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EN ÉL SÓLO...LA ESPERANZA
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Padre Pedro Arrupe, sj
En Él sólo... La esperanza
Selección de textos sobre el Corazón de Cristo
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3. Una Devoción para nuestro tiempo -p.54
4. Una respuesta de fe y de amor -p.58
5. ¿Fiesta de Dolor o de Gozo? -p.61
6. Misterio del Amor Misericordioso –p. 64
7. Testamento Abierto del Padre Arrupe -p.67
EPÍLOGO "Y todo esto por mí"... (EE. 116) – p.70
En Él sólo... la esperanza
Padre Pedro Arrupe, SJ
*
Prólogo de Karl Rahner, sj
Se dan en la historia, a veces, experiencia s espirituales sin precedentes -aunque
sus raíces puedan estar ya presentes en el pasado de la persona- que son inolvidables
y se convierten en norma permanente mientras exista y conserve su identidad el que
ha vivido tales experiencias. Eso vale también para la Iglesia, haciendo notar, tratándose
de ella, que perdurará hasta el fin de los tiempos y jamás ha de perder su identidad.
El que hoy día este encargo se haya hecho más difícil; el que ese culto deba ser
reelaborado teológicamente, y vivido y predicado de modo más acomodado al talante de los
nuevos tiempos, no priva a esa Orden -en la conciencia que oficialmente tiene de sí misma-
de la convicción de que esa devoción es para ella un encargo recibido verdaderamente de
Dios.
Con esto tocamos una realidad -de difícil comprensión desde el punto de vista de la teología
y de la historia de la espiritualidad- pero digna de ulterior reflexión: una Orden que es
sujeto de una experiencia que no se remonta a sus orígenes pero que, no obstante, llega a
compenetrarse con su esencia y la impide desentenderse de ella como si fuese un trivial
incidente de su historia.
Esta es la perspectiva en que deben leerse estos textos del 28º General de la Compañía de
Jesús, Padre Pedro Arrupe. Estos textos testimonian su fidelidad a un celestial encargo que
su Orden ha aceptado como esencial para sí misma.
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Acreditan la pasión por una identidad mantenida a lo largo de la historia, -incluso cuando,
como ahora, la crisis de identidad llama a las puertas de las Ordenes religiosas- y
por una herencia tal como es esta devoción que podría considerarse - injustamente-
como un fenómeno del que puede desentenderse como de una antigualla histórica.
Evidentemente, esa fidelidad no puede hacerse operativo mediante un
conservadurismo reaccionario.
La transmisión de tal legado exige una fidelidad que sea creativa dando a sí a la
herencia una renovada vitalidad, y exige también repensarla teológico y pastoralmente.
El Padre Arrupe se ha empeñado en esta tarea. El alto grado de preparación que para ella
tiene, está patente en la historia de su propia vida y en sus declaraciones
pastorales. Los textos que ofrece este libro muestran cómo entiende el Padre Arrupe
el "aggiornamento" de la devoción al Corazón de Jesús.
Pero es un paso más en ese deber de transmitir, y, por ello mismo, una prueba de la
fidelidad a una experiencia irrenunciable de la Orden y señal también de una inquebrantable
y animosa esperanza de que de un santo pasado puede nacer un futuro lleno de promesas.
Cuál sea, en concreto, la aportación del Padre Arrupe a esta reinterpretación viva de la
devoción al Corazón de Jesús, es cosa que habrá de percibir por sí mismo el lector de estos
textos. Yo solo querría llamar la atención del lector acerca de tres puntos para evitar el
peligro de minusvalorar la exposición del Padre Arrupe.
El Padre Arrupe recuerda con insistencia las condiciones interiores previas que hay que
conseguir si de veras se quiere apreciar en todo su valor esta devoción del Corazón
de Jesús. Y, consiguientemente, pide a la Teología de esta devoción que reflexione
acerca de cuáles son los condicionantes subjetivos ("trascendentales") necesarios para
comprender esta devoción, esto es: no olvidar en esta teología de la fe la "fides qua"
por pensar demasiado en la "fides quae", aplicando así también a esta rama de la
teología una tendencia que es legítima en la teología actual en general.
Con ello, esta devoción puede descubrir su profunda incidencia en la doble misión que su
Orden, bajo su dirección, se impuso a sí misma en la Congregación General 32ª, a saber: la
lucha por el Evangelio, a mayor gloria de Dios, y por la justicia en este mundo sin
la que no puede asegurarse la total salvación del hombre.
De este modo, estando la unidad del amor a Dios y al prójimo tan en la esencia de la
devoción al Corazón de Jesús, esta devoción tiene ciertamente un porvenir... en la Orden
del Padre Arrupe y en toda la Iglesia.
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KARL RAHNER, S.J. Innsbruck, 1 de septiembre de 1982 (1) cf. Urwort: palabra primigenia y
generadora (ur: raiz que significa originario; wort: palabra, voz) Padre Pedro Arrupe, SJ
3.Por lo tanto, la Congregación General recibe con ánimo fiel este deseo del Sumo
Pontífice, recoge los decretos de las Congregaciones Generales anteriores acerca de la
devoción al Sagrado Corazón y exhorta a todos sus miembros "a que difundan cada vez
más el amor hacia el Corazón (5) de Jesús, y a que con su palabra y con su ejemplo
demuestren a todos que de esta devoción deben recibir su mayor aliento e
impulso, tanto la esperada renovación de mentalidades y costumbres como la
mayor eficacia y vigor de las instituciones eclesiales que pide el Concilio Vaticano II"
. De esta manera haremos más fácilmente del amor de Cristo que se simboliza en el (6)
culto del Sagrado Corazón el centro de nuestra vida espiritual y llevaremos de un
modo más eficaz a todos el evangelio de las insondables riquezas de Cristo y
fomentaremos en la vida cristiana la primacía de la caridad.
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4. A nadie se le oculta que la devoción al Sagrado Corazón en nuestros días, al menos en
algunas partes del mundo, ejerce sobre los mismos jesuitas y sobre los fieles un poder de
atracción menor que antes, debido quizás a las formas externas menos adecuadas con que
se la presenta. Por esto se invita encarecidamente a los teólogos, a los peritos en
teología espiritual y pastoral, y a los promotores de la devoción al Sagrado Corazón
a que investiguen diligentemente la forma más apta de presentar esta devoción,
teniendo en cuenta la diversidad de tiempos y lugares. Pues parece necesario que,
conservándose siempre integra la esencia de esta devoción, de tal manera se purifique de
aquellas modalidades accidentales y se a como de a las exigencias de nuestro
tiempo, que se haga cada vez más inteligible a los hombres de nuestros tiempos y
más acomodada a su sensibilidad.
5. La Congregación General recomienda además al M.R.P. General que fomente los
susodichos estudios a fin de que él mismo pueda aprovecharse de ellos para mejor
proceder a la renovación de toda la Compañía en el espíritu al mismo tiempo religioso y
apostólico.
1) Gaudium et Spes, 22 (2) Cf. Lumen Gentium, 3 (3) Pío XII "Haurietis aquas" 15-5-1956 (AAS 48, 1956,
345) (4) Pablo VI "Investigabiles divitias" 6-2-65 (AAS 57, 1965, 300) (5) C.G. XXIII d. 46. n. 1; C. G. XXVI, d.
21; C.G. XXVIII d. 20: C.G. XXX, d. 32 (Col. decr. 223; 286; (90); (370) (6) Pablo VI "Disserti interpretes" 25-
V-1965, AR XIV (1965) 585 Padre Pedro Arrupe, SJ
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Figura excelsa, inmensa, infinita; el amable Cristo que habla con los niños, el Cristo con
aquellas diatribas en contra de los fariseos, el Cristo que se hunde en la divinidad en
Getsemaní, el Cristo que manda callar al viento y a la tempestad, el Cristo que habla
sencillamente y al mismo tiempo que expone la doctrina que jamás podrá ser entendida del
todo por los hombres porque tiene una profundidad infinita. Y cuando se pregunta el
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porqué de esa autenticidad de Cristo vemos que hay un aspecto fenomenal de esta
figura: que es el Salvador. Y todas las páginas del evangelio van a explicar el proceso de la
salvación a través de esa persona excelsa y divina.
Y si preguntamos sí ésa es toda la figura de Cristo, podemos decir que no; que
hay algo más, porque Cristo se entrego por nosotros, murió por nosotros, pero
resucitó. Y Cristo es hoy una persona viviente. ¿En dónde? A la derecha del Padre,
interpelando por nosotros, y en el sagrario, el Cristo eucarístico.
Y si preguntamos la razón de esa interpelación en el cielo y de esa presencia real en el
Santísimo Sacramento, veremos que es el amor infinito que Cristo ha tenido a los
hombres y por el cual quiere permanecer con nosotros.
Entonces, ¿ese Cristo histórico, ese Cristo resucitado y glorioso, ese Cristo
eucarístico, resume toda la personalidad de Cristo?. No, pues nos dirá San Agustín: "Si
quieres amar a Cristo entero tienes que abrir un corazón grande; porque Cristo está como
Cabeza en el cielo, a la derecha de su Padre, pero también está extendido por todo el
mundo en sus miembros, que son todos los hombres". Es el Cristo místico, el Cuerpo
místico de Cristo, la totalidad de Cristo, del cual nosotros somos miembros.
Tampoco eso es todo, porque sabemos que a única persona que hay en Cristo, que es el
Verbo, se encuentra habitando en lo profundo de nuestro corazón y por eso se
pregunta San Bernardo "¿Dónde está ése que habla en el fondo del alma? ¿Por dónde
ha entrado? ¿Ha entrado por los ojos? ¿Ha entrado por los oídos? Ha entrado por el tacto?"
Y su respuesta es: "No; porque esto es signo íntimo mío".Esto que está más dentro de mí,
ha estado dentro de mí desde el comienzo de mi existencia. No ha tenido que entrar por
ninguna puerta. Este Verbo divino que esta en el fondo de mi alma, y me habla, es
también la persona de Cristo. Ese Cristo completo, ese amor infinito simbolizado en este
Corazón que está deseando verificarse con nosotros.
Por eso nosotros, y vuelvo a pensar en la Compañía de Jesús, no tenemos otro objeto sino
llevar ese Cristo completo al pueblo de Dios en este momento histórico tan
interesante, tan lleno de confusionismo, con una evolución cultural en la que parece que
está naciendo una nueva era y se está creando el nuevo humanismo de la técnica.
Nosotros ahora, jesuitas, con todos vosotros estamos tratando de descubrir cómo llevar a
Cristo de una manera eficaz al pueblo. Por eso este momento, interesantísimo en la historia,
es el de las grandes dificultades, y cuya solución puede ser dictada solamente por el
mismo Cristo. "Christus solutio omnium difficultatum".
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pueblo de Dios que no asiste o por ignorancia o por imposibilidad o por malicia.
Hemos de sentirnos heraldos de Jesucristo, tenemos que salir fuera, ponernos en contacto
con ese pueblo que, tal vez en muchísimos casos con buenísima voluntad, se encuentra
como digo apartado de este redil de Jesucristo.
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CONFIANZA EN EL CORAZÓN DE CRISTO.
Para eso tenemos también esa promesa del Corazón de Cristo que nos promete
gracias extraordinarias; que hoy necesitamos para combatir el ateísmo, para poder
llevar esta espiritualidad a ese mundo naturalista. Es Cristo el único que nos puede inspirar;
el único que nos puede dar esfuerzo y esperanza.
Por eso hoy, la devoción al Corazón de Cristo, teológicamente bien entendida, tiene
una profundidad inmensa, cada día más conocida en la Iglesia, y al mismo tiempo la
energía verdadera que puede dar eficacia a nuestro apostolado.
Hoy que se descubren tantas energías nuevas; hoy que estamos todos admirados de
todas esas investigaciones científicas, la física atómica, la energía del átomo que parece va
a trasformar todo el mundo, no nos damos idea que la potencia humana es nada
compa rada con la potencia superatómica de este amor de Cristo que da su vida y vivifica
al mundo.
Nosotros le vamos a ofrecer esta víctima unidos a ese Corazón grande que ve a todos los
hombres del mundo, ensanchando también nuestro corazón para pedirle "Señor
apremia los días de abundancia, y haz que el mundo sea tu pueblo: Que ese Cristo místico
se extienda cada vez más para que podamos pronto decir, que realmente eres la
Cabeza de toda la humanidad". Por eso todos unidos vamos a ofrecerle este santo
Sacrificio con la máxima devoción, pidiendo estas gracias a Cristo nuestro Señor.
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Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Carta a toda la Compañía, 1972
El 27 de abril de 1972 escribió una carta a toda la Compañía para anunciar oficialmente
que el 9 de junio renovaría en la Iglesia del Gesù de Roma la Consagración de la Compañía
al Corazón de Jesús, que había hecho un siglo antes su antecesor el P. Pedro Beckx. Con este
motivo deja entrever las dificultades con que tropezaban algunos jesuitas a propósito de la
devoción al Corazón de Jesús en la época post-conciliar.
Es un tema que llevo muy en el alma, aunque no deja de ser hoy difícil de tratar por lo
diversas que son en la Compañía las posiciones subjetivas ante esta devoción. Me
voy a limitar a presentarles un deseo que siento profundamente como General: el de
ayudar a encontrar la solución del problema ascético, pastoral y apostólico que nos
presenta hoy la devoción al Sagrado Corazón.
Nadie duda que la espiritualidad ignaciana es cristo-céntrica. Toda ella, lo mismo que
nuestro apostolado, se funda en el conocimiento y en el amor profundo de Jesucristo, de su
divinidad y de su humanidad: en el conocimiento de Jesucristo Redentor, que ha amado a
su Padre y al género humano con un amor divino-humano, infinito y personal, con un amor
que se extiende a todos y a cada uno de los hombres. Es ese amor de Cristo, que una
tradición plurisecular, alentada por el Magisterio, representa en su Corazón, el que da
origen a la respuesta apostólica (al modo ignaciano) de quienes "se quieren señalar
en todo servicio" y llegar hasta el anonadamiento de la bandera de la cruz (la "kenosis"
del vexillum crucis) para colaborar en la redención del mundo.
Otros hay, en cambio, que sienten más bien indiferencia y aun una como aversión
subconsciente a este género de devoción, y llegan aun a evitar hacer mención de ella.
Piensan, en efecto, por una parte, que se reduce a unas cuantas prácticas
devocionales, sobrepasadas y anacrónicas, y no se ayudan, por otra parte, del
símbolo del corazón, pues la palabra "corazón" se ha ido cargando, según ellos, de
sentimentalismo y de una fuerza alérgica incoercible, a lo que contribuye también el
hecho de que, al menos en algunas culturas, el corazón no sea considerado como símbolo
del amor, si no es dentro de un contexto puramente sentimental.
Sucede con esto que no faltan quienes se sienten desorientados en esta materia.
Están convencidos del valor que encierra lo esencial del culto al Corazón de Cristo, pero no
saben cómo podrían proponerlo hoy a los demás en un modo aceptable, y prefieren
mantenerse a la expectativa y como en un respetuoso silencio
Las dos primeras posiciones parecen irreductibles y esencialmente opuestas, pero quizá no
lo sean en sus aspectos más fundamentales. La primera se apoya, y nadie podrá negarlo,
en numerosos documentos oficiales de la Iglesia y en la tradición de la Compañía:
decretos de las Congregaciones Generales, cartas de los Padres Generales, etc. Una
formación en ese sentido, recibida desde el noviciado, y la propia experiencia espiritual,
personal y apostólica, les demuestra cuánto se han sentido ayudados por la práctica de
esta devoción y no pocos recuerdan el "ultra quam speraverint" en los frutos
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extraordinarios de su acción apostólica como un signo fehaciente de su eficacia.
La posición opuesta tiene su origen en una serie de razones, que varían según los
casos. No me refiero, es claro, a las dificultades más hondas basadas en una
problemática cristológica que puede llegar hasta deformar la fe misma en Cristo y nuestra
relación personal con El, sino a varios otros motivos que fundamentan la reserva seria
de algunos. Sienten, en efecto, algunos una dificultad general en aceptar métodos de
espiritualidad que puedan significar, según ellos, una limitación de la libertad personal o
dar la impresión de algo impuesto indiscriminadamente desde afuera. Otros temen
comprometerse con una espiritualidad que estiman excesivamente sujetiva e intimista.
A otros retrae el valor o el alcance de las revelaciones privadas, en las que se ha
pretendido a veces fundamentar la devoción al Sagrado Corazón, o el concepto
mismo de consagración. Y en no pocos se añade un rechazo instintivo al modo
emocional, antiartístico y barato de algunas presentaciones o escritos sobre este
argumento.
Se podrían así citar otros puntos, que en un sano discernimiento pierden agresividad y aun
llegan a desaparecer. Debemos fomentar este intercambio de ideas que deberá
caracterizarse por los elementos siguientes, típicamente ignacianos:
- una gran comprensión, que trata de entender la proposición y el espíritu del
interlocutor (Ejerc. 22);
- una plena objetividad, a fin de considerar los valores reales y saber eliminar
cualquier clase de exageraciones unilaterales, de reacciones emocionales, etc.
(Ejerc. 181)
- un respeto total a la legítima libertad de los demás, sin querer llevar a todos por el
mismo camino sino dejando que el Espíritu conduzca a cada uno según su
voluntad (Ejerc. 15).
UN PUNTO FIRME
El valor objetivo del verdadero culto al Corazón de Cristo se muestra a las claras y
en muchos documentos de la Iglesia y de la Compañía. Sería muy difícil sostener, y mucho
más difícil probar científicamente que sus fundamentos han caducado o se encuentran
desprovistos de base teológica, si se presenta la esencia profunda del mensaje que ofrece y
de la respuesta que exige.
Cristo, Dios-hombre, precisamente por ser el Hijo de Dios encarnado, posee en plenitud
todos los valores genuinamente humanos. Es Dios y al mismo tiempo el más hombre
de los hombres. La persona de Cristo realiza la medida del amor pleno, porque expresa el
don que nos hace el Padre de su Hijo revelado en la carne, y porque realiza en sí
misma la síntesis perfecta del amor al Padre y del amor a los hombres.
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Es este misterio de amor divino-humano, simbolizado en el Corazón de Cristo, lo que ha
tratado de comprender y lo que ha querido subraya r la tradicional devoción al Corazón
de Cristo, en un mundo cada vez más sediento de amor y más necesitado de
comprensión y de justicia. Entre el Verbo de Dios y el Corazón de Jesucristo traspasado en
la cruz está toda la humanidad del Hijo de Dios, y el eclipse del sólido sentido teológico de
esa humanidad ha sido una de las razones que ha llevado a la desvalorización de su corazón
como símbolo. Saltar el anillo de la humanidad total de Cristo equivalen crear un vacío
teológico entre el símbolo y lo simbolizado, que el antropomorfismo y el pietismo se
sienten tentados de colmar. Dejar en la sombra la plena humanidad de Cristo
significa también y sobre todo perder la dimensión comunitaria, es decir, eclesial de la
espiritualidad cristocéntrica.
La Iglesia nace de la Encarnación, más aún, ella misma es una continua Encarnación; la
Iglesia es el cuerpo místico de Dios-hecho-hombre. Ahora bien, nada hay menos
individualista que un genuino amor a Cristo: la existencia misma de la reparación
procede de una auténtica exigencia comunitaria, del Cuerpo Místico.
Superando los obstáculos de orden psicológico que las formas externas de este culto
pueden presentar, el jesuita debe revitalizarlo con la espiritualidad cristocéntrica sólida
y viril de los Ejercicios que, con su cristocentrismo integral y con su culminación en
la entrega total, nos preparan a "sentir" el amor del Corazón de Cristo como punto de
unificación de todo el Evangelio.
La vida del jesuita queda perfectamente unificada en la respuesta al llamamiento del Rey
Eternal y en aquel "Tomad, Señor, y recibid" de la Contemplación para alcanzar amor,
que es corona de los Ejercicios.
Vivir esa respuesta y ése ofrecimiento será para cada uno de nosotros y pa ra toda la
Compañía la verdadera realización del espíritu de la consagración al Corazón de Cristo, al
modo ignaciano.
Es un hecho, por otra parte, que nos encontramos ante la realidad de que muchos
y buenos jesuitas no sienten hoy especial atracción, antes al contrario, experimentan
repulsión hacia esta forma de culto. Y un principio ignaciano nos dice que no se puede
imponer a nadie una forma de espiritualidad que no le ayude en su vida de jesuita. (Cfr. M.
I. Fontes Narrativi IV - 855).
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Nos encontramos en un momento histórico de crítica, de contestación de rechazo de
elementos tradicionales. Esto, si tiene grandes peligros, tiene también la ventaja de
obligarnos a ahondar en la esencia de las cosas.
De ahí que la Compañía, precisamente para mantenerse fiel a su tradición, tiene hoy el
deber de estudiar la esencia de la devoción al Corazón de Jesús y de descubrir el modo
de utilizarla y de presentarla al mundo de hoy. Serían inaceptables las soluciones
simplistas que, o desconocieran la necesidad de una adaptación viva y de un desarrollo
teológico de su esencia y de su ejercicio, o la rechazaran de plano porque personalmente no
agradara.
Profundizar en este problema espiritual, pastoral y apostólico nos llevará, por un lado, a
descubrir su verdadera solución, que ha de ser de gran servicio no sólo para
nosotros mismos sino para tantos religiosos y laicos que esperan desorientados
direcciones concretas en esta materia; y nos dispondrá, por otro, a conocer más
profundamente a Aquel, en quien se encuentran todos los tesoros de la sabiduría y de
la ciencia (Col 2,3).
Quisiera añadir una palabra personal, como General. He sentido la obligación de hablar
de este punto tan vital en nuestra espiritualidad, no solamente porque celebramos este
centenario, sino también porque, además de estar personalmente convencido del valor
intrínseco de la devoción al Corazón de Cristo y de su extraordinaria energía apostólica
(tanto por razones teológicas como por experiencia propia), creo que se puede
definir, con los Sumos Pontífices, "compendio de la religión cristiana" y con Pablo VI:
"excelente forma de la verdadera piedad ... en nuestro tiempo".
En la Iglesia del Gesù de Roma, donde el Padre Beckx lo hizo por primera vez, espero
renovar el próximo 9 de junio, fiesta del Corazón de Jesús, la Consagración de la
Compañía al mismo Sagrado Corazón con la fórmula cuya copia adjunto a esta carta.
Desearía que todos se unan en (1) espíritu a este acto en la forma que se crea más
conveniente en cada Provincia.
Que el Padre, "que ha ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las ha
revelado a los pequeños" (Mt 11, 25), nos conceda, a vosotros y a mí, el conocer
y sentir cada vez más profundamente las inagotables riquezas encerrada s en el
Corazón de Cristo. Yo considero esta gracia importantísima en este momento de la
historia de la Iglesia y de la Compañía. "Petite et dabitur vobis". (1) La fórmula enviada
entonces estaba compuesta por algunos teólogos y fue sustituida luego por la fórmula
compuesta por el mismo Padre Arrupe, que reproducimos a continuación.
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Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Homilía en el "Gesù" de Roma, 1972 –
El 9 de junio de 1972, fiesta del Corazón de Jesús, el Padre Arrupe concelebró con 160 jesuitas
en la Iglesia del Gesù de Roma y renovó, antes de la comunión, la Consagración de toda la
Compañía. En la homilía estableció un paralelo original entre el significado de la gracia de La
Storta y la Consagración: lo verdaderamente trascendental es estar unido a Jesucristo: "estar
puesto con El"
HACE UN SIGLO...
Al querer renovar la Consagración al Sagrado Corazón, que tuvo lugar hace 100
años en esta misma Iglesia del Gesù, vienen instintivamente a mi recuerdo los
momentos difíciles para la Compañía en los que el Padre Pedro Beckx realizó aquella
ceremonia. Estas eran sus palabras: "más aun, si miramos la situación del mundo,
empezamos a sentir nuevos males, y con razón no podemos menos de temer otras
cosas.." Y añadía: "Pidamos a este (Corazón Sacratísimo de Jesús) la salud, la
salvación, la paz y esperémosla sin dudar".
LA VISIÓN DE LA STORTA
Podrá pensar alguno: ¿qué tiene que ver La Storta con la devoción al Sagrado
Corazón?. Y en verdad, mirándolo externamente, no puede haber dos episodios más
distintos. En La Storta, capillita solitaria y abandonada en los suburbios de Roma, un
pobrísimo peregrino con otros dos compañeros se detiene a orar; en el fondo de su
alma, en el secreto de su espíritu, la Trinidad comunica a Ignacio una gracia altísima,
resumen de su vida mística hasta ese momento, y una de las más decisivas para la
fundación de la Compañía.
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Ignacio había pedido incesantemente a Nuestra Señora durante muchos años que "le
pusiese con su Hijo". Esta petición logra ahora su efecto de modo más sublime de lo que él
hubiera imaginado.
"Ego vobis Romae propitius ero", o la expresión, aún más fuerte y significativa, que leemos
en Nadal y Canisio: "Ego vobiscum ero".
Dirigiéndose luego a Jesucristo, que se muestra cargado con la cruz, el Eterno Padre
le dice señalando a Ignacio: "Quiero que recibas a éste por tu servidor", a lo que
Jesús responde, mirando a Ignacio: "Quiero que tú nos sirvas". Esta escena trinitaria, tan
brevemente descrita, nos revela la concesión de una gracia mística altísima, que
como tal será imposible se pueda llegar a expresar adecuadamente en palabras
humanas. El mismo Ignacio lo reconoce. Y ello es causa de las diversas versiones
que se han hecho de este hecho único y fundamentalmente cierto.
Así aseguró el ángel a María: "Ave, gratia plena, Dominus tecum". Así prometió Cristo a
sus apóstoles: "Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem
saeculi"(Mt. 28,20), y a Pablo en Corinto: "Noli timere, ne taceas, propter quod ego sum
tecum"(Act18,2)
Ignacio puede estar seguro. Si Dios está a su favor, ¿quién podrá vencerlo?
Es petición clave y muy querida para Ignacio la de "ser puesto con el Hijo". Esa
frase, gramaticalmente algo forzada y dura, expresa la aspiración a una proximidad
más íntima de la que ya tenía con Jesucristo, a una muy particular interioridad recíproca
con El, a algo semejante a lo que Santa Teresa llama "desposorio espiritual" y María de la
Encarnación "don del Espíritu del Verbo Encarnado" (Lettre del 2.2.1649, Ecrits
spirituels IV, 258-62).
Y si tan ardientemente deseaba Ignacio esa gracia es porque preveía cuán necesaria
le era y trascendental para poder realizar el ideal apostólico que concebía en su mente.
El Padre Eterno toma la iniciativa y expone a Jesucristo el deseo de Ignacio: "Quiero que
recibas a éste en tu servicio". Y a su vez Jesucristo, que hace siempre la voluntad
del Padre, responde dirigiéndose a Ignacio: "Quiero que tú nos sirvas". No le dice:
"que me sirvas", sino "que nos sirvas," tomando de este modo a Ignacio a su servicio y al
de la Trinidad.
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132), desde el cual es enviado "ad extra" con Cristo para servirle en favor de las almas,
nuevo servicio que definirá después en la Fórmula del Instituto como "servir a la Iglesia
sub Romano Pontífice" o como "defensio et propagatio fidei" .
Adquiere plena significación aquella palabra "servir" tan característica de Ignacio, que
expresa el fin mismo de los Ejercicios y resume la ofrenda del Reino, de las dos Banderas, de
los tres grados de humildad. Servir será en adelante consagrarse por entero al
servicio de la Trinidad como compañero de Jesús en pobreza, en abnegación total de sí
mismos, en cruz. Ignacio entiende el sentido profundo de su vocación y de la de sus
compañeros y se siente no sólo llamado y admitido sino además penetrado y
transformado interiormente como lo fueron los apóstoles (Lagrange, L'Evang. selon
Saint Jean, Paris 1936,447-48).
Tal era su fuerza interior que se sentía capaz hasta de morir en cruz: "No si lo que nos
espera en Roma, repetía, no sé si seremos crucificados".
El 'vexillum crucis' adquiere así una nueva significación, reviste un aspecto mucho
más personal, dinámico y profundo, al mantenernos en el recuerdo permanente de que la
raíz de todo el misterio de la Encarnación y de la Redención es el amor infinito y humano de
Cristo.
¿Qué es, pues, la consagración que vamos a hacer dentro de unos momentos?:"no
otra cosa, dice León XIII en "Annum sacrum" (AAS XXXI, 649, a. 1899) que
entregarse y comprometerse con Jesucristo, porque cuanto se da al Corazón de Jesús
como obsequio piadoso, se da verdaderamente a Jesucristo".
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Es una entrega, una oblación, un "suscipe". Acto de fe, porque es una confesión de la
Santísima Trinidad, y una entrega absoluta al Verbo Encarnado y a la Iglesia, su
Cuerpo Místico, traducida en fidelidad especial al Vicario de Cristo, a la cual llamaba Ignacio,
"principio y fundamento" de la Padre Compañía.
Acto de esperanza, pues sabemos que para cumplir lo que prometemos contamos con la
ayuda del Señor: "Ego vobiscum ero"; si Deus pro nobis, quis contra nos?: sabemos
por experiencia la multitud de gracias que nos han venido de la fidelidad a esta
devoción. Acto de caridad, porque hacemos nuestra entrega como holocausto a ciencia y
conciencia, conociendo sus consecuencias: sabemos bien qué significa "dar la vida por
los amigos", seguir a Jesús Crucificado.
EN EL MUNDO DE HOY
El mundo necesita hoy de esos hombres con fe, fuertes, desinteresados, confiados,
dispuestos a dar su vida por los demás. Ello no se hace sin gracias especiales; nuestra
vocación en el mundo de hoy es demasiado difícil. Por eso pedimos a María "que nos
ponga con su Hijo", es decir, que nos alcance del Eterno Padre, como alcanzó para
Ignacio, aquella especial intimidad recíproca, absolutamente necesaria no sólo para
resistir al mundo, sino para llevarlo a Cristo.
Una gracia que verifique en nuestra alma la transformación interior, que sea una
recreación de nuestras facultades, una identificación tal con Cristo que logre, usando
las palabras de Nadal "que entendamos por su entendimiento, queramos por su voluntad,
recordemos por su memoria, y que todo nuestro ser, nuestro vivir y obrar no esté en
nosotros sino en Cristo" (MHSI vol. 90,122).
Una transformación interior que nos lleva a amar más a la Trinidad, a Cristo, a la Iglesia
y a las almas y llegar al nivel ignaciano de verdaderos "compañeros de Jesús". Una
transformación de nuestro corazón de piedra por otro de carne (cf Ez. 36,26), que nos lleve
a tener conciencia, como tuvo Ignacio, de que Dios está siempre en y con nosotros, y
de que lo sintamos, en frase ignaciano, "como peso en nuestra alma".
Nuestra consagración termina, por eso, con las palabras del "Suscipe". Ese "Suscipe",
resumen y vórtice de los Ejercicios, expresa nuestro modo personal de ofrecernos y la
realización concreta de nuestro holocausto "in odorem suavitatis" (Const. 540); y, al
ser aceptado por el Señor, nos garantiza las gracias para llevarlo a la práctica: "ad
explendum, gratiam uberem largiaris".
Una vez más vemos así identificado el espíritu de nuestra Consagración con el
espíritu de los Ejercicios y de las Constituciones, y así su expresión más adecuada será la
que realice el ideal del verdadero hijo de Ignacio y "compañero de Jesús".
Terminemos considerando, con San Francisco de Borja, a Cristo Nuestro Señor en la cruz:
"en la llaga del costado... tomándola por refugio, oratorio... y continua morada.
Amén" (Tratados Espirituales, Barcelona 1964, p. 304).
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Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Texto original, 1972 –
El Padre Arrupe deseaba cambiar la fórmula del Padre Beckx, porque respondía a otro
contexto cultural muy diferente. Encargó a algunos teólogos la redacción de un nuevo texto.
Al fin, aconsejado por algunos jesuitas, empleó oficialmente la presente fórmula, que
él mismo había compuesto durante un día de oración en La Storta.
OH PADRE ETERNO,
mientras oraba Ignacio en la capilla de La Storta, quisiste tú con singular favor aceptar la
petición que por mucho tiempo él te hiciera por intercesión de Nuestra Señora: "de
ser puesto con tu Hijo" . Le aseguraste también que serías su sostén al decirle: "Yo estaré
con vosotros" . Llegaste (1) (2) a manifestar tu deseo de que Jesús, portador de la
Cruz lo admitiese como su servidor, lo que Jesús aceptó dirigiéndose a Ignacio con estas
inolvidables palabras: "Quiero que tú nos sirvas" . (3)
Nosotros, sucesores de aquel puñado de hombres que fueron los primeros "compañeros de
Jesús", repetimos a nuestra vez la misma súplica de ser puestos con tu Hijo y de servir
"bajo la insignia de la Cruz" en la que Jesús está clavado por obediencia, con el costado
traspasado y el corazón (4 ) abierto en señal de su amor a Ti y a toda la humanidad.
Por intercesión de la Virgen María, que acogió la súplica de Ignacio, y delante de la Cruz en
la que Jesús nos entrega los tesoros de su corazón abierto, decimos hoy, por medio de El y
en El, desde lo mas hondo de nuestro ser: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo
disteis, a Vos, Señor, lo torno, todo es vuestro; disponed a toda vuestra voluntad; dadme
vuestro amor y gracia, que ésta me basta" . (5)
En la fiesta del Sagrado Corazón, Iglesia del Gesù, Roma, 9 de junio de 1972.
(1) "Lo quisiese poner con su Hijo" (Autobiografía n. 96, FN I 496-7 cfr. MI, Const. I, p. 104)
(2) "Yo esta ré con vosotros" (FN I 313; II 158) (3) "Quiero que tú nos sirvas" (FN II 133) (4)
"Bajo la insignia de la Cruz" (Form. Inst. n.1) (5) "Tomad, Señor..." (Ex.234) Padre Pedro
Arrupe, SJ
18
Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Congreso del AO. Roma, 1974 –
INTRODUCCIÓN
Importa sobremanera que nos demos cuenta del valor que tiene el AO en el momento
histórico actual, de las nuevas oportunidades que se le presentan y de la eficacia que puede
tener en las presentes circunstancias, ya que el mundo se encuentra hoy no sólo en una
encrucijada sino en un momento de creación de una nueva cultura y de una nueva
humanidad.
Podemos entrever esa acción oculta del Espíritu a través de los signos de los tiempos. El
mundo, los fenómenos sociales, el curso de la humanidad son como un libro escrito por un
doble autor: el Espíritu de Dios y la libertad humana, unidos en colaboración y
formando un consorcio que es verdadero misterio; misterio de la Providencia y de la
sabiduría infinita por un lado, y por el otro el misterio de la libertad humana. "Pues
sabemos que la creación gime hasta el presente y sufre dolores de parto..." (Rom 8,22).
Esta transformación, de la que aquí se habla, se opera por la asunción del mundo en Cristo,
"para hacer de él, comenzando ya desde esta tierra", una nueva creatura que alcanzará
su plenitud el último día (cf. AA 5).
Cristo resucitado es el comienzo de esta nueva creación. "Primatum habens".
Y este comienzo está dinámicamente presente en la Iglesia -primitae creationis novae- como
una fuerza transformadora. Esta fuerza obra por la Palabra del Evangelio y por los
Sacramentos, en toda la Comunidad eclesial, se extiende sobre todas las criaturas, "que
esperan la manifestación de la gloria de los hijos de Dios" (Rom 8,19).
19
Veamos ahora más de cerca cómo es el AO un instrumento para la transformación del
mundo: los hechos y las potencialidades.
Quisiera yo distinguir tres niveles, íntimamente ligados: el cristiano individual; la
dimensión social: la Iglesia; la dimensión cósmica: el mundo.
En el plano de la libertad, del acto moral, libre. Esencial para el acto libre es la intención.
Damos toda su fuerza a la palabra "intención". No la intención como a veces es
considerada mezquinamente, concebida de una manera demasiado exclusivamente
voluntarista, en el plano de la voluntad, sino más bien como en la gran corriente de
la tradición escolástica, como perteneciente ante todo al entendimiento. (Hoy
hablaríamos tal vez más fácilmente de "mentalidad", de la "dimensión" de la conciencia).
Podríamos decir que la intención es la que da la forma al acto. En un solo acto puede
haber varias intenciones. Una intención puede también ser más o menos "actual".
La gran intención del cristiano es la identificación con la intención del Dios Creador,
como dice el Concilio en el texto citado más arriba: "Dios mismo quiere, en Cristo,
reasumir el mundo entero, para hacer de él una nueva creatura" (AA 5), o como lo
dicen los Ejercicios en el Principio y Fundamento: identificación -también y por eso
mismo- con la intención de Cristo, como está expresada en el "Reino" de los Ejercicios.
Esta intención ha sido aceptada por el cristiano en el momento del bautismo. Mas para que
la vida cristiana llegue a ser más perfecta , es preciso que esta intención transforme
("informe") su mentalidad y pueda llegar a ser una dimensión "actual" de su conciencia.
Y como esta actualización de la intención se hace por una conformación a las grandes
intenciones de la Iglesia, expresadas por el Santo Padre, el cristiano vivirá, por eso mismo,
más intensamente también con la Iglesia. De este modo llegamos al aspecto social, -la gran
preocupación actual del Santo Padre-, que sabe integrarse en AO.
Podría parecer una tautología hablar del carácter eclesial del AO. Sin embargo, existen
quizás en la vida de la Iglesia de hoy aspectos comunitarios, a los cuales, como ya lo he
dicho, el AO parece quedar un poco demasiado extraño.
Hoy existen en la Iglesia muchos movimientos de oración comunitaria: las "casas de
oración", la oración en las comunidades de base, en las Comunidades de Vida
Cristiana, el redescubrimiento de la oración en común en las comunidades religiosas, y
tantas otras formas. El Espíritu Santo trabaja en las almas y en los grupos de cristianos.
Podemos recordar aquí las palabras que el Santo Padre mismo ha dirigido a los
participantes en un congreso de grupos de oración: "Nosotros, nos alegramos con
vosotros de la renovación de vida espiritual que se manifiesta hoy en la Iglesia, bajo
diferentes formas y en diversos medios. En esta renovación aparecen ciertas notas
comunes... el deseo de entregarse totalmente a Cristo, una gran disponibilidad a las
llamadas del Espíritu Santo, un contacto más asiduo con la Escritura, una amplia
dedicación a los hermanos, la voluntad de aportar un concurso a los servicios de la
Iglesia. En todo esto podemos reconocer la obra misteriosa y discreta del Espíritu, que es el
alma de la Iglesia..." (L'Osservatore Romano, 11 oct. 1973, p.2)
Se puede comprobar que son numerosos los jesuitas que participan activamente en
estos movimientos.
20
El AO, que en sus intenciones es eminentemente eclesial, conserva todavía un poco
demasiado su forma antigua y su tendencia a limitarse a la dimensión individual.
Por el misterio pascual los hombres han sido puestos en estado de colaborar a la
transformación del mundo humano y natural, transformación celebrada y hecha
misteriosamente presente en la Eucaristía, "sacramento del mundo".
"A todos libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías
terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando
la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a los suyos las arras de esta esperanza y un alimento para el
camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su Cuerpo y en su Sangre
gloriosos, Esta es la cena de la comunión fraterna y una anticipación del banquete
celestial" (GS 38).
21
He ahí la fuerza y el dinamismo del AO en este mundo en devenir, órgano e instrumento
de esta espiritualidad eucarística y eclesial, que vive de esta gran intención de la Iglesia.
"Así la Iglesia ora y trabaja a la vez, para que la totalidad del mundo se integre en el
Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza
de todos, se rinda al Creador y Padre del universo todo honor y toda gloria" (LG 17).
CONCLUSIONES PRACTICAS .
1. Enseñando a orar. Existe hoy una verdadera sed de contacto con Dios, de experiencia
de Dios, de diálogo con Dios. Pero no se sabe orar. El "doce nos ora re" (Lc 11, 1)
es de una actualidad vital. Enseñar a orar es uno de los primeros apostolados hoy; es
colaborar con el Espíritu y poner la base de toda otra actividad espiritual, interior y
apostólica. Sin oración no puede haber apostolado de la oración; por eso, el primer
apostolado del AO es enseñar a orar. Orar en su doble dimensión: personal y comunitaria.
Dos aspectos, dos formas de orar que se complementan, y cada una es estímulo para
la otra.
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verdadero Dios. Campo inmenso, aunque delicado, en el que el AO puede desarrollar una
preciosa actividad. Es cierto que la unidad de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, y que es
un misterio para el mundo de hoy el saber como se llegara a esa unidad, pero es cierto
también que la oración por la unión y la oración "uno ore et uno corde" será uno de los
medios más eficaces para llegar a la unión completa en la fe. Todo lo que podamos hacer
en esta dirección será una excelente colaboración para la "unión de los cristianos",
que la Iglesia y el Santo Padre llevan tan en el corazón.
Por eso yo creo que para no caer en un circulo vicioso: -no nos renovamos porque, no
tenemos gente joven y no tenemos gente joven porque no nos renovamos-,
tendríamos que ir en la dirección de dar al AO una inyección de gente joven y procurar al
mismo tiempo una simultánea abertura de los métodos tradicionales, que puedan ser
renovados.
Para poder tener una colaboración verdadera, espontánea y duradera de los NN., es
preciso que podamos presentar este apostolado como una cosa de gran valor hoy, lo
cual no se logra con la argumentación de una imposición de fuera, sino con el
convencimiento de razones internas y de experiencias y con la necesaria abertura para una
experimentación bien fundada y sometida a una periódica evaluación.
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Varias veces se ha hecho alusión a la falta de colaboración de parte de los
Superiores de la Compañía. Creo que nuestra labor de persuasión debe empezar por
algunos de ellos. Al establecer las prioridades de sus Provincias con toda sinceridad y
con sentido de responsabilidad, quizá consideran al AO como algo que fue válido un
día, pero que ha perdido su actualidad. Nada obtendremos con echarnos
mutuamente en cara los defectos: debemos, en una labor constructiva, entablar un
diálogo constructivo para llegar entre todos, superiores, encargados del AO, jóvenes y
menos jóvenes, a redescubrir los valores que sea menester redescubrir, y a poder dar al
AO una imagen y una realidad que exprese todo su valor actual y convenza a todos de su
importancia. Esta es la labor inicial que debemos hacer, si queremos un
florecimiento y una renovación del AO en las circunstancias modernas. Manos, pues, a la
obra, desde el momento que salgáis a vuestras Provincias, que nosotros haremos aquí
nuestra parte.
Hemos de dar gracias a Dios por el don que ha hecho a la Compañía de esta
devoción. Es éste nuestro tesoro.
Esta devoción es característica del AO. Ella "personaliza", hace personal esta fuerza
transformadora .
Esta atención amante al Cristo glorificado, herido por amor, "agnus tamquam occisus",
descubre el aspecto de sacrificio que lleva consigo esta vida de oración y de acción
por la transformación del mundo, a la cual se consagran los miembros del AO.
Sacrificio quiere decir sufrimiento, quiere decir olvido total de sí, quiere decir muerte a sí
mismo. El sacrificio no es sólo soportar con paciencia las adversidades de la vida. El
espíritu cristiano de sacrificio es una actitud supremamente activa, es el don de sí -sin
reserva- en el amor, con una generosidad de dimensiones divinas.
En retorno, se cumplirá en nosotros el "ultra quam speraverint", es decir, recibiremos
gracias extraordinarias para la salvación y la santificación del mundo de hoy;
obtendremos también el realizar de una manera particularmente eficaz el fin de
nuestra Compañía
24
Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Notas íntimas inéditas, 1981
MI CATEDRAL
¡Una mini-catedral! tan sólo seis por cuatro metros. Una capillita que fué preparada a la
muerte del Padre Janssens, mi predecesor, para el nuevo General... ¡el que fuese! La
Providencia dispuso que fuera yo. Gracias al que tuvo esa idea: no pudo haber interpretado
mejor el pensamiento de este nuevo General. El que planeó esta capillita quizá pensó en
proporcionar al nuevo General un sitio más cómodo, más reservado para poder
celebrar la Misa sin ser molestado, para no tener que salir de sus habitaciones para
visitar el Santísimo Sacramento. Q
uizá no se apercibió de que aquella estancia diminuta iba a ser fuente de incalculable
fuerza y dinamismo para toda la Compañía, lugar de inspiración, de consuelo, de
fortaleza, de... ¡estar!; de que iba a ser la "estancia" del ocio más actuoso, ¡donde
no haciendo nada se hace todo!: como la ociosa María que bebía las palabras del
Maestro, ¡mucho más activa que Marta su hermana!; donde se cruza la mirada del Maestro y
la mía..., donde se aprende tanto en silencio.
El General tendría siempre, cada día, al Señor pared por medio, al mismo Señor que pudo
entrar a través de las puertas cerradas del Cenáculo, que se hizo presente en medio de
sus discípulos, que de modo invisible habría de estar presente en tantas
conversaciones y reuniones de mi despacho.
(Si 34,9). "El Maestro está ahí y te llama" (Jn 11, 28). Aquí brota espontáneamente el
"Señor, enséñanos a orar" (Lc 11,1); "explícanos la parábola" (Mt 13, 36).
Oyendo sus palabras, se comprende la expresión del entusiasmo popular: "Jamás un
hombre ha hablado como habla este hombre" (Jn 7,46), o el de los apóstoles: "¿A dónde
vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68); y se entiende por experiencia el
valor del "estar sentado a sus pies escuchando su palabra" (Lc 10, 39; cfr. Lc 24, 32). En
25
esta catedral se celebra el acto más importante de toda la vida cotidiana: la Misa. Cristo es
el verdadero y sumo sa cerdote, el Verbo hecho hombre.
Es divino caber en lo pequeño y no caber en el Universo: cabe en este sagrario, pero no cabe
en el universo. Toda Misa tiene un valor infinito, pero hay circunstancias y momentos
subjetivos en que esa infinitud se siente más profundamente. No cabe duda que el
hecho de ser General de una Compañía de Jesús de 27.000 personas consagradas al
Señor y entregadas por completo a colaborar con Jesucristo salvador en toda clase de
apostolados difíciles, hasta llegar a veces a dar la vida en el martirio cruento, da una
profundidad y un sentido de universalidad muy especiales.
" Unido a Jesucristo, yo, sacerdote, llevo también conmigo a todo el cuerpo de la
Compañía. Las paredes de la capillita como que quieren resquebrajarse. El minúsculo altar
parece convertirse en el "sublime altar" del cielo (Canon I), a donde llegan hasta el Padre,
"por medio de tu Angel", las oraciones de todos los miembros de la Compañía. Mi altar
es como "el altar de oro colocado delante del trono", de que habla el Apocalipsis (Ap
8,3).
Si por un lado me siento, como quiere San Ignacio, "llaga y postema"... "todo
impedimento", por otro estoy identificado con Cristo el proclamado por Dios Sumo
Sacerdote" (Hebr 5,10), "santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores,
encumbrado por encima de los cielos" (Hebr 7,26), "que penetra no en un santuario hecho
por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de
Dios en favor nuestro" (Hebr 9,24).
Con Cristo me siento también "víctima": "vi de pie en medio del trono ... un
Cordero como degollado" (Ap 5,6).
Comienza la Misa en este altar que está como suspendido entre el cielo y la tierra. Si miro
hacia arriba, se ve la ciudad santa de Jerusalén: "su resplandor es como el de una piedra
muy preciosa, como jaspe cristalino" (Ap 21, 11). "Pero no vi santuario alguno en
ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario" (Ap 21,22). Si
miro hacia abajo, se ven "los hombres sobre la haz de la tierra, en tanta diversidad, así en
trajes como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos
llorando y otros riendo, unos enfermos y otros sanos, unos naciendo y otros muriendo..."
(Ej. 106).
Qué profunda impresión la de ver desde este altar así suspendido a todos los
miembros de la Compañía que están en la tierra, con tantos afanes y sufrimientos en su
esfuerzo por ayuda r a las ánimas, "enviados por todo el mundo, esparciendo la
sagrada doctrina por todos los estados y condiciones de personas" (Ej.145). Qué
vivos deseos se sienten de que, desde este altar, se precipiten, como cascada
inmensa, las gracias y la luz y la fuerza que ahora necesitan. En esta misa Cristo se
va a ofrecer, y yo con El, por ese mundo y por esa Compañía de Jesús.
Sí de nuevo alzo los ojos a la Jerusalén celestial, veo a la Santidad infinita, "las
tres Divinas Personas, como en el solio real o trono de su divina majestad, mirando la haz
de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad" (Ej.106), mientras al mismo tiempo
de todos los confines de la tierra se levanta al unísono el clamor de un "pecca
vimus", que resuena con rumor de cata rata: "en el fragor de tus cataratas" (Sal
42,8); "yo oí como el ruido ... de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos"
(Ap 19,6).
26
penitencial de la Compañía: "hemos pecado, hemos sido perversos, somos culpables"
(1 Re 8,47), yo me siento como "abortivo", indigno del nombre de "hijo de la
Compañía" (cfr. 1 Cor 15,8-9). Esto es precisamente lo que me permite sentir compasión
hacía los caídos y extraviados y comprender toda la fuerza de las palabras de la
carta a los Hebreos: "puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por
estar tambíén él envuelto en flaqueza. Y a causa de esta misma flaqueza debe ofrecer por
los pecados propios igual que por los del pueblo" (Heb 5,2-3).
Cristo se hace "mediador de una nueva alianza" (Heb 9,15). Yo también, unido al
Corazón de Cristo y a pesar de todo, me siento mediador y comprendo lo que San
Ignacio señala como primera función del General de la Compañía: esta r muy unido con
Dios Nuestro Señor, para que tanto mejor de él como de fuente de todo bien impetre a
todo el cuerpo de la Compañía mucha participación de sus dones y gracias y mucho
valor y eficacia a todos los medios que se usaren para la ayuda de las ánimas" (Const.
723).
El oficio de General aparece así en toda su profundidad y clara luz: "mañana tras
mañana despierta mí oído, para escuchar... El Señor Yahvé me ha abierto el oído" (Is 50,4-5).
Sintiéndome sacerdote con el "siervo de Yahvé", no quiero "resistirme ni volver atrás;
ofrezco mis espaldas a los que me golpean, mis mejillas a los que mesan mi barba. Mi
rostro no hurté a los insultos y salivazos" (cfr. Is 50, 5-7). Pero con cuánta alegría leo en
el Libro santo: "Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días y lo
que plazca a Yahvé se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará.
Por sus desdichas justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará" (Is 53,10-
OFERTORIO
Tomo la patena, tratando de penetrar con los ojos de Cristo y con la luz de la fe a
través de la infinitud del universo hasta el corazón mismo de la Trinidad: "Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por este pan ..."; y me viene a la memoria
simultáneamente el antiguo texto "que yo, indigno siervo tuyo, ofrezco a Ti, Dios vivo
y verdadero", y de nuevo se me presenta toda mi indignidad: "despreciable, desecho
de los hombres, varón de dolores, sabedor de dolencias (Is 53,3); "y la culpa de
ellos él soportará" (ib.11). ¡Tú lo sabes todo, Señor!
Mientras levanto la patena, me parece que todos mis hermanos se fijan en ella,
sintiéndose presentes: "y por todos los que me rodean"...; la patena se dilata, van
acumulándose en ella "los innumerables pecados y negligencias mías" y de los demás, a una
con las aspiraciones y deseos de toda la Compañía. "No puedo cargar yo solo con todo este
pueblo: es demasiado pesado para mí" (Num 11,14). Siento como sí las manos de
todos los jesuitas del mundo quisieran ayudarme a sostener esta pesadísima patena,
rebosante de pecados, pero también de ilusiones, deseos, peticiones ... Me parece
que el Señor me dice como a Moisés: "tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en
ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo" (Num
11, 17). Y entonces como si la patena se aligerara o mis manos se robustecieran y
puedo levantarla muy alto como para que esté más cerca del Señor. "
27
Y también por todos los cristianos vivos y difuntos... y por la salvación del mundo entero".
Creo desfallecer, ante toda la malicia humana y sus pecados. Es necesario que
extiendas tu mano omnipotente: "Yo, solo, extendí los cielos, yo asenté la tierra, sin
ayuda alguna" (Is 44,24). Sostenido por esa mano puedo continuar: "este pan será para
nosotros pan de vida".
Tomo el cáliz con el vino que se convertirá en la sangre de Jesús: "Bendito seas, Señor,
Dios del universo, por este vino...; él será para nosotros bebida de salvación". Este
vino, fruto de la vid triturada en el lagar, fermentado, se convertirá en la sangre
derramada en la Cruz.
Este cáliz, símbolo del que en Getsemaní te hizo sudar sangre y que era tan amargo que
deseaste no beberlo, dentro de poco será cáliz de tu sangre derramada por la salvación del
mundo. En él se vierten ahora los sufrimientos de tantos jesuitas que, triturados a su vez,
han dado o deben dar la vida por Ti, cruenta o incruentamente, las lágrimas, los
sudores ... mezcla pestilente, que al unirse con tu sangre se hará suave, dulce y
perfumada: "buen olor de Cristo" (2 Cor 2,15).
"Bien sabemos que este es nuestro destino ... sufrir tribulaciones..." (1 Tes 3,3),
pero impulsados irresistiblemente por tu caridad ("el amor de Cristo nos apremia": 2 Cor
5,14) elegimos y pedimos "ser recibidos debajo de tu bandera ... pasar oprobios e injurias,
por más en ellas te imitar" (Ej. 147). Ciertamente has oído nuestra oración, pues el
cáliz rebosa, pero la caridad nos hace "sobreabundar de gozo en todas nuestras
tribulaciones" (2 Cor 7,4); y este cáliz hecho para nosotros "oblación y víctima de
suave aroma" (Ef 5,2) es aceptado por Tí como ofrenda y sacrificio agradable (cfr Fil. 4,18) y
se convierte para nosotros en "bebida de salvación".
Así, inclinado ante el trono de la Trinidad, puedo decir con toda la Iglesia: —Seamos
recibidos por ti, Señor, en espíritu de humildad y con corazón contrito, y de tal
modo se realice hoy nuestro sacrificio en tu acatamiento, que te sea agradable, Señor
Dios". Nuestro sacrificio: de Cristo, mío y de toda la Compañía, como cuerpo unido en la
caridad del Espíritu Santo, miembro y cabeza con Cristo (cfr. Const. 671) y con el "vínculo de
la obediencia" (Const. 659), por la que, todos unidos, ofrecemos el holocausto diario de
nuestras vidas, "en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece
en el fuego de la caridad a su Criador y Señor" (Carta de la Obediencia,
26.III.1553; MI Epp IV, 669-681).
PREFACIO
Del corazón mismo de la Compañía brota espontáneamente aquel "en verdad es justo y
necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno". Nuestro canto de alabanza se quiere
unir al de los ángeles y formar un coro armonioso, en que cada uno cante con su voz en
multitud y diversidad de tonos, al modo de aquel coro imponente formado por "una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y
lenguas... que gritaban con fuerte voz: la salvación es de nuestro Dios, que está
sentado en el trono, y del Cordero" (Ap 7,9-10).
Nuestro canto se quiere unir al de la Compañía triunfante del cielo, al de todos los
ángeles y santos: "Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y
fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos" (Ap 7,12).
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Siento un silencio imponente. "¡Silencio ante el Señor Yahvé, porque el día de Yahvé está
cerca! Sí: Yahvé ha preparado un sacrificio, ha consagrado a sus invitados" (Sof
1,7). "Silencio, toda carne, delante de Yahvé!" (Zac 2,17). "Se hizo silencio en el cielo,
como una media hora..." (Ap 8,1).
Guardemos, pues, en el silencio de nuestro corazón, como María (Lc 2,51) todo lo
que en "este altar sublime" (Canon) va a suceder: misterio de la Pascua, en la que "Cristo
fue inmolado"; misterio de la Redención del mundo; misterio de la glorificación máxima del
Padre. "Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido" (Hch 3,10).
Me detengo en este momento sublime para "discurrir por lo que se ofreciera" (,Ef.53).
¿Cómo se ve el mundo desde este altar? ¿Cómo lo ve Jesucristo? Para entenderlo,
tengo que dilatar el corazón a la medida del mundo. El Corazón de Cristo es el
cora zón del cuerpo de toda la Compañía el que ha de dilatarse y con él el de todos y
cada uno de nosotros. El nuestro ha de ser un corazón que abrace a todos los hombres sin
excepción, como el corazón de Cristo, que desea la salvación universal: "que quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4), "que se
forme un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16).
Pero tiene otras ovejas que no son de su rebaño (cfr.ib.) Desde este altar, entre el cielo y la
tierra, se ven y se entienden mejor las necesidades de tantos hombres en todo el mundo, se
entiende y se siente mas profundamente aquella misión: "Id por todo el mundo y proclamad
la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,15). Me siento como lanzado personalmente al
mundo y como si conmigo toda la Compañía fuera enviada al mundo. Allí está su
finalidad, su trabajo, hasta que pueda volver de nuevo a glorificar al Señor después de la
gran batalla por el reino.
Resuena en mis oídos el "yo os envío" (Jn 20,21) y el "yo estoy con vosotros" (Mt
28, 20) que llena de toda confianza. Mi gran compañero es Cristo, que no sólo está en el
altar sino que entra dentro de mí y me llena de su divinidad, que me envía a los que no le
recibieron (cfr. Jn 1,11). Mi respuesta no puede ser otra que el "¿Señor, qué quieres
que haga?" (Hech 9,6). "¿Qué debo hacer por Cristo?" (Ej.53).
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Sabe que la definición de su vida es la de ser "hombres crucificados al mundo y para quienes
el mundo está crucificado" (cfr Gal 6,14), y que nadie podrá resistir "a la sabiduría y al
Espíritu con que hable" (cfr. Hech 6,10) ni oponerse a su voz (Jud 16,14).
PADRE NUESTRO
El Padre de la Compañía: todos hijos del mismo Padre, del Padre que pidió a su Hijo
cargado con la cruz en La Storta que recibiese a Ignacio como su siervo momento
en que se confirmó el nombre de "Compañía de Jesús". El Padre nuestro: oración personal
y comunitaria perfecta.
"Que estás en los cielos". El jesuita debe mirar siempre hacia arriba, donde está
su Padre y su patria. Toda nuestra vida es para el Reino: "venga tu reino".
Todos nuestros trabajos no lograran nada si no tenemos la ayuda divina para implantar ese
Reino: por eso toda la Compañía pide con ahínco que venga ese reino, porque sabe que
de la respuesta a esa oración depende el éxito de todas sus empresas.
Con los ojos fijos en la hostia consagrada, mientras la presento al Hermano, que me
acompaña y que ocupa el lugar de todos los jesuitas. Como los discípulos que vieron a
Jesús mientras se lo mostraba Juan Bautista. Allí veían un hombre...; aquí vemos
solamente un pedazo de pan. Un acto de fe verdadera: creer contra lo que se ve;
el acto de fe en la Eucaristía: "es duro este lenguaje: ¿Quién puede escucharlo?"(Jn
6, 60). No, Señor, no es duro creer este misterio eucarístico, es más bien motivo de
inmenso gozo: "¿Señor, a dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna"
(ib.68). ¡Creo!
"Señor, no soy digno, pero di una sola palabra y mi alma será sana" (cfr Mt 8, 8), como
sanaste al hijo del centurión. La Compañía cree que Tú eres su Señor y quiere albergarte
bajo su techo: en nuestras casas, en nuestras iglesias en las que quiere visitarte y
contribuir a tu glorificación y culto, pero especialmente desea albergarte en el
corazón de cada uno de nosotros y en el tabernáculo de cada comunidad, donde te
visitarán y buscarán en ti la luz, el consuelo y la fuerza para cumplir con la misión que Tú les
has dado.
30
Mirando de hito en hito esa hostia blanca, caigo de rodillas, y conmigo los 27.000
jesuitas, diciendo como Santo Tomás desde el fondo del alma y con fe inquebrantable:
"Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28)
"Acepta y ejercita con diligencia la unión con que te favorece el Espíritu del Señor
respecto a Cristo y a sus potencias, de modo que llegues a percibir espiritualmente
que tu entiendes por su entendimiento, quieres por su voluntad, recuerdas por su
memoria y que tú todo entero, tu existencia, tu vida y tus obras se realizan no
en ti sino en Cristo. Esta es la perfección suma de esta vida, fuerza divina,
suavidad admirable" (H.Nadal, MHSI Orationis observationes, n. 308, p. 122).
Así identificada la Compañía y cada uno de nosotros con Cristo, nuestro trabajo
apostólico y la ayuda a las almas será más eficaz: nuestras palabras serán las de
Cristo que conoce en cada momento la palabra que conviene, nuestros planes y modos de
apostolado serán precisamente los que el Señor nos inspire, con lo que siempre
contaremos con su eficacia ... Una Compañía de Jesús verdaderamente de Jesús,
identificada con Él...
a vosotros muy especialmente los que vivís en países privados de la verdadera libertad y que
debéis sentir que la Compañía está muy cerca de vosotros y estima vuestra vida
difícil;
a todos, hasta el último rincón del mundo, hasta la habitación más oculta, os bendiga
Dios omnipotente, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
31
Parte I - Instrucciones a los jesuitas
Conclusión sobre NUESTRO MODO DE PROCEDER, 1979
Señor, Tú mismo nos dijiste: "os he dado ejemplo para que me imitéis". Quiero imitarte
hasta el punto de que pueda decir a los demás: "sed imitadores míos, como yo lo he
sido de Cristo". Ya que no pueda decirlo físicamente como San Juan, al menos quisiera poder
proclamar con el ardor y sabiduría que me concedas, "lo que he oído, lo que he visto con
mis ojos, lo que he tocado con mis manos acerca de la Palabra de Vida; pues la Vida
se manifestó y yo lo he visto y doy testimonio"
(Jn 13,15; 1 Cor 11,1; 1 Jn 13; Cfr. Jn 20,25, 27; 1, 14; Lc 24,39; Jn 15,27)
Dame, sobre todo, el 'sensum Christi' que Pablo poseía: que yo pueda sentir con tus
sentimientos, los sentimientos de tu corazón con que amabas al Padre y a los hombres.
Jamás nadie ha tenido mayor caridad que Tú, que diste la vida por tus amigos, culminando
con tu muerte en cruz el total abatimiento, 'kenosis', de tu encarnación. Quiero imitarte en
esa interna y suprema disposición y también en tu vida de cada día, actuando, en lo
posible, como tú procediste (1 Cor 2,16; Jn 14,31; Jn 13,1; Jn 15,13; Fil 2,7)
Enséñame tu modo de tratar con los discípulos, con los pecadores, con los níños, con los
fariseos, o con Pilatos y Herodes; también con Juan Bautista aun antes de nacer y
después en el Jordán. Cómo trataste con tus discípulos, sobre todo los más íntimos: con
Pedro, con Juan y también con el traidor Judas. Comunícame la delicadeza con que les
trata ste en el lago de Tiberíades preparándoles de comer, o cuando les lavaste los pies.
Que aprenda de Ti, como lo hizo San Ignacio, tu modo al comer y beber, cómo tomabas
parte en los banquetes; cómo te portaba s cuando tenías hambre y sed, cuando sentías
cansancio tras las caminatas apostólicas, cuando tenías que reposar y dar tiempo al sueño.
(Mc 2,16; 3,20; Jn 4,8, 31-33; Mt 9,19; Jn 2,1;12,2; Lc 7,16; Mt 4,2; Jn 4,7;
19, 28-30; Jn 4,6; Mc 4,38)
Enséñame a ser compasivo con los que sufren: con los pobres, con los leprosos, con los
ciegos, con los paralíticos; muéstrame cómo manifestabas tus emociones profundísimas
hasta derramar lágrimas; o como cuando sentiste aquella mortal angustia que te
hizo sudar sangre e hizo necesario el consuelo del ángel. Y, sobre todo, quiero aprender
el modo como manifestaste aquel dolor máximo en la cruz, sintiéndote abandonado del
Padre.
(Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13 Cfr. Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13;
19,41; Jn 11,33,35,38; Mt 26, 37-39; Mt 27,46)
32
Esa es la imagen tuya que contemplo en el Evangelio: ser noble, sublime, amable,
ejemplar; que tenía la perfecta armonía entre vida y doctrina; que hizo exclamar a tus
enemigos "eres sincero, enseñas el camino de Dios con franqueza, no te importa de
nadie, no tienes acepción de personas"; aquella manera varonil, dura para contigo
mismo, con privaciones y trabajos; pero para con los demás lleno de bondad y amor y de
deseo de servirles. (Mt. 22,16; Mt. 8,20; Mt. 20,28; Cfr. Fil 2,7)
Eras duro, cierto, para quienes tienen malas intenciones; pero también es cierto que
con tu amabilidad atraías a las multitudes hasta el punto que se olvidaban de comer;
que los enfermos estaban seguros de tu piedad para con ellos; que tu conocimiento de la
vida humana te permitía hablar en parábolas al alcance de los humildes y sencillos; que ibas
sembrando amistad en todos, especialmente con tus a migos predilectos, como Juan, o
aquella familia de Lázaro, Marta y, María; que sabías llenar de serena alegría una fiesta
familiar, como en Caná.
Tu constante contacto con tu Padre en la oración, antes del alba, o mientras los demás
dormían era consuelo y aliento para predicar el Reino. (Mt 26,36-41)
Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarle o para levantarle;
o como miraste al joven rico que no se decidió a seguirte; o como miraste
bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a ti; o con ira cuando tus ojos se fijaban en
los insinceros.
(Mt 16,13; Lc 22,61; Mc 10,21; Mc 10,23; 3,34; 5,31-32; Mc 3, 5)
(Mt 3,14; Mt 8,8; Mt 8,27; 9,33; Mc 5,15; Mc 7,37; Lc 4,36; 5,26; Mc 1,27; 13,54;
Jn 18,6; Jn 19,8; Mt 27, 19)
Desearía verte como Pedro, cuando sobrecogido de asombro tras la pesca milagrosa,
toma conciencia de su condición de pecador en tu presencia. Querría oír tu voz en
la sinagoga de Cafarnaúm, o en el Monte, o cuando te dirigías a la muchedumbre
"enseñando con autoridad", una autoridad que sólo del Padre te podía venir.
Haz que nosotros aprendamos de Ti en las cosas grandes y en las pequeñas, siguiendo tu
ejemplo de total entrega de amor al Padre y a los hombres, hermanos nuestros,
sintiéndonos muy cerca de Ti, pues te abajaste hasta nosotros, y al mismo tiempo tan
distantes de Ti, Dios infinito.
Danos esa gracia, danos el 'sensum Christi', que vivifique nuestra vida toda y nos enseñe -
incluso en las cosas exteriores- a proceder conforme a tu espíritu.
Enséñanos tu 'modo' para que sea 'nuestro modo' en el día de hoy y podamos realizar el
ideal de Ignacio: ser compañeros tuyos, 'alter Christus', colaboradores tuyos en la obra de la
redención.
Pido a María, tu Madre Santísima, de quien naciste, con quien conviviste 33 años y
que tanto contribuye a plasmar y formar tu modo de ser y de proceder, que forme en mí y
en todos los hijos de la Compañía, otros tantos Jesús como Tú.
33
Parte II - Teología del Corazón de Cristo
Artículo publicado en 1981 –
2. Pero su misma riqueza es, en parte, su debilidad. Porque el amplio juego que
dan en la comunicación humana las hace víctimas del abuso que acaba por vulgarizarlas
y marchitarlas. O las somete a una erosión que lima su expresividad. O son artificialmente
exaltadas y adaptadas al efímero gusto de una moda con lo que ello tiene de
caducidad. Afortunadamente, al final la naturaleza acaba saliendo siempre vencedora,
y esas palabras -que más que producto humano parecen don divino- reemergen y se
abren camino con su profundidad y sus valores intactos.
4. "El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico y no bíblico también, se expresa
con la palabra corazón. Cristo, Redentor del mundo es aquél que ha penetrado de
modo único e irrepetible en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón"
(Redemptor Hominis, 8) "En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido
elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se
ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre" (GS 22).
34
que viene a despertar en cada hombre. El se hace garante del nuevo pacto con el
sacrificio de reconciliación una vez y renovado en la eucaristía a lo largo del tiempo,
sacrificio plenamente aceptado y agradable al Padre, y gloriosamente sublimado en su
resurrección.
6. La catequesis primitiva, y los evangelios que de ella nacen, son el relato de ese amor.
En los cuatro evangelios se nos muestra el amor en acción. Juan, en sus últimos
capítulos especialmente, y en sus cartas -singularmente en la primera- eleva el amor a
categoría de tesis introduciéndonos expresamente en los sentimientos del corazón de Cristo,
y avivando en nosotros el amor de correspondencia. Pablo, por su parte, sirve de difusor
universal entre las gentes de la Buena Noticia que constituye la nueva condición del
hombre, 'la nueva creatura', al haberse consumado el amor de Dios que deroga la
vieja ley. En este sentido, el cuarto evangelio y el 'corpus paulinum' se iluminan y
complementan maravillosamente.
No es posible encontrar en las páginas del Nuevo Testamento una palabra que
más rápida y certeramente, con mas profundidad y más calor humano se aproxime a
una definición de Cristo que su 'corazón'. Mucho de lo que Juan piensa y dice de
Cristo cabe en el término 'logos', pero son también muchas páginas suyas las que
quedan fuera , y gran parte de lo que nos dicen los sinópticos. Fuera, se entiende,
de las connotaciones humanas en que acá y allá se manifiesta la rica personalidad
de Cristo. El 'logos' tiene una resonancia mental que no 'describe' inmediatamente a
Cristo. Pocos, en cambio, serán los pasajes del evangelio en que no se
transparenten algunos de los rasgos interiores que compendiamos en su corazón.
más aún: los signos exteriores, sus parábolas y discursos, la vida toda de Cristo tal cual
se nos propone en los evangelios -incluso considerados como 'kerygma'- no son
plenamente comprensibles ni comprendidos en todo su profundo significado mas que si
son leídos desde su corazón.
35
el salmo 51, el Miserere. Juan, Precursor, centra su predicación en ese tema y con
la misma impostación de los profetas. También lo hará Jesús; pero si antes el amor iba
implícito en el dolor de contrición (:"trituración" del corazón), en la predicación de Jesús se
invierten los términos y es el dolor el que va implícito en el amor.
11. Para Cristo es primordial la coherencia e integridad del hombre. Si hay algo
que le ha encendido en santa ira es la insinceridad farisaica, la doblez del corazón, el
sustituir el amor con la justicia de las apariencias. Cristo es reiterativo en afirmar que
la sede de la bondad o de la maldad del hombre es el corazón. La exaltación del ser
interior del hombre queda consumada en una línea en que los profetas apenas
habían avanzado nada: vincula al interior del hombre la capacidad de incorporarse
al Reino de Dios, un reino cuya presentación veterotestamentaria es definitivamente
desechada. Es en el corazón del hombre donde, restaurada su filiación divina, se ultima la
unión del hombre con Dios. El Reino, antes de su consumación escatológica, no es más
que la eklesia, el pueblo de quienes por la fe han recibido esta transformación interior (cfr.
1 Cor 1, 2) y fraternalmente unidos caminan a la casa del Padre.
Desde el principio Dios tomó la iniciativa de un diálogo de amor con los hombres. Pero
no puede decirse que la propuesta divina haya sido plenamente entendida ni
correspondida por ellos. El hombre bíblico 'conoce' a Dios, y conocer una cosa, para el
semita, es tener ya cierta experiencia de ella, y amarla en cierto modo. En una
primera época predomina el concepto de un Dios creador, misterioso y distante,
que elige sus amigos y confidentes entre los hombres: los patriarcas y profetas. Son
los testigos del drama de amor y de ira de Yahvé. El pueblo responde con la adoración
y la obediencia. Muchos salmos pre y post-exílicos atestiguan que no solo el pueblo
en conjunto o sus gulas, sino cada uno, sobre todo el 'pobre', el 'pequeño', el 'justo',
es amado por Dios.
14. Pero quedan muchas oscuridades e interrogantes. ¿En qué se traduce el amor
de Yahvé? ¿Cómo se le corresponde? ¿Qué relación tiene amor de Yahvé y
amor al prójimo? es aceptado como el Dios único, creador, protector y
misteriosamente remunerador. Su amor se hace tangible en la oferta de una alianza
por la que se desposa con su pueblo elegido. La respuesta de Israel no puede ser
otra que sumisión y fidelidad: obediencia a la ley. Esa sería la traducción del
primer precepto del decálogo: amar a Dios "con todo tu corazón, con t oda tu
alma, con todas tus fuerzas" (Dt 6,5). Incluso el Cantar de los Cantares no
es, en el fondo, más que la exaltación poética de la alternancia de posesión y
búsqueda entre Yahvé y su pueblo. Paralela a la línea profética que presenta la
alianza como relación de amor, existe, sin embargo, la línea legal, que acaba
predominando, y centra cada vez más absorbentemente la fuerza de la alianza
en la aceptación de la ley y la obediencia: una ley que prolifera en incontables
preceptos, que se vuelve agobiante y tiene el peligro de sofocar el amor. El amor de
Yahvé viene a ser en buena medida el temor de Yahvé.
36
El centro de gravedad bascula sensiblemente de lo cordial a lo servil. Este hecho motiva los
acres reproches de Cristo a los fariseos.
15. Y quizá no podía ser de otra manera, dado que la revelación trinitaria estaba
por hacer. El amor no podía ser perfecto sin conocer a Dios como Padre, sin saberse
hermanados al Hijo, sin recibir el Espíritu. ¿Y cómo esperar la intervención personal de
Yahvé en la historia de su pueblo insertándose entre sus miembros? La concepción
mesiánica está condicionada por estas oscuridades. Se espera un mesías regio, un
mesías sacerdotal y, sobre todo, un mesías liberador. Quedan sin definir con precisión
sus relaciones con Dios y sin atisbar siquiera sus relaciones con los hombres. El velo
que cubre el misterio de la Trinidad durante el tiempo de la promesa, oculta también la
plenitud del amor. La pluralidad de personas es una vaga y metafórica intuición, y
apenas permite la identificación del Enviado con una de tales personas. Y que ese
Enviado haya de padecer y morir será escándalo para los judíos. Puede decirse que no
estaban preparados para tal amor, para tan gran amor. Cristo, en cuanto definido
por su corazón, rebasa todas las expectativas del Antiguo Testamento y de la salvación.
37
19. De esta manera, el amor de Dios ya no se seguirá manifestando solamente con
acciones, sino a través de una Persona divina que por el mismo hecho de su encarnación en
naturaleza humana es la concreción suprema de ese amor. En Cristo, Dios ama
infinitamente al hombre y es amado por Él. De ahí que Cristo demuestre su
autenticidad de enviado del Padre, más que por su omnipotencia -sus signos- o por su
omnisciencia, por la concepción del amor, radicalmente nueva, que viene a promulgar y a
protagonizar. El salto cualitativo del amor del Antiguo Testamento al amor promulgado
por Cristo afecta tanto al amor de Dios como al amor fraterno. Por la revelación de su
naturaleza divina y por su aceptación del supremo sacrificio, Cristo abre los ojos
de los hombres a la realidad del infinito y purísimo amor que por rescatarnos y
reconducirnos a su filiación "no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le
entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). "Cristo nos amó y se entregó por
nosotros" (Ef 5, 2). Es un amor que no guarda relación alguna con la relación
preestablecida en el testamento antiguo, si no es la de consumación de la
promesa.
La primera es la clara conciencia que Jesús tiene del carácter innovador del amor
que él promulga, y de que al obra r así trasciende la ley y los profetas y declara su
condición mesiánica. En el compendio doctrinal que Mateo ha recogido en los capítulos 5 a
7 de su evangelio, no menos de seis veces Jesús introduce su enseñanza preceptiva con
esta fórmula rebosante de significado: "Habéis oído que se dijo a los antepasados...
Pero yo os digo..." (Mt 5-21,27,31,38,43). No hay duda de que -por mucho que
esta reiteración enfática pueda ser un reflejo de gusto semítico- es el eco veraz de una
decidida voluntad de Cristo de ser entendido acerca del carácter innovador de su doctrina
y de que se coloca a sí mismo por encima de la ley. Tres de los preceptos tan
solemnemente promulgados tienen por objeto la caridad. La tajante actitud
manifestada por Cristo en esta materia sólo tiene paralelo en la demostrada en la
abolición del divorcio. Cuando Cristo al final de su vida haya desvelado plenamente
en sus planos más profundos toda su concepción del amor, afirmará sin rebozo que se
trata de un mandamiento "nuevo" (Jn 13, 34), como es también nueva la alianza basada
en su sangre que va a ser derramada por nosotros (Lc 22,20) como prueba suprema de
ese amor. Tan sorprendente es esta novedad, que, ya al principio de su predicación
los oyentes exclaman: "¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con
autoridad!" (Mc 1,27). El amor es la más brillante novedad del Evangelio; es,
por antonomasia, el mandamiento que el Señor ha querido llamar "mío" (Jn 15,12).
38
23. Los tres sinópticos refieren momentos en que Cristo asimila el amor al
prójimo al amor de Dios. En Mateo (22,34-40) y en Marcos (Mc 12,28-34), es
Cristo quien responde a la pregunta provocativa del fariseo enlazando con cierto
desafío la formulación de ambos mandamientos. En Lucas (10,25ss) quien debe
responder a la pregunta defensiva de Cristo es el legista malévolo. Al precepto del
Deuteronomio (Dt 6,5) sobre el amor de Dios, empalma el del Levítico (Lv 19, 8)
sobre el amor del prójimo. Prójimo, claro está, tal como el legista lo entiende. Para
corregir esta noción, Jesús le narra la parábola del samaritano compasivo.
De ninguna otra cosa ha hablado tanto Cristo -si se exceptúa, quizá el Reino:
"Semejante es el reino de los cielos..."- como del amor. Pero incluso las parábolas del
Reino están expuestas en un contexto de amor. Basta el amor con todos sus
'armónicos' -amistad, compasión, tolerancia, bondad, paciencia, misericordia, tristeza,
esperanza, alegría, etc. - para describir a Cristo en su hombre interior, en su
corazón. Cristo llama a la bondad y al amor unas veces directamente, desde las
Bienaventuranzas al discurso de la cena; otras indirectamente y a través de sublimes
alegorías: el hijo pródigo, la dracma perdida, la oveja descarriada, el ciclo más amplio
del buen pastor. Cristo "pasa haciendo el bien" (At 10,38) y despliega su poder
taumatúrgico en 'signos' que son más frecuentemente actos de bondad que comprobantes
de su mesianidad.
Si el amor que Cristo practica y enseña es la novedad radical del evangelio, como queda
indicado anteriormente, ello se debe a que suprime formal y absolutamente los límites y
restricciones con que precedentemente era concebido. Es sabido que "amarás al
prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18) es ya el segundo mandamiento de la
antigua ley. Pero basta comparar este texto con aquel en que se promulga el primero
(Dt 6,4-9) para apreciar la diferencia de énfasis entre ambos preceptos. El concepto
prójimo es impreciso. La oscilación semántica de los términos veterotestamentarios
con que se lo designa -'el otro', 'el hermano'- indican ya esta impresión. De hecho, cuando
el decálogo promulgado en otra parte (Ex 20, 2-17 y Dt 5,6-21) es compendiado en una
sola frase (Dt 6,5), desaparece toda mención del amor del prójimo: "Amarás a Yahvé
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza". Ha desaparecido toda
mención del prójimo.
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28. Jesús desarrolla su pensamiento en hipérboles semíticas: presentar la otra
mejilla, añadir la túnica al manto, seguir una milla de añadidura. La conclusión del texto
es de suma importancia, porque Jesús razona su precepto. "para que seáis hijos
de vuestro Padre celestial que es bueno incluso para con los ingratos y
perversos". La imagen que Jesús da del Padre ya no es la del Dios que inspira la
venganza, sino la del Padre cuya perfección se muestra en su misericordia: todo
concluye con esta trascendental exhortación "Sed, pues, perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). ¿Qué revolución de valores podría imaginarse
superior a ésta? ¡Ahora es el enemigo el que debe ser amado, y precisamente porque ese
es el comportamiento de Dios!
Aún hay más: hay que amar al enemigo de Dios, al pecador. La Escritura ha ensalzado el
odio que Dios siente hacia la idolatría, la rapiña, el perjurio y todo pecado (cf. Dt 12,31;
Jer 44, 4; Zac 8, 17; Prov 5, 16) y consecuentemente al pecador que en cierta manera
forma cuerpo con su pecado y puede ser castigado con una enfermedad impura. El
israelita afirma su piedad odiando al pecador. Y he aquí que Jesús declara haber
venido para ellos, no para los justos (Mc 2,17) y, situándose en la línea de
predicación profética, tanto él como su precursor anuncian la Buena Nueva sobre el
supuesto de la propia conversión. En Jesús compite su denuncia del pecado con una
inagotable misericordia para con el pecador. Jesús escandaliza perdonando el pecado de
la adúltera, conversando con la samaritana, sanando y perdonando a tullidos y posesos,
haciendo caso omiso de las impurezas legales, sentándose a la mesa de los pecadores.
Jesús define al Padre y a si mismo por su corazón abierto al perdón en la parábola del hijo
pródigo, en el ciclo del buen pastor. Con su vida toda y en su muerte confirmará cuanto ha
predicado. Acabará llamando amigo a quien le entrega y pidiendo perdón para quienes le
crucifican.
30. Más aún que sus palabras, es la vida de Cristo la que lanza la revolución del
amor. Samaritanos, gentiles de Canaán, Tiro o Sidón, funcionarios de la ocupación,
publicanos, prostitutas, leprosos, todos caben en su corazón. Para amar a los pecadores
Cristo ha saltado las barrera s de la impureza legal, la observancia del sábado, la división
religiosa, el carácter sacro de las ofertas al templo... Amando a los pecadores Cristo ha
quitado al odio el último de sus pretextos: el celo religioso.
Pudiera parecer que a la proclamación del amor universal hecha por Cristo desde el
comienzo de su ministerio, y del que toda su vida ha sido una constante
confirmación, no pudiera añadirse nada. Todos los aspectos del amor han quedado
ilustrados: el amor a quien él ha enseñado a llamar 'Padre', el amor a su propia
persona, el amor fraterno. Pero Cristo ha reservado para la última hora -y esta palabra
puede emplearse aquí en sentido joánico- la más sentida y penetrante lección de su
pedagogía del amor. En su atardecer preagónico, cuando el tiempo apremia y no
debe retener ya nada a la plenitud de la manifestación de su corazón, cuando sus
discípulos han sido testigos de su vida y de su obra y van a serlo de su sacrificio,
Jesús les descubre el entramado de razones sublimes que está al fondo del amor
que él les tiene y que ellos deben tenerse..
32 "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). Con razón
puede descubrir este mandamiento como nuevo, puesto que nueva es tan inimaginable
medida del amor. "Amarás al prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé" (Lv 19,8), la
medida del amor precristiano, que hubiera podido parecer un ideal, muestra a la nueva
luz toda su insuficiencia. "Como yo os he amado". Ese comparativo es el impulso
perennemente urgente que desde entonces urge a cada creyente en Cristo a un amor a
los demás y a una entrega sin límites. Es una meta a la que hay que aspirar siempre, aun
sabiendo que no se la podrá alcanzar nunca. Solamente "por la acción del Esposo en el
hombre interior..., arraigados y cimentados en el amor, podremos
40
comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del
amor de Cristo, que excede todo conocimiento" (Ef 3,17).
36. Esta inserción del Padre como referencia del amor entre Cristo y los hombres, en el
momento culminante de la revelación del amor, es sumamente iluminadora. La misión
de Cristo es, entre otras cosas, la revelación del Padre. Por eso es importante dejar
asentado que la paternidad se ejerce también en el amor, amor al Hijo, y amor
inmediato del Padre a los hombres. El Padre, invocado en la agonía del huerto y en
la cruz, trances supremos de la prueba de amor, es invocado también en la
proclamación de la caridad fraterna.
"El Padre me ama porque doy la vida parta recobrarla de nuevo" (Jn 10,17), el
mismo Padre que amó tanto al mundo que le dio su unigénito para que no
perezca quién crea en él" (Jn 3,16). La caridad fraterna vivida como enseña Cristo es una
inmediata vía de acceso a la Trinidad.
En el amor así concebido llega a su culmen la unificación de los dos antiguos preceptos: ya
no hay más que uno. La misma caridad que nos lleva a Dios debe acercarnos a los
hermanos. En ellos debemos encontrar a Dios. Cristo está en ellos, sobre todo en los más
necesitados, en los pobres, en los pequeños (Mt 25,40). Durante toda su vida les ha
mostrado su predilección y siguiendo su ejemplo a ellos deben ir nuestras preferencias.
Si el discurso sobre el amor es el final del evangelio de Juan anterior a la pasión, el
mismo lugar ocupa en el de Mateo la proclamación de esta identificación de Cristo con los
pobres. Es como un especial empeño de que ello quedase bien grabado: "Cuanto hicisteis
a uno de esto hermanos míos más pequeños (hambriento, sediento, desnudo,
forastero, enfermo, oprimido), a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40 y 45). Un amor de Dios que
no vaya contraseñado por el amor a los hermanos será siempre sospechoso. Porque "quien
41
no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo va a amar a Dios, a quien no
ve?" (1 Jn 4,20). Juan recuerda con vehemencia que es iluso el amor de Dios que
no va acampanado del amor del prójimo, y su lenguaje de elevación casi gnóstica se
vuelve incisivo y concreto para descubrir que sería una inconsecuencia: "Si alguno que
posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el
corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1 Jn 3, 17). 'Le cierra
el corazón' es negarle el amor y la condivisión a que lleva el amor. Porque no hay
palabra más directa para apuntar al amor que la palabra 'corazón'.
38. Pablo en su conversión asimilará plenamente esta doctrina. El es el autor del más
hermoso himno al amor de Cristo (Rom 8,31ss), y del vibrante elogio de la caridad
(1 Cor 13). El es el promotor de la ayuda entre las Iglesias, y hace de este
socorro, hecho en nombre del amor, instrumento de unidad cuando amenazaba la
división entre las iglesias de antecedentes judíos y las nacidas en la gentilidad (Gal 2, 10;
Rom 15,26; 1 Cor 16, 1-4).
Dos capítulos íntegros de su segunda carta a los Corintios están dedicados a organizar, urgir
y dar sentido a la colecta (2 Cor 8 y 9). Tan ardiente es la palabra de Pablo que llega
a resumir hiperbólicamente en la caridad fraterna todo el contenido de la ley: "Toda
la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti
mismo" (Gal 5,14). Es la vieja fórmula del Levítico breve e incisiva, reflejo de su
formación rabínica, que le sirve para alentar a las iglesias de la diáspora en el
ejercicio del mutuo amor. "Servios por amor los unos a los otros" (cf. la misma
exhortación en Rom 13, 9-10)
39. Santiago, con los semitismos que le son propios, dentro de un estilo más
homilético que epistolar, ensalza a los pobres y advierte severamente a los ricos. La
caridad hay que mostrarla con obras, para que la fe no sea estéril.
En la idea que Pablo tiene de la plenitud de Cristo y de la Iglesia hay una fundamental
componente de amor. No sólo que el amor es el hilo conductor de todo el plan divino de
salvación y lo que da armonía a sus diversos aspectos: la plenitud de Cristo en quien el
Padre ha puesto todas las cosas y la plenitud de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo.
"Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para ser santos e
inmaculados en su presencia por el amor" (Ef 1,4).
Es el amor de Dios el que nos elige, y a ese amor corresponde "el amor que
tenemos a Dios, infundido en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido
dado" (Rom 5,5). El arrebato lírico que es su himno a la caridad (1Cor13) es, teológica y
antropológicamente hablando, un maravilloso exponente de la gran novedad del
evangelio: la manifestación del amor del corazón de Cristo que establece nuevas
relaciones entre Dios y el hombre y entre los hombres mismos.
41. Juan expone la misma doctrina. La recoge directamente de los labios de Cristo en el
discurso último de Jesús, cuando la proclamación del amor que él nos tiene y de
que este amor es la medida del amor entre los hermanos, parece descargarle ya de
la última y definitiva responsabilidad que completa su misión: "Os he dicho esto
para que mi gozo", esto es, el gozo mesiánico del Hijo de Dios, "esté en vosotros y
vuestro gozo sea completo" (Jn 15,11), "Les he dicho estas cosas en el mundo
para que tenga n en si mismos mí alegría colmada" (Jn 17,11). La plenitud del gozo
42
de Jesús de que Juan ha sido testigo, es también un sentimiento que hace
repetidamente suyo cuando comunica ese testimonio: "Os escribo esto para que vuestro
gozo sea completo" (1 Jn 1,4; Jn 12). Juan sabe que amándose los hermanos llenan de
gozo el corazón de Cristo, y que participa de ese gozo, y generarlo en los corazones de
quienes creen en él, es ya un preanuncio de la plenitud de fruición que los incorporados
al Reino disfrutarán cuando sean asumidos en la gloria del Padre y el amor humano
se inserte en el infinito amor trinitario. Allí comprobarán que "Dios es amor, y todo el
que ama, puesto que el amor es de Dios, ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn
4,8 y 16). Ser de Dios, y conocer a Dios, en el lenguaje joánico es un modo de poseer y ser
poseídos por él. El amor humano tiene su referencia de origen y de destino en el amor
trinitaria. No es posible más alta cima.
II
42. Nosotros estamos a veinte siglos de la promulgación del único mandamiento del
amor. Un mandamiento que sigue urgiéndonos. El amor fraterno sigue siendo una
necesidad de todos los hombres y de todos los tiempos, y más perentoria aún en
los nuestros en que el mundo se ha convertido en un global village, con una interacción
humana de alcance auténticamente universal. La fraternidad universal no es ya un
aspecto cualitativo del amor, en cuanto no le pone condicionamiento alguno; sino una
realidad cuantitativa, pues la revolución experimentada por las comunicaciones, la
tecnología, y las posibilidades de trasvase de recursos, hacen que, querámoslo o no, hoy
todos seamos testigos sin posibilidad de alegar ignorancia y, por tanto, responsables, de las
miserias de nuestros hermanos en cualquier parte del orbe.
43. Todas las tragedias modernas son en último termino una herida al amor o un
desafío a nuestra capacidad de amar. La tragedia del odio fraticida entre Caín y Abel sigue
proyectando su sombra sobre nosotros: "Ya sabéis el mensaje que habéis oído
desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo
del maligno, mató a su hermano" (1 Jn 3,11) sino al contrario, "en esto
hemos conocido el amor: en que él dio la vida por nosotros. También nosotros
debemos dar la vida por los hermanos". (ibid.)
Por eso urge clamar contra la resurrección de la vieja dicotomía judaica que traza
una frontera entre el amor de Dios y el amor del hermano; disociación "contra
naturam" que el Corazón de Cristo quiso remediar para siempre. Seria desandar el
evangelio. No hay verdadero ni pleno amor de Dios si no se lo manifestamos también en los
hermanos, y concretamente en aquellos en quien él nos dijo que debíamos reconocerle. Ni
hay verdadero y pleno amor a los hermanos si en ellos no vemos y reconocemos a Dios
y rebajamos la caridad al nivel de la filantropía, hurtándola su dimensión trascendente.
Cualquiera de esas actitudes olvidaría que "la ley Fundamental de la perfección
humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento del
nuevo amor" (GS 38, cfr. También n. 24). Todos los excesos de un horizontalismo
reductivo o de un verticalismo desencarnado son una opción, entre el "primero y
principal mandamiento" y "el segundo que es igual al primero", que después del
discurso de la Cena ya no tiene sentido. Son una corrupción letal del modelo de amor
proclamado por Cristo.
45. Y así es, por desgracia, como parece que podrían sintetizarse los extremo
s teóricos de dos líneas divergentes en el pensamiento actual y en la acción cristiana. No
se puede exaltar tanto el Jesús humano, el de la predilección por los sencillos y los
pobres, el teorizador desprendimiento de los bienes, el perseguido por las estructuras
religiosas y civiles de su tiempo, que quede en penumbra el Cristo, el Hijo del Padre, que
vino a este mundo para salvarnos a todos del pecado y a infundir en nuestros corazones el
amor del Padre y la certeza de una vida futura. Ni se puede tampoco centrar la
atención de tal manera en la primacía de la fe, la gracia y la espiritualidad del
Reino, que no se oiga con suficiente atención el clamor de los pobres, ni se caiga en la
cuenta de los términos existenciales y humanos por los que, en tantas ocasiones, pasa hoy
43
el amor fraterno. Ambas concepciones son casos típicos de un reduccionismo destructor.
Jesús es, sí, el modelo ideal de 'hombre para los demás' que sufrió pena en una ocasión en
que sus oyentes llevaban tres días mal alimentados por seguirle (¿cómo sufriría hoy
su corazón ante el masivo, profundo y persistente fenómeno, del hambre?), pero es, ante
todo, el Jesucristo "que nos ama y que nos ha liberado de nuestros pecados por el
sacrificio de su sangre" (Apoc 1,5).
Una respuesta, ciertamente, que en sus mil versiones válidas sirve de elemento para
el diálogo fraterno, el mutuo enriquecimiento y la más plena comprensión del Cristo
interior, de su corazón. Cristo es el Dios entre los hombres, y es el Hijo del Hombre
ante Dios. Es el puente que salva todo abismo y por eso es el único mediador. Es el
sacramento de Dios en el mundo, y por eso es nuestra justificación. Es el Verbo
que viene del Padre y a él vuelve, y por eso es la clave de toda la creación. Su
encarnación y su revelación han hecho posible que podamos tener respuesta a la
pregunta quién dicen que soy yo. Pero es necesario aceptar y vivir su palabra sobre sí
mismo para que pueda germinar en nosotros, reproduciendo el amor trinitario que
desafía toda lógica: el milagro de amor que es escándalo para los judíos, locura
para los gentiles y asunto sin interés para la increencia de nuestro tiempo.
48. Es una paradoja que estemos más dispuestos a aceptar al Jesús que sufre que al
Jesús que ama, y que, en nuestros hermanos, hagamos de la inevitabilidad del
sufrimiento la capa que cubre nuestro egoísmo y nuestra negativa al amor. Existe la sutil
tentación de aceptar a Jesús, el hombre, y ser reticentes al Jesús Dios. Es urgente
descubrir al mundo precisamente el Hijo de Dios hecho Hombre, sin reducir su misterio.
Proclamar la plenitud de este amor cuyo destinatario es todo hombre, la humanidad entera,
es poner al mundo en un válido punto de partida para la realización del pleroma, de la
plenitud de Cristo en todas las cosas (Ef 1, 10).
49. Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste la fe en él. A la
libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en el hombre la libertad de haberle
aceptado. En Cristo coincide la oferta de Dios al hombre y la más alta respuesta del hombre
a Dios. Esta es, creo yo, la respuesta que debe darse al moderno convencionalismo que
44
habla de 'cristología desde abajo' o ascendente, y 'cristología desde arriba' o
descendente. Cristo es el punto de conjunción, y, expresamente, concebido como lugar
de encuentro del amor reciproco entre Dios y los hombres. Cristología desde abajo y
desde arriba es una distinción que en la fertilísima cristología actual puede ofrecer
ventajas metodológicas pero que hay que manejar con sumo cuidado y sin rebasar
ciertos límites, para no objetivar divisiones en algo que no puede disociarse. El Cristo que
baja del cielo es el mismo que, consumado el misterio pascual, está a la derecha del Padre
(cf. Jn 3,13). Nuestro conocimiento y experiencia de su persona no puede hacerse solamente
tomando el Verbo como punto de partida o arrancando de la historia de Jesús de
Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente de Jesús para
conocer a Cristo, o partiendo de Cristo para conocer a Jesús.
50. Es inevitable, en este tema, la mención de Teilhard de Chardin, que en Cristo Jesús ve la
meta unitaria del universo. Por supuesto, no hay por qué esta r de acuerdo en todos y
cada uno de los pasos del razonamiento teilhardiano. Pero aduzco su recuerdo porque
inspira respeto esta figura que hizo compatible la más honesta investigación científica
con una increíble ternura y penetración espiritual. Teilhard profesó una apasionada
adhesión al corazón de Cristo. Y esto, a dos niveles. Uno, la devoción pura y simple al
Corazón de Jesús, entendida a la manera más típica de presentación de esta devoción en el
período de fines del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin rebozo ni concesión alguna. Es el
Corazón de Jesús de su vida espiritual personal y el aliento en las no ordinarias dificultades
con que hubo de contar en sus actividades de hombre de ciencia.
"El gran secreto, el gran misterio: hay un corazón en el mundo (dato de reflexión),
y ese corazón es el Corazón de Cristo (dato de revelación). (...) Este misterio
tiene dos grados: el centro de convergencia ('el universo converge hacía un
centro') y el centro cristiano ('ese centro es el Corazón de Cristo'). Quizá
sea yo el único que dice estas palabras. Pero estoy convencido que expresan
lo que siente cada hombre y cada cristiano".
Los que han aceptado el misterio de Cristo, dice San Juan, "permanecerán en el Hijo y
en el Padre. Esto es lo que nos prometió Cristo, la vida eterna" (1 Jn 2,24-25).
45
Ello es posible en virtud del amor "que Dios ha puesto en nuestros corazones por el
Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
52. Pero el amor, en cuanto definido, no por su término, sino por la disposición interior
de quien ama, no puede ser más que uno. De ahí que el amor sobrenatural al prójimo, a
quien ha amado Cristo, y a quien amamos por Cristo, es una vía de acceso a la Trinidad.
El amor del prójimo es por ello, y no sólo el amor a Dios, una virtud teologal, y,
especialmente para quienes han consagrado su vida al servicio de los demás siguiendo los
consejos evangélicos que no tienen más fundamento que el amor, es una vía de inmediato
acceso a la intimidad trinitaria.
53. ¿No es esto lo que en otros términos quiere decirse con contemplativos en la acción? Se
trata no sólo de un acerca miento intelectivo y referencia intencional de nuestras
actividades al Señor, sino de amarle a través de nuestras obras, y en todas las
cosas (la frase es ignaciana, pero el concepto es auténticamente paulino), y
especialmente en los hermanos, puesto que contemplación y acción tienen por causa y
término el único Dios que es amor y que nos manda amar. La claridad con que se ve a
Dios, y se le ama en el prójimo, nos da la medida de nuestra coherencia espiritual. Esa
es "la iluminación de los ojos del corazón" (Ef 1,8), esa es la mejor prueba de
que en nosotros está vivo y "permanece el germen de Dios" (1 Jn 3,19). Ese
germen divino no es otra cosa que el principio de vida, el Espíritu que es, al mismo tiempo,
personificación y fruto del amor. Nos dirigimos al hombre y encontramos a Dios. Es
la sublimación teologal de nuestra relación fraterna.
54. Quien viva a esta luz del amor indiviso a Dios y a los hombres, no teme lanzarse
al mundo, porque los hombres no serán un elemento de ruptura de su propio diálogo
con Dios, sino, al contrario, otras tantas ocasiones de encuentro. Más aún, en un mundo
que hoy se caracteriza por la increencia, poblado por hombres y mujeres que no saben que
son centro del amor trinitario, o que lo niegan, a Dios se le descubre por la dimensión del
enorme vacío que esa ignorancia o esa negación ha dejado en sus corazones.
55. El amor que nos lleva a la Trinidad funda y fortalece nuestros lazos
comunitarios. Nuestra comunidad tiene únicamente razón de ser si vivimos en el
amor. Es el amor que Cristo tuvo y tiene a cada uno de nosotros el que nos reunió.
Cristo nos ama personalmente, sí, pero también reunidos. Es la respuesta personal de cada
uno de nosotros a ese amor de Cristo, y el conjunto de todas esas respuestas, lo que
constituye causalmente nuestro grupo. Estando y manteniéndonos unidos por Él y para
Él, Él está en medio de nosotros. Nuestro ser plural reproduce la pluralidad del amor
trinitario, que es todo don de sí, participación, comunión. Más que la comunidad de fe -
aunque también lo es- es la comunidad de amor o, si se quiere, comunidad de amor que
nace de la comunidad de fe, lo que constituye el elemento formal de la comunidad
fraterna.
Este es el sentido profundo de la gozosa valoración del grupo que hace el salmo
133: "¡Qué bueno, qué dulce es el estar juntos los hermanos!" Vieja
experiencia de la comunidad cristiana que se renueva en nosotros, la de tener "un
solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32). Quien da, reproduce en sí la generosidad
del Padre; el que recibe, refleja el abandono y docilidad del Hijo; el vínculo de amor teologal
que los une, lleva en sí la marca del Espíritu.
56. Todo cuanto hemos dicho de la Trinidad, del amor... está lleno de antropologismos.
¿Pero nos es posible expresarnos de otro modo? Nuestra mente se estrella contra el
misterio. Sólo es abordable con nuestro corazón. Nuestra penetración es tanto más vital y
profunda cuanto más en sintonía esté nuestro corazón con el Corazón de Cristo. Es, al
fin y al cabo, una súplica tan antigua como la que el autor del libro de las Crónicas
pone en labios de Da vid: "Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel: perpetúa este
sentimiento para siempre en lo íntimo del corazón de tu pueblo y dirige tú su
corazón hacia ti" (1 Cro 29, 18).
46
Parte III - Orientaciones pastorales
Jesucristo es Todo
En sus diálogos con J.C. Dietsch, publicado recientemente en Paris (1982), el Padre Arrupe
ha explicado con sencillez el origen de su devoción al Sagrado Corazón y lo que ésta ha
representado en su larga y rica experiencia pastoral, dentro y fuera de la Compañía.
Pedro Arrupe –
Esta misma pregunta me la hicieron de repente en una entrevista que concedí a la
Televisión italiana, hace cinco años. La pregunta me cogió de sorpresa y respondí
entonces de una manera totalmente espontánea:
"Para mí, Jesucristo lo es todo". Y hoy, le doy la misma respuesta, con
mayor fuerza y claridad: para mí, Jesucristo es TODO.
Así se define lo que representa Jesucristo en mi vida: TODO. Ha sido y es mi ideal
desde que entré en la Compañía, ha sido y sigue siendo mi camino, ha sido, es
siempre, mi fuerza. No es necesario explicar mucho lo que esto significa: quite a
Jesucristo de mi vida y se hundirá como un cuerpo a quien se le quita el esqueleto, el
corazón y la cabeza. –
La figura de Jesucristo es muy compleja ¿Cuáles son los aspectos que le han
impresionado más? -
47
Tal es también la oración continua de la Compañía: "
Que María nos ponga con su Hijo". –
He tenido y tengo siempre la certeza que una espiritualidad de tanto valor, que utiliza
un símbolo (cf Ef 1,18) tan universal y humano, y una palabra -"corazón"-
que se considera una palabra "manantial" en el lenguaje (Ur-Wort), no tarda rá
en abrirse de nuevo camino. Se llegará poco a poco a revalorizar el culto al Sagrado
Corazón de Jesús, pero sin imponerlo con insistencia y con repeticiones, que solo
contribuiría a exacerbar o despertar las reacciones de rechazo de los años 50-60
Si queremos identificarnos con los sencillos, con los pobres, con los pequeños, ¿no
es éste un modo excelente de hacernos como ellos de adoptar sus actitudes
delante del Señor? "Os digo en verdad: si no cambiáis y os hacéis como niños,
no entrarais en el Reino de los Cielos" (cf Mt 18,3).
Estas son las palabras de Cristo, que podríamos traducir así: "Si queréis, como
personas y como Compañía, entrar en los tesoros del Reino y ayudar a
edificarlo con extraordinaria eficacia, haced como los pobres, a los cuales tratáis
de servir. Vosotros repetís muchas veces que los pobres os han enseñado más
que los libros; entonces aprended de ellos esta lección evidente: amad a
Jesucristo, entrando por la puerta del amor sencillo de su Corazón".
48
Parte III - Orientaciones pastorales
Fue una ceremonia sencilla, breve y con todas esas delicadezas que las religiosas
tienen para matizar su trato con el Señor. Aquello fue una idea para mí. Mientras siguiese
en Tokio podría dedicarme a consagrar familias al Sagrado Corazón de Jesús, con lo que
sin roturar un campo nuevo, para lo que me sentía sin japonés suficiente, podía
cimentar más hondo lo que otros habían edificado anteriormente. Sin las dificultades de
romper por lo que es nuevo, tenla las ventajas de asegurar lo que es antiguo. Nunca me
arrepentiré de ello. Empezando por las familias conocidas y continuando por los que de
un modo o de otro se fueron poniendo en contacto conmigo, llegaron a más de cien
los hogares oficiales consagrados al Sagrado Corazón de Jesús.
No faltó ninguna de las maravillas que el Señor, por medio de sus confidentes ha
prometido a cuantos se le consagren en el recinto sagrado de la familia.
Cuántas veces pude palpar la gracia de la conversión en aquellos breves momentos
de una entrega que había de perdura r. Con frecuencia al pisar descalzo los tatamis de las
casas a las que iba para la consagración, me encontraba con caras hoscas que denotaban
resistencia. Eran las familias en las que los padres, tal vez la madre viuda, eran católicos.
Entre los hijos había aquella división que Cristo vino a poner sobre la tierra aun dentro de
los más cerrados grados de parentesco.
Algunos hijos católicos y los otros budistas, sintoístas o indiferentes. Era natural que
aquella ceremonia de sabor netamente cristiano tuviese que inspirar no recelo sino
repugnacia, a los miembros de la familia que pertenecían a distinto credo. Pero cuando en
el silencio de una fe profunda que quería darse, empezábamos a rezar las palabras
sencillas, generosas y sugestivas de la consagración, cuando la emoción de los católicos se
devoraba en unas lágrimas furtivas o en un llanto franco y sin reservas, los indiferentes de
aquel mundillo en síntesis sentían que, sobre la conmoción natural de aquellos
sentimientos nuevos, barrenaba la gracia con todo el empuje sobrenatural de lo que es
divino.
49
Paganos fervorosos pero equivocados, protestantes clavados como la esquirla de
hueso roto en familias católicas, incrédulos que habían perdido la fe en sus falsos dioses,
fueron sintiendo que la promesa bendecidora de Dios -no menos real porque ellos la
ignorasen- era más poderosa que su obstinación o que su ignorancia.
De espectadores pasivos que contemplaban lo que no podían huir, pasaban muchos
de ellos a fervientes catecúmenos como promesa cierta de un próximo bautismo que los
hiciese católicos.
No pone en peligro su fe al conocer una filosofía atea -con ese ateísmo que no ignora sino
que combate a Dios- porque jamás podrá caer un libro de esos en sus ma nos. No
beberá el veneno de un cine que mata el alma entre los halagos de una eutanasia
plácida. Un hotentote que se convierte tiene ya ganado medio cielo.
Un japonés lo lee todo, conoce todo, en el cine lo ve todo, lo curiosea todo ... y como en el
mundo hay mucho más malo que bueno, sobre su espíritu recién convertido, lastrado
por una tradición secularmente pagana, va cayendo todo el fango del siglo XX que, de
espaldas a Dios, ha puesto sobre el altar que sostuvo el becerro de oro de los judíos
sinaíticos el ídolo de la materia y de la ciencia. Un muchacho, una muchacha japonesa,
conservan con facilidad su fe si en su hogar encuentran un contrapeso al paganismo del
mundo que les envuelve y que con frecuencia les ahoga.
Solos, en el islote desolado de una fe sin rigor ni autonomía arraigada, tienen que
luchar como héroes. Sobre todo en las clases intelectuales. Hay estadísticas de
estudiantes católicos que, estudiando fuera del ambiente católico en que se
convirtieron, han abandonado la fe en la dolorosa proporción de un 30% . Por eso la
consagración de la familia al Sagrado Corazón de Jesús es de una eficacia decisiva en la vida
de esos muchachos.
La fe, la religión, no es algo exclusivo del Kyokai, de la Iglesia. Es algo mucho más íntimo
que también se vive entre los muros, tal vez paupérrimos, del hogar. Y cuando por horarios
de estudio o de trabajos, las puertas de las Capillas misioneras permanecen casi
infranqueables, si en la familia reina el Corazón de Cristo, allí se encuentran el
vigor sobrenatural que en otro sitio no tiene oportunidad para ir a buscar.
50
Pero en cambio capta con facilidad otros matices más humanos que con frecuencia
son sobradamente suficientes para los comienzos de su formación religiosa.
La amistad que debemos a Cristo Amigo que murió por nosotros, la repa ración a
que nuestros pecados y los ajenos nos obliga, el amor como correspondencia al que Dios en
todo momento nos prodiga, son cosas que le parecen obvias y que le arrancan reacciones
admirables. Además encuentran en estos valores un esfuerzo positivo que la religión exige
de nosotros como complemento del mera mente negativo que, a primera vista, predomina
en el Decálogo. Junto al "no" que preside el enunciado de tantos mandamientos, se
encuentra el "sí" con el gesto positivo, con el matiz de entrega que se encierra en nuestras
relaciones con el Corazón de Cristo. Y en esa sincronización del "sí" y del "no" viven un
catolicismo mucho más consciente y completo. Porque el "no" encierra un deseo implícito de
donación a Cristo: por eso me doy.
Cuando estaba haciendo mis primeras observaciones en esta materia, recuerdo que me
llamaba mucho la atención el ver a una catecúmena que se pasaba horas muertas
arrodillada ante el Sagrario. Llegaba a la Capilla y avanzando con ese silencio peculiar
de quien está acostumbrado a andar descalzo y sin ruidos desde la infancia, se acercaba al
Señor cuanto su respeto se lo permitía y allí permanecía indiferente a cuanto le rodeaba. Un
día nos tropezamos cuando ella salía. Empezamos a hablar y poco a poco, sin extorsiones
ni violencias arra stra el tema de la conversación hacia sus visitas al Santísimo. En un
momento en que me dio pie para ello con una de sus frases le pregunta: -¿Qué hace usted
tanto tiempo ante el Sagrario?
Sin vacilar, como quien tiene ya pensada de antemano la respuesta, me contestó: -Nada. -
¿Cómo que nada? -insistí- ¿Le parece a usted que es posible permanecer tanto tiempo sin
hacer nada? Esta precisión de mi pregunta que borraba toda posible ambigüedad
pareció desconcertarle un poco. No estaba preparada para este juicio de investigación, por
eso tardó más en responder. Al fin abrió los labios: -¿Que qué hago ante Jesús Sama ?
Pues... ¡esta r! -me aclaró. Y volvió a callarse. Para un espíritu superficial habla dicho poco.
Pero en realidad no había callado nada.
En sus pocas palabras estaba condensada toda la verdad de esas horas sin fin
pasadas junto al Sagrario. Horas de amistad. Horas de intimidades en las que nada se pide
ni nada se da. Solamente se está. Desgraciadamente son muy pocos los que saben
comprender el valor de este "estar con Cristo", pues para ser real "estar" tiene que
encerrar una entrega a Cristo en el Sagrario que no tenga otro objeto que estar -sin
hacer nada, con el fin de acompañar- si a esto se le puede llamar no hacer nada.
Qué les ha pasado? -pregunté con curiosidad. -Saa, Takeo-zan está hoy de mal kimochi -
genio-. Se enfada por cualquier cosa. Aquellos saa admirativos me indicaron que la cosa,
aunque no habla llegado a mayores, les había impresionado a todos ellos. Me entró
curiosidad por ver el resultado de aquella disputa porque entre los dos pequeños
mediaban relaciones especialísimas. Itsuo-san tenía unos 8 años, pocos en absoluto
pero ya los necesarios para que en su casa le hubiesen dado el doctorado de
suficiencia para andar por las calles sin que nadie tuviese que acompañarle.
51
En cambio Takeo-san, un diminuto rapaz de sólo 5 años, no había llegado a tales
alturas y necesitaba de alguien cuando quería alejarse unos centenares de metros del
portal en donde vivía. Como los dos vivían en la misma barriada, tanto para ir a la escuela
como al catecismo, It suo-san se pasaba por la calle en donde vivía Takeo-san y
juntos iban para volver también al mismo tiempo. Aquella tarde se les presentó un
problema. Estaban reñidos, se iba haciendo tarde y tenían que volver.
Yo, que conocía todo aquello, estaba esperando a ver cómo se solucionaba aquel
conflicto. Los rapacillos se fueron retirando uno a uno después de una afectuosa despedida
y ya sólo que daban unos pocos hablando alegremente, y los dos contendientes sin
desarrugar el hociquillo. Mientras charlaba con los últimos rezagados, pude ver que
Itsuo-san se acercaba indeciso al pequeño Takeo-san y que le decía algunas palabras que
desde mi observatorio no pude entender.
Pero debieron ser amistosas porque Takeo, le dio la mano, sin que ninguno de los dos
abriese la boca para hablar. Iban violentos, pero al fin y al cabo iban, que ya era
bastante. Porque el problema de Takeo-san era que por sí solo no podía volver. Cuando
todos los niños hubieron desaparecido recogí la hucha con los obsequios, la vacié y antes de
guardarlos con los de otros días para quemarlos todos juntos ante la imagen del
Sagrado Corazón el último día de la Novena, me di cuenta que había uno, sin firmar, como
todos, pero con un contenido que delataba su autor. Por Ti he hecho las pa ces con
Takeo-san aunque él tenía la culpa y yo no. Por consolarte le llevaré a casa como si no
hubiese pasado nada. Era un papel sucio.
¿Qué más podía querer yo? Había consagrado ya tantos hogares en lo que constituye casi
mi primera aventura apostólica japonesa... Se presentaba, con todo, una dificultad que
debíamos solucionar, y un escollo que teníamos que sortear sin estrellarnos: la
semihostilidad con que el marido miraba un acto de culto, llamémosle público, dentro de
su mismo hogar. Tuvimos pues, un sôdan (reunión), en el que decidimos fijar la
consagración para un momento en que tan sólo se encontrase la madre con los dos
hijos. La cosa no resultó difícil. Hecho esto dejamos correr el tiempo hasta la fecha
elegida. Cuando llegó, me presenté donde vivía la familia, llevando conmigo la
fórmula japonesa que empleaba siempre para las consagraciones.
52
Me salió a recibir la mujer. Esperaba verla contenta, como pedía la ceremonia que íbamos a
tener a petición suya, pero me la encontré sumamente turbada porque había habido
un fallo en sus cálculos. -Padre, -me dijo a bocajarro-, mi marido está en casa. Me dejó de
una pieza. Todos nuestros preparativos parecía que iban a ser inútiles, ya que lo más
probable es que no permitiese hacer la consagración. -¿Sería mejor dejarlo para otro día? -
pregunté hecho un mar de dudas. -No, Padre, me parece que no, -me contestó-.
Llevo ya mucho tiempo queriendo dar este paso y siempre ha habido alguna dificultad. Yo
creo que lo mejor es hacerlo en una habitación en la que él no se encuentra y con el disimulo
suficiente para que no se entere. -Como usted quiera, -le respondí-, usted tiene la última
palabra. -Vamos a probar fortuna y que Dios nos ampare. Entramos en una de las
habitaciones. Pusimos un cuadro del Sagrado Corazón en una de las paredes y sin
más solemnidad, porque no lo permitía el secreto del momento, nos arrodillamos ante
él, los dos hijos, la madre y yo.
Empecé a rezar. Frase a frase fui leyendo la consagración, haciéndolo despacio para que
pudiese calar más hondo su profundo sentido. Aun no habíamos acabado, cuando de
repente, de la manera más inopinada se descorrió él fusuma que separaba nuestra
habitación de la contigua, y apareció en el marco de la puerta el amo de la casa, en una
actitud que no parecía la suya.
Al verle entrar me había quedado silencioso, y su mujer y sus dos hijos se habían
asustado sin saber cuales iban a ser las consecuencias de aquella interrupción. Nos miró
un momento a los cuatro, y después, echándose a llorar como un niño, me dijo
estas palabras: -Padre, quiero bautizarme. No habló más.
No podía hacerlo. Estaba conmovidísimo por la gracia de Dios que había obrado sobre
él de una manera que podíamos llamar milagrosa. Sus resistencias pasadas, su
hostilidad, su indiferencia... todo había desaparecido al calor de aquel llamamiento espiritual.
Era una prueba más de que el Corazón de Cristo cumple sus promesas de reinar en los
hogares en que se le entroniza. Y era, además, el ejemplo convincente de lo que puede la
oración combinada de la madre y de los hijos cuando todos alientan con el deseo
íntimo y común de convertir al padre, el único miembro descarriado de la familia.
Con emoción nos arrodillamos todos los misioneros españoles ante una imagen del
Corazón de Cristo. Allí, recordando sus promesas de bendición y sus ansias de amor
correspondido, fuimos deshojando nuestra plegaria con entera confianza en su bondad.
Por eso hoy, desde lo más intimo de nuestra alma, te la entregamos por completo. ¡Oh Rey
eterno y Señor Universal! Tú que infirma mundi eligis ut confundas fortia, aquí tienes a
los más débiles de los misioneros tratando de conquistar para Ti esta región, cuyas
dificultades hicieron encanecer al mismo Javier. Convencidos de la inutilidad de todos los
53
medios humanos y sintiendo la escasa eficacia de los métodos ordinarios de apostolado
en este país que Tú quieres encomendarnos, no encontramos más recursos que tus
promesas. Confiamos, Señor, ciegamente en tu palabra:
"A los que propaguen la devoción a mi Corazón, daré eficacia extraordinaria en sus trabajos".
Y puesto que necesitamos esa fuerza extraordinaria, te prometemos hoy ser verdaderos
apóstoles de tu Corazón, llevando una vida perfecta de amor y reparación. concédenos
Señor, la gracia de que desapareciendo nosotros por completo, esta misión sea
pronto el argumento fehaciente de la realidad y eficacia de tus promesas. Nosotros, en
cambio, ante la Divina Majestad, por medio de la Inmaculada Virgen María, del Santo
Patriarca San José, de nuestro padre San Ignacio, del primer Misionero de
Yamaguchi, San Francisco Javier y de todos los Santos Apóstoles y Mártires del Japón, te
prometemos con tu favor y ayuda consumir todas nuestras energías y nuestras vidas
por este único ideal: que todas las almas que Tú nos has encomendado y todo el
mundo conozcan las riquezas insondables de Tu Corazón y se abrasen en tu amor. Y
Dios nos oyó.
Lo hizo -hoy vemos lo que entonces con fe íntima creíamos-, viniendo a nosotros por unos
caminos incomprensibles para nuestra inteligencia humana; victima de su inmensa
limitación.
Quería Él que nuestra Misión naciente fuese como el grano de mostaza que empieza ya a
crecer; pero para esto, como un recuerdo de su Pasión sangrienta, quiso que su
Providencia amorosa y redentora fuese acampanada por nuestras decepciones, nuestros
sufrimientos y nuestros temores. Quiso probar nuestra fe, como lo hizo con Pedro
cuando caminaba sobre las aguas. Y para eso, antes del resplandor glorioso de la era que
ya apunta, quiso hacernos pasar por una noche negra, como su "noche triste" y por un
abandono total de parte de los hombres.
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Parte III - Orientaciones pastorales
Homilía en Roma, 1965 –
El Santo Padre Pablo VI, que es el mejor interprete para nosotros de los deseos de nuestro
Señor, en el mes de febrero pasado ha dirigido una carta a todos los Obispos para
recordarles el II Centenario de la fiesta litúrgica del Sagrado Corazón. He aquí algunos
párrafos que muestran cuál es la mente del Papa:
"Deseamos que se les explique a todas las categorías de los fíeles,
del modo mas apto y completo, los profundos y recónditos fundamentos
doctrinales, que ilustran los infinitos tesoros de la caridad del Sagrado
Corazón"...
Se nota hoy, de hecho, en algunos la tendencia a despreciar, o al menos a juzgar menos
oportuno para nuestro tiempo, el culto al Sagrado Corazón.
Pero si escuchamos con atención las palabras del Papa, veremos que precisamente
para los católicos de hoy el Papa subraya la oportunidad de este culto. Pío XII, repitiendo
él también las palabras del gran Papa León XIII, lo llamaba "una práctica digna de
toda estima, en la cual se encuentra el remedio de los males que atacan a los
individuos y las naciones en nuestro tiempo de una manera más aguda y más extensa. Pío
XII no dudaba en afirmar que en esta devoción al Sagrado Corazón se puede encontrar el
"compendio de toda la religión, y al mismo tiempo la regla de vida más perfecta".(Haurietis
aquas).
EL CENTRO ES CRISTO.
Jesús, según San Pablo es el centro de todo lo creado (Col 1, 17-18): cielo, tierra, mar,
ángeles, hombres; Jesús es el centro de todo y, por consiguiente, todo está en Jesús.
Pero buscando más íntimamente todavía, vemos que en el mismo Cristo hay algo
"central", que unifica todo lo que hay en Cristo: un centro hacia el cual convergen
todos los puntos de la circunferencia: un centro del cual parten todas las líneas
hacia la periferia. Este centro es su amor, simbolizado en su Corazón.
El amor del Verbo al Padre es el centro de su vida divina, el amor que causa
también la encarnación. El Verbo se hace Jesús, Salvador y toma un corazón de carne
como el nuestro. El amor infinito se encuentra en un pequeño corazón humano:
encuentra una sede, un órgano de carne, un corazón afectuoso, sensible.
Cuando Pablo anunciaba la gran síntesis de su apostolado, diciendo: "Caritas Christi urget
nos" (2 Cor 5,14) no se refería principalmente al amor que Pablo tenía a Cristo, sino más
bien el amor con que Cristo le amaba a él. El amor de Cristo había tomado posesión de su
corazón. Por eso no era Pablo quien vivía, sino Cristo quien vivía en Pablo, Cristo que amaba
y sufría en él.
Y lo mismo sucede en cada miembro del Cuerpo místico de Cristo que vive su fe: en
él vive el amor de Cristo que continúa amando al Padre y a los hombres; que
continúa a trabajar y a sacrificarse. Es siempre el Corazón de Cristo el centro de toda la
vida cristiana.
55
PARA CONSEGUIR LA UNIDAD.
Estos pensamientos nos pueden ayudar a convencernos de la afirmación del Papa, es decir,
que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es hoy de gran actualidad.
Todas las aspiraciones de la humanidad para unirse por encima de todas las barreras,
porque se siente una en su origen, en su naturaleza y en sus derechos, son
aspiraciones profundamente cristianas; pero encuentran y encontrarán siempre obstáculos
insuperables, si no se hace vivir en todos aquel elemento catalizador, que es el amor de
Cristo. Porque este amor es el que hace que cada uno se dé a la comunidad como un don
fraterno; y que cada uno reciba el don de todos los demás. Sólo con la fuerza del Corazón
de Cristo cada uno de nosotros será capaz de superar su egoísmo en favor de la
comunidad.
El mundo de hoy tiene necesidad del Corazón de Cristo para sus más grandes
conquistas en el campo de la técnica.
Jesucristo no tenía que hacerse ninguna violencia para vivir solo para la gloria del Padre,
porque la humildad de Jesús provenía de su Corazón, es decir, de su amor por el Padre.
Siguiendo a Jesucristo por este camino, el hombre puede continuar sus
descubrimientos con seguridad: porque con ellos dará gloria al Padre celestial y
nunca se convertirán sus propios descubrimientos en instrumentos de odios y de
destrucción.
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Pues bien recuerdo que, cuando estaba todavía bajo la terrible impresión de la catástrofe,
en un coloquio en que comentaba con algunos jóvenes la potencia del arma empleada,
contábamos los efectos mortales y se preveían ya las consecuencias. Recuerdo que
después de un diagnóstico pesimista de aquellos jóvenes, me vino espontáneamente
una observación, que les impresionó profundamente: "Y al fin y al cabo, amigos
míos, a pesar de todo y todo cuanto peor pueda suceder, sabed que tenemos una
fuerza todavía mayor que la fuerza atómica: tenemos el corazón de Cristo. Pero mientras
la energía atómica está destinada a destruir y a atomizarlo todo, en el Corazón de
Cristo tenemos una fuerza invencible, que destruirá todo mal y unirá todas las almas en un
solo centro, en su amor y en el amor del Padre.
Otra nota propia del mundo moderno son precisamente las masas de los seres humanos,
en las grandes aglomeraciones de los Continentes: todos clasificados con calculadores
electrónicos, fichados según sus varias capacidades y atribuciones... Pero entre tanto,
el individuo viene absorbido por la masa. Hoy mientras se proclama el triunfo de la
personalidad, se ve precisamente pisoteada la personalidad, planificada, reducida al
anonimato, peor que en una unidad del ejército.
En esta situación del mundo necesitamos que vuelva Jesucristo que viniendo al encuentro de
cada uno de nosotros, nos tienda la mano de amigo y diga: "Antes de que el mundo
existiera, yo te conocí. Te he amado a ti, precisamente a ti y por ti he dado la vida en la
cruz". Este pensamiento llenaba de entusiasmo a Pablo y le hacía exclamar: "me amó y
se entregó a la muerte por mí" (Gal 2. 29). ¿Qué más puede desear cada uno de
nosotros? ¡Aunque el mundo me ignore, hay un Dios que piensa en mí, sabe que existo y me
quiere bien!
. Pero sea como sea, acordémonos del Corazón de Jesús y encontraremos el secreto
de nuestra plena personalidad unida a la vida interior. También nosotros podremos tener
como única norma aquella bien conocida de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Pero
solo a condición de haber penetrado tanto en el Corazón de Jesús, de amarle hasta el
desprecio de nosotros mismos, de amarle hasta ser capaces de perderlo todo por Él.
La última herida del mundo es la inestabilidad. Si miramos a nuestro alrededor veremos que
todo está fluctuante: en Europa y fuera de Europa, en Oriente y en Occidente. Fluctuante la
estabilidad de tantos gobiernos y partidos. Inestable el valor de la moneda. Insegura la masa
de los cambios comerciales. Aleatorio el ritmo de la producción y del consumo. Pero
todo, eso es poco: hoy el mundo tiene miedo de la inestabilidad de sus propias
ideas.
Fluctuante e incierto, para muchas personas que están al frente de las corrientes
humanas, los principios del derecho, de la justicia social; titubeante e incluso escéptica y
agnóstica la estructura filosófica del pensamiento. Y como repercusión incluso en el
campo católico, se nota cierta vacilación, una cierta falta de certeza incluso en la
moral privada y profesional. Algunos querían hasta desentenderse de la rigidez de los
dogmas...
57
¿No es todo esto un signo de que hoy tenemos necesidad de Jesús? Solo Él esta
fijo, indestructible sobre la piedra y en torno a Él todo vacila en la inestabilidad. Nuestro
Salvador ha dicho siempre su Sí o su No; por medio de Pedro continua hoy todavía dando
seguridad por medio de su palabra a las pobres mentes humanas, frágiles barquitas
en medio de un mar agitado. Debemos dar a nuestra mente un criterio seguro, con una
ciencia que sea siempre fresca y joven hoy, mañana como lo era en tiempo de San Pablo: la
ciencia del amor de Jesús.
Pablo quería comunicar a sus cristianos la calurosa certeza que nunca perderá el amor
de Jesús por nosotros. A los cristianos de Éfeso, algunos de los cuales buscaban ideas raras
y misteriosas, Pablo les enseña con fuerza que hay un solo conocimiento, que supera
todos los demás: el conocimiento del amor de Cristo, del cual depende la estabilidad
del pensamiento humano (Ef 5,18).
58
Parte III - Orientaciones pastorales
Homilía en Roma, 1973 –
Una respuesta de fe y de amor
Con gran abundancia de reminiscencias bíblicas el Padre Arrupe invita a responder al
"signo del amor" de Jesucristo con una caridad eficiente a los hermanos, como la más
auténtica expresión de la verdadera devoción al Corazón de Cristo.
Dice la Sagrada Escritura en el libro de los Números que el Señor castigó los
Israelitas con diversas plagas, una de ellas terrible: la de las serpientes. Murieron
muchísimos por sus mordeduras. Moisés intercedió por el pueblo, por encargo del Señor
hizo una serpiente de bronce y la colocó sobre un mástil: "y si una serpiente mordía a un
hombre y éste miraba a la serpiente de bronce, quedaba con vida" (Num 21,9).
Hablando Jesús con Nicodemo se sirvió de este hecho bíblico como término de
comparación: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado
el Hijo del Hombre, para que quien crea en Él, tenga la vida eterna. Porque Dios ha amado
tanto el mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que no muera el que crea en El,
sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 14-16).
Y más tarde, días antes de la Pascua en que iba a ser sa crificado, Jesús dijo a la turba que
le rodeaba: "Cuando me levanten de la tierra, atraeré todos hacia mí" (Jn 12, 32). Es aquel
"signo de salvación, de que nos habla el libro de la Sabiduría (Sab. 16,6): Pues el que se
volvía a él se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador del
universo" (v.7), y continúa el libro de la Sabiduría: "Así probaste a nuestros enemigos
que eres Tú el que libra del mal" (v.8); "intervino tu misericordia para curarlos"
(v.19)..."Tú, efectivamente, tienes poder sobre la vida y la muerte" (v.13).
La figura del CRUCIFICADO sobre la tierra, con el costado abierto tiene sus raíces en el
Antiguo Testamento y viene como a resumir la teología del Evangelio de San Juan. Se diría
que es como el resumen de todo el cristianismo. Más que ningún otro símbolo, indica en
San Juan la fecundidad redentora de la muerte de Cristo. El costado abierto, del cual salen
sangre y agua, responde a un simbolismo semita: la herida, señal de la muerte
(cordero sacrificado), y la sangre y el agua, señal de vida y de fecundidad. El corazón
traspasado es así el símbolo del Cordero pascual de la Nueva Alianza: lo dice la
Encíclica "Haurietis aquas":
"Para los cristianos de todos los tiempos tienen valor las palabras del
profeta Zacarías, referidas al Crucificado por el evangelista San Juan: Verán
al que traspasaron" (AAS XXXVIII (1956) p. 339).
Puestos delante de Jesús Crucificado, en profunda oración y viendo "al que han traspasado"
y que de su costado sale sangre y agua, sentiremos que nos dice, lo que dijo a los judíos en
la fiesta de los Tabernáculos: "Jesús, de pie como estaba, gritó: Quien tenga sed, que se
59
acerque a mí: quien cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: De su entraña
manarán ríos de agua viva" (Jn 7, 38). Lenguaje que, si era perfectamente claro para los
oyentes de Jesús, que veían en esa "agua viva" el agua que ellos sacaban de sus pozos
para ofrecerla al Señor con los frutos de la tierra, más claro aún resulta para nosotros
que conocemos bien la sequedad de nuestras almas y sentimos la sed espiritual: "Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Salmo, 41, 3).
Con el Salmista, nuestro corazón seco clama al Señor: "A ti extiendo mis manos,
porque estoy delante de Ti como tierra reseca" (Salmo 142, 6).
LA RESPUESTA DE LA INCREDULIDAD.
Muchos no oyen el llamamiento de Jesús: "Quien tiene sed, que venga a Mí y beba".
Millones de seres humanos, distraídos en medio de la vida con sus éxitos y sus fracasos,
con sus alegrías y sus penas, aunque sienten en el fondo del alma una sed ardiente
de perfección y de felicidad, nunca levantan su vista hacia el "Traspasado" y por eso
nunca llegan a conocer la verdadera felicidad. La historia se repite y los hombres,
como en tiempo de Jesús "aunque habían visto tantas señales delante de ellos, no
creían en El" (Jn 12,37), no creen en El, ni aceptan su Palabra: "la luz sigue resplandeciendo
en medio de las tinieblas, pero éstas no le recibieron" (Jn 1, 5); ni la de sus obras: "el
mundo fue hecho por medio de El y el mundo no lo reconoció" (Jn 1,19); ni de su
persona: "vino a los suyos y éstos no le recibieron" (Jn 1,11).
A los hombres les parece duro el lenguaje de Jesús, cuando éste les anuncia el misterio de
la Eucaristía (Jn 6, 60); si le buscan, es por su propio interés: "vosotros me buscáis no
porque habéis visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado"
(Jn 6,26); llegarán hasta querer apedrearle: "trajeron de nuevo piedras para apedrearle
(Jn 10,21); y aun matarlo (Jn 12,23).
¡Con cuánta razón se ha podido llamar el evangelio de San Juan "el Evangelio del
amor desconocido" (Mollat)! y qué verdad es "que los hombres han preferido las tinieblas
a la luz" (Jn 3, 19).
LA RESPUESTA DE LA FE.
"Quien tiene sed que venga y beba", dice Jesús. Es preciso ir a Él, para creer en Él. No hay
quien lo encuentre verdaderamente y no quede prendado de su personalidad. Así
sucedió a Natanael desde el primer encuentro con Jesús: "Rabbi, tú eres el Hijo de Dios, tú
eres el Rey de Israel" (in 1,49); así sucedió a los samaritanos: "No creemos por tu
palabra; sino porque hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador
del mundo" (Jn 11,27); así sucedió a Tomás: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28); así
a tantos otros como fueron a Jesús y creyeron definitivamente en El: "Muchos fueron a
él y decían: Juan no ha hecho ningún signo, pero todo lo que ha dicho Juan de este es
verdad. Y en aquel lugar muchos creyeron en Él" (Jn 10, 41-42).
Y con la fe viene el vivir según la misma fe: "me alegra mucho al enterarme,
escribe el evangelista San Juan, en su segunda Carta, de que la conducta de tus hijos es
sincera, conforme al mandamiento que el Padre nos dio" (2 Jn 4); el vivir en Cristo,
es decir, en una vida cuyo objeto principal es el amor: "Quien reconoce que Jesús es el
Hijo de Dios, Dios mora en él y él en Dios. Nosotros hemos reconocido y creído al amor
que Dios tiene por nosotros. Dios es amor: quien está en el amor vive en Dios y Dios
en él" (1 Jn 4, 15-16).
60
conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4,8). La fe verdadera, el ir a Jesús incluye
así necesariamente el amor a los prójimos: "Este es su mandamiento: que creamos
en el nombre de su Hijo, Jesucristo y que nos amemos unos a otros según el precepto que
nos ha dado" (1 Jn 3,23).
Este es el pensamiento central de toda la ética y de la moral del Evangelista San Juan. La fe,
con la que creemos en el "Corazón traspasado" sería inútil y falsa, si no nos impulsa al amor
fraterno: porque "el que no ama no ha conocido a Dios". Es interesante ver cómo
San Juan propone el amor a los hermanos como la verdadera respuesta al amor de Dios
hacia nosotros. Es cierto que en todo el evangelio está latente el amor a Jesús y se
experimenta todo el amor que el Evangelista profesa al Señor, pero nunca aparece este
amor como un mandamiento, ni siquiera se menciona, mientras se habla constantemente del
amor a los hermanos: "Amigos míos, si Dios nos ha amado tanto es deber nuestro amarnos
unos a otros" (1 Jn 4,11). San Juan reduce el cristianismo a su máxima sencillez: creer y
amar. "El creyente, dirá Spicq, es el que sabe lo que es el amor y se entrega en absoluto a
él" ("Agape dans le Nouveau Testament" I, 313)
Si el amor de Dios es tan grande que nos dió a su Hijo Unigénito, "Dios ha amado tanto al
mundo que nos da su Hijo unigénito" (Jn 3, 16), nuestra respuesta a ese amor ha
de ser la entrega absoluta a Cristo y a los hermanos: "Haceos, pues, imitadores de Dios,
como hijos queridísimos y caminad en la caridad, como el mismo Cristo os ha amado y se ha
dado a si mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio odorante" (Ef 5,1).
Por eso ha podido escribir Pío XII que en el culto al Sagrado Corazón "se contiene el
resumen de toda la religión y también la vida más perfecta" (AAS XXXVI (1944), p.
220).
Esta vida de amor a Cristo y a los hermanos no sólo es la más perfecta expresión del
cristianismo sino que trae consigo todas las características propias del espíritu de
Dios: hace desaparecer el temor: "en el amor no hay temor, al contrario el amor perfecto
excluye el temor: el que teme no es perfecto en el amor (1 Jn 4, 18); aleja la
angustia: "os escribo estas cosas para que no pequéis; pero sí alguno ha pecado,
tenemos un abogado cerca del Padre: Jesucristo, el justo" (1 Jn 2,1); aumenta la
confianza:
"Y ahora, hermanos, permaneced en Él, porque podamos estar confiados cuando
aparecerá" (1 Jn 2,19); "por esto el amor ha llegado en nosotros a la perfección,
porque tenemos confianza en el día del juicio" (1 Jn 4, 17); es fuente de alegría: "os he
dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena" (Jn
15,11); expresión de paz: "os dejo la paz, os doy mi paz.. No se turbe vuestro corazón y no
tema" (Jn 14, 27); prenda de victoria: "Todo el que ha nacido de Dios, vence el mundo y
esta es la victoria que ha derrotado el mundo: nuestra fe" (1 Jn 5,4).
61
Parte III - Orientaciones pastorales
Homilía Sdo Cor. en Roma, 1975 –
Hoy es la fiesta del Sagrado Corazón. Una fiesta que presenta una nota de dolor, de
tristeza, de cruz: el Costado herido de Jesús crucificado; de su Corazón traspasado brota
sangre y agua; el mismo signo del Corazón rematado por la cruz y coronado de espinas; la
invitación a la reparación por los pecados y la infidelidad de los hombres al amor infinito de
Cristo. Todo esto da a la fiesta del Corazón de Jesús como una nota de
culpabilidad, de pena, de sufrimiento. Sin embargo en su realidad más profunda es la
fiesta del Amor y el Amor significa alegría, gozo, felicidad.
Alguno dirá: sí, pero en el caso de Jesús el amor supone la Cruz. Es cierto, sin embargo,
que las llamas que salen del Corazón de Jesús son llamas de amor, y de un amor infinito: y
en este amor está el verdadero significado de la fiesta del Corazón de Jesús. Solo en
este Amor es posible comprender a fondo el misterio de la redención, de la misma
manera que en el Amor infinito de Dios está la clave para comprender el misterio
pascual; un misterio que, aunque supone la cruz, abarca también la resurrección y una
eterna glorificación. Por esto "el Exultet pascual, dice Pablo VI, canta un misterio realizado
más allá de las esperanzas proféticas; en el anuncio gozoso de la Resurrección, la misma
pena del hombre se encuentra trasfigurada, mientras la plenitud de la alegría brota
de la victoria del Crucificado, de su Corazón herido, de su Cuerpo glorificado e
ilumina las tinieblas de las ánimas."(Pablo VI: EXHORTACIÓN APOSTÓLICA "Gaudete in Domino", III).
También nosotros, para poder conciliar esta antinomia de cruz y resurrección, de pasión y
gloria, debemos tratar de penetrar en el misterio de Cristo, hasta lo más profundo de su
persona: en Él descubrimos una inefable alegría: alegría que es su secreto, que es
solamente suya. Jesús es feliz, porque sabe que el Padre le ama.
La voz que viene del cielo en el momento de su bautismo: "Tú eres mi Hijo, el
predilecto, en Ti tengo mis complacencias" (Lc 3,22), no es más que la
expresión exterior de la experiencia profunda y continua que Jesús tuvo del Padre
desde el momento de su concepción: "El Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn
10,15): este conocer y sentirse conocido del Padre, se realiza en un completo e
incesante intercambio trinitaria de amor: "Todas las cosas mías son tuyas y
todas las cosas tuyas son mías" (Jn 17,10). En esta comunicación de amor que
es la misma existencia del Hijo y el secreto de su vida trinitaria, el Padre se da
constantemente sin reservas al Hijo y el Hijo se da con infinito amor al Padre en el
Espíritu Santo.
LA ALEGRÍA DE JESUCRISTO
62
El Corazón de Cristo es el símbolo del amor infinito, del amor humano y trinitario que
nos da Él por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros. Fruto de este Espíritu es la
alegría, que tiene el poder de transformar todo en alegría espiritual (Rom 14,17; Gal
5,22); alegría que ninguno puede arrebatar a los discípulos de Jesús, una vez que la han
poseído (Jn 16,3 ; cfr 2 Cor 1,4; 7, 4-6).
Comparando la alegría de Cristo, tan intima y profunda, con aquella que se nos comunica
por los dones de ciencia, de inteligencia y de sabiduría, y que da como fruto el gozo en el
Espíritu Santo, vemos que es una alegría que abraza todo nuestro ser, haciendo que nos
sintamos íntimamente felices, aun en este mundo, en medio de las tribulaciones, como
presagio de la felicidad perfecta y por tanto, eterna, del reino de los cielos.
Una alegría segura, bien fundada sobre el amor y la omnipotencia de Dios: "Si
Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?".(Rom 8,31); "¿quién nos separará
de la caridad de Cristo?" (Rom 8,35) sabiendo bien, que aunque una madre se olvide de
su hijo, "yo no me olvidaré de ti" (Is 49,15). La alegría de quien sabe que posee todo el
depósito de la fe, los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, por los cuales vale la
pena de vender cualquier otra cosa, con tal de conseguir la perla preciosa. ¡Esta perla es
mía!
La alegría de ser instrumentos en las manos de Dios para quien todo lo que es mío
es al mismo tiempo obra de Dios, gracias a su concurso continuo, sea en el orden natural
o sobrenatural. La alegría de ser colaboradores de Dios, sus ministros e instrumentos,
incluso en aquella obra de las obras del amor infinito, que es la redención del mundo.
Es difícil hacerse cargo de esta alegría en medio de "la gran tribulación de este
mundo" (Apoc. 7,14). La única luz que puede iluminarnos es la fe, una fe viva que
afine nuestra capacidad de penetración y nos haga reconocer en cada momento esta
trascendente relación escatológica. La única fuerza para dominar el duro leño de la
tribulación y del sufrimiento es la llama del amor de Cristo. Por eso en el Corazón de Cristo
tenemos el símbolo y la llave de esta divina alquimia, que cambia el sufrimiento en gozo, y la
pena en alegría.
63
Una cosa es cierta: la verdadera alegría de Cristo nace del amor y el camino para
conseguirla es la cruz. Doctrina difícil de comprender y que los mismos apóstoles
comprendieron poco a poco, no obstante todo el tiempo que pasaron en la escuela de Jesús.
Las palabras que dijo a los discípulos de Emaús podemos aplicarlas también a nosotros:
¡Oh necios y tardos de corazón para creer lo que habitan predicho los profetas! ¿No
era necesario que Cristo padeciera para entrar en su gloria? (Lc 24, 25). Pero
cuando lo comprendieron, los apóstoles, experimentaron una alegría comunicativa e
irresistible (Act. 2,4.11), una alegría tan grande, que "salían del Sinedrio felices de haber
sido ultrajados por amor del nombre de Jesús" (Act 5,41; cf. 4,12). Los que tienen una fe
viva sienten en si mismos una plenitud de alegría (Jn 17,13), llevan una vida alegre
y simple, viven "con alegría y sencillez de corazón" (Act 2,46), y esta alegría la
comunican a los demás con la palabra y con el ejemplo, o, como el diácono Felipe,
que encontrándose en Samaría, "comenzó a predicar a Cristo" y "fui grande la
alegría en aquella ciudad" (Act 8,8). aun en los sufrimientos de la prisión" y "los presos
se ponían a escucharles" (Act 16,24).
Todo esto nos llevará a asumir una actitud positiva de frente al sufrimiento y a la cruz y a
dilatar nuestra alegría en la medida en que participamos de los sufrimientos y de la
cruz de Cristo: "Amigos míos no os extrañéis del fuego que ha prendido ahí para
poneros a prueba, como si os ocurriera algo extraño. Al contrario, estad alegres en
proporción a los sufrimientos que compartís con Cristo; así también cuando se revele su
gloria, desbordareis de alegría" (1 Pt 4,12-13). Como el mismo Santiago escribirá a sus
discípulos: "Teneos por dichosos, hermanos míos, cuando os veáis asediados por
pruebas de todo género" (Sant. 1,2). La clave de todo esto está en el modo con que
Cristo ha considerado el sufrimiento y la cruz: "Por la gloria que le esperaba, sobrellevó la
cruz, despreciando la ignominia" (Hb. 12,2).
Para acabar querría citar las palabras de Pablo VI: "En el curso de este año Santo
hemos creído responder con fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, invitando a los
cristianos a volverse a las fuentes de la alegría" (Gaudete in Domino). En el mundo hay
necesidad de alegría, hay tanto sufrimiento, tanta angustia, tanta inseguridad. La fuente
de la alegría es el Corazón de Cristo, símbolo del amor infinito de Dios, que "ha
amado tanto el mundo que le ha dado su Hijo Unigénito" (Jn 3, 18). En este amor está
la fuente de nuestra felicidad, el secreto que trasformará todo en alegría, la verdadera
alegría capaz de colmar el corazón del hombre.
Los que poseen el amor en un modo muy profundo y transformante lo sentirán como "una
llama de amor viva", como "un canto suave", como "un toque delicado" que sabe a vida
eterna y que "matando, muerte en vida la has trocado" (Llama de amor viva, canción 2a).
Aquí está el secreto de la felicidad humana, escondido a los sabios y a los
inteligentes, y que solo descubren los pequeños y los humildes.
Haga el Señor que la fiesta del Sagrado Corazón de este año Santo nos enseñe a
cantar en el corazón, con plenitud de alegría, el "aleluya" que no acabará jamás.
Porque el sufrimiento y la cruz pasarán pero la alegría "del "aleluya" eterno no solo no
pasara, sino que será el preludio de un más perfecto "aleluya": el "aleluya" celestial, que ya
cantan los bienaventurados en el cielo.
64
Parte III - Orientaciones pastorales
Homilía en Roma, 1979 –
El corazón del Redentor tiene para nosotros una significación todavía más honda. La
experiencia de la fe nos lo hace símbolo del amor infinito del Redentor hacia el Padre y hacia
los hombres; nos expresa la función evocadora de la Encarnación y de la salvación, obras del
amor de Dios para con nosotros los hombres.
De este modo el "Corazón de Cristo" es como el indicador que nos señala dónde
debemos encontrar las profundidades de nuestra fe; es como una gran puerta que
se nos abre para entender mejor las profundidades de Dios uno y trino y las obras "ad
extra" de ese mismo Dios, que es todo don de sí mismo y amor. Acercándonos a ese amor
divino simbolizado por el Corazón de Jesús encontraremos la más eficaz inspiración para
nuestra vida de hijos de Dios y la comprensión más honda de tantos anhelos
fundamentales.
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El Corazón de Jesús, puerta hacia el interior de Dios. Guiados por el Unigénito del
Padre nos podemos acercar con profunda reverencia al "Santo, Potente, inmortal".
que ha querido revelarnos su misterio "mantenido en secreto durante siglos eternos,
pero manifestado al presente" (Rom 16,25-26). Aunque es verdad lo que dice San
Juan de la Cruz: "cuánto más se acerca uno a Dios, más oscuras tinieblas siente y más
oscuridad y flaqueza" (Noche oscura, libro II, 16, p. 705); sin embargo, en medio de la
oscuridad del misterio se desprende una luz que nos hace penetrar de modo admirable en
sus profundidades, es una "oscuridad iluminante", que nos enseña "con un no saber
sabiendo - toda sciencia trascendiendo" (San Juan de la Cruz: Escritos cortos, n.9,
estrofa 7).
El Corazón de Jesús es puerta que. nos descubre también las obras de Dios ad extra. Sí
el amor es siempre comunicación, el amor infinito que es Dios se comunica hacia fuera de sí
mismo y, por la creación, derrama su perfección a todas las creaturas del cosmos,
haciéndolas reflejo de su propia claridad: al hombre hace Dios especialmente "su
imagen y semejanza", le hace capaz de amar, de comunicarse, de entregarse
plenamente a los demás y en ello pone la realización completa de sus
potencialidades humanas y de su felicidad verdadera (Act 20,35). Más aún: al
hombre quiere hacerle participe de la misma comunión de amor y de vida que es su ser
trinitaria (Jn 17, 3 y 21). Para eso fue enviado el Hijo de Dios al mundo (Jn 3,16-17). Y
Jesucristo realiza su misión redentora precisamente a través de la entrega total que
hace de si mismo, hasta la muerte en cruz: entrega y oblación de amor y de
obediencia al Padre y entrega de su vida a nosotros sus hermanos, comunicándonos
su vida divina en cuanto nosotros somos capaces de recibirla: "yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).
Si ahondamos más y queremos conocer el amor con que Jesús nos ama, oigamos sus
palabras: "Como el Padre me amó, yo también os he amado" (Jn 15,9).
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¿Qué significa: "como el Padre me amó"?. Nos lo dice el mismo Jesús en la última cena: "El
amor con que tú, Padre, me has amado esté en ellos (mis discípulos) y yo en ellos" (Jn
17,26). Podría parecer imposible que Jesús nos amara con el mismo amor con que es
amado por el Padre; sin embargo, cómo puede ser de otro modo si participamos de la
naturaleza divina, como dice San Juan: "Mirad qué amor nos ha mostrado el
Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos".
En este contexto prosigue Jesús: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado" (Jn 15,12). El amor cristiano es, por tanto, amar con el
único amor que viene del Padre al Hijo y "que se ha derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Remedio perfecto para
nuestro egoísmo: amaremos con el amor que Cristo nos comunica y que es participación
de aquel único amor del Padre al Hijo.
S.S. el Papa Juan Pablo II define esta revelación de amor como misericordia, y dice
que "esa historia de amor y de misericordia tiene en la historia del hombre una
forma y un nombre: se llama Jesucristo" (Redemptor hominis, 2, n. 9).
De ahí la compasión hacia todos los hombres, especialmente hacia los que sufren;
de ahí la comprensión de los demás, con el deseo de ser "más prontos a salvar la
proposición del prójimo que a condenarla", como nos dirá San Ignacio (Ejerc.Esp. 22).
Con esa misericordia amorosa quiere Dios, en efecto, la salvación de todos los
hombres: "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad" (1 Tim 2,4). En otras palabras, Dios quiere que todos los hombres lleguen a
ser hijos del Padre: esto da un sentido profundísimo y un fundamento divino al celo
apostólico, que trabaja por que la palabra de Dios sea aceptada por todos los
hombres: ahí está el verdadero motivo de la evangelización.
El mismo Papa lo nota muy bien en su Encíclica: "El hombre no puede vivir sin amor.
Permanecerá un ser incomprensible en sí mismo, su vida estará privada de sentido si no se
le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente. Por eso precisamente, concluye el Papa,
Cristo Redentor... revela plenamente el hombre al hombre mismo" (ibid. n 10) De
ahí que para comprender el hombre en toda su profundidad, es decir, para penetrar
en el corazón del hombre, en aquel centro más profundo y original de que he hablado
antes, tenemos que entrar por el Corazón de aquel Hombre-Dios, de aquel Dios que se ha
hecho hombre para que el hombre pueda ser verdaderamente hombre e hijo de Dios.
Así podremos sentir que Jesucristo, el Redentor del hombre al mostrarnos su Corazón, nos
dice: "Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y
encontrará pasto" (Jn 10,9).
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Parte III - Orientaciones pastorales
la tensión entre perfección propia y ajena. Ambas deben ser la perfección de una
misma caridad, que siempre tiende a crecer, tanto en sí misma intensamente, como en
la multiplicación y perfección de los prójimos extensivamente.
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3. El amor es la solución de los problemas apostólicos creados por la iniquidad (anomia)
moderna.
De ahí que el Corazón de Cristo sea el símbolo natural para representar e inspirar
nuestra espiritualidad personal e institucional, llevándonos a la fuente y a lo más hondo
del amor humano-divino de Jesucristo.
Por eso, al terminar estas páginas, quiero decir a la Compañía algo que juzgo no
debo callar.
Ha habido en ello una razón que podríamos llamar pastoral. En décadas recientes
la expresión misma de 'Sagrado Corazón' no ha dejado de suscitar en algunas partes
reacciones emocionales y alérgicas, quizá, en parte, como reacción a formas de
presentación y terminología ligadas al gusto de épocas pasadas. Por eso me pareció que
era aconsejable dejar pasar algún tiempo en la certeza de que esa actitud, más
emotiva que racional, se iría serenando.
Abrigaba y sigo abrigando la certeza de que el Valor altísimo de una espiritualidad tan
profunda, a la que los Sumos Pontífices han calificado de suprema , que se sirve de un
símbolo bíblico tan (1) (2) universal y tan humano, y de una palabra, 'corazón',
auténtica palabra-fuente (Urwort), no tardaría en abrirse paso de nuevo.
Por este motivo, muy a mi pesar, he hablado y escrito relativamente poco sobre
esta materia, aunque de ello he tratado frecuentemente en conversaciones a nivel
personal, y en esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior.
En las circunstancias actuales, el mundo nos ofrece desafíos y oportunidades que solo
con la fuerza de este amor del Corazón de Cristo pueden encontrar solución.
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UN ÚLTIMO CONSEJO A LA COMPAÑÍA
Este es el mensaje que quería comunicaros. No se trata de forzar las cosas ni de mandar
nada en una materia en que entra por medio el amor. Pero sí digo: Pensad en ello, y
'discurrid por lo que se ofreciere' . Sería triste que poseyendo en nuestra
espiritualidad, incluso institucional, un (3) tesoro tan grande, lo dejásemos de lado por
motivos poco aceptables.
Son palabras (5 ) de Cristo que podríamos traducir así: "Si queréis como personas y
como Compañía entrar en los tesoros del Reino y contribuir a edificarlo con
extraordinaria eficacia, haceos como los pobres a quienes deseáis servir. Tantas veces
repetís que los pobres os han enseñado más que muchos libros: aprended de ellos
esta lección tan sencilla, reconoced mi amor en mi Corazón". (1)
------------------------
Cf. LEON XIII "Annum Sactum", 1899; PIO XI "Misserentissimus Redemptor", 1926;
PIO XII "Haurietis aquas", 1956; PABLO VI "Investigabiles divitias", 1965, y
Discurso a PP. de la Compañía 1966, etc. (2) Ef 1, 18 (3) Ejercicios, 53 (4) Lc 10, 21 y
Mt 11, 25 (5) Mt 18, 3 Padre Pedro Arrupe, SJ Página 77
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EPÍLOGO
Que Cristo alienta por todas partes en las páginas, y en la vida, del Padre
Arrupe lo ha demostrado la precedente selección de textos y lo demuestran tantos
otros, todos, en los que el tema directo no es Cristo, pero que solamente son inteligibles
desde Cristo. Desde un Cristo muy personalmente vívido y "sentido internamente".
Algunas veces he oído a jesuitas discutir sobre la cristología del Padre Arrupe.
¿Es una cristología clásica o actual, moderna, puesta al día? Creo que es una discusión
inútil, incluso diría banal. Ciertamente puedo testimoniar haber visto sobre la mesa del Padre
General (y confieso mi curiosidad) los libros de los más actuales cristólogos de varías
tendencias, desde los maestros del Norte Schillebeeckx, Soonenberg, Galot... hasta los
novísimos de la cristología latina o latino- americana, González Faus y John Sobrino...
Por tanto, nos importa la forma particular en la cual, el Padre General ha sido
"tocado" "alcanzado" (Fil. 3, 12) por Jesús. Se trata ciertamente de algo difícil de
expresar, pero que produce efectos, actitudes... transferibles en lo cotidiano de la
existencia, como aquel "sensus Christi" al cual frecuentemente se refiere el Padre General
en sus conversaciones y por la falta del cual expresa su pena más fuertemente que por otras
faltas nuestras...
Os pido de antemano excuséis si he osado describir muy brevemente este Cristo del
Padre Arrupe.
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Es el Cristo de la Encarnación y de la meditación del Reino, Hijo y Enviado en una
única realidad personal, que toma sobre sí la humanidad doliente y crea el nuevo tipo
de hombre y de mundo: "Los jóvenes serán ayudados a encontrarse con Dios... si aprenden
a contemplar esta múltiple miseria que grita pidiendo un Salvador. El apóstol tendrá
siempre delante de sí la miseria humana. Cuánto aprovechará el jesuita si con
liberalidad humilde y apostólica magnanimidad se reviste de Cristo en la aceptación de sí
mismo y de los otros..." (AR XV 115)
Es el Cristo de la amistad personal, del diálogo confiado (cfr. los va rios textos de
oraciones compuestos por el Padre General), de la esperanza, ("Cristo Jesús,
esperanza nuestra" 1 Tim 1, 1): "Los jóvenes deben ser animados a nutrir de una
manera habitual el diálogo fraterno y real con Cristo vivo, presente siempre en los
sufrimientos y en los deseos de los hombres, en la crisis de todo tiempo en el
progreso de la Iglesia. Es propiamente Él el que nos habla personalmente y el que nos
invita a compartir con El la cruz y la gloria de salvar al mundo" (AR XV 115).
VISIÓN DE LA STORTA
Es imposible poner fin a este breve esbozo sin aludir sencillamente a otra experiencia
personal. Releyendo estos escritos del Padre General, me parece haber comprendido -al
menos un poco-, el porqué íntimo del continuo referirse a la visión de La Storta en las
páginas del Padre Arrupe.
Se trata simplemente de la imagen de un Cristo que resume todo el Cristo vivido por él.
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A este Cristo intenta conectar toda su personal experiencia en el seguir a Jesús, que quería
fuese también la de cada uno de nosotros y de toda la Compañía. Con ocasión de
renovar la consagración de la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús (9.6.72) se
pone a sí mismo y quería poner a toda la Compañía dentro de aquella pequeña capilla
de La Storta y en el corazón de aquella experiencia, resumen de tantas otras de Ignacio. Y
aquí está el Cristo trinitario, Hijo y Enviado, aquí la unión con Dios y la misión, la
kenosis del "vexilium Crucis", el realismo del seguimiento de Cristo a Roma bajo su
Vicario, aquí el Cristo de la esperanza, de la Pascua, del trabajo... "Si alguno quiere venir
conmigo..."
Esta imagen de un Cristo misteriosamente unificado en su ser íntimo como Dios y como
hombre, en el cual toda la misión y la voluntad del Padre es vivida como tal, y toda la
voluntad del Padre llega a ser propiamente una misión, atrae fuertemente a Ignacio
de Loyola y constituye en su interior el centro unificador del "in actione contemplativus"
según la definición de Nadal.
Esta imagen, según sus mismas palabras expresas, continúa hoy atrayendo al Padre
General. Su preocupación unificadora en el seguimiento de Jesús, de manera que la unión
con Dios y la misión formen una unidad indestructible, -preocupación que es el núcleo
fundamental de su carta del 1 de noviembre pasado a toda la Compañía-, es fácilmente
identificable en muchas de sus páginas.
" Así escribí en 1977. Ahora lo ratifico. Se trata de un Cristo todo Él amor del Padre
y, "por eso", olvidado de Sí, todo Él para el hombre. O, con más propiedad y más
bíblicamente, todo Él "por" todos los hombres. Para quien cada ser humano no sólo
es destinatario querido, sino como un "motivo" profundamente entrañado.
Este entrañamiento del hombre en lo profundo de Dios, que es el "tanto amó Dios
al mundo"..., tiene su "locus" teológico y real pleno en el Corazón de Cristo; allí
donde la persona entraña a aquellos "por" quienes es, vive, actúa y muere. Y donde
todo ser humano, dejándose entrañar, descubre su "razón" personal de existir y de
obrar, su centro, sobre el cual rehacerse según el proyecto original de Dios como
hombre o mujer "por" Cristo y "por" todo hermano...
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