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Carola Hermida; Mila Cañón (2012) La literatura en la escuela primaria.

Más allá de
las tareas. Buenos Aires-México: Novedades Educativas. ISBN 9789875383364. pp 1-
223.

Comunidad de lectores e intervención docente: llaves para abrir puertas

El tiempo escolar es escaso, pero allí se halla la


puerta de la literatura para las nuevas generaciones
y hay que pensar muy detenidamente la mejor
forma de abrirla.
Teresa Colomer

Pero si vos todavía estás ahí, si no cerraste el libro


y te fuiste a tomar la leche… acá la tenés, tomala.
Porque dice Josefina que la llave es tuya
Iris Rivera, Llaves

Ofrecer un corpus de textos desafiantes es pues una cuestión necesaria, pero no


suficiente. Podemos, incluso, haber llegado a ese corpus de la mano de libros o
personajes más cercanos a los alumnos, pero aún así ese material puede seguir
siendo extraño e imposible de abordar en soledad por los niños. Es posible que
hayamos llegado a Edgar Allan Poe o a Conan Doyle a través de las historietas de
Alberto Breccia, pero aún familiarizados con la historia, los lectores sin experiencia en
el género o el estilo de estos autores, seguramente se sentirían perdidos. Cuando el
libro que presentamos requiere de una lectura más atenta, favorece un abordaje
intertextual, se abre en inferencias y sentidos múltiples o requiere jerarquizar y
recordar datos debido a su extensión, seguramente sería un error enfrentar a los
alumnos con ese material sin una adecuada intervención docente. Así, una buena
selección debe completarse con un trabajo en el aula que acompañe a los lectores en
sus construcciones de sentidos. Jean Marie Privat cuestiona esa “concepción
carismática de la literatura y esa concepción mágica de su apropiación” (2001: 48),
que considera que basta con disponer de textos valiosos para conformarse como
lector. Este proceso, si bien tiene un fuerte componente personal, subjetivo y solitario,
se construye en comunidad y a partir de la interacción con los pares y los lectores más
experimentados. Hace falta una llave (y con frecuencia, más de una) para abrir esos
textos.

4.1. Llaves
El bellísimo libro de Iris Rivera, Llaves (2006), incluye luego de un paratexto inicial
titulado “Entrada”, el relato “La llave de Josefina” que puede ser leído como una
metáfora de la lectura. La protagonista encuentra una llave “sin dueño” con la que abre
las puertas de un árbol, de una abeja, de un panal y de una gota de miel que cae en la
zapatilla de un hombre. Josefina entra en ellos, los recorre, escucha, huele, siente y se
mueve con ellos/dentro ellos. En este punto dice el narrador: “Hay gente que en esta
parte ya se aburrió y no lee más. Pero la historia dice que, con la llave, Josefina abrió
la puerta del hombre y entró” (10). Josefina sigue abriendo puertas con esta llave
mágica, porque cada una le muestra otras, hasta que abre su propia puerta y
construye “otra llave distinta de la primera, pero igual”. A partir de entonces, “quiere
elegir a quién darle la segunda llave” y decide entregársela al lector. Esta puerta de
entrada al libro, el regalo de esta llave y la invitación a continuar abriendo textos para
ingresar en ellos, recorrerlos, sentirlos y vivirlos con todos los sentidos (hay historias
que queman, otras que perfuman, muchas que endulzan o son amargas) nos
proponen emprender, al igual que lo hizo Josefina, la experiencia de la lectura. Un
texto nos lleva a otro y todos a nuestra propia puerta. El lector ingresa dentro de sí
mismo y allí construye una llave nueva, para regalar a otro lector. Los recorridos son
diferentes, la experiencia de habitar los textos es personal, los interiores que
descubrimos no se repiten. Sin embargo, necesitamos llaves y en general esa llave es
el regalo de un lector que ya ha abierto otras puertas, por lo que supo crear una nueva
para nosotros. La lectura es un proceso personal pero que construimos con otros. El
docente no forma lectores: los lectores se forman, si disponen de textos, si participan
de una comunidad lectora, si reciben llaves, si pueden labrarlas y también regalarlas.
Para que esto ocurra, tienen que darse ciertas condiciones: espacios para compartir
estas experiencias, respeto por los silencios y los momentos de intimidad con los
textos, pero también otros para intercambiar, escuchar, opinar y ofrecer, en fin, para
repartir lo que hemos cosechado en la lectura.
El libro de Iris Rivera puede ser una manera de comenzar a construir esa
comunidad de lectores que deberíamos formar en el aula. No se trata ciertamente de
un texto “fácil”, que respete una estructura canónica, que establezca un pacto de
verosimilitud; no es el cuento de terror, aventuras o suspenso que los alumnos han
pedido, ni su lectura tiene la agilidad que presentan los relatos humorísticos. Tal vez,
la “caja de herramientas” con la que los lectores acuden a enfrentarse a él, no alcance.
Hace falta sin duda poseer ciertos instrumentos, ciertas estrategias, ciertas
experiencias para “animarse” con él.
Experiencias en el aula: construir llaves

A partir de este texto, el mediador podría, por ejemplo, iniciar el camino a partir de
la “Entrada” donde aparece una serie de interrogantes que funcionan como epígrafes
de cada uno de los relatos del libro. El que corresponde a “La llave de Josefina” es
“¿a qué velocidad cae una gota de miel?”. Se podría entonces plantear esta duda al
grupo y proponer que la responda en tarjetitas que se reúnan en una caja. Luego, el
coordinador leería algunas respuestas, las registraría en el pizarrón, se dialogaría en
torno a ellas. Este “aperitivo” seguramente despertaría el apetito por el cuento y
entonces sí, se realizaría la lectura en voz alta. Una vez concluida, sería conveniente
disponer de un tiempo de silencio, para que cada uno se aloje en el texto, encuentre
su lugar, como Josefina, quien cuando logró entrar en sí misma descubrió un banquito
petiso y “se quedó sentada en el banquito pensando”. Luego sería el momento de
comenzar el intercambio y de crear un espacio para escuchar las primeras
impresiones, ver qué los sorprendió, qué les resultó interesante, qué recuerdos
evocaron, qué les generó rechazo o aburrimiento. En relación con este último punto,
podríamos detenernos en las apelaciones al lector, directas o indirectas, que se
encuentran en el texto: la primera oración dice “Hay gente que no tiene paciencia para
leer historias” y a medida que la estructura del texto se repite (Josefina abre una
puerta y entra, allí dentro encuentra otra puerta y entra, y otra vez, y otra vez), el
narrador dice “Hay gente que en esta parte ya se aburrió y no lee más. Pero la
historia dice que…” y un poco más adelante, luego de más y más puertas, vuelve a
decir: “Hay gente que a esta altura, ya se fue a tomar la leche. Pero la historia dice
que…”. Podríamos preguntar hasta qué parte tuvimos paciencia, cuál de estos
lectores fuimos. Podríamos preguntar qué nos pasa con esas reiteraciones, con el
paralelismo, con el encadenamiento, explicar en el relato, dónde está, cómo se logra,
qué efecto/s produce. Otro elemento interesante que es posible que surja para
compartir es la presencia de lo mágico y lo inverosímil y cómo esto puede provocar el
rechazo o la atracción inmediata en ciertos lectores. Así como para algunos el hecho
de Josefina entre en una abeja, en un perro, en un gato, en una lima de uñas o en un
banquito es un motivo para abandonar el texto, a otros es justamente eso lo que los
mantendrá cautivos. El punto de vista puede ser otro aspecto en el que nos
detengamos: ¿cómo se cuenta la historia cuando Josefina está dentro del hombre y
cómo cuando está dentro de la gota de miel? ¿qué se destaca? ¿de qué manera? Las
gotas de miel son espesas, pesadas y caen lentamente, adhiriéndose pacientes a las
superficies por las que se desplazan casi como una caricia. Ese recorrido moroso es
el que vamos haciendo por el texto, descubriendo entre todos aspectos, recursos,
detalles que nos permitan construir sentidos y alojarnos en ellos.
El docente no presentará pues una interpretación cerrada, que busque confirmar
su lectura en la que realicen sus alumnos. Coordinará en cambio puntos de vista,
releerá, pedirá fundamentaciones. En esta pluralidad de voces, es posible que se
plantee el tema de la metáfora de la llave (tan rica y profunda en toda la literatura y en
todas las manifestaciones artísticas y culturales). Llegado el caso, podríamos recordar
llaves famosas como la de Barba Azul; podríamos recordar llaves que están hechas
con palabras mágicas, como “Ábrete Sésamo”; podríamos recordar puertas famosas
que no hay que abrir, como la de “Los siete cabritos”; y puertas famosas que se
abrieron, como la de la abuelita de “Caperucita” (¡cuánto se ha hablado acerca de la
respuesta del Lobo: “Saca la clavija y la tranca cederá”!). En este caso, sería
interesante a su vez, a partir de la ubicación del texto “La llave de Josefina” en el libro,
de la apelación final al lector, de la ilustración, entre tantos otros elementos, pensar
también en esa llave que podemos labrar, usar y regalar para abrir historias, palabras,
libros. Podríamos hablar de las llaves que usamos, cómo abrimos o hemos abierto
libros, qué llaves han cerrado para siempre ciertos textos o ciertas prácticas lectoras,
qué llaves nos han regalado y cuáles nosotros a su vez hemos ofrecido. Una manera
de terminar el encuentro sería precisamente obsequiar una llave (¿con un fragmento
de este cuento?, ¿con otra de las preguntas que aparecen en la “Entrada” del libro?,
¿con el título de algún otro texto para leer?, ¿con una frase acerca de la lectura?...)
con la cual se espera seguir abriendo puertas.

4.2. Dialogar la lectura

… después de la lectura, lo importante no es lo que


nosotros sepamos del texto o lo que nosotros
pensemos del texto sino lo que con el texto o contra
el texto o partir del texto nosotros seamos capaces
de pensar.
Lo que se debe leer en la lección no es lo que el
texto dice sino lo que da que decir.

Jorge Larrosa, La experiencia de la lectura


No es fácil crear espacios de intercambio como el que acabamos de describir a
partir del cuento de Iris Rivera: el coordinador tiene que encontrar el texto apropiado,
tiene que haberlo leído varias veces, tiene que haber buscado sus llaves para entrar y
estar dispuesto a descubrir otras, a partir de la experiencia colectiva de lectura que se
dará en el aula. No se trata de presentar un texto cerrado, con una interpretación
clausurada, con una guía de preguntas para responder (que posiblemente servirían
para cualquier otro texto, porque no fueron pensadas a partir de la experiencia de
lectura de ese texto en particular), con una/s actividad/es para hacer al terminar.
Algunos autores nos dan pistas, nos prestan sus llaves, para organizar estos
momentos de lectura colectiva e intercambio y pueden ser un buen punto de partida si
no estamos acostumbrados a coordinar este tipo de propuestas.
Aidan Chambers (2007) en su libro Dime. Los niños, la lectura y la
conversación plantea precisamente la importancia de dialogar en torno a las lecturas
realizadas, desde un lugar de respeto y valoración de las opiniones de todos. Su
propuesta consiste en escuchar a los alumnos, en crear en el aula el clima de
confianza necesario para que los niños se sientan interlocutores válidos. El rol de los
niños ya no es decir lo que se espera que digan, la única respuesta válida y correcta.
Al contrario, en estos casos no sabemos qué van a decir nuestros alumnos:
tendríamos que instaurar una práctica que les permita formular sus preguntas y sus
recorridos lectores, que dé lugar a respuestas que sorprendan por su frescura, su
ingenuidad, su profundidad; una práctica que genere movimientos y grietas lo
suficientemente inquietantes como para que se sientan motivados a exponer sus
ideas, plantear sus preguntas. Cuando lo que hay que decir ya está planteado, ¿a
quién le interesa participar? La propuesta es en cambio, lograr “una conversación
cooperativa en la cual una comunidad de lectores realiza descubrimientos que van
mucho más allá de cualquier cosa que hubieran podido encontrar solos.” (Chambers,
2007: 101)
Esto es particularmente notorio, cuando trabajamos con niños, durante la
lectura de un libro álbum. Pensemos, por ejemplo, en los libros de Anthony Browne En
el bosque (2004), El túnel (1993), Voces en el parque (1999), entre tantos otros. Cada
página promueve la formulación de hipótesis, invita a descubrir personajes y objetos
ocultos en las sombras, alude a otros textos, incluye guiños al lector… Cada sujeto va
mostrando sus descubrimientos, sus sorpresas, sus preguntas y las comparte con los
otros. Entre todos, se construye un nuevo texto.1

1
Ver al respecto la experiencia presentada en el apartado 3.1. “Juguemos en el bosque” en el
capítulo 3.
Chambers precisamente promueve la conversación informal entre lecturas y la
escucha atenta de las hipótesis, dudas e interrogantes que surgen en torno a un texto.
A su vez, más allá de estos diálogos esporádicos y no planificados que se dan
mientras los alumnos leen una novela o cualquier otro texto, nos brinda algunas
sugerencias para planificar sesiones de intercambio en el aula. Según él, así como
toda lectura comienza con la selección del material a leer, todas las conversaciones
literarias deberían comenzar seleccionando de qué se va a hablar. Para evitar que
esta selección quede sólo siempre a cargo del docente, cuando el grupo no está
habituado a dialogar y ser escuchado, propone que quien coordine el intercambio
comience con estas cuatro preguntas básicas:
“¿Hubo algo que te gustara en este libro?
¿Hubo algo que te disgustara?
¿Hubo algo que te desconcertara?
¿Notaste que hubiera algún patrón, alguna conexión?” (Chambers, 2007: 102)

A partir de las respuestas de los alumnos a las tres primeras preguntas, el coordinador
comenzará a elaborar listas, tomando las palabras de los lectores, que deberán ser
breves. Podría volcar esta información en un cuadro como el siguiente:

Lo que gustó Lo que no gustó Cosas que Cualquier patrón


desconcertaron observado

A partir de las coincidencias y repeticiones en las tres primeras columnas, el


docente volverá a los enunciados originales, intentando “llevar a los lectores de
regreso al texto con estrategias como preguntar: ¿cómo lo sabes?” (108), estar
preparado para hacer preguntas generales y particulares sobre el libro en cuestión y
también para sintetizar lo que se dice. Este intercambio permitirá llegar a la cuarta
respuesta y descubrir conexiones entre lo que ocurre en el texto, cómo se dice, qué
recursos se usan, etc. Así, el docente, en tanto mediador, en lugar de imponer su
lectura pasa a ser un facilitador de la conversación.
El papel fundamental del diálogo en este proceso de construcción de sentidos,
también es señalado por Louise Rosenblatt (2003), quien afirma que las dificultades
con las que se enfrenta la lectura literaria en el ámbito escolar se deben, la mayoría de
las veces, a la anulación de la experiencia subjetiva de lectura. Las guías, los trabajos
prácticos, los cuestionarios son dispositivos que en el mejor de los casos limitan la
práctica personal y colectiva de lectura y en el peor, la obturan. Por esto es
fundamental preservar una aproximación más “ingenua” y subjetiva a los textos, para
luego dar pie a un espacio intersubjetivo de intercambio. Por último, el docente podría
retomar las lecturas realizadas, incorporar algún concepto teórico si es pertinente,
brindar información complementaria, definir términos, aportar otros ejemplos, realizar
conceptualizaciones, etc. También Cecilia Bajour (2005) coincide con esta mirada e
invita al docente a adoptar una “postura pedagógica de escucha”. Esta tarea -difícil, sin
dudas, porque hay toda una tradición a la que se opone y porque los mismos docentes
han sido formados en otra línea- ofrece la ventaja de respetar al texto literario en su
polisemia, de despojarlo de ese sentido único que ciertos modelos didácticos
cristalizados promueven. De esta forma, el docente no busca encontrar en las
respuestas de los alumnos “lo que el texto dice” (¿quiénes son los personajes?
¿dónde transcurre la acción? ¿cómo termina el cuento?) , sino “lo que da que decir”
(Larrosa, 2003: 645).
Este diálogo, este trabajo de lectura compartido puede ser el gran aporte que la
escuela brinde para que cada alumno en particular, y el grupo en su conjunto –incluido
el docente- se afiancen como lectores. Dice Teresa Colomer:

… si el acceso a la lectura implica hacer entrar en juego la valoración personal, la


necesidad de formación interpretativa recuerda que la resonancia de una obra en el
lector se produce siempre en el interior de una colectividad. No se trata, pues, de
abandonar a los alumnos al disfrute subjetivo del texto, a una interpretación
empobrecedoramente incomunicable, a una constatación empírica de si el efecto / de
la lectura ha sido placentero o no a través del añadido de preguntas de trámite del tipo:
‘¿te ha gustado?, ¿qué cambiarías?’… compartir la lectura significa socializarla, o sea,
establecer un tránsito desde la recepción individual hasta la recepción en el seno de
una comunidad cultural que la interpreta y valora. La escuela es el contexto de relación
donde se tiende ese puente y se brinda a los niños la oportunidad de cruzarlos. (2005:
198-199)

Tal como esta misma autora señala, los niños que participan de estas
experiencias se habitúan con una destreza y agilidad sorprendente a recorrer estos
caminos escarpados y difíciles: perciben la intertextualidad, encuentran marcas
autorreferenciales, descubren los rasgos característicos de ciertas poéticas de autor,
se ríen ante las parodias y los recursos de humor, completan elipsis, disfrutan de
estructuras paralelas y repeticiones… Si los textos les presentan desafíos; si los
modos de leer y los gustos de los alumnos son tenidos en cuenta, no en tanto punto
de llegada sino como un punto de partida; si se crean espacios para compartir; si se
dialoga y se escucha; si no se obturan lecturas, entonces, la literatura en la escuela es
posible. Es deber de la escuela generar este encuentro signado por el desafío, en
lugar de la comodidad; por la movilización, en lugar de la pasividad; por la diversidad
de voces, en lugar de la interpretación única y cristalizada. Es la mejor forma de
responder a los derechos de sus alumnos en tanto lectores. Como dice Ana María
Machado:
… los individuos tienen derecho a leer obras que les permitan establecer un diálogo
entre las experiencias de sus vidas y el mundo de la palabra. O sea, los libros
ofrecidos a los niños por medio de los canales institucionales no pueden estar
destinados a formar consumidores para el mercado, repetidores de actitudes copiadas
y entendedores de manuales de instrucción… (1998: 27).

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