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Las raíces de la producción láctea se remontan al año 3000 a.C. (Oriente Medio)
cuando el hombre comprobó que al acidificarse, la leche cambiaba de consistencia y de
sabor. La explicación de este fenómeno es simple.
Las bacterias que normalmente se encuentran en la ubre de los animales, contaminan
la leche, proliferando y formando ácido láctico. En este medio, las proteínas precipitan,
separándose del suero.
El yogurt resulta de la fermentación de la leche por una flora bacteriana compuesta de
Lactobacillus bulgaricus y Streptococcus thermophilus. Los estreptococos remueven el
oxígeno y los lactobacilos transforman el azúcar lactosa en ácido láctico. Cuando el pH
oscila entre 5 y 6, la leche coagula.
Otras especies bacterianas también pueden fermentar la leche: Lactobacillus
acidophilus, Streptococcus lactis, Bifidobacterium bifidum, etc.
Existen diferentes tipos de yogurt y leches fermentadas, todos ellos productos
altamente nutritivos, ricos en proteínas, sales minerales y vitaminas. Las variaciones
descritas en la figura 1 dependen de los aditivos (azúcar, frutas, etc.) y de las
modificaciones de consistencia (cremosa, firme, batido). La mayoría de los productos
que se venden como “leche fermentada” contienen un alto número de microorganismos
vivos (100 millones de bacterias vivas por gramo de yogurt).
Consumidos como probióticos, intentan mantener el equilibrio de la flora intestinal y
prevenir el desarrollo de otros microorganismos.
El yogur es la leche fermentada de mayor consumo y mejor conocida. Su proceso de
fabricación tiene como principal objetivo, desde el punto de vista fisicoquímico,
provocar el descenso del pH de la leche hasta alcanzar condiciones favorables para la
coagulación (Tamine y Robinson, 1991).