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PENTECOSTÉS, DONES, FRUTOS Y

EFECTOS DEL ESPÍRITU SANTO


PENTECOSTÉS
Pentecostés, fiesta grande para la Iglesia. Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de
Jesús y entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es
transformado en lo más profundo de su corazón. Pentecostés fue un día único en la
historia humana.

“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de
indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los
corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la
auténtica comunicación entre la tierra y el cielo.

Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los corazones ante
las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja de susurrar, de gritar.
Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar, a amar, a difundir el amor.

Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier (1864-1940)
para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil situaciones de la vida
ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que podamos atravesar en nuestro
caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.

“Oh Espíritu Santo, Amor del Padre, y del Hijo: Inspírame siempre lo que debo pensar,
lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, cómo debo actuar, lo que debo
hacer, para gloria de Dios, bien de las almas y mi propia santificación. Espíritu Santo,
dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar, gracia y eficacia para hablar. Dame acierto al empezar,
dirección al progresar y perfección al acabar. Amén” (Cardenal Verdier).

DONES DEL ESPÍRITU SANTO


Los siete dones del Espíritu Santo pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David.
Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los
fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
- Don de sabiduría: Nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos
impulsa a buscarle sobre todas las cosas, en medio de nuestro trabajo y de
nuestras obligaciones.

- Don de inteligencia: Nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe.

- Don de consejo: Nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en


nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la
gloria de Dios y el bien de los demás.

- Don de fortaleza: Nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las


dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios.

- Don de ciencia: Nos lleva a juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener
nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él.
- Don de piedad: Nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo
trata a su Padre.

- Don de temor de Dios: Nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a
la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer
radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de
ser y de vivir.

LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO


Del Catecismo: 1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el
Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera
doce:
 caridad,
 gozo,
 paz,
 paciencia,
 longanimidad,
 bondad,
 benignidad,
 mansedumbre,
 fidelidad,
 modestia,
 continencia,
 castidad" (Ga 5,22-23, vg.).

El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley." -Gálatas 5:22-23

Cuando el Espíritu Santo da sus frutos en el alma, vence las tendencias de la carne.
Cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da
fruto. "Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la
carne es débil" Mateo 26:41

Obras de la carne: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, superstición,


enemistades, peleas, rivalidades, violencias, ambiciones, discordias, sectarismo,
disensiones, envidias, ebriedades, orgías y todos los excesos de esta naturaleza. (Gálatas
5, 19)

Naturaleza de los frutos, Espíritu Santo y la santificación: Al principio nos cuesta


mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al Espíritu Santo, Su acción en
nosotros hará cada vez más fácil ejercerlas, hasta que se llegan a ejercer con gusto.

Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llaman frutos del
Espíritu Santo. Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se
ejercita en la práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten
las repugnancias que se sentían al principio.
Ya no es preciso combatir ni hacerse violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía
con sacrificio. Les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos,
cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor.

Lo mismo los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con
agrado y se les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados
por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen
con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que
Dios posea al alma planamente.

La Felicidad Cuanto más se apodera Dios de un alma más la santifica; y cuanto más
santa sea, más feliz es. Seremos más felices a medida que nuestra naturaleza va siendo
curada de su corrupción.

Entonces se poseen las virtudes como naturalmente. Los que buscan la perfección por el
camino de prácticas y actos metódicos, sin abandonarse enteramente a la dirección del
Espíritu Santo, no alcanzarán nunca esta dulzura.

Por eso sienten siempre dificultades y repugnancias: combaten continuamente y a veces


son vencidos y cometen faltas. En cambio, los que, orientados por el Espíritu Santo, van
por el camino del simple recogimiento, practican el bien con un fervor y una alegría
digna del Espíritu Santo, y sin lucha, obtienen gloriosas victorias, o si es necesario
luchar, lo hacen con gusto.

De lo que se sigue, que las almas tibias tienen doble dificultad en la práctica de la virtud
que las fervorosas que se entregan de buena gana y sin reserva.

Porque éstas tienen la alegría del Espíritu Santo que todo se lo hace fácil, y aquéllas
tienen pasiones que combatir y sienten las debilidades de la naturaleza que impiden las
dulzuras de la virtud y hacen los actos difíciles e imperfectos.

La comunión frecuente perfecciona las virtudes y abre el corazón para recibir los frutos
del Espíritu Santo porque nuestro Señor, al unir su Cuerpo al nuestro y su Alma a la
nuestra, quema y consume en nosotros las semillas de los vicios y nos comunica poco a
poco sus divinas perfecciones, según nuestra disposición y como le dejemos obrar. Por
ejemplo: encuentra en nosotros el recuerdo de un disgusto, que, aunque ya pasó, ha
dejado en nuestro espíritu y en nuestro corazón una impresión, que queda como
simiente de pesar y cuyos efectos sentimos en muchas ocasiones. ¿Qué hace nuestro
Señor?

Borra el recuerdo y la imagen de ese descontento, destruye la impresión que se había


grabado en nuestras potencias y ahoga completamente esta semilla de pecados,
poniendo en su lugar los frutos de caridad, de gozo, de paz y de paciencia. Arranca de la
misma manera las raíces de cólera, de intemperancia y de los demás defectos,
comunicándonos las virtudes y sus frutos.

Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son: La caridad, el gozo y la paz, que
pertenecen especialmente al Espíritu Santo.
La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo -El gozo, porque está
presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza.
La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo. Estos tres frutos están
unidos y se derivan naturalmente uno del otro. -La caridad o el amor ferviente
nos da la posesión de Dios -El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra
cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído.
La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma
en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de
turbación y de temor.

La santidad y la caridad valen más que todo La caridad es el primero entre los frutos del
Espíritu Santo, porque es el que más se parece al Espíritu Santo, que es el amor
personal, y por consiguiente el que más nos acerca a la verdadera y eterna felicidad y el
que nos da un goce más sólido y una paz más profunda.

Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible;
haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan
desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; que sea otro Salomón y
más que Salomón, que no ignore nada de toda lo que una inteligencia pueda saber;
añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que
resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como
queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el
conocimiento interior de los corazones.

El menor grado de santidad que pueda tener este hombre, el menor acto de caridad que
haga, valdrá mucho más que todo eso, porque lo acercan al Supremo bien y le dan una
personalidad más excelente que todas esas otras ventajas si las tuviera; y esto, por dos
razones:
1. Porque participar de la santidad de Dios, es participar de todo lo más importante,
por decirlo así, que hay en Él. Los demás atributos de Dios, como la ciencia, el
poder, pueden ser comunicados a los hombres de tal manera que les sean
naturales. Únicamente la santidad no puede serles nunca natural (sino por
gracia).
2. Porque la santidad y la felicidad son como dos hermanas inseparables y porque
Dios no se da ni se une más que a las almas santas y no a las que sin poseer la
santidad, poseen la ciencia, el poder y todas las demás perfecciones imaginables.
Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la
aumente, es preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que,
perdiendo cada día tantas ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos
incontables felicidades, casi imposibles de reparar.

No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz, que son frutos del Espíritu
Santo, por dos razones.
1. Porque únicamente la posesión de Dios nos afianza contra las turbaciones y
temores, mientras que la posesión de las criaturas causa mil inquietudes y mil
preocupaciones. Quien posee a Dios no se inquieta por nada, porque Dios lo es
todo para él, y todo lo demás solo vale en relación a Él y según Él lo disponga.
2. Porque ninguno de los bienes terrenos nos puede satisfacer ni contentar
plenamente. Vaciad el mar y a continuación, echad en él una gota de agua:
¿llenaría este vacío inmenso? Todas las criaturas son limitadas y no pueden
satisfacer el deseo del alma por Dios. La paz hace que Dios reine en el alma y
que solamente Él sea el dueño. La paz mantiene al alma en la perfecta
dependencia de Dios. Por la gracia santificante, Dios se hace en el alma como
una fortaleza donde habita. Por la paz se apodera de todas las facultades,
fortificándolas tan poderosamente que las criaturas ya no pueden llegar a
turbarlas. Dios ocupa todo el interior. Por eso los santos están tan unidos a Dios
lo mismo en la oración que en la acción y los acontecimientos más
desagradables no consiguen turbarlos.
- De los frutos de Paciencia y Mansedumbre
- Paciencia modera la tristeza
- Mansedumbre modera la cólera

Los frutos anteriores disponen al alma a la de paciencia, mansedumbre y moderación.


Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud de
la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa para rechazar
el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes
requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero cuando
la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin
combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con
alegría todo aquello que puede causar tristeza.
Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los
suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la
mansedumbre reprimir los movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura,
sin perder nunca su tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas
sus facultades y residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y
hasta el mismo demonio teme a esta alma.
De los frutos de bondad y benignidad:
Estos dos frutos miran al bien del prójimo. La bondad y la inclinación que lleva a
ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene. La Benignidad. No
tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de
benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y esta clase
de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir
la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no
como fruto del Espíritu Santo.
Del fruto de longanimidad (perseverancia)
La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo
plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera,
o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la
grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias.
La longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud
seamos más fervorosos que al principio.
Del fruto de la fe:
La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que
creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir
repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente
respecto a las materias de la fe. Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso
afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer
este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros de Nuestro Señor, no
creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su
voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con
frecuencia a nosotros en lo tocante a la perfección de la fe, es decir, de las cosas que la
pueden perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer.
No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar
conclusiones y responder coherentemente.
Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos.
De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a
menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el
principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades.
Pero cuando nuestro corazón está dominado por otros intereses y afectos, nuestra
voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos, pero
no como una realidad viva a la que debemos responder.
Hacemos una dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida
real" (lo que domina el corazón y la voluntad).
Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese
verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.
De los frutos de Modestia, Templanza y Castidad
La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto
del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además dispone
todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios. Nuestro
espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda
clase de objetos y charlando sin cesar.
La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone
para ser la mansión y el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente
al fruto de modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto al maná.
La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse
cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más
claridad que vemos los colores a la luz del mediodía. La modestia nos es completamente
necesaria, porque la inmodestia, que en sí parece poca cosa, no obstante, es muy
considerable en sus consecuencias y no es pequeña señal en un espíritu poco religioso.
Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo los
ilícitos y moderando los permitidos.
-La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los
excesos que pudieran cometerse -La castidad regula o cercena el uso de los placeres de
la carne. Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del
amor a su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en
perfecta sumisión.
El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: Nuestra santificación que es la comunión
con Dios y el prójimo por el amor.
EFECTOS DEL ESPÍRITU SANTO
1. Si queremos entender correctamente la relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia,
debemos detenernos en los efectos que tuvo su venida el día de Pentecostés. Los
discípulos fueron transformados.
Hasta entonces los discípulos no comprendían la obra de Cristo; poco antes de su
Ascensión se vio que todavía no entendían la misión de Cristo
Desde ahora el testimonio a favor de Cristo se les impone como ineludible deber; ni los
peligros ni los tormentos les eximen de ese deber. Con alegría, confianza y constancia
predican a Cristo como Hijo de Dios crucificado y resucitado, delante del Sanedrín y
delante de todo el pueblo; no lo hacen por la excitación o el entusiasmo de un momento;
los acontecimientos de Pentecostés crearon un estado duradero y los apóstoles no temen
ninguna amenaza ni mandato.
Todos los varones y mujeres que estaban reunidos al ocurrir la venida del Espíritu Santo
fueron inundados de Él. El Espíritu Santo reveló a los oyentes el sentido del testimonio
de los apóstoles; lo entendieron y se convirtieron y se hicieron bautizar.
2. El día de Pentecostés puede, por tanto, ser llamado el día del nacimiento de la Iglesia.
Todo lo anterior fue preparación y trabajo previo. En la mañana de Pentecostés puso
Dios el sello a la obra de su Hijo. La Iglesia fue consecuencia de la efusión y
derramamiento del Espíritu. Ahora se cumplen las promesas hechas por Cristo, ahora se
cumple su misión; antes no había ni bautismo ni perdón de los pecados, no había
predicación del Evangelio ni administración de sacramentos. Ahora entran en vigencia
los poderes y deberes concedidos e impuestos por Cristo a sus apóstoles.
Aquella mañana apareció por vez primera como comunidad la reunión de los cristianos;
esa comunidad está conformada y configurada por el Espíritu Santo, da testimonio a
favor de Cristo, perdona los pecados y concede la gracia. Aunque ya existía se parecía
al primer hombre hecho de barro antes de serle alentada la vida; era un cuerpo muerto
que esperaba la chispa de la vida.
«¿Cuándo empezó la Iglesia a vivir y a actuar? El día de Pentecostés. Ya antes existían
sus elementos esenciales y estaban reunidos, organizados y dotados de los poderes
necesarios; la doctrina había sido predicada, los apóstoles elegidos, los sacramentos
instituidos y organizada la jerarquía, pero la Iglesia no vivía ni se movía.
Las fuerzas divinas dormitaban, nadie predicaba ni bautizaba ni perdonaba los pecados
y nadie ofrecía el santo sacrificio; impacientes esperaban ante las puertas el mundo
judío y el mundo gentil, pero nadie habría; la Iglesia estaba en un estado parecido al
sueño, como Adán antes de que le fuera alentada la vida...
Así estaba la Iglesia hasta la hora nona del día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo
descendió sobre ella en el ruido del viento y en las lenguas llameantes. Este fue el
momento de empezar a vivir; todo empezó a moverse y a actuar» (Meschler, Die Gabe
des hl. Pfingstfestes, 103).
También Schell dice: «Efecto de la efusión y derramamiento del Espíritu de Dios fue la
fundación de la primera Iglesia cimentada en la doctrina apostólica, unida por la
constitución jerárquica y cuidadosa de la vida del renacimiento mediante la celebración
del misterio eucarístico.» Santo Tomás de Aquino dice que el día de Pentecostés es el
día de la fundación de la Iglesia.
San Buenaventura dice: «La Iglesia fue fundada por el Espíritu Santo descendido del
cielo» (Primera Homilía de la fiesta de la Circuncisión del Señor, edición Quaracchi IX,
135).
3 La tesis de los Santos Padres:
La iglesia nació de la herida del costado de Cristo no está en contradicción con la
doctrina de que la Iglesia fue fundada el día de Pentecostés, porque Muerte,
Resurrección, Ascensión y venida del Espíritu Santo forman una totalidad.
La muerte, resurrección y ascensión están ordenadas a enviar el Espíritu Santo y sólo en
esa misión logran su plenitud de sentido. Viceversa: la misión del Espíritu Santo
presupone los tres sucesos anteriores.
Es el Hijo del hombre introducido en la gloria de Dios mediante su muerte y
resurrección quien envía al Espíritu Santo: por eso es, en definitiva, Cristo quien funda
la Iglesia mediante el Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Dice San Juan Crisóstomo en el primer sermón de Pentecostés comentando a /Jn/07/30
(PG 50, 457): "Mientras no fue crucificado no le fue dado al hombre el Espíritu Santo.
La palabra «glorificado» significa lo mismo que «crucificado». Porque, aunque el hecho
mismo de ser crucificado es ignominioso por naturaleza, Cristo lo llamó gloria, porque
era causa de la gloria de lo que Él amaba. ¿Por qué, pues -pregunto-, no fue dado el
Espíritu Santo antes de la Pasión?
Porque la tierra yacía en pecado y perdición, en odio y vergüenza, hasta que fue
sacrificado el Cordero que quitó los pecados del mundo."
La vinculación de la Iglesia a la muerte de Cristo destaca especialmente el carácter
cristológico de la Iglesia. Digamos una vez más que la Iglesia no es ni sólo la Iglesia del
Espíritu ni sólo la Iglesia del Resucitado, sino la Iglesia del Cristo total, cuyo misterio
abarca la vida terrestre y la vida glorificada del Señor, de El recibe su estructura
mientras que del Espíritu Santo recibe la vida. Es significativo que San Agustín diga
unas veces que la Iglesia procede de la Pasión y otras que procede del Espíritu Santo.
Dice, por ejemplo, en el Trat. 120 sobre el Evangelio de San Juan: "Uno de los soldados
abrió su corazón con una lanza e inmediatamente brotó sangre y agua (/Jn/19/34).
El evangelista escogió cuidadosamente la palabra y no dijo: traspasó o hirió su costado,
sino: «abrió», para que fueran como abiertas las puertas de la vida, por las que fueran
derramados los sacramentos de la Iglesia sin los que no se entra en la verdadera vida.
La sangre fue derramada para perdón de los pecados y el agua suaviza el cáliz salvador
y concede a la vez baño y bebida.
Prefiguración de esto fue la puerta que Noé abrió al costado del arca para que entraran
en ella los animales liberados del diluvio; por la Iglesia fue extraída la primera mujer
del costado del dormido Adán y fue llamada vida y madre de lo viviente; pues
significaba un gran bien antes del pecado que es el mayor mal. Aquí durmió el segundo
Adán con la cabeza reclinada sobre la cruz para serle formada una esposa de lo que
manó de su costado.
¡Oh muerte que resucita a los muertos! ¿Qué cosa hay más pura que esta sangre y más
saludable que está herida?
La relación entre la pasión de Cristo y la misión del Espíritu Santo puede ser comparada
a la que hay entre la creación del primer hombre y la infusión de la vida en él. Según la
descripción de la Sagrada Escritura el cuerpo del primer hombre fue formado sin vida.
Entonces el Señor sopló sobre él y le alentó la vida y el hombre se convirtió en viviente
(Gen. 2, 7).
Algo parecido es atribuido al Espíritu en la visión de Ezequiel; vio un cementerio lleno
de huesos y oyó que el Señor le decía: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre,
y di al espíritu: Así habla el Señor, Yahvé: Ven, ¡oh espíritu!, ven de los cuatro vientos,
y sopla sobre estos huesos muertos y vivirán. Profeticé yo como se me mandaba, y entró
en ellos el espíritu, y revivieron» (Ez. 37, 9-10).
Continúa actividad del Espíritu Santo en la Iglesia
La actividad que desarrolló el Espíritu Santo al descender sobre los reunidos en el
cenáculo de Jerusalén no se limitó a la mañana de Pentecostés primero; desde aquel día
se está realizando sin pausa hasta la vuelta de Cristo. La Iglesia está convencida de que
está continuamente bajo la influencia decisiva del Espíritu Santo y, por tanto, de que
todo lo que hace lo hace en el Espíritu Santo.
A. La actividad del Espíritu en general es actividad:
1. La actividad del Espíritu fue profetizada por Cristo en sus palabras de despedida: «Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado,
que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, que el mundo no puede
recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con
vosotros y está en vosotros» (lo. 14, 15-17). De Él dice Cristo: «Os he dicho estas cosas
mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os
he dicho» (Jo. 14, 25-26).
«Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad,
que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio,
porque desde el principio estáis conmigo» (lo. 15, 26-27). Cristo dice también a los
discípulos:
«Mas ahora voy al que me ha enviado y nadie de vosotros me pregunta ¿Adónde vas?
Antes, porque os hablé estas cosas, vuestro corazón se llenó de tristeza. Pero os digo la
verdad, os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a
vosotros; pero si me fuere, os le enviaré. Y en viniendo éste argüirá al mundo de
pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque
voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya
juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, más no podéis llevarlas ahora; pero
cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque
no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas
venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo
cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará
conocer» (lo. 16, 5-15).
En estas palabras Cristo reprende a los discípulos porque se han entristecido al decirles
que se marcha sin preguntar las ventajas que podía tener su vuelta al Padre. Si El no
marchara no vendría el Paráclito. La venida del Espíritu es de trascendental importancia
porque la actividad del Paráclito es ineludible si se quiere entender correctamente la
relación de los discípulos a Cristo. Da la impresión de que Cristo no pudiera abrir los
ojos de los apóstoles y de que tuviera que ser necesariamente el Espíritu Santo quien les
hiciera comprenderlo todo. Pero como esa comprensión es decisiva para la auténtica y
verdadera vida, la venida del Espíritu Santo a los discípulos es también fundamental. La
marcha de Cristo es, en realidad, un bien para los discípulos (Jo. 16, 7) porque es la
condición de la venida del Espíritu Santo.
2. Las funciones del Espíritu Santo son enumeradas por Cristo en las palabras de
despedida. El Espíritu Santo hace que los discípulos recuerden a Cristo; este recuerdo
tiene fuerza psicológica y ontológica. El Espíritu Santo hace que los discípulos no se
olviden de Jesús; pero a la vez le actualiza continuamente a Cristo. La función
memorativa del Espíritu Santo es función actualizadora y su fin es que los discípulos
tengan a Cristo como interna posesión. Cristo debe actuar en ellos. El Espíritu Santo
crea la «presencia activa» de Cristo en los discípulos, el ser de Cristo en ellos.
El Espíritu Santo introduce a los discípulos en la verdad hasta que ellos reconocen la
riqueza y profundidad de la sabiduría de Dios; da además testimonio de Cristo de forma
que ese testimonio desarrolla lo que Cristo ha predicado y abre a la vez su sentido. Esta
función iluminadora y explicativa es tan importante que el Espíritu Santo recibe nombre
de ella: es el Espíritu de verdad. El hecho de que Cristo diga dos veces que el Espíritu
Santo tomará de lo suyo y lo anunciará, demuestra que Cristo habla aquí no de verdades
nuevas y no predicadas, sino del testimonio de la verdad predicada ya por El (cfr. I Jo.
4, 1; Apoc. 19, 10).
3. Lo que Cristo promete del Espíritu Santo lo vemos cumplido en los Hechos de los
Apóstoles y en las Epístolas. La actividad del Espíritu Santo se desarrolla siempre en
torno a Cristo.
En el Apocalipsis de San Juan vemos hasta qué punto está vinculada a Cristo la
actividad del Espíritu Santo, en las cartas a las siete iglesias se dice constantemente que
se las invita a oír lo que el Espíritu dice (2, 7. 11. 17. 29; 3, 6. 13. 22); sin embargo, al
principio de cada carta se dice que es Cristo quien habla a las iglesias (2, 1. 8. 12. 18; 3,
1. 7. 14).
Evidentemente es Cristo quien habla por medio del Espíritu Santo. Cristo es también
descrito como el Señor que dirige la historia; es también el «Cordero sacrificado», que
en una grandiosa escena es convocado a ser Señor de la historia y del mundo (Apoc. 5).
4. En los textos de San Juan antes citados se enumeran algunas funciones más del
Espíritu Santo. Frente al mundo aparece en el papel de acusador; sobre este tema dice
A. Wikenhauser (Das Evangelium nach lohannes, 1948, 242): «Detrás de las difíciles
palabras de Jesús está la idea de un proceso desarrollado ante Dios. El mundo descreído
que ha rechazado a Cristo y le ha llevado a la cruz es el acusado y el Paráclito es el
acusador.
La misión definitiva del Espíritu consiste en argüir al mundo, lo que no quiere decir que
lo convencerá de su culpa, sino sólo que pondrá en claro su culpa, es decir, que
demostrará que no tiene razón. Pero este proceso no ocurrirá al fin de los tiempos (en el
juicio final), sino en todo el proceso de la historia que transcurre desde la Resurrección.
El argumento del Paráclito consiste en dar testimonio a favor de Cristo delante del
mundo, es decir, en la predicación cristiana inspirada por el Espíritu, que pone en claro
la culpa y la sinrazón del mundo.
Al decir que arguye de pecado, de justicia y de juicio quiere decir que el Paráclito
pondrá en claro qué significan el pecado, la justicia y el juicio, con lo que a la vez
responde a la cuestión (como indican los versículos 9-11) de a qué parte hay que buscar
el pecado la justicia y el juicio.

Pecado significa la incredulidad frente a la revelación de Dios ocurrida en Cristo. El


verdadero pecado del mundo es haberse cerrado a la predicación de Jesús y el cerrarse
obstinadamente a la predicación cristiana. La palabra «justicia» debe ser entendida en
sentido jurídico como justificación o declaración de inocencia ante la ley; debe ser
considerada como justicia hecha en un proceso, porque los argumentos son una
acusación o polémica jurídica.
Su vuelta al Padre y su glorificación significan que la victoria está de parte de Cristo
(cfr. 1 Tim. 3, 16 y la interpolación apócrifa de Mc. 16, 14: revela ahora tu
justicia=victoria). La vuelta al Padre es expresión típica de San Juan para decir lo que
los demás escritores del Nuevo Testamento enuncian como elevación o glorificación de
Cristo por Dios (cfr. Act. 2, 33, 5, 31; Eph. 1, 20; Phil. 2, 9; Hebr. 1, 3).

El argumento contra el mundo consiste en que el Paráclito demuestra testificando (15,


26) que Cristo ha vuelto al Padre. El Espíritu pondrá en claro finalmente qué es el juicio
y quién será juzgado.

El mundo creyó que había juzgado a Cristo, pero de hecho en la muerte de Cristo se
cumplió el juicio de Dios contra el dominador del mundo que había crucificado a Cristo
(cfr. 13, 2. 27); en su muerte precisamente venció Cristo al diablo, porque a través de la
muerte volvió al Padre y fue glorificado. Desde entonces el diablo no tiene poder; es el
sometido, el juzgado (cfr. 12, 31; Col. 2, 15).»

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