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SANTA MARIA DE LA MERCED

Introducción Bíblica

Xabier Pikaza
Subsidios 1
Roma 1995

INTRODUCCIÓN ........................................................................................................................ 2

1. AMIGA DE DIOS, MUJER INMACULADA (Lc 1, 26-36) ................................................... 4

2. ADVIENTO DE DIOS. PROFETISA DEL REINO (Lc 1, 39-55) ........................................ 15

3. NAVIDAD DE DIOS, MADRE GOZOSA Y PERSEGUIDA .............................................. 28

(Lc 2, 1-21; Mt 1-2) .................................................................................................................... 28

4. DOLOR DE DIOS. LA ESPADA DE MARÍA (Lc 2, 22-23) ................................................ 42

5. BODAS DE DIOS. LA PRIMERA SERVIDORA (Jn 2, 1-12) ............................................. 54

6. MUERTE DE JESÚS. LA MADRE DE LA IGLESIA (Jn 19, 25-27) ................................. 64

7. PASCUA DE DIOS. PENTECOSTÉS DE MARÍA (Hch 1, 13-14) ...................................... 75

8. MISERICORDIA DE DIOS: SANTA MARÍA DE LA MERCED ....................................... 88

BIBLIOGRAFIA ...................................................................................................................... 103

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INTRODUCCIÓN
Se vienen escribiendo abundantes y buenos trabajos sobre la Virgen de la
Merced, sobre todo en perspectiva iconográfica, histórica y teológica. No
que ro entrar en ese campo. Quien pretenda hacerlo encontrará al final de
este librito una bibliografía que le ayudará a orientarse sobre el tema.
Como indica el subtítulo, he querido presentar una introducción bíblica al
misterio redentor o mercedario de la Madre de Jesús. Ella no ha empezado
siendo la Liberadora de Cautivos por inspiración de san Pedro Nolasco y
los primeros mercedarios. Lo era ya desde el comienzo de su vida, como
muestran los pasajes del Nuevo Testamento que iré analizando en lo que
sigue.
San Pedro Nolasco y los primeros mercedarios, inspiradores de la devo-
ción a María Redentora, no han inventado nada: simplemente han encon-
trado esa faceta de la Madre de Jesús en el mensaje de la Biblia y en el
mismo tesoro de vida de la Iglesia. Lo han encontrado y lo han desarrollado
de forma espléndida, tanto en la misión (María ha inspirado su entrega en
favor de los cautivos) como en su experiencia orante (María ha sido para
ellos principio de identificación espiritual y de maduración cristiana).
En las páginas que siguen quiero destacar ese fondo bíblico de la figura de
Santa María de la Merced. Por eso, mi trabajo es un introducción que cada
lector tendrá que asumir y completar en dos sentidos: realizando un estudio
personal de los pasajes bíblicos que ofrezco y sacando las consecuencias
prácticas que juzgue convenientes.
La traducción y liturgia mercedaria ha destacado también otros textos bí-
blicos que ayudan a entender la intercesión y compromiso de María, ella
aparece vinculada a la figura de Judit, liberadora de Israel; también se la
compara con otras personas de la historia israelita, como pueden ser Ah-
raham, Moisés, Ester, la madre de los macabeos etc. Aquí me he limitado a
estudiar sólo el Nuevo Testamento.
Por eso escribo una pequeña mariología bíblica en clave mercedaria. Se
trata de un trabajo que puede servir para la formación de los estudiantes y
para la meditación personal de los religiosos y de otros amigos de Santa
María de la Merced. En un sentido más extenso, puede valer para una pre-
dicación de tipo mariano; por eso he dispuesto el material en ocho aparta-
do, que quizá sirvan de esquema para una predicación de la Novena de
nuestra Madre de la Merced.
Los siete primeros temas son bíblicos y están compuestos de forma pare-
cida: hay una pequeña introducción, dos reflexiones de tipo bíblico y una
conclusión más abierta al plano mercedario, es decir, al aspecto redentor de
la Madre de Jesús. No he querido hacer apología de los motivos o grande-
zas mercedarias: he dejado que los mismos textos de la Biblia puedan ha-

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blarnos, convirtiéndose así en "palabra" de invitación, de gozo y exigencia
para nosotros.
Por motivos de estructura y por no complicar el texto no he querido ofre-
cer ninguna cita. Podrá advertir el lector las deudas que tengo con otros
teólogos y pensadores, sobre todo mercedarios. Sólo he querido citar, en la
conclusión de cada tema, algún texto de Constituciones mercedarias. Como
podrá advertirse, no utilizo tosas sino algunas que me han parecido más
apropiadas para ese momento de mi trabajo, no porque sean mejores sino
porque las he tenido más a mano.
Como fuente de inspiración de este trabajo he querido poner aquel pasaje
que es ya tradicional en la historia mercedaria, porque ha venido repitién-
dose desde el siglo XVII en todas nuestras Constituciones:
Para centrar mejor su vida en Cristo Redentor, oriéntense los novi-
cios a la imitación y culto de nuestra Fundadora y Madre, grabando
su imagen como un sello en sus corazones, en forma que nada haya
en su boca, en su mente o en su conducta que no respire amor a Ma-
ría (Constituciones de la Orden de la Merced 1985, 154).
Como vemos, María es camino que lleva hacia Cristo redentor. Los reli-
giosos (los cristianos) deben conocerla y amarla como a mediadora, pues
les lleva hacia Jesús. Hermosamente se distinguen aquí los tres niveles de
la devoción mariana: hay que conocerla con la mente, estudiando y descu-
briendo el sentido de su vida, hay que proclamar su grandeza con los la-
bios, presentándola como fiel cristiana, modelo de entrega hacia los otros;
esta es, finalmente una devoción de las manos que trabajan (como María y
con María) al servicio de la redención de cautivos.
En este triple plano quiere mantenerse mi estudio: quiere ser meditación
que lleve al mejor conocimiento; quiere ser también palabra que se pueda
proclamar, haciendo así que los hombres conozcan mejor el misterio de
Cristo por medio de María, finalmente, quiere ser estímulo redentor, pues
la presencia amistosa y exigente de la Madre de Merced impulsa a sus de-
votos en el camino de la entrega en favor de los cautivos.

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1. AMIGA DE DIOS, MUJER INMACULADA (Lc 1, 26-36)
La tradición de judíos, musulmanes y cristianos ha llamado a
Abraham el amigo de Dios, le ha presentado de manera especial co-
mo el creyente. Pues bien, ese camino de fe de Abraham, el patriar-
ca, ha culminado en María la Madre de Jesús, ella es de una forma
ejemplar la gran creyente.
Mujer de fe ha sido María, en ella se ha cumplido la palabra final de
Jesús "no os llamo siervos, os llamo mis amigos, porque yo os he di-
cho todo lo que el Padre he ha manifestado" (Jn 15, 15). Esto es ser
amigos: dialogar de corazón, compartir lo más secreto.
Este misterio de amistad de Dios y de María se ha expresado en el
diálogo más hondo de la redención, en las palabras del ángel que le
anuncia la maternidad, en las palabras de María que responde "fiat",
hágase. Así lo mostraremos en las reflexiones que ahora siguen.
Ellas tratan de expresar el gran misterio de la amistad entre Dios y
María.
A) Diálogo con Dios
Diálogo es Dios, misterio de comunicación y transparencia del Padre con
el Hijo en el Espíritu: del todo se da el Padre, nada deja para sí, nada reser-
va para poseerlo en exclusiva; todo lo recibe en el Hijo, nada tiene que no
sea don del Padre. Comparten de esa forma el mismo amor, dialogan en la
mutua y más profunda transparencia del Espíritu.
Diálogo ha querido ser Dios con los humanos. Ha creado cielo y tierra, las
estrellas y los mares, pero no ha quedado satisfecho, pues ellos no respon-
den de manera personal, ellos, no le aman. Sólo cuando crea al ser humano
queda satisfecho, porque el hombre puede dialogar con él, porque puede
responderle.
Pero el hombre no ha querido responder en plenitud, se ha encerrado en sí
mismo, ha preferido prescindir de Dios, conforme vemos por el texto del
pecado original (Gn 2-3). Esto es el pecado: falta de comunicación con
Dios, diálogo quebrado, egoísmo del hombre que prefiere realizar su vida a
solas y al hacerlo cae en manos de su propia violencia y de la muerte.
Pues bien, Dios no ha querido que los hombre queden de esa forma con-
denados a la muerte, no ha querido dejarlos alejados de su más hondo mis-
terio de diálogo en amor. Por eso les ha ido revelando su "palabra", es de-
cir, su amistad y comunicación a través de los profeta, en una historia larga
de manifestación de Dios y de despliegue humano.
Podemos afirma, en un sentido muy profundo, que toda la historia de los
hombres ha sido un proceso de acercamiento de Dios, de diversas formas,
por caminos diferentes, como dice Heb 1, 1-3. Todos los pueblos de la tie-

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rra han ido dando pasos en ese camino de diálogo, aunque unos lo han
desarrollado más que otros, conforme al misterio de la gracia de Dios y a
las mismas capacidades de fidelidad y respuesta de los pueblos.
Grande ha sido el pecado, fuerte el olvido y la violencia de Dios a lo largo
de los siglos. Pero más grande ha sido todavía la gracia de Dios que a pesar
de la dureza y rechazo de esos hombres les ha ido ofreciendo el camino y
palabra de su gracia. En esta línea ha sido privilegiado el pueblo de Israel,
porque ha sabido escuchar de forma intensa la llamada de Dios y así de
forma intensa ha podido responderle.
Lo que ha pasado en Israel no es algo exclusivo ni siquiera algo distinto
de aquello que ha venido sucediendo en otros pueblos (los griegos y los
chinos, los incas y bantúes, por poner solo unos ejemplos): todos han escu-
chado de algún modo la palabra de Dios y han venido a responderle. Pero
sólo los judíos lo han hecho de una forma apasionada y total, tanto en sus
valores como en sus defectos. Por eso decimos que son pueblo escogido,
transmisores de la Palabra de Dios.
Entre los judíos han destacado especialmente algunos a quienes llamamos
patriarcas de la fe (como Abraham) o profetas, es decir, heraldos de la pa-
labra de Dios (como Isaías o Jeremías). Pues bien, en la línea de esos pa-
triarcas y profetas, como mujer plenamente abierta a la palabra de Dios, ha-
llamos a María, la Hija de Sion, la verdadera israelita.
La llamamos Hija de Sión porque en ella se ha expresado la santidad y
gracia de dios, es decir, del santuario y del pueblo de Jerusalén. Le llama-
mos la verdadera israelita porque ella ha expresado y ha cumplido los va-
lores de aquello que Jahvé ha querido preparar por medio de Abraham y los
profetas.
La grandeza de María no está en cualidades más o menos especiales que
ella ha podido tener o cultivar. No ha sido una mujer genial en música o en
arte, en filosofía o dotes de organización, o por lo menos no nos consta que
lo fuera. Lo que en ella recordamos, lo que de verdad nos interesa es que ha
creído: ha escuchado la palabra de Dios y ha respondido.
En nombre de su pueblo (y de todos los humanos) ha escuchado; en nom-
bre de todos ha atendido, en diálogo en que se hallan implicados alma y
cuerpo, voluntad y sentimiento. Por eso, lo que ella ha concebido, lo que
nace de su encuentro religioso, no es un bello pensamiento, ni un simple
deseo de Dios sino la misma vida del Hijo de Dios, su palabra encarnada en
el mundo.
Hemos dicho que Dios es diálogo y quiere dialogar con los humanos. Para
hacerlo plenamente debe introducirse, entrar en medio de ellos, para ha-
blarles desde dentro de su misma vida humana y no de fuera. Siendo como
es Dios (santidad y gracia) él no se puede imponer sobre los hombres por la

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fuerza, no les puede violar, como se dice que lo hacían los viejos dioses de
otros pueblos.
Podemos recordar algunos de ellos: Baal en Palestina, Zeus en Grecia, In-
dra y Varuna en la India, lo mismo que otros muchos ídolos de Europa, de
América y de Asia que tomaban forma humana o animal para copular vio-
lentamente con las bellas o atractivas mujeres de la tierra. Los israelitas sa-
ben que Jahvé, su Dios, no puede actuar de esa manera, por varias razones
que a continuación detallamos:
1) Dios no tiene sexo humano, no es varón para juntarse con mujeres,
ni mujer para juntarse con varones en nivel de sexos. La Biblia afirma que
Dios es transcendente: es creador, actúa desde el fondo de todo lo que exis-
te, no se mezcla con los hombres.
2) Dios es libertad y no violencia. Por misteriosos y largos caminos
ha ido suscitando vida personal sobre la tierra, haciendo que surjan los hu-
manos. Autónomos nos ha creado, capaces de expresarse, de buscar y deci-
dir lo mejor para ellos mismos. Dios sería contrario a sí mismo y enemigo
de los hombres si es que un día quisiera violarlos, tratarlos por la fuerza.
3) Dios se expresa, en fin, como palabra. Dialogando despliega su
ser, en libertad razonada se revela a los humanos. Por eso, allí donde Dios
se manifiesta plenamente tiene que ser plena la libertad , tiene que ser per-
fecto el diálogo.
Hemos dicho que Dios quiere dialogar con María. Para eso ha preparado
el transcurso de la historia: ha ido suscitando a los humanos en libertad, les
ha llamado a la palabra a lo largo de los siglos. Ha llegado el momento
culminante. Ahora ya puede y quiere conversar del todo con María, ¿Por
qué con ella? ¿No sería mejor que hubiera escogido a un varón? ¿No sería
preferible dialogar con todo el pueblo?
Empecemos por el segundo argumento. Dios no dialoga con el pueblo en
cuanto tal, como conjunto, sino con las personas, es decir, con los indivi-
duos; son ellos los que, formando parte de ese pueblo, desde el fondo de su
misma comunicación social, pueden escucharle y responderle. Por eso, para
alcanzar la culminación de su diálogo con los seres humanos, Dios debe es-
coger a una persona que, siendo individual y muy concreta, pueda actuar en
nombre de todos. Esta persona ha sido María.
Para dialogar con Dios, María debe cumplir y cumple unas condiciones
muy concretas que a continuación indicaremos en forma de esquema. Ellas
nos introducen en el mismo centro del misterio mariológico, al menos de
una forma inicial, aproximada:
1) María tiene que ser libre, dueña de sí misma, capaz de dialogar
con Dios de un modo directo, sin inhibiciones, sin mentiras, sin pecado. Pa-
ra ello ha de ser o hacerse transparente (con la ayuda de Dios): saber lo que

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quiere y quererlo de verdad, llegando así a la hondura más auténtica, más
fascinante de lo humano. Allí donde la humanidad puede llegar y llega a su
deseo más profundo y creador hallamos a María.
2) María ha de ser mujer (persona) comunitaria. No habla sólo por
sí misma sino en nombre de su pueblo Israel y de todos los humanos. Ella
sabe lo que en verdad desea el conjunto de la historia en su vida abierta a
Dios se expresa el anhelo de los pueblos. ¿Qué es lo que en verdad desean
todos? Dialogar con Dios, ser amados, tener hijos (o tener el Hijo verdade-
ro).
3) Finalmente, María debe compartir y comparte un mismo deseo
con Dios. Ambos quieren lo mismo, ambos recorren un mismo camino y
desean un mismo futuro de vida: quieren un hijo o, mejor dicho, el Hijo.
En este último misterio debemos detenernos pues aquí culmina el camino
del diálogo. Decimos que ella, reflejando el deseo del conjunto de la huma-
nidad, puede compartir y comparte un mismo deseo con Dios, de tal mane-
ra que ambos se vinculan en su realización. Este deseo compartido de Ma-
ría y Dios se puede expresar de muchas formas: es quizá el amor, el des-
pliegue compartido de la vida, la comunicación, el mutuo encuentro; es
quizá el futuro, el don abierto hacia el desarrollo pleno de vida; puede ser
también la autenticidad, una vida feliz en clave de alegría y de confianza...
Todo eso se halla al fondo, pero aquello en lo que Dios y María acaban
coincidiendo, su deseo más profundo, es a mi entender, conforme a la pala-
bra de Lc 1, 26-38, el deseo del Hijo. Ambos pueden vincularse y se vincu-
lan porque cada uno a su nivel, buscan un hijo; quieren darse en libertad y
comunión para que surja vida de su misma entraña. Este es el misterio: que
deseando los dos vida (un hijo) ambos se encuentren:
1) Dios es Padre y como tal engendra en su misma eternidad al Hijo,
como ha hemos indicado. La novedad está en que ahora quiere suscitar al
mismo Hijo en nuestro tiempo y para eso ya no puede obrar a solas, necesi-
ta la colaboración de los humanos.
2) María es mujer israelita y como tal espera (quiere) un hijo espe-
cial, quiere al "mesías". Lo quiere distinto, por eso dice al ángel "no conoz-
co varón" (Lc 1, 34). Pero lo quiere intensamente y por eso la encontramos
dialogando con Dios sobre ese mismo y hondo tema: el futuro de la vida, el
hijo.
Ya habían dialogado sobre el tema dos padre, como recuerda toda la his-
toria patriarcal (Gen 12ss), centrada precisamente en el hijo de Abraham,
que es a la vez hijo de Dios, porque brota de su promesa. Pero esa comu-
nión de Dios y Abraham en torno al hijo nunca ha sido completa, pues ni
Dios se ha expresado del todo (no ha engendrado a su Hijo eteno en este
mundo) ni Abraham ha centrado su vida solamente en el hijo.

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Ahora sí, el diálogo del Padre y la madre es ya completo. Dios quiere ex-
presar al Hijo eterno en forma humana. María, por su parte, quiere escuchar
a más honda voz de Dios y de esa forma, renunciando en un nivel al hijo
(¡no conozco varón!), viene a presentarse como transparente al deseo más
profundo (de Hijo) de Dios.
En diálogo de amor se han encontrado Dios y María, uno como Padre en
plano eterno, la otra como madre en un nivel de historia. Parecen distintos
los deseos y, sin embargo, en un nivel profundo ambos coinciden. Cada
uno busca el bien del otro (Dios el de María; María el de Dios) y ambos
coinciden queriendo al mismo hijo, al mismo don de vida para el conjunto
de la humanidad.
B) Anunciación, diálogo en la historia (Lc 1, 26-38)
Estamos presentando a María como amiga de Dios, pero podemos invertir
la frase y presentar a Dios como amigo de María. Son muy distintos y sin
embargo coinciden en el mismo gran deseo de dar vida, ofrecer el propio
ser al hijo, en gesto de apertura generosa que se expande hacia el conjunto
de la humanidad.
La iniciativa parte de Dios, pero es evidente que su anuncio (su palabra de
llamada) se inscribe en el deseo más profundo de María, para expresarlo
plenamente y para así desarrollarlo hasta su limite más profundo de María,
para expresarlo plenamente y para así desarrollarlo hasta su límite más
hondo. Este es un Dios que habla al propio corazón y cuerpo, al alma y a la
vida entera de María, haciendo que ella exprese su ser todo al responderle.
Por su parte, María, responde con plena libertad, como mujer que ama,
como madre que desea un hijo, como hermana que se pone al servicio del
conjunto de la humanidad. Ella es distinta de Dios (sólo en cuanto separa-
dos pueden dialogar y amarse) y sin embargo sus deseos se vinculan y
coinciden: cada uno quiere al otro, los dos juntos quieren al Hijo.
De esa forma, la paternidad de Dios se expresa a través de la libertad per-
sonal de María; y por otra parte, la maternidad de María, sólo viene a reali-
zarse allí donde explicita y traduce en forma humana el misterio eterno de
Dios Padre. Así lo ha venido a expresar en belleza insuperable el texto de la
Anunciación (Lc 1, 26-38), que ahora presentamos de una forma esquemá-
tica, poniendo un boca de Dios las palabras de su ángel (Gabriel es sim-
plemente el "poder de Dios") y destacando aquellos rasgos que juzgamos
más significativos en este contexto:
a) Primer diálogo. Introducción (Lc 1, 28-29). Dios saluda a María
(¡Ave, alégrate!) y María se extraña, se turbo ante el saludo, pues rompe los
esquemas normales de palabras y cortesía de este mundo. Suele ser al infe-
rior el que comienza presentando sus respetos, aquí es Dios, ser Supremo,
quien se inclina ante María y le ofrece su presencia.

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b) Segundo diálogo. Promesa y objeción (Lc 1, 29-34). Dios le tran-
quiliza (¡no temas!) y le promete precisamente aquello que María, como
buena israelita y madre había deseado más que nada sobre el mundo: ¡con-
cebirás, tendrás un hijo, será grande, y Dios mismo le dará el trono de Da-
vid su padre! Llega al reino mesiánico: esta había sido la esperanza de Is-
rael, este el sueño y el deseo de la humanidad entera, representada ahora
por María. Pero ella se atreve a contestar y pone al mismo Dios una obje-
ción: ¡no conozco varón! De tal forma se coloca en manos de Dios, de tal
manera ha purificado su deseo que, queriéndolo todo (al mismo Dios) pare-
ce que ya no quiere nada (no desea ni el encuentro normal con un varón).
c) Tercer diálogo. Espíritu de Dios y voluntad de María (Lc 1, 35-
38). Dios escucha piadoso y reverente el argumento de María; lo acepta y
lo comprende. Lo que ella debe hacer no es encerrarse simplemente en la
línea de las generaciones de la historia, como una mujer más en la espiral
de los deseos de la tierra (varón-mujer, mujer-varón). Ella quiere más llega
hasta el fondo y así se sitúa en el lugar donde se expresa e ilumina el mismo
deseo de Dios: ¡vendrá el Espíritu Santo sobre tu...! Por eso responde reve-
rente y admirada: ¡hágase en mi según tu palabra!
Voluntad de Dios (Espíritu Santo) y voluntad humana (fiat de María) se
han unido para siempre. Ya no son como dos barcos separados, cada uno
por su rumbo. Dios por uno, humanidad por otros, sin jamás juntar sus ve-
las ni encontrarse. Ahora se han hallado. Por vez primera en los inmensos
siglos de la historia se han juntado ambos, han deseado lo mismo. Dios
quiere como Padre que su Hijo nazca en la historia de los hombres, para
eso necesita y busca la colaboración libre de María. Por su parte, al ponerse
a la escucha de la Palabra original, María ha querido que su más honda fe-
cundidad de mujer, persona y madre, esté al servicio de la manifestación
salvadora de Dios.
Se han juntado de esta forma dos deseos fuerte, las dos palabras más in-
tensas, en respeto mutuo, en libertad creadora; cada uno a su nivel, los dos
han colaborado. Dios que todo puede necesita que María le escuche, que
confíe y responda con toda su persona (cuerpo y alma) para que su Hijo
eterno se encarne entre los hombres. Por su parte, María necesita que Dios
mismo se revele, que actúe a través de ella (con ella) para realizar de esa
manera su más hondo deseo de mujer y de persona.
Dijimos que el pecado original era un deseo del hombre separado del de-
seo de Dios y encerrado en el círculo de su propio endiosamiento falso que
termina siendo fuente de ruptura con el mundo, de violencia y muerte. Pues
bien, ahora se abre, por primera vez en el camino de la historia, aquello que
pudiéramos llamar la gracia originaria: Dios y el ser humano han dialoga-
do en libertad, en forma plena; se han unido los dos en un mismo deseo,
poniendo cada uno lo más hondo de su vida en manos del otros.

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Dios como Padre ha dado a María lo más grande, el propio ser eterno: le
ha confiado su tesoro más hondo y más frágil, la riqueza y gracia de su vi-
da, el Hijo eterno. Por su parte, María ha puesto en manos de Dios todo lo
que ella es (como mujer, persona) y todo lo que puede tener (su mismo hi-
jo). En este trueque o intercambio (que la liturgia suele presentar como ad-
mirable comercio) Dios se expresa ya del todo como ser divino y Padre so-
bre el mundo; María por su parte, viene a realizarse en plenitud como mu-
jer, como persona en gracia.
Por eso decimos, con el dogma cristiano, que ella es Inmaculada, esto es,
sin pecado, al irse haciendo inmaculada, es decir, dialogando con Dios en
plenitud, sin egoísmo. Allí donde un frágil ser humano (una mujer y no una
diosa, una persona de la tierra y no una especie de monstruosa potencia so-
brehumana) es capaz de escuchar a Dios en libertad y dialogar con él en
transparencia surge el gran milagro: nace el ser humano desde Dios, el
mismo Hijo divino puede ya existir en nuestra tierra.
Sólo aquí, en este diálogo de amor fecundo, podemos y debemos afirmar
que María es Inmaculada. Ciertamente, Dios mismo le ha debido proteger
y guiar desde el momento de su origen humano (Concepción), pero es ella
la que debe asumir su origen como propio, para así ratificarlo y realzarse
como persona que acoge desde el mismo corazón el deseo de Dios y le res-
ponde con el gozo y fuerza de su deseo más profundo.
No quiere Dios el vacío de María, no busca su silencio ni se impone con
violencia sobre ella. Dios la quiere ya en persona: desea su colaboración;
por eso le habla y espera su respuesta. En esta escena de la Anunciación
(Lc 1, 26-38), que quizá debiéramos llamar diálogo del consentimiento,
María ha respondido a Dios en gesto de confianza sin fisuras; ha confiado
en él, le ha dado su palabra de mujer, persona y madre. Ella y Dios desean
ya lo mismo: se quieren uno a otro y al hacerlo quieren a su Hijo, al hijo ya
común de Dios y de la misma historia humana (de María).
Este es el misterio, este el gran enigma: que Dios puede querer, con su
mismo ser divino e infinito, lo que quiere una mujer; y que ella quiera
desear del todo, en cuerpo y alma (en carne y sangre, en espíritu y en gra-
cia), con el mismo deseo de Dios. Ciertamente son distintos, deben serlo;
cada uno se mantiene en su nivel, uno es el Padre eterno, otra María, la mu-
jer concreta de la historia humana; pero ambos se han unido para compartir
una misma aventura de amor y de gracia, la historia divino/humana del Hi-
jo de Dios que es el Cristo de los hombres.
Como hemos indicado ya, y como la Iglesia Católica ha expresado con
gran fuerza en su experiencia de oración y su liturgia, en el fondo de esta
escena hallamos formulado, al menos implícitamente, el dogma de la In-
maculada. Este es ante todo un dogma sobre Dios: expresa la certeza de
que él ha querido comunicarse de manera transparente con los hombres, ha

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buscado y encontrado en María un interlocutor capaz de escucharle y res-
ponderle, compartiendo su mismo deseo de vida (de Hijo). Pero este es
también un dogma sobre María: expresa el hecho misterioso de que ella ha
logrado volverse transparente el deseo de Dios, dialogando con él en liber-
tad y pudiendo hacerse madre de su mismo Hijo divino.
Relacionando a Dios con María, en amistad de diálogo perfecto, el dogma
de la Inmaculada la vincula con todos los humanos: ella no dialoga con
Dios para sí misma (por deleite privado o sólo interno), sino en nombre de
todos los humanos (como representante de la historia) y para bien del mun-
do. Rompe así la cadena de mentiras de Adán, el egoísmo y violencia de
una humanidad que sigue viendo a Dios como un competidor envidioso o
un Señor que se impone desde arriba.
Por eso decimos que María es Inmaculada para nosotros, esto es, por
nuestro propio bien y salvación: para que podamos superar nuestro egoís-
mo y dejar de cautivarnos (de luchar, de dominarnos unos a los otros). Ella
nos muestra de esa forma (con su propia apertura a lo divino) que es posi-
ble vivir en libertad, dialogando con los otros, al servicio de la mutua liber-
tad y de la vida expresada en Jesucristo. No estamos condenados a luchar y
esclavizarnos, en violencia siempre repetida y aumentada; no estamos obli-
gados por razón de seguridad personal y de supervivencia grupal, a respon-
der con lucha a la lucha de los otros. El signo de María Inmaculada es prin-
cipio de gratuidad y diálogo: podremos dialogar con Dios y confiar así los
unos en los otros.
Esta es la enseñanza de María Inmaculada: la apertura dialogal. Frente a
un mundo que parece que no tiene más respuesta que el miedo y violencia,
frente a una humanidad que se defiende sometiendo (esclavizando) a los
débiles. María viene a presentarse como signo de diálogo: ha confiado en
Dios, pone su vida al servicio del Mesías, es decir, de la libertad y confian-
za entre los hombres.
María realiza este servicio siendo (haciéndose) madre: su misma persona
se hace fuente y espacio de vida para los demás. Conforme a unos símbolos
que están condicionados por formas miedosas y algo regresivas de entender
la sexualidad, se ha dicho a veces que María es Inmaculada porque ha sido
un "huerto cerrado", "fuente bien guardad" donde sólo Dios puede venir a
deleitarse o beber agua. Pues bien, esa es una imagen muy pobre de lo que
significa María Inmaculada, conforme a lo que aquí estamos mostrando:
a) María es Inmaculada por su diálogo con Dios: porque ha sabido
escucharle desde el fondo de su vida y responderle. Sólo así, el ponerse
plenamente en manos del Padre, compartiendo sus mismo deseo de Hijo (o
salvación), ella ha podido ser la madre del Cristo sobre el mundo.
b) María es Inmaculada porque dialoga con los hombres, porque ha
puesto su vida al servicio del mesías universal, haciéndose la amiga y her-

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mana (madre) de todos. Ella es, por tanto, un "huerto que se abre" para que
otros puedan encontrarse y encontrar a Dios en sus praderas, ella es "fuente
de agua que se expande" y llega en Cristo al mar de los hermanos.
Ciertamente, sólo Cristo es salvación de Dios ya realizada, nueva huma-
nidad fraterna. Pero el surgimiento de Cristo hubiera sido imposible sin la
colaboración gratuita, redentora, de María. Ha necesitado el Padre Dios
una persona que pueda realizar sobre la tierra la tarea de ser madre humana
de su Hijo: acogerle en libertad (sin ser violada), educarle en gratuidad (sin
imposiciones, represiones, miedos), para que así pueda crecer y desplegarse
luego como Cristo, es decir, como liberador de todos los humanos.
Una inmaculada bien cerrada en su pureza egoísta, en medio de este basu-
rero de humanidad, una mujer que se aísla y sólo vive para sí (centrada en
un Dios de intimidad), mientras el mundo sigue padeciendo, no sería lo que
el dogma cristiano dice al confesar que María es Inmaculada, es decir,
amiga de Dios, siendo amiga de los hombres. Al servicio de todos ha ex-
presado su vida; para libertad y redención de todos es persona.
Por eso la llamamos la Inmaculada Concepción: porque es transparente
desde Dios y ante los hombres desde el mismo momento en que sus padres,
en gesto concreto y santo de unión marital la engendraron, de esa forma se
presenta en su origen como santa la misma unión sexual de la que nacen los
humanos, en contra del sentido que a veces se ha dado a la palabra Concep-
ción: ella es Inmaculada en su principios y condición "carnal". De dos seres
humanos bien concretos que según la tradición se llaman Joaquín y Ana, ha
nacido María, comenzando a ser Inmaculada desde entonces.
Pero María no es Inmaculada sólo (y sobre todo) en su concepción sino en
su vida entera, tal como se expresa y condensa en el relato de su encuentro
con Dios (Lc 1, 26-38): vence al pecado, se hace Inmaculada, en actitud
constante de diálogo con Dios y de apertura (entrega) al servicio de los
hombres, por medio de Cristo, su hijo, que es mesías. No ha reservado nada
para sí, todo lo ha puesto en manos de Dios, para servicio y libertad de los
humanos. Por eso decimos que es Inmaculada.
C) Aplicación: amigos de Dios y redentores
Hemos interpretado el misterio de la Inmaculada en perspectiva de amis-
tad: María es la primera verdadera amiga de Dios; por eso, Dios ha dialo-
gado con ella, ha querido liberarla de toda esclavitud. Sobre ese fondo ha
de entenderse el texto fundante de la tradición mercedaria, las Constitucio-
nes de 1272. En su pequeño proemio se dice por dos veces que Dios y Cris-
to son "amigos" de los hombres y por eso quieren liberarles:
Dios, Padre de Misericordia... envió a Jesucristo, su Hijo, a este
mundo.. para visitar y liberar a todos los amigos que le estaban espe-
rando.

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Jesucristo, sufriendo por nosotros muerte y pasión, visitó -pues
siempre visita a sus amigos- y libró a los que estaban en el infierno ...
Dios y Jesucristo son redentores porque son amigos: el amor les lleva a
darse, a entregar la vida por los que están esclavizados. Pues bien, de forma
semejante, la Madre de Jesús puede mostrarse como redentora porque es
amiga, no sólo de Dios sino también de los hombres. No actúa por miedo o
resentimiento, por instinto de poder o de venganza. Ella actúa, responde a
Dios de un modo afirmativo y se compromete a la obra de la redención
porque es amiga de Dios y quiere expresar sobre el mundo el gran misterio
de amor que conduce a la verdadera libertad.
Diciendo su palabra Fiat (hágase), María colabora como amiga, dándole a
ese Dios sus propias manos de mujer, su entrega de madre, su voluntad de
persona, puesta al servicio del amor redentor. Así lo indican los diversos
textos fundantes de la familia mercedaria:
María, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús
y, al abrazar la voluntad salvífica de Dios, se consagro totalmente a
la obra de la Redención de su Hijo.
En la medida en que logremos plasmar en nuestras vidas la actitud de
María ante el plan redentor de Jesús alcanzaremos una mayor pleni-
tud y cumpliremos nuestra misión en la Iglesia (Constituciones de las
Monjas de la Orden de la Merced, 1980, 46).
En el amor y en la contemplación de María, Madre de Misericordia,
como ejemplo de fe, de entrega y de libertad cristiana, encontramos
el entusiasmo, el modelo y la donación plena que hemos hecho al
Señor en una profunda disponibilidad liberadora (Constituciones de
las Hermanas Mercedarias del Santísimo Sacramento, 1989, nº 5).
María, amiga de Dios, se pone al servicio de la redención de los hombres.
Ella es maestra en amor activo. Por eso nos anima a entregar nuestra vida
por la libertad de los hermanos.
La primera enseñanza de María es el mismo ejemplo de su dialogo. Ha
conversado con Dios para bien de los hombres. También nosotros podemos
y debemos aprender a hacerlo. Esto significa que tenemos que escuchar.
dejar que los demás nos hablen, confiando en ellos y poniendo nuestra vida
en manos del Dios que quiere ofrecernos su palabra.
Dialogar en libertad, es decir, dejando a los demás que sean ellos mismo,
que puedan expresarse de manera autónoma, sin imposiciones exteriores,
sin miedos interiores. Así debemos procurar que ellos expresen sus deseos,
que busquen aquello que en verdad les ilusiona para ser felices. No empe-
cemos exigiendo, suplantando el deseo de los otros, diciéndoles aquello
que deben desear o exigiéndoles que vivan como nosotros. Que sean ellos
mismos y que así puedan expresarlo, en gesto de confianza, éste es el prin-

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cipio de todo diálogo.
Dialogar ofreciendo libertad allí donde la vida de los otros se encuentra
amenazada, en situación de inferioridad o peligro. El verdadero diálogo só-
lo es gozoso y creativo, entre iguales. Por eso donde no existe igualdad de-
be crearla, ofreciendo par ello redención (tanto en plano personal como so-
cial). Como hemos visto con Lc 1, 26-38. Dios ha empezado concediendo
libertad y dignidad a María para poder hablar con ella, para colaborar uni-
dos en el surgimiento del Hijo.
No quiere Dios esclavos, quiere amigos. Tampoco el ser humano verdade-
ro quiere esclavos, sometidos a la fuerza, sino amigos, personas con quie-
nes se pueda colaborar en gesto de confianza compartida. Sobre un mundo
donde parece que el ideal de la amistad se cierra en círculos pequeños, de
intimidad particular, mientras los grupos sociales se comportan en gesto de
lucha y sometimiento mutuo, María viene a presentarnos el ideal de la
amistad universal, de la vida dialogada.
Solo en este contexto de diálogo amistoso tiene sentido el surgimiento de
Hijo (de los hijos). De la violencia brota la violencia, de la imposición no
nace más que nueva imposición. Sólo en ámbito de gracia (de diálogo con
Dios y entre los hombres) puede surgir nueva gracia. En este contexto se
puede confiar en el futuro, entendido como don que nosotros mismos va-
mos preparando y no como algo que brota mágicamente desde fuera, inde-
pendiente de aquello que seamos.
En este contexto adquiere nuevo sentido la referencia al pecado y a la In-
maculada. Pecado es aquello que rompe nuestra relación con Dios, es el
diálogo quebrado que nos lleva a luchar a unos contra los otros, en gesto
que sólo culmina con la muerte. Pues bien, en contra de eso, la gracia es
siempre diálogo. No seremos plenamente inmaculados como María, pero
iremos acercándonos a su ideal en la medida en que, superando la violen-
cia, aprendamos a confiar los unos en los otros, deseando juntos aquello
que Dios quiere, es decir, el pleno despliegue y triunfo de la gracia que se
expresa en Cristo, su Hijo.
Ya no podemos buscar algo distinto de aquello que buscaba María, no
queremos otro Cristo diferente. Aceptamos su camino, creemos en su hijo
(que es Hijo de Dios, mesías universal) y así con ella (como ella) espera-
mos alcanzar el pleno desarrollo de la amistad con Dios y con los hombres,
pues en eso consiste el misterio de la gracia.

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2. ADVIENTO DE DIOS. PROFETISA DEL REINO (Lc 1, 39-55)
Mensajeros de Dios y su justicia fueron en otro tiempo los profetas
cuyos libros recoge la Escritura (Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc.).
Ellos escucharon la palara de Dios y la expresaron en forma de lla-
mada (denuncia, promesa), de justicia y verdad sobre la tierra.
Pues bien, como último de los grandes profetas de Israel, ha elevado
su palabra agradecida y su proclama de justicia, la madre de Jesús,
María. Ella camina grávida de vida: lleva el futuro salvador en sus
entrañas y por eso, compartiendo la experiencia de profeta con Isa-
bel, su prima, puede cantar a Dios desde lo más hondo del alma, con
la voz de su Magnificat (Lc 1, 39-56).
Este canto de María, profetisa, viene a situarnos en el lugar del ad-
viento de Dios, precisamente allí donde el Antiguo Testamento, libro
de promesas, se cumple ya del todo y de esa forma se abre al testa-
mento nuevo de la gracia liberadora.
A) Tiempo de mujeres: la mirada del Señor (Lc 1, 39-50).
Profeta es el que dice la palabra. La ha escuchado previamente (como
amigo); por eso puede y debe ya decirla, viniendo a presentarse así como
embajador o mensajero de Dios sobre la tierra. Pues bien, en la línea de las
reflexiones anteriores (fundadas en Lc 1, 36-38), debemos añadir que la
profecía estrictamente dicha de María (Lc 1, 51-55) ha brotado de la hon-
dura de experiencia de su encuentro con Dios, expresada en el relato de la
Visitación (Lc 1, 38-45) y en la primera parte de su Canto o Magníficat (1,
46-50).
La escena de la Visitación (Lc 1, 39-45) enmarca eso que hemos llamado
tiempo de mujeres. Es como si al llegar el momento culminante de la reve-
lación los varones pasaran a un segundo plano. Ellos han realizado y deben
realizar aún muchas funciones: sirven como sacerdotes en el templo, estu-
dian y explican el sentido de la Ley como escribas, definen y encarnan la
pureza del pueblo elegido como fariseos; otros quizá luchan o preparan la
guerra a escondidas como celotas... Esos y otros oficios de varones resultan
en un determinado sentido muy valiosos; pero al llegar la plenitud de los
tiempos (cf. Gal 4, 4; Mc 1, 14-15) todos ellos acaban siendo secundarios.
El cuidado de la vida y la vida del mesías (futuro salvador para los hom-
bres) está en manos de mujeres.
Por eso, María, que ha recibido la palabra de Dios y lleva al mismo Hijo
divino en sus entraña, sintiendo la necesidad de compartir su experiencia
con Isabel, su pariente, futura madre de Juan el profeta, conforme a la indi-
cación del mismo ángel anunciador (Lc 1, 36), corre a visitarla. Se encuen-
tran freten a frente las mujeres, llevando en sus entrañas el secreto de Dios,

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el presente y futuro de la vida.
Isabel es la madre del profeta que recibe el don de Cristo en sus entrañas
jubilosas, como testimonio de que acaba (se cumple ya y culmina) toda
profecía. Tomando la palabra de los sacerdotes y videntes de la Antigua
Alianza, como encarnación del pueblo israelita que ha esperado por siglos
este día, ella ratifica la acción de Dios sobre la madre mesiánica, diciendo:
Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre...
Bienaventurada la que ha creído,
porque se cumplirá lo que el Señor le ha dicho (Lc 1, 42-45)
Esta es la bendición y bienaventuranza del auténtico Israel, de los creyen-
tes del Antiguo Testamente. Han esperado por siglos, llevan en su entraña a
Juan, el gran profeta; pero ahora pueden sentirse satisfechos. Es la hora del
cumplimiento y así lo testifica Isabel, la mujer israelita.
Los varones (sacerdotes, escribas, fariseos...) están silenciosos. En el fon-
do (como dirá después el evangelio) todos ellos tienen miedo del mesías.
Sólo esta mujer que ha dado a luz en su ancianidad, haciendo suya la voz
del Profeta que lleva en su entraña, puede entender y recibir a la madre me-
siánica, diciendo sobre ella la gran palabra.
Esta es palabra de bendición, es decir, de gracia creadora y abundancia.
Bendecía Dios al hombre con el fruto de los campos, los rebaños y los hi-
jos: bendecía el sacerdote desde el templo con palabra de paz para su pue-
blo. Ahora bendice la madre Isabel como mujer emocionada, satisfecha:
mira hacia María y no le tiene envidia, recibe el don o gracia que proviene
de su seno y lo agradece. Por eso, con palabra solemne, como culminando
el Antiguo Testamento y llevando a plenitud el camino sacerdotal de su
pueblo, ella bendice a María y al fruto de su seno que es el Cristo. Desde
este momento, María sabe que no está sola; hay por lo menos una mujer
que le acompaña.
La bendición se vuelve bienaventuranza o makarismo. En la línea de lo
que dirá después Jesús en Lc 6, 20-21, María es la primera bienaventurada
de la nueva historia porque ha recibido la Palabra de Dios, porque ha creí-
do. Ella es por fe la verdadera amiga de Dios: se ha fiado de la Palabra de
Dios, la ha acogido en sus entrañas, la ha hecho vida en el misterio mas
hondo de su vida; por eso puede llamarse bienaventurada, modelo de feli-
cidad para todos los creyentes.
María se ha dejado llenar por esta bendición y bienaventuranza de su pri-
ma israelita. No tiene nada que decir, no tiene que explicarse o comentar
cosa ninguna. Simplemente asiente: recibe agradecida las palabras de Isa-
bel y le contesta engrandeciendo a Dios, alabando su misterio. De esta for-
ma se vinculan y completan los dos planos:

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a) En nivel descendente está Isabel, bendiciendo en nombre de Dios
a María su prima. Es evidente que ella aquí no ha hablado en nombre pro-
pio: está llena del Espíritu Santo y con la fuerza de ese Espíritu (cf. 1, 41),
proclama la grandeza de María.
b) En nivel ascendente habla María (1, 46-55); por eso no se dice que
lo haga por la fuerza del Espíritu; al contrario, ella ha entonado su oración
en nombre propio. Pero no lo hace a solas: está unida a Isabel, responde de
algún modo a su palabra.
Habla María y la primera parte de su himno (Lc 1, 46-50) es una especie
de canto personal, agradecido, reconociendo a Dios los dones que ha queri-
do concederle. De esa forma, la alabanza anterior se convierte para María
en confesión autobiográfica: engrandece a Dios al descubrir y explicitar
aquello que en su amor le ha dado:
Proclama mi alma (psiché) la grandeza del Señor (Kyrios)
se alegra mi espíritu (pneuma) en Dios mi Salvador (Soter) (1, 47)
Esta es la definición más honda de María, este el signo y rasgo de su iden-
tidad. Ella es alma abierta hacia la altura de Dios, deseo de encontrarle y de
cumplir su voluntad, conforme a lo indicado al comentar Lc 1, 26-38. Ella
es también espíritu, es la hondura de la vida convertida en alegría, en gozo
intenso porque Dios existe y salva a los humanos.
Este es el misterio superior, este el doble camino de la vida de María: sale
de sí para alabar a Dios (decir que es grande); vuelve a sí para alegrarse de
que Dios exista y sea salvador. Como en toda auténtica amista, ha desapa-
recido aquí el miedo. No hay recelo frente a Dios, no hay envidia de su glo-
ria, no hay posible competencia. Admiración y gozo ante el poder del ami-
go Dios, eso es la vida entera de María. Dios le ha llamado para vivir en li-
bertad y libremente goza, admira y canta al contemplar los dones que ese
mismo Dios le ha concedido.
En el comienzo de toda redención se halla este canto o algún tipo de canto
semejante. La vida no se prueba ni sostiene a base de argumentos; los
hombres no consiguen jamás justificarse con razones. En la hondura del
creyente se desvela algo más grande: ¡el misterio de la gracia! Quien no lo
haya sentido así, quien no consiga decir apasionado ¡qué grande eres oh
Dios y yo me alegro de que existas! no podrá entender jamás lo que ahora
sigue.
En el principio de todo, más allá de las razones o críticas, está la admira-
ción: descubrir emocionado la presencia de Dios y alegrarse por (con) ella,
este es el sentido de la religión para María. Por eso, ella comienza cantando
a Dios. Este es el origen y sentido de su más honda teología. No se trata de
renunciar a la racionalidad o de caer en un puro sentimentalismo sino de
llegar a las raíces de una racionalidad mucho más honda.

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Esta es la racionalidad del Dios amigo y ella brota del encuentro con su
gracia. Es la racionalidad del que descubre que toda su existencia es un re-
galo. Antes de todo lo que pudiera haber conseguido con sus méritos o
fuerzas, antes de todo su trabajo, descubre María la certeza de que Dios
mismo le ha dado con su Vida la alegría y fuerza de la vida:
- Porque ha mirado a la pequeñez de su sierva ...
- porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso,
y es Santo su nombre y su Misericordia se derrama
de generación en generación, sobre aquellos que le aman (Lc 1, 48-50)
Este es el más bello, el más fuerte canto de reconocimiento personal. Ma-
ría tiene una razón para alabar a Dios y alegrarse porque él mismo le ha mi-
rado, reconociéndola y alzándola al hacerlo: Dios le ha engrandecido con
sus ojos. Ciertamente, estamos en el centro de una tradición que los judíos
han vinculado con el éxodo, es decir con la experiencia del Dios que mira a
los hebreos cautivados en Egipto y les libera de allí con mano fuerte y bra-
zo poderoso. Pero ahora es todo nuevo, más excelso.
Aquí, el que se descubre mirado por Dios es María, un pobre y sencillo
ser humano, una simple mujer que parece perdida entre los grandes de la
historia. Pues bien, en medio de esos grandes, ella viene a presentarse como
privilegiada: parece que no tiene nada, sólo posee una mirada y sin embar-
go en ella viene a condensarse todo el poder del universo.
No hay nada mayor que esa mirada. Pasan a segundo nivel los bienes eco-
nómicos, los planes sociales, los poderes de la tierra. Lo que a un hombre o
mujer le vuelve persona es la mirada de reconocimiento, de amor y compa-
ñía que le ofrece la persona que le ama. Con sus ojos sostiene y recrea la
madre al hijo, el enamorado a la enamorada (y viceversa). De la mirada na-
cemos y crecemos en nivel de afecto creador (y superando aquello que nos
puede hacer una mirada destructiva).
Sabe María que Dios le ha mirado y con eso le basta: así le ha visitado en
medio de su pequeñez, le ha acompañado en su camino, le ha fortalecido.
Ella no se encuentra desde ahora nunca sola; no está arrojada o perdida so-
bre el mundo, como han dicho algunas veces los humanos angustiados.
Mujer fortalecida por la mirada de Dios, persona engrandecida y potencia-
da por la visita cariñosa y creadora de los ojos divinos ... eso es ella.
Después sigue diciendo que el Dios poderoso ha hecho en ella cosas gran-
des. Estas palabras ratifican y completan el misterio anterior de la mirada.
Quizá no añaden nada nuevo: simplemente afirman y completan el valor
activo y creador de la mirada de Dios. María no tiene que probar, no tiene
que ir diciendo cosa a cosa, detalle por detalle, lo que Dios ha realizado en
ella al visitarla con su amor y convertirla en Madre de la misma voz divina
y humana que es el Cristo. Puede dejar las cosas así: ha hecho en mí cosas

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grandes ...
Recogiendo en esta perspectiva el canto paralelo del Benedictus de Zaca-
rías (Lc 1, 67-69) se pueden comentar algo mejor las dos palabras de la ac-
ción de Dios en María, desde una vieja tradición israelita:
a) "Ha mirado" responde al "ha visitado" de 1, 68. Visita Dios, se
hace presente al interior de nuestra vida con sus ojos, con su compañía. No
es Señor lejano que se desentiende y nos deja perdidos sobre el mundo; no
es Poder indiferente a quien le da lo mismo lo que hagamos. El Dios de
María es Dios que mira y visita, es alguien que está cerca, muy al lado,
asumiendo por dentro nuestro mismo sufrimiento y gozo en el camino de la
historia. Esta mirada y visita, esta compañía y cuidado de Dios ofrece con-
sistencia y sentido a nuestra vida.
b) "Ha hecho" responde al "ha redimido" de Lc 1, 68: allí donde Za-
carías decía que Dios ha redimido a su pueblo María afirma que ese mismo
Dios ha hecho en ella "cosas grandes", poniéndola al servicio de la salva-
ción universal. Frente al riesgo de un Dios inactivo, que parece ocupado en
no hacer nada (dejando que las cosas sucedan, culminen o se pierdan por si
mismas), Zacarías y María han presentado su experiencia del Dios vivo que
actúa de manera poderosa entre los suyos.
Esta es la experiencia de María. Ella no canta en general, no quiere hablar
de oídas; sólo dice y canta aquello que Dios mismo ha realizado en ella al
mirarla y liberarla. Por eso se presenta ante su prima y ante todos los que
escuchan su canto y proclaman luego bienaventurada (cf. 1, 48) como la
primera de los amados por Dios y redimidos.
Sólo quien haga una experiencia semejante sabrá lo que es redención, po-
drá decir lo que es María. Ella no está sola, no se escinde o separa de los
otros; como visitada y redimida por Dios viene a elevarse gozosa ante los
hombres no para sentirse orgullosa y diferente sino para invitarles a todos
de manera que así puedan asumir un mismo canto de gozo y redención in-
tensa.
B) Llegada de Dios. La gran profetisa (Lc 1, 51-55)
Las palabras anteriores del Magníficat eran como una especie de autobio-
grafía esencial de María: ella se sentía amada, mirada por Dios y engrande-
cida, en gesto de profundo simbolismo esponsal. Ambos (Dios y María)
podían presentarse como amigos o aún mejor enamorados: simplemente se
miraban uno al otro y parecía que al hacerlo se borraba en su exterior el
mundo entero.
Como pareja de amantes actuaban uno y otro. Se miraban y al hacerlo
culminaba, recibía su sentido el universo. Es como si Dios y el ser humano
hubieran encontrado por primera vez su hondura y su sentido, hallando ca-
da uno su grandeza y realidad en el espejo del otro.

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Este momento de contemplación mutua, dual y personal, es necesario para
que el hombre se descubra realizado en lo divino. Aquí se expresa aquello
que pudiéramos llamar el gozo del ser, la satisfacción de la existencia. Go-
zaba Dios haciendo el mundo y descubriendo que las cosas eran buenas
(Gn 1); aquel gesto ha venido a culminar aquí, diciendo que María es buena
(cf. Lc 1, 26-38).
Pues bien, ahora el ser humano, reflejado por María, le responde con su
gozo, ratificando de esa forma la creación de Dios. Es gozoso, es sorpren-
dente, es inaudito que los hombres sean, que acepten con su amor agrade-
cido el don de Dios, que le respondan con el canto desbordante de su vida.
Esto es lo que hallamos en el himno de María.
Como sacerdotisa del conjunto de la creación, haciendo suya la voz de to-
dos los vivientes, ella ha engrandecido a Dios. De esa forma se descubre li-
berada y canta: no vive por imposición, no soporta la existencia por deber,
no se rebela en contra de las fuerzas misteriosas de la tierra. Sólo existe por
placer de Dios; por eso eleva la voz de su más hondo gozo y, convirtiendo
toda su existencia en liturgia de alabanza, engrandece a Dios con ella.
Este es el gozo de María, el signo de su libertad hecha palabra de alegría.
Pues bien, cuando pudiera parecer que todo acaba y se clausura ya en esta
mirada y alegría de amor mutuo, cuando pudiéramos pensar que la pareja
enamorada (Dios-María) se han cerrado para siempre sobre sí, descubrimos
admirados que su amor es canto y vida que se abre a todo el universo, co-
mo indica la continuación del Magníficat (Lc 1, 51-55).
Quizá pudiéramos decir que pecado es un amor que se cierra de manera
egoísta sobre sí mismo (o sobre su pareja); gracia, en cambio, es el amor
abierto de manera generosa y creadora hacia los otros. Como gracia viene a
desvelarse el amor de Dios y de María. Por eso ella canta abriendo su expe-
riencia a todo el universo:
Desplegó el poder de su brazo
dispersó a los soberbios de corazón;
derribó a los potentados de sus tronos
y elevó a los oprimidos;
a los hambrientos los colmó de bienes
y a los ricos los despidió vacíos (Lc 1, 51-53)
Hemos seguido la traducción litúrgica, pero poniendo potentados en vez
de poderosos y oprimidos en vez de humildes, para respetar mejor el texto
y así precisar su sentido. Dios mismo era poderoso (dynatos) en Lc 1, 49,
en signo de autoridad positiva, creadora. Por el contrario, los potentados
(dynastas) de 1, 52 ejercen un poder que es destructivo. Por otra parte, los
oprimidos (tapeinous) de 1, 52 no son simplemente los humildes bueno,
que aceptan con paciencia y amor su situación, sino todos los que sufren

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aplastados por los otros.
Lo que en los versos anteriores parecía amor de intimidad (la mirada cari-
ñosa de Dios y de María) se ha expandido aquí, se aplica en forma trans-
formante y redentora a todo el universo. Eso significa que el gesto de amor
de Dios y de María no puede interpretarse como un acontecimiento priva-
do, como algo que realizan ellos dos a solas. Ese amor es centro y sentido,
es principio y norma de liberación (inversión salvadora) para todos los hu-
manos.
De esa forma se han unido lo más íntimo (amor de Dios-María) y lo más
público y activo (transformación de la humanidad). Es ahora cuando María
viene a presentarse como profetisa de Dios: lleva al mismo Hijo divino en
sus entrañas (cf. 1, 44) y, en nombre de ese Hijo, haciendo suyas las más
hondas palabras de la profecía israelita (especialmente de 1 Sam 2, 1-10),
proclama sobre el mundo eso que pudiéramos llamar el cambio de los si-
glos.
Como profetisa "dice", pone en marcha un movimiento de vida que perte-
nece al mismo Dios; lo anuncia con palabra solemne como algo que ya está
realizado (realizándose) sin necesidad de explicitar sus mediaciones. El
más íntimo amor de su existencia (su diálogo con Dios, su maternidad me-
siánica) viene a presentarse como fuente y sentido del poder más transfor-
mador: ante la llegada de Dios, ante la experiencia de su Cristo, cambian
las viejas condiciones de la vida pecadora.
Pecado era una vida fundada en la soberbia y expresada en forma de po-
der de los más fuertes: los potentados se imponen sobre los oprimidos, les
destruyen; los ricos viven, por su parte, a costa de los hambrientos. En una
sociedad dividida de esa forma y dominada por los fuertes parece que Dios
ha sido desterrado (está muy lejos) o se ha puesto al servicio de los podero-
sos, viniendo a presentarse como justificación de su propio orgullo y prepo-
tencia.
Pues bien, María sabe por su más honda experiencia que eso ya no es cier-
to. Lo sabe en cierto modo desde siempre, por la inspiración y profecía de
la historia israelita y por eso dice que Dios obra "acordándose de su miseri-
cordia, en favor de Abraham y su descendencia para siempre" (1, 54-55).
Pero eso que antes era un conocimiento referencial, algo que se sabe por
tradición, se ha venido a convertir en ella en experiencia directa, inmediata
de la gracia que transforma la existencia.
Este es el milagro de María: aplica y expande a todo el universo lo que
Dios ha realizado en ella al saludarla y al mirarla con su gracia. Ha mirado
su pequeñez y la ha elevado. Mira Dios ahora a todos los pequeños, ham-
brientos y oprimidos de la tierra, a todos sus hermanos, para así acogerlos
bajo su cuidado y elevarlos, en proceso sorprendente de inversión recreado-
ra.

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Este proceso de inversión se expande y obra en todo el universo de los se-
res humanos pero se refleja de un modo especial en los tres tipos de perso-
nas que María acaba de citar en las palabras de su canto (1, 51-53). Empe-
cemos la lista desde el fin:
a) A los hambrientos quiere Dios saciarlos, colmándolos de bienes:
suscita para ellos un mundo de abundancia y gozo compartido, de manera
que los bienes de la tierra sean campo y signo de bendición de Dios y de
existencia compartida.
b) A los oprimidos los eleva Dios: deja que se puedan expresar, rom-
piendo las barreras y cadenas que les atan. Quiere Dios que la vida sea li-
bertad, que cada uno pueda expresarse plenamente y todos se encuentran en
amor y se completen (complementen) sobre el mundo.
c) Frente a los soberbios de 1, 51 han de estar los humillados, es de-
cir, aquellos que no logran expresarse, pues no tienen autoridad o poder pa-
ra pensar, para decir, para mostrarse como humanos. Pues bien, al dispersar
a los soberbios (como el humo se dispersa y disipa con el viento intenso),
Dios suscita espacio de vida para los humildes.
Estos son los tres niveles de la gran inversión social que en nombre de
Dios canta la humilde María, como profetisa de los tiempos mesiánicos. Al
sentir que Dios la mira (que la quiere con locura), ella siente que Dios quie-
re igualmente con locura a todos los pobres y pequeños de la tierra. Sabe
que ya viene (con el Cristo que late en sus entraña) el tiempo nuevo de la
redención universal que anunciaron los profetas y de ese modo eleva su
voz, canta.
Canta María y en su voz de poeta, profetisa, adquiere ya sentido el univer-
so. Sus palabras son llamada de nueva creación, anuncio de aquello que ha
de hacerse, porque Dios lo quiere y porque los humanos estarán compro-
metidos a seguir su voluntad, colaborando con el Cristo. Estas palabras de
anuncio de María marcan la irrupción del tiempo nuevo de la libertad y la
justicia, de la merced redentora y de la gracia fraterna sobre el mundo. Será
bueno que podamos precisarlas, resaltando en esquema algunos de sus ras-
gos más significativos. Ellas nos permiten crear la más honda teología, es-
piritualidad y práctica mariana de la redención (o liberación); no son inven-
to de la Iglesia, ni ocurrencia de algún teólogo; son sencillamente un co-
mentario y una aplicación de esta pequeña teología mariana que hallamos
contenida en el canto del Magníficat:
a) Revelación de Dios. Todo lo que aquí se dice es una acción del
mismo Dios que ha mirado a María, haciendo en ella cosas grandes; este es
aquel a quien el canto ha presentado ya como poderoso, santo y misericor-
dioso (1, 48-50). Ese mismo Dios es el que ahora "despliega el poder de su
brazo", el que derriba y eleva, el que colma y vacía. En gesto de admira-
ción reverente ante el poder y obra de Dios nos pone ahora el canto de Ma-

22
ría.
b) Acción redentora de Cristo. Canta María a Dios, pero lo hace lle-
vando al Cristo, hijo de Dios, en sus entrañas: como madre canta, desde el
Hijo que habita en su seno proclama la voz de su gran profecía. Por eso,
ella dice sólo aquello que Cristo ha de hacer, anticipando así el mensaje de
gran cambio, de inversión total de las bienaventuranzas (Lc 6, 20-26). De
la gran merced o salvación redentora de Jesús habla María en este canto,
anticipando así lo que hará el Cristo.
c) Este es un himno de la Iglesia que lo asume todos los días en la li-
turgia de alabanza de Vísperas. A la caída de la tarde, reunidos los cristia-
nos en plegaria, repiten la palabra de María, para reasumir así la fe en la re-
dención y reiterar cada día el mismo compromiso: "elevó a los oprimidos,
colmó de bienes a los hambrientos...". Sólo allí donde asume y cumple esta
palabra, la Iglesia se hace fiel a Jesucristo, imitadora de María.
d) Es canto de inversión amenazante, abajadora: lo mejor que Dios
puede hacer a los soberbios es decirles que su vida se disipa como el humo;
lo mejor que puede hacer a los ricos es dejarlos vacíos y a los potentados
derribarlos de sus tronos, pues si los deja como están se pierden (destruyen
su propia vida) y pierden, oprimen, a los otros. Es dura esta palabra como
son duras, hirientes las denuncias de los grandes profetas. Pero al fondo de
ellas (lo mismo que en Lc 6, 24-26) descubrimos un amor muy grande:
Dios quiere que los soberbios/potentados/ricos pueden salvarse y para eso
necesita "derribarlos" de sus tronos, para que así descubran el misterio de la
gracia y compartan, la existencia de gozo y compañía fraterna con los po-
bres.
e) Esta es palabra redentora de promesa: Dios ofrece pan a los ham-
brientos, dignidad a los oprimidos, libertad a los humillados. Este es el
Dios que quiere que todos los humanos vivan en gozo fraterno y alabanza,
que se miren los unos a los otros y compartan de manera gratuita la exis-
tencia.
f) Por eso, al fondo de todo hallamos la gracia fraterna, la vida he-
cha mirada de amor, acción liberados. Se expande así hacia todos los hu-
manos la experiencia previa de María: le ha mirado Dios, por eso ella diri-
ge su vista hacia los hombres, queriendo que todos se acepten y se ayuden;
le ha cambiado Dios, por eso ella quiere que los hombres cambien, convir-
tiendo su vida en espacio de gratuidad compartida.
Con estas fuertes palabras, María nos ha introducido en el espacio de
opresión mas dura y de esperanza más intensa de la historia. Así nos lleva a
la casa del dolor en la que habitan hacinados, aislados, a millones de mi-
llones, los hambrientos y oprimidos de la historia; nos lleva hasta esa casa,
abre la puerta y les invita (nos invita) al gozo nuevo de la vida liberada,
compartida. En la gran cárcel del hambre, en el lugar donde más pesan las

23
cadenas de opresión nos ha venido a colocar María.
Es una buena pedagoga. Quiere conducirnos a otros campos de verdor y
de belleza, hacia los lagos más tranquilos, a las playas más serenas, hasta el
aire en calma de la noche y las estrellas donde todos los olores cesa... Pero
antes de eso toma nuestra mano y nos dirige al valle de opresiones y de lá-
grimas más fuertes de la historia: hasta el suburbio o ranchito en que mal-
viven y mueren los hambrientos; hasta la cárcel, el exilio o los inmensos
barracones donde están esclavizados y se angustian muriendo cada día los
millones de oprimidos.
Esta no es una guía turística. No nos ha llevado María a los lugares del ol-
vido y diversión, a los lujosos hoteles donde pasan el tiempo y malgastan el
dinero de los pobres los más ricos. Nos ha llevado al campo del hambre y
la opresión para decirnos allí con voz solemne: Dios sacia de bienes, Dios
eleva y redime por su Cristo a estos perdidos. Quien ha escuchado esta pa-
labra, aprendiendo a ver el mundo con los ojos de María, sabe ya que todo
es diferente.
Nunca será igual nuestra visión de los poderes del mundo ni tampoco
nuestro modo de estar relacionados con los pobres. Sabremos que muchas
cosas tienen que morir: es bueno que acabe la opresión, que caigan del
trono los potentados, que los ricos pierdan su fortuna... Es bueno que suce-
da eso para que todos, empezando por los hambrientos y oprimidos, poda-
mos comenzar a levantarnos para construir un mundo más fraterno donde
exista lugar para todos, en gozo y armonía que reflejan el misterio de Dios
sobre la tierra.
C) Aplicación. La Virgen de los desterrados
La tradición cristiana ha expresado de diversa formas esta experiencia del
magníficat, el fuerte cuidado de María hacia los diversos hambrientos y
oprimidos de la tierra. Trazaremos nuestra exposición en tres momentos.
Veremos primero unos textos antiguos. Después ofrecemos unas reflexio-
nes que responden a nuestra situación social. Finalmente citamos algunos
textos mercedarios.
Comenzamos con los textos antiguos. Tomamos como referencia la Leta-
nía del rosario y la antífona de la Salve, tan popular y querida para muchí-
simos cristianos. La experiencia de fondo es siempre la misma. Podemos
presentarla en resumen, brevemente, pues resulta conocida:
a) María es "consolatrix afflictorum" o consoladora de afligidos se-
gún la Letanía lauretana. ¿Con quién nos consolaremos? dicen los apóstoles
(los fieles) cuando ella parece marcharse. Aflicción y llanto es la vida de
los hombre; María es para ellos una mano (una madre) de ternura y de con-
suelo. Por eso, consolarse mutuamente en la aflicción y consolar de una
manera especial a los que viven más tristes sobre el mundo es la tarea pri-

24
mera y más saliente de sus devotos.
b) El mundo es un destierro, como saben bien los fieles, devotos de
María, cuando le invocan diciendo "a tí llamamos, los desterrados, hijos de
Eva" (Salve). Exilio es para todos este mundo, lugar en el que estamos se-
parados de la patria y de la vida verdadera. Pero exilio especial es para al-
gunos, como lo indicaba María en el Magníficat: para lo oprimidos y ham-
brientos, para los desterrados y prófugos, para los millones de personas que
carecen de derechos y de patria verdadera (los emigrantes e ilegales, los re-
fugiados políticos, los fugitivos del hambre, los niños sin familia ...).
c) A tí suspiramos, gimiendo y llorando (Salve). A veces parece que
nos avergonzamos de llorar y ocultamos el llanto en la pura diversión ex-
terna (si podemos conseguirla) o en la dura lucha de la vida. Se decía entre
nosotros que "los hombres no deben llorar", que es vergonzoso. Pues bien,
lo vergonzoso es suscitar el llanto, hacer un mundo donde muchos (la ma-
yoría) no tengan más salida ni remedio que llorar. Ser devotos de María
significa acompañar a los demás en su dolor, secar sus lágrimas y juntos
consolarnos.
Estos son algunos de los rasgos más salientes de la devoción antigua de
María en la que ella se venía a presentar como consuelo en la aflicción,
presencia redentora en medio del destierro, mano amiga y cariñosa que
cuida y cura en medio de la fuerte enfermedad del llanto. Estos rasgos si-
guen siendo fundamentales. Quien no haya descubierto, quien no sepa por
su propia experiencia y por su forma de tratar a los demás que este mundo
es un destierro, un valle de lágrimas (Salve) no ha aprendido nada, vive en
la ignorancia.
La Salve llama desterrados y presenta como "gimientes y llorosos" a los
que el Magníficat mostraba como oprimidos y pobres. La respuesta del de-
voto de María será en los dos casos la misma. Por un lado intentará conso-
lar (acompañar, atender) a los que sufren. Por otro lado querrá cambiar las
circunstancias de opresión y llanto en las que vive nuestro mundo.
Ciertamente, la Salve y las devociones tradicionales a María tienden a ser
más intimistas o quizá más resignadas. Tienden a pensar que este mundo
puede cambiar menos. Por eso lo que importa (lo que intentan) es acentuar
la devoción interna, abierta sobre todo hacia el momento de la muerte.
Aprender a vivir en medio del dolor, mantenerse firmes dentro de este des-
tierro insuperable... eso es lo que quieren los devotos de María, en gesto
hermoso de compasión y cariño abierto hacia los otros.
Sin embargo, la experiencia del Magníficat, ratificada por viejas institu-
ciones marianas (de acción social, de redención de cautivos) y cultivada
por la doctrina social de la Iglesia, nos lleva a traducir el canto de María en
forma de compromiso liberador. En medio del dolor y la opresión del mun-
do, la madre de Jesús ha querido iniciar y ha iniciado un camino de reden-

25
ción (de merced liberadora) que se debe expresar en la misma vida y prác-
tica de la Iglesia.
María nos dice que Dios "sacia a los hambrientos y despide vacíos a los
ricos". Fundados en Jesús, debemos ya comprometernos a cumplir ese ideal
sobre la tierra, tanto en plano de teoría (haciendo que los ricos vean el pe-
ligro en que se encuentran y comiencen a cambiar) como en plano de prác-
tica social (ayudando a vivir en confianza, en justicia y encuentro fraterno
a los pobres).
La misma devoción mariana se convierte de esta forma en gesto de servi-
cio o promoción liberadora. No puede rezar a María ni menos cantar sus
palabras aquel que no lleve en el alma el dolos de los pobres y el firme de-
seo de aliviarlas, haciendo que la vida sea para ellos y todos más fraterna.
Dice María que Dios "eleva a los oprimidos y derriba del trono a los pode-
rosos". Eso significa que no puede haber auténtica devoción mariana sin un
firme compromiso de liberación social. No basta consolar a los oprimidos
a nivel interno, dejando que sigan como están en otros planos; hay que
ofrecerles una ayuda integral, capacitándoles para que se eleven, ofrecién-
doles medios humanos (educación y bienes materiales) apropiados para
ello.
Esta devoción mariana puede y debe ser en un cierto sentido muy provo-
cativa, pues no basta con asistir a los hambrientos y oprimidos; hay que de-
cir también una palabra de juicio y condena sobre los opresores, anuncián-
doles con María que ellos deben "ser derribados" de sus tronos, quedando
así vacíos. En la contradicción de la historia y la vida social nos viene a in-
troducir la devoción mariana, haciéndonos redentores, es decir, personas
que ponen su vida al servicio de los hambrientos y oprimidos, en gesto de
esperanza creadora que se abre hacia todos los humanos.
El Magníficat empezaba siendo canto de intimidad del alma (María) que
se sabe mirada por Dios y responde en gozo agradecido. Pues bien, ese
mismo canto de alabanza y victoria se convierte para los creyentes en pro-
grama de liberación: con María y por María queremos ir creando un mundo
en que no existan hambrientos y oprimidos; por eso estamos empeñados en
cambiar las circunstancias actuales de la sociedad y de la historia. Así lo
indican los textos fundantes de la Merced:
María es Madre de los cautivos a los que protege como hermanos
queridos de su Hijo, y es igualmente Madre de los redentores, al
ofrecer libertad a los cautivos, pues anima y promueve así la misión
del Señor que "derriba del trono a los poderosos y enaltece a los hu-
mildes" (Constituciones de la Orden de la Merced, 1985, 7).
Desde su misma fundación, y a lo largo de su historia, la mercedaria
ha visto en María, la Madre de Jesús, el prototipo de la liberación, la

26
verdad y el sentido de aquello que se realiza en la obra redentora. La
mercedaria descubre y venera en María de la Merced (= de la reden-
ción) aquel principio de libertad y entrega por los otros, de sacrificio
por los demás y de esperanza escatológica que expresa y define toda
su existencia, según las palabras del Magníficat: derriba del trono a
los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma
de bienes ... (Lc 4, 47ss). Mirando hacia María, la mujer de fe, com-
prende la mercedaria lo que significa libertad, amor que se ofrece,
esperanza que se mantiene abierta a todos los caminos.

27
3. NAVIDAD DE DIOS, MADRE GOZOSA Y PERSEGUIDA
(Lc 2, 1-21; Mt 1-2)
De la Encarnación y Navidad en sí la Biblia no dice casi nada. Tenemos
sólo aquella confesión creyente de Jn 1, 14: "la Palabra se hizo carne y ha-
bitó entre nosotros"; en ella se ha expresado, por encima de todas las razo-
nes, el misterio de Dios que ha querido que su mismo Hijo eterno asuma
(haga suya) nuestra forma de existencia humana.
En otra perspectiva están las narraciones de Lc 1-2 y Mt 1-2 donde, en
caminos convergentes, se nos cuenta y simboliza el Nacimiento o Navidad
del Hijo de Dios como misterio salvador para los hombres. En la línea de
los textos ya estudiados (1, 26-38 y 1, 39-56), Lucas acentúa más los rasgos
de gozoso cumplimiento; Mateo, en cambio, ha destacado con más fuerza
el contraste: el nacimiento de Jesús implica un tipo de juicio para la espe-
ranza israelita.
Veremos ambos rasgos, comenzando por Lc, siguiendo por Mt y resaltan-
do en ambos casos aquello que pudiéramos llamar el compromiso activo de
María, su colaboración en el misterio salvador.
A) Madre sumisa, madre meditativa (Lc 2, 1-21)
Sabíamos ya que María estaba desposada con un varón llamado José (1,
27), pero en todo el relato anterior (Lc 1, 26-56) ella aparecía soberana-
mente libre: dialogaba con Dios de una manera autónoma y tomaba las más
grandes decisiones (¡fiat! ¡hágase en mí tu palabra!) sin pedir permiso a Jo-
sé, sin comunicárselo siquiera. Libre y autónoma continuaba María en la
Visitación: sola parecía caminar hasta la aldea de su prima (cruzando para
hacerlo casi toda Palestina), a solas entonaba su magnificat, sin recordar en
su oración al varón con quien moraba.
De pronto todo cambia. Sin perder su libertad anterior, que sigue siendo
clave a nivel de realización personal y encuentro con Dios, María viene a
presentarse como una mujer de su tiempo, doblemente sometida (o deter-
minada) por el mundo externo, como indica el relato breve y terso del viaje
hacia Belén con ocasión del censo (2, 1-7):
a) Por un lado está sometida a José, su desposado o ya marido. Ella
ha decidido ante Dios su destino, pero ahora debe obedecer a su esposo,
acompañándolo a Belén.
b) Por otro lado está sometida a la ley del imperio romano que ha
decretado imponer en Palestina su propia estructura económico-social su
censo. Históricamente, ese censo está bajo una fuerte crítica o sospecha:
parece que no hubo en aquel tiempo un recuento semejante de familias y
personas (incluidas mujeres). Sea como fuere, el dato de fondo es muy va-
lioso: el mismo Jesús que morirá "bajo Poncio Pilato", en tiempos de Tibe-

28
rio, había nacido bajo el mando de un oscuro gobernante de Siria (Cirino),
bajo el imperio de Augusto.
Estos son los hechos: María, amiga de Dios y profetisa de la libertad, ha
tenido que vivir bajo el dominio de los fuertes poderes de este mundo, de
un marido que puede presentarse como protector y de un imperio que cuen-
ta y maneja a las personas a capricho.
Por eso hemos querido presentar a María como una mujer sumisa. En un
determinado nivel ella lleva en su seno (en su palabra de amistad con Dios)
el más alto poder de cielo y tierra; es evidente que nadie la puede dominar
ni manejar. Pero a otro plano ella se encuentra a merced de los que haga su
marido; sólo es un número perdido entre los miles y millones de personas
del Imperio.
Por eso, ella tendrá que rastrear y descubrir la voluntad divina en medio
de los condicionamientos y signos de la historia. El Dios que lleva en su
entraña no actúa en forma de milagro o de prodigio externo. Todo ha cam-
biado desde el mismo momento en que ella ha dicho "fiat" (Lc 1, 38), y sin
embargo todo sigue igual. Dios le ha confiado su más hondo secreto, ella
ha entonado el himno de la liberación mayor; anunciando, la caída de todo
potentado (cf. 1, 51-53); pero externamente hablando los potentados siguen
y ella tiene que obedecer, viniendo a Belén como una simple súbdita (so-
metida) del Imperio.
Esta es la paradoja del camino de liberación, el enigma del amor que
puede realizarse y se realiza en medio de circnstancias que parecen adver-
sas. Es evidente que María no protesta: no toma las armas para luchar con-
tra un imperio que no es de Dios; no se opone a su marido. Dios le ha ha-
blado y ella deja que lo siga haciendo en libertad, atenta a sus señales.
Pues bien, para el evangelio la más honda señal es el hecho de que a tra-
vés de este doble sometimiento (al Imperio y a José) María viene a dar a
luz a Belén, la ciudad de David, retomando de esa forma el signo de las
viejas profecías mesiánicas. El carácter histórico (material) del hecho pare-
ce difícil de fijar o precisar pero su sentido más profundo es evidente : nace
Jesús como auténtico David, nuevo pastor, en los establos del entorno de la
vieja ciudad del mesías (2, 1-7),
Dos son los datos que pueden y deben destacarse aquí en un plano o sen-
tido teológico más hondo. Pueden discutirse los detalles, pueden cambiarse
los matices, pero es evidente que el conjunto del relato ha venido a transmi-
tirse un misterio de liberación:
a) Nace Jesús como expulsado pues no hay sitio para él en la gran
casa o posada de los hombres ricos de la tierra. Su misma patria (Belén) le
ha rechazado. Como Madre que no tiene donde dar a luz vaga María a lo
largo y a lo ancho del suburbio de una ciudad que se solía llamar santa. To-

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das las madres que no tienen cada para alumbrar, todas las que llevan en su
seno un hijo no esperado (no querido) por los representante de esta dura so-
ciedad clasista, cerrada en su egoísmo, están simbolizadas por María. Jesús,
el hijo no aceptado, María, la madre que mendiga un poco de cobijo para
dar a luz y no consigue más que un pobre pesebre solitario de pastores, son
los signos más excelsos de Dios sobre la tierra.
b) Nace Jesús en un pesebre, fuera de la ciudad pero dentro del espa-
cio protegido que custodian los pastores en el campo. Así viene a desvelar-
se como auténtico heredero de las grandes esperanzas de David, el rey pas-
tor de Belén, que aparecía en las historias y los salmos de Israel como pro-
mesa de futura salvación para los hombres (los judíos).
De esa forma, a través de su doble sumisión, expulsada por los grandes de
este mundo, sin casa ni ciudad para ofrecerle al Hijo divino María viene a
presentarse como imagen paradójica de Dios para los hombres. Todos los
signos son paradójicos, pero quizá este más: Una mujer expulsada (o no
acogida) es la madre de Dios sobre la tierra: merodea a las afueras de la
ciudad sin amigo que quiera recibirla, como prófuga, exilada, sin que nadie
venga ya y la acoja; posiblemente sigue vagando en el entorno de nuestras
ciudades, acompañada de un varón a quien a veces solemos o podemos te-
ner miedo. Pero es una mujer que alumbra al niño como bendición y así lo
envuelve con cariño (los pañales simbolizan protección, cuidado) y lo colo-
ca sobre el mismo pesebre que utilizan los pastores, ofreciéndole así un
puesto sobre el mundo (2, 6-7).
Este es el "bautismo" del niño, esta su "inscripción" en los registros ofi-
ciales de este mundo. Nace Jesús fuera de las "leyes protectoras" del esta-
do: no vienen comadronas o doctores para protegerle o darle un baño; no
vienen, sacerdotes para así entonarle un rezo; no llegan los señores de la
tierra a ofrecerle su homenaje... Allí donde nadie le espera, donde parece
que nadie le necesita ha nacido Jesús. Esta es la paradoja. El imperio de
Roma le ha llamado a Belén, para olvidarla allí, en gesto de sometimiento
implacable. José, en cambio, se porta con ella como amigo bueno, apare-
ciendo de ahora en adelante como compañero (esposo) de María y padre
para el niño (cf. 2, 22-52).
Señora de todo es María (madre del Señor) y sin embargo viene a presen-
tarse a lo largo de la historia como madre sumisa y rechazada. Pues bien,
en medio de ese rechazo, ella ama a Jesús, recibe al niño y lo cuida. Este es
su gesto redentor, esta la más alta expresión de su fe. En el centro de la his-
toria humana (conforme al signo de Is 7, 14) vemos a una madre con el ni-
ño: ella es la mujer que da la vida, el signo supremo de la redención dentro
de un mundo que jugando a ser imperio (empadronamiento) no tiene ni si-
quiera un lugar para las madres que dan a luz, para los niños que nacen. Pa-
radójicamente, la escena podía haber terminado así (en Lc 2, 1-7), pero

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nuestro autor ha querido ensancharla, para ofrecer otro matiz de este miste-
rio. También aquí es secundario el rasgo externo de los hechos, que resul-
tan difíciles de fijar históricamente. Lo que importa es el sentido del relato,
que normalmente se suele llamar Adoración de los Pastores (Lc 2, 8-20).
Suponemos que se conoce bien su contenido o pedimos que se lea una vez
más, con gran cuidado. Entonces pueden destacarse quizá esto elementos:
a) La ciudad dormida. Nadie en la ciudad de Belén, signo del mun-
do, ha logrado comprender: han rechazado a la pareja pobre, no han queri-
do a la mujer encinita; de esa forma, sin quererlo (¡lo mismo que harán lue-
go los malditos de Mt 25, 31-46!) han rechazado a Dios, han negado sus
caminos sobre el mundo.
b) El Dios despierto. Duerme la ciudad israelita (mundana) sobre su
egoísmo, pero Dios vigila cuidadoso sobre los pobres y proscritos. Vigila
Dios y alienta, hace fiesta con los ángeles del cielo, como la piedad popular
ha sabido y contado desde antiguo. Este es el Dios de loa ángeles de gloria,
el Dios que en un momento de belleza abre la puerta de su cielo y deja que
escuchemos el canto de armonía gozosa de su vida.
c) Los pastores prontos. Vela el rebaño en las afueras de la ciudad y
sobre el campo. También ellos son medio "expulsados": los judíos piadosos
los toman como impuros, pues no pueden cumplir la ley entera con todas
sus purezas; los buenos ciudadanos desconfían de ellos, pues tampoco
aceptan bien la ley civil del mundo... Estos, los pastores perdidos de los
campos, son los únicos que escuchan en la noche la llamada de Dios y lue-
go ofrecen homenaje al Cristo del pesebre.
d) El Cristo Señor del pesebre. Esta es la señal que le ha dado el án-
gel de Dios: "encontrareis un niño, envuelto en pañales, tendido en un pe-
sebre" (2, 12). Este es su "niño", el Cristo que les pertenece, el Señor que
se ha hecho como ellos: por eso le encuentran en su sitio, recostado en un
pesebre, como pobre y querido pastor de los campos.
María, la madre, se encuentra desbordada y enriquecida por todos estos
signos. En medio del rechazo general, esta visita nocturna y amistosa de los
pobres pastores que vigilan los rebaños en el campo se convierte para ella
en la más alta de todas las posibles manifestaciones de Dios y de la vida.
Esperamos muchas veces las señales prodigiosas, los cambios espectacula-
res, la evidencia externa. Pues bien, Dios se devela de otra forma: en la pre-
sencia de unos simples pastores que llegan en la noche y ofrecen para el ni-
ño sus más sencillos dones.
Dando a luz a Jesús mientras parece abandonada sobre el campo, María
ha sido objeto del signo religioso más profundo: han venido unos pastores,
le han ofrecido sus regalos, su asistencia. No necesita más: no le hace falta
la protección del rey, la plegaria de los sacerdotes, la custodia de la poli-
cía... Tiene a los pastores, cuenta con los pobres. Entre ellos le ha puesto el

31
camino de Jesús; con ellos debe recorrerlo en adelante.
Al llegar a este lugar el texto se detiene, deja los hechos exteriores y nos
introduce en la intimidad de una persona, nos lleva hasta el mismo corazón
de María. Antes ella había preguntado a Dios y respondido, poniéndose en
sus manos (Lc 1, 26-38): había cantado la grandeza del Señor (Lc 1, 46-55)
para abandonarse luego en manos de Dios y de los hombres (Lc 2, 1-18).
De pronto ella se para, vuelve sobre sí y lo piensa, piensa todo aquello que
le sobreviene:
María conservaba todas esta cosas meditándolas en su corazón (Lc 2,
19)
Pasan muchas veces las cosas y se pierden, como en vértigo infinito, co-
mo un proceso despiadado y ciego de fortuna. Pues bien, María las detiene:
la voz de Dios ha suscitado en ella un remanso (un mar inmenso) de inte-
rioridad y allí deja que las cosas lleguen, se conserven.
Ha dicho que sí, se ha puesto en manos de las vida de Dios (cf. 1, 38) y
ahora parece que las olas de esa vida le sacuden, le desbordan. No es así:
sacuden, pero no desbordan; envuelven pero no destruyen. Ella deja que
esas olas de Dios vayan adentrándose en su vida, de manera que así viene a
convertirse en receptáculo sagrado, libro vivo en que se inscriben los miste-
rios de la historia salvadora.
No hay liberación sin pensamiento; no hay pensamiento sin felicidad a las
cosas que suceden y nos sobrevienen. María había consentido a todo (con
su fiat), pero ahora tiene que ir descubriendo el sentido de ese todo. Dios
no la desea ciega y muda, como muerta. La quiere persona responsable; por
eso, dentro del camino de la maternidad de María resulta imprescindible es-
te momento de acogida interior, de pensamiento.
Porque se trata de un verdadero pensamiento, pues María "meditaba" o
(comparaba: symballousa) estas cosas en su corazón, que es el lugar del
más hondo razonar humano. Dios le ha dado todo, pero ella tiene que aco-
gerlo, compararlo y recrearlo con su pensamiento. Parecía persona someti-
da (sumisa al marido y al imperio), ahora vemos que ella actúa como una
mujer pensante. Es la única que sabe por dentro lo que pasa: nada conocen
los grandes del imperio o los dormidos de Belén; poco sabe José, menos los
pastora... Pero en realidad un conocimiento verdadero y propio, reflexivo y
personal, sólo lo encontramos en María.
Ella es la interioridad del mundo convertida en pensamiento. Sólo así,
porque acoge y piensa, porque quiere conocer y conoce puede presentarse
como colaboradora de Dios, liberadora de los hombres. Cuando más tarde
se ha dicho (quizá en otro sentido) que la mujer en la Iglesia calle, que no
piense (cf. 1 Cor 13, 33-34), se utiliza un argumento que es contrario al que
se aplica aquí a María. Conforme a esta palabra de Lc 2, 19 (reasumida en

32
2, 51), ella es dentro de la Iglesia la única persona que ha sabido pensar so-
bre el Nacimiento de Cristo, la única que puede hablar humanamente del
misterio.
Por ser mujer pensante, María puede convertirse en mujer liberadora: no
se limita a repetir, diciendo siempre las mismas cosas; tampoco está pasiva,
dejando que los temas y problemas se resuelvan desde fuera. Ella dialoga
con Dios y, poniéndose al servicio de su encarnación sobre la tierra, se de-
tiene ante el misterio y piensa. No es un puro cuerpo; no es cosa que se
emplea y que después se deja. Ella es persona; por eso se alza ante el mis-
terio de Dios y razona, buscando las mejores consecuencias, los caminos
más perfectos dentro del proceso de liberación en que está comprometida.
B) Mujer digna de fe, madre perseguida (Mt 1-2)
Parece que damos un paso atrás: María había aparecido en Lc como amiga
íntima de Dios (1, 26-38), transmisora de la gran palabra de liberación (1,
46-55) y persona que decide, tiene vida interna y piensa (2, 19-51). De
pronto, al pasar a Mt, la encontramos silenciosa: parece clausurarse en un
ámbito judío donde, conforma a la sentencia recogida en 1 Cor 13, 33-34,
la mujer ha de ser simple sumisión, ella no piensa.
En un determinado nivel esa impresión es cierta. Dentro de Mt María apa-
rece silenciosa. Ella está ahí, es importante; pero el protagonista de la esce-
na, el dueño de la palabra, el verdadero interlocutor de Dios es José, varón
justo, buen israelita (cf. Mt 1, 19-20). Todas estas cosas resultan conocidas
y, por tanto, no hace falta repetirlas. Quien tenga alguna duda lea atenta-
mente los pasajes de Mt 1-2 y vaya subrayando lo que es propio de José y
lo propio de María en el transcurso de esa historia salvadora.
Sin embargo, una vez que eso ha quedado claro, y fijada ya la provenien-
cia judía (judeo-cristiana) del relato, podemos admirar mejor algunos de
sus rasgos, descubriendo la importancia de María. Así lo haremos en rela-
ción con la fe de José, la adoración de los Magos y la huida a Egipto.
Empecemos por la fe de José. Para Lc 1-2 la creyente era María, como ha
indicado Isabel de forma expresa (cf. Lc 1, 45). Ahora el creyente es José,
pero dentro del contenido de su misma fe se inscribe ya la obra de Dios en
maría. Como varón justo, hijo de David y buen israelita, José no está lla-
mado a aceptar sólo la acción de Dios que "crea de la nada y resucita a los
vivientes", como ha dicho de forma lapidaria Pablo en Rm 4, 17. El conte-
nido de su fe se amplía, conforme a la palabra del ángel hermeneuta (o re-
velador) que le habla en medio de la noche:
- no tengas miedo en recibir a María como esposa
- pues lo que en ella ha sido engendrado proviene del Espíritu Santo;
- dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, pues él salvará a
su pueblo de sus pecados (Mt 1, 20-21)

33
Esta es una verdadera confesión de fe cristiana, complementaria de aque-
lla que hallamos en Rm 4, 24: "creemos en aquel (Dios) que ha resucitado a
Jesús de entre los muertos". En nuestro caso, José (y con él los israelitas y
todos los cristianos) estamos invitados a recibir a María, es decir, a descu-
brirla como mediación salvadora. Por eso, nuestra fe tiene dos artículos que
son complementarios:
a) Creemos en Dios que hace nacer a Jesús de María (por el Espíritu
Santo);
b) y creemos en Jesús, el nacido de María (que ha de salvarnos de
nuestros pecados)
La figura y acción de María ha quedado así integrada en el misterio de la
salvación. Ya no creemos simplemente como ella, en la línea de su diálogo
amistoso con Dios, según mostraba Lc. Ahora creemos también en aquello
que Dios ha realizado en ella o por ella; su gesto de fidelidad liberadora ha
quedado integrado en el misterio de amor de los cristianos. Por eso, expul-
sar de nuestra fe a María como mentirosa, engañadora, sería destruir la base
de nuestra identidad creyente.
Ella pertenece al misterio del amor. Por eso no se dice lo que ha hecho;
cómo ha dialogado con Dios, cómo ha dejado que la vida divina penetrara
en lo más hondo de su vida humana. Esas cosas pertenecen al silencio res-
petuoso de las relaciones personales de María con Dios, el amor que fun-
damenta y da sentido a su existencia. Pero, una vez que ha alumbrado a Je-
sús, Dios con nosotros (Mt 1, 22-23), la acción y la persona de María forma
parte del misterio público de fe de los cristianos: ellos creen en Dios acep-
tando lo que el mismo Dios ha realizado en ella.
A José, el buen judío, hecho signo de todos lo creyentes cristianos poste-
riores, se le pide lo más grande que jamás pueda pedirse a hombre ninguno:
que acepte, acoja y cuide la obra que Dios ha realizado en la mujer, María.
Frente al varón dominador que sospecha de la esposa y la utiliza, frente al
hombre que pretende "conquistar" a las mujeres y tomarlas como territorio
sometido, viene aquí a elevarse la más alta voz de Dios (del ángel) pidien-
do al varón José que respete a la mujer María, aceptando así lo que Dios
realiza en ella.
No se podría haber dicho de forma más fuerte y más bella. En el principio
de la historia de la liberación está la fe del buen varón en la mujer. De esa
forma se ha invertido la tendencia antigua, reflejada casi siempre en la sos-
pecha del varón frente a su esposa (y frente a todas las mujeres). Es eviden-
te que el varón José ha cambiado (se ha convertido) ante María; pero es
también evidente que María es ya distinta. No es una mujer cualquiera, so-
metida a la espiral de las violencias del deseo del varón. Ella es mujer libre
de verdad, es la mujer-persona que ha recibido la gracia (la fecundidad) de
Dios en su existencia y de esa forma puede presentarse como digna de fe

34
para el varón.
Cuando llegamos así al fondo del misterio de la Navidad descubrimos que
el nacimiento del Niño Dios es misterio de fe. Tuvo que creer y que aceptar
María (cf. Lc 1, 26-38); ahora tiene que aceptar José, el varón, convirtién-
dose del todo en un creyente. La fe en Dios viene a expresarse para él como
fe en su esposa. Solo así puede celebrar la Navidad.
Demos un paso más, vengamos al relato de los Magos (Mt 2, 1-2). Ellos
son signo de los sabios, de los hombres religiosos del Oriente que, según la
tradición constante de la antigüedad, iban buscando a Dios en las estrellas.
Pues bien, sólo estos sabios paganos, ávidos de Dios y heterodoxos, han si-
do capaces de acoger la señal de la mujer, siguiendo el ejemplo de José: só-
lo ellos (y no los escribas, reyes o sacerdotes judíos) han visto y venerado
la presencia de Dios en la pequeñez del niño con María.
Este es para Mateo el signo primordial de la presencia de Dios, conforme
a la palabra de la vieja profecía, ahora actualizada. Rueda el mundo, hacen
guerra los reyes, se angustian o vagan los hombres más fuertes. En medio
de todo:
- Una doncella (virgen) concebirá
- y dará a luz un hijo
- y le pondrán por nombre Emmanuel (Mt 1, 23; cita de Is 7, 14)
Esta es la señal, la garantía de que Dios existe y se expresa de forma sal-
vadora: en la débil mujer que concibe, en el frágil niño que nace se hace
Dios presente (= es Emmanuel) entre los hombres. Buscaban los magos se-
ñales del alto, prodigios de cielo, camino de estrellas. Toda la sabiduría y
magia del oriente, fértil en poderes e invenciones, les guiaba a lo largo de
una senda abierta hacia las cuatro direcciones de la tierra. Vagaban sin des-
canso, buscaban, se perdían. Pues bien, en un momento dado, después de
recorrer larga jornada en Israel y de escuchar la profecía de Belén (Mt 2,
6), se dirigen hacia allí guiados por la estrella de su magia y su sabiduría,
posada al fin sobre la casa donde estaba ella:
Y vieron al niño
con María, su madre,
y postrándose le adoraron (Mt 2, 11)
Han venido desde oriente buscando lo inaudito, lo que nunca se ha visto
ni pensado. Han llegado recorriendo los caminos de los grandes palacios y
templos de la tierra para descubrir al fin lo más sencillo, aquello que podían
haber visto y venerado en su lugar de origen: un niño con su madre. Esta es
la paradoja de Dios, esta la poesía verdadera y más profunda de la historia:
después de mil investigaciones venimos a llegar a lo más simple; aprender
a ver un niño con su madre, este es el culmen, es la meta de las iniciaciones
sabias de la tierra.

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Parece que la madre está pasiva: no hace nada; silenciosa y muda espera
en la casa que ella misma es para el niño. Sin embargo, si miramos mejor,
como en el caso previo de la fe de José (Mt 1, 18-25), descubrimos que en
su aparente inactividad es muy activa. Los sabios vienen buscando de lejos
lo que ella ya tiene: al niño que es Hijo, mesías de Dios en la tierra. Por
eso, los sabios encuentran al niño con ella; no lo encuentran solo, perdido
sobre el campo (alimentado por los animales como en las antiguas fábulas
de Rómulo y Remo); no lo encuentran separado de todos, sabio y prodigio-
so, capaz de vivir y triunfar por sí mismo, como en tantos mitos de oriente
y occidente... Lo encuentran como niño-niño en brazos de su madre, infante
(= incapaz de hablar aún) y sometido a todos los poderes de la tierra.
Parece inactiva la madre y sin embargo es la fuente de actividad y vida
para el niño: ella el acoge, le acuna, le da su alimento, le duerme y despier-
ta, le limpia, acaricia, le lleva... En otras palabras, el niño no existe, no vive
sin ella. Pues bien, en este niño indefenso, impotente, en brazos de su ma-
dre descubren los magos la gloria y poder de Dios sobre la tierra. María, la
mujer, pertenece por tanto al misterio del Dios que nace como niño sobre el
mundo. Sin ella no podría existir entre nosotros.
Los magos han venido de la raya extrema de la tierra para descubrir aque-
llo que podían haber hallado en casa. Esto es lo que sucede casi siempre:
nos negamos a ver lo que está cerca y sólo a través de un largo camino lo
entendemos. Pero, miradas las cosas en otra perspectiva, ellos descubrieron
algo nuevo: todos los niños con madre son signo de Dios porque este niño
especial es la presencia plena de Dios sobre la tierra: por eso, su madre,
siendo como todas, es única en la historia, es la madre del Hijo de Dios.
Aquí se inscribe la gran paradoja, con sus tres actores principales (de José
no se habla en este caso):
a) El niño: Siendo presencia de Dios (Dios mismo) es un ser amena-
zado que necesita para vivir del cuidado constante de los otros. Desde aho-
ra en adelante todo ser humano perseguido, enfermo, cautivado, hambrien-
to o exilado (cf. Mt 25, 31-46) será signo, humanidad de Dios sobre la tie-
rra.
b) Este niño tiene madre, alguien que le ayuda. Es evidente que ella
cumple obra de Dios cuidando al niño (dando de comer al hambriento, visi-
tando y cuidando al exilado etc.). Esta es toda su tarea, esta es su fortuna:
ella recibe, acuna y engrandece a Dios dando cariño y ofreciendo especio
de existencia al más pequeño de la tierra.
c) Los magos, en fin, son los que aprenden. Esllso representan el or-
den de los sabios (los mas sabios) del oriente que han buscado por siglos el
secreto de Dios sobre la tierra. Su larga peregrinación ha terminado: han
aprendido por fin la lección y depositan lo que tienen, lo que saben (sus
dones reales de oro, incienso y mirra) ante ese niño.

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Quizá pudiéramos dar un paso más y, siguiendo una tradición larga de la
Iglesia, definir a estos sabios como reyes, es decir, representantes del poder
del mundo. En ese caso el gesto de su sabiduría (conversión) habría consis-
tido en transformar sus dones (riquezas y poderes de la tierra) en servicio
de vida para el niño con la madre.
Esta es la inversión liberadora que está al fondo de la escena. Sabios y
reyes (poder ideológico y político) acostumbran a cerrarse sobre sí, bus-
cando su propio bien y esclavizando a los demás en nombre de dios (o por
alguna razón o ley de estado). Construir un mundo donde sabiduría y polí-
tica, riqueza y ciencia, se pongan al servicio del niño con la madre, para
ayuda de la vida más pequeña e indefensa esta es la lección mas honda de
la escena.
Reyes y sabios tienen que aprender aquello que la madre (la buena madre
que es María) ya sabe desde siempre: lo más importante del mundo es el
niño indefenso; la grandeza de Dios está escondida en lo pequeño; por eso,
acoger, educar (potenciar, liberar) al niño e indefenso es obra de Dios sobre
la tierra. Cuando esto suceda, cuando se inviertan y pongan al servicio del
niño (indefenso, cautivo, exilado) los bienes, poderes y ciencias del mundo
el mismo Dios vendrá a expresarse entre los hombres y será ya Navidad
eterna.
Pero esto no sucede de ordinario. Los magos vienen del oriente y mar-
chan, como aparición de esperanza, sobre un mundo dominado por malos
sacerdotes y reyes envidiosos que sólo quieren mantener su poder a costa
(por encima) de los otros. Así lo indica la confirmación de la escena (Mt 2,
13-21) que aquí solo queremos presentar de forma esquemática. Supone-
mos conocido el texto, con sus varios elementos: huida a Egipto (2, 13-15),
muerte de los inocentes (2, 19-23), Es muy posible que tampoco ahora de-
bamos insistir en la literalidad histórica (pasada) de los hechos. Sólo así
descubriremos mejor su verdad histórica actual, su vigencia permanente.
Es difícil que alguien pudiera haber escrito cosas más bellamente duras y
sangrantes. Ellas son como el espejo de nuestra historia asesina, que avanza
sobre cadáveres de niños sacrificados, de inocentes fugitivos, de varones y
mujeres que vagan en busca de patria. Quien quiera precisar los detalles del
texto que busque y que lea un buen comentario a Mateo. Aquí sólo pode-
mos destacar aquellos rasgos que resultan significativos en nuestro contex-
to, conforme al esquema que ofrecemos:
a) El rey miedoso: Parece que lo puede todo, así le llaman Herodes el
Grande: y sin embargo será atrapado entre las mallas de su envidia y miedo
que le vuelven impotente y violento. Para asegurarse su reino tiene que ma-
tar a todos los posibles competidores, sentándose en un trono de sangre.
b) Dios salvador. Deja que Herodes se imponga con armas de muer-
te: parece escondido, incapaz de actuar, pero el mismo es quien guía todo

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lo que existe: así protege al niño y a su madre, guiando su camino en medio
de las pruebas y peligros de la historia.
c) Los inocentes. Mueren en lugar de Jesús y parece que su sacrificio
es inútil, resulta equivocado. Ellos son el signo de todos los niños (cauti-
vos, oprimidos, marginados) que el sistema expulsa y mata para mantener-
se. Son signo de Jesús, presencia de Dios sobre la tierra, su muerte es prin-
cipio de salvación para la historia.
d) Jesús, el Niño. Herodes quiere matarle, pero no puede hacerlo
pues Dios mismo guía su camino, le libera. Mueren los niños en su lugar,
perecen los millones de inocentes, pero él no les olvida ni abandona: crece-
rá para anunciarles luego el reino, para morir después por todos ellos y
ofrecerles la gloria de su pascua.
e) La Madre comparte la suerte del niño, vive para él, con él asume
los peligros de la huida y el exilio. Sigue pareciendo pasiva (se le dice a Jo-
sé "toma al niño y a su madre", cf. Mt 2, 14. 20) y, sin embargo, en el fon-
do de su pasividad ella es la más activa: cuida, protege, educa al niño en
medio de las persecuciones y el exilio.
f) José vuelve a realizar, en medio de la persecución, aquella misma
tarea de fe que habíamos hallado, en 1, 18-25: cree en María, acoge, dirige,
libera a la madre con el niño, poniéndose al servicio de eso que pudiéramos
llamar el Dios fugitivo, expulsado, exilado, cautivo.
No se podían haber dicho las cosas de manera más bella, más hiriente y
verdadera. Jesús nace sobre un mundo de envidias, violencias y opresiones:
evidentemente asume la suerte de los perseguidos y exilados; como un
simple ilegal, como un peligroso "indocumentado", tiene que huir ya este
niño. Su madre ha cometido el gran "delito" de dar a luz a un hijo que pue-
de ser liberador; pues bien, ella persiste en el delito, esconde y cuida al in-
fante peligroso, por encima (en contra) de la ley de estado que refleja o re-
presenta Herodes. No están solos: hijo y madre cuentan con la ayuda de un
varón amigo, del fuerte Jesús que les guía escondidos a Egipto y que des-
pués les vuelve con prudencia al pueblo (Nazaret).
Esta es la función liberadora de María: ella cree en el hijo, lo acoge y lo
educa a pesar (en contra) de la ley de estado. Así cumple la razón suprema:
el cuidado de la vida amenazada. Allí donde parece que Dios calla y sólo
hablan los poderes de la tierra (los intereses de Herodes, sus soldados ase-
sinos), ella escucha en el niño perseguido la más alta voz de Dios. Para
ofrecer vida al pequeño vive ella; por cuidarle está dispuesta a caminar fue-
ra de ley hacia el exilio.
Aquí resulta primordial la figura de José, el varón amigo, el verdadero es-
poso y padre. Cree en María, no la deja; quiere al niño, no le niega ni aban-
dona; con ellos y por ellos recorre amenazado, fugitivo, los caminos del

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destierro. Precisamente ahí, en las noches de persecución, en el miedo del
exilio, va gestándose la historia de la nueva humanidad.
No escriben esa historia los potentes triunfadores, los Herodes astutos y
envidiosos, apoyados en la fuerza de las armas y el dinero: ellos terminan,
destruidos por la misma espiral de la violencia, que han venido a suscitar
con su egoísmo. Los fugitivos (José, María, el niño) logran en cambio, per-
durar, creando un mundo nuevo. En esa escuela de persecuciones creció Je-
sús, compartiendo así la suerte de los hebreos oprimidos en Egipto (cf. Mt
2, 15); en esa escuela pudo entender e interpretar por dentro nuestra histo-
ria.
Pero no estuvo solo. Le acompañó María, madre, que miró el amor al niño
abandonado (el menor carente) como ley suprema de Dios sobre la tierra; le
acompañó también Jesús, varón distinto, liberado, que supo descubrir en la
mujer y el niño los valores supremos de la vida, por encima del poder opre-
sor y la violencia.
Estas escenas (Mt 2) ofrecen una fuerte parábola, son como un espejo
donde viene a reflejarse toda nuestra historia. Podríamos hallar algunos pa-
ralelos de preciosas, antiguas tradiciones (infancia de Edipo, muerte de An-
tígona), pero es evidente que quiere que evoquemos aquí el signo de Moi-
sés, liberador de sus hermanos, sobrevive Jesús, vence el peligro, con la
ayuda de sus liberadores (comparar Mt 1-2 con Ex 1-2).
Es valiosa la comparación pero hay una diferencia. A Moisés le salvan só-
lo las mujeres (madre, hermana, hija del faraón), como si en un mundo de
varones asesinos e impotentes sólo pudieran ofrecer futuro de existencia
esas mujeres. Jesús, en cambio, obtiene la ayuda de un varón y una mujer:
la madre María le protege, nunca le abandona (en contra de la madre de
Moisés); con ella colabora José, el esposo bueno y emprendedor. De esa
forma, en la misma clave de la escena hallamos la más honda justificación
de los varones: frente a Herodes, el violento y asesino, está José, el hombre
de paz, el liberador arriesgado, que pone su vida al servicio de la vida de la
madre María y de su hijo mesiánico.
C) Aplicación. Perseguidos y redentores
Puede ser breve, pues ya hemos recorrido de manera suficiente los moti-
vos principales. Lc 2, 1-21 destacaba el aspecto de la madre no acogida,
indeseada: no la recibían en Belén los buenos ciudadanos; por eso daba a
luz en un establo, acompañada por Jesús y honrada por pastores. Mt 2 acen-
tuaba, de forma convergente, el tema de la madre perseguida: no sólo no
acogen a su hijo sino que le desean matar con gran violencia; por eso, ayu-
dada por José, sosteniendo al hijo amenazado, ella tiene que escapar a
Egipto donde vive como refugiada peligrosa, como fugitiva.
Estas historias han sido evocadas de mil formas por la piedad popular de

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todos los tiempos, desde los apócrifos de la infancia (de los siglos II-V d.
de C.), que añaden rasgos novelescos y curiosos a los hechos, hasta los
cuadro y cantos de tiempos más recientes que nos ayudan a descubrir en los
tres fugitivos divinos el sentido (drama) más hondo de la historia.
En esa línea queremos seguir, destacando con algunos elementos nuevos
la más fuerte actualidad del tema. Es posible que la exégesis llamada cientí-
fica o más crítica (preocupada por cuestiones de filología y mito) termine
no entendiendo el valor permanente de los textos estudiados. Por eso que-
remos resaltarlo.
Creer en la mujer, ese es el primero de los motivos apuntados en Mt 1,
18-25. No tomarla como objeto de dominio, como foco de sospecha. Creer
en ella y aceptarla como capaz de dialogar con Dios (como realidad autó-
noma, persona), esa es una tarea primordial de los varones (representados
por José). No hay liberación humana sin respeto a la persona y de manera
especial a la mujer.
Dios en el suburbio, es decir, fuera de las estructuras de seguridad de la
ciudad: ese es el tema de Lc 2, 1-21. Vamos creando entramados de fuerza,
vamos buscando espacios de protección donde sólo cabemos "nosotros" los
fuertes. Pues bien, fuera del sistema, en el lugar donde acampan como pue-
den los más pobres, en la tierra exterior de los cautivos, nace y llora Dios
en nuestra tierra. Quien no sepa caminar por el suburbio, quien no duerma
de algún modo a campo abierto (como los pastores) no podrá encontrar a
Dios en nuestra historia.
El Dios fugitivo, perseguido es tema principal de Mt 2, 13-23. Es un Dios
que se halla siempre en las cercanías de la cárcel. No matan a Dios en nues-
tro texto, pero matan a sus representantes (los niños inocentes). No encar-
celan a Dios, pero le buscan, le obligan a escaparse. Se dirá que el no es
culpable (ni son culpables María y José); pero son millones los varones y
mujeres, los niños y mayores de esta tierra que no tienen más culpa que el
haber nacido en una determinada estructura social, en unas condiciones cul-
turales o raciales que les hacen diferentes de los otros.
Entre los fugitivos, perseguidos y amenazados ha crecido Jesús, en las
fronteras de eso que pudiéramos llamar el mundo de cárcel. Allí tenemos
que buscarle y encontrarle los devotos de María, la Virgen fugitiva y perse-
guida.
El nacimiento de Dios es misterio de gozo y de gloria, de cantos que lle-
nan de paz nuestra tierra. Pero, al mismo tiempo, es crisis humana y mo-
mento muy fuerte de llanto: para compartir el sufrimiento humano ha naci-
do Jesús; allí donde ese sufrimiento y cautiverio es grande le encontramos,
con María su Madre y con José, el esposo bueno.
El mismo Jesús niño participó con su Madre y con José del sufrimiento de

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los exilados y prófugos, conforme a esta visión de Mt 2. Allí le siguen bus-
cando las Mercedarias de Bérriz, actualizando su Cuarto Voto redentor:
Somos conscientes de muchas esclavitudes que oscurecen a los seres
humanos y a los pueblos su vocación en Cristo, como la increencia,
el subdesarrollo, la opresión, el materialismo. Ante ellas se nos pre-
senta con nueva fuerza la llamada de Cristo a su seguimiento en la
totalidad de la historia, tal como nos la propone el Evangelio (Cons-
tituciones Mercedarias de Bérriz 1981, 54)
Desde este fondo pueden entenderse las palabras finales del Mensaje del
Capítulo de la Orden en 1992, celebrado en México. La Madre de la Mer-
ced se ha presentado otra vez como "cautiva": ella sigue caminando con los
exilados del mundo, sigue sufriendo con los oprimidos, como lo hizo en el
tiempo de su historia, huyendo dela persecución. Por eso, ella ofrece un
mensaje muy actual.
En circunstancias semejantes (cercanas a las de los cautivos del siglo
XIII) se encontraba Juan Diego en 1531, llevando en su entraña el
dolor de todo un pueblo amenazado: crecía la muerte, aumentaba el
dolor, no existía respuesta a tantos males; pues bien, la reina de los
Cielos le ofreció su ayuda, diciendo que ella misma (la Madre de Je-
sús) era la madre y protectora de todos los sufrientes de la tierra; esta
palabra de vida, expresada de algún modo en el precioso icono de la
Virgen de Guadalupe, ofreció un camino de consuelo y fraternidad,
de justicia y esperanza, a los pobres de México y de toda América
Latina (Mensaje del Capítulo General de la Orden de la Merced,
México 1992, 74)
Caminaba la Madre con el Cristo perseguido, protegiéndole en las duras
jornadas del exilio. Ella sigue caminando todavía con sus hijos oprimidos:
acompaña sobre el mundo, en los dolores del destierro y cautiverio, a los
millones y millones de nuevos marginados, perseguidos y humillados de la
tierra. Por eso le seguimos llamando Madre de Merced, de misericordia he-
cha cercanía redentora entre los hombres.

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4. DOLOR DE DIOS. LA ESPADA DE MARÍA (Lc 2, 22-23)
Ha existido ya dolor de rechazo y exilio en los textos anteriores (Lc
2, 1-7 y Mt 2, 13-23). Pero sólo ahora, cuando Jesús se sitúa ante los
ritos de Purificación del judaísmo (Lc 2, 22-38), el dolor se hace más
fuerte, y llena el conjunto de la escena.
Jesús no sufre todavía de un modo consciente, pero padece su madre
por él, viniendo a introducirle en un contexto de esperanza conflicti-
va y sacrificios. Aquí se elevan las figuras dolientes de Israel (Si-
meón y Ana), aquí penetra la espada de dolor en las entrañas de Ma-
ría.
El texto nos sitúa en el centro de la conflictividad religiosa y la espe-
ranza de los hombres. En un primer momento puede resultar extraño
pero, si lo vemos con cuidado, acaba siendo transparente, luminoso.
A) Israel, la esperanza sufriente (Lc 2, 22-32)
Conforme a la ley de Israel y sometido a su exigencia, impositiva (cf. Gal
4, 4), Jesús ha sido circuncidado (Lc 2, 21). Pero la ley sigue y pide más,
como ha indicado cuidadosamente el texto: "cuando llegaron los días de la
purificación de ellos (katharismou autón) llevaron al niño a Jerusalén, para
presentarlo ante el Señor" (Lc 2, 22). Suele decirse que este pasaje resulta
equivocado o es ambiguo, pues la ley sólo habla de la purificación de la
mujer tras el parto, mientras que aquí se habla de purificación de ellos (de
la madre y el hijo). Pienso, sin embargo, que el lenguaje de Lucas es exac-
to, pues incluye bajo el mismo término de purificación (katharismos) dos
gestos convergentes:
a) Hay una purificación de la madre que, conforme a la ley de Lv
12, 1-8, había quedado impura por la "sangre" del parto. Pasado el tiempo
de "peligro" (cuarenta días por el niño, ochenta por la niña), ella debía pre-
sentarse ante el Señor, ofreciendo un sacrificio (de cordero o de pichones).
Sólo así, en dolor de sangre, ratificaba la madre su maternidad sangrienta y
presentaba ante Dios el propio sacrificio de su vida. Esto era ser madre: ha-
bitar siempre en la vecindad de un dolor fecundo, ser capaz de dar la propia
sangre por (con) el hijo.
b) Hay también una purificación del primogénito varón que, con-
forme a ley antigua (cf. Ex 13, 1-2. 11-16), pertenece en exclusiva a Dios,
es santo. Por eso, para que pueda vivir de una manera normal sobre la tierra
hay que "rescatarlo", ofreciendo en su lugar un sacrificio (cf. Gn 22). Como
primogénito que "abre la matriz" de vida de María (Lc 2, 23; Ex 13, 2), Je-
sús es santo, pertenece a Dios; por eso hay que ofrecerlo ante sus manos
divinas, en gesto sacrificial.
Así se han vinculado las dos normas sacrales: la purificación de María

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que presenta a Dios su maternidad sangrante; y la purificación de Jesús a
quien ofrecen ante Dios como primogénito y varón que le pertenece. Es
evidente que estos ritos tenían su sentido antiguo que ya ha sido superado.
Pero Lc piensa que ambos se han cumplido de manera plena en Cristo y en
María. Por eso los vincula y los presenta como parte esencial del nacimien-
to salvador de Dios.
Nace Dios e iniciando su andadura humana cumple (ratifica y supera) los
antiguos ritos de la sangre: sacrifican en su honor (en su lugar) unas tórto-
las que han sido preparadas (compradas) para ello, para señalar de esa ma-
nera que su misma vida humana ha de entenderse como ofrenda que se ele-
va al Dios de vida; también su madre ofrece con él (por él) el signo de la
sangre que ella ha derramado por su alumbramiento.
Parece que estamos inmersos en un mundo extraño, de signos distintos,
muy lejanos a los nuestros. Sin embargo, lo que vino a decirse desde el
fondo de esos gestos sigue siendo plenamente actual, como indicaremos
trazando un breve esquema:
a) Es donación de vida (sacrificio creador) la maternidad. También
el padre interviene, pero de otra forma: no derrama su sangre, no sufre do-
lores de parto, no arriesga su vida. La maternidad sitúa a la mujer en el es-
pacio de eso que pudiéramos llamar el riesgo paterno de Dios. Por eso es
lógico que haya una purificación especial de agradecimiento y miedo reve-
rente por ella.
b) Es riesgo creador la vida humana (y de un modo especial la del
primogénito varón en el contexto social antiguo). Por eso es lógico que se
haga una ofrenda especial por el niño que nace, vinculándole al misterio de
Dios y de su vida.
Madre y niño aparecen de esa forma entrelazados en un mismo gesto de
doble purificación u ofrenda. El texto sabe que José se encuentra allí, pero
José como varón (símbolo paterno) sólo tiene y cumple un papel secunda-
rio. Los protagonistas de la escena, como privilegiados de Dios, como
signo dual de su misterio son la madre y el niño. Al servicio de esa vida
materno/filial como protector y garante de la fértil fragilidad del niño y de
la madre, aparece José en toda la escena. Este es su servicio liberador, esta
su tarea en el más duro momento de la vida.
Pero el texto deja a un lado a José y enfoca la atención hacia un anciano
llamado Simeón (cf. Lc 2, 25-32). Por su forma de habitar en el templo y
bendecir (cf. 2, 27-28) parece un sacerdote, por el modo de acoger la pala-
bra del Espíritu Santo, esperando al mesías de Dios (cf. 2, 25-26) parece un
profeta.
Parece profeta. semeja sacerdote, pero el texto no ha creído necesario pre-
cisarlo y le presenta simplemente como anthropos, un israelita justo y pia-

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doso, que mantiene y despliega su vida en actitud de esperanza mesiánica.
No tiene más tarea que aguardar la llegada del Cristo, esperar es toda su
existencia (2, 26).
María y el niño han asumido según ley los sacrificios de la sangre (2, 27).
Simeón vive tan sólo para desplegar el sacrificio de su esperanza. Nada le
mantiene atado al mundo viejo; no tiene nada que defender, ni ley que
cumplir, su patrimonio social o familiar que mantener. Es el verdadero is-
raelita a quien sostiene sólo en vida la esperanza.
Es evidente que un hombre como este (de quien no hace falta decir ni si-
quiera que es anciano) lleva en sí toda la ancianidad de la ley, toda la histo-
ria de Israel y de los hombres. Por eso sabe ver: allí donde los otros sólo
miran la escena familiar de un niño pobre llevado al santuario por sus pa-
dres él sabe contemplar por el Espíritu al Cristo de Dios. Lo toma en sus
brazos y canta la más bella canción de despedida:
Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz...,
porque han visto mis ojos tu Salvación,
luz para revelación de los gentiles
y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32)
Como indicamos, esta es la más bella canción de despedida creadora. Es-
te hombre que dice a Dios que quiere (puede) ya morir es el auténtico Is-
rael: ha cumplido su tarea de vigía mesiánico en la tierra, ha mantenido por
siglos (milenio) la esperanza y ahora ha visto y ha palpado: como pueblo
materno acoge y bendice al niño en sus manos. No podía haberse presenta-
do de manera más hermosa el verdadero final israelita.
Todo final es una muerte y Simeón es hombre que sabe (esta dispuesto a)
morir. Por eso, su canto de bendición de Dios con el niño en los brazos es
una especie de sacrificio: está dispuesto a morir él con todo lo suyo, con
todo lo que ha hecho y ha sentido a lo largo de los siglos el pueblo israelita.
Con él termina el templo, se han cumplido ya todos los ritos; ahora sólo
queda el nuevo porvenir del Cristo.
Sabe morir tras una vida cargada de esperanza: deja todo, absolutamente
todo, para que se eleve así la luz mesiánica (universal) del Cristo: esta es la
palabra y canto, esta la actitud de Simeón. Parece hermosa, pero es eviden-
te que no todos los judíos están dispuestos a compartirla, identificando co-
mo aquí se hace la luz de los gentiles con la gloria del pueblo de Israel (2,
32).
Lo que así muere no es sólo Simeón; muere una forma de entender el
pueblo israelita; acaba un tipo de templo, una manera de vivir la historia y
nacionalidad judía, tal como lo irá mostrando luego toda la obra de Lucas
(Lc y Hch). De esa manera, la venida de Jesús se inscribe dentro de una
gran crisis de muerte y nuevo nacimiento. Para que el camino de Jesús se

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expanda y triunfe (en plano universal) tiene que morir Simeón (un modo de
entender y de asumir el pueblo israelita). Es evidente que no todos los ju-
díos estarán dispuestos a sentir y morir de esa manera. Por eso, al vincular-
se al nuevo niño mesiánico, María misma viene a quedar dentro de la gran
crisis.
Ahora reciben su sentido los gestos sacrificiales anteriores, tanto la purifi-
cación de Jesús (su modo de ofrecerse a Dios) como la purificación de Ma-
ría (su manera de acompañarle como madre). Esos rasgos aparecen aquí
sólo esbozados. Para entenderlos plenamente debemos pasar al momento
siguiente de la escena.
B) Una espada atravesará tu alma (Lc 2, 33-35)
Las palabras de Simeón suscitan admiración, apareciendo como una puer-
ta que se abra. Ellas no pueden discutirse o razonarse, no podrán jamás
probarse, pero son como misterio de Dios que llega al alma, revelando su
verdad más honda, por encima de toda discusión.
Así las reciben María y José, admirándose por ellas (2, 33). Simeón no les
responde; simplemente les bendice (2, 34). Ha bendecido a Dios, dándole
gracias por el niño que culmina su esperanza y le permite ya morir en paz
(2, 28). Ahora bendice a los padres del niño (2, 34), como pidiendo a Dios
que ellos consigan fuerza suficiente para cumplir bien su tarea, para estar
acompañando al niño en los caminos de su crecimiento y entrega mesiáni-
ca.
Hasta aquí todo es normal los padres participan de la suerte y tarea del ni-
ño. Pero de pronto Simeón vuelve a distinguir las funciones: prescinde
nuevamente del padre (como suponía la escena de las purificaciones: 2, 22-
24) y se centra en el destino y suerte de la madre, asociándola de un modo
abismalmente profundo con el hijo. Ella aparece aquí como el espejo pri-
mero donde la suerte de Jesús puede mirarse; es su madre y a la vez su
compañera. Da la impresión de que no existen ya dos purificaciones sino
una: la madre queda así englobada en el mismo camino del hijo.
Como sacerdote/profeta de Israel habla Simeón. Ha bendecido a Dios por
Cristo, puede ya morir: pero no lo hace sin haber trazado previamente la ta-
rea (o destino) de la madre mesiánica. Es como si el padre (José) sólo tu-
viera que vivir las cosas desde fuera. La madre en cambio vive por dentro,
repite y actualiza en sus entrañas el mismo camino de Jesús. Para que sepa
a lo que está comprometida, en nombre del Dios del Antiguo Testamento,
Simeón le mira y dice:
- mira, este esta puesto como (causa de) caída y resurrección de mu-
chos en Israel,
- como señal discutida;
- para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (2,

45
34-35).
Hay algunas cosas claras en el texto y de ellas partiremos para interpretar
después lo mas difícil (la espada de María). Es claro el hecho de que el
Cristo será causa de caída y resurrección de muchos en Israel: no todos se
alegrarán de su venida como Simeón; no todos cantarán ante él el canto de
la bella muerte redentora (mesiánica). Unos se elevarán en Cristo, descu-
briendo el sentido de la verdadera resurrección israelita. Otros caerán, re-
chazarán el mesianismo, perderán al fin su vida (su esperanza).
Esta es la experiencia de la Iglesia antigua, es la historia que Pablo ha vi-
vido de la forma más hiriente y que Lucas recoge luego en Hch. Así apare-
ce aquí vaticinada en las palabras del último profeta israelita. Jesús será
bandera o señal discutida en el sentido más preciso de ese término: ante
ella se alzarán, litigarán unos con otros (contra otros) los judíos. De esa
forma, lo que era gozosa esperanza y motivo de bello canto para Simeón
viene a convertirse en voz de llanto, profecía de desdichas.
Pues bien, precisamente aquí se ha de mirar la tarea, la respuesta de Ma-
ría: eso que se puede ahora llamar batalla por Jesús se inscribe y realiza
dentro de su alma. Es como si fuera una guerra civil que debe padecer en
sus entrañas de madre mesiánica. A partir de aquí, de manera muy breve,
esquemática y progresiva, queremos presentar los sentidos de ese más pro-
fundo dolor redentor de María.
Esta será su verdadera purificación, no la anterior (la de 2, 22-24), el
momento más duro y ardiente (luminoso) de su sangre. Este será el gesto y
culminación de su maternidad redentora. Es evidente que, como varón, José
no puede entender ni vivir lo que ahora viene a decirse de María, está en un
nivel inferior de humanidad (de gozo y sufrimiento). Por ahora no puede
acompañar plenamente a su esposa.
a) Sufre María el sufrimiento israelita. Este es el primero y más pre-
ciso sentido de la escena. El signo de Jesús divide a los judíos: les enfrenta
(les hace discutir) a unos con otros, les escinde (hace que caigan o se ele-
ven). Pues bien, ella no puede quedar indiferente ante es gran ruptura y cri-
sis: es "madre Israel", representante del pueblo mesiánico, como hemos
podido descubrir en su canción o profecía (el Magnificat de Lc 1, 45-55).
Por eso sufre: revive en sí el dolor entero de su pueblo.
Cada persona es una especie de pequeño microcosmos: lleva en sí la vida
y muerte de la tierra entera. Pues bien, María es un microIsrael: reasume en
sí la historia, la esperanza y la tragedia del pueblo de la alianza. En nombre
de su gente ha dicho fiat: se ha comprometido a encarnar y culminar en su
persona la tarea que iniciaron la ley y los profetas. Ya no puede estar de-
sentendida; no puede echar fuera de sí la preocupación (la condolencia,
compasión y solidaridad) de sus hermanos.

46
Resonaran en sus entrañas los sonidos, retumbaran incesantes los tambo-
res de la "guerra israelita" desatada en torno al Cristo, la bandera discutida.
Ella es desde ahora como una caracola marina donde llegan, se cruzan,
combaten las voces de todos los Mares. Así empiezan a dolerle en las en-
trañas los dolores del mesías sufriente que lleva en los brazos. Ha visto y
cantado su gloria (Lc 1, 46-55). Ahora mira y padece su llanto.
Este es el llanto de todos los dolores de Israel, suscitados por Jesús, el hijo
que origina división: será cortante espada que divide a los judíos "para que
se revelen los pensamientos de muchos corazones" (2, 35). Es evidente que
esa espada va pasando, va cortando y dividiendo al mismo tiempo (antes)
por dentro de su entraña, por su alma.
María no es madre/nodriza de un niño que invade tan sólo por nueve me-
ses su cuerpo, para luego separarse de él, desentenderse, como si no fuera
suyo. María sigue llevando en su entraña de madre a ese niño ya nacido,
hecho grande y convertido en bandera discutida. Por eso, la batalla por Je-
sús seguirá librándose dentro de su entraña.
Esta es la experiencia de la solidaridad personal que quizá solo una ma-
dre (o dos enamorados) pueden sentir de forma tan intensa. De ahora en
adelante, la vida de María está pendiente de la suerte de su hijo, como si un
nuevo y más intenso (verdadero) cordón umbilical se hubiera conectado en-
tre ambos. Desde ese fondo podemos dar algunos pasos y trazar otros mo-
mentos o aspectos de esta espada solidaria del hijo y de su madre.
b) Esta es una espada de fe o crecimiento mesiánico. María ha dicho
fiat y hasta ahora no ha hecho casi nada: ha dejado que su vida entera sea
espacio y tiempo para el nacimiento dl Cristo. Pero el Cristo está ya vivo y
concreto (independiente) entre sus brazos y ella, haciéndose madre, ha de
aprender a caminar con él en nueva andadura de fe.
Habrá un influjo doble. María enseñará a Jesús, ofreciéndole sus pechos
y sus manos, su limpieza, su mirada, su cariño; le dará amor y palabra, le
irá haciendo persona en su verdad humana, hasta el día en que él vaya asu-
miendo autonomía al ocuparse "de las cosas de mi Padre" (cf. Lc 2, 49).
Pero, al mismo tiempo, Jesús enseñará a María en un camino largo, ilumi-
nado y doloroso, de maduración creyente. Ella tendrá que superar su vieja
seguridad israelita para seguir a Jesús en el camino "tomando su cruz, ne-
gándose a sí misma" (cf. Lc 9, 21).
María se inicia desde ahora en eso que san Juan de la Cruz ha presentado
como noche oscura de la fe: "quien quiera salvar su vida la perderá, quien
pierda por mi su vida la ganará" (Lc 9, 24). Esta es la paradoja más fuerte
de la espada: María da la vida a un hijo para que luego ese mismo hijo que-
rido se la pida, se la quiete. Es un hijo difícil; seguirle en el camino será un
parto muy duro, de novedad en novedad, de sobresalto en sobresalto.

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Pues bien, María no renunciará a la espada de su hijo, como supone este
pasaje y como certifican, dentro de la obra de Lucas los textos de Lc 2, 41-
52 y Hch 1, 13-14. En el lugar donde el dolor ha sido más intenso y el corte
más sangrante ha querido mantenerse siempre, para renacer así en Jesús,
para ganar y recibir la vida verdadera.
Ha sabido hacer el fuerte camino de la fe, en andadura que le ocupara la
vida entera. Ella ha dado luz y carne humana al hijo, y así lo seguirá ha-
ciendo por siempre. Pero, a su vez, el hijo mesías irá dando a su madre un
programa y misterio de humanidad: no le harían falta más hijos; éste llena-
rá, dará sentido y fuerza (sufrimiento y gozo) a toda su existencia.
Algún diablillo podría haber dicho a su oído: ¡deja al hijo, entrégalo en el
templo o dale en adopción!... y después busca tu vida, no te la compliques.
Pero ella como todas las buenas madres, preferirá complicarse la vida con
este hijo de sangre (hijo de espada). De ahora en adelante llevará en el co-
razón la espina fuerte de su pasión; no la podrá ni la querrá arrancar jamás;
sentirá siempre gozoso y dolorido su costado de mujer, amiga y madre.
c) También siente la espada de aquellos judíos que se pierden, con-
forme a la palabra fuerte de su hermano Pablo: "llevo una tristeza fuerte, un
dolor de parto que no cesa; quisiera ser yo mismo un anatema en Cristo en
favor de mis hermanos, compatriotas en la carne, los israelitas..." (Rm 9, 2-
3). Aplicando estas frases a María, pudieramos decir que ella no sufre sólo
por la división interior del judaísmo (como hemos señalado ya) sino tam-
bién, y de una forma especial, por el rechazo ya concreto de aquellos que
niegan al Cristo y se pierden en viejos caminos sin rumbo ni retorno.
Ella ha hecho al rumbo de la fe y al fin (al interior) del mismo sufrimiento
ha descubierto el gozo de la gloria de Jesús resucitado. Por eso tiene que
sufrir como Pablo y más que Pablo este dolor de parto (odyne) que parece
inútil, pues no nacen o renacen en Cristo los judíos que se niegan aceptarle.
Este es en otra perspectiva aquel tan fuerte llanto y gran gemido de Raquel,
la madre israelita, que llora inconsolable desde el fondo de su tumba por
los hijos muertos, pues no quieren renacer, hallar la vida (cf. Mt 2, 16-18).
María es en Lc 2, 34-35 la verdadera madre israelita muy adolorada por
la muerte de sus hijos. Ciertamente, ella no llora inconsolable como la Ra-
quel de Mt 2, 18, pues la ruina de unos hijos significa el nacimiento en
Cristo de otros muchos, conforme al sentido más profundo de la cita de Jer
31, 15ss (que está al fondo de Mt 2, 19). Pero es evidente que lleva una es-
pada en el alma: también eran sus hijos aquellos judíos que se pierden;
cuando ha aceptado ser madre mesiánica en el fiat ella asume con el gozo
de su Cristo el gran dolor de todos los que pueden ya perderse.
d) La tradición cristiana ha vinculado este dolor con la muerte de su
Hijo, uniendo así la profecía de la espada (Lc 2, 34-35) con la experiencia
final de la cruz (Jn 19, 25-27). Esa asociación resulta no sólo oportuna sino

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también necesaria: Simeón, el profeta, ha descorrido ante los ojos de María
el velo de su historia (la historia de su hijo): allá al final del recorrido está
elevada ya la oscura colina de las cruces; una será de ella, de María.
Tendremos ocasión de estudiar después el tema de la cruz (Jn 19, 25-27),
con las palabras de Jesús a su madre y al discípulo querido, pero ya desde
ahora (uniendo así de un modo general las tradiciones de Lc y de Jn) po-
demos conectar las dos escenas. Ordinariamente la madre sólo experimenta
el nacimiento: no ve morir al hijo. Esta madre, en cambio, ha vinculado na-
cimiento y muerte de su hijo, uniendo así Natividad y Pasión.
Este es un nacimiento de sangre: precisamente allí donde la vida brota y
salta, en promesa radiante de futuro, viene a abrirse la más fuerte profecía
o, mejor dicho, desdicha de la muerte. Simeón es profeta de amor y de go-
zo, como ya hemos indicado; pero, al mismo tiempo, parece un agorero de
dolores. Imaginad la escena: estamos en el centro de una "liturgia de bau-
tismo" (si el anacronismo se permite). Todo son parabienes a la madre,
promesas de ventura para el hijo. Pues bien, sobre ese coro, creando un
gran silencio de expectación, disgusto y miedo, se eleva alguien que dice:
¡este niño morirá de muerte dura y tú, madre, has de sufrirlo, llevando des-
de ahora la espada del dolor en tus entrañas!
Quizá no hay en la historia pasión (o compasión) mas dolorosa. El niño es
inocente (inconsciente); todavía nada sabe, sonríe y juega en la cuna, ajeno
a todo lo que internamente sufren los que hablan a su lado. La madre, en
cambio, sabe: tiene la certeza de que ha dado a luz un ser para la muerte y
así lo va educando y madurando día a día, para que aprenda a morir, para
que al fin lo maten.
Alguien pudiera sentir la tentación de matarlo ya (¡que no sufra después!)
y de matarse luego (¡por no ver al hijo en cruz y muerto!). Pero María se ha
mantenido. Como don de la vida de Dios ha aceptado a este hijo de la
muerte. Le ha aceptado para amarle y crecerle en amor, para quererle y de-
jarse querer, en la más fuerte de todas las historias familiares de la tierra.
Ella es mujer que sabe y sabiendo ha colaborado en su fiat; es mujer que
espera y esperando ha cantado en el Magnificat la gloria de una tierra ya
pacificada; finalmente es mujer que quiere y queriendo acepta y cría a este
hijo de la muerte.
Ellos dos, madre e hijo, forman en el mundo la más fantástica pareja del
amor y de la vida. Allí donde parece que todo está roto, que no queda más
que llanto (sorber la derrota, dejarse morir, olvidarse en la droga), ellos
asumen el camino de la vida, en gesto de fidelidad, al servicio de los otros,
de todos los humanos.
e) Ella sufre, en fin, por y con todos los sufrientes, como sabe desde
antiguo (al menos desde el siglo XIII) una tradición redentora que se refle-
ja, por ejemplo, en la devoción de la Virgen de la Merced o misericordia en

49
favor de los desamparados, oprimidos y cautivos. Al ser madre del mesías
ya no es sólo madre israelita (nueva Sara, Raquel nueva) sino madre de la
humanidad mesiánica, es decir, de todos los varones y mujeres que se en-
cuentran incluidos y representados en el Cristo.
De manera consecuente, ella padece en carne viva el dolor de la humani-
dad sufriente: es como espina de un amor universal que hace sufrir también
por todos, el lamento de la madre verdadera (Eva buena) que, viviendo para
el Cristo, ha de vivir en gesto de servicio universal. Por eso lleva en su en-
traña la pasión de todos los hambrientos y sedientos, los exilados y desnu-
dos, los enfermos y cautivos que forman la hermandad o cuerpo sufriente
de Jesús, conforme a Mt 25, 31-46.
Así lo ha visto y sentido la tradición cristiana al presentarla como Madre
de Merced (la que sufre el dolor de los cautivos), Virgen de la Misericordia
o Madre de los Desamparados, es decir, de todos aquellos que no tienen
familia o cobijo, libertad o fiesta, pan o justicia sobre el mundo. La imagen
de la caracola marina ha de ampliarse: la espada que atraviesa el alma de
María es la pasión de todos los dolores de la tierra.
Pero ella no sufre para desvanecerse, entrando así en neurosis destructiva:
sufre de manera creadora y convierte su dolor en "trauma" de más alto
alumbramiento; no es inútil su espada, no es infértil su llanto. La siembra
del dolor se ha convertido dentro de su alma en gran cosecha al servicio de
la redención. De ese modo ha transformado el llanto en germen de biena-
venturanza (como sabe Lc 6, 21).
Todos los devotos de María saben que ellos deben traducir su devoción en
gesto de amor fuerte en favor de los desamparados, afligidos y cautivos de
la tierra. Quien sólo es devoto en su interior no es aún devoto de María.
Quien se limita a rezarla no la reza todavía. Sólo es devoto y reza de verdad
el que se pone, al mismo tiempo, a su servicio, es decir, al servicio de un
amor que da de comer a sus hijos cautivos, que consuela a los desampara-
dos.
C) Breve aplicación. La mariofanía mercedaria
La hemos esbozado ya en el desarrollo anterior. Ahora queremos comple-
tarla, exponiendo eso que queremos llamar la mariofanía mercedaria, es
decir, la experiencia fundante que está al origen del nuevo nombre y culto
de María de la Merced, La tradición litúrgica habla de una Descensión o
bajada de la madre de Dios; otros prefieren aludir una aparición o inspira-
ción. No es bueno discutir sobre nombres: resulta preferible buscar lo que
hay al fondo de ellos.
Al fondo está, según la indicación de N. Gaver, el más antiguo historiador
mercedario que luego citaremos, el desencanto de Pedro Nolasco. Lleva
más de quince años dedicado a la redención de los cautivos: ha buscado

50
compañeros, ha gastado todo y parece que no logra cumplir sus objetivos.
Crece la cautividad, aumentan los problemas. Humanamente, todo ha sido
en vano.
Estamos en la noche del 2 de agosto de 1218. Pedro Nolasco medita y su-
fre; parece que puede abandonar su tarea de redimir a los cautivos. Pues
bien, en el momento central de su dolor, se le muestra una Señora, dicién-
dole "que siga las huellas de Jesús: que se dedique a visitar y liberar a los
cautivos, que no deje su obra". Evidentemente, Pedro se inquieta y pregun-
ta:
¿Quién eres tú,
para que a mí, un indigno siervo,
me pidas que realice una obra tan difícil ...?
La Señora responde actualizando las palabras de Simeón. Ella se presenta
como la Mujer en cuyo seno sigue penetrando al espada. Sufre ahora por-
que sufren los cautivos, sus hijos, y quiere ayudarles por medio de Pedro
Nolasco. Así le responde:
Yo soy María,
aquella en cuyo seno tomó carne el Hijo de Dios,
recibiéndola de mi sangre purísima,
para reconciliación del género humano.
Soy aquella a la que dijo Simeón,
cuando ofrecí mi Hijo en el templo:
"mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección
de muchos en Israel;
ha sido puesto como signo de contradicción;
y a tí misma una espada vendrá a atravesarte el alma"
Estas son las palabras fundantes de la revelación mercedaria. La espada
de dolor sigue atravesando el alma de María allí donde sufren los cautivos.
Por eso, liberar a los esclavos no es simple trabajo social, es una manifesta-
ción mariana. La Madre de Jesús sigue dando su sangre, sigue acompañan-
do por dentro a los que sufren. Por eso, con autoridad de reina y súplica de
amiga, ella pide a Nolasco que asuma su obra, que libere en su nombre a
los cautivos. Evidentemente, Nolasco puede responder admirado:
Oh Virgen María
Madre de gracia,
Madre de misericordia (= de Merced)
Estas palabras (Madre de Gracia, Madre de Misericordia), proclamadas en
contexto de liberación de cautivos, constituyen la primera definición del tí-
tulo de Virgen de la Merced. Ella misma, la Madre de Jesús, es principio de
misericordia, es fuente de amor redentor. Así se ha presentado ante Pedro
Nolasco, actualizando en esta nueva situación de cautiverio el sentido de su

51
dolor redentor (de su entrega en favor de la redención de los humanos).
Sólo en este contexto de "sangre", es decir, de entrega de la vida, sólo en
este fondo de compromiso fuerte en la tarea de liberación puede hablarse
de la Virgen de la Merced. Ella es amiga siendo impulsora de liberación; es
madre siendo redentora de sus hijos oprimidos. Por eso, ante la duda última
de Nolasco, pide y manda:
No dudes nada, porque es voluntad de Dios,
que se funde en mi honor una Orden de este tipo ...
Es una Orden cuyos hermanos
estarán puestos para ruina y redención de muchos en Israel
y serán signo de contradicción para muchos
(N. Gaver, Speculum Fratrum, escrito hacia 1450,
publicado por A. Zorita, Valladolid 1533, nn. 4-5)
Los religiosos de Nolasco asumen este rasgo distintivo de María de la
merced: también ellos llevan la espada del dolor del cautiverio en sus en-
trañas; también ellos tiene que aparecer dentro de la historia como un
"signo de contradicción", pues son testigos de la libertad de Cristo en una
tierra donde los humanos se esclavizan unos a los otros.
Todas las congregaciones y fraternidades de la familia mercedaria se apo-
yan en este pasaje fundante: quieren actualizar el sentido de la Virgen de la
Merced, expresando en el mundo su acción redentora. Dan gracias a san
Pedro Nolasco porque ha sido el "instaurador" de esta nueva forma de de-
voción y compromiso Mariano, en línea de liberación de los cautivos. Si
esto queda claro resulta secundario el tipo de "aparición o experiencia" de
Pedro Nolasco. Lo que nos importa es que ha recibido una visión antigua y
nueva de la Madre de Dios: nos ha enseñado a quererla e imitarla de un
modo distinto, a partir del texto base de Lc 2, 33-35; nos ha capacitado para
entender la hondura del sufrimiento liberador de María, en su doble aspecto
de cercanía y acción redentora:
a) Cercanía humana. El que sufre no es nunca un extraño, alguien
que está fuera de mí, que no me pertenece. El sufriente (el desamparado, el
cautivo) es siempre un hijo de María, es un hermano, carne de mi carne, vi-
da de mi vida. Por eso, si no siento la espada del dolor, del cautiverio y
opresión de los demás, en mis entrañas es que no he seguido hasta el final
en el camino de Jesús, no he comprendido el misterio de María.
b) Acción redentora. El dolor se hace "merced" con María allí donde
se viene a convertir en gesto activo de liberación, de presencia humanizan-
te, de esperanza creadora. Esta fecundidad del dolor Mariano, convertido
en gesto de servicio define la existencia de los verdaderos devotos de la
Virgen.
Se trazan en el mundo numerosos planes de cambio social, se inician

52
obras de transformación al servicio de los pobres, pero muchas veces fraca-
san porque falta un ideal más alto; carecen de experiencia interna o alma.
Pues bien, el signo de María que sufre por sus hijos, invitándonos a soco-
rrerlos, puede convertirse en fuente de "merced" concreta, de transforma-
ción social sobre la tierra.

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5. BODAS DE DIOS. LA PRIMERA SERVIDORA (Jn 2, 1-12)
Pasamos de Lc (y Mt) a Jn. El cambio es fuerte y nos sitúa en una
perspectiva muy distinta de simbolismo y compromiso. El primer
gran escenario de la misión de Jesús son unas bodas; allí encontra-
mos a su Madre.
Ya no es Madre de un niño mesiánico que nace (como en Mt 1-2 y
Lc 1-2) sino de un Mesías maduro que actúa de manera soberana-
mente libre. Pues bien, ella se encuentra allí y tiene algo que decir y
hacer en el comienzo de su obra salvadora.
No es Madre que se esfuma y eclipsa cuando el hijo crece sino todo
lo contrario. De forma paradójica la hallamos, activa, inteligente,
creadora, allí donde su hijo va a iniciar su tarea verdadera, comen-
zando a realizar sus signos.
Al servicio de las bodas, de la felicidad y plenitud, de la familia y vi-
da de los hombres está ella. Así la muestra de manera sorprendente el
texto.
A) Bodas de Dios. La Madre de Jesús estaba allí (Jn 2, 1)
Sorprendente es el texto en todos los sentidos. Sabemos que Jesús es la
Palabra de Dios que se ha hecho carne, vida humana (Jn 1, 14). Sabemos
también que está relacionado con Juan Bautista, cuyo testimonio asume (1,
19-36) y cuyos discípulos recibe y educa luego como propios (1, 35-51).
Conocemos bien algunos de sus títulos: no es sólo la Palabra original (1,
14) sino también el Unigénito de dios (1, 18), Hijo de Dios (1, 34) y Corde-
ro que quita los pecados del mundo (1, 36). Ciertamente es el Mesías, Hijo
de Dios e Hijo del Hombre (cf. 1, 45. 49-51).
Sabemos eso y conocemos a la vez que tiene unos discípulos que ha ido
buscando entre el grupo de seguidores de Juan, llamándoles y preparándo-
les estratégicamente (1, 35-51). Aceptamos todo y, sin embrago, todavía no
sabemos cuál será el sentido concreto de su obra, cómo ha de expresar y
planear su cometido mesiánico. Espera para eso un contexto de bodas, ne-
cesita la presencia y estímulo de su Madre; por eso es presencia y estímulo
de su Madre; por eso es sorprendente el texto que estudiamos (Jn 2, 1-12).
Empieza la narración de un modo muy preciso: "Y el día tercero ...". Dos
son los sentido que puede tener esa expresión y los dos muy importantes.
Puede ser el día tercero de la culminación escatológica, conforme al senti-
do que ese término recibe en los relatos de la Pascua, al afirmarse que Jesús
ha resucitado "al tercer día" (cf. 1 Cor 15, 4), para indicar de esa manera el
tiempo de la acción definitiva de Dios y de la salvación humana. En este
caso, las Bodas de Caná serían una especie de narración pascual anticipada
y la Madre de Jesús habría intervenido de manera fuerte en ella.

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Pero ese "tercer día" puede también sumarse a los días anteriores que han
ido pasando ya desde el comienzo de Jn (cf. 1, 29. 35. 43) y de esa forma,
poniendo en la base de todo el día primero de la creación que se supone y
no se nombra (que va de 1, 1 a 1, 28), estaríamos en el día séptimo, que es
tiempo de descanso actuante de Dios y de culminación del judaísmo (con-
forme a Gn 1). Toda la historia de la creación/salvación vendría a desem-
bocar de esa manera en la escena de las Bodas mesiánicas.
Este es día de la creación final (día 7º) y mañana de la pascua (día 3º). Es
tiempo de que el Cristo asuma y transforme, por indicación de Madre, las
bodas de este mundo, cambiando el agua en vino gozoso de fiesta de Dios,
de vida verdadera. Pero no adelantemos acontecimientos. Volvamos al tex-
to.
Había una boda en Caná de Galilea (2, 1). Viene al mundo la Palabra de
Dios y lo primero que encuentra es al Bautista y con él a unos discípulos
(Jn 1). Pero después, entrando en eso que pudiéramos llamar el mundo de
la vida, su primera relación con los hombres son las bodas, como para indi-
car que ellas expresan/realizan lo más grande (son la plenitud y meta de la
historia) y a la vez lo más triste o más pequeño (no culminan nunca, no hay
en ellas vino de existencia renovada).
Y la Madre de Jesús se hallaba allí. Esta anotación nos toma de sorpresa.
Podía parecer en el principio que Jesús carecía de padres de la tierra, pues
había provenido como pura Palabra originaria, de la altura de los cielos (1,
1-18). Después se nos decía casi de pasada que era el hijo de José de Naza-
ret, en afirmación cuyo sentido no quedaba claro (1, 45; cf. 6, 42). Pues
bien, de pronto, como indicando algo que es obvio e importante, se habla
de la Madre de Jesús y se añade que ella estaba allí (2, 1).
Parece claro que esa Madre de Jesús es importante, pues se la conoce por
su título, nunca por su nombre. Sin duda alguna, ella pertenece al espacio y
tiempo de las bodas. No era necesario invitarla: ¡estaba allí! Es más, las
bodas son algo importante para ella, forman parte de su preocupación y de
su historia. No está fuera, como invitada, en actitud pasiva; está muy dentro
y como supervisora ha de mostrarse atenta a todo lo que pasa.
Jesús, en cambio, empieza siendo sólo un invitado, viene de fuera, no per-
tenece por sí mismo al espacio de las bodas: él y sus discípulos parecen
formar un mundo aparte, están como de paso. Lógicamente, no se preocu-
pan de los problemas de organización, al menos en un primer momento.
Esta es la paradoja de la escena: Jesús viene como por casualidad y, sin
embargo, luego actúa como dueño verdadero de las viejas y las nuevas bo-
das de la tierra.
Y faltando el vino le dijo a él la Madre de Jesús: ¡no tienen vino! (2, 3).
Cuidadosamente debemos situar y comentar cada uno de los rasgos de esta
frase, pues en ella se contiene como en germen todo lo que sigue: la caren-

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cia humana, la atención cuidadosa de la Madre, la llamada a Jesús.
Lo primero es la carencia: ¡faltando el vino! Todas las explicaciones sólo
historizantes de ese dato quedan cortas: los novios serían pobres, se habrían
descuidado en la hora del aprovisionamiento, habrían llegado (con los dis-
cípulos de Jesús), demasiados invitados, diestros bebedores. El dato y el
conjunto de la escena es demasiado importante como para dejarlo a ese ni-
vel.
Anticipando un poco todo lo que sigue, podemos afirmar que la carencia
de vino es un elemento constitutivo de la escena. Si Jesús no estuviera allí
quizá ni se hubiera notado esa falta: ¡por siglos y siglos los hombres se ha-
bían arreglado sin (este) vino! Sólo ahora, cuando llega Jesús, se nota la ca-
rencia y se establece una especie de fuerte desnivel entre lo antiguo (bodas
sin vino) y lo nuevo (el posible regalo del Cristo).
Parece que nadie lo sabe, Jesús está de incognito. Rueda normalmente la
rueda de la vida y, al no tener otro punto de comparación, los esposos (y
todos los invitados) se contentan con su carencia. Sólo la Madre de Jesús
nota la falta, en gesto que la viene a presentar como vidente o profetisa, en
la línea del Bautista.
a) Juan profeta había descubierto y destacado el pecado de los hom-
bres a la vera del Jordán (río de purificaciones), diciendo a todos los que
iban: ¡este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! (1, 29).
De esa forma introducía al mismo Jesús en su función concreta de Redentor
de los pecados.
b) La Madre de Jesús descubre en cambio que en el mundo falta
vino (2, 3). Pero ella no comienza diciéndolo a los hombres; se lo dice al
mismo Cristo en palabra riquísima de advertencia, iluminación y velado
mandato (como queriendo que Jesús remedie la carencia).
Para decir ¡no tienen vino! la Madre de Jesús tiene que estar (¡y está!) en
las mismas fronteras de la historia, en aquel lugar donde se pasa del día
sexto de la creación parcial al día séptimo de la creación completa, del día
segundo de la muerte al tercero de la resurrección.
La Madre de Jesús es por un lado una mujer del mundo antiguo: pertenece
al espacio de las viejas bodas; conoce y comparte por dentro los problemas
y preocupaciones de los hombres que jamás logran llegar al verdadero ma-
trimonio de la vida. Ella se encuentra en el lugar donde debiera desplegarse
la alegría, no en luto de muerte sino en campo de esperanza creadora, ma-
trimonio. Es mujer de gozo; está al servicio gratuito de la fiesta. Su libro
verdadero es el banquete (quiere que los hombres y mujeres beban, bailen,
vivan) no el ritual de muerte, no las represiones de ninguna ley miedosa de
la tierra.
Al mismo tiempo, la Madre de Jesús es mujer del mundo nuevo: sabe que

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hay un vino de bodas diferentes, sabe que ha llegado ya quien puede darlo.
Por eso ella no puede contenerse: ¡la impaciencia del nuevo Reino de Dios
late en el centro de su vida y tiene que expresarla! Así se acerca a Jesús y
dice en forma sobria y reverente: ¡no tienen vino!
Veremos después que esta palabra se puede y debe traducir de muchas
formas: ¡no tienen amor! ¡les falta libertad! ¡están enfermos! ¡se encuentran
tristes, cautivados! Pero ahora ella se debe entender en el sentido inmediato
y más intenso: las bodas judías (todas las bodas humanas) constituyen una
especie de promesa de algo que nunca se cumple; prometen gozo, libertad y
cielo, pero al fin nos dejan en el mundo viejo de opresiones, de recelos, de
envidias y de miedos; falta el vino de la vida realizada en todas las bodas
de la tierra, por eso ellas terminan siendo siempre tristes, limitadas.
La Madre de Jesús sólo pretende que las bodas sean ya lo que prometen;
lo que el mismo Dios había querido en el principio ('estamos en el día sép-
timo de su creación!). Ella sabe que su hijo ha venido a traer la plenitud al
mundo y por eso le confía reverente ¡no tienen vino! en deseo que Jesús só-
lo podrá cumplir del todo en su Resurrección (día 3º).
Recordemos que Jesús no es novio, en contra de una perspectiva que muy
pronto (cf. Ef 5) se hará tema común en el conjunto de la Iglesia. Tampoco
su Madre es esposa; ella es sólo iniciadora mesiánica del hijo. Los esposos
son dos desconocidos cuyo nombre no interesa recordar; son dos cualquie-
ra, todos los humanos que al buscarse y al casarse (al vivir) están buscando
plenitud, felicidad sobre la tierra.
Hemos dicho que la Madre es iniciadora mesiánica del Hijo: está en las
bodas para decirle aquello que los seres humanos necesitan. Ella ha vivido,
ha sufrido, sabe mucho. Dios mismo le ha dado el encargo de educar a su
Hijo eterno dentro de la historia. Pues bien, esa educación culmina preci-
samente ahora: llegada la madurez, en el momento primero y más solemne
de su iniciación, en el centro mismo de la crisis y pecado (carencia) de la
historia, ella tiene que decir y dice al Cristo lo que los hombres necesitan.
Evidentemente, esa enseñanza de la Madre resulta paradójica (en una lí-
nea que está ceca de Lc 2, 41-52). Por un lado ella tiene que decir a Jesús
lo que los hombres necesitan; sólo de esa forma se comporta como madre
mesiánica que anuncia o actualiza las promesas finales del Antiguo Testa-
mento. Pero, por otro lado, Jesús tiene una Palabra (una sabiduría, una cer-
teza) mayor que aquella que le puede dar su Madre, por eso necesita dis-
tanciarse de ella, al menos en un primer momento:
¿Qué hay entre nosotros, Mujer?
¡Aún no ha llegado mi Hora! (Jn 2, 4)
El texto es difícil de traducir y todas las versiones que ofrezcamos de su
primera parte resultan aproximadas: "¡Qué nos importa a tí y a mí! ¡qué

57
hay entre yo y tú! ...". Sea como fuere, es evidente que Jesús se independi-
za de la Madre a quién llama, de forma significativa, mujer.
a) Se distancia de ella, como marcando su propia verdad, su auto-
nomía mesiánica: ¡el Hijo de Dios no depende de una madre de la tierra! El
tiene su propio tiempo y verdad, como aparece en el texto convergente de
Mc 7, 27. En un determinado nivel, la Madre pertenece aún al pueblo israe-
lita y Jesús tiene que "romper" con ella y superarla para ser auténtico me-
sías.
b) Al mismo tiempo la llama ¡mujer! en palabra que puede estar
abierta hacia nuevos significados que nos acercan al relato de la creación
(Gn 1-3) que ilumina y encuadra toda nuestra escena. La Madre de Jesús es
la verdadera Mujer/Eva de este día de la creación definitiva; por eso, ella
no puede "apoderarse" de la voluntad de Dios, ni encauzar la vida de su Hi-
jo en un determinado sentido.
Sea como fuere, la alusión queda velada y debe interpretarse (recrearse)
desde el fondo de todo lo que sigue. Estamos, sin duda alguna, en un mo-
mento de suspense. El lector normal no habría esperado esta respuesta de
Jesús; es más, la encuentra escandalosa (como encuentra escandaloso lo
que dice Jesús en Mc 7, 27). Pues bien, sólo penetrando en ese escándalo se
entiende lo que sigue.
B) Haced lo que él os diga (Jn 2, 5)
Como se habrá observado, venimos comparando esta escena con aquella
de Mc 7, 24-30 donde Jesús y la mujer sirofenicia dialogan y aprenden (van
cambiando) el uno desde el otro. También aquí tenemos algo semejante: los
interlocutores escuchan, están vivos, reaccionan en proceso riquísimo don-
de deben destacarse estos motivos:
a) La Madre de Jesús, a quien él llama: ¡mujer!, no le responde de
un modo directo. No niega lo que él dice, no argumenta o polemiza. Ahora
de pone al lado de los servidores, diáconos de bodas, y como la primera de
las diaconisas, proclama: ¡haced lo que él os diga! Confía en la obra de su
hijo; por eso le basta con mandar a los encargados de las bodas que cum-
plan lo que él diga.
b) Por su parte, Jesús, que parece haberse distanciado de su Madre,
cumple después, desde su propia voluntad, lo que ella le pedía: ¡ofrece vino
abundante y muy bueno a los hombres de bodas!
De esa forja paradójica, en el intercambio mutuo de gestos y palabras, de-
be interpretarse ya la escena. Hallamos así una especie de mutuo someti-
miento (o de apertura mutua). Precisamente allí donde pudiera parecer que
la Madre quiere dominar al Hijo (¡no tienen vino!) ella viene a presentarse
como servidora de ese Hijo, pidiendo a los hombres que hagan lo que él di-
ga. Y precisamente allí donde parece que el Hijo se separa de la Madre vie-

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ne más al lado de ella, cumpliendo aquello que le ha pedido (el vino de las
bodas).
La palabra de María (¡haced lo que él os diga!) nos sitúa en el centro de la
más honda teología de la alianza, allí donde los judíos del Éxodo se habían
comprometido a cumplir la voluntad de Dios. Este es el tiempo del pacto
nuevo y definitivo del vino (cf. Lc 22, 20; 1 Cor 11, 25) de Jesús, vino y
banquete de bodas donde viene a culminar la historia humana y se vinculan
para siempre Dios y el hombre. Pues bien, como ministro (diácono entre
diáconos) o iniciador de esa alianza hallamos aquí a la Madre mesiánica.
Ella ha tenido que renunciar a la palabra directa, que podría sonar a impo-
sición (¡no tienen vino!), para decir lo mismo de manera mucho más eficaz
y más profunda. Había empezado educando a Jesús (es su Madre), para
acabar siendo educadora de los servidores de las bodas, pedagoga de los
hombres, en la fiesta de la nueva alianza:
a) Ella renuncia a mandar sobre Jesús después de haberle educado
(siendo como es su Madre). Renuncia a imponer, como si el Hijo no supie-
ra lo que ha de hacer, como si ignorara que los hombres están faltos de
vino.
b) Renuncia a mandar sobre Jesús porque confía en él: escucha gus-
tosa su respuesta (¿qué hay entre nosotros?) y en amor total le acepta como
aquel que sabe/puede todo. Ha llegado la hora de Jesús, ella está tranquila.
c) Por eso se hace servidora de la obra de su Hijo, pidiendo a los
siervos de las bodas que cumplan lo que él diga. Ella viene a presentarse de
esta forma como el primero y más valioso de los apóstoles de Jesús sobre la
tierra.
Ella no es la Eva mala que, según una tradición muy extendida (aunque
quizá poco fiel a Gn 2-3) ha tentado a Jesús (Adán), separándole de Dios;
ella es la mujer buena y verdadera que sabe educar a los humanos (varones
y mujeres) para el descubrimiento mesiánico del Cristo. Es así mujer de
bodas: la única que sabe verdaderamente lo que pasa (lo que falta) sobre el
mundo de manera que puede preparar y prepara a los humanos (varones y
mujeres) para la tarea mesiánica de las bodas finales.
No tiene miedo al Cristo, ni tiene miedo al vino (a la plenitud de la huma-
nidad, a la fiesta de las bodas). Sabe hablar y habla con los servidores de la
historia; sabe tratar y trata con aquellos que disponen las cosas de la tierra,
diciéndoles que pongan lo que tienen (lo que saben) al servicio del Cristo.
No es mujer silenciosa que calla en la asamblea sino todo lo contrario:
ella es la que tiene voz y palabra primera en esta fiesta, preparando de esa
forma a los judíos (los que sólo tienen agua de purificaciones) para el vino
de la boda universal del Cristo. El texto nos conduce de esa forma cerca de
aquello que hemos visto en Lc 2, 34-35, pero allí se resaltaba el aspecto do-

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loroso (la espada de la división israelita) y aquí en cambio se acentúa la
transformación gozosa (el agua convertida en vino).
Había seis ánforas de piedra, colocadas para las purificaciones de los ju-
díos (2, 6). Son necesarias y tienen que estar bien llenas de agua, para que
los fieles de la ley se limpien bien, conforme al ritual de lavatorios y ablu-
ciones. Pues bien, el tiempo de esas ánforas (¡son seis! ¡el judaísmo ente-
ro!) ha terminado cuando llega el día séptimo del Cristo de las bodas.
Los judíos seguirían insistiendo en mantener el agua, el rito de purifica-
ción en que se hallaba inmerso el mismo Juan Bautista (cf. Jn 1, 26). La
Madre de Jesús había descubierto ya que es necesario el vino, rompiendo
de esa forma la clausura legal (nacional) del antiguo judaísmo. Ahora, si-
guiendo la palabra de Jesús (que anuncia y anticipa el misterio de su Pas-
cua), los servidores de las bodas ofrecen al fin del tiempo el vino nuevo y
bueno de la vida convertida en fiesta.
En este comienzo eclesial, en el primero de los signos de Jesús, actúa su
Madre, como iniciadora paradójica y sublime de su obra. Ella es la mujer
auténtica que sabe aquello que los otros desconocen. Ella es la primera
servidora de la Iglesia de Jesús que dice a todos los restantes servidores de
las bodas: ¡haced lo que él os diga!
Acabamos de indicar que ella aparece como mediadora del pacto: es en el
principio la que invita a los judíos/hombres a que hagan lo que el Cristo les
enseña. Pero dando un paso más podemos afirmar que ella se pone de algún
modo en el lugar del mismo Padre de la Transfiguración cuando se revela
ante los fieles a su Hijo querido y les pide ¡escuchadle! (Mc 9, 7 par). La
que pide ahora a los hombres (especialmente judíos) que escuchen a Jesús
es ya su Madre.
No se trata aquí de orgullo o vanidad de madre que desea que todos se
sometan a su hijo. Como hemos visto ya en Lc 2, 34-35 y veremos aún me-
jor en Jn 19, 25-27, ésta es una madre sufriente que sabe desde ahora que
el servicio de Jesús es doloroso. Pero con esto adelantemos momentos y
elementos posteriores. Retomemos el texto en general (Jn 2, 1-12); trace-
mos alguna aplicación.
C) Aplicaciones. De Caná de Galilea a la Pascua de Jesús y de la Iglesia
Parece un texto aislado y, sin embargo, tan pronto como vamos entrando
en su sentido, descubrimos que está conexionado con todo el Evangelio de
Juan. Aquí sólo trazamos dos líneas de comparación: una con el signo in-
mediatamente posterior (purificación del templo: Jn 2, 13-22) y la otra con
la escena de la muerte de Jesús (Jn 19, 25-27). Desde ese fondo retomamos
el sentido del ¡no tienen vino! y el ¡haced lo que él os diga! para resaltar en
forma conclusiva el carácter festivo del relato.
a) De Caná de galilea a la purificación del templo. La escena estric-

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tamente dicha de Caná (2, 1-11) termina en un breve comentario sobre el
sentido de este signo de Jesús (2, 11) y sobre el carácter de su breve estan-
cia "eclesial" (con madre, hermanos y discípulos) en Cafarnaúm (2, 12). De
pronto, como sin ninguna preparación, se nos dice que era Pascua de los
Judíos y que Jesús sube a Jerusalén expulsando allí a los compradores y
vendedores del templo, en escena de dura polémica y fuerte simbolismo,
referido a su futura muerte y resurrección (2, 13-22).
Las dos escenas (bodas de Caná y purificación del templo) forman un do-
blete: las dos dicen lo mismo desde perspectivas diferentes; ambas se com-
pletan, ofreciendo una preciosa introducción a todo el ministerio de Jesús:
1) Las Bodas de Caná presentan ese ministerio en perspectiva
positiva: por indicación de su "buena madre". Jesús nos hace pasar del agua
de los ritos judíos al vino de bodas de su reino.
2) La purificación del templo ofrece la vertiente negativa del
mismo acontecimiento: para que el vino de Jesús se extienda a todos debe
terminar el viejo templo de los sacrificios; Jesús se encontrará al hacerlo
con la oposición de los judíos (cf. 2, 19-20).
Esto significa que, indirectamente, la petición de la Madre (no tienen
vino) acaba enfrentando a Jesús con los judíos que defienden su agua y su
templo. Es como si la misma Madre dijera a Jesús: tienes que morir, entre-
gar tu propia sangre, para que los hombres de las bodas de este mundo ten-
gan vino.
b) De Caná al Calvario. Hemos trazado ya implícitamente una línea
que conduce del vino de las bodas de Jesús a la sangre del Calvario: será
precisamente allí donde Jesús dará su sangre como alimento del reino (cf.
19, 34, comparado con 6, 52-59). De manera lógica, encontraremos de
nuevo a la Madre de Jesús bajo la cruz de su Hijo, culminando la obra que
había comenzado en Caná y recibiendo el nuevo encargo materno (19, 25-
27). Al decirle a Jesús ¡no tienen vino! su madre le ha venido a colocar en
el comienzo de una línea que lleva directa hasta el Calvario. Para dar vino
de bodas a los hombres ha tenido que entregar Jesús su sangre.
c) ¡No tienen vino! (2, 3). Esta es una de las palabras más evocadoras
del NT y del conjunto de la Biblia. En un primer momento, la Madre se lo
dice al Hijo, como hemos procurado ir señalando en todo lo anterior; pero
después podemos y debemos aplicarla a nuestra propia historia. Verdadera
madre es la que sabe de antemano las necesidades de los hijos; por eso se
anticipa y les ofrece lo que sabe que ellos necesitan.
Esta es la palabra que ahora escuchan los cristianos, devotos de María,
sobre todo los que están comprometidos en la gran tarea de liberación. Pre-
cisamente allí donde nos sentimos satisfechos, allí donde pensamos que las
cosas se encuentran ya resueltas, todo en orden, se eleva con más fuerza la

61
voz de la Madre de Merced y nos recuerda:
¡No tienen libertad, están cautivos!
¡No tienen salud, están enfermos!
¡No tienen pan, están hambrientos!
¡No tienen familia, están abandonados!
¡No tienen paz, se encuentran deprimidos!
Nosotros no podemos responder diciendo: ¡qué nos importa a tí y a mí!
¡no es nuestra hora! Esta es, en Jesús y por Jesús, la hora de la Madre que
nos hace ver con claridad las necesidades de sus hijos, los humanos su-
frientes. Sobre un mundo donde falta el vino de las bodas de la liber-
tad/amor/justicia, sobre un mundo que sufre la opresión y el fuerte vacío de
la vida, la voz de la Madre de Merced es un recordatorio activo de las nece-
sidades de los hombres, es principio de fuerte compromiso.
d) ¡Hagan todo lo que él les diga! (2, 5). Esta es la hora de la fideli-
dad cristiana de la Madre de Jesús. Se ha dicho a veces que ella nos separa
del auténtico evangelio, que nos lleva a una región de devociones intimistas
y evasiones, desligándonos del Cristo (acusación de algunos protestantes).
Pues bien, en contra de eso, los católicos sabemos que la Madre nos condu-
ce al Hijo, recordándonos con fuerza que debemos hacer lo que él nos diga,
igual que ella.
Esta es la hora de la Madre a quien el mismo Jesús llama "mujer" (2, 4).
Es la hora de la mujer cristiana que puede y debe conducirnos al lugar del
auténtico Cristo, para cumplir de una manera honda y sencilla su evangelio.
Ciertamente, es Madre cariñosa que de alguna forma acuna y acaricia, ofre-
ciendo paz interna al pobre "hijo". Pero es, al mismo tiempo, mujer fuerte
que nos enseña a cumplir la Merced de Jesús, poniéndonos al servicio del
"vino de bodas", es decir, de la liberación de todos los humanos.
Sólo allí donde se unen estas dos palabras (¡no tienen vino! y ¡hagan todo
lo que él les diga!) viene a culminar la verdadera devoción mariana. Ella
nos hace ver la necesidad del mundo (plano de análisis liberador) para ini-
ciar con Jesús un camino de compromiso liberador (¡hagan todo lo que él
les diga!). En el mismo centro del evangelio, en unión fuerte con Cristo,
nos sitúa la Madre de Jn 2, 1-12.
e) La fiesta de las bodas. Debemos recordar al fin que toda la escena
comienza y termina con un signo de bodas. No olvidemos ese dato. Sigue
estando al fondo la alegría de un varón y una mujer que se vinculan en
amor y quieren que ese amor se expanda y llegue a todos (a muchos) hecho
vino de una fiesta donde ellos mismos participan.
El judaísmo no era religión de fiesta sino de purificaciones y ayunos (cf.
Mc 2, 18-22 par). El evangelio empieza siendo (en Jn 2, 1-12 y en los mu-
chos lugares más o menos paralelos) una voz y experiencia muy fuerte de

62
fiesta. En medio de ella, como animadora y guía, como hermana y amiga,
encontramos a la Madre de Jesús. No la busquemos en la muerte, encon-
trémosla en la vida. Sólo así, cuando gocemos con ella del vino de Jesús,
podemos dedicar nuestro trabajo y alegría al servicio de los pobres (los que
no tienen vino).
Desde esta perspectiva gozosa de fiesta de vino y de bodas se ilumina el
signo de María de la Merced. Ella "es maestra de vida espiritual: en ella se
inspira la dimensión contemplativa de nuestra vida religiosa" (Constitucio-
nes de las Religiosas de nuestra Señora de la merced de Barcelona, 1983,
31). María supo descubrir la "falta de vino" de los hombres; también noso-
tros, ayudados por ella, veremos las carencias de la historia y diremos a los
hombres "que vayan a Jesús", que aprendan a vivir en el en gozo y fiesta.
Por eso afirmamos que ella, Madre de las Bodas de Caná, nos mantiene
sensibles, capaces de descubrir "las nuevas esclavitudes de los seres huma-
nos y de la sociedad" (constitutiones de las Mercedarias de Bérriz, 1981,
4).
En el camino que lleva del agua (judaísmo) al vino (plenitud mesiánica)
se ha situado la Madre de Jesús. Aquí debe arraigar, llegando a su pleno
contenido, la espiritualidad mariana de los mercedarios:
En María dialogante está lo mejor de la tradición israelita, que ha
aceptado dialogar con Dios a lo largo de la historia, desde que Yahvé
llamó a Abraham, iniciando así, por propia iniciativa, su alianza con
el pueblo. En el diálogo de la Encarnación se lleva a plenitud esta
alianza.
Posteriormente, María realiza todo un proceso de fe y de adhesión a
Jesús que la convierte en la primera discípula suya. Por este segui-
miento ella se va identificando con la causa del Reino y va realizan-
do el proceso de redención que realiza el mismo Jesús. María al pie
de la Cruz participa como nadie de esta redención, hasta el punto de
ser llamada en la Iglesia con el título de corredentora (Mercedarias
de la Caridad, Documento Conclusivo del XVII Capítulo General,
1983, 1, 4 a)
Este bello pasaje ilumina lo que estamos diciendo sobre Jn 2 y nos intro-
duce ya en el tema siguiente: la presencia de María bajo la Cruz de Jesús,
con el Discípulo Amado (Jn 19, 26-27). Seguimos en el mismo contexto;
profundizamos en la teología mariana, en perspectiva redentora.

63
6. MUERTE DE JESÚS. LA MADRE DE LA IGLESIA (Jn 19, 25-
27)
El camino de la Madre de Jesús es un misterio de amor: de encuentro
con Dios, fecundidad y muerte. Ella inicia el despliegue de la vida
pública del Cristo (Jn 2, 1-12); ella lo cierra en el Calvario, en actitud
al mismo tiempo activa (ha de hacerse Madre del Discípulo querido)
y receptiva (acoge la palabra del Cristo moribundo y deja que su
Discípulo la quiera).
En el momento supremo de la muerte de Dios está presenta su Ma-
dre, ratificando así su obra de fidelidad, acompañándole en el trance
de la entrega de la vida. Ella le ha introducido en el mundo; ella le
acompaña cuando "vuele" al Padre.
Este pasaje (Jn 19, 25-27), enigmático y terso, claro y abismal al
mismo tiempo, ha dirigido por siglos la reflexión mariana de la Igle-
sia y la experiencia creyente (gloriosa y dolorida) de sus fieles. Tam-
bién nosotros debemos estudiarlo, en el lugar donde la apertura al
Dios de Pascua se convierte en principio de compromiso liberador
dentro de la historia.
A) Estaba junto a la Cruz de Jesús su Madre ... (Jn 19, 25)
Esta simple anotación nos introduce en la intrincada corriente de la vida
(del fracaso y permanencia) de los fieles de Jesús en el momento de su his-
toria. Juan ha supuesto y afirmado que la Madre es fiel desde el principio:
sin ninguna vacilación ha recibido la palabra de Jesús y se ha entregado a
su servicio, para decir a los diáconos de bodas lo que deben hacer en este
mundo (Jn 2, 4-5). Luego ha continuado con Jesús hasta Cafarnaúm donde
la vemos formando parte del grupo de eso que pudiéramos llamar sus "se-
guidores" (2, 12) para no encontrarla más hasta el preciso momento del
Calvario. Es evidente que ella ha realizado bien su tarea: ha sido discípula
de Jesús, maestra y educadora de sus discípulos.
Los hermanos o parientes de Jesús han hecho, en cambio, un camino de
rechazo. Han comenzado bajando con él (con su Madre y sus discípulos) a
Cafarnaúm, tras el signo de Caná, como esperando la irrupción externa del
reino de Dios (2, 12). Pero después no le han seguido cuando han visto que
"la fiesta de Jesús" no era su fiesta, que el mensaje que ofrecía era distinto
a us deseos e intereses; no han creído en él, han querido utilizarle (7, 1-8).
Es evidente que no pueden hallarse en el Calvario.
En aquel primer grupo de Jesús (con la Madre y los parientes) se hallaban
tras el signo de bodas sus discípulos (2, 12). Estos han empezado creyendo
(2, 11) y han hecho después un camino especial de seguimiento, lleno de
luces y sombras, de rupturas y renacimientos. Entre ellos están los Doce,

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encabezados por Simón Pedro, que acompañan a Jesús a pesar de no enten-
derle del todo, porque "¿a dónde iremos, Señor?" ¡Tú tienes palabras de vi-
da eterna! (6, 68). Pues bien, a pesar de esa protesta de fidelidad, el grueso
de los discípulos (los Doce y Pedro) no estarán con Jesús en el Calvario.
Ciertamente reaparecen, son recuperados tras la Pascua (Jn 20-21) y sirven
para la misión universal del resucitado; pero hay algo que no pueden ofre-
cer: les falta la experiencia gloriosa de la muerte de Jesús. No pertenecen,
por lo tanto, al corazón del evangelio.
En ese corazón del evangelio están sólo los que el texto ha colocado junto
a la Cruz de Jesús: su Madre, dos mujeres (María de Cleofás y María Mag-
dalena que son signo de todas aquellas que han seguido al Señor y le han
creído) y el Discípulo querido (compendio y verdad de los auténticos cre-
yentes que en Jesús aprenden a vivir el sentido del amor).
Son significativos los cambios y contantes. La única persona que hace to-
do el camino, encontrándose al principio y fin de la andadura epifánica del
Cristo, es su Madre. De los discípulos, citados en general en 2, 12 sólo
queda en 19, 25-27 aquel que llaman el querido, es decir, el que ha hecho
la experiencia fuerte del amor mesiánico; los restantes faltan, y faltan tam-
bién los hermanos que han intentado manipular al pariente nazareno.
En el camino que va de 2, 12 a 19, 25-27, de Caná al Calvario, se explicita
y decanta el verdadero grupo de creyentes. Sólo ahora se sabe quiénes si-
guen de verdad al Cristo, es decir, aquellos que le han comprendido y se
han comprometido con su vida. La ausencia más significativa, por lo que
supone en la Iglesia y por el papel que juega en todo el evangelio de Juan,
es la de Pedro, con el resto de los Doce.
Ciertamente, Pedro tendrá que apacentar el rebaño de Jesús y guiará su
barca (Jn 21); habrá vivido la experiencia del camino y de la pascua, pero
le falta algo esencial: nunca será testigo del dolor y amor primero de Jesús,
no puede ser un signo de su muerte. Esa función la cumple sólo el Discípu-
lo amado con la Madre y las mujeres.
Estamos en la línea de la tradición de Marcos que ha visto junto a la Cruz
de Jesús sólo a mujeres (Mc 15, 40), conforme a una memoria que resulta
clara, indudable, en un plano de historia. Sus seguidores varones le han de-
jado; los apóstoles le han traicionado o le han negado. Pero al fin de su ca-
mino le han venido a despedir unas mujeres: ellas son los únicos testigos
fieles de su muerte y sepultura, son comienzo y garantía de la vida de la
Iglesia (cf. Mc 15, 40 a 16, 8 y 16, 9-20).
Entre esas mujeres hay un nombre que destaca: María Magdalena. Ella es
la más segura, ella es de alguna forma la discípula perfecta, es fundadora de
la Iglesia (cf. Mc 16, 9-10). Juan ha recogido y expandido la tradición de
María Magdalena, dándole un alcance e importancia cristiana primordial de
misionera en el texto de l a primitiva y más intensa experiencia de la pas-

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cua (Jn 20, 1-18). Hay otra María en 12, 1-8. Es la mujer de la unción; pero
es distinta de nuestra Magdalena.
María Magdalena sigue estando con Jesús junto a su Cruz, conforme a Jn
19, 25, que asume aquí la misma tradición de Mc 15, 40. Pero ella cumple
sólo una tarea pasiva: se limita a "estar" (confesar su fe en Jesús, acompa-
ñarle en el dolor) con María de Cleofás; no se dice que haga nada; su fun-
ción y su importancia para el conjunto de la Iglesia se vincula a la expe-
riencia de la pascua (Jn 20, 11-18).
La Madre de Jesús no necesita realizar una experiencia pascual para lle-
gar hasta la meta de la fe cristiana. Ella cree desde el principio (desde 2, 1-
12) y así completa ante la Cruz su obra al servicio de la Iglesia. Por eso la
encontramos aquí, con las dos mujeres (María de Cleofás y Magdalena) y
con el Discípulo querido, que ha culminado con ella su camino de fe; pero
que tiene todavía una tarea abierta que cumplir al servicio de la Iglesia, jun-
to a Pedro (cf. Jn 21).
Históricamente es segura la presencia de las mujeres ante la Cruz, con-
forme a Mc 15-16. La Madre de Jesús y su Discípulo querido (casi her-
mano, casi hijo) han estado allí, pero quizá de una manera simbólica, pro-
funda. Más que la facticidad histórica, que podría acabar siendo pura anéc-
dota, interesas a Juan el sentido universal, el valor permanente de la pre-
sencia de la Madre y el Discípulo ante su Cruz.
Por eso dejamos en el fondo a las otras dos mujeres; una seguirá siempre
velada (María de Cleofás), otra recibirá luz clarísima más tarde (María
Magdalena; cf. Jn 20, 1. 11-18). La atención del narrador evangélico, toda
centrada en el Señor crucificado, se amplía y, al lado de Jesús, hace que se
alumbren las figuras del Discípulo y la Madre.
La Madre viene del principio (de 2, 1-12): ella ha asumido como propia la
tarea de Jesús allí donde faltaba el vino, para lograr así que los servidores
de las bodas de este mundo escuchen y obedezcan al mesías. Evidentemen-
te, el mismo servicio mesiánico le ha llevado hasta la Cruz; está allí, al lado
de Jesús como primera servidora de sus bodas.
El camino del Discípulo querido es más reciente. No sabemos cuándo ni
cómo se ha comprometido con Jesús; tampoco sabemos su nombre (aunque
algunos se empeñan en identificarle con Juan el Zebedeo). Lo cierto es que
ha estado recostándose en el pecho de Jesús en el momento de la despedi-
da, en la gran Cena (13, 23), y posiblemente le ha seguido hasta la casa de
juicio del Sumo Sacerdote (cf. 18, 15). Ahora está aquí. Quizá no forma
parte de los Doce; pero el amor a Jesús (el saberse amado por él) le ha dado
autoridad y valor para seguirle hasta el Calvario, donde le encontramos al
lado de la Madre y las mujeres.
Más tarde, investido y recreado por el sumo ministerio del amor, este Dis-

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cípulo correrá antes que Pedro, como testigo tempranero, hasta la tumba
vacía (20, 1-10). Pero él no necesita tocar a Jesús resucitado como Magda-
lena (20, 11-18), ni mirarle y descubrirle vivo como el resto de los discípu-
los y Tomás (20, 19-29): le bastará mirar al hueco de la tumba para creer en
el Señor (cf. 20, 8).
Este es el Discípulo que puede enseñar y enseña a Pedro, patrón de la bar-
ca misionera, haciéndole capaz de ver al Cristo en la mañana de la pesca
milagrosa (21, 1-4). Este es el Discípulo que puede dar y ha dado testimo-
nio de "todas estas cosas", es decir, del Evangelio entero de la Iglesia (21,
24). Lógicamente, él tenía que encontrarse despierto, cercano en el momen-
to del testimonio supremo de Jesús, vinculándose a su Madre, en el Calva-
rio.
Así se van trenzando, así reciben su sentido los hilos de la trama. Lo que
en un primer momento podía parecer casualidad viene a presentarse luego
como admirable providencia teológica y narrativa. Es Providencia de Dios
que funda y guía los caminos de tal forma que en el mismo centro de la his-
toria, ante la Cruz, se cruzan y se encuentran para siempre la Madre y el
Discípulo, para dar así sentido (salvación) a todo el conjunto de esa histo-
ria. Es providencia del autor de Juan que va trenzando los hijos del relato
de tal forma que emerja aquí lo inesperado: el momento en que se juntan y
fecundan lo antiguo (Madre) con lo nuevo (Discípulo), naciendo así la Igle-
sia.
¿Qué hacen aquí? Evidentemente pueden darse varias y muy ricas res-
puestas: están ambos porque quieren a Jesús y no le pueden dejar solo en el
momento de su trance; están porque creen en él y se atreven a rendir el tes-
timonio de su fe cuando parece que toda fe viene a eclipsarse; es evidente
que esperan en Jesús allí donde se vuelve más difícil la esperanza. La
misma fe y amor al Cristo los vincula; por eso se hallan de antemano uni-
dos en un mismo misterio, a diferencia de aquello que sucede a las mujeres
(al menos a María Magdalena; cf. 20, 11-18) que aún no creen plenamente
y a diferencia de los otros discípulos que no están ni siquiera presentes.
La tradición cristiana ha visto en su actitud una especie de corredención:
la Madre y el Discípulo estarían animando, acompañando y en algún senti-
do completando al Cristo en el momento y gesto de su entrega; ellos serían
el signo y compendio de una humanidad que ha recibido ya a Jesús y puede
ayudarle de algún modo con su gesto de amor (compasión y ofrenda) en el
momento supremo del Calvario.
Esta perspectiva resulta en algún sentido cierta y verdadera: todos noso-
tros hemos contribuido a matar a Jesús, pero Jesús tampoco ha muerto ple-
namente solo. Tenía unas mujeres que estan allí, quizá sin saber del todo lo
que hacían. Tenía en comunión total (viviendo por dentro su misterio) a la
Madre y al Discípulo. Ellos son con él protagonistas de la historia. Como

67
marionetas de una trama de violencia van y vienen los restantes personajes:
apóstoles y sacerdotes, soldados y Pilato ...; todo está girando dentro de las
ruedas de un egoismo y miedo, de una violencia y maldad que les desborda.
Sólo ellos dos saben lo que hacen, saben dónde están y por qué sucede
(va sucediendo) todo. Por eso, Dios no les deja a oscuras: precisamente
aquí les ofrece su última y más honda palabra de Pascua (nuevo nacimen-
to), allí donde pudiera decirse que no había más que muerte (en el lugar de
la Calavera final de la historia; cf. 19, 17). Saben lo que hacen y lo que de-
ben hacer: Jesús se lo dice, de forma que su misma vida sufriente y vincu-
lada (ambos se unen ya por siempre) es signo y mañana de Pascua en me-
dio de la noche de pasión más dolorosa de la tierra.
En este momento, ellos dos, iluminados por Jesús y acompañados por al-
gunas mujers que evocan la promesa de fe (fe no cumplida todavía), son
compendio de la humanidad entera. Está en ellos todo lo que puede decirse
del Antiguo y Nuevo Testamento, de Israel y de la Iglesia. Por eso se puede
afirmar que ante la Cruz, fundados en Jesús. Señor que reina por su muete,
ellos mismos, la Madre y el Discípulo son comienzo y prenda, garantía y
sentido de la nueva creación. Por eso, en contra de lo que a veces suele ha-
cerse, (dejar a un lado al Discípulo y tomar como pareja fundante, nuevo
Adán/Eva, a Cristo y a María), pienso que el texto nos invita a vincular a la
Madre y al Discípulo: son ellos los que potenciados, recreados por Jesús,
constituyen la pareja fundante de la nueva humanidad.
Pero con esto desbordamos el plano del análisis preparatorio, de manera
que debemos venir a las palabras de revelación y nuevo nacimiento. Ellos
constituyen el centro de la gran epifanía de la cruz. No hay ni una adver-
tencia sobre el dolor de unos u otros, ningún comentario psicologizante,
destinado a saciar la curiosidad de los lectores. Todo lo que se dice aquí es
la más intensa teofanía (manifestación de Dios en Cristo), siendo al mismo
tiempo antropogénesis (surgimiento final, recreación del ser humano).
Retomemos lo antes dicho (al tratar de Jn 2, 1-12) sobre la unión del día
3º y el 7º (pascua y creación final), se cumple aquí la hora del Cristo, anti-
cipada de algún modo en Jn 2, 4ss; es el momento de las bodas verdaderas,
de la sangre de la nueva alianza donde viene a culminar el agua antigua (cf.
19, 34). Jesús cumple su tarea de tal forma que, saciando su sed de reino
(cf. 19, 28-29), puede ya afirma todo está hecho, se ha cumplido al fin (cf.
19, 30), para entregar de esa manera su Espíritu en total amor a Dios y ha-
cia los hombres.
B) ¡Mujer! ¡ahí tienes a tu hijo! ... (19, 26)
Estaban también otras mujeres, pero Jesús sólo mira a la Madre y al Dis-
cípulo al que quiere: los descubre juntos, han hecho bien sus caminos, están
allí donde tenían que estar. Por eso, no les tiene que decir o "mandar" algo

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distinto; simplemente ratifica lo que ellos ya han comenzado a saber y a
cumplir, al vincularse, ante la Cruz del amigo (hijo) muerto.
El hueco de Jesús les vincula. Antes podrían hallarse separados, cada uno
por su lado, aunque siguiendo al mismo Cristo. Ahora que él se va los dos
se juntan: la ausencia poderosa de Jesús, sentida por ambos de forma con-
vergente, les empieza a reunir de tal modo que tienen que arrojarse uno en
los brazos del otro.
Hay una muerte que produce soledad, que encierra al pobre superviviente
en el desgarro de su mutismo, su impotencia y hasta muerte. Pues bien, por
un milagro que suele darse a veces en la historia pero que aquí se ha produ-
cido en forma debordante, la muerte del amigo común sella la unión de
aquellos que antes podían encontrarse un poco separados.
No sabemos, ni hace falata que sepamos, el tipo de amor que unía pre-
viamente a la Madre y al Discípulo querido. Quizá se amaban, pero no ha-
bían tenido ocasión ni tiempo para decirlo el uno al otro. Pero ahora que es-
tán al borde del derrumbamiento (a ambos se les muere lo más grande, qui-
zá lo único que tienen) pueden ya mirarse y, en vez de morir juntos o en-
frentarse por la posesión y control de la memoria dle difunto, se dan la
mano y salen como creadores, a dar sentido y vida de Jesús al mundo.
Este es el testamento de Jesús, que ratifica y sella (da sentido pleno) a una
historia que había comenzado mucho antes. Le han dejado todos los demás;
lloran otras mujeres; pero estos dos le bastan para recrear desde la Cruz el
universo. Será una ceremosnia muy sencilla, una especie de bodas materno
filiales de la nueva humanidad: como Gran Creador, liturgo y testigo, actúa
Jesús desde la Cruz; como nuevos contrayentes, retomando un camino an-
terior y recreando con su gesto toda la historia de los hombres, están la
Madre y el Discípulo. Les llena un mismo amor por Cristo. En amor pue-
den unirse, como él dice en su primera palabra:
Jesús ... dijjo a la Madre:
¡mujer! mira (ahí tienes) a tu hijo (19, 26)
Ella había dicho a los servidores de la boda: ¡hagan lo que él les diga! (2,
5). Pues bien, culminado su camino, Jesús ya no tiene servidores o criados
(cf. 15, 15). Por eso dice a su Madre: ¡ese es tu hijo! Sigue estando Jesús,
sigue siendo su hijo en el Discípulo Querido. Por eso le dice a su Madre:
¡no llores por mí, ahí me tienes! De ahora en adelante, ella no será servido-
ra de servidores sino madre de todos lo que aman a Jesús o por él son re-
dimidos, son amados (especialmente los hambrientos / exilados / enfermos
/ cautivos de Mt 25, 31-46, que son los verdaderos hermanos de Cristo en
el mundo).
Después dijo al Discípulo: ¡Mira a tu Madre!
Y desde aquella hora la recibió el Discípulo en su casa (19, 27)

69
En esta frase se completa la anterior. María no es Madre de un niño pe-
queño al que puede traerse y llevarse a placer, sin pedirle permiso. Ella es
Madre de un hijo ya grande, de un Discípulo que ha hecho el camno de Je-
sús con fuerza, autoridad y autonomía. Por eso se añade que es él quien la
lleva a su casa.
Ella ha dicho ya todo lo que tenía que decir (en 2, 1-12) y sigue repitiendo
a los discípulos la voz del Padre Dios: ¡que cumplan lo que el Cristo man-
de!. Sabe seguir a Jesús, hacer lo que él enseña. Por eso, el narrador no tie-
ne que afirmarlo más, pues el hacerlo pudiera parecer ofensa contra aquella
que (si se permite citar aquel a Lc 1, 35) a lo largo de su vida no ha dicho
más que fiat; hágase lo que Dios pide.
Del Discípulo se dice, sin embargo, que la recibió en su casa (o la tomó
como tesoro grande, entre sus bienes, que también puede entenderse el tex-
to de esa forma). Anotemos bien la escena: no es la Madre la que acoge y
cuida al hijo como se pudiera suponer (como debería afirmarse si el texto
fuera una nueva versión de la parábola del hijo pródigo de Lc 15); es el
Discípulo amado el que aparece como dueño de una casa y recibe en ella a
la Madre de Jesús, para cuidarla en su vejez y recibir así el tesoro de su
ejemplo y su enseñanza.
En el fondo de esa anotación (Madre y Discípulo que vienen a unirse des-
de el Hijo/Cristo muerto, Discípulo que acoge a la Madre) se pueden captar
varios motivos y mensaje que ahora quiero presentar en un esquema, para
destacar después mejor alguno de ellos. Iré empezando por lo más sencillo
y resaltando al fin lo más complejo:
a) En el fondo hay una historia. María, la Madre de Jesús, ha fomado
parte de la Iglesia (como sabe también Hch 1, 13-14). Más aún, ella se ha
integrado en eso que pudiéramos llamar la línea del Discípulo amado, es
decir, de aquellos que elaboran y encarnan el Evangelio de Juan.
b) Esta es una historia polémica. Es muy posible que algunos segui-
dores de Jesús (especialmente aquellos parientes que en Jn 7, 1-9 aparecían
como incrédulos) hayan querido capitalizar la memoria de la Madre. Pues
bien, nuestro pasaje zanja esa cuestión, la Madre pertenece al Discípulo
querido, es decir, a la Iglesia que se centra en el amor.
c) Formando parte del grupo del Discípulo querido la Madre es de
todos, porque ese grupo, en la visión final de Juan, no quiere presentarse
como un conventículo cerado sino como la esencia o denominador común
de todos los auténticos creyentes, llamados a realizar en libertad y amor el
camino de Jesús (incluido el mismo Pedro, como supone Jn 21). Por eso, el
grupo del Discípulo querido guarda y asegura la memoria de la Madre para
todos los creyentes.
d) La unión de la Madre y el Discípulo vincula a judios y cristianos

70
en el sentido más profundo de su simbolismo. Como hermos visto en 2, 1-
12, la Madre pertenece a las Bodas de Israel (agua de purificaciones) que
deben transformarse en tiempo del vino universal de gracia. En el paso de
lo antiguo hacia lo nuevo, realizando la trayectoria que conduce de Caná al
Calvario, sigue enseñándonos ella: ¡hagan lo que él les diga! Por el contra-
rio, el Discípulo amado es la nueva Iglesia universal que ha superado la ley
del judaismo: que esa Iglesia asume en su casa a la Madre de Israel, que la
siga queriendo como a Madre de Jesús, este es un momento muy valioso
del signo del Calvario.
e) ¡Hijo y Madre! Existen en Jn y en todo el NT otras figuras. Está la
relación Hijo-Padre que define a Jesús en su apertura a Dios: está la llama-
da al amor mutuo, entre hermanos, que atraviesa y da sentido a todo el
evangelio: está la imagen de las bodas, subyacente en Jn 2, 1-12. Pues bien,
en este momento se destaca la relación madre-hijo.
Significativamente (como en Jn 2, 4), dirigiéndose a ella, Jesús no le lla-
ma Madre sino mujer, reasumiendo quizá el simbolismo de Eva (estaría-
mos así, como en Caná, sobre el transfondo de Gn 1-3). Jesús dice mujer,
pero la convierte en Madre, al añadir ¡ahí tienes a tu hijo!. Así lo ratifica, al
añadir a su Discípulo/amigo: ¡ahí tienes a tu Madre! Es evidente que, con-
forme a todo lo que aquí estamos diciendo, Madre y Discípulo comparten
el mismo amor de Jesús; ese amor les vincula y les hace fecundos.
Siguiendo en la línea anterior, pudiéramos decir que Jesús ha dado a su
Madre hondura y gracia de nueva maternidad, entendiendo la palabra ¡mu-
jer! con que a ella se dirige en el sentido que juzguemos más conveniente:
puede ser la mujer María que en Jesús y por Jesús recibe nuevos hijos (to-
dos los cristianos); también puede referirse a la mujer Israel que alumbra al
Cristo y de esa forma engendra para la vida mesiánica a todos los hijos del
amor cristiano; quizá pudiera hablarse también de la mujer Eva, la Madre
universal, que llega en Cristo a la plenitud de su maternidad.
No es fácil inclinarse por un solo sentido y dejar a un lado los restantes.
Hay al fondo de Juan una rica polisemia: una abundancia de matices que se
implican y completan. Ratificada y bendecida por Jesús desde el Calvario,
la pareja que forman su Madre y el Discípulo querido viene a presentarse
como principio y compendio de nueva humanidad. No hace falta que des-
pués venga una Pascua: ¡ésto es la Pascua!, ésta es la meta y nacimiento de
lo humano, como saben todos los comentarista de Juan. En la misma Cruz
culmina Cristo su camino e instituye el reino (cf. 12, 32).
Precisamente ahora, cuando está el Cristo elevado, comienza a atraerlos a
todos hacia sí: esta es su glorificación, es la hora del surgimiento eclesial,
desde la fuerza del Espíritu (cf. 19, 34, unido a 7, 39 etc.). En esta pareja
que forman la Madre y el Discípulo se inclye y recrea para Juan el conjunto
de lo humano.

71
Al llegar aquí alguien pudiera protestar: ¡pero nos hemos perdido en sim-
bolismos! ¿Qué nos queda de María? Respondemos: ¡todo! Sólo se puede
hablar así y se puede alzar el edificio de la nueva humanidad sobre el ci-
miento de la Madre de Jesús si el recuerdo real de ella pervive fuerte, lumi-
noso. La memoria de María, Madre concreta de Jesús, persona de la histo-
ria, se ha mantenido viva y gozosa en el corazón de la Iglesia: a ella han
apelado los seguidores de Jesús, de su vida y recuerdo se han alimentado.
Sólo por eso, pasados los años, se han escrito estos textos sobre ella (Jn 2,
1-2; Jn 19, 25-27), no para mentir y confundirla (convertida en una especie
de mito o semidiosa) sino para expresar con más verdad el sentido de su re-
lación con Cristo.
Ella no ha querido hacerse independiente, no ha buscado una verdad dis-
tinta, sino que ha conducido a los creentes hacia el Cristo: ¡hagan lo que él
les diga! Frente a todos los riesgos de mitologización mariana se eleva
fuerte y digna, actal y liminosa, esta palabra. Por contener esta sentencia,
Juan es clave y centro de la Mariología.
María no se ha separado de la Cruz, no nos conduce a mundos resguarda-
dos de intimismo, de piedad sentimental vacía. Al Calvario nos congrega
con el Discípulo querido, para mostrarnos allí lo que él hace (¡cumplan lo
que ahora dice con su vida!). Ratificando el camino de la Cruz está María,
reafirmando todos los pasos de la entrega de Jesús, todas las palabras y ges-
tos que han venido a llevarle hasta esta muete.
Ella se vincula y nos vincula con la Iglesia. No se ha separado del resto de
los fieles, no ha hecho vida aparte. Por eso la encontramos "en la casa del
Dicípulo querido", es decir, allí donde los fieles se reúnen impulsados por
el mismo amor de Cristo. Una devoción mariana que nos desvincule de la
Iglesia, para conducirnos hacia campos de pura fantasía espiritual acaba
siendo infiel al evangelio.
Pero la Madre de Jesús no nos dirige hacia cualquier Iglesia sino a la Co-
munidad del Dicípulo querido, es decir, a la Iglesia que vive del amor ar-
diente a Cristo. Ciertamente, se puede trazar un paralelo entre Pedro y Ma-
ría, como algunas veces ha hecho la piedad e incluso la misma teología. Pe-
ro el paralelo primero, la identificación más profunda, es la que viene a
darse entre la Madre de Jesús y el Discípulo de la libertad para el amor (si
yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva ¿a tí qué?; Jn 21, 23).
Con este Discípulo que vaga por amor queda María, visitando desde su
experiencia materna y amistosa a todos los hermanos de Jesús, al conjunto
de sus "hijos". Ella es Madre siendo mujer y es mujer siendo la amiga,
aquella que comparte con el Discípulo amado la herencia de Jesús.
Uno varón, otro mujer, una Madre, otro Discípulo ..., estos dos amigos de
Jesús, unificados por el mismo Amor crucificado (Cristo) forman el pasado
y presente, la actualidad y futuro de la Iglesia. Difícilmente podría haberse

72
hallado un signo más hermoso para ella. Esta es la Iglesia donde, en un
momento posterior, pues no se hallaba ante la Cruz, ha de inscribirse el
mismo Pedro con su tarea de pastor. Esta es la Iglesia donde, con la Madre
y el amigo, tenemos cabida y podemos hallar espacio todos.
C) Breve aplicación
Lo más importante ya está dicho. Sólo queda insitir en algunos de los ras-
gos señalados, recordando siempre que la Madre de Jesús es, al mismo
otiempo, una mujer histórica (que los miembros dfe la primera Iglesia re-
cuerdan con agradecimiento) y figura o signo excelso de la fe. Difícilmente
podría haberse hallado junto al Cristo otra persona que pudiera condensar y
actualizar mejor la hondura de la nueva vida cristiana.
María es una persona histórica hecha teofanía o signo de manifestación de
Dios. Por eso, al verla junto a la Cruz de su Hijo podemos descubrir en ella
a toda la humanidad sufriente que llora por la pérdida de un ser querido.
Fácilmente nos identificamos con ella, descubriendo así a Dios en nuestro
mismo sufrimiento.
Pero, al mismo tiempo, María viene a presentarse como fuente de exigen-
cia liberadora. No podemos cerrarnos en ella sino que escuchamos muy
pronto la voz que nos dice: ¡ahí tienes a tu hijo! Hijos nuestros son los que
sufren a nuestro lado, todos los que nos acompañan en la dura experiencia
del Calvario.
Como hemos dicho ya, hay un dolor que escinde y separa, que aisla y em-
brutece, haciéndonos incapaces de sentir las necesidades de los otros. Pues
bien, en contra de eso, el signo de María nos ayuda a descubrir a los dolien-
tes que están a nuestro lado. Seres que se hermanan por la Cruz (desde el
Cristo que muere por ellos); eso empiezan siendo los cristianos.
En la Madre y el Discípulo venimos a sentirnos todos incluidos: ¡ese es tu
Hijo! ¡esa es tu Madre! Estas son las palabras que compendian y ofrecen
sentido a nuestra historia. Solemos caminar indiciferentes, como si la vida
de los otros no nos importara, cada uno encerrado en su propio sufrimiento,
de un modo egoísta. Así andaban, así se sentían otros muchos aquella tarde
oscura y fuerte del Calvario. Pero precisamente allí, la Madre y el Discípu-
lo escucharon desde el trono de Jesús una llamada de consuelo y exigencia.
Era y sigue siendo palabra de consuelo. Ni uno ni otro andaban solos, ni
uno ni otro quedaron abandonados. Les vinculaba un mismo amor que po-
dría y debía convertirse en fuente de amor hacia los otros. Sabernos acom-
pañados en el dolor por al presencia de la Madre o del Discípulo/hijo ... es-
ta es la primera lección del Calvario.
Era y sigue siendo palabra de exigencia: si el otro es mmi hijo debo cui-
darlo, si es mi Madre debo acogerla en mi casa ... Sobre el campo del dolor,
Calvario donde sólo parecía haber lugar para la muerte, viene a iluminarse

73
desde Crisot, con la Madre y el Discípulo querido, el camino de la solidari-
dad humana más intensa. Lógicamente, el día de la Fiesta de María de la
Merced (24 de septiembre) se proclama este evangelio que expresa el sen-
tido redentor de la Madre de Jesús. Así lo indican los dos textos siguientes:
María ha de ser para nosotras la mujer que asumiendo el plan de
Dios colabora en la liberación de su pueblo. Con su compromiso vi-
vido con gozo y exigencia está presente en cada uno de nuestros ac-
tos de amor, en nuestro esfuerzo de transformación evangélica, en
nuestro empeño humanizante y en nuestra opción por los más pobres,
esclavos y débiles del mundo.
Fieles a esta dimensión mariana del carisma, la Santísima Virgen se-
rá modelo de nuestra vida religiosa y de nuestra misión apostólica.
Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la Redención alcan-
za su culminación en el Calvario, donde Cristo a sí mismo se ofreció
inmaculado a Dios y donde María estuvo junto a la Crus, sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a
su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víc-
tima por Ella engendrada y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno
(Constituciones de las Mercedarias de la Caridad, 1987, 10-11).
Como Madre de la Misericordia nos impulsa a imitarla, convirtién-
donos en signos vivientes de liberación evangélica y colaboradoras
de Cristo Rdentor, como Ella al pie de la Cruz, donde su Hijo entre-
gaba su sangre en precio por nuestro rescate (Constituciones de las
Mercedarias del Santísismo Sacramento 1989, 18).

74
7. PASCUA DE DIOS. PENTECOSTÉS DE MARÍA (Hch 1, 13-14)
Hemos desarrollado los temas del Evangelio mariano según Lucas
(Anunciación, Visitación ...), para ocuparnos después de algunos
elementos propios de Mateo y Juan (Fe de José, Bodas de Caná ...).
Volvemos a la 2ª parte de la obra de Lucas, para estudiar la presencia
e influjo de la Madre de Jesús en la Iglesia primitiva (en Hechos).
De esta forma reasumimos, en otra perspectiva, el tema de la Madre
y el Discípulo ante el Cristo del Calvario (Jn 19, 25-27). Tanto Juan
como Lucas (el autor de Hechos) han querido expresar el sentido y
riqueza que María aporta en el conjunto de la Iglesia.
Juan era más teólogo, Lucas parece más historiador; por eso nos fija-
remos en algunos temas de la historia pascual y del comienzo de la
Iglesia. Entre ellos resulta importante la presencia activa, culminado-
ra y esperanzada, pacificadora y evocativa de María.
A) Santa María de la Pascua
Jn 19, 25-27 había dejado a la Madre de Jesús bajo la Cruz, con el Discí-
pulo querido; ellos formaban el misterio germinante entero de la Iglesia.
Por el contrario, Marcos y Mateo no la introducían ni en la Cruz ni en Pas-
cua.
Daba la impresión de que en Marcos la Madre de Jesús pertenecía a su pa-
sado, al campo de las disputas familiares sobre los auténticos hermanos de
Jesús (Mc 3, 20. 31-33), al tiempo de las discusiones sobre el origen y sen-
tido nazareno del mesías (Mc 6, 1-6). No se decía si ella había hecho el
camino pascual del encuentro con el resucitado en la verdadera Galilea (cf.
Mc 16, 7).
Tampoco Mateo se había preocupado por recordar a la Madre de Jesús en
el contexto de la Pascua. Ciertamente, ella tenía una importancia grande pa-
ra el conjunto de la Iglesia, como hemos visto analizando los textos de Mt
1-2, pero su figura se encontraba necesario vincularla con la pascua.
Hemos visto ya que Jn 19, 25-27 lo ha hecho, de manera sorprendente y
fuerte: sólo la Madre de Jesús y su Discípulo querido habían recorrido en
plenitud el camino y exigencia del Banquete de Bodas; sólo ellos, en nom-
bre del conjunto de la humanidad, habían ratificado, en pacto de mutua so-
lidaridad y amor, la fe en el Cristo. Es evidente que había llegado, se halla-
ba cumplida, la Pascua de María; había tenido en la Cruz su experiencia de
resurrección, no necesitaba apariciones.
Lucas (autor de Lc-Hch) ha expresado de manera diferente esa Pascua de
María, como podemos advertir mirando la forma en que presenta a la Ma-
dre de Jesús en el conjunto de su evangelio (es decir, fuera de Lc 1-2). Por
un lado ha suprimido la posible referencia despectiva de los paisanos de

75
Nazaret, que no aluden a ella cuando tratan de menospreciar a Jesús por sus
orígenes oscuros (cf. Lc 4, 22, comparado con Mc 6, 3). Por otro lado ha
omitido todos los aspectos negativos (¡está fuera de sí, está loco!) del pasa-
je en que se habla de la Madre y los hermanos enojados, recelosos (Lc 8,
19-21, en contra de Mc 3, 20. 31-35). Finalmente, en el mismo espacio de
la acusación diabólica (vinculada en Mc 3, 20-25 con las pretensiones de la
familia de Jesús). Lc 11, 27-28 ha introducido un texto donde la bendición
de la madre física de Jesús (vientre y pechos que le gestan y alimentan)
queda incluida dentro de una más alta bienaventuranza, abierta hacia todos
los que "escuchan y cumplen la palabra de Dios". Es evidente que el lector
de Lc 1, 45 (¡bienaventurada tú, porque has creído ...!) sabe ya que la pri-
mera persona en quien se cumple la bendición de la fe, que consiste en es-
cuchar y cumplir la palabra de Dios, ha sido la Madre de Jesús, María.
Con estos cambios, Lucas quiere presentarnos a María como auténtica
creyente, la primera cristiana de la historia. Así ella puede seguir en la acti-
tud que ya hemos visto en Lc 1-2. Lógicamente, su relación con Jesús ha de
llevarle al centro de la Iglesia.
Fiel a lo que pudiéramos llamar las tradiciones fundantes kerigmáticas de
la Pascua, Lc 24 no presenta ninguna aparición del Señor resucitado a su
Madre; sólo nos habla de la experiencia de las mujeres y los apóstoles (los
Doce), incluidos los discípulos de Emaús, uno de ellos llamado Cleofás,
nombre que parece vincular esta tradición con las Marías que acompañan a
la Madre de Jesús en el Calvario (cf. Lc 24, 18 y Jn 19, 25). Sea como fue-
re, el hecho es que la Madre de Jesús no pertenece para Lucas a la historia
fundante de la Cruz y de la Pascua.
Sobre este hueco se pueden trazar muchas suposiciones, algunas de ellas
bastante verosímiles. Dejemos correr la imaginación. Situémonos en el
contexto del gran drama mesiánico. Es posible que las cosas hayan sucedi-
do en esta forma:
a) La Madre sigue a su Hijo ante todo porque es fiesta de Pascua y
todos los judíos que pueden han subido a Jerusalén para celebrarla. Según
Lc 2, 41 ella tenía costumbre de hacerlo. Con más razón debió subir en esta
ocasión llena de esperanzas de reino y presagios de muerte para su Hijo.
b) La Madre sufre con su Hijo, acompañándole de alguna forma en
la Pasión y en el Calvario. Aquí estaría el fondo histórico que Jn 19, 25-27
ha recreado, conforme hemos visto en el tema anterior.
c) La Madre llora por el Hijo muerto, conforme a la costumbre fune-
raria universal, que se aplica de forma intensa en aquel lugar y tiempo. Los
judíos hacen luto por el padre, el hijo o el pariente muerto. Una vez puestos
a imaginar, podemos suponer que los parientes de Jesús se han vinculado
en el luto con la Madre. Ellos pueden haber rechazado como falso mesías a
su hermano vivo, pero es evidente que deben llorar y lloran al hermano

76
muerto.
d) La Madre acoge, goza y celebra la resurrección del Hijo. En un
momento determinado la casa del luto se convierte en nuevo hogar pas-
cual, espacio de alegría y canto donde los antes afligidos celebran y cantan
el triunfo de Jesús. Entre ellos es evidente que está su Madre.
Estos parecen ser los acontecimientos que están al fondo del más sobrio y
sorprendente relato de Hch 1, 13-14 donde se habla de esta casa de gozo de
los seguidores (parientes, mujeres amigas y apóstoles) del Cristo, dispues-
tos a empezar la nueva andadura mesiánica tras Pascua.
De la casa del luto (convertida luego en hogar de pascua) no ofrece refe-
rencia clara el evangelio, a no ser en Mc 16, 10 donde se dice que María
Magdalena fue a contar el gozo de Pascua a los del "grupo de Jesús" que
estaban en tristeza y llanto; esta es evidentemente la tristeza real y ritual de
los que celebran luto por el pariente/hermano muerto. Quizá pudiera inter-
pretarse también en esa línea la referencia a los discípulos reunidos que pa-
recen hacer llanto y tardan en aceptar el mensaje de Pascua en Lc 24, 10-11
(y quizá en Jn 20, 19).
Sea como fuere, es muy posible que las tradiciones pascuales hayan ter-
minado por fundirse, y completarse mutuamente, de manera que resulta
hoy muy difícil trazar una línea que las separe y distinga. El texto que es-
tamos empezando a comentar (Hch 1, 13-14) habla de tres grupos (apósto-
les, mujeres, parientes) que se reúnen con María, la Madre de Jesús, en la
casa de su Pascua, en espera del Espíritu. Es evidente que esos grupos for-
man para Lucas la matriz y principio de la Iglesia, como la Madre y el Dis-
cípulo en Jn 19, 25-27, como los diversos grupos de testigos pascuales en 1
Cor 15, 3-8.
Es muy posible que esos grupos estuvieran separados al principio, llegan-
do cada uno por caminos diferentes. Pero es también muy claro que ellos se
han juntado, de manera que su vinculación forma el sentido y culmen de la
Pascua. Sólo cuando ellos han quedado firmes en la nueva fe, sólo cuando
han venido a juntarse como raíz y cimiento de la Iglesia se puede afirmar
que han culminado los cuarenta días de la recreación pascual, el nuevo
éxodo cristiano, que Lucas ha fijado en Hch 1-3.
Lo que ha pasado en esos cuarenta días fundacionales (días teológicos an-
tes que solares) forma parte del misterio de Cristo y es lógico y hermoso
que no podamos fijado de manera cronológica. Los investigadores han re-
saltado desde antiguo varios hechos: a) Tanto Marcos como Mateo han si-
tuado en Jerusalén la experiencia de la tumba vacía, vinculada a las muje-
res; la verdadera aparición pascual a los discípulos se ha dado en Galilea;
es allí y no en Jerusalén donde ha nacido la Iglesia (Mc 16; Mt 28). b) Lu-
cas, en cambio, ha querido destacar el hecho de que la experiencia pascual
se ha realizado en Jerusalén, de tal forma que es allí (en su entorno) donde

77
los discípulos han visto a Jesús, han comenzado el camino de la Iglesia (Lc
24; Hch 1-2). c) Finalmente, Juan ha querido vincular en su raíz ambas tra-
diciones, transmitiendo experiencias del Jesús pascual tanto en Jerusalén
como en Galilea (Jn 20-21).
Ahora no podemos zanjar esa cuestión en plano histórico, pero queremos
y debemos ofrecer un posible esquema de los hechos, que nos capacite para
entender mejor el dato sorprendente de la vinculación pascual (postpascual)
de los tres primeros grupos eclesiales. Trataremos primero de los hechos,
después destacaremos algo más el sentido y valore de las personas. Empe-
zamos por los hechos:
a) Luto familiar. La tradición ha vinculado a la Madre de Jesús con
sus hermanos (parientes), tanto en Mc 3, 20. 31-35 par como en Mc 6, 3
par y Jn 2, 12. Esos hermanos aparecen separados de la Madre (como no
creyentes) en Jn 7, 1-9. Más tarde, en el comienzo de la misión eclesial,
ellos vienen a mostrarse no sólo como fieles sino también como predicado-
res de Jesús, en unión con los apóstoles (1 Cor 9, 5). Más aún, en el texto
más solemne de su confesión de fe, cuando quiere fijar con toda precisión
las apariciones y experiencias pascuales primitivas, que han dado origen a
la Iglesia Pablo dice que Jesús "se apareció a Santiago, el hermano del Se-
ñor" (1 Cor 15, 7). El luto familiar de los parientes de Jesús se ha vuelto
espacio y tiempo de experiencia pascual, en el trascurso de los "cuarenta
días fundacionales" de Hch 1, 3, que corresponden a lo que Pablo ha pre-
sentado en 1 Cor 15, 3-8 como principio común de la iglesia.
b) La tumba vacía Mc 16, 1-8 y par han puesto de relieve la relación
de las mujeres amigas de Jesús con la tumba vacía de Jerusalén, en historia
conocida que aquí no podemos repetir. Ellas han buscado al Cristo en la
memoria (signo, cadáver) de su muerte y le han encontrado, superando el
vacío de la tumba, en la experiencia de resurrección, abierta de forma mi-
sionera.
c) Los apóstoles, los Doce menos Judas. Parece seguro que han ve-
nido huyendo a Galilea y allí han encontrado a Jesús (cf. Mc 14, 27-28
par). Pero es evidente que han vuelto a Jerusalén, para retomar contacto
con la muerte de Jesús, para esperar ahora la gloria (irrupción triunfante) de
su reino. Allí los sitúa Hch 1-6, allí parecen haber ofrecido por años el tes-
timonio de su vida mesiánica, aunque Mc 16 y Mt 28, desde su propia
perspectiva teológica insistan en poner el comienzo de la Iglesia en Galilea.
Es claro que, como sabe Hch 1, 13-14, los tres grupos se han unido, vin-
culándose a la Madre de Jesús y formando así el núcleo fundante o corazón
de la Iglesia. Esta referencia es importante y nos ofrece una d las claves de
comprensión de la Iglesia primitiva, tan poco conocida en plano histórico.
Sabemos por Gal 1, 18-19 que los apóstoles (centrados en Pedro) y los
hermanos de Jesús (centrados en Santiago) formaban los dos grupos más

78
importantes de la Iglesia de Jerusalén. Esa perspectiva parece mantenerse
también en 1 Cor 15, 3-8, donde sólo se cita por su nombre a Cefas/Pedro y
a Santiago, hermano de Jesús, como testigos fundantes de la pascua. Sin
embargo, en el conjunto del libro de los Hechos la huella de los hermanos
de Jesús desaparece prácticamente: es como si ellos no hubieran influido en
la marcha de la Iglesia, dirigida por los Doce con Pedro y abierta luego por
los helenistas (cf. Hch 6-8) y llevada hasta el extremo y centro de la tierra
por Pablo. Sólo en los momentos de máxima crisis (Hch 15, 13; 21, 18) re-
aparece la figura de Santiago como elemento clave de la Iglesia.
Si pequeña es la importancia de los hermanos de Jesús en Hechos es nula
la que juegan las mujeres. Es como si pronto se hubieran esfumado. Han
sido importantes en el tiempo de la vida de Jesús, conforme a Lc 8, 1-3; 10,
38-42; 23, 55 a 24, 12, pero luego desaparecen, como si la misión eclesial
fuera sólo un asunto de varones. Por eso resulta sorprendente que ellas
emerjan en el momento clave, allí donde se fijan los miembros fundaciona-
les de la Iglesia. Eso significa que la referencia a los apóstoles, mujeres y
parientes, con la Madre de Jesús, en Hch 1, 13-14 constituye una noticia de
primer orden dentro de la historia y teología del cristianismo.
Resulta necesario ver qué aporta cada grupo, de dónde viene, cómo se
inscribe y sitúa dentro de la Iglesia, precisamente en el momento clave, en
el camino que va de los cuarenta días (experiencia fundacional de Pascua)
a Pentecostés (apertura misionera). Lo que aquí decimos no es más que un
esquema aproximado, pero puede ofrecer pistas para entender mejor el
principio permanente de la Iglesia:
a) Los apóstoles, citados por su nombre (Pedro, Juan ...), son el signo
del nuevo Israel escatológico, que el Cristo quiso suscitar con su mensajes.
Son importantes como Doce (¡las doce nuevas tribus de Israel!); por eso
Pedro se apresura a completar ese número, para cubrir el hueco de Judas,
en gesto que parece fundamental pero que luego resulta absolutamente inú-
til en el conjunto de Hechos (cf. Hch 1, 15-26). son importantes esos após-
toles como testigos de Jesús y misioneros; ellos serán los que después (tras
Hch 2, Pentecostés) inician de manera oficial la tarea de la Iglesia, pero lo
harán en un camino lleno de sorpresas donde resultarán en un camino lleno
de sorpresas donde resultará central la obra de los helenistas y de Pablo (no
el hecho de que ellos sean Doce).
b) Las mujeres se citan en segundo lugar, sin nombre propio. Resulta
evidente que el texto se refiere a las ya nombradas y evocada en Lc 8, 1-3.
23, 55ss. No aparecen, por tanto, en función subordinada, como posible es-
posas de los apóstoles y hermanos de Jesús (conforme a 1 Cor 9, 5), sino
como personas autónomas que aportan una palabra propia y realizan una
función importante dentro de la Iglesia. Es evidente que ellas transmiten la
memoria del amor activo de Jesús, su servicio universal, su cercanía huma-

79
na y muerte. Ellas son dentro de la Iglesia los testigos primeros y perma-
nentes del dolor del Calvario y del misterio de la tumba vacía (no esta allí
el Jesús verdadero).
c) Los hermanos traen a la Iglesia el testimonio de la tradición, de la
familia israelita de Jesús. Como hemos visto ya por Mc 3, 20. 31-35 par;
Mc 6, 1-6 y Jn 7, 1-9, ellos han tenido una postura negativa o, por lo me-
nos, ambigua respecto de Jesús. Pero al fin han creído, también para ellos
ha habido un tiempo de experiencia pascual a lo largo de los cuarenta días,
del luto convertido en fiesta. Por todo lo que sabemos (por Pablo y Hch 15
y 21), estos hermanos siguen aportando dentro de la Iglesia la exigencia y
cuidado de la fidelidad israelita. Están interesados en mantener a Jesús y su
mensaje en el gran fondo de la historia y alianza judía. Pueden parecer ce-
rrados, quizá fanáticos, pero tienen una experiencia que aportar al cristia-
nismo: las raíces israelitas de Jesús siguen siendo valiosas (fundamentales)
para todos los creyentes. Ellos desaparecerán en la historia posterior, pero
su huella y su herencia permanece: conservamos en la Iglesia el AT, somos
en Jesús israelitas mesiánicos.
Lógicamente, dentro de una historia estructurada de forma sistemática,
Lucas debería haber detallado después las aportaciones de cada uno de esos
grupos fundacionales. Pero, como hemos dicho ya, no quiere o necesita ha-
cerlo. Deja que las mujeres estén ahí, como recuerdo permanente del prin-
cipio femenino de la Iglesia. Sólo introducirá después algunos breves ras-
gos sobre los hermanos de Jesús, pues su origen y comunidad judía ha que-
dado ya bien fijada. De ahora en adelante destacará la función de los após-
toles, en camino donde sólo se destaca la figura de Pedro (y un poco la de
Juan), para tender después por ellos a los nuevos y futuros fundadores de la
Iglesia (los helenistas, Pablo).
Pues bien, esos tres grupos fundacionales están reunidos con María, la
Madre de Jesús. Más tarde diremos lo que hacen (mantenerse unidos, orar,
esperar la venida del Espíritu ...), pero ya desde ahora queremos y debemos
señalar algunos rasgos de la presencia de María en esta escena. Lo hacemos
en esquema, repitiendo quizá aspectos ya indicados al hablar de Jn 19, 25-
27.
a) María, la cristiana. Es evidente que María la Madre de Jesús, ha-
biendo acompañado a su Hijo en el largo camino del nacimien-
to/vida/muerte ha terminado formando parte de la Iglesia mesiánica. Ha ra-
tificado con su fe el misterio de la Pascua, ha tomado como propia la casa
donde se reúnen los fieles de su Hijo.
b) María, la creyente universal, Jn 19, 25-27 había sentido la necesi-
dad de vincular a la Madre de Jesús con la comunidad del Discípulo ama-
do: ella no es propiedad exclusiva de algún grupo particular sino tesoro
común de aquellos que aman de verdad a Jesús. Nuestro texto amplia el

80
abanico: la Madre está con todos, ciertamente se vincula a los hermanos de
Jesús (como parece resaltar el texto griego), pero ahora pertenece al con-
junto de la Iglesia, por eso se encuentra en medio, entre mujeres, parientes,
apóstoles.
c) María, la Madre de Jesús. Ella es la única que aparece con su
nombre propio, al lado de los apóstoles (citados también uno por uno, en su
carácter de garantes de la tradición evangélica). María es con ellos, junto a
ellos, la única cristiana con su identidad y apellido (¡la madre de Jesús!) en
el principio de la Iglesia. Es evidente que ella ofrece una garantía de conti-
nuidad creyente y un gozo fuerte al conjunto de los fieles.
La vida humana se sostiene y cobra sentido en la memoria. Pues bien,
junto a recuerdo de Jesús, cuyos transmisores y garantes oficiales son en
este caso los apóstoles, con la historia concreta pero no individualizada de
los parientes y mujeres amigas del Cristo, la palabra originaria de la Iglesia
nos transmite la memoria de la Madre de Jesús. Ella está inscrita para
siempre en la página primera del libro de su historia.
B) Santa María de Pentecostés
La Madre de Jesús había ya vivido su primer Pentecostés conforme al tex-
to ya estudiado de la Anunciación (Lc 1, 26-28). Sabia lo que significa po-
nerse en manos del Espíritu Santo, decir fiat y dejarse transformar y re-
crear por su presencia. Pues bien, unida ahora con los otros miembros de la
Iglesia, como introduciendo a todos en la intensa, nueva insuperable trave-
sía de fidelidad a Dios, María se dispone para recibir su segundo Pentecos-
tés.
Han pasado los cuarenta días. Han sido gozosos, pero no unánimes ni cla-
ros o fáciles. Esta en el fondo la gran inquietud por la restauración del
reino de Israel que ellos (incluida quizá la Madre de Jesús) habían espera-
do y acariciado en los días de la Pascua: ¡todo ha terminado! ¡viene por Je-
sús y con Jesús la gloria de Dios sobre la tierra! ¡es la hora del triunfo ya
definitivo de los israelitas! Pues bien, sobre el hueco de ese reino (que no
viene o que viene de otra forma) tiene que elevarse con María la comuni-
dad de los creyentes (cf. 1, 6-8).
Pero hay todavía otro hueco más grande: ¡es la ausencia de Jesús! Los
tres grupos pueden reunirse y se reúnen sólo cuando se dan cuenta de que
el Señor ya no está presente como habían deseado. El texto concibe la As-
censión de Jesús a modo de glorificación, elevación. Pero, al mismo tiempo
la presenta como una gran ausencia: sólo cuando los tres grupos, con Ma-
ría, la Madre, se dan cuenta de que Jesús "se ha ido" definitivamente, sólo
cuando interpretan esa "marcha" como principio de un nuevo compromiso
en favor del reino, puede empezar la Iglesia (puede esperarse la llegada del
Espíritu, en experiencia teológica que Jn 13-17 ha desarrollado de forma

81
admirable).
Esta María de Pentecostés es, por tanto, la Madre de la "no llegada" del
reino y de "la ausencia" de Jesús. Pues bien, aquello mismo que podía pa-
recer pura decepción, signo de fracaso definitivo, se convierte para ella y
para el resto de cristianos en principio de identidad, en fuente de vida de la
Iglesia.
Se ha dicho a veces que la Iglesia ha nacido de la decepción, de la pura
ausencia del reino, de la tardanza de la parusía, expresada en las palabras
de Hch 1, 6. Pues bien, en contra de eso, el texto afirma que la Iglesia ha
nacido de una experiencia superior de plenitud creadora que brota preci-
samente allí donde nos damos cuenta de que la renuncia (¡no llega aquello
que habíamos querido de un modo egoísta!) se hace fuente de nueva reali-
dad:
Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre us-
tedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y
hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8)
Estas palabras de promesas reasumen, en un contexto nuevo, aquello que
María había ya escuchado y aceptado en Lc 1, 35: "El Espíritu Santo des-
cenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el
niño será Santo y será llamado Hijo de Dios". Antes, en el primer Pente-
costés del nacimiento mesiánico, vino el Espíritu Santo sobre María, con-
virtiéndola en Madre del Hijo de Dios; sobre el gran hueco creador de su
virginidad (¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún
hombre?, Lc 1, 34) venía a inscribirse la más alta fuerza engendradora del
Espíritu. Ahora, en este segundo Pentecostés del nacimiento eclesial, viene
el mismo Espíritu de Dios (pero anunciado y prometido ya por Jesús) sobre
los integrantes de la primera Iglesia, haciéndoles predicadores y testigos de
Jesús en todo el mundo. También aquí, la carencia ¡previa (no se restablece
el reino de Israel!) viene a convertirse en principio de una plenitud mucho
más excelsa, pues el testimonio de Jesús, partiendo de Jerusalén y superan-
do la barrera que divide a los judíos de los samaritanos, se debe predicar e
implantar en todo el mundo.
Como garantía de verdad de esa promesa y expresión de la continuidad
que surge entre el origen de Jesús y la emergencia de la Iglesia, recibiendo
en ambos momentos, y de formas distintas, el mismo Espíritu de Dios, ha-
llamos a María. Por su misma función, ella sobresale entre todos los discí-
pulos del Cristo: así la hallamos en los dos momentos clave de la historia
de la salvación. En el primero tuvo que decir su afirmación (su fiat) sola, en
intimidad con Dios y en nombre de todos los humanos (Lc 1, 38). En el se-
gundo no está sola: ha de ayudar y acompañar a los restantes fieles de la
Iglesia, para que ellos digan juntos, todos, el gran fiat del nuevo Pentecos-
tés, confiándose unidos en manos del gran Espíritu del Cristo.

82
En un sentido, su responsabilidad ahora es menor: hay otros a su lado. Pe-
ro en otro sentido es aún mayor: ¡tiene que ayudarles a estar y decir fiat!.
No es fácil acostumbrarse a la ausencia de Jesús. Ahora que le hemos co-
nocido al fin del todo quisiéramos tenerle para siempre. Por eso miramos
hacia el cielo, como deseosos de parar su marcha. Pero el ángel de la As-
censión dice que volvamos: ¡Jesús se ha ido por siempre y es inútil, peli-
groso, evocarle en forma de visiones fantasiosa! Nos debemos acostumbrar
a su partida y sólo entonces, cuando aceptemos de verdad que ya se ha ido,
podremos esperarle de un modo distinto.
Sólo, entonces, sobre el hueco fuerte de la marcha de Jesús (¡conviene
que se vaya!, cf. Jn 16, 6) puede edificarse un tipo de existencia diferente,
fundada en su palabra, abierta a la esperanza de su Espíritu. Los discípulos
y amigos del Cristo se descubren al fin solos, interpelados por la gran nece-
sidad de cumplir una tarea. Volvemos de nuevo a los motivos de Jn 19, 25-
27: sobre la muerte de Jesús debían vincularse en amor y solidaridad la
Madre y el Discípulos querido. Sobre la ausencia del Jesús que asciende al
cielo (¡se va por segunda vez, de forma ya definitiva!) sus variados segui-
dores deben encontrarse, vincularse, prepararse para la dura tarea de predi-
cación de su mensaje.
Podrían haber dicho esos discípulos y amigos: ¡se ha ido Jesús, nos disol-
vemos! Pero han decidido lo contario: ¡nos ha confiado el Cristo su tarea,
tenemos que cumplirla! Se sienten por primera vez adultos, varones y mu-
jeres, responsables, abiertos hacia un futuro esperanzado pero enigmático.
¿Qué pueden hacer? El texto de Hch 1, 12-15 lo marca con claridad meri-
diana. Leámoslo de nuevo con cuidado:
a) Vuelven a Jerusalén. No se quedan sobre el monte esperando un
prodigio. Rompen así con la añoranza de un retorno hacia el pasado. Saben
que el antiguo Jesús no volverá (¡!vendrá uno nuevo) y entran otra vez en
la ciudad que le ha matado (Jerusalén) para iniciar precisamente desde allí
la nueva andadura de la Iglesia.
b) Se reúnen en la habitación superior ..., en una estancia que suele
llamarse el cenáculo o lugar donde un grupo algo grande puede congregar-
se para dialogar y comer juntos. La Iglesia de Jesús no nace del agua que
lava (el Jordán de Juan Bautista), ni tampoco del desierto de los predicado-
res apocalípticos o del templo de los sacerdotes ... Ella no surge tampoco
en la montaña de las experiencias pascuales (en contra de Mt 28, 16-20).
Según Hch 1, 13-14, la Iglesia mesiánica nace en la habitación superior y
común de una casa ordinaria donde el grupo de discípulos y amigos puede
reunirse en memoria del Cristo.
c) Se reúnen para conocerse y compartir la vida como dice con toda
precisión el texto: "estaban homothymadon", manteniéndose unidos con
gran fuerza. El Cristo muerto vinculaba en amor al Discípulo y la Madre en

83
Jn 19, 25-27. Aquí ha integrado en unión más extensa, a todas estas perso-
nas y grupos. Ellos se encuentran ahora haciendo experiencia de vida com-
partida: aprenden a dialogar los grupos tan distintos; procuran comunicarse
desde Jesús, en trasparencia comunicativa abierta a lo largo de los siglos,
con María la Madre de Jesús.
d) Se reúnen, finalmente, para orar, como sigue diciendo el texto (te
proseukhe). Este era el nombre que solían o podían tener en aquel tiempo
las sinagogas: eran proseukhe o casas de plegaria. Pero ahora nace por el
Cristo una nueva sinagoga, una casa de reunión (que eso significa el nom-
bre). Se trata de una nueva proseukhe o morada donde se mantiene el re-
cuerdo de Jesús y se espera la venida del Espíritu Santo, en gesto de ora-
ción recreadora.
¿Cómo oraban estos discípulos y amigos de Jesús? No lo sabemos bien,
pero resulta claro que oraban dialogando, como indica con toda precisión
el texto que sigue (Hch 1, 15-26). En medio de la plegaria se levantó Pedro
y propuso: aquí falta un testigo; tenemos que elegir a alguno en el lugar de
Judas. La asamblea reunida (unos 120) discutieron, compulsaron las diver-
sas perspectivas y eligieron a aquellos que pensaron más idóneos (José y
Matías); luego, conforme a una vieja costumbre judía, echaron a suerte ...,
orando sobre el que acabó siendo escogido. Entre los que ofrecieron su pa-
recer y votaron aquel día estaba la Madre de Jesús, conforme al texto. Ella
fue una de las "hermanas" (cf. 1, 15) responsables de la primera asamblea
constituyente de la Iglesia. Cuando más tarde se excluye a las mujeres de la
Iglesia docente o no puedan votar para algún puesto (diácono o presbítero,
obispo o papa) parece que se está haciendo un agravio a esta memoria de
María.
Es evidente que oraban también preparándose para la celebración, pues
se añade que llegaba el día de Pentecostés y que se hallaban todos sentados
(en postura solemne de plegaria), centrándose en lo mismo (homou epi to
auto). Precisamente sobre el grupo ya compacto, donde mujeres, apóstoles
y hermanos de Jesús, reunidos con su madre, forman la nueva comunidad
irrumpe la promesa del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-4). Viene como viento
que llena la casa, fecundando así al conjunto de la comunidad donde se in-
cluye la Madre de Jesús. Viene como lenguas de fuego que se posan sobre
cada uno de los participantes, incluida la Madre de Jesús, para ofrecerles
así la nueva y alta experiencia de Dios, haciendo que la casa de la Iglesia
sea el verdadero Sinaí donde habita y actúa ya por siempre el Espíritu de
Dios (cf. Ex 19-24). Viene, en fin, como lenguas de fuego que se convier-
ten en palabra, para así dar testimonio de Jesús en todas las culturas de la
tierra, a todos los pueblos que habitan en el orbe (cf. 2, 1-4).
No podemos comentar ya con detalle lo que sigue, pues hacerlo implicaría
escribir otro trabajo. Pero es evidente que en todo lo que estamos esbozan-

84
do, en el sermón de las múltiples lenguas (Hch 2, 5-14) y en el comentario
explicativo posterior de Pe (2, 14-36) con la conversión de los primeros fie-
les y su vida de intensa comunión (2, 37-47), está influyendo en un nivel
muy hondo la presencia de la Madre de Jesús.
Ella no aparece más. No se dice cuando muere. Pero es evidente que in-
fluye (esta presente) en este primer día de Pentecostés eclesial que, en al-
gún sentido, sigue perdurando e influyendo como un hoy permanente de la
historia cristiana. Seguimos estando allí donde nos ha dejado Pentecostés:
nos reunimos los diversos grupo de creyentes, convocados por la palabra y
pascua de Jesús, animados por la memoria/presencia de su Madre; nos
reunimos para orar y recibir el Espíritu Santo, en camino que nos abre ha-
cia todos los pueblo (lenguas y experiencias) de la historia.
De esa forma, lo que era pueblo y expresión concreta de Israel (Jerusalén
con su templo, su cultura y sus costumbres nacionales) se abre hacia todos
los pueblos y experiencias de la tierra, en gesto que la Iglesia ha compren-
dido bien al encarnar (inculturizar) la figura de María en el conjunto de las
razas y naciones del orbe.
Conforme a la visión teológica de Lucas, en la escena de Hch 2 se ha anti-
cipado aquello que irá siendo la historia de la Iglesia: la apertura misionera
a los diversos pueblos (lenguas) de la tierra. Este es un proceso que sigue
todavía. El día de Pentecostés no ha terminado aún: este es el largo tiempo
en que María (siendo la mujer concreta, en Nazaret de Galilea) viene a pre-
sentarse como compañera de camino, animadora y madre de todos los cre-
yentes de la historia.
Por eso es lógico que en Siria la hayan concebido como siria y en Bizan-
cio como bizantina. Se ha hecho europea para los europeos en la miles de
advocaciones y títulos de Europa. Ella es mexicana para los mexicanos en
Guadalupe, india para millones de indios en Copacabana, africana para
africanos y asiática para los asiáticos en las nuevas devociones de esos
pueblos.
Es buena esta expansión pentecostal de la figura de María, siempre que
ella conserve y aún aumente sus raíces de evangelio. Por eso es necesario
mantener y potenciar todo lo que venimos diciendo en estas reflexiones so-
bre el Evangelio de María. Ella, la Madre de Jesús, ha sido y sigue siendo
una figura única, de forma que no puede repetirse. Sólo ha podido darse
una vez en la historia, en el lugar donde confluyen todos los momentos de
su trama:
a) Ha sido Antiguo Testamento, una mujer judía muy concreta, pre-
parada como Hija de Sión por toda la historia anterior del judaísmo. Sólo
así la vemos como Madre de Jesús, recibiendo el Espíritu divino (Lc 1, 26-
38).

85
b) Ha sido compañera del Cristo; siguiéndole en un largo y fuerte
camino de fidelidad que ha culminado en el Calvario.
c) Finalmente, ella ha sido miembro de la Iglesia y así ha formado
parte de la primera asamblea de los fieles.
Es hermoso pensar que ella no cierra su tarea. Ni Jn 19, 25-27 ni Hch 1,
13-14 hablan de su muerte. La sitúan en el centro, en las raíces, de la Igle-
sia; allí la dejan para siempre. Por eso, como elemento importante de la vi-
da de Jesús la han seguido recordando los cristianos. Ella es, por un lado,
una figura bien concreta, una mujer individual y bien precisa del pasado
que enriquece con su vida dedicada al Cristo toda la trama de la Historia.
Por eso, al mismo tiempo, puede presentarse como signo de la humanidad
reconciliada: mujer hermosa, madre buena, persona liberadora, redentora
de todos los cautivos ... así viene a presentarse ahora María..
C) Aplicaciones
Podemos comenzar destacando el hecho de la difícil creatividad de Ma-
ría. La muerte de su Hijo podría haber representado para ella el fin: su fun-
ción se había terminado ya sobre la tierra, debería haber muerto (como
deseaba Simeón en Lc 2, 29). Pues bien, precisamente ese final se convierte
para ella en principio y motivo de nueva actividad tiene que ponerse al ser-
vicio de la obra de su Hijo, que es la Iglesia.
Es creatividad para bien del conjunto de la Iglesia: no pertenece a un solo
grupo, no se encierra en ninguna facción particular. Ella está donde se jun-
tan todos, ofreciendo con su recuerdo y actitud un espacio de diálogo y
concordia a los diversos movimientos de la Iglesia. Por eso, cuando un
grupo particular quiere capitalizar la devoción mariana, poniéndola al ser-
vicio de sus intereses egoístas (por más santos que parezcan) está destru-
yendo el recuerdo primigenio de la Madre de Dios dentro de la Iglesia.
Es creatividad receptiva. Ella no sabe de antemano lo que tiene que hacer:
se une con los otros miembros de la Iglesia, en diálogo abierto a la presen-
cia del Espíritu. Por eso, ella es garantía de un Pentecostés continuado. Só-
lo en obediencia a la palabra de Jesús, dejando que su Espíritu recree y vin-
cule nuestras vidas; podremos ser devotos de María.
María es una figura compartida. Aquellos que pretenden separarla, ha-
ciéndola de tal forma distinta de los otros que ya no puede orar con ellos,
comparar con los fieles la tristeza del mundo y la esperanza de la Iglesia,
terminan destruyendo su figura. María es transparencia del Espíritu Santo,
pero no en cuanto aislada de los otros, estando aparte de ellos, sino como
Madre y hermana que quiere compartir y comparte con todos lo que tiene.
En ese sentido, al llamarla Madre de Jesús, podemos llamarla Madre de la
Iglesia, pero sabiendo que no es madre que se encuentra fuera sino dentro
de esa Iglesia, diciéndonos a todos que podemos ser (hacernos) como ella,

86
pues sólo "aquellos que escuchan y cumplen la palabra de Dios, esos son
mi madre y mis hermanos" (Lc 8, 21).
Es Madre siendo según eso, hermana, en palabra que está al fondo de ese
texto (Lc 8, 21) y también de Hch 1, 15, pues todos en la Iglesia son her-
manos (incluida la Madre de Jesús). Es hermoso que así sea y que se cum-
pla en ella de manera fuerte el evangelio, pues sólo es grande el que se hace
servidor de los demás, sólo es primero el que se vuelve último de todos (cf.
Mc 9, 33-37 par y 10, 43-44 par).
Quizá pudiéramos llamarla evangelio hecho persona humana, madre ami-
ga, hermana de los hombres. Es normal que, sabiendo todo eso, Lc 1, 48 le
haga decir: "me llamarán bienaventurada todas las generaciones". Desde
esa perspectiva ha de leerse y entenderse nuestro texto (Hch 1, 13-14), a la
luz de la tradición cristiana.
La Madre de Jesús sigue en el centro de la Iglesia, acompañando a los
nuevos apóstoles, hermanos y mujeres, formando comunidad en la que to-
dos aprendan a compartir el corazón y la plegaria, la fe y el compromiso li-
berador. Donde ella está presente, los fieles no pueden pactar con la violen-
cia, ni mantener la opresión, ni olvidar a los hermanos (humanos) cautiva-
dos.
Toda la obra de Nolasco y de los diversos institutos mercedarios deriva de
esta gran certeza: la Madre de Jesús sigue presente en el corazón de la Igle-
sia, unificando a los fieles y poniendo en marcha un proceso de comunica-
ción (de amista) que había comenzando por la Encarnación (con su fiat) y
que debe culminar en el nuevo cielo de la libertad ya plena de todos los
humanos. Ella nos pide que seamos liberadores: que hagamos su propio
camino, poniendo nuestra vida al servicio del amor que reúne a los herma-
nos:
Es importante que vivamos aquellos rasgos que proponen a María
como la criatura que ha realizado ya lo que la Iglesia, aún en camino,
esta llamada a ser. Ella está presente en los primeros momentos
eclesiales, congregando a la comunidad que espera el Espíritu. María
así participa de la dinámica comunitaria que recuerda a Jesús y que
expande el reino en una viva conciencia misionera.
Es preciso que profundicemos en todo aquello que la hace corrende-
tora y coliberadora en el Misterio Pascual de Cristo. No podemos en-
tender a María sin remitirnos a este misterio que comienza en la En-
carnación y termina en Pentecostés, tras la muerte y resurrección de
Jesús. María en su vida no elude el sufrimiento ni reprime el dolor.
Su proceso existencial y de fe integran estos elementos en su propia
vocación, que por la resurrección de Jesús son transformados en
energía vital y de recreación (HH. Mercedarias de la Caridad, Docu-
mento Conclusivo del XVII Capítulo General, 1983, 1. 4 b y c).

87
8. MISERICORDIA DE DIOS: SANTA MARÍA DE LA MERCED
Hemos desarrollado ya los temas fundamentales, conforme al subtí-
tulo del libro: Introducción Bíblica. Sólo nos queda una conclusión
que recoja lo ya dicho y lo organice a la luz de la historia, mensaje y
actualidad del título mariano de la Merced.
Es un título vinculado a un lugar (Barcelona), pero no es título de lu-
gar sino de misterio mariano. La Madre de Jesús viene a desvelarse
dentro de la Iglesia como signo de Misericordia Redentora, de libe-
ración de los cautivos. Por eso la veneran y se inspiran en ella no só-
lo los oprimidos del mundo sino también los redentores, es decir,
aquellos que ponen su vida al servicio de la libertad de los "cauti-
vos".
Son muchos los títulos marianos de misericordia. Así se habla de
Virgen del Perpetuo Socorro, Auxiliadora de los Cristianos, la Madre
del Refugio o Virgen de los Desamparado, etc. Entre todos esos títu-
los tiene un lugar especial el de Santa María de la Merced, no sólo
por su antigüedad (viene del siglo XIII) sino también, y sobre todo,
por su carácter activo, comprometido y creador.
La Madre de Merced no es sólo una Virgen o Amiga del Consuelo,
de la Ternura interior, de la Piedad afectiva. Ella es también princi-
pio de Liberación: es signo activo de compromiso en favor de los
demás. La veneran los religiosos/as de una familia extendida por
muchos países (los mercedarios/as), pero es también figura de la
Iglesia: no se encuentra cerrada en su grupo, sino que abre su miste-
rio y mensaje a todos los cristianos, a todos los hombres.
No es Madre de un grupito sino fuente de Merced para la Iglesia en-
tera: ella indica dentro del conjunto de los fieles el sentido fuerte del
amor mariano, la esperanza de libertad abierta para todos los cristia-
nos. Por eso se venera en muchos lugares como protectora de encar-
celados y oprimidos; en otros aparece como patrona de ciudades o
pueblos... pero conservando siempre su vinculación con los cautivos.
Ciertamente, es una Virgen Cristiana paro puede y debe presentarse
como signo de ternura y redención, de libertad y amor activo aun en
contextos donde no se vive de forma expresa el misterio cristiano:
ella es una Virgen Humana, es decir, un signo fuerte de humanidad
liberadora para el mundo. Así queremos presentarla.
A) Historia básica. San Pedro Nolasco y la Virgen de la Merced
El 10 de agosto de 1218, tras larga experiencia en trabajo de la redención,
Pedro Nolasco fundó en Barcelona (España) una Orden religiosa al servicio
de la liberación de los cautivos. Durante algunos años la Orden recibió di-

88
versos nombres: de Santa Eulalia, de la Limosna de cautivos, de la Miseri-
cordia, etc. Pero después de cierto tiempo comenzó a llamarse Orden de
Santa María de la Merced y con ese nombre ha permanecido hasta el mo-
mento.
Santa María de la Merced significa Santa María de la Redención de los
Cautivos. Se han unido por tanto dos facetas o símbolos: el misterio de Ma-
ría, la Madre de Jesús y la exigencia de la redención de cautivos, como ac-
ción social al servicio de la libertad de los que en aquel tiempo se encon-
traban más oprimidos. Entre estas dos realidades (María y redención) existe
una simbiosis, muy profunda, de tal forma que la palabra Merced acaba
significando ambas cosas: es título mariano, es sentido de la redención. De
eso hablaremos en todo lo que sigue.
Esa palabra merced empezó teniendo un sentido social: significa aquello
que se hace gratuitamente y, sobre todo, el gesto de misericordia o compa-
sión que se dirige a los necesitados. Por eso se utiliza a lo largo de toda la
Edad Media como sinónimo de gratuidad (lo que se hace sin interés mone-
tario) y de acción misericordiosa, de ayuda al hombre que está y sufre en
situación de penuria.
El término conserva todavía algunos de esos matices en nuestras lenguas
moderna. Merci significa en francés gracias; mercy es misericordia en in-
glés; los vascos tomaron esa palabra latina desde antiguo y así dicen meze-
des, por favor; moltes merces significa muchas gracias en catalán y en cas-
tellano una merced es una gracia, algo que se hace como favor. Es impor-
tante el hecho de que esta palabra haya venido a tener el sentido opuesto de
aquella otra que deriva de la misma raíz latina: mercado es el lugar donde
se comercia por dinero o el sistema en el que todo se compra y vende en
leyes de libre oferta/demanda; así se habla todavía de mercar o comprar y
de mercenarios, es decir, los que venden su trabajo por dinero, sea como
soldados, sea como asalariados en general.
En el lugar donde se dividen y separan estas dos palabras de origen seme-
jante nos sitúa el signo grande la Virgen de la Merced. Está por una parte la
ley del mercado que es sistema de compraventa en el que todo se consigue
a sueldo, esclavizando a los hombres para ello, si hace falta; en esta línea
están los devotos de un salario, es decir, los mercenarios. Está por otra par-
te la Virgen de la Merced que es el signo de la gratuidad de Dios; todo se
da aquí por amor, todo se pone al servicio de la liberación de los demás, los
devotos de esta Virgen son los mercedarios.
En esta podemos situar ya la historia del título de la Merced. Sabemos que
la palabra significaba (y significa) misericordia, gratuita y efectiva, al ser-
vicio de los más pobres. Pues bien, en el siglo XII-XIII los más pobres eran
los cautivos: por eso se decía, en fórmula jurídica precisa, que son hombres
de merced los que sacan a otros hombres de la cautividad (Alfonso X, Có-

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digo de las Partidas).
La palabra merced siguió teniendo por bastante tiempo este sentido gene-
ral y así se llamaban religiosos de merced todos los que de un modo u otro
(trinitarios, caballeros de Santiago...) se dedicaban gratuitamente al servicio
social de liberación de los cautivos. Pues bien, por un proceso de conden-
sación semántica que es lógico esta palabra irá tomando ya en la segunda
mitad el siglo XIII un sentido más concreto que ha conservado hasta hoy:
a) Hermanos (o frailes) de merced serán de un modo especial los se-
guidores de Pedro Nolasco aquellos que se dedican con él a la obra de libe-
ración de los cautivos. Ellos son como una encarnación de esa misericordia
redentora que significa la palabra.
b) Virgen de la Merced será la patrona y protectora de esos frailes.
Ella viene a ser el signo fuerte de liberación, la garantía celeste (maternal,
cercana) del valor de esta obra de misericordia al servicio de los cautivos.
De esa forma, la palabra merced, que antes tenía un sentido social, viene a
convertirse en título mariano y así hablamos de la Virgen de la Merced (ya
con mayúscula, como expresión de su singularidad).
Por sus constituciones de 1272 sabemos que los primeros mercedarios tu-
vieron una gran devoción trinitaria, poniendo bajo inspiración y patrocinio
del Dios Trinidad (comunidad liberadora) su profesión religiosa y su obra
de redención. Pero, al mismo tiempo, ellos fijaron, condensaron y expresa-
ron ese misterio del Dios redentor en forma mariana. Por eso se llamaron
(fueron llamados muy pronto) frailes de Santa María de la Merced.
Ella, la Madre de Jesús, vino a presentarse de esa forma como signo privi-
legiado de la misericordia de Dios. Ella vincula lo más profundo del cielo y
de la tierra. Es por una parte signo de la Trinidad liberadora, como una ex-
presión cercana del amor redentor de Dios que ofrece gratuitamente su vida
por los hombres. Pero, al mismo tiempo, ella viene a presentarse como
icono y fuente de exigencia liberadora en el sentido más concreto y social
del término.
El camino que lleva a la unión de María, Madre de Jesús, con el título y
tarea de merced se ha recorrido en un tiempo fundacional bastante breve,
de manera que en las primeras constituciones de la Orden (1272) aparee ya
fijado sin ninguna vacilación. Es un camino que se entiende (y se debe re-
correr) en dos direcciones complementarias:
a) Hay una dirección redentora. La acción social de liberar a los
cautivos se podía realizar desde varios ideales (aunque sólo en clave de
gratuidad, pues de lo contrario no sería merced sino mercado). Pues bien,
los religiosos de san Pedro Nolasco han realizado esa acción redentora con
inspiración mariana: han sabido que la Madre de Jesús les enviaba a liberar
a los esclavos; por eso la invocan como Madre de la Merced.

90
b) Hay una dirección mariana. Se puede venerar a la madre de Jesús
de diferentes formas: en clave mística como lo hace san Bernardo, en for-
mas litúrgicas o de contemplación. Pues bien, los compañeros de san Pedro
Nolasco descubren a María como "dama" que inspira y sostiene su acción
más arriesgada de poner la vida al servicio de la libertad de los cautivos.
Allí donde se juntan esas dos direcciones la Madre de Jesús empieza reci-
bir dentro de la Iglesia el título de Santa María de la Merced o Redentora
de Cautivos. De tal forma se encarna en su figura el carisma de liberación
que san Pedro Nolasco, fundador de la Orden redentora, queda pronto en
un segundo plano. Es ella, la "dama" celeste, la que viene a presentarse
desde ahora como Fundadora y esencia de la Merced, es decir, como ori-
gen del movimiento liberador, como signo fuerte de la misericordia cristia-
na dentro de la tierra.
María aparece de esa forma como rostro liberador de Dios: es Madre que
se ocupa de los hijos cautivados; es mujer h hermana que acompaña en el
exilio a todo los que viven oprimidos sobre el mundo. Por eso mira desde
el cielo y, doliéndose del llanto de los oprimidos, inicia dentro de la Iglesia
un movimiento redentor. Por eso dice la liturgia mercedaria que la Madre
de Jesús ha descendido en el sentido radical de la palabra:
a) Deja el cielo excelso, separado de la historia sufriente de los hom-
bres, viven a compartir el llanto de los que moran en el suelo; a todos lo
que sufren opresión quiere acercarse.
b) Ella se encarna en las "mazmorras" de la historia, penetra en la
"caverna de opresión social" donde sufren los cautivos. No está arriba, no
se encierra en su feliz resurrección (ha sido elevada sobre el cielo). Estando
en lo más alto ella viene a morar en lo más bajo. Allí la han de encontrar
los redentores.
En este fondo se ha de evocar el motivo de la descensión /aparición de la
Virgen de la Merced que hemos visto ya al final del tema 4. San Pedro No-
lasco la invoca en su meditación nocturna. Ella le dice que le busque en los
cautivos: le espera en las "mazmorras" y en la cárcel, le aguarda en el
suburbio de esta ciudad que expulsa de su centro a los últimos del mundo.
Allí está ella: allí promete acompañarle.
Se evoca de esa forma el tema de Yahvé que se aparece a Moisés en el de-
sierto para enviarle a redimir a los hebreos oprimidos (Ex 3, 4). Pues bien,
Dios se presenta ahora con los rasgos de María Liberadora; en ella viene a
encarnarse el misterio de Yahvé, redentor de los oprimidos. Nolasco apare-
ce, a su vez, como nuevo Moisés, recibe el encargo de la Madre del Reden-
tor, tiene que ponerse al servicio de la acción liberadora.
María se presenta como Madre del Redentor en el sentido original de la
palabra: ella ha dado su propia sangre humana al Hijo de Dios para que él

91
pueda encarnarse y entregarse por la reconciliación de la humanidad. En el
fondo de la misma entrega de Jesús se encuentra este amor sacrificado y
creador de la Madre: ha derramado su propia y sangra para que así nazca
el Salvador; sigue sufriendo en su carne (alma) hasta el día final de la re-
conciliación de todos los humanos.
María lleva atravesado por el alma el puñal del cautiverio de los hombres,
la lucha y división entre los grupos sociales y los pueblos. Ella no es senci-
llamente la Inmaculada Concepción, como escucha Bernardita en Lourdes;
tampoco es la Gloriosa Dama que habita en el templo resguardado de los
cielos... Ella es, ante todo, la Madre Redentora que padece (esta de parto) y
actúa hasta el ocaso de los tiempos, procurando que los hombres pueden
encontrar y cultivar la libertad.
Ciertamente, esta es Madre Dolorosa, pues sufre en el alma la contradic-
ción, lleva clavado el puñal del cautiverio de los hombres. Es Dolorosa Re-
dentora y su pasión viene a mostrarse como trauma de maternidad pascual:
esta dispuesta a dar su sangre para que los hombres puedan nacer desde Je-
sús al pleno nivel de libertad del reino.
Ella es Virgen de Merced: transforma el dolor en fuerza creativa; convier-
te su pasado en principio de libertad para los hombres. Por eso viene a pre-
sentarse ante Nolasco y ante todos los cristianos como fuente de acción re-
dentora. Donde los humanos siguen padeciendo, donde sufren los cautivos,
ella ofrece una palabra de liberación concreta. Por eso la llamamos Madre
de Merced: es fundamento, fuente arcana; de ella brota gracia y misericor-
dia de Dios para los hombres. Así viene a presentarse desde Jesús, como
expresión y signo fuerte de la Misericordia de Dios. Así viene a realizar
dentro de la iglesia una función corredentora: expande y actualiza la obra
de Cristo en favor de los cautivos y perdidos de la tierra.
B) María de la Merced, Evangelio de Libertad
Para comprender y actualizar mejor la tradición mariana de los principios
mercedarios tenemos que volver a la Escritura, descubriendo la función li-
beradora de la Madre de Jesús. Lo haremos brevemente, sobre la base de lo
ya dicho en todos los temas anteriores.
Recordemos que el evangelio tiene tres momentos: anuncio, compromiso
y liberación. Todos presentan un rasgo mariano que nosotros reasumiremos
en perspectiva de Merced. La Madre de Jesús se nos revela de esta forma
como expresión intensa del amor redentor de Cristo, como evangelio per-
sonal de liberación.
a) El Evangelio es ante todo anuncio, buena noticia que habla del reino de
Dios y de la obra redentora de Cristo. En ese plano se sitúan las acciones y
palabras de Jesús a lo largo de su vida histórica, abierta en oración al Padre
y extendida en amor hacia los pobres. En perspectiva postpascual, la buena

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nueva se explicita como testimonio de la resurrección de Jesús; por eso, los
cristianos proclamamos el perdón, la libertad y gracia de Dios sobre la tie-
rra.
En plano de Merced, este evangelio ha recibido un carácter mariano. La
misma Madre de Jesús se presenta como virgen de los Cautivos; ella sim-
boliza la presencia salvadora de Dios entre los pobres y perdidos del mun-
do, como se descubre mejor uniendo Jn 19, 25-27 con Mt 25, 31-46:
a) Conforme a Jn 19, 25-27 María es Madre del Discípulo amado de
Jesús, en quien se incluyen todos los auténticos creyentes (amantes) de la
Iglesia.
b) Conforme a Mt 25, 31-46 todos los necesitados son "hermanos de
Jesús" y por eso se identifican con el discípulo querido.
La tradición de la Merced ha unido ambos pasajes, viendo así que María
(siendo Madre del Discípulo amado) es Madre de todos los cautivos. En
nombre de ellos se encuentra a los pies de la Cruz de Jesús. Por ellos sufre.
A ellos ofrece el testimonio y fuerza de su amor. Saber esto es Evangelio:
es buena nueva. No estamos solos; no están solos los cautivos sobre el
mundo. La Madre de Jesús ha recibido el encargo de ayudarles cuando es-
cucha en el Calvario la gran palabra: ¡éstos son tus hijos!
b) El Evangelio es en segundo lugar una expresión de entrega y compro-
miso en favor de los demás. El Kerigma de Jesús, que anuncia el Reino de
Dios, se traduce en forma de exigencia ¡convertíos! (cf. Mc 1, 14-15). No
se trata de una conversión intimista, al servicio de la pura experiencia inte-
rior. Esta es conversión para la entrega, para el amor intenso en favor de los
que viven marginados, aplastados, sobre el mundo. En perspectiva post
pascual, esta exigencia de conversión se traduce en forma eclesial: hay que
crear una comunidad de hermanos que viven de forma reconciliada, al ser-
vicio de los otros.
En plano de Merced, esta exigencia ha recibido también un carácter ma-
riano: la Madre de Jesús está asociada al compromiso del reino de su Hijo,
como hemos visto al estudiar el fiat (tema 1) y también al referirnos a su
gran palabra de ¡haced lo que él os diga! (tema 5). La Madre de Jesús nos
enseña a decir ¡heme aquí!, poniéndonos al servicio del reino. Ella nos lle-
va hasta el lugar de la carencia humana para abrirnos los ojos y decirnos
¡necesitan vino y libertad! (cf. Jn 2, 1-12), pidiéndonos después que haga-
mos aquello que Jesús nos diga.
Teniendo esto en el fondo, y partiendo de la experiencia de Hch 1, 13-14
(cf. tema 7), María viene a presentarse como hermana mayor de la gran
familia de los liberados de Jesús: ella nos invita a vivir en libertad y con-
cordia, ofreciendo cada uno fuerte ayuda a los demás. Ella es, al mismo
tiempo, la Madre cariñosa que lleva cuenta de todos los cautivos; pero no

93
se ha limitado a llorar como Raquel la muerte irreparable (cf. Mt 2, 16-18),
pues sus hijos no están muertos todavía. Como "Madre Sión" como profeti-
sa mesiánica (cf. Lc 1, 46-55), ella está dispuesta a iniciar con nosotros
(por nosotros) el gran combate de la libertad, de la liberación de los cauti-
vos.
c) El evangelio es finalmente fiesta y gozo, amor que se celebra. El anun-
cio y compromiso se traduce en jubilo festivo que actualiza el amor y sal-
vación del reino. Así lo muestran en nivel de historia los milagros de Jesús:
es la alegría que despierta si voz, su curación entre los hombres. En nivel
de experiencia pascual, la Iglesia misma viene a presentarse a modo de co-
munión celebrativa: es el grupo de aquellos que mantienen y cultivan la
fiesta de Jesús sobre la tierra.
En plano de Merced, la fiesta de Jesús recibe pronto un carácter mariano.
María anuncia el reino como Madre y como hermana mayor nos introduce
en el lugar donde los hombres liberados cantan el himno de esperanza del
Magnificat. A través de esa canción, ella ha iniciado una liturgia jubilosa
de agradecimiento redentor: salta de gozo y nos invita a acompañarla en
camino de amor y libertad de la historia cristiana.
En esta línea recupera todo su sentido el gran relato de Jn 2, 1-12 (ya es-
tudiado en tema 5). La Madre de Jesús es el verdadero arkhitriclino, el en-
cargado de ocuparse de la fiesta de los hombres. Falta el vino de las bodas
de Caná (de nuestra vieja historia) y los invitados deberían clausurar su
fiesta: volver vacíos a la vida precedente, al agua de los ritos de purifica-
ción, a las abluciones incesantes de una historia que jamás logra purificar-
nos.
Pues bien, es esa situación sigue siendo María la que dice a Jesús que fal-
ta el vino de la fiesta: le dice que se apaga la alegría del banquete, que re-
sultan imposibles las bodas de la fraternidad y el gozo sobre el mundo, Ma-
ría, Virgen-Madre llena de amor hacia la vida, quiere que la Vida, libertad
y amor lleguen a todos. De esa forma pide a Jesús que ofrezca el vino de su
reino. Por eso sigue pidiendo a Pedro Nolasco y sus hermanos que se ocu-
pen de los pobres cautivos, que extiendan la fiesta de la vida y libertad so-
bre la tierra, para que así pueda celebrarse el gozo de Dios en nuestra histo-
ria.
De esta forma se completa la palabra que hemos dicho sobre el dolor de la
Madre, que lleva en su seno la espada del rechazo, cautiverio y sufrimiento
de los hombres. Pues bien, esa sufriente-redentora viene a presentarse aho-
ra como Madre de la Fiesta: cuida del vino de la vida, para que los hom-
bres liberados puedan celebrar el gozo de Dios. Así viene a presentarse
como Fuente de Merced, como la primera mercedaria de la historia.
Culmina así lo que hemos visto al hablar de María como "amiga": amor es
lo que viene a ofrecernos en su fiesta. Ella se levanta allí donde los hom-

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bres desean celebrar las bodas y no pueden. Viene preocupada, descubrien-
do las necesidades y dolencias de aquellos que no tienen sitio en el banque-
te del Reino (Lc 15). Quiere que haya vino para todos; se lo dice a Jesús;
espera su respuesta, indicando a los encargados de la tierra "que hagan
aquello que Jesús les diga".
No tiene un evangelio especial. No trae una verdad distinta, algo que Je-
sús no hubiera sabido. Está al servicio del reino y de la vida de Jesús. Ha
hecho el camino del discipulado; ha llegado hasta el final (cruz, pascua);
por eso puede acompañar a los que siguen en camino. Ella es por lo tanto
icono o signo escatológico del gozo y redención de Dios para los hombres:
a) Ella es Madre evangelista: porque sigue anunciando el reino de
Dios a los pequeños y cautivos de la tierra, de modo que su Magnificat (Lc
1, 46-55; cf. tema 2) puede y debe mirarse como preparación del gran men-
saje que dirá Jesús en las bienaventuranzas (Lc 6, 20-21) y en el programa
de su acción liberadora, tal como está expuesto en Lc 4, 18-19.
b) Ella es Madre exigente: es hermana mayor que nos hace avanzar,
al servicio del gran mensaje del reino. Por eso, su palabra de gran cambio
(la inversión del Magnificat en Lc 1, 46-55) y su deseo de que hagamos
aquello que nos diga Jesús (Jn 2, 1-12) nos llevan hasta el centro del ser-
món de la montaña, tal como ha venido a culminar en Mt 25, 31-46.
c) Finalmente, ella es Madre cantora: como sacerdotisa de la liber-
tad, como testigo de la salvación y justicia ya cumplida, entona el gran
himno de su gozo (Lc 1, 46-55) y nos invita a participar de las nuevas Bo-
das del Reino. Es hermoso que sea ella, la mujer creyente, la madre mesiá-
nica, la que venga a presentarse como principio y garantía de fiesta para los
cristianos.
C) María de la Merced. Sentido eclesial y actualidad
A veces hemos vivido la presencia mariana de manera más devocional
que comprometida, más intimista que misionera. Pues bien, en estos últi-
mos años, a la luz del Vaticano II, de los Documentos de Medellín y Puebla
y del Magisterio de Pablo VI y Juan Pablo II, el conjunto de la Iglesia ha
escuchado de nuevo el gran mensaje de liberación del evangelio, vinculado
con María. De esa forma, en camino gozoso y sorprendente, la Merced ha
vuelto al más antiguo y preciso sentido redentor de su principio.
Estamos descubriendo con gran fuerza algo que los devotos de la Virgen
de la Merced ya sabían desde el principio de la historia mercedaria: no se
puede hablar de María como Madre de la libertad sino allí donde se siente
por dentro la tragedia del cautiverio y se realizan esfuerzos por solucionar-
lo. En este contexto de práctica liberadora surgió el título de la Merced; su
devoción creció en un campo de fuerte compromiso: María misma enseñó a
los mercedarios el camino y exigencia de su entrega en favor de los cauti-

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vos.
Significativamente, Puebla sitúa a María Virgen en el lugar donde es más
fuerte el dolor y urgencia de liberación en favor de los pequeños y cautivos:
"ella es (con Jesús) la gran protagonista de la historia" (nº 293); es "aquella
que con su amor materno cuida de los hermanos de Jesús que todavía pere-
grinan" (cf. nº 288; LG 62) Por eso puede presentarse como modelo de una
Iglesia que quiere ser liberadora.
En esta línea se mantiene y avanza Juan Pablo II cuando afirma que María
ha descubierto que el Dios de la alianza es el mismo que "derriba del trono
a los poderosos, enaltece a los humilde ...". Ella muestra que no se puede
separar la verdad sobre Dios (eso que podemos llamar ortodoxia o dogma)
y el amor preferencial a los pobres, tal como lo ha cantado en su Magnifi-
cat. Por eso, la devoción mariana nos introduce en el mismo centro de la
mística y compromiso liberador (cf. Redemptoris Mater 37):
María intercede por los hombre. No solo eso. Como Madre ella desea
también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir: su
poder salvífico, encaminando a socorrer la desventura humana, a li-
berar al hombre del mal que de diversas formas y medidas pesa sobre
su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el profeta
Isaías en el conocido texto al que Jesús se ha referido ante sus con-
ciudadanos de Nazaret: "Para anunciar a los pobre la buena nueva,
para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos..."
(cf. Lc 4, 18; Marialis Cultus 21)
Este es un texto bien significativo que interpreta en clave liberadora los
elementos fundamentales del Signo de Caná de Galilea: allí está la Madre
de Jesús para abrir entre los hombres un camino de reino. Pero todavía nos
parece más significativas las palabras de la Congregación para la Doctrina
de la fe:
Dependido totalmente de Dios y plenamente orientada hacia él por el
empuje de la fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta
de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La
Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y modelo, para comprender en
su integridad el sentido de su misión...
De esta manera, una teología de la libertad y de la liberación como
eco filial del Magnificat de María, conservado en la memoria de la
Iglesia, constituye una exigencia de nuestro tiempo. Un reto formi-
dable se lanza a la expectativa teologal y humana. La Virgen magná-
nima del Magnificat, que envuelve a la Iglesia y a la humanidad con
su plegaria, en el firme soporte de la esperanza. En efecto, en ella
contemplamos la victoria del amor divino que ningún obstáculo pue-
de detener y descubrimos a que sublime libertad eleva Dios a los
humildes (Libertad cristiana y liberación 1986, 97. 98. 100).

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Son palabras del nuevo Magisterio, inspiradas en gran parte por la teolo-
gía de los últimos años, que ha destacado la faceta liberadora del evangelio
y de la figura de María. Parece doctrina nueva, pero la Merced la había
practicado desde el mismo siglo XIII, como hemos indicado en todo lo an-
terior. Ahora ha vuelto a resaltarla en los diversos textos de su legislación
postconciliar (tras el 1970). Ellos reflejan el sentido y devoción de la Vir-
gen de la merced. Hemos citado ya bastantes, en la parte final de cada uno
de los textos anteriores. Ahora podemos añadir el final de una declaración
conjunta, emanada del Encuentro Intermercedario de 1981, en Barcelona:
Nuestra propia liberación según el modelo de María, nos llevará a la
acción redentora y a cantar con María y como María en el Magnifi-
cat la grandeza de Dios que libera al hombre. De una verdadera de-
voción o amor filial a María debe surgir la disponibilidad mas com-
pleta para participar con ella en la liberación de los pobres y escla-
vos. El canto a María de la Merced debe sugerir nuestro trabajo libe-
rador.
Siendo María de la Merced símbolo de una realidad plenamente ac-
tual, hemos de ser capaces de transmitirlo y comunicarlo a un mundo
que necesita y desea una nueva presentación de María, a través de
nuestra vida, de la liturgia, de nuestro trabajo, etc. Los mercedarios
debemos recabar de María una gran sensibilidad para conocer y
comprender los problema de la fe en el mundo de hoy, para descubrir
las situaciones de mayor esclavitud y las personas que mas necesitan
de la liberación que nos trae María de la Merced.
La acción redentora resulta por tanto inseparable de la devoción mariana.
María de la Merced es un símbolo activo. No se limita a "dar que pensar",
a ofrecer un consuelo interior. Ella da que hacer en el sentido radical de las
palabras: nos pone en el camino de la práctica en clave de veneración, ilu-
minación y compromiso:
a) Hay un momento de veneración. María se presenta desde el cora-
zón del evangelio como madre y protectora de cautivos: por eso la invoca
el redentor; por eso la venera, en gesto admirado, diciendo con todos los
pobres del mundo: ¡a ti llamamos los desterrados hijos de Eva... !
b) Hay un momento de iluminación. María está empeñada por Cristo
y con Cristo en la tarea de transformación liberadora de la historia. Por eso
abre nuestros ojos y nos permite "ver" la realidad de forma nueva. En esta
perspectiva se vinculan los dos momentos clásicos del "ver" y el "juzgar",
de tal manera que podemos hablar de un conocimiento integral, potenciado
por María, abierto a las necesidades de los hombres.
c) Hay un momento del compromiso. De la Veneración anterior, de
la visión y el juicio, pasamos a la acción. Amar a María significa ponerse
en concreto al servicio de su redención. Sin este momento de auténtica pra-

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xis (práctica de liberación) pierde sentido todo lo anterior.
Estos tres momentos reproducen la trama original de título de la Merced:
María era principio de veneración, iluminación y compromiso para Pedro
Nolasco y sus amigos. Pero del tiempo antiguo debemos pasar a nuestro
tiempo. Este es nuestro reto. No basta con rezar a María de un modo emo-
tivo y cordial (aunque eso está en la base de todo lo que sigue). Hay que
traducir su inspiración y presencia, logrando que ella emerja como signo
universal de libertad y esperanza activa entre los hombres.
El día en que asumamos y mostremos el misterio de María redentora de
cautivos desde el centro de esta tierra esclavizada serán muchos los que en-
cuentren en ella (en la Madre de Jesús) un fundamento más hondo de vida
y esperanza. María de la Merced pertenece al tesoro de una Iglesia cristiana
que quiere ser liberador. Ella patentiza, manifiesta, hace presente, la mise-
ricordia maternal de Dios para aquellos que sufren cautiverio y se encuen-
tran de esa forma en riesgo de perder su dignidad humana y su conciencia
religiosa.
De una forma especial, Juan Pablo II ha vuelto a situar la figura de María
en esta perspectiva, muy cerca de eso que podemos llamar las fuentes mer-
cedarias. En la aurora del año 2000, confortado por el jubileo mariano de
1987-1988, el Papa se ha sentido llamado a proclamar su palabra de reden-
ción y esperanza hacia los pueblos y grupos oprimidos. Así presenta a Ma-
ría como Madre de la Libertad, especialmente en relación con los países
donde un tipo de dictadura política o social impide el desarrollo y plenitud
de la persona. Al mismo tiempo, el Papa ha presentado a María como Ma-
dre de la Liberación en los lugares donde muchos habitantes viven esclavi-
zados por un tipo de fuerte opresión capitalista que destruye también en su
raíz a la persona.
En esta perspectiva ha de entenderse el título de Santa María de la Mer-
ced: la Madre de Jesús en principio de amor e inspiradora de libertad para
aquellos que se encuentran oprimidos y no pueden desplegar en plenitud
sus valores personales. Ella es, al mismo tiempo, fuente de exigencia para
aquellos que, sabiéndose cristianos, descubren que es preciso dar la vida
por la redención y libertad de los demás. Desde ese fondo había presentado
el sentido de Santa María de la Merced. G. M. Roschini, en su famoso Dic-
cionario Mariano, el año 1960:
En la actualidad la advocación y título de Nuestra Señora de la Mer-
ced tiene más vigencia que nunca. Quizá en ninguna época de la his-
toria como en la nuestra se sufra tanto de la privación física de la li-
bertad por profesar el ideal cristiano o, a lo menos, un amor noble a
su patria. Pensamos en la Iglesia del Silencio y, dentro también de
los países civilizador, pensamos en los que sufren privación de liber-
tad por profesar un ideal político, profesional o ideológico distinto

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del que tiene el poder. Cuando en cualquiera de estas situaciones
surge el encarcelamiento, la prisión, la coacción física, mucho apro-
vechará encomendarse a la Virgen de la Merced, invocándola como
Madre de Misericordia y Redentora de Cautivos (pág. 445).
Ciertamente, las cosas han cambiado mucho en estos treinta y cinco años
(de 1960 a 1995). Casi ha desaparecido el sistema comunista que mantenía
oprimida a la Iglesia del Silencio. La sociedad y la política resultan muy
distintas. Pero no puede decirse que la situación haya mejorado. Sigue ha-
biendo opresión en los países del Primer Mundo y del Tercero: la humani-
dad vive amenazada por nuevos y fuertes brotes de violencia y opresión in-
terhumana.
Por su parte, la Iglesia Católica ha intentado actualizarse y lo ha hecho en
muchos de sus rasgos. Pero en el campo de la devoción mariana no ha sa-
bido valorar el signo de Santa María de la Merced y de san Pedro Nolasco,
su devoto; por eso ha suprimido esas fiestas del Calendario Litúrgico uni-
versal. Vistas las cosas en plano profundo, pensamos que esa supresión ha
resultado poco afortunada: si algo ha crecido en la Iglesia ha sido la con-
ciencia de opresión y el empeño por llevar la libertad (económica, social,
cultural y religiosa) hacia los hombres cautivados. Eso es precisamente lo
que reflejaba y potenciaba el culto de María bajo el título de Virgen de la
Merced.
En este contexto resulta importante que recordemos la polivalencia de ese
título de la Merced. No significa algo cerrado, como un concepto que se
aplica solamente dentro de un determinado campo social o cultural. Como
todo verdadero símbolo religioso, el signo de Virgen de la Merced puede
aplicarse y expandirse en diversas circunstancias, dando a los fieles moti-
vos para gozar, pensar y actuar:
a) La Merced es la Virgen de Pedro Nolasco y de sus frailes, la ins-
piradora de su obra de liberación, la fundadora verdadera de su Orden. Por
eso, en algún sentido, es la Virgen de una determinada familia religiosa.
b) María de la Merced es la Virgen titular y patrona de una ciudad
(Barcelona) y de diversas naciones y pueblos del mundo. En ese sentido, su
culto esta vinculado a una determinada geografía mariana, especialmente
en España y en América Latina (sobre todo Perú, Ecuador, Argentina y
Guatemala, etc.).
c) La Merced es ante todo la Virgen de los cautivos y oprimidos. Así
la invocan los que sufren en la cárcel, faltos de libertad, los que viven en
opresión o esclavitud social, los que padecen en campo de marginación y
muerte. Precisamente aquí, en la periferia del gran mundo, tiene un sitio
(recibe su sentido) la Virgen redentora.
d) La Merced es Virgen de la liberación o mejor dicho, es la patrona

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de los redentores, es decir, de aquellos que, asumiendo en formas nuevas el
ideal de Pedro Nolasco, quieren promover en nuestro tiempo acciones de
redención y entrega en favor de los marginados, cautivos y oprimidos.
Resulta especialmente significativa la vinculación de la Merced con Amé-
rica Latina. Allí llevaron ese titulo los antiguos misioneros hispanos en los
primeros momentos de la evangelización de esos países. Pues bien, cuando
llegó el momento de la independencia de algunas de aquellas naciones fue-
ron muchos los creyentes que invocaron a María de la Merced como liber-
tadora: se dice que ella guiaba el ejército de los insurrectos o insurgentes,
ofreciendo un ideal de nueva libertad e independencia en muchos de esos
pueblos.
Han pasado casi dos siglos. La misma Virgen que a principios del siglo
XIX aparecía como Libertadora nacional en Perú o Ecuador, en Santo
Domingo o Argentina puede y debe presentarse a finales del siglo XX en su
más profundo y auténtico sentido como libertadora de todos los pobres.
Ella no está ahora con los soldados insurrectos que rechazan el poder de la
colonia; tampoco defiende a los poderes militares que, en nuevas circuns-
tancias, quieren presentarse como garantes de la seguridad nacional de un
determinado país. La Virgen de la Merced pertenece siempre a los pobres y
oprimidos: quiere ser la Madre de todos los marginados, inspiradora de
aquellos que buscan un camino de justicia y transformación social sobre la
tierra.
Quizá en tiempos pasados la Virgen de la Merced servía sobre todo para
consolar a los más pobres con su gesto de presencia maternal y su ternura,
dejando que las cosas siguieran en lo externo como estaban. Ahora las cir-
cunstancias han cambiado. Habrá momentos de ternura y presencia cariños
de la Madre en medio del dolor de sus hijos. Pero la historia social ha co-
menzado a moverse y la Madre de Merced aparece también como promoto-
ra de un camino personal y social de liberación humana, al servicio de la
dignidad del hombre y de los grandes valores de la fe.
Ese camino de Merced, como proceso de manifestación mariana, implica
un movimiento muy profundo de encarnación, análisis social y compromi-
so, en la línea de aquello que en su tiempo hicieron Pedro Nolasco y los
primeros mercedarios. De esa forma, la invocación piadosa de la Madre re-
dentora se enriquece por dentro y viene a presentarse como un compromiso
de intensa trasformación humana.
Se repite así la situación de la noche del 2 de agosto de 1218. Nos halla-
mos ante una nueva Descensión de María que revela en formas actuales su
mismo rostro de Merced (de liberadora de cautivos). Ella nos enseña a su-
perar el miedo, haciéndonos capaces de descubrir la realidad de forma nue-
va y comprometida. Se nos aparece María, de tal forma que con ella apare-
cen (se descubren) los cautivos. Así podemos penetrar de un modo intenso

100
en nuestra realidad, en claves de encarnación, de conocimiento más pro-
fundo y compromiso liberador:
a) Lo primero es la encarnación. No puedes comprenderse los pro-
blemas desde fuera. Por eso, los devotos de Santa María de la Merced se
empeñan desde el principio a visitar a los cautivos, es decir, a penetrar en
su mundo, acompañándoles en el camino de la vida. Visitar significa aden-
trarse en el lugar del sufrimiento, introducirse desde Cristo y con María en
el tejido de injusticias y opresiones que destruyen al hombre sobre el mun-
do. María nos inquieta: rasga la coraza de seguridades sociales y sacrales
que formamos en torno a nuestra vida y nos invita a descender al cautive-
rio. Sólo allí puede alumbrar nuestros ojos para que ellos vean.
b) Lo segundo es la visión o conocimiento, en clave de análisis social
muy profundo. No basta con encarnarse en sentido exterior. Hay que
aprender a mirar y entender las cosas desde dentro. Por eso, los antiguos
devotos de María de la Merced tenían que ser hombres sabios en el sentido
radical de término, capaces de entender el cautiverio, sus razones, sus mo-
tivos y sus formas. Esto es lo que ahora suele destacarse al hablar de un
análisis social: para cambiar las cosas hay que conocerlas en plano científi-
co y también en un nivel más hondo de solidaridad humana, alumbrada
desde Cristo. En ese sentido, podemos decir que María de la Merced viene
a presentarse como Virgen iluminadora: ella nos hace comprender la falta
de "vino" (libertad) en la que viven oprimidos los humanos. Sólo quien co-
noce al opresor, sólo quien descubre los motivos y la trama de esa opresión
puede ponerse a superarla. Por todo eso, Santa María de la Merced debe ser
para los nuevos mercedarios la Virgen del conocimiento más profundo de
la opresión y del más hondo y eficaz empeño de liberación.
c) Tercero es el compromiso. El devoto de María de la Merced no se
puede quedar en la contemplación, mientras el mundo sigue estando cauti-
vo. La Madre de la Merced amina con los liberadores, sus devotos, pene-
trando con ellos en las cárceles, los campos del sufrimiento y opresión, los
lugares donde están los marginados. La forma de expresar y realizar este
compromiso varía con los tiempos y lugares, no puede hoy ser lo que ha si-
do en la época de san Pedro Nolasco. Ya no se puede comprar a los cauti-
vos con dinero (al menos al modo antiguo), ni se puede hacer un canje,
como antes se hacía, ni quedar en rehenes en lugar de los más débiles. Pero
se puede y debe liberar con métodos que ofrece nuestro tiempo: con la edu-
cación y la militancia social, con las resistencia a los poderes opresores,
con la denuncia y la transformación económica, con la oración y el gesto
concreto de ayuda a los que están necesitados, en las mil formas de presen-
cia y asistencia humana.
Estamos en un momento crucial. Los responsables de la Comisión Litúr-
gica del Vaticano han quitado a la Virgen de la Merced del Calendario

101
Universal de la Iglesia, por suponer que su título se había vuelto inoperante
o poco significativo para el conjunto de los fieles. Pues bien, los nuevos
tiempos han mostrado que ese título se encuentra entrañablemente unido al
sufrimiento y esperanza de los hombres (y no sólo de los cristianos). Son
muchos los creyentes que empiezan a ver o siguen viendo en María el signo
de la gracia redentora abierta hacia los cautivos, exilados, oprimidos, ex-
pulsados o encarcelados de la tierra.
La transformación eclesial que esperamos tendrá también un signo ma-
riano. Nuevamente encontraremos a la Madre de Jesús como Madre de la
Merced, esto es como protectora de oprimidos y redentora de cautivos. Es
evidente que en la Iglesia hay otros títulos marianos que son de alguna
forma convergente y tienen un sentido parecida al de la Merced. Así suele
decirse que María es MADRE DEL PERPETUO SOCORRO, PATRONA
DE LOS DESAMPARADOS, AUXILIADORA DE LOS CRISTIANOS,
VIRGEN DE LAS GRACIAS, SEÑORA DE LAS MISERICORDIAS,
MADRE DEL CARIÑO, AMPARO DE PECADORES, etc. Pues bien, en-
tre esas y otras advocaciones, por su especial densidad liberadora y por su
historia, ocupa un lugar muy importante aquella que presenta a la Madre de
Jesús como SANTA MARÍA DE LA MERCED, es decir, como liberadora
universal de los cautivos.

102
BIBLIOGRAFIA
La dividimos en dos partes. En la primera presentamos los de tipo
bíblico, en la segunda los de tipo mercedario. En ambos casos esco-
gemos aquellos títulos y textos que nos parecen más significativos.
La selección es mayor en el plano bíblico donde existe una bibliogra-
fía mucho más extensa.
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