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Hugo Chávez y el pensamiento latinoamericano

Gilberto Merchán

“Los poetas echan los fundamentos de lo permanente”


Friedrich Hölderlin

Lo primero que hay que observar es que el pensamiento trascendente


y hondamente latinoamericano de Hugo Chávez, como el del
Libertador o el del Apóstol Martí, respondió siempre, y ante todo, a las
dolorosas y urgentes exigencias de una valerosa lucha liberadora, vale
decir, de un combate a muerte contra toda suerte de opresión y
dominación, por el bienestar, la dignidad y la más cabal emancipación
del pueblo, así como por la independencia, la soberanía nacional y la
suprema justicia. Y en virtud de ello no puede abrigarse hoy ninguna
duda que ese alto Comandante que hoy y para siempre lleva el
nombre de Hugo Chávez se alza también como un originalísimo y
extraordinario pensador, acaso el más profundo y vigoroso de este
sorprendente siglo que ha visto renacer, transfigurado, lo mejor del
saber y la imaginación de Nuestra América.
Pero vale la pena siempre subrayar que la permanente reflexión del
gran líder de la Revolución Bolivariana, al igual que las consecuencias
teóricas que de ella se desprenden, jamás se alejaron, para bien del
pueblo y de la patria, de su inmediata acción política y ciudadana.

La determinación postmoderna y globalista que marcó los días de


la insurgencia del Comandante Eterno

Es preciso también no olvidar nunca un hecho fundamental: cuando


Hugo Chávez, a la cabeza de la rebelión cívico-militar de febrero de
1992, irrumpe en la historia con su profética y emblemática
exclamación de que sólo "por ahora" accedía a renunciar a su
insurgencia (la que efectivamente reanudó con renovado brío poco
después), el pensamiento político y filosófico, y en general la cultura
occidental y latinoamericana, ya se encontraban cercados por dos
grandes determinaciones que corrían como pólvora e incluso habían
asumido los más perversos rasgos de verdaderas modas opresivas:
una era la idea de globalización neoliberal, esfuerzo atrevido de las
élites imperiales por hacerse rápidamente del poder total en un mundo
que recién salía de la guerra fría. La otra determinación,
absolutamente funcional al fenómeno globalizador, no era otra que la
diluyente moda intelectual del postmodernismo, ese extravío del
pensamiento que no sólo amenazaba con terminar de destruir de una
vez los fundamentos filosóficos, teológicos y míticos de una
modernidad declarada (acaso justamente) en trance de muerte, sino
que amenazaba con arrasar también en su desespero nihilista con
todo lo que siempre conformó el corazón de la esperanza y de la
resistencia de los pueblos latinocaribeños a la dominación y la
opresión.
En efecto, de acuerdo a este desconcertante paradigma postmoderno
que llegó a corroer en medida apreciable el espíritu de muchos
latinoamericanos, ya no tenía sentido ni siquiera hablar de patrias,
como tampoco de ideales liberadores, como el socialismo. Todo esto
quedaba remitido al reino abandonado de los llamados grandes relatos
con vocación totalitaria. Y en concordancia con la imposición de esta
nueva y crispada tendencia, la viva tradición de amor, solidaridad y
fervor espiritual propia del cristianismo popular de nuestras
comunidades urbanas y campesinas no debía tardar en convertirse
más que en un simple catálogo de cultos sintéticos al uso, en la lista
de opciones de un menú espiritual propuesto al interés del individuo,
ese nuevo ente disgregado de toda vida comunitaria que, en la
inhumana convención de la nueva cultura egoísta y liberal, debía
sustituir nada menos que al espíritu del pueblo, es decir, a la
raigambre vital y entrañable de nuestras comunidades populares, la
misma que ha marcado siempre al rojo vivo el particular carácter de
nuestras naciones. Y hasta la propia historia — apenas concebida
también como otro gran relato — había encontrado quien certificara
su inevitable fin en la persona del liberal hegeliano Francis Fukuyama,
no por azar suscriptor del llamado Proyecto para el Nuevo Siglo
Americano (léase estadounidense).
Y es en este preciso momento de descarrío en el tiempo de una
modernidad en indudable agonía, en medio de la oscura noche
globalista y postmoderna, que irrumpe victoriosa la figura, la voz y el
pensamiento de Hugo Chávez, en combate indómito y abierto contra
todo aquello que significó un peligro capital de muerte decisiva de la
patria y del espíritu del pueblo, el ignominioso fin de toda posibilidad
de liberación.

La restauración creadora del pensamiento bolivariano

Para intentar aproximarnos a la forma en que el pensamiento y la


imaginación de Hugo Chávez logran restallar en ese momento de
postración americana e inaugurar un ciclo de restauración del espíritu
del pueblo, es necesario entender que esta hazaña moral e intelectual
implica la afirmación de una apasionada e inextinguible fe, traducida a
su vez en una firme voluntad de adscripción a lo mejor del gran
pensamiento latinoamericano. Porque en verdad se precisa de una
inconmovible y ardiente fe en los poderes creadores de nuestro pueblo
para atreverse a reivindicar un pensamiento hasta ahora ciertamente
relegado por la hegemonía académica y cultural del pensamiento
europeo. Pero esta gran tradición del pensamiento latinoamericano y
caribeño, al igual que la portentosa imaginación creadora manifiesta
en su arte y en su literatura, jamás han dejado de ser explorados, aun
en sus rincones más íntimos y en sus expresiones más humildes y
populares, por aquellos latinoamericanos que nunca perdieron la
esperanza de reivindicar para siempre la dignidad de sus patrias.

En efecto, mientras en Europa, sobre las más equívocas y


exasperadas interpretaciones de Nietzsche y de Heidegger germinaba
el letal virus postmoderno, ya desde hacía tiempo en nuestra América
Latina, de la mano de pensadores como el gran filósofo mexicano
Leopoldo Zea (1912—2004), se ensayaba una revitalización creadora
del gran pensamiento de Simón Bolívar como proyecto permanente
de liberación. Tal había sido también el programa inicial de Simón
Rodríguez: su conocida divisa “inventamos o erramos” no hace otra
cosa que resumir el reto bolivariano de creación de un mundo original,
en combate frontal con la idea antibolivariana de una América apenas
concebida como simple continuación, o apéndice, de Europa. Este reto
bolivariano ya había sido anunciado vigorosamente por Túpac Amaru,
cuya inmolación y testimonio postreros fueran tantas veces citados por
Chávez, y quien es cifra y símbolo de una rebelión indígena contra la
imposición de la dominación europea. Una rebeldía que jamás cesó y
que se inició en nuestras tierras desde el momento mismo de la
llegada de Colón. Y así como el espíritu de la rebelión de Túpac
Amaru alumbró el espíritu bolivariano de levantamiento anti imperial,
otro tanto sucede con la histórica y siempre escamoteada insurrección
de los esclavos de Haití, madre tantas veces negada de las
revoluciones de liberación de toda América. Tales fueron los
acontecimientos primigenios que anunciaron las acciones de aquellos
americanos que, en tiempos de revolución, pudieron presentir el
alumbramiento de un continente nuevo: Miranda, San Martín, Artigas,
O’Higgins, Sucre, Morazán, Simón Rodríguez, el Libertador Simón
Bolívar. Y tal es también el punto de partida y la raíz profunda del
pensamiento liberador de Hugo Chávez proyectado en el
desenvolvimiento triunfante de la primera gran Revolución del siglo
XXI.

La originalidad de nuestra América Latina

Es muy notorio que en su momento, hacia finales del siglo XIX, José
Martí supo ver con claridad el significado profundo del pensamiento
bolivariano para la continuidad histórica de este proyecto de una
América Latina profunda e inevitablemente original, para el
advenimiento de ese promisorio mundo que el Apóstol llamó Nuestra
América y que nació para siempre de la espada de los libertadores con
una irrenunciable vocación redentora y liberadora de pueblos. Y es
precisamente en esta tradición bolivariana del pensamiento
latinoamericano en la que, como ya asentamos, se afilia el
pensamiento de Hugo Chávez, el mismo que a comienzos del siglo
XXI va a reencontrar una interpretación de su fecunda acción política y
patriótica en la Filosofía latinoamericana de la Liberación, uno de
cuyos referentes es justamente la primigenia obra filosófica de
Leopoldo Zea pero que va a tomar su forma más acabada en la vasta
obra filosófica — afincada en lo ético, lo histórico y lo político — de
Enrique Dussel.
Ciertamente, es a partir de su acción política vivamente iluminada por
la idea bolivariana de la liberación de los pueblos que Hugo Chávez se
reencuentra como lector e intérprete, pero también como creador e
importante referente, con esta vertiente mayor del gran pensamiento
latinoamericano que es la Filosofía de la Liberación, la cual, a partir de
una valiente y muy esforzada revisión crítica de toda la tradición
filosófica (con inclusión del pensamiento no europeo, y en particular el
de nuestros pueblos originarios) ha sido capaz a lo largo de decenios
de forjar un vigoroso y elaborado pensamiento genuina e
indisputablemente latinoamericano. No en balde este movimiento
filosófico sustenta hoy, no sólo en el ámbito académico, un pujante
pensamiento anticolonial que ya ha trascendido felizmente al plano de
las luchas políticas y sociales. De hecho, en sus últimos desarrollos,
la Filosofía de la Liberación, ese poderoso instrumento que marca el
rumbo definitivo de nuestra emancipación ontológica y epistemológica,
se ha venido nutriendo explícitamente del discurso y de la acción
liberadora de Hugo Chávez y de la Revolución Bolivariana, así como lo
ha hecho también de la apasionante realidad de la Bolivia
revolucionaria de hoy. De este nuevo sentido de las relaciones entre la
teoría y la práctica política iluminado por la muy original Filosofía
latinoamericana de la Liberación ha surgido, por ejemplo, entre otras
tantas formulaciones, la enunciación teórica de la idea, tan fecunda,
del “mandar obedeciendo”.
Como es bien sabido, el carácter profundamente original de Nuestra
América Latina y Caribeña es un tema que surge ya formulado a
cabalidad en los grandes documentos bolivarianos como la Carta de
Jamaica de 1815 y el Discurso de Angostura de 1819. A su vez,
Simón Rodríguez trató el tema de una manera particularmente
explícita: “La América no debe imitar modelos, sino ser original. O
inventamos o erramos”.
Y también explícitamente, el pensamiento de Hugo Chávez hunde sus
raíces en estos grandes documentos bolivarianos y en la noción
robinsoniana de la obligación de originalidad bajo riesgo de disolución
de la misma idea de nación. No en vano Chávez busca también
permanente inspiración en la obra del prominente pensador peruano
José Carlos Mariátegui para abordar el desafío de construcción de un
modelo socialista latinoamericano profundamente original. “Ni calco ni
copia, creación heroica”.
La unión de los pueblos y la especificidad del pensamiento
latinoamericano
Ya Leopoldo Zea había recobrado para la historia esencial de las
ideas en nuestra América Latina la misma concepción bolivariana que
más tarde enarbolara como brillante estandarte el pensamiento político
de Hugo Chávez. Para Zea,
“de la unidad dependerá el respeto y la atención que le darán a esta
América las potencias modernas. Sin este respeto y atención positiva,
dichas potencias no verán en los fragmentados pueblos de esta
América sino ‘vacíos de poder’ que han de ser ocupados”.
No obstante, para formarnos una idea de lo que hasta hace muy poco
tiempo podía significar en Nuestra América el noble proyecto
bolivariano de la unidad de nuestros pueblos y de nuestras patrias,
considérese esta memorable sentencia del humanista dominicano
Pedro Henríquez Ureña (1884—1946):
"Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de
nuestros hombres de Estado, piénsese en la opinión que expresaría
cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la
América española debe tender a su unidad política. La idea le
parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría,
creyendo haberla herido con flecha destructora, una utopía".

Y fue esta desquiciada cortedad de visión de nuestros supuestos


estadistas lo que vino a derogar para siempre, en la palabra y en los
hechos, la decidida insurgencia histórica de Hugo Chávez.

Y ya que mencionamos a Henríquez Ureña, aprovechemos para


expresar que no hay ninguna duda de que la amplia reflexión crítica de
Hugo Chávez se asienta también en lo más sobresaliente de la
tradición antipositivista latinoamericana, de forma que imprime una
deseada continuidad a un movimiento que ya desde los albores del
siglo XX, de la mano de pensadores como Pedro Henríquez Ureña y
Alfonso Reyes y bajo la inspiración de Rubén Darío y José Enrique
Rodó — y anclada en la mejor raigambre bolivariana y martiana —
había desafiado y vencido ya la estrechez del positivismo, sobre todo
de esa variante mecanicista del pensamiento moderno que hizo
fortuna en Nuestra América gracias a su capacidad de propiciar una
jerarquización de categorías y conceptos y una lógica reduccionista
muy funcional al poder de las élites y a la hegemonía geopolítica
imperial. En contraposición al enfoque positivista, la muy amplia visión
del mundo de Hugo Chávez, instalada radicalmente en una
perspectiva contrahegemónica y por ello intensamente creadora,
procura siempre buscar y encontrar las más insospechadas relaciones
entre los diferentes aspectos de la cultura y de la vida social de
nuestra comunidad histórica. Bien situado en la encrucijada de los
tiempos, pero de cara a un porvenir compartido por todos y cada uno
de los integrantes de dicha comunidad, Chávez abrió así el camino a
la participación de todo un pueblo en la creación permanente de su
cultura, así como en la no menos constante definición de las
relaciones de poder en el seno de esta misma comunidad. Hasta
Hugo Chávez, los políticos no podían concebir más que lo que “debía
ser” y en ningún caso lo que “podría ser”, es decir, aquello que según
Rafael Gutiérrez Girardot ya había concebido Alfonso Reyes y que es
verdaderamente lo propio de la poesía. Valga repetirlo: lo que podría
ser.

Al decir de este notable filósofo y ensayista colombiano que fuera


Gutiérrez Girardot (1928—2005), la Revolución Mexicana de 1910
había coincidido con la ya mencionada revolución cultural
antipositivista que en verdad fue “mucho más callada pero más honda
y más duradera”, y que en 1914 fue descrita por el joven dominicano
Pedro Henríquez Ureña (para quien América no podía ser otra cosa
que “patria de la justicia”) como la vuelta de la “cultura de las
humanidades", y proclamada también como “americanería andante”
por Alfonso Reyes ("entre todos lo hacemos todo”). Su propósito
inicial no era otro que superar la estrechez del positivismo, base
ideológica de tantas tiranías, pero sus resultados han repercutido
hasta hoy en la voz, en la acción y en la reflexión de Hugo Chávez,
proyectada en el privilegiado espacio político y cultural de la
Revolución Bolivariana. La revolución cultural antipositivista coincidió,
no por azar, con la Reforma universitaria de Córdoba, ese otro gran
hito del genuino pensamiento latinoamericano tan aviesamente
olvidado por una cultura todavía ampliamente secuestrada por los
intereses antinacionales.

José Enrique Rodó (1871—1917), por su parte, no sólo había


opuesto en su Ariel el espíritu desinteresado del Sur latino al ya
dominante espíritu materialista del Norte anglosajón, sino que había
llamado a la juventud a fortalecer esa personalidad histórica
latinoamericana así definida. Y, como hemos visto, ese intento de
recuperación de la configuración histórica de nuestra América Latina
vivió su época de esplendor en las primeras décadas del siglo XX
principalmente de la mano de figuras como Pedro Henríquez Ureña y
de Alfonso Reyes hasta que fuera literalmente sepultado por las
nuevas corrientes del pensamiento que surgieron inmediatamente
después del final de la Segunda Guerra Mundial. Increíblemente, de
nuevo la “peste del olvido” había cubierto lo mejor de un pensamiento
largamente cultivado que se había iniciado al calor de la lucha
independentista y que siempre se propuso asumir el reto
genuinamente bolivariano de la redención (que no la destrucción) del
viejo mundo y de la creación de una nueva civilización.

El mismo Gutiérrez Girardot nos precisa que ya la "Alocución a la


poesía" de Andrés Bello que data de 1823, pero sobre todo su "Silva a
la agricultura de la zona tórrida", de 1826, no sólo proponían a Europa
la realidad de un mundo mejor, sino que “invitaban a la poesía a
abandonar a la Europa decadente”. De igual forma, mientras los
pensadores de la Escuela de Frankfurt ya instalados en Estados
Unidos (Dialéctica de la Ilustración) pensaban en los peligros que
amenazaban a la razón, Alfonso Reyes, en su conferencia de 1952
sobre "Las agonías de la razón”, manifestaba precisamente el peligro
de los excesos de la razón que en Grecia la habían llevado a su
"agonía". Allí reconoce y precisa también que “el ritmo europeo —que
procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a
su paso medio— no es el único tiempo histórico posible”. Desde
una visión del mundo ya indiscutiblemente latinoamericana, Alfonso
Reyes creó además una imagen de Grecia, ciertamente poética (y por
ello muy justa) muy próxima a la ideada por Nietzsche en El origen de
la tragedia en el espíritu de la música.

La historia y el sentido del tiempo en Hugo Chávez

Una inevitable consideración sobre este concepto renovado de la


historia, así como del sentido del tiempo histórico posible en el
pensamiento del Comandante Chávez bien puede tomar como punto
de partida el siguiente revelador fragmento de una de sus últimas
cartas dirigida al pueblo y a la Fuerza Armada concebidos como un
todo indivisible:
“recuerdo esta reflexión memorable de ese gran pensador
revolucionario llamado Walter Benjamín: ´´El pasado lleva consigo un
índice temporal mediante el cual queda remitido todo a la redención.
Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra
´´. Bien podemos decir que esta cita secreta tuvo lugar el 4 de febrero
de 1992, y el pasado y el presente y el porvenir quedaron remitidos a
esa redención”.
Ya en muchos otros lugares de su discurso, y en su misma acción
política, reveló Chávez una profunda preocupación por el sentido
abierto y oculto de la historia y del tiempo. Así, es famosa su
permanente evocación del memorable poema de Pablo Neruda sobre
Bolívar en la que el poeta chileno cifra precisamente la idea de la cita
secreta de las generaciones en el despertar cíclico de la fuerza y la
espada del Libertador al unísono del despertar del espíritu del pueblo:
“Bolívar despierta cada cien años cuando despierta el pueblo”.
Por su parte, esa admitida cima de la novela latinoamericana que es
Cien años de soledad viene a configurar también, entre otras cosas,
una narración que compendia de nuevo en el encuentro de los tiempos
una promisión de redención (o de condena). García Márquez se las
arregla para contar así, en clave poética, la historia profunda del
fracaso y del sometimiento colonial permanente de nuestra América
Latina después del final de la llamada Guerra de los mil días, el
conflicto civil colombiano (con ramificaciones venezolanas) que
desembocó casi de inmediato en la mutilación histórica del canal de
Panamá. Pero sólo después de Chávez, y gracias a él, hemos sido
plenamente capaces de entender tanto el sentido oculto de esta
encrucijada temporal como la viva promesa de redención nacional y
popular que tal entendimiento entraña. Insospechadamente, gracias a
Chávez y al amor infinito por su pueblo, y más allá de las palabras que
anuncian hechos extraordinarios — como esa nerudiana resurrección
poética del Libertador — podemos instalarnos ahora plenamente en el
corazón de ese tiempo circular, ancestral y legítimamente americano,
que ya fuera pensado por Borges y por García Márquez.
Curiosamente, el mismo autor de El General en su laberinto, en su
artículo de febrero de 1999, “El enigma de los dos Chávez”, después
de atribuir al Comandante lo que en principio entiende como un “culto
sacramental de las fechas históricas”, es capaz de percibir, casi de
inmediato (con una mirada que debe apreciarse como una genuina
intuición poética del Chávez esencial) uno de los más notorios
rasgos del pensamiento y de la imaginación del Comandante Eterno:
su sorprendente sentido del tiempo, de la Historia y de las historias.
Esto es lo que dice García Márquez en este revelador artículo: “tiene
(Chávez) un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con
algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de
Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos”.
Es proverbial, y jamás ha sido negada, la notable calidad del talante
estratégico de Hugo Chávez, y no puede escaparse que tal virtud de
su inteligencia se encuentra de suyo en relación estrecha con este
sentido del tiempo ponderado por García Márquez. No puede
pensarse tampoco que tal virtud se remita a la simple capacidad de
organizar en los lapsos convencionales las exigencias de la compleja
gestión de su liderazgo nacional y continental y de la jefatura del
Estado. No. Para entender los alcances de la perspectiva del tiempo
en Chávez hay que remontarse una vez más a la gran tradición
venezolana del sentido de la historia que vivió acaso su momento
culminante en la revelación bolivariana de Mi Delirio sobre el
Chimborazo. Ese extraordinario poema en que el Libertador se ve
asediado por un supremo juramento que lo coloca más allá del tiempo.
Es la misma angustia existencial de Hugo Chávez reflejada en sus
inolvidables palabras desde La Habana, al saberse tocado tal vez de
muerte, en el ya lejano junio de 2011. La increíble serenidad
apremiante de aquel Chávez que de pronto debe enfrentarse a la
posibilidad de la muerte y que si bien se aferra amorosa y
humildemente a Cristo y al Dios de sus padres, encuentra también
consuelo, y atribuye sentido filosófico a tal posibilidad, en sus serias
cavilaciones sobre el pensamiento de Nietzsche, en particular sobre el
tema del eterno retorno. Ya más tarde Chávez, que siempre fuera
también un colosal poeta de la vida, sigue revelando su legítima
incertidumbre intelectual y su doloroso extravío poético en el tiempo de
los hombres en sus continuas citas de Heidegger, el filósofo de Ser y
Tiempo, el pensador que inspirado en la poesía de Hölderlin intentó
discurrir heroicamente el tema de la angustia existencial del ser que se
sabe mortal. La dimensión temporal del ser y del hombre en cuanto
designio de estar vuelto hacia la muerte, pero también de enfrentarla.
“Los poetas echan los fundamentos de lo permanente”, recuerda
Heidegger en su “Hölderlin y la esencia de la poesía”. Así, entonces, la
poesía viene a ser nada menos que el fundamento y el soporte de la
historia y del mundo habitado por el hombre. Y al ser este cimiento,
finalmente, la esencia de la poesía, los más elevados poetas no se
encuentran llamados a otra misión distinta de la de ser los incesantes
creadores de la última y más preciada verdad del hombre. rica

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