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HOMILIAS DE PASCUA DE LOS PAPAS

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

SANTA MISA DEL DÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Plaza de San Pedro
Domingo de Pascua, 1 de abril de 2018

Después de la escucha de la Palabra de Dios, de este paso del Evangelio, me nace decir tres cosas.

Primero: el anuncio. Ahí hay un anuncio: el Señor ha resucitado. Este anuncio que desde los primeros
tiempos de los cristianos iba de boca en boca; era el saludo: el Señor ha resucitado. Y las mujeres, que
fueron a ungir el cuerpo del Señor, se encontraron frente a una sorpresa. La sorpresa... Los anuncios de
Dios son siempre sorpresas, porque nuestro Dios es el Dios de las sorpresas. Y así desde el inicio de la
historia de la salvación, desde nuestro padre Abraham, Dios te sorprende: «Pero ve, ve, deja, vete de tu
tierra». Y siempre hay una sorpresa detrás de la otra. Dios no sabe hacer un anuncio sin sorprendernos. Y
la sorpresa es lo que te conmueve el corazón, lo que te toca precisamente allí, donde tú no lo esperas.
Para decirlo un poco con un lenguaje de los jóvenes: la sorpresa es un golpe bajo; tú no te lo esperas. Y Él
va y te conmueve. Primero: el anuncio hecho sorpresa.

Segundo: la prisa. Las mujeres corren, van deprisa a decir: «¡Pero hemos encontrado esto!».

Las sorpresas de Dios nos ponen en camino, inmediatamente, sin esperar. Y así corren para ver. Y Pedro y
Juan corren. Los pastores la noche de Navidad corren: «Vamos a Belén a ver lo que nos han dicho los
ángeles». Y la Samaritana, corre para decir a su gente: «Esta es una novedad: he encontrado a un hombre
que me ha dicho todo lo que he hecho». Y la gente sabía las cosas que ella había hecho. Y aquella gente,
corre, deja lo que está haciendo, también la ama de casa deja las patatas en la cazuela —las encontrará
quemadas— pero lo importante es ir, correr, para ver esa sorpresa, ese anuncio. También hoy sucede.

En nuestros barrios, en los pueblos cuando sucede algo extraordinario, la gente corre a ver. Ir deprisa.
Andrés no perdió tiempo y fue deprisa donde Pedro a decirle: «Hemos encontrado al Mesías».

Las sorpresas, las buenas noticias, se dan siempre así: deprisa. En el Evangelio hay uno que se toma un
poco de tiempo; no quiere arriesgar.

Pero el Señor es bueno, lo espera con amor, es Tomás. «Yo creeré cuando vea las llagas», dice. También
el Señor tiene paciencia para aquellos que no van tan deprisa.

El anuncio-sorpresa, la respuesta deprisa y lo tercero que yo quisiera decir hoy es una pregunta:

«¿Y yo qué? ¿Tengo el corazón abierto a las sorpresas de Dios? ¿Soy capaz de ir deprisa, o siempre con
esa cantilena, “veré mañana, mañana”? ¿Qué me dice a mí la sorpresa?».

Juan y Pedro fueron deprisa al sepulcro. De Juan el Evangelio nos dice: «Creed». También Pedro: «Creed»,
pero a su modo, con la fe un poco mezclada con el remordimiento de haber negado al Señor. El anuncio
causó sorpresa, la carrera/ir deprisa y la pregunta: ¿Y yo hoy en esta Pascua de 2018 qué hago? ¿Tú, qué
haces?

 
CELEBRACIÓN DE LA PASCUA CON LOS UNIVERSITARIOS DE ROMA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Basílica de san Pedro
Jueves 5 de abril de 1979

 1. Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros" ( Lc 22, 15).

Estas palabras de Cristo me vienen hoy a la mente mientras nos encontramos juntos en torno al altar de la
basílica de San Pedro, para participar en la celebración de la Eucaristía. Desde el comienzo, desde cuando
me fue concedido estar en este altar, he deseado mucho encontrarme con vosotros , con la juventud que
estudia en la universidad y en las escuelas superiores de esta ciudad. Sentía que me faltabais vosotros,
universitarios de la diócesis del Papa. Tenía deseo, dejádmelo decir, de sentiros cercanos. Estoy habituado
desde hace años a estos encuentros. Muchas veces en el período de Cuaresma —y también de Adviento—
me era dado encontrarme en medio de los estudiantes universitarios de Cracovia, con ocasión de la
clausura de los ejercicios espirituales que reunían a miles de participantes. En este día me encuentro con
vosotros. Os saludo cordialmente a todos los que estéis aquí presentes. Y en vosotros y por medio de
vosotros saludo a todos vuestros compañeros y compañeras, a vuestros profesores, investigadores, a
vuestras facultades, organizaciones, a los responsables de vuestros ambientes. Saludo a toda la Roma
académica.

En este tiempo en el que Cristo nos habla de nuevo cada año en la vida de la Iglesia con su "Pascua", se
descubre en los corazones humanos, particularmente en los corazones jóvenes, la necesidad de estar con
El. El tiempo de Cuaresma, la Semana Santa, el triduo sacro, son no sólo un recuerdo de los
acontecimientos ocurridos hace casi dos mil años, sino que constituyen una invitación particular a la
participación.

2. Pascua significa "Paso".

En el Antiguo Testamento significaba el éxodo de la "casa de la esclavitud'', de Egipto, y el paso del Mar
Rojo, bajo una protección singular de Yavé, hacia la "Tierra Prometida". La peregrinación duró cuarenta
años. En el Nuevo Testamento esta Pascua histórica se ha cumplido en Cristo durante los tres días:  del
jueves por la tarde a la mañana del domingo. Y significa el paso a través de la muerte hacia la
resurrección, y a la vez el éxodo de la esclavitud del pecado a la participación en la vida de Dios mediante
la gracia. Cristo dice en el Evangelio de hoy: "Si alguno guardare mi palabra, jamás verá la muerte" ( Jn 8,
51). Estas palabras indican al mismo tiempo lo que es el Evangelio. Es el libro de la vida eterna, hacia la
que corren los innumerables caminos de la peregrinación terrena del hombre. Cada uno de nosotros anda
sobre uno de esos caminos. El Evangelio instruye sobre cada uno de ellos. Y precisamente en esto consiste
el misterio de este libro sagrado. De aquí nace el hecho de que sea tan leído, y de aquí proviene su
actualidad. Nuestra vida adquiere a la luz del Evangelio una dimensión nueva. Adquiere su sentido
definitivo. Por esto la vida misma demuestra que es un paso.

3. La vida humana es paso.

Esta vida no es un conjunto que se encierra de modo definitivo entre la fecha del nacimiento y la de la
muerte. Está abierta hacia la realización última en Dios. Cada uno de nosotros siente dolorosamente el fin
de la vida, el límite que pone la muerte. Cada uno de nosotros, de algún modo, es consciente del hecho
que el hombre no está contenido completamente en estos límites , y que no puede morir definitivamente.
Demasiadas preguntas no pronunciadas y demasiados problemas no resueltos —si no en la dimensión de la
vida personal, individual, al menos en la dimensión de la vida de las comunidades humanas: de las
familias, de las naciones, de la humanidad— se detienen en el momento de la muerte de cada hombre. En
efecto, ninguno de nosotros vive solo. A través de cada hombre pasan diversos círculos. Ha dicho también
Santo Tomás: Anima humana est quodammodo omnia (Comen. in Arist. De Anima, III, 8, lect. 13).
Llevamos en nosotros la necesidad de "universalización". En un determinado momento, la muerte
interrumpe todo esto...
¿Quién es Cristo? Es el Hijo de Dios que asumió la vida humana en su orientación temporal hacia la
muerte. Aceptó la necesidad de la muerte. Antes que la muerte lo alcanzara, le amenazó varias veces. El
Evangelio de hoy nos recuerda una de estas amenazas: "...tomaron piedras para arrojárselas" ( Jn 8, 59).

Cristo es el que ha aceptado toda la realidad del morir humano. Y precisamente por esto es el que ha
realizado un cambio fundamental en el modo de entender la vida . ¡Ha enseñado que la vida es un paso!,
no solamente hacia la frontera de la muerte, sino hacia una vida nueva. Así la cruz ha venido a ser para
nosotros la Cátedra suprema de la verdad de Dios y del hombre. Todos debemos ser alumnos de esta
Cátedra, "en curso o fuera de curso". Entonces comprenderemos que la cruz es también la cuna del
hombre nuevo.

Los que son sus alumnos miran la vida así, la comprenden así. Y enseñan así a los otros. Imprimen este
significado de la vida en toda la realidad temporal: en la moralidad, en la creatividad, en la cultura, en la
política, en la economía. Se ha afirmado muchas veces —como sostenían, por ejemplo, los seguidores de
Epicuro en los tiempos antiguos, y como hacen en nuestra época por otros motivos los secuaces de Marx—
que tal concepto de la vida aparta al hombre de la realidad temporal y que, en cierto modo, la anula. La
verdad es muy otra. Sólo tal concepción de la vida da plena importancia a todos los problemas de la
realidad temporal. Abre la posibilidad de situarlos bien en la existencia del hombre. Y una cosa es segura:
tal concepción de la vida no permite encerrar al hombre  en las cosas de la temporalidad, no permite
subordinarlo completamente a ellas Decide su libertad.

4. La vida es una prueba.

Dando a la vida humana este significado "pascual", es decir, que es paso, que es paso a la libertad,
Jesucristo ha enseñado con su palabra y también con su propio ejemplo que la vida es una prueba. La
prueba corresponde a la importancia de las fuerzas que se acumulan en el hombre. El hombre es creado
"para" la prueba, y llamado a ella desde el principio. Es necesario pensar profundamente en esta llamada,
ya al meditar los primeros capítulos de la Biblia, particularmente los tres primeros. Allí se define al hombre
no sólo como un ser creado "a imagen de Dios" ( Gén 1, 26-27), sino al mismo tiempo como un ser
sometido a prueba. Y ésta es —si analizamos bien el texto— la prueba del pensamiento, del "corazón" y de
la voluntad. la prueba de la verdad y del amor . En este sentido es al mismo tiempo la prueba de la Alianza
con Dios. Cuando esta primera Alianza fue rota, Dios la realizó de nuevo. Las lecturas de hoy recuerdan la
Alianza con Abraham, que fue un camino de preparación para la venida de Cristo.

Cristo confirma este significado de la vida: es la gran prueba del hombre. Y precisamente por esto tiene
sentido para el hombre. En cambio, no tiene sentido si pensamos que el hombre en la vida sólo debe sacar
provecho, usar, "tomar", más aún, luchar encarnizadamente por el derecho de aprovechar, usar, "tomar".

La vida tiene sentido cuando se la considera y se la vive como una prueba  de carácter ético. Cristo
confirma este sentido y, al mismo tiempo, define la adecuada dimensión de esta prueba que es la vida
humana. Leamos de nuevo detenidamente, por ejemplo, el sermón de la montaña y también el capítulo 25
del Evangelio de Mateo: la imagen del juicio. Basta esto sólo para renovar en nosotros la conciencia
fundamental cristiana en el sentido de la vida.

El concepto de la "prueba" se vincula estrechamente con el concepto de la responsabilidad. Ambos están


orientados por nuestra voluntad, por nuestros actos, Aceptad, queridos amigos, estos dos conceptos —o
mejor, estas dos realidades— como los elementos de la construcción de la propia humanidad. Esta
humanidad vuestra es ya madura y, al mismo tiempo, todavía es joven. Se encuentra en fase de formación
definitiva del proyecto de la vida. Esta formación se realiza precisamente en los años "académicos", en el
tiempo de los estudios superiores. Quizá ese proyecto personal de vida depende ahora de muchas
incógnitas. Quizá os falta todavía una visión exacta de vuestro puesto en la sociedad, del trabajo para el
que os preparáis a través de vuestros estudios. Ciertamente, ésta es una dificultad grande; pero las
dificultades de este género no pueden paralizar vuestras iniciativas. No pueden hacer surgir sólo la
agresión. La agresión, de por sí, no resolverá nada. No cambiará la vida en mejor. La agresión sólo puede
volverla "mala de otro modo". Siento que estáis denunciando con vuestro lenguaje tan franco la vejez de
las ideologías y la insuficiencia ideal de la "máquina social". Pues bien, para promover la verdadera
dignidad —incluso intelectual— del hombre y no dejaros enredar por parte vuestra en sectarismos diversos,
no olvidéis que es indispensable adquirir una profundo formación basada en la enseñanza que nos ha
dejado Cristo en sus palabras y en el ejemplo de la propia vida. Tratad de aceptar las dificultades que
debéis afrontar precisamente como una parte de esa prueba que es la vida de cada hombre . Es necesario
asumir esta prueba con toda responsabilidad. Se trata de una responsabilidad al mismo tiempo personal:
para mi vida, para su perfil futuro, para su valor; y es también a la vez responsabilidad social: para la
justicia y la paz, para el orden moral del propio ambiente nativo y de toda le sociedad, es una
responsabilidad para el auténtico bien común. El hombre que tiene tal conciencia del sentido de la vida no
destruye, sino que construye el futuro. Nos lo enseña Cristo.

5. Y nos enseña también que la vida humana tiene el sentido de un testimonio de la verdad y del amor .
Hace poco tuve ocasión de expresarme sobre este tema, hablando a la juventud universitaria de México y
de las otras naciones de América Latina. Me permita citar algunos pensamientos de aquel discurso que
quizá interesa también a los estudiantes europeos y romanos. Existe hoy una implicación mundial de
compromisos, de miedos y al mismo tiempo de esperanzas, de modos de pensar y valorar, que atormentan
vuestro mundo joven. En aquella ocasión puse de relieve, entre otras Cosas, que es necesario promover
una "cultura integral que mira al desarrollo completo de la persona humana, en la que resaltan los valores
de la inteligencia, voluntad, conciencia, fraternidad. basados todos en Dios Creador y que han sido
elevados maravillosamente en Cristo (cf. Gaudium et spes, 61)". Esto es. a le formación científica es
necesario añadir una profunda formación moral y cristiana, que se viva profundamente y que realice una
síntesis cada vez más armónica entre fe y razón, entre fe y cultura, entre fe y vida. Unir a la vez la
dedicación a una investigación científica rigurosa, y el testimonio de una vida cristiana auténtica: he aquí el
compromiso entusiasmante de todo estudiante universitario (cf. AAS 71, 1979, págs. 236-237). Y os repito
también lo que en febrero escribí a los estudiantes de las escuelas latinoamericanas: "Los estudios deben
comportar no sólo una determinada cantidad de conocimientos adquiridos en el curso de la especialización.
sino también una peculiar madurez espiritual, que se presenta como responsabilidad por la verdad: por la
verdad en el pensamiento y en la acción" (ib., pág. 253).

Nos basten estas pocas citas.

En el mundo contemporáneo existe una gran tensión. En fin de cuentas, ésta es una tensión por el sentido
de la vida humana, por el significado que podemos y debemos dar a esta vida si debe ser digna del
hombre, si debe ser tal que valga la pena vivirla. Existen también síntomas claros de alejamiento de estas
dimensiones: en efecto. el materialismo bajo diversas formas, heredado de los últimos siglos, es capaz de
coartar este sentido de la vida. Pero el materialismo no forma de ningún modo las raíces más profundas de
la cultura europea ni mundial. No es de ningún modo un correlativo ni una expresión plena del realismo
epistemológico ni ático.

Cristo —permitidme decirlo así— es el realista más grande de la historia del hombre . Reflexionad un poco
sobre esta formulación. Meditad lo que puede significar.

Precisamente en virtud de este realismo Cristo da testimonio al Padre y al hombre. En efecto, El mismo
sabe "lo que hay en cada hombre" ( Jn 2. 25). ¡El lo sabe! Lo repito sin querer ofender a ninguno de los
que en cualquier tiempo han tratado o tratan hoy de entender lo que es el hombre y quieren enseñarlo.

Y precisamente basado en este realismo Cristo enseña que la vida humana tiene sentido en cuanto es
testimonio de la verdad y del amor.

Pensad sobre esto, vosotros que como estudiantes debéis ser particularmente sensibles  a la verdad y al
testimonio de la verdad. Vosotros, por así decirlo, sois los profesionales de la inteligencia, en cuanto os
aplicáis al estudio de las humanidades y las ciencias, con miras a preparar el oficio que os espera en la
sociedad.

Pensad sobre esto vosotros que, teniendo corazones jóvenes, sentís cuánta necesidad de amor nace en
ellos. Vosotros que buscáis una forma de expresión para este amor en vuestra vida. Hay algunos que
encuentran tal expresión en la entrega exclusiva de sí mismos a Dios. La grandísima mayoría son los que
encuentran la expresión de este amor en el matrimonio, en la vida de familia. Preparaos sólidamente a
esto. Recordad que el amor como sentimiento noble es don del corazón, pero a la vez un gran deber que
es necesario asumir en favor de otro hombre, en favor de ella, de él. Cristo espera este amor vuestro.
Desea estar con vosotros cuando se forma en vuestros corazones y cuando madura en el compromiso
sacramental. Y después y siempre.

6. Cristo dice: "Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros" ( Lc 22, 15). Cuando la comió
por vez primera con los discípulos, pronunció palabras particularmente cordiales y particularmente
comprometidas: "Ya no os llamo siervos... pero os digo amigos" ( Jn 15, 15); "éste es mi precepto: que os
améis unos a otros" (Jn 15. 12). Recordad estas palabras del discurso de despedida de Cristo, del
Evangelio de Juan, ahora, en el período de la pasión del Señor. Volved a pensar en elles de nuevo.

Purificad vuestros corazones en el sacramento de la reconciliación. Mienten los que acusan la invitación de
la Iglesia a la penitencia como proveniente de una mentalidad "represiva". La confesión sacramental no
constituye una represión, sino una liberación; no despierta el sentido de culpa, sino que borra la culpa.
absuelve el mal cometido y da la gracia del perdón. Las causas del mal no se buscan fuera del hombre,
sino ante todo en el interior de su corazón; y el remedio parte también del corazón. Los cristianos. pues,
mediante le sinceridad del propio compromiso de conversión, deben rebelarse contra el aplanamiento del
hombre y proclamar con la propia vida la alegría de la verdadera liberación del pecado mediante el perdón
de Cristo. La Iglesia no tiene a punto un proyecto propio de escuela universitaria, de sociedad; pero tiene
un proyecto de hombre, del hombre nuevo, renacido por la gracia. Encontrad de nuevo la verdad interior
de vuestras conciencias. El Espíritu Santo os conceda la gracia de un sincero arrepentimiento, de un
propósito firme de contrición y de una sincera confesión de las culpas.

Os conceda una profunda alegría espiritual.

Se acerca "el día que hizo el Señor" (Sal 177/175, 24).

¡Estad preparados para ese día!


SANTA MISA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI


Domingo de Pascua,  12 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

«Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua»  (1 Co 5,7). Resuena en este día la exclamación de san Pablo
que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se
remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene
en una síntesis impresionante —como es típico de algunas expresiones paulinas— la plena conciencia de la
novedad cristiana. El símbolo central de la historia de la salvación — el cordero pascual — se identifica aquí
con Jesús, llamado precisamente «nuestra Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de la
esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley
mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz para
quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los
corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo
durante la Última Cena, poniéndose en el lugar —bajo las especies del pan y el vino— de los elementos
rituales de la cena de la Pascua. Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la
tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.

A partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la interpretación de san Pablo
sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según la cual en la Pascua había
que limpiar la casa hasta de las migajas de pan fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que
había pasado con los antepasados en el momento de su huída de Egipto: teniendo que salir a toda prisa
del país, llevaron consigo solamente panes sin levadura. Pero, al mismo tiempo, «los ázimos» eran un
símbolo de purificación: eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora, como explica san Pablo,
también esta antigua tradición adquiere un nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es
el paso de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo, como el verdadero Cordero, se ha
sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus discípulos —gracias a Él y por medio de Él—
podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del
pecado: ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.

«Así, pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad». Esta exhortación de
san Pablo con que termina la breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena aún más
intensamente en el contexto del Año Paulino. Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del
Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del
veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En
la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum
surrexisse / a mortuis vere» —sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda. Sí, éste es
precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos
une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién
podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua
se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre
todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas
obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet vos in Galileam » — ¡Resucitó de veras mi esperanza! Venid
a Galilea, el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es
nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de marzo de 2008

La resurrección de Cristo
clave de bóveda del cristianismo

Queridos hermanos y hermanas:

«Et resurrexit tertia die secundum Scripturas», «Resucitó al tercer día según las Escrituras». Cada
domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento
sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir
de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración
eucarística.

Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los
fieles de un modo más intenso en su riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada
vez más y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el «santísimo Triduo
de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de
oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al
Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia
revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en
plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la
resurrección de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y
resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la
certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús
está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio.

«La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo
explican claramente: «Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre
los muertos» (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es
verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han
consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.

La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros;
pero sólo su resurrección es «prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale
también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en
la carta a los Romanos: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo» ( Rm 10, 9).

Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente
documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o
incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el
testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo
se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la
vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.

¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a
los mártires de todas las épocas? ¿No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a
tantos hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para seguirlo y
poniendo su vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no resucitó, —decía el apóstol san Pablo— es vana
nuestra predicación y es vana también nuestra fe» ( 1Co 15, 14). Pero ¡resucitó!
El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es
«el que vive» (Ap  1, 18), y nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las
mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se
encontraron con él los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las
mujeres; y como se encontraron con él muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.

Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre sus amigos, como por lo demás
había prometido: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» ( Mt 28, 20).
El Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los miembros de la Iglesia primitiva,
iluminados por el Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y
este anuncio, transmitiéndose de generación en generación, ha llegado hasta nosotros y resuena cada año
en Pascua con una fuerza siempre nueva.

De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a encontrarnos personalmente con el
Resucitado y a reconocer su acción vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida
diaria. Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor de los dos discípulos de Emaús
(cf. Lc 24, 13-35). Después de la crucifixión de Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían a
casa desconsolados. Durante el camino conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado en aquellos
días en Jerusalén; entonces se les acercó Jesús, se puso a conversar con ellos y a enseñarles: «¡Oh
insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?» ( Lc 24, 25-26). Luego, empezando por Moisés y continuando por
todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.

La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para los discípulos de Emaús como una
revelación inesperada, luminosa y consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora
todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento. Conquistados por las palabras del
caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y él aceptó y se sentó a la mesa con
ellos. El evangelista san Lucas refiere: «Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» ( Lc 24, 30). Fue precisamente en ese momento cuando
se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron, «pero él desapareció de su lado» ( Lc 24, 31). Y
ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros
cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» ( Lc 24, 32).

En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está
en camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él.
Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El
Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús
al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de
Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el
pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena,
donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.

Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa
Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su
Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del
Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del
Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.

Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance aún más nuestra adhesión fiel a Cristo
crucificado y resucitado. Sobre todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que
María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos nuestros.

De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de abril de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría
espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la
Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de
vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio
gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.

En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos.
Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los
judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de
la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los
suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: «No os dejaré
huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises:
«No os dejaré huérfanos». Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada
de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que
tranquiliza: «Paz a vosotros» ( Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un
significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos
superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus
discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se
turbe vuestro corazón ni se acobarde» ( Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa
paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse
en Dios. También a nosotros nos dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» ( Jn 14, 1).

Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf.  Jn 20,
20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Este
gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre
los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz
deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de
su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas
mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor»
(Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: «Paz a vosotros» (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un
saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una
consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y
los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: «Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo» (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha
completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre,
conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún
mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu
(cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de
Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura
el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación,
pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la
Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre
dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la
muerte.

Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a
veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos
para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el
hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios
comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas,
indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el
que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos
discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf.  Lc 24, 13-35). Hablan de
Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su
melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva
realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la
existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba
muerto y parecía que todo había acabado.

Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos
discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces
sobre la resurrección; de hecho le refieren: «Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado,
pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que
incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo» (vv. 22-23). Y todo eso no había
bastado para convencerlos, pues «a él no lo vieron» (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, «comenzando
por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (v.
27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental,
es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf.  Jn 5, 39-47). El sentido de
todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús
había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).

Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero
viandante «simula que va a seguir caminando» (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con
insistencia: «Quédate con nosotros» (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo,
con insistencia: «Quédate con nosotros». «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo iba dando» (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última
Cena es evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). La presencia de Jesús,
primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y
pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro corazón
mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Este episodio nos indica dos
«lugares» privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la
escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos «lugares» profundamente unidos
entre sí porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una
sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Exhort.
ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los
Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a
Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su
propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible.
Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados
para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la
comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida
resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.

Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con
alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el
mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la
Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero
sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es
la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar
presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.

En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para
nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio
de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el
Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y
de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace
animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2019

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo, 21 de abril de 2019

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!

Hoy la Iglesia renueva el anuncio de los primeros discípulos: «Jesús ha resucitado». Y de boca en boca, de
corazón a corazón resuena la llamada a la alabanza: «¡Aleluya!... ¡Aleluya!». En esta mañana de Pascua,
juventud perenne de la Iglesia y de toda la humanidad, quisiera dirigirme a cada uno de vosotros con las
palabras iniciales de la reciente Exhortación apostólica dedicada especialmente a los jóvenes:

«Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él es la más hermosa juventud de este mundo. Todo lo que Él toca se
vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada
uno de los jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo! Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por
más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te
sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para
devolverte la fuerza y la esperanza» (Christus vivit, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, este mensaje se dirige al mismo tiempo a cada persona y al mundo. La
resurrección de Cristo es el comienzo de una nueva vida para todos los hombres y mujeres, porque la
verdadera renovación comienza siempre desde el corazón, desde la conciencia. Pero la Pascua es también
el comienzo de un mundo nuevo, liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte: el mundo al fin se
abrió al Reino de Dios, Reino de amor, de paz y de fraternidad.

Cristo vive y se queda con nosotros. Muestra la luz de su rostro de Resucitado y no abandona a los que se
encuentran en el momento de la prueba, en el dolor y en el luto. Que Él, el Viviente, sea esperanza para el
amado pueblo sirio, víctima de un conflicto que continúa y amenaza con hacernos caer en la resignación e
incluso en la indiferencia. En cambio, es hora de renovar el compromiso a favor de una solución política
que responda a las justas aspiraciones de libertad, de paz y de justicia, aborde la crisis humanitaria y
favorezca el regreso seguro de las personas desplazadas, así como de los que se han refugiado en países
vecinos, especialmente en el Líbano y en Jordania.

La Pascua nos lleva a dirigir la mirada a Oriente Medio, desgarrado por continuas divisiones y tensiones.
Que los cristianos de la región no dejen de dar testimonio con paciente perseverancia del Señor resucitado
y de la victoria de la vida sobre la muerte. Una mención especial reservo para la gente de Yemen, sobre
todo para los niños, exhaustos por el hambre y la guerra. Que la luz de la Pascua ilumine a todos los
gobernantes y a los pueblos de Oriente Medio, empezando por los israelíes y palestinos, y los aliente a
aliviar tanto sufrimiento y a buscar un futuro de paz y estabilidad.

Que las armas dejen de ensangrentar a Libia, donde en las últimas semanas personas indefensas vuelven a
morir y muchas familias se ven obligadas a abandonar sus hogares. Insto a las partes implicadas a que
elijan el diálogo en lugar de la opresión, evitando que se abran de nuevo las heridas provocadas por una
década de conflicto e inestabilidad política.

Que Cristo vivo dé su paz a todo el amado continente africano, lleno todavía de tensiones sociales,
conflictos y, a veces, extremismos violentos que dejan inseguridad, destrucción y muerte, especialmente
en Burkina Faso, Mali, Níger, Nigeria y Camerún. Pienso también en Sudán, que está atravesando un
momento de incertidumbre política y en donde espero que todas las reclamaciones sean escuchadas y
todos se esfuercen en hacer que el país consiga la libertad, el desarrollo y el bienestar al que aspira desde
hace mucho tiempo.
Que el Señor resucitado sostenga los esfuerzos realizados por las autoridades civiles y religiosas de Sudán
del Sur, apoyados por los frutos del retiro espiritual realizado hace unos días aquí, en el Vaticano. Que se
abra una nueva página en la historia del país, en la que todos los actores políticos, sociales y religiosos se
comprometan activamente por el bien común y la reconciliación de la nación.

Que los habitantes de las regiones orientales de Ucrania, que siguen sufriendo el conflicto todavía en
curso, encuentren consuelo en esta Pascua. Que el Señor aliente las iniciativas humanitarias y las que
buscan conseguir una paz duradera.

Que la alegría de la Resurrección llene los corazones de todos los que en el continente americano sufren
las consecuencias de situaciones políticas y económicas difíciles. Pienso en particular en el pueblo
venezolano: en tantas personas carentes de las condiciones mínimas para llevar una vida digna y segura,
debido a una crisis que continúa y se agrava. Que el Señor conceda a quienes tienen responsabilidades
políticas trabajar para poner fin a las injusticias sociales, a los abusos y a la violencia, y para tomar
medidas concretas que permitan sanar las divisiones y dar a la población la ayuda que necesita.

Que el Señor resucitado ilumine los esfuerzos que se están realizando en Nicaragua para encontrar lo antes
posible una solución pacífica y negociada en beneficio de todos los nicaragüenses.

Que, ante los numerosos sufrimientos de nuestro tiempo, el Señor de la vida no nos encuentre fríos e
indiferentes. Que haga de nosotros constructores de puentes, no de muros. Que Él, que nos da su paz,
haga cesar el fragor de las armas, tanto en las zonas de guerra como en nuestras ciudades, e impulse a los
líderes de las naciones a que trabajen para poner fin a la carrera de armamentos y a la propagación
preocupante de las armas, especialmente en los países más avanzados económicamente. Que el
Resucitado, que ha abierto de par en par las puertas del sepulcro, abra nuestros corazones a las
necesidades de los menesterosos, los indefensos, los pobres, los desempleados, los marginados, los que
llaman a nuestra puerta en busca de pan, de un refugio o del reconocimiento de su dignidad.

Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo vive! Él es la esperanza y la juventud para cada uno de nosotros y
para el mundo entero. Dejémonos renovar por Él. ¡Feliz Pascua!
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2018

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo, 1 de abril de 2018

Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!

Jesús ha resucitado de entre los muertos.

Junto con el canto del aleluya, resuena en la Iglesia y en todo el mundo, este mensaje: Jesús es el Señor,
el Padre lo ha resucitado y él vive para siempre en medio de nosotros.

Jesús mismo había preanunciado su muerte y resurrección con la imagen del grano de trigo. Decía: «Si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» ( Jn 12,24). Y
esto es lo que ha sucedido: Jesús, el grano de trigo sembrado por Dios en los surcos de la tierra, murió
víctima del pecado del mundo, permaneció dos días en el sepulcro; pero en su muerte estaba presente
toda la potencia del amor de Dios, que se liberó y se manifestó el tercer día, y que hoy celebramos: la
Pascua de Cristo Señor.

Nosotros, cristianos, creemos y sabemos que la resurrección de Cristo es la verdadera esperanza del
mundo, aquella que no defrauda. Es la fuerza del grano de trigo, del amor que se humilla y se da hasta el
final, y que renueva realmente el mundo. También hoy esta fuerza produce fruto en los surcos de nuestra
historia, marcada por tantas injusticias y violencias. Trae frutos de esperanza y dignidad donde hay miseria
y exclusión, donde hay hambre y falta trabajo, a los prófugos y refugiados —tantas veces rechazados por
la cultura actual del descarte—, a las víctimas del narcotráfico, de la trata de personas y de las distintas
formas de esclavitud de nuestro tiempo.

Y, hoy, nosotros pedimos frutos de paz para el mundo entero, comenzando por la amada y martirizada
Siria, cuya población está extenuada por una guerra que no tiene fin. Que la luz de Cristo resucitado
ilumine en esta Pascua las conciencias de todos los responsables políticos y militares, para que se ponga
fin inmediatamente al exterminio que se está llevando a cabo, se respete el derecho humanitario y se
proceda a facilitar el acceso a las ayudas que estos hermanos y hermanas nuestros necesitan
urgentemente, asegurando al mismo tiempo las condiciones adecuadas para el regreso de los desplazados.

Invocamos frutos de reconciliación para Tierra Santa, que en estos días también está siendo golpeada por
conflictos abiertos que no respetan a los indefensos, para Yemen y para todo el Oriente Próximo, para que
el diálogo y el respeto mutuo prevalezcan sobre las divisiones y la violencia. Que nuestros hermanos en
Cristo, que sufren frecuentemente abusos y persecuciones, puedan ser testigos luminosos del Resucitado y
de la victoria del bien sobre el mal.

Suplicamos en este día frutos de esperanza para cuantos anhelan una vida más digna, sobre todo en
aquellas regiones del continente africano que sufren por el hambre, por conflictos endémicos y el
terrorismo. Que la paz del Resucitado sane las heridas en Sudán del Sur: abra los corazones al diálogo y a
la comprensión mutua. No olvidemos a las víctimas de ese conflicto, especialmente a los niños. Que nunca
falte la solidaridad para las numerosas personas obligadas a abandonar sus tierras y privadas del mínimo
necesario para vivir.

Imploramos frutos de diálogo para la península coreana, para que las conversaciones en curso promuevan
la armonía y la pacificación de la región. Que los que tienen responsabilidades directas actúen con
sabiduría y discernimiento para promover el bien del pueblo coreano y construir relaciones de confianza en
el seno de la comunidad internacional.
Pedimos frutos de paz para Ucrania, para que se fortalezcan los pasos en favor de la concordia y se
faciliten las iniciativas humanitarias que necesita la población.

Suplicamos frutos de consolación para el pueblo venezolano, el cual —como han escrito sus Pastores— vive
en una especie de «tierra extranjera» en su propio país. Para que, por la fuerza de la resurrección del
Señor Jesús, encuentre la vía justa, pacífica y humana para salir cuanto antes de la crisis política y
humanitaria que lo oprime, y no falten la acogida y asistencia a cuantos entre sus hijos están obligados a
abandonar su patria.

Traiga Cristo Resucitado frutos de vida nueva para los niños que, a causa de las guerras y el hambre,
crecen sin esperanza, carentes de educación y de asistencia sanitaria; y también para los ancianos
desechados por la cultura egoísta, que descarta a quien no es «productivo».

Invocamos frutos de sabiduría para los que en todo el mundo tienen responsabilidades políticas, para que
respeten siempre la dignidad humana, se esfuercen con dedicación al servicio del bien común y garanticen
el desarrollo y la seguridad a los propios ciudadanos.

Queridos hermanos y hermanas:

También a nosotros, como a las mujeres que acudieron al sepulcro, van dirigidas estas palabras: «¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» ( Lc 24,5-6). La muerte, la soledad y el
miedo ya no son la última palabra. Hay una palabra que va más allá y que solo Dios puede pronunciar: es
la palabra de la Resurrección (cf. Juan Pablo II, Palabras al término del Vía Crucis , 18 abril 2003). Ella, con
la fuerza del amor de Dios, «ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la
alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos» (Pregón pascual).

¡Feliz Pascua a todos!


MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2017

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo 16 de abril de 2017

Queridos hermanos y hermanas, Feliz Pascua.

Hoy, en todo el mundo, la Iglesia renueva el anuncio lleno de asombro de los primeros discípulos:  Jesús ha
resucitado  — Era verdad, ha resucitado el Señor, como había dicho  (cf. Lc  24,34; Mt 28,5-6).

La antigua fiesta de Pascua, memorial de la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo, alcanza aquí su
cumplimiento: con la resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte y
nos ha abierto el camino a la vida eterna.

Todos nosotros, cuando nos dejamos dominar por el pecado, perdemos el buen camino y vamos errantes
como ovejas perdidas. Pero Dios mismo, nuestro Pastor, ha venido a buscarnos, y para salvarnos se ha
abajado hasta la humillación de la cruz. Y hoy podemos proclamar: « Ha resucitado el Buen Pastor que dio
la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya » (Misal Romano, IV Dom. de Pascua, Ant. de la
Comunión).

En toda época de la historia, el Pastor Resucitado no se cansa de buscarnos a nosotros, sus hermanos
perdidos en los desiertos del mundo. Y con los signos de la Pasión —las heridas de su amor misericordioso
— nos atrae hacia su camino, el camino de la vida. También hoy, él toma sobre sus hombros a tantos
hermanos nuestros oprimidos por tantas clases de mal.

El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación;
va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y
ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con
Dios.

Se hace cargo de cuantos son víctimas de antiguas y nuevas esclavitudes: trabajos inhumanos, tráficos
ilícitos, explotación y discriminación, graves dependencias. Se hace cargo de los niños y de los
adolescentes que son privados de su serenidad para ser explotados, y de quien tiene el corazón herido por
las violencias que padece dentro de los muros de su propia casa.

El Pastor Resucitado se hace compañero de camino de quienes se ven obligados a dejar la propia tierra a
causa de los conflictos armados, de los ataques terroristas, de las carestías, de los regímenes opresivos. A
estos emigrantes forzosos, les ayuda a que encuentren en todas partes hermanos, que compartan con
ellos el pan y la esperanza en el camino común.

Que en los momentos más complejos y dramáticos de los pueblos, el Señor Resucitado guíe los pasos de
quien busca la justicia y la paz; y done a los representantes de las Naciones el valor de evitar que se
propaguen los conflictos y de acabar con el tráfico de las armas.

Que en estos tiempos el Señor sostenga en modo particular los esfuerzos de cuantos trabajan activamente
para llevar alivio y consuelo a la población civil de Siria, la amada y martirizada Siria, víctima de una guerra
que no cesa de sembrar horror y muerte. El vil ataque de ayer a los prófugos que huían ha provocado
numerosos muertos y heridos. Que conceda la paz a todo el Oriente Medio, especialmente a Tierra Santa,
como también a Irak y a Yemen.

Que los pueblos de Sudán del Sur, de Somalia y de la República Democrática del Congo, que padecen
conflictos sin fin, agravados por la terrible carestía que está castigando algunas regiones de África, sientan
siempre la cercanía del Buen Pastor.
Que Jesús Resucitado sostenga los esfuerzos de quienes, especialmente en América Latina, se
comprometen en favor del bien común de las sociedades, tantas veces marcadas por tensiones políticas y
sociales, que en algunos casos son sofocadas con la violencia. Que se construyan puentes de diálogo,
perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de válidas soluciones pacíficas
ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, en el pleno
respeto del estado de derecho.

Que el Buen Pastor ayude a ucraniana, todavía afligida por un sangriento conflicto, para que vuelva a
encontrar la concordia y acompañe las iniciativas promovidas para aliviar los dramas de quienes sufren las
consecuencias.

Que el Señor Resucitado, que no cesa de bendecir al continente europeo, dé esperanza a cuantos
atraviesan momentos de dificultad, especialmente a causa de la gran falta de trabajo sobre todo para los
jóvenes.

Queridos hermanos y hermanas, este año los cristianos de todas las confesiones celebramos juntos la
Pascua. Resuena así a una sola voz en toda la tierra el anuncio más hermoso: «Era verdad, ha resucitado
el Señor». Él, que ha vencido las tinieblas del pecado y de la muerte, dé paz a nuestros días. Feliz Pascua.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2016

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo 27 de marzo de 2016

«Dad gracias al Señor porque es bueno


Porque es eterna su misericordia»  (Sal  135,1)

Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!

Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado.
Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!

Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es
para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido
por nosotros hasta el fondo del abismo.

Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que
provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede
llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir
avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.

El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» ( Mt 28,6), nos ofrece
la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el
luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una
condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos
concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los
encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de
personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de
informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos
armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.

Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto,
con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la
convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con
la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción
una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje
de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro
corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del
Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo,
que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa,
así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los
cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la
vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y
apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.

Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive
en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de
violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en
los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún, Costa de Marfil e Irak; que lleve a
buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en
Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones
políticas y sociales.
Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la
misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el
pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos
el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración
entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo
único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.

El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos
invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una
muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen
de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran
demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos
hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro
a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de
conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son
perseguidos por motivos étnicos y religiosos.

Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque
sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la
naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en
ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del
planeta.

Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el
mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras
del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo! » (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta
victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la
inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la
celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!»
(Melitón de Sardes, Homilía Pascual).

A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos
abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a
todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas... al que
tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» ( Ap 21,5-6). Que este mensaje
consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor y esperanza la construcción
de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos. Lo necesitamos mucho.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2015

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo 5 de abril de 2015

Queridos hermanos y hermanas

¡Feliz Pascua!

¡Jesucristo ha resucitado!

El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.

Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de
siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del
universo. Jesús es el Señor.

Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: esta vía es la humildad,
que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla puede ir
hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el
humilde, «desde abajo hacia arriba».

La mañana de Pascua, Pedro y Juan, advertidos por las mujeres, corrieron al sepulcro y lo encontraron
abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el
misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede
seguirlo en su camino.

El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de
Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad , en la cual tratamos de vivir al servicio de los
demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.

Esto no es debilidad, sino auténtica fuerza . Quien lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no
necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.

Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras,
sino de tener el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento
de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen
injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo, y que son
tantas.

Pidamos paz ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una
buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad
internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama
de tantos refugiados.

Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la
cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.

Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está
pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se
esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la
persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien
de toda la población.
Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor, que es tan misericordioso, el acuerdo alcanzado
en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.

Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y
de la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración
incesante por aquellos que perdieron su vida —pienso en particular en los jóvenes asesinados el pasado
jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia—, por los que han sido secuestrados, los que han tenido que
abandonar sus hogares y sus seres queridos.

Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la
violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al
compromiso de todas las partes implicadas.

Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud
por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de
droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia
humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que se enriquecen con
la sangre de hombres y mujeres.

Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y
desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia;
a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora
y curativa del Señor Jesús: «Paz a vosotros» ( Lc 24,36). «No temáis, he resucitado y siempre estaré con
vosotros» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2014

Balcón central de la Basílica Vaticana


Domingo 20 de abril de 2014

Queridos hermanos y hermanas, Feliz y santa Pascua.

El anuncio del ángel a las mujeres resuena en la Iglesia esparcida por todo el mundo: « Vosotras no
temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí. Ha resucitado... Venid a ver el sitio donde lo
pusieron» (Mt 28,5-6).

Esta es la culminación del Evangelio, es la Buena Noticia por excelencia: Jesús, el crucificado, ha
resucitado. Este acontecimiento es la base de nuestra fe y de nuestra esperanza: si Cristo no hubiera
resucitado, el cristianismo perdería su valor; toda la misión de la Iglesia se quedaría sin brío, pues desde
aquí ha comenzado y desde aquí reemprende siempre de nuevo. El mensaje que los cristianos llevan al
mundo es este: Jesús, el Amor encarnado, murió en la cruz por nuestros pecados, pero Dios Padre lo
resucitó y lo ha constituido Señor de la vida y de la muerte. En Jesús, el Amor ha vencido al odio, la
misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte.

Por esto decimos a todos: « Venid y veréis». En toda situación humana, marcada por la fragilidad, el
pecado y la muerte, la Buena Nueva no es sólo una palabra, sino un testimonio de amor gratuito y fiel : es
un salir de sí mismo para ir al encuentro del otro, estar al lado de los heridos por la vida, compartir con
quien carece de lo necesario, permanecer junto al enfermo, al anciano, al excluido... « Venid y veréis»: El
amor es más fuerte, el amor da vida, el amor hace florecer la esperanza en el desierto.

Con esta gozosa certeza, nos dirigimos hoy a ti, Señor resucitado.

Ayúdanos a buscarte para que todos podamos encontrarte, saber que tenemos un Padre y no nos sentimos
huérfanos; que podemos amarte y adorarte.

Ayúdanos a derrotar el flagelo del hambre, agravada por los conflictos y los inmensos derroches de los que
a menudo somos cómplices.

Haznos disponibles para proteger a los indefensos, especialmente a los niños, a las mujeres y a los
ancianos, a veces sometidos a la explotación y al abandono.

Haz que podamos curar a los hermanos afectados por la epidemia de Ébola en Guinea Conakry, Sierra
Leona y Liberia, y a aquellos que padecen tantas otras enfermedades, que también se difunden a causa de
la incuria y de la extrema pobreza.

Consuela a todos los que hoy no pueden celebrar la Pascua con sus seres queridos, por haber sido
injustamente arrancados de su afecto, como tantas personas, sacerdotes y laicos, secuestradas en
diferentes partes del mundo.

Conforta a quienes han dejado su propia tierra para emigrar a lugares donde poder esperar en un futuro
mejor, vivir su vida con dignidad y, muchas veces, profesar libremente su fe.

Te rogamos, Jesús glorioso, que cesen todas las guerras, toda hostilidad pequeña o grande, antigua o
reciente.

Te pedimos por Siria: la amada Siria, que cuantos sufren las consecuencias del conflicto puedan recibir la
ayuda humanitaria necesaria; que las partes en causa dejen de usar la fuerza para sembrar muerte, sobre
todo entre la población inerme, y tengan la audacia de negociar la paz, tan anhelada desde hace tanto
tiempo.

Jesús glorioso, te rogamos que consueles a las víctimas de la violencia fratricida en Irak y sostengas las
esperanzas que suscitan la reanudación de las negociaciones entre israelíes y palestinos.

Te invocamos para que se ponga fin a los enfrentamientos en la República Centroafricana, se detengan los
atroces ataques terroristas en algunas partes de Nigeria y la violencia en Sudán del Sur.

Y te pedimos por Venezuela, para que los ánimos se encaminen hacia la reconciliación y la concordia
fraterna.

Que por tu resurrección, que este año celebramos junto con las iglesias que siguen el calendario juliano, te
pedimos que ilumines e inspires iniciativas de paz en Ucrania, para que todas las partes implicadas,
apoyadas por la Comunidad internacional, lleven a cabo todo esfuerzo para impedir la violencia y construir,
con un espíritu de unidad y diálogo, el futuro del País. Que como hermanos puedan hoy cantar Хрhctос
Воскрес.

Te rogamos, Señor, por todos los pueblos de la Tierra: Tú, que has vencido a la muerte, concédenos tu
vida, danos tu paz. Queridos hermanos y hermanas, feliz Pascua.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PASCUA 2013

Domingo 31 de marzo de 2013

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!

Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas
las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las
cárceles...

Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta
Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del
mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.

También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío,
podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado?
Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios
puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y
esto lo puede hacer el amor de Dios.

Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la
humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este
mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha
hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado
en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de
esperanza.

He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad
del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf.
san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).

Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder
de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en
todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos
desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando
falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador
nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede
hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos
renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor
transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los
cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.

Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la
venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para
el mundo entero.

Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el
camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin
de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que cese definitivamente toda
violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos
refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de
causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?

Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y
estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la
vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos
terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde
muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.

Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un
renovado espíritu de reconciliación.

Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el
egoísmo que amenaza la vida humana y la familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la
esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la esclavitud más
extendida en este siglo ventiuno. Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de
drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado
traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la
creación.

Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la
invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la
casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal 117,1-2).
MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
URBI ET ORBI
PASCUA 2006  

Queridos hermanos y hermanas: 

Christus resurrexit!- ¡Cristo ha resucitado! 

La gran Vigilia de esta noche nos ha hecho revivir el acontecimiento decisivo y siempre actual de la
Resurrección, misterio central de la fe cristiana. En las iglesias se han encendido innumerables cirios
pascuales para simbolizar la luz de Cristo que ha iluminado e ilumina a la humanidad, venciendo para
siempre las tinieblas del pecado y del mal. Y hoy resuenan con fuerza las palabras que asombraron a las
mujeres que habían ido la madrugada del primer día de la semana al sepulcro donde habían puesto el
cuerpo de Cristo, bajado apresuradamente de la cruz. Tristes y desconsoladas por la pérdida de su
Maestro, encontraron apartada la gran piedra y, al entrar, no hallaron su cuerpo. Mientras estaban allí,
perplejas y confusas, dos hombres con vestidos resplandecientes les sorprendieron, diciendo: «¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» ( Lc 24, 5-6) «Non est hic, sed
resurrexit» (Lc 24, 6). Desde aquella mañana, estas palabras siguen resonando en el universo como
anuncio perenne, e impregnado a la vez de infinitos y siempre nuevos ecos, que atraviesa los siglos. 

«No está aquí... ha resucitado». Los mensajeros celestes comunican ante todo que Jesús «no está aquí»:
el Hijo de Dios no ha quedado en el sepulcro, porque no podía permanecer bajo el dominio de la muerte
(cf. Hch 2, 24) y la tumba no podía retener «al que vive» ( Ap 1, 18), al que es la fuente misma de la vida.
Porque, del mismo modo que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo, también Cristo crucificado quedó
sumido en el seno de la tierra (cf. Mt 12, 40) hasta terminar un sábado. Aquel sábado fue ciertamente «un
día solemne», como escribe el evangelista Juan (19, 31), el más solemne de la historia, porque, en él, el
«Señor del sábado» (Mt  12, 8) llevó a término la obra de la creación (cf. Gn 2, 1-4a), elevando al hombre
y a todo el cosmos a la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rm  8, 21). Cumplida esta obra
extraordinaria, el cuerpo exánime ha sido traspasado por el aliento vital de Dios y, rotas las barreras del
sepulcro, ha resucitado glorioso. Por esto los ángeles proclaman «no está aquí»: ya no se le puede
encontrase en la tumba. Ha peregrinado en la tierra de los hombres, ha terminado su camino en la tumba,
como todos, pero ha vencido a la muerte y, de modo absolutamente nuevo, por un puro acto de amor, ha
abierto la tierra de par en par hacia el Cielo. 

Su resurrección, gracias al Bautismo que nos “incorpora” a Él, es nuestra resurrección. Lo había
preanunciado el profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros
sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel» ( Ez 37, 12). Estas palabras proféticas adquieren un
valor singular en el día de Pascua, porque hoy se cumple la promesa del Creador; hoy, también en esta
época nuestra marcada por la inquietud y la incertidumbre, revivimos el acontecimiento de la resurrección,
que ha cambiado el rostro de nuestra vida, ha cambiado la historia de la humanidad. Cuantos permanecen
todavía bajo las cadenas del sufrimiento y la muerte, aguardan, a veces de modo inconsciente, la
esperanza de Cristo resucitado.  

Que el espíritu del Resucitado traiga consuelo y seguridad, particularmente, a África a las poblaciones
de Dafur, que atraviesan una dramática situación humanitaria insostenible; a las de las regiones de
los Grandes Lagos, donde muchas heridas aún no han cicatrizado; a los pueblos del Cuerno de África,
de Costa de Marfil, de Uganda, de Zimbabwe y de otras naciones que aspiran a la reconciliación, a la
justicia y al desarrollo. Que en Irak prevalezca finalmente la paz sobre la trágica violencia, que continúa
causando víctimas despiadadamente. También deseo ardientemente la paz para los afectados por el
conflicto de Tierra Santa, invitando a todos a un diálogo paciente y perseverante que elimine los obstáculos
antiguos y nuevos. Que la comunidad internacional, que reafirma el justo derecho de Israel a existir en
paz, ayude al pueblo palestino a superar las precarias condiciones en que vive y a construir su futuro
encaminándose hacia la constitución de un auténtico y propio Estado. Que el Espíritu del Resucitado
suscite un renovado dinamismo en el compromiso de los Países de Latinoamérica, para que se mejoren las
condiciones de vida de millones de ciudadanos, se extirpe la execrable plaga de secuestros de personas y
se consoliden las instituciones democráticas, en espíritu de concordia y de solidaridad activa. Por lo que
respecta a las crisis internacionales vinculadas a la energía nuclear, que se llegue a una salida honrosa
para todos mediante negociaciones serias y leales, y que se refuerce en los responsables de las Naciones y
de las Organizaciones Internacionales la voluntad de lograr una convivencia pacífica entre etnias, culturas y
religiones, que aleje la amenaza del terrorismo. Éste es el camino de la paz para el bien de toda la
humanidad. 

Que el Señor Resucitado haga sentir por todas partes su fuerza de vida, de paz y de libertad. Las palabras
con las que el ángel confortó los corazones atemorizados de las mujeres en la mañana de Pascua, se
dirigen a todos: «¡No tengáis miedo!...No está aquí. Ha resucitado» ( Mt 28,5-6). Jesús ha resucitado y nos
da la paz; Él mismo es la paz. Por eso la Iglesia repite con firmeza: «Cristo ha resucitado –  Christós
anésti». Que la humanidad del tercer milenio no tenga miedo de abrirle el corazón. Su Evangelio sacia
plenamente el anhelo de paz y de felicidad que habita en todo corazón humano. Cristo ahora está vivo y
camina con nosotros. ¡Inmenso misterio de amor! Christus resurrexit, quia Deus caritas est!Alleluia
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PASCUA 2007  

Hermanos y hermanas del mundo entero,


¡hombres y mujeres de buena voluntad!

¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio, fundamento de la fe y de la


esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día,
según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer día después del sábado, a Maria la
Magdalena y a las mujeres que fueron al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: “¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!” ( Lc 24,5-6).

No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos de estas mujeres: sentimientos de
tristeza y desaliento por la muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho
demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba abierta y vacía: ya no estaba
el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón.
La fe de los Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo de la
cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se encontraban juntos,
perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed incrédula de certezas.
No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera,
aunque inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. “Entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: «Paz a vosotros»” (Jn 20,19).

Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás,
ausente en aquel primer encuentro extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha
resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y
perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: “Trae tu dedo, aquí
tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente!”. La respuesta
del apóstol es una conmovedora profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” ( Jn 20,27-28).

“¡Señor mío y Dios mío!”. Renovemos también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación
pascual, este año, he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos
un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder conocerlo como
verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres
de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables contemporáneos nuestros, con
él podemos redescubrir también con renovada convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros.
Esta fe, transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor
resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su
designio eterno de salvación.

Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El dolor, el mal, las injusticias, la
muerte, especialmente cuando afectan a los inocentes —por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del
terrorismo, de las enfermedades y del hambre—, ¿no someten quizás nuestra fe a dura prueba? No
obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa,
porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el
rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del
Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús, y
confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al
contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no ha escondido, sino que ha mostrado
y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos de cada ser humano.

“Sus heridas os han curado” (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos.
Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos
del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado,
pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a
entender quién es Dios y a repetir también: “Señor mío y Dios mío”. Sólo un Dios que nos ama hasta
cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el dolor inocente, es digno de fe.

¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades naturales y tragedias humanas que
provocan innumerables víctimas e ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente
en Madagascar, en las Islas Salomón, en América latina y en otras Regiones del mundo. Pienso en el
flagelo del hambre, en las enfermedades incurables, en el terrorismo y en los secuestros de personas, en
los mil rostros de la violencia —a veces justificada en nombre de la religión—, en el desprecio de la vida y
en la violación de los derechos humanos, en la explotación de la persona. Miro con aprensión las
condiciones en que se encuentran tantas regiones de África: en el Darfur y en los países cercanos se da
una situación humana catastrófica y por desgracia infravalorada; en Kinshasa, en la República Democrática
del Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer por el futuro del proceso
democrático congoleño y por la reconstrucción del país; en Somalia la reanudación de los combates aleja la
perspectiva de la paz y agrava la crisis regional, especialmente por lo que concierne a los desplazamientos
de la población y al tráfico de armas; una grave crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los Obispos del país,
en un reciente documento, han indicado como única vía de superación la oración y el compromiso
compartido por el bien común.

Necesitan reconciliación y paz: la población de Timor Este, que se prepara a vivir importantes
convocatorias electorales; Sri Lanka, donde sólo una solución negociada pondrá punto final al drama del
conflicto que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud e inestabilidad. En Medio
Oriente —junto con señales de esperanza en el diálogo entre Israel y la Autoridad palestina—, por
desgracia nada positivo viene de Irak, ensangrentado por continuas matanzas, mientras huyen las
poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento de las instituciones políticas pone en peligro el papel que
el país está llamado a desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente su futuro. No puedo
olvidar, por fin, las dificultades que las comunidades cristianas afrontan cotidianamente y el éxodo de los
cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe. A aquellas poblaciones renuevo con
afecto mi cercanía espiritual.

Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos de
esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el
sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la superabundancia de su gracia. A la
prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha
dejado el Amor que no teme a la Muerte. “Que os améis unos a otros —dijo a los Apóstoles antes de morir
— como yo os he amado” (Jn 13,34).

¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está
vivo entre nosotros, Él es la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: “¡Señor mío y
Dios mío!”, resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: “El que quiera
servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo
premiará” (Jn 12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos
(cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la
alegría de la Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este don pascual. ¡Feliz
Pascua a todos!
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PASCUA 2008

Queridos hermanos y hermanas:

«Resurrexi, et adhuc tecum sum. Alleluia!». «He resucitado, estoy siempre contigo». ¡Aleluya! Queridos
hermanos y hermanas, Jesús, crucificado y resucitado, nos repite hoy este anuncio gozoso: es el anuncio
pascual. Acojámoslo con íntimo asombro y gratitud. También bajo la lluvia sigue siendo verdad: el Señor
ha resucitado y nos da su alegría. Pidamos que la alegría esté presente entre nosotros incluso en estas
circunstancias.

«Resurrexi et adhuc tecum sum ». «He resucitado y estoy aún y siempre contigo». Estas palabras, tomadas
de una antigua traducción latina —la Vulgata— del Salmo 138 (v. 18 b), resuenan al inicio de la santa misa
de hoy. En ellas, al surgir el sol de la Pascua —así es, aunque no sea visible—, la Iglesia reconoce la voz
misma de Jesús que, resucitando de la muerte, lleno de felicidad y amor, se dirige al Padre y exclama:
Padre mío, ¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy contigo y lo estaré siempre; tu Espíritu no me ha
abandonado nunca. Así también podemos comprender de modo nuevo otras expresiones del Salmo: «Si
subo al cielo, allí estás tú, si bajo al abismo, allí te encuentro... Porque ni la tiniebla es oscura para ti; la
noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como luz» ( Sal 138, 8.12). También para nosotros esas
tinieblas, en el día de la Resurrección, son como luz.

Es verdad: en la solemne Vigilia de Pascua las tinieblas se convierten en luz, la noche cede el paso al día
que no conoce ocaso. La muerte y resurrección del Verbo de Dios encarnado es un acontecimiento de
amor insuperable, es la victoria del Amor que nos ha librado de la esclavitud del pecado y de la muerte. Ha
cambiado el curso de la historia, infundiendo un indeleble y renovado sentido y valor a la vida del hombre.

«He resucitado y estoy aún y siempre contigo». Estas palabras nos invitan a contemplar a Cristo
resucitado, haciendo resonar su voz en nuestro corazón. Con su sacrificio redentor Jesús de Nazaret nos ha
hecho hijos adoptivos de Dios, de modo que ahora podemos insertarnos también nosotros en el diálogo
misterioso entre él y el Padre. Viene a la mente lo que dijo un día a sus oyentes: «Todo me lo ha
entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel
a quien el Hijo se lo quiera revelar» ( Mt 11, 27). En esta perspectiva, advertimos que la afirmación dirigida
hoy por Jesús resucitado al Padre, —«Estoy aún y siempre contigo»— nos concierne también a nosotros,
que somos «hijos de Dios y coherederos de Cristo, si realmente participamos en sus sufrimientos para
participar en su gloria» (cf. Rm 8, 17). Gracias a la muerte y resurrección el Señor nos dice también a
nosotros: he resucitado y estoy siempre contigo.

Así entramos en la profundidad del misterio pascual. El acontecimiento sorprendente de la resurrección de


Jesús es esencialmente un acontecimiento de amor: amor del Padre que entrega al Hijo para la salvación
del mundo; amor del Hijo que se abandona en la voluntad del Padre por todos nosotros; amor del Espíritu
que resucita a Jesús de entre los muertos con su cuerpo transfigurado. Y todavía más: amor del Padre que
«vuelve a abrazar» al Hijo envolviéndolo en su gloria; amor del Hijo que con la fuerza del Espíritu vuelve al
Padre revestido de nuestra humanidad transfigurada.

Esta solemnidad, que nos hace revivir la experiencia absoluta y única de la resurrección de Jesús, es un
llamamiento a convertirnos al Amor; una invitación a vivir rechazando el odio y el egoísmo, y a seguir
dócilmente las huellas del Cordero inmolado por nuestra salvación, a imitar al Redentor «manso y humilde
de corazón», que es «descanso para nuestras almas» (cf. Mt  11, 29).

Hermanos y hermanas cristianos de todo el mundo, hombres y mujeres de espíritu sinceramente abierto a
la verdad: que nadie cierre el corazón a la omnipotencia de este amor redentor. Jesucristo ha muerto y
resucitado por todos: ¡Él es nuestra esperanza! Como hizo en Galilea con sus discípulos antes de volver al
Padre, Jesús resucitado nos envía hoy también a nosotros a todas partes como testigos de la esperanza y
nos garantiza: Yo estoy siempre con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20).
Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo transfigurado, podemos entender el sentido
y el valor del sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la
humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la
misericordia infinita del Dios del que habla el profeta: él es quien cura las heridas de los corazones
desgarrados, quien defiende a los débiles y proclama la libertad de los esclavos, quien consuela a todos los
afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un
corazón triste (cf. Is 61, 1.2.3). Si nos acercamos a él con humilde confianza, encontraremos en su mirada
la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a Dios y entablar con él una relación vital
que colme de su mismo amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto
la humanidad necesita a Cristo: en él, nuestra esperanza, «fuimos salvados» (cf. Rm 8, 24).

¡Cuántas veces las relaciones entre personas, grupos y pueblos, están marcadas por el egoísmo, la
injusticia, el odio y la violencia, y no por el amor! Son las llagas de la humanidad, abiertas y dolientes en
todos los rincones del planeta, aunque a veces ignoradas e intencionadamente escondidas; llagas que
desgarran el alma y el cuerpo de innumerables hermanos y hermanas nuestros. Estas llagas esperan ser
aliviadas y curadas por las llagas gloriosas del Señor resucitado (cf. 1 P 2, 24-25) y por la solidaridad de
cuantos, siguiendo sus huellas y en su nombre, realizan gestos de amor, se comprometen activamente en
favor de la justicia y difunden en su entorno signos luminosos de esperanza en los lugares ensangrentados
por los conflictos y dondequiera que la dignidad de la persona humana continúe siendo denigrada y
vulnerada. Es de desear que precisamente allí se multipliquen los testimonios de benignidad y de perdón.

Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por la luz deslumbrante de Cristo; abrámonos con
sincera confianza a Cristo resucitado, para que la fuerza renovadora del Misterio pascual se manifieste en
cada uno de nosotros, en nuestras familias, en nuestras ciudades y en nuestras naciones. Que se
manifieste en todas las partes del mundo. En este momento, no podemos menos de pensar, de modo
particular, en algunas regiones africanas, como Dafur y Somalia, en el martirizado Oriente Próximo,
especialmente en Tierra Santa, en Irak, en Líbano y, por último, en Tibet, regiones para las cuales aliento
la búsqueda de soluciones que salvaguarden el bien y la paz.

Invoquemos la plenitud de los dones pascuales por intercesión de María que, tras compartir los
sufrimientos de la pasión y crucifixión de su Hijo inocente, experimentó también la alegría inefable de su
resurrección. Que, al estar asociada a la gloria de Cristo, sea ella quien nos proteja y nos guíe por el
camino de la solidaridad fraterna y de la paz.

Esta es mi felicitación pascual, que transmito a los que estáis aquí presentes y a los hombres y mujeres de
todas las naciones y continentes unidos con nosotros a través de la radio y de la televisión.

¡Feliz Pascua!
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PASCUA 2009

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:

A todos vosotros dirijo de corazón la felicitación pascual con las palabras de san Agustín: « Resurrectio
Domini, spes nostra», «la resurrección del Señor es nuestra esperanza» ( Sermón 261,1). Con esta
afirmación, el gran Obispo explicaba a sus fieles que Jesús resucitó para que nosotros, aunque destinados
a la muerte, no desesperáramos, pensando que con la muerte se acaba totalmente la vida; Cristo ha
resucitado para darnos la esperanza (cf. ibíd.).

En efecto, una de las preguntas que más angustian la existencia del hombre es precisamente ésta: ¿qué
hay después de la muerte? Esta solemnidad nos permite responder a este enigma afirmando que la muerte
no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la que triunfa. Nuestra certeza no se basa en simples
razonamientos humanos, sino en un dato histórico de fe: Jesucristo, crucificado y sepultado, ha resucitado
con su cuerpo glorioso. Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos tener la
vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico. San Pablo lo afirma con fuerza: «Si
Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo». Y añade: «Si
nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados» ( 1 Co 15,14.19).
Desde la aurora de Pascua una nueva primavera de esperanza llena el mundo; desde aquel día nuestra
resurrección ya ha comenzado, porque la Pascua no marca simplemente un momento de la historia, sino el
inicio de una condición nueva: Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón
de sus discípulos, sino porque Él mismo vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida
eterna.

Por tanto, la resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica revelada por el Hombre Jesucristo
mediante su «pascua», su «paso», que ha abierto una «nueva vía» entre la tierra y el Cielo (cf.  Hb 10,20).
No es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único
e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la cruz y
sepultado, ha salido vencedor de la tumba. En efecto, al amanecer del primer día después del sábado,
Pedro y Juan hallaron la tumba vacía. Magdalena y las otras mujeres encontraron a Jesús resucitado; lo
reconocieron también los dos discípulos de Emaús en la fracción del pan; el Resucitado se apareció a los
Apóstoles aquella tarde en el Cenáculo y luego a otros muchos discípulos en Galilea.

El anuncio de la resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en que vivimos. Me refiero
particularmente al materialismo y al nihilismo, a esa visión del mundo que no logra transcender lo que es
constatable experimentalmente, y se abate desconsolada en un sentimiento de la nada, que sería la meta
definitiva de la existencia humana. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, el «vacío» acabaría ganando.
Si quitamos a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria.
Pero, precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección del Señor, que responde a la
pregunta recurrente de los escépticos, referida también por el libro del Eclesiastés: «¿Acaso hay algo de lo
que se pueda decir: “Mira, esto es nuevo?”» ( Qo 1,10). Sí, contestamos: todo se ha renovado en la
mañana de Pascua. “Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es Vida, triunfante se
levanta” (Secuencia Pascual). Ésta es la novedad. Una novedad que cambia la existencia de quien la acoge,
como sucedió a lo santos. Así, por ejemplo, le ocurrió a san Pablo.

En el contexto del Año Paulino, hemos tenido ocasión muchas veces de meditar sobre la experiencia del
gran Apóstol. Saulo de Tarso, el perseguidor encarnizado de los cristianos, encontró a Cristo resucitado en
el camino de Damasco y fue «conquistado» por Él. El resto lo sabemos. A Pablo le sucedió lo que más
tarde él escribirá a los cristianos de Corinto: «El que vive con Cristo, es una criatura nueva; lo viejo ha
pasado, ha llegado lo nuevo» ( 2 Co 5,17). Fijémonos en este gran evangelizador, que con el entusiasmo
audaz de su acción apostólica, llevó el Evangelio a muchos pueblos del mundo de entonces. Su enseñanza
y su ejemplo nos impulsan a buscar al Señor Jesús. Nos animan a confiar en Él, porque ahora el sentido de
la nada, que tiende a intoxicar la humanidad, ha sido vencido por la luz y la esperanza que surgen de la
resurrección. Ahora son verdaderas y reales las palabras del Salmo: «Ni la tiniebla es oscura para ti / la
noche es clara como el día» (139[138],12). Ya no es la nada la que envuelve todo, sino la presencia
amorosa de Dios. Más aún, hasta el reino mismo de la muerte ha sido liberado, porque también al
«abismo» ha llegado el Verbo de la vida, aventado por el soplo del Espíritu (v. 8).

Aunque es verdad que la muerte ya no tiene poder sobre el hombre y el mundo, quedan todavía muchos,
demasiados signos de su antiguo dominio. Aunque Cristo, por la Pascua, ha extirpado la raíz del mal,
necesita hombres y mujeres que lo ayuden siempre y en todo lugar a afianzar su victoria con sus mismas
armas: las armas de la justicia y de la verdad, de la misericordia, del perdón y del amor. Éste es el
mensaje que, con ocasión del reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, he querido llevar a todo el
Continente africano, que me ha recibido con gran entusiasmo y dispuesto a escuchar. En efecto, África
sufre enormemente por conflictos crueles e interminables, a menudo olvidados, que laceran y
ensangrientan varias de sus Naciones, y por el número cada vez mayor de sus hijos e hijas que acaban
siendo víctimas del hambre, la pobreza y la enfermedad. El mismo mensaje repetiré con fuerza en Tierra
Santa, donde tendré la alegría de ir dentro de algunas semanas. La difícil, pero indispensable
reconciliación, que es premisa para un futuro de seguridad común y de pacífica convivencia, no se hará
realidad sino por los esfuerzos renovados, perseverantes y sinceros para la solución del conflicto israelí-
palestino. Luego, desde Tierra Santa, la mirada se ampliará a los países limítrofes, al Medio Oriente, al
mundo entero. En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste financiero, de pobrezas
antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de violencias y miserias que obligan a muchos a
abandonar su tierra buscando una supervivencia menos incierta, de terrorismo siempre amenazante, de
miedos crecientes ante un porvenir problemático, es urgente descubrir nuevamente perspectivas capaces
de devolver la esperanza. Que nadie se arredre en esta batalla pacífica comenzada con la Pascua de Cristo,
el cual, lo repito, busca hombres y mujeres que lo ayuden a afianzar su victoria con sus mismas armas, las
de la justicia y la verdad, la misericordia, el perdón y el amor.

«Resurrectio Domini, spes nostra».  La resurrección de Cristo es nuestra esperanza. La Iglesia proclama
hoy esto con alegría: anuncia la esperanza, que Dios ha hecho firme e invencible resucitando a Jesucristo
de entre los muertos; comunica la esperanza, que lleva en el corazón y quiere compartir con todos, en
cualquier lugar, especialmente allí donde los cristianos sufren persecución a causa de su fe y su
compromiso por la justicia y la paz; invoca la esperanza capaz de avivar el deseo del bien, también y sobre
todo cuando cuesta. Hoy la Iglesia canta «el día en que actuó el Señor» e invita al gozo. Hoy la Iglesia ora,
invoca a María, Estrella de la Esperanza, para que conduzca a la humanidad hacia el puerto seguro de la
salvación, que es el corazón de Cristo, la Víctima pascual, el Cordero que «ha redimido al mundo», el
Inocente que nos «ha reconciliado a nosotros, pecadores, con el Padre». A Él, Rey victorioso, a Él,
crucificado y resucitado, gritamos con alegría nuestro Alleluia.
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PASCUA 2010

«Cantemus Domino: gloriose enim magnificatus est».


«Cantaré al Señor, sublime es su victoria» (Liturgia de las Horas, Pascua, Oficio de Lecturas, Ant. 1).

Queridos hermanos y hermanas:

Os anuncio la Pascua con estas palabras de la Liturgia, que evocan el antiquísimo himno de alabanza de los
israelitas después del paso del Mar Rojo. El libro del Éxodo (cf. 15, 19-21) narra cómo, al atravesar el mar
a pie enjuto y ver a los egipcios ahogados por las aguas, Miriam, la hermana de Moisés y de Aarón, y las
demás mujeres danzaron entonando este canto de júbilo: «Cantaré al Señor, sublime es su victoria, /
caballos y carros ha arrojado en el mar». Los cristianos repiten en todo el mundo este canto en la Vigilia
pascual, y explican su significado en una oración especial de la misma; es una oración que ahora, bajo la
plena luz de la resurrección, hacemos nuestra con alegría: «También ahora, Señor, vemos brillar tus
antiguas maravillas, y lo mismo que en otro tiempo manifestabas tu poder al librar a un solo pueblo de la
persecución del faraón, hoy aseguras la salvación de todas las naciones, haciéndolas renacer por las aguas
del bautismo. Te pedimos que los hombres del mundo entero lleguen a ser hijos de Abrahán y miembros
del nuevo Israel».

El Evangelio nos ha revelado el cumplimiento de las figuras antiguas: Jesucristo, con su muerte y
resurrección, ha liberado al hombre de aquella esclavitud radical que es el pecado, abriéndole el camino
hacia la verdadera Tierra prometida, el Reino de Dios, Reino universal de justicia, de amor y de paz. Este
“éxodo” se cumple ante todo dentro del hombre mismo, y consiste en un nuevo nacimiento en el Espíritu
Santo, fruto del Bautismo que Cristo nos ha dado precisamente en el misterio pascual. El hombre viejo deja
el puesto al hombre nuevo; la vida anterior queda atrás, se puede caminar en una vida nueva (cf.  Rm 6,4).
Pero, el “éxodo” espiritual es fuente de una liberación integral, capaz de renovar cualquier dimensión
humana, personal y social.

Sí, hermanos, la Pascua es la verdadera salvación de la humanidad. Si Cristo, el Cordero de Dios, no


hubiera derramado su Sangre por nosotros, no tendríamos ninguna esperanza, la muerte sería
inevitablemente nuestro destino y el del mundo entero. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: la
resurrección de Cristo es una nueva creación, como un injerto capaz de regenerar toda la planta. Es un
acontecimiento que ha modificado profundamente la orientación de la historia, inclinándola de una vez por
todas en la dirección del bien, de la vida y del perdón. ¡Somos libres, estamos salvados! Por eso, desde lo
profundo del corazón exultamos: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria».

El pueblo cristiano, nacido de las aguas del Bautismo, está llamado a dar testimonio en todo el mundo de
esta salvación, a llevar a todos el fruto de la Pascua, que consiste en una vida nueva, liberada del pecado y
restaurada en su belleza originaria, en su bondad y verdad. A lo largo de dos mil años, los cristianos,
especialmente los santos, han fecundado continuamente la historia con la experiencia viva de la Pascua. La
Iglesia es el pueblo del éxodo, porque constantemente vive el misterio pascual difundiendo su fuerza
renovadora siempre y en todas partes. También hoy la humanidad necesita un “éxodo”, que consista no
sólo en retoques superficiales, sino en una conversión espiritual y moral. Necesita la salvación del
Evangelio para salir de una crisis profunda y que, por consiguiente, pide cambios profundos, comenzando
por las conciencias.

Le pido al Señor Jesús que en Medio Oriente, y en particular en la Tierra santificada con su muerte y
resurrección, los Pueblos lleven a cabo un “éxodo” verdadero y definitivo de la guerra y la violencia a la paz
y la concordia. Que el Resucitado se dirija a las comunidades cristianas que sufren y son probadas,
especialmente en Irak, dirigiéndoles las palabras de consuelo y de ánimo con que saludó a los Apóstoles en
el Cenáculo: “Paz a vosotros” (Jn 20,21).
Que la Pascua de Cristo represente, para aquellos Países Latinoamericanos y del Caribe que sufren un
peligroso recrudecimiento de los crímenes relacionados con el narcotráfico, la victoria de la convivencia
pacífica y del respeto del bien común. Que la querida población de Haití, devastada por la terrible tragedia
del terremoto, lleve a cabo su “éxodo” del luto y la desesperación a una nueva esperanza, con la ayuda de
la solidaridad internacional. Que los amados ciudadanos chilenos, asolados por otra grave catástrofe,
afronten con tenacidad, y sostenidos por la fe, los trabajos de reconstrucción.

Que se ponga fin, con la fuerza de Jesús resucitado, a los conflictos que siguen provocando en África
destrucción y sufrimiento, y se alcance la paz y la reconciliación imprescindibles para el desarrollo. De
modo particular, confío al Señor el futuro de la República Democrática del Congo, de Guinea y de Nigeria.

Que el Resucitado sostenga a los cristianos que, como en Pakistán, sufren persecución e incluso la muerte
por su fe. Que Él conceda la fuerza para emprender caminos de diálogo y de convivencia serena a los
Países afligidos por el terrorismo y las discriminaciones sociales o religiosas. Que la Pascua de Cristo traiga
luz y fortaleza a los responsables de todas las Naciones, para que la actividad económica y financiera se
rija finalmente por criterios de verdad, de justicia y de ayuda fraterna. Que la potencia salvadora de la
resurrección de Cristo colme a toda la humanidad, para que superando las múltiples y trágicas expresiones
de una “cultura de la muerte” que se va difundiendo, pueda construir un futuro de amor y de verdad, en el
que toda vida humana sea respetada y acogida.

Queridos hermanos y hermanas. La Pascua no consiste en magia alguna. De la misma manera que el
pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la
Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia. Y, sin
embargo, esta historia ha cambiado, ha sido marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente
abierta al futuro. Por eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación llevando en el
corazón el canto antiguo y siempre nuevo: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria».

 
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
PASCUA 2011

In resurrectione tua, Christe, coeli et terra laetentur . En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la
tierra (Lit. Hor.)

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo:

La mañana de Pascua nos ha traído el anuncio antiguo y siempre nuevo: ¡Cristo ha resucitado! El eco de
este acontecimiento, que surgió en Jerusalén hace veinte siglos, continúa resonando en la Iglesia, que
lleva en el corazón la fe vibrante de María, la Madre de Jesús, la fe de la Magdalena y las otras mujeres
que fueron las primeras en ver el sepulcro vacío, la fe de Pedro y de los otros Apóstoles.

Hasta hoy —incluso en nuestra era de comunicaciones supertecnológicas— la fe de los cristianos se basa
en aquel anuncio, en el testimonio de aquellas hermanas y hermanos que vieron primero la losa removida
y el sepulcro vacío, después a los mensajeros misteriosos que atestiguaban que Jesús, el Crucificado, había
resucitado; y luego, a Él mismo, el Maestro y Señor, vivo y tangible, que se aparece a María Magdalena, a
los dos discípulos de Emaús y, finalmente, a los once reunidos en el Cenáculo (cf. Mc 16,9-14).

La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es un


acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la
historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el
sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz diferente, divina, que ha roto las
tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien.

Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas en las ramas de los árboles, así
también la irradiación que surge de la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza
humana, a toda expectativa, deseo, proyecto. Por eso, todo el universo se alegra hoy, al estar incluido en
la primavera de la humanidad, que se hace intérprete del callado himno de alabanza de la creación.
El aleluya pascual, que resuena en la Iglesia peregrina en el mundo, expresa la exultación silenciosa del
universo y, sobre todo, el anhelo de toda alma humana sinceramente abierta a Dios, más aún, agradecida
por su infinita bondad, belleza y verdad.

«En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra». A esta invitación de alabanza que sube hoy
del corazón de la Iglesia, los «cielos» responden al completo: La multitud de los ángeles, de los santos y
beatos se suman unánimes a nuestro júbilo. En el cielo, todo es paz y regocijo. Pero en la tierra,
lamentablemente, no es así. Aquí, en nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos
y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras,
violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de
nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Por eso, mi
mensaje quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a los pueblos y las comunidades
que están sufriendo un tiempo de pasión, para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la
justicia y la paz.

Que pueda alegrarse la Tierra que fue la primera a quedar inundada por la luz del Resucitado. Que el
fulgor de Cristo llegue también a los pueblos de Oriente Medio, para que la luz de la paz y de la dignidad
humana venza a las tinieblas de la división, del odio y la violencia. Que, en Libia, la diplomacia y el diálogo
ocupen el lugar de las armas y, en la actual situación de conflicto, se favorezca el acceso a las ayudas
humanitarias a cuantos sufren las consecuencias de la contienda. Que, en los países de África septentrional
y de Oriente Medio, todos los ciudadanos, y particularmente los jóvenes, se esfuercen en promover el bien
común y construir una sociedad en la que la pobreza sea derrotada y toda decisión política se inspire en el
respeto a la persona humana. Que llegue la solidaridad de todos a los numerosos prófugos y refugiados
que provienen de diversos países africanos y se han viso obligados a dejar sus afectos más entrañables;
que los hombres de buena voluntad se vean iluminados y abran el corazón a la acogida, para que, de
manera solidaria y concertada se puedan aliviar las necesidades urgentes de tantos hermanos; y que a
todos los que prodigan sus esfuerzos generosos y dan testimonio en este sentido, llegue nuestro aliento y
gratitud.

Que se recomponga la convivencia civil entre las poblaciones de Costa de Marfil, donde urge emprender un
camino de reconciliación y perdón para curar las profundas heridas provocadas por las recientes violencias.
Y que Japón, en estos momentos en que afronta las dramáticas consecuencias del reciente terremoto,
encuentre alivio y esperanza, y lo encuentren también aquellos países que en los últimos meses han sido
probados por calamidades naturales que han sembrado dolor y angustia.

Se alegren los cielos y la tierra por el testimonio de quienes sufren contrariedades, e incluso persecuciones
a causa de la propia fe en el Señor Jesús. Que el anuncio de su resurrección victoriosa les infunda valor y
confianza.

Queridos hermanos y hermanas. Cristo resucitado camina delante de nosotros hacia los cielos nuevos y la
tierra nueva (cf. Ap 21,1), en la que finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él
está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este mundo lacerado, cantando
el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra
realidad terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por eso cantamos y
caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo.

Feliz Pascua a todos.

 
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Domingo de Pascua, 2012

8 de abril de 2012

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero

«Surrexit Christus, spes mea»  – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).

Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios
de María Magdalena, la primera en encontrar en la mañana de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia
los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» ( Jn 20,18). También
nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos
las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro
con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de
un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos
devuelve nuestra dignidad. He aquí por qué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él
quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi
esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo
esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta
entrar en nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del
pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la
Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia
injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en
Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la
madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo,
la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la
muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y
de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida.
Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de
Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se
manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que
nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular
batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la
victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor
glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces –y sólo entonces– ha ocurrido algo
realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que
podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente  en Él,
porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y
consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe,
por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia,
cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.

Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos,
culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos
humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del
respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los
numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la
acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a
no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra
Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente
africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo
de las sociedades a las que pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que
ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos
habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le
dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la
alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y
respetuosa de la libertad religiosa de todos sus ciudadanos.

Feliz Pascua a todos.

 
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo de Resurrección, 15 de abril de 1979

1. «Resurrexit tertia die...: Resucitó al tercer día... »

Hoy, en unión con toda la Iglesia, repetimos estas palabras con particular emoción. Las repetimos con la
misma fe con que —precisamente en este día— fueron pronunciadas por primera vez. Las pronunciamos
con la misma certeza que pusieron en esta frase los testigos oculares del hecho. Nuestra fe proviene de su
testimonio y el testimonio nace de la visión, de la escucha, del encuentro directo, del contacto con las
manos, los pies y el costado traspasados.

El testimonio nació del hecho; sí, Cristo resucitó al tercer día.

Hoy repetimos estas palabras con toda sencillez, porque provienen de hombres sencillos. Provienen de
corazones que aman y que han amado a Cristo de tal forma que han sido capaces de transmitir y predicar
únicamente la verdad sobre El:

Crucifixus sub Pontio Pilato, passus et sepultas est.

Fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, murió y fue sepultado.

Así suenan las palabras de este testimonio. Y con la misma sencillez de la verdad, continúan proclamando:

Et resurrexit tertia die.

Al tercer día resucitó.

Esta verdad sobre la cual, como sobre « Piedra angular» (cf. Ef 2, 20), se basa toda la construcción de
nuestra fe, queremos compartirla hoy nuevamente entre nosotros, recíprocamente, como plenitud del
Evangelio: nosotros confesores de Cristo, nosotros cristianos, nosotros Iglesia. Al mismo tiempo queremos
compartirla con todos aquellos que nos están escuchando, con todos los hombres de buena voluntad.

La compartimos con alegría, porque ¿cómo no exultar de alegría por la victoria de la Vida sobre la muerte?

Mors et vita duello conflixere mirando! Dux vitae, mortuus, regnat vivus!

«El Señor de la vida había muerto: pero ahora, vivo, triunfa» (Secuencia pascual).

2. ¿Cómo no alegrarse de la victoria de este Cristo que pasó por el mundo haciendo el bien a todos
(cf. Act. 10, 38) y predicando el Evangelio del Reino (cf. Mt 4, 24), en el que se manifiesta toda la plenitud
de la bondad redentora de Dios? En ella, el hombre ha sido llamado a la dignidad más grande.

¿Cómo no alegrarse por la victoria de Aquel que tan injustamente fue condenado a la pasión más terrible y
a la muerte en la cruz; por la victoria de Aquel que anteriormente fue flagelado, abofeteado, ensuciado con
salivazos con tan inhumana crueldad?

¿Cómo no alegrarse por la revelación de la fuerza del solo Dios, por la victoria de esta fuerza  sobre el
pecado y sobre la ceguera de los hombres?

¿Cómo no alegrarse por la victoria definitivamente alcanzada del bien sobre el mal?

¡Este es el día en que actuó el Señor!


Este es el día de la esperanza universal. El día en que, en torno al Resucitado, se unen y se asocian todos
los sufrimientos humanos, las desilusiones, las humillaciones, las cruces, la dignidad humana violada, la
vida humana no respetada, la opresión, la coacción, cosas todas ellas que gritan en alta voz:

Victimae paschali laudes immolent christiani!

«¡A la Víctima pascual se eleven hoy himnos de alabanza!».

El Resucitado no se aleja de nosotros; el Resucitado vuelve a nosotros.

«Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá...» ( Mc 16, 7). El viene por doquiera, adonde
más se le espera, adonde más grande es la tristeza y el miedo, adonde más grandes son la desgracia y las
lágrimas. El viene para irradiar la luz de la resurrección sobre todo aquello que está envuelto en las
tinieblas del pecado y de la muerte.

3. Entrando en el Cenáculo, a puertas cerradas, Cristo resucitado saluda a sus discípulos allí reunidos con
las palabras:

«La paz sea con vosotros» (Jn 20, 19).

Estas fueron las primeras palabras de su mensaje pascual.

¡Cuán grande es el bien que El nos da con esta paz, y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 27)! ¡Cuán
íntimamente unida está con su venida y su misión!

¡Cuán necesaria es para el mundo su presencia, la victoria de su espíritu, el orden proveniente de su


mandamiento de amor, para que los hombres, las familias, las naciones y los continentes puedan gozar de
la paz!

Paz universal

Este saludo del Resucitado a los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén queremos repetirlo hoy desde este
lugar y dirigirlo a todos los lugares donde resulta particularmente actual y donde es especialmente
esperado.

Paz a vosotros, pueblos de Oriente Medio.

Paz a vosotros, pueblos de África. Paz a vosotros, pueblos y países de Asia.

Paz a vosotros, hermanos y hermanas de América Latina.

¡Y paz a vosotros, pueblos que vivís en los diversos sistemas sociales, económicos y políticos!

¡Paz! Como fruto del orden fundamental; como expresión del respeto del derecho a la vida, a la verdad, a
la libertad, a la justicia y al amor a todo hombre.

Paz a las conciencias y paz a los corazones. Esta paz no podrá obtenerse mientras cada uno de nosotros no
tenga conciencia de hacer lo que está en su mano para que todos los hombres —hermanos de Cristo,
amados por El hasta la muerte— tengan asegurada desde el primer momento de su existencia una vida
digna de los hijos de Dios. Pienso en este momento, particularmente, en todos los que sufren por la falta
incluso de lo estrictamente necesario para sobrevivir, en todos los que sufren hambre, y sobre todo en los
más pequeños, que por su debilidad son los predilectos de Cristo y a los que se ha dedicado este año, el
"Año Internacional del Niño".

Que Cristo resucitado inspire a todos, cristianos y no cristianos, sentimientos de solidaridad y de amor
generoso hacia todos nuestros hermanos que se hallan en necesidad.
4. Surrexit Christus, spes mea!

Queridos hermanos y hermanas: ¡Qué elocuente es para todos nosotros este día que nos habla con toda
verdad de nuestro origen! Piedra angular de toda nuestra construcción es el mismo Cristo Jesús (cf. Ef 2,
20 s.). Esta piedra, desechada por los constructores, piedra que Dios ha irradiado con la luz de la
resurrección, ha sido colocada como fundamento de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad Es la
razón primera de nuestra vocación y de la misión que cada uno recibimos en el bautismo. Deseamos
descubrir hoy nuevamente esta vocación, asumir de nuevo directa y personalmente esta misión. Deseamos
que se impregne de nuevo de la alegría de la resurrección. Deseamos acercarla a todos los hombres,
próximos y lejanos. Compartamos unos con otros esta alegría. Compartámosla con los Apóstoles, con las
mujeres que fueron las primeras en dar el anuncio de la resurrección. Unámonos a María Regina coeli
laetare!

El hombre no puede perder jamás la esperanza en la victoria del bien. Que este día sea para nosotros el
comienzo de la nueva esperanza
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo de Resurrección, 6 de abril de 1980

1. "... y vio que la piedra había. sido removida" ( Jn 20, 1).

En la anotación de los acontecimientos del día que siguió a aquel sábado, estas palabras tienen un
significado clave.

Al lugar donde había sido puesto Jesús, la tarde del viernes, llega María Magdalena, llegan las otras
mujeres. Jesús había sido colocado en una tumba nueva, excavada en la la roca, en la cual nadie había
sido sepultado anteriormente. La tumba se hallaba a los pies del Gólgota, allí donde Jesús crucificado
expiró, después de que el centurión le traspasara el costado con la lanza para constatar con certeza la
realidad de su muerte. Jesús había sido envuelto en lienzos por las manos caritativas y afectuosas de las
piadosas mujeres que, junto con su madre y con Juan, el discípulo predilecto, habían asistido a su extremo
sacrificio. Pero, dado que caía rápidamente la tarde e iniciaba el sábado de pascua, las generosas y
amorosas discípulas se vieron obligadas a dejar la unción del cuerpo santo y martirizado de Cristo para la
próxima ocasión, apenas la ley religiosa de Israel lo permitiese.

Se dirigen pues al sepulcro, el día siguiente al sábado, temprano, es decir, al romper el día, preocupadas
de cómo remover la gran piedra que había sido puesta a la entrada del sepulcro, el cual además había sido
sellado.

Y he aquí que, llegadas al lugar, vieron que la piedra había sido removida del sepulcro.

2. Aquella piedra, colocada a la entrada de la tumba, se había convertido primeramente en un


mudo testigo de la muerte del Hijo del Hombre.

Con piedra así se concluía el curso de la vida de tantos hombres de entonces en el cementerio de
Jerusalén; más aún, el ciclo de la vida de todos los hombres en los cementerios de la tierra.

Bajo el peso de la losa sepulcral, tras su barrera imponente, se cumple en el silencio del sepulcro la obra
de la muerte, es decir, el hombre salido del polvo se transforma lentamente en polvo (cf. Gén 3, 19).

La piedra puesta la tarde del Viernes Santo sobre la tumba de Jesús , se ha convertido, como todas las
losas sepulcrales, en el testigo mudo de la muerte del Hombre, del Hijo del Hombre.

¿Qué testimonia esta losa, el día después del sábado, en las primeras horas del día?

¿Qué nos dice? ¿Qué anuncia la piedra removida del sepulcro?

En el Evangelio no hay una respuesta humana adecuada. No aparece en los labios de María de Magdala.
Cuando asustada, por la ausencia del cuerpo de Jesús en la tumba. esta mujer corre a avisar a Simón
Pedro y al otro discípulo al que Jesús amaba (cf. Jn 20, 2), su lenguaje humano encuentra solamente estas
palabras para expresar lo sucedido:

"Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde lo han puesto" ( Jn 20, 2).

También Simón Pedro y el otro discípulo se dirigieron de prisa al sepulcro; y Pedro, entrando dentro, vio
las vendas por tierra, y el sudario que había sido puesto sobre la cabeza de Jesús, al lado (cf. Jn 20, 7).

Entonces entró también el otro discípulo, vio y creyó; "aún no se habían. dado cuenta de la Escritura,
según la cual era preciso que El resucitase de entre los muertos " (Jn 20, 9).
Vieron y comprendieron que los hombres no habían logrado derrotar a Jesús con la losa sepulcral,
sellándola con la señal de la muerte;

3. La iglesia que hoy, como cada año, termina su triduo pascual con el Domingo de Resurrección, canta
con alegría las palabras del antiguo: Salmo:

‘‘Alabad a Yavé porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la Casa de Israel: / Porque es
eterna. su misericordia... La diestra de Yavé ha sido ensalzada; / la diestra de Yavé ha hecho proezas... No
moriré, sino que viviré / para poder narrar las gestas de Yavé... La piedra que rechazaron los constructores
ha sido puesta por cabecera angular... Obra de Yavé es ésta, / y es admirable a nuestros ojos" ( Sal 117
[118], 1-2; 16-17; 22-23).

Los artífices de la muerte del Hijo del Hombre, para: mayor seguridad, "pusieron guardia al sepulcro
después de haber sellado la piedra" (Mt 27, 66).

Muchas veces los constructores del Mundo, por el cual Cristo quiso morir han tratado de poner una piedra
definitiva sobre su tumba.

Pero la piedra permanece siempre removida de su sepulcro; la piedra, testigo de la muerte, se ha


convertido en testigo de la Resurrección: "la diestra de Yavé ha hecho proezas" ( Sal 117 [118], 16).

4. La Iglesia anuncia siempre y de nuevo la Resurrección de Cristo. La Iglesia repite con alegría a los
hombres las palabras de los ángeles y de las mujeres pronunciadas en aquella radiante mañana en la que
la muerte fue vencida.

La Iglesia anuncia que está vivo Aquel que se ha convertido en nuestra Pascua . Aquel que ha muerto en la
cruz, revela la plenitud de la Vida.

Este mundo que por desgracia hoy, de diversas maneras, parece querer la "muerte de Dios", escuche el
mensaje de la Resurrección.

Todos vosotros que anunciáis "la muerte de Dios", que tratáis de expulsar a Dios del mundo humano,
deteneos y pensad que "la muerte de Dios" puede comportar fatalmente "la muerte del hombre".

Cristo ha resucitado para que el hombre encuentre el auténtico significado de la existencia, para que
el hombre viva en plenitud su propia vida, para que el hombre, que viene de Dios, viva en Dios.

Cristo ha resucitado. El es la piedra angular. Ya entonces se quiso rechazarlo y vencerlo con la piedra
vigilada y sellada del sepulcro. Pero aquella piedra fue removida. Cristo ha resucitado.

No rechacéis a Cristo vosotros, los que construís el mundo humano.

No lo rechacéis vosotros, los que, de cualquier manera y en cualquier sector, construís el mundo de  hoy y
de mañana: el mundo de la cultura y de la civilización, el mundo de la economía y de la política, el mundo
de la ciencia y de la información. Vosotros que construís el mundo de la paz..., ¿o de la guerra?  Vosotros
que construís el mundo del orden..., ¿o del terror? No rechacéis a Cristo: ¡El es la piedra angular!

Que no lo rechace ningún hombre, porque cada uno es responsable de su destino: constructor o destructor
de la propia existencia.

Cristo resucitó ya antes de que el Ángel removiera la losa sepulcral. Él se reveló después como piedra
angular, sobre la cual se construye la historia de la humanidad entera Y la de cada uno de nosotros.

5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Con sincera alegría acojamos este día tan esperado. Con viva alegría
compartamos el mensaje pascual todos los que acogemos a Cristo como piedra angular.
En virtud de esta piedra angular que une, construyamos nuestra común esperanza con los hermanos en
Cristo de Oriente y de Occidente, con quienes no nos une aún la plena comunión y la perfecta unidad.

Aceptad, queridos hermanos, nuestro beso pascual de paz y de amor. Cristo resucitado despierte en
nosotros un deseo todavía más profundo de esta unidad por la cual oró la víspera de su pasión.

No cesemos de orar por ella en unión con El. Pongamos nuestra confianza en la fuerza de la cruz y de la
Resurrección; ¡tal fuerza es más poderosa que la debilidad de toda división humana!

Amadísimos hermanos: ¡Os anunció un gran gozo: Aleluya!

6. La Iglesia se acerca hoy a cada hombre con el deseo pascual: el deseo de construir el mundo sobre
Cristo: deseo que hace extensivo a toda la familia humana.

Ojalá acojan este deseo los que comparten con nosotros el mensaje de la resurrección y de la alegría
pascual, y también los que, por desgracia, no lo comparten. Cristo, "nuestra Pascua", no cesa de ser
peregrino con nosotros en el camino de la historia, y cada uno puede encontrarlo, porque El no cesa de ser
el Hermano del hombre en cada época y en cada momento.

En su nombre os hablo hoy a todos, y a todos os dirijo mi más ferviente y santa felicitación.
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo de Resurrección, 19 de abril de 1981

1. "Creo en Jesucristo... nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de Santa
María Virgen...".

Todos los domingos nos reunimos en este lugar venerable, cuando el sol llega a la mitad de su carrera,
para hacer esta profesión de fe.

Hoy queremos hacerlo de manera especialmente solemne, porque Aquel que fue concebido por obra del
Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen  ha resucitado. ¡Resucitó al tercer día!

En la liturgia de este día nos dice San Pedro: "Sabéis lo acontecido..., esto es, cómo a Jesús de Nazaret le
ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder"   (Act  10, 37-38). Con este mismo poder,  Aquel que "fue
crucificado, que murió y fue sepultado", resucitó al tercer día.

2. Victimae paschali laudes immolent christiani!

Nosotros damos gloria en el día de hoy a Cristo —Víctima pascual— como   vencedor de la muerte. Y damos
gloria hoy a ese poder que ha logrado victoria sobre la muerte y ha completado el Evangelio de las obras y
de las palabras de Cristo con el testimonio definitivo de la vida.

Y glorificamos hoy al Espíritu Santo,  en virtud del cual Cristo fue concebido en el seno de la Virgen; y con
el poder de la unción de ese Espíritu pasó a través de la pasión, la muerte y el descenso a los
infiernos; con la fuerza del mismo Espíritu vive y "la muerte no tiene ya dominio sobre El" (Rom  6, 9).

3. Damos gloria al Espíritu Santo "que es Señor y dador de vida". Este año, en que la Iglesia entera en su
universalidad recuerda el Concilio Constantinopolitano I, profesamos nuestra fe en el Espíritu Santo "que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria"; y glorificamos el poder de este Espíritu "que es
Señor y dador de vida", poder manifestado plenamente en la resurrección de Cristo.

4. Cristo resucitado pasará a través de la puerta cerrada del Cenáculo, donde estaban reunidos los
Apóstoles, se detendrá en medio de ellos y dirá:  "La paz sea con vosotros... Recibid el Espíritu Santo".

Con estas palabras, con este aliento divino, inaugurará los tiempos nuevos: tiempos de la venida del
Espíritu Santo, tiempos del nacimiento de la Iglesia. Será el tiempo de Pentecostés, que dista de la
solemnidad de hoy cincuenta días,  pero inscrito ya con toda su plenitud en esta festividad pascual y
radicado en ella.

Este año esperaremos Pentecostés con un fervor especial; lo esperará toda la Iglesia y especialmente lo
esperarán quienes mediante la sucesión episcopal son portadores de la herencia de los Apóstoles. Nos
prepararemos desde hoy, desde el día en que el Señor resucitado dijo a los Apóstoles:   "La paz con
vosotros... Recibid el Espíritu Santo".

5. A la Iglesia y al mundo envío un ferviente y cordial saludo de paz, de la paz pascual, de la paz auténtica
y duradera.

Dirijo estos saludos a todos los que viven en la ansiedad, en la tensión, en la amenaza —a los hombres y a
los pueblos—, en especial a los que tienen más necesidad de esta paz:

¡Paz a vosotros!

6. Mors et vita duello conflixere mirando.


Venzan los pensamientos de paz. Y venza el respeto a la vida.

La Pascua trae consigo  el mensaje de la vida liberada de la muerte, de la vida salvada de la muerte.


Venzan los pensamientos y los programas que tutelan la vida humana contra la muerte, y no las ilusiones
de quien ve un progreso del hombre en el derecho de infligir la muerte a la vida apenas concebida.

7. "Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios, Señor nuestro, que fue concebido por obra del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen".

Hoy a esta Virgen-Madre del Resucitado cantamos:

Regina caeli laetare!

Regina caeli laetare, / quia quem meruiste portare, / resurrexit sicut dixit, alleluia.

Recordemos el Concilio Constantinopolitano I, del que nos separan 1600 años; recordemos también,
después de 1550 años, el Concilio de Efeso para venerar al Espíritu Santo en su obra más grande: la
Encarnación del Verbo Eterno.

El recuerdo de este último aniversario es un nuevo motivo de  alegría pascual para la Iglesia, así como para
María: Regina caeli laetare.

8. Que nuestros corazones se abran al mensaje del Espíritu Santo "que es Señor y da la vida", contenido
en la resurrección de Cristo, como estuvo abierto a dicho mensaje el corazón de Ella, el corazón de la
Reina del cielo.

Y ahora estos saludos de alegría pascual —del   gaudium paschale—,  quiero expresarlos con las palabras
que pronunciaré en diversas lenguas. Que lleguen a todos. Que anuncien a todos el poder del Señor. Que
proclamen a todos la verdad de la esperanza.
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo de Resurrección, 11 de abril de 1982

1. Victimae paschali laudes immolent Chistiani.

Cristianos de la Urbe y del Orbe: En esta hora solemne os llamo y os invito, en cualquier lugar donde os
encontréis, a tributar homenaje de veneración a Cristo resucitado: ¡A la Víctima pascual de la Iglesia y del
mundo!

Se unan a este acto de culto  todas las comunidades del Pueblo de Dios, desde la salida del sol hasta el
ocaso; todos los hombres de buena voluntad estén con nosotros. Este es, en efecto el día en que actuó el
Señor.

Agnus redemit oves...

2. Este es el día en el que se ha decidido la eterna batalla: mors et vita duello conflixere mirando!

Desde el comienzo se desarrolla una lucha entre la vida y la muerte. Se desarrolla en el mundo la batalla
entre el bien y el mal. Hoy la balanza se inclina hacia una parte: gana la vida, gana el bien. Cristo
crucificado ha resucitado de la tumba; ha alterado el peso de la balanza en favor de la vida. Ha injertado
nuevamente la vida en el terreno de las almas humanas. La muerte tiene sus límites. Cristo ha abierto una
gran esperanza: la esperanza de la vida más allá de la esfera de la muerte.

Dux vitae mortuns regnat vivus!

3. Pasan los años, pasan los siglos. Estamos en el año 1982. La Víctima pascual continúa siendo como la
vid  injertada en el terreno de la humanidad. En el mundo continúan luchando el bien y el mal. Luchan la
vida y la muerte; luchan el pecado y la gracia.

Estamos en el año 1982. Debemos pensar con inquietud hacia dónde se está encaminando el mundo
contemporáneo. Habiendo echado profundamente raíces en la humanidad de nuestro tiempo, las
estructuras del pecado  —como una amplia ramificación  del mal— parecen ofuscar el horizonte del bien.

Dan la impresión de amenazar con la destrucción al hombre y a la tierra.

¡Con cuánto dolor sufren los hombres:  individuos, familias, sociedades enteras! Mors et vita duello
conflixere mirando!

En este día del Sacrificio pascual no nos está permitido olvidar a ninguno de los que sufren.

¡También para ellos hoy es Pascua!

Todas las víctimas de la injusticia, de la crueldad humana y de la violencia, de la explotación y del egoísmo
se encuentran en el corazón mismo de la Víctima pascual.

Todos los millones y millones de seres humanos amenazados por el azote del hambre, que podría ser
alejado o disminuido si la humanidad supiera renunciar, aunque no fuese más que a una parte, de los
recursos que consume locamente en armamentos.

Todas las víctimas de la injusticia.

¡También para ellos es Pascua!


4. ¡Víctima pascual!, Tú que conoces todos los nombres del mal  mejor que cualquier otro que los pueda
pronunciar y enumerar. Tú abrazas a todas las víctimas

¡Víctima pascual! ¡Cordero crucificado! ¡Redentor! Agnus redemit oves!

Aun cuando en la historia del hombre, de los individuos, de las familias, de las sociedades, e incluso de la
humanidad entera, el mal se hubiera desarrollado  de manera desproporcionada, ofuscando el horizonte del
bien, el mal no llegará a superarte.

La muerte no te golpeará más.

¡Cristo resucitado ya no muere!

Aun cuando en la historia del hombre, y en los tiempos en que vivimos, se potenciase el mal; aun
cuando humanamente pensando no se viese la vuelta  a un mundo donde el hombre viva en la paz y en la
justicia, el mundo del amor social

- aun cuando humanamente no se viese el paso

- aun cuando se enfurecieran los poderes de las tinieblas y las fuerzas del mal.

¡Tú, Víctima pascual!, ¡Cordero sin mancha!, ¡Redentor!, has conseguido ya la victoria.  ¡Tu Pascua
es paso!

¡Tú has conseguida ya la victoria!

¡Y has hecho de ella nuestra victoria!  El contenido pascual de la vida de tu Pueblo.

5. Agnus redemit oves.

Christus innocens Patri reconciliavit peccatores.  El mal nunca se reconciliará con el bien.

Pero los hombres, los hombres pecadores,  los hombres azotados por el mal, y a veces incluso
profundamente heridos por el mal, han sido reconciliados con el Padre por Cristo.

¡Celebremos hoy la resurrección!

¡Celebremos hoy la reconciliación!

El misterio de la resurrección permanece en el corazón mismo de toda muerte humana. El misterio de la


resurrección permanece en el corazón de las muchedumbres: en el corazón mismo  de las muchedumbres
innumerables: de las naciones, lenguas, razas, culturas y religiones. El misterio pascual de la
reconciliación  permanece en lo más hondo del mundo humano. ¡Y de allí no lo arrancará nadie!

6. La alegría pascual está ofuscada por situaciones de tensión o de conflicto en algunas partes del mundo;
ante todo, por la guerra extenuante que se ensaña desde hace tiempo entre Irak e Irán, y que ha
acarreado ya tantos sufrimientos a los respectivos pueblos. A ello se ha añadido últimamente la grave
tensión entre dos países de tradición cristiana, Argentina y Gran Bretaña, con pérdida de vidas humanas y
con la amenaza de un conflicto armado y con temibles repercusiones en las relaciones internacionales.

Formulo el ferviente deseo y una llamada particularmente apremiante a las partes en litigio, a fin de que
traten de buscar, con empeño responsable y con toda buena voluntad, las vías de una pacífica y honrosa
composición de la contienda, mientras aún queda tiempo para prevenir un encuentro sangriento.

¡Paz! ¡Paz en la justicia, paz en el respeto de los principios fundamentales universalmente reconocidos y
afirmados por el derecho internacional, en la mutua comprensión! La oración de todos mueva y sostenga el
esfuerzo obligado de los responsables de una y otra parte y de cuantos querrán interponer su amistosa
colaboración para llegar a la deseada pacificación.

7. ¡Hermanos y hermanas!

¡De todas las naciones y pueblos, lenguas y razas, culturas y religiones, países y continentes!

Nuestro mundo humano está impregnado por la resurrección.

Nuestro mundo humano está transformado por la reconciliación:

Agnus redemit oves.

Me dirijo a todos. ¡Invito a todos a adorar  juntos con el Siervo de los Siervos de Dios a la Víctima
pascual!  ¡Y a encontrar la luz en las tinieblas! ¡La esperanza en medio de los sufrimientos!

Surrexit Dominus vere!


MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Pascua, 15 de abril de 2001

1. “En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos”  (cf. Prefacio pascual II).

Que el anuncio pascual llegue todos los pueblos de la tierra 


y que toda persona de buena voluntad se sienta protagonista 
en este día en que actuó el Señor, 
el día de su Pascua,
en el que la Iglesia, con gozosa emoción, 
proclama que el Señor ha resucitado realmente. 
Este grito que sale del corazón de los discípulos 
en el primer día después del sábado, 
ha recorrido los siglos, y ahora, 
en este preciso momento de la historia, 
vuelve a animar las esperanzas de la humanidad 
con la certeza inmutable de la resurrección de Cristo, 
Redentor del hombre.  

2. "En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos” 

El asombro incrédulo de los apóstoles y las mujeres 


que acudieron al sepulcro al salir el sol, 
hoy se convierte en experiencia colectiva de todo el Pueblo de Dios. 
Mientras el nuevo milenio da sus primeros pasos, 
queremos legar a las jóvenes generaciones 
la certeza fundamental de nuestra existencia: 
Cristo ha resucitado y, en Él, hemos resucitado todos.
"Gloria a ti, Cristo Jesús,
ahora y siempre tú reinarás." 
Vuelve a la memoria este canto de fe, 
que tantas veces, a lo largo del periodo jubilar, 
hemos repetido alabando a Aquel 
que es “el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, 
el Principio y el Fin"  (Ap  22,13). 
A Él permanece fiel la Iglesia peregrina
"entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (S. Agustín). 
A Él dirige la mirada y no teme. 
Camina con los ojos fijos en su rostro, 
y repite a los hombres de nuestro tiempo, 
que Él, el Resucitado, 
es "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8).  

3. En aquel dramático viernes de Pasión,


en que el Hijo del hombre 
“obedeciendo hasta la muerte
  y muerte de cruz”(Flp 2,8), 
terminaba la vida terrena del Redentor. 
Una vez muerto, fue depositado de prisa en el sepulcro, 
al ponerse el sol. ¡Qué ocaso tan singular! 
Aquella hora oscurecida por el avanzar de las tinieblas 
señalaba el fin del “primer acto” de la obra de la creación, 
turbada por el pecado. 
Parecía el triunfo de la muerte, la victoria del mal. 
En cambio, en la hora del gélido silencio de la tumba, 
comenzaba el pleno cumplimiento del designio salvífico, 
comenzaba la «nueva creación». 
Hecho obediente por el amor hasta al sacrificio extremo, 
Jesucristo es ahora “exaltado” por Dios 
que “le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre”  (Flp  2,9). 
En su nombre recobra esperanza toda existencia humana. 
En su nombre el ser humano 
es rescatado del poder del pecado y de la muerte 
y devuelto a la Vida y al Amor.  

4. Hoy el cielo y la tierra cantan 


“el nombre”  inefable y sublime del Crucificado resucitado. 
Todo parece como antes, pero, en realidad, nada es ya como antes. 
Él, la Vida que no muere, ha redimido 
y vuelto a abrir a la esperanza a toda existencia humana. 
“Pasó lo viejo, todo es nuevo”(2 Co 5,17). 
Todo proyecto y designio del ser humano, 
esta noble y frágil criatura, 
tiene hoy un nuevo “nombre” en Cristo resucitado de entre los muertos, 
porque “en Él hemos resucitado todos”. 
En esta nueva creación se realiza plenamente 
la palabra del Génesis: “Y dijo Dios: 
‘Hagamos al hombre a nuestra imagen 
y semejanza’”(Gn 1,26). 
En la Pascua Cristo, 
el nuevo Adán que se ha hecho “espíritu que da vida” (1 Co 15,45), 
rescata al antiguo Adán de la derrota de la muerte.  

5. Hombres y mujeres del tercer milenio,


el don pascual de la luz es para todos,
que ahuyente las tinieblas del miedo y de la tristeza;
el don de la paz de Cristo resucitado es para todos, 
que rompa las cadenas de la violencia y del odio.
Redescubrid hoy, con alegría y estupor,
que el mundo no es ya esclavo de acontecimientos inevitables.
Este mundo nuestro puede cambiar:
la paz es posible también allí donde desde hace demasiado tiempo
se combate y se muere, como en Tierra Santa y Jerusalén;
es posible en los Balcanes, no condenados ya 
a una preocupante incertidumbre que corre el riesgo
de hacer vana toda propuesta de entendimiento
Y tú, África, tierra martirizada
por conflictos en constante acecho,
levanta la cabeza con confianza
apoyándote en el poder de Cristo resucitado.
Gracias a su ayuda tu también, Asia, 
cuna de seculares tradiciones espirituales, 
puedes vencer la apuesta de la tolerancia y de la solidaridad.
Y tú, América Latina, depósito de jóvenes promesas,
solo en Cristo encontrarás capacidad y coraje
para un desarrollo respetuoso de cada ser humano.

Vosotros, hombres y mujeres de todo continente,


sacad de su tumba ya vacía para siempre,
el vigor necesario para vencer
las fuerzas del mal y de la muerte,
y poner toda investigación y progreso técnico y social
al servicio de un futuro mejor para todos. 

6. “En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos”. 

Desde que tu tumba, Oh Cristo, fue encontrada vacía 


y Cefas, los discípulos, las mujeres, 
y “más de quinientos hermanos” (1 Co 15,6) 
te vieron resucitado, 
ha comenzado el tiempo en que toda la creación 
canta tu nombre “que está sobre todo nombre” 
y espera tu retorno definitivo en la gloria. 
En este tiempo, entre la Pascua 
y la venida de tu Reino sin fin, 
tiempo que se parece a los dolores de un parto (cf Rm 8,22), 
sostennos en el compromiso de construir un mundo más humano, 
vigorizado con el bálsamo de tu amor. 
Víctima pascual, ofrecida por la salvación del mundo, 
haz que no decaiga este compromiso nuestro, 
aun cuando el cansancio haga lento nuestro paso. 
Tú, Rey victorioso, 
¡danos, a nosotros y al mundo 
la salvación eterna!
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Pascua, 31 de marzo de 2002

1. "Venit Iesus... et dixit eis: ‘Pax vobis’" .


"Se presentó Jesús... y les dijo: ‘La paz con vosotros’"  (Jn 20,19).
Resuena hoy, en este día solemnísimo,
el augurio de Cristo: ¡La Paz con vosotros!
¡Paz a los hombres y mujeres de todo el mundo!
¡Cristo ha resucitado  verdaderamente
y trae a todos la paz!
Esta es la "buena noticia" de la Pascua.
Hoy es el día nuevo "hecho por el Señor" (Sal 117, 24).
que en el cuerpo glorioso del Resucitado
devuelve al mundo, herido por el pecado,
su belleza inicial,
radiante de nuevo esplendor.

2. "Muerte y vida se han enfrentado


en un prodigioso duelo" (Secuencia)
Tras la durísima batalla, Cristo vuelve victorioso
y avanza en la escena de la historia
anunciando la Buena Noticia:
"Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25),
"Yo soy la luz del mundo" (Jn 9, 5),
Su mensaje se resume en una palabra:
"Pax vobis – paz con vosotros".
Su paz es el fruto de la victoria,
lograda por Él a un precio muy alto,
sobre el pecado y la muerte.

3. "Os dejo la paz, mi paz os doy;


no os la doy
como la da el mundo" (Jn 14, 27).
La paz "a la manera del mundo"
– lo demuestra la experiencia de todos los tiempos –
es con frecuencia un precario equilibrio de fuerzas,
que antes o después vuelven a hostigarse.
Sólo la paz, don de Cristo resucitado,
es profunda y completa, y puede reconciliar al hombre
con Dios, con sigo mismo y con la creación.
Muchas religiones proclaman
que la paz es un don de Dios.
Esta ha sido también la experiencia
del reciente encuentro de Asís.
Ojalá que todos lo creyentes del mundo
unan sus esfuerzos para construir
una humanidad más justa y fraterna;
ojalá actúen sin descanso
para que sus convicciones religiosas nunca sean
causa de división y de odio, sino sólo y siempre
fuente de fraternidad, de concordia, de amor.
4. Comunidades cristianas de todos los continentes,
os pido, con emoción y esperanza,
que deis testimonio de que Jesús ha resucitado verdaderamente,
y que trabajéis para que su paz
frene la dramática espiral de violencia y muerte,
que ensangrienta la Tierra Santa,
sumida de nuevo, en estos últimos días,
en el horror y la desesperación.
¡Parece como si se hubiese declarado la guerra a la paz!
Pero la guerra no resuelve nada,
acarrea solamente mayor sufrimiento y muerte,
ni sirven retorsiones o represalias.
La tragedia es verdaderamente grande.
¡Nadie puede quedar callado e inerte;
ningún responsable político o religioso!
A las denuncias sigan hechos concretos de solidaridad
que ayuden a todos a encontrar
el mutuo respeto y el tratado leal.
En aquella Tierra Cristo ha muerto y resucitado, y ha dejado
como silencioso pero elocuente testimonio la tumba vacía.
Destruyendo en sí mismo la enemistad,
muro de separación entre los hombres,
reconcilió a todos por medio de la Cruz (Cfr. Ef 2, 14-16),
y ahora nos compromete a nosotros, sus discípulos, a eliminar
cualquier causa de odio y venganza.

5. ¡Cuántos miembros de la familia humana


viven oprimidos aún por la miseria y la violencia!
En cuantos rincones de la tierra resuena el grito
que implora auxilio, porque se sufre y muere:
desde Afganistán, probado duramente en los últimos meses
y dañado ahora por un terremoto desastroso,
hasta tantos Países del Planeta,
donde desequilibrios sociales y ambiciones contrapuestas
golpean a innumerables hermanas y hermanos nuestros.
¡Hombres y mujeres del tercer milenio!
Dejadme que os repita:
¡abrid el corazón a Cristo crucificado y resucitado,
que viene ofreciendo la paz!
Donde entra Cristo resucitado,
con Él entra la verdadera paz.
Que entre ante todo en todo corazón humano,
abismo profundo, nada fácil de sanear (cf. Jer 17, 9).
Que impregne también las relaciones entre las clases sociales,
entre pueblos, lenguas y mentalidades diversas,
llevando a todo ello el fermento de la solidaridad y del amor.

6. ¡Y tú, Señor resucitado,


che has vencido la tribulación y la muerte,
danos tu paz!
Sabemos que esa se manifestará plenamente al final,
cuando vendrás en la gloria.
Paz que, no obstante, donde Tu estás presente,
está ya ahora  actuando en el mundo.
Esta es nuestra certeza,
fundada en Ti, hoy resucitado de la muerte.
¡Cordero inmolado por nuestra salvación!
Tú nos pides que mantengamos viva en el mundo
la llama de la esperanza.
Con fe y con gozo, la Iglesia canta
en este día radiante:
"Surrexit Christus, spes mea!"
Sí, Cristo ha resucitado,
y con Él ha resucitado nuestra esperanza.
Aleluya.
MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Pascua, 27 de marzo de 2005

1. Mane nobiscum, Domine!


¡Quédate con nosotros, Señor! (cf. Lc 24,29).
Con estas palabras, los discípulos de Emaús
invitaron al misterioso Viandante
a quedarse con ellos al caer de la tarde
aquel primer día después del sábado
en el que había ocurrido lo increíble.
Según la promesa, Cristo había resucitado;
pero ellos aún no lo sabían.
Sin embargo las palabras del Viandante durante el camino
habían hecho poco a poco enardecer su corazón.
Por eso lo invitaron: “Quédate con nosotros”.
Después, sentados en torno a la mesa para la cena,
lo reconocieron  “al partir el pan”.
Y, de repente, él desapareció.
Ante ellos quedó el pan partido,
y en su corazón la dulzura de sus palabras. 

2. Queridos hermanos y hermanas,


la Palabra y el Pan de la Eucaristía,
misterio y don de la Pascua,
permanecen en los siglos como memoria perenne
de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
También nosotros hoy, Pascua de Resurrección,
con todos los cristianos del mundo repetimos:
Jesús, crucificado y resucitado, ¡quédate con nosotros!
Quédate con nosotros, amigo fiel y apoyo seguro
de la humanidad en camino por las sendas del tiempo.
Tú, Palabra viviente del Padre,
infundes confianza y esperanza a cuantos buscan
el sentido verdadero de su existencia.
Tú, Pan de vida eterna, alimentas al hombre
hambriento de verdad, de libertad, de justicia y de paz. 

3. Quédate con nosotros, Palabra viviente del Padre, 


y enséñanos palabras y gestos de paz: 
paz para la tierra consagrada por tu sangre 
y empapada con la sangre de tantas víctimas inocentes; 
paz para los Países del Medio Oriente y África, 
donde también se sigue derramando mucha sangre; 
paz para toda la humanidad, sobre la cual se cierne siempre 
el peligro de guerras fratricidas. 
Quédate con nosotros, Pan de vida eterna,
partido y distribuido a los comensales:
danos también a nosotros la fuerza de una solidaridad generosa 
con las multitudes que, aun hoy, 
sufren y mueren de miseria y de hambre, 
diezmadas por epidemias mortíferas
o arruinadas por enormes catástrofes naturales. 
Por la fuerza de tu Resurrección,
que ellas participen igualmente de una vida nueva.  

4. También nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio,


tenemos necesidad de Ti, Señor resucitado.
Quédate con nosotros ahora y hasta al fin de los tiempos.
Haz que el progreso material de los pueblos
nunca oscurezca los valores espirituales
que son el alma de su civilización.
Ayúdanos, te rogamos, en nuestro camino.
Nosotros creemos en Ti, en Ti esperamos,
porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Mane nobiscum, Domine!  ¡Aleluya!
RADIOMENSAJE «URBI ET ORBI»
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO I

Venerables hermanos,
queridos hijos e hijas de todo el orbe católico:

Llamado por la misteriosa y paterna bondad de Dios a la gravísima responsabilidad del Supremo
Pontificado, os damos nuestro saludo; e inmediatamente lo extendemos a todos los hombres del mundo,
que nos escuchan en este momento, y a los cuáles, según las enseñanzas del Evangelio nos place
considerar únicamente como amigos y hermanos. A todos vosotros nuestro saludo, paz, misericordia,
amor: « La gracia del Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sea con
todos vosotros » (2 Cor 13,13).

Tenemos todavía el ánimo turbado por el pensamiento del tremendo ministerio para el que hemos sido
elegido. Como Pedro, nos parece haber puesto los pies sobre el agua movediza y, agitado por el viento
impetuoso, hemos gritado con él al Salvador: « Señor, sálvame » ( Mt 14, 30). Pero hemos sentido dirigida
también a Nos la voz, alentadora y al mismo tiempo amablemente exhortadora de Cristo: «Hombre de
poca fe, ¿por qué has dudado?» ( Mt 14, 31). Si las fuerzas humanas, por sí solas, no pueden sostener tan
gran peso, la ayuda omnipotente de Dios, que guía a su Iglesia a través de los siglos en medio de tantas
contradicciones y adversidades, no nos faltará ciertamente, tampoco a Nos, humilde y último servus
servoum Dei.

Teniendo nuestra mano asida a la de Cristo, apoyándonos en Él, hemos tomado también Nos el timón de
esta nave, que es la Iglesia, para gobernarla; ella se mantiene estable y segura, aun en medio de las
tempestades, porque en ella está presente el Hijo de Dios como fuente y origen de consolación y victoria.
Según las palabras de San Agustín, que recoge una imagen frecuente en los Padres de la antigüedad, la
nave de la Iglesia no debe temer, porque está guiada por Cristo: «Pues aun cuando la nave se tambalee,
sólo ella lleva a los discípulos y recibe a Cristo. Ciertamente peligra en el mar; pero sin ella al momento se
sucumbe» (Sermo 75, 3; PL 38, 475). Sólo en ella está la salvación: sine illa peritur! Apoyados en esta fe,
caminaremos. La ayuda de Dios no nos faltará, según la promesa indefectible: «Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo» ( Mt 28, 20). Vuestra adhesión unánime y la colaboración
generosa de todos nos hará más ligero el peso del deber cotidiano.

Nos disponemos a asumir esta tremenda misión consciente de que la Iglesia católica es insustituible, de
que su inmensa fuerza espiritual es garantía de paz y de orden, como tal está presente en el mundo, y
como tal la reconocen los hombres esparcidos por todo el orbe.

El eco que la vida de la Iglesia levanta cada día es testimonio de que ella, a pesar de todo, está viva en el
corazón de los hombres, incluso de aquellos que no comparten su doctrina y no aceptan su mensaje. Como
dice el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, que debe extenderse a todos los pueblos, entra en la historia
humana, pero rebasando a la vez los límites del tiempo y del espacio. Y mientras camina a través de
peligros y tribulaciones, es confortada por la fuerza de la gracia divina que el Señor le prometió, para que a
pesar de la debilidad humana no falte a su fidelidad absoluta, antes bien, se mantenga esposa digna de su
Señor y no cese de renovarse a sí misma, bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a
la luz sin ocaso» ( Lumen gentium, 9). Según el plan de Dios, que «congregó a quienes miran con fe a
Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz», la Iglesia ha sido fundada por Él «a
fin de que sea para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salvadora» ( ibíd.).

Bajo esta deslumbrante luz, nos ponemos enteramente, con todas nuestras fuerzas físicas y espirituales, al
servicio de la misión universal de la Iglesia, lo cual implica la voluntad de servir al mundo entero: en
efecto, pretendemos servir a la verdad, a la justicia, a la paz, a la concordia, a la cooperación, tanto en el
interior de las naciones, como de los diversos pueblos entre sí. Llamamos ante todo a los hijos de la Iglesia
a tomar conciencia cada vez mayor de su responsabilidad: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la
luz del mundo» (Mt 5,13 s.).
Superando las tensiones internas que se han podido crear aquí y allá, venciendo las tentaciones de
acomodarse a los gustos y costumbres del mundo, así como a las seducciones del aplauso fácil, unidos con
el único vínculo del amor que debe informar la vida íntima de la Iglesia, como también las formas externas
de su disciplina, los fieles deben estar dispuestos a dar testimonio de la propia fe ante el mundo: «Estad
siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» ( 1P 3,15). La Iglesia, en
este esfuerzo común de responsabilización y de respuesta a los problemas acuciantes del momento, está
llamada a dar al mundo ese «suplemento de alma» que tantos reclaman y que es el único capaz de traer la
salvación. Esto espera hoy el mundo: él sabe bien que la perfección sublime a la que ha llegado con sus
investigaciones y con sus técnicas ha alcanzado una cumbre más allá de la cual aparece ya aterrador el
vértigo del abismo; la tentación de sustituirse a Dios con la decisión autónoma que prescinde de las leyes
morales, lleva al hombre moderno al riesgo de reducir la tierra a un desierto, la persona a un autómata, y
la convivencia fraterna a una colectivización planificada, introduciendo no raramente la muerte allí donde
en cambio Dios quiere la vida.

La Iglesia, llena de admiración y simpatía hacia las conquistas del ingenio humano, pretende además salvar
al mundo, sediento de vida y de amor, de los peligros que le acechan. El Evangelio llama a todos sus hijos
a poner las propias fuerzas, y la misma vida, al servicio de los hermanos, en nombre de la caridad de
Cristo: «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» ( Jn 15,13). En este
momento solemne, pretendemos consagrar todo lo que somos y podemos a este fin supremo, hasta el
último aliento, consciente del encargo que Cristo mismo nos ha confiado: «Confirma a tus hermanos»
(Lc 22, 32).

Necesitamos, para darnos fuerzas en la ardua tarea, del recuerdo suavísimo de Nuestros Predecesores,
cuya amable dulzura e intrépida fuerza Nos será de ejemplo en el programa pontificio: recordamos en
particular las grandísimas lecciones de gobierno pastoral dejadas a Nosotros por los Papas que Nos están
cercanos, como Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, que con su sabiduría, dedicación, bondad y amor a la Iglesia y
al mundo han dejado una huella imborrable en nuestro tiempo atormentado y magnífico. Pero es, sobre
todo, al llorado Pontífice Pablo VI, Nuestro inmediato Predecesor, a quien va nuestro conmovido afecto del
corazón y de la veneración. Su muerte rápida, que ha dejado atónito al mundo, según el estilo de los
gestos proféticos de los cuales ha circundado su inolvidable pontificado, ha puesto en la justa luz la
estatura extraordinaria de aquel grande y humilde hombre, al cual la Iglesia debe la irradiación
extraordinaria, aún entre las contradicciones y las hostilidades, alcanzada en estos quince años, así como
también la obra gigantesca, infatigable, incansable, puesta por él en la realización del Concilio y en
asegurar al mundo la paz: tranquiltitas ordinis.

Nuestro programa será el de continuar el suyo, en la huella ya marcada con tanta aceptación por el gran
corazón de Juan XXIII:

— Queremos continuar en la prosecución de la herencia del Concilio Vaticano II, cuyas sabias normas
deben ser todavía llevadas a cumplimiento, vigilando para que un empujón, generoso tal vez, pero
imprudente, no tergiverse los contenidos y los significados, y, asimismo, que fuerzas de freno y tímidas no
hagan lento el magnífico impulso de renovación y de vida.

— Queremos conservar intacta la gran disciplina de la Iglesia en la vida de los sacerdotes y de los fieles,
como la probada riqueza de su historia ha asegurado en los siglos con ejemplos de santidad y heroísmo, ya
sea en el ejercicio de las virtudes evangélicas, como en el servicio a los pobres, a los humildes, a los
indefensos; y, a este propósito, llevaremos adelante la revisión del Código de Derecho Canónico, ya sea en
la tradición oriental como en la latina, para asegurar, a la linfa interior de la santa libertad de los hijos de
Dios, la solidez y la firmeza de las estructuras jurídicas.

— Queremos recordar a la Iglesia entera que su primer deber es el de la evangelización, cuyas líneas
maestras Nuestro Predecesor, Pablo VI, ha condensado en un memorable documento: animada por la fe,
nutrida por la Palabra de Dios y sostenida por el alimento celeste de la Eucaristía, ella debe estudiar toda
vía, buscar todo medio, «oportuno o inoportuno» ( 2Tm 4, 2), para sembrar el Verbo, para proclamar el
mensaje, para anunciar la salvación que pone en las almas la inquietud de la búsqueda de lo verdadero y
en ella las sostiene con la ayuda de lo alto; si todos los hijos de la Iglesia supieran ser incansables
misioneros del Evangelio, un nuevo florecimiento de santidad y de renovación surgirá en el mundo,
sediento de amor y de verdad.

— Queremos continuar el esfuerzo ecuménico que consideramos la extrema consigna de Nuestros


inmediatos Predecesores, vigilando con fe inmutable, con esperanza invicta y con amor indeclinable la
realización del gran mandato de Cristo: « Ut omnes unum sint» (Jn 17, 21), en el cual vibra el ansia de su
Corazón en la vigilia de la inmolación del Calvario; las mutuas relaciones entre las iglesias de distinta
denominación han cumplido progresos constantes y extraordinarios, que están a la vista de todos; pero la
división no cesa, por otro lado, de ser motivo de perplejidad, de contradicción y de escándalo a los ojos de
los no cristianos y de los no creyentes: por esto pensamos dedicar Nuestra inmediata atención a todo lo
que pueda favorecer la unión, sin ceder en lo doctrinal pero también sin vacilaciones

— Queremos proseguir con paciencia y firmeza el diálogo sereno y eficaz que el Sumo Pontífice Pablo VI,
nunca bastante llorado, fijó como fundamento y estilo de su acción pastoral, dando las líneas maestras de
dicho diálogo en la Encíclica Ecclesiam suam, a saber: es necesario que los hombres, a nivel humano, se
conozcan mutuamente, aun cuando se trate de los que no comporten nuestra fe: y es necesario que
nosotros estemos siempre dispuestos a dar testimonio de la fe que poseemos y del encargo que Cristo nos
encomendó, para « que el mundo crea » (Jn 17, 21).

— Queremos, finalmente, secundar todas las iniciativas laudables y buenas encaminadas a tutelar e
incrementar la paz en este mundo turbado; con este fin, pediremos la colaboración de todos los hombres
buenos, justos, honrados, rectos de corazón, para que, dentro de cada nación, se opongan a la violencia
ciega que sólo destruye sembrando ruina y luto; y, en la convivencia internacional, guíen a los hombres a
la comprensión mutua, a la unión de los esfuerzos que impulsen el progreso social, venzan el hambre
corporal y la ignorancia del espíritu, fomenten el desarrollo de los pueblos menos dotados de bienes
materiales, pero al mismo tiempo ricos en energías y aspiraciones.

Hermanos e hijos queridísimos:

En esta hora que nos hace temblar, pero en la que al mismo tiempo nos sentimos confortado por las
promesas divinas, saludamos a todos nuestros hijos; desearíamos tenerlos aquí a todos para mirarles en
los ojos y para abrazarlos infundiéndoles valor y confianza, y pidiéndoles comprensión y oración por
nosotros.

A todos nuestro saludo.

— A los cardenales del Sacro Colegio, con los que hemos compartido horas decisivas y en quienes
confiamos ahora y confiaremos en el futuro, agradeciéndoles sus sabios consejos y la valiosa colaboración
que querrán seguir ofreciéndonos, como prolongación del consenso amplio que por voluntad de Dios nos
ha traído a esta cumbre del ministerio apostólico.

— A todos los obispos de la Iglesia de Dios, «que representan cada uno a su Iglesia, y todos ellos
juntamente con el Papa a la Iglesia universal en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad » ( Lumen
gentium, 23), y cuya colegialidad queremos consolidar firmemente solicitando su colaboración en el
gobierno de la Iglesia universal, sea mediante el Sínodo, sea a través de los dicasterios de la Curia, en los
que ellos toman parte según las normas establecidas.

— A todos nuestros queridos colaboradores, a quienes corresponde ejecutar fiel y continuamente nuestra
voluntad; ellos tienen el honor de realizar una actividad que les compromete a una vida de santidad, a un
espíritu de obediencia, a una dedicación apostólica y a un amor ferviente a la Iglesia que sirva de ejemplo
a los demás. Los amamos uno a uno, y pidiéndoles que continúen prestándonos a nosotros, como a
nuestros predecesores, su ya probada fidelidad, estamos seguro de poder contar con su trabajo
preciosísimo que nos servirá de gran ayuda.

— Saludamos a los sacerdotes y fieles de la diócesis de Roma a ellos nos une la sucesión de Pedro y el
ministerio único y singular de esta Cátedra Romana «que presido en la caridad universal» (cf. San Ignacio
de Antioquía, Epístola a los romanos, Funk I, 252).
— Saludamos de modo especial a los fieles de nuestra diócesis de Belluno, de la cual procedemos; y a los
que en Venecia nos habían sido confiados como hijos afectuosos y queridos, en los que pensamos ahora
con nostalgia sincera, recordando sus magníficas obras eclesiales y las energías que hemos dedicado
juntos a la buena causa del Evangelio.

— Y abrazamos con amor también a todos los sacerdotes, especialmente a los párrocos y a cuantos se
dedican a la cura directa de las almas, en condiciones muchas veces de penuria o de auténtica pobreza,
pero sostenidos al mismo tiempo luminosamente por la gracia de la vocación y por el seguimiento heroico
de Cristo, «pastor y guardián de vuestras almas» (1P 2, 25).

— Saludamos a los religiosos y religiosas de vida contemplativa o activa, que siguen irradiando en el
mundo el encanto de su adhesión intacta a los ideales evangélicos; y les rogamos que «sin cesar se
esmeren para que por medio de ellos, ante los fieles y los infieles, la Iglesia manifieste de veras cada vez
mejor a Cristo» (Lumen gentium, 46).

— Saludamos a toda la Iglesia misionera, animando y aplaudiendo con amor a los hombres y mujeres que
ocupan un puesto de vanguardia en la proclamación del Evangelio: sepan que entre todos aquellos a
quienes amamos, ellos nos son especialmente queridos; nunca los olvidaremos en nuestras oraciones y en
nuestra solicitud, porque tienen un puesto privilegiado en nuestro corazón.

— A las Asociaciones de Acción Católica, así como a los Movimientos de denominación diversa que
contribuyen con energías nuevas a la vivificación de la sociedad y a la consecratio mundi, como levadura
en la masa (cf. Mt 13, 33), va todo nuestro aliento y nuestro apoyo, porque estamos convencido de que su
actividad, en colaboración con la sagrada jerarquía, es hoy indispensable para la Iglesia.

— Saludamos a los adolescentes y a los jóvenes, esperanza de un mañana más limpio, más sano, más
constructivo, advirtiéndoles que sepan distinguir entre el bien y el mal, y realicen el bien con las energías
frescas que poseen, procurando aportar su vitalidad a la Iglesia y para el mundo del mañana.

— Saludamos a las familias, «santuario doméstico de la Iglesia» ( Apostolicam actuositatem, 11), más aún,
« verdadera y propia Iglesia doméstica » ( Lumen gentium, 11), deseando que en ellas florezcan
vocaciones religiosas y decisiones santas, y que preparen el mañana del mundo; les exhortamos a que se
opongan a las perniciosas ideologías del llamado hedonismo que corroe la vida, y a que formen espíritus
fuertes, dotados de generosidad, equilibrio y dedicación al bien común.

— Pero queremos enviar un saludo particular a cuantos sufren en el momento presente; a los enfermos, a
los prisioneros, a los emigrantes, a los perseguidos, a cuantos no logran tener un trabajo o carecen de lo
necesario en la dura lucha por la vida; a cuantos sufren por la coacción a que está reducida su fe católica,
que no pueden profesar libremente sino a costa de sus derechos primordiales de hombres libres y de
ciudadanos solícitos y leales. Pensamos de modo particular en la atormentada región del Líbano, en la
situación de la Tierra de Jesús, en la faja del Sahel, en la India tan probada, y en todos aquellos hijos y
hermanos que sufren dolorosas privaciones, sea por las condiciones sociales y políticas, sea a consecuencia
de desastres naturales.

¡Hombres hermanos de todo el mundo!

Todos estamos empeñados en la tarea de lograr que el mundo alcance una justicia mayor, una paz más
estable, una cooperación mas sincera; y por eso invitamos y suplicamos a todos, desde las clases sociales
más humildes que forman la urdimbre de las naciones, hasta los Jefes responsables de cada uno de los
pueblos, a hacerse instrumentos eficaces y « responsables » de un orden nuevo, más justo y más sincero.

Una aurora de esperanza flota sobre el mundo, si bien una capa espesa de tinieblas con siniestros
relámpagos de odio, de sangre y de guerra, amenaza a veces con oscurecerla; el humilde Vicario de Cristo
que comienza con temblor y confianza su misión, se pone a disposición total de la Iglesia y de la sociedad
civil, sin distinción de razas o ideologías, con el deseo de que amanezca para el mundo un día más claro y
sereno. Solamente Cristo puede hacer brotar la luz que no se apaga, porque Él es el «sol de justicia»
(cf. Mal 4, 2); pero Él pide también el esfuerzo de todos; el nuestro no faltará.
Pedimos a todos nuestros hijos la ayuda de su oración, porque sólo en ésta esperamos; y nos
abandonamos confiados a la ayuda del Señor quien, al igual que nos ha llamado a la tarea de
Representante suyo en la tierra, no permitirá que nos falte su gracia omnipotente.

María Santísima, Reina de los Apóstoles, será la fúlgida estrella de nuestro pontificado.

San Pedro, «fundamento de la Iglesia » (San Ambrosio, Exp. Ev. Sec. Lucam, IV, 70; CSEL 32, 4, pág.
175), nos asista con su intercesión y con su ejemplo de fe invicta y de generosidad humana.

San Pablo nos guíe en el impulso apostólico dirigido a todos los pueblos de la tierra; nos asistan nuestros
santos Patronos.

Y en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo impartimos al mundo nuestra primera y
afectuosísima bendición apostólica.
MENSAJE URBI ET ORBI
DE SU SANTIDAD PABLO VI
Domingo de Resurrección, 26 de marzo de 1978

¡Amadísimos hijos de la Iglesia de Dios!


¡Hermanos todos de la comunidad humana!

En este momento reunimos lo que aún nos queda de energía humana y también cuanto colmadamente existe en
nosotros de certeza sobrehumana para transmitiros el eco bienaventurado del anuncio que atraviesa y renueva la
historia del mundo: ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, nuestro Señor Jesucristo ha resucitado de la muerte y ha inaugurado una
nueva vida: para Sí mismo y para la humanidad!

Cristo ha salido al encuentro de los hombres, aterrados ante el gran prodigio de su nueva existencia, con el saludo más
sencillo y más maravilloso, el saludo de su paz: "Paz a vosotros" (Jn 20, 19-21), dijo El mismo apareciendo de nuevo
entre sus discípulos.

Nosotros, herederos auténticos de aquella fortuna, lo saludamos maravillados de la inaudita novedad, con la
conciencia exultante por la sorprendente realidad y con el gozo de que una nueva presencia del divino Maestro nos
obligue a sentir su victoria sobre nuestra tímida incredulidad y a repetir con idéntico ímpetu las palabras del discípulo
Tomás: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28).

De esta manera, Señor, mientras celebramos la verdad y la gloria de tu resurrección, la luz nos inunda y nos invade.

Sí, nosotros somos conscientes y gozamos de una seguridad nueva, que nos pone en comunión espiritual y viva
contigo.

Sí, nosotros creemos. Nosotros podemos ofrecerte el don que nos viene de Ti, Cristo resucitado, el don de nuestra fe,
de nuestra humilde pero ya gloriosa fe, de la que vivimos y por la que vivimos, según lo que nos ha sido enseñado, y
que, en cierta medida, experimentamos en nuestro espíritu: "El justo vive de la fe" (Gál 3, 1.1),

Este debe ser, hijos y hermanos, nuestro fruto pascual: el fruto de la fe.

Debemos ser "fuertes en la fe" (1 Pe 5, 9).

Debemos adherirnos con total confianza a la Palabra de Dios que nos llega por el camino de la Revelación.

La Palabra de Dios debe ser el quicio de nuestra existencia humana, un quicio lógico y operativo (cf. Gál 5, 6).

Nosotros, que tenemos la suerte de profesarnos creyentes, debemos superar esos estados de pensamiento que nacen de
opiniones discutibles, de ideologías construidas por la mentalidad humana o por intereses prácticos particulares, para
reconocer a la fe los derechos de la Palabra de Dios, aunque de momento nuestro conocimiento de ella esté como
reflejado en un espejo enigmático (cf. 1 Cor 13, 12); vendrá la revelación cara a cara, pero, mientras tanto, debemos
ser fieles, con valiente coherencia, a la norma de pensamiento y de acción que nos trae la religión de Cristo, a través
del Magisterio auténtico de la Iglesia, Madre y Maestra.

No tengamos miedo. Esta sabiduría sobrenatural no disminuye la libertad y el desarrollo que nos llega de la ciencia y
de la experiencia de nuestro estudio natural, sino que más bien lo sostiene y lo integra en el descubrimiento del mudo
lenguaje de la creación. Y recapitula en un superlativo diálogo de inteligencia y de amor la nueva Palabra que el
Padre, mediante el Hijo, en el Espíritu Santo, se digna dirigir a nuestra humilde vida para asociarla a su plenitud.

No tengamos miedo a hacer del Credo, que nos ha sido garantizado por la resurrección de Cristo, la fama de nuestra
esperanza (cf. Heb 11, 1). Hagamos todo lo posible por superar el fondo de duda, de escepticismo, de negación que se
ha depositado en la mentalidad de tantos hombres, que se dicen modernos, por el mero hecho de ser hijos del tiempo.
Tratemos más bien de ganar para nuestra paz y para nuestra misma actividad temporal la fuerza luminosa de la
Palabra de Cristo: "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
Hijos y hermanos, éstos son nuestros votos de Pascua: que con al certeza de la fe podáis experimentar el gozo que
nace de ella (cf. Flp 1, 23), de tal manera que podamos hacer nuestra la admirable plegaria de la Iglesia:  "Ibi nostra
fixa sint corda ubi vera sunt gaudia, que nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría" (cf. Oración colecta
del XXI domingo del tiempo ordinario).

Sea ésta nuestra felicitación de Pascua, que ahora confirmamos con nuestra bendición apostólica.
VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Basílica Vaticana
Sábado Santo, 20 de abril de 2019

1. Las mujeres llevan los aromas a la tumba, pero temen que el viaje sea en balde, porque una gran piedra
sella la entrada al sepulcro. El camino de aquellas mujeres es también nuestro camino; se asemeja al
camino de la salvación que hemos recorrido esta noche. Da la impresión de que todo en él acabe
estrellándose contra una piedra: la belleza de la creación contra el drama del pecado; la liberación de la
esclavitud contra la infidelidad a la Alianza; las promesas de los profetas contra la triste indiferencia del
pueblo. Ocurre lo mismo en la historia de la Iglesia y en la de cada uno de nosotros: parece que el camino
que se recorre nunca llega a la meta. De esta manera se puede ir deslizando la idea de que la frustración
de la esperanza es la oscura ley de la vida.

Hoy, sin embargo, descubrimos que nuestro camino no es en vano, que no termina delante de una piedra
funeraria. Una frase sacude a las mujeres y cambia la historia: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que
vive?» (Lc 24,5); ¿por qué pensáis que todo es inútil, que nadie puede remover vuestras piedras? ¿Por qué
os entregáis a la resignación o al fracaso? La Pascua, hermanos y hermanas, es la fiesta de la remoción de
las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas:
la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral,
porque hoy descubre la «piedra viva» (cf. 1 P 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos
fundados en Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo en base
a nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo, para remover nuestras decepciones. Esta noche
cada uno de nosotros está llamado a descubrir en el que está Vivo a aquél que remueve las piedras más
pesadas del corazón. Preguntémonos, antes de nada: ¿ cuál es la piedra que tengo que remover en mí,
cómo se llama esta piedra?

A menudo la esperanza se ve obstaculizada por la piedra de la desconfianza . Cuando se afianza la idea de


que todo va mal y de que, en el peor de los casos, no termina nunca, llegamos a creer con resignación que
la muerte es más fuerte que la vida y nos convertimos en personas cínicas y burlonas, portadoras de un
nocivo desaliento. Piedra sobre piedra, construimos dentro de nosotros un monumento a la
insatisfacción, el sepulcro de la esperanza . Quejándonos de la vida, hacemos que la vida acabe siendo
esclava de las quejas y espiritualmente enferma. Se va abriendo paso así una especie de  psicología del
sepulcro: todo termina allí, sin esperanza de salir con vida. Esta es, sin embargo, la pregunta hiriente de la
Pascua: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?  El Señor no vive en la resignación. Ha resucitado,
no está allí; no lo busquéis donde nunca lo encontraréis: no es Dios de muertos, sino de vivos
(cf. Mt 22,32). ¡No enterréis la esperanza!

Hay una segunda piedra que a menudo sella el corazón: la piedra del pecado. El pecado seduce, promete
cosas fáciles e inmediatas, bienestar y éxito, pero luego deja dentro soledad y muerte. El pecado es buscar
la vida entre los muertos, el sentido de la vida en las cosas que pasan. ¿Por qué buscáis entre los muertos
al que vive? ¿Por qué no te decides a dejar ese pecado que, como una piedra en la entrada del corazón,
impide que la luz divina entre? ¿Por qué no pones a Jesús, luz verdadera (cf. Jn 1,9), por encima de los
destellos brillantes del dinero, de la carrera, del orgullo y del placer? ¿Por qué no le dices a las vanidades
mundanas que no vives para ellas, sino para el Señor de la vida?

2. Volvamos a las mujeres que van al sepulcro de Jesús. Ante la piedra removida, se quedan asombradas;
viendo a los ángeles, dice el Evangelio, quedaron «despavoridas» y con «las caras mirando al suelo»
(Lc 24,5). No tienen el valor de levantar la mirada. Y cuántas veces nos sucede también a nosotros:
preferimos permanecer encogidos en nuestros límites, encerrados en nuestros miedos. Es extraño: pero,
¿por qué lo hacemos? Porque a menudo, en la situación de clausura y de tristeza nosotros somos los
protagonistas, porque es más fácil quedarnos solos en las habitaciones oscuras del corazón que abrirnos al
Señor. Y sin embargo solo él eleva. Una poetisa escribió: «Ignoramos nuestra verdadera estatura, hasta
que nos ponemos en pie» (E. Dickinson, We never know how high we are). El Señor nos llama a alzarnos,
a levantarnos de nuevo con su Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no
para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte: ¿por qué buscáis entre los
muertos al que vive?

Dios nos pide que miremos la vida como Él la mira, que siempre ve en cada uno de nosotros un núcleo de
belleza imborrable. En el pecado, él ve hijos que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para
resucitar; en la desolación, corazones para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida,
incluso cuando tienes miedo de mirarla y vivirla. En Pascua te muestra cuánto te ama: hasta el punto de
atravesarla toda, de experimentar la angustia, el abandono, la muerte y los infiernos para salir victorioso y
decirte: “No estás solo, confía en mí”. Jesús es un especialista en transformar nuestras muertes en vida,
nuestros lutos en danzas (cf. Sal 30,12); con Él también nosotros podemos cumplir la Pascua, es decir el
paso: el paso de la cerrazón a la comunión, de la desolación al consuelo, del miedo a la confianza. No nos
quedemos mirando el suelo con miedo, miremos a Jesús resucitado: su mirada nos infunde esperanza,
porque nos dice que siempre somos amados y que, a pesar de todos los desastres que podemos hacer, su
amor no cambia. Esta es la certeza no negociable de la vida: su amor no cambia. Preguntémonos: en la
vida, ¿hacia dónde miro? ¿Contemplo ambientes sepulcrales o busco al que Vive?

3. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Las mujeres escuchan la llamada de los ángeles, que
añaden: «Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea» ( Lc 24,6). Esas mujeres habían olvidado la
esperanza porque no recordaban las palabras de Jesús, su llamada acaecida en Galilea. Perdida la memoria
viva de Jesús, se quedan mirando el sepulcro. La fe necesita ir de nuevo a Galilea, reavivar el primer amor
con Jesús, su llamada: recordarlo, es decir, literalmente volver a Él con el corazón. Es esencial volver a un
amor vivo con el Señor, de lo contrario se tiene una fe de museo, no la fe de pascua. Pero Jesús no es un
personaje del pasado, es una persona que vive hoy; no se le conoce en los libros de historia, se le
encuentra en la vida. Recordemos hoy cuando Jesús nos llamó, cuando venció nuestra oscuridad, nuestra
resistencia, nuestros pecados, cómo tocó nuestros corazones con su Palabra.

Hermanos y hermanas, volvamos a Galilea.

Las mujeres, recordando a Jesús, abandonan el sepulcro. La Pascua nos enseña que el creyente se detiene
por poco tiempo en el cementerio, porque está llamado a caminar al encuentro del que Vive.
Preguntémonos: en mi vida, ¿hacia dónde camino?  A veces nos dirigimos siempre y únicamente hacia
nuestros problemas, que nunca faltan, y acudimos al Señor solo para que nos ayude. Pero entonces no es
Jesús el que nos orienta sino nuestras necesidades. Y es siempre un buscar entre los muertos al que vive.
Cuántas veces también, luego de habernos encontrado con el Señor, volvemos entre los muertos, vagando
dentro de nosotros mismos para desenterrar arrepentimientos, remordimientos, heridas e insatisfacciones,
sin dejar que el Resucitado nos transforme. Queridos hermanos y hermanas, démosle al que Vive el lugar
central en la vida. Pidamos la gracia de no dejarnos llevar por la corriente, por el mar de los problemas; de
no ir a golpearnos con las piedras del pecado y los escollos de la desconfianza y el miedo. Busquémoslo a
Él, dejémonos buscar por Él, busquémoslo a Él en todo y por encima de todo. Y con Él resurgiremos.

 
VIGILIA PASCUAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Basílica de San Pedro
Sábado Santo 14 de abril de 1979

1. La palabra "muerte" se pronuncia con un nudo en la garganta. Aunque la humanidad, durante tantas
generaciones, se haya acostumbrado de algún modo a la realidad inevitable de la muerte, sin embargo
resulta siempre desconcertante. La muerte de Cristo había penetrado profundamente en los corazones de
sus más allegados, en la conciencia de toda Jerusalén. El silencio que surgió después de ella llenó la tarde
del viernes y todo el día siguiente del sábado. En este día, según las prescripciones de los judíos, nadie se
había trasladado al lugar de la sepultura. Las tres mujeres, de las que habla el Evangelio de hoy, recuerdan
muy bien la pesada piedra con que habían cerrado la entrada del sepulcro. Esta piedra, en la que pensaban
y de la que hablarían al día siguiente yendo al sepulcro, simboliza también el peso que había aplastado sus
corazones. La piedra que había separado al Muerto de los vivos, la piedra límite de la vida, el peso de la
muerte. Las mujeres, que al amanecer del día después del sábado van al sepulcro, no hablarán de la
muerte, sino de la piedra. Al llegar al sitio, comprobarán que la piedra no cierra ya la entrada del sepulcro.
Ha sido derribada. No encontrarán a Jesús en el sepulcro. ¡Lo han buscado en vano! "No está aquí; ha
resucitado, según lo había dicho" ( Mt 28, 6). Deben volver a la ciudad y anunciar a los discípulos que El ha
resucitado y que lo verán en Galilea. Las mujeres no son capaces de pronunciar una palabra. La noticia de
la muerte se pronuncia en voz baja. Las palabras de la resurrección eran para ellas, desde luego, difíciles
de comprender. Difíciles de repetir, tanto ha influido la realidad de la muerte en el pensamiento y en el
corazón del hombre.

2. Desde aquella noche y más aún desde la mañana siguiente, los discípulos de Cristo han aprendido a
pronunciar la palabra "resurrección". Y ha venido a ser la palabra más importante en su lenguaje, la
palabra central, la palabra fundamental. Todo toma nuevamente origen de ella. Todo se confirma y se
construye de nuevo: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor
quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor. ¡Sea nuestra alegría y
nuestro gozo!" (Sal 117/118, 22-24).

Precisamente por esto la vigilia pascual —el día siguiente al Viernes Santo— no es ya sólo el día en que se
pronuncia en voz baja la palabra "muerte", en el que se recuerdan los últimos momentos de la vida del
Muerto: es el día de una gran espera. Es la Vigilia Pascual: el día y la noche de la espera del día que hizo el
Señor.

El contenido litúrgico de la Vigilia se expresa mediante las distintas horas del breviario, para concentrarse
después con toda su riqueza en esta liturgia de la noche, que alcanza su cumbre, después del período de
Cuaresma, en el primer "Alleluia". ¡Alleluia: es el grito que expresa la alegría pascual!

La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la
mañana. Lleva consigo la certeza. de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la
valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los Apóstoles, ahora la
Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya.

Este canto de alegría, cantado casi a media noche, nos anuncia el Día Grande. (En algunas lenguas
eslavas, la Pascua se llama la "Noche Grande", después de la Noche Grande, llega el Día Grande: "Día
hecho por el Señor").

3. Y he aquí que estarnos para ir al encuentro de este Día Grande con el fuego pascual encendido; en este
fuego hemos encendido el cirio —luz de Cristo— y junto a él hemos proclamado la gloria de su resurrección
en el canto del Exultet. A continuación, hemos penetrado, mediante una serie de lecturas, en el gran
proceso de la creación, del mundo, del hombre, del Pueblo de Dios; hemos penetrado en la preparación del
conjunto de lo creado en este Día Grande, en el día de la victoria del bien sobre el mal, de la Vida sobre la
muerte. ¡No se puede captar el misterio de la resurrección sino volviendo a los orígenes y siguiendo,
después, todo el desarrollo de la historia de la economía salvífica hasta ese momento! El momento en que
las tres mujeres de Jerusalén, que se detuvieron en el umbral del sepulcro vacío, oyeron el mensaje de un
joven vestido de blanco: "No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está
aquí" (Mc 16, 5-6).

4. Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en
nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que
nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida.

He aquí cómo se expresa San Pablo: "¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús
fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo para
participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una nueva vida" (Rom 6, 3-4).

Las palabras "hemos sido bautizados en su muerte" dicen mucho. La muerte es el agua en la que se
reconquista la vida: el agua "que salta hasta la vida eterna" ( Jn 4, 14). ¡Es necesario "sumergirse" en este
agua; en esta muerte, para surgir después de ella como hombre nuevo , como nueva criatura, como ser
nuevo, esto es, vivificado por la potencia de la resurrección de Cristo!

Este es el misterio del agua que esta noche bendecimos, que hacemos penetrar con la "luz de Cristo", que
hacemos penetrar con la nueva vida: ¡es el símbolo de la potencia de la resurrección!

Este agua, en el sacramento del bautismo, se convierte en el signo de la victoria sobre Satanás, sobre el
pecado; el signo de la victoria  que Cristo ha traído mediante la cruz, mediante la muerte y que nos
trae después a cada uno: "Nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del
pecado y ya no sirvamos al pecado" (Rom 6, 6).

5. Es pues la noche de la gran espera. Esperemos en la fe, esperemos con todo nuestro ser humano a
Aquel que al despuntar el alba ha roto la tiranía de la muerte, y ha revelado la potencia divina de la Vida:
El es nuestra esperanza.
VIGILIA PASCUAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Sábado Santo, 5 de abril de 1980

1. Cristo, Hijo del Dios vivo.

Aquí estamos nosotros, tu Iglesia: el Cuerpo de tu Cuerpo y de tu Sangre; estamos aquí, velamos.

Ya fue una noche santa la noche de Belén, cuando fuimos llamados por la voz de lo alto, e introducidos por
los pastores en la gruta de tu nacimiento. Entonces velamos a media noche, reunidos en esta Basílica,
acogiendo con alegría la Buena Nueva de que habías venido al mundo desde el seno de la Virgen-Madre;
de que te habías hecho hombre semejante a nosotros, tú, que eres "Dios de Dios, Luz de Luz", no creado
como cada uno de nosotros, sino "de la misma naturaleza que el Padre", engendrado por El antes de todos
los siglos.

Hoy estamos de nuevo aquí nosotros, tu Iglesia; estamos junto a tu sepulcro; velamos.

Velamos, para preceder a aquellas mujeres, "que muy de mañana" fueron a la tumba, llevando consigo
"los aromas que habían preparado" (cf. Lc 24, 1), para ungir tu cuerpo que había sido puesto en el
sepulcro anteayer.

Velamos para estar junto a tu tumba, antes, de que venga aquí Pedro traído por las palabras de las tres
mujeres; antes de que venga Pedro, que, inclinándose, verá solamente los lienzos ( Lc 24, 12); y volverá a
los Apóstoles "admirado de lo ocurrido" (Lc 24, 12).

Y había ocurrido lo que habían escuchado las mujeres: María Magdalena, Juana y María de Santiago,
cuando llegaron a la tumba y encontraron removida la piedra del sepulcro, "y entrando, no hallaron el
cuerpo del Señor Jesús" ( Lc 24, 3). En ese momento por vez primera, en esa tumba vacía, en la que
anteayer fue colocado tu cuerpo, resonó la palabra: "¡Ha resucitado!" ( Lc 24, 6).

"¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado. Acordaos cómo os habló
estando aún en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre había de ser entregado en poder de los pecadores,
y ser crucificado, y resucitar al tercer día" (Lc 24, 5-7).

Por esto estamos aquí ahora. Por esto velamos. Queremos preceder a las mujeres y a los Apóstoles.
Queremos estar aquí, cuando la sagrada liturgia de esta noche haga presente tu victoria sobre la muerte.
Queremos estar contigo, nosotros, tu Iglesia, el Cuerpo de tu Cuerpo y de tu Sangre derramada en la cruz.

2. Somos tu Cuerpo. Somos tu Pueblo. Somos muchos. Nos reunimos en muchos lugares de la  tierra
esta noche de la Santa Vigilia, junto a tu tumba , lo mismo que nos reunimos, la noche de tu nacimiento, en
Belén. Somos muchos, y a todos nos une la fe, nacida de tu Pascua, de tu Paso a través de la muerte a la
nueva vida, la fe nacida de tu resurrección.

"Esta noche es santa para nosotros". Somos muchos, y a todos nos une un solo bautismo.

El bautismo que nos sumerge en Jesucristo (cf. Rom 6, 3).

Mediante este bautismo "que nos sumerge en tu muerte", juntamente contigo, Cristo, hemos sido
sepultados "en la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos por la  gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom 6, 4).

Sí. Tu" resurrección, Cristo, es la gloria del Padre.


Tu resurrección revela la gloria del Padre , al que en el momento de la muerte, te has confiado hasta el fin,
entregando tu espíritu con estas palabras: "Padre, en tus manos" ( Lc 23, 46). Y contigo nos
has confiado también a todos nosotros, al morir en la cruz como Hijo del Hombre: nuestro Hermano y
Redentor. En tu muerte has devuelto al Padre nuestra muerte humana, le has devuelto el ser de cada uno
de los hombres, que está signado por la muerte.

He aquí que el Padre te devuelve a ti, Hijo del hombre, esta vida que le habías confiado hasta el fin.
Resucitas de entre los muertos gracias a la gloria del Padre. En la resurrección es glorificado el Padre, y tú
serás glorificado en el Padre, al que has confiado hasta el fin tu vida en la muerte: eres  glorificado con
la Vida. Con la Vida nueva. Con misma vida y, al mismo tiempo, nueva.

Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo, a quien el Padre ha glorificado con la resurrección y con la vida, en
medio de la historia del hombre. En tu muerte has devuelto al Padre el ser de cada uno de nosotros, la
vida de cada uno de los hombres, que está signada por la necesidad de la muerte, para que en tu
resurrección cada uno pudiera adquirir de nuevo la conciencia y la certeza de entrar, por ti y contigo, en
la Vida nueva.

"Porque si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su
resurrección" (Rom 6, 5).

3. Estamos muchos velando, esta noche, junto a tu sepulcro. A todos nos une "una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios, Padre de todos" (cf. Ef 4, 5-6).

Nos une la esperanza de la resurrección, que brota de la unión de la vida, en que queremos permanecer
con Jesucristo.

Nos alegramos por esta Noche Santa junto con aquellos que han recibido el bautismo. Es la misma alegría
que han  vivido los discípulos y los confesores de Cristo en la noche de la resurrección, durante el curso de
tantas generaciones. La alegría de los catecúmenos  sobre los cuales se ha derramado el agua del
bautismo, y la gracia de la unión con Cristo en su muerte y resurrección.

Es la alegría de la vida que en la noche de la resurrección compartimos recíprocamente entre nosotros


como el misterio más profundo de nuestros corazones y la deseamos a cada uno de los hombres.

"La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré, para contar las
hazañas del Señor" (Sal 117 [118] 16-17).

Cristo, Hijo del Dios vivo, acepta de nosotros esta Santa Vigilia en la noche pascual y concédenos esa
alegría de la vida nueva, que llevamos en nosotros, que sólo Tú puedes dar al corazón humano:

Tú, Resucitado

Tú, nuestra Pascua


VIGILIA PASCUAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sábado Santo, 18 de abril de 1981

1. "¿Buscáis a Jesús el crucificado?" (Mt 28, 5).

Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, "al alborear el primer día de la semana"   (ib., 28, 1), lleguen
al sepulcro.

¡Crucificado!

Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: "Padre, en tus manos entrego mi
espíritu" (Lc 23, 46).

Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro
prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley
religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la
esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.

Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la  segunda noche.

2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la
fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que  descienda a nuestras almas y a nuestros
corazones la noche santa:  la noche después del sábado.

Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por
los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el   vía
crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue
puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.

¿Por qué habéis venido ahora?

¿Buscáis a Jesús el crucificado?

Sí.  Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada
de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: "No está aquí..." (Mt 28, 6).

Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche,  para velar junto a su tumba.  Para celebrar la
Vigilia pascual.

Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el
"Exsultet" de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el  día de
la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo,  durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos
primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en
que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.

Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo
lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y
que  la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.
Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha
encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la
luz de Cristo: Lumen Christi.

3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el
bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán   el bautismo esta noche.

Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche
podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son
nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos
países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.

Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el " Exsultet" en honor de la  Iglesia, nuestra
Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo:   Lumen Christi.

Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del  agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de
Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad,
hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).

4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido
aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:

"Nuestro  hombre viejo ha sido crucificado con El, para que... no seamos más esclavos del pecado..."
(Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos " muertos al pecado y  vivos para Dios en Cristo
Jesús" (ib., 6, 11); efectivamente: "Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su
vivir es un vivir para Dios" (ib.,  6, 10);

porque: "Por el bautismo fuimos  sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado
de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros   andemos en una vida nueva" (ib., 6, 4);

porque: "Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una
resurrección como la suya"  (ib., 6, 5);

porque creemos que "si hemos muerto con Cristo..., también viviremos con El" (ib., 6, 8);

y porque creemos que "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no
tiene dominio sobre El"  (ib., 6, 9).

5. Precisamente por esto estamos aquí.

Por esto velamos junto a su tumba.

Vela la Iglesia. Y vela el mundo.

La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la  hora más grande de su historia.

 
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de abril de 2009

El Triduo pascual

Queridos hermanos y hermanas: 

La Semana santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos brinda la
oportunidad de sumergirnos en los acontecimientos centrales de la Redención, de revivir el Misterio
pascual, el gran Misterio de la fe. Desde mañana por la tarde, con la misa  in Coena Domini,  los solemnes
ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de modo más vivo la pasión, la muerte y la resurrección del Señor
en los días del santo Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico. Que la gracia divina abra nuestro
corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio
de Cristo.

Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la carta a los
Filipenses  (cf. Flp 2, 6-11), que en Cuaresma hemos meditado muchas veces. El Apóstol recorre, de un
modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de
Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos
sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse
hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta
la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue
su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo —como
dice san Pablo— que "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y
toda lengua proclame:  ¡Jesucristo es Señor!" (Flp 2, 10-11).

Con estas palabras san Pablo hace referencia a una profecía de Isaías donde Dios dice:  Yo soy el Señor,
que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cf. Is 45, 23). Esto —dice san Pablo— vale
para Jesucristo. Él, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es realmente el Señor del
mundo y ante él toda rodilla se dobla realmente.

¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta
realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad
exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de
triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su rango", asumiendo la
miserable y débil condición humana. A este respecto, san Pablo usa un verbo griego muy rico de
significado para indicar la kénosis, el abajamiento de Jesús. La forma ( morphé) divina se ocultó en Cristo
bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por
nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en
todo menos en el pecado, lo condujo hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte.

Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega:   fue, más bien, una libre
elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó —
añade san Pablo— fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto
el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros:  por amor quiso "despojarse de su rango" y hacerse
hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. A este
propósito, un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro, escribe:  "Siendo Dios y Dios por
naturaleza, siendo igual a Dios, no consideró esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido
algún honor por encima de sus méritos, sino que, ocultando sus méritos, eligió la humildad más profunda y
tomó la forma de un ser humano" (Comentario a la carta a los Filipenses  2, 6-7).
El Triduo pascual, que —como decía— comenzará mañana con los sugestivos ritos vespertinos del Jueves
santo tiene como preludio la solemne Misa Crismal,  que por la mañana celebra el obispo con su presbiterio
y en el curso de la cual todos renuevan juntos las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la
ordenación. Es un gesto de gran valor, una ocasión muy propicia en la que los sacerdotes reafirman su
fidelidad a Cristo, que los ha elegido como ministros suyos. Este encuentro sacerdotal asume además un
significado particular, porque es casi una preparación para el Año sacerdotal, que he convocado con
ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars y que comenzará el próximo 19 de junio.
También en la Misa Crismal  se bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se
consagrará el Crisma. Con estos ritos se significa simbólicamente la plenitud del sacerdocio de Cristo y la
comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, reunido para el sacrificio eucarístico y vivificado en
la unidad por el don del Espíritu Santo.

En la misa de la tarde, llamada in Coena Domini,  la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el


sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad, que Jesús dejó a sus discípulos. San Pablo
ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo la víspera de la pasión del
Señor. "El Señor Jesús —escribe san Pablo al inicio de los años 50, basándose en un texto que recibió del
entorno del Señor mismo— en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo
partió y dijo:  "Este es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo,
después de cenar, tomó el cáliz diciendo:  "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la
bebiereis, hacedlo en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25).

Estas palabras, llenas de misterio, manifiestan con claridad la voluntad de Cristo:  bajo las especies del pan
y del vino él se hace presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Es el sacrificio de la
alianza nueva y definitiva, ofrecida a todos, sin distinción de raza y de cultura. Y Jesús constituye ministros
de este rito sacramental, que entrega a la Iglesia como prueba suprema de su amor, a sus discípulos y a
cuantos proseguirán su ministerio a lo largo de los siglos. Por tanto, el Jueves santo constituye una
renovada invitación a dar gracias a Dios por el don supremo de la Eucaristía, que hay que acoger con
devoción y adorar con fe viva. Por eso, la Iglesia anima, después de la celebración de la santa Misa, a velar
en presencia del santísimo Sacramento, recordando la hora triste que Jesús pasó en soledad y oración en
Getsemaní antes de ser arrestado y luego condenado a muerte.

Así llegamos al Viernes santo, día de la pasión y la crucifixión del Señor. Cada año, situándonos en silencio
ante Jesús colgado del madero de la cruz, constatamos cuán llenas de amor están las palabras
pronunciadas por él la víspera, en la última Cena:  "Esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por
muchos" (cf. Mc 14, 24). Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para el perdón de los pecados de la
humanidad. Lo mismo que sucede ante la Eucaristía, sucede ante la pasión y muerte de Jesús en la cruz:  
el misterio se hace insondable para la razón. Estamos ante algo que humanamente podría parecer
absurdo:  un Dios que no sólo se hace hombre, con todas las necesidades del hombre; que no sólo sufre
para salvar al hombre cargando sobre sí toda la tragedia de la humanidad, sino que además muere por el
hombre.

La muerte de Cristo recuerda el cúmulo de dolor y de males que pesa sobre la humanidad de todos los
tiempos:  el peso aplastante de nuestro morir, el odio y la violencia que aún hoy ensangrientan la tierra. La
pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, "Jesús
estará en agonía hasta el fin del mundo; no hay que dormir en este tiempo" ( Pensamientos,  553). El
Viernes santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio para renovar nuestra fe,
para reafirmar nuestra esperanza y la valentía de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y
abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día canta:   "O Crux, ave, spes
unica", "¡Salve, oh cruz, esperanza única!".

Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado santo, en espera de la resurrección de Jesús. En
este día las iglesias están desnudas y no se celebran ritos litúrgicos particulares. La Iglesia vela en oración
como María y junto con María, compartiendo sus mismos sentimientos de dolor y confianza en Dios.
Justamente se recomienda conservar durante todo el día un clima de oración, favoreciendo la meditación y
la reconciliación; se anima a los fieles a acercarse al sacramento de la Penitencia, para poder participar,
realmente renovados, en las fiestas pascuales.
El recogimiento y el silencio del Sábado santo nos llevarán en la noche a la solemne Vigilia pascual,  "madre
de todas las vigilias", cuando prorrumpirá en todas las iglesias y comunidades el canto de alegría por la
resurrección de Cristo. Una vez más, se proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre
la muerte, y la Iglesia se llenará de júbilo en el encuentro con su Señor. Así entraremos en el clima de la
Pascua de Resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente el Triduo santo, para participar cada
vez más profundamente en el misterio de Cristo. En este itinerario nos acompaña la Virgen santísima, que
siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, participando con gran pena en su sacrificio, cooperando
así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes (cf Jn 19, 25-27).
Juntamente con ella entraremos en el Cenáculo, permaneceremos al pie de la cruz, velaremos idealmente
junto a Cristo muerto aguardando con esperanza el alba del día radiante de la resurrección. En esta
perspectiva, os expreso desde ahora a todos mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua, junto con
vuestras familias, parroquias y comunidades.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 12 de abril de 2006

El Triduo pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Mañana comienza el Triduo pascual, que es el fulcro de todo el Año litúrgico. Con la ayuda de los ritos
sagrados del Jueves santo, del Viernes santo y de la solemne Vigilia pascual, reviviremos el misterio de la
pasión, muerte y resurrección del Señor. Son días que pueden volver a suscitar en nosotros un deseo más
vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que él nos ha amado hasta dar su
vida por nosotros.

En efecto, los acontecimientos que nos vuelve a proponer el Triduo santo no son sino la manifestación
sublime de este amor de Dios al hombre. Por consiguiente, dispongámonos a celebrar el Triduo pascual
acogiendo la exhortación de san Agustín:  "Ahora considera atentamente los tres días santos de la
crucifixión, la sepultura y la resurrección del Señor. De estos tres misterios realizamos en la vida presente
aquello de lo que es símbolo la cruz, mientras que por medio de la fe y de la esperanza realizamos aquello
de lo que es símbolo la sepultura y la resurrección" (Epistola 55, 14, 24).

El Triduo pascual comienza mañana, Jueves santo, con la misa vespertina "In cena Domini", aunque por la
mañana normalmente se tiene otra significativa celebración litúrgica, la misa Crismal, durante la cual todos
los presbíteros de cada diócesis, congregados en torno al obispo, renuevan sus promesas sacerdotales y
participan en la bendición de los óleos de los catecúmenos, de los enfermos y del Crisma; eso lo haremos
mañana por la mañana también aquí, en San Pedro.

Además de la institución del sacerdocio, en este día santo se conmemora la ofrenda total que Cristo hizo
de sí mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En la misma noche en que fue entregado,
como recuerda la sagrada Escritura, nos dejó el "mandamiento nuevo" -" mandatum novum"- del amor
fraterno realizando el conmovedor gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los
esclavos.

Este día singular, que evoca grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la
agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Como narra el evangelio, Jesús, embargado de tristeza y
angustia, pidió a sus discípulos que velaran con él permaneciendo en oración:  "Quedaos aquí y velad
conmigo" (Mt 26, 38), pero los discípulos se durmieron.

También hoy el Señor nos dice a nosotros:  "Quedaos aquí y velad conmigo". Y también nosotros,
discípulos de hoy, a menudo dormimos. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que
siguió, en el corazón de la noche, el prendimiento y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.

El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente


orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y
resuenan las palabras del profeta Zacarías:  "Mirarán al que traspasaron" ( Jn 19, 37). Y durante el Viernes
santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que,
como escribe san Pablo, "están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" ( Col 2, 3), más
aún, en el que "reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad" ( Col 2, 9).

Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber "nada más que a Jesucristo, y este
crucificado" (1 Co 2, 2). Es verdad:  la cruz revela "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" -las
dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá
de todo cuanto se conoce- y nos llena "hasta la total plenitud de Dios" (cf.  Ef  3, 18-19).
En el misterio del Crucificado "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva
vida al hombre y salvarlo:  esto es amor en su forma más radical" ( Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo,
escribe en el siglo V el Papa san León Magno, "es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las
gracias" (Discurso 8 sobre la pasión del Señor,  6-8:  PL 54, 340-342).

En el Sábado santo la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en oración junto al sepulcro,
donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso después de la obra
creadora  de la Redención, realizada con su muerte (cf. Hb 4, 1-13). Ya entrada la noche comenzará la
solemne Vigilia pascual, durante la cual en cada Iglesia el canto gozoso del  Gloria y del Aleluya pascual se
elevará del corazón de los nuevos bautizados y de toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha
resucitado y ha vencido a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, para una fructuosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles
que se acerquen durante estos días al sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y
resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua comunidad cristiana, el Jueves santo se tenía el rito
de la Reconciliación de los penitentes, presidido por el obispo. Desde luego, las condiciones históricas han
cambiado, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo algo que conviene
valorizar al máximo, porque nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida y tener realmente
un nuevo inicio en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que él nos ha dado.

Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por
Cristo para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección. El perdón que nos
da Cristo en el sacramento de la Penitencia es fuente de paz interior y exterior, y nos hace apóstoles de
paz en un mundo donde por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la
injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad de reconciliarse para volver a comenzar nuevamente con un
perdón sincero.

Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y
resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta
certeza:  a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos
por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo
más justo.

Formulo de corazón este augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseándoos que os
preparéis con fe y devoción para las ya próximas fiestas pascuales. Os acompañe María santísima, que,
después de haber seguido a su Hijo divino en la hora de la pasión y de la cruz, compartió el gozo de su
resurrección.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de abril de 2007 

El Triduo sacro

Queridos hermanos y hermanas: 

Mientras concluye el camino cuaresmal, que comenzó con el miércoles de Ceniza, la liturgia del Miércoles
santo ya nos introduce en el clima dramático de los próximos días, impregnados del recuerdo de la pasión
y muerte de Cristo. En efecto, en la liturgia de hoy el evangelista san Mateo propone a nuestra meditación
el breve diálogo que tuvo lugar en el Cenáculo entre Jesús y Judas. "¿Acaso soy yo, Rabbí?", pregunta el
traidor del divino Maestro, que había anunciado:  "Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará". La
respuesta del Señor es lapidaria:  "Sí, tú lo has dicho" (cf. Mt  26, 14-25). Por su parte, san Juan concluye
la narración del anuncio de la traición de Judas con pocas, pero significativas palabras:  "Era de noche"
(Jn 13, 30).

Cuando el traidor abandona el Cenáculo, se intensifica la oscuridad en su corazón —es una noche interior
—, el desconcierto se apodera del espíritu de los demás discípulos —también ellos van hacia la noche—,
mientras las tinieblas del abandono y del odio se condensan alrededor  del  Hijo  del  Hombre, que se
dispone a consumar su sacrificio en la cruz.

En los próximos días conmemoraremos el enfrentamiento supremo entre la Luz y las Tinieblas, entre la
Vida y la Muerte. También nosotros debemos situarnos en este contexto, conscientes de nuestra "noche",
de nuestras culpas y responsabilidades, si queremos revivir con provecho espiritual el Misterio pascual, si
queremos llegar a la luz del corazón mediante este Misterio, que constituye el fulcro central de nuestra fe.

El inicio del Triduo pascual es el Jueves santo,  mañana. Durante la misa Crismal, que puede considerarse
el preludio del Triduo sacro, el pastor diocesano y sus colaboradores más cercanos, los presbíteros,
rodeados por el pueblo de  Dios,  renuevan  las  promesas  formuladas el día de la ordenación sacerdotal.

Se trata, año tras año, de un momento de intensa comunión eclesial, que pone de relieve el don del
sacerdocio ministerial que Cristo dejó a su Iglesia en la víspera de su muerte en la cruz. Y para cada
sacerdote es un momento conmovedor en esta víspera de la Pasión, en la que el Señor se nos entregó a sí
mismo, nos dio el sacramento de la Eucaristía, nos dio el sacerdocio. Es un día que toca el corazón de
todos nosotros.

Luego se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos:  el óleo de los catecúmenos, el óleo
de los enfermos, y el santo crisma. Por la tarde, al entrar en el Triduo pascual, la comunidad cristiana
revive en la misa in Cena Domini lo que sucedió durante la última Cena. En el Cenáculo el Redentor quiso
anticipar el sacrificio de su vida en el Sacramento del pan y del vino convertidos en su Cuerpo y en su
Sangre:  anticipa su muerte, entrega libremente su vida, ofrece el don definitivo de sí mismo a la
humanidad.

Con el lavatorio de los pies se repite el gesto con el que él, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el
extremo (cf. Jn 13, 1) y dejó a los discípulos, como su distintivo, este acto de humildad, el amor hasta la
muerte. Después de la misa in Cena Domini, la liturgia invita a los fieles a permanecer en adoración del
santísimo Sacramento, reviviendo la agonía de Jesús en Getsemaní. Y vemos cómo los discípulos se
durmieron, dejando solo al Señor. También hoy, con frecuencia, nosotros, sus discípulos, dormimos. En
esta noche sagrada de Getsemaní, queremos permanecer en vela; no queremos dejar solo al Señor en esta
hora. Así podemos comprender mejor el misterio del Jueves santo, que abarca el triple sumo don del
sacerdocio ministerial, de la Eucaristía y del mandamiento nuevo del amor ("agapé").
El Viernes santo,  que conmemora los acontecimientos que van desde la condena a muerte hasta la
crucifixión de Cristo, es un día de penitencia, de ayuno, de oración, de participación en la pasión del Señor.
La asamblea cristiana, en la hora establecida, vuelve a recorrer, con la ayuda de la palabra de Dios y de los
gestos litúrgicos, la historia de la infidelidad humana al designio divino, que sin embargo precisamente así
se realiza, y vuelve a escuchar la narración conmovedora de la dolorosa pasión del Señor.

Luego dirige al Padre celestial una larga "oración de los fieles", que abarca todas las necesidades de la
Iglesia y del mundo. Seguidamente, la comunidad adora la cruz y recibe la Comunión eucarística,
consumiendo las especies sagradas conservadas desde la misa in Cena Domini del día anterior. San Juan
Crisóstomo, comentando el Viernes santo, afirma:  "Antes la cruz significaba desprecio, pero hoy es algo
venerable; antes era símbolo de condena, y hoy es esperanza de salvación. Se ha convertido
verdaderamente en manantial de infinitos bienes; nos ha librado del error, ha disipado nuestras tinieblas,
nos ha reconciliado con Dios; de enemigos de Dios, nos ha hecho sus familiares; de extranjeros, nos ha
hecho sus vecinos:  esta cruz es la destrucción de la enemistad, el manantial de la paz, el cofre de
nuestro tesoro" (De cruce et latrone I, 1, 4).

Para vivir de una manera más intensa la pasión del Redentor, la tradición cristiana ha dado vida a
numerosas manifestaciones de religiosidad popular, entre las que se encuentran las conocidas procesiones
del Viernes santo, con los sugerentes ritos que se repiten todos los años. Pero hay un ejercicio de piedad,
el "vía crucis", que durante todo el año nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente
en nuestro espíritu el misterio de la cruz, de avanzar con Cristo por este camino, configurándonos así
interiormente con él. Podríamos decir que el vía crucis, utilizando una expresión de san León Magno, nos
enseña a "contemplar con los ojos del corazón a Jesús crucificado para reconocer en su carne nuestra
propia carne" (Sermón 15 sobre la pasión del Señor ). Precisamente en esto consiste la verdadera sabiduría
del cristiano, que queremos aprender siguiendo el vía crucis  del Viernes santo en el Coliseo.

El Sábado santo  es el día en el que la liturgia calla, el día del gran silencio, en el que se invita a los
cristianos a mantener un recogimiento interior, con frecuencia difícil de cultivar en nuestro tiempo, para
prepararse mejor a la Vigilia pascual. En muchas comunidades se organizan retiros espirituales y
encuentros de oración mariana, para unirse a la Madre del Redentor, que espera con trepidante confianza
la resurrección de su Hijo crucificado.

Por último, en la Vigilia pascual  el velo de tristeza que envuelve a la Iglesia por la muerte y la sepultura del
Señor será rasgado por el grito de victoria:  ¡Cristo ha resucitado y ha vencido para siempre a la muerte!
Entonces podremos comprender verdaderamente el misterio de la cruz. "Dios crea prodigios incluso en lo
imposible —escribe un autor antiguo— para que sepamos que sólo él puede hacer lo que quiere. De su
muerte procede nuestra vida, de sus llagas nuestra curación, de su caída nuestra resurrección, de su
descenso nuestra elevación" (Anónimo Cuartodecimano).

Animados por una fe más sólida, en el corazón de la Vigilia pascual acogeremos a los recién bautizados y
renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Así experimentaremos que la Iglesia está siempre viva,
que siempre rejuvenece, que siempre es bella y santa, porque está fundada sobre Cristo que, tras haber
resucitado, ya no muere nunca más.

Queridos hermanos y hermanas, el misterio pascual, que el Triduo sacro nos hará revivir, no es sólo
recuerdo de una realidad pasada; es una realidad actual:  también hoy Cristo vence con su amor al pecado
y a la muerte. El mal, en todas sus formas, no tiene la última palabra. El triunfo final es de Cristo, de la
verdad y del amor. Como nos recordará san Pablo en la Vigilia pascual, si con él estamos dispuestos a
sufrir y morir, su vida se convierte en nuestra vida (cf. Rm 6, 9). En esta certeza se basa y se edifica
nuestra existencia cristiana.

Invocando la intercesión de María santísima, que siguió a Jesús por el camino de la pasión y de la cruz y lo
abrazó antes de ser sepultado, os deseo a todos que participéis con fervor en el Triduo pascual para
experimentar la alegría de la Pascua juntamente con todos vuestros seres queridos.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de marzo de 2008

El Triduo pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos llegado a la vigilia del Triduo pascual. Los próximos tres días se suelen llamar "santos" porque nos
hacen revivir el acontecimiento central de nuestra Redención; nos remiten de nuevo al núcleo esencial de
la fe cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Son días que podríamos considerar
como un único día: constituyen el corazón y el fulcro de todo el año litúrgico, así como de la vida de la
Iglesia. Al final del itinerario cuaresmal, también nosotros nos disponemos a entrar en el mismo clima que
Jesús vivió entonces en Jerusalén. Queremos volver a despertar en nosotros la memoria viva de los
sufrimientos que el Señor padeció por nosotros y prepararnos para celebrar con alegría, el próximo
domingo, «la verdadera Pascua, que la sangre de Cristo ha cubierto de gloria, la Pascua en la que la Iglesia
celebra la fiesta que constituye el origen de todas las fiestas», como dice el Prefacio para el día de Pascua
en el rito ambrosiano.

Mañana, Jueves santo,  la Iglesia hace memoria de la última Cena, durante la cual el Señor, en la víspera
de su pasión y muerte, instituyó el sacramento de la Eucaristía, y el del sacerdocio ministerial. En esa
misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo, mandatum novum, el mandamiento del amor
fraterno. Antes de entrar en el Triduo santo, aunque ya en íntima relación con él, mañana por la mañana
tendrá lugar en cada comunidad diocesana la misa Crismal,  durante la cual el obispo y los sacerdotes del
presbiterio diocesano renuevan las promesas de su ordenación. También se bendicen los óleos para la
celebración de los sacramentos: el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el santo crisma. Es
un momento muy importante para la vida de cada comunidad diocesana que, reunida en torno a su pastor,
reafirma su unidad y su fidelidad a Cristo, único sumo y eterno Sacerdote.

Por la tarde, en la misa in Cena Domini se hace memoria de la última Cena, cuando Cristo se nos entregó a
todos como alimento de salvación, como medicina de inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía, fuente y
cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de salvación, el Señor ha ofrecido y realizado para todos
aquellos que creen en él la unión más íntima posible entre nuestra vida y su vida. Con el gesto humilde
pero sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se nos invita a recordar lo que el Señor hizo a sus
Apóstoles: al lavarles los pies proclamó de manera concreta el primado del amor, un amor que se hace
servicio hasta la entrega de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo de su vida que se
consumará al día siguiente, en el Calvario. Según una hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves
santo con una vigilia de oración y adoración eucarística para revivir más íntimamente la agonía de Jesús en
Getsemaní.

El Viernes santo es el día en que se conmemora la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. En este día, la
liturgia de la Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para
meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recordar, a la luz de la
palabra de Dios y con la ayuda de conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían
este mal. Después de escuchar el relato de la pasión de Cristo, la comunidad ora por todas las necesidades
de la Iglesia y del mundo, adora la cruz y recibe la Eucaristía, consumiendo las especies eucarísticas
conservadas desde la misa in Cena Domini del día anterior. Como invitación ulterior a meditar en la pasión
y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo,
la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y
representaciones sagradas, orientadas a imprimir cada vez más profundamente en el corazón de los fieles
sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo. Entre esas manifestaciones
destaca el vía crucis,  práctica de piedad que a lo largo de los años se ha ido enriqueciendo con múltiples
expresiones espirituales y artísticas vinculadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. Así, han surgido
en muchos países santuarios con el nombre de "Calvario" hasta los que se llega a través de una cuesta
empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida del
Señor al monte de la Cruz, al monte del Amor llevado hasta el extremo.

El Sábado santo  se caracteriza por un profundo silencio. Las iglesias están desnudas y no se celebra
ninguna liturgia. Los creyentes, mientras aguardan el gran acontecimiento de la Resurrección, perseveran
con María en la espera, rezando y meditando. En efecto, hace falta un día de silencio para meditar en la
realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que brota de la pasión y de
la resurrección del Señor. En este día se da gran importancia a la participación en el sacramento de la
Reconciliación, camino indispensable para purificar el corazón y prepararse para celebrar la Pascua
íntimamente renovados. Al menos una vez al año necesitamos esta purificación interior, esta renovación de
nosotros mismos.

Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación, desemboca en la  Vigilia pascual, que
introduce el domingo más importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia vela
junto al fuego nuevo bendecido y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento, de la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad
de la noche, con el fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso.
Cristo, luz de la humanidad, disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre que
viene al mundo. Junto al cirio pascual resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado
verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y
ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios.

Según una antigua tradición, durante la Vigilia pascual,  los catecúmenos reciben el bautismo para poner de
relieve la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Desde la
esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se difunden en la vida de los fieles de
toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.

Queridos hermanos y hermanas, en estos días singulares, orientemos decididamente la vida hacia una
adhesión generosa y convencida a los designios del Padre celestial; renovemos nuestro "sí" a la voluntad
divina, como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz. Los sugestivos ritos del Jueves santo, del Viernes santo,
el silencio impregnado de oración del Sábado santo y la solemne Vigilia pascual nos brindan la oportunidad
de profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que brota del Misterio pascual, y
de concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo él, hasta la entrega
generosa de nuestra existencia.

Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en adhesión profunda y solidaria al hoy de
la historia, convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual. Por tanto, llevemos en nuestra
oración el dramatismo de hechos y situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos nuestros en
todas las partes del mundo. Sabemos que el odio, las divisiones y la violencia no tienen nunca la última
palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a suscitar en nosotros la gran esperanza:
Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y
debemos asociarnos a esta victoria del amor.

Por tanto, debemos recomenzar desde Cristo y trabajar en comunión con él por un mundo basado en la
paz, en la justicia y en el amor. En este compromiso, en el que todos estamos implicados, dejémonos guiar
por María, que acompañó a su Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y participó, con la fuerza
de la fe, en el cumplimiento de su designio salvífico. Con estos sentimientos, os expreso ya desde ahora
mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua a todos vosotros, a vuestros seres queridos y a vuestras
comunidades.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 8 de abril de 2009 

Santo Triduo de Pascua

Queridos hermanos y hermanas:

La Semana Santa , que para los cristianos es la semana más importante del año, nos da la oportunidad de
sumergirnos en los eventos centrales de la Redención, para revivir el misterio pascual, el gran misterio de
la fe. A partir de mañana por la tarde, con la Misa en Coena Domini, los solemnes ritos litúrgicos nos
ayudarán a meditar más vívidamente sobre la Pasión, la muerte y la Resurrección del Señor en los días del
Santo Triduo de Pascua, la piedra angular de todo el año litúrgico. . Que la gracia divina abra nuestros
corazones a la comprensión del inestimable don de la salvación, obtenido para nosotros por el sacrificio de
Cristo. Encontramos este inmenso regalo maravillosamente descrito en un famoso himno contenido en la
Carta a los Filipenses (cf.2: 6-11), sobre el cual hemos meditado varias veces durante la  Cuaresma.. El
Apóstol, de manera concisa y efectiva, vuelve sobre el misterio de la historia de la salvación, mencionando
la arrogancia de Adán, quien, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y compara la arrogancia del
primer hombre, que todos tendemos a sentir en nuestro ser, con la humildad del verdadero Hijo de Dios
que, al convertirse en hombre, no duda en asumir sobre sí todas las debilidades humanas, salvar el pecado
y seguir adelante. incluso hasta las profundidades de la muerte. Este descenso a las últimas profundidades
de la Pasión y la muerte es seguido por su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó
hasta el final.
Y, por lo tanto, es justo cuando San Pablo dice que "ante el nombre de Jesús cada rodilla debe doblarse en
los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, y cada lengua profesa que Jesucristo es el Señor" (  ibid.,2: 10-
11). Con estas palabras, San Pablo se refiere a una profecía de Isaías en la que Dios dice: Yo soy Dios ...
para mí toda rodilla se doblará en el cielo y en la tierra (cf. Is 45, 23). Esto, dice Pablo, se aplica a
Jesucristo. Él es verdaderamente, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, el Señor del
mundo y ante él se dobla cada rodilla.

¡Qué maravilloso y al mismo tiempo sorprendente es este misterio! Nunca podemos meditar lo suficiente
sobre esta realidad. A pesar de ser Dios, Jesús no quiere hacer de su prerrogativa divina una posesión
exclusiva; no quiere usar su ser como Dios, su gloriosa dignidad y su poder, como un instrumento de
triunfo y un signo de lejanía de nosotros. Por el contrario, "se vacía", asumiendo la condición humana
miserable y débil. En este sentido, Pablo usa un verbo griego bastante evocador para indicar
la kénosis, esta humillación de Jesús. En Cristo la forma divina ( morphé) estaba oculto debajo de la forma
humana, es decir, debajo de nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, nuestras limitaciones
humanas y la muerte. Su participación radical y verdadera en nuestra naturaleza, una participación en
todas las cosas excepto el pecado, lo llevó a ese límite que es el signo de nuestra finitud, la muerte.  Sin
embargo, todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o una fatalidad ciega: más bien, fue su propia
libre elección, a través de la adhesión generosa al plan de ahorro del Padre. Y la muerte que fue a
encontrarse, agrega Paul, fue la de la crucifixión, la muerte más humillante y degradante que se pueda
imaginar. El Señor del universo hizo todo esto por amor a nosotros: por amor eligió "vaciarse" y hacerse
nuestro hermano; por amor compartió nuestra condición, la de cada hombre y cada mujer. Teodoreto de
Ciro, un gran testigo de la tradición oriental, Comentario sobre la Epístola a los Filipenses,  2: 6-7).

El preludio del Triduo Pascual que comenzará mañana, como dije con los evocadores ritos vespertinos del
Jueves Santo, es la solemne Misa Crismal, que el Obispo celebra con sus sacerdotes en la mañana, y
durante la cual las promesas sacerdotales se pronuncian el día de La ordenación se renueva. Este es un
gesto de gran valor, una oportunidad especialmente favorable en la que los sacerdotes reafirman su
fidelidad personal a Cristo que los ha elegido como sus ministros. Este encuentro sacerdotal adquiere,
además, una importancia especial porque es, por así decirlo, una preparación para el Año de los
Sacerdotes, que establecí con motivo del 150 aniversario de la muerte del Santo Cura d'Ars y que será
comenzará el próximo 19 de junio. De nuevo, durante la Misa CrismalEl aceite de los enfermos y el de los
catecúmenos serán bendecidos y el crisma consagrado. Estos son ritos que simbólicamente significan la
plenitud del sacerdocio de Cristo y la comunión eclesial que debe inspirar al pueblo cristiano reunido para
el sacrificio eucarístico y vivificado en unidad por el don del Espíritu Santo.

Por la tarde Misa, convocada en Coena Domini,La Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el
sacerdocio ministerial y el nuevo Mandamiento de amor que Jesús confió a sus discípulos.  San Pablo ofrece
uno de los relatos más antiguos de lo que sucedió en el aposento alto, en la vigilia de la Pasión del
Señor. "El Señor Jesús", escribe a principios de los años 50, sobre la base de un texto que recibió del
propio entorno del Señor, "la noche en que fue traicionado tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y
dijo: "Este es mi cuerpo, que es para ti. Haz esto en mi memoria'. De la misma manera, después de la
cena, tomó la copa y dijo: "Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre. Haz esto, cada vez que la bebas, en
memoria de mí" (1 Cor 11: 23-25) . Estas palabras, cargadas de misterio, muestran claramente la voluntad
de Cristo: bajo la especie del Pan y el Vino, se hace presente con su cuerpo dado y su Sangre
derramada. Este es el sacrificio del nuevo y sempiterno convenio ofrecido a todos, sin distinción de raza o
cultura. Es a partir de este rito sacramental, que presenta a la Iglesia como la evidencia suprema de su
amor, que Jesús hace ministros de sus discípulos y de todos aquellos que continuarán el ministerio a través
de los siglos. Así, el Jueves Santo constituye una invitación renovada para dar gracias a Dios por el don
supremo de la Eucaristía, para recibir con devoción y adorar con fe viva. Por esta razón, la Iglesia alienta a
los fieles a vigilar en presencia del Santísimo Sacramento después de la celebración de la Santa Misa,
recordando la triste hora que Jesús pasó en soledad y oración en Getsemaní,

Y así llegamos al Viernes Santo, el día de la Pasión y la Crucifixión del Señor. Cada año, de pie en silencio
ante Jesús colgado en el bosque de la Cruz, sentimos cuán llenas de amor fueron las palabras que
pronunció la noche anterior durante la Última Cena. "Esta es mi sangre, del pacto, que se derrama por
muchos" (Mc 14, 24). Jesús quería ofrecer su vida en sacrificio por la remisión de los pecados de la
humanidad. Como lo hace antes de la Eucaristía, así como antes de la Pasión y muerte de Jesús en la Cruz,
el misterio escapa a la razón. Estamos ante algo que, humanamente, puede parecer insensato: un Dios
que no solo se hizo Hombre, con todas las necesidades del hombre, que no solo sufre para salvar al
hombre, asumiendo toda la tragedia de la humanidad, sino que también muere por hombre.

La muerte de Cristo recuerda la tristeza y los males acumulados que pesan sobre la humanidad de todas
las épocas: el peso aplastante de nuestra muerte, el odio y la violencia que aún hoy manchan la tierra de
sangre. La Pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los seres humanos. Como Blaise Pascal ha
escrito correctamente: "Jesús estará en agonía incluso hasta el fin del mundo. No debemos dormir durante
ese tiempo" ( Pensées, 553). Si el Viernes Santo es un día lleno de tristeza, es al mismo tiempo un día
particularmente propicio para despertar nuestra fe, consolidar nuestra esperanza y valor para que cada
uno de nosotros cargue nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios. , seguro de su apoyo y
su victoria. La liturgia de este día canta: ¡ Oh Crux, ave, spes unica Hail, O Cross, nuestra única esperanza!

Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado Santo, en espera de la Resurrección de Jesús.  En
este día, las Iglesias no tienen adornos y no hay ritos litúrgicos particulares programados. La Iglesia
mantiene la vigilia en oración como María y con María, compartiendo sus mismos sentimientos de tristeza y
de confianza en Dios. Se recomienda que se mantenga una atmósfera de oración durante todo el día,
favorable para la meditación y la reconciliación; Se anima a los fieles a recibir el sacramento de la
Penitencia, para poder participar en las festividades de Pascua verdaderamente renovadas.

El recuerdo y el silencio del Sábado Santo nos llevarán a la noche de la solemne Vigilia Pascual, "madre de
todas las vigilias", cuando el himno de alegría en la Resurrección de Cristo estallará en todas las iglesias y
comunidades. Una vez más se proclamará la victoria de la luz sobre la oscuridad, de la vida sobre la
muerte y la Iglesia se regocijará en el encuentro con su Señor. Así entraremos en la atmósfera de Pascua.

Queridos hermanos y hermanas, preparémonos para vivir el Santo Triduo intensamente, para compartir
cada vez más profundamente el Misterio de Cristo. Estamos acompañados en este itinerario por la
Santísima Virgen que silenciosamente siguió a su Hijo Jesús al Calvario, participando con profunda tristeza
en su sacrificio y cooperando así en el misterio de la Redención y convirtiéndose en Madre de todos los
creyentes (cf. Jn 19, 25- 27) Junto con ella entraremos en el aposento alto, permaneceremos al pie de la
cruz, veremos en espíritu al lado del Cristo muerto, esperando con esperanza el amanecer del radiante día
de la resurrección. En vista de esto, les expreso a todos desde este momento mis más cordiales buenos
deseos para una Pascua feliz y santa, junto con sus familias, parroquias y comunidades.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro


Miércoles 31 de marzo de 2010

El Triduo pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los acontecimientos centrales de nuestra
redención, el núcleo esencial de nuestra fe. Mañana comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año
litúrgico, en el cual estamos llamados al silencio y a la oración para contemplar el misterio de la pasión,
muerte y resurrección del Señor.

En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como explica san Atanasio en una
de sus Cartas pascuales, nos introducen "en el tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la
santa Pascua, en la que el Señor se inmoló" ( Carta 5, 1-2: pg 26, 1379).

Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten decididamente la vida de cada
uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se reunirán mañana por la mañana los
presbíteros con su obispo. Durante una significativa celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar
en las catedrales diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los catecúmenos, y el crisma.
Además, el obispo y los presbíteros renovarán las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su
ordenación. Este año, ese gesto asume un relieve muy especial, porque se sitúa en el ámbito del Año
sacerdotal, que convoqué para conmemorar el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Quiero
repetir a todos los sacerdotes el deseo que formulé en la conclusión de la carta de convocatoria: "A
ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo y seréis también vosotros, en el mundo de hoy,
mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la Eucaristía. El apóstol san Pablo,
escribiendo a los Corintios, confirmaba a los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico,
comunicándoles él mismo lo que había aprendido: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó
pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en
memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza
sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía"" ( 1 Co  11, 23-25). Estas
palabras manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, él se hace
presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre derramada como sacrificio de la Nueva
Alianza. Al mismo tiempo, constituye a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento, que
entrega a su Iglesia como prueba suprema de su amor.

Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13,
1-25). Este acto se convierte para el evangelista en la representación de toda la vida de Jesús y revela su
amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al hombre para la comunión con Dios y hacerlo
libre. Al final de la liturgia del Jueves santo, la Iglesia reserva el Santísimo Sacramento en un lugar
adecuadamente preparado, que representa la soledad de Getsemaní y la angustia mortal de Jesús. Ante la
Eucaristía, los fieles contemplan a Jesús en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las
soledades del mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a buscar el encuentro íntimo con
el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre los que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar
luz de la propia vida.

El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor. Jesús quiso ofrecer su vida como
sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y
humillante: la crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última Cena y la muerte de Jesús. En la
primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo,
anticipando su muerte y transformándola en acto de amor. Así, la muerte que, por naturaleza, es el fin, la
destrucción de toda relación, queda transformada por él en acto de comunicación de sí, instrumento de
salvación y proclamación de la victoria del amor. De ese modo, Jesús se convierte en la clave para
comprender la última Cena que es anticipación de la transformación de la muerte violenta en sacrificio
voluntario, en acto de amor que redime y salva al mundo.

El Sábado  santo se  caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están desnudas y no se celebran liturgias
particulares. En este tiempo de espera y de esperanza, los creyentes son invitados a la oración, a la
reflexión, a la conversión, también a través del sacramento de la reconciliación, para poder participar,
íntimamente renovados, en la celebración de la Pascua.

En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, "madre de todas las vigilias", ese silencio
se rompe con el canto del Aleluya, que anuncia la resurrección de Cristo y proclama la victoria de la luz
sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el encuentro con su Señor, entrando en
el día de la Pascua que el Señor inaugura al resucitar de entre los muertos.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente este Triduo sacro ya inminente, para
estar cada vez más profundamente insertados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
Que nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella, que siguió a Jesús en su
pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos introduzca en el misterio pascual, para que experimentemos
la alegría y la paz de Cristo resucitado.

Con estos sentimientos, desde ahora os deseo de corazón una santa Pascua a todos, felicitación que
extiendo a vuestras comunidades y a todos vuestros seres queridos.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 20 de abril de 2011

Triduo Pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos llegado ya al corazón de la Semana Santa, culmen del camino cuaresmal. Mañana entraremos en el
Triduo Pascual, los tres días santos en los que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia al Padre, llegando a ser en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad,
afrontar por amor a nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su resurrección, a fin de que
en él y por él podamos vivir para siempre en la consolación y en la paz. Os exhorto, por tanto, a acoger
este misterio de salvación, a participar intensamente en el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico y
momento de gracia especial para todo cristiano; os invito a buscar en estos días el recogimiento y la
oración, a fin de beber más profundamente en este manantial de gracia. Al respecto, con vistas a las
festividades inminentes, todo cristiano está invitado a celebrar el sacramento de la Reconciliación,
momento de especial adhesión a la muerte y resurrección de Cristo, para poder participar con mayor fruto
en la santa Pascua.

El Jueves Santo es el día en que se conmemora la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial.
Por la mañana, cada comunidad diocesana, congregada en la iglesia catedral en torno a su obispo, celebra
la Misa Crismal, en la que se bendicen el santo Crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los
enfermos. Desde el Triduo Pascual y durante todo el año litúrgico, estos óleos se usarán para los
sacramentos del Bautismo, la Confirmación, las Ordenaciones sacerdotal y episcopal, y la Unción de los
enfermos; así se evidencia que la salvación, transmitida por los signos sacramentales, brota precisamente
del Misterio pascual de Cristo. En efecto, hemos sido redimidos con su muerte y resurrección y, mediante
los sacramentos, bebemos en esa misma fuente salvífica. Durante la Misa Crismal, mañana, tiene lugar
también la renovación de las promesas sacerdotales. En todo el mundo, cada sacerdote renueva los
compromisos que asumió el día de su Ordenación, para consagrarse totalmente a Cristo en el ejercicio del
sagrado ministerio al servicio de los hermanos. Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.

El Jueves Santo, por la tarde, comienza efectivamente el Triduo Pascual, con la memoria de la Última Cena,
en la que Jesús instituyó el Memorial de su Pascua, cumpliendo así el rito pascual judío. De acuerdo con la
tradición, cada familia judía, reunida en torno a la mesa en la fiesta de Pascua, come el cordero asado,
conmemorando la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto; así, en el Cenáculo, consciente de
su muerte inminente, Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a sí mismo por nuestra salvación (cf. 1
Co 5, 7). Al pronunciar la bendición sobre el pan y sobre el vino, anticipa el sacrificio de la cruz y
manifiesta la intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las especies del pan y
del vino, se hace realmente presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Durante la
Última Cena los Apóstoles son constituidos ministros de este sacramento de salvación; Jesús les lava los
pies (cf. Jn 13, 1-25), invitándolos a amarse los unos a los otros como él los ha amado, dando la vida por
ellos. Repitiendo este gesto en la liturgia, también nosotros estamos llamados a testimoniar efectivamente
el amor de nuestro Redentor.

El Jueves Santo, por último, se concluye con la adoración eucarística, recordando la agonía del Señor en el
huerto de Getsemaní. Al salir del Cenáculo, Jesús se retiró a orar, solo, en presencia del Padre. Los
Evangelios narran que, en ese momento de comunión profunda, Jesús experimentó una gran angustia, un
sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cf. Mt 26, 38). Consciente de su muerte inminente en la cruz,
siente una gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también un elemento de
gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: permaneced aquí y velad. Y esta invitación a
la vigilancia atañe precisamente a este momento de angustia, de amenaza, en la que llegará el traidor,
pero también concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos,
porque la somnolencia de los discípulos no sólo era el problema de ese momento, sino que es el problema
de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que
el Señor nos invita. Yo diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia consiste en cierta
insensibilidad del alma ante el poder del mal, una insensibilidad ante todo el mal del mundo. Nosotros no
queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas; pensamos que tal vez no sea
tan grave, y olvidamos. Y no es sólo insensibilidad ante el mal, mientras deberíamos velar para hacer el
bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad ante Dios: esta es nuestra verdadera
somnolencia; esta insensibilidad ante la presencia de Dios que nos hace insensibles también ante el mal.
No sentimos a Dios —nos molestaría— y así naturalmente no sentimos tampoco la fuerza del mal y
permanecemos en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar
velando con el Señor, debería ser precisamente el momento para hacernos reflexionar sobre la
somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no
queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia
de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.

Luego, el Señor comienza a orar. Los tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan— duermen, pero alguna vez
se despiertan y escuchan el estribillo de esta oración del Señor: «No se haga mi  voluntad, sino la tuya».
¿Qué es mi voluntad? ¿Qué es tu  voluntad, de la que habla el Señor? Mi  voluntad es «que no debería
morir», que se le evite ese cáliz del sufrimiento; es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo
siente, con toda la conciencia de su ser, la vida, el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza
del sufrimiento. Y siente el abismo del mal más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la
muerte, este miedo natural a la muerte. Además de la muerte, siente también todo el sufrimiento de la
humanidad. Siente que todo esto es el cáliz que debe beber, que debe obligarse a beber, aceptar el mal
del mundo, todo lo que es terrible, la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos entender que Jesús,
con su alma humana, sienta terror ante esta realidad, que percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería
no beber el cáliz, pero mi  voluntad está subordinada a tu  voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del
Padre, que es también la verdadera voluntad del Hijo. Así Jesús, en esta oración, transforma la aversión
natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de morir por nosotros; transforma esta voluntad
natural suya en voluntad de Dios, en un «sí» a la voluntad de Dios. El hombre de por sí siente la tentación
de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo
si es autónomo; opone su propia autonomía a la heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el
drama de la humanidad. Pero, en realidad, esta autonomía está equivocada y este entrar en la voluntad de
Dios no es oponerse a sí mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la
verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús tira de nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que
busca autonomía; tira de nuestra voluntad hacia lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama de
nuestra redención, que Jesús eleva hacia lo alto nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad
de Dios, y nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une a la voluntad del Padre: «No se
haga mi  voluntad, sino la tuya». En esta transformación del «no» en un «sí», en esta inserción de la
voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a
entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro «no» y entrar en el «sí» del Hijo. Mi voluntad está allí,
pero es decisiva la voluntad del Padre, porque esta es la verdad y el amor.

Hay otro elemento de esta oración que me parece importante. Los tres testimonios han conservado —
como se puede constatar en la Sagrada Escritura— la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló
al Padre; lo llamó: «Abbá», padre. Pero esta fórmula, «Abbá», es una forma familiar del término padre,
una forma que sólo se usa en familia, que nunca se había usado refiriéndose a Dios. Aquí vemos la
intimidad de Jesús, que habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con el Padre. Vemos el misterio
trinitario: el Hijo que habla con el Padre y redime a la humanidad.

Otra observación. La carta a los Hebreos nos ha dado una profunda interpretación de esta oración del
Señor, de este drama de Getsemaní. Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús,
esta angustia, todo esto no es simplemente una concesión a la debilidad de la carne, como se podría decir.
Precisamente así realiza la función del Sumo Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser
humano, con todos sus problemas y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la carta a los Hebreos dice: con
todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor ha llevado nuestra realidad a Dios (cf.  Hb 5,
7 ss). Y usa la palabra griega prospherein,  que es el término técnico para indicar lo que debe hacer el
Sumo Sacerdote: ofrecer, alzar sus manos.

Precisamente en este drama de Getsemaní, donde parece que ya no está presente la fuerza de Dios, Jesús
realiza la función del Sumo Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia, es decir, de
conformación de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa
de nuevo la palabra técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte realmente en el Sumo
Sacerdote de la humanidad y así abre el cielo y la puerta a la resurrección.

Si reflexionamos sobre este drama de Getsemaní, podemos ver también el gran contraste entre Jesús con
su angustia, con su sufrimiento, y el gran filósofo Sócrates, que permanece tranquilo y no se turba ante la
muerte. Y esto parece lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la misión de Jesús era otra. Su
misión no era esa total indiferencia y libertad; su misión era llevar en sí todo nuestro sufrimiento, todo el
drama humano. Y por eso precisamente esta humillación de Getsemaní es esencial para la misión del
hombre-Dios. Él lleva en sí nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma según la voluntad de
Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el cielo: esta tienda del Santísimo, que hasta ahora el hombre ha
cerrado contra Dios, queda abierta por este sufrimiento y obediencia de Jesús. Estas son algunas
observaciones para el Jueves Santo, para nuestra celebración de la noche del Jueves Santo.

El Viernes Santo conmemoraremos la pasión y la muerte del Señor; adoraremos a Cristo crucificado;
participaremos en sus sufrimientos con la penitencia y el ayuno. «Mirando al que traspasaron» (cf. Jn 19,
37), podremos acudir a su corazón desgarrado, del que brota sangre y agua, como a una fuente; de ese
corazón, de donde mana el amor de Dios para cada hombre, recibimos su Espíritu. Acompañemos, por
tanto, también nosotros a Jesús que sube al Calvario; dejémonos guiar por él hasta la cruz; recibamos la
ofrenda de su cuerpo inmolado.

Por último, en la noche del Sábado Santo celebraremos la solemne Vigilia Pascual, en la que se nos
anuncia la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre la muerte, que nos invita a ser en él hombres
nuevos. Al participar en esta santa Vigilia, en la noche central de todo el año litúrgico, conmemoraremos
nuestro Bautismo, en el que también nosotros hemos sido sepultados con Cristo, para poder resucitar con
él y participar en el banquete del cielo (cf. Ap 19, 7-9).

Queridos amigos, hemos tratado de comprender el estado de ánimo con que Jesús vivió el momento de la
prueba extrema, para descubrir lo que orientaba su obrar. El criterio que guió cada opción de Jesús
durante toda su vida fue su firme voluntad de amar al Padre, de ser uno con el Padre y de serle fiel; esta
decisión de corresponder a su amor lo impulsó a abrazar, en toda circunstancia, el proyecto del Padre, a
hacer suyo el designio de amor que le encomendó para recapitular en él todas las cosas, para reconducir a
él todas las cosas. Al revivir el Triduo santo, dispongámos a acoger también nosotros en nuestra vida la
voluntad de Dios, conscientes de que en la voluntad de Dios, aunque parezca dura, en contraste con
nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el camino de la vida. Que la Virgen Madre nos
guíe en este itinerario, y nos obtenga de su Hijo divino la gracia de poder entregar nuestra vida por amor a
Jesús, al servicio de nuestros hermanos. Gracias.

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