El corazón le latía violentamente. Me miró a los ojos, sus labios temblaban.
—Deja que traigan el hierro —dijo—. Quiero ser tuya, señor. —No, Talena —dije y la besé. —Quiero pertenecerte —gimió—. Quiero pertenecerte por completo, de todas las maneras posibles. Quiero tener tu marca de fuego, Tarl de Bristol. ¿Acaso no lo entiendes? Quiero ser tu esclava. Tomé su collar de esclava, abrí la cerradura y lo arrojé a un lado: —Eres libre, mi amor —susurré—. ¡Siempre libre! Talena sacudió la cabeza; sollozaba: —No —dijo—. Soy tu esclava. —Excitada se aferró a mí: —Soy tuya —susurró—. Tómame. Un estrépito repentino me sobresaltó: unos tarnsmanes irrumpían en la carpa. Durante una fracción de segundo pude ver todavía un asta de lanza dirigida hacia mi cara. Oí gritar a Talena. Hubo un súbito resplandor y luego reinó la oscuridad.