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“Imágenes póstumas”

 Hace unos días leí que el fin del mundo se pospone, -sí, una vez más- hasta el 21
de octubre. Los fundamentalistas del apocalipsis lo han anunciado hasta el cansancio, sin
rendirse. Hoy la actividad sísmica es insoportable y esas naves con forma de mantarraya
patrullan el firmamento. Es necesario esconderse para no ser pulverizado.

 No sé cuánto tiempo nos quedará, pero ya casi no puedo respirar. El cielo tiene
un extraño color rojizo, hay nubes de polvo y rayos. Mi obra quedará seguramente
inconclusa, pero escribiré lo que pueda hasta el último segundo. No sé si podrá sobrevivir
algún ser humano, pero si de algo estoy seguro es que este será el gran colapso de
nuestra civilización. Y ahora que sabemos que hemos vivido siempre adorando sombras y
alabando monstruos, es necesario dejar un registro.

Las imágenes en mi mente dan vueltas como en una licuadora. La emoción queda
anulada por ese torbellino de impresiones, como en un videoclip. El sonido de las alarmas
me pone aún más nervioso, mientras busco una lapicera que funcione.

Esa imagen vívida de las sierras de Córdoba tomada desde la ventanilla del
Tempra que selló un instante de felicidad, cuando enganché el video de “Raspberry Beret”
en MTV que todavía sigo escuchando, esa aureola de luz con la que apareciste en la
clase de Tai Chi y supe al instante que serías alguien muy especial, el momento en que
me pusieron la medalla del primer premio por el cuento “La Jaula Boba”, Mauro
diciéndome “amigo” por primera vez en esa fiesta del colegio en la que yo era nuevo, ese
pastillero re “belle epoque” de tu abuela y la mirada con la que me lo regalaste, cuando
me dieron el alta y nos fuimos con mamá en un taxi luego de estar 15 días internado, la
primera vez que fui a un boliche donde baile solo en el medio de la pista, el radioteatro
que hacíamos con los vecinos del barrio y todos esos juegos, esa hipnótica esfera de luz
blanca en el cielo que me reseteo el cerebro.

Ciudades enteras han caído junto con todas las telecomunicaciones. Pero yo estoy
en paz, sé que nada es real y que todos los recuerdos son meros programas, instalados
para provocar sufrimiento. Somos como ratas de laboratorio para nuestros macabros
creadores, que finalmente han logrado su objetivo. Y mi cara es una máscara múltiple que
me permite cambiar de dimensión cuantas veces quiera. Solo tengo que tocar tres veces
mi entrecejo. Sé que soy solo un personaje casi holográfico de esta época póstuma. Las
paredes del viejo edificio se resquebrajan y la corriente eléctrica funciona de manera
intermitente.

De pronto, unas luces como flashes junto a las vibraciones del piso y otros
estruendos me sacan de ese trance mnémico. Siento náuseas y unos latidos punzantes
en la cabeza, como si fuera a estallar. Logro levantarme del sillón y camino agarrándome
de las paredes para llegar hasta el baño. Me acerco al espejo y veo que tengo la cara
blanca como un mimo. Me pongo unas gafas negras y la luz se corta totalmente. Un
silencio absoluto se expandió por los confines de la Tierra antes de que todo
desaparezca.

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