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Arrepentidos del caos

José iba llegando por fin a la “Y” de Los Rastrojos, famoso punto de referencia en
Cabudare, gente de toda clase pasaba a diario por el caótico camino, hacia sus blindadas
urbanizaciones privadas, sus modestas casas de clase media profesional o los caseríos
levantados a las márgenes de las muy industriosas haciendas cañeras del siglo XX que en
resistencia perenne contra el curso del progreso se han negado a cambiar de índole social y
a desaparecer. Se dice que en tiempos coloniales esta “Y” marcaba el límite entre las
haciendas más productivas en torno al río Turbio y las pecuarias, era la puerta de la
hacienda La Mora y del Llano, conectaba con Yaritagua y otros tantos caminos difusos de
rebeldes cimarroneras, de esas que no aparecen dibujadas en los mapas. La casa de José
quedaba a unas cinco cuadras de la encrucijada y se sentía aliviado de que esa fuera su
última parada aquel día tan extrañamente lluvioso.
En Cabudare siempre es extraño cuando llueve por tanto tiempo, es como si el sol
dictara entre los lugareños su orden y la impusiera a punta del vaporoso calor, haciendo de
las mañanas un caos que con la apertura de los negocios empuja el combate de las personas
por los artículos de primera necesidad y por las tardes a un solemne silencio en el momento
que más sofoca el calor. ( Mío:Totalmente cierto )Desde que un virus con nombre de zona
alienígena en custodia, COVID-19, fuera decretado entre nosotros en cadena nacional, el
caos en nuestra pequeña comarca ahora tiene horario de atención al público entre las 7 a.m.
y la 2:00 p.m.
Ese día, faltando media hora para sonar la campana de retorno al silencio, José apuró el
paso para lograr comprar los tomates que su esposa le había encargado, pero su mandado
fue interrumpido por una algarabía que se venía en su contra al momento de escoger las
hortalizas, al menos fue lo que él creyó, hasta que escuchó los gritos de la señora del
aledaño quiosco de empanadas –¡me robaron! ¡me robaron!-, otra mujer con un perrito en
las manos gritaba –¡esos malandros viven por mi casa, yo los conozco, acaban de regresar
de Colombia esas lacras!- el señor de la carnicería del frente tampoco calló su altisonante
queja –tan tranquilos que estábamos aquí sin esas plagas-.
La chica que vendía productos de esos que dicen “hecho en socialismo” participaba de
la gritería tras las rejas de su bodega, aupando la correría y aseverando - ahora se
devolvieron a echar a perder esto otra vez-
Fue juntando los gritos, y José comprendió la estampida desatada tras la persecución de
los delincuentes, así que aclaradas las motivaciones del sobre tiempo del caos cotidiano,
hasta pudo divisar que los ladrones en carrera eran tres hombres muy jóvenes, el mayor de
ellos no pasaría de 20 años –pensó-
José
Había salido de su casa muy temprano ese día camino a la sede de Desarrollo Social, la
Alcaldía de Palavecino tiene funcionando allí un programa de entrega de medicinas para
pacientes con enfermedades crónicas, si es que este logra demostrar con récipe de
especialista que realmente lo necesita, José sabía que debía estar entre los primeros para
tener alguna posibilidad de la benefactora entrega, así que hizo sonar su alarma a las 4:30
a.m. y emprendió viaje a la retirada dependencia, le tomaba media hora y un largo aliento
llegar a pie, así que se armaba de valor para pasar junto al cementerio de Los Rastrojos a
mitad de la travesía y un túnel que no se mostraba más acechante que las propias calles
angostas y olvidadas de aquel pueblo casi bicentenario.
No es lo mismo estudiar a los muertos en sus documentos –pensaba José- que tener que
luchar contra el miedo de pasar en solitaria caminata madrugadora junto a un campo santo,
así que confesaba el valor del macho vernáculo caribeño como si fuera un rosario y la
objetividad de un científico social frente a los asuntos de la historia oral –la cual asegura
que las almas en pena deambulan por el lugar donde fueron depositados sus cuerpos- todos
estos asuntos se enredaban en cantinfléricos pensamientos y balbuceantes afirmaciones de
valor mientras se acababa la cuadra llanera del cementerio.
José no entendía cómo era que él andaba a esas horas a la buena de Dios por esas calles,
aspirando al obsequio de una medicina que debería poder comprar con su salario de
profesor universitario con más de una década de ejercicio, tampoco entendía cómo era que
eso ayudaba a mejorar su descontrolada tensión cardiaca, a no ser que se descontara del
susto el ejercicio físico, tan bueno para el corazón. Entre un cuestionamiento y otro llegó a
su destino, donde unos ancianos, tal vez más valientes que él ya se alzaban con los primeros
diez números de la pedigüeña fila; en realidad sólo habían dos mayores, pero en una
especie de solidaridad etaria le explicaron a su llegada que allí adelante iban unos cuantos
más, cuyo número no podrían precisar debido al carácter tribal que cualquier fila con
intento de orden en este país adquiere. Con los mayores es preferible no discutir –se auto
explicó José- y tomó su puesto.
Pasadas las cuatro horas y varios intentos oníricos interrumpidos por relámpagos y una
copiosa lluvia que venteaba sobre el pasillo de aquel lugar, por fin apareció la doctora
responsable del programa, explicaba con tono de burócrata más que de galeno que habían
casos especiales y priorizados a los que iba a atender en primera instancia, seguidos de los
pacientes de una doctora fulana de tal que atiende en la comunidad local y de otros tantos
casos que aseguraban ser especiales o venir de parte de alguien y por lo tanto merecer ser
incluidos en la lista de priorizados; entretanto a la cola de los abuelos se habían añadido
todos los que en cuatro horas iban llegado, bajo el argumento de que era la sagrada cola
preferencial de la tercera edad. ORACION
La privilegiada posición de José entonces se había desplazado hasta casi los tres
dígitos…se arrepintió de haber puesto ese día su alarma a las 4:30 a.m., se arrepintió de la
esperanza que lo echó a la calle aún bajo amenaza de tormenta y también de haber sentido
miedo frente al cementerio, después de todo el desandar de una sociedad tan mal
administrada y sin fueros morales le terminó pareciendo más atemorizante que el
deambular de una pobre alma en pena.
Cuando la doctora lo atendió para decirle que su medicina llegó, pero que se había
agotado, afortunadamente ya José se había arrepentido de haber tomado voluntariamente un
boleto al espectáculo de aquel caos, todas las razones anteriores le habían sido suficientes
para retroceder conscientemente de tomar parte de aquel desbarajuste, tan sólo se había
quedado a esperar que la lluvia escampara, pensando en que sería el colmo enfermarse con
un resfriado, lo compensaba la idea de un retorno contemplativo del paisaje social, pero
tuvo que apurar el paso porque ya era tarde y llevaba el encargo de su esposa de comprar
unos tomates, pensó en pararse en la “Y” para aprovechar un buen precio que habría visto
el día anterior.
José reinició su decepción al escuchar que los tomates habían aumentado de precio
considerablemente, ya era la 1:30 p.m. y había dejado atrás el aliento para regresar tras sus
otras opciones en ventas de hortalizas, así que resignado pidió le pesaran menos del kilo
unos segundos antes de que el pandemónium le hiciera creer que el caos se venía en su
contra, justo cuando vio venir a la señora del quiosco de empanadas, con sus manos rojas
de tanto llevar aceite hirviente empuñadas en dirección a él –no podía pensar en ese
momento, el miedo frente a la evocación infantil de su agresiva madre lo habían paralizado.
Pasaron unos segundos y mucha gente sobre él apartándole antes de que los agudos gritos
de aquella mujer lo hicieran entender…él no tenía nada que ver con el caos, reaccionó
observando que a su lado sólo había quedado un niño que buscaba su carrito rojo casi al
romper en llanto, así que decidió completar el kilo de tomates e irse a su casa…
La doña del perrito
La doña que paseaba a su perrito no se imaginó que el paseo de ese día la convertiría en
testigo de un caos diferente al que vivía tras las puertas de su casa, allí convivía con un
esposo amargado por la cuarentena “consciente y voluntaria” a la que lo sometían las
circunstancias, con una suegra venida del campo a pasar un fin de semana extendido a
meses tras los anuncios de una cadena nacional.
No hay mayores datos sobre la vida de la septuagenaria suegra, su hija sólo refirió la
persistente queja matutina de que en Sabrosa 90.1 el feliz narrador hacía chanzas a las
costillas de un radio oyente que todos los días llamaba para preguntar a la gobernadora
cuándo levantaría las restricciones de viaje, para que su inconveniente suegra pudiera
regresar al campo. La extraña petición hacía explotar en risas a los locutores y al cautivo
marido de la doña, pero hacía sentir muy injuriada a su madre, que se sentía la suegra en
cuestión; entonces era ella la que explotaba mañana tras mañana en acusaciones,
reclamando a su hija exigirle respeto y valentía al marido para decirle a la cara si ella
estorbaba.
En aquella casa, más llena de quejas que de personas, afortunadamente había un perro,
así que sacarlo a pasear era una especie de pase de cortesía a la tranquilidad para la doña,
mientras el caprichoso olfato del perro dirigía su caminata a la “Y” de Los Rastrojos
pensaba en la falta que le hacían a su vida los problemas de sus hijos ausentes, la migración
juvenil la había obligado a revolver entre sus añejos problemas matrimoniales y el miedo
de su madre a morir sola y abandonada en un “hospital centinela” por COVID-19 la habían
hecho recrear en su cuerpo más de una vez los síntomas del terrible virus difundidos
frenéticamente por los medios. Y es que la anciana hasta había escuchado decir que el
virus había sido creado en un laboratorio para eliminar a la población improductiva, se
sentía en una guerra y había convertido la casa de su hija en su trinchera.
El caos ya había comenzado a probar su gran efectividad para destapar un rosario de
miedos y problemas, hasta en las generaciones que se ufanaban de haber conseguido el
estatus de paz y tranquilidad mental de quien no tiene compromisos pendientes. Más que el
mentado virus hecho pandemia, el caos había encontrado mecanismos para especializarse y
extenderse rápidamente, hasta entre los que se declaraban inmunes a él. Las reflexiones de
la doña se interrumpieron de manera súbita en la “Y” de Los Rastrojos con una escena muy
veloz en el quiosco de empanadas, tres de muchachos corrían con un cartón de huevos y
dos harinas en mano, las habían robado del patio contiguo al quiosco, de inmediato los
reconoció, y como para sacar de su mente los gritos mañaneros entre su madre comenzó
ella también a gritar, había encontrado la excusa de un problema ajeno –¡esos malandros
viven por mi casa, yo los conozco, acaban de regresar de Colombia esas lacras!-
Sobre esta certeza de felicidad me queda la duda casi filosófica ¿será que éramos en
verdad felices?
El niño del carrito rojo
El niño saltó ese día muy temprano de la cama para buscar su carrito rojo, lo había
mandado su padre con la madrina desde algún lugar de Lima, le llegó con el encargo de
cuidarlo, porque había costado mucho –afortunadamente para el niño, el encargo no
especificaba detalles de la xenofobia y otros tantos sacrificios sintetizados en el costo-.
Cuando su papá se fue lo hizo con la promesa de una mejor vida para él y un carrito rojo a
control remoto de los que prenden luces multicolor.
La llegada del carro prometido tenía al niño con la fiebre a mil, infante al fin parecía que
nada lo perturbaba, la inocencia del caos tal vez sea la mejor arma contra éste. Él no
entendía de las cuentas, ni de los precios “bachaqueados” de los que su madre hablaba, no
sabía de inflación, ni de compras en dólares, de dificultades para recoger la ganancia de un
pequeño negocio en estos tiempos y mucho menos del caos económico que implicaba tener
que vender en moneda nacional, para luego comprar mercancía en moneda extranjera, su
infantil percepción le protegía de esas complicaciones, sólo quería manejar su carrito rojo.
No sabía que unas horas después de llegar al quiosco de empanadas para dedicarse a
manejar con control remoto en el patio aledaño se iba a arrepentir de no haberle hecho caso
a mamá cuando le dijo que no fuera al quiosco, porque el día iba a estar lluvioso y se podía
enfermar.
El niño vio cuando llegaron los tres chamos al quiosco, el mayor miraba raro, pidieron
las empanadas sin pagarlas antes como era costumbre, su mamá se las dio sin chistar
porque presentía el caos y tenía la tonta idea de poder evitarlo, los hombres engulleron las
empanadas como animales a la presa y se hicieron señas, él niño lo había visto todo, pero
las luces de su carrito llamaban más su atención, de pronto las perdió de vista cuando aquel
trio pasa como en desbandada sobre su carretera de tierra y tras ellos se enciende el caos…
él aún no entiende cómo, pero su carrito rojo con luces desapareció.
El señor de la carnicería
Era hermano de la agraviada señora del quiosco, pero de esos no muy allegados en
afecto, porque cuando vio el barullo tuvo el impulso de salir al rescate, pero el ímpetu sólo
lo llevó a sobrepasar el mostrador y posicionarse hasta la acera de enfrente, tras la
talanquera quedó viendo a su hermana correr como un verdadero toro detrás de los
maleantes, ella siempre se las sabe arreglar sola –pensaba en tono justificativo y en voz
alta- y cuando los ánimos se caldeaban al fondo de la calle, gritaba sobre lo bien que
estábamos sin todos esos mal vivientes que se estaban regresando al país.
Era cierto que las ventas habían bajado considerablemente, en parte por la amenaza viral
y en parte porque a su socio le había dado por ofrecer combos a bajos precios, pero de
carne descompuesta por los extendidos cortes eléctricos, argumentando que en esta
situación tan caótica no podían darse el lujo de perder más. Tan perversa estrategia no tardó
en alejar a la clientela, que fiel al regular tránsito por el cruce de caminos aún iba a comprar
en la carnicería de la “Y”.
Acalló el último viso de culpa en su conciencia fraterna explicándose en un extraño
monólogo público que ya él había hecho bastante por su hermana, vendiéndole carne a muy
buen precio para su venta de empanadas y asadura de cochino para aumentar el tamaño del
preciado material en la molienda y engañar el gusto de los clientes carnívoros que pagaban
más caro el importe de su empanada rellena de vísceras porcinas en vez de carne.
La bodeguera
Había comenzado a trabajar tarde ese día, el frío repentino, sumado al hecho de que la
noche la maltrataba cada vez que su padre salía de casa ataviado con el tapabocas para
hacer la guardia nocturna en la empresa de lácteos con nombre de cadena montañosa, el
miedo a que algún interesado en la cantidad de mercancía que guardaba en su casa pudiera
notar el ciclo de las ausencias de su trabajador padre, cada dos semanas y así aprovechar su
soledad fija para querer abastecer su despensa con productos de comercialización
estatalizada…pensando en eso no se puede dormir como Dios manda.
Esa semana no era la del turno nocturno reglamentario, pero el buen padre sabía que tras
el caos en los comercios chinos por el horario ajustado a la pandemia la demanda vecinal
frente a su casa había desgastado su stock y sólo por las noches podía reponer la mercancía
faltante de la bodega familiar, que su hija atendía con un fervor casi bolivariano –excepto
por los días del trasnocho-. Desde los barrotes de su bodega improvisada en el patio
hogareño, ese día la chica habría podido ver cómo los presuntos malandros habían llegado
al quiosco de las empanadas, eran tres –afirmó- pidió cada uno un combo, con refresco
incluido y se miraban raro –repetía cada vez que rememoraba la historia, cuando algún
cliente preguntaba al día siguiente- ella vio cuando el más viejo salió en desbandada por la
Calle Nueva y tras él un segundón seguro, con dos harinas “PAN” y un tercero con un
cartón de huevos.
Además de bolivariana la chica seguro también era muy cristiana, pues cada vez que
terminaba de contar la historia, sin importar la cantidad de veces que lo hiciera en el día,
para responder a la inquisidora actitud comunal, se persignaba mirando al cielo y con un
beso en la mano le agradecía a Dios haber tenido la suerte de no haber sido tocada por el
caos de estos tiempos.
Después del robo la dueña del quiosco se lanzó en persecución resuelta, animosa y
estruendosa, daba verdaderos alaridos en defensa de lo suyo, es que ni siquiera lo pensó
cuando el instinto animal la empujó a trabarse en feroz batalla con los juveniles
delincuentes por los preciados alimentos. Como tal vez no era de esperarse, el escándalo y
su agresiva actitud convocó a otros transeúntes que se formaban ordenados en fila frente a
la bodega del corazoncito rojo para poder adquirir productos a precios de perfecto caos
socialista, pero con una variedad que ni en el más surtido de los chinos encontrarías, aquel
grupo en contagiosa camaradería engrosó a la masa que perseguía a los malhechores a lo
largo de la calle Nueva. Cuando se junta la solidaridad en masa y cualquier perol es un
arma, hasta el más guapo se arrepiente.
No fueron más de 100 metros de carrera, pero tal vez bastaron para apresurar la
introspección “express” en el líder de aquel grupo de bandidos de medio pelo, no hacía falta
mayor iluminación para sentenciar el fracaso de aquel plan de robo…tal vez el caos que los
obligó a irse del país –según dijo la señora del perro- y después a regresar no se había
disipado de sus vidas, tal vez no comprenderían nunca el signo del tiempo y el peso de éste
en la vida de todos los que corrían imbuidos en el caos, unos en fuga, otros en evasión o
indiferencia, los afortunados inocentes al signo del tiempo y otros en plan de justicia, cada
cual en su acera, pero atrapado en la misma historia, hasta que uno de ellos gritó jadeante y
arrepentido –¡mano tamos es salaos!-
Aquel ladrón en fuga no estaba seguro de que arrepentirse cambiaría el curso de la
paliza que recibiría de la turba si lo agarraban, pero consecuente con el imprevisto
sentimiento que le aflorara en la carrera y en un extraño malabarismo, dejó caer el cartón de
huevos de tal manera que ni una postura sufrió las consecuencias de aquel caos porfiado
que los perseguía, tras la expiación, como caído del cielo se apareció un taxi –un taxi en
plena restricción horaria pandémica- alguien lo detuvo y aquellos tres facinerosos, no se
sabe si arrepentidos, lo abordaron para escapar casi milagrosamente, iban con la barriga
llena de empanadas y las piernas asustadas, también con el saldo de las oportunidades
recargado, pues dicen los cristianos que Dios no desprecia a un corazón arrepentido, se
bajaron cuatro cuadras más adelante –dicen los vecinos porque no tenían para pagar el
pasaje solicitado- lo hicieron justo en frente del comando policial de Almarriera como para
terminar de probar que el arrepentimiento sí tiene sus ventajas en medio del caos.
Maryelis Vargas

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