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El Hilo de La Costurera Dagmar Trodler PDF
El Hilo de La Costurera Dagmar Trodler PDF
COSTURERA
Dagmar Trodler
www.edicionesb.com
ISBN: 978-84-9019-733-2
ALFRED TENNYSON,
La dama de Shalott
JOHN DONNE
La Oscuridad no necesitaba
de su ayuda.
Ella era el universo.
LORD BYRON,
Oscuridad
No sé por qué
logré sobrevivir.
No me quedaba esperanza sino fe
y eso me impidió buscar la muerte.
LORD BYRON,
El prisionero de Chillon
La marejada se intensificó. Al
principio el Miracle se deslizaba sin
esfuerzo sobre la cresta de las olas, pero
el mar estaba cada vez más bravo y
hacía que el barco gimiera y se
tambaleara. A través de las hendiduras
de su cobertizo, Penelope vio a tres
marineros que se colgaban de las sogas
en tensión para arrizar las velas. El agua
golpeaba ansiosa por encima de la
borda, lamía los tablones, los limpiaba
como si fueran una mesa antes de comer.
Pero los marineros eran demasiado
astutos para dejarse engañar. No se veía
a nadie más. Penelope dobló las piernas
contra el cuerpo y se volvió a un lado
con sus harapos. Estaba sumida en una
niebla gris de náuseas cuando la puerta
se abrió y el médico se arrodilló de
nuevo a su lado.
—Ahora tienes que volver abajo —
dijo Kreuz, y le posó una mano en el
hombro—. Órdenes del capitán: nos
acercamos al Cabo de Buena Esperanza.
Todos los viajeros deben ir bajo
cubierta.
—El Cabo de Buena Esperanza —se
oyó en tono de sorna desde el rincón—.
No me hagas reír. ¿Quién puede tener
esperanzas ahí?
Fueron las últimas palabras que
Penelope oyó al irlandés. Había
escuchado su respiración durante tres
noches. La fiebre lo había alejado a otro
mundo, y como a veces daba fuertes
puñetazos al aire, ya no se atrevía a
acercarse.
Kreuz le agarró de la mano con fuerza
mientras la acompañaba a la salida del
cobertizo. Ella lo miró varias veces y
vio que entrecerraba los ojos por la
espuma. Se estaba helando, pero la
mano del médico le daba calor y
Penelope deseaba que no la soltara
nunca. Delante de la escotilla se detuvo
y, por un breve instante antes de
entregársela a los vigilantes, esbozó su
sonrisa tímida.
—Penelope... —Notó lo inadecuado
que era despedirse de ella con las
habituales fórmulas de cortesía, y le
apretó la mano por un momento. La
acompañó con los ojos grises a su
cárcel.
Durante los días soleados habían
limpiado bien y fumigado la cubierta de
los reclusos, pero el único recuerdo que
quedaba de eso era el olor a
carbonizado. Todo lo demás estaba
como antes: el suelo resbaladizo, los
colchones húmedos, el aire tan
enrarecido que se podía cortar. El
capitán había dispuesto que los presos
tenían que estar encadenados, aunque no
había motivo para ello, tal y como uno
de los vigilantes comentó en voz baja.
—Sois una panda de furcias, pero no
por eso...
—¡Panda de furcias! —le interrumpió
otro—. ¡Las mujeres se lo merecen, eso
dice el capitán!
Las cadenas sonaban como una
cascada de acero en la penumbra. Sin
embargo, la contundencia de aquel ruido
ya no resultaba tan amenazadora como
otras veces. No sabía si eran los ojos
grises o el hecho de saber de su padre lo
que le daba fuerzas, ¿o era el niño que
cada vez sentía con más claridad en su
interior? Ahora Penelope tenía fuerza
suficiente para soportar la oscuridad.
JOHN DONNE,
Meditación XVIIª
El chino insistía.
—Puedes eliminar las barrigas gordas,
molestan en este negocio —no paraba de
farfullar en su inglés casi
incomprensible.
Casi a diario incordiaba a Mary con el
tema. Entretanto veía en persona lo que
ocurría con las mujeres embarazadas.
Algunas encontraban a un hombre libre
compasivo que lo hacía por detrás por
la mitad del precio cuando la mujer ya
no podía moverse. Sin embargo, la
mayoría perdían el trabajo y el
alojamiento y tenían que pasar hambre.
—No es justo —mascullaba Mary
para sus adentros—. ¡No es justo, no
aguanto más!
Finalmente Hua-Fei la cogió
desprevenida y le puso una mujer
embarazada desnuda sobre la mesa y le
colocó una varilla larga a Mary en la
mano.
—¡Quítaselo! —dijo—. Luego comes.
—Después echó el cerrojo a la puerta
desde fuera.
Mary se quedó mirando a la chica. Era
de la edad de Penelope y sin duda
estaba en el quinto mes. Habría sido una
chapuza introducirle la varilla, la chica
se le habría desangrado entre los brazos.
—No puedo hacerlo —dijo.
—Entonces, ¿quién? —preguntó la
chica con timidez—. No puedo ir por
ahí así.
—Tienes que dar a luz —dijo Mary,
sacudiendo la cabeza—. Puedes ponerte
a trabajar...
—Trabajar. Me han echado. —De
repente la chica sonrió. No, no era como
Penelope, y Mary no podía hacer nada
por ella—. Dejará que te mueras de
hambre si no lo haces. No conoce el
perdón. Vamos, hazlo. —Se colocó en la
mesa y abrió las piernas.
Mary se levantó y se alejó asqueada
de la mesa. Le colocó una manta encima
y se dirigió a la puerta.
—¡Hua-Fei! —gritó—. ¡Déjame salir!
—¿Adónde quieres ir? —le dijo la
chica por detrás—. ¡No puedes salir de
aquí sin hacer antes tu trabajo! ¡Nunca
saldrás de aquí!
Pero Hua-Fei sentía demasiada
curiosidad para no mirar qué quería la
curandera. Por lo visto estaba esperando
en la puerta, pues abrió enseguida.
—¿Has terminado? —le preguntó
asombrado.
—No —contestó Mary—. Me voy
ahora mismo. Búscate a otra para hacer
el trabajo. Yo...
De pronto Hua-Fei la agarró con las
manos grasientas por los hombros, la
empujó hacia el interior de la habitación
y la puso en la mesa donde antes estaba
la chica. Bajo la masa de grasa se
ocultaba una fuerza física insospechada,
pues la colocó sin esfuerzo sobre la
mesa, le levantó la falda y se impuso,
aunque ella se resistiera con pies y
manos, le mordiera y le arañara, y al
final le dejara un rastro de sangre en la
cara. Aun así, él consiguió llegar hasta
el final. Luego ella levantó la mano.
Señaló el rostro del chino con dos
dedos, entrecerró los ojos y lo miró
fijamente.
—Nunca más volverás a utilizar la
polla. Nunca. Acuérdate de mí.
Era obvio que el miedo que le
provocaba antes la mirada de Mary
había quedado atrás, pues se echó a reír
con desdén.
—Y tú te acordarás de mí, vieja bruja.
—Hua-Fei la dejó en la calle, donde
anochecía y nadie se molestó en mirarla,
ni una prostituta ni un marinero, nadie.
Todos estaban ocupados en sus cosas:
en sobrevivir, en llegar al día siguiente,
en la borrachera o en la embriaguez de
la lujuria, solos o en pareja.
Mary había tenido que aceptar muchas
humillaciones a lo largo de su vida. Sin
hacer caso del dolor que sentía en el
cuerpo, avanzó presurosa en vez de
perder el tiempo con lágrimas que de
todos modos no cambiarían nada. Pensó
que en la cárcel de mujeres estaría más
segura, por lo menos había comida con
regularidad.
JOHN KEATS,
A Emma
Bernhard no se consideraba
merecedor de la repercusión que estaba
teniendo su boda. El enlace entre el
médico militar alemán y la ex convicta
británica aparecía como una noticia
breve en la última página de la gaceta de
Sídney, y solo porque el gobernador no
había podido evitar casarlos en persona.
El redactor de la gaceta, sin embargo, no
había encontrado las palabras adecuadas
para lo que sintió Penelope cuando
William Redfern la llevó al despacho de
Macquarie, donde debía tener lugar la
ceremonia. Redfern le sujetaba el brazo
como si fuera una dama.
—Ahora es una dama, querida. —
Parecía que Macquarie le leía el
pensamiento—. Es una dama con un
corazón muy especial. Si Bernhard la ha
elegido como esposa, yo apoyo su
decisión con gran alegría. Y estoy
orgulloso de ser su padrino de boda, y
aún más de hacer de testigo de su
matrimonio. Yo... ay, Penelope. —Se
detuvo, le dio media vuelta y la abrazó
con cuidado para no arrugarle el velo—.
Sea muy bienvenida a Nueva Gales del
Sur. Espero que pueda perdonar y
olvidar todo lo desagradable que haya
vivido hasta ahora. —La soltó y le
acarició los brazos—. Espero que sea
muy feliz en su matrimonio.
Penelope le sonrió feliz, aunque había
notado sus dudas ocasionales. Tal vez le
ocurría como a ella: eso de la nueva
vida era una historia. Llegó allí como
una delincuente condenada. Era de lo
más raro pertenecer al otro bando de la
noche a la mañana solo por un
matrimonio y un pedazo de papel. Los
hechos seguían existiendo. Pero así era
en la joven colonia, como Lachlan
Macquarie le había explicado. La vida
estaba delante de los colonos, daba
igual si había llegado como convicta o
como persona libre. Quien probaba su
valía y demostraba empeño y voluntad
de abordar su nueva vida con valentía
tenía todo el afecto de Macquarie y no
se le pondría ningún impedimento.
Ningún gobernador firmaba tantos
indultos y pases de libertad como
Macquarie, ninguno contaba con tantos
amigos y admiradores entre los ex
convictos. Por tanto, ningún gobernador
recibía tantas críticas de la gente
respetable.
En la mirada de Macquarie no había
rastro de soberbia ni menosprecio
cuando unió a los recién casados y
colocó la mano de Penelope sobre la de
Bernhard.
—Que seáis el uno para el otro la
fuente y el agua a partir de las cuales la
tierra que tenéis bajo vuestros pies
crezca verde y florezca —afirmó el
gobernador con una sonrisa—. Le he
robado la frase a un cura, pero no al
señor Marsden.
Bernhard puso cara de asombro.
Nunca había ocultado la profunda
antipatía que sentía hacia Samuel
Marsden y que consideraba
completamente incorrecto su
nombramiento como magistrado.
—Pensé que no estaba mal la frase.
Señorita... la señora Penelope necesitará
un tiempo para acostumbrarse a su nueva
vida y sus obligaciones. Sea usted su
fuente y su agua, Kreuz. Permanezca a su
lado. —El gobernador agarró la mano
de Bernhard y la sacudió en un gesto
cariñoso y con insistencia.
Redfern abrazó a su amigo alemán y
Penelope se quedó al lado, mirando las
flores que tenía en la mano, incapaz de
creer lo que acababa de ocurrirle.
EMILY BRONTË,
A la imaginación
W. SHAKESPEARE,
Titania en Sueño de una noche de verano