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Cosas Actos Obligaciones y Responsabilidad PDF
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Como decíamos más arriba, las cosas que se atribuyen como dere-
cho son de “propiedad” de su titular, en virtud de la cual este goza,
respecto de ellas, de la capacidad de gestión y disposición. Puede
ahorrar, invertir, comprar y vender, consumir, hacer beneficencia,
según su leal saber y entender. Incluso, como también se señaló,
los titulares de las penas –esto es, los delincuentes– disponen de
una cierta propiedad de ellas en virtud de la cual pueden em-
plearlas para realmente expiar sus faltas y prepararse para una
adecuada reinserción en la vida ciudadana, aunque, por desgracia,
se utilizan más bien en la adquisición de nuevos conocimientos
y de nuevas habilidades para perpetrar otros delitos. Este es, en
todo caso, el gobierno de las cosas que dependen del arbitrio
del propietario, pero no para que actúe “arbitrariamente”, sino
de manera prudente. Por eso mismo, propiedad es sinónimo de
responsabilidad. Cada uno está, pues, obligado a hacer de estos
bienes el mejor uso que le sea posible. El Estado no se inmiscuye
en este gobierno; sólo lo hace para evitar el daño a otro (alterum
non laedere) o para que no se violen las leyes. El resto, esto es, el
mejor gobierno propiamente tal, queda entregado a la respon-
sabilidad individual frente a los requerimientos del bien común:
es el campo de la autonomía privada.
En este campo, con todo, es importante destacar que al ejecutar
actos de disposición sobre los bienes propios se está siempre, de
alguna manera creando derechos para uno mismo o para otros,
como cuando alguien vende un bien; modificando derechos,
como cuando se da en arriendo una propiedad; o extinguiendo
esos derechos, como sucede en la misma compraventa. O bien, es
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Preferimos este nombre tradicional de “acto jurídico” al más moderno de
“negocio jurídico”, pues la palabra negocio siempre remite a actos donde inter-
vienen dos o más personas, y el acto jurídico puede ser unilateral, y a actos donde
hay un resultado económico para quienes en él intervienen, resultado que no
necesariamente se busca en un acto jurídico. Es claramente una palabra propia
de la ciencia comercial.
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El acto jurídico es, pues, aquel acto voluntario por el cual quien
o quienes lo ejecutan apuntan precisamente a crear, modificar o
extinguir uno o más derechos. En él puede intervenir una persona,
como en el otorgamiento de un testamento, o dos, como en una
compraventa. Puede, en fin, involucrar a varias o a muchas per-
sonas. Con todo, no basta con que una o más personas expresen
su voluntad de producir ese acto, para que de este se generen
los efectos buscados. El acto puede existir, pero no ser necesaria-
mente válido. Para ser considerado tal, la declaración de la o las
voluntades que lo generan debe reunir ciertos requisitos.
L A CAPACIDAD
En primer lugar, debe provenir de personas que sean capaces
para producir ese acto jurídico. Nuestra legislación establece que
todas las personas se reputan capaces, salvo en los casos en que
ella misma establezca lo contrario: “Toda persona es legalmente
capaz, excepto aquellas que la ley declara incapaces” (art. 1446
C.C.). De hecho, la naturaleza humana o, lo que es lo mismo,
la ley natural, enseña de manera muy evidente que no basta ser
persona, esto es, individuo de la especie humana, para que al-
guien pueda actuar de manera de responder, después, por las
consecuencias de sus actos. Tal persona naturalmente accede a
ese estado después de un período de maduración que no es bre-
ve; este se inicia cuando se entra a la existencia y no termina, de
hecho, sino con la muerte. Pero dentro de él hay un momento,
que no es el mismo para todos, a partir del cual razonablemente
cada uno está en condiciones de tomar su vida en sus manos y
de conducirla de manera independiente. Antes de llegar a ese
momento, la persona debe permanecer sometida a la dirección
de otra; en especial, de sus padres. Esta es, en términos generales,
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Art. 338 Código Civil. Es pertinente, por último, citar la opinión de Pothier
a propósito de la capacidad e incapacidad de las personas: “Evidente es que los
locos, los insensatos, los niños, no son capaces de contraer obligaciones que nazcan
de delitos o de cuasidelitos, ni contratar por sí mismos aquellas que nacen de los
contratos, puesto que no son capaces de consentimiento, sin el cual no puede ha-
ber ni convenciones, ni delitos, ni cuasidelitos; mas son capaces de contraer todas
las obligaciones que se contratan sin el hecho de las persona que las contrata. Por
ejemplo, si alguien ha administrado útilmente los negocios de un loco, un insensato,
un niño, ese niño, ese insensato, ese loco contratan la obligación de reembolsarle
a esa persona lo que le haya costado su gestión… De la misma manera contratan
también todas las obligaciones que sus tutores y curadores contratan por ellos y en
su nombre” (ob. cit., p. 76).
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L AS SOLEMNIDADES
Las solemnidades consisten en ciertas formalidades que requieren
cumplir ciertos actos jurídicos para los efectos de dotarse de validez
y, aun, de existencia. No son, como podría entenderse de manera
muy ligera, simples decoraciones con las cuales se adorna un acto
en razón de una eventual importancia. En principio, si la ley de-
termina solemnidades, es porque ellas, desde luego, constituyen
un aviso que debe darse a terceros para que se enteren de que
se está celebrando este acto pero, también, marcan la importan-
cia de un determinado acto, obligando a las partes a una mayor
acuciosidad en él que en los demás actos y, por último, facilitan
la prueba de los hechos en caso de controversia, objetivos todos
que naturalmente debe contemplar la ley. Algo similar sucede
cuando se decretan solemnidades para la asunción por parte de
una persona de un determinado cargo. Asimismo, se disponen
para el debido orden en la gestión de ciertos bienes. En el caso
de la transferencia de bienes raíces, las solemnidades que la ley
exige –compraventa por escritura pública e inscripción posterior
de este título en el Registro de Propiedades del Conservador de
Bienes Raíces del lugar donde queda ubicado el inmueble– es-
tán claramente establecidas tanto con ese propósito como el de
publicidad y los otros que mencionábamos.
Por cierto, no todas las formalidades están establecidas como
requisitos para la validez de un acto jurídico. Otras hay cuyo in-
cumplimiento simplemente hace inoponible el acto respecto de
aquellas personas en cuyo beneficio ellas estaban dispuestas.
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derado nulo; esto es, sin valor. También puede darse el caso de
que falte algún requisito necesario para entender que el acto
se ha ejecutado o celebrado, en cuyo caso el acto es inexistente.
En este último caso, el acto no produce ningún efecto, nunca,
porque nunca ha existido. Así, por ejemplo, cuando no se ha
dado consentimiento para celebrar un contrato, ese contrato
simplemente no existe, en cambio cuando el consentimiento
se ha dado, pero mediando dolo, el acto es inválido y, por lo
tanto, nulo. Las diferencias entre uno y otro caso no son me-
nores. Cuando un acto no existe, no hay nada que pedir; así, si
alguien exige el cumplimiento de ese supuesto acto o contrato,
corresponde simplemente alegar su inexistencia. La nulidad,
por su parte, nunca opera de pleno derecho. La nulidad debe
siempre alegarse ante juez competente y ser declarada por este
para que produzca su efecto natural: invalidar el acto y retrotraer
las cosas al momento anterior a la ejecución o celebración de ese
acto. Entretanto, mientras no se pruebe el hecho invalidante,
un acto determinado se reputa válido.
La nulidad puede ser de dos tipos. Es absoluta cuando el
objeto o la causa del acto de que se trate son ilícitos o cuando
él se celebra con omisión de alguno de los requisitos exigidos
en consideración a su propia naturaleza. Adolecen también de
nulidad absoluta los actos y contratos de personas absolutamente
incapaces (art. 1682 C.C.); en cambio, es relativa cuando adolece
de otros vicios, por ejemplo, omisión de algún requisito exigido
en consideración a la calidad o estado de las partes. La diferencia
entre ambos tipos de nulidad radica en que, en el primer caso,
el acto está viciado en sí mismo, respecto de cualquier persona
y, por ende, cualquiera que tenga interés en él puede pedir que
esa nulidad se declare, salvo que haya conocido o debido conocer
el vicio que lo invalidaba; esto último, en virtud del principio de
que nadie puede aprovecharse de su propio dolo. Las causas que
provocan esta nulidad son de derecho estricto; es decir, han de
estar siempre establecidas por la ley.
En cambio, la nulidad relativa procede cuando el acto se celebra
con cualquier otro vicio. Por ejemplo, cuando interviene en la cele-
bración del acto un menor púber, esto es, mayor de catorce años en
caso de varones o de doce en caso de mujeres; o cuando ha habido
error o una de las partes ha sido víctima de fuerza o de dolo. En estos
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Traité des Obligations, Nº 113, p. 71.
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En definitiva, el art. 1437 del Código Civil dispone que “Las obligaciones
nacen, ya del concurso real de la voluntades de dos o más personas, como en los
contratos o convenciones; ya de un hecho voluntario de la persona que se obliga,
como en la aceptación de una herencia o legado y en todos los cuasicontratos; ya
a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria o daño a otra persona, como
en los delitos y cuasidelitos; ya por disposición de la ley, como entre los padres y
los hijos sujetos a patria potestad”. Es conveniente dejar constancia de que en este
artículo se habla de delito civil que, como veremos, hace más gravosa la responsa-
bilidad por los daños, pero no supone, además, una pena, como es el caso de los
delitos penales, de los que trataremos más adelante.
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De hecho, las obligaciones pueden revestir múltiples características. Para
estos efectos, véanse los Títulos III al X del Libro IV, Código Civil.
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Título XIV, Código Civil; arts. 1567 y sgtes.
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Ver, además, Pothier, ob. cit., Nos 6 y sgtes. en pp. 14 y sgtes.
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Así como las leyes han de ser interpretadas para su mejor aplicación, y para
esos efectos la ley ha dado los criterios respectivos, así también en el caso de los
contratos. Y con mayor razón, porque su redacción puede no ser tan cuidada
como lo es la de la ley. Por eso, desde luego, nuestra legislación chilena cambia
respecto de los contratos la regla básica que dio respecto de la ley: mientras para
interpretar esta no se debe dejar de lado su tenor literal, si este es claro, so pre-
texto de consultar su espíritu, para interpretar los contratos debe estarse más a la
intención de las partes, si es claramente conocida, que a lo literal de las palabras
(arts. 1560 y sgtes. del Código Civil. Véase también en Pothier, ob. cit., Nos 91 y
sgtes. en pp. 60 y sgtes.).
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Discours…, p. 100.
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Al respecto, el art. 44 del mismo Código Civil define qué ha de entenderse
por cada uno de los tipos de culpa y por el dolo: “La ley distingue tres especies de
culpa o descuido.
Culpa grave, negligencia grave, culpa lata, es la que consiste en no manejar
los negocios ajenos con aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca
prudencia suelen emplear en sus negocios propios. Esta culpa en materias civiles
equivale al dolo.
Culpa leve, descuido leve, descuido ligero, es la falta de aquella diligencia y
cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios. Culpa
o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve. Esta especie de
culpa se opone a la diligencia o cuidado ordinario o mediano.
El que debe administrar un negocio como un buen padre de familia es respon-
sable de esta especie de culpa.
Culpa o descuido levísimo es la falta de aquella esmerada diligencia que un
hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes. Esta
especie de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado.
El dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o pro-
piedad de otro”.
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un daño; así, por ejemplo, el art. 1558 del Código Civil dispone en
su inciso 1º que “Si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es
responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse
al tiempo del contrato; pero si hay dolo, es responsable de todos
los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o directa
de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su
cumplimiento”.132 En cambio, queda liberado de responsabilidad
por los daños que cause el incumplimiento de una obligación
quien se ha visto forzado a ello por una fuerza mayor o un caso
fortuito: “La mora producida por fuerza mayor o caso fortuito
no da lugar a indemnización de perjuicios” (inc. 2º).
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Refiriéndose a este punto, Pothier avanza el siguiente ejemplo: “…si un tra-
tante me ha vendido una vaca que sabía que sufría una enfermedad contagiosa, y
que me haya disimulado ese vicio, esta disimulación es un dolo de su parte, que le
hace responsable del daño que yo he sufrido, no solamente en la vaca misma que él
me ha vendido, y que ha sido el objeto de su obligación primitiva, sino igualmente
de lo que he sufrido en el resto de mi ganado, al que dicha vaca ha comunicado
el contagio, pues es el dolo del tratante el que me ha causado todo ese perjuicio”
(Nº 166, p. 98). Más adelante, Pothier insiste en que el daño tiene, en todo caso,
que haber sido una consecuencia inmediata y directa del dolo, por lo que no ne-
cesariamente todo daño que se relacione con él debe ser indemnizado.
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Por eso, lo normal en este tipo de contratos es que sean “conmutativos” de
acuerdo también con la terminología de nuestro Código Civil; es decir, en el cual
las prestaciones sean equivalentes o de igual valor.
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Los romanos clasificaban estos contratos según las prestaciones: do ut des;
do ut facias; facio ut facias; facio ut des. Doy para que des; doy para que hagas; hago
para que hagas; hago para que des.
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