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Koraj (Números 16-18)
16/6/2020 | por Rav Ari Kahn
Lo que pudo parecer una revuelta unificada fue más bien una quimera, una alianza
imposible entre Kóraj, de la tribu de Leví, un trío de la tribu de Rubén y un gran
grupo de hombres, presumiblemente primogénitos, que se consideraban
injustamente dejados de lado como sacerdotes. Hasta ese momento los hijos
primogénitos iban a ser los cohanim, los líderes políticos y religiosos que cumplían
el servicio Divino en el flamante Mishkán. Los miembros de la tribu de Rubén, el
hijo mayor de Iaakov, así como los hijos primogénitos de las otras familias,
perdieron ese honor debido a sus malas decisiones y pecados, y fueron
reemplazados por los levitas.
De hecho, para ellos toda la charada no tenía nada que ver con la santidad. Ese era
sólo el señuelo que usaron para seducir a sus seguidores. Para Kóraj, Datán y
Aviram, desde el comienzo la rebelión tuvo el objetivo de llegar al poder. Ellos
esperaban que Moshé, debido a su humildad, diera un paso al costado para
preservar la unidad y que se llevaría también a Aharón.
Kóraj, Datán y Aviram tenían una motivación muy diferente a la del resto de los
participantes de la rebelión, y también su final fue distinto. Los doscientos
cincuenta hombres que se unieron a Kóraj en un intento desesperado y
equivocado para servirle a Dios, fueron engañados por un hombre que buscaba
gloria, poder, honor… pero no santidad. Este grupo inocente y equivocado, sólo
buscaba santidad. Este grupo, al igual que Nadav y Avihú, fue consumido por un
fuego Divino. Ellos partieron como un sacrificio sobre el altar. Pero Kóraj, Datán y
Aviram se hundieron en el oprobio; cayeron en un abismo infinito. Sólo uno de los
conspiradores sobrevivió al episodio: On, el hijo de Pélet, quien se salvó gracias a la
visión y la acción decisiva de su esposa. Ella comprendió la estrategia de Kóraj y sus
tácticas. Ella entendió la trágica y corrupta piedad de los hombres primogénitos
que se unieron a la rebelión, hombres que se consideraban más sagrados que
Aharón y que Moshé; tan sagrados que se detuvieron ante unas pocas mechas de
cabello.