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La última carta

Era el primer día que daba clase en esa escuela. Llegó temprano al aula, la observó, la
escudriñó con ojos de artista. Preparó todo el material que iba a necesitar.
Vestía un traje gris plomo, impecable, camisa blanca y corbata pues en la década de los
cincuenta la formalidad para presentarse a un trabajo era muy importante. Aunque el
ambiente de una escuela de arte podría permitir alguna licencia de informalidad.
Miraba a la calle Moreno por la ventana, perdido en sus pensamientos. Se agolpaban
en su cabeza como un torbellino, quizá enseñar a jóvenes fuera más exigente de lo que
había pensado. ¿Su cuerpo frágil resistiría tanto esfuerzo? O la posibilidad de
compartir su propia experiencia, sus conocimientos, fuera una fuente de alegría y
fortaleza. Fue entonces cuando sonó la campana de entrada.
Se dio vuelta, los brazos hacia atrás con las manos juntas. Los alumnos fueron llegando
y acomodándose en sus tableros de dibujo, de manera silenciosa.
-Buenos días alumnos, dijo solemnemente.
-Buenos días Señor, respondieron con voz clara y fuerte.
En ese momento, una joven agitada y avergonzada se asomó al umbral de la puerta.
-Permiso Señor, disculpe.
Y cuando intentaba dar explicaciones, con el rostro enjuto y severo, el maestro le
respondió:
-Acomódese en su lugar.
Él no la miró. Ella, los pómulos enrojecidos, llegó hasta su banco con cautela, tratando
de no molestar.
El Sr. Flores escribió un título en el pizarrón. Al terminar giró sobre sus pies y clavó su
mirada en cada uno de los alumnos, con la pretensión de grabar sus rostros.
Recién entonces reparó en ella y un escalofrío recorrió su cuerpo. Su corazón latió
aceleradamente. Se preguntó: ¿Qué me pasa? Esto es absurdo. Miguel se concebía a sí
mismo como un hombre racional, incapaz de verse envuelto en esa situación
disparatada.
Ella, Manuela, con sus jóvenes dieciocho años, lo vio por primera vez. Rápidamente
bajó la cabeza y su melena ondeada cubrió la mitad de su rostro. Así permaneció,
cabizbaja, tomando notas hasta que sonó la campana.
Mientras salía del aula caminando despacio, con sus chatitas negras y su vestido azul
ultramar con la pollera acampanada, él la siguió con su mirada.
Ella, de espaldas, no podía dejar de pensar en los ojos fascinantes del Sr. Flores.
Ese día comenzaría una historia de amor que estuvo colmada de conflictos y
desencuentros.
Un amor epistolar, ternura y pasión escondidas entre las palabras de un encuentro
postergado.
En medio del ruido y el gentío de la gran ciudad, Manuela disimulaba las ansias de
volver a ver sus ojos, su mirada profunda.
Él, débil, aliviado por el aire puro de las sierras, sentía que la distancia que los separaba
era insoportable.
La fragancia de la peperina que se colaba en sus pulmones lo animó a escribirle y
pedirle casamiento. Ya habían pasado demasiados años de ausencia, debían vivir de
verdad ese amor que los consumía.
Al fin, Miguel escribió su carta sin saber que su muerte temprana troncaría sus deseos.

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