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una vez y al día siguiente, los diseños en sus mangas se veían un poco más opacos.

Luego
le robó una galleta a su hermana pequeña, la que había estado guardando para después de la
escuela, y se derramó un poco de mermelada en la parte delantera de su túnica, ¡otra
mancha que no desaparecería!

Aun así, trató de mantener su túnica limpia lo mejor que pudo.

No todos lo hicieron. A algunos no les importaba lo sucias, desgarradas o andrajosas que se


pusieran sus túnicas, mientras se divirtieran. No les importaba en absoluto si estaban
arruinando un regalo increíble.

Un día, muchos años después, encontró otra nota en la puerta.

«El rey está teniendo un festín. Al sonido de la trompeta, todos deben asistir».

El palacio del rey estaba en lo profundo del bosque, y nadie del pequeño pueblo de
Nicodemo había estado allí antes. Se decía que había música y baile, y risas la noche
entera. Comida apilada en grandes mesas y vasos altos y cristalinos, llenos de bebidas
dulces que hacían hormiguear los dedos de los pies mas nunca pudrían los dientes, sin
importar cuánto se bebiera, (¡y tampoco te dolía el estómago!).

Y había también una gran chimenea. Todas las noches, a la luz parpadeante del fuego, el
rey contaba historias como nunca nadie había escuchado antes, cuyos finales siempre era
perfectos, mejores de lo que podrías soñar.

Por fin llegó el día.


Se escuchó una trompeta en la distancia. La gente de la aldea quería vestir sus mejores
ropas. Lamentablemente, para todos, lo mejor que tenían era la túnica que habían recibido
como regalo, años atrás. Solo que algunas de aquellas túnicas ya no se veían tan bien.

Varias personas se avergonzaron de lo feas que se habían vuelto sus túnicas, y temieron
tener que presentarse ante el Rey en harapos.

A otros no les importaba, siempre que hubiera comida gratis.

Pero Nicodemo había mantenido su túnica más limpia que la mayoría. Él hizo lo mejor que
pudo y aun así, de alguna manera no parecía ser suficiente. A la mañana siguiente, apareció
un camino que llevaba el bosque. Todos estaban seguros de que no había habido uno allí
antes.

Un pobre mendigo, envuelto en harapos andrajosos, se les acercó.

—Soy el hijo del rey, ¡escúchenme! —dijo—. El rey los ama mucho a todos, y su mayor
deseo es que vayan a su fiesta. Pero solo aquellos que estén vestidos adecuadamente
pueden entrar a su palacio. ¡Y miren cómo vienen! Pero aun así hay un camino. ¡Crean en
mí!

Algunas personas no se tomaron bien la idea de que sus mejores túnicas no fuesen dignas
del rey, por lo que le reclamaron al pobre mendigo.

— ¡Cómo te atreves! ¡Mira los trapos que llevas puestos!

Comenzaron a burlarse de él y le escupieron.


— ¡Eso te ayudará a limpiar tus trapos!

La verdad era que, aunque las túnicas del mendigo estaban rotas y enlodadas, no parecía ser
su culpa, y de alguna manera, se veía más limpio a comparación de los aldeanos. Ellos se
sintieron avergonzados en su presencia y no les gustó.

Cansados de que este alborotador arruinara su día especial, lo empujaron para expulsarlo
del palacio. Mientras lo maltrataban cruelmente, el joven miró a Nicodemo a los ojos y le
preguntó:

— ¿Tú crees en mí?

Y algo en el corazón de Nicodemo dijo:

—Sí.

Las cosas se pusieron cada vez más feas, la multitud se enfureció más y más, hasta que, por
fin, se llevaron al mendigo y lo mataron a golpes.

Luego, uno por uno, llegaron a la puerta del palacio.

Cuando cada uno entró, la pesada puerta dorada se cerró tras ellos. Pasó el tiempo y
Nicodemo podía escuchar el sonido de un llanto en algún lugar a lo lejos.

Por fin fue su turno de cruzar la puerta. Atravesó la entrada y la pesada puerta se cerró tras
de él.

No hay palabras para describir lo que Nicodemo vio una vez que estuvo ahí. Pero fue lo
más glorioso, lo más brillante y espléndido que se hubiera visto en todas las historias que
había escuchado.
Miró la túnica que llevaba puesta… y supo de inmediato que no pertenecía a un lugar tan
perfecto como aquel.

Su corazón se acongojó.

A su izquierda vio al hombre rico que había entrado justo antes que él. Su túnica se había
visto aún más cuidada que la suya antes de que entraran, pero ahora, a la gloriosa luz del
palacio, se veía tan deslucida y sucia.

El pobre hombre fue llevado a una pequeña puerta y salió. Cuando la puerta se abrió,
Nicodemo se dio cuenta de que de allí provenía el llanto. Eran los gritos de todas esas
almas que habían visto lo que pudieron haber tenido, pero que no fueron consideradas
dignas.

Todos habían sido invitados a la fiesta, pero no podían ser parte de ella.

Nicodemo esperó su turno para ser expulsado.

Pero entonces, para su completo asombro, apareció el joven mendigo. Su túnica estaba rota
y ensangrentada, ¡pero él estaba vivo!

—Tú sí crees en mí —dijo el mendigo, mientras sus ojos miraban directamente al corazón
de Nicodemo.

Había una palangana en el piso. El mendigo se quitó la bata y exprimió un poco de la


sangre en el agua de la palangana. Luego sumergió su túnica y sucedió algo asombroso. Al
sacar la bata del cubo, ¡era blanca como la nieve! Estaba tan brillante e impecable que
lastimó los ojos de Nicodemo al mirarla.

E incluso más que eso, el hombre había cambiado. Ya no era un mendigo golpeado y
herido. Ahora estaba parado ante él, alto y magnífico. ¡En verdad era el hijo del rey!
— ¡Mi querido Nicodemo! ¿No sabías que mi padre construyó este palacio por amor a ti?
Ten, ponte mi túnica, lavada con mi sangre. Ahora eres digno de entrar en la fiesta de mi
padre.

Nicodemo despertó de su sueño. Ahora entendía lo que Jesús había dicho.

Cree en Jesús y serás perdonado. Nacerás de nuevo.

Y a medida que la multitud avanzaba, zorros, ardillas y ciervos saltaban junto a ellos.

Cuando llegaron al palacio, descubrieron que estaba rodeado por una gran muralla hecha
con la piedra más pura y blanca que habían visto.

Se apiñaron y se abrieron paso a lo largo del camino que conducía a la puerta principal: una
puerta magnífica, custodiada por doce hombres, hecha completamente de oro.

Pero entonces, sucedió algo asombroso.

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