desaparecen? —
pensó—, ¿Porque no son lo bastante fuertes para confesar sus culpas y verse
libres de ellas?»
¿Acaso se volvían todos locos y se ponían a vagar por la montaña,
perdiendo hasta el recuerdo mismo de su vida pasada?
«Es lo que le sucedió a fray Guillermo —se dijo—. Quiso acallar los
vicios que hervían dentro de él, y la demencia se apoderó de su espíritu. En
cuanto a Yolande... Yolande, mi hermana tan sonriente, tan serena, ¿qué
sabemos en realidad de los secretos que encerraba en el fondo de su alma?»
Hombres, mujeres salvajes, había dicho Malestrazza, pudriéndose en las
cuevas, viviendo igual que bestias...
Marion miró a su alrededor. ¿Y si Yolande estuviese allí, en este mismo
momento, espiándola? Una Yolande sucia y apestosa, desnuda y loca, que ya
no recordara siquiera su nombre de pila.
—Larguémonos —espetó Andrésis—. Las cabras muertas espantan al
caballo.
Por una vez, nadie insistió en prolongar la parada.
Al ser el camino del puerto prácticamente llano, la marcha se volvió más
fácil. La niebla no se levantaba; la visibilidad no pasaba apenas de los cien
codos.
—Es una lástima estar tan cerca de Dios y no poder contemplar la
grandeza de sus creaciones —gimió una caminante.
—Sin duda el Señor ha considerado más oportuno dispensaros de
sucumbir al vértigo —se rió burlonamente Malestrazza sin volver la cabeza—
Por una parte y otra de este sendero se extienden dos precipicios que se
hunden directamente en el valle. Mirad bien donde ponéis los pies, si no
queréis caer como un pájaro asaeteado en pleno vuelo.

Durante todo el día, Marion permaneció alerta, aguzando el oído. De


repente, abandonaba su trabajo para mirar atrás. Escrutaba la niebla con el
temor de ver inquietantes siluetas perfilarse a través de los cendales.
«La peregrinación de los locos... —pensaba—. El cortejo de
Hellequin...2 Han seguido nuestros pasos, esperando el momento de
empujamos al vacío.»
Llegaba a imaginarse un ejército compuesto por los ex peregrinos que
habían abandonado la ruta antes de haber alcanzado el santuario. Todos
aquellos cuyos vicios secretos habían destruido su espíritu... ¿Estaban allí, al
acecho? ¿Celosos, totalmente resueltos a impedir a cualquiera arrodillarse
delante de las reliquias del santo? Temblaba ante la posibilidad de verles de
repente precipitarse entre alaridos. Yolande a la cabeza de todos ellos. Una
Yolande que hubiera perdido la razón, con los cabellos encostrados de barro,
desnuda como un ser salvaje...
Le costó sobremanera concentrarse en su trabajo. Los traqueteos del
camino entorpecían su mano. Comenzaba a temer que estropearía la piedra.
Lo peor de todo era que le parecía que el rostro del santo, en su primer
bosquejo, tenía una cierta semejanza con Malestrazza. Había sido algo
involuntario, sus manos la habían traicionado, o bien se trataba de una simple
coincidencia.
A lo lejos, en alguna parte, en otro mundo, en una casa de Dios llamaron
a vísperas. El cielo enrojecía, la bruma que no se había levantado parecía
colmarse de sangre. Apareció una aldehuela, compuesta de tres casuchas
colgadas en la ladera de la montaña. Por haberlo leído en el códice, Marion
sabía que se trataba de los Páturiaux. Vivía allí una familia de jorobados, tras
haber decidido exiliarse a las alturas para huir de la maldad de las gentes de
la villa. Eran muy conocidos por su amabilidad.
—No vale la pena darse prisa por llegar —manifestó Malestrazza—, No
habrá nadie. Hay que esperar a que traigan de vuelta a las bestias. Cuando
lleguen, podréis esperar recibir un pedazo de queso, salvo que los que nos
precedían se los hayan comido todos.
—Ése es el peligro, cuando se llega después de todo el mundo —
refunfuñó Mahaut, a quien la fatiga volvía mala.
Hicieron un alto, con los pies ardiéndoles, deslomados.
«No nos dará tiempo de llegar a la casa de Dios de Vauldoire —pensó
Marion repitiéndose el itinerario que Azael le había hecho aprender—. O los
jorobados de los Páturiaux nos dan albergue por la noche o tendremos que
dormir en una cavidad de las rocas, a merced de los lobos.»
Esperaron. El sudor se secaba sobre sus hombros y les castañeteaban los
dientes. Por fin, unas siluetas corcovadas aparecieron de entre las rocas; eran
los jorobados que volvían para tomar la sopa. Casi no se veía nada.
—¡Si esperamos más, nos romperemos la crisma en la oscuridad! —
espetó Mahaut.
Marion sentía un cierto escrúpulo de invitarse de ese modo en casa de
unas pobres gentes que, era evidente, sobrevivían no sin esfuerzo.
Malestrazza dio la señal de partida. Él se adelantó para parlamentar con los
pastores.
—Dios mío —suspiró la señora Constance—, estos pobres desdichados
deben de estar hartos de ver a peregrinos que vienen a mendigar ante su
puerta. Estarían en su derecho de tirarnos piedras.
—¡Sólo faltaría eso! —rezongó Mahaut—. Si tienen esa pinta horrible
es porque tienen muchos pecados que expiar. Dar limosna a los peregrinos les
hará ganarse un lugar en el paraíso.
Tomaron el camino de la aldehuela. Las casuchas parecían animales
agazapados apretándose unos contra otros para resguardarse del viento. Los
jorobados no lanzaron ningún grito de alegría al ver surgir a aquella legión de
pedigüeños. Aceptaron, no obstante, ofrecer a los peregrinos una olla de sopa
clara en la que nadaban unas pocas verduras, y en abrirles las puertas de una
granja donde podrían pasar la noche.
—No conviene dejar el caballo fuera —dijo el que parecía ser el
patriarca de la comunidad—, pues las bestias se lo llevarían.
Tenía un acento tan marcado que sus palabras eran apenas
comprensibles.
—¿Qué bestias? —preguntó la muchacha.
—Los unicornios —dijo el buen hombre—. Se ponen a relinchar a la
salida de la luna, entonces tu montura se largará con ellos, para aparearse. A
continuación los unicornios la empujarán al vacío.
Marion no se atrevió a contradecirle. La montaña no era el hábitat
natural de los caballos y le parecía difícil admitir que un rebaño salvaje
pudiera galopar en aquel desierto de rocas.
Así pues, se resguardaron. Tan pronto como los batientes de la granja
fueron cerrados, cayeron todos dormidos. En el transcurso de la noche,
Marion se vio, sin embargo, despertada por los movimientos nerviosos del
caballo. La bestia daba tirones del ronzal resoplando con fuerza por los
ollares. La muchacha rodó sobre el costado. Tuvo la impresión de oír un
ruido de cascos, delante de la puerta, luego un relincho se elevó en medio de
la noche, que hizo estremecer a su corcel.
«Los unicornios —pensó—. Han venido en su busca.»
Capítulo 9

AL AMANECER, los jorobados abrieron la puerta de la granja. Dos mujeres


llevaban una olla de sopa humeante y un pedazo de pan ceniciento.
—No son muy agraciados —comentó la gorda Mahaut—. No sé si te has
dado cuenta de que son incapaces de mirar a nadie a la cara.
—Eso es debido a su defecto físico —repuso Marion, irritada.
—Bonito pretexto —dijo burlonamente Mahaut.
Marion se sentía violenta. Recibir limosna de unas gentes más pobres
que ella la incomodaba terriblemente. Tenía la impresión de ser una ladrona,
o bien uno de esos señores que, en el curso de una partida de caza, se invitan
a casa de uno de sus siervos para beberse su vino, vaciar la sopera y tontear
con su mujer.
Se sintió casi aliviada de reanudar el camino.

Para calmar su nerviosismo, se puso de nuevo a tallar el bloque de


piedra. Los útiles no le obedecían y el rostro del santo evocaba cada vez más
el de Malestrazza. Echando un trapo sobre el rostro inacabado, atacó el resto
del cuerpo. Como siempre, cuando se trataba de una representación de
Gaudemón, los brazos y las piernas debían ser móviles. Era una convención
seguida por todos los imagineros. Había que ser capaz, con ocasión de las
ceremonias, de separarlos del tronco y luego de volver a colocarlos en su sitio
a fin de simbolizar el milagro que había tenido lugar, antaño, en la arena.
Toda la dificultad estribaba en perforar un sistema de encajes fiables que
asegurase un perfecto equilibrio a la estatua una vez que ésta fuera
recompuesta. Esta parte del trabajo preocupaba a Marion. Temblaba ante la
idea de que «su» Gaudemón pudiera desarticularse en medio del oficio
divino, desparramando sus miembros sobre el altar. Se vería en ello, a buen
seguro, un mal augurio.
Cuando empezó a separar el primer brazo del cuerpo de la estatua, tuvo
que luchar contra un mal presentimiento. Tuvo de repente la certeza de estar
haciendo algo indebido. Como para hacer de eco a su turbación, Mahaut
soltó:
—Yo, en tu lugar, me guardaría de reproducir los gestos del verdugo
que mutiló al santo.
Los dedos de Marion se crisparon sobre los útiles. Con los dientes
apretados, continuó su trabajo. Mientras delimitaba el contorno de las manos,
la imagen de los hematomas dejados en el cuello del pobre pastor asaltó su
mente. Ahuyentó ese recuerdo y se puso a golpear la piedra con más ahínco.
La jomada transcurrió sin incidentes. Cuando Marión se enderezó, con
los hombros agarrotados por el cansancio, el sol ya se ponía. Terna un
regusto a piedra en los labios y las palmas de las manos le ardían. Había
separado los dos brazos. No le quedaba más que pulirlos. Por desgracia,
contrariamente a lo que esperaban los peregrinos, Malestrazza no se desvió
en absoluto hacia el valle.
—Hay una cueva, a media legua de aquí —anunció—. Pasaremos la
noche allí. No conviene que os acostumbréis a las comodidades propias de
los dormitorios de las casas de Dios. Dormir como los osos os curtirá y
elevará vuestra alma.
No se atrevieron a protestar, pues había soltado su parrafada en un tono
seco, teñido de maldad. Había que aceptar sus órdenes. La niebla invadía la
cresta, pronto no se vería nada a diez pasos. Marion temía que esa pantalla de
blanco humo permitiera a sus perseguidores acercarse sin ningún riesgo a la
columna. De nuevo, el caballo piafaba como si hubiera detectado una
amenaza. Caminaron hasta la cueva.
—No me gusta esta bruma —refunfuñó Mahaut—. En mi tierra es el
disfraz preferido de los trasgos y duendes. Si uno no quiere sufrir sus malas
pasadas, hay que ponerles unos juguetes en el umbral de las casas. Basta, por
lo general, con unos banderines de tela de color para neutralizar su maldad.
Se divierten con ellos toda la noche y no piensan ya en hacer ningún daño.
Se acurrucaron en la cueva mientras Malestrazza encendía un fuego de
campamento en la entrada del abrigo, a fin de mantener alejados a eventuales
depredadores. Mahaut miraba las manos de piedra toscamente talladas que
descansaban a uno y otro lado de la estatua de Gaudemón.
—¿Qué pasa? —inquirió Marion, a quien esta insistencia irritaba.
—No deberías dejarlos así —murmuró la gorda mujer—. No dejo de
pensar en esas marcas negras en la garganta del joven pastor. Se veía
perfectamente, por la forma de los dedos, que fue un hombre quien lo hizo,
no una mandíbula de lobo.
Marion estuvo a punto de ordenarle que se callara. ¿Para qué darle
vueltas a esas cosas?
—Mientras las manos de piedra no hayan sido bendecidas por un
sacerdote —repitió Mahaut—, el diablo puede apoderarse de ellas y hacerlas
mover a su antojo. Deberías atarlas.
—¿Atarlas?
—Sí. A los malos espíritus les encanta introducirse en todo lo que pueda
servirles de cuerpo, es algo sabido.
Viendo a los romeros reunirse en torno a Mahaut, Marion decidió cortar
por lo sano.
—¡Si eso va a tranquilizarte! —dijo con un suspiro, y anudó dos tiras de
cuero alrededor de las muñecas de piedra. Sospechaba que la gorda mujer la
acosaba para vengarse de no haber sido invitada a ocupar un sitio en la
carreta. ¿Qué diría si viese que el rostro del santo se parecía al de
Malestrazza?
«Habrá que subsanar eso —pensó Marion—. Corregir la nariz, la boca.»
¡Cuánto más fácil era decirlo que hacerlo! Un golpe de cincel impreciso
podía desfigurar la imagen y volverla inutilizable.
Comieron en silencio la carne de las cabras estranguladas que Andrésis
se había llevado. Las mujeres la mordisqueaban con la punta de los dientes,
obsesionadas por el recuerdo del pastorcillo con el cuello renegrido.
—Eso me huele a emboscada —rezongó el viejo arquero dejándose caer
en medio del polvo—. Sé lo que me digo, pues he guerreado lo suficiente
como para olerme que se está preparando una trampa. Nos siguen, nos espían.
Se nos pegan a los calzones como una jauría de lobos que dudase en pasar al
ataque.
Había sacado del cofre un arco de madera de tejo y su carcaj provisto de
flechas.
—Hice bendecir mis flechas —dijo en tono convencido—. Los
demonios no podrán resistir a ellas.
A Marion le hubiera gustado compartir su seguridad.
Pese a sus aprehensiones, la noche transcurrió sin incidentes. Cada vez
que se despertaba, Marion volvía sus ojos hacia el fuego para observar a
Malestrazza, inmóvil en la entrada de la cueva. ¿Es que aquel diablo de
hombre no dormía jamás?
Soñó con él. Un sueño vergonzoso que le sacudió el vientre con un
espasmo delicioso. Se mordió los labios rezando para que Mahaut no la
hubiese oído gemir.
Al día siguiente, quiso retocar el rostro de la estatua, pero fracasó. Sus
dedos estaban como embrujados, y cada nuevo golpe no hacía sino acentuar
la semejanza del santo con Malestrazza. Si Mahaut lo descubría, daría aviso a
los demás y la tildaría de blasfema. Habría que mantenerla apartada de la
carreta y tener la cara de «Gaudemón» cubierta de forma permanente. ¿Había
que ver en ello una de las primeras manifestaciones de la maldición que
afectaba a los peregrinos cuyo corazón no era lo debidamente puro? Cuanto
más se acercaba Marion al santuario, más extraños pensamientos afloraban en
ella, apetitos desconocidos y de los que, hasta entonces, se había creído libre.
Comenzaba a sentir miedo. ¿Estaba saliendo su parte oscura a la superficie?

Llegaron por fin a la casa de Dios de Vauldoire, de la que el códice


destacaba la bonita campana subida a cuestas por unos peregrinos llegados
del norte de Francia. «El sonido —decía el libro— guía a los caminantes
cuando éstos se ven perdidos en medio de la niebla, cosa frecuente a esta
altitud.»
Según el libro de rutas, la casa estaba bajo la dirección de fray Gilberto,
un monje que había viajado a Tierra Santa y que había sido dejado maltrecho
por los sarracenos. Una estampa iluminada le representaba con una gran
cicatriz que le cruzaba el rostro. Las mujeres le temían, injustificadamente,
pues era un hombre de una gran bondad. Marion estaba esta vez decidida a
resistir a la fatiga y a obtener las respuestas que aguardaba acerca de su
hermana.
Por desgracia, las cosas no sucedieron tal como ella esperaba. Gilberto,
al ver la piedra tallada, saltó dentro de la carreta y apartó el trapo que cubría
el rostro del santo, descubriendo los rasgos de Malestrazza. Marion creyó
morirse de vergüenza y sintió que se ruborizaba. El monje no hizo ningún
comentario, pero apretó las mandíbulas.

—Sería conveniente que hablásemos —manifestó haciéndole una señal


de que le siguiera a fin de hacer un aparte con ella.
La muchacha obedeció.
Gilberto avanzó hasta el borde del vacío, allí donde la montaña caía a
pico. La niebla que ascendía del abismo de piedra ocultaba el valle. Uno se
sentía como al margen del mundo.
—Me acuerdo muy bien de las caras —dijo el monje—. Pasa mucha
gente por aquí, pero tu hermana tomó este camino, hace dos años, creo... Tú
te le pareces mucho. Hace un rato, cuando has bajado de la carreta, he creído
que era ella la que volvía, y he sentido miedo.
—¿Miedo? —se asombró Marion.
Gilberto volvió hacia ella su rostro marcado.
—Sí —murmuró él—. Sin duda no lo sabes, pero ella se volvió mala.
Los que la acompañaban acabaron temiéndola. La marcha produce ese efecto
en las personalidades atormentadas. Sus impulsos ocultos retoman a la
superficie. Es como el cieno que sube del fondo de un estanque para enturbiar
el agua. Han debido de hablarte ya de ello, supongo.
—Sí —confesó la muchacha, con el corazón encogido de aprensión.
—Yolande era como un agua clara que escondía mucho cieno. Cuando
el agua se enturbió, se volvió cenagosa, y el animal más sediento no hubiera
bebido de ella. Tu hermana escondía numerosos pecados en lo más profundo
de su alma. A medida que se acercaba al sepulcro de san Gaudemón, esta
parte malvada se fue apoderando de ella. El santo anhelaba que se zafara de
ella, pero Yolande se negaba a hacerlo. Quise oírla en confesión, le supliqué
que se liberara de sus demonios, pero, por desgracia, ella se obstinó en
mentir. Me opuso su sonrisa y sus ojos claros, confesaba unos pecados sin
importancia, y yo sabía que mentía. Yo percibo estas cosas. Vi cómo quedaba
atrapada, cómo caía ella misma en la trampa. Rechazó la ayuda que yo le
ofrecía. Tengo por costumbre sondear las almas, adiviné lo que se escondía
detrás de su frente rosada, de su lindo rostro. Era como esas charcas en las
que hay que guardarse mucho de remover el agua y beber tan sólo en la
superficie, sumergiendo apenas la mano.
Dio algunos pasos, bordeando peligrosamente el abismo. Los guijarros
crujían y rodaban bajo sus sandalias. A Marion le pareció que tenía la mirada
perdida, casi alucinada, como si la imagen de Yolande continuase
obsesionándole. Se preguntó si fray Gilberto no habría sentido por su
hermana algo más que un interés puramente religioso...
—¿Qué hizo? —preguntó—. ¿Se comportó de forma irreverente?
El monje bajó la cabeza.
—No —susurró—. Era algo más solapado. Una especie de enfermedad
galopante. Una lascivia del cuerpo que se dejaba traslucir hasta en la manera
cómo juntaba las manos para rezar. Estaba pudriéndose. Una noche, la
descubrí desnuda en la capilla...; ella aseguró después que había ido allí en
sueños, pero yo creo que lo hizo con fines profanatorios. Sus compañeros de
camino me dijeron, en confesión, que la pulpa de las frutas que ella se llevaba
a la boca se volvía negra tan pronto como les hincaba el diente. Cuando
comprendí que estaba perdida, la exhorté a que hiciera penitencia, a que se
fustigara. Le entregué un cilicio, pero ella se rió en mis narices. Un peregrino
me confió que la había oído hablar en sueños. Murmuraba horrores sobre los
suyos, sobre su familia... Acusaba a su padre de haberla forzado a fornicar
con él. Afirmaba que su hermana, tú en ese caso, se prestaba con docilidad a
esas prácticas...
—¡Eso es falso! —dijo entre jadeos Marion.
El monje levantó la mano para mantener la calma.
—No te espantes —dijo—. Sé que el demonio es el príncipe de la
mentira. Lo que cuenta es que ella alimentaba pensamientos impuros y que
dichos pensamientos la dominaron por entero, hasta hacerle perder el control
de sí misma. En el valle, la gente no para de darle vueltas al asunto de las
desapariciones, se imagina las cosas más descabelladas. En realidad, nadie
ataca a los peregrinos, y si se pierden en la naturaleza es por propia voluntad,
porque así lo han decidido. San Gaudemón pone a los caminantes a prueba.
No todos salen triunfantes de las trampas que él les tiende. Y si sucumben a
ellas, se convierten en sus propios verdugos. Es lo que le sucedió a fray
Guillermo. Sus malos pensamientos le hicieron perder la razón, abandonó a
sus fieles para ponerse a vagar por la montaña vociferando blasfemias; Veía a
legiones de demonios galopar tras sus pasos, pero los demonios estaban en él,
y sólo en él. Eso pasa con frecuencia, y justamente por ello muchos
peregrinos se alejan de Gaudemón y se van a rezar a un santo menos
exigente, menos despiadado. Gaudemón lleva a cabo la selección, a aquellos
que encuentra sospechosos, los pone a prueba. Espero que no cometas los
mismos errores que tu hermana.
—¿La habéis vuelto a ver? —inquirió Marion.
Fray Gilberto bajó los ojos, incómodo.
—Sí —terminó por musitar—. Galopaba por las crestas de las montañas,
a la cabeza de una tropa de pobres locos. Iba medio desnuda, envuelta en
harapos. Unos pastores me dijeron que se ayuntaban todos en unos inmundos
sabbats las noches de luna llena. Se comportan como paganos, imploran a
unas divinidades ingenuas. Cuentan que tu hermana, para dirigir a la horda,
tuvo que fornicar con un lobo y recoger en sus entrañas el semen de la bestia.
Los pastores la temen. Y al mismo tiempo les fascina, lo noto.
Marion se santiguó. La sangre latía en sus sienes. Desorientada, trataba
de representarse a Yolande como una loba feroz corriendo por las cumbres.
«¿Acaso ha sido ella la que nos ha seguido durante toda la jornada? —
pensó Marion—. Me ha reconocido y espera arrastrarme tras sus pasos.»
—Debes estar preparada para sufrir las mismas dificultades —repitió
machaconamente fray Gilberto—. Tus compañeros van a cambiar también.
Sus defectos se verán exagerados. El burlón se volverá malvado, el avaro se
hará ladrón, la coqueta, ramera...
—¿Qué se puede hacer para escapar de esta maldición? —gimió Marión.
—Aceptar la confesión pública, sin disimular nada —soltó el monje—.
Arrodillarse aquí, al borde del abismo, a la hora del amanecer, y gritar con
todas las fuerzas las cosas que le atormentan a uno. Reventar el absceso antes
de que el pus eche a perder la materia espiritual, expulsar todo eso fuera,
escupirlo como un veneno. No tener miedo de enunciar en voz alta los
pensamientos impuros, liberarse de ellos gritándolos al vacío. ¿Sabes que de
esa manera se formó la montaña? Los pecados vociferados por los peregrinos
se truecan en piedra a fuerza de rebotar a merced de los ecos. Convertidos en
piedras, ruedan pendiente abajo, añadiéndose a todos los demás. Pisamos una
montaña de pecados, de villanías, de pensamientos abyectos que el poder
divino ha metamorfoseado en montañas de guijarros. Es por eso por lo que
algunos son más negros y más pesados que otros. Una piedra, un pecado...
Se agachó para recoger una piedra de vivas aristas.
—Mira esto —dijo él enseñándola a la muchacha—. ¿Qué era antes de
petrificarse? ¿Una confesión de adulterio, de tocamientos obscenos..., unos
propósitos criminales? ¿Cómo saberlo? Lo que cuenta es que al expulsarlo
fuera de su alma, el que lo llevaba se ha liberado de él, y puede proseguir la
marcha en paz.
—¿No es posible hacer nada para ayudar a Yolande? —interrogó
Marion.
—No —dijo Gilberto dejando escapar un suspiro—. Es demasiado tarde,
pero tú sí que puedes salvarte. Quiero que reflexiones sobre ello esta noche.
Hierven malas intenciones en tu cabeza, lo intuyo. La confesión pública del
amanecer es la única oportunidad que te queda de desembarazarte de ellas. Si
la rechazas, como hizo tu hermana, nunca llegarás al final de la
peregrinación. Y no faltará algún charlatán de taberna que propale el rumor
de que los demonios han surgido de las tinieblas para llevarte con ellos.
Él había puesto la piedra en la palma de la mano de Marion. La obligó a
cerrar los dedos sobre el guijarro y apretó muy fuerte, hasta que las asperezas
del granito penetraron en la carne de la muchacha.
—Para ti y para tus compañeros nada es aún definitivo —dijo—, Pero el
tiempo apremia. El diablo ha entrado en escena.
Tras haber esbozado una breve bendición, se alejó, dejando a Marion al
borde del abismo. ¿Iba a soltarle el mismo discurso a cada uno de los
romeros?
A su pesar, la muchacha sumió la mirada en el abismo que se extendía a
sus pies. El amontonamiento de negras rocas, que el rocío avivaba con su
brillo húmedo, le pareció hostil. ¿Se trataba realmente de pecados
petrificados por la potencia divina? No se atrevía a creerlo. Contrariamente a
sus padres, ella había observado siempre una curiosa actitud de expectativa
frente a la religión. No sabía por qué... Sin duda, porque los religiosos tenían
la costumbre de poner a las mujeres como trapos, y porque ella había
decidido, casi sin darse cuenta, luchar contra ellos de forma solapada,
mediante una estrategia de resistencia pasiva que nadie, hasta aquel día, había
detectado aún.
¿Tendría fray Gilberto un ojo más agudo que sus predecesores?
Caminó a lo largo del borde del precipicio, en medio de los cendales de
niebla que humedecían sus ropas. Las revelaciones del monje con respecto a
Yolande la habían dejado perpleja, pero no las refutaba. En realidad, no sabía
gran cosa de su hermana. En una familia, sus miembros podían vivir
estrechamente durante años y seguir siendo unos perfectos extraños unos para
otros. Las tareas domésticas ocupaban el transcurrir de las horas, y por la
noche se estaba demasiado cansado para intercambiar confidencias. Además,
Yolande, muy en su papel de hermana mayor, siempre la había tratado como
a una cría, con una benevolencia desabrida pero distante de joven que no
tiene tiempo que perder con las chiquillas.
«Era tan cerrada —pensó Marion—. Siempre con esa sonrisa, con esos
ojos pálidos que desanimaban a hacer preguntas.»
Una máscara angelical, habría dicho fray Gilberto. Ella había fingido
siempre obedecer a la voluntad de sus padres, no discutir en absoluto las
decisiones que tomaban por ella. Tampoco se había revelado cuando la
habían prometido a Antonin...
«Siempre la sonrisa —se repitió Marión—, La modestia, la docilidad.»
¿Acaso no había sido más que un disimulo cuidadosamente mantenido?
La muchacha reconocía su incapacidad de responder a esta pregunta. No
sabía mucho más respecto a su padre y a su madre. No se confiaban. En una
ocasión en que Marion se había abierto a su madre, ésta le había replicado
con severidad: «Hija mía, hay cosas que una debe guardarse para el confesor
o para su director espiritual. Es impúdico hablar de ello entre los miembros
de una misma familia. Por lo tanto, calla la boca, que me molestas
terriblemente. Debería darte vergüenza abrirte así, sin ningún pudor».
En cuanto a su padre, Marion sabía que no le gustaba en absoluto
dirigirse a las mujeres, juzgándolas «demasiado difíciles de entender».
El viento la azotó. Volvió sobre sus pasos para buscar refugio en la casa
de Dios. El aroma del pan caliente la hizo salivar. Andrésis, Mahaut, Jehan el
vidriero y la señora Constance estaban ya sentados a la mesa delante de una
escudilla de sopa y un pedazo de queso tierno. Cuando Marion se sentó al
lado de la baronesa de triste sonrisa, Mahaut le echó una mirada carente de
simpatía.
—¿Os ha hablado el monje de la confesión pública? —murmuró de
repente Constance de Hurault al oído de Marión—, A mí me lo ha presentado
como una prueba obligatoria si uno quiere continuar el camino sin temer...
disgustos. Es... es algo terriblemente molesto. No estoy convencida de que
sea capaz de hacerlo.
Su rostro delataba un trastorno interior que ella trataba de disimular a los
ojos de sus compañeros. Desmigajaba su currusco de pan sin tener conciencia
siquiera de ello.
—A mí la confesión pública nunca me ha perturbado —exclamó la
gorda Mahaut—. Es como una buena colada con ceniza, la limpia a una, y
luego queda todo impoluto. He de reconocer que no tengo un alma muy
retorcida.
—A mí no me entusiasma mucho la idea de confesar cochinadas delante
de todo el mundo —rezongó Jehan, el vidriero—. Pero, bueno, si como dice
el monje o eso o transformarse en bestia, no me queda realmente elección.
Espero que luego no se me guarde rencor si confieso mis malos pensamientos
con algunas de mis compañeras de camino.
Andrésis rió burlonamente. Anunció que él no se confesaría. Hacía
mucho tiempo que le habían obligado a convertirse en bestia, poniéndole un
hacha en las manos cuando apenas tenía quince años. No temía ya nada por
ese lado.
Una vez terminada la comida, se dirigieron a completas. Fray Gilberto
dijo un extraño e inquietante sermón sobre la necesidad de expulsar al diablo
que dormía en cada uno de los romeros. Explicó que ese doble, apenas un
poco mayor que un feto de algunas semanas por el momento, iba a crecer
hasta desgarrar el vientre de aquellos y aquellas que lo hubieran albergado en
su seno.
—Mañana, al amanecer —insistió fray Gilberto—, tendréis que
mencionar la abominación que se esconde dentro de vosotros. Deberéis
escupirla al abismo. Dios la convertirá en piedra para clavarla en el suelo e
impedir que vuelva a acosaros. Si optáis por guardar silencio, nunca llegaréis
al final de la peregrinación.
Tras esas terribles palabras, se encaminaron hacia los dormitorios. Allí,
hombres y mujeres estaban separados. Como se decía en el códice de rutas,
un monje velaba en el umbral de cada sala, para impedir que peregrinos y
peregrinas se entregasen a coyundas culpables. La fatiga de la marcha no
dejaba necesariamente exhaustas a todas las naturalezas.
Marion no consiguió conciliar el sueño. A su lado, Constance de Hurault
se agitó sobre el colchón y luego se echó a llorar.
Capítulo 10

AL AMANECER, fray Gilberto les hizo levantarse. Decía que quería


escucharles en confesión antes que se celebrase prima.
Azorados, molidos de cansancio y de haber dormido mal, los peregrinos
salieron de la casa de Dios. No todos se acercaron al abismo. Los que se
negaban a la confesión pública permanecieron más atrás, con los ojos gachos,
moviéndose con incomodidad.
—Es la última oportunidad que se os brinda de desembarazaros de los
frutos podridos que ennegrecen vuestros corazones —gritó Gilberto,
perdiendo de repente toda afabilidad—. Parecéis no entender que sólo trato
de protegeros.
Miró de arriba abajo a los dubitativos, esperando forzar su decisión, pero
ellos sintieron miedo y retrocedieron como si el abismo fuera a tragarles. El
monje suspiró con tristeza y se dirigió hacia el precipicio. Marion, Constance,
Mahaut y el pequeño Jehan se habían arrodillado ya en el guijarral, que les
hería las rodillas.
Marion se esforzaba por no mirar hacia abajo; le parecía que el vértigo
haría que la cabeza le diera vueltas, atrayéndola hacia el precipicio.
—¡Vamos! —gritó Gilberto—, escupid las piedras negras que llenan
vuestra alma y os dificultan la ascensión. Os volveréis más ligeros, dejaréis
de ser carnaza para el demonio.
Constance fue la primera en hablar. Los lloros de la noche le habían
dejado el rostro abotargado, alterando su belleza patricia y despojándola de
aquella altivez que endurecía permanentemente sus rasgos.
—He mentido —balbuceó—. Me avergüenzo de ello. Desde el
comienzo de la peregrinación miento a mis compañeros de viaje y a mí
misma. No soy una esposa enamorada..., desde que contrajo la lepra, mi
marido me causa horror. Le amé locamente, es cierto, y viví su marcha hacia
la cruzada como un gran sufrimiento, pero su enfermedad me ha vuelto
malvada. Me he... me he sentido aterrada ante la idea de contraería yo a mi
vez, de modo que me sentí aliviada al verle retirarse a una leprosería...
Gimió y ocultó el rostro entre las manos. Sollozaba de nuevo. Marión se
sintió indignada al sorprender un atisbo de burla en el rostro de la gorda
Mahaut.
—Era algo superior a mis fuerzas —dijo Constance dejando escapar un
suspiro—. Me aterraba..., por la noche, las pesadillas me acosaban. Le veía
caerse a pedazos..., perder sus dedos mientras me acariciaba... ¡Oh, Dios, es
tan injusto! Me hubiera gustado tanto ser una esposa admirable, apoyarle en
esa prueba. Tuve pensamientos mezquinos. Temí verme a mi vez
desfigurada, perder mi belleza... Pasaba horas buscando en mi cuerpo los
signos de la enfermedad. Huía del castillo para ir a lavarme en los arroyos de
los alrededores. Cuando él partió, hice quemar todas sus pertenencias. Sus
ropas, sus libros..., y me sentí embargada de alegría. El temor por fin me
abandonó. No obstante, este alivio fue de corta duración. De hecho, no tardé
en comprender que él había esperado que yo le acompañara a la leprosería.
Algunas esposas lo hacen... Yo era incapaz. Él no se había atrevido a
pedírmelo, y yo temblaba, los últimos días, ante la posibilidad de que lo
hiciera.
Marion la escuchaba con el corazón en un puño. Las palabras de
Constance se perdían en la niebla y repercutían en ecos lejanos a través de las
crestas, hasta el punto de que se tenía la impresión de que diez mujeres se
acusaban al mismo tiempo de idénticos pecados.
La muchacha fue presa de la admiración por el coraje de la baronesa. Se
juró inspirarse en ella cuando llegara su tumo.
—Después... —prosiguió Constance—, después vino el temor a recibir
cartas procedentes de la leprosería. Un leproso postulante las depositaba bajo
una piedra, delante del puente levadizo. Yo mandaba a un servidor provisto
de unos guantes de cuero para recogerlas. O, si no, a una moza de cocina
provista de unas pincitas. Nadie quería tocarlas. Nos imaginábamos que esas
misivas estaban impregnadas de los miasmas de la enfermedad. Yo las hacía
depositar sobre las tosas, delante de la chimenea, y las leía sin rozarlas jamás.
A menudo incluso contenía el aliento, o me protegía la boca y la nariz, con un
paño. Esas cartas... me aterraban... Eran como fragmentos de piel infectada
que me hubieran expedido de allá lejos, de ese horrible lugar lleno de
carroñas vivientes. Llegaba a soñar que esos pergaminos provenían del
cuerpo mismo de mi esposo, que él se los arrancaba del pecho o del vientre,
para escribir en ellos. Apenas había leído tres líneas las arrojaba al fuego.
Levantó la cabeza para mirar al cielo.
—Siento vergüenza —repitió—. Sabe Dios, sin embargo, cuánto he
amado a mi marido..., pero la enfermedad..., la enfermedad...
Cerró los ojos y luchó para dominar los sollozos que la ahogaban.
Marion sintió que las lágrimas penaban las comisuras de sus párpados.
—Por eso hago el camino —concluyó Constance de Hurault—, a fin de
expiar mi cobardía. Quiero redimirme, volverme digna de mi marido, ser
capaz de prestarle mi sostén en esa prueba.
—Está bien, hija mía —aprobó fray Gilberto—. Teníais que expulsar
ese veneno. Conservar ese absceso habría hecho de vos una presa fácil para el
demonio.
Fue entonces cuando le tocó hablar a Marion. Exaltada por el ejemplo de
la baronesa, decidió descubrir su pensamiento con igual franqueza. Las
palabras salieron de su boca sin que tuviera siquiera conciencia de
pronunciarlas. Quería vaciarse, ella también, hacer que la suerte se inclinara
de su lado. Confesó sus pensamientos pecaminosos, su deseo de que
Malestrazza la tocara, e incluso de ayuntarse con él. Una vez hubo
pronunciado estas palabras, comprendió que había ido demasiado lejos y se
quedó lívida. Le pareció oír unas risas burlonas a su espalda.
«¡Dios mío! —pensó—, ya nunca más podré cruzar la mirada con el
guía sin ponerme roja como una amapola.»
Maldijo su repentino deseo de franqueza. ¿Por qué había cedido a ese
impulso? ¿Para imitar a la baronesa?
Se sintió aún más despechada cuando oyó la confesión de Mahaut, que
se contentó con confesar unos pecados sin importancia: a veces sentía rencor
hacia su hijo lisiado por haberla obligado, a ella, tan gorda, tan palurda, a
atravesar el reino en toda su extensión. Jehan, el vidriero, declaró que
maldecía a menudo a san Gaudemón por obligarle a llevar una caja tan
pesada y que en varias ocasiones le habían entrado tentaciones de fingir un
accidente para arrojar los vidrios de colores del vitral por un precipicio.
Los otros peregrinos hicieron unas confesiones anodinas, calcadas unas
de otras y que podrían resumirse, sumando a ellas las fatigas, en una cierta
inquina hacia san Gaudemón. Nada de muy nuevo, la verdad
Gilberto les felicitó por su franqueza y les invitó al oficio religioso.
Constance y Marion fueron las últimas en levantarse. Con las rodillas
magulladas, contemplaron el abismo que se extendía delante de ellas. ¿Sus
pecados habían arrojado allí nuevos guijarros?
«Ahora, a los ojos de todos voy a parecerles una perra en celo —pensó
—. Una puta. Malestrazza estará en su derecho de reclamarme su deuda...»
¡Pero no! ¿Qué se imaginaba? El apuesto guía estaba seguramente
acostumbrado a despertar esa clase de deseos. Fray Guillermo, desde el fondo
de su jaula, ¿no había explicado que todos los romeros varones y mujeres no
soñaban en otra cosa que en «conocerle» en el sentido bíblico de la palabra?
«Estaba obligada a hablar —se dijo—. De haber mentido por omisión,
habría atraído la desgracia sobre la peregrinación.»
—Habéis sido valiente —murmuró Constance sin levantar los ojos—.
Vuestra confesión os va a poner en una situación difícil. Los imbéciles se
encarnizarán con vos.
—Vos me habéis impresionado —murmuró Marión—, he querido
imitaros.
La baronesa soltó una risa amarga.
—Pues bien, querida mía —suspiró—, esperemos al menos que nuestro
impudor nos valga el vernos protegidas de las asechanzas del diablo.
Marion dejó perder su mirada entre los cendales de niebla. No podía
dejar de pensar que sus palabras, en vez de trocarse en piedra, continuaban
por el contrario volando en dirección al valle, a la ciudad... ¿Iban a estallar en
ecos vergonzosos por encima de la casa de sus padres? Se estremeció ante
esta idea. Le parecía ver ya al vecindario retorcerse de risa. «¡Escuchad! —
gritarían estudiantes y porteadores de bultos—, ¡es Marion, que quiere que el
guapo del guía de los peregrinos la encule! ¿Qué necesidad tenía, la muy
zorra, de ir a buscar a uno tan arriba? ¡Como si no tuviera bastantes buenas
braguetas bien dotadas en su propia ciudad!»
Constance la tomó de la mano.
—Venid —dijo—, nos esperan para el oficio religioso. Cuando
entremos en la iglesia, mantened la cabeza bien alta, no miréis al suelo.
Pensad que incuban todos los mismos secretos, que se rascan unas heridas
análogas a las nuestras. Fray Gilberto, que tanto exhorta a los demás a
confesarse, a mi juicio, haría bien en mostrarse más locuaz cuando se
encuentre frente a la montaña. Ayer, oí con qué ardor evocaba el recuerdo de
vuestra hermana.
Cruzaron el umbral del edificio y se arrodillaron para la bendición. La
gente cuchicheaba detrás de ellas, con risitas ahogadas, y el monje tuvo que
rogar silencio. Una vez más, Malestrazza estaba ausente. Era curioso para un
guía de peregrinos. ¿Tenía costumbre de hacer sus devociones en privado?
Una vez oída la misa, volvieron al refectorio para la colación previa a la
partida.
—Yo me siento mejor después de haber hablado —murmuró Constance
—. Sigo estando tan sucia como antes, pero esta suciedad ha salido de dentro
de mi cuerpo para depositarse en mi piel. Ahora puedo esperar que el sudor
del esfuerzo me la lave. Aunque para ello tenga que caminar hasta reventar.
—Comprendo vuestra repugnancia —dijo Marión—, es algo muy
humano.
—Ahí está el problema —suspiró Constance—. A veces me pregunto si
la religión no quiere precisamente matar en nosotros todo cuanto es humano.
Sus exigencias no tienen en cuenta el corazón, no se dirigen más que a la
cabeza. Ha sido concebida por unos hombres duros que no aman a las
mujeres. Me parece que en ella se habla mucho de amor sin haberlo
realmente sentido jamás.
Marion le suplicó que se callara. ¡No era en absoluto el momento para
que la tildaran a una de hereje! No obstante, había mucho de verdad en las
palabras de la baronesa, y la muchacha conservaba la desagradable impresión
de haber sido engañada por fray Gilberto. Aparte de Constance de Hurault y
ella misma, nadie había asumido verdaderamente ningún riesgo en el curso
de la confesión.
«He sido de lo más cándida por ser honesta —pensó la imaginera—.
Pero aún no han terminado de hacérmelo pagar.»
Malestrazza dio la señal de partida. ¿Había oído la vergonzosa re
velación de Marion? Sin duda. No obstante, no fanfarroneaba y parecía
tan distante como de costumbre. Mahaut, por el contrario, no se cansaba de
cuchichear y de reír ahogadamente, disfrutando por anticipado de esta torpe
confesión que iba a dar pábulo a los chismorreos durante el resto del camino.
Con el corazón rabioso, la muchacha se subió a la carreta y empuñó sus
útiles. Con algunos golpes certeros, metamorfoseó la fisonomía de la estatua,
haciéndole perder su parecido con el guía.
«He sido una tonta —pensó—. Pero desde que escalamos esta montaña
nos comportamos todos de manera extraña.»
Permaneció encorvada durante todo el día, con las palmas de las manos
doloridas, los músculos agarrotados, con el peso, en la nuca, de la mirada de
los hombres renqueando tras la carreta. Sabía lo que pensaban: «Aquí
tenemos a una tonta que necesitaría que la montaran. ¿Quién tomará la
iniciativa? ¿Nos dejará Malestrazza la doncella para nosotros?».
Estos pensamientos la abrasaban. Sentía que le recorrían la espalda, en
dirección a las nalgas. Se moría de vergüenza, pero no podía evitar echar
breves miradas a Malestrazza, que iba a la cabeza.
«Si viene, esta noche, cuando estemos durmiendo en la cavidad de
alguna roca —se decía—, ¿cuál será mi reacción? ¿Tendré valor para
rechazarle?»
No tenía ni idea.
«Si consiento —pensó asimismo—, todo el mundo sabrá que he sido
suya. Y es muy capaz de hacerme gritar de placer, precisamente para
humillarme aún más, para que todos me oigan y sepan que me está
poseyendo.»
Le atribuía bajos pensamientos para desacreditarle, esperando liberarse
así de la atracción que ejercía sobre ella.
«Idiota —murmuró entre dientes ensañándose con sus útiles—. Idiota,
más que idiota, no te calientes la cabeza, pues ni siquiera existes para él. Está
sin duda cansado de esas fiebres femeninas que le rodean en cada marcha.»
Tenía la sensación de ser una novicia derritiéndose de amor por su
confesor. ¿Era posible ser tan tonta?
En la primera parada, Constance se sentó a su lado.
—No os torturéis —dijo—. El deseo no tiene nada de sucio. No hay que
hacerles caso a los curas que recomiendan a los esposos no amarse. Yo
misma he sido terriblemente dichosa entre los brazos de mi esposo. Me
gustaban los juegos amatorios, no lo niego. Su cuerpo y sus manos me
volvían loca. La castidad impuesta por su partida para la cruzada fue para mí
una prueba terrible. Echaba de menos nuestras noches..., tenía sueños, me
sentía languidecer. ¡Ay, cuando volvió, no podía ya tocarme! Mi caso no es
único, pues otras mujeres se han encontrado en la misma situación. La lepra
es un mal corriente en esos países lejanos.
Bajando la voz, comenzó a repetir lo que había evocado por la mañana,
al borde del precipicio. Las mil pequeñas cobardías de que se había hecho
culpable. El asco creciente, el temor al contagio, el deseo de huir.
—Me gustaba demasiado su cuerpo para soportar verle degradarse —
suspiró—. Empecé a odiarle, a él y a su cruzada. Todo eso no eran más que
asuntos de hombres. Un cebo preparado por los curas para alejar a los señores
de la esfera del poder. Un sonajero que se agita ante las narices de un niño.
Se profieren grandes palabras, se habla de reconquistar el sepulcro de Cristo,
cuando de lo que se trata, en realidad, es de conseguir un botín y de distraerse
haciendo la guerra. Todos los hombres se aburren cuando no pueden empuñar
las armas.
Se sacudió, pareció despertarse.
—Si el apuesto guía os gusta —murmuró—, atraedle detrás de una roca
y disfrutad de todo el placer posible, sin ningún remordimiento. La vida son
cuatro días.
Marion sacudió la cabeza. No estaba segura de que las cosas fuesen tan
simples.

Cuando estuvieron de nuevo en la línea de la cresta, Marion se vio


asaltada por un mal presentimiento. La niebla estaba llena de formas
amenazantes, el viento traía mil murmullos. Los desprendimientos de piedras
se multiplicaban como si un ejército se desplazase paralelamente a la
columna de los caminantes. El caballo volvía a estar nervioso.
De repente, unas siluetas encapuchadas surgieron de entre la bruma.
Enarbolaban unos bastones con la punta guarnecida de hierro, armas toscas
pero temibles en manos de quien sabía manejarlas. El rocín se encabritó y a
punto estuvo de precipitar la carreta al vacío. Una piedra rodó sobre el llano,
y por poco aplasta a Marion.
—¡Alto! —gritó el que mandaba la hueste—, soy fray Denunzio, y actúo
en nombre de Jóme el Negro, de la Santa Inquisición. Tengo la misión de
restablecer el orden en el camino de los peregrinos.
Se había echado hacia atrás la capucha, poniendo al descubierto un
rostro picado de viruelas, de dientes mellados por haber comido demasiado
pan duro. Sus hombres, en número de seis, maniobraban para rodear a
Malestrazza y a los primeros peregrinos, cortándoles el paso. Sus garrotes
guarnecidos de hierro apuntaban al corazón a través de los harapos
empapados de sudor. Denunzio iba de uno a otro, mirando a los caminantes
con una insistencia alucinada. De vez en cuando, tocaba una nariz, una oreja,
como para asegurarse de que no se trataba de una máscara de cera.
—Pasan cosas extrañas por este camino —rezongó—. ¿No habéis visto
nada?
Apestaba; su sayal, rígido por la mugre, se hubiera sostenido por sí solo.
—Malas cosas —repitió—. Los diablos andan rondando por estos
lugares, estrangulan a inocentes.
Malestrazza se dignó decir que, efectivamente, habían encontrado a un
pastor asesinado de esta manera, dos días antes.
Denunzio no le escuchaba ya, parecía muy interesado por los exvotos
que los peregrinos llevaban, unos alrededor del cuello, otros en bandolera.
Esas manos de madera, en su mayor parte talladas por Marion.
—Manos... —silabeó—. Más manos. Se ven con demasiada frecuencia
por este camino.
Cuando se acercó a la carreta, se sobresaltó al descubrir los miembros de
piedra esculpidos por la muchacha. Fue preciso exhibir la orden de misión
redactada por Diodoro el Viejo para convencerle de que no se trataba en
absoluto de una artimaña diabólica.
Con una rudeza intolerable, cogió a Marion por las muñecas y la obligó
a mostrar las palmas de sus manos, como si fuese a ver inscrita en ellas la
marca de un crimen.
—Demasiado pequeñas —soltó a su pesar—. Demasiado delgadas. —
Luego, volviéndose hacia la multitud, espetó—: Tenemos un dibujo de las
manos del asesino, un calco tomado del cuello de sus víctimas. Sufre de una
cierta deformación de las falanges que le delatará en cuanto le encontremos.
Alineaos. ¡Enseñad vuestras manos, todos!
Daba gritos ahora. Unas venas sobresalían en sus sienes. En sus mejillas,
la barba trataba de crecer entre las cicatrices dejadas por la viruela. Sin la
tonsura, se le habría tomado por un bandido. Era sin duda una de esas almas
febriles a las que la religión concede demasiado a menudo la libertad de
expansionar su exaltación más allá de lo razonable.
—Tú no, tú no, tú no... —balbuceaba yendo de uno a otro.
Las manos de Andrésis, el viejo arquero, le hicieron dudar un instante
debido a las nudosidades reumáticas que las deformaban. Las examinó más
de cerca. Marión intervino para precisar que el antiguo soldado trabajaba para
la congregación de San Gaudemón. Sus palabras arrancaron una exclamación
irónica a Denunzio.
—¿Así que crees, hija mía, que esa es una indicación admisible? —
bramó—. Mi señor, Jóme el Negro, ha solicitado un examen que podría poner
en tela de juicio la santidad de Gaudemón. Tu mártir tiene un turbio pasado,
¿lo sabías? Mago, nigromante, espagírico, fabricante de oro..., se dice que
trabajaba en las casas de embalsamamiento de los últimos faraones. ¿Qué
pensar de un hombre que vive en intimidad con cadáveres?
Se excitaba. Marion bajó la mirada. De pronto, su propio trabajo de
escultura le pareció monstruoso. Al tratar de borrar los rasgos de Malestrazza,
había dado al hombre de piedra una fisonomía demoníaca que a Denunzio no
le había pasado por alto. No era ya un cristiano el que yacía allí, en estado de
esbozo, en la trasera de la carreta, sino un ídolo bárbaro, un tótem como los
que debían de adorar los caníbales, allí, en los países poblados de ogros que
se extendían más allá de las fronteras del mundo conocido. Un error
semejante podía costarles la vida, hacer de los peregrinos los sectarios de una
divinidad diabólica, una encamación de Baphomet. Los templarios lo habían
aprendido a su costa.
—Gaudemón —dijo burlonamente Denunzio—. Gaudemón... Os espera
allá lejos, ¿no es así? Allende las montañas. Vais a ir a prosternaros ante sus
miembros esparcidos, a jurarle fidelidad a ese mago...
Continuó dando la vuelta a las palmas de las manos, retorciendo los
dedos, irritándose por no encontrar lo que andaba buscando.
—¡Si fuerais realmente buenos cristianos, sentirías el olor del azufre que
flota en estas montañas! —ladró—. La bestia anda merodeando por aquí.
Espera arrastraros a su zarabanda, y a quienes se nieguen a seguirla les
retorcerá el pescuezo. Así es como procede. Así es como desaparecen los
peregrinos, porque son demasiado cobardes para preferir la muerte a la
condenación eterna.
De repente, pareció espantarse de haber hablado tan fuerte y bajó la voz.
Se puso a mirar por encima del hombro, como si temiera una emboscada.
—Pobres gentes —suspiró finalmente al término de su examen—. No
sabéis dónde ponéis los pies, ¿Sois conscientes de la imagen que dais,
emperifollados así, con esas manos de madera colgando a modo de collar?
¡Yo, en vuestro lugar, temería que las potencias malignas se posesionaran de
esos exvotos para darles vida y los empujasen a anudarse alrededor de
vuestras gargantas!
Los caminantes se miraron unos a otros, asustados.
—Estas manos —insistió Denunzio— son demasiado realistas... Parecen
de verdad. Hace un rato, a través de la niebla, creí que tendría que vérmelas
con una horda de bárbaros que llevaban colgados al pecho unos horribles
trofeos tomados de entre los despojos de sus enemigos.
Instintivamente, los peregrinos se deshicieron de los exvotos y los
tiraron al suelo. El monje se arrodilló para escrutarlos de cerca. Marion
temblaba temiendo que identificara la marca de fábrica que su padre aplicaba
con un hierro candente en la madera tierna de las palmas.
«Dios mío —pensó—, he debido de tallar más de la mitad de las manos
que yacen en este momento entre las piedras.»
Recordó con angustia las diabluras a las se había entregado para
vengarse de Antonin: las manos de seis dedos... o esbozando unos gestos
vagamente obscenos. Si Denunzio descubría una de ellas, los caminantes iban
a pagar las consecuencias.
Nerviosamente, examinó a los monjes soldados que enarbolaban sus
garrotes de punta guarnecida de hierro. Eran jóvenes, resueltos, con un brillo
de maldad en el fondo de los ojos, convencidos de haber rodeado a una
cohorte surgida de los infiernos. No dudarían en atravesar los pechos, en
reventar los vientres. Su furia vengativa acabaría sin esfuerzo con un buen
número de ellos.
—Os han aconsejado mal —dijo Denunzio—. Estos fetiches son
peligrosos. Bien podría ser que, al amparo de la noche ya próxima, el
demonio les dé vida. Estáis acercándoos al lugar donde los caminantes
acostumbran a desaparecer. ¿Cómo saber lo que ha pasado? ¿Acaso han sido
estrangulados por las manos de madera antes de arrojarlos al vacío?
Se puso en pie. Uno de los frailes de su séquito se acercó, llevando un
gran saco de cuero en el que comenzó a guardar los exvotos.
—Me las llevo —anunció Denunzio—. Si están malditos, no serviría de
nada quemarlos, pues se escaparían de la hoguera. Cerraremos el saco con
una cadena y un buen candado. —Ante el aire dubitativo de los caminantes,
gritó—: ¡Que os quede claro que estoy salvando vuestras miserables vidas!
Durante todo este tiempo, Malestrazza había permanecido callado,
distante. La niebla, que cada vez era más densa, le envolvía cada segundo un
poco más, confiriendo a su silueta un aspecto fantasmal.
Denunzio se agitó súbitamente, con los brazos levantados.
—¡Ved! —musitó con voz alterada por la angustia—. La bruma nos
rodea..., es el demonio el que nos la manda para extraviamos. Los monstruos
se desplazan al amparo de la cortina de humo. ¡Rápido, hay que formar el
círculo! ¡Daos prisa!
Empujó a los peregrinos, forzándoles a agacharse, luego sacó un frasco
de agua bendita de debajo de su sayal y asperjó con ella el suelo dibujando un
círculo aproximado en torno a los caminantes allí reunidos. En los cuatro
puntos cardinales, depositó una hostia consagrada.
—Hela aquí —anunció santiguándose—. La protección divina está con
nosotros. Recemos, hermanos míos, recemos juntos para ahuyentar lo que
sube de la niebla.
Las cabezas se inclinaron y un sordo murmullo se elevó del grupo. La
niebla húmeda, helada, calaba las ropas de Marion. Creaba una atmósfera
fantasmagórica que abolía el paisaje, ahogando los sonidos. La muchacha
pensó por un momento en su hermana. ¿Se arrastraba ella al amparo de
aquella cortina? ¿Era responsable de los asesinatos perpetrados en la ruta de
los puertos?
Sentía una inquietud tan viva que se olvidó de rezar.
Monjes-soldado y peregrinos agachaban el espinazo, unidos de repente
en la misma angustia. Denunzio echaba frecuentes miradas al saco lleno de
exvotos, como si las manos de madera fuesen a arañar el cuero.
—Eso se acerca —susurró—, merodea, se arrastra. Está siempre allí.
Habéis tenido suerte de llegar vivos hasta aquí.
Ya en vena de confidencias, extrajo un pergamino de un tubo de madera
que colgaba de su cinturón. Los contornos de una mano se encontraban
torpemente reproducidos en él.
—Es la palma del estrangulador —explicó musitando—. Notad las
nudosidades, aquí y aquí..., en el dedo medio y en el índice.
—Parece la mano de un arquero —observó ingenuamente Andrésis—, A
fuerza de sostener las plumas de la flecha, los dedos se deforman de este
modo.
—Lo sé —bisbiseó Denunzio echándole una mirada cargada de
sospecha.
—Puede tratarse de una deformación debida a un accidente —intervino
Marion—. Toda la palma parece torcida.
—Los hombres de armas tienen las manos robustas —murmuró el
monje—, debido al manejo de las espadas. Pero lo mismo cabría decir de los
tallistas que, durante todo el día, trabajan con el martillo.
Apoderándose de la mano derecha de Marion, le dio la vuelta para
mostrar a todo el mundo lo musculosa, achatada y callosa que era.
—Hay que tener fuerza para estrangular a alguien de esa manera —
insistió—, con una sola mano.
La muchacha se soltó. El monje le lanzó una sonrisa de pocos amigos.
—Lo encontraré —afirmó—. Es mi misión. Cuando lo hayamos
rodeado, lo lapidaremos. Mis compañeros y yo somos buenos lanzadores de
piedras. Fray Anselmo es lo que se podría llamar un hondero temible. De una
sola pedrada certera, hará estallar la cabeza de ese criminal.
Marion trató de disimular su inquietud. Imaginaba a Yolande, acorralada
contra una roca, con los brazos levantados para protegerse de los proyectiles.
Las piedras le quebraban los huesos, le destrozaban la nariz, las mejillas, los
dientes. Caía de rodillas, pero los monjes se ensañaban con ella, seguían
lapidándola hasta que las piedras la cubrían. Un castigo bíblico...
—Ocurren cosas extrañas en esta ruta —murmuraba ahora Denunzio—.
Unos embrujamientos alteran el paisaje. De noche, los caminos cambian de
sitio, su trazado se modifica. Se mueven como serpientes. Es así como se
extravían los viajeros.
—Eso es lo que cuentan los malos guías —dijo burlonamente
Malestrazza, a quien las palabras del monje no parecían impresionar en
absoluto—. Cuando no se es capaz de volver a encontrar el camino, lo más
fácil es acusar al diablo de ello en vez de reconocer que uno se ha perdido.
—No —replicó Denunzio—. Sé lo que me digo. Estoy acostumbrado a
los viajes. Por la noche, los caminos se mueven, se reorganizan. Las cosas no
están ya donde se pensaba encontrarlas. El camino de los puertos está
encantado. El diablo lo modela a su antojo, igual que el alfarero da forma a su
arcilla. Vosotros lo ignoráis aún, pero pronto se divertirá a vuestra costa y os
obligará a andar dando vueltas en círculo. Creeréis avanzar porque el paisaje
cambia, pero en realidad será siempre el mismo, modificado por la mano del
maligno al amparo de las tinieblas.
Los peregrinos se miraron entre sí, alarmados. Malestrazza reprimía a
duras penas una sonrisa irónica. Su incredulidad tranquilizó a Marion. El
monje sintió que el guía no le tomaba en serio y se ofendió.
—Ya veréis —rezongó—. Caminad a vuestro antojo, id adónde os
parezca, pues después de todo no estoy aquí para asegurar vuestra protección.
Para esta parte del trabajo, ¡dirigíos a vuestro querido san Gaudemón!

Se hizo el silencio. Cuando por fin la niebla se disipó, los monjes se


retiraron aparte para establecer un plan de batalla. Marion observó que los
más jóvenes se proveían de guijarros. Denunzio, con un carbón vegetal,
trazaba una cruz en cada uno de los proyectiles y lo bendecía.
«Se preparan para lapidar al estrangulador de la montaña —pensó la
muchacha—. Con tal de que no sea Yolande...»
Ciertamente, la Yolande que ella había conocido en otro tiempo habría
sido incapaz de un acto semejante, pero ¿qué ocurría con la mujer salvaje que
andaba por las cumbres?
Con sus alforjas llenas, los monjes-soldado se alejaron. Denunzio dirigió
una última advertencia a los peregrinos, ordenándoles llegar al valle sin más
tardanza, y acto seguido desapareció en medio del dédalo de rocas. Durante
un buen rato, se oyó disminuir el sonido de sus sandalias pisoteando las
piedras del sendero. Su aparición había hecho surgir la duda en los corazones.
—Si alguno de entre vosotros quiere dar media vuelta —dijo
Malestrazza—, no tiene más que detenerse en la próxima casa de Dios y
esperar el regreso de otra columna, pero corre el riesgo de que vaya para
largo, y sería un poco idiota haber sufrido ya tanto para renunciar a mitad de
camino.
—Pero el estrangulador... —chilló Mahaut—, ¿Quién nos protegerá del
estrangulador?
—Nosotros mismos —cortó el guía—. Bastará con organizar un turno
de guardia. Andrésis ha sido soldado, y estoy seguro de que sería capaz de
clavar una flecha en el pecho de ese asesino durante una noche sin luna.
—Es cierto —fanfarroneó el carretero—. Aunque es verdad que ya no
me veo capaz de hacer mis diez disparos en el tiempo que se tarda en contar
sesenta latidos de corazón, mi mano es aún segura.
—La mano..., la mano —gruñó Mahaut—, Siempre se vuelve a lo
mismo.
La intervención de Denunzio había hecho demorar a la columna, de
suerte que les sorprendió la noche antes de haber podido llegar a la siguiente
casa de Dios. Hubo que decidirse a acampar en la montaña. Hacía frío, la
niebla volvía al asalto. Constance se dejó caer extenuada de cansancio.
Estaba empapada en sudor y Marion, temiendo que enfermara, la hizo subir a
la carreta para desnudarla protegida por la tela que colocaban por la noche.
—Esos monjes..., esta tarde —balbuceó la baronesa—. Respiraban
odio..., ¿has visto? Me dan mucho más miedo ellos que ese estrangulador de
retorcida mano del que hablan sin cesar.
Marion le quitó la camisa. La delgadez de Constance le hizo apretar los
dientes. Esta mujer debía de haber sido muy bella, en otro tiempo, antes de
tomar el camino de la peregrinación; hoy, sin embargo, presentaba un cuerpo
enflaquecido con la piel amoratada por las cicatrices.
—¿Quién os ha hecho esto? —inquirió Marion rozando una llaga rojiza
que se extendía bajo el omóplato izquierdo.
—Los cilicios —suspiró Constance— Los llevaba todos los días, para
castigarme. Unos cinturones o unas jarreteras provistas de puntas en su cara
interna. En una época, mi confesor incluso me sugirió que me hiciera coser
en la piel unas reliquias de tela tomadas del atuendo de no sé qué santo.
—¿Y vos le obedecisteis? —preguntó con ansiedad Marion.
—Sí —confesó la baronesa—. Toca, aquí, en la cadera, los puntos que
me dejó la aguja han impreso sus huellas en ella.
La imaginera hizo una mueca y se apresuró a echar una camisa seca
sobre el cuerpo martirizado.
—¿Por qué os torturáis así? —preguntó.
—Para sufrir tanto como mi esposo —murmuró Constance—. Se lo
debía.
—Tratemos de dormir —decidió Marión—, Estáis en tal estado que no
conseguiréis llegar nunca al final del camino. No coméis lo suficiente. Nadie
en la columna se tortura con tanto empeño como vos.
—Es que nadie es tan culpable como yo —concluyó Constance de
Hurault cerrando los ojos.

En medio de la noche fueron despertados por unos aullidos lejanos. No


eran lobos los que bramaban de aquel modo, sino verdaderos hombres. Unos
hombres a los que se asesinaba. Constance y Marion se incorporaron,
jadeantes, con el corazón palpitándoles como loco por haber sido arrancadas
tan bruscamente del sueño. Todo el campamento se encontraba sobresaltado.
Incluso Malestrazza se había levantado, daga en mano, con la camisa
desabrochada. Andrésis buscaba su arco. De pronto, el viento cambió de
sentido y los gritos enmudecieron.
—Los lobos —dijo Jehan, el vidriero, para tranquilizarse.
—Seguro que no —balbuceó Mahaut, con la melena alborotada—. Los
lobos no invocan el nombre de Cristo en la hora de la muerte.
—Entonces, son los monjes —rezongó el viejo arquero—. Los monjes
de esta tarde.
—Sí —observó Malestrazza envainando su hoja—. Podríamos decir que
han ido al encuentro de su propia muerte.
A través de los reflejos del fuego de campamento, Marion creyó ver que
una sonrisa cruzaba por sus labios. Añadió:
—No os preocupéis por ellos, compañeros, pues estaban tan imbuidos
de santidad que a estas horas se encontrarán ya en el paraíso;
Nadie se atrevió a poner de manifiesto la insolencia de estas palabras.
Por lo que se refiere a Marion, se sorprendió de mirar de reojo el pecho
desnudo del guía por la abertura de su camisa entreabierta. ¡Cuánto le
gustaría posar su boca sobre aquella piel morena!
«Unos monjes acaban de ser asesinados y yo no pienso más que en
acostarme con este hombre —pensó—. La verdad, debo de estar embrujada.»

Permanecieron al acecho durante toda la noche, durmiendo


intermitentemente. Constance tuvo una pesadilla y forcejeó en sueños.
Cuando Marion la sacudió, dijo:
—Soñaba que mi esposo me perseguía a través de la montaña, trataba de
estrangularme para castigarme..., y yo era demasiado cobarde para aceptar mi
castigo y huía a través de las rocas.
—No es él quien ha dado muerte a los monjes —susurró la muchacha—,
No temáis nada.
—Lo sé —dijo la baronesa—. No podría hacerlo. A estas horas, la lepra
debe de habérsele llevado hasta el último dedo.

Los peregrinos se sintieron aliviados al ver apuntar la aurora. No


obstante, tenían miedo de lo que les aguardaba en el camino. Denunzio y sus
monjes-soldado les habían precedido en ese mismo camino, y habían
encontrado la muerte en él. ¿Qué sería de los que les siguieran? La mitad de
la columna dudaba. Algunos proclamaron su intención de volver sobre sus
pasos.
—Vais a perderos —les predijo Malestrazza—, El terreno es inestable;
Basta con tomar un camino equivocado para desencadenar un
desprendimiento de piedras. No sois conscientes de las mil trampas que os he
hecho evitar para llegar hasta aquí.
Pero los sublevados se empecinaron. Recogiendo sus hatillos, dieron
media vuelta, negándose —proclamaron— a ir a arrojarse en brazos de la
muerte.
Malestrazza se encogió de hombros y acabó de prepararse sin dejar
traslucir el menor nerviosismo, pero Marion tuvo la sensación de que era una
simple fachada. Su despreocupación era inversamente proporcional a la
inquietud que sentía en secreto.
«Comienzo a intuirlo —se dijo—. Algo se está tejiendo entre nosotros,
sin que intercambiemos ni una palabra, sin que nos toquemos... Pone
demasiado empeño en no mirarme para que le sea completamente
indiferente.»
Al instante, se convenció de que desatinaba.
—Vamos —espetó el guía—. A menos que no haya otros cobardes que
deseen correr a ponerse a buen recaudo... Cuando dejamos la ciudad, no os
oculté que tendríais que afrontar las pruebas más arduas. Al emplear la
palabra «pruebas» no me refería a las agujetas y a los pies cubiertos de
ampollas, pues habría sido un insulto para el santo al que pensáis dedicar
vuestras oraciones. Veo que vaciláis, ¿tan poco creéis en él?
Acicateado por semejante invectiva, los peregrinos se agarraron a su
bordón y, con la pera3 en bandolera, tomaron por la ruta de las crestas.
El cielo se despejó, un sol de justicia abrasaba sus carnes. La amplitud
del paisaje tenía algo de aplastante, inhumano. En aquel lugar, la montaña
evocaba más que nunca el espinazo de una bestia colosal cuya cabeza y cola
se perdían en alguna parte en el extremo opuesto del mundo. Caminaron una
hora antes de llegar al lugar de la carnicería. Denunzio yacía atravesado en el
camino, el sayal arremangado sobre los muslos, en una postura vergonzosa.
Asomaba una lengua enorme y tenía los ojos fuera de las órbitas. Por su
cuello se extendía la marca azulada dejada por la mano de su asesino. Los
otros monjes habían sido desnucados. Algunos habían muerto al enfrentarse
al enemigo, otros al volverle la espalda, como si el espanto hubiese sido más
fuerte que su determinación y hubiesen tratado de ponerse a salvo
emprendiendo la huida.
No había ningún superviviente. En medio del camino hallaron el gran
saco de cuero, reventado. Las manos de madera estaban esparcidas por todas
partes, como si las hubiesen arrojado con furia, ante la decepción de no
encontrar nada más importante que robar en aquel saco cerrado con candado
tan tentador para un bandido.
Mahaut lanzó un chillido que sobresaltó a Marion.
—¡Mirad! —dijo entre jadeos la gorda mujer—. El monje tenía razón.
¡Son las manos de madera las causantes de todo eso! ¿No lo veis? Han
agujereado el saco para escaparse... y luego se han arrojado sobre los frailes
para estrangularlos. ¡Está más claro que el agua! Por más que se han
defendido, no ha servido de nada. No se puede luchar contra unas manos de
madera.
Los peregrinos se santiguaron, las pupilas dilatadas por el pavor.
Entonces, con una sonrisa de pocos amigos, Mahaut se volvió hacia
Marion, señalándola con el dedo.
—¡Lo que no os ha dicho esa perdida —exclamó— es que fue ella la
que talló estos exvotos del diablo! Lo sé de buena tinta. Ella es la
responsable. ¡Es una bruja! ¡Sí, una bruja! ¡Hay que terminar el trabajo de los
monjes! ¡Es preciso lapidarla! Mientras siga con vida, mandará a las manos
de madera por medio del poder de su espíritu.
Y agachándose, cogió una piedra. Al instante, los otros la imitaron.
Capítulo 11

AL SILBIDO de la primera piedra, Malestrazza se interpuso entre Marion y


el grupo de los peregrinos llenos de rencor. Él recibió el proyectil en plena
cabeza, pero los espesos mechones de su melena amortiguaron el impacto.
No hizo el menor gesto de secarse cuando un hilo de sangre le corrió por la
frente hasta la ceja. Los romeros se quedaron parados, con la mano alzada,
los dedos apretados a la piedra que no se atrevían ya a lanzar. Malestrazza se
había pegado a Marion, a fin de protegerla de los demás, y la muchacha
sentía moverse contra su pecho los músculos del hombre. Percibía su olor, el
trasudor de sus ropas, los movimientos de su cuerpo. Creyó que iba a
desfallecer y le aterró la fuerza de su deseo. Se despreció, igualmente, por
descubrirse tan presta a la sumisión, ella que siempre se había considerado
una rebelde. Quiso apartarse, pero Malestrazza, adivinando su impulso, la
obligó a permanecer pegada contra él. El vientre de Marion se encajó en los
riñones del guía.
—Déjanos matarla —exclamó Mahaut—, es una bruja. Manda a las
manos de madera.
—¡Ya basta! —rugió el guía—. Marion no es responsable de lo que ha
sucedido. ¿Creéis que los monjes de San Gaudemón le habrían confiado la
responsabilidad de tallar la estatua del mártir de haberla considerado
sospechosa de brujería? No perdáis la cabeza. No sé lo que ha causado esta
carnicería, pero los exvotos no tienen nada que ver en ello.
Los puños alzados se bajaron y Mahaut pronto fue la única en seguir
obstinada, con los dedos crispados en el proyectil que esgrimía.
—De acuerdo —soltó capitulando—. Mucha labia tienes tú, pero el
futuro dirá quién de nosotros dos estaba en lo cierto.
Dejó caer su piedra y se dio media vuelta, con cara larga, frustra
da por no haber podido vengarse.
—Ya que lo que queríais era recoger piedras —musitó Malestrazza—,
no cejéis en tan noble empeño. Amontonadlas para enterrar a esos
pobres monjes. Y hacedlo rápido, o tendremos que dormir de nuevo a
cielo raso.
Los peregrinos obedecieron, aliviados al poder disimular su
incomodidad con una actividad desenfrenada.
—Gracias —murmuró Marion cuando el guía se volvió dándole la cara
— Sin ti estaba perdida.

—No acostumbro a hacer el papel de salvador —dijo burlonamente


Malestrazza—, pero los padres de la congregación me guardarían rencor
eterno si no pudieras entregar la estatua. Sea como fuere, ándate con cuidado,
pues esta mujer te odia. Es más tonta que un ceporro, y está llena de
supersticiones. Volverá a la carga. A la primera oportunidad.
Se alejó al instante para vigilar la tarea de enterramiento y mostrar a los
caminantes cómo hacer unos túmulos que no se desmoronasen al primer
chubasco.
—Ha sido por mi culpa —murmuró Constance de Hurault.
—¿Cómo? —se asombró Marion.
—Sí —suspiró la baronesa— Mahaut actúa por despecho, por celos.
Quería convertirse en tu amiga, pero tú has preferido ocuparte de mí.
No te lo perdonará jamás. Malestrazza tiene razón. Puede volverse
peligrosa. Creo que eres una de esas personas que no saben elegir a sus
compañeros.

Alinearon los cuerpos en la parte baja del camino, para empezar acto
seguido a recubrirlos de piedras. «No deja de ser un final curioso para unas
gentes que hacían profesión de lapidar a los demonios», pensó Marion
vaciando su delantal lleno de guijarros sobre los pies de Denunzio. Al igual
que los demás, no podía dejar de pasear su mirada por el cuello ennegrecido
del monje. Habían tratado de cerrarle los ojos, pero los párpados se habían
vuelto a levantar. En cuanto a la lengua azulada que le colgaba sobre el
mentón, nadie había osado empujarla hacia el fondo de la boca.
—Si no son las manos de madera las autoras de eso —cuchicheó
Mahaut—, entonces bien podrían ser las manos de piedra del santo... Son
gruesas, rugosas, absolutamente capaces de retorcer el pescuezo de un
hombre. Quién puede aseguramos que no han saltado de la carreta para
arrastrarse por la hierba y lanzarse en persecución de los monjes, ¿eh?
¿Habéis pensado en ello, compañeros?
—Malestrazza ha dicho que la muchacha no tenía nada que ver en eso
—objetó Jehan, el vidriero.
—¡Por Dios! —exclamó Mahaut—, ¿qué otra cosa podría decir, puesto
que lo ha hechizado? No comprendéis que ella le tiene bajo su poder. Yo he
visto la estatua, sí, yo. Tenía los rasgos de Malestrazza... ¿Encontráis eso
normal para la efigie de un santo? Esta muchacha no utiliza muñecas de cera,
las esculpe en piedra. Y por eso son tan poderosos sus encantamientos.
Los hombres sacudieron la cabeza, impresionados por la lógica sin
fisuras de una argumentación semejante.
Marion no dejaba de debatirse contra el temor y las moscas que la
asaltaban. El sol abrasaba las rocas como si quisiera licuarlas. Mahaut,
ostensiblemente, empujó las manos de madera hasta el borde del precipicio
con la ayuda de un palo. Una vez allí, las hizo caer al vacío. Todo el mundo
se quedó inmóvil, con el oído atento, para escuchar rebotar los exvotos contra
las piedras del abismo.
—Si no estaban embrujadas —susurró Jehan, el vidriero—, eso nos
traerá mala suerte.
Varios sacudieron la cabeza, pensando también que aquello era una gran
ofensa infligida a san Gaudemón. Una ofensa que, de una manera u otra,
habría que pagar.
Marion sentía que el miedo, los celos, el cansancio de aquella marcha
interminable, estaban desquiciando a la columna. El gran entusiasmo que
había al partir no era ya más que un nuevo recuerdo.
Una vez hubieron terminado de hacer los túmulos, se percataron (de que
estaban muertos de sed. En las calabazas, el agua se había corrompido.
Apestaba.
—Hay un torrente, más lejos —indicó Malestrazza—. Si os dignáis a
poneros en camino, puede llegarse allí antes del mediodía.
El caballo padecía también a causa del calor. Poco acostumbrado a las
travesías de montaña, comenzaba a dar señales de agotamiento.
«¿Qué pasará si muere? —se preguntó Marion—. Habría que enganchar
la estatua y tirar de ella.»
Andrésis la ayudaría, por supuesto, pero no sería suficiente. Es cierto
que el bloque no era enorme, pero por una pendiente tan abrupta constituiría
un peligro indudable.
«Si se nos escapa —pensó de nuevo Marión—, si las cuerdas nos
resbalan de entre los dedos, la estatua arrollará a los caminantes en su caída,
derribándolos como si fueran bolos.»
A pesar de todo tenía que subir a la carreta y proseguir su labor, ya que
de lo contrario la efigie votiva no sería acabada nunca. Cuando se disponía a
coger los útiles, oyó a Mahaut susurrar entre dientes:
—Seguro que hoy ésta no sufrirá mucho dolor de pies. Resulta fácil
hacer una pereginación cuando la pasean a una como a una reina en su carro.

Llegaron al torrente en un estado de gran agotamiento. El viento no


había soplado en toda la mañana y el sol había abrasado la piel de los
caminantes. El caballo olió la cercanía del agua y apretó el paso. El arroyo
bajaba la pendiente en medio de un húmedo fragor amplificado por el eco. El
agua que descendía directamente desde la cumbre resultó estar helada, pero a
pesar de ello los peregrinos se despojaron de sus harapos para bañarse en ella.
Decidieron hacer un alto para aprovechar el frescor. El sol estaba en su cénit:
no había por ningún lado el menor hilo de sombra donde descansar al abrigo
de su achicharramiento. A fin de consolarse, se rociaban, se lavaban los pies,
dejando que el agua helada adormeciera las llagas que atormentaban a
muchos de ellos. Marion se apartó de los demás para asearse. Arrodillada al
borde del torrente, se refrescó el rostro, los hombros y los pechos. Sus dientes
empezaron a castañetear, pero tuvo la impresión de recobrar el ánimo. Había
vivido las últimas horas bajo una tensión extrema. Las amenazas se
acumulaban en torno a ella: el odio de Mahaut, la desconfianza de sus
compañeros de camino, la presencia invisible del estrangulador que rondaba
probablemente en el dédalo de rocas, aguardando el momento de caer sobre
una nueva víctima.
Se estaba atando el corsé cuando oyó una risa contenida de mujer detrás
de ella. Temiéndose una mala pasada, se levantó y se pegó contra una roca.
No iba a dejarse ahogar en el torrente sin previamente haber vendido cara su
piel.
La risa fue en aumento, sorda, profunda, hasta volverse un estertor.
Marion dio tres pasos. Lo que vio la hizo sofocar de estupor. Allí estaba
Mahut, en camisa, echada entre el cascajo, con sus gruesos muslos rosados
enlazados en torno a las caderas del hombre con quien refocilaba
ardientemente. Estaba gozando, con la boca abierta, la cabeza colgándole
hacia atrás... y el que le estaba dando tanto placer no era otro que
Malestrazza.
Por un segundo, Marion estuvo a punto de coger una piedra para
romperles la crisma a ambos. Un negro odio se desencadenó en ella,
obnubilando su mente. Malestrazza refocilándose con Mahaut... ¡Se
refocilaba con la que había querido lapidar a Marion tres horas antes, cuando
incluso había declarado que esa comadre odiosa «era más tonta que un
ceporro»!
El sufrimiento hizo que la muchacha se pegara contra la roca. Marion
abrió la boca, tratando en vano de recuperar el aliento.
Mahaut... La gorda Mahaut excitándose ante las acometidas del guía.
Ese hombre, tan apuesto, y esa mujer, tan vulgar. ¿Cómo era posible? ¿Se
estaba volviendo loca?
Una mano fría le aferró la muñeca y tiró de ella. Era Constance de
Hurault. Con un dedo en los labios, le indicó a Marion que no armara ningún
escándalo.
Lentamente, evitando hacer crujir los guijarros, las dos mujeres se
alejaron. Cuando la distancia las hubo librado de los gemidos de la comadre,
Marion se arrojó entre los brazos de la baronesa. Sufría tanto que no podía
pronunciar palabra.
—Sé lo que sientes —musitó Constance—. Pero creo que interpretas
mal la escena que acabas de sorprender. Malestrazza te está salvando la vida.
Lo que hace, lo hace por ti.
—¿Qué? —balbuceó Marion.
—Sí —insistió Constance de Hurault—. Ha comprendido que debía
pactar con esa cerda, neutralizar el odio que ella siente por ti. De ese modo,
ella tendrá la ilusión de haberse vengado y no buscará ya atizar la cólera de
los demás en tu contra. Es una maniobra bastante hábil, lo reconozco.
Marion la miró como si hubiese perdido el seso.
—Te aseguro que no le mueve otra motivación —repitió la baronesa
sacudiéndola por los hombros—. Es una simple astucia.
La muchacha bajó la cabeza.
—Seguramente tenéis razón —dijo con voz opaca—. Él hace su trabajo,
concienzudamente. Ya lo dijo, por lo demás: quiere que la estatua llegue a su
destino. No es a la mujer a la que él protege, sino a la imaginera. De haber
terminado ya esta escultura, le importaría un rábano que Mahuat me
arrancase los ojos.
Constance sonrió tristemente.
—Es probable que tengas razón —hubo de admitir—. Siempre he sido
demasiado soñadora. Las historias corteses alimentaron mi juventud, y una
no se libera nunca del todo de esas cosas.

Se reunieron con los demás. Marion trató de no dejar traslucir el


sufrimiento que la desgarraba.
«Es a mí a quien toca estar ahora celosa —se repetía— Y todo porque
no he dejado que esa gorda ramera subiera a la carreta.»
Sabía que era una estúpida, pero no podía hacer nada. Nunca
Malestrazza le había dirigido el menor signo de connivencia o de aliento.
¿Tal vez la encontraba demasiado joven? ¿Sin duda no le gustaban más que
las campesinas gordas, entradas en carnes, expertas en las artes del amor?
Esas rudas cantineras que siguen a las grandes compañías y que los asaltos
repetidos de los soldadotes no consiguen saciar en absoluto.

Reanudaron el camino, pero Marion permaneció como alelada, sin


prestar ya atención a lo que la rodeaba. De repente, se burlaba de los
estranguladores, de los demonios y de las trampas de la montaña. Se aplicó a
permanecer inclinada sobre su obra para disimular ante sus compañeros que
lloraba. Mahaut andaba con paso triunfal. A veces, se acariciaba los costados
y esbozaba una lánguida mueca con el fin de mostrar que estaba molida,
ahíta. Los hombres le dirigían miradas de asombro. ¿Así que esa gorda
ramera había conseguido ordenarle la leche a ese guía tan altanero? Ella le
había hecho gemir y vaciarse, como a un estudiante cualquiera en celo que
frecuentase los burdeles del barrio de mala nota de la ciudad. De golpe,
Mahaut, la campesina de cabellos de estopa, se rodeaba de un extraño
prestigio... y todos la deseaban.
A media tarde, llegaron a la casa de Dios de Parangón. Los monjes
distribuyeron vino bautizado con agua, hogazas de pan y delgadas lonchas de
jamón de montaña que ahumaban ellos mismos.
—Debes obligarte a comer —soltó Constance a Marion, que permanecía
aparte, decaída—. Ven. ¡Por una vez que no hay que contentarse con una
sopa clara!
Paragon no era en absoluto una bonita iglesia. Era una casucha hecha de
piedras amontonadas a la buena de Dios. Habían recubierto las aberturas de
las ventanas con unas pinturas hechas en papel aceitado, que hacían las veces
de vitrales.
Marion se dejó llevar de un lado a otro con indiferencia. Su sufrimiento
la embargaba por entero. Los monjes, amables, les propusieron bálsamos
contra las ampollas, contra las agujetas. Les ofrecieron igualmente pequeñas
medallas de plomo para que se las cosieran en sus ropas, en sus sombreros.
No emanaba de ellos ese aire de austeridad febril que Marion había olido en
fray Gilberto. Muchos, sin embargo, llevaban la capucha echada sobre los
ojos, tal como mandaba la regla, lo que les hacía asemejarse a unos verdugos.
Contrarrestaban esta primera impresión espantosa con una afabilidad que
tenía por objeto tranquilizar a los peregrinos.
Marion trataba en vano de cruzar una mirada con Malestrazza, pero el
guía había recuperado su indolencia altanera. Aparte, sentado al borde de la
fuente, aguzaba el bastón de marcha con su daga.
Nada más verle, la muchacha sintió un dolor en las entrañas. A punto
estuvo de ir a suplicarle a uno de los religiosos que la confesara, pero luego
recordó de haber dicho ya en voz alta sus pecados al mundo..., aunque sin
encontrar ningún alivio en ello.

Era preciso partir de nuevo. Malestrazza no quería pasar la noche en la


casa de Dios.
—Así adquiriríais hábitos de vida muelle —les espetó a los caminantes
—. No estáis aquí para daros buena vida como en una posada.
Ellos rezongaron. Pasar la noche en la montaña no entusiasmaba a nadie.
Todos guardaban en su memoria la imagen de Denunzio, sacando una lengua
negra llena de moscas.
—¡Vamos! —ordenó el guía en un tono más vivo—. No voy a cambiar
de idea. Hay que llegar al puerto de Blandier antes de la puesta del sol. Una
bonita cueva nos espera allí arriba. Podréis hacer en ella vuestras devociones.
Cuando hablaba así nunca se sabía si se burlaba o no. Sus palabras
rayaban constantemente la irreverencia.
—El caballo no puede más —protestó Andrésis— Sería mejor dejarle
descansar hasta el amanecer.
Por desgracia, Malestrazza se iba ya sin volver siquiera la cabeza.
Mahaut fue la primera en correr tras sus talones. Los otros siguieron
refunfuñando.
La carreta arrancó en último lugar, pues el rocín resoplaba ante el
esfuerzo que debía realizar. Los espumarajos manchaban su pecho y
mantenía la cabeza gacha.
—A este ritmo —masculló el viejo arquero—, habrá muerto antes de
dos días.
—Vayamos despacio —suspiró Marion—. Qué se le va a hacer si los
demás se adelantan.
Suplicó a Constance que subiera a su lado, pero la baronesa se negó.
—Ya te he causado bastantes perjuicios —dijo—. Si Mahaut tiene la
impresión de que me aparto de ti, tal vez te deje en paz. Y además, no estoy
aquí para hacer trampas. Cada vez que quieres prestarme ayuda, lo que haces
es hundirme un poco más en el pecado.
Agarrando valientemente su baculum,4 tomó en dirección a la cima.

Tan pronto como se pusieron en camino, las cosas adquirieron un mal


cariz. En el primer tercio de la cuesta la carreta se detuvo, una de las ruedas
se negaba a girar. Andrésis hubo de apearse mientras la columna de los
caminantes se alejaba.
—¿Qué pasa? —se inquietó Marion.
—No lo sé —rezongó el arquero—. No me extrañaría nada que detrás de
todo eso se escondiera una artimaña. Se diría que alguien ha aprovechado la
parada para sabotear el eje.
«¡Mahaut!. —pensó enseguida la muchacha—. Ha decidido apartarme,
definitivamente. Sabe que aislándonos de la columna seremos presas fáciles
para el estrangulados»
—¡Maldita sea! —gruñó Andrésis—, la noche no va a tardar en caer y
nos encontramos aislados en plena naturaleza. ¿Qué se puede hacer?
Marion dudó. No podía abandonar la piedra tallada, y no obstante no
tenía, como Andrésis, ningunas ganas de quedarse aislada en medio de aquel
laberinto de rocas.
El caballo relinchó, como solía ante la proximidad de un depredador.
—Mala cosa —gimió el arquero—. Eso esconde una añagaza. No cabe
duda de que nos han dejado tirados para que seamos pasto de la bestia. No se
atreve aún a atacar pero está allí, en alguna parte detrás de los peñascos.
—Desengancha el caballo —decidió Marion—, Subamos a él y
volvamos sobre nuestros pasos, a la casa de Dios. Los monjes de Parangón
nos darán acomodo para la noche.
—Sí —aprobó el viejo soldado—. Es una buena idea.
Desenganchó rápidamente al animal, tomó su carcaj y su arco y ayudó a
Marion a subir sobre el lomo de la cabalgadura. La muchacha se estremecía
de angustia. Le parecía que el viento traía un olor extraño, no humano. Un
olor que ella no había sentido nunca antes. «Las puertas del infierno —pensó
—. Es lo que decía fray Guillermo: las puertas del infierno entreabriéndose.»
Andrésis espoleó al caballo; por desgracia, la pobre bestia no estaba en
condiciones de galopar, y sólo el temor la empujaba a apresurar el paso.
«Vamos a perdernos —se dijo Marion—. O bien a despeñamos al fondo
de un precipicio. Dentro de poco no veremos ya a diez pasos.»
Con la noche, la bruma surgía de la tierra, ocultando el rastro del
camino. Ésta pronto llegaría hasta el vientre del caballo y se hallarían
limitados a las suposiciones. La imaginera aguzó el oído, tratando de guiarse
por el sonido del badajo de la campana del monasterio. Habían pasado ya
vísperas, la campana no volvería a repicar antes de la hora de completas. En
ese momento, las tinieblas habrían recubierto la montaña.
El caballo iba al trote corto.
«Nunca hubiera creído que estuviéramos tan lejos de Paragon», pensó
Marion.
Se dio cuenta de que, sumida en su desesperación amorosa, había
perdido la noción del tiempo.

Finalmente, la silueta temblorosa de la casa de Dios surgió de entre la


bruma. Un débil resplandor vacilaba detrás del papel aceitado que obturaba
las ventanas. Las inmediaciones del edificio estaban desiertas, eso no tenía,
sin embargo, nada de sorprendente, puesto que nadie se quedaba nunca en el
exterior tan pronto como se ponía el sol.
Andrésis y Marion echaron pie a tierra. La muchacha esperaba
encontrarse la puerta cerrada, pero no fue así. El batiente que conducía a la
gran sala común giró sobre sus goznes tan pronto como posó la palma de su
mano sobre la aldaba.
Intimidada, llamó. ¿Tal vez estaban los monjes en oración? Sólo los
cirios colocados sobre el altar, al fondo de la cripta, iluminaban la bóveda.
Era este resplandor el que bailaba a través del papel grasiento de las troneras.
Un mal presentimiento se apoderó de Marion. Su instinto le decía que la casa
no estaba ya habitada. Dio algunos pasos hacia el interior. Sobre la gran mesa
de caballete del refectorio había unas escudillas de caldo medio llenas. Un
cubilete derribado había formado un charco entre los platos.
—No hay ya nadie —murmuró Andrésis—. ¿Dónde habrán ido? Hace
tres horas estaban todos aquí, y ahora...
—Algo ha pasado —repuso la muchacha—. Eso no es normal. Se diría...
Se diría que han huido.
El viejo arquero se apresuró a encender una de las antorchas fijadas en la
pared y la enarboló por encima de su cabeza. La oscuridad se esfumó. Sin
embargo, por más que exploraron el edificio, no encontraron ni rastro de sus
ocupantes.
Marion salió del caserón para examinar el suelo.
—Mira —susurró a su compañero—. Unas huellas de pasos, parece que
se dirigen hacia el precipicio.
Ella se arrodilló para ver mejor las huellas. Le pareció que había
impreso allí el recuerdo de un pisoteo confuso. Una huida, en tropel... Una
batalla, tal vez. Las pisadas se superponían, se borraban. Los monjes habían
huido... O bien habían sido expulsados de la casa de Dios para...
¿Para arrojarles al vacío?
Andrésis había llegado a la misma conclusión y avanzó hasta el borde
del abismo, con la antorcha en alto.
—Es demasiado profundo —dijo entre jadeos—, si les han hecho
arrojarse a él, han debido de aplastarse doscientos codos más abajo.
Marion pensó en los herejes cátaros que a menudo habían sido
castigados de ese modo, despeñándolos, desde lo alto de las murallas, para
que se rompieran la cabeza contra los fosos de las ciudades rebeldes.
Agarrada a las ramas, se acercó al borde del precipicio. La bruma, subiendo
del valle, no permitía ver más allá de un tiro de piedra.
«Están todos allí, seguro —pensó—. La cosa que sigue nuestros pasos
desde el comienzo de la peregrinación ha entrado en la casa de Dios tan
pronto como nosotros nos hemos ido... y ha dado muerte a los monjes.»
Imaginó la escena: el enemigo desconocido forzaba las puertas que se
aprestaban a cerrar por la noche, prendía a los frailes y los empujaba hacia el
abismo. Los religiosos debían de haberse quedado tan sorprendidos que no
habían tenido tiempo de defenderse. De todos modos, ¿qué habrían podido
hacer? No eran gentes de guerra prestas a reaccionar en caso de emboscada.
Se arrodilló.
—Allí —dijo con la garganta seca—. Mira.
Había un jirón de sayal que colgaba de la rama de un espino. La prueba
innegable de que los monjes habían sido arrojados al vacío.
«Alguien nos sigue —pensó Marion—. Una bestia..., una panda de
iluminados, no lo sé exactamente, pero una cosa es segura: que esos asesinos
atacan justo después de pasar nosotros. Tan pronto como dejamos una casa de
Dios, se precipitan allí para dar muerte a los monjes que nos han acogido. Si
es así...»
—Si es así —completó en voz alta—, todos los lugares donde hemos
encontrado refugio han sido igualmente atacados.
—Es lo mismo que estaba pensando yo —murmuró Andrésis—. Por
todas partes por donde vamos llevamos la muerte con nosotros. La maldita de
ella se desplaza siguiendo nuestras huellas, y arrasa con todo a nuestro paso.
Todos los que nos conceden hospitalidad son condenados a perecer tan
pronto como nos despedimos de ellos.
—Es espantoso —susurró la muchacha—. Pero ¿eso por qué?
El arquero no respondió.
—Ven —se limitó a gruñir—. No conviene quedarse aquí. Entremos el
caballo en el edificio y atrincherémonos para la noche.
Pero a Marion le costaba abandonar la contemplación del precipicio.
Una visión la acosaba, la de los monjes cayendo al vacío para quedar
aplastados sobre las rocas, cien metros más abajo. ¿Quién había decidido
realizar aquella matanza? ¿Y por qué? ¿Querían quitarles las ganas para
siempre a la gente de hacer la peregrinación de San Gaudemón?
«¡Dios mío! —pensó—, eso podría ser obra de mercenarios pagados por
la Inquisición. Soldados actuando por orden de Jóme el Negro. Trabajan
clandestinamente para socavar la razón de ser de la congregación. Cuando las
gentes tengan demasiado miedo de lo que les espera en la montaña, ya no
habrá nadie que se dirija al santuario.»
Sabía a los inquisidores capaces de retorcidas maquinaciones, y Jóme
tenía una pésima reputación. Para luchar contra el demonio, era totalmente
capaz de recurrir a una estratagema que demostrase la presencia del maligno
en las colinas.
Una noche, cuando el fuego del vivaque se estaba apagando, Constance
de Hurault había musitado: «Las gentes de iglesia afirman combatir al diablo,
pero en realidad no viven más que para él. Si éste fuera efectivamente
vencido, perderían al propio tiempo toda su razón de ser. Fingen detestarlo
cuando en realidad es él quien les asegura el sustento y todos los privilegios
de los que gozan y abusan. Uno podría preguntarse a veces si no será ése, de
hecho, su verdadero señor.»
Marion se santiguó para protegerse de los malos pensamientos que
sentía hervir en su interior.
Andrésis tomó el caballo por la brida y le hizo entrar en el edificio. La
muchacha le siguió.
En el momento en que se disponían a cerrar las puertas, un ruido de
piedras resonó a escasa distancia. Se quedaron petrificados.
«Ahí está —pensó Marión—. Eso vuelve para asesinamos:»
Y de repente, entre las rocas, apareció un unicornio.
Un unicornio blanco, que miraba en dirección al monasterio, con las
crines al viento.
—¡Virgen santa! —exclamó entre hipidos Andrésis—. Creía que tales
bestias no existían más que en los cuentos...
Marion se quedó sin habla, petrificada. El animal era de una gracia
increíble con su largo cuerno retorcido que le surgía de la frente. Al igual que
el arquero, siempre había creído que los unicornios eran una pura leyenda,
pues nadie había visto jamás ninguno.
—Tengo que ir a ver eso más de cerca —murmuró Andrésis cogiendo su
arco—. No se puede dejar pasar una ocasión como ésta.
—¡No! —exclamó la muchacha—. ¡No vayas, es una trampa para
atraernos hacia fuera!
Trató de aferrar el brazo del viejo soldado, pero éste se desprendió y
echó a correr hacia la entrada del laberinto rocoso. El unicornio, al sentirse
amenazado, dio media vuelta. Sus cascos sonaban claramente sobre el
guijarral. Blanco, en medio de la bruma que ascendía, tenía todo el aspecto de
un fantasma.
—¡Andrésis! —llamó Marión—, ¡Vuelve!
Por desgracia, el arquero se había lanzado en persecución del fabuloso
animal y no se oyó ya nada más.
La muchacha decidió cerrar la puerta y colocar la tranca de seguridad,
que por otra parte le costó horrores levantar.
Estaba trastornada por lo que acababa de pasar. Tenía la impresión de
estar soñando despierta. Sin reflexionar más, corrió hacia el altar, encendió
los cirios que se apagaban, y se arrodilló para rezar.
Trató de poner orden en sus pensamientos para dominar su temor. Se
acordó de haber leído una traducción en lengua profana del famoso bestiario
divino de Guillermo, el Clérigo de Normandía. Obra en gran parte inspirada
por el clásico Physiologus. El animal, originalmente llamado «monocheros»,
era designado en él como el depredador más feroz que existía sobre la faz de
la tierra. Era capaz, decía el Clérigo, de atacar y matar a un elefante. Sus
pezuñas eran tan duras que podían hendir las piedras golpeándolas de una
sola coz. Para capturarlo, era preciso sentar a una joven virgen a la entrada de
su caverna. La bestia, al punto, venía a posar su cabeza sobre las rodillas de
la doncella y se dormía. Los heraldistas veían en el unicornio el símbolo de
una unidad divina, Dios y Cristo formando una sola y misma persona.
El caballo relinchó. Marion se levantó. ¿Adónde había ido Andrésis?
¿Qué locura le había entrado de correr detrás de la fabulosa bestia cuando
caía la noche? ¡Era aquélla una reacción muy masculina! Sin duda no había
visto más que el beneficio que le reportaría el cuerno mágico que sobresalía
en la frente del monstruo. Se decía que era capaz de anular los efectos de
cualquier veneno. Para ello bastaba con rallar un poco de él dentro de un
cubilete. Gozaba igualmente de fama de devolver la virilidad a los ancianos.
Todas estas razones hacían que se vendiera muy caro en el mercado de la
alquimia. Andrésis no había pensado en otra cosa. Si llegaba a dar muerte al
unicornio, ¡se haría rico!
Marion iba de un lado a otro del refectorio, nerviosa. El caballo se
agitaba, golpeando con los cascos sobre el pavimento. ¿Decidiría Andrésis
volver? Estaba convencida de haber acertado al negarse a acompañarle. Si los
unicornios existían realmente, no temían las flechas, y | el arquero corría el
peligro de verse en una situación apurada.
«¡El muy idiota!», pensó la muchacha arrebujándose en su abrigo. Como
siempre, se abandonaba a la cólera para superar su miedo.
Terminó sentándose sobre uno de los bancos del refectorio. Afuera hacía
una noche sin luna. Unos animales aullaban a lo lejos, prueba de los mil
pequeños asesinatos de la naturaleza.
«Volverá —se dijo—. Volverá, avergonzado de haber dejado escapar a
la bestia, y se inventará una de esas fábulas a las que con tanta frecuencia
recurren los hombres cuando tratan de excusar sus fracasos.»
Posó la cabeza sobre sus brazos replegados y se durmió.
Un calambre la despertó poco antes del alba. El silencio de la iglesia
desierta la aterró. Le parecía que los fantasmas de los monjes asesinados
rondaban por las criptas, sombras lívidas llenas de una infinita tristeza. Las
candelas se habían apagado y ella no se atrevía a moverse por miedo a
romperse los huesos contra los obstáculos que se alzaban en el camino que
llevaba al altar. «Aquí no puede pasarme nada —se repetía—, es un lugar
sagrado.» Pero no conseguía convencerse de ello. Lo que merodeaba en el
exterior le parecía más poderoso que la misma voluntad de Cristo. Una fuerza
que se remontaba a la noche de los tiempos.
Si había unicornios, entonces ¿por qué no cíclopes, ogros, gigantes,
todos esos monstruos de los que hablaban antaño los viajeros griegos de la
Antigüedad?
Esperó a que la luz atravesara el papel aceitado de las ventanas e
inundara la cripta con su halo grisáceo para levantarse. Entonces, se dirigió
hacia la puerta, levantó la tranca de seguridad, y empujó los dos batientes.
Hacía frío y el ambiente estaba húmedo. La bruma llegaba a la altura de las
rodillas.
El caballo, que tenía hambre, la empujó para salir a pacer en la hierba.
Marion lo siguió y dio la vuelta al caserón. No encontró a Andrésis por
ningún lado. Tras haberle llamado repetidas veces, la muchacha decidió
adentrarse en el laberinto de cascajo. Cada uno de sus movimientos agitaba la
niebla y la hacía elevarse un poco más. Durante mucho rato estuvo dando
vueltas, explorando las fallas, los reductos naturales del campo de piedra.
Finalmente, se golpeó contra algo. Un cuerpo tendido a través del camino.
Tuvo que agacharse para ver de qué se trataba.
Era el viejo arquero. Descansaba de espaldas, con la boca abierta, los
ojos de par en par. La mitad superior de un cuerno roto estaba hincada en su
pecho, a la altura del corazón.
Capítulo 12

MARION no podía hacer nada por el pobre hombre. La vista del cuerno roto
por el violento impacto la llenó de terror. Supuso que el animal fabuloso,
harto de verse perseguido, se había dado bruscamente media vuelta para
embestir al cazador. Andrésis se había visto arrinconado contra una roca, con
el dardo de marfil hincado en el pecho. Malestrazza, con su ironía habitual,
habría dicho sin duda que se trataba de una muerte apropiada para un arquero
que se había pasado la vida asaeteando a las pobres gentes.
La muchacha retrocedió sin más tardanza. No quería arriesgarse a
incurrir a su vez en la cólera del unicornio que, a esa hora, debía de estar
rabioso por haber dejado su única defensa en el cuerpo de un malotru.5
Volvió a la casa de Dios con la intención de largarse lo antes posible de
ella. Recordando que la carreta estaba encallada al borde del camino, se puso
a buscar unas herramientas con que repararla.
«Es una tontería —se dijo al cabo de un momento—, pues no lo
lograrás.»
Nunca conseguiría cambiar un eje sin la ayuda de Andrésis. El único
medio de continuar era atar la estatua a una cuerda y hacer que el caballo
tirara de ella. Sin duda, el roce continuo por el pedregal podía estropear el
trabajo de escultura, pero no se le ocurría otra manera de proceder.
Montó a lomos del rocín y no paró de dar talonazos en sus ijares para
hacerle apresurar el paso. No quería demorarse más en aquel lugar que
rezumaba maldición, emboscada. La angustia le había puesto la carne de
gallina. Sólo deseaba una cosa: correr hacia el sol que disiparía sus miedos.
Mientras su montura se lanzaba hacia el sendero, ella se obligó a no volver la
cabeza. Le parecía que, si cometía el error de volver la vista atrás,
sorprendería una visión de pesadilla que le haría encanecer el cabello en
cuestión de segundos.
—Arre, arre —suplicó dando palmaditas en el cuello del caballo.
Poco a poco, el pánico la abandonó. El silencio de la montaña tenía algo
de inhumano. En la llanura siempre se oía tañer alguna campana, el chirriar
de alguna carreta o el golpear del martillo de algún herrero. Los perros
ladraban, los críos lloraban, los gallos cantaban. Aquí, por más que se
aguzara el oído, no se percibía más que el bramido del viento desgarrándose
en las aristas de las agujas rocosas. Un ulular que terminaba por crisparle los
nervios a uno.
Por fin apareció la carreta averiada a la vera del camino. Marion echó
pie a tierra, reunió sus cosas y los útiles en una alforja y, acto seguido, con la
ayuda de una cuerda, ató la estatua por el cuello. Los brazos y las piernas
móviles le plantearon problemas, pues eran demasiado pesados para poder
llevarlos ella. Los ató al vientre del santo, esperando que el pedregal no
hiciera que el bulto se desparramara.
Cuando consideró que la carga estaba lo suficientemente prieta, anudó el
cabo a los arneses de su montura y golpeó su grupa. El caballo echó a andar,
arrastrando la estatua que empezó a arar el suelo, abriendo un surco en medio
del camino.
Marion consultó el códice de rutas, pero se hizo un lío con las láminas
iluminadas del mapa y se preguntó si sería capaz de llegar a la próxima casa
de Dios por sus propios medios.
Anduvo errante todo el día. El ruido de la estatua maltratada, golpeando
contra las rocas, se reproducía en eco de cima en cima. En varias ocasiones,
unos desprendimientos de piedras hicieron temer a la muchacha el
desencadenamiento repentino de una avalancha.
Por más que consultaba el códice, no conseguía orientarse, cosa que no
tenía nada de extraño ya que Malestrazza tenía por costumbre no tomar nunca
la ruta oficial. Los atajos por los que llevaba a los peregrinos no figuraban en
los planos copiados en el libro.
Se creía definitivamente perdida cuando apareció, a la vuelta de un
montón de piedras resultado de un desprendimiento, el campanario de la casa
de Dios de Venzóme. Según el códice, era la más hermosa parada del
recorrido, y también la más grande. Los monjes albergaban allí una biblioteca
que conservaba la totalidad de los escritos relativos a san Gaudemón. Era más
que un refectorio dotado de un dormitorio común; podía hablarse al respecto
de un centro espiritual sin temor a exagerar la importancia del lugar.
Marion bajó del caballo, que estaba extenuado, e hizo la última parte del
camino llevándolo de la brida. El ruido de la estatua surcando el suelo hizo
salir a los monjes de la abadía. A diferencia de aquéllos con los que Marion
había estado hasta entonces, llevaban la capucha echada a modo de capirote
sobre el rostro, observando estrictamente las reglas de la congregación. Sólo
sus ojos permanecían visibles a través de los agujeros recortados en el sayal,
y esta vestimenta les confería un aspecto siniestro que impresionaba al
visitante. Fueron al encuentro de la peregrina y la intimaron a dejar de armar
ruido, puesto que se encontraba ahora en un lugar de oración. Hablaban con
sequedad, sin preocuparles el parecer desagradables. Uno de ellos arrancó la
brida de las manos de Marión y forzó al caballo a detenerse. Los otros fueron
a examinar la piedra tallada que los continuos rebotes habían echado a perder.
La muchacha les explicó lo sucedido.
—¿Y es así cómo tratas tú a nuestro santo patrón? —musitó una de las
capuchas negras—. ¿Crees que es una muestra de respeto ponerle una cuerda
alrededor del cuello y arrastrarlo por el polvo de los caminos?
Marion protestó y trató de dar una explicación, pero los hermanos no la
escuchaban. Tuvo que levantar el tono de voz para hacerse escuchar.
—Hay algo más grave —soltó—. En Paragon, el lugar de dónde vengo,
lodos los monjes han sido asesinados. Un peligro os amenaza, vais a tener
que tomar precauciones. Alguna cosa me sigue. Alguna cosa o alguien. Y
también han dado muerte a mi carretero.
—Pero vamos —cortó el que parecía dirigir el grupo—. ¿Qué cuentos
son esos, hija mía? Deliras. El sol te ha reblandecido el cerebro. Ven a tomar
un vaso de agua fresca al refectorio.
Por más que Marion insistió, en el curso de la hora siguiente no
consiguió hacerles abandonar su tono burlón con el que habían acogido de
entrada sus revelaciones. Multiplicó los detalles sin lograr por ello que le
prestaran más atención. Los veía encogerse de hombros en la sombra.
—Te acaloras, hija mía —cortó el superior con una punta de irritación
—. Creo que has oído demasiadas fábulas a lo largo del camino, y eres sin
duda uno de esos espíritus crédulos que se tragan todas las patrañas sin poner
nada en duda. Estoy convencido de que existe una explicación muy simple
para la «desaparición» de los hermanos. Si la iglesia estaba vacía es porque
debían de estar realizando alguna tarea en el exterior, o bien porque estaban
de retiro. Tal vez escalaron una cresta para aproximarse al cielo y rezar más
cerca de Nuestro Señor Jesús. No hay motivo para la inquietud.
Agotada su paciencia, Marion habló del unicornio. Éste fue su error. En
cosa de un segundo, perdió toda credibilidad. Oyó a los monjes ahogar una
risa bajo sus capirotes. Cuando el superior retomó la palabra, lo hizo en el
tono que se emplea para dirigirse a los pobres de espíritu. Le dio las gracias
por haberles prevenido y le aseguró que la congregación reflexionaría acerca
de todo ello; luego se levantó, la tomó del brazo y la condujo a la huerta.
—Los hermanos van a ocuparse de tu montura —dijo—. No te
preocupes por nada. Ve más bien a contemplar la puesta del sol. Encontrarás
a uno de tus compañeros de camino y puedes hacerle compañía.
Tras esto, la dejó plantada al comienzo de una alameda y se dio media
vuelta, como alguien que no tiene tiempo que perder con retrasados mentales.
Furiosa, Marion estuvo a punto de increparle. Ac d imbécil no se daba
cuenta del peligro que hacía correr a los que le rodeaban. Esa noche,
¿mañana?, los criminales que habían arrojado al vacío a los monjes de
Paragon harían otro tamo allí.
Una voz familiar la sacó de sus pensamientos. Era Jehan, el vidriero, el
aprendiz lanzado a los caminos por su patrón. Trabajaba en la huerta,
inclinado sobre una mesa de caballete sobre la que había extendido los
pedazos de vidrio que componían el vitral transportados en su caja durante el
camino.
—¿Así que has decidido descansar de tu alforja? —dijo la muchacha
acariciando con la yema de los dedos los fragmentos de color que captaban
los reflejos del sol poniente.
—Tenía que hacerlo —dijo el muchacho—, pues es aquí donde debía
entregar mi mercancía. Ahora he de subir allá arriba, al campanario, para
reemplazar el vitral roto por la tempestad del pasado otoño.
Marion levantó la cabeza para seguir la dirección indicada por su dedo.
Vio el agujero negro abierto en la piedra. Los filamentos de plomo vaciados
de sus preciosos vidrios.
—Parece que fue un águila, enloquecida a causa del huracán, que se
estrelló contra el vitral —masculló Jehan— Lo hizo completamente trizas.
Marion notó que parecía inquieto. Le preguntó la razón.
—Es que no me hace ninguna gracia subir allá arriba en un balancín —
murmuró—. Los monjes no quieren que trabaje desde el interior Parece que
eso perturbaría la concentración de los copistas que se dedican a su labor en
la biblioteca. Hay allí también libros sagrados que el profano no debe ver...
Total, que tendré que subirme a un columpio para poder arreglar la ventana
desde el exterior, colgado de la fachada como una araña del extremo de su
hilo.
Descontento, señaló el pescante y la polea plantadas en lo alto de la
torre. La cofa a la que debería trepar para trabajar aguardaba en la hierba,
atada a una interminable cuerda enroscada como una serpiente.
—Los monjes me izarán —concluyó tratando de bromear—. A fuerza de
hacer tañer las campanas han desarrollado unos buenos músculos. Aun así, yo
nunca he hecho nada parecido en toda mi vida.
Marion comprendía la indignación del muchacho y pensaba en la
estúpida obstinación del padre superior. ¿Por qué obligar a correr un riesgo
semejante a un aprendiz cuando hubiera podido trabajar con mayor seguridad
desde el interior del edificio? ¿Acaso era la tranquilidad de los copistas más
importante a sus ojos que la vida de un hombre?
Para relajar la tensión, decidió pedirle noticias de sus compañeros de
camino. Jehan se encogió de hombros.
—Ellos han proseguido —dijo elusivo al tiempo que bajaba los ojos—.
La gorda Mahaut estaba como una perra en celo. Se arrimaba a los hombres y
le contaba a todo el que quería escucharla que había conseguido a
Malestrazza y que éste la había hecho gozar como nadie. ¡Una jodida ramera,
sí! Me he alegrado de poder pararme aquí. Tengo un mal presentimiento, la
impresión de que ninguno de ellos llegará al final del trayecto. Sé que no
debería decir eso, pero así es cómo lo siento.
Marion se preguntó si debía ponerle al corriente de sus últimas
aventuras. No le dio tiempo de hacerlo, porque un monje encapuchado vino a
buscarles para el oficio religioso de la noche.
—Me dan miedo con sus vestimentas de verdugo —cuchicheó el joven
cubriendo su mesa de trabajo con un toldo—. Los otros eran más amables.
«Sí —pensó Marión—, Pero a estas horas están seguramente todos
muertos.»

Se dijeron vísperas, luego completas. La cena fue en silencio, frugal.


Los monjes comían sin levantar su capirote e introduciéndose la comida bajo
la capucha. No había ninguno que hiciera uso de ese lenguaje por medio de
signos al que recurrían a menudo los religiosos para eludir la regla del
silencio, y que transformaba los refectorios en un teatro de muecas y de
aspavientos de lo más grotesco.6
Marion se sentía desplazada en medio de todos aquellos hombres. La
llegada de la noche le hacía sentir miedo. Pensaba en los restos del pobre de
Andrésis abandonados entre las rocas. Sin el pedazo de cuerno clavado en el
pecho del arquero, hubiera dudado ahora de haber visto al monocheros.7
Una vez despachada la cena, la condujeron a una celda de techo bajo por
la que tuvo que desplazarse inclinada para no darse con la cabeza contra él.
Se tumbó sin desvestirse, convencida de que tendría que emprender la
huida en medio de la noche para escapar a los asesinos fantasmas.
Oyó llamar a maitines, a laudes y a prima,8 y cada vez percibió el ruido
de las sandalias recorriendo los corredores. Los repiques la sorprendían en el
mismo instante en que comenzaba a amodorrarse, de forma que vio nacer el
día sin haber pegado ojo.
El padre superior, que se llamaba Mazólas de Caradoz, le ordenó ir a
echar una mano al vidriero pues le parecía «un poco zoquete». Cuando la
muchacha argumentó que el aprendiz podría hacer sin duda su trabajo de
forma más segura si le dejaban colocar el vitral desde el interior, como se
acostumbraba a hacer, el monje le replicó que la tranquilidad de los copistas
no debía verse perturbada bajo ningún concepto. Marion puso mala cara,
poco convencida. No ignoraba, en efecto, que algunas congregaciones, por
una simple cuestión de prudencia, empleaban a copistas que no sabían leer en
absoluto, y que se limitaban a «dibujar» las palabras que tenían ante sus ojos.
Antes de ir a ver a Jehan, examinó las esculturas de bulto redondo de la
galería superior, ese mirador que daba la vuelta al edificio serpenteando a
media altura. El códice de rutas ponderaba su delicadeza. Desde abajo, era
realmente imposible de apreciar, pero cuando quiso dirigirse hacia la escalera
que llevaba al piso superior, un monje encapuchado le impidió el paso,
diciéndole que no tenía nada que hacer en aquellos lugares. La muchacha
retrocedió, con la mirada clavada en todo momento en los dinteles, los
mármoles, las hornacinas donde reposaban los relicarios, las estatuas
sagradas. Fueron sobre todo estas últimas las que hubiera querido observar a
fin de que le sirvieran de inspiración para su propio trabajo. El códice
afirmaba que eran de una rara belleza.
La casa de Dios de Venzóme era decididamente un elevado lugar de
cultura, y Marion sentía rabia de verse apartada de estos tesoros. Sin duda, le
reprochaban ser una mujer. Las mujeres, demasiado imbuidas de animalidad,
no sabían apreciar las cosas artísticas, era algo sabido.
Malhumorada, se fue a la huerta. Jehan estaba atareado ya en lo alto de
la torre, balanceándose a lo largo de la fachada en su extraña cesta. El miedo
hacía que tuviera el rostro lívido. Cuatro frailes de anchos hombros tiraban a
la vez de la cuerda atada al pescante, levantando la cofa por medio de
tracciones sucesivas. Con las uñas clavadas en el mimbre de su vehículo,
Jehan parecía sufrir de vértigo y a punto de echar la papilla.
Cuando la cofa se encontró delante del agujero abierto en la ventana, los
monjes fijaron la cuerda a una anilla y se fueron.
—Avísanos cuando haya de bajar —soltó uno de ellos a Marion antes de
desaparecer en la galería baja.

Jehan trabajó un largo rato, y cuando lo descendieron parecía aún más


preocupado que la víspera.
—¿Tienes vértigo? —preguntó Marion—. No es ningún crimen, ¿sabes?
Yo, de tener que hacer lo que haces tú, creo que gritaría de terror.
—No pasa nada —rezongó el aprendiz—. Pero hay algo que no
funciona. Me he equivocado en las medidas.
Sin ocuparse más de la muchacha, se inclinó sobre la mesa de trabajo y
garabateó unos complicados cálculos con un carboncillo. Contaba
lentamente, con la ayuda de los dedos. Marion hubiera podido ayudarle pero
temía humillarle si se lo proponía.
Se enfrascó en la contemplación de los fragmentos de vidrio. Los habían
pintado a fin de representar el suplicio de san Gaudemón en la arena.
Encajaban con gran exactitud unos con otros. Era un vidrio pintado en masa,
irregularmente, con un añadido de herrumbre, y cuyo color se había
difuminado en una profusión de pajuelas. Esta técnica, burda a simple vista,
permitía unos juegos de reflejos excepcionales cuando el sol se reflejaba en el
vidrio. Oyó gruñir a Jehan entre dientes.
—Esto no funciona, no funciona...
—¿Dónde está el problema? —inquirió ella.
—¡El vitral es demasiado grande! —balbuceó el muchacho—, mi patrón
se ha equivocado. No entra en la abertura. Una vez más, ha hecho caso omiso
de lo que le decían, ha querido impresionar a los monjes, ¡y aquí tienes el
resultado! Y soy yo quien tiene que pagar los platos rotos. ¿Y qué van a
pensar de mí ahora?
—¿No puedes proceder a unos reajustes?
—Voy a intentarlo, pero es arriesgado. Si rompo un trozo de vidrio al
tratar de recortarlo, se irá todo al garete, y no me quedará más remedio que
volver a la ciudad para conseguir otro.
Estaba a punto de deshacerse en lágrimas. A Marion le pareció
enternecedor y le estrechó contra sí. El muchacho se desprendió de un brinco.
—¡Pero estás loca! —dijo entre jadeos—, ¿qué haces? ¿Quieres que los
monjes nos condenen a flagelarnos de rodillas en la escalinata de la entrada?
No hay que bromear con estas cosas aquí, ya debes de haberte dado cuenta.
Es normal, es la última casa de Dios antes del santuario, y por ello aprietan
las clavijas a los peregrinos.
Confusa, Marion trató de cambiar de conversación.
—Mientras estabas allá arriba —improvisó—, ¿has podido echar un
vistazo a su maldita biblioteca?
—¡Pues sí! —rezongó Jehan—, Hay miles de libros amontonados en los
estantes, pero hay tal oscuridad en la sala que me pregunto cómo pueden
leerlos. ¿Es que no los abren nunca? Es como un cementerio, en una palabra.
Un cementerio de libros.
«O bien una prisión —pensó al punto la muchacha—. Una prisión para
obras prohibidas, para manuscritos heréticos. ¿Y si fuese por esta razón por
lo que los monjes no dejan acceder a la galería superior? ¿Y si temieran que
nosotros pudiéramos descifrar un título comprometedor?»
Presentía que estaba a punto de descubrir la verdad. Lo que se decía de
san Gaudemón no carecía tal vez de fundamento, en cuyo caso la
desconfianza de Jóme el Negro no era gratuita. Había allí, realmente, en el
seno de la Orden, elementos perversos que operaban en secreto para
establecer contacto con el Maligno.
«¡Dios mío! —se dijo—. Cuando pienso que Diodoro el Viejo me ha
enviado aquí para que le tranquilice acerca de la ortodoxia de los sacerdotes
que ofician en las casas de acogida...»
No debía hablar con nadie de sus sospechas, al menos si quería regresar
con vida de la peregrinación. Muchas cosas se aclaraban de pronto.
«Si se ha arrojado a los monjes al vacío, es porque se disponían a
denunciar la herejía de sus hermanos de Venzóme —pensó—. El diablo no
tiene nada que ver con eso.»
Una querella, sí. Una querella entre facciones rivales. Ortodoxas y
heréticas. Los cismáticos habían elegido la acción brutal para preservar su
clandestinidad. Ella debía permanecer alerta y no dar prueba de una
curiosidad fuera de lugar.
Se esforzó por mantener la calma. Tal vez la estaban observando. Jehan
seguía padeciendo con sus cálculos. Examinaba los pedazos de vidrio para
determinar la importancia del trabajo de recorte que debía efectuar.
—Me faltan dos pulgadas —masculló—. Se dice enseguida; pero
hacerlo es otro asunto. —Volviéndose hacia ella, la amonestó—: ¡Oh, y tú no
te quedes aquí en medio! ¿Es que no tienes nada de qué ocuparte? Me parece
que habías de tallar una estatua, ¿no es así?
Vejada, Marion se fue. Una vez a solas comprendió que la rudeza de la
que daba prueba el joven era el resultado de sus angustias, y a punto estuvo
de darse media vuelta, pero no obstante tenía razón, oficialmente estaba allí
para esculpir un san Gaudemón destinado a ocupar un lugar destacado en el
santuario, por encima de las reliquias. Por una simple cuestión de honradez
no podía plantearse esta tarea a la ligera.
De rodillas delante de la efigie de piedra maltratada por los baches del
camino, se aplicó en encontrar la manera de devolverle un rostro humano.

Martilleó el bloque hasta mediodía. Mientras sus dedos manejaban


martillo y cincel, ella pensaba en Malestrazza. Era algo superior a sus
fuerzas. Le echaba de menos. Necesitaba verle, estar a su lado, incluso
después de lo que había hecho con Mahaut. Sin él, sentía que le faltaba el
aire. Era absurdo, pero no podía hacer nada contra eso. Mientras trabajaba
con ahínco en la piedra, unos pensamientos vergonzosos cruzaban por su
cabeza. Se imaginaba en el lugar de la comadre, abierta de piernas, con el
peso del hombre sobre su cuerpo y la dureza de la roca bajo sus riñones. El
calor le subía a las mejillas, al vientre, y su mirada se enturbiaba.
De repente, mientras se abandonaba a estas ensoñaciones lascivas, un
aullido resonó a su espalda, haciéndola sobresaltar. Un sordo impacto
recorrió el suelo, resonando en las rodillas de la muchacha. Cuando se volvió
fue para ver a Jehan tumbado en la hierba, medio salido de la cofa de mimbre
cuya cuerda se había roto. Durante algunos segundos, fue incapaz de moverse
y se quedó patidifusa, con las herramientas en las manos. En lo alto de la
torre, se balanceaba el cabo de la polea oxidada. Había sido sin duda esta
rueda la que había segado el cáñamo al ritmo de las oscilaciones impuestas
por el trabajo del vidriero.
Marion arrojó su martillo para correr hacia donde se hallaba el
muchacho. Se arrodilló cerca de él sin atreverse a tocarlo. ¿Estaba muerto?
Decían que el corazón se desprendía cuando se caía de muy alto.
Jehan miraba fijamente el cielo, con los ojos abiertos de par en par y un
poco de sangre en la comisura de la boca. Seguía con vida, y la imaginera
dejó escapar un suspiro de alivio. Comprendió que la gran cesta de mimbre
rígido había amortiguado en parte el impacto contra el suelo,
—¿Cómo te sientes? —le preguntó acariciándole levemente la frente—.
¿Qué te duele?
El muchacho volvió su mirada hacia ella. Sus ojos estaban llenos de un
estupor aterrador, y presentaba el aspecto de alguien que contempla un
espectáculo al que los pobres mortales no tienen normalmente acceso.
—¿Me oyes? —insistió Marion— ¿Puedes hablar?
Jehan entreabrió los labios. Le corría sangre por un lado del rostro.
—lvre... Porte...9 —balbuceó.
—¿Qué? —insistió la muchacha—, ¿Qué dices?
—Por... Porte... ivre... —repitió el aprendiz.
No pudo decir nada más, pues los monjes se interpusieron, dando un
empellón a Marion.
—Esperad —protestó ella—. Está tratando de decir algo.
—Ya lo he oído —dijo tajante el superior—. Acaba de confesar que
estaba borracho cuando se ha producido el accidente. No me extraña nada,
puesto que estos artesanos son intemperantes por naturaleza. Seguramente se
llevó vino en su equipo. En cualquier caso, eso le hizo perder el equilibrio.
Sin ocuparse más de la tallista, dio orden a los frailes de levantar al
desventurado y de llevarlo al refectorio, para tenderlo sobre una mesa.
Cuando Marion quiso brindarles sus servicios, argumentó que ella no estaba
en absoluto cualificada para aquel trabajo, y la imaginera tuvo que resignarse
a ver desaparecer el cortejo en el interior del edificio.
Hervía de rabia contenida. Jehan no estaba borracho, estaba segura de
ello. Al inclinarse sobre él, ningún olor a vino exhalaba de sus labios. ¡No
había tenido en absoluto la intención de confesar su ebriedad, no! El prior
andaba desencaminado... o bien trataba de disimular alguna cosa.
«¡Pues claro! —cayó en la cuenta Marión—, Tenía la boca llena de
sangre, articulaba con dificultad. ¡Quiso decir livres!10 Hablaba de los libros
de biblioteca. Ha debido de echarles un vistazo asomándose por la ventana.»
¡Por supuesto! Mientras estaba trabajando en tapar el contorno del
bastidor, su mirada debía de haber caído posiblemente sobre un códice
abierto, alguna obra olvidada por un copista sobre una mesa del scriptorium.
Las estampas iluminadas debían de haberle parecido blasfemas, heréticas.
¿Qué había pasado entonces? ¿Había hecho un movimiento en falso
echándose hacia atrás... o bien el calígrafo, sorprendiendo su mirada, le había
empujado al vacío?
Marión apretó los puños. Estaba cada vez más convencida de que la
biblioteca de Venzóme albergaba una colección de escritos demoníacos sobre
la que los monjes velaban celosamente. He aquí la razón de por qué prohibían
a los peregrinos el acceso a ella. Aunque la mayor parte de los romeros no
sabían leer, las estampas iluminadas, las viñetas habrían podido hacerles
adivinar el carácter satánico de los volúmenes sobre los cuales trabajaban con
ahínco los frailes copistas.
Levantó la cabeza para observar la cuerda rota que se balanceaba
todavía al viento. Un terrible temor la asaltó: ¿y si los monjes habían
decidido acabar con el aprendiz para impedir que hablara? Lamentablemente
la caída no le había matado, pero esto podía remediarse asfixiándole con un
almohadón o con una bola de trapo.
¡Por eso no la habían dejado cuidarle! Se precipitó hacia el edificio, pero
encontró la puerta cenada. Tuvo que dar la vuelta a la casa de Dios para
descubrir otra entrada. Mientras corría por la galería, los monjes le
impidieron el paso y la invitaron a ser más prudente. Se abrió una puerta y
apareció el superior. Con voz seca, ordenó que se pusiera fin a aquel
alboroto, pues un hombre acababa de entregar su alma a Dios.
—Sí —añadió volviéndose hacia Marion—. Ha muerto borracho, sin
haber podido arrepentirse. Es lamentable. De haberle dado tiempo a colocar
el vitral en su sitio, esta tarea le habría valido la indulgencia de Nuestro
Señor.
—Ha hablado de una puerta —soltó la muchacha, a su pesar.
—Sí, es cierto —hubo de admitir el prior—. Creo que se refería a la
puerta del paraíso. Ha debido de entreverla en el momento del óbito, pero
dudo que san Pedro le acoja en él sin hacerle pasar previamente una
temporada en el purgatorio.
Marion intuyó que hubiera sido una torpeza insistir. Demasiada
curiosidad podía revelarse peligrosa y a ella, por el contrario, le convenía
hacerse la tonta. Ocultó su rostro entre las manos y fingió llorar a lágrima
viva. El prior emitió un chasquido de irritación con la lengua.
—Vamos, vamos —espetó—. No sirve de nada ponerse a sollozar ahora.
Hubieras tenido que impedirle que bebiera cuando se estaba aún a tiempo. —
Hizo una breve pausa antes de añadir—: Deberías pensar en reunir tu equipo
y prepararte para reanudar el camino. Cuanto más te retrases aquí, menos
oportunidad tendrás de dar alcance a tus compañeros de marcha, y no es
bueno que una muchacha se pasee sola por la montaña. Nosotros te
prestaremos una carreta en la que podrás cargar tu estatua, y ya nos la
devolverás a tu vuelta. Voy a dar órdenes en este sentido. No temas nada, ya
nos ocuparemos nosotros de los funerales de ese muchacho.
«Se me quitan de encima —constató Marion—. Si me empecino, me
ocurrirá algún infortunado accidente a mí también. Es preferible que no
insista.»
Se resignó a irse. No trataba de negarse a sí misma que tenía miedo.
Emanaba de los monjes encapuchados una hostilidad fácilmente perceptible.
Mientras se quedara allí, estaría en peligro. Era preciso levantar el campo sin
más tardanza.
No tardaron en traerle el caballo enganchado a una vieja carreta. Los
frailes levantaron la estatua inacabada y la subieron a la misma. El cillerero
vino a continuación a traerle una cesta que contenía provisiones. Tras esto, la
despidieron.
Marion tomó las riendas y lanzó al rocín por la ruta de los puertos.
Había decidido acatar las órdenes, al menos en apariencia, pero regresar a la
caída de la noche para aclarar las cosas. ¿No era lo que Diodoro el Viejo
esperaba de ella? Un informe fiable acerca de lo que se tramaba en la
montaña. Ella haría este informe, les demostraría que una mujer es capaz de
tener suficiente cabeza para no dejarse burlar por un puñado de monjes
heréticos.
Capítulo 13

UNA VEZ estuvo fuera del alcance de la vista de los monjes, abandonó el
camino y se adentró con el caballo en el dédalo de rocas. Allí, se detuvo para
levantar un campamento y esperar la llegada de la noche. La montaña hacía
de pantalla, no podían divisarla desde lo alto de la torre. Se escondería en
aquel lugar hasta que se presentara la ocasión de entrar en la casa de Dios.
Esperaba poder hacerse con un hábito y disimular su rostro bajo la capucha.
La regla del silencio la preservaría de los encuentros molestos. Así equipada,
tal vez consiguiera subir hasta la biblioteca y robar uno de los grimorios
heréticos descubiertos por el joven vidriero.

Mordisqueó los víveres que guardaba en la alforja. Unas delgadas


galletas de harina y unas lonchas de cecina. En previsión de la noche, se
tumbó en la trasera de la carreta y trató de dormir. Por desgracia, estaba
demasiado nerviosa para poder conciliar el sueño. El grito de Jehan
continuaba resonando en sus oídos. Se interrogó sobre el sentido de la
primera palabra que había pronunciado: porte... ¿Había oído bien? ¿No se
trataba más bien de morte o grotte?11
En la posición que estaba, justo antes del accidente, había podido ver,
desde lo alto de la torre, algo cuya presencia era insospechable estando a ras
de suelo.
«¿Y si fuera eso? —se preguntó Marión—, ¿Y si había advertido a un
enemigo acercándose..., a un grupo de asesinos agazapados entre las rocas y
esperando la noche para pasar a la acción?»
O también... ¿Y si había visto a la bestia estranguladora? El monstruo
que retorcía el cuello a los peregrinos y a los monjes.
«¡Dios mío! —pensó con un estremecimiento—. Ha podido decir torte...
La bestia torte;12 desde lo alto de su colgadero, la había visto arrastrarse
hacia la abadía. Le causó tal impresión que perdió el equilibrio y cayó en el
vacío. Sí, es muy posible que nadie le empujara. Fue el espanto el que le hizo
precipitarse al vacío. El espanto sentido a la vista de ese monstruo.»
Se incorporó, con las sienes húmedas y picores en las palmas de las
manos. Tomaba conciencia de que probablemente había cometido un grave
error de interpretación. No era livre lo que dijo Jehan, sino vouivre13... En
efecto, el joven vidriero había murmurado probablemente: Torte... vouivre,
indicando de este modo que había visto una criatura monstruosa conducida
por una bruja.
«¡Yolande! —pensó al instante—. Es ella la que lleva atada a la bestia
estranguladora. Como una exhibidora de animales en las ferias. La ha
amaestrado. Sabe hacerse obedecer por ella. La utiliza como una arma para
dar muerte a monjes y peregrinos.»
Marion saltó de la carreta, al acecho. Algo le decía que estaba a un paso
de descubrir la verdad. Yolande, su hermana, había perdido la razón,
merodeaba por las crestas de las montañas, de las que había terminado por
creerse la reina maldita, y hacía reinar allí el terror.
«Tal vez no sea ya capaz de reconocerme —se dijo la tallista—. No
dudaría ni un segundo en lanzar su bestia contra mí, y en ordenarle que me
estrangulara.»
Por otra parte, ¿se trataba realmente de un animal? Cuanto más pensaba
en ello, más se inclinaba Marion por la hipótesis de un tonto de pueblo de
complexión hercúlea, como los que los charlatanes exhibían en las fiestas.
Los incestos hacían que a menudo vinieran al mundo individuos débiles,
contrahechos, que llevaban en su fisonomía la marca del pecado del que
habían nacido. Yolande había podido domesticar a una de estas criaturas
abominadas por los curas, y haberle enseñado a obedecer sus órdenes.
«Se ha vuelto loca —pensó la imaginera—. Cree que tiene derecho de
alta y baja justicia en la montaña, como si se tratara de un señor.»

Esta idea le impidió conciliar el sueño, y esperó la noche en un estado de


gran fatiga.
No tardó en observar que el caballo se ponía nervioso. Para ahogar sus
relinchos, le ató un trapo al morro. No quería correr el riesgo de verse
descubierta por el asesino que caminaba en aquellos mismos momentos hacia
la casa de Dios.
Cuando la niebla subió del valle, la atmósfera se volvió aún más
opresiva y Marion sintió que su valor se venía abajo. Una cosa era infiltrarse
en una abadía llena de monjes dormidos y otra muy distinta hacer frente a un
cretino habituado a dar muerte a sangre fría a quienes se cruzaban en su
camino.
Sola, a pie, no contaría con la menor oportunidad de escapar de él. Tenía
que servirse del caballo, sólo él podría, azotando el aire con sus cascos,
mantener al asesino a distancia.
«Pero si se encabrita —pensó—, te arrojará al suelo. Nunca serás capaz
de mantenerte en su lomo sin silla ni arreos. No eres una notable amazona, ni
mucho menos.»
No quedaba, pues, más solución que la carreta. Subida en ella, podría
rechazar al asesino a fustazos, y luego lanzar al rocín al galope para ponerse
fuera de su alcance.
Dudó. La maniobra resultaría peligrosa, pero tenía que saber si Yo—
lande vagaba por la ruta de los puertos, hechicera sin piedad que se dedicaba
a masacrar a aquellos que tenían la desgracia de cruzar los límites de su
dominio.
Acarició el cuello del caballo para calmarlo, luego subió a la carreta, la
mano apretada sobre el mango de nervio de buey. El momento de la verdad
se acercaba.
Lentamente, procurando hacer el menor ruido posible, condujo el
vehículo hasta el sendero y tomó, a paso corto, el camino de la casa de Dios.

La niebla se espesaba, haciendo desaparecer el paisaje. Marion tiró de


las riendas a medio camino y aguzó el oído. El viento trajo hasta ella unos
apagados ruidos de cabalgada... ¿Llegaba ya demasiado tarde? Creyó oír
gritos, llamadas. Corrían, se empujaban como si el pánico acabara de
apoderarse de la abadía. Luego, de repente, se hizo de nuevo el silencio.
Marion no sabía ya si debía continuar o bien dar media vuelta. La angustia la
tenía clavada en el banco de la carreta, las manos heladas, las sienes
húmedas.
Llegó finalmente delante del edificio envuelto en bruma. Ningún ruido,
ningún canto emanaba de él. La muchacha tuvo de golpe el convencimiento
de que el edificio no encerraba ya ni un alma. Con los dedos crispados sobre
el látigo, echó pie a tierra y avanzó hacia la entrada principal. Se esperaba lo
peor. Al llegar delante del pesado batiente, a punto estuvo de dar media
vuelta. Temía, al empujar la puerta, encontrarse de manos a boca con el
estrangulador que la agarraría de la garganta para estrangularla.
¿Era realmente razonable empecinarse?
Con los dientes apretados, entreabrió el batiente. La gran sala estaba
sumida en la oscuridad. Sólo un pabilo brillaba al fondo, sobre el altar. A
tientas, la muchacha se apoderó de un candil, y lo encendió en la llama que
ardía sobre la hostia consagrada encerrada en el tabernáculo. Equipada con
esta luz, emprendió la exploración de aquellos lugares. La casa de Dios se
reveló desierta. Como en Paragon, los monjes habían desaparecido. Marion
llegó a la conclusión de que los habían arrojado al vacío. ’
Recorrió, no obstante, las galerías con la esperanza de descubrir a un
superviviente, a un hermano que hubiera tenido el reflejo de esconderse. Sin
embargo, no se hacía ilusiones, aquellos hombres de oración, consagrados a
la meditación, apartados del mundo, no estaban en absoluto acostumbrados a
la violencia. La intrusión furiosa del asesino debía de haberles dejado
estupefactos. Defenderse era algo que no entraba en su formación, y si habían
decidido matarlos, ¡seguro que ellos no habían opuesto resistencia!
Marion se detuvo en una vuelta que daba a un corredor, oprimida.
Aguzó el oído para sondear el silencio. ¿Estaba aún allí el asesino? ¿Esperaba
que ella se arrojara en sus brazos?
A fuerza de auscultar las tinieblas, creía sorprender en ellas
respiraciones, roces. Reaccionó y volvió al centro del edificio. Allí, nariz en
alto, enarbolando el candil, examinó la galería superior; aquella larga
entreplanta que daba la vuelta a la sala y que los monjes le habían prohibido
explorar. La biblioteca se encontraba allá arriba, al final de las arcadas de
mármol donde unas hornacinas albergaban valiosas estatuas. Había releído
bastantes veces el códice de rutas como para saberse de memoria las
maravillas artísticas que encerraba Venzóme. Las esculturas le interesaban
más que nada. Siempre había tenido ganas de tocarlas con la palma de sus
manos para estudiar el trabajo del que eran obra. En Asia, en África, no se
tallaba la piedra como aquí, en el reino de Francia. Las otras razas tenían
secretos que se fingía despreciar, pero que daban a las cosas un acabado
excepcional. Contrariamente a lo que pensaban su padre y Antonin, Marion
estaba convencida de que era de capital importancia relacionarse con los
pueblos calificados de «bárbaros». El trabajo de los moros heréticos en el
campo de la miniatura era realmente asombroso y nadie, en Occidente, les
llegaba a la suela del zapato.
La emoción artística había ahogado el temor en el corazón de la
muchacha. Sin darle más vueltas, tomó por la escalera de caracol que llevaba
a la galería abierta. Hacía demasiado tiempo que miraba a hurtadillas estas
maravillas desde la sala común de la planta baja, nariz en alto, tratando de ver
algo entre las columnas de la vedada entreplanta.
Los escalones crujieron bajo sus pies, despertando un eco
desproporcionado en medio del silencio del edificio. Con la respiración
entrecortada, Marion avanzó por la galería. Como tallista convencida que era,
su primer reflejo fue acariciar el mármol de las paredes para comprobar su
pulimento, pero sus dedos le devolvieron un mensaje inesperado. No estaba
tocando mármol. La pared era de madera. De madera pintada. El mármol no
era más que un trampantojo.
Marion contuvo la respiración. Ahora que se encontraba en la
entreplanta, se dio cuenta de que había sido víctima de un espejismo, un
espejismo producido por la mala iluminación y la distancia. Alargó la mano
para tratar de abrir una puerta, pero esta puerta también estaba pintada... No
tenía más existencia que la que le había conferido el pincel del artesano.
Y otro tanto ocurría con las estatuas situadas en las hornacinas. No
tenían de hecho ningún grosor. No eran más que imágenes hábiles,
concebidas para engañar la vista. Una astucia nacida del trabajo de los
pintores. Desde abajo, cuando se estaba al nivel del refectorio, no se tenía
conciencia del engaño, y los objetos, así como las texturas parecían reales.
Marion recorrió la galería. Todo era igualmente falso: los cortinajes, las
puertas, las esculturas antiguas. Nada existía.
Perpleja, trató de recordar las palabras del códice. ¿Era el capítulo
consagrado a la descripción de Venzóme una falsedad de punta a cabo, o bien
el cronista había sido también víctima del subterfugio de los monjes?
Sabía que los peregrinos tenían tendencia a embellecer; la exaltación
deformaba sus recuerdos, les empujaba a magnificar hechos y paisajes.
«Tal vez sea lo que ha pasado aquí», se dijo para tranquilizarse. Los
monjes habían querido parecer ricos para impresionar a los peregrinos
fatigados e insuflarles, por medio de la exhibición de estas maravillas, la
convicción de haber hecho la elección acertada. Esta apariencia engañosa no
tenía otra función que devolver el lustre a una congregación que iba de capa
caída. Se había querido hacer creer que la Orden de San Gaudemón era
poderosa y gloriosa a fin de tranquilizar a los que lo ponían en duda.
Y se había dejado a los testigos glorificar esta riqueza imaginaria
mediante ingenuos informes divulgados en las tabernas y en los lugares
públicos.
Porte..., había balbuceado Jehan el vidriero antes de que los monjes se
lo llevaran. ¿Quería referirse a esos batientes pintados en trampantojo?
¿Había cometido el error de querer abrir uno de ellos?
«Estaba preocupado —recordó Marion—. Vi perfectamente que algo le
molestaba, algo de lo que no se atrevía a hablar.»
Pero Jehan había pronunciado la palabra livre...
«He pensado en torte y vouivre —pensó la muchacha— Era un error. No
dijo otra cosa que lo que oí.»
Una gota de aceite caliente proyectada por la mecha que chisporroteaba
le quemó la mano, sacándola de sus reflexiones. Se orientó, buscando la
entrada de la biblioteca. Apresuró el paso, con ganas de aclarar de una vez
por todas aquello. Esta vez el batiente era perfectamente real y pudo hacer
girar el picaporte. No necesitó demasiado tiempo para comprender de qué se
trataba. En las estanterías, los libros eran ficticios, de madera tallada, pintada.
Los verdaderos códices costaban demasiado caro, habían sido reemplazados
por simulacros tallados a hachazos y pintarrajeados. En los rincones más
oscuros, se había recurrido al trampantojo para dibujar, en la misma pared,
unas pilas que creaban la ilusión cuando se las contemplaba de lejos.
«Fue eso lo que vio Jehan mientras trabajaba en el vitral —pensó
Marion—. Ésta es la razón por la que estaba tan oscuro aquí dentro. E
igualmente fue ésta la razón de que los monjes le impusieran reparar la
ventana desde el exterior. Temían que, de permitir que entrara aquí un obrero,
el engaño fuese descubierto.»
Se había calentado la cabeza inútilmente, no había ningún libro maldito,
ningún pergamino demoníaco. Nada más que volúmenes ficticios, trozos de
madera rectangulares en cuyo lomo habían sido pintados títulos en latín y
encuadernaciones de cinco nervaduras.
Todo era falso, tan falso como los accesorios de una tropa de
saltimbanquis que llevasen sus tablados de ciudad en ciudad para representar
su espectáculo en la plaza del mercado.
Una superchería para uso de peregrinos. Probablemente, les permitían
echar un rápido vistazo a la biblioteca, desde una ventana, para convencerles
de que estaban en el umbral de un templo del saber espiritual. Sin duda,
habían dispuesto otras estanterías ficticias en la planta baja.
Paseando el resplandor de su lámpara en torno a ella, Marion se dio
cuenta de hasta qué punto mentía el códice. Incluso las proporciones de la
sala de lectura eran falsas. Las habían amañado por medio de un trampantojo
y un gran panel de cobre pulimentado que hacía las veces de espejo. El
reflejo multiplicaba la superficie del lugar.
Paradójicamente, en vez de tranquilizarla, esta destreza en la ejecución,
esta voluntad de engaño, la turbó y le dio miedo. ¿No llamaban al diablo el
príncipe de la mentira? Ahora bien, la casa de Dios de Venzóme no era nada
más que un pura falsedad de piedra. Una falsedad en tres dimensiones.
No se entreveía muy bien el intríngulis de esta puesta en escena. La
muerte, ¿el asesinato?, del pequeño Jehan lo complicaba todo.
Sintió necesidad de abandonar la biblioteca lo más pronto posible. La
niebla entraba por el vitral roto y el trozo de cuerda que todavía colgaba de la
polea oxidada seguía golpeando contra la fachada, haciendo sobresaltar a
Marion a cada nuevo chasquido.
Decidió volver a la planta baja, hacer entrar al caballo en el refectorio y
atrincherarse para la noche.
En el momento en que posaba el pie sobre el enlosado de la sala común,
oyó relinchar a su montura. Era un grito de espanto tan evidente que la
muchacha se quedó helada.
No se tomó el tiempo de reflexionar y se precipitó hacia la puerta para
echar el cerrojo. Tras lo cual, hizo caer la tranca de seguridad sobre sus
apoyos. Se le puso la carne de gallina. Su cuerpo percibía la proximidad de la
amenaza con ese instinto animal que posee toda mujer. Había algo afuera..., y
esa cosa quería atentar contra su vida. Oyó chirriar la carreta, relinchar al
rocín. Hubo un estruendo, como si sacudieran de mala manera la carreta.
Ahora, el caballo aullaba su terror de forma continua. Marion se lo imaginó,
encabritado, azotando el aire con sus cascos. Oía los ruidos sordos que hacía
al volver a caer sobre sus patas delanteras. Alguien le atacaba y él trataba de
defenderse. Por el chirrido de las ruedas, la muchacha adivinó que el animal
se alejaba al galope, arrastrando la carreta tras de sí. Si volcaba en la próxima
curva, el rocín se precipitaría al abismo tras ella.
Un impacto terrible sacudió la puerta, y Marion no pudo evitar pegar un
grito. Se echó hacia atrás, el candil temblaba en su mano y las gotas de aceite
no cesaban de escaldarle el brazo.
Se preguntó si la hoja de la puerta resistiría a los asaltos furiosos del
agresor que golpeaba las tablas. Luego pensó en las ventanas de la planta
baja. ¿Eran lo bastante anchas como para permitir la entrada del asesino?
No, probablemente no, eran troneras muy estrechas. Nunca el monstruo
podría hacer pasar sus hombros por ellas.

Transcurrieron las horas sin que la cosa se decidiera a levantar el sitio.


Daba vueltas afuera, golpeando, encarnizándose con ciega rabia con los
objetos que tenía a su alcance. Cada vez que pasaba por delante de la puerta,
la golpeaba con una violencia sobrehumana. Marión se había agazapado bajo
el altar y se tapaba los oídos. Temía volverse loca de terror antes de la salida
del sol. Fue una noche espantosa. Finalmente, poco antes del amanecer, el
monstruo cesó de manifestarse y reinó de nuevo el silencio.
La muchacha esperó largo rato, sin decidirse a salir. Sin embargo, era
preciso que tomara una decisión. No podía permanecer allí, a la espera de que
la criatura demoníaca volviese a asediarla a la noche siguiente.
Haciendo acopio de valor, quitó la tranca de seguridad y descorrió el
cerrojo. Cuando abrió la puerta, creyó morir de espanto. Un cuerpo
desmembrado, cubierto de lodo, yacía en el atrio. Sus brazos arrancados
habían sido arrojados en el umbral. El espectáculo era atroz y, sin embargo,
no había el menor rastro de sangre en los alrededores.
Y de repente, Marion cayó en la cuenta de que no estaba contemplando
un cuerpo humano sino la estatua inacabada de san Gaudemón, la estatua
caída de la carreta cuando el caballo había emprendido la huida.
Con el corazón palpitándole, dio la vuelta a su alrededor. Algo la
incomodaba, sin embargo... Si había caído de la carreta, la efigie del santo
mártir no hubiera tenido que encontrarse allí sino más bien al otro lado del
edificio.
La muchacha se volvió y dejó escapar un gemido al descubrir los
profundos cortes que se veían en la madera de la puerta. Sólo entonces
comprendió lo que había pasado realmente.
La estatua..., la estatua se había animado bajo el efecto de un maleficio.
Había saltado de la carreta para tratar de entrar en la iglesia. He aquí por qué
los cascos del caballo no la habían herido. La efigie de piedra había dado
vueltas alrededor del edificio, golpeando la puerta con sus graníticos puños,
tratando de abrirse paso para castigar a aquella muchacha que la había
humillado confiriéndole los rasgos de un hombre al que ella deseaba
convertir en su amante. Sí, san Gaudemón, descontento, había insuflado a su
imagen el poder de moverse y de matar. Y la estatua había estado cojeando
toda la noche sobre sus torcidas piernas. Al amanecer, había cesado el
encantamiento, y entonces sus miembros se habían desarticulado, volviendo a
su verdadera naturaleza.
Marion titubeaba, con los ojos dilatados por el terror. Mahaut estaba en
lo cierto. Desde un principio. Era la estatua la que mataba. Y las marcas
negras alrededor del cuello de las víctimas no eran sino las huellas de sus
manos de granito.
No pudiendo soportarlo más, la muchacha salió huyendo. En el primer
recodo, se tropezó con una de las ruedas de la carreta. Loco de miedo, el
rocín había tomado la curva demasiado deprisa, y el vehículo al que iba
enganchado había volcado, arrastrándolo al fondo del precipicio.
Capítulo 14

CORRÍA, como un mes antes había corrido fray Guillermo por la montaña,
con el ánimo trastornado por el miedo y la incomprensión. El agotamiento
nervioso, las visiones imposibles, la sensación de haber caído en una trampa
urdida por el mismísimo Satán, la empujaban al límite de la locura. Corría en
medio de las rocas sin siquiera saber adónde se dirigía. Lo había abandonado
todo tras de sí: víveres y reserva de agua, códice de rutas y manta para la
noche. Se desgarraba los pies contra las piedras, magullándose los hombros
cuando perdía el equilibrio y se golpeaba contra la pared rocosa. Terminó
cayendo de rodillas, sin aliento, la garganta seca. Sólo entonces tomó
conciencia de que había corrido toda la mañana y que se había perdido. Sabía
que se puede morir fácilmente en espacio de una noche, una vez expuesto al
frío de las alturas, sin posibilidad de encontrar un refugio. Por el momento, el
sol le abrasaba la piel, pero no sería ya lo mismo cuando reinase la oscuridad.
Por todas partes, el paisaje ofrecía una perspectiva desprovista de puntos de
referencia. Para quien no era natural de aquellos lugares, todas las crestas,
todos los puertos se parecían. La bruma no favorecía las cosas. El viento la
empujaba aquí y allá, como si fuera una marea impalpable cuyas olas
sucesivas fueran a romper contra los picos.
Marión decidió subirse a un peñasco, para tratar de orientarse.
¿Distinguiría tal vez el santuario en la lejanía? Se despellejó las rodillas
escalando la roca. Cuando estaba llegando a la cima, vio que una silueta se
movía en la bruma. Una forma maciza que se desplazaba en medio de una
corriente de niebla. Era demasiado grande para tratarse de un hombre, y
pensó inmediatamente en un oso, pues la cosa aquella parecía cubierta de un
pelaje oscuro. El viento trajo hasta ella un olor a grasa de lana, desagradable,
y percibió el eco de una pesada respiración.
No se trataba de ningún fantasma. Ni tampoco de la estatua embrujada.
Era algo vivo. Algo enorme y vivo.
Se agazapó en lo alto de la roca confiando en que la bruma la disimulase
y que el viento soplara en la buena dirección, llevando su olor lejos de la
bestia.
Se produjo un desprendimiento de piedras, luego, bruscamente, la cosa
apareció en plena luz. Era un gigante de pecho increíblemente desarrollado y
cuyos brazos tocaban el suelo. Una criatura de una espantosa fealdad, de
rostro achatado, la piel negra y cubierta de pelos. Gruñía con una sorda voz
mientras se bamboleaba, con sus ojillos negros clavados en la muchacha.
¿Un demonio? ¿Un demonio surgido de los infiernos?
¿Un gigante? ¿Un ogro?
Fue lo que debió de pensar fray Guillermo al verlo, pero Marion se
acordó de haber entrevisto un animal parecido en los tablados de una barraca
de feria, cuando unos saltimbanquis se habían detenido en la | ciudad, el año
anterior.
Eso tenía un nombre..., eso se llamaba un... mono. Sí, la gente decía que
los nobles señores se los hacían traer de allende los mares para montarse unas
casas de fieras por las que hacían que las gentiles damas se pasearan,
divirtiéndose al oírlas lanzar grititos de espanto.
Éste era mucho más grande; sin duda pertenecía a una raza superior. En
cualquier caso, era más alto que un hombre, pero al igual que
él, provisto de manos de cinco dedos. Unas manos regordetas y
poderosas. Unas manos de estrangulados
«Es el asesino —pensó Marion presa del miedo—. Ha estrangulado a los
corderos, a los pastores y a los inquisidores. Ha sido él también el que ha
arrojado a los monjes al fondo del precipicio.»
¿Qué hacía esa bestia de las costas africanas allí, en una montaña del
reino de Francia?
La muchacha se encogió, esperando volverse invisible, pero era absurdo.
El monstruo ya la había visto. Husmeaba el aire, malhumorado, decidido a
destriparla.
Gruñó, se puso a recoger piedras y a arrojarlas con una fuerza prodigiosa
en dirección a la roca.
«¡Dios mío! —se dijo Marión—, Era él el que daba vueltas en torno a la
casa de Dios esta noche. ¡Ha robado la estatua de san Gaudemón de la carreta
y la ha arrojado contra la puerta, confiando hundirla! He creído en un
maleficio cuando estaba siendo asediada por un simio.»
El animal había comenzado a dar vueltas alrededor de la roca, dudando
de si trepar a ella o no. Marion habría querido meterle miedo, bombardearle
con piedras, pero no pudo encontrar ningún proyectil. Presentía que la bestia
no tardaría en subir al asalto. Por el momento, se daba golpes en el pecho
como si quisiera hundirse la caja torácica.
Esta demostración de furor era verdaderamente espantosa, y la
muchacha se dio cuenta de repente de que estaba orinándose encima sin
poder contenerse. Temía perder el conocimiento y rodar roca abajo,
arrojándose así en brazos del simio.
La bestia se puso a escalar la roca. Avanzaba con prudencia, pero todos
sus movimientos testimoniaban una increíble agilidad. Era como si aquel
montón de músculos no pesara nada. Marion veía con angustia reducirse la
distancia que la separaba del monstruo. Era incapaz de imaginar una
estrategia cualquiera. Los gruñidos la paralizaban.
De repente, en el recodo de un picacho, vio a Malestrazza. Blandía un
arco, una flecha empulgada, y calibraba la escena, como si dudase en
disparar.
«Hace viento —pensó Marión—, Teme alcanzarme a mí.»
Luego se preguntó si él, de hecho, no desearía preservar al monstruo...
¿Tal vez la maldecía por haber hecho salir al mono de su escondite?
¿Tal vez esta bestia tenía más valor para él que una tallista demasiado
curiosa? Estaba resentido con Marion por haberse puesto en semejante
aprieto, un aprieto que le obligaba a él, Malestrazza, a sacrificar al monstruo
de la montaña.
Durante algunos segundos, creyó que no se decidiría a disparar y
preferiría dejar que el simio la estrangulase. Luego tensó la cuerda contra su
pecho, armando la flecha de madera de abeto y disparó. El animal percibió el
ínfimo silbido, se volvió y recibió la flecha en pleno corazón. Se encabritó,
sus uñas rasparon la piedra con un chirrido insoportable, y acto seguido rodó
hacia atrás, provocando una avalancha de piedras.
Malestrazza había empulgado ya una nueva saeta en la cuerda del arco.
Salió de su escondite con paso prudente. Su rostro dejaba traslucir malhumor.
Esta vez, Marion no dudó ya de que lamentaba haberse visto obligado a dar
muerte al animal. Se sintió afligida. Llegado a unos quince pasos de la bestia,
le disparó una segunda flecha. El monstruo no se movió, el primer flechazo lo
había fulminado.
Marion se sentía incapaz de hacer ningún movimiento. El terror la había
vaciado de toda energía. Se sentía mojada y apestaba a orín. La vergüenza la
abrumó, sacándola del estupor.
—¿A qué esperas para bajar? —gruñó el guía—. ¿Acaso quieres que
vaya a buscarte una escalera?
Sin prestarle la menor atención, examinaba el simio y le soltaba
puntapiés. La muchacha se dejó caer de la roca despellejándose la piel de la
espalda. En el momento en que iba a abrir la boca, un grupo de hombres
surgió del dédalo de piedras. A su cabeza venía fray Gilberto, que la había
empujado a hacer pública confesión. No llevaba ya el sayal, sino ropa de
seglar. Entre los que le seguían, Marion reconoció a varios monjes entrevistos
en las diferentes casas de Dios donde la columna había hecho alto. Identificó
en particular al cillerero de Paragon. ¿Qué hacían allí? ¿La bestia no les había
arrojado, así pues, al vacío? Su instinto le indicó que los monjes de Venzóme
estaban igualmente presentes. El no entender nada la enmudeció.
—¡Prendedla! —exclamó una voz que era la de Mazólas de Caradoz, el
prior de Venzóme—. Ya nos ha causado bastantes problemas hasta ahora.
Antes de que la muchacha tuviera tiempo de hacer el menor gesto de
huida, los ex monjes se habían abalanzado sobre ella para inmovilizarla.
Marion no tuvo fuerzas para defenderse. Mazólas de Caradoz se acercó al
simio y sacudió la cabeza contrariado.
—Es una verdadera lástima —rezongó—. Una bestia que nos ha costado
tan cara. ¿De qué servirá la hembra ahora? Sabes perfectamente que nuestro
señor no quiere más que parejas. ¿Era preciso matarla para salvar a esta
muchacha carente de valor? Hubieras tenido que dejar que el simio la
estrangulara. Importaba más él. Habríamos podido hacerle caer en una
trampa.
—¡Hace un mes que lo estáis intentando en vano! —espetó secamente
Malestrazza—, Desde que escapó de su jaula, asola la comarca. Ha hecho
pedazos todas vuestras pretendidas trampas. Ha sido un milagro que no haya
conseguido asesinamos. Había llamado ya sobre nosotros la atención de los
inquisidores; eso no podía continuar. Tarde o temprano hubiera bajado al
valle, y las autoridades habrían ordenado una batida. Ni a vosotros ni a mí
nos interesa que el ejército registre la montaña de arriba abajo, ¿no es cierto?
Caradoz bajó la cabeza. Antes de alejarse, se agachó para acariciar el
pelaje del simio, como si lamentara abandonar a un monstruo semejante sin
sepultura.
—Eso no es una razón —murmuró—. Sin el macho no hay ya pareja.
Nuestro señor se sentirá descontento. Apreciaba a esos gorilas.
Malestrazza se encogió de hombros. Los «monjes* se llevaron a Marion
sin ninguna contemplación. Habían perdido su máscara de urbanidad y se
comportaban como soldadotes. En una cavidad de la roca, los peregrinos
esperaban, agazapados, todos encadenados por el cuello, a la manera de los
prisioneros de guerra. Mahaut y Constance de Hurault también estaban allí. Y
todos aquellos que habían seguido a Malestrazza al dejar Paragon. Marion se
postró en medio del polvo a su lado sin comprender nada de cuanto le
sucedía. La gorda Mahaut tenía un aspecto que infundía lástima. Constance,
por su parte, parecía resignada.
Aprovechando que los hombres iban a reunirse con Mazólas de Caradoz,
Marion se arrastró hacia las dos mujeres.
—¿Qué significa todo eso? —musitó—. ¿Qué hacen los monjes? ¿Por
qué se comportan de ese modo?
—Mi pobre pequeña —murmuró Constance—. Creo que hemos caído
en una trampa. Este pasador es un canalla, creo que tiene intención de
vendemos a los berberiscos. La otra vertiente de esta cresta desciende en
suave pendiente hacia el mar. Es allí adónde nos llevan. Las naves de los
moros nos estarán esperando en una caleta y nos harán subir a bordo de ellas
para ser vendidos como esclavos en Oriente.
«He aquí por qué desaparecen los peregrinos —pensó Marion—. A
medio camino, se los entrega a los mercaderes de esclavos. Ésa es también la
razón de que Malestrazza eligiera a los más resistentes. Quiere que
sobrevivan a la travesía.»
Se encogió para sentarse. Mahaut lloraba quedamente. Las lágrimas
habían dejado pálidos rastros en el polvo que manchaba sus mejillas. Más
abajo, en el sendero, Marion distinguió una curiosa retahíla de mulas que
remolcaban jaulas puestas sobre unas carretas. Estas cajas contenían animales
extraños que ella nunca había visto con anterioridad.
—¿Qué es eso? —preguntó a la baronesa.
—Bestias de casa de fieras, sin duda —suspiró Constance—. Es la gran
moda en estos momentos. Cada señor quiere poder enorgullecerse de poseer
un jardín natural poblado de animales exóticos, desconocidos entre nosotros.
Según he oído, varias jaulas han volcado al atravesar un puerto. Los barrotes
se han roto y algunas de las bestias han emprendido la huida. El simio que ha
estado a punto de darte muerte formaba parte de los que han escapado.
Marion sacudió la cabeza. Era de allí de dónde provenía el unicornio.
Un convoy... Un convoy de bestias salvajes como se exhiben a veces en las
ferias.
«A pesar de todo —pensó—, algo no funciona... Estos animales
provienen de Oriente. ¿Por qué los traerán a Francia si el objetivo de toda
esta maquinación es hacemos bogar hacia Argel? Habría sido más simple
dejarlos allí abajo.»
Era ilógico.
—Todo ocurrió muy deprisa —continuó Constance de Hurault—. La
noche siguiente a nuestra partida de Venzóme, Malestrazza nos hizo acampar
a cielo raso. Apenas nos habíamos dormido cuando los falsos monjes cayeron
sobre nosotros para maniatamos.
—¿Son, pues, todos cómplices? —se asombró Marion—. ¿Todos los
monjes de todas las casas de Dios?
—Creo que no hay más que ésos —murmuró la baronesa señalando con
la barbilla al grupo de hombres—. Siempre hemos sido atendidos por las
mismas personas, de una abadía a otra. ¿No lo comprendes? Se desplazaban a
medida que nosotros avanzábamos. Tan pronto como abandonábamos una
casa de Dios, ellos también se iban del lugar y se precipitaban por unos atajos
hacia el próximo edificio donde debíamos hacer una parada. Era por esta
razón por lo que Malestrazza nos imponía todas esas vueltas, esas noches a
cielo raso, para darles tiempo a instalarse en los lugares y disfrazarse para
representar la comedia.
—¿Siempre los mismos? —balbuceó Marion.
—Sí, éste es el motivo de que al final no se quitaran ya las capuchas y
permanecieran mudos. No querían correr el riesgo de verse reconocidos. No
son más que un puñado, razón por la cual han tenido que ser astutos y
representar todos los papeles. Los pastores jorobados de la primera parada
eran también ellos. Se desplazan rápidamente, y se disfrazan de maravilla.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Pero una cosa es segura: que trataban de hacernos creer que
tomábamos la ruta oficial de la peregrinación. Ignoro lo que han hecho de los
verdaderos monjes, pero ha sido preciso que se desembarazaran de ellos para
apoderarse de las casas de Dios, ¿o no?
Marion pensó en las cosas extrañas de Venzóme, en la galería en
trampantojo, en los libros ficticios... Otra explicación le vino a la mente.
—Se han burlado de nosotros —susurró—. No nos hemos parado nunca
en las verdaderas casas de Dios descritas en el códice de rutas.
—¿Cómo es posible?
—Desde el principio nos alejamos de la ruta oficial, acordaos, con la
excusa de curtimos y de hacernos merecedores a los favores de san
Gaudemón. En realidad, Malestrazza se aplicaba a hacemos perder el sentido
de la orientación. La fatiga le ha sido de ayuda para conseguirlo. Cuando nos
hacía bajar, a la caída de la noche, hacia la ruta oficial para que
descansáramos en el refugio de las casas de Dios, adónde en realidad nos
llevaba era a otros edificios, construidos a imagen de los verdaderos refugios.
¡Unos dobles! ¡Copias aproximadas! No hemos hecho otra cosa que alejamos
de la ruta oficial de la peregrinación. En ningún momento hemos tomado la
dirección del santuario de San Gaudemón. Probablemente, está a nuestras
espaldas. El camino que se nos ha hecho seguir es un simple cebo, un
espejismo. Las casas de Dios eran falsas casas de Dios, los monjes falsos
monjes disfrazados para parecerse a los frailes enumerados y descritos en el
códice de rutas.
Marion se animaba, y Constance le suplicó que bajara la voz.
«Sí —pensó—, así es como han sucedido las cosas. He aquí por qué
encontraba los edificios desiertos cuando volvía sobre mis pasos. Los monjes
no habían sido asesinados, sino que simplemente habían partido a toda prisa,
olvidando apagar las velas. Yo creí que los habían arrojado al vacío cuando
en realidad probablemente se dejaban deslizar para alcanzar un camino de
herradura imposible de ver desde donde yo estaba. La bruma me ha
reafirmado en mi error. He visto un precipicio allí donde serpenteaba de
hecho una cornisa...»
Trataba de adaptarse a los nuevos elementos del problema. Los
acontecimientos habían dado un giro imprevisto y habría querido adivinar lo
que iba a sucederles ahora. Mahaut resoplaba en su rincón, con el rostro
abotargado por las lágrimas. Constance de Hurault permanecía digna y
distante, como era costumbre en ella.
—No me parece que estéis inquieta —le soltó Marión—, ¿se puede
saber la razón de vuestra serenidad?
—¡Oh! Es muy simple —suspiró la baronesa—. Me digo que no podía
soñar castigo mejor. Los sufrimientos de la peregrinación eran demasiado
suaves para mí. Tenía que expiar más duramente. Ser vendida como esclava
es sin duda el más hermoso castigo que quepa imaginarse para una hija de la
nobleza habituada a vivir rodeada de sirvientes.
Marion se encogió de hombros. No tenía ningunas ganas de capitular.
Quedaba un largo trecho hasta el mar, ya encontraría de aquí a entonces la
ocasión de escaparse.
Los «monjes» abreviaron su conciliábulo y volvieron a formar la
columna. Se ordenó a los prisioneros que se levantaran. Marion tuvo que
ocupar su sitio en la fila. Le habían pasado por el cuello un collar de hierro
que una cadena unía al de Constance. Era preciso acompasar con sumo
cuidado el paso con el de los vecinos si uno no quería verse estrangulado por
el círculo metálico. Cuando uno caía, arrastraba a los demás en su caída.
Podían desnucarse fácilmente en ese jueguecito, o por lo menos acabar con el
cuello en carne viva, se gado por el collar.
Las mulas tiraban de las jaulas, provocando la angustia y la cólera de las
bestias encerradas tras los barrotes. A veces, una de las fieras lanzaba una
garra hacia el exterior, tratando de arañar al monje que conducía el tiro.
Marion no dejaba de preguntarse si esta mascarada tenía un sentido o si había
caído en manos de una banda de locos
«He sido una tonta —se repetía—. Debí de temerme alguna cosa cuando
Denunzio habló de los caminos que se desplazaban durante la noche. Unas
casas de Dios que cambiaban de sitio... Se había dado cuenta de las
anomalías del recorrido. Instintivamente, había presentido que la ruta que
seguíamos no era la correcta, aunque la presencia de las casas de acogida
pareciera demostrar lo contrario.»
La persistente niebla había contribuido al engaño, impidiendo a los
romeros tomar puntos de referencia.
«De todas maneras —pensó la muchacha—, estábamos todos demasiado
agotados para permitirnos ser desconfiados. Seguimos a Malestrazza como
unos mansos corderos.»
La presencia de las falsas casas de Dios había tranquilizado a todo el
mundo. Si estaban allí, a cada alto, ello quería decir que no se desviaban del
buen camino. La propia Marion, por más que hubiera consultado a menudo el
códice de rutas, había sido engañada, igual que los demás, por aquellos
decorados aproximativos. Su desconfianza sólo se había despertado en
Venzóme, con el asunto de la galería prohibida.
«¡Tal era la razón de que el vitral llevado por el pequeño Jehan no
encajara en el marco de la ventana! —cayó en la cuenta—. Al construir esta
réplica de la verdadera abadía, los monjes se vieron obligados a reducir las
proporciones. ¡La falsa ventana era, pues, más estrecha que la verdadera!»
¿Quizá por eso se había empujado al aprendiz al vacío? ¿Porque había
descubierto la superchería? Posiblemente.
«Debió de cometer el error de decirle a Mazólas de Caradoz que las
dimensiones no se correspondían con el plano —pensó Marion—. O bien
salvó el reborde de la ventana para examinar la biblioteca más de cerca, y
comprobó que todo era falso, incluso las perspectivas.»
Fuera como fuese, el prior había juzgado demasiado peligroso dejarle
con vida y había cortado la cuerda que sostenía la cofa tan pronto como el
vidriero había reanudado su tarea.
Exploró el paisaje con la mirada. ¿Dónde se encontraban? Seguramente
muy lejos de la verdadera ruta que llevaba al santuario de San Gaudemón.
Nadie vendría nunca a buscarles en un lugar semejante. Era así como los
peregrinos se desvanecían en medio de la naturaleza. Malestrazza era, sin
embargo, lo bastante taimado como para no entregar cada una de las
columnas bajo su responsabilidad a los berberiscos. La mayor parte del
tiempo hacía escrupulosamente su trabajo de guía y no se alejaba en absoluto
de la ruta oficial. Pero en ocasiones, cuando los moros le hacían un encargo,
desviaba a un grupo de peregrinos cuidadosamente escogidos y lo entregaba a
los mercaderes de esclavos. La proporción de desaparecidos era, pues,
pequeña en comparación con los cientos de peregrinos que llevaba cada año
hasta el santuario que, en caso de necesidad, podían dar fe de su honestidad.
¿A cuántos «perdía»? ¿El cinco por ciento? Era una cifra aceptable teniendo
en cuenta lo arduo del camino y los peligros de un trayecto semejante. Nadie
podía realmente reprocharle nada.
A causa de esta astucia Yolande no había vuelto nunca a casa... La
habían vendido a un señor africano. Desde hacía dos años, estaba prisionera
en algún harén perdido en el corazón de las arenas. Marion había oído decir
que los moros se volvían locos por las jóvenes rubias de ojos claros. Ella
conocería la misma suerte. Nunca volvería a ver el reino de Francia.

Hicieron un alto en la cima de un puerto, pues las mulas resoplaban. En


sus jaulas, las bestias salvajes tenían frío. Se estremecían mirando
temerosamente a su alrededor. Mazólas de Caradoz dio orden de cubrir los
barrotes con trapos de lana a fin de que los animales no cayesen enfermos.
Parecía más preocupado por su salud que por la de los humanos. Marion
aprovechó la ocasión para arrancar unos jirones de tela de su vestido y
guarnecer el collar de hierro que le hería en la garganta. Caradoz se acercó a
los cautivos y declaró:
—Comprendo lo que sentís, miedo, angustia. Pero estáis en un error. No
queremos haceros ningún daño. En realidad, aunque no os deis cuenta, somos
vuestros salvadores. Sí, lo repito, acabamos de salvaros la vida. La muerte os
amenazaba. Una muerte terrible, espantosa. Gracias a nosotros, vais a
sobrevivir. Vais a formar parte de los elegidos. Si os mostráis dignos de
nuestra confianza, si os esforzáis por haceros merecedores de ella, ocuparéis
un sitio entre la legión de los supervivientes. No nos consideréis como
enemigos. Dentro de un tiempo, se abrirán vuestros ojos, caerá el velo que los
cubría y comprenderéis. Por el momento, no puedo deciros más. No me
corresponde a mí desvelaros el destino del mundo. Ya se encargará de
hacerlo Nuestro Señor. Tened confianza. Estáis en el buen camino. Podéis
sentiros orgullosos de haber sido elegidos.
Los cautivos se miraron unos a otros, sin comprender nada. ¿Estaba loco
aquel hombre? ¿Le cargaba a uno de cadenas, le conducía como a un esclavo
y encima le suplicaba que le diera las gracias?
Marion no se asombró en absoluto de ello. Sabía que las herejías eran
moneda corriente. La masacre de los cátaros del Languedoc había conducido
a los cismáticos a optar por la clandestinidad. Unos cultos misteriosos
florecían aquí y allá, unas iglesias inspiradas en cultos orientales. Isis,
Mitra..., ídolos cuyas exigencias y costumbres eran poco conocidas.
Cuando Mazólas de Caradoz hubo bajado de su roca, los «monjes»
pasaron entre los prisioneros para distribuir la comida. Habían dejado de lado
sus malos modales de soldadotes y sonreían benévolamente invitando a todo
el mundo a la serenidad. Marion se llevó la sorpresa al ver a Malestrazza
avanzar hacia ella. Él se arrodilló sobre las piedras y le alargó un botecito de
cuerno que contenía una pomada.
—Ponte un poco en el cuello —dijo—, te calmará la irritación del collar.
La muchacha estuvo a punto de darle las gracias, y se mordió la lengua
acusándose de idiota. Tomó un poquito de crema, se la aplicó y acto seguido
alargó el recipiente a Constance de Hurault que, sin utilizarla, la pasó a
Mahaut.
—Ah, es verdad —se rió burlonamente el guía—, olvidaba que nuestra
amiga la baronesa no quiere ahorrarse ningún sufrimiento.
Volviéndose hacia Marion, se dirigió a ella como si los demás no
existiesen, lo cual puso a la muchacha en una situación sumamente
incómoda. Detestaba que la distinguiese de ese modo, haciendo de ella una
interlocutora privilegiada. Todas las miradas se habían clavado en ella. No
tardarían en imaginar que iba a suceder a Mahaut en la cama del apuesto
guía. Se la despreciaría por obtener así pequeños favores, por vender sus
encantos para ver aliviada su condición de prisionera.
—He creído más de una vez que lo habías comprendido todo —dijo
Malestrazza—, Tenías un modo de mirar demasiado escrutador. Y luego
consultabas sin cesar el códice de rutas. No paraba de repetirme que habías
advertido alguna cosa. —Hizo una pausa y añadió—: No quería llevarte
conmigo. Fue Mazólas quien insistió. Sabíamos que eras una espía de la
congregación, pero apartarte habría llamado la atención sobre nosotros.
—¿Cuál es la razón de haber elegido a los peregrinos de San
Gaudemón? —preguntó Marion.
Malestrazza se encogió de hombros.
—Por una razón muy tonta —repuso él—. Debido a las cogullas que
llevan los monjes de la orden. Para nosotros, representan un accesorio
cómodo. No somos muy numerosos y ellas permiten a los hermanos
representar varios papeles sin correr el riesgo de verse descubiertos. Tratamos
de reproducir en lo posible lo que sucede en las verdaderas casas de Dios. Si
un prior es lo bastante célebre para que su efigie figure en el códice,
maquillamos a los nuestros a fin de que se le parezca. Todo eso lo has
entendido.
—Sí —bisbiseó Marion—. Pero en Venzóme, cometisteis un error. El
tamaño de la ventana.
—Es cierto —hubo de reconocer Malestrazza—. Venzóme es nuestro
punto flaco. La abadía es demasiado rica, no teníamos medios para construir
una copia fiel de ella. Fue preciso falsificar, empequeñecer, recurrir a las
ilusiones de la pintura. Cuando una tempestad rompió el vitral principal de la
verdadera casa de Dios, tuvimos que tomar la decisión de romper también el
de la copia. Sobre todo cuando tuvimos noticia de que un vidriero se había
unido a la columna para repararlo. Como en tu caso, apartarle de la
peregrinación hubiera parecido sospechoso. Había que dejarle venir.
—Le asesinasteis —espetó la muchacha.
—Yo no —corrigió en voz baja el guía—. Mazólas. Yo no mato nunca a
nadie, me limito a guiar a los elegidos. Soy un salvador. Y además, todo eso
tiene poca importancia. Dentro de no mucho tiempo millones de personas van
a morir. Por lo que uno más o menos.;.
—¿Y el mono, el unicornio? —soltó Marión—, ¿Qué pensáis hacer con
ellos?
—Muy pronto lo sabrás —dijo Malestrazza—, No obstante, el unicornio
era falso. No era más que una joven yegua en cuya frente se había fijado
ingeniosamente un cuerno de narval... El traficante que nos la vendió trató de
engañamos.
—¿Matasteis a Andrésis?
—Los monjes de Mazólas se encargaron de ello. Tu carretero les
sorprendió en el momento en que capturaban al animal. El falso cuerno se les
cayó en el curso de la operación. Actuaron irreflexivamente, porque se
creyeron descubiertos y no quisieron dejar ningún testigo. Apuñalaron a
Andrésis con la defensa de narval, que se quebró. Eso fue todo. Estos
animales que se han escapado nos han causado muchos quebraderos de
cabeza. El gorila, sobre todo. La soledad lo volvía loco, la emprendía con
todos los que se cruzaban en su camino. Era él el que espantaba a tu caballo
cuando el viento traía su olor hasta el campamento.
Tras ver a Mazólas de Caradoz mirar en su dirección, el guía se
incorporó.
—Tened confianza —dijo antes de alejarse— Vuestra salvación está al
final del camino. Se os ofrece una gran oportunidad. Muchos querrían estar
en vuestro lugar.
Tras haber dado el prior la señal de partida, se pusieron de nuevo en
camino. Marion observó que no descendían hacia el mar. Muy al contrario,
no cesaban de subir hacia las cumbres. La hipótesis de los berberiscos parecía
a partir de ahora poco creíble. Si no pensaban venderlos como esclavos, ¿por
qué los llevaban a lo más alto del mundo?
Cuanto más avanzaban, más descendía la temperatura. A través de la
bruma, la muchacha distinguía ya la nieve que cubría las laderas de las
montañas.
«Enseguida nos hundiremos en ella hasta los tobillos —pensó—. Estos
locos van a hacernos perecer de frío.»
Capítulo 15

ERA OTRO mundo cuya existencia Marion ni siquiera había sospechado. Un


paisaje cuya belleza sólo era igualada por lo inhóspito del mismo. La nieve lo
envolvía todo de un aspecto irreal. De golpe, las aristas, los relieves, las
crestas, todas las asperezas del camino desaparecían bajo un mullido manto
sobre el que daban ganas de echarse, de acurrucarse en un nido de blancor.
No hacía falta mucho tiempo, por desgracia, para darse cuenta de que esta
misma belleza le mordía a uno los pies, que el viento penetraba en la carne
basta los mismos huesos. Era una belleza mortal, que no admitía la presencia
del hombre y trataba de darle muerte si cometía el error de penetrar en su
territorio.
De repente, la muchacha creyó que perdía la presencia de ánimo.
Delante de ella, enclavada entre dos crestas rocosas, acababa de divisar una
nave... Un grueso casco de madera, un pecio embarrancado en la cima del
monte, como si el Diluvio lo hubiese arrastrado hasta allí, contra antiguos
arrecifes que, con el paso de los siglos, al retirarse las aguas, se hubieran
convertido en montaña. Se frotó los ojos, pero la alucinación persistía. Unos
gritos de estupor estallaron a sus espaldas. Se sintió tranquilizada, pues
implicaban que sus compañeros de cadena habían percibido, ellos también, el
extraño espectáculo.
Durante algunos minutos Marion dejó de sentir los efectos del frío. La
curiosidad, el asombro, abolieron todo cuanto la rodeaba. Todo, a excepción
de la inverosímil nave embarrancada, empalada en la cima que tenía enfrente.
¿Era posible que un día, en unos remotos tiempos, el nivel del mar hubiese
subido a tal altura? ¿Eran los restos del Arca de Noé?
Empezaron a castañetearle los dientes, presa de un terror místico. El
navío dominaba el abismo, enclavado entre dos crestas, desafiando al viento
y a la nieve que penetraban en su casco reventado. Bajo su quilla se abrían
los precipicios que constituían el valle. ¿Era aquella la nave merced a la cual
la humanidad, la fauna y la flora habían sobrevivido al diluvio? La muchacha
avanzaba, con los ojos fruncidos, escrutando el casco a través del torbellino
de los copos de nieve. Imaginaba a los supervivientes del desastre
abandonando lentamente los costados del pecio para alcanzar el valle una vez
que se hubieron retirado las aguas. Les veía, saliendo por parejas, ella...
Bruscamente, las palabras pronunciadas por Mazólas de Caradoz
vinieron a su memoria. ¿Qué había dicho mientras contemplaba los restos del
gorila? «Sabes perfectamente que nuestro señor no quiere más que parejas...»
¡Sí!, eso mismo. Tomó conciencia de repente de que las bestias que llevaba la
caravana de mulos iban todas emparejadas,
«¡Dios mío! —pensó—. No es el pecio de un arca lo que estás
contemplando, sino ¡un arca en construcción! No está aún terminada, y ésta
es la razón de que haya agujeros en el casco.»
¡Pues sí! Mazólas de Caradoz y sus cómplices construían en la montaña,
a espaldas del resto del mundo, una réplica del Arca de Noé, en previsión de
un nuevo diluvio. La llenaban de hombres, de mujeres y de animales, como
había hecho su ilustre predecesor mucho antes que ellos. He aquí por qué
procuraban que las bestias fuesen por parejas: habían de reproducirse y
repoblar la tierra tras el maremoto.
A medida que la columna se acercaba al pico, se hacía evidente que la
nave no estaba encallada, sino colocada en el centro de un entramado de
andamiajes y de codales. Pese a los copos de nieve, había unos hombres
trabajando en su armazón, abrigados con pieles de cabra, atados con cuerdas
para no precipitarse al vacío. Era un astillero incómodo, peligroso, que un
alud podía barrer en cualquier momento.
Las dimensiones del arca parecían considerables. Un proyecto semejante
debía de haber obligado a los leñadores a talar muchos bosques.

Al arreciar la tempestad, Marion tuvo que bajar la cabeza. Tiritaba en


medio del viento helado y no podía ya evitar que le castañetearan los dientes.
Les empujaron de repente hacia lo que ella creyó era una cueva, pero
que resultó ser una casa sin ventanas sepultada por la nieve. El refugio se
componía de una inmensa sala común que unas telas tendidas sobre unos
bastidores dividían en una serie de compartimentos. Reinaba en ella un calor
sobrecargado de relentes de mugre y de sueño. Tres recintos habían sido
acondicionados para estabular las cabras, las mulas, así como media docena
de vacas. La falta de una abertura al exterior permitía mantener un calor
constante. Marion se acordó de que los vikingos procedían de esta misma
manera: recubrían de tierra el tejado de sus casas y dejaban crecer la hierba
sobre él, y así, de lejos, el enemigo no podía descubrirlos.
Se sintió tan feliz de poder entrar en calor que pronto dejó de percibir
los olores. Los monjes, que se habían vuelto de nuevo amables, quitaron las
cadenas a los prisioneros. En el gran hogar central ardía carbón vegetal. Los
romeros se empujaron para acercarse a él. Cuan-
do se hubieron sentado al amor de la lumbre, los monjes distribuyeron
sopa y pan. Marion examinó el lugar. Unas yacijas de tablas superpuestas se
alzaban pegadas a las paredes, a la manera de un andamio. Unos colchones
llenos de hierba seca hacían las veces de jergón. Unas pantallas de tela
separaban la zona de los hombres de la de las mujeres. El techo era muy bajo,
la luz escasa. Los ocupantes que estaban durmiendo al hacer su entrada los
cautivos, se habían incorporado y permanecían sentados al borde de las
yacijas, con las piernas colgando.
Cuando consideró que los romeros habían recobrado suficientemente los
ánimos, Mazólas de Caradoz tomó la palabra.
—Aquí no llevaréis cadenas —anunció—. Nunca más seréis trabados.
Ya es hora de llamar a las cosas por su nombre. No sois en absoluto nuestros
prisioneros. Al forzaros a venir hasta aquí os hemos salvado la vida. Al haber
resistido a las pruebas por las que os ha hecho pasar Malestrazza, nuestro
reclutador, habéis demostrado que estáis hechos de la misma madera que los
supervivientes. Os habéis ganado el derecho a estar con nosotros, y, tal vez,
de formar parte de nuestra tripulación.
—¡La nave! —exclamó alguien—, ¿Para qué sirve? ¿Qué diablura es
ésa?
Mazólas levantó las manos para reclamar silencio.
—No hay la menor diablura en todo eso —dijo—. Algunos de vosotros
seguramente ya lo habrán comprendido: estamos construyendo un arca con el
fin de prepararnos para el próximo diluvio. Han aparecido unas señales en el
cielo, anunciadoras de que la catástrofe es inminente. Nuestro señor, Noctus,
tuvo un sueño premonitorio en el que se le avisaba de este peligro que costará
la vida a dos tercios de la humanidad. Gracias a él, algunos sobrevivirán, y
vosotros formaréis parte de ellos sí trabajáis diligentemente en la
construcción del arca. Se os ofrece una oportunidad inesperada. Abajo, los
valles se verán inundados, así como también las llanuras y las colinas.
Gracias a los sueños con los que ha sido favorecido nuestro señor, hemos
podido determinar a qué altitud construir exactamente el arca. Pues los ríos se
desbordarán, y también los océanos. Lloverá durante meses, hasta que todas
las aguas mezcladas suban hasta aquí para venir a acariciar la quilla de la
nave. Entonces el arca se pondrá a flotar, por sí sola, permitiendo a los
elegidos sobrevivir.
Murmuraba ahora, con la mirada perdida, mientras contemplaba
fijamente un espectáculo invisible que le llenaba de dicha. Arrodillados cerca
del fuego, los romeros le escuchaban, poniendo unos ojos como platos al
tiempo que, al secarse, sus ropas desprendían un vapor nauseabundo.
—No retendremos a nadie por la fuerza —prosiguió Mazólas—. Los que
se nieguen a ser salvados podrán marcharse libremente la víspera del diluvio.
No les impediré volver al valle para ahogarse, si es eso lo que desean. Pero os
pido que os lo penséis bien antes de tomar esta decisión. El peligro está cerca.
El propio Noctus os lo explicará. No tendréis una segunda oportunidad. Esta
nieve que cae afuera es el anuncio de los maremotos diluvianos que seguirán.
Lloverá de tal suerte que los peces saldrán de los ríos para nadar por los aires
sin ningún problema. Los hombres se ahogarán en las calles de las aldeas, a
fuerza de abrir inútilmente la boca para tratar de respirar. El nivel de los ríos
no cesará de subir, los pozos, las fuentes, las charcas borbotearán, el menor
charco se convertirá en un océano.
Continuó así durante un largo rato, unas veces rugiendo, otras
cuchicheando. Se expresaba elocuentemente, y los peregrinos se dejaban
impresionar por sus visiones. En la semioscuridad de la casa sin ventanas, sus
evocaciones adquirían un relieve sobrecogedor que impulsaba a los menos
crédulos a santiguarse o a ocultar el rostro entre las manos. Los monjes, que
sin embargo debían de haber oído estas profecías miles de veces, sacudían la
cabeza al escucharle. Incluso Mahaut parecía impresionada por la revelación
y, con las manos apretadas sobre el pecho, mascullaba inaudibles oraciones.
Mazólas de Caradoz terminó por despertar de su trance. La fatiga le
atirantaba los rasgos.
—Descansad —espetó—. Mañana procederé a la distribución de las
tareas, el tiempo apremia y el arca no está terminada aún. Nos va en ello la
supervivencia. Comed, dormid, pues a partir del amanecer se os exigirá
mucho.
Esbozó una rápida bendición y salió, seguido de los frailes. Se hizo un
largo silencio, pues nadie se atrevía a ser el primero en hablar. Finalmente, un
hombre barbudo, de pelo entrecano, se deslizó de su cama de tablas. Se
llamaba Matthieu, era carpintero de atarazana. Estaba allí desde hacía tres
años, víctima también él de las trampas de la falsa peregrinación. Entonces
las preguntas arreciaron, creando un espantoso guirigay que el artesano hizo
cesar levantando el puño.
—Voy a deciros lo que les digo a todos los que llegan —dijo
cansinamente—, El trabajo es duro. Hay que descender por las pendientes
para talar los árboles, y luego subir los troncos hasta aquí. Resulta peligroso,
agotador. Hay muchos accidentes. Ésta es la razón por la que se necesitan
siempre nuevos trabajadores. A continuación, hay que cortar las tablas y
pegarlas al casco. En ese lugar, es preciso trabajar por encima del vacío,
sobre unos andamios oscilantes. Un paso en falso, y se produce la caída al
precipicio. Algunos lo logran, otros no. Éste es un trabajo para los hombres.
Las mujeres tendrán que ocuparse de los animales, pues la casa de fieras está
instalada en el interior de la nave, a la altura de la segunda cubierta dividida
en compartimentos y en jaulas. También eso es peligroso. La mayor parte de
las bestias son salvajes, soportan mal el verse encerradas, y tienen el zarpazo
fácil. No es raro que acabe uno con un brazo arrancado.
Hablaba con los ojos bajos, con una sorda hosquedad que se afanaba por
disimular.
—Yo no soy monje —mascullaba—. Por lo que no sé qué decir acerca
del asunto del pretendido diluvio que nos aguarda. Aquí, algunos creen en él,
otros no. No dejan de contamos que somos los futuros supervivientes del
mundo tragado por las aguas, pero, entretanto, muchos habrán muerto antes
de subir a bordo de la maldita nave.
—¡No blasfemes! —exclamó una gorda mujer con la cabeza ceñida por
un pañuelo gris—. Yo tengo confianza, sé que Noctus nos salvará a todos.
Se dejaron oír otras voces, aprobando la intervención de la matrona. El
carpintero se encogió de hombros. Tenía las manos nudosas, llenas de
cicatrices, con unas uñas más gruesas que las garras de un oso.
—¿Es cierto que se nos dejará libres de partir si no queremos subir a
bordo del arca? —preguntó Constance de Hurault.
—Tal vez, si seguís con vida en ese momento —suspiró Matthieu—. Es
preciso que no os hagáis ilusiones, mi querida dama. Sin guía, es casi
imposible volver a encontrar el camino del valle. Cuando la nieve lo recubre
todo, los senderos desaparecen, uno se pone a dar vueltas en redondo. Todos
los que han tratado de huir han muerto de frío, o bien se los llevó un alud. Y
luego están las hendiduras, los osos, los lobos. Los monjes no tienen
necesidad de apostar ningún centinela, pues las bestias salvajes son tan
eficaces como ellos. Las oiréis arañar en la puerta, por la noche, cuando el
olor de la comida las atrae.
—No le hagáis caso —intervino de nuevo la matrona— Es un derrotista,
un descreído. ¡Si no tuviéramos necesidad de sus luces, hace un siglo que
Noctus lo habría devuelto allí de dónde vino!
A modo de respuesta, el carpintero escupió en el fuego del hogar.
—Una cosa más —masculló—. Como habréis podido observar, hombres
y mujeres duermen aquí unos al lado de otros. Los monjes no montan la
guardia, y sé que algunos mozos se frotan ya las manos pensando en los
placeres a dos de que podrán disfrutar. Yo les digo: no os las prometáis tan
felices demasiado pronto. Mozos y mozas deben conocer la regla que rige
entre nosotros antes de meterse en la misma cama para fornicar a su antojo.
El número de supervivientes ha sido determinado, fijado, por el propio
Noctus. Y éste no variará.
La nave no puede estar sobrecargada si se quiere que flote. Además, está
la cuestión de los víveres. Todo eso ha sido escrupulosamente calculado de
forma definitiva. Queda admitido, por lo tanto, que no se llevará más que a
los más jóvenes, y que cada nuevo nacimiento condenará a un adulto a
permanecer en el muelle, si me está permitido decirlo así. Una criatura que
nace supone, por consiguiente, que se priva a un adulto de su oportunidad de
supervivencia. Os digo todo eso para recomendaros que no copuléis como
conejos.
—Corresponde a Noctus formar las parejas de supervivientes —soltó la
matrona— Es él quien decide emparejar a machos y hembras según las
cualidades y los defectos que descubre en ellos. ¡Personalmente velaré para
que la gente no se acueste a diestro y siniestro en esta casa, y no dudaré en
zurrar la badana a aquellas desvergonzadas que tengan ataques de calentura!
—Eso es hablar por hablar —cortó Matthieu—. Estaréis tan cansados
por la noche que no tendréis ganas más que de una sola cosa: de dormir.
La discusión prosiguió en el mismo tono, peleándose el carpintero y la
matrona. La arpía, que respondía al nombre de Perrine, le reprochaba a
Matthieu su tibieza. Estaba convencida de lo bien fundado de las profecías
del misterioso Noctus. Cuando Marion trató de saber más sobre dicho
personaje, Perrine murmuró con voz estrangulada:
—No es de nuestro mundo. Es un ángel. Un ángel al que le han cortado
las alas. Ha venido para salvarnos, pero es frágil. Muy frágil.
Tras esto, decidieron dormir.
Marion, Mahaut y Constance se fueron al compartimento de las mujeres,
detrás de la línea divisoria de las mamparas, y les asignaron unas yacijas
chirriantes que olían a sudor. Unas pieles de cabra hacían las veces de
mantas. Perrine explicó que el trabajo de las chicas consistía también en
fabricar ropas de abrigo a partir de pellejos traídos por los cazadores.
—Se ponen trampas para capturar de todo —susurró—. Lobos, zorros,
pero a veces también osos. Alrededor del campamento hay fosos con estacas
puntiagudas plantadas en el fondo. Es preciso conocer su emplazamiento,
pues de lo contrario puede uno acabar empalado en ellas.
Marion comprendió la advertencia. «Eso no favorece nuestra evasión —
pensó—. Habrá que tenerlo presente.»
La fatiga no les dejó tiempo para reflexionar, y, tan pronto como se hubo
despojado de sus ropas húmedas, cayó en un sueño profundo, indiferente a
los osos que golpeaban en la puerta, a los lobos que merodeaban por el lugar
y a los apocalipsis inminentes.

Al día siguiente, Matthieu, el carpintero, tocó diana cuando aún era


noche cerrada. La grandullona Perrine distribuyó unas escudillas de sopa y
unos pedazos de pan duro como una piedra. Se vistieron para afrontar el frío.
Unas cotas forradas de estopa, jubones de piel de conejo, hicieron las veces
de caparazones. Todos esas ropas apestaban a la mugre y a la miseria de los
cuerpos empujados a un agotamiento extremo. Al ponérselas, Marion se
preguntó cuántos «supervivientes» habrían ya perecido en el astillero del
arca. Perrine reunió a su gente delante de la larga casa sepultada para decir
una oración de agradecimiento a Noctus. Enseñó a los nuevos las palabras
que debían recordar, y luego se separaron. Los hombres de un lado, las
mujeres del otro.
Mahaut, Constance y Marion se ahogaban, con los pulmones abrasados
por el frío de las alturas. El hielo, al insensibilizarles las mejillas, les daba la
impresión de llevar una máscara de madera.
—No hay que alejarse demasiado —repitió Perrine—. Las fosas para
cazar osos no están lejos. Tratad de reconocer el camino. Primero vamos a
descubrir las trampas. A continuación sacaremos a las bestias, y a
continuación...
Enumeró una lista de tareas que iban desde la preparación de la sopa
hasta el curtido de las pieles.
—No quiero que remoloneéis, damiselas —bisbiseó—. La tarea no es
poca y los días son cortos.
Marion trató de orientarse, en vano. La niebla y la nieve hacían perder
toda esperanza de huida.
Mientras ayudaba a Perrine a abrir la boca de una trampa, cedió a un
impulso y preguntó:
—Mi hermana Yolande tal vez haya pasado por aquí. ¿Te acuerdas de
ella? Una chica alta y rubia, bella. Yo me parezco un poco. Desapareció en el
curso de la peregrinación.
El rostro de la matrona adoptó una expresión de severidad. Por primera
vez desde la salida del sol, dejó traslucir un descontento real.
—¡Ah, ésa’, —dijo entre dientes.
Y cuando Marion insistió, rezongó:
—No tienes más que preguntarle a Noctus. Nuestro señor ahora es él, es
a él a quien le corresponde dar las respuestas.

Cuando estuvieron montadas de nuevo las trampas, hicieron una pausa


en la planicie, frente al vacío. Perrine evocó una vez más el borboteo de las
aguas lanzadas al asalto de las laderas. Apuntaba con el dedo para mostrar los
niveles sucesivos de la inundación. Jadeaba y su mirada había adquirido una
fijeza inquietante. Mahaut bebía sus palabras.
—Noctus lo vio en sueños —repitió la matrona—. Es el mensajero del
Apocalipsis. ¡Ira melanox, la cólera de las tinieblas!
Marion se estremeció. Ira melanox... Esa mezcla bastarda de griego y
latín de cocina despertaba en ella lejanos recuerdos. Había oído ya esta
expresión en boca de un buhonero. Era... Era mucho antes de la desaparición
de Yolande. Volvía a ver a su padre y al buhonero, evocando el escándalo de
aquel falso mesías que vagaba por los campos.
Exhibía, decían, una espalda acribillada de largas llagas a la altura de los
omóplatos. Sus discípulos afirmaban que la Inquisición le había cortado las
alas, y que era un ángel caído del cielo una noche de tempestad. Un ángel
abatido por el rayo.
Noctus..., ¡sí!, le habían perseguido a través de tres provincias, pero sin
poder echarle nunca el guante. Habían terminado por olvidarle, pero algunos
pretendían que había sembrado detrás de él cien milagros dignos de las
Santas Escrituras. Un ángel mutilado.
—¡Un pollo, sí un pollo al que le han cortado los alerones! —había
dicho burlonamente el padre de Marion.
Era, pues, aquí donde había encontrado refugio. En la cumbre de esa
montaña, la más alta de la región.
La muchacha se volvió para contemplar la nave encajada entre dos
eminencias rocosas. Frunciendo los ojos, distinguía el trabajo de hormiga de
los carpinteros colgados del casco abombado. Más abajo aún, localizó a los
leñadores, que subían a lo largo de las pendientes arrastrando los troncos
talados. Sus esfuerzos parecían irrisorios en comparación con el objetivo a
alcanzar. Hubiera querido estar segura de que todo este sufrimiento servía
realmente para algo.
—En ocasiones —murmuró Perrine—, las cuerdas se rompen, y los
troncos ruedan pendiente abajo segando la vida de los hombres. El
deslizamiento provoca un desprendimiento, y es todo un grupo de buenos
trabajadores el que desaparece en el abismo. Es por eso por lo que llevamos
retraso. La nave debería estar ya terminada para el día de hoy. No sé cuánto
tiempo necesitaremos esperar aún antes de embarcar. ¿Seis meses, un año? Es
posible también que las cosas se precipiten. No faltan quienes rumorean que
todo podría precipitarse muy rápidamente, en espacio de algunas semanas.
Regresaron, con los brazos cargados de piezas de caza. Mientras
despellejaban las bestias, Perrine no paró de dar consejos a las nuevas
neófitas: no debían mantener relaciones camales antes de que Noctus les
hubiera asignado un compañero. Sólo él era capaz de ver en el fondo de las
almas y decidir quién haría pareja con quién... En el supuesto de que no
hubiera entonces hombres suficientes, se concedería una dispensa a los
monjes a fin de que pudieran tomar mujer. ¡Por Dios! ¡Era un caso de fuerza
mayor ya que se trataba de repoblar el mundo! Convenía no mostrarse
remolonas y aplicarse a cumplir con el deber propio de toda hembra. Ella
misma, la señora Perrine, por más que ya estuviera madurita, esperaba poder
traer al mundo a una quincena de buenos niños antes de entregar su alma.
Noctus lo había previsto todo. Las dispensas, las indulgencias, todo... No
habría en ello ningún pecado mortal ni tan siquiera si, para crecer y
multiplicarse, las madres tenían que unirse con sus propios hijos, a falta de
otros procreadores disponibles.
—Las madres con sus hijos —repitió doctamente sacudiendo la cabeza
—, y las hermanas con sus hermanos.
Eso iba a durar un tiempo, había que hacerse a la idea, encareció ella.
Cuando los diferentes clanes hubieran producido suficientes seres humanos
en edad de unirse carnalmente, se podría volver a las tradicionales prácticas
exogámicas, y todo volvería al orden. Pero, mientras tanto, las mujeres no
deberían hacerse las estrechas y aplicarse al trabajo de cama sin rechistar.
Aceptar ser vientres a los que se preña un año tras otro, y eso desde que
hubieran tenido la primera menstruación.
—Es una responsabilidad terrible —masculló, con la mirada fija—. Me
gustaría ser más joven y vigorosa para traer al mundo el mayor número
posible de criaturas. —Volviéndose hacia Mahaut, Constance y Marión, las
miró de arriba abajo antes de declarar—: Vosotras tenéis suerte, porque sois
todas lozanas. Vuestras entrañas engendrarán unos veinticinco o treinta hijos
antes de secarse. ¡Cómo me gustaría estar en vuestro lugar!
Su expresión exaltada no admitía réplica. Las tres cautivas se guardaron
de hacer ningún comentario.
—Nosotras, las mujeres, haremos nuestra parte del trabajo —prosiguió
Perrine—, de eso no cabe duda. Por lo que se refiere a los hombres, es otra
historia. Carecemos de sangre joven. Matthieu y los otros ya casi no tienen
sabia en los riñones. El año pasado teníamos algunos jóvenes gallos
dispuestos a cubrir a la hembra, más un alud se los llevó. ¡Pero bueno! Habrá
que arreglárselas con lo que hay. No obstante, desconfío de los religiosos,
pues dudo que tengan en el vientre un semen lo bastante espeso como para
dejar preñado a un regimiento de muchachas que gozan de buena salud.
A partir de aquel momento, Marion dejó de interesarse por los delirios
de la matrona. La sabía partidaria de las ideas de Noctus y la consideraba
desde ahora como una enemiga potencial.
—La carne no es para nosotros —explicó también Perrine—. Primero
hemos de alimentar a las fieras del arca. A continuación, si sobra algo,
tenemos derecho a comérnosla, pero eso es más bien raro, ya que las bestias
de la casa de fieras tienen buen apetito. Venid, ahora voy a enseñaros a darles
de comer. También allí hay reglas que seguir si no se quiere dejar una un
brazo en el intento.
Salieron, llevando las cestas llenas de carne cruda. Caminar por la nieve
resultaba algo fatigoso. Uno pisaba sin tener nunca la impresión de avanzar.
Perrine tomó la dirección del navío. Cuanto más se acercaban a la pared de
granito, más impresionante se volvía la nave encajonada en la picota de los
andamios. Era un bajel panzudo, sin mástiles, una suerte de gran cáscara
invertida, una concha de tortuga que hubiera rodado boca arriba. A la
muchacha le recordaba una caracola llena de extraños ecos. Unas pasarelas
permitían acceder a ella. Bordeaban las curvas de la carena que estaban
calafateando en estribor con estopa y pez. Los hombres trabajaban sin decir
palabra, el rostro fruncido por la fatiga. Aún quedaban, aquí y allá, grandes
brechas que rellenar.
—La madera de construcción marítima no es como la madera con la que
se hacen las casas —rezongó Perrine—. Es complicado. Tiene que estar en
remojo, luego ponerla en agua hirviendo para poder curvarla. Eso lleva su
tiempo, y precisamente tiempo es de lo que menos tenemos.
Entraron en el navío por una porta lateral que se abría a la altura de la
tercera cubierta. El aire olía a resina, a bitumen y a establo. Marion se quedó
sorprendida por las dimensiones del lugar, que le pareció demasiado grande.
¿Era posible que un navío semejante pudiera flotar? ¿No se iría por el
contrario a pique bajo su propio peso?
De una a otra parte de la bovedilla se abrían las jaulas, los
compartimentos para los caballos. Todos los animales de la Creación se
encontraban allí encerrados por parejas. Corderos, caballos, cerdos, se
codeaban con monos, panteras, leones, camellos. Unos tabiques de madera
los aislaban unos de otros, impidiendo a las fieras atacar a sus vecinos. Todo
eran balidos, alaridos, rugidos, gruñidos en medio de un estruendo infernal,
exaltando el miedo de unos y la ansiedad de los otros. De vez en cuando, los
caballos se volvían locos y lanzaban coces contra los tabiques, aumentando el
estruendo. El navío amplificaba esos gruñidos a la manera de una campana.
—Les cuesta mantener relaciones de buena vecindad —comentó Perrine
—. Hay que asegurarse de que las jaulas estén bien cerradas. El porvenir del
mundo descansa sobre ellos. Si la yegua muere, no habrá ya nunca más
caballos sobre la tierra. Y otro tanto sucede con cada pareja. Es una gran
responsabilidad mantenerlos con vida.
Fingía sentirse aplastada por el peso de esta tarea sobrehumana, pero
uno sentía que en realidad estaba orgullosa de sí misma y no habría
renunciado por nada del mundo a este privilegio.
Enseñó a sus aprendices cómo alimentar a los animales, más
concretamente a las fieras a las que no convenía acercarse. El encierro
prolongado había agriado el carácter de los felinos. A la menor provocación,
lanzaban zarpazos entre los barrotes. Sus garras arrancaban esquirlas de
madera de la cubierta.
—¿Dónde encontráis carne suficiente para alimentarlas? —preguntó
doña Constance—. Me parece que estas bestias deben de tener un apetito
terrible.
—Los accidentes nos proveen de ella —soltó Perrine—. Cuando uno de
los trabajadores se mata al caer de un andamio, no se le entierra. Se le corta a
pedazos y se dan sus restos a las fieras. Es un gran honor terminar así. Las
bestias que nos rodean serán dentro de algunas semanas las últimas
representantes de su especie. Son más preciadas que unos carbúnculos.
Marion sintió que le daba vueltas la cabeza. Un brasero mantenía un
pesado calor en el espacio de la tercera cubierta. Había sido echado el cerrojo
a las portas con el fin de evitar que los animales se constipasen, resultando de
ello una atmósfera de miasmas que terminaba por causar vértigo. La
muchacha imaginó los cuerpos humanos, cortados en cuartos, arrojados como
pasto a las fieras. ¿Debería ella, un día, venir hasta aquí, llevando una cesta
llena de manos y de pies cortados por la grandullona Perrine? Se sintió a
punto de desfallecer y necesitaba tomar el aire. Tuvo que salir a la pasarela
bamboleante y agarrarse por encima del vacío, en medio de la borrasca que le
azotaba el rostro. Una mano se deslizó alrededor de su cintura para
sostenerla. Era Matthieu, el carpintero.
—Hay que ir con cuidado, pequeña —susurró—. Cuando no se está
acostumbrado, se puede precipitar uno al vacío como si nada. ¿Son las
historias de Perrine las que te han puesto en ese estado?
—Sí —confesó Marion.
—También ella ha de irse con cuidado —murmuró el obrero—. Tiene la
fiebre religiosa en la sangre. Si estas queridas bestezuelas dejaran de recibir
su comida, ella no dudaría en empujar a uno de mis mozos desde lo alto de
una escalera para poder llenarles el buche. Por otra parte, yo no pondría la
mano en el fuego de que no lo haya hecho ya. Y en varias ocasiones. Es más
fácil procurarse seres humanos que animales traídos del confín del mundo.
Se rió triste y burlonamente, y acto seguido, tras haber obligado a
Marion a sentarse, se lanzó por una pasarela en dirección a la cubierta
superior.
La voz de la matrona resonó con un tono agrio, recordando a la
muchacha sus obligaciones. Marion tuvo que volver a la casa de fieras para
cumplir con su parte del trabajo. Perrine le echó una mirada malvada.
—No os hagáis ilusiones, hijas mías —rezongó—. No estáis todavía a
salvo. Yo aún no he dicho mi última palabra. Cuando haya que hacer la lista
de los elegidos, Noctus me pedirá mi opinión, y no dudaré en señalarle a las
perezosas, a las que no valen para nada, a todas aquellas con las que la nueva
humanidad no deberá cargar. Es ahora cuando hay que elegir, ¿entendido? Es
hoy cuando hay que separar el buen grano de la cizaña a fin de repoblar la
tierra en mejores condiciones. ¡Ojo con aquellas que demuestren tener una
mala cabeza, pues se quedarán en el muelle mientras el arca se aleja! Y las
aguas se las tragarán en su subida.
Mahaut, Constance y Marion trabajaron sin intercambiar palabra hasta
que la matrona dio la señal de partida. Ahora había que ir a buscar la sopa
para distribuirla a los trabajadores.
La imaginera se sintió aliviada de abandonar la casa de fieras que la
espantaba. Un instante antes, al plantar su horca en un haz de paja podrida,
Mahaut había sacado a la luz unas osamentas humanas medio roídas.
«Así corremos el riesgo de acabar si desagradamos a Perrine —pensó
Marión— Matthieu tiene razón. Un accidente puede ocurrir de forma tan
rápida...»
Capítulo 16

TRANSCURRIERON tres días así, marcados por el encadenamiento de


tareas que comenzaban al amanecer y se detenían a la caída de la noche
cuando la oscuridad y la falta de iluminación impedían ver. Marion, a pesar
de su fatiga, continuaba observando el mundillo de los «elegidos». Matthieu,
el carpintero, reagrupaba a su alrededor a los recelosos, a aquellos que se
negaban a conchabarse con unos herejes. En el otro bando había los
amedrentados, los peregrinos a los que la perspectiva del diluvio impulsaba a
convertirse a las extrañas teorías profesadas por Noctus. A la menor caída de
nieve, se hincaban de rodillas para rezar, convencidos de que unos aguaceros
diluvianos ya estaban inundando el valle. Aquéllos estaban dispuestos a
aceptarlo todo con tal de sobrevivir, incluso la perspectiva de unirse a sus
hijos, a sus hijas para procrear sin descanso y repoblar la nueva tierra. Marion
no estaba sorprendida en absoluto. Los cataros también habían profesado
curiosos dogmas basados en la transmigración de las almas, teorías confusas
en las que algunos se habían apoyado para legitimar la práctica del incesto.14
La tallista se esforzaba en fingir docilidad. Mahaut se había unido al
clan de Perrine. En cuanto a Constance de Hurault, permanecía alejada, ajena
a todas las discusiones. Cuando Marion la interrogó, se limitó a responder:
—¿De qué puedo quejarme? Yo no podía soñar mejor prueba. Quería
ser castigada, y he aquí que se me impone el Diluvio. No haré nada por ser
elegida, esperaré tranquilamente. Si Dios decide que me ahogue, me
resignaré a su voluntad. Finalmente, esta catástrofe me libera de todos mis
tormentos, y bendigo a Malestrazza por haberme conducido hasta aquí.
Espero ser juzgada, eso es todo.
Desde que había llegado al campamento, el susodicho Malestrazza se
había vuelto invisible. Marion terminó por comprender que existía una
especie de fortín levantado en la ladera de la montaña, más arriba. Un refugio
troglodita construido a la entrada de una caverna. Era allí donde residían el
guía, los monjes... y Noctus, el ángel mutilado que, cada noche, soñaba con
los últimos momentos del mundo antiguo.
—Sus pesadillas son espantosas —murmuraba Perrine—. Se le oye
gritar en medio de las tinieblas, y cuando el viento sopla en nuestra dirección
percibo sus sollozos. Todos vosotros dormís, por supuesto, pero yo, yo le
oigo.

En el gran aposento se hablaba poco. Todos se observaban, sin saber qué


partido tomar. ¿Convenía optar por la herejía y sobrevivir a la catástrofe?
¿Había, por el contrario, que permanecer fiel a la verdadera fe y aceptar la
sanción divina del hundimiento?
No se atrevían a confesar sus dudas, a argumentar. La mirada de la gran
matrona pesaba sobre los cautivos. Se sabía que ella haría la lista final,
olvidando voluntariamente apuntar en sus tablillas a aquellos que ella no
quisiera que poblasen el nuevo mundo. Había que caerle en gracia,
lisonjearla, cortejarla, mendigar su aprobación. La gorda Mahaut era de ésas.
Por encima de todo, el agotamiento físico desgastaba las voluntades. Poco a
poco se iba capitulando, se dejaba de oponer resistencia.
Marion se sabía «mal vista», demasiado rebelde, demasiado crítica. A
menudo, cuando trabajaba inclinada al borde del precipicio, temblaba ante la
idea de que Perrine apareciese a sus espaldas para darle un fuerte empujón
que la precipitase al vacío. Por suerte, era joven, destinada a engendrar una
innumerable progenie, y la matrona no podía permitirse perder a una
reproductora semejante.

La mañana del cuarto día reapareció Mazólas de Caradoz; venía a buscar


a Marion para llevarla a ver a Noctus. Daban comienzo las entrevistas. Todos
los recién llegados debían someterse a ellas. Era así como el ángel mutilado
sondearía su alma y decidiría emparejarlos.
Marion se guardó mucho de protestar. Bajo sus pasos, la nieve crujía
con un ruido amplificado por el eco. Al pie del picacho rocoso, un sistema de
pasarelas permitía trepar hasta un curioso fortín adherido a la pared. Cuando
estas escaleras de tablas eran abatidas se volvía imposible descender de aquel
colgadero, a menos que uno se arrojara al vacío. Mazólas tomó por la
escalera bamboleante. Unas rampas de cuerda hacían las veces de barrera. El
furioso viento sacudía este andamio como si estuviese impaciente por
arrancarlo. Mal equipada, Marion sentía que el frío le helaba el cuerpo como
si hubiese cometido la locura de pasearse desnuda en medio de la ventisca.
El prior la ayudó a franquear los últimos metros. Cuando cruzó el
umbral del fortín, las lágrimas la cegaban. La construcción, sin elegancia,
había sido hecha al margen de toda norma. Los pasillos se asemejaban a
embudos, el suelo no era plano y se habían pegado a los muros miles de
blancas plumas. Sin duda habían querido recrear una cierta imagen del
paraíso, pero a Marion le pareció que, sobre todo, el conjunto olía a corral.
Pero ¡qué importaba eso! Allí, al menos, hacía calor.
—Vas a conocerle —murmuró Mazólas—. No debes tener miedo. No
hay ninguna maldad en él. Ése es el problema, por otra parte, pues no busca
protegerse de sus enemigos en absoluto. Si yo no hubiera estado a su lado,
haría mucho tiempo que las gentes de la Inquisición le habrían asesinado de
la peor manera.
Los pasillos se ramificaban en una geografía compleja. El plumón
revoloteaba por los aires. Por doquier, bastaba con alargar la mano para tocar
las plumas blancas que tapizaban las paredes.
El prior se detuvo en la entrada de una rotonda.
—Ahora vas a continuar sola —anunció—. Despójate de tus ropas,
desnúdate, sin vergüenza. Has de aparecer delante de él en estado de
naturaleza, como en el momento de nacer. Anda, es al final de esta galería. Te
esperaré.
Marion tuvo que agacharse para proseguir su camino. El fortín se
parecía cada vez más a una topera. Sin atreverse a contrariar al señor de
aquellos lugares, se desvistió, sin conservar nada encima. Hacía bastante
calor para soportar aquel estado. Cuanto más se acercaba uno al centro del
edificio, más se elevaba la temperatura. Pronto estuvo empapada en sudor. A
la vuelta de un nuevo pasillo, ella le vio.
Una criatura sin sexo ni edad, con la cabeza rasurada, la piel de una
blancura cérea. ¿Un albino tal vez? Habría podido ser un muchachuelo, un
anciano, una monjita... Cada una de sus expresiones remodelaba de arriba
abajo su fisonomía. También él estaba desnudo, medio hundido en un montón
de plumas. Se arrastraba, se aovillaba, se acurrucaba, como si su cuerpo no
dispusiese del armazón óseo necesario para la postura vertical. Sonreía con
una ingenuidad desarmante y sus ademanes eran de una lentitud extraña. Se
hubiera dicho que se movía en medio de un agua densa, de un jarabe viscoso.
Había tanto candor en su mirada que Marion no experimentó ninguna
incomodidad de estar desnuda delante de él.
—Ven —suspiró él—, acércate.
Alargaba hacia ella una mano que parecía la de un recién nacido, de tan
fina como era su piel. La muchacha se arrodilló sobre la alfombra de plumón.
Noctus se sentó. Su sexo era minúsculo, desprovisto de la menor vellosidad.
—No hay que tener miedo —dijo con dulce voz—. Este diluvio es una
oportunidad para la humanidad. El mundo se había vuelto demasiado viejo,
eso es evidente. Sentíamos todos en el fondo de nuestras almas la necesidad
de acabar con él, de hacerlo trizas. Dios va a encargarse de ello. Dios va a
ahogar a las malas bestias, las que transmiten la rabia. El agua va a lavar la
tierra. Hay que alegrarse por ello. Es un gran momento, una felicidad
inmensa.
Con la punta de los dedos, acarició el rostro de Marion y forzó los labios
de la muchacha para que esbozara una sonrisa.
—La creación se había corrompido —continuó—. Ya era hora de
borrarla de la faz de la tierra. Para ello nada podía convenir más que un
diluvio. Unas trombas de agua lustral. Una purificación por ahoga— miento.
Sé de cierto lo que va a pasar, sueño con ello todas las noches. Dios me
fulmina con sus imágenes para guiarme. Me muestra los rostros de aquellos
que he de hacer subir a bordo de la nave. Me dice: «Toma a ésta, aparta a
aquél» y yo obedezco. Compongo mi tripulación. La tripulación de los
supervivientes, de aquellos que tendrán la inmensa responsabilidad de
repoblar el mundo.
De un solo golpe sus manos se posaron sobre el vientre desnudo de
Marion, que se estremeció.
—No eres ya virgen —anunció—, pero eso no tiene importancia, pues tu
corazón ha permanecido puro. Y tú eres joven, podrás dar a luz a docenas de
niños. Te pasarás la vida encinta por el bien de la nueva humanidad. Tal vez
incluso Dios te conceda el privilegio de dar a luz a un par de gemelos cada
año. Deberás darle las gracias por ello. ¡Ah, cómo me gustaría a mí ser una
mujer para conocer esa felicidad! Voy a crear una raza nueva. Poblaréis la
tierra.
Ahora lloraba. Unas lágrimas corrían por sus mejillas imberbes.
Su fisonomía seguía estando atravesada por unos cambios
sorprendentes. Unas veces Marion tenía la impresión de contemplar a una
muchacha, otras a un niño de pecho en la cuna. Le hubiera gustado levantarse
y emprender la huida, pero Noctus la tenía en su poder. La acariciaba, le
tocaba los hombros, la frente, el vientre... Sus caricias no tenían nada de
concupiscente, hubiéranse dicho las de un ciego que tratase de descifrar el
mundo con la sola ayuda de sus dedos.
—¿Acaso eso te da miedo? —insistió—. ¿Temes convertirte en la madre
del mundo?
—No —farfulló Marion.
Pero ella empezaba a pensar que era imposible engañar al extraño
personaje. Se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a su influencia, igual
que todos aquellos y aquellas que la habían precedido en ese nido de plumas.
—No debes tener miedo —repitió Noctus—, Nosotros somos los
elegidos, los del Nuevo Comienzo. De nosotros depende la nueva humanidad.
El mundo estaba demasiado cargado de pecados, nada podía ya absolverlo,
ninguna penitencia podía ya redimirlo. Era preciso destruirlo. Los curas
corruptos se habían hecho cómplices del Maligno. Es por esta razón por lo
que han tratado mil veces de hacerme callar. Yo soy el ángel caído del cielo
de la noche para traer la verdad a los hombres, soy la boca por la que ruge la
cólera de las tinieblas. Ira melanox. Aquellos a los que yo acojo entre mis
brazos serán los padres del hombre nuevo, los que aparto de mi regazo
beberán el agua de la Condenación divina y flotarán en medio de los perros
reventados, con la panza llena de peces y ranas. Dentro de no mucho, Dios
llorará y orinará sobre la tierra durante 666 días. Sólo la cima de las más altas
montañas emergerá de este maremoto. Harán falta entonces 666 años para
que la inundación se reabsorba y se bata en retirada, devolviendo las tierras
confiscadas a la nueva raza humana engendrada por los elegidos en las islas
de la salvación. Entonces todo podrá volver a empezar. Y si el grano ha sido
bien sembrado, reinará la edad de oro.
Declamaba estas atrocidades con el tono que se emplea para cantar una
canción de cuna a un niño pequeño. Sus ojos no se apartaban ya de los de
Marion. Ella hubiera querido romper aquel lazo, arrancar aquella mano que
pesaba sobre su vientre y parecía presta a hundirse en ella.
De golpe, Noctus se dio la vuelta sobre sí mismo para mostrarle su
espalda. Dos cicatrices mal cauterizadas le cruzaban los omóplatos, grandes
como la palma de la mano de un leñador. Habrían podido ser las llagas
dejadas por un doble hachazo, pensó la muchacha.
—Me han cortado las alas —dijo Noctus—, Esperaban disimular a los
ojos del mundo mi naturaleza angélica. Han querido hacer creer que yo no era
más que un hombre, un pobre loco vagando por los campos. Pensaban que
nadie prestaría atención a mis predicciones. Y estaban en un error, porque
vosotros estáis aquí, cada día más numerosos.
«Estamos aquí porque nos han raptado —estuvo a punto de replicar
Marión—, En cuanto a la multitud de la que hablas, cabe toda entera en un
solo barracón.»
Este pensamiento hizo esfumarse el estado de encantamiento, y el lazo
hipnótico que la ponía bajo la voluntad del profeta se rompió en aquel
instante. Se incorporó.
—Ve —suspiró Noctus—, Te he sondeado. Ahora lo sé todo de ti. Dios
me dirá si debes ser elegida. Necesito mujeres de vientre fértil y tú no has
parido nunca, por lo que no es posible apreciar la calidad de la carne de tu
carne. Pero no te inquietes por ello, Dios me aconsejará, puesto que Él todo
lo ve. Vete en paz.
Marion titubeó. El plumón y las plumas se pegaban a su piel húmeda. En
la galería, encontró de nuevo sus ropas y se las puso torpemente. La mirada
de Noctus seguía acosándola. Tenía la impresión de sentir aún los contornos
de su mano en el vientre. ¡Dios mío! Era como si la hubiera poseído, allí,
entre aquel montón de plumas de su inverosímil gallinero angélico. No sabía
por qué, pero, por un momento, le había parecido más próximo que ninguna
otra persona en el mundo. «Como si nuestras almas y nuestras carnes se
hubieran entrelazado», pensó con un estremecimiento de repugnancia.
En el umbral de la rotonda se tropezó con Mazólas de Caradoz. El prior
se la llevó a su celda para mostrarle los planos del mundo sumergido trazados
según las indicaciones de Noctus. Él se excitaba, repitiendo un discurso
apasionado que debía de haber declamado miles de veces.
«Unos locos —pensó la muchacha—. Pero unos locos persuasivos que
terminan por convertir a los más incrédulos.»
Mirando el dibujo de las islas de la salvación, en el pergamino, se
sorprendía de sí misma al multiplicar las preguntas. El prior había puesto una
barquichuela de madera sobre el mapa, y explicaba ahora qué ruta seguiría el
arca.
—Desembarcaremos dos o tres parejas humanas en cada islote —dijo—,
Y otras tantas parejas de animales. Este núcleo deberá esforzarse por
engendrar lo más posible, de manera que, cuando el arca vuelva a pasar por
ese mismo lugar diez años después, podamos llevamos con nosotros el
exceso de población para depositarla en otras partes, en un lugar aún desierto.
Yo asumiré esta parte del trabajo. Seré el capitán de la nave, surcaré el
mundo para llevar el grano aquí y allá.
Marion le dejaba hablar. Era uno de esos hombres de corazón inerte y a
quien únicamente las ideas daban una apariencia de vida. Las alegrías
cotidianas de la existencia le dejaban frío, no se despertaba más que en los
arrebatos de las extrapolaciones quiméricas. Ella no se asombraba ya de que
un individuo semejante se hubiera unido a Noctus.
—No puedes hacerte ni idea de lo difícil que ha sido traerle hasta aquí
—suspiró Mazólas—, Por todas partes querían taparle la boca. Un arzobispo
exigió que se le untasen las alas con pez y se les prendiera fuego. Si Noctus
era verdaderamente un ángel, decían, no arderían.
Otros querían emparedarle vivo, en una torre sin más abertura que un
ventanillo por el que introducirle la comida. Cada una de las veces yo
intervine para librarle de las manos de sus verdugos. Sin mí, hubiera muerto
de manera atroz. Las autoridades religiosas no quieren oír su mensaje. Y, sin
embargo, Noctus nunca ha errado. Cuando hace una predicción, ésta se
cumple. Infaliblemente. Ha profetizado un nuevo diluvio, y este diluvio se
producirá, estoy convencido de ello. La humedad le causa espantosos dolores
en los huesos. Cuando llueve, sufre crisis de reumatismo que le paralizan y le
mantienen clavado en el sufrimiento. Es así como seremos prevenidos de la
inminencia de la catástrofe. A medida que la lluvia se acerque, el cuerpo de
Noctus se retorcerá, sus miembros se deformarán para anudarse de manera
inextricable. Ésta será la señal. Entonces será la hora de correr a buscar
refugio en el arca y de soltar las amarras.
Le temblaba la voz, y Marion intuyó que se reprimía las lágrimas. Pensó
de entrada que Mazólas de Caradoz se servía de Noctus para asegurarse una
influencia sobre las multitudes, que reinaba a través de ese fenómeno de feria,
pero ahora se daba cuenta de que no era éste el caso. El prior sentía verdadera
devoción por el profeta. Una devoción que rayaba en el fanatismo.
—Bien —dijo Mazólas enderezándose—. Voy a ir en busca de algún
otro.
En la entrada del fortín suspendido, el frío dejó aterida a la muchacha.
Comprendió por qué les castañeteaban a la gente los dientes en el barracón de
los cautivos. Todos los haces de leña servían para calentar el nido de plumas
del ángel mutilado. Concibió por ello una viva irritación.
Mazólas la acompañó de vuelta al campamento en silencio. Volvió a irse
al punto acompañado de Mahaut, a quien la inquietud había hecho perder su
tez coloradota.
Durante toda la jomada, hubo un ir y venir de prisioneros entre el
campamento y el fortín para ir a visitar a Noctus. Mahaut regresó
transportada, con los ojos haciéndole chiribitas, como si hubiera visto al
mismísimo Dios Padre en persona. Constance permaneció muda, más distante
aún que de costumbre, pero Marion adivinó en ella una especie de
apaciguamiento, como si las palabras de la extraña criatura la hubieran
aliviado. Antes de la entrevista, la tallista habría estado dispuesta a apostar
que la baronesa no concedería a Noctus más que una ojeada cargada de
ironía. Era evidente que las cosas no habían pasado tal como ella las había
previsto.
—¿Así que os ha convencido? —le preguntó Marion tan pronto como
estuvieron solas.
—No —murmuró Constance—, pero me ha brindado el castigo que
necesito. Yo, que temblaba de unirme a mi marido, tendré que entregar mi
cuerpo a docenas de desconocidos, para repoblar la tierra. Voy a convertirme
en la puta del nuevo mundo, a la que se deja preñada sin descanso. Un vientre
siempre abierto, listo para dar y recibir. Es sin duda el castigo que me
conviene. Ningún sacerdote habría pensado en ello. Este Noctus va más lejos
que mis confesores y directores espirituales juntos. No se anda con
prohibiciones. Es lo que me gusta de él. Me va a brindar la oportunidad de
envilecerme. Me va a obligar a caer más bajo de lo que yo esperaba. Y eso
está bien.
Otro muy distinto era el discurso de Mahaut. Noctus la había
emocionado hasta las lágrimas. No paraba de hablar de su pobre cuerpo tan
blanco, tan tierno, tan inerme. Se notaba que le hubiera gustado protegerle,
abrigarlo tras la muralla de su propia carne.
—¡Me ha dicho que no se embarcará con nosotros! —sollozaba—.
Cuando empiece el diluvio, el reumatismo le retorcerá los miembros hasta
rompérselos. Entonces el dolor será demasiado fuerte y morirá. Todos sus
huesos serán quebrados como por la barra de hierro de un verdugo. Nos
dejará huérfanos, con la terrible misión de repoblar la tierra.
Recitaba. Y al escucharla, la grandullona Perrine sacudía la cabeza, feliz
de haber descubierto a una nueva amiga.
Matthieu, el carpintero, permanecía silencioso, con los ojos gachos, sin
dejar traslucir nada de sus sentimientos. Marion decidió imitarle.
Capítulo 17

PASABA el tiempo, las tareas sucedían a otras tareas. Un hombre se mató al


caerse de un andamio. Perrine hizo transportar el cadáver a la cocina, lo
tendió encima de la mesa y mostró a sus «hijas» cómo cortarlo para ofrecerlo
a los animales. Procedió sin ninguna emoción, con gestos precisos, rápidos,
arrojando los «pedazos» dentro de unas grandes cestas de mimbre
consteladas de manchas parduscas.
—¡No pongáis esos ojos de espanto! —rugió cuando una de las jóvenes
estaba a punto de desfallecer— Recordad que si las bestias mueren, la tierra
quedará incompleta. Sin temeros, vacas, cerdos, el hombre no tendrá ya nada
que llevarse a la boca. Se verá obligado a convertirse en caníbal. ¿Es eso lo
que queréis?
Marion tentada estuvo de hacerle observar que los temeros, al igual que
las vacas, no comían carne y que el ejemplo estaba particularmente mal
elegido, pero la prudencia la hizo callar.
Si, como pretendía Noctus, convenía mejorar el mundo futuro, ¿por qué
se deslomaban manteniendo en buena salud a unas bestias feroces que, tan
pronto abandonadas en la naturaleza, no tendrían otro propósito que hacer
pedazos a los últimos supervivientes de la humanidad? Había en ello una
incoherencia flagrante, de la que nadie, aparte de ella, parecía asombrarse.
Como para castigarla por su falta de estímulo, Perrine le puso entre las
manos una cesta llena de un horrible mondongo y le mandó que se dirigiera a
la casa de fieras para dar de comer a los leones y a las panteras. Marion se
puso una piel de cabra y obedeció. En el astillero los hombres trabajaban sin
hablar. Unos monjes les vigilaban, apremiándoles a acelerar la cadencia
cuando la fatiga hacía bajar el ritmo de los martillazos. La muchacha tomó
por la pasarela que llevaba al tercer puente. Tenía un nudo en el estómago.
Cada vez que penetraba en la sección de las fieras, esperaba ser atacada.
Algunas bestias, los gorilas, por ejemplo, estaban dotados de una fuerza
extraordinaria, y no le hubiera asombrado nada verles desmantelar su jaula.
Por más que iba allí todos los días, no se amansaban en absoluto. El encierro
y el hastío los hacía enloquecer. Se detestaban entre sí y no soñaban sino con
destriparse. Sólo los animales de granja, muertos de miedo, se escondían al
fondo de su recinto, convencidos de que los iban a devorar de un instante a
otro. Las fieras estaban siempre famélicas, nada las saciaba. Reclamaban
siempre más y trataban de arrancarle a uno los brazos a zarpazos. Marion se
preguntaba sobre la solidez de los barrotes clavados en la madera. ¿Qué
pasaría si, en el curso de la travesía, un accidente rompía las barreras que
separaban a las bestias? No se atrevía siquiera a pensarlo.
Con prisa por salir de allí, depositó su cesta en la cubierta y empuñó la
horca de la que se servía para repartir la comida entre los diferentes animales
carnívoros. El olor de la sangre había redoblado su furia, y se arrojaban con
todas sus fuerzas contra los barrotes sin preocuparles contusionarse.
Cuando comenzaba la distribución, Marion percibió una presencia a su
espalda. Creyó de entrada que se trataba de uno de los simios que se había
liberado y se disponía a estrangularla. Luego sintió un perfume y sorprendió
un rumor de tela. Se volvió en redondo, horca en mano. Una mujer estaba allí
de pie, en la penumbra. Iba ataviaba con un manto de piel digno de una
princesa. Llevaba sus cabellos rubios recogidos en bandos, y toda su persona
reflejaba un cuidado extremo. Marion, engañada por el atuendo de la recién
llegada, no la reconoció en un primer momento.
—¿Yolande? —balbuceó por fin—. Yolande..., ¿eres tú?
Sí, era su hermana mayor, pero ataviada a la manera de una dama de alto
linaje como sólo era posible encontrar en la corte de Francia.
—Sí —dijo la muchacha con una risita—. Soy yo, no un fantasma. Es
extraño encontrarse aquí, ¿no?
—¡Qué bella estás! —dijo en un suspiro Marion.
—Y tú siempre vestida desastradamente —replicó Yolande—, pero eso
no tiene mucha importancia. A pesar de ello, estoy contenta de volver a verte.
¿Qué haces aquí? ¿Han sido nuestros padres quienes te han enviado a
buscarme?
A la primera mirada, Marion había estado a punto de arrojarse en los
brazos de su hermana. Alguna cosa se lo impidió. Una reticencia que no se
explicaba muy bien. Ahora, dudaba. Yolande le parecía lejana, extraña. Muy
distinta de la muchacha que había visto alejarse una mañana por el camino de
la peregrinación. Había pensado: «Ahora que estamos juntas seremos fuertes,
vamos a poder escapamos». Pero presentía, ahora ya, que dicho proyecto no
entraba en las preocupaciones inmediatas de Yolande.
—¿Llevas aquí dos años? —inquirió.
—Sí —repuso su hermana—. Desde que Malestrazza me condujo al pie
del arca. En aquella época sólo la carena estaba construida. Todo estaba por
hacer.
—¿No has tratado nunca de evadirte? —le preguntó Marion—. En dos
años, no habrán dejado de presentársete ocasiones.
Yolande se echó a reír, con esa risita irritante que Marion había
terminado por olvidar.
—Bien se ve que no lo comprendes —dijo Yolande—. No tengo
ningunas ganas de escaparme. Soy feliz aquí. Por nada del mundo volvería a
mi vida pasada. ¿Qué me esperaba allí abajo? Antonin, la mediocre existencia
del taller... Yo no quería eso. Había decidido escaparme, intentarlo por todos
los medios posibles. Estaba dispuesta a cualquier cosa, a seguir a un grupo de
bohemios si hacía falta. Finalmente, Malestrazza me ofreció el medio con el
que yo soñaba.
Marion cayó en la cuenta de que no le había hecho ninguna pregunta
sobre sus padres. ¿Vivían aún? ¿Habían sucumbido a alguna epidemia?
Yolande parecía no concederle ya la menor importancia a esas cosas. Como
si se hubiera vuelto otra persona.
—¿Dónde vives? —preguntó Marion.
—Aquí, en el arca —dijo distraídamente la hermosa mujer rubia que, se
desplazaba de una jaula a otra para acariciar a las bestias.
Cosa curiosa, las fieras que trataban siempre de despedazar a Marion
cuando les daba de comer, escondían las garras cuando Yolande se acercaba a
ellas. El león dejó que le rascara entre las orejas con una familiaridad
desconcertante. La tallista se sintió excluida de esta complicidad contra
natura. Tomó conciencia de lo sucias que llevaba las ropas, de la sangre
cuajada incrustada bajo sus uñas, de sus cabellos, que se escapaban en
mechas grasientas de su tocado.
La mirada de Yolande se paseó por ella, desprovista de indulgencia.
Decía: «Es a eso a lo que yo he escapado».
—¿Vives en el arca? —repitió tontamente Marion.
—Sí —dijo su hermana—. En la primera cubierta. Mis aposentos se
hallan en el castillo de atrás. Te vi llegar el otro día. No supe qué hacer. Aún
no tengo claro si debo revelar que somos parientes. No estoy segura de que
eso te valga la indulgencia de Noctus y de Mazólas. Y luego, tendrían la
impresión de que trato de presionarles para forzarles a seleccionarte. Es algo
que ni siquiera cabe plantearse. Será Noctus quien decida si cuentas o no con
las cualidades requeridas para nuestra empresa.
Marion frunció el ceño. La actitud de Yolande la desconcertaba.
Había esperado que se crease una complicidad entre ellas, pero estaba en
un error. Para su hermana, al igual que para Perrine o para Mahaut, no existía
más que Noctus, el vidente, el profeta de las alas cortadas.
—¿Por qué vives aparte? —soltó.
Yolande pareció sorprendida.
—¡Oh! —dijo—. ¿No te han dicho nada acerca de ello? Yo soy la nueva
Eva. Es por esa razón. De mí nacerá la rara de los caudillos, yo engendraré a
los príncipes de la nueva humanidad. No me uniré más que a un solo hombre,
no conoceré más que a un Adán.
—¿Y quién será ese Adán?
—Malestrazza, por supuesto. Yo no habría aceptado a otro.
Marion apretó con tal fuerza las mandíbulas que creyó oír hendir— se el
esmalte de sus dientes.
¡Así Yolande encamaba el noble papel de la madre de la humanidad
mientras que las restantes mujeres deberían contentarse con el de rameras, de
procreadoras! ¿Era, pues, ése el mundo imaginado por Noctus?
—Malestrazza y yo estamos hechos el uno para el otro —soltó Yolande
abandonando bruscamente su reserva—. Noctus lo ha sabido en sueños.
Nuestras sangres se complementan de maravilla, producirán los más
hermosos hijos que puedan existir sobre la faz de la tierra.
Se acercó a Marion, no temiendo ya, de repente, ensuciar sus ropas en
contacto con la desastrada. En tono de conjura, dijo:
—Este diluvio que se anuncia es una oportunidad inesperada para
nosotras, las mujeres. ¿Comprendes? Es la ocasión soñada para volver a
tomar las riendas, para reformar a la humanidad... y principalmente a los
hombres. Si yo soy la nueva Eva, no cometeré el mismo error que la que se
hizo ilustre en este papel. Cuando esté al pie del árbol del conocimiento,
morderé sólo yo la manzana y no se la daré a «Adán». Así sólo las mujeres
tendrán acceso a la ciencia. Los varones seguirán siendo unos simples
copuladores, unos braceros, unos criados. Nunca tendrán grandes designios,
el mundo seguirá siendo para ellos un enigma indescifrable. Únicamente
nosotras sabremos lo que conviene hacer. ¿Comprendes?
—¿Le has hablado de ello a Noctus? —soltó pérfidamente Marion .
Yolande se encogió de hombros con impaciencia.
—Noctus no tiene por qué estar al comente de todo —musitó—. Por otra
parte, en ese momento, estará muerto. Yo hablo del futuro, de la raza que hay
que crear. Todo descansará sobre nosotras, las mujeres, ése será el momento
de no equivocarse, de no volver a cometer los mismos viejos errores. He
pensado en ello, ¿sabes? No dejo de hacerlo desde que estoy aquí. Todo está
claro en mi cabeza. Nosotras seleccionaremos las especies igual que lo hacen
los encargados de las perreras en los castillos. Sólo que nosotras lo haremos a
la inversa que ellos. En vez de esforzarnos en cruzar a las bestias más feroces,
elegiremos a los niños más dulces, a los más desprovistos de maldad, de
manera que ellos mismos alumbren a una raza liberada de toda agresividad.
Una raza angélica incapaz de matar a su prójimo o incluso de causarle ningún
daño.
—¿Y qué harás tú de los niños «malos»? —inquirió Marion.
—Habrá que suprimirlos, evidentemente —declaró Yolande—. No será
algo muy agradable que digamos, pero esta eliminación no durará más que un
tiempo. A partir del momento en que los elegidos comiencen a reproducirse,
el problema estará resuelto, puesto que no engendrarán más que ángeles.
¿Comprendes el sistema? Contrariamente a lo que piensa Noctus, no es
necesario repoblar la tierra de cualquier modo, con cualquiera... Habrá que
continuar seleccionando, incluso después del Diluvio, hasta que la raza se
haya depurado. Su método es interesante, pero tiene fallos. Él razona como
hombre que es, pero no va al fondo de las cosas, su visión carece de
grandeza.
Se sofocaba. Sus ojos brillaban con una llama enfermiza. Cogió a
Marion por los hombros y la atrajo hacia sí. Un sollozo recorrió su pecho.
—¡Oh! —suspiró—, ¿No presientes lo maravilloso que eso va a ser?
Vamos a rehacerlo todo, y esta vez mantendremos a los hombres al margen.
Les asignaremos exclusivamente las tareas que saben hacer: los trabajos de
fuerza, como la siega, la construcción de edificios. Lo que importa es
eliminar a los malvados. Tendremos que vivir con el peso de estos crímenes
sobre la conciencia, pero Dios nos perdonará porque es por el bien de la
humanidad. Un siglo después del segundo diluvio, la tierra no estará ya
poblada más que de mujeres y de hombres que irradiarán bondad, y seremos
nosotras las que estemos en el origen de este milagro.
Lloraba de alegría. Sus lágrimas humedecían la mejilla de Marion que el
estupor había trocado en piedra. Ahora no tenía ya ninguna duda: su hermana
estaba loca.
Un ruido de pasos las hizo estremecer. De repente inquieta, Yolande
tomó a Marion de la mano y la guió hacia las cubiertas superiores. Vivía en
una larga estancia que olía a pino, y donde todos los muebles estaban
enclavijados en el suelo para que no se movieran bajo el azote de las olas.
Unos mapas recubrían una mesa redonda. Marion reconoció el plano de las
tierras no sumergidas que le había ya mostrado Mazólas de Caradoz. Se
sorprendió aspirando, buscando el olor de Malestrazza. A su pesar, miró
hacia la cama. ¿Venía a refocilarse allí con Yolande para mayor gloria de la
nueva humanidad? ¡Adán, Eva! Era para echarse a llorar de risa. ¿Era
Malestrazza realmente víctima de esta mascarada o bien hacía el papel sólo
para sacar provecho de la situación? Tuvo que reprimirse las ganas de agarrar
a su hermana por los pelos y gritarle a la cara: «¿Te hace bien el amor? ¿Te
hace gritar de placer? Has de saber que cuando no tiene a la nueva Eva a
mano se contenta sin ningún problema con la gorda Mahaut. ¿Acaso le ha
prometido a ella también convertirse en la madre de la raza futura? Y si se
burlara de nosotras, de todas nosotras, ¿has pensado en ello?».
Yolande había reanudado sus divagaciones. Señalaba unas islas en el
mapa, explicaba cómo las poblaría. Su maquinación estaba lista. Mordería
sólo ella el fruto del árbol de la ciencia tan pronto como lo encontrara.
Mazólas le había indicado en qué islote crecía ese vegetal milagroso. Sería
allí donde atracase el arca en su primera escala.
—Cogeré una fruta, una sola —susurró—. Y destruiré el árbol, lo
quemaré hasta sus mismas raíces para que nadie más pueda beneficiarse de
él. ¡Y sobre todo los hombres! Habrá que mantenerlos en un estado
permanente de sometimiento, arreglárselas para que no dejen de ser como
niños pequeños, al menos mentalmente; es el mejor medio de impedirles
hacer tonterías. Las mujeres debemos organizamos, ¿no te das cuenta? ¡Mira
cómo anda el mundo! ¡Mira el lugar que nos ha sido reservado! Dentro de un
siglo se nos tratará peor que a las cabras, por lo que urge ponerle remedio,
redistribuir los papeles, incluso si, para alcanzar nuestros fines, tenemos que
trampear un poco.
Marion se acercó a una minúscula porta cuya trampilla estaba levantada.
Desde ella se abarcaba el valle con sus montes, sus desfiladeros. Uno tenía la
ilusión de tocar el cielo. Trató de imaginarse aquella inmensidad llenándose
de un agua borboteante. ¿Era posible? Decíase que antaño, la tierra estaba
recubierta de agua. Cuando era niña, unos pastores del puerto de Surhol
habían traído a la ciudad conchas petrificadas que habían encontrado en una
caverna de las cumbres. Marion se acordaba de haberlas tocado en un puesto
del mercado, justo antes de que los sacerdotes las confiscasen. Eran conchas
de verdad. Unas conchas petrificadas. Eso venía a demostrar que las agitadas
aguas podían perfectamente sumergir las montañas.
—Podremos igualmente regenerar a los animales —añadió Yolande—.
Ponemos a cruzar entre ellas a las bestias menos agresivas. Estoy convencida
de que al cabo de algunos años de este tratamiento habremos hecho de leones
y tigres unos buenos perros domésticos. Estamos en un momento crucial, un
momento en el que resulta de repente posible corregir los errores de Dios. La
Creación debe ser repensada por las mujeres, es algo legítimo. Se nos ha
privado de este derecho, el segundo Diluvio va a restituírnoslo.
«Podría continuar así durante horas y horas —pensó Marion—. ¿Qué le
ha pasado? ¿Es contagiosa la locura de Noctus? ¿Estaré yo como ella en tres
semanas?
Buscó la mirada de su hermana. No reconocía ya a la muchacha cuya
vida había compartido. Dos años habían bastado para hacer de ella una
extraña, una desconocida. Se dio cuenta de que miraba fijamente la boca de
Yolande preguntándose si Malestrazza había puesto la suya sobre ella. El
odio provocaba unas punzadas en su vientre y en su pecho. Unas ideas locas
cruzaban por su mente. Durante un instante, se vio empujando a Yolande por
la porta, arrojándola al precipicio que se abría bajo la quilla del navío.
Decidió que era hora de irse. Precipitó la despedida y salió del recinto
sin mirar hacia atrás.
Volvió a la casa de fieras, terminó su trabajo y regresó. La grandullona
Perrine la increpó tan pronto como cruzó el umbral del campamento de
barracones. ¿Cómo era posible ser tan lenta? ¡Hacía rato que hubiera tenido
que estar de regreso, estaban a punto de ir a ver si las fieras le habían jugado
una mala pasada!
Marion no se defendió y, con la cabeza gacha, fue a reunirse con
Constance para consagrarse a una nueva tarea.
Capítulo 18

TRANSCURRIÓ una semana. Nevaba de manera anormal para la estación,


incluso a aquella altitud. Trabajar en el exterior se volvía una tortura. Muchos
cautivos sufrían de sabañones graves. Por la noche, tiritaban en las yacijas y
los escalofríos dificultaban el poder dormir. Habría hecho falta más madera
para calentar los barracones, pero era algo impensable al estar las tablas
estrictamente reservadas a la construcción del arca. Cuando caía la noche, la
grandullona Perrine comenzaba a recitar el catecismo de los supervivientes.
Hablaba de la vida a bordo de la nave, de la manera en que se las arreglarían
para que no faltase de nada.
—Por lo que se refiere a la comida —desatinaba—, no hay nada que
temer. No tendremos más que inclinamos para coger los peces de los que el
mar rebosará. Con la grasa de las ballenas, haremos aceite para las lámparas,
y con su piel botas y jubones de cuero. El océano nos abastecerá de todo.
Hablaba en la oscuridad, interminablemente, llena de una confianza en
el porvenir que terminaba por volverse contagiosa, y la misma Marion se
ponía a soñar con aquella renovación en una tierra líquida en la que los
hombres no serían ya malvados, en la que los leones vendrían a comer en la
palma de la mano de uno.
Los leñadores que se encargaban de la tala de árboles confirmaban que
llovía en el valle sin parar.
—Es como una catarata —confesó Matthieu, el viejo carpintero—. Se
tiene la impresión de estar bajo una cascada. Ésta chorrea por las pendientes;
la tierra se convierte en lodo. Fluye, y las raíces de los árboles salen del
suelo. Hoy he perdido a dos mozos. Un deslizamiento de terreno se los ha
llevado. No he podido hacer nada por ellos.
Él que, hasta aquel momento, se había mostrado tan desconfiado, miraba
la nave con ojos nuevos.
—Debe de ser penoso allí abajo —mascullaba—. Los ríos deben de
haberse desbordado, muchas aldeas deben de haber sido tragadas.
—Seguro —decía triunfante Perrine—. Veo desde aquí a los ahogados
flotando en las calles de las ciudades, con la boca llena de cieno. No se
tardará en oír gorgotear el agua en los desfiladeros, subirá hacia nosotros, al
asalto de la cima.
Entonces, acurrucados en las yacijas, todos aguzaban el oído, tratando
de sorprender el ruido de las aguas rompiendo en chorros espumosos contra
los contrafuertes de la montaña. «—Ya viene —repetían—, ya viene...»
La fatiga, la malnutrición hacían venirse abajo las defensas de todos. Las
cosas más locas parecían de repente posibles. No se sentían ya protegidos en
el barracón, tenían prisa por subir a bordo de la nave. Como ésta no estaba
aún acabada, los equipos trabajaban incluso por la noche, al resplandor de las
antorchas resinosas. Se calafateaba a toda prisa.
Todos los días, Noctus convocaba a un cautivo para interrogarle. Se
mostraba dulce y encantador con sus interlocutores, por más que concluía
cada coloquio con profecías abominables declamadas con voz almibarada.
No dejaba traslucir nada de sus opiniones relativas a la selección final. Fue
Mazólas de Caradoz quien evocó la próxima formación de las parejas. Noctus
había reunido ya la suficiente información para tomar una decisión, cada uno
recibiría a una y no podría poner en entredicho la elección del amo y señor,
aun cuando, a priori, le pareciese desacertada.
—Noctus tiene una visión más amplia que nosotros —afirmó el prior—.
Sabe de qué se compondrá el futuro. Lo ha organizado todo del mejor modo.
Tened paciencia.
Las mujeres se inquietaban más que los hombres. Algunas querían elegir
a su compañero. Fue preciso explicarles que eso estaba descartado. Ellas no
disponían de la altura de miras necesaria, sólo Noctus conocía el secreto de
las almas y las había emparejado de manera que se respaldasen mutuamente
en las pruebas futuras.
Marion tomó de repente conciencia de que iba a ser entregada a un
leñador, a uno de esos hombres que ella no se había tomado nunca siquiera la
molestia de mirar a la cara de tan indiferente como su pasión por Malestrazza
la volvía respecto a los otros representantes del género masculino. Un miedo
repentino se apoderó de ella, sacándola del embotamiento en el que se iba
sumiendo. Pensó de nuevo en huir y sacó a colación esta posibilidad con
Constance, que se negó rotundamente a ello. Mahaut no la escuchó siquiera,
pues estaba convencida de que Malestrazza se la había «reservado» y que su
emparejamiento con él estaba ya previsto por Noctus. Marion estuvo a punto
de desengañarla hablándole de Yolande. Prefirió no obstante guardar silencio,
pensando que la otra negaría la evidencia.

Malestrazza, que se había vuelto invisible, reapareció dos días más tarde
a la cabeza de un convoy de romeros despavoridos. Había vuelto a bajar al
valle, a petición de Mazólas, para tratar de traer nuevos reemplazos, más
jóvenes, que utilizarían en el astillero a fin de activar los trabajos.
—No son como nosotros —decidió enseguida Perrine—. No forman
parte de los elegidos. Noctus no tendrá tiempo de sondearles. Trabajarán
como esclavos para terminar el arca, pero no subirán a ella jamás. No les
dirijáis la palabra. No son de nuestro rango.

Malestrazza vino a hacerles una visita. Por una vez, se mostró


extrañamente comunicativo. La lluvia había acentuado el ensortijamiento de
sus cabellos, y estaba aún más apuesto que de costumbre. Cuando se sentó
cerca del fuego, el resplandor de las llamas realzó sus demacrados pómulos.
Su boca sensual contrastaba con la complexión nerviosa del resto de su
anatomía. Ésta le daba el aspecto inquietante de un asceta que no consiguiera
librarse de su sensualidad.
De nuevo, Marion experimentó ese dolor en el vientre que le asaltaba
cada vez que se encontraba en presencia del guía. Esta carencia, este vacío le
producía vértigo y la rebajaba. Tenía conciencia de desear a Malestrazza de
una manera absurda. «¿Qué haríamos juntos? —se decía—. No tendríamos
probablemente nada que decirnos.» Era una necesidad camal, animal, carente
de todo sentido.

El guía hablaba. La fatiga, paradójicamente, redoblaba su encanto,


haciendo sentir a las mujeres unas ganas irresistibles de secarle el pelo, de
quitarle sus ropas húmedas y de masajear sus doloridos músculos. Marion no
tenía más que pasear su mirada por el perfil de las muchachas arrodilladas en
torno al hogar para adivinarlo. «Soy como ellas —pensó con desprecio—.
Únicamente espero la más mínima indicación de Malestrazza para echarme
de espaldas y abrirme de piernas. Me ha hechizado. Nos tiene a todas en su
poder. Esto debe de divertirle... O es que está tan acostumbrado a ello que le
importa un rábano.»
Por más que era consciente de estas aberraciones, sufría de que no le
dirigiese la menor mirada.
Él hablaba. Se explayaba sobre la irrupción de las aguas en el valle, los
torrentes que se volvían ríos, desbordando de su cauce para derramarse por
los campos, sumergir las ciudades, llevarse los puentes. Los campesinos
habían tenido que subirse a los tejados de sus casas. Vacas y ancianos
ahogados, con la panza como un odre, a la deriva en medio de los árboles
arrancados de raíz. Era un espectáculo desolador. Los aguaceros no cesaban
ya un momento, una cortina líquida anegaba la tierra, las colinas, desnudando
peñascales y rocas. Se tenía la ilusión de avanzar bajo una catarata. En ciertos
lugares, el agua le llegaba a uno hasta el ombligo y el cieno se pegaba a los
pies en el fondo como para impedir emprender la huida. Uno terminaba por
creerse prisionero de un pedestal, como una estatua en una iglesia. En las
calles, no se avanzaba ya más que apartando cadáveres hinchados que
flotaban en gran desorden: perros, recién nacidos, matronas, niños le
impedían a uno el paso, tratando de agarrarle con sus manos hinchadas. Era
un milagro poder llegar a alcanzar los contrafuertes de la montaña sin perder
la vida en el intento.
Malestrazza hablaba en voz baja, un poco ronca. La voz que debía de
emplear en la cama, cuando se dirigía a la mujer sobre la que estaba echado.
Ese timbre provocaba estremecimientos en la nuca de Marion. Se trataba de
necia, pero estaba bajo su dominio.
Tomó súbitamente conciencia de que aquel hombre era como una
enfermedad y que debía tratar de curarse. Nunca lo tendría, él nunca se
interesaría por ella. Era preciso que se lo sacase de la cabeza, del cuerpo. Era
una cuestión de supervivencia.
Incluso la grandullona Perrine, por más que tuviese muchos años, se lo
comía con los ojos, implorante.
«Sacarle de mí —se repitió Marión—, como una sudada le libera a una
de la fiebre.»
No quería ya formar parte de aquel rebaño balador de mujeres sometidas
que esperaban la monta. Su decisión estaba tomada, pero ¿conseguiría
conformarse?
Malestrazza habló largo rato, con los ojos entornados. Dijo que el día de
la partida estaba próximo. Había que redoblar los esfuerzos para ser capaces
de embarcar cuando las turbulentas aguas se lanzasen al asalto de las
cumbres. Eso no iba ya a tardar. El mar se desbordaría de las fosas marinas y
recubriría el reino. Se decía ya que París se había hundido, tragado por las
riadas del Sena, y que solo la gran aguja de Notre-Dame sobresalía todavía
del oleaje cenagoso. El Mont-Saint-Michel también había desaparecido, los
peces se golpeaban contra los vitrales. Era el fin del mundo conocido. Dios
había dicho basta de la incuria de los hombres, decidido a borrarlo todo de la
faz de la tierra.
Cuando el guía se levantó, las mujeres se precipitaron para besarle las
manos. Le suplicaron que continuase mostrándoles el camino, que fuera el
piloto de la gran nave. Sólo él podría conducirles hacia las tierras de la
renovación. Él les acarició la cabeza, la barbilla, y se soltó con suavidad.
Ahora abandonaba las maneras distantes que había afectado durante el
trayecto.
Incapaz de soportar por más tiempo aquel desenfreno de abrazos,
Marion retrocedió en la oscuridad, hasta el fondo del barracón.

Al día siguiente, Mazólas de Caradoz reunió a los cautivos en la llanura


para anunciarles las decisiones de Noctus. Las parejas estaban formadas, no
se admitiría ninguna protesta. Aquellos que se negasen a emparejarse de
acuerdo a los deseos del señor serían desposeídos de su derecho a subir a
bordo.
Hombres y mujeres se apretujaron en medio del gélido viento. Seguía
nevando. Todas las mañanas había que abrir un pasillo para salir del
barracón.
—¡Dios mío! —rezongó una mujer—, que me entreguen a un hombre
para calentarme los pies. ¡Me gustaría poder dormir sin ser despertada por el
castañetear de mis dientes!
Fingieron reírse por aquella agudeza, pero temían la lectura de la lista.
El prior se subió encima de un tonel y desplegó el pergamino.
Marion no prestó ninguna atención a lo que anunciaba. Esperaba que
pronunciase su nombre. No sentía ya frío; el temor hacía sudar sus sienes. En
un segundo sería entregada, ofrecida. ¿A quién?
Por fin, fue pronunciada la sentencia. ¡Se la emparejaba con Matthieu, el
carpintero, un anciano de casi cuarenta años! Sus oídos se pusieron a zumbar
y creyó que iba a permanecer plantada en la nieve hasta que el frío la
petrificase. No se atrevía a volverse. Tenía miedo de encontrarse con la
mirada de Matthieu.
En su improvisado estrado, Mazólas de Caradoz replegaba el pergamino.
—Ante lo apremiante de la situación —anunció—, Noctus os anima a
consumar cuanto antes estas uniones. Es importante, en efecto, que el mayor
número de mujeres estén ya encinta en el momento en que suban al arca. De
ese modo, si sufrimos bajas en el curso de la travesía, el relevo estará ya
asegurado por los nacimientos futuros. Nos jugamos la supervivencia de la
humanidad. No olvidéis nunca que debéis crecer y multiplicaros.
Levantando las manos, improvisó a continuación una bendición
colectiva que, al tiempo que sellaba las uniones, dejaba a cada uno la libertad
de buscar a otros compañeros si la fecundación tardaba en dar sus frutos.
Marion juzgó aquella farsa siniestra. A su alrededor, la mayor parte de los
rostros tenían una expresión hermética. Algunas mujeres lloraban, los
hombres conservaban la mirada baja para disimular su incomodidad. Pocos
emparejamientos coincidían con las atracciones reales que los cautivos
habían podido sentir en secreto unos por otros. Los designios de Noctus
parecían incomprensibles.
Mazólas se retiró tras haber animado a todos, una vez más, a procrear al
caer la noche, pues el tiempo apremiaba y era importante sembrar en cada
elegida el germen de una vida futura. Evocó los peligros de la travesía, las
tempestades, las fiebres, tal vez la hambruna. No quería que el número de los
supervivientes disminuyera de manera inquietante.
Finalmente se fue, dejando a los cautivos afrontar su mutua
incomodidad. Volvieron al barracón y la grandullona Perrine, para romper el
hielo, procedió a distribuir aguardiente.
—¡Vamos! —espetó en tono guasón—. No pongáis esas caras de
entierro. Aprovechemos más bien el permiso que se nos ha concedido para
darnos un gusto por última vez. ¡Cuando nos encontremos en la nave
estaremos demasiado mareados para pensar en estas cosas!
Fingieron reírse y los cubiletes circularon de mano en mano. Marion no
rechazó el que le ofrecían. Bebió con avidez el matarratas de manzana
destilado por la matrona. Tenía necesidad de embriagarse para afrontar lo que
iba a venir.
Se acercó finalmente a Matthieu. El carpintero estaba sentado al borde
de su yacija, con los ojos gachos. Sus gruesas manos nudosas apretaban el
cubilete de terracota como si quisieran hacerlo estallar. Marion se preguntó
qué sentiría cuando las palmas de aquellas manos endurecidas por el pico se
posaran sobre su vientre.
—Tengo vergüenza —murmuró el trabajador—. Soy demasiado viejo.
Te merecerías algo mejor, una jovencita tan vivaracha como tú. Hubieran
tenido que darte a un joven mozo.
Marion le besó en la mejilla y dijo:
—No, está bien así.
Gracias al alcohol, se desencadenaron las risas, pronto seguidas de
obscenidades. Perrine tuvo que llamar a todo el mundo al orden. ¡Aquello no
era un burdel! Trabajaban en pro de la repoblación de la tierra destruida,
había límites que no convenía transgredir. Era imprescindible conservar la
dignidad. Se trataba de un acto de fe, no de una fornicación de borrachines.
Apagó las luces y se hizo el silencio. Las fanfarronadas cesaron.
Únicamente las llamas del hogar iluminaban aún el largo barracón
desprovisto de ventanas. La yacija de Matthieu se vio de repente sumida en
las tinieblas. Marion adivinó que si no tomaba ella la iniciativa, el carpintero
permanecería allí, clavado al borde del colchón. Con ganas de terminar
cuanto antes, se desvistió, se quitó la camisa, y, desnuda, se pegó contra los
harapos del hombre. Él permanecía petrificado, repitiendo que era demasiado
viejo, que saldría mal, que sería sucio... Murmuró algo a propósito de su vieja
carne ajada, de su vello cano, que él juzgaba inconveniente ceñir contra la
piel de una jovencita. Marion se exasperó de ser considerada una niña. El
aguardiente la empujaba a osadías a las que nunca se hubiera atrevido en
estado normal. Empujó a Matthieu contra el colchón y acabó de desnudarle.
Olía a sudor, olía a hombre. Su torso era tan peludo como el de un oso. Se
acostó sobre él, luego cubrió sus cuerpos con la manta de piel de conejo.
Tenía la impresión de estar tumbada sobre un bloque de piedra, un guerrero
muerto.
—Ya no sé hacerlo... —murmuró el carpintero—. Hace mucho tiempo
que mi mujer murió. Luego no he ido más que con prostitutas, de vez en
cuando, lo que no es lo mismo. Yo no soy el que te conviene. Vamos, no te
sientas obligada.
Pero Marion se emperró. Le obligó a posar sus manos sobre sus caderas,
se frotó contra él. Mientras se meneaba, no cesaba de pensar en Malestrazza.
La imagen del guía parecía grabada en su retina, no conseguía borrarla. Lloró
de rabia. Matthieu creyó que tenía miedo. Trató de consolarla, de rechazarla.
Eso la puso furiosa. No quería que él se comportase como un padre, deseaba
servirse de él para desembarazarse del otro..., para exorcizarlo. Entonces
decidió comportarse a la manera de una ramera y empuñó el miembro del
carpintero con toda la palma de la mano, para guiarlo dentro de ella. Le
insultó:
—¿Vas a decidirte, sí o no? ¿No ves que tengo ganas de ti?
Mentía. Tenía sobre todo ganas de morirse, hubiera querido que la
subida de las aguas se acelerara de pronto y los sumergiera a todos, allí, tal
como estaban, apareados como las bestias para la reproducción. Apelaba al
desastre, al fin del mundo. Quería ser liberada del amor, del deseo,
sumergirse en una nada apacible, libre de los tormentos de la carne.
Ella dio unos cuantos embates, enlazó sus piernas sobre las nalgas del
carpintero.
—¡Clávame! —dijo entre jadeos—, ¡clávame contra la cama!
Las palmas rugosas del hombre la despellejaban, su peso la ahogaba.
«Estoy atrapada bajo un oso muerto...», pensó al borde del delirio.
Finalmente, él reaccionó y la poseyó, haciéndole daño. Ella no se hurtó,
quería sufrir para olvidar. Él la descuartizaba, llenándola por entero. Marion
se mordió los labios para no gritar el nombre de Malestrazza, pero no le veía
más que a él. Se daba cuenta de que hubieran tenido que hacer el amor a
plena luz; la oscuridad, cómplice del fantasma, permitía demasiado
fácilmente trucar la partida.
Aunque él no la trabajó mucho rato, la superposición de imágenes
mentales hizo sentir a la muchacha un placer intenso que a Matthieu no le
pasó inadvertido. Inmediatamente después, ella se deshizo en lágrimas. El
carpintero posó su gruesa manaza sobre su pecho y susurró;
—Vamos, sé muy bien que no es en mí en quien pensabas. No es grave.
Te lo sacarás de la cabeza, un día u otro. Hay que tener paciencia. Todas
vosotras estáis hechizadas, tanto las jóvenes como las viejas. Ese hombre es
el mismísimo diablo.
Marion cerró los ojos. Pensó que tenía en el vientre el semen de un
anciano, de un desconocido, de un hombre que no significaba nada para ella y
que un hijo nacería tal vez de aquella unión pasajera. Se preguntó si, en aquel
mismo instante, Malestrazza estaba en el lecho con Yolande. Sin duda, Adán
fecundaba a Eva, según lo prescrito por Noctus.
«Lo peor de todo —se dijo—, es que mi hermana no le ama tal vez tanto
como yo.»
La cabeza le daba vueltas. Creyó que la cama se ponía a cabecear. Fue
incapaz de determinar si se estaba durmiendo o si perdía el conocimiento.
Capítulo 19

CUANDO ella se despertó, a la mañana siguiente, Matthieu se había ido ya


hacia el astillero, al igual que todos los hombres. Las mujeres se encontraron
solas en la casa, dudando entre la vergüenza y el atrevimiento. Las comadres
prorrumpieron en gruñidos de satisfacción, y aquellas a las que les quedaba
un resto de pudor trataban de llorar sin dejarlo traslucir. Perrine hizo callar a
las zorras que ya estaban soltando obscenidades. Levantó la mano,
amenazando con dar un fuerte pescozón a la que tuviera el atrevimiento de
continuar en aquel tono.
—¡Haya paz! —les riñó ella—. Algunas eran doncellas, y seguro que
habían soñado con otros amoríos, por lo que tened un poco de consideración
con ellas. Todas las que están aquí no han tenido la suerte de sobrevivir a la
violación de una gran compañía.
Marion se puso la camisa. Le dolían las entrañas. Matthieu la había
abierto en canal, como un oso. Tenía su olor aún encima. Habría querido
lavarse, correr desnuda por la nieve, revolcarse en ella.
—No se hable más de ello —decidió Parrine— Eso se volverá a
producir, por supuesto, puesto que es la ley de Noctus, pero se terminará por
no darle importancia. Las que queden embarazadas pronto serán liberadas de
esta obligación. Nosotras no copulamos por placer sino por deber, por lo que,
una vez que una mujer haya sido fecundada, el hombre no tendrá ya ninguna
razón para imponer sus apetitos. Es por eso por lo que os deseo a todas que
hayáis quedado en estado esta noche, en el primer embate. Con un poco de
suerte, de aquí a algunas semanas estaréis tranquilas durante los nueve meses
siguientes. Podréis, sin temor a incurrir en la cólera de Mazólas, prohibir a
los hombres el acceso a vuestro lecho.

Una vez que hubieron tomado la sopa, las mujeres se pusieron a charlar.
Muchas estaban tristes, algunas encolerizadas. Mahaut formaba parte de estas
últimas. Cuando salieron a revisar las trampas, se las arregló para seguir a
Marion. No tardó mucho en exponer sus quejas. No soportaba haber sido
privada de Malestrazza. Hasta el final, había creído que se la uniría al guía.
La víspera, tras el anuncio de los emparejamientos, había ido a ver al prior
para protestar. Éste le había informado entonces de la existencia de Yolande.
Esta revelación fulminó a la matrona. Alelada, se había metido en la cama
con un memo «tan mal dotado» que apenas si le había sentido dentro de ella.
Desde que había despertado, no se le pasaba la cólera.
—No puedes comprenderlo, por supuesto —repetía—, puesto que no
has conocido a Malestrazza. Cuando se le ha tenido dentro del vientre, una no
quiere ya a ningún otro. Se acabó. Ese hombre es puro veneno, te intoxica.
Luego se vuelve imposible prescindir de él. Y, sin embargo, era una mujer
hecha y derecha cuando le tuve, no una doncella dispuesta a inflamarse, ¡y
mira el resultado! Me muero de no poder atraerle. Voy a volverme loca si no
puedo ya compartir mi cama con él...
Y era cierto que parecía una demente. Su mirada, su expresión habían
cambiado. Incluso su cuerpo envuelto en grasa parecía de repente más ligero,
más seductor. Una llama extraña ardía en todo su ser, transformándola sin
ella saberlo. Evocaba, para Marion, a esos agonizantes a los que la fiebre, una
hora antes de la muerte, da un aspecto de buena salud.
Arremetió contra Yolande, ignorante de los lazos de parentesco que la
unían con Marion. Había tratado de sonsacarle información a Perrine, pero
ésta se había mostrado discreta.
—Una rubita —masculló—, sin duda la hija de un pequeño señor que se
divierte jugando a las princesas, encerrada en el arca como en una torre de
homenaje. ¡Será la nueva Eva, por lo que parece! ¡Como si Malestrazza
pudiera satisfacerse con semejante pimpollo! Ese hombre es puro fuego.
Necesita una mujer de verdad, una hembra con una buena riñonada, una
yegua capaz de dejarle cabalgar horas enteras sin pedir clemencia. ¡A esa
chiquilla la reventará en sólo tres noches!
Gesticulaba, despeinada, con el corsé desatado a pesar del frío. Iba y
venía, como una sonámbula, sin que pareciera ver lo que la rodeaba.
De golpe, el odio que la había enfrentado a Marion se había disuelto
como por arte de magia. No parecía guardar ningún recuerdo de él y le
hablaba como si las dos hubieran mantenido las mejores relaciones del
mundo desde el comienzo de la peregrinación.
¡Lo peor era que la tallista se dejaba engatusar! Habría querido resistirse,
pero una turbia connivencia la empujaba a ponerse del lado de Mahaut. Una
complicidad negativa consolidada por los celos y que le causaba horror. Su
deseo de Malestrazza la rebajaba. La volvía capaz de cualquier cosa, e
incluso de hacer un pacto con el diablo. De haber tenido ocasión, no habría
dudado en ir a ver a una bruja para obtener un filtro de amor, un
encantamiento que habría utilizado para sojuzgar al guía. No se reconocía.
Nunca hubiera pensado en llegar a tales extremos.
Mahaut miró por encima de su hombro para asegurarse de que los otros
no pudieran oírla, luego murmuró:
—Esa muchacha, esa Yolande, habría que desembarazarse de ella...
Capítulo 20

FUE ASÍ como nació la conjura. Como un mal lacerante que le barrena a uno
los huesos hasta volverse insoportable y le empuja a tomar las soluciones más
radicales para verse libre de él. Mahaut volvía sin cesar a la carga,
concibiendo estrategias delirantes. Trataba por todos los medios posibles de
ganarse el favor de Marion. A tal fin, llegó incluso a prometerle que le
«prestaría» a Malestrazza a modo de recompensa. No se daba cuenta ya de lo
que decía y planteaba, en el calor de la discusión, las bases de una
inverosímil fraternidad entre mujeres, una asociación de tríbades infernales
que compartirían crímenes y amantes.
«Lo más horrible de todo —se repetía Marion— es que tengo
tentaciones de obedecerle.»
El sonambulismo se había apoderado también de ella. No pensaba ya en
el fin del mundo, y a duras penas si se daba cuenta de que cada noche
Matthieu, el carpintero, se acostaba entre sus muslos para usarla a su antojo.
Ella estaba en otra parte. Definitivamente en otra parte. Sumida en el
entramado de las fantasmagorías que le devolvían a Malestrazza.
Constance de Hurault, alertada por la fijeza de su mirada, trató de
sacarla de aquel estado ausente. Cometió el error de creer que Marion
soportaba mal haber sido entregada al carpintero y no se recuperaba de la
violación repetida cada noche. La pobre baronesa estaba a mil leguas de la
verdad. Lo que obsesionaba a Marion era la voz de Mahaut, insinuante,
persuasiva, peligrosa, y que decía:
—Sé lo que conviene hacer. Sabotearemos la cerradura de la jaula del
león, de manera que ceda al primer empujón. Antes, tendremos a la fiera a
régimen, durante tres días, para ponerla nerviosa, irritable. Sé que Yolande
tiene la costumbre de bajar a visitar la casa de fieras, pues me lo han dicho
los trabajadores. Juega a ser el hada buena acariciando a los animales. Ese
día, cuando llegue a la altura del león, éste estará tan hambriento que se
arrojará sobre los barrotes. ¡La cerradura saltará, y ya nada lo separará de la
nueva Eva! Podrá desayunársela... Es un buen plan, ¿no crees?
«Sí», había estado a punto de responder Marion. Se tragó la aprobación
mordiéndose la lengua hasta hacerla sangrar. No sabía ya lo que sentía por su
hermana: celos, odio, un deseo de venganza que anulaba los lazos de sangre.
No veía más que una cosa, que la desaparición de Yolande le devolvería a
Malestrazza. Era inevitable, ¿no se parecía a su hermana como dos gotas de
la misma agua? Ante la necesidad de elegir a otra mujer para asumir el papel
de Eva, Mazólas de Caradoz se vería obligado a elegirla a ella, sólo a ella...
Mahaut no contaba. La cerda de Mahaut no era una rival digna de tal nombre.
A veces, recobraba la lucidez y se horrorizaba de haberse abandonado a
tales especulaciones. Pero, otras también, les daba vueltas en su fuero interno.
Se la llevaban los demonios de la envidia y de la lujuria. A menudo,
entre los brazos de Matthieu, se entregaba a imaginar que Malestrazza la
poseía, y aquel fantasma la llevaba al paroxismo del placer. El carpintero no
se dejaba engañar; su humor se agriaba. Habría preferido menos fuego y más
amabilidad. Esa muchacha que gemía de placer, con los ojos en blanco,
entregándose a un fantasma, le daba miedo.
—Estás hechizada —le dijo una noche—. No te das cuenta, pero has
cambiado. No te tocaré más. No quiero ser cómplice de tus artimañas.
Continuaremos haciendo la pantomima, para engañar a los demás, pero no
me volveré a acostar contigo.
—Haz lo que quieras —dijo suspirando distraídamente Marion.
Ahora esperaba con impaciencia volver a encontrar a Mahaut. Mahaut
que le decía:
—No será necesario que el león la devore por entero, ¿comprendes?
Nada más que un zarpazo en su linda carita, eso bastará. Cuando la hayan
recosido como a un viejo saco, dudo que Malestrazza tenga aún ganas de
montarla. ¡Conozco a los hombres, vamos si los conozco!
Y Marion se repetía: «Sí, es cierto, no habría ninguna necesidad de
matarla. Bastaría con que la fiera la desfigurase un poco. Eso bastaría».
Para acabar de convencerse, rememoró las villanías con que la había
abrumado Yolande, las mil maldades de la infancia, las tunanterías de la
adolescencia, las burlas, los incordios. Todo le volvía de repente en sus
menores detalles, las anécdotas, las pullas impregnadas de ese desprecio con
que las chicas demasiado bonitas zahieren a los que las rodean sin tener
conciencia de ello. Sí, contabilizaba aquel botín venenoso con avaricia,
regocijándose de verlo aumentar a cada hora que pasaba. Cuando la suma
fuese considerable, pensaba, pasaría a la acción.
—Presiento que vas a hacer una tontería —le repetía Constance—.
Tengo miedo todo el tiempo de que te arrojes a un precipicio. No
desfallezcas, pues no vale la pena.
Ella misma se había ofrecido para satisfacer a los hombres que, mayores
en número, no habían encontrado compañera. Se entregaba con gentileza,
feliz de poder mortificar su carne. Esperaba el fin del mundo con impaciencia
y ansia.
—Si sobrevivo a esto —decía—, considero que habré pagado mi deuda.
Entonces podré volver a empezar a vivir sin arrastrar tras de mí las cadenas
de la culpa. Es así como yo veo las cosas. En este momento saldo las cuentas
con mis acreedores, pongo la suficiente aplicación en ello para que no puedan
reprocharme nada.

Por la noche, Noctus gritaba durante horas. Mazólas afirmó que el


aumento de la humedad había tenido un efecto nefasto sobre su reumatismo y
que el cuerpo del ángel mutilado no era más que un espantoso
entrelazamiento de huesos unidos contra toda lógica.
—Va a morir —anunciaba tapándose el rostro con las manos—. Nadie
puede sobrevivir a tales sufrimientos. Cuando entregue el alma, el Diluvio
entrará en su fase final. Tendremos que embarcar y rezar para que el arca se
sostenga sobre las aguas del mar.
En previsión de ese momento decisivo, Matthieu y sus obreros
trabajaban igual que esclavos. Como ya no había bitumen, en su lugar se
había utilizado hilaza mezclada con grasa de oso sin saber si este material de
sustitución resistiría a la inmersión.
—Tanto trabajo para nada —murmuraba a veces el carpintero
tumbándose al lado de Marion, cuando llegaba la noche—. Nos hundiremos a
la primera tempestad. La madera está demasiado verde para un navío de tal
tonelaje, no ha dado tiempo de que se secara como era preciso. Ningún
armador aceptaría botar un casco semejante.
No caía ya nieve. En la llanura y en las laderas ésta se fundía, anegando
la tierra ya empapada. El barro, al deslizarse, descubría la roca. Como había
aumentado la temperatura, la niebla se había espesado, llenando el valle.
Noctus continuaba dando alaridos, retorciéndose. Perrine, arrodillada,
obligaba a su pequeño grupo a rezar por el alivio del ángel mutilado. Ella
había liado su petate. En su opinión, la hora del embarque estaba a punto de
sonar.
Mahaut se volvía insistente.
—Es ahora cuando hay que ocuparse de Yolande —rezongaba—.
Después, cuando todo el mundo haya subido a bordo, se volverá imposible.
Al haber hecho partícipe de sus proyectos a Marion, no podía ya por
decencia actuar sin ella. Tenía que implicar a la imaginera en la puesta en
práctica de la conjura. Convertida Marion en cómplice, se encontraría en la
imposibilidad de denunciar a la que había fomentado el asunto, so pena de ser
también víctima de su delación.
Por desgracia, la tallista no conseguía decidirse. Cuando Mahaut,
cediendo a la impaciencia, estaba planeando actuar sola, la lluvia cesó de
golpe... y volvió a asomar el sol.
Se quedaron desconcertados. Aquella metamorfosis contradecía todas
las previsiones de Noctus. El cielo se despejaba ya, el calor secaba los pastos
anegados.
—No es más que una falsa calma momentánea —farfulló el prior—.
Una ficción del demonio para empujamos a bajar la guardia. La lluvia va a
arreciar con renovada intensidad. No hay que alegrarse.
Pero la lluvia no volvió a caer.
El mal tiempo había dado paso a un cielo azul y apenas algunas nubes
turbaban el firmamento. En la llanura desnuda, desprovista de la menor
vegetación, el calor se volvió insoportable. Cuando la niebla se disipó, se
acercaron al borde de los precipicios para examinar el valle. Resultó fácil
comprobar que no estaba inundado. El océano no había invadido en absoluto
las tierras, y si los ríos se habían desbordado por un momento, habían vuelto
ahora a su cauce, pues no se veía romper las olas contra las pendientes de los
puertos vecinos. Las mujeres acogieron esta noticia con horror. En efecto, si
la inminencia del fin del mundo había vuelto tolerables, incluso obligatorios,
algunos comportamientos sexuales, la vuelta a la normalidad implicaba que
habían actuado como rameras, ¡y eso sin ninguna necesidad!
—¡No seremos las madres de la nueva humanidad —rezongó una mujer,
airada— sino unas putas preñadas por unos desconocidos que nos han metido
a la fuerza entre las piernas! ¡Vamos a dar a luz a una legión de bastardos que
todas nosotras nos hubiéramos podido ahorrar!
Una llamarada de rabia recomo las filas de las cautivas. La grandullona
Perrine parecía desorientada. Tan confiada de ordinario en la palabra de
Noctus, no paraba de escrutar el cielo, en busca de una nube anunciadora del
aguacero. Por desgracia, el sol se obstinaba en brillar con tanta fuerza que la
hierba amarillearía dentro de poco.
Marion despertó del largo delirio que la había embotado durante la
última semana. Con la vuelta del buen tiempo, sus veleidades criminales se
disipaban. Se asombraba de haber estado tan cerca de prestar su apoyo a
Mahaut. Todo aquello no había sido más que una pesadilla, una locura
mantenida por los discursos incesantes de Mazólas y de Noctus. No habría fin
del mundo. ¡Se les había traído hasta allí para nada*
Los hombres bajaban la vista, avergonzados, adivinando que se les iba a
pedir cuentas.
Como no podía ser menos, el prior y sus monjes se volvieron invisibles.
Atrincherados en el fortín suspendido en la ladera de la montaña, no
asomaban ya la nariz afuera.
—Han visto que se han vuelto las tomas —rezongaba Mahaut—, ¡Estas
carroñas han ido a esconderse por miedo a que les arranquemos los cojones!
—¡En absoluto! —protestó Perrine—. Están consultando a Noctus...
Estoy convencida de que estáis todas en un error. Eso no es más que una
calma momentánea, en dos días la lluvia arreciará con renovada intensidad.
—¡Que se vayan al cuerno los cuentos de hadas! —vociferó Mahaut—
¡No habrá ningún diluvio, pues el valle está seco! Nos dijiste que el océano se
desbordaba abajo de las laderas..., ¿dónde están los peces? ¡Di! ¿Dónde
están?
Las cautivas unieron sus voces a la suya. Todo eso olía a engañifa.
—¡Han hecho de nosotras unas herejes! —gritó Mahaut—. A partir de
ahora los inquisidores tendrán derecho a quemarnos vivas. ¡Hay que
obligarles a que nos lleven de regreso a nuestras casas!
De un solo impulso, el grupo se fue hasta el pie del fortín. Una vez allí,
recogieron piedras con las que se pusieron a bombardear la construcción.
Gritaban al unísono el nombre de Mazólas, exigieron que apareciese. Con el
rabillo del ojo, Marion reparó en dos siluetas sobre el castillo de popa del
arca: Yolande y Malestrazza. Debían de estar inquietos por el cariz que
tomaban los acontecimientos.
Finalmente, la puerta se abrió y el prior apareció en el umbral, en lo alto
de la pasarela que llevaba a la curiosa construcción.
—¿Por qué te escondías, viejo granuja? —soltó Mahaut, con una piedra
en la mano.
—¡Cállate, buena mujer! —tronó el prior—, pues no sabes lo que dices.
He subido a observar el cielo, y he visto desgraciadamente otra cosa.
—¿El qué? —gritaron a coro las cautivas.
—La hueste —respondió sombríamente Mazólas de Caradoz—. El
ejército... La Inquisición ha dado con nuestro rastro. Nos envía a la tropa. En
este mismo instante, un centenar de soldados armados hacen el mismo
camino que tomasteis vosotros para venir a este lugar. Estarán aquí antes de
que acabe el día. Estamos perdidos.

Se volvieron todos para mirar en la dirección indicada por Mazólas.


Marion creyó distinguir el centelleo de una coraza en la lejanía. La hueste...
Era lo peor que cabía imaginar. Si se había dado a los soldados la orden de
exterminar a los herejes, no retrocederían ante nada. La muchacha se
estremeció. Se les arrojaría al vacío, como se había hecho otras veces en el
pasado.
Mahaut se quedó estupefacta, con la mandíbula desencajada. Se había
tomado la molestia de organizar un buen motín y he aquí que su iniciativa se
desbarataba, echada a perder por ese imprevisible contratiempo.
—La hueste... —balbuceó tontamente.
Sabían lo que implicaba la llegada de los soldados. Las mujeres
violadas, luego empaladas en unas picas plantadas en tierra. Los hombres
castrados antes de ser empujados al abismo, con las faldriqueras llenas de
piedras.
«¡Es preciso huir!», pensó Marion, pero en el mismo instante en que
formulaba aquel pensamiento, se dio cuenta de que estaban bloqueados sobre
un pico rocoso, adosados a un precipicio. El ejército venía a su encuentro,
cortándoles el paso. Si querían escapar a los cuchillos de los degolladores, no
les quedaba más remedio que saltar barranco abajo.
—¡Amparo! —gritó alguien a los monjes—. Dejadnos subir al fortín.
¡Amparo!
—Eso es imposible —espetó el prior—, sois demasiado numerosos, no
cabríais en el interior. Lo sabéis perfectamente.
Marion pensó que ésa sería, de todos modos, una mala solución. ¿Qué
harían una vez encerrados allí arriba, en aquella fortaleza de pacotilla que se
parecía más a un nido de golondrinas que a una verdadera fortificación? ¿Qué
comerían? ¿Qué beberían? A los soldados les sería fácil poner sitio al pie de
la muralla y esperar a que los encerrados se muriesen de sed.
Dejando de escuchar a Mazólas, corrió hacia el precipicio, deteniéndose
en el borde del vacío. Matthieu se unió a ella. Desde donde estaban, se
distinguía el claro del bosque donde los carpinteros habían talado docenas de
árboles. ¿Podían huir por allí?
Adivinando su muda interrogación, Matthieu murmuró:
—No es una buena idea. Es cierto que puede deslizarse uno sobre las
posaderas hasta el depósito de maderas, pero ¿de qué serviría? Los soldados
no tendrían más que instalarse aquí y acribillamos a flechazos, como en la
feria. Los árboles crecen en una pequeña planicie que sobresale, pero más allá
de ésta, hay un precipicio. Una pared lisa como el vidrio. No se puede
escapar por ese lado, pues la pendiente es demasiado pronunciada y es
imposible agarrarse a ella. No, el único medio de volver a bajar es tomar el
camino por el que hemos subido.
El viento trajo hasta ellos el ruido de los hierros de las corazas y se
quedaron helados. No tenían mucho tiempo para tomar una decisión, pues el
ejército avanzaba rápido. Una mujer se tiraba de los cabellos al tiempo que
lanzaba gritos de terror. Algunos tomaron en dirección a las colinas vecinas.
Ninguno de aquellos picos rocosos constituía un escondite seguro. Tan pronto
como llegaran a la planicie, los soldados se impondrían el deber de limpiar
los lugares, sin olvidar ningún escondrijo, ninguna cueva.
—Van a torturarnos a todos —gimió alguien—. Es la suerte que se
reserva a los herejes, es preferible suicidarse.
Marion no podía apartar la vista de los destellos luminosos que el
sol producía en las lanzas, los escudos. El temor cortaba su aliento y oía
palpitar su corazón en sus oídos como si estuviera situado fuera de ella y
espiase sus pulsaciones monstruosas a través de la madera de una puerta.
Sabía que los hombres de armas no les traerían ningún regalo. La matanza, la
masacre sería una liberación comparada con lo que no dejaría de precederlas.
En los campos, se recordaba temblando la suerte reservada a los Perfectos del
Languedoc. Pues lo mismo ocurriría aquí. Le flaquearon las fuerzas y a punto
estuvo de deshacerse en lágrimas.
La palma de Matthieu se cerró sobre la suya.
—Si quieres —le dijo—, podemos saltar los dos al vacío cogidos de la
mano. Si te falta valor para ello, yo saltaré el primero y te arrastraré conmigo.
Siempre será mejor que dejarse hacer pedazos por esos carniceros.
Marion levantó los ojos hacia él. Se sintió profundamente emocionada
por la mirada del carpintero puesta sobre ella.
«He aquí un hombre bueno —pensó—, un hombre recto..., que
merecería ser amado y, sin embargo, nadie le presta atención. Preferimos, yo
la primera, a un canalla como Malestrazza. Quizá tengan razón los curas
después de todo, somos una raza esclava de nuestros arrebatos sentimentales,
aunque esos arrebatos hayan de conducimos al desastre.»
Vaciló. Por un momento, a punto estuvo de abandonarse contra el pecho
del carpintero y decirle: «Sí, ayúdame. Tómame en tus brazos y saltemos al
precipicio. Libérame de esta locura. Eres el único aquí en quien puedo
confiar».
Cuando iba a ceder, una idea cruzó por su mente. Volviéndose hacia la
nave asentada sobre sus puntales, exclamó:
—¡El arca! Es allí adónde hay que ir. Es como una fortaleza de madera;
una vez cerradas las portas, a los soldados les costará escalarla.
—¡Serás necia! ¡No tendrán más que prenderle fuego! —replicó Mahaut
—, tu idea es una sandez. Es como si nos pidieras que fuéramos a sentarnos
encima de una hoguera.
—No —intervino Matthieu—, Marion tiene razón. A la madera no le ha
dado tiempo de secarse. Ha sido preciso trabajar tan deprisa, y ha llovido
tanto, que las tablas están empapadas de agua. Si los hombres armados tratan
de hacerla arder, el fuego no prenderá, las llamas se apagarán por sí solas.
Eso nos permitirá un respiro.
—Es cierto —aprobó Perrine—. Allá arriba hay víveres para poder
sobrevivir varias semanas, puesto que todo el avituallamiento ha sido cargado
en previsión de la partida.
—Una vez atrincherados —explicó Marión—, intentaremos convencer a
los inquisidores de que hemos sido traídos aquí en contra de nuestra voluntad,
que no hemos abrazado la herejía en ningún momento. Tal vez acepten
escuchamos.
—En cualquier caso, puede intentarse —soltó Matthieu—, ¡Vamos! No
perdamos tiempo. Hay que subir allí arriba y levantar las pasarelas, pues de
esta manera los soldados no dispondrán de madera suficiente para construir
escaleras.
El gentío se abalanzó hacia el arca, olvidando a Mazólas y a sus monjes
aún emboscados en el umbral del fortín suspendido. El prior se había puesto a
gritar, a hablar en latín, pero nadie le hacía ya caso. Los peregrinos escalaron
las pasarelas que permitían el acceso a la nave. Se introducían en ella en el
mayor de los desórdenes, empujándose, pisoteándose. Matthieu y dos
carpinteros cortaban las amarras, levantando las escalas, para no dejar nada
detrás de ellos que pudiera facilitar la tarea a los soldados.
En la casa de fieras, los animales habían percibido la angustia de los
humanos y se agitaban lanzando aullidos. Cuando todo el mundo hubo
subido, cerraron las portas y echaron cuidadosamente los cerrojos, como si se
prepararan para hacer frente a una tempestad. El inmenso casco resonaba a
causa de las pisadas de los peregrinos corriendo. Ahora que habían sido
cerradas todas las aberturas, reinaba la oscuridad en la sección de las fieras.
Los fugitivos subieron hacia la luz en medio de un gran desorden de manos
aplastadas, de caídas confusas.
Una vez en el puente, el grupo tuvo la impresión de estar en lo alto de
una fortaleza. La nave dominaba el paisaje. Los cautivos se precipitaron hacia
la borda para observar la aproximación de los soldados.
—¡La verdad —se rió burlonamente Mahaut—, menuda sorpresa se van
a llevar esos bribones!
Rieron ruidosamente. Matthieu iba y venía, asegurándose de que no se
había dejado ninguna porta abierta. Ahora, los costados de la nave eran como
murallas de madera lisa. Su forma abombada no facilitaría la escalada.
—En la bodega hay arcos y flechas —explicó—. Mazólas lo había
previsto todo. Quería que pudiéramos defendemos y cazar. Eso nos permitirá
rechazar a los soldados si intentan plantar unas escaleras en la borda.
Un alivio ilusorio se apoderó de todos. Se habían creído tan cerca de la
muerte que se imaginaban ya invencibles.
—Eso no durará más que algunos días —musitó Matthieu llevándose a
Marion aparte—. Con el sol, la madera se secará. Si llega la canícula, estará
lista para arder antes de que acabe la semana. Entonces los soldados no
tendrán más que amontonar antorchas debajo de la quilla para transformar el
arca en una hoguera. Nos asaremos, tan cierto como si estuviéramos atados
en lo alto de una montaña de haces de leña.
Marion sacudió la cabeza.
—Lo sé —dijo—. Hemos de ser lo bastante hábiles para sacar provecho
de este respiro.
Una vez repartidas las armas, la excitación decreció. Se arrodillaron
detrás de la borda, como si se tratara de una línea de almenas, y se pusieron a
esperar a la hueste.
Poco a poco, el espejeo de las corazas fue en aumento, creando la ilusión
de que una serie de fuegos fatuos brincaban en la linde de la planicie, en una
danza maléfica. Luego el viento trajo hasta ellos el husmo de los caballos y
de la grasa de las armas. No se trataba de un espejismo, lejos de eso.
Resonaron unas órdenes, unos hombres con casco se desplegaron para tomar
la pradera en tenaza y registrar hasta el último escondrijo. Había unos perros
con ellos. Llevaban a menudo dogos cuando se trataba de perseguir a los
herejes. Los mastines se encargaban muy bien de esta tarea haciendo pedazos
a los satélites de Satán.
Marion hundió sus uñas en la madera húmeda de la borda. Los religiosos
venían a la cabeza, montados en mulas. Le pareció que tenían unos rostros
arrogantes y demacrados. Los perros, que acababan de soltar, corrían vientre
en tierra en dirección al barracón. Al haber quedado la puerta abierta, se
introdujeron por ella, armando un gran estrépito, y luego volvieron a salir,
decepcionados. Tomaron luego todo recto hacia el fortín suspendido y se
echaron a ladrar. Mazólas y sus monjes se habían atrincherado en la
construcción tras haber destruido a hachazos la pasarela que permitía acceder
a ella.
Los soldados no se daban prisa. Sabían que el enemigo estaba
respaldado contra el vacío, atrapado en un callejón sin salida. Para ellos el
asunto estaba claro, apenas si tendrían tiempo de divertirse con las doncellas
cuando todo estaría liquidado. Y además, de aquella calaña de fanáticos,
cabía esperar cualquier cosa; principalmente un suicidio colectivo, lo cual
privaría a la tropa de los ansiados placeres.
A bordo del arca, todos contenían el aliento. La breve euforia que había
seguido al embarque se había disipado.
Los soldados, tras haber explorado la casa, se congregaron al pie del
pico rocoso. El fortín adherido a la pared constituía a sus ojos un refugio
perfecto para unos herejes. Los dos inquisidores echaron pie a tierra.
Examinaban lo que les rodeaba con aire de profundo desagrado, como si un
repugnante hedor se hubiera estancado en la planicie, cortándoles la
respiración. El arca les espantaba tanto que no se atrevían apenas a mirarla.
Cada vez que levantaban los ojos hacia ella, se santiguaban frenéticamente.
Marion se preguntó si se habían dado cuenta de la presencia de los
fugitivos sobre la cubierta superior. Durante un instante, alimentó la
esperanza de que los religiosos se contentasen con «depurar» el fortín y se
fuesen por donde habían venido. Pero sería absurdo. No partirían sin haber
incendiado el arca, aquel monumento blasfematorio por medio del cual un
puñado de iluminados habían pretendido sobrevivir a la extinción de los
hombres de fe.
Uno de los inquisidores tomó la palabra; las rachas de viento
deshilvanaban su discurso. Marión creyó comprender que ordenaba a
Mazólas y a los suyos entregarse a cambio de una muerte rápida.
—Escondéis al falso profeta que se hace llamar Noctus Ira Melanox —
decía el monje—. Desde hace varios años facilitáis su huida a través del
reino, suscitáis complicidades y convertís como si estuvierais en posesión de
la palabra verdadera de Dios. La hora de vuestro fin ha sonado. Si os rendís,
os garantizo que seréis estrangulados antes de ser entregados al fuego
purificador. Si el sitio se eterniza no estaré ya, por el contrario, en
condiciones de mostrarme clemente. Tenéis hasta la caída de la noche para
reflexionar sobre mi propuesta.
«Mazólas está perdido —pensó Marion—. Está atrapado en una
madriguera.»
No se imaginaba al prior capitulando. ¿Se atrincheraría en espera de un
milagro? ¿Un milagro realizado por Noctus, el ángel mutilado? Estaba
seguramente lo bastante loco como para eso.

Esperaron, sin proferir una palabra. El sol pegaba fuerte en la cubierta, y


la sed se apoderó de los fugitivos. Nadie, sin embargo, se atrevía a moverse.
Esperaban no haber sido advertidos, por más que fuese aquél un deseo
absurdo.
Los soldados plantaron unas tiendas. Los inquisidores, negándose a
instalarse en el barracón, ordenaron que le prendieran fuego.
Fue aquel olor a humo el que engañó a Marion y le impidió reparar en la
aparición de un segundo incendio. No comprendió lo que pasaba más que al
oler el hedor a pluma quemada. Mazólas de Caradoz y los suyos habían
decidido autoinmolarse. Unos penachos de humo se filtraban por las delgadas
aberturas del fortín suspendido, delatando la existencia de un incendio
interior.
El nido del ángel se consumía. El prior, los monjes y Noctus habían
elegido escapar de la Inquisición quitándose la vida. Unos centelleos rojizos
iluminaban las troneras, provocando gritos de despecho entre los soldados.
¡Ah! ¡No tendrían nada con lo que distraerse! Jodidos herejes que
estropeaban la tarea y les obligaban a trepar por las montañas sin obtener a
cambio ninguna recompensa!
—¡El ángel! —sollozó Perrine—. Nuestro hermoso ángel de las alas
cortadas ha muerto...
Y ocultó su rostro entre las manos. Otras mujeres la imitaron. Marion
permaneció inmóvil. El humo de la hoguera apestaba a aves de corral
carbonizadas.
Capítulo 21

CUANDO se hizo de noche, alguien sugirió la idea de que tal vez podría
aprovecharse el hecho de que los soldados estuvieran durmiendo para
penetrar entre sus líneas y alcanzar el camino de los puertos.
—Es una idiotez —dijo una voz que subía del castillo de popa—; En
primer lugar hay centinelas, y luego están los perros. No conseguiríais dar ni
tres pasos por la planicie, pues seríais enseguida descubiertos.
Se volvieron. Malestrazza dio un paso adelante. Yolande le seguía. En
medio de la confusión de las últimas horas se habían olvidado incluso de su
existencia.
El estupor causado por su llegada fue rápidamente seguido por un
estallido de odio colectivo.
—Por tu culpa estamos aquí —gruñó uno de los leñadores—, has sido tú
quien nos ha conducido hasta este lugar. Has sido tú quien nos ha convertido
en unos herejes.
Un rugido de aprobación corrió entre los presentes. Malestrazza no
pareció nada turbado.
—Soy como vosotros —soltó—, una víctima de Mazólas, de Noctus.
He creído en el Diluvio. Estaba convencido de actuar del mejor modo
posible. Elegiros entre tantos peticionarios ha sido para mí un caso de
conciencia permanente, una tortura. Miles de veces me he preguntado si
había acertado al seleccionaros, a vosotros en vez de a otros. Era una
responsabilidad demasiado pesada... En varias ocasiones quise dejarlo, pero
el prior me obligó a continuar. Me explicaba cada vez que mi negativa era
algo criminal, que, sin mí, iban a perecer unos elegidos. Entonces volvía a
bajar al valle.
Se expresaba con convicción y tristeza, como un hombre destrozado por
el destino. Su lasitud le hacía aún más apuesto, y había bastado con que
abriera la boca para que las mujeres presentes sucumbieran de nuevo a su
encanto. Tan pronto como se puso a hablar, tuvieron ganas de perdonarle, de
decirle: «No tiene importancia, vamos, no te preocupes por tan poca cosa».
Marion, al igual que los demás, se dejaba atrapar por aquel temible
poder. Hizo un esfuerzo por resistirse a él. Malestrazza era un embaucador
nato, no se podía confiar en él. Se había dejado engañar con la nave, bien,
pero ¿qué probaba eso? No estaba lejos de creer que había manipulado a los
religiosos: Mazólas, Noctus. Poseía el don de la palabra, el magnetismo
misterioso de esos oradores que, en las hondonadas de los oasis, crean las
religiones. Podía crear dioses, darles vida, y convencer a las multitudes de
que murieran por aquellos ídolos ilusorios. Era uno de esos hombres en la
sombra que se mezclan con el populacho y le insuflan ideas de rebelión, de
decapitar a los señores y de incendiar castillos. Era peligroso, terriblemente
peligroso.
—Estoy con vosotros —dijo arrodillándose—. ¿Es que no lo veis? En la
misma nave.
Se rieron. A partir de ese momento, él había ganado la partida. De todas
formas, era tan apuesto que no se le podía guardar rencor por mucho tiempo.
—Saber que moriremos juntos no me consuela en absoluto —rezongó
Matthieu—. Que te hayas mostrado tan tonto como yo no me tranquiliza
nada.
Lo que decía era la pura verdad, pero nadie le oyó.

Pasaron una extraña noche, tumbados en la cubierta, bajo la bóveda


estrellada del cielo estival, tan límpido. Les costaba a todos mucho conciliar
el sueño, pero no hablaban. Unos olores a comida, procedentes del
campamento, se mezclaban con los más acres que emanaban del fortín.
Marion trataba de imaginarse a Mazólas, a los monjes y a Noctus, asados
vivos en el corazón de las bóvedas tapizadas de plumas. Una maligna voz le
susurraba: «El ángel ha acabado como un capón asado al horno. Triste
destino para un náufrago del paraíso».
Al amanecer, fueron despertados por las exhortaciones de los
inquisidores plantados al pie de los andamios. Sus discursos no diferían en
nada de los que habían dicho la víspera a los refugiados del fortín, es decir,
que en caso de no rendición, tendrían que prender fuego al arca y utilizarla
como hoguera. Se les oía mal, pues el viento ahogaba las palabras tan pronto
como salían de sus bocas.
—Eso no funcionará —dijo Matthieu—. La madera está aún demasiado
húmeda. Va a apestar y ennegrecerse, pero no prenderá. Tenemos aún
algunos días de respiro. Si lloviera, sería aún mejor.
—Cuando vean que el arca no arde, tratarán de tomarla al asalto —
observó Malestrazza—. No podrán hacerlo más que por la porta de la tercera
cubierta, la de la casa de fieras. Hay que liberar a una de las fieras, de manera
que caigan sobre ella sí tratan de penetrar en el interior.
—¿Y quién va a encargarse de hacerlo? —preguntó Matthieu.
—Yo —anunció con calma el guía—. Ahora mismo me encargaré de
ello. Que a nadie se le ocurra bajar ya a la sección de las fieras, pues a partir
de ahora el león se paseará por allí en libertad.
Le vieron meterse por la escotilla como si tuviera pocas oportunidades
de reaparecer algún día. Marion no sentía ninguna inquietud a este respecto.
Sabía que Malestrazza era hábil, demasiado tal vez... Una sospecha surgió en
ella. ¿No habría bajado a negociar su salvación con los religiosos? Con la
excusa de liberar a las fieras, podía después de todo entrar en conversaciones
con el enemigo por el resquicio de una porta. Si le dejaban escapar, a cambio
él entregaría el arca a los soldados. Era la típica maniobra. Durante un asedio
siempre había alguien que abría las puertas de la ciudad o bajaba el puente
levadizo.
Presintió que Matthieu compartía sus temores sin atreverse a
formularlos. Cuando comenzaban a intercambiar una mirada, Malestrazza
emergió al aire libre.
—Ya está —se limitó a decir—. He abierto la jaula. No se ha movido,
pero es normal. Los animales necesitan siempre de un cierto tiempo para
advertir los cambios de situación. He puesto también un tonel sobre la
escotilla que permite el acceso a la casa de fieras, a la altura de la segunda
cubierta. Que a nadie se le ocurra retirarlo. El león sería capaz de subir por la
escalera para llegar hasta aquí y levantar la trampilla de un testarazo.
Una serie de sordos impactos le hicieron interrumpirse. Los arqueros
acababan de disparar una salva de flechas inflamadas contra el costado de
estribor de la nave. Las saetas se habían clavado en la madera húmeda y
humeaban sin conseguir provocar el esperado incendio.
—No malgastemos agua para apagarlas —masculló Matthieu—. Por el
momento, no hay ningún peligro, pues van a carbonizarse y a dejar de arder
por sí solas.
Lo que siguió demostró que había acertado. A partir de aquel momento,
se resignaron a esperar. No había nada más que hacer. Las invectivas de los
sacerdotes venían a veces a secundar el embotamiento de los sitiados, luego
todo volvía a comenzar. Había que tener cuidado cuando uno echaba un
vistazo por encima de la borda, pues los arqueros eran certeros, y Mahaut a
punto estuvo de recibir un flechazo en pleno ojo derecho.
Marion se preguntaba cuánto tiempo iba a durar el asedio. No creía que
los inquisidores fueran a renunciar. Si la canícula se mantenía hasta el final
de la semana, el arca estaría lista para arder a partir del amanecer del
domingo. Nadie lo ignoraba.
—Tal vez se podría liberar a todas las fieras —propuso tontamente
Mahaut—, Soltarlas sobre los soldados y escapar aprovechando el pánico.
—¿Es que crees que los animales sólo atacarían a los enemigos? —se
burló Malestrazza—, ¡No sabes lo que dices!
La matrona se enfurruñó, molesta de verse ridiculizada en público.
Marion tomaba conciencia de que su retirada a bordo del arca no
conduciría a nada. No habían hecho más que conseguir un aplazamiento.
Cada vez que había tratado de parlamentar con los sacerdotes, éstos
ordenaban a los arqueros tomarla por blanco. No querían oír nada, no
admitían ninguna excusa.

A lo largo de la tarde, unos gritos espantosos estallaron dentro del casco.


Eran los soldados que, habiendo intentado penetrar en la sección de las fieras,
estaban siendo despedazados por el león. Sus gritos de agonía resonaron,
interminables, difíciles de soportar, y muchos se taparon los oídos.
—Eso está bien —se rió burlonamente Malestrazza—. Les quitará las
ganas de volver a intentarlo.
Marion sintió verdaderas náuseas al imaginar al león ocupado en
despedazar los cuerpos para alimentarse, exasperado sobre el acero de las
corazas que le impedía acceder a los mejores pedazos.
Tuvo la repentina convicción de que iban a morir todos allí, en medio
del torbellino de fuego del arca incendiada.
Abajo, uno de los inquisidores les maldijo y les acusó de ocultar en las
bodegas de la nave un rebaño de bestias infernales.
Transcurrieron tres días sin que la situación evolucionara. Inquisidores y
soldados parecían haber renunciado a atacar la nave. Esperaban que el sol
secara la madera del casco y les permitiese encender una enorme fogata.
Malestrazza y Yolande pasaban mucho tiempo en los aposentos del
castillo de popa. Hacían allí el amor sin gran discreción, reían, comían y
bebían sin preocuparse por nada. Parecían liberados de la angustia que hacía
estragos entre los sitiados. Como si la amenaza de una muerte inminente no
fuera con ellos, o les afectase muy poco.
«Se diría que están en otra parte —pensaba Marion—, Aunque están
aquí, apenas si reparan en nosotros. Parecen vivir en un país cuya existencia
no sospechamos. Una región mágica que son los únicos en habitar.»
Era sorprendente, e incluso un poco aterrador.
—No es posible —rezongaba Mahaut, atormentada por los celos—, ¿Se
creen inmortales? ¿No tienen conciencia de lo que se nos viene encima?
Marion intuía lo que hería a la matrona dejada de lado. Tanta
despreocupación tenía algo de irreal. Malestrazza y Yolande parecían vivir en
un paraíso privado, inaccesible al común de los mortales. Su continuo retozar
no tenía nada de salaz, era la expresión de una felicidad absoluta de la que no
tenían que rendir cuentas a nadie.
—Ellos han partido ya —murmuró Matthieu, una noche al término de
una jomada asfixiante—. No están ya en este mundo. Ya vi una cosa así en el
asedio de Forcaliasse, cuando era joven. A veces hay personas que se
adelantan a la muerte. Se ahogan en la felicidad como otros en un pozo.
A Marion no le parecía muy satisfactoria la explicación, pero el
espectáculo de un idilio semejante le había hecho rendir las armas. No se
sentía ya capaz de luchar contra Yolande. El angelismo de su hermana la
desarmaba.
Sintió necesidad de hacer las paces. La proximidad de la muerte la
impulsaba a ponerse en paz con su conciencia, a apagar el rescoldo de odio
que ardía todavía en ella.
Fue a ver a Yolande al castillo de popa, mientras ésta estaba
contemplando el sol poniente. Apenas Marion hubo abierto la boca, su
hermana se le adelantó.
—Lo sé —dijo Yolande—. Me has detestado, lo comprendo. Pero todo
eso carece ya de importancia. No debes tener mala conciencia por ello. Desde
el día en que conocí a Malestrazza, ya nada ha contado para mí. Mi familia
dejó de existir. A ti, a nuestros padres, es como si nunca os hubiera conocido.
Vuestros rostros se volvieron extraños para mí. Os olvidé, sin ningún rencor.
No lamento nada. Aunque tenga que morir dentro de unos días me importa un
comino, pues he vivido con más intensidad en el curso de estos dos años que
una mujer normal en toda su vida. Prefiero desaparecer ahora, antes de
conocer el desamor, la desgracia, la aflicción. Me siento incluso aliviada de
que eso termine así. No habría podido vivir después de Malestrazza. Ningún
hombre habría podido sustituirle. No habría hecho sino morir a fuego lento.
Debo de parecerte una loca, ¿no? Finalmente, estoy contenta de que los
sacerdotes nos hayan hecho caer en sus redes. Tengo miedo del porvenir.
Miedo de que otra mujer me lo robe. No se puede retener a un hombre
semejante, encadenarle, es preciso resignarse a perderlo más pronto o más
tarde, y eso no habría podido soportarlo. Soy feliz de poder morir con él,
pegada a él, en el mismo momento, mientras él me estrecha entre sus brazos.
Marion permaneció en silencio, llena de un espanto respetuoso. La
expresión transfigurada de Yolande le daba miedo. Creía adivinar en ella los
primeros síntomas de la locura.

Al día siguiente, la madera de la cubierta apareció casi seca. Matthieu la


sondeó con la hoja de un cuchillo y puso mala cara.
—No es nada bueno —rezongó—. Sólo un aguacero podría aún
salvamos, pero si el sol continúa brillando de esta manera, estaremos listos
para desaparecer convertidos en humo el próximo domingo.
Se santiguaron. Se dejaron oír unos gemidos. Malestrazza se acercó al
grupo y luego se arrodilló.
—Hay una solución —murmuró—. Aunque es arriesgada, es la única
posible.
Todas las miradas se volvieron hacia él.
—¿Quieres que la nave, salga volando? —dijo burlonamente el
carpintero.
—Más o menos —respondió el guía sin abandonar su seguridad—. Si
hundimos los soportes que sostienen la quilla, la nave se deslizará, arrastrada
por su propio peso, y como la planicie acaba en pendiente, el arca descenderá
hasta la pradera como si fuera un enorme trineo.
—¿Qué? —dijo con voz estrangulada Matthieu.
Malestrazza prosiguió con su exposición. Con la punta de su daga, trazó
unos esbozos sobre la cubierta. A primera vista, tenía razón: si se derribaban
las cuñas que sostenían la nave, el grueso casco se abatiría en la hierba y se
pondría a descender por la pendiente de la planicie. La tierra estaba blanda
todavía, lo cual facilitaría el deslizamiento. La incertidumbre se planteaba en
el momento en que la nave llegase al extremo de la pradera y se introdujera
por el camino de herradura que atravesaba los puertos. Era imposible prever
si el arca continuaría por el impulso adquirido, como un trineo gigantesco, o
si se inclinaría sobre uno de los lados para precipitarse al vacío.
—Es la mayor locura que se pueda concebir —rezongó Matthieu—.
¡Debes de tener la mente perturbada para ser capaz de imaginar una maniobra
semejante!
—¿Y cómo derribarás las cuñas que sostienen la quilla? —objetó
Marion.
Malestrazza dirigió la punta de su hoja hacia la montaña muy próxima.
—Allí arriba —dijo— hay el cauce de un alud. Lo sé. Tuvimos que
rellenarlo cuando Mazólas quiso construir el arca aquí, a pesar de mis
consejos. Levanté un parapeto para impedir que las rocas se vinieran abajo.
Si destruyera esa muralla de tablas, las rocas rodarían a lo largo de la
montaña, descenderían directamente hasta aquí y arrollarían los soportes de la
nave, como una bola bien lanzada derriba un bolo.
—¿Y tú subirás hasta allá arriba? —preguntó Marion.
—Sí —aseguró el guía—. Puedo dejarme deslizar a lo largo del casco
con una cuerda e introducirme entre las rocas, ante las mismas barbas de los
centinelas. De todos modos, nadie vigila el arca por ese lado, puesto que no
se puede huir por allí, a menos que se quiera arrojar uno al vacío.
—Eso parece imposible —dijo el carpintero dejando escapar un suspiro.
—¿Se te ocurre otra solución? —preguntó el guía—, O eso o morir
abrasados vivos el próximo domingo.
—Pero tú —aventuró Marión—, ¿cómo te las arreglarás a continuación
para escapar?
—Esperaré —dijo Malestrazza—. Si tengo la suerte de que no se me
lleve el desprendimiento, me esconderé en la cima del pico. Al deslizarse, el
arca va a planchar el campamento de los soldados, a aplastar las tiendas.
Dudo que a los supervivientes les quede suficiente presencia de ánimo aún
para inspeccionar los alrededores.
—¿Y por qué vas a hacer eso? —espetó Matthieu.
—Para redimirme —dijo el guía—. Porque es por mi culpa por lo que
estáis aquí. Y luego, simplemente, porque soy el único que conoce lo
suficientemente bien la montaña para desplazarme por ella en plena noche, y
saber dónde buscar.
Se hizo el silencio. Malestrazza volvió a envainar su puñal.
—No os garantizo nada —concluyó—. Resulta impredecible de
antemano. Pues, después de todo, el arca puede bascular del lado malo, y, en
vez de deslizarse por la planicie, rodar directamente al abismo que se
extiende detrás de nosotros. Eso dependerá del impacto de las piedras, de la
distribución de los pesos. Es algo imprevisible. Os toca a vosotros elegir. La
hoguera es segura. Tal vez escapéis al precipicio... Dejo que os lo penséis.
Se levantó, dio media vuelta y fue a reunirse con Yolande en el castillo
de popa.
Los cautivos discutieron largo rato. Algunos estaban decididamente en
contra, pero sin tener la menor solución alternativa que proponer. Marion
sentía que el vértigo se apoderaba de ella cuando imaginaba el navío
descendiendo la pendiente, luego dejando atrás la pradera para tomar el
camino de herradura. Malestrazza tenía razón, sería allí donde todo se
decidiría. O el arca continuaba por el impulso adquirido, siguiendo el sendero
de las crestas, o se inclinaba sobre un costado y entonces se precipitaría al
vacío para ir a estrellarse cientos de metros más abajo.
O eso o la hoguera.
Le preguntó a Matthieu si creía posible sobrevivir a semejante desatino.
—No convendrá quedarse aquí —murmuró—. Si bajamos al entrepuente
corremos menos riesgo de vernos expulsados por las sacudidas. Y luego
habrá que atarse a las vigas para no correr el riego de ver— nos arrojados
unos contra otros...
Se encogió de hombros. Estaba dispuesto a intentar la aventura. Le
temía al fuego. No quería morir en la hoguera. Aún menos en la hoguera que
había construido con sus propias manos.
Hicieron una votación. La mayoría concedió su confianza a Malestrazza.
Capítulo 22

AQUELLA misma tarde, el guía se preparó para su expedición nocturna.


Llevaba unas ropas oscuras y se había manchado el rostro con hollín. Ató en
la borda, del lado del precipicio, una cuerda de nudos lo bastante larga para
permitirle tocar suelo. La maniobra sería peligrosa, pues, una vez en tierra,
tendría que desplazarse sin cesar a ras del vacío, sobre una estrecha cornisa, y
eso en medio de las tinieblas.
—No lo conseguirá nunca —dijo alguien al contemplar el abismo que se
abría bajo el casco.
Cuando se hizo de noche, Marion se llevó la sorpresa de ver aparecer a
Yolande disfrazada de doncel. Anunció que acompañaría a su amante, pues
conocía la montaña tan bien como él. La tallista se precipitó hacia su hermana
para tratar de disuadirla de que emprendiera una locura semejante, pero ésta
la apartó con una tranquila sonrisa.
—No te inquietes por mí —murmuró Yolande—, No tengo miedo de
morir con tal de que sea con Malestrazza. Si me quedara a bordo y él no
regresara, me moriría de todas maneras. Por tanto, prefiero acompañarle.
Se expresaba con sencillez, enunciando unas verdades categóricas
respecto a las que no sentía ya necesidad de justificarse. Posó la mano sobre
el hombro de Marion y sonrió, tristemente esta vez.
—Me gustaría poder decirte que lamentaré no verte más —susurró—,
pero sería una falsedad. Me importa un rábano. Tú no existes ya para mí.
Nadie cuenta ya desde que le conocí. Ni tú, ni nuestros padres, ni nadie. Os
he olvidado. Es un poco como si nunca hubierais existido. Malestrazza ha
absorbido todo el amor del que yo era capaz. Es como una tierra sedienta que
no para de embeber el agua con la que es regada. No tengo ya nada para
vosotros... No tengo ya nada para los demás. Si él me hiciera un hijo, no le
querría, apenas le prestaría atención. No tendría amor que darle. ¿Te parezco
un monstruo? Así es. Me he convertido en otra persona, no puedes
comprenderlo.
Despreocupándose ya de su hermana, siguió ataviándose para su salida
nocturna. Marion la contemplaba, presa de una fría rabia, de una
exasperación que rayaba en la locura. Creyó que iba a ceder a un impulso de
odio y empujar a Yolanda por encima de la borda. Los celos hacían estragos
en su alma y en su vientre. Sintiéndose a punto de pasar a la acción,
retrocedió precipitadamente y cruzó los brazos bajo sus senos. Yolande ya la
había olvidado. Su campo de conciencia se reducía a Malestrazza, nada más
que a él. Se había vuelto como esos perros que no reconocen a nadie más que
a su amo.
Mahaut, que había espiado la conversación, protestó. Ni hablar de que el
guía se llevara a una mujer con él. La presencia de una muchacha inexperta
podía hacer fracasar toda la operación. No le prestaron atención. Todos
sabían que Malestrazza haría simplemente lo que le viniera en gana. Era,
pues, inútil esperar dictarle la menor condición;
Marion se sentó en un rincón. El calor anulaba toda veleidad de
rebelión. La madera comenzaba a difundir ese olor característico que reina en
los graneros en pleno verano. La humedad había desaparecido con la
canícula. Malestrazza salió del castillo de popa; llevaba en bandolera una
alforja llena de útiles envueltos con hilas a fin de que no produjeran ningún
ruido si entrechocaban entre sí.
—Me voy para allá —explicó en voz baja—. Espero llegar a la cima un
poco antes de que amanezca. Es allí donde se encuentra el cauce del alud. Lo
obstruimos levantando una empalizada que retiene las piedras oscilantes. No
sé cuánto tiempo me llevará derribar esa muralla, pero estad preparados al
amanecer. Hacinaos en la proa, de manera que el arca descienda del lado de
la pradera. El ruido del desprendimiento os avisará. A continuación, todo irá
muy rápido. Sera lo que Dios quiera.
Se levantó, salvó la borda e inició su descenso a lo largo del cayo
Yolande le imitó. En el momento en que ella desaparecía, Marion creyó que
iba a levantar la cabeza para intercambiar con ella una última mirada, pero no
fue así, y la que había estado a punto de convertirse en la nueva Eva
desapareció en la noche detrás de su amante.
Mahaut gruñó:
—¡Sois todos a cual más estúpido! ¿Es que no comprendéis que se
marchan por las buenas? No existe ningún alud salvador ni nada que se le
parezca. Es una treta para que les dejemos largarse. Sabían perfectamente que
les íbamos a pasar la cuerda por el cuello, y entonces se inventaron esa
fábula..., esa estupidez en la que habéis querido creer todos.
—¡Lo mismo pienso yo —dijo Matthieu—, pero ya basta! Era preciso
intentar algo.
A Mahaut no se le pasó la cólera. Marion adivinó que se abandonaba a
su mal humor para no deshacerse en lágrimas. La partida del guía la había
dejado destrozada.
Hacía una noche de lo más oscura, sin luna. Los sitiados aguzaban el
oído, acechando los desprendimientos que les anunciarían la caída de
Malestrazza.
Resultaba inconcebible que el guía y su compañera pudieran sobrevivir
a una tarea semejante, pues se trataba de bordear el abismo a lo largo de más
de doscientos codos desplazándose sobre una comisa no más ancha que la
palma de la mano, y ello a ciegas. ¡Nadie podía salir con éxito de semejante
aventura! Nadie.
Marión se tumbó y cerró los párpados, fingiendo dormir. Tenía los
nervios de punta. Es ese preciso momento se sentía capaz de cualquier cosa.
Incluso de saltar por la borda y arrojarse al abismo para poner fin a todo. No
podía sacarse de la cabeza la imagen de Malestrazza y de Yolande alejándose
en las tiniebla sin ocuparse ya de los náufragos del arca.
«Mahaut tal vez tiene razón —pensó—. Es muy posible que nos hayan
burlado.»
Un susurro de telas le hizo abrir de nuevo los ojos; era Constance; que
venía a sentarse a su lado.
—Sé lo que piensas —dijo la baronesa—. Crees que nos han
traicionado. Que Malestrazza ha inventado esta fábula para que le dejáramos
irse en paz.
—Sí —repuso la tallista— Pero supongo que eso os importa bien poco.
Después de todo, la idea de ser quemada viva mañana por la mañana debe de
colmar vuestro deseo de expiación.
—Te equivocas —dijo Constance—. Ya no tengo ningunas ganas de ser
castigada. Se me ha pasado. Estoy embarazada. Me gustaría vivir para traer a
este hijo al mundo y criarlo como al hijo de un señor.
Mostró una sonrisa, curiosamente alegre.
—Tiene gracia —dijo—. Daré a luz un bastardo de un patán, una
criatura cuyo padre sería incapaz de saber quién ha sido de tantos hombres
como he tenido estas últimas semanas. Supongo que ésta es la cruz con la que
tendré que cargar. Volver a mi casa con un voluminoso vientre que hará que
me señalen con el dedo. Dirán: «La baronesa se ha hecho montar por un
tunante durante la peregrinación. Si su esposo se enterara, le cortaría la
cabeza de un mandoble y arrojaría su cuerpo a la perrera para que los dogos
se lo comieran». Sí, seguro, pero resulta que mi marido no tiene sin duda ya
manos en es-
tos momentos y, por tanto, no puede manejar la espada. La vida debe
seguir. La vida debe reanudarse. Este hijo es tal vez la clave de todo. Él
liquidará mi culpa y me permitirá volver a encontrar un lugar entre los vivos.
Monologueaba en la oscuridad sin preocuparle lograr la comprensión de
su interlocutora. Sonreía, la mirada perdida en el vacío, acunando imágenes
consoladoras que parecían colmar sus deseos.
A Marion le costaba respirar de tanto como la angustia le oprimía el
pecho. No sabía si tenía miedo de morir en el brasero del día siguiente o si se
ahogaba de terror sólo de pensar que nunca más volvería a ver a Malestrazza.
Aquella perspectiva la hacía enloquecer. Trató de clavar sus uñas en la
madera de la cubierta, tal como había hecho con frecuencia durante los días
anteriores, pero no lo consiguió. Las tablas se habían endurecido.
«¡Vamos! —pensó—, hará una bonita fogata. Después de todo, bastará
con aspirar el humo a pleno pulmón para asfixiarse desde los primeros
minutos del incendio, así no sufriremos a causa de las llamas. Es simple. Es
terriblemente simple.»
Así transcurrió la noche. En medio del silencio de los balances que se
hacían en secreto, de las recapitulaciones íntimas. Algunos lloraron, otros se
aislaron para hacer el amor o emborracharse tristemente. Se formaron dos
bandos que enfrentaban a los que tenían confianza en el guía con los que le
acusaban de haber puesto pies en polvorosa.
Al amanecer, se reunieron para decir una oración en común, pues se
negaban a morir como unos herejes.
Marion escrutaba la montaña, tratando de descubrir a Malestrazza, pero
por desgracia la bruma reducía la visibilidad a casi nada.
—Hay que bajar al entrepuente —le susurró Matthieu—, Si ese maldito
guía mantiene su palabra, el arca va a comportarse como un trineo
enloquecido. Puede inclinarse sobre un costado. En ese caso, todos los que
estén en la cubierta rodarán por encima de la borda.
—Lo sé —murmuró la muchacha—. Espera un minuto más.
Quería ver el azul del cielo. Quería sentir por última vez el viento contra
su cuerpo. Tenía miedo de morir encerrada en el ataúd oscuro del entrepuente
de portas oxidadas. Sabía que el carpintero tenía razón, pero no conseguía
irse de la borda.
Abajo, los soldados se reunían alrededor de los armazones que sostenían
la quilla. Marion les vio amontonar haces de leña.
Uno de los inquisidores salmodió un sermón inaudible, y acto seguido
avanzó hacia el montón de madera, enarbolando una antorcha. El fuego
prendió al primer intento, y sus llamas amarillas se pusieron a lamer las
curvas de la quilla. El olor a incendio enloqueció a los animales de la casa de
fieras que se agitaron y lanzaron gritos enloquecidos. La privación de comida
a la que estaban sometidos desde que Malestrazza había dejado al león en
libertad los había debilitado mucho, pero el miedo al fuego les devolvió al
instante su energía de antes y el casco se llenó de ecos de sus coces.
—¡Eso prende! —gimió Mahaut inclinada por encima de la borda—,
¡Por los clavos de Cristo! Nos vamos a asar todos.
Marion pensó en el calafateado de bitumen y de grasa con que habían
sido rellenados los intersticios de las tablas. El incendio iba a alimentarse por
ello con avidez y potenciarse así para subir cada vez más alto. El humo
ascendía a lo largo de los costados de la nave dejando largos regueros de
hollín, subía hacia el cielo, obligando a los sitiados a batirse en retirada.
Marión corrió hacia el castillo de proa para tratar de observar la
montaña. A fuerza de escrutar el paisaje rocoso, le pareció ver que las piedras
se movían. Matthieu la cogió por la muñeca, parándola en su impulso.
—Vamos —ordenó—. Hay que bajar al entrepuente.
Ella se debatió, él la abofeteó, la dejó medio inconsciente. Cogiéndola
en brazos, la metió por la escotilla y la apoyó contra una viga.
—Nos ataremos juntos —explicó—, es la única forma de no romperse la
crisma si la nave empieza a moverse.
—No quiero arder viva —dijo entre jadeos la muchacha—. ¡Prométeme
que me estrangularás si el fuego llega hasta aquí! ¡Prométemelo!
—De acuerdo —rezongó el carpintero—. Lo haré. Pero nada está aún
perdido.
Con la ayuda de una cuerda, ató a Marion, luego hizo lo propio consigo
mismo. Eran los únicos en haber llegado al entrepuente. Todos los demás se
lamentaban en la cubierta superior, corriendo en todas direcciones, en medio
de un alboroto infernal. El olor a quemado se volvía cada vez más intenso.
Unos hilos de humo se infiltraban por los intersticios de las portas. La quilla
ardía. Cuando se hubiera consumido, se disgregaría, y el arca se hundiría
sobre sí misma, a la manera de una casa incendiada, cuyas plantas se
encajarían unas en las otras a medida que las vigas se fueran derrumbando.
Cuando esto se produjera, la nave no estaría ya en condiciones de deslizarse
sobre la pendiente. Hundida entre las rocas, inmóvil, continuaría crepitando
como un fuego de campamento. Era preciso que el alud se produjera en ese
momento, antes de que fuese demasiado tarde.
Marion no oyó el estruendo de las rocas descendiendo por la ladera de la
montaña, pero percibió su vibración, amplificada por el casco.

En el exterior, el alud sumió a los soldados en el estupor, sin darles


tiempo a reaccionar. Tal como había previsto Malestrazza, las piedras
segaron los armazones, los soportes, privando a la nave de todo asiento. El
zócalo sobre el que reposaba desde hacía dos años se disgregó, reducido a
pedazos por la salva de rocas.
El arca osciló peligrosamente durante algunos segundos, vacilando
respecto a qué dirección tomar. Poco faltó para que la popa no la hiciera
vencer de su lado, arrastrando la embarcación al abismo. El peso de los
peregrinos, hacinados en la proa, decidió que el navío cayera frontalmente en
dirección a la pradera. Su enorme mole se puso a deslizarse por la hierba,
aplastando a todos aquellos que estaban en los alrededores, inquisidores,
soldados, caballos, mulas, todos fueron chafados por la renegrida quilla que
abría un surco en la llanura como el de una rodera de carreta gigantesca.
Debido a la pendiente, la nave tomó rápidamente velocidad. Ya nada parecía
poder detenerla. Llegada a la mitad de la planicie, se inclinó hacia estribor, y
muchos pasajeros salieron despedidos con fuerza. La caída les rompió los
huesos. En la casa de fieras, los animales habían sido proyectados fuera de las
jaulas. Locos de terror, se debatían y devoraban entre sí en medio de la más
extraordinaria confusión.
El arca descendió toda la planicie, arrollando la hierba, la tierra,
poniendo al descubierto la roca. Las asperezas del terreno arrancaban tablas,
hundían sus costados. Al llegar al final de la pradera, el casco fue
desventrado por una hilera de puntiagudas rocas. Por aquel agujero, cayeron
los animales, en confuso desorden, aullando, aterrados, pero sin parar, no
obstante, de lanzarse dentelladas unos a otros. Se despeñaban en el abismo
sin siquiera darse cuenta, arrancándose bocados de carne hasta el mismo
momento en que quedaban aplastados al fondo de un precipicio.
Cuando tomó el camino de herradura, la nave perdió su quilla, y
continuó deslizándose, con su casco medio amputado. Cada metro recorrido
la desmantelaba un poco más, despojándola de nuevas tablas. Las agujas
rocosas que bordeaban el sendero resultaron fatales para ella y acabaron de
hacerla pedazos. La tercera cubierta y la casa de fieras se hicieron trizas. Lo
que no había quedado triturado en el deslizamiento desaparecía precipicio
abajo. Finalmente, la roda se quedó clavada entre dos bloques de piedra, a la
entrada de un desfiladero, y el arca se detuvo en medio de un chirrido
espantoso. Durante un momento osciló, vacilando entre desplomarse en el
camino de los puertos o precipitarse al abismo. Sólo la cubierta superior y el
entrepuente habían escapado al destrozo. El castillo de popa no existía ya, la
proa, hundida, astillada, se había hincado como una cuña en la entrada del
desfiladero. La nave no tenía ya forma identificable. Era una ruina de madera
rota cuyo aspecto original hubiera sido imposible adivinar.
En el entrepuente, Marion y Matthieu habían sido protegidos de los
distintos choques por las cuerdas con las que habían tenido la precaución de
envolverse. La muchacha había sufrido un corte en el cuero cabelludo y unos
rasguños. El carpintero había salido del paso con una desagradable astilla
clavada en el hombro, pero sus heridas no revestían gravedad. Matthieu se
apresuró a cortar las ataduras. Quería salir del pecio antes de que éste se
deshiciera. Hubiera sido una estupidez morir en el hundimiento del bajel
después de una odisea semejante. Ninguna estructura se sostenía en pie. El
armazón, dislocado, amenazaba con desmontarse de un momento a otro.
Atontada, Marion se dejó sacar al exterior sin tener plena conciencia de
lo que pasaba. La sangre que le chorreaba de los cabellos la cegaba. El
universo, alrededor de ella, estaba poblado de crujidos amenazantes. Intuyó
que Matthieu abría una porta y se deslizaba afuera; ella le siguió, saltó en sus
brazos tal como él le ordenaba.
Se dirigieron hacia una eminencia rocosa para alejarse lo más
rápidamente posible del pecio. Se salvaron por los pelos, pues la nave se
dislocó casi de inmediato, y la cubierta superior se hundió sobre el
entrepuente. De haberse quedado allí, habrían sido aplastados.
Cuando el polvo se hubo depositado de nuevo, descendieron para
explorar las ruinas. Encontraron allí unos cadáveres, algunos sacos de víveres
y a Constance de Hurault que, habiéndose atado a unas barandillas del
castillo de popa, había sobrevivido a la aventura. Estaba inconsciente pero
respiraba todavía. La desataron y la llevaron aparte. Todos los demás estaban
muertos, triturados, inidentificables, o bien habían sido tragados por el
precipicio.
—Se acabó —decidió Matthieu—, Ahora hay que partir antes de que la
Inquisición envíe refuerzos. No tendremos dos veces la misma suerte.
Capítulo 23

CUANDO la baronesa recobró el conocimiento, les explicó que Mahaut


había sido una de las primeras en rodar por encima de la borda. La
grandullona Perrine la había seguido, porque se había quedado arrodillada en
la proa para rezar por el ángel mutilado hasta el último segundo.
Se pusieron en camino sin más pérdida de tiempo, con la esperanza de
llegar a la falsa casa de Dios de Venzóme. No tenían la menor idea del lugar
donde se encontraban realmente.

Caminaban, dormían, hablaban poco. Finalmente, un gran hedor les


anunció que acababan de encontrar los restos del gorila asaeteado por el guía.
Estaban, pues, en el buen camino.
Marion lamentaba no haber tenido el coraje de regresar a la planicie para
ver si Yolande y Malestrazza habían sobrevivido al alud. A veces se decía
que por fuerza debían de haber sido arrastrados por el desprendimiento; otras,
igualmente, se decía que habían huido por el camino de los puertos y se
dirigían en aquel momento hacia el reino de España.
No sabía qué versión era más de su agrado.
Llegaron a la falsa casa de Dios. Estaba vacía. Encontraron allí con qué
recobrar fuerzas y vestirse. Una incomodidad reinaba entre ellos. La
complicidad del camino terminaba allí y cada uno lamentaba que el otro
estuviese al corriente de las aberraciones en las que se había visto mezclado.
El tiempo de las locuras concluía en aquel lugar. Ahora era preciso empezar a
vivir de nuevo y esforzarse por olvidar.
Acordaron tomarse dos días de descanso para recuperar fuerzas
suficientes. Constance fue la primera en partir. Regresaba a su castillo.
Aseguró que sabría encontrar el camino. Desde que estaba encinta, no era ya
la misma.
—He aquí por lo menos alguien para quien toda esta locura habrá
resultado beneficiosa —masculló Matthieu viéndola alejarse.
Marion no tenía ningunas ganas de volver a la casa paterna. De
encontrar allí a Antonin, su prometido. Algo la había cambiado. No podía
reintegrarse a su antigua vida. No después de lo que había vivido en la
montaña.
Matthieu la examinó con aire incómodo y, tras andarse con muchos
rodeos, acabó declarando:
—Si quieres, podemos seguir juntos. Por un tiempo al menos... Tengo
cierta vergüenza por lo que te he hecho, me siento responsable. Si estás
embarazada, te ayudaré a criar al niño.
Se hizo un lío en su declaración. Marion comprendió que le proponía
vivir con él y abrir una ebanistería. Él haría el trabajo pesado, ella tallaría la
madera en vez de la piedra. Sería ésta una tarea honesta, una vida sencilla que
daría la espalda a las fantasmagorías.
La muchacha aceptó.
Capítulo 24

ABANDONARON la montaña por unos atajos que cruzaban el verdadero


camino de los peregrinos. No se demoraron, por temor a toparse con un
nuevo convoy despachado por la Inquisición.
Dos semanas más tarde, se instalaron en una ciudad portuaria y se
pusieron a trabajar con un artesano para familiarizarse con la tarea.
Marion descubrió que no estaba en estado. No supo si sentirse aliviada o
decepcionada.
Había abandonado la piedra para tallar la madera. Unas extrañas figuras
de ángeles nacían de sus dedos. Esculpía también animales enzarzados en una
lucha, navíos desmesurados arrastrados por la tempestad. En medio de
aquellos diseños le volvía a menudo la silueta esbelta de un hombre de
cabellos rizados, de altivo perfil. Un Adán imperioso de encanto demoníaco.
El artesano fruncía el ceño al examinar aquellos motivos que encontraba
inquietantes. Habría preferido cosas más anodinas, representaciones serenas.
Matthieu y la muchacha vivían en un cuchitril, encima del granero, en la
trasera de la casa. Dormían uno al lado del otro sin tocarse jamás. A veces,
por la noche, cuando hacía demasiado calor, Marion se levantaba y bajaba a
la huerta, en camisa. Solía escrutar el camino desperezándose bajo las
estrellas, convencida de que un día u otro terminaría por ver aparecer por él
las siluetas de Yolande y de Malestrazza, caminando Juntos.
En otros momentos, le parecía oír un latido por encima de su cabeza.
Una agitación como podría producir un par de alas gigantescas. Entonces
levantaba los ojos, esperando ver aparecer a Noctus. Un Noctus reconstituido
que vendría a raptarla para llevársela no sabía dónde.
Una noche, soñó que él no estaba muerto. Que Mazólas y los monjes le
habían escondido en un subterráneo abierto en el espesor de la montaña. El
incendio del fortín no había sido más que un señuelo destinado a los
inquisidores, una astucia de guerra.
Por más que trataba de olvidar, los recuerdos volvían a acosarla, sin
cesar, sin darle respiro.

Pasaron los meses. Se aburría.


En noviembre, un buhonero le habló de una secta extraña que ganaba
muchos adeptos en el sur, en la frontera con España. Sus seguidores adoraban
a un ángel mutilado, que profetizaba el Apocalipsis. No sabía nada más sobre
ellos, salvo que la Iglesia les perseguía y les acosaba sin descanso,
obligándoles a cambiar frecuentemente de escondite.

Al día siguiente, al despertar, Matthieu descubrió que estaba solo sobre


el colchón de la buhardilla. Marion se había llevado todas sus pertenencias.
No trató de darle alcance. Por una vez, bendijo la vejez que le protegía de
semejantes locuras.

notes
Notas a pie de página
1 Especie de lana gruesa. (N. del t.)
2 La maisnie Hellequin, nombre que se daba en la Edad Media a una
banda de espíritus malignos, reunidos en alborotadas y nocturnas cabalgatas o
en partidas de caza; Hellequin, su jefe, estaba representado como un cazador
infernal. (N. del t.)
3 Alforja.
4 Bordón, cayado de marcha.
5 Malotru deriva del latín mal astru, que significa nacido bajo un mal
astro, es decir, alguien que tiene mala estrella.
6 Esta costumbre fue condenada, por otra parte, por la Iglesia, que
terminó por ver en ella una forma de blasfemia.
7 Así en el original. (N. del t.)
8 Medianoche, las tres y las seis de la mañana, respectivamente.
9 Borracho... Puerta... (N. del t.)
10 Libros. (N. del t.)
11 Muerta o gruta. (N. del t.)
12 Contrahecha, monstruosa.
13 Vouivre, que comete actos de vouerie, es decir, de brujería. Bruja,
echadora de buena fortuna.
14 La severa doctrina de los Perfectos sufrió una serie de derivaciones

laxistas que autorizaron las peores aberraciones.

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