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CAPÍTULO V

DISPOSICIÓN Y GESTIÓN DE LAS COSAS.


ACTOS JURÍDICOS, OBLIGACIONES Y
RESPONSABILIDAD

Como decíamos más arriba, las cosas que se atribuyen como dere-
cho son de “propiedad” de su titular, en virtud de la cual este goza,
respecto de ellas, de la capacidad de gestión y disposición. Puede
ahorrar, invertir, comprar y vender, consumir, hacer beneficencia,
según su leal saber y entender. Incluso, como también se señaló,
los titulares de las penas –esto es, los delincuentes– disponen de
una cierta propiedad de ellas en virtud de la cual pueden em-
plearlas para realmente expiar sus faltas y prepararse para una
adecuada reinserción en la vida ciudadana, aunque, por desgracia,
se utilizan más bien en la adquisición de nuevos conocimientos
y de nuevas habilidades para perpetrar otros delitos. Este es, en
todo caso, el gobierno de las cosas que dependen del arbitrio
del propietario, pero no para que actúe “arbitrariamente”, sino
de manera prudente. Por eso mismo, propiedad es sinónimo de
responsabilidad. Cada uno está, pues, obligado a hacer de estos
bienes el mejor uso que le sea posible. El Estado no se inmiscuye
en este gobierno; sólo lo hace para evitar el daño a otro (alterum
non laedere) o para que no se violen las leyes. El resto, esto es, el
mejor gobierno propiamente tal, queda entregado a la respon-
sabilidad individual frente a los requerimientos del bien común:
es el campo de la autonomía privada.
En este campo, con todo, es importante destacar que al ejecutar
actos de disposición sobre los bienes propios se está siempre, de
alguna manera creando derechos para uno mismo o para otros,
como cuando alguien vende un bien; modificando derechos,
como cuando se da en arriendo una propiedad; o extinguiendo
esos derechos, como sucede en la misma compraventa. O bien, es

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posible dar lugar copulativamente a estas situaciones, como cuando


alguien al intervenir en una compraventa extingue su derecho
respecto de la cosa que vende, pero adquiere otro respecto del
precio. En cuanto un acto propio es capaz de producir esas con-
secuencias jurídicas, se denomina precisamente “acto jurídico”.121
Adviértase, con todo, que no sólo los actos voluntarios producen
efectos jurídicos. Hay hechos de la naturaleza que también los
producen: la concepción, nacimiento y muerte de las personas,
por ejemplo. Una catástrofe natural que libera a una persona,
por caso fortuito o fuerza mayor, de la responsabilidad de cumplir
una determinada obligación: una sequía que arruina una cosecha
que se había vendido. También producen efectos jurídicos actos
voluntarios de una persona, pero que se realizan sin ese propósito.
Los efectos jurídicos, en este caso, vienen determinados por la ley,
como en el caso de un cambio de domicilio, que trae aparejada
la consecuencia, por ejemplo, de que sean otros los tribunales
jurisdiccionales respectivos. También producen efectos jurídicos,
aun contra la voluntad del causante, los delitos y los cuasidelitos.
Y en todos estos casos pueden producir efectos jurídicos no sólo
los hechos y actos, sino también las omisiones. Por último, cabe
señalar que, a veces, produce consecuencias jurídicas el simple
silencio de una persona, como cuando alguien involucrado en
un contrato de arrendamiento de una propiedad inmueble deja
pasar el plazo para avisar que le pondrá término, en cuyo caso
este se renueva de manera automática por uno o más períodos.
En su momento, corresponderá ocuparnos de los delitos y de los
cuasidelitos. Ahora corresponde dirigir la atención a las conductas
que se denominan precisamente actos jurídicos, como aquellos
actos u omisiones lícitas y voluntarias realizadas (o no realizadas,
en su caso) con el propósito preciso de producir un determinado
efecto jurídico: crear, extinguir o modificar uno o más derechos. Y
ello ha de ser así, porque en este ámbito de la autonomía privada
la interacción de los distintos sujetos de derecho puede producir

121
Preferimos este nombre tradicional de “acto jurídico” al más moderno de
“negocio jurídico”, pues la palabra negocio siempre remite a actos donde inter-
vienen dos o más personas, y el acto jurídico puede ser unilateral, y a actos donde
hay un resultado económico para quienes en él intervienen, resultado que no
necesariamente se busca en un acto jurídico. Es claramente una palabra propia
de la ciencia comercial.

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situaciones que desemboquen en conflicto. Por eso, los romanos


en su tiempo, y nuestra ley hoy día, se preocupan de regular estos
actos de manera de evitar, en lo posible, los conflictos o, si ellos se
desencadenan, de asegurarles una adecuada y rápida solución.

1. LOS ACTOS JURÍDICOS

El acto jurídico es, pues, aquel acto voluntario por el cual quien
o quienes lo ejecutan apuntan precisamente a crear, modificar o
extinguir uno o más derechos. En él puede intervenir una persona,
como en el otorgamiento de un testamento, o dos, como en una
compraventa. Puede, en fin, involucrar a varias o a muchas per-
sonas. Con todo, no basta con que una o más personas expresen
su voluntad de producir ese acto, para que de este se generen
los efectos buscados. El acto puede existir, pero no ser necesaria-
mente válido. Para ser considerado tal, la declaración de la o las
voluntades que lo generan debe reunir ciertos requisitos.

L A CAPACIDAD
En primer lugar, debe provenir de personas que sean capaces
para producir ese acto jurídico. Nuestra legislación establece que
todas las personas se reputan capaces, salvo en los casos en que
ella misma establezca lo contrario: “Toda persona es legalmente
capaz, excepto aquellas que la ley declara incapaces” (art. 1446
C.C.). De hecho, la naturaleza humana o, lo que es lo mismo,
la ley natural, enseña de manera muy evidente que no basta ser
persona, esto es, individuo de la especie humana, para que al-
guien pueda actuar de manera de responder, después, por las
consecuencias de sus actos. Tal persona naturalmente accede a
ese estado después de un período de maduración que no es bre-
ve; este se inicia cuando se entra a la existencia y no termina, de
hecho, sino con la muerte. Pero dentro de él hay un momento,
que no es el mismo para todos, a partir del cual razonablemente
cada uno está en condiciones de tomar su vida en sus manos y
de conducirla de manera independiente. Antes de llegar a ese
momento, la persona debe permanecer sometida a la dirección
de otra; en especial, de sus padres. Esta es, en términos generales,

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la patria potestad. Ella dura hasta que el hijo llega a la mayoría de


edad, que es el motivo más frecuente para producir su emancipa-
ción, momento en el cual adquiere plena capacidad de ejercicio.
¿Cuándo sucede eso? Como decía más arriba, cada persona tiene
su momento que no es siempre el mismo para todas. Pero el
buen orden social requiere que exista una cierta uniformidad
al respecto de manera que tanto el mismo interesado como sus
padres y los terceros que se involucren en algún acto jurídico
con él, sepan a qué atenerse. Por eso, la ley determina una edad
común para producir el efecto de la emancipación. Los padres,
sobre todo, quedan notificados que, a esa edad, sus hijos deben
estar en condiciones de responder por sus actos.
¿Cuál es esa edad? Al respecto, la naturaleza sólo nos da un
rango, al interior del cual la inmensa mayoría de los jóvenes ac-
cede a esa madurez. De lo que se trata, entonces, es que la edad
que se fije para estos efectos tenga en cuenta la realidad promedio
de los jóvenes, alejándose de los extremos. En definitiva, para los
romanos, esa edad era de veinticinco años; para nosotros, durante
mucho tiempo, fue de veintiún años. En estos momentos, la ley la
ha fijado en dieciocho años (art. 270 Nº 4 C. C.). Es conveniente
tener presente que, en el mundo romano, la perspectiva de vida
promedio era muy inferior a aquella de que se dispone ahora, por
lo que el período en el cual los ciudadanos de la época eran capaces
de actuar jurídicamente era asimismo muy inferior al actual. Sin
embargo, fijaron una edad de emancipación alta, lo que demuestra
el sentido de la prudencia con la que adoptaban sus decisiones. Y
no se crea que, porque entre medio han transcurrido más de dos
mil años, los jóvenes de ahora maduran antes; siguen siendo los
mismos, como lo fuimos nosotros en esa época de nuestras vidas.
Por eso, dieciocho años puede ser una edad demasiado baja: hay
jóvenes que a esa edad han madurado lo suficiente, pero no creo que
se pueda decir lo mismo del promedio. En todo caso, corresponde
señalar que no todos los actos requieren, para ser considerados
como actos de una persona capaz, de la misma edad que se ha
fijado para la mayoría de edad. Desde luego, la comisión de actos
delictivos. Una persona no necesita llegar ni siquiera a los diecio-
cho años para advertir que el asesinato o el robo son actos ilícitos
y que merecen una pena. Por eso, ha sido prudente la legislación
que ha establecido una responsabilidad penal graduada a partir

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SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

de los catorce años. Y también debe decirse, en consonancia con


los matices que presenta nuestra naturaleza, que al interior de la
minoridad deben distinguirse situaciones en lo relativo a los actos
que una persona pueda realizar de manera lícita. Por eso, es sabia
nuestra legislación cuando estatuye que los actos realizados por los
impúberes –mujeres menores de doce años y varones menores de
catorce– deben reputarse siempre inválidos o nulos sin remedio;
en cambio, a partir de esa edad, los menores pueden realizar de
manera válida ciertos actos, o bien que los que realicen de manera
inválida por falta de edad pueden eventualmente validarse con el
transcurso del tiempo o con la ratificación cuando esos menores
hayan accedido a la mayoría de edad (art. 1447 C.C.).
Hay otras situaciones en las cuales la incapacidad proviene no
de la minoría de edad sino de patologías que impiden, mientras
no sean remediadas, que alguien sea dueño de sus actos. En el
extremo, hay situaciones que perduran toda la vida, como en
algunos casos la demencia; o como la de los sordomudos que
no pueden darse a entender claramente. En estos casos, la in-
capacidad es absoluta y los actos realizados por estas personas
carecen de todo efecto jurídico. Esas personas conservan, sin
embargo, su dignidad de tales –la denominada capacidad de
goce–, pero en la gestión de su patrimonio o de su vida deben
actuar siempre representados. Sobre esta base se constituyen,
además, las tutelas y curadurías, esto es, “cargos impuestos a
ciertas personas a favor de aquellos que no pueden dirigirse a
sí mismos o administrar competentemente sus negocios, y que no
se hallan bajo potestad de padre o de madre, que pueda darles la
protección debida”.122 Es el caso, por ejemplo, de los sordomudos

122
Art. 338 Código Civil. Es pertinente, por último, citar la opinión de Pothier
a propósito de la capacidad e incapacidad de las personas: “Evidente es que los
locos, los insensatos, los niños, no son capaces de contraer obligaciones que nazcan
de delitos o de cuasidelitos, ni contratar por sí mismos aquellas que nacen de los
contratos, puesto que no son capaces de consentimiento, sin el cual no puede ha-
ber ni convenciones, ni delitos, ni cuasidelitos; mas son capaces de contraer todas
las obligaciones que se contratan sin el hecho de las persona que las contrata. Por
ejemplo, si alguien ha administrado útilmente los negocios de un loco, un insensato,
un niño, ese niño, ese insensato, ese loco contratan la obligación de reembolsarle
a esa persona lo que le haya costado su gestión… De la misma manera contratan
también todas las obligaciones que sus tutores y curadores contratan por ellos y en
su nombre” (ob. cit., p. 76).

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y dementes que veíamos recién, tanto como de los impúberes


cuando carecen de padre o de madre o estos han sido inhabilitados
para ejercer su potestad; de los menores adultos y de los que por
prodigalidad son incapaces de administrar sus bienes.

VOLUNTAD EXENTA DE VICIOS


A pesar de provenir de una persona capaz, la manifestación de
una voluntad puede estar viciada por la presencia de circunstan-
cias que alteran su contenido. Son los denominados “vicios de la
voluntad”, que de no haber existido, esa voluntad hubiera sido
otra. Por eso, la ley estima que, en tal evento, esa manifestación
de voluntad no puede tenerse por válida y que, por lo tanto, no
obliga a su titular. Dichos vicios son el error, la fuerza y el dolo.
El error consiste en una falsa conceptualización de una de-
terminada realidad; es decir, hay error cuando la imagen o idea
de una realidad extramental que una persona ha grabado en su
mente no corresponde efectivamente a esta, sin que ella lo haya
advertido, por lo que las decisiones que esa persona adopta lo hace
sobre una base que, desconociéndolo, es falsa, hasta el punto de
que, si lo hubiera advertido, su decisión hubiera sido otra. Para
los fines que ahora nos interesan, el error puede versar sobre
varios aspectos del acto en cuestión, pero sólo vicia la voluntad
cuando recae sobre una materia que ha sido determinante para
manifestar la voluntad y cuando la persona afectada no sabía ni
podía saber que estaba incurriendo en ese error. Por ejemplo, no
vicia el consentimiento un error sobre un punto de derecho (art.
1451 C. C.), como cuando se alega que de haber sabido cuáles
eran las consecuencias jurídicas de un acto, no se habría insistido
en él; se presume de derecho que la ley es siempre conocida. Sí
lo vicia, en cambio, cuando, como señala el art. 1453, “recae so-
bre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra, como
si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación; o
sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, como si
en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta
cosa determinada, y el comprador entendiese comprar otra”. El
art. 1454 señala, por su parte, que “el error de hecho vicia asimis-
mo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del
objeto sobre que versa el acto o contrato es diversa de lo que se

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SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

cree; como si por alguna de las partes se supone que el objeto es


una barra de plata, y realmente es una masa de algún otro metal
semejante. El error acerca de otra cualquiera calidad de la cosa
no vicia el consentimiento de los que contratan, sino cuando esa
calidad es el principal motivo de una de ellas para contratar, y este
motivo ha sido conocido de la otra parte”. Por último, el art. 1455
inc. 1º: “El error acerca de la persona con quien se tiene intención
de contratar no vicia el consentimiento, salvo que la consideración
de esta persona sea la causa principal del contrato”. Un ejemplo
claro de este último caso lo proporciona el matrimonio, en el
cual la identidad de los contrayentes constituye un elemento de
la esencia del contrato respectivo.
No vicia el consentimiento el error cometido por una persona
que sabía o debía saber que estaba cometiéndolo, como cuando
un médico se compromete a realizar un determinado tratamiento
sobre la base de asegurar que es el idóneo, cuando, de acuerdo
a los contenidos de la ciencia médica a la mano para cualquier
especialista en ella, no es el idóneo. El médico no puede alegar
ignorancia para evitar la responsabilidad que le sobreviene por
los daños causados por su decisión.
La fuerza es el segundo vicio que puede invalidar una mani-
festación de voluntad y se entiende por tal la amenaza que, según
palabras del Código Civil, “es capaz de producir una impresión
fuerte en una persona de sano juicio, tomando en cuenta su edad,
sexo y condición. Se mira como una fuerza de este género todo
acto que infunde a una persona un justo temor de verse expuesta
ella, su consorte o alguno de sus ascendientes o descendientes a
un mal irreparable y grave” (art. 1456 inc. 1º). La amenaza puede
provenir de quien directamente intenta obtener del amenazado una
determinada conducta, o de cualquier otra persona; lo importante
es su relación de causalidad con la decisión adoptada; es decir,
que esa amenaza sea determinante en la decisión. Además, ha de
tratarse de una amenaza grave e ilegítima, pues si, por ejemplo,
se anuncia que se va a llamar a la fuerza pública para evitar un
acto ilícito, nada hay de reprochable en esa conducta. Por otra
parte, la amenaza a un tercero no unido al amenazado por nin-
gún parentesco puede provocar una situación como la descrita
en la disposición recién citada. Por ejemplo, si a una persona se
la intima a firmar un contrato bajo la amenaza de que de no ha-

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cerlo, un tercero –un rehén– puede ser asesinado. Sucede que,


cuando se trata de una persona unida al amenazado por los lazos
descritos en ese artículo, se presume la efectividad de la coacción;
en cambio, en casos como este otro, la prueba corre por parte del
que firmó amenazado.
En fin, el tercer vicio posible es el dolo, esto es, el engaño
utilizado por una parte en detrimento de otra con la positiva
intención de inferirle injuria o daño a él o a sus bienes (art. 44
C.C. inc. final). En este caso, para que vicie el consentimiento,
el dolo debe provenir de quien quiere beneficiarse con él. Si
proviene de terceros, sólo da derecho a que se pueda pedir in-
demnización de perjuicios de conformidad a las reglas generales
que veremos más adelante (art. 1458 C.C.). En todo caso, desde
la época romana se ha estimado que la ponderación algo excesiva
que los vendedores suelen hacer de sus productos mediante la
propaganda comercial no constituye dolo, o constituye, a lo más,
dolo bueno, en el sentido de que no podría a ese vendedor exigírsele
una conducta diferente. El comprador naturalmente sabe que
él tendrá que averiguar acerca de los aspectos menos buenos de
la cosa que se le quiere vender, lo cual no obsta a que, frente a
situaciones de exceso inaceptable se configure una conducta de
publicidad engañosa, la cual es claramente ilícita.

OBJETO LÍCITO Y CAUSA LÍCITA


Un acto jurídico, para producir sus efectos en Derecho y para
pedir tutela de la ley debe versar sobre un objeto real, determi-
nado o fácilmente determinable, comerciable y lícito; puede
versar asimismo sobre algo que se espera que exista y, si el objeto
es un hecho, que éste sea posible (arts. 1460 y 1461 C.C.). Así,
desde luego, quedan descartados todos los actos que tengan por
objeto concertarse para cometer un delito o para cometerlo di-
rectamente. Ya se vieron más atrás las controversias que suscita
la definición de dominio o propiedad que da don Andrés Bello a
propósito del adverbio arbitrariamente y cómo en la práctica don
Andrés recula frente a las consecuencias. Por ejemplo, en el caso
de deudas contraídas en juegos de azar o en la comercialización
de objetos obscenos o pornográficos. Asimismo, en el art. 1464
señala que también adolecen de objeto ilícito los actos que pre-

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tendan enajenar bienes que no están en el comercio, como son


los bienes nacionales de uso público o aquellos que la naturaleza
reserva a toda la humanidad, como la alta mar o el espacio aéreo
sobre cierta altura. Y, también, la pretensión de enajenar bienes
que están sujetos a embargo o a prohibición de enajenar, salvo
autorización judicial o de la contraparte. Y, aun, de los bienes
que están sujetos a litigio, salvo asimismo autorización judicial.
Asimismo, y con toda razón, “el derecho de suceder por causa de
muerte a una persona viva no puede ser objeto de una donación
o contrato, aun cuando intervenga el consentimiento de la misma
persona”(art. 1463 inc 1º C.C.).

Estrechamente unido al punto del objeto está el de la causa de


los actos o contratos. Don Andrés Bello la señala como uno de los
elementos de la existencia de estos actos: que tenga una causa lícita
(art. 1445 Nº 4 C.C.). Es un punto, sin embargo, que ha suscitado
mucha controversia. Desde luego, es imposible que exista un acto
humano sin una causa que lo motive en última instancia. La pre-
gunta se vuelve entonces hacia su licitud o ilicitud; sin embargo,
¿tiene importancia saberlo? Digo esto, porque el ordenamiento
jurídico tiene que ver con las conductas que se exteriorizan; no le
interesa otra cosa que esas conductas sean lícitas; pero sus últimos
motivos quedan fuera de toda posibilidad de indagación. De ahí
que los romanos acuñaran el aforismo de internis non iudicat praetor:
de lo interno no juzga el pretor. Sólo de la exteriorización de esas
motivaciones internas y en este punto –nos parece– ya caemos en
la órbita del “objeto”. En todo caso, merece ser consignado que
el art. 1467 señala que “No puede haber obligación sin una causa
real y lícita; pero no es necesario expresarla. La pura liberalidad
o beneficencia es causa suficiente.
Se entiende por causa el motivo que induce al acto o contrato;
y por causa ilícita la prohibida por la ley, o contraria a las buenas
costumbres o al orden público.
Así la promesa de dar algo en pago de una deuda que no
existe, carece de causa; y la promesa de dar algo en recompensa
de un crimen o de un hecho inmoral, tiene una causa ilícita”.
Aun dentro de lo exterior hay un cierto espacio para el tema
de la causa. De hecho, los romanos acuñaron la idea de causa
en los contratos donde ambas partes reportan beneficio. En este

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caso, la causa de la obligación de uno es el cumplimiento por


parte del otro de su propia obligación. Por eso, la ley prohíbe
o declara inválidos los actos de prodigalidad, es decir, aquellos
en los cuales la persona demuestra no disponer del dominio
suficiente sobre sí mismo para gobernar sus bienes; los da sin
causa real, sin obtener ni pretender obtener de vuelta el bene-
ficio que la justicia establece como tal.

L AS SOLEMNIDADES
Las solemnidades consisten en ciertas formalidades que requieren
cumplir ciertos actos jurídicos para los efectos de dotarse de validez
y, aun, de existencia. No son, como podría entenderse de manera
muy ligera, simples decoraciones con las cuales se adorna un acto
en razón de una eventual importancia. En principio, si la ley de-
termina solemnidades, es porque ellas, desde luego, constituyen
un aviso que debe darse a terceros para que se enteren de que
se está celebrando este acto pero, también, marcan la importan-
cia de un determinado acto, obligando a las partes a una mayor
acuciosidad en él que en los demás actos y, por último, facilitan
la prueba de los hechos en caso de controversia, objetivos todos
que naturalmente debe contemplar la ley. Algo similar sucede
cuando se decretan solemnidades para la asunción por parte de
una persona de un determinado cargo. Asimismo, se disponen
para el debido orden en la gestión de ciertos bienes. En el caso
de la transferencia de bienes raíces, las solemnidades que la ley
exige –compraventa por escritura pública e inscripción posterior
de este título en el Registro de Propiedades del Conservador de
Bienes Raíces del lugar donde queda ubicado el inmueble– es-
tán claramente establecidas tanto con ese propósito como el de
publicidad y los otros que mencionábamos.
Por cierto, no todas las formalidades están establecidas como
requisitos para la validez de un acto jurídico. Otras hay cuyo in-
cumplimiento simplemente hace inoponible el acto respecto de
aquellas personas en cuyo beneficio ellas estaban dispuestas.

L A NULIDAD DE LOS ACTOS JURÍDICOS


Un acto jurídico que se ejecuta o celebra con falta de alguno de
los requisitos considerados esenciales para su validez es consi-

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SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

derado nulo; esto es, sin valor. También puede darse el caso de
que falte algún requisito necesario para entender que el acto
se ha ejecutado o celebrado, en cuyo caso el acto es inexistente.
En este último caso, el acto no produce ningún efecto, nunca,
porque nunca ha existido. Así, por ejemplo, cuando no se ha
dado consentimiento para celebrar un contrato, ese contrato
simplemente no existe, en cambio cuando el consentimiento
se ha dado, pero mediando dolo, el acto es inválido y, por lo
tanto, nulo. Las diferencias entre uno y otro caso no son me-
nores. Cuando un acto no existe, no hay nada que pedir; así, si
alguien exige el cumplimiento de ese supuesto acto o contrato,
corresponde simplemente alegar su inexistencia. La nulidad,
por su parte, nunca opera de pleno derecho. La nulidad debe
siempre alegarse ante juez competente y ser declarada por este
para que produzca su efecto natural: invalidar el acto y retrotraer
las cosas al momento anterior a la ejecución o celebración de ese
acto. Entretanto, mientras no se pruebe el hecho invalidante,
un acto determinado se reputa válido.
La nulidad puede ser de dos tipos. Es absoluta cuando el
objeto o la causa del acto de que se trate son ilícitos o cuando
él se celebra con omisión de alguno de los requisitos exigidos
en consideración a su propia naturaleza. Adolecen también de
nulidad absoluta los actos y contratos de personas absolutamente
incapaces (art. 1682 C.C.); en cambio, es relativa cuando adolece
de otros vicios, por ejemplo, omisión de algún requisito exigido
en consideración a la calidad o estado de las partes. La diferencia
entre ambos tipos de nulidad radica en que, en el primer caso,
el acto está viciado en sí mismo, respecto de cualquier persona
y, por ende, cualquiera que tenga interés en él puede pedir que
esa nulidad se declare, salvo que haya conocido o debido conocer
el vicio que lo invalidaba; esto último, en virtud del principio de
que nadie puede aprovecharse de su propio dolo. Las causas que
provocan esta nulidad son de derecho estricto; es decir, han de
estar siempre establecidas por la ley.
En cambio, la nulidad relativa procede cuando el acto se celebra
con cualquier otro vicio. Por ejemplo, cuando interviene en la cele-
bración del acto un menor púber, esto es, mayor de catorce años en
caso de varones o de doce en caso de mujeres; o cuando ha habido
error o una de las partes ha sido víctima de fuerza o de dolo. En estos

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casos, una ratificación por parte de ese menor cuando ha alcanzado


la mayoría de edad valida lo obrado. O puede entrar a sanearse por
una prescripción de corto plazo, contados desde que se ejecutó el
acto o, si el otro contratante era un menor púber, desde que este
llegó a su mayoría de edad. En el caso de que el vicio sea la fuerza,
se comienza a contar ese plazo desde que ella cesa. Una nulidad
absoluta, en cambio, no se sanea; es insubsanable, aun cuando el
largo transcurso del tiempo, podría provocar la prescripción de las
acciones destinadas a invocarla en un juicio. Son definiciones que
pueden ser distintas en una o en otra legislación.
Cuando la nulidad ha sido judicialmente declarada, sin importar
si es absoluta o relativa, sus efectos son similares, sobre todo cuando
se trata de un contrato que ha sido cumplido, pues en este caso las
cosas han de retrotraerse al estado en que estaban antes de celebrarse
el contrato. Si el contrato no se ha ejecutado, entonces simplemente
no se ejecuta y nadie puede pedir su cumplimiento. Por cierto, las
dificultades que se producen al suceder una declaración de nulidad
pueden ser muy importantes, sobre todo cuando hay involucrados
terceros de buena fe que, por ejemplo, hayan comprado el objeto
del contrato declarado nulo con posterioridad. Respecto de ellos, la
declaración de nulidad no produce el efecto de rescindir su propio
contrato, pero sí da acción reivindicatoria a los gananciosos de la
declaración de nulidad para recuperar el dominio efectivo de la
cosa en cuestión. En caso de que, por esta vía, los terceros lleguen
a perder la cosa, nace para ellos la posibilidad de exigir indemni-
zación de perjuicios. También hay problemas cuando esta cosa ha
producido frutos que, a su vez, se han enajenado. Respecto de estos
problemas, corresponde que las legislaciones avancen principios
de solución que necesariamente habrán de complementarse por
el trabajo de tribunales. Serán estos los que, mediante la jurispru-
dencia, irán precisando los alcances de la ley, que en estas materias
difícilmente pueden dejar contentos a todos.

2. LAS OBLIGACIONES Y LA RESPONSABILIDAD


CONSIGUIENTE

La principal consecuencia que se sigue para quien ha ejecutado


un acto jurídico válido, sea que se trate de un acto unipersonal,

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SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

sea que se trate de un contrato, es la de que para él ese acto o


contrato es fuente de obligaciones en cuyo cumplimiento consiste
su responsabilidad. Por eso, son fuente de obligaciones tanto los
contratos, o convenciones como los denomina la ley, como los
cuasicontratos. Al decir de Pothier:
“Se llama cuasicontrato el hecho de una persona, permitido
por la ley, que le obliga para con otra u obliga otra persona para
con ella, sin que entre ambos intervenga convención alguna. Por
ejemplo, la aceptación que un heredero hace de una sucesión
es un cuasicontrato enfrente de los legatarios: pues es un hecho
permitido por las leyes, que obliga al heredero para con los le-
gatarios a pagarles los legados señalados por el testamento del
difunto, sin que haya intervenido convención alguna entre este
heredero y los legatarios. Otro ejemplo de cuasicontrato se da
cuando se paga por error de hecho una cosa que no se debe. El
pago de esta cosa es un hecho que obliga a aquel que la ha reci-
bido a devolverla al que la ha pagado, aun cuando no se puede
decir que haya intervenido en ese caso entre ellos convención
alguna para la restitución de esta cosa. La gestión que un tal hace
de los negocios de un ausente que no se los ha encargado, es un
cuasicontrato que le obliga a dar cuentas, y obliga al ausente para
con él a indemnizarle todo lo que ha desembolsado”.123
A esos ejemplos puede añadirse la situación que acaece entre
personas que se encuentran en una situación de comunidad res-
pecto de algún bien, sin que “…ninguna de ellas haya contratado
sociedad o celebrado otra convención relativa a la misma cosa…”
(art. 2304 C.C.). En todas estas figuras jurídicas puede advertirse
como rasgo común el que se trata siempre de situaciones lícitas,
pero en las cuales, sin perjuicio de la voluntariedad con que se
llevan a efecto los hechos que la configuran, es la ley la que esta-
blece la obligación haciéndola propiamente tal, es decir, abriendo
camino para que su cumplimiento pueda ser exigido judicialmente
o para que brote para el deudor insolvente la obligación anexa
de indemnizar perjuicios.
Pero, además de estos actos propiamente jurídicos, también
son fuente de obligaciones los actos dañinos que se denominan
delitos o cuasidelitos, según en su ejecución haya habido dolo o

123
Traité des Obligations, Nº 113, p. 71.

201
DERECHO Y JUSTICIA

sólo negligencia. Con todo, hay casos en que la ley es también


causa directa de la obligación, como en el deber de pagar impues-
tos o de respetar las reglas del tránsito.124 Ahora bien, cualquiera
haya sido la fuente de la obligación, la responsabilidad que ella
implica sólo se salva cumpliéndola tal como ella se pactó o la ley
lo determina;125 en primer lugar, por la solución o pago efectivo,
esto es, por la prestación de lo debido o por alguno de los otros
modos indicados por la ley.126 Si se abstiene del debido cumpli-
miento y causa daño, la obligación, además, puede extenderse
al pago de los daños así causados. De esta responsabilidad nos
ocuparemos en los párrafos siguientes.

LOS CONTRATOS Y LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL


Sin duda, el gran acto de gobierno o de disposición de lo que
es propio de cada uno es el contrato, acto por el cual una per-
sona conviene con otra en dar, hacer o no hacer algo (art. 1438
C.C.). Para que exista contrato debe haber dos o más partes,
aunque basta con la obligación contraída en un solo sentido y en
beneficio de una sola de las partes; pero, por cierto, la persona
beneficiaria puede, a su vez, obligarse a prestaciones recíprocas
de modo que el beneficio sea mutuo. Ejemplos del primero son
la donación entre vivos y el comodato; del segundo, la compra-
venta y el arrendamiento. Cada una de las partes puede ser una
o varias personas.
Como acto de disposición de lo que es de uno, los contra-
tos válidamente celebrados, de acuerdo con lo que veíamos en
el párrafo anterior, producen el efecto de ser una ley para las

124
En definitiva, el art. 1437 del Código Civil dispone que “Las obligaciones
nacen, ya del concurso real de la voluntades de dos o más personas, como en los
contratos o convenciones; ya de un hecho voluntario de la persona que se obliga,
como en la aceptación de una herencia o legado y en todos los cuasicontratos; ya
a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria o daño a otra persona, como
en los delitos y cuasidelitos; ya por disposición de la ley, como entre los padres y
los hijos sujetos a patria potestad”. Es conveniente dejar constancia de que en este
artículo se habla de delito civil que, como veremos, hace más gravosa la responsa-
bilidad por los daños, pero no supone, además, una pena, como es el caso de los
delitos penales, de los que trataremos más adelante.
125
De hecho, las obligaciones pueden revestir múltiples características. Para
estos efectos, véanse los Títulos III al X del Libro IV, Código Civil.
126
Título XIV, Código Civil; arts. 1567 y sgtes.

202
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

partes que en él convinieron. Es decir, sirven de criterio válido


para discernir qué es de uno y qué es de otro y pueden ser in-
vocados en los tribunales para estos efectos. Pacta sunt servanda,
antiguo aforismo que nos indica que la declaración de voluntad
que da origen a un contrato no puede dejar de ser cumplida si
reúne todos los requisitos que la ley señala para estos efectos. Es
lo que el Código Civil consagra en su art. 1545: “Todo contra-
to legalmente celebrado es una ley para los contratantes, y no
puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por
causas legales”. Es preciso tener presente que, siendo imposible
muchas veces consignar en un contrato todo lo que en él se in-
cluye, el mismo Código en el artículo siguiente, 1546, estatuye:
“Los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente
obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas
que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o
que por la ley o la costumbre pertenecen a ella”.127 Por ejemplo,
cuando se estipula la venta de una casa-habitación, ella incluye
naturalmente los bienes muebles que le están permanentemente
adosados, como lavatorios, puertas, etc.128 Es imposible que la
ley o los mismos contratos puedan preverlo todo o estipularlo
todo; si así se impusiera simplemente se detendría la vida de una
sociedad. Como enseña Portalis en su Discours…:
“Todo está perdido, si se parte de la idea de que hay que
precaver todo el mal y todos los abusos de que algunas personas
son capaces. Se multiplicarán las formalidades hasta el infinito,
no se dispensará a los ciudadanos sino una protección ruinosa,
y será peor el remedio que la enfermedad… No cabe duda de
que, cuando conciertan alguna operación, es menester que los
hombres no puedan engañarse mutuamente; pero hay que dejar

127
Ver, además, Pothier, ob. cit., Nos 6 y sgtes. en pp. 14 y sgtes.
128
Así como las leyes han de ser interpretadas para su mejor aplicación, y para
esos efectos la ley ha dado los criterios respectivos, así también en el caso de los
contratos. Y con mayor razón, porque su redacción puede no ser tan cuidada
como lo es la de la ley. Por eso, desde luego, nuestra legislación chilena cambia
respecto de los contratos la regla básica que dio respecto de la ley: mientras para
interpretar esta no se debe dejar de lado su tenor literal, si este es claro, so pre-
texto de consultar su espíritu, para interpretar los contratos debe estarse más a la
intención de las partes, si es claramente conocida, que a lo literal de las palabras
(arts. 1560 y sgtes. del Código Civil. Véase también en Pothier, ob. cit., Nos 91 y
sgtes. en pp. 60 y sgtes.).

203
DERECHO Y JUSTICIA

alguna libertad a la confianza y a la buena fe. Las formalidades


inquietantes e indiscretas pierden su crédito, sin acabar con los
fraudes; abruman sin proteger…”.129
Por eso la fórmula del Código Civil es sensata al disponer que
se entienden incorporadas a un contrato, más allá de lo estipu-
lado expresamente, todas las cosas que por su naturaleza, por la
costumbre o por la ley, deben entenderse incluidas en él. Quienes
contratan, por su parte, quedan naturalmente obligados a poner en
el cumplimiento del contrato toda la diligencia que cabe esperar
en razón del interés que tengan en el contrato. Por eso, el art. 1547
dispone lo siguiente: “El deudor no es responsable sino de la culpa
lata en los contratos que por su naturaleza sólo son útiles al acree-
dor; es responsable de la leve en los contratos que se hacen para
beneficio recíproco de las partes; y de la levísima, en los contratos
en que el deudor es el único que reporta beneficio” (inc. 1º).130 Es
decir, a mayor interés propio y menor interés de la contraparte, lo
natural es que mayor sea la propia responsabilidad. Por ejemplo,
cuando alguien le solicita a un amigo que estrena un automóvil
nuevo que se lo preste para dar una vuelta, el cuidado que debe
tener el deudor, es decir, el que recibe el automóvil a préstamo y
que debe devolverlo en las mismas condiciones en que lo recibió,
es máximo, recordando siempre aquello de que “en lo ajeno reina
la desgracia”. Si el propietario del automóvil se lo presta, pero le

129
Discours…, p. 100.
130
Al respecto, el art. 44 del mismo Código Civil define qué ha de entenderse
por cada uno de los tipos de culpa y por el dolo: “La ley distingue tres especies de
culpa o descuido.
Culpa grave, negligencia grave, culpa lata, es la que consiste en no manejar
los negocios ajenos con aquel cuidado que aun las personas negligentes y de poca
prudencia suelen emplear en sus negocios propios. Esta culpa en materias civiles
equivale al dolo.
Culpa leve, descuido leve, descuido ligero, es la falta de aquella diligencia y
cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios. Culpa
o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve. Esta especie de
culpa se opone a la diligencia o cuidado ordinario o mediano.
El que debe administrar un negocio como un buen padre de familia es respon-
sable de esta especie de culpa.
Culpa o descuido levísimo es la falta de aquella esmerada diligencia que un
hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes. Esta
especie de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado.
El dolo consiste en la intención positiva de inferir injuria a la persona o pro-
piedad de otro”.

204
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

exige a cambio el pago de una suma por la vuelta (es decir, se lo


arrienda), la responsabilidad disminuye a un nivel promedio, pues
ambos reportan beneficio. Y si el dueño del automóvil le solicita
que se lo guarde en su jardín sin que vaya a mediar ningún pago,
en este caso la responsabilidad del que lo recibe es mínima y sólo
debe hacer frente a los daños que se produzcan en el vehículo
por culpa grave, pues él –deudor– no reporta ningún beneficio
mientras que el otro –acreedor– los reporta todos.
En caso de que se produzcan daños, quien sea culpable debe
responder según lo que ya hemos visto. Debe dejar indemne a la
otra parte, teniendo presente que “La indemnización de perjui-
cios comprende el daño emergente y lucro cesante, ya provengan
de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido
imperfectamente, o de haberse retardado el cumplimiento.
Exceptúanse los casos en que la ley la limita expresamente al
daño emergente” (art. 1556 C. C.).
Es decir, no sólo comprende el valor de los daños inmediatos y
directos, sino lo que la víctima dejó de percibir a consecuencia del
daño principal. Por ejemplo, si un establecimiento de reparación
de vehículos se atrasa en el cumplimiento de su tarea o lo hace mal
y, por ello, el cliente, un taxista, deja de percibir el dinero que le
proporciona el trabajo de su vehículo, corresponde indemnización
de perjuicios por ese lucro que se dejó de percibir. Es la conclusión
de Santo Tomás: “Pero se damnifica a otra persona de dos modos:
uno, por quitarle lo que poseía entonces. Y tal daño debe ser siem-
pre reparado por la restitución de algo igual; por ejemplo, si uno
perjudica a otro destruyendo su casa, está obligado a restituirle
tanto cuanto vale la casa. Segundo, también se perjudica a otro im-
pidiéndole alcanzar lo que estaba en vías de poseer; y tal daño no es
preciso compensarlo según igualdad estricta, puesto que vale menos
poseer algo virtualmente que tenerlo en acto, y el que está en vías
de alcanzar algo lo posee sólo virtualmente o en potencia…”.131
Por supuesto, no es indiferente causar un daño por simple
negligencia que causarlo con la intención positiva de inferir daño
o injuria a otro, en su persona o en sus bienes; es decir, causarlo
con dolo. En este caso, desde el punto de vista exclusivamente
civil, aumenta el rango de responsabilidad de quien ha causado

131
Suma Teológica, II-II q.62 a.4.

205
DERECHO Y JUSTICIA

un daño; así, por ejemplo, el art. 1558 del Código Civil dispone en
su inciso 1º que “Si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es
responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse
al tiempo del contrato; pero si hay dolo, es responsable de todos
los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o directa
de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su
cumplimiento”.132 En cambio, queda liberado de responsabilidad
por los daños que cause el incumplimiento de una obligación
quien se ha visto forzado a ello por una fuerza mayor o un caso
fortuito: “La mora producida por fuerza mayor o caso fortuito
no da lugar a indemnización de perjuicios” (inc. 2º).

LOS CONTRATOS Y UN RESUMEN SOBRE LA JUSTICIA


CONMUTATIVA

Siguiendo la terminología del Código Civil, denominamos contratos


onerosos y bilaterales a aquellos en que los beneficios y las obliga-
ciones son mutuos entre una y otra parte, pudiendo cada uno de
estos estar compuesto de una o más personas. Son los contratos por
antonomasia. Los otros, esto es, aquellos en los que sólo una parte
se beneficia, son excepcionales y, por cierto, no deben salir de esa
condición. Una persona puede hacer beneficencia con sus bienes y
con su patrimonio, pero no puede extender esa beneficencia hasta
la desaparición del patrimonio. Una realidad son los bienes super-
fluos que, como vimos, se deben en estricta justicia a los pobres,
y otra el grueso del patrimonio que debe estar al servicio no sólo
de la satisfacción de las necesidades reales de una persona y de su
familia, sino presto para ser administrado de manera de beneficiar
a toda la comunidad. Ni avaricia, por una parte, ni prodigalidad,
por otra: he ahí los dos vicios extremos que deben quedar fuera

132
Refiriéndose a este punto, Pothier avanza el siguiente ejemplo: “…si un tra-
tante me ha vendido una vaca que sabía que sufría una enfermedad contagiosa, y
que me haya disimulado ese vicio, esta disimulación es un dolo de su parte, que le
hace responsable del daño que yo he sufrido, no solamente en la vaca misma que él
me ha vendido, y que ha sido el objeto de su obligación primitiva, sino igualmente
de lo que he sufrido en el resto de mi ganado, al que dicha vaca ha comunicado
el contagio, pues es el dolo del tratante el que me ha causado todo ese perjuicio”
(Nº 166, p. 98). Más adelante, Pothier insiste en que el daño tiene, en todo caso,
que haber sido una consecuencia inmediata y directa del dolo, por lo que no ne-
cesariamente todo daño que se relacione con él debe ser indemnizado.

206
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

del horizonte de una sana administración de los bienes. Por eso,


en esta administración, el propietario puede intercambiarlos y es
conveniente y necesario, muchas veces, que lo haga; pero en ese
intercambio la justicia impera que reciba una cosa de igual valor
al de aquella que ha entregado. Es decir, que las prestaciones sean
equivalentes o, lo que es lo mismo, de igual valor.133
Esta es la justicia en estos contratos, denominada “justicia
conmutativa”, y que también lo es de la indemnización por los
daños y perjuicios, según veíamos en el texto de Santo Tomás
citado más arriba.134 En estos contratos lo justo es dar tanto como
se recibe y viceversa. En las indemnizaciones resarcir hasta el
monto exacto de los perjuicios. No hay aquí la búsqueda de una
“proporción” como en la justicia distributiva, sino la de una equi-
valencia aritmética, haciendo completa abstracción de las personas
involucradas. Por eso, tampoco hay aquí espacio para la acepción
de personas.135
Con todo, ambos tipos de justicia, conmutativa y distributiva,
están estrechamente relacionados. La razón de por qué la justicia
en los contratos exige una igualdad aritmética es precisamente
porque así se guarda para cada parte involucrada la misma pro-
porción en el todo social que tenía antes de que se involucrara en
el contrato. Y, en el caso de daños, porque así la persona dañada
mantiene en el todo social la misma proporción que tenía antes de
ser víctima de la acción dañosa. No puede alguien, alegando que
contrata con una persona más rica, evadir la igualdad aritmética de
esta justicia. Si quiere prosperar, debe hacerlo agregándole valor a
lo que hace de modo que pueda cobrar por ello un mejor precio.
De lo contrario, incurre lisa y llanamente en el delito de hurto
o robo y “si los hombres se robaran unos a otros a cada instante,
perecería la sociedad humana”.136 El contrato más emblemático
de estos de que nos ocupamos ahora es la compraventa, y en

133
Por eso, lo normal en este tipo de contratos es que sean “conmutativos” de
acuerdo también con la terminología de nuestro Código Civil; es decir, en el cual
las prestaciones sean equivalentes o de igual valor.
134
Suma Teológica, II-II q.62 a.4.
135
Los romanos clasificaban estos contratos según las prestaciones: do ut des;
do ut facias; facio ut facias; facio ut des. Doy para que des; doy para que hagas; hago
para que hagas; hago para que des.
136
Suma Teológica, II-II q.66 a.6.

207
DERECHO Y JUSTICIA

ella, insiste Santo Tomás, “si el precio excede al valor de la cosa,


o por el contrario, la cosa excede en valor al precio, no existirá
ya igualdad de justicia. Por tanto, vender una cosa más cara o
comprarla más barata de lo que realmente vale es en sí injusto e
ilícito”.137 Existe, asimismo, fraude en la compraventa cuando a
sabiendas se engaña en la naturaleza, en cantidad o en la calidad
de aquello que se vende: “en todos estos casos no sólo se peca
realizando una venta injusta, sino que además se está obligado a
la restitución”138 que, si se han producido perjuicios, no es com-
pleta si no incluye la respectiva indemnización.
La gran cuestión que encierra la realidad de estos contratos es
la del valor de las cosas. ¿Cuánto vale una casa, un automóvil, una
determinada prenda de ropa, un kilogramo de azúcar? ¿Cuánto vale
el arriendo de una propiedad o el recorrido de un taxi, etc.? Las cosas
no tienen un valor estático y predeterminado, ni menos ese precio
va a depender de los costos en que se incurrió para producirlas. En
general ese valor va a depender de la oferta y demanda que exista
por esa cosa. De ahí la necesidad de hacer los respectivos estudios
de mercado para saber cómo comprar más barato y, sobre todo,
para producir algo en un costo que pueda después ser absorbido
por el precio de venta. La experiencia es aplastante al respecto: al
dejar libertad para que los precios se determinen por el acuerdo de
voluntades de las partes, se producen las mejores condiciones para
el precio más bajo y para la mejor calidad. De esa manera, en fin, se
orientan mejor los recursos para su mayor productividad.
El cuidado de los bienes compete a cada propietario. Por eso,
aunque es del máximo interés social que en estos contratos se ob-
serve la justicia, el Estado sólo puede intervenir cuando la injusticia
alcanza niveles muy graves.139 Es el caso de la lesión enorme, que
en Chile entra en juego de acuerdo con la regla siguiente sólo
cuando hay bienes inmuebles de por medio. “El vendedor sufre
.137
Suma Teológica, II-II q.77 a.1
138
Suma Teológica, II-II q.77 a.2
139
Portalis: “Se gobierna mal cuando se gobierna demasiado. Un hombre que
trata con otro debe ser atento y prudente; debe velar por sus intereses, informarse
convenientemente y no descuidar nada que le sea útil. Es misión de la ley prote-
gernos contra el fraude de otros, pero no dispensarnos de hacer uso de nuestra
propia razón. Si de otro modo fuese, la vida humana, bajo la vigilancia de las leyes,
no sería sino una larga y vergonzosa minoridad, y esta vigilancia degeneraría por
sí sola en inquisición” (Discours…, ed. cit., p. 99).

208
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

lesión enorme, cuando el precio que recibe es inferior a la mitad


del justo precio de la cosa que vende; y el comprador a su vez sufre
lesión enorme, cuando el justo precio de la cosa que compra es
inferior a la mitad del precio que paga por ella.
El justo precio se refiere al tiempo del contrato” (art. 1889
C.C.).
Sólo al pasar este límite es autorizable pedir la nulidad del
contrato. De lo contrario, se estaría en continua disputa acerca
de la justicia de las condiciones del contrato, hasta un punto que
haría imposible la práctica de estos contratos y, por ende, se pon-
dría en peligro la misma estabilidad de la sociedad. Por cierto, se
trata de una nulidad relativa, por lo que la respectiva declaración
debe pedirse antes de que el contrato se sanee por el transcurso
del tiempo; es decir, antes de que prescriba la respectiva acción.

R ESPONSABILIDAD POR LA COMISIÓN DE DELITOS O CUASIDELITOS


CIVILES O RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL

La responsabilidad es siempre el correlato necesario de la propie-


dad. Porque cada uno es dueño de sus bienes y, por lo tanto, está
a cargo del gobierno de estos, corresponde que se haga cargo de
las consecuencias de ese uso o desuso. Más atrás decíamos que
nuestro deber en vista del bien común es hacer siempre el mejor
uso que nos es posible de lo propio, incluyendo nuestra personal
individualidad: fuerza física, inteligencia, habilidades, etc. Con
todo, la sociedad a través de sus gobernantes no puede, compulsi-
vamente, exigir siempre la conducta óptima, pero sí puede exigir
de manera compulsiva que, al menos, no provoque daños ni se
comporte contra lo que disponen las leyes. Si alguien transgrede
este límite mínimo, lo justo es que el valor del daño lo traslade a
su patrimonio y deje al patrimonio de la víctima sin daño alguno,
esto es, indemne. Sólo obrando así la persona dañada mantiene la
misma proporción (su derecho) dentro del todo que tenía antes
de recibir el daño. Es la regla general de la responsabilidad: “El
que ha cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a
otro, es obligado a la indemnización; sin perjuicio de la pena que
le impongan las leyes por el delito o cuasidelito” (art. 2314 C.C.).
“Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o
negligencia de otra persona, debe ser reparado por esta” (art. 2329

209
DERECHO Y JUSTICIA

inc. 1º C.C.). Es, por lo demás, la doctrina de Santo Tomás: “Todo el


que origina un daño a alguien parece que le quita aquello en que le
daña, ya que se llama daño precisamente porque uno tiene menos
que lo que debe tener, según señala Aristóteles (Ética a Nicómaco,
cap. V). Por lo tanto, el hombre está obligado a la restitución de
aquello en que perjudicó a otro”.140
No es del caso entrar ahora en los pormenores de estas reglas
tal como está señalado en la parte correspondiente de nuestra
legislación. Cabe subrayar sí, a modo de resumen, que esta respon-
sabilidad por actos u omisiones propios, en la medida que grava
el patrimonio del causante, pasa a los herederos de este, por lo
menos hasta el monto de lo que reciban a título de herencia; y
que se extiende a los actos u omisiones de los hijos que están al
cuidado de sus padres; de los pupilos, al cuidado de sus tutores
o curadores; de los animales, al cuidado de sus dueños; de los
dependientes, bajo la subordinación de sus empleadores; de las
cosas, respecto de sus dueños, etc. En cuanto al contenido de la
indemnización, valga lo dicho al respecto en el acápite anterior
referido a los contratos.

3. LOS DELITOS Y LA RESPONSABILIDAD PENAL

Hay, sin embargo de todo lo que se ha dicho, ciertos actos y omi-


siones frente a los cuales la justicia no se satisface con el pago de
lo debido al acreedor o con la indemnización de perjuicios. Son
situaciones de tal gravedad que en ellas no es sólo un particular
el afectado y la principal víctima; lo es la misma sociedad. En esa
misma medida, el culpable se pone voluntariamente al margen de
la vida en comunidad y, en estos casos, la justicia prescribe que el
culpable, sin perjuicio de las indemnizaciones de que sea deudor,
reciba una “pena” en virtud de cuyo cumplimiento la sociedad
retribuye al hechor su conducta y lo acepta de nuevo en su seno.
Estos hechos u omisiones son los “crímenes” o “delitos” y, por
ellos, el delincuente se hace “acreedor” a una pena. Es decir, la
pena es “lo suyo” de él: no hay justicia si no se le da lo que se le
debe, esto es, un castigo.

140
Suma Teológica, II-II q.62 a.4.

210
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

No se trata, por cierto, de juzgar la finalidad última buscada


por el delincuente y de la cual brotó la decisión de cometer un
delito. En este punto, simplemente no cabe juicio: como es sa-
bido, el agente de una conducta siempre apunta a un fin que él
visualiza como bueno. El juicio que interesa, por lo tanto, es el
que se refiere al acto exterior o a la omisión. Si está debidamen-
te establecido que estos constituyen delito, la prueba apunta a
demostrar simplemente su conexión con la persona de un de-
terminado agente. De ahí la definición de delito que da nuestro
Código Penal en su artículo primero: “Es delito toda acción u
omisión voluntaria penada por la ley.
Las acciones u omisiones penadas por la ley se reputan siempre
voluntarias, a no ser que conste lo contrario…”.
En su artículo segundo concluye: “Las acciones u omisiones
que cometidas con dolo o malicia importarían un delito, consti-
tuyen cuasidelito si sólo hay culpa en el que las comete.”
El dolo que de aquí se habla no es el propio de la finalidad
última que preside la acción. Aquí se habla en el sentido que le
da el último inciso del artículo 44 del Código Civil: “…intención
positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”. Si
no hay esta intencionalidad, sino mera negligencia, la conducta
se transforma en cuasidelito, el que, por regla general, da acción
sólo para solicitar penas menores y para indemnización, salvo que
la negligencia sea de tal gravedad, tan grosera, que no quede otra
salida que asimilarla al dolo, con lo cual podemos encontrarnos
de nuevo frente a un delito.
Para un ciudadano, pues, no puede haber dudas: toda conducta
que la ley castigue es delito y se presume voluntaria hasta que se
pruebe lo contrario. Pero para el legislador la situación es distinta,
pues, como ya lo hemos visto, su voluntad no es omnipotente a la
hora de discernir el derecho de cada uno; en este caso, el castigo.
No es, pues, omnipotente a la hora de determinar qué conductas
merecen el calificativo de delitos y cuál es la pena correspondiente.
Como siempre en el ejercicio de su cometido, el legislador requiere
en este caso conocer la realidad de la vida humana en sociedad de
tal manera que será la naturaleza de esta vida la que enseñe cuáles
actos merecen el calificativo de delitos y cuáles no.
Son situaciones, en definitiva, donde esta misma vida es pues-
ta en jaque. La sociedad no puede ser indiferente frente a ellas,

211
DERECHO Y JUSTICIA

porque, de dejarlas pasar, arriesga su propia disolución. El ho-


micidio, las lesiones, la destrucción de bienes y propiedades, el
robo, el perjurio, el engaño, la traición, la injuria, la calumnia
y otros similares constituyen el núcleo de estos actos, cada uno
de los cuales, por cierto, admite múltiples clasificaciones y gra-
daciones. Es de destacar que, por la importancia de lo que está
en juego, sólo aquellas conductas y omisiones que reuniendo las
condiciones de gravedad ya mencionadas y que expresa y clara-
mente estén descritas o tipificadas como delitos en la legislación,
pueden ser consideradas como tales. Carecen de validez las de-
nominadas “leyes penales en blanco”, que conceden a los jueces
la facultad de determinar esa conducta, simplemente porque
ellas no permiten a los ciudadanos advertir cuándo cometen un
delito y cuándo no. Asimismo se excluyen especialmente las leyes
que pretenden legislar para el pasado, considerando a posteriori
como delitos conductas que, cuando fueron realizadas, no eran
tales. Si toda ley por regla general impera sólo para el futuro, en
el caso de la ley penal esa regla es absoluta.
Es importante destacar que, en principio, se castigan los delitos
efectivamente cometidos; pero también aquellos que no alcanzan
a consumarse –delitos frustrados– y las conductas que, habiendo
dado comienzo a la ejecución del delito, por otras circunstancias
no lo continuaron; esto es, las tentativas. Asimismo, corresponde
que reciban castigo no sólo los que tuvieron una participación
como autores, sino, asimismo, los cómplices y los encubridores.
Es fácil advertir, entonces, cómo la determinación de los crite-
rios para aplicar penas da paso a un proceso muy complejo. En
primer lugar, corresponde tipificar una conducta o una omisión
a la cual se le determina una pena, aunque, con más frecuencia,
un rango de penas. Esto, sobre la base de que se trata de auto-
res y de delitos consumados. De ahí para abajo se determinan
las penas de los otros participantes; asimismo, cuando el delito
no se ha consumado y ha quedado en el estado de frustrado o
de tentativa. A todo lo cual, en fin, ha de agregarse un estudio
muy detallado de las circunstancias en las que se produce el de-
lito, porque varias de esas circunstancias pueden ser agravantes,
atenuantes o, aun, eximentes, de la responsabilidad penal. Son
tan importantes y tan variadas las circunstancias que rodean un
hecho delictivo que la prudencia ha aconsejado no determinar

212
SEGUNDA PARTE: ELEMENTOS DE CIENCIA JURÍDICA

penas fijas, sino, como decíamos, rangos de penas, entregando a


la prudencia del juez determinar con precisión la pena definitiva
dentro de ese rango.
Sobre las penas, es mucho lo que puede decirse. En general,
se han dejado de lado las penas denominadas corporales: las
mutilaciones, los azotes, la muerte. Y se han concentrado en las
de privación de libertad, esto es, la cárcel o en las pecuniarias.
No es del caso entrar ahora a fondo en la discusión que genera
una pena como la de muerte. Personalmente, estimo legítimo
que el catálogo de penas de una sociedad política la incluya para
aquellas conductas atroces en las que derechamente el delin-
cuente demuestra un desprecio total por bases fundamentales
de la convivencia ciudadana: las distintas formas de parricidio; el
rapto con asesinato de menores; la muerte de policías en acto de
servicio y que llevan uniforme; la traición en tiempos de guerra,
constituyen algunos de estos casos. Es cierto que una legislación
puede excluir, en un momento dado y en razón de las circunstan-
cias, a la pena de muerte de su catálogo respectivo; pero no me
parece que ello venga exigido por considerar que esa pena sea de
suyo y siempre injusta. De hecho, en el mundo contemporáneo
se puede apreciar cómo esta pena entra y sale de los catálogos
penales. Es una cuestión de prudencia política el obrar de una
u otra manera.
En todo caso, volviendo al tema carcelario, más allá de las
buenas intenciones de los legisladores, las cárceles no implican
sólo privación de libertad, sino que llevan anexas una serie de
condiciones que agravan a veces de manera infinita la pena: ha-
cinamiento, falta de higiene mínima; ausencia de trabajos en los
cuales pueda invertirse el tiempo ocioso; sodomía, drogadicción,
pandillismo, etc. Son situaciones en las cuales se desenvuelve la
vida carcelaria haciendo insufrible una reclusión por corta que
ella sea. Hay todo un desafío para la acción gubernativa de ma-
nera de hacer que la vida en las cárceles sea efectivamente una
pena por la privación de la libertad y no por estas circunstancias
que lleva anexas y que la convierten en una pena muy distinta;
simplemente dantesca. Por otra parte, las cárceles muchas veces
se prestan para que en ellas se organicen verdaderas escuelas de
delincuencia, con lo cual, más que el delincuente, es la sociedad
la castigada.

213
DERECHO Y JUSTICIA

Terminamos estas breves consideraciones sobre el punto que


nos ocupa diciendo que si bien la pena tiene por finalidad princi-
pal la de retribuir al delincuente por el mal causado a la sociedad,
también tiene otras finalidades secundarias pero importantes. La
de evitar las venganzas privadas, por ejemplo. Si las víctimas direc-
tas sienten que el delincuente no ha sido debidamente castigado,
es muy probable que se tomen justicia por mano propia, lo cual
siendo de suyo muy peligroso, lo es más por la altísima probabilidad
de que mediante estas venganzas se cometan más injusticias que
las que se trata de remediar y que, en definitiva, la misma vida de
la sociedad se vea en entredicho. Por otra parte, la pena tiene por
finalidad también la de servir de ejemplo y de inhibir la comisión
de nuevos delitos. La ejemplaridad no es la principal finalidad, pero
sí es un buen índice de cuán justa es la pena aplicada, porque si
con ella no se detiene o no disminuye la frecuencia en la comisión
de un determinado delito, ello está significando muy a las claras
que la pena es insuficiente. Y, por último, la pena tiene un fin de
defensa ciudadana, porque la reclusión de los delincuentes evita
que estos sigan cometiendo delitos. Una mano excesivamente suave
que produzca en los tribunales este peligroso juego de las “puertas
giratorias” –los delincuentes entran para salir– puede provocar un
crecimiento muy veloz de los niveles de delincuencia.
El derecho penal es, por cierto, un derecho excepcional pero
indispensable. Muchas épocas de romanticismo ha pasado la hu-
manidad, donde se considera que los delincuentes son las víctimas
de la sociedad que los ha formado como tales, por lo que debe
castigarse a la sociedad y no a aquellos. Muy duros han sido los
despertares de tales ensoñaciones. Es cierto que, en casos parti-
culares, las cosas pueden haberse dado así; pero la delincuencia
tiene raíces más profundas en el libre arbitrio de las personas.
Por eso, hay delincuentes en todos los estamentos sociales; los hay
muy ignorantes y los hay muy cultos; los hay muy pobres y los hay
muy ricos; los hay que provienen de familias destrozadas, pero
también de familias bien constituidas. Será tarea de los jueces,
bien provistos por las legislaciones de un catálogo de atenuantes,
de eximentes y de agravantes, quienes en definitiva tengan que
conocer y, luego, decir la pena justa para cada caso.

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