Está en la página 1de 3

Al New York Times y demás medios del mundo:

Mi inspiración y mi guitarra me bastaban. En un principio lo hice para mí, y luego porque me gustaba
compartir mi música en escenarios humeantes iluminados por el éxtasis colectivo. Pero la vida no se
trata de hacer los sueños realidad, aprendí, porque cuando un sueño se realiza se convierte en una
pesadilla. La vida se trata de que el encantamiento medie la ensoñación y manifieste lo real.

Consigno:

A un parásito chupasangre, se le llama sanguijuela. Y eso son los empresarios del arte. Mientras yo
viví en una cacería perpetua de experiencia, inspiración y música (con unos merecidos billetes en la
cartera y mi guitarra en la mano) ellos cruzaron autopistas en lujosos autos color azul eléctrico. Hoy
pagan la renta de casas amplias. Mañana prosperan.

Nunca fui un jipi ni una estrella de rock, mi vida musical se puede resumir en la de un obrero de la
cultura, uno más en una masa de creadores que aman su oficio y aman capitalizarlo de vez en cuando.

No niego que gocé las oleadas de groupies; las recibí, oscuras y revueltas como quien se adentra en
un mar tropical bajo la luna. Tibias, nuevas, genuinas. Una a una (a veces en grupos) me compartieron
su entusiasmo por mi música. Y decir que renovaron mi santuario sería un eufemismo para consignar
en mis últimas palabras que hubo carne y goce. Podría alargarme en obscenidades puntuales, pero
tengo el tiempo contado y estas aventuras son irrelevantes.

Mi elección de morir no es por una renuncia a esta forma de vida, sino por un hambre de eternidad.
Entendí que un vehículo directo de la inmortalidad es la inmolación. Esto es el autosacrificio ritual a
una deidad. En mi caso esa deidad es la trascendencia, la liberación del alma.

Hablé de esto en mis álbumes los últimos años. Del abismo que creció en mi estómago, anegado de
tesoros esotéricos que expresé en mi música. Nunca busqué ascender en la pirámide cultural. Siempre
quise prescindir de favores y artimañas gesticulares para cohabitar un espacio tan íntimo y a la vez
tan público. Por suerte logré posicionarme de forma natural. A mis 15 años comencé a compartir
escenarios con los músicos que escuché de niño.

Pero estas palabras tampoco se tratan de despotricar contra mi gremio. Apagué la distorsión del
reconocimiento hace mucho. Sirva plantear mi postura. El mundo sigue siendo un tanto feudal y no
me interesa mucho.

Admiré y detuve la belleza entre las cuerdas de mi guitarra, no como haces de luz suspendidos entre
mis dedos, sino como los cabellos de una musa hincada contra el cuerpo de mi instrumento, Bakunin
y Kropotkin a mi lado.
No todo fue una trampa.

La gloria se opacó en cada presentación. Y luego de los conciertos, las sonrisas ocultaron el deseo
aberrante de un espíritu salvaje que quería sangrarme. Mi paranoia, grito fiable de mi alma, supo
alertarme de esos terrores. Al retrotraerme de la escena mis actitudes fueron objeto de burlas y
vejaciones en secreto, murmullos que el radar de mi ansiedad detectaba. No quise descifrar los temas
en disputa, probablemente fueran pueriles. Conforme mis colegas empezaron a entenderme, sus
señalamientos se convirtieron en imitaciones. Al poco tiempo creamos juegos mentales que no hay
espacio de describir ahora ni nunca, pero entendí que si pude hacer música sin tocar un instrumento
a través de parásitos de ese calibre. Entonces ¿qué es el arte?

Esta pregunta se apoderó de mi mente y yo la abracé con la creciente convicción de que toda la vida
era el lienzo de un ente superior al cosmos que trazaba el destino y los designios en pos de una obra
ulterior que era de pocos asumir en plenitud. Los idiotas lo llamaron a esto un brote psicótico porque
entienden un pito de la vida. Y yo reía por dentro. Desarrollo: Pensar en el ‘Anciano de los días’ de
Blake. Tuve la certeza de que un trazo superior unía la memoria, el dolor y el conocimiento de una
forma tan vívida y armónica que incluso sentí cierta gratitud pese a la ruina que me sobrevino, asumida
como una suerte de destino trágico; a esto le llamé: la experiencia. Algún biógrafo podrá etiquetarme
como neurótico narcisista. Agradezco el esfuerzo y acepto ese y todos los diagnósticos de la medicina
o las ciencias de la mente. Son más banderas que porto. La psiquiatría y el Estado me interesaron
algún tiempo. Ahora ya no tanto.

Ese pensamiento, aparentemente inocuo, se infiltró en mi mundo para colapsarlo. Así comprendí los
efectos del arte y la energía. Y a la par, en las partituras de mi alma se adentró como un tempo para
acelerar y vincular los sucesos de mi acontecer. Entendí por qué de joven recorrí sectas buscando
pertenencia y respuestas. Por qué ensayé doctrina con hombres ilustres sobre el vagabundaje en el
campo. Volví al silencio. Rompí el silencio. Viajé. Mi yo crecía a la par que mi mundo se despedazaba
ante mis ojos. Perdí mi casa, a mi esposa, mi banda se disolvió y yo me sentía más despierto que
nunca. A la vez que extraía música del aire, dejé de tartamudear. Se volvió absolutamente necesario
y congruente marcar un acento vivaz a mis urgencias creativas. Eso fue lo que me condujo a esta
navaja recién usada frente a mí. Precisamente.

‘Hay plantas que crecen a la sombra’.

En ese tiempo yo vagaba venturoso sin rumbo por la tierra, cayendo continuamente en el instante
infinito. Me esforcé por mejorarme en cada oportunidad. Esto fue recibido como una grosera arrogancia
que el medio se esforzó por anular en especie de competición. Pero todos mis esfuerzos estaban
rendidos en no enfadar al arquitecto.
Y mi espíritu rebelde supo ampliar los límites de mi entorno. A cada gesto de mal gusto de mis colegas
respondí desde mi verdad con mi música y más convicción. Esto despertó dinámicas de creación y
destrucción, espirales de inspiración y caos. Daba tanto más de mí en cada concierto a la vez que
modulaba mi alma para acatar al arquitecto y su trazo. Ese tiempo mi guitarra fulguró con mi melena
negra y mi canto en la gala perfecta de la noche.

Los fantasmas me enseñaron a viajar en el tiempo. Criaturas espléndidas me acompañaron en el


laberinto. Mi meditación musical me transmutó en águila, árbol, mineral, estrella, etc., continuamente.
Estas experiencias bastaron para llevar una existencia satisfactoria.

‘Yo no creo. Yo conozco.’

Amigos. Enemigos. Mantengan mis pecados en su corazón. Fijen mis terrores en su mente. Que cada
malicioso insulto, burla impertinente, derrota, agresión espontánea, defraudación y revelación se
cristalicen como una negra manzana en el árbol del tiempo; que cada arranque de mi violencia creativa
se inscriba en la tabla de los condenados. Sanguijuelas, revisen mi obra, investiguen las piezas del
rompecabezas que fabriqué para anularlos. Propaguen mi enfermedad y mi enseñanza,
multiplíquenme. Tambores infernales, recíbanme en estruendo.

Queda poca tinta en este tintero. Ya lo decía alguno de esos libros metafísicos: “el hombre nace poeta,
vive ladrón y muere vampiro”. Siento que me hago inmortal, o quizás siempre lo fui. Ahora, los caminos
de mi obra florecen lenguas de fuego ante mis ojos. El fuego y la aurora son mi sangre derramada.

Viene la Muerte cubierta por una túnica roja y se inclina sobre mi cuerpo tendido en el suelo. Besa mi
boca. Está helada. Toma mis antebrazos, besa mis heridas. Me levanta. Somos una reproducción roja
de la ‘La piedad’ de Miguel Ángel. Ella gira su cuerpo sobre el mío para rodearme con las piernas,
quiere sexo para acelerar la extracción de mi alma. La navaja brilla manchada al otro lado del espejo.
Al rodear sus nalgas con mis manos un sudor frío crispa mi piel entera. Me descubro desnudo sobre
el charco de mi propia sangre. Estoy solo y doy al tenaz arquitecto del universo una última oración
para sellar este documento. Lágrimas de vergüenza escurren por mi rostro. Soy un creador con las
venas abiertas en espera del amanecer de los prodigios. Muero orgulloso de haber tenido a la Muerte
entre mis brazos. No todo fue una trampa. Aun así, me despido consignado a las dramáticas tinieblas.

También podría gustarte