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LIBRO 2
MELISSA HALL
“Me incliné ante un hombre que
no amé, y acabé perdiendo la corona
que heredé de mis antepasados.”
—Leonora II de Aragón, reina de España.
© Melissa Hall, 2020
© Ediciones M e l, s.l., 2020
Primera edición: octubre de 2020
«Esta novela es una obra de ficción. Cualquier alusión a
hechos históricos, personas o lugares reales es ficticia.
Nombres, personajes, lugares y acontecimientos son producto
de la imaginación de la autora y cualquier parecido con
episodios, lugares o personas vivas o muertas es mera
coincidencia.»
Reservados todos los derechos. «No está permitida la
reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por
cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia,
por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por
escrito de los titulares del .»
PARTE 1/2
Prólogo
Kenneth De España
Ignoré las voces que se escuchaban al otro lado de la
habitación. Hice el esfuerzo de arrastrar el brazo por la enorme
mesa donde estuve durmiendo un par de días. Mis dedos
tocaron la botella de cristal y, cuando pensé que volvería a
pegar mis labios en el frasco de ginebra, la puerta se abrió.
Adiós intimidad. Se acabó la hora del desayuno. Ni siquiera el
despiadado sonido de unas botas acercándose al comedor de la
habitación de hotel, consiguieron que me moviera de allí. Solté
una carcajada y seguí con los intentos de alcanzar la botella de
alcohol. Se me había secado la garganta, los malos recuerdos
golpeaban en mi subconsciente y yo seguía luchando por dar
el último trago. Y mi corazón se rompió al ver unos dedos
intrusos rodeando mi antiséptico. Lo alzó de la mesa sin ni
siquiera mirarme a los ojos y lo lanzó al otro lado.
Inmediatamente, una lluvia de cristales cubrió la moqueta.
—Levantar a mi hijo. Tiene que darse una ducha —fue su
primera orden. Después de tres meses, había conseguido
encontrarme. Seguramente el señor Bäker, se cansó de que el
príncipe gorrón que se había instalado en uno de sus hoteles de
lujo, montara escándalos cada noche; daba una mala imagen y
más si estaba ebrio. Consiguió quedar detrás de mi cuerpo, y
acarició mi cabello. En un intento de apartar su mano de mi
cabeza, giré tan bruscamente, que caí al suelo. Al abrir los
ojos, me encontré con esa mirada desesperada que me
dedicaba cada vez que huía de su lado. Ella intentó bajar su
cuerpo para reunirse con el mío, y se lo impedí—. Está bien,
Kenneth. Tú ganas—. No, eso no era cierto. Acomodó su
cabello rubio detrás de una de sus pequeñas orejas y le pidió a
Mario que se acercara—. Cuando terminéis del baño, el
peluquero estará esperando fuera para cortarle el cabello y
afeitarle.
Su escolta personal respondió:
—Sí, majestad.
—Mario —lo detuvo, antes de que pasara sus brazos por
debajo de los míos—. Ten cuidado con él. El alcohol no solo
lo ciega y olvida lo que realmente está pasando, —avanzó
hasta mí, sin recordar que no quería verla—, también
desatiende sus obligaciones.
Una extraña carcajada salió de mi boca. ¿Obligaciones? Al
morir Leopold, la única que tenía compromisos con el país, era
ella. Yo no era rey. Y sí, me convertí en el príncipe heredero,
pero pagando un alto precio. Perdí a la única persona que me
hacía más humano y misericordioso. Sin mi hermano a mi lado
era una persona ambiciosa, cruel y malévola. Antes de volver
a palacio para reclamar la corona, tomé la decisión de alejarme
de mi hogar y amordazar los remordimientos en el brandy más
caro que pudiera conseguir.
—No me vuelvas a tocar —se escuchó mi voz ronca.
Ambos se miraron. Realmente no sabían a quién iba dirigido el
aviso; pero era a ambos a quien les dictaminé que se alejaran
de mí—. Me he acostumbrado a tener la barba larga, el cabello
revuelto y ese olor a sudor mezclado con alcohol que
últimamente desprende mi cuerpo —reí, y conseguí alzarme
sin ayuda de nadie. Acomodé las manos al borde de la mesa y
tiré hasta quedar de pie—. Has perdido tu tiempo, mamá. Mi
decisión es quedarme aquí —visualicé un vaso de chupito que
estaba lleno. Al capturarlo, alcé el brazo orgulloso—. Seguiré
bebiendo hasta que muera.
Me supo a gloria bendita el último trago que estaba en mi
poder. Más tarde, me encargaría de llamar al servicio para que
me subieran un par de cajas más de Bombay Amber. Ella no se
lo tomó bien, y menos cuando golpeé la mesa con los puños
celebrando mi independencia a la corona. Aferró los dedos
alrededor de mi muñeca y me obligó a mirarla.
—No perderé otro hijo más. ¿Lo has entendido, Kenneth?
Volví a reír.
—¡Ah! Pero, ¿te dolió perder a Leopold? —Me deshice del
diminuto tubo de cristal. Acomodé mi mano sobre la suya y
noté como se estremeció al contacto de mi piel. Ni siquiera
comprendí la sonrisa de satisfacción que se mostró en su
rostro. Y, todavía menos, la necesidad de acariciar mi figura
mientras que cerraba los ojos. Escuchó mi voz, y no le importó
que estuviera acusándola del delito que cometió—. No voy a
regresar contigo. Y si quieres matarme por ser desleal al trono,
yo mismo te ofrezco mi vida a cambio de unas horas de
soledad.
—No —susurró ella—. ¡No! No sabes lo qué estás
diciendo. Estás ebrio. Mi amor, mírame, por favor —dijo,
dejando su mano detrás de mi cuello y arrastrándome hasta su
rostro—. Leopold querría lo mismo que yo. Tienes que volver
a tu hogar. A cumplir con tus obligaciones de príncipe antes de
que te conviertas en rey. Cariño, mamá te ama y daría la vida
por ti. Por favor, Kenneth, escúchame cuando te hable.
No conseguiría manipularme de nuevo. Eso se acabó. Ya no
era un niño. Su voz suplicante, sus promesas o el amor que
intentaba darme no era suficiente para que volviera detrás de
sus calculados pasos. Intenté retroceder, pero me golpeé con la
mesa, quedando sentado y dándole la oportunidad de que
estuviera más cerca de mi sereno rostro. Enredó los dedos en
mi cabello, y presionó los labios sobre mi frente. No sirvió de
nada apartarla de mi lado. Ella seguía allí. Ansiosa por
rodearme con sus brazos y con la esperanza de que su cuerpo
arropara el mío.
—Suéltame, mamá —le pedí.
En los últimos días no le di importancia a las prendas de
ropa. Así que era capaz de salir desnudo de la habitación o con
la camisa abierta. Y en ese momento la llevaba puesta. Lo
sabía porque sus cálidas manos se posaron en mi pecho y
siguieron bajando hasta que conseguí tomar el control de
nuevo de sus actos impuros.
—¿Tu rabieta de niño pequeño es por una mujer? —Mostró
su verdadero rostro; una mujer celosa e inestable. Su actitud
no era justificada y todo el mundo miraba a otro lado para no
llevarle la contraria a la reina de España—. Nuestra querida
Thara —dijo exasperada—, ha estado muy ocupada con tu
amigo el francés. Mario se encargó de seguirla y me mostró
estas fotografías —chasqueó los dedos. Mario asintió con la
cabeza, y del interior de su americana negra, sacó un sobre del
tamaño de un folio. Se lo tendió, y ésta se encargó de sacar las
láminas cromadas. Sacudí la cabeza. Me negaba a caer en otra
de sus mentiras—. Échale un vistazo. No te estoy mintiendo,
cariño. Esa mujer se ha aprovechado de ti. Y, cuando encontró
la oportunidad de alejarse de la clase media, la muerte de
Leopold le paró los pies.
—Thara no quería riquezas —gruñí—. ¿Quieres saber por
qué lo sé? Porque se conformó con el poco amor que llegué a
expresar, mamá. Y tú, te has encargado de alejarla de mi lado.
No soy estúpido. Hiciste daño a Amanda. Conseguiste que ese
miserable y ambicioso jeque viniera a España para reclamar a
Khadija. Y su venganza por el adulterio, fue la muerte de mi
hermano y de la mujer que amaba. No entiendo cómo
consigues dormir por las noches. Tus pecados deberían haber
conseguido que perdieras la cabeza. Pero no. Te han hecho
más fuerte —sentí deshonra al verla sonreír—. ¿Pretendes que
cambie de idea al ver un montaje?
Su risa me heló la sangre.
—Mi vida —dijo con una voz melosa, acercándose a mi
oído—, no seas ingenuo. Compruébalo tú mismo, y te darás
cuenta que no es un montaje —sus ojos chispearon ante la
satisfacción que sintió al verme sostener el sobre que me
tendía Mario. Lo abrí y en el interior se encontraban las
fotografías que nombraron desde un principio—. También
hemos conseguido la copia del contrato de compra del piso
que ha adquirido Philippe Bouilloux-Lafont en el barrio de
Salamanca.
En las instantáneas se reflejaba la imagen de Philippe y
Thara saliendo de un bloque de pisos. A veces, cambiaban el
escenario por una cafetería donde observé como mi amigo de
la infancia rodeaba los hombros de ella y se acercaba
afectuosamente. Dejé de observar las imágenes, y rebusqué en
el interior de la envoltura hasta alcanzar el teléfono móvil
personal de mi madre.
—La hija de Amanda estuvo enviándome mensajes.
Y tenía razón. Las pocas palabras que leí eran de Thara
suplicando por volver a palacio, aprovechando mi ausencia y
exigiendo una subida salarial. No quería creer en la
información que estaba en mi poder. Pero, conociendo los
sentimientos de Philippe hacia la mujer que llegó a seducirnos,
todo podía ser posible.
—Ahora con más motivos no quiero volver a palacio.
—Mario, da la orden de que salgan todos fuera de la
habitación. Quiero hablar a solas con mi hijo —y así hizo su
hombre de confianza. En un par de minutos, todos los hombres
que la escoltaron hasta el hotel, desparecieron—. Kenneth, mi
vida, no puedes creer que estás enamorado de esa mujer.
Porque no es así. Ni siquiera conoces ese sentimiento. Aún no.
Y, cuando creas que estás enamorado de verdad, serás capaz de
dejarlo todo, incluso a la mujer que llegues a desear, por el
trono que te pertenece. Eres Kenneth de España. Futuro rey de
nuestro país. ¿Lo entiendes?
Eché hacia atrás la cabeza.
Ella suspiró por ambos.
—¿Cuándo te darás cuenta de que haría cualquier cosa por
ti? Vivo por ti. Respiro por ti —bajó mi rostro, y llegó
alcanzarme con sus labios—. Te amo, cariño. Y, si tengo que
renunciar al trono para que tú lo ocupes, lo haré —recitó las
mismas palabras durante veinte años seguidos—. Quiero que
conozcas a alguien —su voz sonó triste y desolada. Del sobre
sacó la fotografía de una mujer de cabello largo y rubio. Sus
ojos eran grandes, expresivos y de largas pestañas claras. Las
cejas de la joven eran finas y perfectas por el tono de su piel.
Era extranjera—. Tu prometida. Ariette de Bélgica. La hija
pequeña del Rey Gilles II de Bélgica.
—¿Tengo que casarme con ella?
—Si quieres ser rey, sí.
Thara parecía feliz junto a Philippe; él refugió a su familia
en Francia, y mientras tanto cuidaba de ella en Madrid. Y si
por alguna razón nosotros hubiéramos estado juntos, ella
habría sido infeliz a mi lado.
Recordé las sabias palabras de mi hermano; para que el
pueblo te ame, ama el pueblo como ellos te amarán a ti. Y si la
única forma de cambiar las reglas que dictaminó mi madre era
convirtiéndome en rey, lo haría. Es lo que hubiera querido
Leopold. Es lo que necesitaba para vivir.
—Voy a darme una ducha —anuncié, liberándome de la
camisa blanca.
Solo esperaba no cruzarme con Thara en la Zarzuela,
porque el único sentimiento que la obligaría a olvidarse de mí,
sería el odio.
1
TharaVillena
Desperté una vez más con la canción “La vie en rose” [1]
sonando de fondo. Di unas cuantas vueltas por la cama y, una
vez que terminé de bostezar, acomodé los pies en el suelo.
Alguien se encargó de abrir la puerta de la habitación. Me
cubrí con la bata que dejé sobre el pequeño escritorio que
había enfrente de la ventana, y salí en busca del dueño del
apartamento. Cuando la voz del hombre se silenció, di los
buenos días con una sonrisa. Ocupé el taburete de al lado y
miré el periódico que estaba leyendo.
—¿Quién es Ariette de Bélgica? —Antes de obtener una
respuesta, agradecí a Cécile que me sirviera un par de tostadas
cubiertas con mantequilla vegetal y mermelada de frambuesa
—. Es una princesa, lo sé. Pero los demás monarcas
marcharon cuando terminó el funeral de Leopold. Ella, a
diferencia de los demás, sigue en Madrid. La prensa rosa no
deja de hablar de ella todo el día. Han olvidado las tragedias
que nos marcan mundialmente para hablar sobre los paseos
que da la joven.
Philippe dobló el periódico y me observó antes de
responder. Clavó el codo sobre la barra americana y su mejilla
descansó sobre la palma de su mano. Me observó a través de
sus enormes ojos oscuros y sonrió para tranquilizarme.
—Tú lo has dicho. Una princesa joven que quiere pasar
unos días más en España.
La risa de Cécile consiguió que me olvidara del tema. Al
terminar de servir café, se acomodó en la otra punta de la
cocina con los brazos bajo el pecho, mientras que observaba
un programa del corazón; hablaban de la herida que recibió un
torero. Al menos ese día, los periodistas no nombraron a
Kenneth que seguía desaparecido desde la muerte de su
hermano mayor. Y era de agradecer. Temía que algún día
saliera su fotografía para anunciar una posible locura cometida
por el príncipe.
Después de tres meses en el que perdí su rastro, me volqué
únicamente en cuidar de mi madre mientras que me tenían
aislada en la clínica privada donde me trasladó Linnéa.
Cuando conseguí el permiso de la reina para salir de la
habitación del hospital, me ocupé de buscar unos compradores
para el piso de Sofía y a la vez me encargué de alquilar la
vivienda de mis padres para obtener algo más de dinero.
Así que el único que se dio cuenta que pasaba las noches y
los días junto a mi madre, durmiendo en uno de los sillones
que había a cada lado de la cama, fue Philippe. Me convenció
para que viviera unos días con él mientras que encontraba otra
cosa. Y los días se convirtieron en semanas.
—¿Quieres que te acompañe al hospital?
Negué con la cabeza.
—Cogeré el metro —sonreí—. ¿Tienes que ir al palacio de
la Zarzuela? —Philippe asintió con la cabeza—. ¿Kenneth ha
vuelto? ¿Está bien?
De repente enloquecí. Tenía tantas preguntas, que todas
empezaron a combinarse entre sí y Philippe dejó de
entenderme. Una de sus manos se acomodó sobre mi hombro.
Detuve mis palabras y cogí aire antes de que notara mi
nerviosismo.
—No sé nada de Kenneth, Thara. Es Linnéa quien se ha
encargado de reunirnos a todos. El padrino de Kenneth y
nuestro amigo Ishaq también están en España —se levantó del
asiento y seguí sus pasos—. Con la muerte de Leopold querrá
anunciar al nuevo heredero de la corona. Pero, pensándolo
bien, sin la presencia del príncipe no llegará a nada.
Recogí mi cabello y lo acompañé hasta la puerta. Si Linnéa
empezaba a mover ficha, era porque había encontrado a
Kenneth. Por eso me mantuvo fuera de palacio e
incomunicada. Temía que cambiara de opinión y que saliera
detrás de Kenneth en cualquier momento. Respeté mi promesa
por miedo a que mi madre sufriera algún accidente más a
manos de la perturbada de la reina.
—Si Kenneth estuviera presente…
Philippe me detuvo y siguió él.
—No le diré que hemos convivido juntos el último mes.
Pero, cuando tengas la oportunidad, tú se lo aclararás todo.
Asentí con la cabeza, y recibí un beso en la mejilla. Salió
con su abrigo en el brazo y se despidió agitando la mano y
guiñando un ojo antes de que las puertas del ascensor se
cerraran.
Hice lo mismo que él; terminé de darme una ducha, me
vestí y salí de la vivienda para reunirme una mañana más con
mi madre. Era lo único que podía hacer en Madrid y más
teniendo a toda mi familia fuera del país. Estaba sola,
esperando órdenes directas de Linnéa antes de volver al
trabajo.
Al llegar al hospital, las enfermeras y médicas que cuidaban
a Amanda me saludaron como de costumbre. Cerré la puerta
de su habitación y, al dejar el abrigo a los pies de la cama, me
sobresalté al escuchar una voz familiar y temida para mí.
—¿Dónde estabas? —Preguntó Mario, cerrando detrás de él
la puerta del baño—. Llevo aquí desde las seis de la mañana
—miró su reloj de oro blanco bañado con diminutos diamantes
—, y son las siete y media.
Pasé por delante de él y me acomodé en el sillón que
terminó adaptándose a la forma de mi trasero; pasaba tanto
tiempo allí, que el día que abandonara el hospital, me llevaría
la butaca conmigo por el cariño que le estaba cogiendo a la
pieza de mueble.
—Buenos días a ti también —saludé, y después acomodé
en mis manos el periódico diario que me solía dejar la
enfermera—. El metro iba con retraso.
Mario sacó algo de su chaqueta de cuero y me lo lanzó
como si delante de sus narices hubiera un animal en vez de un
ser humano.
—Tu teléfono móvil. La reina me ha dicho que te lo dé —
dijo, acercándose lentamente. Observó el rostro pálido de mi
madre y después clavó esos ojos negros e irritantes en mí—.
También tengo un mensaje.
Miré el móvil.
—¿Recupero el teléfono después de tres meses? —Él
asintió con la cabeza—. Debo de haberme portado muy bien.
Recuerdo que casi me rompes el brazo por un aparato
electrónico —éste, lo único que hizo, fue soltar una carcajada
recordando el momento en el que aplicó su fuerza para
quitarme algo que me pertenecía—. ¿Qué quiere Linnéa?
Estuvo a punto de sentarse sobre la cama. Así que me
levanté del sillón y se lo impedí. Apunté al otro extremo de la
cama donde estaba el asiento vacío y lo miré con rencor.
—Tienes que volver a palacio.
—¿Hoy?
—Niña —suspiró—, ¿eres tonta? Si te digo que tienes que
ir, es hoy. O, si no, te lo estaría pidiendo mañana. Han llegado
unos invitados de la reina —él desconocía por completo que
estuviera al tanto de la información que estaba a punto de
soltar—, y quiere que estés presente. Pero, antes, quiere que
firmes el nuevo contrato delante de los abogados.
—¿Otro contrato?
—La zorra de tu madre está en este hospital privado porque
llegaste a un acuerdo con la reina —me levanté de nuevo y lo
encaré—. De acuerdo, niña. No volveré a llamar zorra a tu
madre. De momento —la miró—, no.
—Ten cuidado, Mario. Llevo tiempo dando a mi madre por
muerta. No me queda nada. No tengo miedo —apreté tan
fuerte los puños, que sentí como las uñas marcaban mi piel
con medias lunas que se tiñeron de sangre—. Si tienes que
darme un mensaje de la reina hazlo con respeto, ¿lo has
entendido?
Éste se levantó, recordándome lo grande y fuerte que era.
Mi cabeza quedó a la altura de su fuerte e hinchado pecho.
Sentí su respiración agitando el cabello de la coronilla de mi
cabeza.
—Kenneth ya no está para protegerte.
—Nunca me hizo falta su protección —alcé la cabeza—.
Prosigue con tu mensaje, Mario.
Apretó la mandíbula y se apartó de mi lado para seguir con
sus palabras. Se acomodó detrás de mi espalda y se inclinó
hacia delante para susurrarme el mensaje de Linnéa.
—Necesita tu presencia.
—¿Y ya está?
—Llévate las cuatro prendas de ropa que tengas, vuelves a
ser interna —sacudió su chaqueta y dio un último vistazo a la
habitación—. Los médicos cuidarán de Amanda. Podrás
visitarla los fines de semana.
Había encontrado a Kenneth. Estaba convencida.
—Iré en un par de horas.
—No —abrió la puerta—. Nos vamos juntos.
«¡Maldito perro faldero de Linnéa!»
—Entonces no me hace falta ropa.
Soltó una carcajada.
—De acuerdo —ladeó la cabeza y me mostró esa sonrisa
burlona—. Ya le dirás al francés que te follas que te acerque la
ropa cuando pueda.
Tragué saliva.
Linnéa había vuelto a palacio porque Kenneth aceptó
volver con ella. Y si Mario estaba al tanto del tiempo que pasé
junto a Phillipe, él también lo sabía.
«Por favor, Kenneth, que no te hayan manipulado.» —
Pensé, mientras que seguía los enormes pasos de Mario.
—Caballeros, siento anunciarles que estaré unos meses
ocupándome de los pequeños problemas que tengo dentro de
la Zarzuela. No descuidaré mis obligaciones, por supuesto que
no. Mario, mi mano derecha, acudirá en cualquier momento.
No duden en llamarlo.
Los hombres que ocuparon la enorme mesa de la sala de
reuniones, se levantaron para inclinarse delante de la reina.
Los despidió con amabilidad y, cuando todos marcharon,
Linnéa se acercó para recibirme.
—No esperaba verte tan pronto —sonrió—. Gracias, Mario.
Siempre haciendo un buen trabajo.
Él se inclinó y besó la mano de la mujer.
—Gracias, mi reina.
«El idiota ha olvidado en que siglo estamos.»
Éste me miró y esperó a que me inclinara como los demás,
pero no lo hice. Quedé cruzada de brazos esperando.
—Cierto, el contrato —dio otra orden. Mario salió en busca
de los abogados, dejándonos solas—. Te veo bien.
—¿Eso crees?
Ella rio.
—A diferencia de mi hijo, tú sí que has podido dormir.
Me permití acercarme a ella.
—¿Cómo está?
Linnéa hizo un sonido extraño y tomó asiento antes de
responderme.
—Olvídate de Kenneth.
—Lo haré —le hice creer—, pero necesito saber cómo se
encuentra. Estuvo meses desaparecido desde que murió
Leopold…
Me interrumpió.
—Bebiendo —esa sonrisa que mostraba, desapareció—.
Estaba desesperado. Dispuesto a suicidarse.
Se me aceleró el corazón.
—Pero…
—No, no lo ha hecho —finalizó.
Los hombres que esperábamos se reunieron con nosotras.
Mario quedó detrás de Linnéa, cubriéndole las espaldas, y los
cinco hombres se acomodaron en otros asientos. Yo, mientras
tanto, me quedé de pie. Me tendieron el nuevo contrato de
trabajo y leí las cláusulas antes de firmar.
—Traición a la corona… —susurré—. ¿Qué es esto,
Linnéa?
Uno de los abogados se levantó y me miró.
—Es la pena de cárcel que tendrías que cumplir si vendes o
traicionas a tu propio país.
Dejé el contrato sobre la mesa y me acerqué a ella.
—No me fastidies, Linnéa —protesté, y Mario hizo lo
mismo—. Serías capaz de hacer cualquier cosa por verme
lejos de Kenneth.
Se dio el capricho de soltar una risa.
—Querida, todos los empleados firman las mismas
cláusulas —exigió que volvieran a acercarme las hojas que
sostuve—. Cuidaré a tu madre, si firmas. Te doy mi palabra. Y
estos hombres, están aquí para corroborarlo.
«Y una mierda.»
Pero no tenía otra opción.
—Está bien —presioné la punta del bolígrafo y marqué mi
firma en su nocivo contrato—. Aquí tienes.
Le di la espalda y me dispuse a salir de la sala. Pero su voz
me detuvo:
—¿Adónde vas?
—A trabajar.
Cerré la puerta y me dirigí a la cocina. Todo estaba en
silencio. No me crucé con ningún empleado. Y, al llegar al
sitio donde encontraría a mis antiguos compañeros, los jadeos
de una pareja me detuvieron.
Un hombre de cabello negro sujetaba a la mujer que se
encontraba tendida sobre la isla. Empujó su cintura con fuerza
mientras que ella gemía.
Me escondí y cerré los ojos.
«Kenneth.»
2
La primera vez que llegué a la casa real encontré al príncipe
Kenneth cometiendo la misma lujuria que las dos personas que
se encontraban casi desnudas en la cocina principal. La
curiosidad me delató, y él me descubrió ojeando algo que no
me incumbía dentro de mis tareas de empleada. La privacidad,
para alguien que pertenecía a la monarquía, era algo muy
importante; si salía algún escándalo, podría poner en peligro la
corona que heredaría con el paso de los años.
Así que me limité a tragar saliva y a dar media vuelta, hasta
conseguir retroceder todos los pasos que di una vez que me
liberé de la charla que me soltó Linnéa delante de sus
abogados y Mario —su guardaespaldas y hombre de
confianza. Estaba tan nerviosa, que recogí mi cabello para que
mis dedos inquietos se entretuvieran con algo. Y sí, lo
conseguí durante unos cuantos metros, pero alguien se encargó
de que eso durara poco. Al mantener la cabeza bajada, los ojos
fijos en los zapatos cómodos que solía usar para trabajar, me
olvidé que no estaba sola. Descubrí el rostro del hombre que
se detuvo una vez que nuestros cuerpos impactaron.
—Kenneth —susurré. Imaginé por un instante que éste se
negaría a mirarme, o incluso que continuaría su camino sin
tomarse la molestia de saludarme. Pero me equivoqué. Se
quedó plantado, esperando a que siguiera moviendo mis labios
para establecer una conversación. Y, durante los tres meses
que estuve alejada de él, pensé en todo lo que le diría cuando
consiguiera estar cara a cara con la persona que abandoné por
un chantaje que recibí por parte de su propia madre. Todas
esas palabras se esfumaron. Era una mujer que estuvo en su
vida y ya no tenía derecho a compartirla con él. Así que alcé la
cabeza e intenté sonreír—. Lo siento. No te había visto.
Él, adentró las manos en los bolsillos de los pantalones de
traje que vestía.
—¿Huías de algo? —Fue breve.
Recordé a la mujer y al hombre de cabello negro que
jadeaba mientras que acariciaba el pelo rubio de su
acompañante. Me ahorré los detalles e incluso censuré en mi
cabeza lo que había sucedido.
—No. Estaba buscando a la nueva gobernanta.
No era la persona indicada para delatar a dos personas que
posiblemente podrían ser otro par de empleados. Estaba mal,
pero yo misma cometí ciertas infracciones que me hubieran
llevado al desempleo en el momento que me di el lujo de
corresponder a la boca del príncipe.
—Así que es cierto —sus ojos claros, cargaban todo el
dolor que sufrió al perder a Leopold. Parecía cansado, enfermo
y roto por dentro—. Has vuelto. Mi madre me lo contó todo.
Pensé que con el sueldo que seguía cobrando Amanda te
harías cargo de todas las deudas que está teniendo tu familia.
No alzó la voz. No me presionó como en ocasiones
anteriores. Simplemente, trasmitió su descontento con la
última frase que soltó.
Me relamí los labios y di un paso hacia delante para estar
más cerca de él. Deseé, incluso sabiendo que estaría mal,
acomodar mi mano en su suave mejilla recién afeitada. Pero
me limité a mantener la distancia que yo misma me busqué.
—Kenneth… —estuve a punto de disculparme con él, de
darle el pésame nuevamente y tuve la esperanza de sentir el
cariño que me dio las últimas semanas que estuvimos juntos.
Y no sucedió. Porque una persona, que se acercó hasta
nosotros con pasos veloces, quedó detrás de mí para
justificarse con el príncipe Kenneth. Era el hombre que había
estado en la cocina, manteniendo relaciones sexuales con
alguna novicia que había llegado a última hora a la casa real.
—No te lo vas a creer, Ken —soltó una carcajada. Lo miré
por encima del hombro al darme cuenta que se dirigió a
Kenneth con una confianza con la que se estaba jugando el
puesto de trabajo que tenía dentro del palacio de la Zarzuela
—. He escuchado tu voz y me he dicho… —hizo una pausa—,
tengo que saludarlo antes que desaparezca de nuevo.
Kenneth apretó la mandíbula.
—Súbete la cremallera —mandó, apuntando la bragueta del
hombre de cabello azabache. Éste tenía las mejillas rosadas
bajo un tono de piel caribeño muy bonito—. Te diré una cosa,
Ishaq, no olvides que aquí eres un invitado. No quiero a tus
amiguitas corriendo desnudas por la Zarzuela mientras que tú
hundes tu nariz entre sus pechos por diversión. Tengo a unos
invitados muy importantes —pasó por mi lado, y se detuvo
cerca de su amigo de la infancia—, y no quiero asustarlos con
tus estupideces, ¿me has entendido?
Ishaq, que parecía un hombre alegre, se burló del hombre
que parecía haber madurado en los últimos meses. Acomodó
la mano sobre su frente y la bajó en el momento que dijo:
—¡Señor, sí, señor!
Tapé la sonrisa que lucí en el momento que lo escuché decir
semejante tontería. Tenía el alma de un adolescente, pero el
aspecto de un hombre maduro que pronto se acercaría a la
cifra de los treinta.
—Tengo que hablar contigo, Thara —su voz me sobresaltó.
Asentí con la cabeza y volví a mantener la cabeza bien alta
para mirarle fijamente a los ojos. El problema fue su amigo.
—¿Thara? ¿La famosa Thara?
Su carcajada no solo enfureció a Kenneth, también sentí la
misma emoción e incluso mezclada con traición; solo había
una persona que podía hablarle de mí, y ése era Philippe.
—Te veré en la cena, Ishaq —se apresuró a decir.
—Está bien —bostezó, y sentí su mano bajo mi espalda
mientras que sus labios se posaban en mi mejilla—. Ha sido
un placer, Thara. Ahora sólo me falta conocer a la futura reina.
¿No conocía a Linnéa?
Al perder a Ishaq de vista, Kenneth me pidió que lo siguiera
hasta uno de los almacenes que utilizaba el Chef Théodore
para guardar las conservas que consumíamos los empleados.
Cerré la puerta y esperé a que él fuera el primero en hablar.
Y me arrepentí.
—Tengo que pedirte un favor —dijo, dándome la espalda
—. Necesito que me prometas que todo será como antes. —
Tuve la esperanza de que se refiriera a cuando estábamos bien,
pero me equivoqué—. Lo mejor para los dos será no tener
ningún tipo de contacto.
—Kenneth, sé que estás furioso conmigo por no querer
marchar contigo, pero te prometo que tenía buenas razones
para no seguirte incluso cuando lo deseé y lo necesitaba.
Tiré de su americana, pero él se negaba a mirarme.
—Eso ya no importa —hizo una pausa—. Ahora tengo que
tomarme en serio mi papel dentro de la monarquía. Ser un
buen rey como lo hubiera hecho Leopold.
Reí.
—Linnéa —nombré a su madre—. No sé qué te habrá
dicho de mí, pero no es cierto…
—No lo hago por ella, Thara.
No, estaba convencida que Linnéa jugó un gran papel en
esa decisión que tomó.
—Y, ¿cómo pretendes jugar a que no nos conocemos
cuando los dos hemos sentido algo más que placer?
—Voy a casarme —su confesión le obligó a mirarme a los
ojos. Entonces volví a reír irónicamente.
—Está bien, Kenneth. No tienes que inventarte una boda
para que deje de hablarte.
Me acerqué hasta la puerta y me detuvo con su ronca voz.
—No te estoy mintiendo —susurró. Me puse tan nerviosa
que aparté la mano que se acomodó en mi mejilla—. Lo
siento.
Até cabos: La visita de Ariette de Bélgica a España;
Kenneth volviendo a Madrid; Linnéa me quería cerca;
Philippe me ocultó la realidad para no hacerme daño; Los
invitados más importantes ya se habían acomodado en la
Zarzuela.
Era cierto.
Kenneth se iba a casar.
Y yo, no podía sentir celos.
Pero fue inevitable.
Él se dio cuenta que derramé un par de lágrimas. Intentó
detener mi llanto, pero lo detuve.
—¡No me toques! —Me mordisqueé el interior de la
mejilla con el único fin de detener el llanto—. Tranquilo, no
volveré a dirigirte la palabra.
Salí del almacén, pero podía escuchar a Kenneth.
—¡Thara! ¡Thara, espera, por favor!
3
Kenneth De España
Kenneth:
Tenemos que hablar con Ishaq. No está bien.
Mi viejo amigo no tardó en responder.
Philippe:
Antes deberíamos hablar tú y yo.
Se me borró la sonrisa que me regaló mi madre ante su
disgusto.
Philippe quería hablar de Thara y de la mujer que se coló en
mi cama la noche anterior. Ya tuve bastante con que Thara nos
viera y me girara el rostro con su pequeña y suave mano. O
también estaba la posibilidad de que reuniera el valor
suficiente para confesarme que estaba enamorado de la misma
mujer que yo.
Nuevo email.
Alteza real,
No he conseguido el Reino de España, pero un amigo me
ha dejado el jet privado. Si me da el visto bueno podremos
salir el lunes a primera hora y llegaremos a Francia en menos
de dos horas.
Aitor.
«Por fin buenas noticias.»
8
Thara Villena
Kenneth me mintió.
Y lo descubrí cuando llegamos a una pista donde un avión
privado nos esperaba. Fui una ilusa al pensar que Kenneth
quería tener un detalle con Ariette. Me mintió y no podía
jugármela. Intenté salir del vehículo, pero me lo impidió. Me
cogió de la cintura y me arrastró junto a él hasta que
abandonamos el coche y me cargó en su hombro. Pataleé, pero
fue imposible.
—¡Quieto!
Había tanto ruido que no podía escucharlo, y él a mí
tampoco.
—¡Kenneth!
Seguí gritando.
Él siguió avanzando.
—¡Me estás secuestrando!
Y acabó —como de costumbre— saliéndose con la suya.
Agradecí que no me dirigiera la palabra en todo el trayecto.
Sabía que estaba furiosa con él y me dejó desahogarme con la
pantalla del teléfono móvil. Navegué por Google bajó su
atenta mirada. Quería ponerle un rostro a Gregorio Laguarta y
tenía la necesidad de conocerlo un poco más, pero solo
encontré un resultado. Era el nombre de un mecánico que
seguía trabajando en Toledo junto a su familia.
—¿A quién buscas? —me preguntó, y me ofreció un
canapé que él mismo fue a buscar—. ¿No lo quieres? —negué
con la cabeza, y no le dirigí la palabra—. Más para mí —no
sabía cómo llamar mi atención hasta que volvió a leer el
apellido del hombre que buscaba—. Lo conozco. Sabía que me
sonaba de algo.
¡Por supuesto!
Kenneth lo conocería seguro.
—¿Quién es? —bloqueé el móvil porque no me ayudó
demasiado.
—¿Ahora sí me diriges la palabra? —preguntó, alzando la
ceja. Me crucé de brazos y se acercó hasta mí para besar mi
cabello mientras tocaba mi mejilla con su cálida mano—. Te
diré quién es si dejas de odiarme.
—Me has secuestrado, Kenneth.
—No podía decirte que te sacaría de España. Era una
sorpresa —puso los ojos en blanco al ver que no estaba
dispuesta a acceder tan fácilmente—. Trabajó para mi padre.
Lo recuerdo perfectamente. Estuvo quince años trabajando en
la Zarzuela hasta que murió. Era un viejo cascarrabias —rio—.
Recuerdo un día en el que Leopold le cogió a mi padre uno de
sus rifles para enseñarme a cazar. Salimos corriendo para que
nadie nos descubriera —me encantaba ver la sonrisa que
asomaba de su rostro cada vez que recordaba las aventuras que
tuvo con su hermano (incluso estando enfadada con él)—, y
tuvimos la mala suerte de chocarnos con Gregorio. El viejo
loco intentó golpear la nuca de Leo, pero Amanda lo detuvo.
Estuve días riendo…
Le corté.
—Era mi padre.
Kenneth dejó de carcajearse.
—Es imposible.
—Me lo ha dicho Zenón.
—No. Estoy seguro que es imposible.
—¿Por qué?
—Porque cuando yo tenía doce años, ese señor tendría
setenta. Murió de viejo.
—¿Y? —me encogí de hombros. Los hombres tenían la
posibilidad de engendrar hijos hasta que murieran—. Quizás
mi madre se enamoró de él. Posiblemente fue amable y
cariñoso con ella.
Él sacudió la cabeza.
—No podían ni verse. No entiendo cómo Zenón lo ha
nombrado —cortó la conversación para pedirle un whisky a
las azafatas que nos acompañaban en el vuelo—. Mi padre le
tenía aprecio, pero Gregorio robó. En varias ocasiones. A día
de hoy sigo sin entender por qué se ocupaba de los caballos.
—A lo mejor tu padre estaba al tanto de relación que tenía
con mi madre.
—No lo sé, pero hablaré con Zenón cuando volvamos a
Madrid —Kenneth estaba cómo si no entendiera nada. Era
peor para mí. Jamás llegué a conocer a Gregorio—. Dudo que
se le levantara. ¿Cómo pudieron…?
—¡Déjalo, Kenneth! —No quería saber cómo me hicieron o
dónde. Simplemente conocerlo—. ¿Vas a decirme para qué
vamos a Portugal?
La azafata se levantó de su asiento asustada.
—Siento molestarle, Alteza real —Kenneth se tensó—,
pero nos dirigimos a Francia.
—¿¡A Francia!? —grité.
Controló su actitud pacífica.
—Gracias por recordármelo, Estella.
—De nada, Alteza.
Busqué su corbata y tiré de ella para que me mirara a los
ojos. Al verme feliz se le borró el mal humor que le causó la
azafata. Esperé a que me dijera que iríamos a ver a mi familia,
pero el simple hecho de asentir con la cabeza me lo dijo todo.
Empecé a gritar como una loca y lo abracé con todas mis
fuerzas mientras que le daba las gracias.
—¿Por qué no me lo has dicho?
—Te dije que era una sorpresa.
Me olvidé de Linnéa y de las amenazas de Mario.
Echaba de menos a mi pequeña Agatha, quería abrazar a mi
padre y…
Me aparté de Kenneth.
—¿Qué sucede, Thara?
—Sofía —susurré.
—¿No has hablado con ella? —sacudí la cabeza—. Sé que
sigues furiosa con tu hermana, pero sí yo he sido capaz de
perdonar a mi padre, tú puedes hacerlo con ella.
—Éramos inseparables. Nos lo contábamos todo —paseé
mis uñas por las piernas—. La ayudé en todo lo que pude
cuando me dijo que quería sacar ella sola para adelante a su
hija. Pensé que un capullo la preñó y se fugó porque no quería
hacerse responsable de su hija. Y ese capullo acabó siendo tu
padre. Eres el hermano de Agatha. Creí que nos habíamos
alejado de aquellas tonterías al pensar que éramos familia,
pero sí somos familia, Kenneth. Soy tu ¿tía?
Él me respondió con su dulce risa.
—No somos familia —me rodeó con su brazo y me pegó a
él—. Tienes que hablar con Sofía. Sé que te echa de menos.
Hazme caso.
En el fondo tenía razón. No podía estar toda mi vida
enfadada con mi hermana cuando en el fondo me moría por
abrazarla y decirle que podía seguir contando conmigo.
Éramos familia. Un desliz no nos separaría y no estábamos
dispuestas a cometer los mismos errores que perpetró nuestra
madre cuando era joven.
Apreté la mano de Kenneth y descansé sobre su hombro
hasta que llegamos a Arfons.
La villa que les dejó Philippe era hermosa. Kenneth me dijo
que cerca de la propiedad había unos viñedos que compró a
nombre de Agatha. Me impresionó que cuidara de la hermana
bastarda que juró destruir cuando descubrió que su padre tuvo
un romance fuera de matrimonio. Avanzamos juntos y desde
lejos escuché la voz de mi sobrina. Agatha salió de la casa
corriendo y se emocionó al vernos a los dos. La cogí entre mis
brazos y toqué su cabello. Acabé humedeciendo su ropa con
las lágrimas de felicidad que derramé.
—Has cumplido con tu promesa —Agatha habló con
Kenneth.
—Te dije que volverías a ver a tu tía. Y aquí la tienes.
Ella se apartó de mi lado y me miró a los ojos.
Tenía la nariz y los mofletes rojos; se había quemado y
seguramente fue jugando.
—Te quiero muchísimo, tía Thara.
—Y yo a ti, pequeña.
—Se me ha caído otro diente, Kenneth.
Él volvió a reír.
—¿Qué vas a querer esta vez?
Agatha levantó la cabeza y se rascó la barbilla para pensar.
—Quiero ver a mi abuela.
Miré a Kenneth.
Al parecer ni Sofía ni mi padre encontraron el momento
para contarles lo que le sucedió a mi madre. Era normal. No
podían decirles que la esposa de su padre era una mujer cruel
que sólo quería hacernos daño.
Por suerte llegó mi padre y me abrazó con la misma
intensidad de siempre. E incluso me atrevería a decir que
aplicó más fuerza de lo normal.
—Thara, hija —recogió mi rostro con sus manos—, estás
más delgada.
—Estoy como siempre, papá.
Él también miró a Kenneth.
—¿No crees que está más delgada, Kenneth?
—Tienes razón, Roberto.
¿Por qué se llevaban tan bien?
No le di importancia.
—¿Te has cortado el pelo, papá? —dio la vuelta y me
enseñó su nuevo cambio de look—. ¡Dios mío! —exclamé,
tirando de su polo blanco—, ¿te has hecho un tatuaje? —Mi
padre empezó a reír—. Nunca me dejaste hacerme uno. ¡No es
justo!
—Tenías quince años.
—Sofía tenía uno —me crucé de brazos.
Los ojos de mi padre casi estallaron ante la sorpresa.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—A los dieciséis. Y no te hará gracia saber dónde lo tiene
exactamente…
Fue una voz que conocía muy bien la que nos interrumpió.
—¿Acabas de chivarte a papá?
Kenneth me dio un apretón de manos antes de irse:
—Deberías enseñarme ese gimnasio que te has montado,
Roberto.
—¡Cierto! Ya puedo levantar cien kilos.
Me quedé junto a Sofía observando como Kenneth y mi
padre se alejaban.
—¿Me he perdido algo?
Sofía sonrió.
—Kenneth quiere ver crecer a Agatha. Tiene la necesidad
de ser su hermano mayor —se frotó los brazos ante el fresco
que se levantó a las cinco de la tarde—. Cuidarla como
hubiera hecho Luis o Leopold. Al final se ha ganado el
corazón de todos —por fin me miró a los ojos—. Él te quiere.
—No estamos juntos.
—Lo sé —Sofía me abrazó—. Lo sé, cariño.
Terminé llorando en el hombro de mi hermana como
cuando era pequeña. Ella acariciaba mi espalda y yo me
desahogaba con la persona que más quería en el mundo.
—No puedo más, Sofi. Mamá está en coma. Linnéa me
chantajea. Mario me tiene controlada y —cogí aire—, Kenneth
se va a casar.
—Él no la quiere.
—Pero sí necesita la corona. Quiere ser rey.
Me obligó a mirarla a los ojos.
—Te ama, Thara.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho —limpió mis lágrimas—. Lleva días
viniendo. Ya te lo he dicho. Es uno más de la familia —no me
lo podía creer—. Será mejor que vayamos dentro.
Cogió mi mano y caminamos hasta el interior de su nuevo
hogar.
Pasamos las horas jugando con Agatha, hablando con la
nueva novia de papá y guisando uno de los platos favoritos de
nuestra madre. Cuando llegó la noche, se me rompió el
corazón al tener que separarme de ellos. Quería quedarme,
pero no podía abandonar a mamá. Besé la mejilla de Agatha
cuando se quedó dormida y me despedí de mi padre y de mi
hermana. Kenneth me prometió que volveríamos pronto y le
creí.
—¿Qué? No puede ser —se llevó una mano a la cabeza y
alborotó su cabello—. Tenemos que volver hoy mismo a
España —escuché atentamente la conversación que tuvo con
el piloto—. Sí, tenía una habitación de hotel reservado, pero
para mí. No pensé que nos quedaríamos tirados los dos.
Me acerqué hasta él.
—¿Sucede algo, Kenneth?
—¿No podemos volver esta noche?
—¿Qué?
Notó mi nerviosismo.
—Te llamaré dentro de cinco minutos —guardó el móvil y
me cogió de las manos—. Escúchame, Thara, nadie sabrá que
hemos estado juntos.
—Tú no lo entiendes —temblé—. Necesito volver hoy a
Madrid.
—Hablaré con Philippe y no dudará en mentir para
protegerte. Confía en mí.
Me quedé sin aliento ante la imagen de Mario furioso
conmigo y desahogándose por haber roto el acuerdo que tuve
con Linnéa.
Dejé que nos llevaran al hotel y nos colamos en la
habitación. Antes de que Kenneth se adentrara en el baño para
darse una ducha, lo detuve por el brazo.
—Hazme tuya —gemí—. Hazme tuya esta noche.
Si Mario descubría con quién había estado, al menos
guardaría junto a mí una noche maravillosa con el hombre que
quería.
Me deshice de la blusa, y la dejé tirada en el suelo.
Desabroché el sujetador, y deslicé por mis piernas el estrecho
pantalón junto al conjunto de la parte de abajo. Tapé mis
pechos con mis manos, acercándome hasta él, sin mirar al
suelo, tropecé con mi propia ropa. Se me olvidó descalzarme.
Kenneth rápidamente me cogió del brazo y me pegó a él
mientras nos sentaba en la cama.
Pasé mis piernas por encima de las suyas mientras Kenneth
tiraba de su chaqueta, se deshacía de la camisa blanca que se
pegaba a su cuerpo y bajaba sus pantalones junto a su ropa
interior.
Atrajo mi cuerpo más cerca del suyo, y sentí sus dedos en
mi cuello. Dejé mis manos sobre sus muslos, acariciándolo
con los ojos cerrados, intentando darle el mayor placer posible.
Su piel era tan suave, tentadora, quera era inevitable separarse
de él. Aproximé mi mejilla a la suya y la froté para sentir el
contacto más directo entre nosotros dos.
Pasó sus brazos por mi cintura, acercándome a su pecho.
Acaricié con mis pezones su piel, y entre abrí mis labios para
capturarlos con mis dientes. Me dejaba llevar por las caricias
de su lengua en mi cuello. Paseaba por cada musculo de mi
cuerpo. Subía, bajaba, atrapaba mi piel, y volvía a empezar de
nuevo.
Su dedo contorneó mi silueta, hasta quedar justo en el
hueco de la ingle. Bajó hasta abrir mis labios íntimos. Llevé
dos de sus dedos a mi boca, abriendo cada vez un poco más,
humedeciendo su piel, rodeé con la lengua, y sentí como su
cuerpo se tensaba. Los aparté, y dejé que me estimulara con
ellos.
Atrapé su cabello, y acerqué mis labios hasta su cuello,
besándolo al mismo ritmo que sus dedos entraban y salían de
mi interior. Aparté su mano, buscando su miembro erecto con
mi mano, y guiándolo hasta mi entrada. Bajé poco a poco,
gimiendo de placer al sentirlo dentro de mí.
Clavé mis uñas en su espalda cuando estaba completamente
dentro de mi interior. Jadeé su nombre una y otra vez. Kenneth
me ayudaba a levantarme de su cuerpo para poder hundirme
con mejor facilidad. En aquel momento la yema de sus dedos
quemaba en mi cintura, la ola de placer empezó a envolvernos,
acelerando nuestros movimientos, y convirtiéndolos con más
brusquedad.
Me costaba respirar, buscaba el aire que me faltaba a su
lado. Era placentero, tentador, conseguía que me arqueara
contra su pecho. Siguió empujando más fuerte, estableciendo
el ritmo continuo que marcó. Se quedó quieto, sentía su
mirada observando mis movimientos, no podía abrir mis ojos,
me sentía cansada, pero no detuvo a que mi cuerpo soltara
unas fuertes contracciones, que consiguieron que Kenneth se
corriera.
Los dos acabamos empapados de sudor, con los pulsos
acelerados. Las mejillas y los labios rojos.
El teléfono empezó a sonar y salí al balcón para no
despertar a Kenneth. Me hubiera gustado besar su espalda
desnuda, pero no me dio tiempo.
—¿Sí?
—Thara —el llanto de una mujer me sobresaltó—. Te
necesito, Thara.
Era Ariette.
—¿Qué sucede? —la pobre no dejó de llorar—. Cálmate,
Ariette.
—Te necesito.
Silencié el teléfono con la mano cuando me abrazaron por
la cintura.
—¿Qué haces despierta? —me besó el cuello.
Tuve que enseñarle la pantalla.
Su sonrisa se esfumó y colgó la llamada de Ariette.
—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?
Fue hasta la cama y se cubrió con el bóxer.
—Le he dicho que no la quiero.
—¿Por qué?
—Porque no la quiero, Thara. Te quiero a ti.
Su te quiero sonó tan dulce, pero a la vez peligroso.
Acabé tendida en el suelo sin saber qué haría al llegar a
Madrid.
«¿Qué puedo hacer?» —cubrí mis pechos con el brazo y
tiré el móvil—. «Quiero a Kenneth y no puedo permitir que le
suceda algo grave.»
—¡Joder! —exclamé, sin importarme cómo podía
reaccionar él.
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