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Nicodemo y Jesús

Nicodemo era un fariseo, hombre importante y maestro del pueblo judío, se suponía que
debía saber todo sobre los caminos de Dios.

Pero tenía miedo.

Había envejecido, tenía una barba larga y gris, y una inquietud en el rincón más profundo
de su corazón; sentía que había algo que no sabía. Así que una noche, Nicodemo fue a ver a
Jesús en secreto y le preguntó:

—Maestro, ¿qué debo hacer para salvarme?

— ¡A menos que un hombre nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios! —le
respondió Jesús.

— Pero, Maestro, ¡soy viejo! ¿Cómo puedo nacer de nuevo? ¿Se supone que debo volver al
estómago de mi madre y nacer otra vez? ¡No creo que funcione!

Jesús sonrió cálidamente.

—Te digo que, a menos que nazcas del agua y el espíritu, no puedes entrar en el Reino de
Dios.

Nicodemo se retiró esa noche, todavía temeroso, cansado y confundido. Se metió en la


cama esa noche, repitiendo una y otra vez las palabras de Jesús: «A menos que nazcas de
nuevo, no puedes entrar en el reino de Dios… a menos que nazcas de nuevo…»

Y entonces tuvo un sueño.


Era un muchacho joven otra vez, y un paquete llegó a su puerta. En él había una nota
escrita a mano con tinta dorada, que decía:

«Para Nicodemo. Intenta no ensuciarlo».

Nicodemo trató de abrir el paquete con cuidado, pero al final, no pudo evitarlo. Lo abrió de
golpe. Dentro estaba la túnica más hermosa que había visto en su vida.

Era de un blanco deslumbrante con rayas de colores brillantes en el bajo y en los extremos
de las mangas, formando diseños increíbles de leones, dragones y cuencos de higos frescos
con queso. La túnica obviamente había sido hecha con un amor increíble.

Se la puso enseguida. Todos en su pequeño pueblo habían conseguido una, de modo que al
día siguiente, se veían magníficos.

Por supuesto, Nicodemo llevaba la suya a todas partes. Trató de mantenerla limpia, pero un
día se peleó con su hermano pequeño y se manchó la rodilla. Por más que intentara lavarla,
la mancha no salía.

Otro día le mintió a su madre sobre a dónde iba, y a la mañana siguiente su túnica ya no
parecía tan brillante como antes. Hizo trampa en una carrera una vez y al día siguiente, los
diseños en sus mangas se veían un poco más opacos. Luego le robó una galleta a su
hermana pequeña, la que había estado guardando para después de la escuela, y se derramó
un poco de mermelada en la parte delantera de su túnica, ¡otra mancha que no
desaparecería!
Aun así, trató de mantener su túnica limpia lo mejor que pudo.

No todos lo hicieron. A algunos no les importaba lo sucias, desgarradas o andrajosas que se


pusieran sus túnicas, mientras se divirtieran. No les importaba en absoluto si estaban
arruinando un regalo increíble.

Un día, muchos años después, encontró otra nota en la puerta.

«El rey está teniendo un festín. Al sonido de la trompeta, todos deben asistir».

El palacio del rey estaba en lo profundo del bosque, y nadie del pequeño pueblo de
Nicodemo había estado allí antes. Se decía que había música y baile, y risas la noche
entera. Comida apilada en grandes mesas y vasos altos y cristalinos, llenos de bebidas
dulces que hacían hormiguear los dedos de los pies mas nunca pudrían los dientes, sin
importar cuánto se bebiera, (¡y tampoco te dolía el estómago!).

Y había también una gran chimenea. Todas las noches, a la luz parpadeante del fuego, el
rey contaba historias como nunca nadie había escuchado antes, cuyos finales siempre era
perfectos, mejores de lo que podrías soñar.

Por fin llegó el día.

Se escuchó una trompeta en la distancia. La gente de la aldea quería vestir sus mejores
ropas. Lamentablemente, para todos, lo mejor que tenían era la túnica que habían recibido
como regalo, años atrás. Solo que algunas de aquellas túnicas ya no se veían tan bien.
Varias personas se avergonzaron de lo feas que se habían vuelto sus túnicas, y temieron
tener que presentarse ante el Rey en harapos.

A otros no les importaba, siempre que hubiera comida gratis.

Pero Nicodemo había mantenido su túnica más limpia que la mayoría. Él hizo lo mejor que
pudo y aun así, de alguna manera no parecía ser suficiente. A la mañana siguiente, apareció
un camino que llevaba el bosque. Todos estaban seguros de que no había habido uno allí
antes.

Y a medida que la multitud avanzaba, zorros, ardillas y ciervos saltaban junto a ellos.

Cuando llegaron al palacio, descubrieron que estaba rodeado por una gran muralla hecha
con la piedra más pura y blanca que habían visto.

Se apiñaron y se abrieron paso a lo largo del camino que conducía a la puerta principal: una
puerta magnífica, custodiada por doce hombres, hecha completamente de oro.

Pero entonces, sucedió algo asombroso.

Un pobre mendigo, envuelto en harapos andrajosos, se les acercó.

—Soy el hijo del rey, ¡escúchenme! —dijo—. El rey los ama mucho a todos, y su mayor
deseo es que vayan a su fiesta. Pero solo aquellos que estén vestidos adecuadamente
pueden entrar a su palacio. ¡Y miren cómo vienen! Pero aun así hay un camino. ¡Crean en
mí!

Algunas personas no se tomaron bien la idea de que sus mejores túnicas no fuesen dignas
del rey, por lo que le reclamaron al pobre mendigo.

— ¡Cómo te atreves! ¡Mira los trapos que llevas puestos!

Comenzaron a burlarse de él y le escupieron.

— ¡Eso te ayudará a limpiar tus trapos!

La verdad era que, aunque las túnicas del mendigo estaban rotas y enlodadas, no parecía ser
su culpa, y de alguna manera, se veía más limpio a comparación de los aldeanos. Ellos se
sintieron avergonzados en su presencia y no les gustó.

Cansados de que este alborotador arruinara su día especial, lo empujaron para expulsarlo
del palacio. Mientras lo maltrataban cruelmente, el joven miró a Nicodemo a los ojos y le
preguntó:

— ¿Tú crees en mí?

Y algo en el corazón de Nicodemo dijo:

—Sí.

Las cosas se pusieron cada vez más feas, la multitud se enfureció más y más, hasta que, por
fin, se llevaron al mendigo y lo mataron a golpes.

Luego, uno por uno, llegaron a la puerta del palacio.


Cuando cada uno entró, la pesada puerta dorada se cerró tras ellos. Pasó el tiempo y
Nicodemo podía escuchar el sonido de un llanto en algún lugar a lo lejos.

Por fin fue su turno de cruzar la puerta. Atravesó la entrada y la pesada puerta se cerró tras
de él.

No hay palabras para describir lo que Nicodemo vio una vez que estuvo ahí. Pero fue lo
más glorioso, lo más brillante y espléndido que se hubiera visto en todas las historias que
había escuchado.

Miró la túnica que llevaba puesta… y supo de inmediato que no pertenecía a un lugar tan
perfecto como aquel.

Su corazón se acongojó.

A su izquierda vio al hombre rico que había entrado justo antes que él. Su túnica se había
visto aún más cuidada que la suya antes de que entraran, pero ahora, a la gloriosa luz del
palacio, se veía tan deslucida y sucia.

El pobre hombre fue llevado a una pequeña puerta y salió. Cuando la puerta se abrió,
Nicodemo se dio cuenta de que de allí provenía el llanto. Eran los gritos de todas esas
almas que habían visto lo que pudieron haber tenido, pero que no fueron consideradas
dignas.

Todos habían sido invitados a la fiesta, pero no podían ser parte de ella.

Nicodemo esperó su turno para ser expulsado.

Pero entonces, para su completo asombro, apareció el joven mendigo. Su túnica estaba rota
y ensangrentada, ¡pero él estaba vivo!
—Tú sí crees en mí —dijo el mendigo, mientras sus ojos miraban directamente al corazón
de Nicodemo.

Había una palangana en el piso. El mendigo se quitó la bata y exprimió un poco de la


sangre en el agua de la palangana. Luego sumergió su túnica y sucedió algo asombroso. Al
sacar la bata del cubo, ¡era blanca como la nieve! Estaba tan brillante e impecable que
lastimó los ojos de Nicodemo al mirarla.

E incluso más que eso, el hombre había cambiado. Ya no era un mendigo golpeado y
herido. Ahora estaba parado ante él, alto y magnífico. ¡En verdad era el hijo del rey!

— ¡Mi querido Nicodemo! ¿No sabías que mi padre construyó este palacio por amor a ti?
Ten, ponte mi túnica, lavada con mi sangre. Ahora eres digno de entrar en la fiesta de mi
padre.

Nicodemo despertó de su sueño. Ahora entendía lo que Jesús había dicho.

Cree en Jesús y serás perdonado. Nacerás de nuevo.

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