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Jornada de Jóvenes Críticos (2018)

Caleidoscopio barroco: voz y eco americano

Félix David García

Cuando grito, no es con mis palabras,


ni con mi voz, que el eco responde.

Silvina Ocampo, La vida clandestina

No es nuevo para nadie que cuando se habla de barroco lo que salta a la mente es la idea de
la exacerbación. El exceso procura protegernos de lo desierto, de ese horror vacui que
fantasmiza todo deseo de potencial completitud. En la imagen barroca no hay carencia
evidente: todo pretende estar lleno y servido a los ojos de quien mira, de quien lee. Y aunque
la pintura, la arquitectura, incluso la literatura, comprenden lo barroco a su modo, cada
expresión estética aún contempla su esencia original.

En Latinoamérica, el barroco adquiere una importancia fundacional. Podríamos pensar que


la articulación de diferentes culturas se refugia en los pliegues de esta estética barroca. Basta
con mirar la fachada y el interior de cualquier catedral latinoamericana del siglo XVII o XVIII
para descubrir cómo los vestigios de una cultura sobrevive a la otra; cómo un edificio se hace
imponente o es exageradamente colorido y aun así encuentra asidero dentro de su misma
estética, porque el principio del barroco no es el exceso o la proliferación per se, sino su
capacidad integradora, su flexibilidad intrínseca que sostiene -en este caso- a América como
pluralidad, y consiente que se funda y deslice en un préstamo continuo.

Sobre materia de narrativa latinoamericana –al igual que otras formas de expresión
estética- lo que se evidencia en primera instancia es la heterogeneidad. Sin embargo, podría
trazarse una línea en el grueso de las novelas latinoamericanas (incluso cuentos) que permita
observar cómo esta narrativa parece beber del barroco y conservar su esencia, a pesar de los
estilos que cada autor explore. Porque cada autor es distinto a otro, pertenece a una nación
distinta, pero lo barroco se repite en ellos como un eco y se despliega desde su
heterogeneidad.

Según la tesis del profesor argentino Carlos Gamerro, el barroco en la literatura


(esencialmente en la del siglo de oro español) puede dividirse, digamos, en dos vertientes: la
quevediana o gongorina y la cervantina. La primera “manera de ser barroco”, tomando en
cuenta los poemas de Góngora y de Quevedo, podría tratarse de una escritura barroca, puesto
que los versos gongorinos, por ejemplo, muestran un pavoneo en la sintaxis, un desenvolver
medido, pretensioso; se vuelve una escritura que se mueve, se retuerce; una escritura en que
los significados se pasean, ocultan y develan, casi, con la decisión propia del poema. Hay en
estos versos un coqueteo intrínseco que solo se le da a lengua de quien lee por su sabor. Y,
por su amalgamiento con la escritura barroca, este sabor se enraiza, se enlaza y ensalza en la
lengua hispana, en su sintaxis mutable.

La segunda forma de ser barroco sería a la manera de Cervantes, a la manera en que se


construye el Quijote: se trata, entonces, de una ficción barroca. Lo barroco en Cervantes no
está en la sintaxis, en la escritura, como en el caso de Góngora o Quevedo, sino en otro
espacio: el nivel de los personajes, la trama, estructuras narrativas, funciones referenciales. Es
decir, las funciones referenciales en Cervantes no son las mismas que en Quevedo; mientras
que un poema del segundo contiene referencias de la misma escritura a un nivel sintáctico,
dentro de los movimientos del campo semántico que trata el poema, el primero (Cervantes)
construye todo el sistema referencial alrededor de la relación de los personajes, de la trama,
aun de su propia narración. Por ejemplo, basta recordar el famoso capítulo en que el propio
Cervantes le pide a un tal Cide Hamete Benengeli que traduzca el texto original que estaba
escrito en árabe, de manera que autor y supuesto traductor entran en juego con la narración de
la novela. Otro ejemplo –que tomo prestado de Carlos Gamerro- podría ser cómo se construye
la segunda parte de la novela, en la cual personajes como el bachiller Sansón Carrasco, ya han
leído la novela e incluso Don Quijote y Sancho descubren que son personajes de una novela
que ya ha sido escrita.

Pero quiero quedarme con el ejemplo del capítulo de la traducción, por lo tanto, con la
propia idea de la traducción per se. Porque el barroco, en este sentido cervantino, ficcional, se
forma de la misma manera en que se produce una traducción -el transpolar de sentidos, su
tramado misterioso, casi mágico, que supone el salto de un idioma a otro. De ahí que la
novela nazca desde la traducción del manuscrito original, que el propio autor encuentra,
siendo ahora un personaje, dentro de la misma historia. Es decir, el barroco en sí se produce a
través de la mezcla de distintos espacios, del entrecruzamiento de los múltiples planos en que
la realidad se construye. Lo barroco revela una fisura, una rendija, una grieta que insinúa ese
espacio donde la realidad y la ficción coquetean, donde se mezclan, donde se tocan a manera
de peces o de flores.
En Las palabras y las cosas, Michel Foucault analiza el cuadro Las meninas, de
Velásquez, para explicar cómo es este proceso de intercambio de planos, el cual empezaremos
a nombrar fenómeno barroco, a falta de una mejor definición. El ensayo inicia con la
descripción de los elementos del cuadro y cómo se van integrando mediante su distribución en
el espacio pintado. Foucault centra su atención en un pivote: el pintor dentro de la propia
pintura marca el umbral de este fenómeno barroco: la pintura (de Velásquez) contiene un
pintor que pinta otra pintura -la cual no se sabe si está culminada o a punto de empezar- y nos
mira, mientras que nosotros, a la vez, vemos la pintura: la obra se introduce, junto con
nosotros, en un espacio virtual de pura reciprocidad: contemplador y contemplado se
intercambian continuamente: “ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de
la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el
modelo cambian su papel hasta el infinito”1.

Este análisis foucaultiano, en esencia, es muy similar a la explicación de Gilles Deleuze


sobre los pliegues en la estética barroca. Según Deleuze, el barroco no contempla en sí una
esencia estética, sino que marca una función operatoria, casi maquinal: “no cesa de hacer
pliegues”. Pero sin adentrarnos en la disertación deleuzeana sobre los pliegues en la materia y
el alma, vamos a quedarnos con la idea propia del pliegue que se despliega hasta el infinito.
Para Deleuze, el barroco también se produce por el entrecruzamiento de planos y superficies,
realidad y ficción mezclada una con otra. Es decir lo barroco no es virtualidad y metaficción
simple, sino intercambio constante, reciprocidad continua entre objeto y sujeto. De ahí la idea
del pliegue como operación que se va reproduciendo sobre sí misma continuamente, por lo
que Deleuze se ve en la obligación de señalar que, por tanto, el despliegue no sea lo contrario
al pliegue sino su continuidad hasta otro pliegue. Y todo pliegue esconde un resorte, que se
vuelve casi el punto articulatorio y el impulso del mismo pliegue hacia otro pliegue. Un
pliegue anuncia múltiples pliegues: entonces, la multiplicidad también es la capacidad de
hacer convivir y calzar múltiples formas. En este sentido, nuestro modelo de fenómeno
barroco coincide con las tesis de estos autores franceses.

Volviendo al ensayo del profesor Gamerro y teniendo en cuenta los textos de Foucault y
Deleuze, se nos hace más fácil trazar la línea -ya mencionada- sobre una buena parte de la
narrativa latinoamericana del XX, especialmente a partir de los años 40’s-50’s en adelante.
Cuando nombran barroco en esta narrativa, autores caribeños como José Lezama Lima o
Severo Sarduy parecen volverse sus máximos exponentes. Parte de la empresa literaria de
1
Foucault, Michel. (2010). Las palabras y las cosas. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores.
Sarduy consiste en el tratamiento del barroco o neobarroco en su narrativa para poner en
escena cómo es el desenvolver de la dinámica latinoamericana, de modo que Sarduy, al igual
que la mayoría de los escritores, piensa la complejidad identitaria. En De dónde son los
cantantes, parte de lo que se retrata es la pluralidad cultural que construye a la propia América
latina; la novela, incluso, está dividida en tres relatos, cada uno relacionado a un orden
cultural específico (cultura occidental española, cultura oriental china y cultura africana
yoruba), los cuales son enunciados desde la tradición cultural a la que pertenece cada sección.
Así, el escritor cubano integra y refleja, con una escritura barroca, el entrecruzamiento
cultural, el mestizaje, es decir, la tan conocida hibridación que compone a Latinoamérica.
Asimismo, Sarduy estudia la novela Paradiso, de Lezama Lima, dentro de sus propias teorías
neobarrocas para perfilarla como una novela modelo, como un documento que evidencia un
desenvolver escriturario, un desenfreno verbal, que envuelve al referente y lo deja sumido en
un espacio más bien boscoso, al menos en cuanto a sensación laberíntica. Consideremos un
pasaje del capítulo 8:

Un adolescente con un atributo germinativo tan tronitonante, tenía que tener un


destino espantoso, según el dictado de la pitia délfica. Los espectadores de la clase
pudieron observar que al aludir a las corrientes del golfo, el profesor extendía el
brazo curvado como si fuese a acariciar las costas algosas, los corales y las
anémonas del Caribe. Después del desenlace, pudimos darnos cuenta que el brazo
curvado era como una capota que encubría los ojos pinchados por aquel improvisado
Trajano culinario.

No obstante, el barroco latinoamericano no se queda únicamente en la narrativa


cubana. Este estética se extiende a lo largo del continente y llega hasta el sur, pues, según
Gamerro parte de la literatura argentina se figura a un modo cervantino, al estilo de
ficción barroca que definíamos al principio. Claro está, no todo lo que plantee planos
alternos se entiende como barroco. Se necesita de intercambio, entrecruzamiento. Y
desde este intercambio abordaremos algunos exponentes de la literatura argentina.

Uno pensaría que Rayuela podría ser la expresión más barroca que logra Cortázar en
su narrativa, sobre todo por el tratamiento fragmentado de la realidad; cómo integra sus
formas, los colores, las texturas; la idea de un libro cuya escritura plantee un
extrañamiento tal que parezca más bien una suerte de contraescritura. Si recordamos el
capítulo 34 de Rayuela, notaríamos con muchísima facilidad este extrañamiento e
intercambio escriturario, puesto que se trata de un capítulo en el que se narran dos
historias, al mismo tiempo de manera intercalada, que son diferentes provocando así unos
saltos abruptos entre esos dos planos narrativos. Sin embargo, el mayor barroquismo en
Cortázar lo encontramos en cuentos como La continuidad de los parques o La noche
boca arriba, ya que se trata de relatos que mezclan la realidad con la ficción o con el
sueño, sugiriendo que la línea que separa un plano de otro es bastante difusa y que, por lo
tanto, cada plano se va prestando y mezclando continuamente hasta el infinito -o lo
finito: la muerte. A tal nivel se produce este encadenamiento que, si gustáramos,
podríamos titular cualquiera de estos cuentos La continuidad de los pliegues
deleuzeanos.

En esta materia (meta)ficcional, Jorge Luis Borges se ensalza como uno de los
pioneros más resaltantes. Para el profesor Gamerro, el intercambio, la mezcla del barroco
se produce no como el revolver una ensalada sino como el barajar un juego de cartas, es
decir, la superposición de múltiples planos, un juego de realidades. Y este juego Borges
lo aborda atinadamente desde sus conocidos espejos y laberintos, que constantemente
pronuncian un extrañamiento espacial, un desenvolver misterioso. En Tlön Uqbar Orbis
Tertius -cuyo relato trata de una enciclopedia que contiene las descripciones de una tierra
desconocida, aun imaginada, la cual resquebraja o agrieta las paredes de lo real y lo
ficticio- encontramos oraciones como: “Mirrors and fatherhood are hateful”, o su
oración inicial: “debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el
descubrimiento de Uqbar”. Ambas oraciones remiten a la característica mágica de los
espejos por su cualidad multiplicadora o replicadora, a su pliegue y despliegue del objeto
reflejado. Otros cuentos resaltantes por su sensación laberíntica y reproductora de
intercambio e infinito pueden ser Las ruinas circulares o La casa de Asterión, los cuales
presentan los posibles entrecruzamientos a través de una planificación espacial del
territorio, cada uno a su manera –las puertas (y por tanto los cruces) son catorce,
infinitos, diría el Asterión borgeano.

Asimismo, en La ciudad ausente de Ricardo Piglia, presenciamos la historia de una


máquina reproductora de historias que, con el tiempo, interviene la realidad misma. Por
ejemplo: “Queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de
historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay
y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa. Así es la vida.”(p. 39).
Y de nuevo, como señalábamos antes con el Quijote, tenemos el episodio de la
traducción. El fenómeno traductor acentúa la grieta que replica la historia: la
reproducción surge como repetición, pero jamás una repetición fiel, idéntica, sino como
la copia modificada que replica la potencia sonora de un eco: hay algo del barroco que se
resguarda en la repetición y en el reflejo –Narciso bien lo sabía, y por eso Caravaggio
decide pintarlo. Pero la novela de Piglia no solo contiene el problema de la máquina, sino
que esta propia máquina remite a otro texto de Macedonio Fernnández en el cual se
presenta el problema de una máquina similar. En este sentido, la novela busca insertarse
dentro de una propia tradición literaria, especialmente argentina, y lo logra enlazando su
propio entretejido narrativo a textos de autores anteriores, colocándolos en comunión
dentro de su relato y marcando los pliegues que unen a cada escritor con otro, como si
plegara la propia tradición literaria, no solo la argentina sino la latinoamericana en
general. Así, la escritura en autores como Borges o Piglia se envuelve, se mezcla, se
pierde en laberintos, se pliega, se multiplica, se refleja en los espejos y se replica,
suspendiendo el espacio y el tiempo en una dimensión mítica con ciertos sabores y
lenguetazos de infinito. El espacio se pliega, se dobla sobre sí múltiples veces. Deleuze lo
explica así:

«La división del continuo no debe ser considerada como la de la arena en granos,
sino como la de una hoja de papel o la de una túnica en pliegues, de tal manera que
puede haber en ella una infinidad de pliegues, unos más pequeños que otros, sin que
el cuerpo se disocie nunca en puntos o mínimos.» Siempre hay un pliegue en el
pliegue, como también hay una caverna en la caverna. La unidad de materia, el más
pequeño elemento de laberinto es el pliegue, no el punto, que nunca es una parte,
sino una simple extremidad de la línea. (pág. 14).

Ahora bien, lo barroco se va mezclando, va surgiendo de sus propios pliegues y cada vez
adentrándose en sí mismo. Sin embargo, no funciona únicamente en un sentido estético-
filosófico. El barroco ofrece su textura permeable para poner en escena múltiples
problemas sociales, políticos, en este caso latinoamericano, de identidad e hibridación
cultural. Sarduy, en principio, lee así gran parte de la literatura latinoamericana, puesto
que se atreve a incluir en este marco a escritores como José Donoso. En la obra El lugar
sin límites, Donoso pone de manifiesto, un juego de roles, un intercambio de cuerpos
que, de cierta, manera vienen encarnando funciones sociales dentro del pequeño mundo
de papel que contempla la novela. Este juego de roles se produce por parodia, por
carnavalización, juego paródico que el mismo Sarduy trabajará posteriormente en sus
novelas. El juego paródico, al menos en esta novela de Donoso, sugiere también una
resistencia de cuerpos que busca ir invirtiéndose, cambiando sus condiciones naturales: la
novela, en este sentido, se produce en un gerundio, en un estar haciéndose, en una
función operatoria constante, como el pliegue continuo deleuzeano. Recordemos a La
Manuela en el capítulo 4:

Bueno, bueno, chiquilla de mierda, entonces no me digas papá. Porque cuando la


japonesita le decía papá, su vestido de española tendido encima del lavatorio se
ponía más viejo, la percala gastada, el rojo desteñido, los zurcidos a la vista,
horrible, ineficaz, y la noche oscura y fría y larga extendiéndose por las viñas,
apretando y venciendo esta chispita que había sido posible fabricar en el despoblado,
no me digái papá, chiquilla huevona. Dime Manuela, como todos.

Así se va produciendo lo barroco, a través de intercambios y cruces continuos. Novelas


como Aura, de Carlos Fuentes, o Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, las
cuales contemplan una característica tan similar como representativa, manejan un
complejísimo juego temporal, en el que se sumerge toda la historia narrativa y logra
hacer coincidir distintos espacios, variaciones estéticas, incluso, diferentes épocas, en un
una misma trama, un mismo tejido, un mismo cuerpo textil, un mismo texto, ya sea que
una obra culmine en la conversión de un hombre joven en un hombre viejo a través de
recursos mágicos, fantásticos (como en el caso de Aura); o ya sea que otra obra termine
con la lectura y la destrucción que hace uno de los personajes sobre su propia historia,
como es el caso de Aureliano Babilonia en Cien años de soledad, las obras coinciden en
la importantísima suspensión temporal que posibilita la aparición de un tiempo mítico, el
cual permite una revisión genealógica en cuanto a la identidad latinoamericana, una
revisión de sus orígenes que también concede el espacio propicio para que subsistan y se
articulen, dialoguen, prácticas tanto tradicionales como modernas.

En este sentido, Latinoamérica también se va construyendo, revisando y mirando hacia sí


desde lo barroco. Este movimiento estético se asienta y permite integrar y hacer convivir
cada una de las identidades culturales que construyen a América Latina. De ahí que
García Canclini coloque su ojo en los lazos que entrelazan esta compleja hibridación
cultural. De este modo, el barroco extiende su manto, su tela, para sostener a una cultura
entera que se articula desde su propia pluralidad cultural y se va reproduciendo dentro de
los mismos pliegues barrocos que la sostienen: la lógica de mercado que articula una
cultura con otra es posible por este fenómeno. En este sentido, se concibe con mayor
facilidad cómo Latinoamérica consiente y contempla todo mestizaje con sus tradiciones
particulares: en este sentido, Latinoamérica más que el jardín, es el territorio de los
senderos que se bifurcan.

Referencias bibliográficas de teoría

Gamerro, C. (2010). Ficciones barrocas. Argentina: Eterna Cadencia.


Foucault, M. (2010). Las palabras y las cosas. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Deleuze, G. (1989) El pliegue: Leibniz y el barroco. Barcelona: Paidós.

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