En Israel, para ser realista tiene uno que creer en los milagros.
Declaraciones ofrecidas en una entrevista (1956)
David Ben-Gurión fue el arquitecto y paladín del estado en cierne de
Israel, así como la primera persona que ocupó en él el cargo de primer ministro. Visionario fogoso aunque por demás pragmático, Ben-Gurión transformó el mapa político de Oriente Medio y creó la primera nación para los judíos que veía el mundo en dos mil años. No solo se las compuso para construir esta precaria patria y defenderla contra los ataques de fuerzas superiores hasta extremos abrumadores procedentes de todas partes, sino que instauró la única democracia liberal de toda la región, logro que aun hoy sigue vigente. Su enérgica vitalidad se hizo evidente en cada uno de los aspectos de su vida. Amén de consagrarse a formar una nación, poseía una sed voraz de conocimientos que lo llevó a aprender por su cuenta griego clásico a fin de leer a Platón, y español para entender a Cervantes. Cuando, siendo aún un mozo de veinte años sin recursos económicos, llegó de Polonia a la Palestina ocupada por los otomanos en 1906, David Grün estaba ya comprometido con los ideales sionistas y socialistas, y no tardó en adoptar la versión hebrea de su nombre. Con él, este soñador ascético, ambicioso y secular se elevó de prometedor activista político contrario a la dominación turca a jefe del ejecutivo sionista de la Palestina británica. Mucho más tarde, con la declaración de independencia de Israel del 15 de mayo de 1948 se erigió en primer ministro del nuevo estado judío, posición que conservaría, salvo por un interludio de dos años durante la década de 1950, los tres lustros siguientes. Su brío no disminuyó con la edad, y así, formó parte del Parlamento hasta tres años antes de su muerte, ocurrida en 1973. Ben-Gurión unificó un pueblo históricamente dispar y dividido en un estado propio. Al estallar en Europa la segunda guerra mundial, organizó la huida a Palestina de miles de refugiados judíos cuando las naciones del mundo les cerraron las puertas. Las instrucciones que dio a los judíos palestinos de alistarse en el ejército británico a fin de combatir a los nazis al mismo tiempo que el Reino Unido trataba de prohibir la inmigración judía a Palestina inspiró no poca simpatía internacional por la causa sionista. Durante el período de dominación británica, Ben-Gurión ayudó a crear instituciones — sindicatos, colectivos agrícolas, fuerzas militares...— con las que formar la columna vertebral de un Israel independiente. Creó, en la práctica, un estado judío de oposición dentro de la Palestina británica listo para entrar en funcionamiento no bien fuera posible. Sin la existencia previa de semejante infraestructura, resulta difícil imaginar que Israel hubiera sido capaz de hacer frente a los ataques de cinco naciones árabes que se produjeron de forma simultánea horas después de la declaración de independencia de la nación. La autoridad que ejerció en los años posteriores a aquel momento puso de relieve su gran capacidad en calidad de hombre de estado. Hasta en los peores momentos, Ben-Gurión — que tenía por naturaleza algo de autócrata— se negó a poner en práctica medidas de emergencia que pudiesen poner en peligro la apuesta de Israel por la democracia. La colonización del Néguev, otrora un desierto y hoy una de las regiones más prósperas de la nación, se inició a instancia suya. Él, que había comenzado su vida en Palestina ejerciendo de jornalero, creyó siempre que el sionismo implicaba la conquista de la tierra por intermedio del trabajo judío, y cuando se jubiló se retiró a vivir en el kibbutz que había ayudado a crear de joven. Las decisiones de este hombre audaz y voluble, aunque inquebrantable en el valor de sus convicciones sionistas y democráticas, incluida su declaración de independencia, parecían a menudo imposibles o iban en contra de la presión internacional. Moderado en lo político, estaba dispuesto a todo a fin de garantizar la supervivencia del estado. El acuerdo secreto que firmó en 1956 y en virtud del cual invadiría Israel el Sinaí a fin de dar al Reino Unido y a Francia ocasión de hacerse con el canal de Suez suscitó la condena de la comunidad internacional. Sin embargo, él defendió en todo momento la validez de sus acciones, que a la postre garantizaron a Israel otros once años de paz. Sus ideales no lo cegaron ante la realidad política, ni su resolución le impidió entender a los enemigos de Israel. Fue uno de los primeros en reconocer la validez de las objeciones árabes al sionismo, y trató de forma sistemática de acomodarse a sus posiciones a despecho de las acusaciones de traición y oportunismo que le llovieron de ambos extremos del abanico político israelí. Después de la guerra de los Seis Días, la suya fue la única voz que, sabiamente, aseveró que Israel debía renunciar a sus colosales adquisiciones territoriales a excepción de un Jerusalén unido y de los Altos del Golán. Ben-Gurión trató de crear un estado capaz de ser la «luz de todas las naciones», y pese a las dificultades que supusieron las exigencias de la política y la seguridad, jamás abandonó el deseo de ajustarse a los cánones éticos más elevados. No es posible infravalorar el papel que representó este sionista terco, optimista en extremo y resuelto a la hora de asegurar y defender una patria para el pueblo judío. La existencia de Israel y su democracia son un homenaje a su tenacidad. No obstante lo dicho, David Ben-Gurión también contribuyó a los defectos de su nación: su representación proporcional, que él secundó, ha puesto el destino de Israel a merced de diminutos partidos ultrarreligiosos y nacionalistas, y sus gobiernos quizá no sean nunca lo bastante fuertes para firmar los tratados de paz que necesita con desesperación el país. Sebag Montefiori