Está en la página 1de 211

ENTRE LOS ARCHIVOS

DEL DISTRITO
KENNETH BERNARD
Traducción de Carmen Torres García
Índice

Explicación 13
Esperando a la señora Slotnik 17
Franqueo 25
Deporte 31
El señor M. 41
De bancos 49
Feria ambulante 61
Supermercado 69
Jiri 89
El club funerario 99
Microbia 131
La guerra de los Pingüinos 151
Presagios 165
Compañero 181
Refugio 189
Fragmentos 203
Para mi esposa Elaine
E X P L I C AC I Ó N

He decidido que, para distraerme, voy a dejar cons-


tancia de algunas impresiones generales de mi vida.
No es únicamente que, de pronto, me sienta solo, sino
que, en los últimos tiempos, se han producido uno o
dos acontecimientos que me han alterado. También
me han hecho reflexionar sobre cosas cotidianas. Su-
pongo que vivir solo no me sienta bien, y hacerme
viejo, tampoco. Las pocas distracciones que tuve
algún día ya no me satisfacen. Ahora veo a la gente de
otra manera. En una etapa de mi vida en que debería
estar ganando en serenidad, me siento cada vez más
inquieto. No estoy a gusto con mi edad. Además, me
acecha el miedo recurrente de que voy a cometer una
auténtica locura, una temeridad. Me preocupo dema-
siado por mis órganos y voy alternando entre periodos

13
de silencios prolongados y repentina verborrea. De
ahí esta nueva empresa, que requerirá perseverancia
y organización moderadas por mi parte y que me per-
mitirá autoanalizarme sin caer en la morbosidad. Du-
rante un tiempo, pensé que un animal podría servir
para tal propósito. Luego pensé en una pipa, en tabaco
aromático. Al final, me planteé practicar deporte,
hacer ejercicio con regularidad. Sin embargo, ninguna
de estas opciones estaba en verdadera consonancia
con mi carácter. Escribir unas cuantas notas sí lo está,
siempre que no me venga impuesto ni implique de-
masiada disciplina. Siempre que sea cuando y don-
de el cuerpo me lo pida. Creo que preferiría pintar o
componer música, pues son actividades más intensas
y directas, pero no tengo talento para ellas, no disfru-
to aprendiendo y no podría, en cualquier caso, ni cos-
tearme los materiales ni dedicarles el tiempo necesario.
Además, también tienen sus pegas. Alguien me vería,
alguien me oiría. Aunque me queje, hay algo en mí
que reclama privacidad. Tal vez ésa no sea exactamen-
te la palabra. Existe una intransigencia en mi interior,
una acritud de carácter, que pide respeto a la vez que
transmite la advertencia: «¡Fuera!». Mi espacio priva-
do, como el cuerpo de un leproso, ha ido reduciéndose
con el paso de los años. De un modo u otro, he si-
do descubierto, la podredumbre me ha invadido y co-
lonizado. Lo que ansío ahora es regenerarme, rescatar

14
un pequeño territorio en mí y devolverlo a su estado
original, salvaje y rebosante de vida, anexionarlo a los
menguantes dominios que aún poseo. Tal vez si logro
hacer esto, aunque sea de forma dispersa, sin correr
riesgos innecesarios, esté aún a tiempo de crear una
verdadera nación de mí mismo. Sería una reconquista
heroica, aunque completamente silenciosa, que me
permitiría mirar a la muerte cara a cara con una son-
risa en los labios. Por el momento, no colocaré bande-
ras ni estandartes brillantes, no pronunciaré discursos
grandilocuentes. Sencillamente, velaré por mi salud,
dosificaré mis fuerzas y cultivaré como un ratón la as-
tucia y la observación. Pequeños secretos sin conse-
cuencias y, no obstante, de vital importancia. Estoy
súbitamente convencido de que ésta es la única forma
de abrirse camino por el laberinto. Sí, en este preciso
momento, el aire huele más dulce y mis pulmones
están henchidos, aunque no estén listos para expe-
ler palabras.

15
E S P E R A N D O A L A S E Ñ O R A S LO T N I K

Me encontré con la señora Slotnik a tres manzanas


de nuestro edificio. Casi se echa a llorar al verme.
Tenía moretones en la cara e iba con cierta descom-
postura en el vestir. «No me queda mucho en este
mundo», me dijo. La creí. Lo soltó todo de inmediato.
Grodek, el matón del edificio, prácticamente estaba
acampando en el vestíbulo. Cada vez que ella entra-
ba o salía, él le pegaba. Al principio se contentaba con
burlarse de ella y con ponerle motes como Bola de
Sebo o Bolsa de Pus. Luego, poco después, empezó a
darle empujones, bofetadas y puñetazos. La última
vez, le sacudió de tal manera que tuvo que permane-
cer en cama durante dos días. El hambre la hizo salir
y esta vez sólo se libró de una buena paliza porque

17
Grodek estaba distraído con una joven del primer pi-
so llamada Sylvia, de la que se decía que vendía su
cuerpo. Aun así, le dio una bofetada en la cara y en
el cuello y la zarandeó. Sin embargo, no le propinó
ninguna patada ni le golpeó la espalda.
—¿Por qué le hace eso? —le pregunté.
—¿Cree que lo sé? Dice que tengo que irme. ¿Adón-
de voy a irme? No tengo adónde ir. Él ni siquiera vive
en el edificio. ¿Por qué está siempre allí?
—Tal vez por Sylvia —sugerí.
Ella se rio.
—Para ella, él es un cerdo seboso. Lo atormenta
con su enorme trasero. Pero él no se rinde. Cree que
la conseguirá. Una noche ella no cerrará con llave y él
entrará.
Sylvia no me preocupaba, aunque la observara a
hurtadillas. La idea de su puerta sin cerrar y de su gran
trasero me aguijoneaba. Eso y su acento. A veces, ape-
nas la entendía. No es que me hablara. Cuando le ha-
blaba a otros.
—Venga conmigo —dijo la señora Slotnik—. Ayú-
deme.
Mi vacilación resultaba evidente. Me tocó el brazo
y me miró cara a cara. Tenía los ojos empañados. Era
mayor, pero hubo un tiempo, hace años, en que solía
pensar en su cuerpo. No siempre fue una bola de sebo
o una bolsa de pus.

18
—Por favor —añadió.
Yo me encogí de hombros.
—A lo mejor atiende a razones —dije.
Ella soltó una risa socarrona.
—Sí, por supuesto, hay muchas probabilidades…
Dinero, comida y enormes traseros, a eso es a lo que
atiende. ¿Dónde vive, de todos modos? ¿Es que no
duerme ni va al baño?
Fuimos caminando hasta Michael’s, una tienda de
comestibles, y ella cogió una botella de leche. Las es-
tanterías estaban vacías y polvorientas. Michael nos
observaba detenidamente, sin decir nada. Sólo utili-
zaba bombillas de cuarenta vatios. Éramos clientes
habituales. La señora Slotnik me dio la espalda y se
sacó algo de entre las profundidades de la ropa para
pagarle. Pensé que tal vez Grodek estuviera inten-
tando sacarle el dinero a tortazo limpio. Se rumorea-
ba que poseía monedas de oro. Yo no me lo creía. Lo
único que le quedaba era la pequeña pensión de su
último marido. Y, de vez en cuando, alguien le pedía
que le hiciera una tarta. De joven, sus dulces la habían
hecho famosa en el barrio. Metió la leche en el bolso
y nos marchamos.
—Que tengan un buen día —dijo Michael.
Me arrepentía de haber parecido estar dispuesto
a interceder por ella. Yo también le tenía miedo a
Grodek. No me gustaba la forma en que me miraba

19
últimamente, aunque era puntual a la hora de pagar
todos mis recibos. ¿Demasiado puntual, tal vez? Tam-
bién había estado intentando mejorar mi caligrafía.
—Escuche —dijo la señora Slotnik—. Un día me
está pellizcando el culo y al siguiente me está pegan-
do. ¿Le parece normal? ¿He cambiado de la noche a
la mañana? Sólo tengo cincuenta y ocho años.
Yo no dije nada. Tenía la mente puesta en Grodek.
—No limpia, no trabaja. Se limita a holgazanear
por ahí. ¿Por qué no se busca otro edificio? —añadió.
Tenía razón. Había algo raro en la forma en que
había aparecido de repente, de la nada, en la forma
en que holgazaneaba, día y noche, al parecer, co-
mo si fuese el dueño del edificio u ostentara algún
privilegio especial. Y nadie decía nada, a excepción
de Sylvia, que se reía y lo llamaba «cerdo seboso» en
dos idiomas. Cuando llegamos, estaba apoyado en el
quicio de la puerta. Antes de que yo abriera la boca,
sonrió y le dio a la señora Slotnik tal bofetada que a
ésta se le salieron los dientes postizos. Ella se apre-
suró a cogerlos y él se disponía a propinarle una pa-
tada cuando interpuse peligrosamente mi cuerpo.
Fue el único acto que, en aquel momento, podía de-
tenerlo.
—Señor Grodek, ¿no le da vergüenza? —le dije—.
No es más que una anciana inofensiva. ¿Por qué la
atormenta?

20
Entonces se giró hacia mí con gran atención. Me
pregunté dónde comería para estar tan gordo. Sus
ojos, que yo creía pequeños, eran, en realidad, grandes
y su mirada, dulce.
—¿Atormentarla? —dijo—. ¿Atormentarla? —Pro-
nunció esa palabra como si fuera extranjera—. ¿Quie-
re que la deje pasar?
Era, en cualquier caso, una pregunta retórica, pues
ella había recogido sus dientes y le había pasado por
delante a toda prisa, esperándome a medio camino
del primer descansillo de la escalera.
—No tiene sentido —argumenté—. Usted, un hom-
bre fuerte y sano, pegando a una pobre anciana. Así
que pensé… al ser usted un hombre sensato, que yo…
Mis palabras se fueron diluyendo. Sonaba ridículo.
Me sentía ridículo. Me quedaba sin argumentos. Él no
decía nada. Tan sólo me miraba como si fuese a co-
merme. Yo me encogí de hombros e intenté sonreír.
—Que tenga un buen día —dije, y empecé a bor-
dearlo. Él sonrió, juntó los talones de un taconazo e
hizo una ampulosa reverencia.
—Es usted todo un caballero, señor —respondió—.
De la vieja escuela.
Yo solté una risita ahogada como vaga muestra de
reconocimiento fraternal y me dirigí hacia la escalera.
Antes de que llegara, sentí una punzada allá donde
termina la espalda como ninguna otra que hubiera

21
sentido jamás. Grodek me había propinado una pa-
tada en el trasero de tal forma y en tal punto que sen-
tí subir reverberaciones de dolor hasta la cabeza.
La punta de su bota había tocado hueso. Yo salí me-
dio volando, trastabillándome hacia la señora Slotnik
—que ya se replegaba— con los ojos llenos de lágri-
mas, traicionado, humillado, preso de una profunda
desesperación. De haber querido, podría haberme ma-
tado con una pluma. La señora Slotnik tiró de mí es-
caleras arriba, lejos de la grosera risotada de Grodek.
—Que tengáis vosotros el buen día —nos gritó—.
¡Bolsa de Pus y Cabeza de Pus!
La señora Slotnik, que vive justo enfrente, al otro
lado del rellano, quería que fuera a tomar un vaso de
leche caliente con ella.
—No soy tan vieja, no soy tan vieja —murmuraba,
agarrándome con firmeza, y haciendo lo mismo con
su dentadura.
Balbuceé una negativa con el único deseo de estar
solo para bajarme los pantalones y evaluar daños.
Creo que ella quería abrazarme, darme las gracias
de alguna manera, hacerme saber lo mal que se sentía
por el lío en que me había metido, pero me dejó mar-
char, se quedó observándome hasta que cerré mi
puerta. Ella tenía sus propias investigaciones que lle-
var a cabo. Yo me fui al servicio y vomité, sentado en
el suelo y abrazado a la taza del váter. Luego me quité

22
los pantalones y los calzoncillos y me palpé. Entre las
piernas había una especie de papilla en lugar de algo
duro y sentí escalofríos. Me metí en la cama y me tapé
con todas las mantas. A pesar del dolor punzante que
sentía en el lugar donde Grodek me había dado la
patada, me quedé dormido. Cuando desperté era de
noche. Me levanté y fui a buscar un té y una galleta.
Dolía a cada paso, pero podía caminar. Me pregunté
qué significaba todo aquello. ¿Quién era este tal Gro-
dek para hacer lo que había hecho? ¿Con qué derecho?
Fui a orinar y vi que podía, pero con algunos restos
de sangre. Bastante normal, pensé, dadas las circuns-
tancias. Volví a meterme en la cama y pensé en Sylvia
hasta el amanecer. Luego, dormí durante todo el día
y la mitad de la siguiente noche. Seguía habiendo san-
gre en mi orina. Crucé el rellano y llamé a la puerta
de la señora Slotnik. Nadie contestó. Volví a la cama
y dormí hasta casi mediodía. Salí de nuevo al rellano.
La puerta de la señora Slotnik estaba entornada. Cla-
ro que tenía más de cincuenta y ocho años, pensé.
Llamé a la puerta. No contestó. La abrí del todo. Su
apartamento estaba vacío. Me asomé por la barandi-
lla, no vi a nadie, pero oí el murmullo de voces y un
perro que ladraba. Cerré mi puerta y empecé a bajar
la escalera, lo cual resultó más doloroso de lo que es-
peraba. Las voces se fueron elevando. Volví a mi apar-
tamento y me puse a manosear uno de los viejos

23
juguetes de Jiri. Pensé si no sería mejor esperar a ha-
blar con la señora Slotnik antes de bajar y, así, ejercitar
las piernas mientras tanto. Ella estaría al corriente de
lo que había pasado, tendría las últimas noticias. Miré
de nuevo en su apartamento. Seguía vacío. ¿Se habría
mudado? ¿Pero adónde? No tenía adonde ir. En cual-
quier caso, la esperaría un poco más. Contaba con pro-
visiones. No tenía una necesidad imperiosa de bajar
y salir. Pero ¿y cuando la tuviese? Un día le había to-
cado el culo y al día siguiente le había dado una
bofetada. ¿Tanto había cambiado ella de la noche a la
mañana? ¿Lo habría provocado? Me miré en el espejo.
En realidad, me escruté. Salvo por la cara sin afeitar,
parecía el mismo. Y tampoco había necesidad de afei-
tarse en aquel momento. Podría hacerlo justo antes de
salir, cuando la comida comenzase a escasear, en uno
o dos días. Eso sería pronto. Ya caminaría mejor. Ade-
más, de todas formas, últimamente estaba comiendo
menos como parte de mi nuevo programa. Tal vez la
señora Slotnik hubiera vuelto para entonces.

24
FRANQUEO

No suelo enviar muchas cartas. He llegado a esa eta-


pa de la vida en que las facturas son pocas y regulares.
La mayoría de ellas la pago en persona, después de ca-
minar una o dos manzanas y esperar una cola. Las
colas no me importan, porque siempre me llevo algo
para leer. En un tris ya estoy en el mostrador, pago mi
factura, doy las gracias y me marcho. En la oficina de
correos también hay colas. Sin embargo, como tengo
bastante flexibilidad horaria, intento esperar hasta que
haya poca gente en la cola antes de ponerme en ella.
Ayer vi que no había nadie en la oficina de correos,
circunstancia excepcional, porque es una estafeta aten-
dida únicamente por dos personas y una de ellas,
por lo general, está ocupada dentro o ha salido para

25
almorzar. En realidad, no necesitaba sellos, pero era
una oportunidad demasiado buena como para desa-
provecharla. Y, de hecho, tenía una factura que po-
día liquidar unos días antes. Así que entré y me dirigí
al mostrador. La empleada, una mujer negra, obesa
y en los últimos días de su juventud, estaba leyendo
una revista de moda, comiendo un pastel y bebien-
do un café en un vaso desechable. En lugar de inte-
rrumpir lo que parecía una especie de descanso ma-
tutino, saqué mi propio material de lectura, un viejo
libro que ya había leído una vez, la historia de un des-
tino inexorable y de una heroica entereza. No tenía
especial prisa. Sin embargo, al cabo de un rato, levan-
té la vista y vi que me estaba clavando una mirada
casi inexpresiva.
—Buenos días, buenos días —sonreí, guardando mi
libro.
Ella estuvo un momento sin decir nada. Luego, un
poco insolente, a mi juicio, soltó:
—¿L'a comido la lengua ed'gato? ¿L'a comido la
lengua ed'gato?
Esto me dejó un poco desconcertado. Y, por alguna
razón, este incidente le pareció desternillante y se
puso a reír a carcajadas. Sus encías no estaban preci-
samente sanas. Tenía pastelillo pegado en los dientes.
Su aliento apestaba. Y me pregunté si su lengua era
realmente púrpura. Ella intuyó mis observaciones

26
poco halagadoras y dejó de reír. Una de las cosas que
me gustaba de la estafeta era que, al contrario que en
las oficinas de correos principales, aún no se habían
levantado las barreras de cristal a prueba de balas que
separaban de manera tan radical al empleado de los
clientes. A mí me gustaba el sentimiento de proximi-
dad física, casi de contacto, y, a pesar de que en sus
varios años de servicio jamás habíamos cruzado más
de dos palabras seguidas, sentía que, de alguna ma-
nera, conocía a esta empleada y que ella me conocía
a mí. No es que en ese momento estuviese prestán-
dome más antención que a una mosca en la pared.
Digamos que no lo hacía de manera enfática. El si-
lencio se volvió incómodo. No tenía respuesta para
su extraña pregunta gatuna. Saqué una moneda y le
pedí un sello. Hubo otra larga pausa mientras se que-
dó observando la moneda, tan indefensa en el mos-
trador. Entonces, recuperó su espíritu jovial y volvió
a estallar en una carcajada.
—¿Y ha venido hasdaquí para molesdarme por un
sellito? ¿Me esdá vacilando?
Volvió a reírse. Algo en esta situación le seguía pa-
reciendo muy gracioso. Tal vez era yo el que le parecía
gracioso. Intenté reír un poco por compromiso, pero
no pude. Tenía la garganta seca sin motivo aparente.
Debí de parecer confundido, porque ella, de repen-
te, se estiró por encima del mostrador, me agarró de

27
la chaqueta con una mano regordeta y, con la otra, me
pellizcó la mejilla con aire juguetón.
—Ed cabrocente quiere un sellito, ed cabroncete
se lleva un sellito. ¿Contento caballedo?
En realidad, el pellizco no me pareció nada jugue-
tón. Me dolió. Casi se me saltaron las lágrimas. Y, aun-
que no me hubiese dolido, habría seguido resultan-
do, cuando menos, desconcertante. ¿Cabroncete? ¿Creía
que estaba flirteando con ella? ¿Estaba haciéndose la
graciosa? ¿Se había producido algún malentendido en
mi última visita? ¿No le llegaba bien el riego al cere-
bro? Murmuré algo, algo incoherente, seguro, y fui
reculando.
—¡Sea un buen chico! —gritó, y se rio de nuevo.
De golpe, llegaron varias personas y formaron una
cola. Eché un vistazo al interior. Ella les estaba aten-
diendo sonriente y con eficiencia, sin confianzas ni
pellizquitos de ningún tipo. Me di cuenta de que no
había cogido mi sello. También me di cuenta de que
no podía, sencillamente, colarme y pedirlo. Y si hacía
cola, cuando llegara al mostrador, ella iba a mirar-
me como si nunca me hubiese visto. De todas formas,
mi historia sonaría absurda. Era absurda. No iba a re-
cuperar mi sello. Ni mi dinero. De eso no cabía la
menor duda. Un hondo escritor que una vez encontré
en un cubo de la basura decía: «Una mosca de la fruta
consciente tendría que enfrentarse exactamente a las

28
mismas dificultades y al mismo tipo de problemas
irresolubles que el hombre». Era una idea curiosa. En
aquel preciso momento, decidí que, en adelante, iría
más lejos a por mis sellos, hasta la oficina de correos
del distrito, donde las colas son más largas y hay cris-
tal a prueba de balas. Será menos acogedor, sin duda,
una especie de derrota, pero resultará más sencillo
y más seguro. Probablemente, los empleados serán
más de mi tipo, de trayectoria profesional más larga.
Habrá carteles en las paredes. Hablarán mi idioma.
Y, por supuesto, compraré en cantidad. En un sitio tan
concurrido, tienes que comprar en grandes cantida-
des o, de lo contrario, te miran raro.

29
D E P O RT E

Soy un fanático del deporte. De hecho, siempre he


sido un aficionado al deporte. Desde mi más tierna
infancia, he sido un apasionado observador de balo-
nes lanzados, balones pateados y balones golpeados,
así que me hizo especial ilusión cuando mi sección me
eligió para asistir al partido de competición oficial de
la Ciudad Norte. Por supuesto, también era una res-
ponsabilidad. Iba a tener que dar cuenta de algo más
sobre el acontecimiento de lo que mis amigos, vecinos
y antiguos colegas verían en sus pantallas, algo espe-
cial, significativo, memorable. En cuanto caí en la cuen-
ta de esto, me preocupó no estar a la altura de las
circunstancias. Desempolvé un antiguo cuaderno del co-
legio (Lógica I) y dividí las páginas vacías en apartados:

31
antes del partido, partido, descanso y después del par-
tido. Unas cuantas palabras en cada una bastarían pa-
ra desencadenar recuerdos que luego podría engordar.
Me relajé y me puse a fantasear ante el placer que me
aguardaba. Pero luego, ironías de la vida, el día del
partido, preso del creciente fervor, olvidé el cuader-
no. No sólo lo olvidé, sino que ni siquiera pensé en
él hasta que el partido hubo finalizado. Y para enton-
ces sólo tenía una cosa en mente y, en realidad, era
mejor no contarla.

Naturalmente, me vestí para la ocasión y llevé la cor-


bata de mi sección. Y, naturalmente, me fui temprano
para asegurarme de que no me equivocaba y de que
encontraba el asiento que tenía reservado. Las calles
estaban abarrotadas de gente y banderas. No era día
para gatos ni ancianos, así que me fui abriendo paso
con precaución. Cada año había unos cuantos aplas-
tados. El problema resultó ser que no veía nada des-
de mi localidad, que estaba en un remoto rincón del
estadio y bajo un palco inclinado. Vi que otros hom-
bres a mi alrededor estaban igualmente contrariados.
Sin duda, procedían de otras secciones de mi club, que
es para empleados jubilados y discapacitados de la di-
visión dos a nivel de la administración municipal. Ca-
da año se organizan varios grandes acontecimientos,

32
como los asados de cerdo, así que pude saludar a uno
o dos de ellos con un gesto de cabeza. Estaba claro
que, incluso poniéndonos de pie en nuestros asien-
tos, íbamos a tener sólo vistas parciales. Cuando los
equipos saltaron al campo, dejé discretamente mi lo-
calidad, sabedor de que pronto la ocuparían, y fui en
busca de una fila desde la que disfrutar de una mejor
perspectiva. Sé que un hombre se dio cuenta de lo que
pretendía hacer, aunque intentó disimularlo. Lleva-
ba mi misma corbata y permaneció sentado con aire
remilgado en su asiento cuando todos los demás se
levantaron. Sabía que no iba a ver nada del partido y
me olvidé de él. Me encontraba inusualmente exci-
tado, porque pronto estuve codeándome con tipos
que hacían apuestas, con mujeres hermosas y liberti-
nas y con directivos de elegantes trajes. Me sentía atur-
dido, como si yo mismo hubiese hecho una apuesta.
El partido, de hecho, empezó antes de que pudiera ver
algo, pero cuando la multitud rugió, me dejé arrastrar
hasta conseguir una vista más panorámica. Los Gari-
baldi, que parecían los claros perdedores a mitad de
temporada, habían sobrevivido milagrosamente a va-
rias eliminatorias y se habían clasificado para el partido
de hoy, cuyo ganador seguiría jugando en competicio-
nes regionales y, luego, si tenía suerte, en ocho más
antes de las finales a nivel nacional. Mi sección apoyaba
a sus contrincantes, los Hoosier, pero mi dinero, aunque

33
poco, iba para los Garibaldi, un equipo agresivo, de
juego sucio, si bien, de alguna forma, tocado también
por cierta gallardía y revolucionado este año por el
fichaje de un tal Jerry («Jiri») McCorkle, conocido por
ser un mujeriego y por sus excesos con el alcohol y
la velocidad. Incluso ahora que tenía mejores vistas,
no estaba seguro de qué equipo ocupaba qué parte
del campo, aunque deduje por mis embriagados veci-
nos que a los Garibaldi les estaban sacando ventaja
rápidamente, sobre todo porque McCorkle estaba pa-
ra el arrastre. Observé varias jugadas sensacionales
en las que el balón desaparecía para volver a apare-
cer en uno u otro extremo del campo, y entonces, de
repente, empezaron a decir que los Garibaldi esta-
ban remontando. Hubo un momento en que el balón
se quedó suspendido en el aire sobre el medio campo
y se desató una algarabía descomunal. ¿Quién había
chutado? Me chorreó cerveza por la cabeza y la mu-
chedumbre, que parecía ser seguidora del equipo, me
arrastró en tropel un tramo de escalones hacia ade-
lante y hacia abajo. En las gradas inferiores tampoco
quedaba nadie sentado y cuando pensé en mi homó-
logo de sección allá arriba, a mis espaldas, mirando
culos de pantalones, aplaudí en silencio mi anterior
decisión.

34
Durante los siguientes veinte minutos vi poco, pues
estaba ocupado intentando mantener el equilibrio,
pero entonces, en medio de un repentino bramido,
llegó el descanso, demasiado pronto, al parecer. Ha-
bían marcado un gol increíble pocos segundos antes,
alguien había resultado herido y se lo habían lleva-
do, y un famoso cantante estaba a punto de ameni-
zar el descanso, acompañado de un ejército de pati-
nadoras adolescentes en biquini. No estaba seguro
del marcador, pero me daba la impresión de que ten-
dría oportunidad de ponerme al día durante el se-
gundo tiempo. Le pedí un refresco a uno de los mu-
chos vendedores ambulantes ataviados con colores
vistosos que se abría paso entre la multitud. «Lima.
Lima», le grité (mi bebida favorita), y me plantaron
un sándwich de carne en la mano. A mí me dio la
risa y, antes de que pudiera pagar, la marea humana
me arrastró de nuevo, dejándome la espalda magu-
llada y con la sed sin saciar. Le di un rápido mordis-
co al sándwich y descubrí que estaba bañado en sal-
sa de pimentón, la cual detesto, así que lo dejé caer
a mis pies. Alguien cerca de mí resbaló sobre él, me
agarró para no perder el equilibrio y ambos caímos
pesadamente al suelo.
—Vaya partido, ¿eh? —me soltó con un guiño, y
ambos nos echamos a reír mientras nos ayudábamos
a levantarnos el uno al otro.

35
El tipo me resultaba vagamente familiar, y estaba
a punto de preguntarle para qué departamento ha-
bía trabajado, cuando alguien me embutió el sánd-
wich de carne en la boca, gritando desaforadamen-
te que el partido había comenzado de nuevo. Por
poco me atraganto; lo escupí todo, pero no antes de
que el vendedor me viera. Éste me agarró brusca-
mente y dijo:
—Ah, no. Eso sí que no, señor.
Y entonces la muchedumbre me atropelló de
nuevo. El segundo tiempo había comenzado hacía un
buen rato, durante el cual los Garibaldi se habían
puesto por delante en el marcador, después de lesio-
nar a la mitad del equipo de los Hoosier.
—Es que son de sangre caliente —dijo alguien—.
Con las mujeres también son unos fenómenos.
Se decía que «Jiri» McCorkle, por poner sólo un
ejemplo, tenía que vivir siempre escondido a causa del
número de mujeres despechadas que lo acosaban.
Para entonces ya me había colado en la última valla
de mi grada y el campo entero, de un magnífico verde
esmeralda, se desplegaba ante mis ojos.
—¿Por quién apuestas? —me preguntó el de al
lado.
Le dediqué una mirada estúpida para indicarle mi
relativa indigencia y él se dio media vuelta asqueado.
—Por los Garibaldi —respondí—. Ése es mi equipo.

36
Sin embargo, él continuó dándome la espalda, así
que yo hice lo mismo. Al siguiente gol me estrujaron
contra la valla, por lo que tuve que hacerme sitio a ca-
derazo limpio entre el gentío antes de que marca-
ran de nuevo. Esto hizo que perdiera diez minutos,
pero los gritos de entusiasmo me aseguraban que los
Garibaldi seguían presionando. Pronto, todos a mi
alrededor estuvieron coreando como tontos: «¡Cor-
kle! ¡Cor-kle! ¡Cor-kle!...», por lo que deduje que una
jugada decisiva estaba a punto de culminar y que
McCorkle iba a ser su artífice. Todavía no estaba se-
guro de quién era quién. En cualquier caso, en ese
momento los dos equipos parecían completamente
enredados en medio del campo y no se movían ni ha-
cia un lado ni hacia el otro. De repente, un jugador
solitario se desmarcó, corriendo como hacia la ban-
da, pero enseguida cambió de dirección y se dirigió a
toda velocidad hacia arriba o hacia abajo del campo.
El griterío era ensordecedor. Mi espalda estaba a pun-
to de partirse. ¿Era McCorkle?

Al día siguiente, supe que se trataba de un jugador


de los Hoosier llamado Swaboda, un cambio de úl-
tima hora. Los Garibaldi habían perdido. McCorkle
no estaba en racha y corría el riesgo de que lo tras-
pasaran o lo devolvieran a su antiguo club. Preparé

37
mentalmente algunas de las jugadas más destacadas
del partido, adorné el incidente del sándwich de car-
ne, por ejemplo, que, en realidad, había sido bastante
cómico. No sirvió de nada. Todo el mundo tenía su
propia versión del encuentro y rebatía acalorada-
mente cualquier otra. También resultó que me había
roto el brazo, una auténtica sorpresa para mí, aunque
no para otros con los que me tropecé en el consulto-
rio, donde pasé la mayor parte del día siguiente. No
había sentido nada hasta que me desperté. Salir del
estadio y volver a casa había sido extenuante y había
dormido como un tronco, soñando con chicas des-
nudas en patines. Era más bien una fisura que una ro-
tura y tuve que llevarlo en cabestrillo durante varias
semanas. También descubrí que mi entrada no ha-
bía sido del todo gratis, pero el cargo fue simbólico,
incluso sumado a la factura de la tintorería. Corría
el rumor de que McCorkle no había siquiera juga-
do en ese encuentro, pero como los Hoosier perdie-
ron en el partido de vuelta, pronto se olvidó todo. Va-
rios días después, me tropecé con el miembro de la
sección que había visto cerca de mi asiento original y
nos saludamos con un gesto de cabeza. Estoy seguro
de que se preguntó dónde habría desaparecido aquel
día. No tenía intención de aclarárselo. Y yo sabía que
no había nada que el pobre pudiera aclararme a mí.
Cuando, por fin, me quitaron la escayola, me sentí un

38
poco mareado y liviano. Fui a un restaurante del ba-
rrio, me tomé una cerveza para celebrarlo y me eché
unas buenas risas. Bien pensado, había sido un día re-
dondo.

39
EL SEÑOR M.

El señor M. —digo señor M. por precaución— es un


hombre rico según mis estándares. Lo respeto porque,
aunque posee cuantiosos recursos, nunca ha abando-
nado el vecindario. Trata a todo el mundo por igual.
Es generoso con los niños que hacen colectas para sus
clubes. Su apartamento no tiene nada de ostentoso.
Es grande, por supuesto. Allí, nunca se tiene la sensa-
ción de que vaya a faltar la comida o la bebida y, sin
embargo, se sirven porciones modestas. No te tratan
con condescendencia. Te dan una cálida bienvenida y
una cálida despedida. No obstante, intuyes —sabes—
que, detrás de todo eso, existe una abundancia de me-
dios, una riqueza sólida que confiere fuerza y seguri-
dad a cada movimiento. Así que podéis imaginar mi

41
estupefacción cuando un día, a varias manzanas de
distancia, vi que un agente de policía le estaba gol-
peando la cabeza con una porra. Yo estaba parado
ociosamente en la acera, disfrutando de los primeros
rayos del sol primaveral, abarcando con la mirada la
escena al completo, en la que él no era más que un
simple puntito. Recuerdo haber pensado que debía de
estar regalándole el oído al agente con unas palabras
amables. Era su práctica habitual con los abundantes
funcionarios públicos de nuestro vecindario y aquello
me hizo sentir el sol aún más radiante. Y entonces, sin
que realmente me diera cuenta, el señor M. levantó
de pronto las manos y la voz, y el agente le propinó
un contundente golpe en la cabeza. Fue como un pe-
queño trueno en medio de un cielo claro. Me quedé
horrorizado, por supuesto, y empecé a correr hacia él,
hasta que vi que él mismo se dirigía a toda prisa en mi
dirección, presionándose el cuero cabelludo con una
mano, por la que chorreaba sangre. Estaba rojo de ira.
«Mi querido señor M.», le dije, «¿qué ha ocurrido? ¿Ne-
cesita ayuda?». Él pasó a mi lado sin percatarse si-
quiera de mi presencia. Ajá, pensé un tanto irritado,
ahora sí que se va a liar una buena. Y seguí paseando
con total indiferencia en dirección al agente de policía
culpable, para tener una vista privilegiada de la es-
cena. Era un tipo de aspecto zafio pero alegre, con la-
bios carnosos, miembros fuertes y ojos azul pálido.

42
Su cara no reflejaba la menor ansiedad por sus ac-
tos, ni trataba de marcharse. Ahora vas a saber lo que
es bueno, hombre, pensé. El señor M. no es un cual-
quiera. Los minutos se transformaron en cuartos
de hora y, finalmente, pasó una hora entera. Nada de
sirenas, nada de señor M., nada de jefe de escua-
drón, nada de funcionarios públicos, nada de segui-
dores, nada de mirones (excepto yo). Todo seguía
como siempre. ¿Qué había hecho entonces el señor
M.? ¿Había quebrantado la ley? ¿Hubo más de lo que
mis ojos pudieron captar? Me fui a casa a meditar
sobre aquello.

Al día siguiente, me encontré al señor M. en la estafe-


ta postal. Mi rolliza empleada estaba de servicio. El
señor M. tenía mejor aspecto, llevaba una venda en la
cabeza y no prestaba atención a nadie. Iba pertre-
chado de un fajo de cartas con pinta de ser oficiales y
lo observé a hurtadillas lamer sellos con fervor. Estaba
empapado en sudor. Qué inteligente, pensé. Ésa era
la manera de hacerlo. Nunca se llegaba a ningún si-
tio salvo por los cauces adecuados, por los funciona-
rios adecuados. Y el señor M. los conocía a todos, del
primero al último. Unas cuantas cartas en los círcu-
los apropiados y nuestro policía estaría cogido por el
cuello durante unos cuantos años; tal vez incluso lo

43
desacreditaran. Qué endiablada paciencia y astucia
la del señor M. Quería abordarlo y felicitarlo por lo
acertado de su proceder, pero se notaba a la legua que
no estaba de humor para que lo interrumpiesen. In-
cluso rechazó a una preciosa niña con uniforme ma-
rrón de los Scouts, con los que siempre colaboraba,
con un brusco: «Luego. Luego. ¿No ves que estoy ocu-
pado?». En realidad, la niña sólo había querido salu-
dar a uno de sus mejores colaboradores y clientes. El
señor M. se precipitó hacia la salida, miró con cuida-
do en ambas direcciones y se marchó a toda prisa. Me
constaba que aún no había terminado, ni mucho
menos. «Sea un buen chico», murmuré para mis aden-
tros. No tenía ni idea de lo que había querido decir.

Cerca de una semana después, pasé por delante del


edificio del señor M. Sabía cuál era su piso y levan-
té la vista hacia él. Todas las persianas estaban echa-
das. Era comprensible. No cabía duda de que se había
declarado la guerra y de que éstas eran condicio-
nes de asedio. Las tácticas del señor M. estaban a la al-
tura de su estrategia. Las cartas tardarían su tiempo.
Resulta lento movilizar a funcionarios y subalternos.
La burocracia es como un monstruo aletargado. Sin
embargo, una vez espabilado, se le debe alimentar.
Y las cartas del señor M. iban a espabilarlo. Mientras

44
cavilaba sobre todo esto, un drama tuvo lugar ante
mis ojos. De un extremo de la calle venía el señor M.,
sin afeitar y un poco desaliñado. Del otro, vagando
con aire de suficiencia, venía el mismo agente que le
había abierto la cabeza. Se vieron al mismo tiempo.
La gente sonreía y se apartaba del camino. Podía adi-
vinar los pensamientos del señor M. ¿Sería capaz de
llegar a la entrada de su edificio antes que el agente
de policía? Ambos aceleraron el paso, pero el señor
M., llave en mano y casi corriendo, parecía llevar ven-
taja. Y entonces el agente hizo como si lo persiguiese,
zapateando en el suelo y dando al mismo tiempo un
vigoroso golpe con la porra en un vehículo que tenía
al lado, el cual, creo, dejó bien abollado. El señor M.
dio media vuelta y puso pies en polvorosa, desapare-
ciendo tras la esquina más cercana. El agente de po-
licía estalló en una risotada estruendosa y continuó
con su ronda. Cuando pasó por mi lado, fingí no verlo.
Levanté la vista al cielo, como si observara grandes
aves migratorias. Entonces sentí un golpe seco en la
parte baja de la espalda. Su porra. Lo miré, me guiñó
el ojo, y siguió su camino. Sonríe, so bestia, pensé, fro-
tándome la espalda, tienes los días contados.

Dos días más tarde salí a la calle temprano después


de otra noche en vela. Pensé que ver salir el sol me

45
levantaría el ánimo, junto con un café y un paneci-
llo tostado en mi cafetería favorita. Delante del edi-
ficio del señor M. había un viejo coche aparcado. No
reconocí al conductor. Poco después, el señor M. apa-
reció con su esposa, una mujer insulsa y más bien
corpulenta, dos niños enclenques con cara de can-
sados y una serie de bultos. Él lo metió todo de mala
manera en el coche, le dio al conductor un puñado
de billetes y reprendió a su mujer, que no paraba de
llorar. «Marchaos, marchaos», urgió, haciendo señas
al coche para que arrancase incluso viendo que su es-
posa le tendía la mano. En vano. Lo comprendí al ins-
tante. Nada de rehenes a su suerte. El hombre no
transigía. No se hacía ilusiones. Esperó hasta que el
coche estuvo suficientemente lejos y luego se dio
media vuelta para entrar. «Espere, espere», grité. Se
giró un poco asustado. Luego, al verme, se detuvo.
Tenía los ojos inyectados en sangre; su pelo parecía
haberse teñido de blanco de la noche a la mañana. Le
cogí una mano y se la estreché con firmeza.
«Lo admiro profundamente», le dije. «Y ganará.
¡Usted ganará!». Él me miró durante unos segundos;
luego, rompió a llorar, dio media vuelta y me cerró
la puerta en las narices. Nunca más volví a verlo.

46
Lo que pasó después no está claro, para variar. Per-
manecí alerta durante días, a la espera del desenlace
final. Sin embargo, no ocurrió ningún hecho tangible,
concluyente. Las persianas continuaban bajadas, el
agente de policía seguía patrullando, levantando in-
cluso la vista hasta las ventanas del señor M. Una vez
creí ver a M. mirando fuera a hurtadillas, pero no
estoy seguro. Una mañana seguí al cartero hasta el
vestíbulo y vi que el buzón de M. estaba atestado de
correo. ¿Se habría reunido con su mujer y sus hijos
para luchar desde otro frente? Y, si era así, ¿por qué?
Los rumores se desataron después de que unos agen-
tes de policía de paisano realizaran una visita en plena
noche. Fueron pocos los testigos y éstos se contrade-
cían. Habían derribado la puerta para entrar y habían
salido con material. Pero ¿qué material? La puerta se
precintó hasta que un subastador vino y se lo llevó
todo, vendiéndolo luego y enviando el cheque, según
se dijo, a la esposa de M. Un anciano del último piso
reveló que M. se había colgado de un conducto de la
calefacción y que fue el olor lo que alertó a la policía.
El hombre insistió en que conocía muy bien el olor
de los muertos. Nadie lo tomó en serio. Mi opinión
era que M. había descubierto que sus aliados y con-
tactos en el sistema burocrático se habían visto sedu-
cidos por nuevas ideologías y habían formado nuevas
alianzas, y él, sabia y rápidamente, se había marchado,

47
junto con su familia y su riqueza, a otro lugar. Sin em-
bargo, hasta su riqueza fue cuestionada. Alguien que
estuvo presente en la subasta de sus bienes aseguró
que compraron poco, que los muebles eran viejos,
la ropa de hogar estaba raída y las prendas de vestir,
remendadas. Y que el dinero no fue a parar a su esposa
sino al Estado, en concepto de impuestos y multas. Es
cierto que las señales visibles de la riqueza del señor
M. eran escasas, siempre habían sido escasas, pero
yo confiaba en mis impresiones sobre él. No hay du-
da de que se ha ido, al menos de momento. Han sub-
dividido su apartamento y los nuevos inquilinos viven
como el resto de nosotros. Las niñas y niños pequeños
ya no tienen tanto éxito allí, pero uno o dos de ellos,
más maduros y reflexivos, recuerdan que hubo un
tiempo en que, siempre que tocaban a esa puerta, les
compraban de inmediato cualquier cosa que estuvie-
ran vendiendo, e incluso dos o tres, con una sonrisa.
Para ellos se trata de recuerdos de otros tiempos, de
un atisbo de lo que debe de ser la Historia. Algún día,
los sueños que tienen ahora acerca del viejo que sa-
be a qué huelen los muertos también formarán parte
de la Historia. Y los niños serán más maduros y refle-
xivos. Pero, por el momento, no le piden nada a ese
hombre. Su puerta permanece cerrada. Lo único que
saben es que él está detrás de ella. Y que su nariz olis-
quea nerviosa como la de un perro.

48
DE BANCOS

A medida que me hago mayor, descubro que las pe-


queñas cosas son las más importantes. Por ejemplo,
en el banco donde tengo abiertas dos pequeñas cuen-
tas, han cambiado el sistema. Hubo un tiempo en que
podía elegir a cualquiera de los cajeros y hacer cola
delante de su ventanilla. No siempre escogía a mi
cajero por la brevedad de la cola. Por una parte, tenía
mis cajeros favoritos. Por otra, había días en que me
apetecía que me atendiese una mujer. Y otros, en que
me apetecía que me atendiese un hombre. A veces me
pegaba a un amigo en la cola, para bien o para mal.
Y otras, elegía al azar, dependiendo de un millar de
circunstancias de diversa índole, tanto personal como
ajena. Por supuesto, nunca había forma de saber qué

49
cola iba a avanzar más rápido. En una fila corta po-
día haber alguien que tuviera transacciones largas
o difíciles que realizar (algunas de ellas podía dedu-
cirlas con antelación) o con problemas de idioma. Al-
gunos clientes estaban locos. O el cajero podía estar
justo a punto de marcharse para hacer su descanso,
lo que implicaba que tenía que cerrar su caja y que
un sustituto abriese la suya, haciendo primero el re-
cuento del dinero, como es normal. No obstante, és-
tos me parecían riesgos naturales, como cruzar la calle
o abrir la ventana un día de viento. Me los tomaba con
filosofía. Incluso agradecía su impredecibilidad, de-
jándome llevar, por así decir, por los acontecimientos.
Me mantenían alerta. Pero un buen día, todo cambió.
Ya no pude elegir más. Una mañana colocaron unos
montantes unidos por cordones de terciopelo for-
mando unas prolongadas configuraciones en «S», den-
tro de las que se nos pedía que hiciésemos cola y es-
perásemos. Una vez llegabas a la cabeza de la cola,
tenías que dirigirte al primer cajero que se encontrara
libre, aunque sintieras un odio visceral hacia él o vi-
ceversa. Una luz parpadeante te indicaba sin lugar a
dudas de qué ventanilla se trataba y, si no reaccionabas
de inmediato, los que aguardaban inmediatamente de-
trás se aseguraban de darte un toquecito para recor-
dártelo. Había, sin embargo, un elemento que seguía
estando a mi elección. Dado que mi banco tenía ven-

50
tanillas en dos lados, al llegar podía elegir la forma-
ción en «S» de la izquierda o la formación en «S» de
la derecha. Le sacaba el máximo partido posible. Na-
turalmente, contaba tanto las ventanillas operativas
como los clientes a cada lado e intentaba calcular
mis probabilidades antes de decidirme por una u
otra, escrutando con detenimiento a aquellos que
portaban bolsas de papel aparentemente inofensivas.
E incluso cuando me decidía por una, a menudo le se-
guía la pista a mi homólogo al otro lado del banco
para comprobar mi progreso, creando quizá de este
modo un falso elemento de competición, pues la «ca-
rrera» no dependía de mis esfuerzos (ni de los suyos).
Una vez, durante los primeros días del nuevo sistema,
le pregunté a un guardia de seguridad por qué ha-
bían sentido la necesidad de establecer este nuevo pro-
cedimiento. Debí de expresarme mal. «Póngase en
cualquiera de las dos filas», contestó. «Tenga listo su
bolígrafo». Mascullé que me gustaba mucho más el
viejo sistema. Él me miró como si yo fuese un viejo
chocho. Obviamente, a él le gustaba más aquella nue-
va simetría, pues sólo había dos colas que vigilar, por
lo general de igual longitud.
Este nuevo sistema presenta indudables beneficios
y algunos inconvenientes. Puesto que los primeros
resultarán obvios a cualquier persona moderna, men-
cionaré uno o dos de los últimos. Normalmente, el

51
banco mantiene un número idéntico de ventanillas
abiertas en ambos lados. No obstante, si no son equi-
valentes en número (o en competencia), resulta difícil
determinar cuántas personas más harán falta en la
cola bien atendida para que ésta resulte menos prác-
tica que la cola peor atendida. Es decir, llega un punto
en que iríamos más rápido en la peor cola. Pero ¿qué
punto es ése? Además, puedes empezar en una de las
dos colas atendidas por igual y luego, a medio camino,
descubrir que en tu cola han cerrado una ventanilla o
que un novato ha empezado su servicio. Si ya has pa-
sado media hora en una cola, no es muy probable que
cambies a otra. Y, de hecho, incluso con peor servicio,
puede que tu cola avance más rápido debido a otros
factores. Nunca se sabe. Por ejemplo, en una ocasión
(era a mitad de mes), mi lado del banco se quedó sólo
con una ventanilla abierta, mientras que en el otro de-
jaron tres. Miré con insistencia a los guardias de segu-
ridad y a los empleados subalternos que trabajaban
en las mesas del fondo para protestar por aquella
flagrante injusticia. Pensé que alguno de ellos, por
fuerza, debía de encargarse de mantener una equidad
razonable en los dos mostradores. Lo único que me
encontré fueron miradas vacías. Nadie parecía darse
cuenta o preocuparse. Estuve a punto de decir algo
un par de veces. Lo que sí hice fue moverme de acá
para allá indignado. Y toser. No sirvió de nada. Por un

52
momento, me imaginé que todo el mundo se ponía
a corear consignas y a dar zapatazos en el suelo en
señal de protesta como en los viejos tiempos y sonreí
ante mi impotencia. Esta situación se prolongó du-
rante un rato. La otra cola avanzaba a toda mecha,
mientras la mía permanecía inmóvil. Mi homólogo
y contrincante ya hacía tiempo que se había mar-
chado. Y entonces hice algo inusual, yo diría que in-
cluso extraordinario. Dejé mi cola y me fui a la otra,
aunque en ésta tenía delante el doble de gente. Calcu-
lé que, con todo, saldría ganando. Pero resultó no ser
así. Aunque al principio avancé serpenteando rápida-
mente, cuando ya estaba a punto de tocarme, los tres
cajeros se vieron empantanados con transacciones atí-
picas, consultas, etc. El caballero que estaba detrás de
mí en mi antigua cola se marchó del banco con aire
de suficiencia, y un guardia me sonrió, meneando la
cabeza con resignación, como diciendo: «Más vale que-
darse uno donde está y esperar. El orden de los fac-
tores no altera el producto». Y, seguramente, tenía
razón. ¿Era mejor el antiguo sistema? ¿Habían aumen-
tado mis opciones? Puede que, a fin de cuentas, tarda-
ra de media, menos que antes. Estoy seguro de que sí.
Este sistema es más eficaz que mis idiosincrásicas y
obsoletas alternativas.

53
No obstante, me resisto a someterme a su yugo, se-
ñal evidente de algo, seguramente de la muerte. A
otros tantos también les pasa lo mismo y actúan en
consecuencia. Puedo mencionar dos cosas que ha-
cen, una de las cuales he tenido el valor de emular. La
primera es la situación en que sólo unas cuantas per-
sonas hacen cola. Tienes dos opciones, tres, en rea-
lidad: los tramos en «S» siempre están colocados y,
por supuesto, lo correcto es empezar por el final, ha-
cer todo el recorrido para un lado, para el otro y lue-
go para el otro, hasta colocarte en tu tercer o cuarto
puesto en la cola. Eso es lo que hace la mayoría de la
gente, aunque, si son como yo, seguro que se sienten
un poco pusilánimes o estúpidos. Sin embargo, algu-
nos se niegan a someterse y no dudan en dirigirse, en
línea recta, directamente al final de la cola, desengan-
chando los tramos de cordón de terciopelo para llegar
a su destino. Algunos bancos, es cierto, instalan tra-
mos fijos, por lo que los insumisos se ven obligados a
saltar por encima o a pasar por debajo de los cordo-
nes. Esto está bien para tipos jóvenes, altos, atléticos
o ágiles. Sin embargo, cuando otros lo intentan, sue-
len tropezar, tirar alguno de los soportes o causar
otras molestias, haciendo que el guardia se vea obliga-
do a reprenderlos y que algunos clientes sientan lás-
tima por ellos. La tercera opción —y ésta la puse una
vez en práctica, con un gran sentimiento de euforia—

54
consiste en entrar en la cola por el principio, pasar por
delante de la persona o personas que ya están allí y co-
locarte detrás de ellas. Ningún empleado del banco lo
ve con buenos ojos. Socava por completo el propósi-
to de los cordones de terciopelo. A menudo, también
produce animadversión entre los clientes. Por ejemplo,
aquellos que se enorgullecen de seguir las normas, en
especial las normas bienintencionadas y productivas,
se sienten gravemente ofendidos por los que no lo
hacen. Esto salta a la vista, sobre todo, cuando un par-
tidario de las normas entra por el final de una forma-
ción en «S» y ve cómo alguien que corta camino o entra
por el principio usurpa su legítimo puesto. A veces, se
desatan disputas, en especial cuando hay que esperar
un buen rato y el «perdedor» se desespera, pero, hasta
ahora, nunca he visto a ningún guardia o empleado
del banco tomar cartas en este asunto. Como los corta-
colas son, en su mayoría, chicos jóvenes, quizá el silen-
cio oficial represente un prejuicio positivo a favor de
la juventud. Sin embargo, yo prefiero pensar que se
trata de una reliquia del pasado, de la huella residual
de cierta extravagancia que, en cualquier caso, morirá
tarde o temprano de muerte natural.

El segundo acto rebelde —y a éste sí que no me atre-


vo— es aquel en el que un cliente a la cabeza de la cola

55
se niega a ir al cajero disponible, haciendo un gesto
a la persona que va detrás de él para que pase, mien-
tras él espera a que su cajero favorito quede libre. Es-
to está muy mal visto por varios motivos: no sólo
parece cuestionar la total eficacia del nuevo sistema,
sino que crea animadversión entre los cajeros, pues
un favorito sólo puede suscitar celos y miedo entre sus
colegas. Digo miedo porque tal acto podría sugerir
perfectamente que unos cajeros son menos eficientes
que otros, que la naturaleza y cualidades del cajero
influyen en la transacción. Este tipo de rivalidades, in-
certidumbres y ansiedades no promueven la eficiencia
ni el buen ambiente corporativo, sino que terminan
siendo tema de preocupación oficial. Esta situación
molesta al propio cajero favorecido, porque le con-
vierte en objeto de una atención indeseada. Es como
tener un foco apuntándote directamente, y los focos,
por lo general, preceden a las persecuciones. Yo no
practico este acto de provocación porque temo que
cuando el cajero de mi elección quede libre, la perso-
na que tengo detrás me eche a un lado diciendo que
se me ha pasado el turno. Y contará con el apoyo uná-
nime de todos aquellos que van detrás, de los guar-
dias, de los empleados del banco y hasta del mismo
Dios si se le invocase. Mi único recurso entonces sería
ponerme al final de la cola, si fuese capaz de soportar
la humillación.

56
Todavía queda otro acto más que mencionar, algo
bastante nuevo para mí y secretamente satisfacto-
rio. Al menos una vez al mes, voy al banco aunque no
tenga gestiones que realizar. Hago una de las siguien-
tes cosas: a veces, guardo cola con escrupulosa obe-
diencia. Luego, cuando ya casi ha llegado mi turno,
doy media vuelta y me marcho. Otras, cambio de cola
antes de irme. Una o dos veces ya, he llegado al prin-
cipio de la cola y, en lugar de dirigirme a derecha o iz-
quierda hacia el cajero que me toca, me he limitado
a pasar de largo y marcharme, haciendo grandes es-
fuerzos por contener la risa. Resulta muy desconcer-
tante por varios motivos: para empezar, siempre deja
a la persona que va detrás completamente descolo-
cada. Por ejemplo: ¿voy a volver a la cola? Y, si es así,
¿cuál debería ser su reacción, sobre todo si ocurriera
justo antes de su turno? Los guardias se quedan per-
plejos porque: 1) Aparte de ésa, no doy otras muestras
de estar senil y 2) con bastante asiduidad, guardo la
cola y realizo gestiones bancarias legítimas. Por úl-
timo, cuando me marcho sin llevar a cabo ninguna
transacción, unos cuantos, quizá hasta los empleados
del banco, deben de preguntarse si, en realidad, no
habré ultimado alguna operación de la que no tienen
conocimiento o de la que no son partícipes. Ahora,
cuando los guardias me ven, sienten ciertas dosis de
ansiedad y sé que les gustaría prohibirme la entrada

57
al banco, pero, por supuesto, no pueden hacer na-
da. Hasta los cajeros se inquietan. Por ejemplo, ¿qué
puede decir de un cajero el hecho de que, una vez
en la cabecera de la cola, me marche de improviso?
¿Hay algo en él o en ella imposible de soportar? De
ahí que, en las ocasiones en que doy un paso adelante
hacia la ventanilla para que me atiendan, se pongan
nerviosos, cometan errores, a veces suden y me des-
precien profundamente. Estoy seguro de que, en úl-
tima instancia, mis numeritos serán contraprodu-
centes, si no lo han sido ya desde el principio. Sin
embargo, ahora mismo no puedo dejarlo y, aunque
soy un tipo mediocre, algo me dice que estoy jugando
con fuego.

Este sistema es, como digo, una de esas pequeñas


cosas que parecen tener más significado para mí a
medida que me hago mayor, una de esas cosas que,
de hecho, domina mis pensamientos. Cuando digo
«más» quiero decir, por supuesto, «demasiado». Me he
dado cuenta de que ni mi cuerpo ni mi espíritu están
a la altura de los tiempos que corren en muchos y su-
tiles sentidos. Ésta es, creo, una de las formas en que
la muerte comienza a anunciarse, o en la que tal vez
incluso se hace valer. Cuando era joven, tendía a con-
siderar el desacuerdo y la irritabilidad como signos de

58
independencia. Ahora me inclino más a verlo como
algo patológico, como un signo de inadaptación so-
cial, tal vez incluso de estupidez, de una debilidad
ontológica cuyo único y posible final es la muerte. Sin
embargo, de momento, aguanto la respiración, ob-
servo y actúo con minuciosidad. Mi digestión, de prin-
cipio a fin, aún es buena. La formación en «S», por
supuesto, no es exclusiva de los bancos. Ahora la veo
en los grandes almacenes, donde reúnes tus com-
pras y te pones en la cola para pagar, en las casas de
apuestas y en las de citas. Los niños ven a Santa Claus,
al conejo de Pascua y al pavo del Día de Acción de
Gracias de manera similar. Los centros de salud se
están volviendo muy organizados, con colas en «S»
primarias y secundarias, dependiendo del tipo y gra-
vedad de la dolencia. En los parques de atracciones,
donde siempre se está tan cerca y, a la vez, tan lejos de
los fines deseados, hay que guardar colas en «S» cuá-
druples y más para emocionantes atracciones como
«Patoso-Donald» y «Robo-Cops-Súplicas». Si me po-
nen en un ataúd abierto, tal vez mis amigos hagan
cola en «S», y yo luzca una última sonrisa mientras
desfilan uno a uno ante mí. ¿Y entonces qué?

59
FERIA AMBULANTE

Ya no se celebran grandes verbenas ni ferias ambulan-


tes en la calle. Las autoridades decidieron que eran de-
masiado difíciles de controlar. Lo cual era verdad.
Llegó un momento en que terminaron por saltarse las
normas dictadas para regularlas. Y eso no se podía
permitir. Los incendios, por ejemplo, podían propa-
garse sin control porque los equipos no podían pasar.
La gente se quedaba más allá del toque de queda, em-
borrachándose y practicando sexo en público. A la
mañana siguiente los niños estaban medio dormidos,
y durante toda la semana sonreían con aire burlón a
sus profesores. Hubo un tiempo en que intentamos
compensar esta situación organizando verbenas de ba-
rrio, una cosa completamente diferente. Se trataba de

61
eventos puramente locales y debían tener un objetivo
específico, como la promoción de un equipo depor-
tivo, de un club o de una obra de caridad. Los foraste-
ros, los profesionales del entretenimiento, los artistas
estaban prohibidos. Y se tenían que cuadrar las cuentas
al milímetro, destinando un porcentaje de dinero al
Comité de Supervisión de Festejos Vecinales (CSFV)
de la ciudad. Estas fiestas tenían su lado positivo. La
comida, por ejemplo, era de mejor calidad. Perdías
menos dinero. Y rara vez te sentías timado en las trans-
acciones efectuadas. Sin embargo, vivían su apogeo
durante el día y se abarrotaban de niños y de amas de
casa. Cuando recibían la autorización para que se pro-
longaran durante la noche, sufrían una rápida disper-
sión, quedando principalmente los allegados de los
encargados de algunas casetas, unos cuantos miem-
bros del CSFV y algunos tipos rezagados e indescifra-
bles. Se llegó a la conclusión de que las verbenas
nocturnas no funcionaban y, con el tiempo, el CSFV
decretó que tales veladas debían terminar una ho-
ra después de la puesta de sol. No las echo de menos.

Sin embargo, conservo una persistente nostalgia por


las verbenas y ferias ambulantes de antaño, por la ma-
siva fricción de cuerpos sin motivo aparente, por la
sensación de ligereza y expectación, de indulgencia

62
e incluso de perversión. Me encantaban los patitos
flotantes en cuya base estaban escritos mi fortuna o
mi número de la suerte, las pinzas mecánicas que me
hacían ganar baratijas y las pilas de latas que nunca
lograba derribar. Me deleitaba con el humo, con los
olores acres y con el ruido, con el bullicio. A menudo
me preguntaba qué le habría pasado a toda aquella
gente que se encargaba de las casetas y de las atrac-
ciones, adónde habrían ido, pues ya no podían viajar
con sus caravanas de pueblo en pueblo para ganarse
la vida. En la mayoría de los casos, nunca lo descubrí,
pero sé que algunos se agruparon de dos en dos o de
tres en tres y llevaron una vida nómada, medio de va-
gabundos, medio de artistas callejeros. Los reconocía
de los viejos tiempos, mayores, claro, y más desastra-
dos, pero, a su modo, aún pintorescos y asombrosos.
Habían aprendido nuevos trucos y desarrollado nue-
vas habilidades, como hacer malabarismos o tocar ins-
trumentos. Y, de una forma u otra, todos eran cómicos.
Actuaban con entusiasmo, pero se les detectaba una
especie de tristeza en la mirada, incluso en la de los
peluches que vendían, como si también ellos recorda-
sen días mejores. Y seguían estando envueltos en un
halo de misterio. Por ejemplo, nunca supe adónde
iban o por qué. O cuándo volverían. Me preguntaba
si alguna vez habrían sido amantes o si eran familia.
Muy rara vez se veían niños, aunque, a menudo, había

63
perros. ¿Pertenecían a alguna comunidad, en algún
sitio, donde iban a descansar, donde jóvenes y viejos
mantenían sus casas limpias y sus fuegos encendi-
dos y donde se contaban historias? Nunca lo supe, en
parte porque nunca mantuvieron una conversación
íntima con ninguno de nosotros, los espectadores.
Siempre estábamos separados. Cuando terminaban
su actuación, por muy felices que nos hubiesen he-
cho, nos sumíamos en un terrible silencio. De repente,
nos sentíamos incómodos y temblorosos, como intru-
sos y mirones, mientras ellos empaquetaban sus cosas
o fumaban en silencio. El más mínimo de sus actos,
el más leve gesto, nos resultaba fascinante. Una noche,
de madrugada, quemaron restos de madera en la calle
y yo permanecí observándolos desde mi ventana hasta
que me quedé dormido en el alféizar, para desper-
tarme, helado, al amanecer. Nunca comían delante de
nosotros y nunca los vimos marcharse. Un día estaban
allí. Al siguiente, se habían ido. Y la vida continuaba
para nosotros.

Recuerdo en especial a dos artistas, un hombre y una


mujer. El hombre era de mediana edad y muy del-
gado. Tenía una mirada penetrante y se percibía en él
un enfado pertinaz. Casi todo le salía mal. Cuando ha-
cía malabarismos, se le caían las cosas. Cuando hacía

64
el pino, se torcía y sus piernas se ladeaban sin gracia.
Cuando tocaba la concertina y cantaba, parecía más
un castigo que una melodía. Tampoco era buen có-
mico. Sus afrentas a la elegancia y a las convenciones
eran como bofetadas. Sin embargo, la mujer era otra
cosa. Era mucho más joven y, aunque parecía frágil
—creo que era por sus ojos—, su cuerpo era fuerte y
atractivo. Observaba con suma atención todo lo que
el hombre hacía. Era obvio que lo consideraba un
gran artista. Me preguntaba, por supuesto, si serían
amantes o padre e hija. Todos la mirábamos furtiva-
mente a ella, incluso cuando abucheábamos al hom-
bre y nos reíamos con indulgencia de su torpeza. Ella
parecía no tener ningún talento especial; su principal
cometido era pasarle las mazas, las pelotas y los demás
objetos y luego guardarlos en su sitio.

Sin embargo, no era únicamente por la belleza de la


chica por lo que veíamos la actuación del hombre y
le echábamos monedas, que ella recogía con elegan-
cia. No. El hombre tenía una habilidad extraordina-
ria, una habilidad que nunca dejaba de maravillar
nuestras débiles mentes. Siempre la dejaba para el fi-
nal de su actuación y creo, pues el tiempo va borrando
poco a poco su recuerdo, que era precisamente por
aquel número por lo que íbamos a verlo todos los

65
años, haciendo correr la voz de que había llegado
de casa en casa, dejando lo que tuviésemos entre
manos para ir a verlo una vez más. En realidad, era
muy simple. La chica iba inflando poco a poco tres
globos. La contemplábamos con la máxima atención:
el ritmo de su respiración al inhalar y exhalar, el rubor
de sus mejillas, la destreza de sus dedos. El hombre,
en apariencia indiferente, permanecía en actitud re-
gia a un lado, aguardando su momento. Cuando los
globos estaban listos, ella nos hacía una señal para que
nos apartásemos, lo cual hacíamos como plumas ba-
rridas por su gesto y luego, con ojos chispeantes, iba
soltándolos uno a uno en el aire y siempre se elevaban
flotando serenamente hacia el cielo. Durante veinte o
treinta segundos nos quedábamos embelesados, sus-
pendidos. Era mágico. Y luego, ni un momento antes
ni un momento después, el hombre, apuntándolos
como si tuviese un rifle, con un sonido rápido y casi in-
audible, hacía «pop, pop, pop», y los globos estallaban
y caían al suelo. No importaba cuántas veces lo hubié-
semos visto, siempre nos quedábamos boquiabiertos.
Éramos incapaces incluso de aplaudir. ¿Es que acaso
tenía un cómplice escondido? ¿Pero cómo? ¿Dónde? Sin
hacer ruido. Sin fallar. Nunca vimos a nadie más que
al hombre y a la chica. Para cuando nuestra estupefac-
ción se había mitigado, ellos ya estaban recogiendo sus
bártulos. Y nosotros nos íbamos dispersando, siempre

66
por separado, con un vago sentimiento de culpabili-
dad y deseando que pronto llegara el año siguiente.

Y, tarde o temprano, terminaba por llegar, hasta que


un año no regresaron juntos. Ella volvió con un hom-
bre más joven. Nadie se atrevió a preguntar qué había
sido del otro hombre. El nuevo era más fuerte, más
guapo y más habilidoso. Nos contó chistes y nosotros
respondimos con aplausos genuinos y con más dine-
ro. No obstante, esperábamos el broche de oro. Que-
ríamos ver los globos, queríamos nuestra apoteosis
final. El joven terminó su actuación con varias acro-
bacias y volteretas asombrosas. Y entonces llegó nues-
tro momento especial. Vimos que la chica inflaba un
globo, sólo uno, pero más grande que nunca, un glo-
bo rojo y brillante. Nos apartamos sin que nos lo pi-
diera. Y soltó el globo en el aire. Estábamos boquia-
biertos. El joven empezó a tocar suavemente una
trompa antigua. Y, mientras el globo ascendía, la jo-
ven se puso a cantar, un talento desconocido hasta en-
tonces. Cantó con una voz aguda, frágil y agridul-
ce, acerca de praderas, de un río, de dos amantes, de
la primavera y de varias cosas más que no consigo re-
cordar. Ni ella ni el joven levantaron la mirada, sino
que mantuvieron la vista al frente, inexpresivos. El
globo subió cada vez más alto, pero nadie lo señaló;

67
ningún arma, aunque fuera invisible, lo apuntaba,
hasta que, al final, subió tan alto que, sencillamente,
desapareció por una rendija del cielo o bien estalló
por sí mismo. Nadie lo supo, pues nunca se encontra-
ron restos de ningún globo. La música paró. Me di
cuenta de que estaba llorando. No me atreví a mirar
a nadie. Nos marchamos en silencio. Sin embargo, en
un momento dado, ya lejos, volví la vista atrás. La
joven me estaba mirando. Despacio, muy despacio,
me tiró un beso volado. Di media vuelta y me alejé a
toda prisa.

Nunca más volvieron. Al año siguiente, el CSFV de-


cidió que tales artistas no lo dejan todo suficiente-
mente limpio al acabar sus actuaciones. Se toma-
ron medidas para mantenerlos alejados de las calles,
fuera de la ciudad. Ahora, las ciudades están limpias
y desiertas. No obstante, de vez en cuando vuelvo a
esa plaza. Alzo la vista hacia donde flotaban los glo-
bos. Veo al hombre mayor, al joven. Veo a la chica.
Oigo la canción. Siento el beso de sus cálidos labios.
Y oigo, siempre delicados, los pop, pop, pop.

68
SUPERMERCADO

Me temo que me he ganado para siempre la antipatía


de mi cajera favorita en el supermercado. En reali-
dad, no es que se haya fijado alguna vez en mí lo su-
ficiente como para alardear de ello. Para ser exactos,
mi único acto destinado a captar su atención también
me granjeó su antipatía. Así pues, nuestra relación
propiamente dicha sólo duró algunos segundos. Para
entender esta historia en todo su contexto, se hacen
necesarias unas palabras.

El supermercado de mi distrito se parece mucho a un


laboratorio bien gestionado. Cada centímetro cuadrado
brilla con una potente iluminación las veinticuatro

69
horas del día, los pasillos son amplios, todas las super-
ficies están limpias, el aire acondicionado proporciona
un frescor constante, los productos están herméti-
camente embalados y esterilizados, los artículos de-
fectuosos se retiran al instante, la mercancía está es-
tratégicamente colocada y agrupada según criterios
lógicos, etc. La música suave induce a la relajación y
tanto los embalajes como las vistosas vitrinas son
amenos. Siempre celebran las estaciones y las festi-
vidades: conejos y huevos en Pascua, el viejo Santa
Claus en Navidad, el color verde para la sección de
productos irlandeses, etc. Los empleados son educa-
dos, limpios y amables. Entras y sales casi tan a gusto
como si flotaras sobre aguas mansas.

Y digo «casi» porque últimamente las aguas mansas se


han revuelto un poco, aunque parece que soy el único
que se ha percatado. Me centraré en la cajera, pues a
ella va a parar mi pequeño relato. Por norma general,
hay entre diez y dieciséis cajeras. Ellas también son las
responsables de embolsarte la compra. Como dispo-
nen de la más avanzada tecnología y la dominan a la
perfección, se ponen a charlar las unas con las otras
mientras pasan los artículos por los lectores de pre-
cios. En general sus chismes me parecen divertidos,
animados y pintorescos. Pero, como he dicho, se ave-

70
cinan turbulencias, de la misma magnitud, supongo,
que las fisuras que aparecen en los tubos de ensayo de
un laboratorio o la evasión de una o dos ratas impor-
tantes. Paso a enumerar algunas de ellas:
1. Mi cajera ya nunca te dice «gracias», aunque yo
siempre se lo digo cuando me da el cambio. Esto
puede parecer una tontería, pero, de hecho, es un
giro de vital importancia en una guerra soterrada
(que yo he declarado). Últimamente intento repri-
mir mis «gracias», como una suerte de reivindica-
ción o protesta, una contraofensiva, por así decir,
pero me resulta imposible. De hecho, a veces me
siento un tanto culpable, como si estuviese com-
prando productos incorrectos o en una cantidad in-
suficiente. Una vez, me encogí de hombros, como
diciendo: «¿Y qué le voy a hacer yo?». Ojo, que yo
no necesito un «gracias» de la cajera, pero creo que
sería decoroso y correcto por parte de la dirección
fomentar que las diera, como muestra de agrade-
cimiento por mi fidelidad como cliente. La idea de
que ser cliente o dejar de serlo no importe, de al-
gún modo, me desquicia.
2. Y ya tampoco te sonríe. Si interrumpe su parloteo
para echarme un vistazo, su mirada es fría, inex-
presiva y casi lánguida. Creo que si me diera un ata-
que al corazón allí mismo, le molestaría porque es-
taría bloqueando la caja. ¿Seré invisible?

71
3. Ahora tenemos un sistema de botellas y latas re-
tornables para la cerveza y los refrescos. Ayuda a
conservar el medio ambiente. El sistema me parece
muy bien, pero no me cabe la menor duda de que
a ella le sienta mal que yo retorne mis latas y bo-
tellas (incluso en los días y horas designados para
ello), que preferiría que simplemente las tirara
y perdiera el dinero. Hacen que se le pongan las
manos pegajosas, a menos que lleve un guante de
látex desechable; tiene que contarlas, y varias veces
yo había incluido botellas o latas de una marca
que ellos no comercializan, que había comprado
en otro sitio, y que ella tenía que devolverme. No
sigo un sistema de clasificación para estas cosas ni
pongo diferentes bolsas en mi casa. Tal vez éste sea
el motivo por el que, aunque ella les pregunta a los
demás cuántos envases retornables llevan, confía
en su palabra y aparta la bolsa para su posterior cla-
sificación, a mí sólo me lo pregunta por equivoca-
ción y nunca se fía de mi palabra. Estoy secretamen-
te convencido de que algunos de aquellos en quienes
confía meten botellas y latas que no debieran y que,
además, a ella le importa un bledo. ¿Por qué soy yo
diferente?
4. Ella cree que su obligación hacia mí como cliente
termina en el borde de la bolsa de papel o en sus
inmediaciones. Como consecuencia, deja caer mi

72
compra desde ese punto (fruta incluida). Colocar
o distribuir cualquier cosa en la bolsa sería una
afrenta a su dignidad profesional y, al parecer,
comprometería la transacción comercial. De modo
que llega hasta donde llega y punto. Si tuviera que
colocar, un suponer, mi fruta con cuidado en la
bolsa, ¿quién sabe qué otras intimidades seguirían?
Apoderarme de la fruta para meterla en la bolsa
al final o embolsarlo todo yo mismo son tácticas
ineficaces. A ella no le hago ningún favor especial,
pues simplemente pasa más rápido a su próximo
cliente. Y además, mientras estoy recogiéndolo to-
do, espera impaciente a que le pague. Con las pri-
sas, cometo errores, como poner productos blan-
dos bajo las latas, y los clientes que esperan creen
que los estoy retrasando, puesto que la cajera está
libre pero no los atiende. Es más, si yo embolso, no
puedo ver si me está engañando o no con la cuen-
ta. (¿Por qué pienso que ella, o su caja registradora,
van a engañarme?). Y si he hecho una compra
grande, ella no interrumpe su tarea para ayudar-
me o darme tiempo para guardar las cosas como
yo quiero. Voy deprisa y corriendo porque, de lo
contrario, mis compras se van amontonando de
cualquier manera, cayéndose a veces al suelo o da-
ñándose unas con otras. Mi compra, apenas pasa-
da por el lector, ya va camino de convertirse en

73
basura. A veces pienso que debería tirarlo todo
de inmediato al cubo de la basura y empezar de
nuevo. Creo que eso le encantaría. En definitiva,
ése es el motivo por el que intento comprar peque-
ñas cantidades, pero con más frecuencia, lo que,
por supuesto, no hace más que incrementar el
riesgo de padecer otras molestias. Por último (si es
que un tema semejante puede considerarse ago-
tado alguna vez), no me gusta subvencionar la so-
ciedad que controla el establecimiento. En compen-
sación por la deficiente técnica de embolsado, me
veo obligado a desempeñar una labor no remune-
rada en beneficio del establecimiento, haciendo
que otro se forre a mi costa, una vez que, como se-
guro que es el caso, se cuadran las cuentas en algún
sitio (¿pero dónde?).
5. De vez en cuando, hay embolsadores extraoficiales
trabajando con mi cajera. Algunos son niños, aun-
que, por lo general, se trata de hombres. Nunca
son mujeres. Sospecho que, a veces, los hombres
buscan, o se han ganado ya, sus favores. Como la
tienda ni los ha empleado ni los reconoce, cogen
una bolsa, forman con ella una canastilla y la colo-
can en el mostrador, con la idea de que les eches
ahí tu cambio. Normalmente, son peores embol-
sadores aún que las cajeras, pues para ellos es más
un pasatiempo que un trabajo o una habilidad (ni

74
que decir tiene que el arte del embolsado, en gene-
ral, ha declinado a medida que los embalajes evolu-
cionaban). Además, incluso cuando meten sólo dos
o tres productos en una bolsa, esperan que les des
una propina, lo cual, en caso de no recibirla, pue-
de propiciar una mirada hostil por parte de uno
o de ambos o bien una risa de complicidad cuando
me marcho: estoy fichado. Admito que dejo pro-
pinas de vez en cuando, especialmente si el embol-
sador está sucio y tiene la auténtica mirada de los
necesitados. Me digo que ésa es, después de todo,
una forma de caridad ligera aunque coercitiva. No
obstante, siento que, de alguna manera, me viene
impuesta, que es un recargo de la dirección, que me
está presionando para que practique la caridad por
ellos. Han descuidado sus deberes al no prohibir a
esos parásitos, algunos de los cuales son borrachos
o cosas peores. Pero entonces estaría infravalo-
rando el poder de las cajeras, quienes, después de
todo, son las mayores beneficiadas y puede que
hasta se queden con parte de la recolecta. O quizá
ésa sea su manera de asegurarse el favor de esos
hombres. No lo sé. En cualquier caso, siento que, al
privarme de un legítimo servicio, que incluye que
la cajera o un ayudante remunerado embolse mis
compras correctamente, me están estafando. En
las ocasiones en que no les dejo propina, que es

75
la mayoría, intento pasar de largo y salir como si
nada, pero sé que no lo consigo. Se ha establecido
una tipología y yo no doy la talla. Al final seré cas-
tigado, por ejemplo: verán que me ha atropellado
un carrito de la compra bien engrasado o un ca-
mión de reparto y no llamarán a una ambulancia.
Y alguien me robará lo que he pagado.
6. A menudo me dan una bolsa de plástico con asas
sin preguntarme primero si la quiero o no y me la
cobran. Esto pasa a veces incluso cuando llevo
media docena de artículos o menos. No digo nada
porque creo que es posible que lo hagan porque
piensen que estoy débil y que la bolsa de asas se-
rá más fácil de llevar. Yo no estoy débil. Sin em-
bargo, protestar podría herir su orgullo por haber
sido considerados y les obligaría a meter mis cosas
en bolsas de papel peor de lo que lo hacen normal-
mente. Es más sencillo pagar por sus posibles im-
pulsos generosos. Por otro lado, tal vez se trate de
un procedimiento calculado para incrementar las
ganancias. Tal vez incluso sea pereza —y falta de
voluntad para elegir la bolsa del tamaño adecuado
en la que quepan mis compras— o una incapacidad
para relacionar tamaño de bolsa con compras. De
nuevo, lo ignoro.
7. En este punto voy a combinar dos cosas: la primera
es envases de leche con la base húmeda. A menos

76
que la cajera seque los bajos de los recipientes con
un trozo de papel, uno no puede estar seguro de
que no estén rotos. Y, tanto si lo están como si no,
ponerlos en la bolsa de papel sin secar sólo te ga-
rantiza que la bolsa se mojará, se debilitará y ter-
minará por romperse, con el consiguiente desparra-
me sí o sí de camino a casa. También hay que tener
en cuenta lo de la cinta transportadora mojada. A
menos que ella seque la cinta, todas mis verduras
pasarán por un charco. La segunda es la costumbre
de meter los productos congelados y la carne en
una bolsa de plástico pequeña antes de colocarla
en la bolsa de papel grande. A veces no lo hace y
la combinación de ambas humedades produce los
mismos resultados antes descritos. Además, la carne
embolsada de ese modo puede rezumar líquido y
manchar otros artículos, como cajas de galletitas sa-
ladas, fruta, servilletas, etc., generando todavía más
molestias. En este caso, tampoco suelo decir nada por
temor a otras represalias. Algunas tiendas han opta-
do directamente por bolsas de plástico pequeñas pa-
ra todo. No obstante, además de ser incompatibles
con un buen embolsado (no se mantienen derechas),
muchas veces se queda un charquito de líquido en el
fondo, con los consabidos malos resultados.
8. Cuando hago la compra, tengo la opción de coger
un carrito o una cesta. Depende de cuánto vaya a

77
comprar y, a veces, de lo cansado que esté. Si elijo
un carrito, lo empujo hasta la cola de la caja y, lle-
gado el momento, descargo mi compra sobre la
cinta transportadora. Si me decido por una cesta,
la coloco en la cinta, y espero a que la cajera la
vacíe, cosa que muchas veces no hace. Esto te lo in-
dica o bien de palabra o bien no activando la cin-
ta, por lo que no me queda otra que ir empujan-
do yo mismo la cesta o vaciarla. A veces, incluso
cuando he depositado mis compras en la cinta, ella
no la activa para acercárselas a la caja registrado-
ra. Es entonces cuando, al sentir la presión de los
clientes que tengo detrás, que quieren empezar
a descargar sus provisiones en la cinta, yo mismo
corro mis cosas hacia delante. Es obvio que ella
piensa que vaciar la cesta en la cinta y luego apilarla
con las demás en el lugar apropiado es mi respon-
sabilidad (digo «apropiado» porque ya me han lla-
mado la atención por ponerla en otro sitio). Es-
ta negativa suya es similar a la barrera del borde de
la bolsa citada en el punto 4. No estoy de acuerdo
con esto, y ya nos hemos lanzado unas cuantas mi-
radas desafiantes a este respecto. Las veces que he
ganado yo ha sido porque, de una manera u otra,
le hacía entender que estaba dispuesto a marchar-
me de la tienda sin comprar nada. He pagado por
esto, por supuesto, en el embolsado y seguro que

78
en otras cosas. Y es, precisamente, la idea de es-
tas «otras cosas» lo que, poco a poco, ha hecho
que vaya vaciando la cesta más a menudo. No me
cuesta nada imaginar a un mozo de almacén aga-
rrándome del cuello y echándome de la tienda en
cuanto asomara por allí. Sé que no tendría nada
que hacer. Otros supermercados me cerrarían sus
puertas. Pronto empezaré a vaciar mi cesta por sis-
tema. La cajera lo sabe y es paciente. A veces de-
tecto un esbozo de sonrisa, incluso cuando es ella
quien descarga mi cesta. Sabe que está ganando.
Todo juega a su favor, especialmente el tiempo.
9. La entrega del tique y del cambio en la mano es un
tema complicado. Para empezar, tengo derecho a
que me los den. Creo que también tengo derecho
a que me los den de manera educada y eficiente.
No es el caso. Normalmente me embute a la vez
las monedas, los billetes y la cuenta en la mano.
Para ella es fácil, pero a mí me resulta poco prác-
tico. A veces se me cae algo. Lo suyo sería contar y
depositar en mi mano primero las monedas y, en-
cima, los billetes. Ella lo hace al revés, sin contarlo
siquiera. El tique puede estar con los billetes o las
monedas, metido en la bolsa, encima del mostra-
dor u olvidado por completo. Si me tomo mi tiem-
po para reordenarlo todo y contar la vuelta, o ella
o los que están detrás de mí hacen que me dé

79
cuenta de que estoy obstruyendo la cola. Lo que
se supone que debo hacer —y que normalmente
hago— es meterme el puñado de dinero en el bol-
sillo y marcharme. Por supuesto, cuando hago eso,
no tengo manera de asegurarme de que me ha
dado el importe correcto a menos que haya deja-
do ese bolsillo deliberadamente vacío, cosa que
intento recordar. Sin embargo, incluso si, una vez
fuera, descubro que me ha dado mal la vuelta, ya
no hay nada que hacer. Aspirar a conseguir equi-
dad, consuelo o cortesía supondría montar un es-
pectáculo y ponerme aún más en evidencia. Estoy
en un momento de mi vida en que debo minimi-
zar los riesgos que corro y evitar sufrir, física y psi-
cológicamente. Por desgracia, mi capacidad para
asumir riesgos disminuye, mientras que mi con-
ciencia sobre los nuevos peligros que me acechan
aumenta. Es una mala ecuación, cuya solución
sólo puedo contemplar con desesperanza. Por su-
puesto, además de éstas, se han producido muchas
más turbulencias (y turbulencias dentro de las tur-
bulencias), por ejemplo, la incapacidad de las en-
cargadas de la caja rápida para cumplir directri-
ces claras y estrictas (¿doce latas de atún son un
artículo o doce? ¿Una docena de una cosa cuenta
como un artículo mientras que once ejemplares
de la misma cosa cuentan como once artículos?

80
Esto es importante, porque estas cajas admiten
un número limitado de artículos), la incapacidad
de las cajeras para reprender a los que se cuelan,
para evitar favoritismos (como cuando alguien va
directamente al principio de la cola para comprar
un paquete de cigarrillos), y su incapacidad, cuan-
do abren una nueva caja, para asegurarse de que
los clientes que están esperando se recolocan equi-
tativamente en lugar de aceptar un loco barullo
darwiniano. Sin embargo, creo que me abstendré
de profundizar en esos temas para progresar con
mi relato. Estoy seguro de que mi lector (si algu-
na vez hay alguno) podrá añadir sus propias irre-
gularidades. Por mi parte, creo haber sentado las
bases suficientes. Resumiendo, sólo añadiré que
hacer la compra resulta agotador. Mi mente, mi
psique y mi cuerpo están alertas a una docena de
frentes y ni la música ni las potentes luces ni los
pasillos anchos ni el aire acondicionado, la calefac-
ción o el buen olor constantes son compensacio-
nes suficientes. Con todo, puesto que estoy obli-
gado a comer para vivir, debo hacerlo. (Me abstengo
de mencionar otros asuntos, como una visita al
centro de salud: el suicidio es preferible, y prefe-
rido, a la enfermedad).

81
Sea como fuere, ¿qué hay de mi cajera, la cuarta em-
pezando por la derecha, entre las de su turno? ¿Tiene
amante, hijos, dinero en el banco, casa, perro o gato?
¿Qué edad tiene? No lo sé. Lo que sí sé es lo que la
trae como loca últimamente. Ha estado ahorrando di-
nero. Y, esperando en la cola, al cabo de unas semanas,
he descubierto para qué. Hace poco la oí alardear de
su posesión y uso. ¿Y de qué objeto se trata? ¿Qué será
lo que ha excitado tanto su imaginación? Es el último
avance tecnológico para ver películas en su aparato
de televisión. Ella lo presenta, a bombo y platillo,
como su VCR y no para de hablar de él, aunque estoy
seguro de que no sabe lo que significan las siglas. Para
ella, se bastan a sí mismas, son un ensalmo mágico,
como MVP, PIB, LP o VIP, que promete futuros pla-
ceres a la vez que evoca placeres pasados. Yo mismo
me he tomado la molestia de investigar lo que signi-
fica el acrónimo, a saber, video cassette recorder, y por
un instante pensé en dejarla un día boquiabierta di-
ciendo algo como: «¿Y cómo va su veo cassette recorder
últimamente?». Ella, por supuesto, se habría quedado
perpleja por varios motivos y seguro que habría visto
algún matiz sexual o algún comentario de tipo étni-
co o racista. En cualquier caso, habría sido un mo-
mento revolucionario, una absoluta ruptura paradig-
mática, como si hubiese dicho, un suponer, «estaba
estando hablar, por favor, gracias, Señorita del Coño».

82
Sin embargo, sus consecuencias habrían sido dema-
siado impredecibles, así que me contenté con escu-
char los resúmenes de las películas que había visto en
la incomparable comodidad de su casa. Había una
en particular que le entusiasmaba. Se titulaba Basket
Case: ¿dónde te escondes, hermano?, e iba de un gemelo
siamés que se quedó del tamaño de una extremidad o
de un perro pequeño, mientras que su hermano crecía
con normalidad. Durante su niñez, fue brutalmente
separado del hermano por una veterinaria, y su padre,
al creerlo muerto, lo tiró a la basura. Como cabía es-
perar, no lo estaba, y gracias al permanente vínculo
psíquico que le unía a su hermano, completamente
normal, fue rescatado y transportado por éste en una
cesta en una loca odisea de venganza y violación. El
relato tiene muchos rodeos y giros inesperados, como
cuando, después de cometer un asesinato, se libra de
que lo detengan escondiéndose en la taza de un váter.
Creo que la película tenía un final trágico y mi cajera
dedicó unas palabras sobrias y llenas de compasión a
los desvalidos del mundo («Pobrecito engendro»),
tema que me habría encantado debatir con ella.

Una vez más, me contuve. Era demasiado para mí. Sin


embargo, con el paso de los días, sentía que avanzaba
hacia una especie de relación. De alguna manera, todo

83
lo que he ido describiendo demandaba este intercam-
bio, como una transfusión de sangre, para equilibrar
un poco la balanza, para crear más espacio, aunque
también quizá para firmar mi sentencia de muerte.
Por último, me hundí cuando la oí evocar un nuevo
placer relacionado con su VCR, a saber: que ya no
tenía que renunciar a ver su culebrón favorito de por
las tardes, ya que podía programar su aparato (o apa-
ratos: nunca me quedó muy claro) para grabar cada
momento de cada episodio, que luego ella podía ver
por la noche. No recuerdo de qué serie en particular
se trataba, pero sí que era sobre un grupo de gente
guapa, la mayoría de ellos doctores y abogados, en un
barrio precioso, y que eran especialmente proclives al
adulterio, la tragedia, la violencia y la enfermedad.
Ella seguía sus destinos con gran entrega y este pro-
digio tecnológico por sí solo la hacía sentirse dicho-
sa de estar viva en el mundo moderno. Hace justo
unos días (¿o acaso son ya meses? Aún siento la rever-
beración, pero ¿de qué?), se puso a decir a diestro y si-
niestro, plena de satisfacción mientras pasaba mis
compras, que ahora nunca se perdía su capítulo de
media hora.
—Lo veo cuando me da la gana —dijo entusias-
mada—. En la cama ci quiero. En todos los citios. En la
bañera. Papeando. Lo grabo toda la semana y después
me lo veo el zábado por la mañana. No me pierdo nada.

84
Era evidente que tenía los chismes en cuestión so-
bre ruedas. Yo estaba frente a ella, tragándomelo todo,
cuando, de repente, y casi sin pensar (¿de qué otra
forma podría haberlo hecho si no?), dije:
—¿Y hay en algún sitio una cinta de lo que habrías
hecho si no hubieras estado viendo lo que te perdis-
te a mediodía?
Sus manos se paralizaron. En las otras cajas tam-
bién se hizo el silencio al tiempo que ella, casi de ma-
nera literal, me fulminó con la mirada. Yo era, ob-
viamente, un viejo imbécil y, durante un instante, el
mundo se detuvo, como si le hubiese quitado la anilla
a una granada o le hubiera metido una mano indi-
ferente en los pantalones mientras ella pasaba mis
compras. Luego se reanudó el trabajo y mi cajera si-
guió mirándome de reojo. Y, por si fuera poco, me
temo que añadí más leña al fuego al mascullar un
débil «jejé» poco después de mi interrupción. Ella fin-
gió estar examinando cuidadosamente mis provisio-
nes, como si éstas pudiesen revelar alguna artimaña
por mi parte o dar más indicios, o incluso pruebas, de
mi sombría idiotez. Estoy seguro de que pensó que la
había puesto en entredicho, que quizá la había privado
o despojado de algo. No estaba segura de qué, pero
enseguida despertó en ella un tufo de hostilidad, como
si estuviese frente a un objeto malsano, podrido y des-
agradable. Yo me maldije por mi estupidez y, desde

85
entonces, sigo haciéndolo siempre que voy, ocasio-
nes en las que sonrío obsequiosamente cada vez que
nuestras miradas se cruzan. Ella, por su parte, rara vez
me mira, aunque es plenamente consciente de mi pre-
sencia, no importa lo larga que sea la cola de su ca-
ja. Y siempre termina su animada cháchara sobre el
VCR de forma abrupta y frunce el ceño hasta que yo
he salido por la puerta. Supongo que hablan de mí
a mis espaldas. He pensado en cambiar de cajera, e in-
cluso de supermercado, pero me parece que eso no
conduciría a nada. Llegados a este punto, puede que
te preguntes por qué, entonces, esta mujer es mi ca-
jera «favorita». Pues, en realidad, no tengo respuesta
para eso. Tal vez sea mi destino. Tal vez se deba a al-
gunos detalles que he observado, como por ejemplo,
su ropa vistosa, una manera elegante de llevar pues-
tos dos o tres jerséis al mismo tiempo. Su trasero es
un pelín demasiado grande y tiene los dientes separa-
dos. Lleva colgando unos pendientes enormes y estra-
falarios, y el pelo corto como un chico. Cecea un
poco. Sus gruesas gafas hacen que sus ojos (marrones)
parezcan más grandes de lo que son. Probablemente,
todo esto no tenga nada que ver. A lo mejor tiene más
que ver con mi tendencia a dirigirme a derecha o a iz-
quierda o a seguir ciertas pautas fijas. Es imposible co-
nocer o comprender el destino. ¿Quién sabe cuáles
son las consecuencias de cortarse uno mismo las uñas

86
de los pies a una edad temprana? Hace poco he des-
cubierto que mi cajera está casada, aunque separada
de su marido, y que tiene un hijo de nueve años, a
quien adora. Él tiene un problema de salud. Espero
llegar a verlo algún día.

87
JIRI

Ya no veo mucho a Jiri. A decir verdad, su ausencia co-


menzó mucho antes de su partida. Ocurrió así: cuan-
do era muy pequeño, su madre tuvo que marcharse
lejos durante un tiempo. Poseía una destreza técnica
específica que necesitaban en algún sitio. Y en ese sitio
hacía mucho frío. Su alojamiento era precario. Ella se
quejaba en cada carta. No hubo nada que hacer. La
hicieron trabajar demasiado, enfermó y murió. No
nos fue posible ir a su entierro. En mis recuerdos y en
los sueños en que aparece, siempre es verano, lleva
vestidos vaporosos y un toque de sol en la piel. Una
consecuencia de su partida fue que Jiri y yo nos volvi-
mos inseparables. Teníamos mucho en común, en es-
pecial una pasión por todo lo fantástico. A Jiri le

89
encantaban las historias que le contaba antes de dor-
mir, y a veces inventaba las suyas propias, a mi parecer,
realmente buenas. Habíamos descubierto unas viejas
colecciones de cuentos de hadas y ambos disfrutába-
mos de ellas de lo lindo. También éramos camara-
das. Los fines de semana dábamos largos paseos jun-
tos —su pequeña mano en la mía— y nos fijábamos
en todo. Hablábamos de la gente que nos cruzába-
mos por el camino, de la gente que conocíamos, de
las calles y de los edificios, de los animales, de los in-
sectos, de los objetos curiosos con que nos tropezába-
mos, como cajas, latas, botellas y envoltorios. Siempre
nos llevábamos bocadillos y, cuando nos entraba ham-
bre, buscábamos un portal, una escalinata, una pla-
taforma de carga o una piedra para sentarnos. Si el
tiempo acompañaba, cerrábamos los ojos, disfrutába-
mos del sol y a lo mejor pensábamos en su madre.
Una o dos veces lloramos, imaginando el frío que
debió de pasar y lo cansada y sola que debió de sen-
tirse. Aunque Jiri era pequeño, era una especie de fi-
lósofo de la vieja escuela y se planteaba cuestiones
tales como los motivos que se escondían tras las ex-
trañas peregrinaciones de los gatos y si las cosas viejas,
como los ladrillos o los tablones de madera, se hacían
de alguna forma más sabias gracias a la experiencia.
Yo era feliz hablando de estas cosas con él y creo que
es posible que dijéramos muchas verdades. No cabía

90
duda de que ciertas calles y paredes parecían hablar-
nos, contarnos algo de lo que habían sido testigos
mudos. A este respecto, las manchas y decoloraciones
de las paredes eran como mapas de nuevos reinos pa-
ra nosotros y los examinábamos con respeto, aventu-
rando a veces una explicación o una descripción, casi
siempre bastante sombría, pues ésa era nuestra incli-
nación. Una pared —de eso estábamos convencidos—
había sido testigo de la muerte de toda una familia
y fuimos enumerando, detalle por detalle, sus últimos
momentos, sus vanas esperanzas y palabras fútiles, su
disposición final. Sin embargo, aunque nuestros pen-
samientos y gustos con frecuencia estuviesen teñidos
de oscuridad, éramos inefablemente felices, como en
una especie de palpitante comunión con las fuerzas
elementales y primigenias que subyacen a todas las
cosas. Cada una de nuestras respiraciones iba cargada
a la vez de dicha y de dolor, tanto más cuanto que se
trataba de un acto original, íntimo e incluso secreto.

Y entonces, cuando Jiri cumplió diez años, el primer


doble dígito de su vida, aunque todavía era pequeño
y bastante frágil, con una cabeza aún un poco grande
para su cuerpo, todo cambió. Tenía como profesora de
cuarto a una mujer obesa dotada de una inmensa con-
fianza en sí misma, que ridiculizaba su pasión por los

91
cuentos de hadas tachándola de cosa de niño peque-
ño, y que criticaba duramente sus dibujos de criatu-
ras fantásticas. Era muy testaruda y se tomaba muy
en serio las realidades del mundo. Como profesora,
transmitía lo que podía de su filosofía y creo que, en
general, tuvo mucho éxito. Desde luego, tuvo éxito
con Jiri. Nuestros paseos y conversaciones continua-
ron como siempre, pero pronto me di cuenta de que
sus dibujos se iban convirtiendo en fieles representa-
ciones de hombres y mujeres, de casas, de insectos…
y, aunque eran más reales, eran peores que sus dibu-
jos fantásticos, porque eran réplicas sin alma, mien-
tras que sus trabajos anteriores, aunque irreales, eran,
desde luego, la esencia misma de las cosas. Tam-
bién dejó de leer cuentos de hadas; en realidad, cual-
quier tipo de literatura fantástica, y se inició en libros
basados en hechos reales. Sin embargo, como no dis-
frutaba realmente de esos libros, su solución fue no
leer nada, salvo si le venía impuesto. Cuando lo ani-
maba a que leyese sus cuentos de hadas, se avergon-
zaba y se volvía evasivo. Su mente no podía com-
prender por qué lo alentaba a seguir siendo un niño.
Al mismo tiempo, estaba enfadado conmigo porque
un placer había desaparecido de su vida y, de alguna
manera, yo tenía la culpa.

92
Esto me entristeció, por supuesto. No podía hacer na-
da al respecto. Estaba totalmente desconcertado. Me
había reunido con su profesora varias veces en tutorías
rutinarias y había comprobado que, en verdad, se tra-
taba de una mujer estúpida y pagada de sí misma, y
que encima olía fatal. Vivía sin dudas, vestía con ropa
cara y era condescendiente con los padres, como si
éstos fueran criaturas inferiores. Todo lo que engullía
alimentaba sus convicciones y a Jiri debió de parecerle
formidable, especialmente comparada conmigo. Sin
embargo, ella no quería a Jiri. Ni siquiera le gustaba
del mismo modo que le gustaban otros niños, porque
reconocía en él una debilidad persistente que consti-
tuía una afrenta a su misión y a su ser. Era yo quien
quería a Jiri, a mí a quien le gustaba. Era yo quien lo
adoraba, respetaba y protegía. Pero no era suficiente,
a pesar de que, durante un tiempo, creí como un tonto
que sí lo sería. Jiri, por alguna razón misteriosa e irre-
vocable, había decidido que ella tenía razón y que yo
me equivocaba, que no se podía confiar en mí en lo
que a la vida se refería. ¿Por qué? No lo sé. Era y sigue
siendo un misterio. Se necesitaba cierta fe ciega, y Jiri
no la tenía. Ni yo se la pude dar. Me sustituyó por un
monstruo obeso peor que los que aparecían en sus
cuentos de hadas y fue a partir de entonces cuando el
mundo cambió de forma para él, cuando, realmente,
empezó a alejarse de su hogar.

93
No ayudó nada el hecho de que empezara a sacar
mejores notas en la escuela y que hiciera más amigos.
Por mucho que le hubieran disgustado sus nuevas
costumbres, éstas eran, a todas luces, las correctas.
Todo lo confirmaba. Y como quería, con razón, que
todo saliera bien, se obligó a dominar las nuevas téc-
nicas tan rápido como pudo. Y con la misma rapidez,
nuestros maravillosos paseos se disiparon. Cuando le
hablaba de nuestras paredes, él me miraba con pena
y, más tarde, con desprecio, como si a mí me deleitase
hablarle como a un bebé. ¿Qué sabía yo? ¿Sabía cuáles
eran los efectos de la lluvia, del viento y del frío sobre
la piedra? ¿Cómo podían los objetos inanimados ser
testigos de algo? Del mismo modo, los objetos curio-
sos que habíamos encontrado durante nuestros pa-
seos perdieron su peculiar atractivo. Para empezar, se
desecharon muchos de ellos porque carecían de inte-
rés. Los que quedaron fueron divididos en categorías
y clases y luego evaluados cada uno en su grupo. Ya
no le interesaba una única mariposa (a pesar de que
empezaban a escasear) o un árbol en particular, sino
las mariposas y los árboles como especies y, más tar-
de, sus subdivisiones. Convirtió un mundo de innu-
merables objetos individuales en un patrón coherente
y controlable y empezó a deleitarse en sus poderes,
ajeno al holocausto que había perpetrado. ¡Cuánto
debió de compadecerse de mí y de mi flácida mente!

94
Lo que más me dolió fue que un día se soltó de mi
mano. Pude sentir su repugnancia. Para él, cogerme
de la mano era demasiado comprometido. Era falso.
Estaba mal. Estuve a punto de llorar. Él no se perca-
tó, pues yo seguí charlando y fingí no haberme dado
cuenta. No intenté cogerle otra vez de la mano, a la
espera de que fuera él quien deslizase la suya en la mía,
como un pajarillo que volviera al nido. Tal vez me
equivoqué. Sólo tenía diez años, pero nuestras manos
nunca más volvieron a tocarse.

Intenté que se interesara por nuestro álbum de fotos,


mostrándole a su madre, a él cuando era un bebé, a
los tres haciendo cosas sencillas pero maravillosas,
como ir de excursión a la playa. No le interesaba. En
cierta medida, lo consideraba un argumento poco
convincente. Era aburrido y le faltaba fuerza. Ade-
más, le hacía sentirse incómodo. Yo, ni que decir tiene,
me mostraba debidamente entusiasmado con sus cre-
cientes logros, aunque por dentro me sintiera deses-
perado, pues a medida que su cuerpo y su reino ex-
terior crecían y se hacían más fuertes, el dulce Jiri de
antes, su reino interior se marchitaban, eran destro-
nados. Yo sabía que él percibía, de algún modo, aque-
lla extraña disminución, aquella pérdida de su yo
esencial, pero sus avances y sus proezas mentales

95
compensaban su malestar. Desarrollaba teorías irre-
futables sobre la personalidad y la vida. Ponerlas en
duda era convertirte en su enemigo, reavivar una irri-
tabilidad que acechaba constantemente justo debajo
de su extraordinaria superficie.

Ahora, definitivamente, se ha ido, embarcado en una


carrera acorde a sus esfuerzos y aptitudes. Me escribe
de tanto en tanto, rara vez me visita. Apenas conozco
a su mujer. Nunca he visto a sus hijos, ni sé lo que
hace con ellos. Me odia, lo sé, porque no le he servido
de mucha ayuda. Le he fallado. No importa lo que
diga para elogiar su vida, él sabe que no lo digo de co-
razón. Bajo mi influjo, nunca será feliz ni triunfador.
Sólo mi muerte lo liberará de algún modo. Estoy tris-
te pero resignado. Después de todo, no soy un gigante
capaz de librar una heroica batalla. Ningún padre lo
es con su hijo. Estoy seguro de que, a veces, ecos de
mi mundo resuenan en el suyo, probablemente cuan-
do menos se lo espera y, en esos momentos, debe de
encenderse de rabia, desesperarse ante su ignorancia
e impotencia, despreciar profundamente mi misera-
ble vida. No obstante, siempre le quedará una vía de
escape, aunque lo esté matando. Me quedan un nú-
mero limitado de años y desagradables perspectivas.
De vez en cuando, nuestras paredes aún me hablan.

96
A menudo están en blanco y me devuelven una mi-
rada opaca, como un verdugo. También está el álbum
de fotos, mi eterno consuelo. De vez en cuando, re-
vivo el vestido vaporoso y siento su diminuta mano
en la mía, mientras una voz llena de asombro dice:
«¡Mira! ¡Mira!». Y derramo unas lágrimas de absoluta
felicidad. Por mí, por Jiri, por todo.

97
E L C LU B F U N E R A R I O

Como he alcanzado ya cierta edad, me he hecho


miembro de un club funerario. No es tan lúgubre co-
mo parece. Se hace hincapié en la vida y en la diver-
sión. Sin duda, el principal objetivo del club (que des-
banca a cualquier otro club, sección, afiliación, etc.)
es asegurar a todo socio un entierro digno. Y ya que
no puedes asistir, por así decir, a tu propio funeral, te
puedes tomar los de los demás con cierta indolencia.
La familiaridad genera, si no desprecio, al menos in-
diferencia. Y los lapsos entre funerales son bastante
animados, pues ése es un objetivo secundario de los
clubes: proporcionar compañía y diversión mientras
esperas tu momento final.

99
Para mí, lo más inquietante es que la afiliación al club
sea ahora obligatoria a partir de cierta edad. Pero,
aparte de ese punto, tienes bastante libertad para todo
lo demás. Por ejemplo, cada club se crea de la misma
manera, con doce personas cuyas fechas de naci-
miento los colocan como cabezas de lista de su dis-
trito. Si hay más de los candidatos necesarios para
un club, se seleccionan los nombres al azar en lugar
de por orden alfabético, para evitar tener un club con
miembros únicamente de la mitad del abecedario. Por
supuesto, a veces, incluso haciéndolo al azar, se ter-
mina así. No hay discriminación por sexo, raza, reli-
gión (si se profesa alguna), nacionalidad, competen-
cias mentales (hasta cierto punto), éxito en la vida, o
salud (de nuevo hasta cierto punto). Y eso es recon-
fortante. La muerte inminente fomenta la mejor
democracia. Una vez que lo asimilas, el club se con-
vierte, de hecho, en una nueva vida, en una nueva so-
ciedad. Un auténtico nuevo reparto. Volvemos a nacer
y nadie sabe qué le espera.

Al principio, los clubes eran bastante inflexibles. Por


ejemplo, su número iba menguando, como es nor-
mal, por lo que aquéllos con la suerte de expirar pri-
mero contaban con una gran afluencia de público a
su entierro, mientras que los últimos en fallecer sólo

100
disfrutaban de un puñado de asistentes o menos, hasta
llegar a la última muerte, solitaria. Algunos miembros
de los primeros clubes se suicidaban ante la pers-
pectiva de un funeral totalmente desasistido. Sin em-
bargo, esa situación se ha subsanado. Ahora, cada
vez que un club se ve reducido a tres miembros, lo ab-
sorbe cualquier nueva lista en formación. De este
modo, ciertos miembros especialmente sanos partici-
pan en varios clubes a lo largo de sus vidas. Estas ab-
sorciones sirven también para inyectar un poco de
heterogeneidad en lo que, de otro modo, sería un
grupo de edades homogéneas. Además, al principio,
se esperaba que permanecieras en tu club mientras éste
durase. Un miembro que quisiera trasladarse para
estar cerca de un hijo o de otro pariente… digamos
que podía encontrar dificultades para conseguir su
pensión, sus prestaciones sociales, etc. Ahora puedes
rellenar un formulario estándar y, después de seis
meses más o menos, por lo general, puedes trasla-
darte si lo deseas a una nueva lista. Volver a tu club
original continúa siendo, sin embargo, difícil, si no im-
posible. Un problema particularmente peliagudo era
el de los miembros que habían perdido la movilidad
o que estaban postrados en sus camas. En tales cir-
cunstancias, los encuentros resultaban difíciles. Por
ejemplo, celebrar las reuniones alrededor de la cama
de un miembro en fase terminal entraba en conflicto

101
con el objetivo social del programa, que queda bas-
tante bien resumido en el eslogan oficioso de los clu-
bes: «En pie hasta la muerte». Ese problema se ha
resuelto. Cuando, por la razón que sea, un miembro
no puede asistir a un cierto número de encuentros se-
manales, se le transfiere automáticamente a un nue-
vo club con un ambiente más apropiado. De este
modo, existen clubes cuyos miembros están postrados
en la cama, cuya movilidad depende de una silla de
ruedas o cuyas facultades mentales están mermadas.
Tales clubes, por supuesto, reciben muchas más sub-
venciones, sobre todo en lo que respecta a transpor-
tes, puesto que si existe una regla inquebrantable y
común a todos los clubes es la de asistir al entierro de
un compañero.

Todos los clubes funcionan según el mismo modelo.


Cada miembro hace una pequeña aportación sema-
nal. En el momento de un funeral, los miembros su-
pervivientes tiran de este fondo común para comprar
flores, enviar tarjetas, poner esquelas y financiar una
pequeña recepción con algo de comida y bebida para
rendir un modesto homenaje al difunto, a la vez que
se fomenta un poco de humor y se celebra que la vida
sigue. El coste del entierro en sí y de asuntos tales
como la sede del club (espacio donde nos reunimos),

102
las excursiones, los suministros (que, como es nor-
mal, varían dependiendo de la idiosincrasia del club),
así como la ropa, los emblemas y las insignias recae
en el presupuesto del comité funerario del distrito o en
el presupuesto general del distrito. Estos últimos pun-
tos son una fuente de diversión y efervescencia consi-
derables. Cada club, por ejemplo, se pone un nom-
bre. Sin embargo, no puede ser ni un nombre que esté
utilizando un club existente en el distrito ni uno que
haya utilizado algún club del distrito en los últimos
diez años. Como es de suponer, el nombre refleja
parte del carácter del grupo. Así, por citar algunos
que conozco, tenemos a los Cowboys, los Cosacos,
los Colcheros, los Bulldogs, las Reinas, las Abejas Rei-
na y los Macho Men. Ciertos individuos especialmen-
te longevos se han visto transformados de Malvís a
Monje Urbano o a Cana-Canoso en cuestión de meses,
y tales transfiguraciones dan para mucho humor so-
terrado. Sea cual sea el logo elegido, el club tiene de-
recho a estamparlo en tantas camisetas, sudaderas,
chaquetas, etc. como pueda costearse. Por supuesto,
cuando un club se ve reducido a su mínima expresión
y se ha transferido a sus miembros a una nueva uni-
dad, éstos deben entregarlo todo, que entonces va a
parar a otro club con el mismo nombre en otra parte.
A veces, el nombre es tan raro, impopular o estrafala-
rio, que las camisetas y las chaquetas no pueden volver

103
a utilizarse de manera oficial. Entonces, se ponen a la
venta al público con un gran descuento en puntos
de liquidación especiales. Algunas camisetas y cha-
quetas en particular gozan de gran valor entre los jó-
venes, así que a su alrededor gira, a pesar de los inten-
tos por desmantelarlo, un floreciente mercado negro.
Hace poco, por ejemplo, unos adolescentes pagaron
enormes sumas por camisetas con los logotipos de
los Piruletas y de los Microbia. Como circulan más
de las que deberían, se cree que alguien está confec-
cionándolas en secreto.

Cada club elige dos grupos de cuatro directivos para


asegurar su continuidad. Por tanto, es muy raro que
se rompa la rutina del club. Digo raro porque no es la
primera vez que un club pierde a dos presidentes, dos
vicepresidentes, dos secretarios, etc., en un corto es-
pacio de tiempo. A veces, la muerte es imprevisible. Ni
que decir tiene que los últimos cuatro miembros de
cualquier club forman parte también de su directiva
y, con frecuencia, un club de cuatro miembros se man-
tiene durante años antes de que una pérdida permita
a los otros fusionarse con otro grupo más grande. De
la asistencia a las reuniones semanales se deja riguro-
sa constancia y, además, se levantan actas. La asisten-
cia a otros actos también queda registrada, pero no es

104
obligatoria. De todos modos, la mayoría de los miem-
bros va a todos los actos, pues una alta asistencia te
granjea algunos privilegios, así como una mención es-
pecial en tu entierro. Por ejemplo, a aquellos de no-
sotros que residen en viviendas de protección oficial,
como es el caso de la mayoría, les conceden voltaje
extra en las bombillas. Si te gusta leer, esto no es bala-
dí. Además, una buena asistencia te hace ganar puntos
que luego puedes utilizar para prolongar tus vaca-
ciones o para conseguir una localidad en un partido de
algún campeonato oficial u otro privilegio o ventaja.
Además, el resto de miembros ejerce una presión con-
siderable para que asistas y, de hecho, a falta de otras
actividades para los de nuestra edad, no resulta nada
oneroso. Es, sin duda, una sociedad a pequeña escala,
pero una sociedad al fin y al cabo, con la mayor parte
de sus dinámicas, aunque atenuadas. Podría ser incluso
una representación gráfica, una especie de pirámide
invertida cuyo desenlace natural es una sociedad está-
tica y silenciosa de un único miembro en un hoyo.

Una gran parte de la energía de las reuniones ordina-


rias se consagra a planificar viajes, actividades, funera-
les, etc. Sin embargo, también se propone un núme-
ro de temas determinado para que los debatamos,
como «Maneras de mejorar el medio ambiente» o

105
«Qué visibilidad debería tener el armamento». Nues-
tras opiniones se recogen, se remiten a distintos nive-
les y contribuyen, en última instancia, a fraguar un
consenso nacional que procesan los funcionarios co-
rrespondientes. También participamos en foros sobre
temas de nuestra elección. El año pasado, por ejemplo,
mi club, los Pingüinos, debatió sobre «Quién debería
recoger los excrementos de los perros, cómo hacerlo y
qué multa imponer en caso de incumplimiento». Tam-
bién apoyamos firmemente la organización de concur-
sos de belleza para mayores, con el resultado de que
otros clubes, en particular los Chuchos, aceptaron el
reto y al final celebramos en nuestro distrito un desfi-
le de belleza de carcamales. No tuvo éxito. La dificultad
de evaluar la belleza a una edad avanzada resultó ser
una traba insuperable. No podíamos obviar, por ejem-
plo, estándares más propios de la juventud como las
carnes prietas, las piernas bien torneadas, unas bonitas
curvas o una piel suave, entre otros. La idea fue además
tachada de sexista hasta que dejamos claro que el cer-
tamen también estaba abierto a los hombres. Sin em-
bargo, éstos se prepararon de tal manera (a saber, empe-
rifollamientos, maquillaje, hiperlordosis, etc.) que fue
imposible eliminar la etiqueta sexista. La idea de organi-
zar concursos similares para los enfermos terminales, los
seniles, etc., se discutió brevemente y se abandonó. Al-
gunos clubes, cuyos miembros gozan de buena salud,

106
celebran eventos deportivos intramuros a pequeña
escala, como torneos de juegos de pulgas en invierno
y canicas, peonzas y cometas en primavera, verano y
otoño, para los que se requiere algún que otro debate
y planificación. Finalmente, aquellos interesados y en
condiciones de disfrutarlos tienen a su disposición de-
terminados servicios para satisfacer sus necesidades
más íntimas. Estos servicios deben concertarse con an-
telación1. Por muy sorprendente que pueda parecer,
1El distrito desalienta la satisfacción de pulsiones tanto dentro como fuera del club,
pero proporciona profesionales del placer, tanto masculinos como femeninos, a los
clubes, con una agenda y una lista de prestaciones. El distrito prohíbe estrictamente
ciertas formas de placer, como, por ejemplo, las relacionadas con lo anal, privando
a un sector minoritario, aunque obvio, de la población de sus legítimas satisfacciones.
Como es de suponer, una estricta higiene es obligatoria. La posibilidad de que otros
distritos estuvieran sujetos a prohibiciones distintas o que incluso no tuvieran ninguna
es tema de mucha especulación y guasa, por ejemplo: «Ya sabes lo que hacen allí». El
rol del profesional del placer es peculiar. Casi ninguno de ellos lo ha elegido de manera
voluntaria, principalmente por la frecuente falta de atractivo del cuerpo a nuestra
edad. Por tanto, la mayoría de los profesionales procede de reclutamientos entre la
clase presidiaria, que consigue reducciones de condena a cambio de sus servicios. En
el caso de mayores seniles, deficientes, enfermos, etc., el reclutamiento se lleva a cabo
entre aquellos que cumplen las mayores condenas, incluida la pena de muerte. Por
muy desagradable que pueda parecer realizar este servicio, en general, es preferible
a la muerte. Y, en realidad, sus rigores se exageran. Por ejemplo, acariciar la cabeza
de una señora mayor en tu regazo mientras ésta maúlla y ronronea puede parecer
raro, pero no es ni oneroso ni repulsivo. No obstante, con relativa frecuencia, se de-
mandan otras prácticas más clásicas, para las que los presos reciben una dura prepa-
ración y adoctrinamiento a cambio de lo cual disfrutan de vacaciones frecuentes,
viviendas y estipendios módicos fuera de la cárcel, así como de una relativa libertad
(el matrimonio, sin embargo, no está permitido). Cuando terminan su periodo de
servicio, pueden elegir entre continuar, a cambio de mayores beneficios si cabe, con-
vertirse en preparadores de nuevos profesionales reclutados o recibir ayuda para bus-
car otras líneas de empleo. Es raro que los profesionales del placer vuelvan a delinquir,
y sus servicios se consideran una rehabilitación total, una verdadera obra social y un
gran ahorro para el sistema penitenciario, que lucha constantemente contra el haci-
namiento, la falta de instalaciones, la violencia y la corrupción.

107
teniendo en cuenta el tiempo que se dedica a la plani-
ficación de los propios funerales, pasamos mucho
tiempo discutiendo los detalles tanto de la secuencia-
ción como del atuendo, los tributos, la duración, el tra-
je del difunto (¿con o sin la chaqueta del club?), la dis-
posición de sus efectos personales (¿para beneficio del
club, de sus parientes, del comité del distrito?), las fu-
turas alusiones al difunto (si las hubiere), los comenta-
rios que dejar en el historial del club (¿sólo estadísticos
o también personales?), etc. Es algo continuo, en cons-
tante movimiento y de vital importancia para todos.

Una de las mejores cosas de los clubes funerarios es


el sistema de los amigos, una reminiscencia de los días
de natación de la infancia en que suponía un seguro
contra el ahogamiento. Todo el mundo necesita un
amigo. Así pues, a cada miembro se le asigna un com-
pañero, con el que debe contactar una vez al día, un
poco como si al llamar a tu compañero, le dieras fuerte
la mano en la piscina. Como es normal, a veces esto
lleva a que se forjen estrechas amistades y, de cuando
en cuando, algo más. Sin embargo, hay otras en que
los compañeros no «congenian». Son incompatibles. Y
esto es fuente de conflictos, porque cambiar de pareja
significa que otros compañeros tienen que separarse
y puede que no estén dispuestos a hacerlo. Lo mejor

108
en estos casos es presentar al club una propuesta de
cambio y esperar a que alguna otra pareja entre en
fase de hostilidad mutua, en cuyo caso se lleva a cabo
el intercambio. Mientras tanto, el dúo incompatible
debe continuar con sus contactos diarios, pues queda
constancia de ellos en los registros del club, y los in-
cumplimientos hacen perder puntos. En los contados
casos en que los compañeros recurren a la violencia
física o al «maltrato» (como ocurre en las parejas de
hombre y mujer), se realiza un intercambio con otro
club. Sin embargo, este trámite debe formalizarse a
nivel de distrito, y precisa de audiencias, exámenes
médicos, evaluaciones psicológicas, aplazamientos y
papeleo. En cualquier caso, una vez conseguido un
cambio de este tipo, él o ella no podrá beneficiarse de
ningún otro, aunque los intercambios en el seno del
club siguen siendo ilimitados, siempre y cuando las
partes implicadas estén de acuerdo.

Quedan aún dos problemas por resolver en el asunto


de los compañeros y ambos sortean con gran habili-
dad los nuevos planteamientos. El primero es que a
medida que el club mengua, las posibilidades de in-
tercambio disminuyen de manera natural. Durante
un tiempo, se estuvo debatiendo la idea de incremen-
tar el tamaño del club, pero parecía algo tan difícil de

109
manejar y habría supuesto cambios en tantos detalles
bien resueltos desde hacía tiempo que nunca se lle-
gó a nada. En realidad, la mayoría de los expertos que
se han pronunciado a este respecto preconiza que un
grupo de diez es lo matemáticamente perfecto. Pe-
ro, al mismo tiempo, también reconoce que, desde el
punto de vista humano, diez es un número demasiado
pequeño para un club con un desgaste tan imprevisi-
ble y que podrían originarse dificultades en otros sen-
tidos. El otro problema es que, a menudo, el núme-
ro de miembros de un determinado club es impar. Es
decir, que algún miembro se queda sin compañero.
Para resolver este tema, los clubes permiten la exis-
tencia de tríos provisionales (aunque no gustan), en
los que el tercer miembro se va con un nuevo compa-
ñero tan pronto como el número de miembros del
club disminuye en uno más. Este segundo problema
es el más serio, porque a veces el miembro provisional
del trío forma un vínculo más fuerte con uno de los
dos originales y juntos insistirán para que el compa-
ñero caído en desgracia sea el que se marche cuando
quede libre una vacante. Este problema suele resol-
verse a nivel de distrito o, incluso, de zona, y no hay
apelación posible que contradiga dicho dictamen. His-
tóricamente, es raro que una decisión favorezca al
recién llegado, en especial porque se considera que
sentaría un mal precedente y debilitaría un sistema re-

110
lativamente eficaz. Por el contrario, a veces un trío
es tan compatible y está tan satisfecho con el acuerdo,
a pesar de las mayores complicaciones que supone el
requisito del contacto diario, que a menudo se gene-
ra una atmósfera de fiesta entre ellos que desconcierta
a los otros y despierta envidias en los demás. Es más,
el trío no tiene intención de romper e, incluso cuando
se obliga al compañero provisional a formar pareja
con un nuevo miembro, él o ella mantendrá estrechos
lazos con sus antiguos amigos, dejando al nuevo en el
limbo. Tales situaciones se tratan en las reuniones pe-
riódicas y, si no se llega a una solución que satisfaga a
todas las partes, pasan a nivel de distrito, que suele
tomar duras resoluciones, como trasladar a los tres
miembros a clubes diferentes. Cuando los compañe-
ros son del mismo sexo, se les anima a que se vayan
juntos de vacaciones, aunque, en los últimos tiempos,
existe una fuerte presión para que la totalidad del club
pase las vacaciones en bloque, como una unidad, es-
grimiendo como razón fundamental que los clubes,
en especial los más pequeños en número, sentirían
profundamente la ausencia de dos de sus miembros y
podrían caer en una depresión. Por supuesto, este sis-
tema simplificaría mucho el mantenimiento de los re-
gistros. Se murmura que, en el futuro, los clubes, por
razones obvias, estarán organizados por sexos, pero,
de momento, no se ha visto circular material escrito

111
sobre el tema. Por contra, cobra sentido el razona-
miento de que, en general, después de cierta edad, las
distinciones entre sexos tienden a disminuir y la «vo-
latilidad» de los clubes mixtos es, por tanto, algo pu-
ramente teórico.
A cada miembro se le pide que, como forma de dis-
ciplina intelectual, lleve un diario o unas memorias,
que se convierten en propiedad del distrito poco des-
pués de su muerte. En teoría, se guardan en una bi-
blioteca especial por motivos históricos, pero muchos
miembros del club creen que a nivel de distrito, o in-
cluso a instancias más altas, los escrutan en busca de
información sobre otros miembros —por ejemplo:
historias de amor secretas o amistades insanas— y son
fuente de posteriores deméritos o de cosas peores.
Cuando el horario de las reuniones periódicas lo per-
mite, se anima a que los miembros lean pasajes de
sus diarios. La mayoría es aburrida, pues se limita a
enumerar rutinas diarias y problemas médicos, pe-
ro, de vez en cuando, un episodio gracioso, a menudo
inesperado, surge de las profundidades y todos nos
echamos unas risas o derramamos unas lágrimas. Ha
habido algún que otro caso en que, después de la
muerte de alguien, se ha descubierto que el difunto o
la difunta había mantenido un sistema doble de dia-
rios: uno oficial y otro privado. Aunque se esperaba
que el diario privado fuera escandaloso, nos llevába-

112
mos una decepción. Ambos diarios eran igual de abu-
rridos, siendo las retahílas públicas y privadas prácti-
camente imágenes reflejadas en un espejo. El único
escándalo era la existencia del segundo diario. A ve-
ces, a modo de broma, dos compañeros llevan diarios
idénticos, inventan episodios o introducen contradic-
ciones de forma deliberada. Sin embargo, dado que
los diarios no suelen leerse, el placer que se obtiene
es limitado y puramente privado. A pesar de que se
desaconsejen las entradas sobre poesía, música, lite-
ratura, teatro, nostalgia, reflexiones filosóficas, anota-
ción de sueños, etc., no están prohibidas, siempre y
cuando no interfieran en anotaciones más rigurosas
como la fecha, tiempo, lugar, número y actividad. De
hecho, una vez al año, cada club tiene la responsabi-
lidad de preparar una muestra creativa, que se evalúa
a nivel de distrito. Las mejores obras, ya sean sátiras,
números musicales, artes plásticas o efusiones poéti-
cas y literarias, reciben los elogios y la difusión ade-
cuados. Los diarios son, a menudo, el primer sitio
donde se pergeñan tales creaciones y es, a menudo,
durante la lectura de un diario en el club, cuando otro
miembro señala que algo es bueno para la muestra
creativa anual y el club acuerda trabajar en ello de ma-
nera conjunta. Hasta ahora, ninguna propuesta anual
de los Pingüinos ha resultado seleccionada para su
posterior desarrollo, siendo la que ha estado más cerca

113
una iniciativa multidisciplinar titulada «Gaviotas ar-
génteas al amanecer». La tarea más ardua que recae
en cualquier miembro de un club es la de pronunciar
el panegírico por su difunto compañero. Sin em-
bargo, sólo la mitad de cualquier club, como mucho,
tendrá que enfrentarse a esa responsabilidad. Por el
contrario, puede darse el caso de que un determinado
miembro, debido a una imprevisible longevidad, de-
ba pronunciar uno, dos, tres o más panegíricos. Para
facilitarle la tarea, siempre se le permite acceder bre-
vemente al diario y a las pertenencias del compañero.
Sean cuales sean los extractos del diario que se citen
o parafraseen («A Peluchín le encantaban los osos
panda»), siempre conmueven y desencadenan risas o
llantos fraternales.

Una costumbre graciosa que se ha puesto en práctica


en los clubes es el uso de apodos. Al principio parece
una tontería, pero no hay duda de que tiene un efecto
rejuvenecedor e igualador. En el transcurso de las pri-
meras semanas, todo el mundo recibe un nombre
nuevo y ésa es la denominación por la que serán co-
nocidos a partir de entonces. Así pues, un antiguo so-
ciólogo con un nombre como Horace Thurmer pa-
sará a llamarse Gorrilla, y Gloria Pestone, una antigua
psicóloga, se convertirá en Pastelito. El apodo sirve

114
para presentarse en cualquier ocasión y, de hecho, lo
utilizarán también en tu propio funeral. Algunos
miembros se resisten al principio, porque creen que
es indigno y degradante. A un antiguo banquero, por
ejemplo, no le sentará demasiado bien que la gente,
y posiblemente incluso algún antiguo empleado, le lla-
me Mogo2 a cada momento. La elección de apodos
deja poco margen de libertad, pues es un asunto que
se vota por mayoría. Se presentan propuestas y se
vota. Es difícil decir qué hace a un apodo más popular
que otro, pero casi siempre el nombre elegido refleja
rasgos psicológicos inconscientes de una gran perspi-
cacia. Rara vez, por ejemplo, se llama Paticojo a un li-
siado o Porky a una persona obesa. Ni tampoco se
usan mucho nombres glamurosos, melodramáticos o
descaradamente desagradables como Zurullo de Tor-
tuga, Vengador o Tarta de Caramelo. Pero un lisia-
do puede muy bien llamarse Atila, con gran éxito, o
una mujer obesa, Desdémona. A menudo los nom-
bres parecen encerrar alguna faceta oculta de la per-
sona, aunque la persona en cuestión tarde semanas
en asumirlo. De hecho, hay gente que renace con su
nuevo nombre, que parece emprender una nueva vida

2Mogo es un personaje de ficción del Universo de DC Comics, un superhéroe y miem-


bro de los Green Lantern Corps. Mogo es un planeta viviente que apareció por primera
vez en en Green Lantern (vol. 2), n.º 188 (mayo de 1985), en la historia titulada «Mogo
no socializa». Sus creadores fueron Alan Moore y Dave Gibbons. (N. de la T.)

115
desempeñando un papel protagonista, y que lo aña-
de con orgullo al logo del club de sus camisetas y cha-
quetas. Mi apodo es Topo y confieso que le doy mu-
chas vueltas. El nombre de mi compañero es Pandor
y, en cierto sentido, hacemos muy buenas migas, en
especial, sin duda, gracias a nuestros apodos. He no-
tado que el ser abordado inesperadamente por la ca-
lle con un «¡Topo!» me ha dado una nueva visibilidad
en el barrio. Gente que nunca había reparado antes
en mí ahora parece que me toma en consideración e
incluso me saluda con la cabeza o me dirige la pala-
bra, como si hubiese superado algún rito de iniciación.
Me desconcierta, pero debo reconocer que me gusta.
El apodo te acompaña incluso si te transfieren a un
nuevo club, aunque se admite que el nuevo grupo pre-
fiera otro nombre. Y, de hecho, a veces tal persona
puede obtener un segundo nombre estrictamente ofi-
cioso. Un hombre, un puertorriqueño de ojos salto-
nes, entró en nuestro grupo con el nombre de Ca-
rambas, pero con el paso de las semanas, le fuimos
atribuyendo otro: Ñam Ñam, que a él no pareció mo-
lestarle. Unos cuantos apodos se han hecho legenda-
rios, como el caso de la mujer que perteneció a ca-
torce clubes (en los que ocupó cargos directivos en
más de una docena de ocasiones) antes de morir, pro-
nunció setenta panegíricos y recibió una docena de
apodos no oficiales, entre los que destacaban Bruja,

116
Embaucadora y Kilovatio. Una frase recurrente que
zanja muchas discusiones, aunque nadie sabe muy
bien qué significa, es «Acuérdate de la vieja Escara-
muza», su apodo oficial. Cuando finalmente nos de-
jó, su último compañero, que tenía los nervios des-
trozados por la sucesión de sus anteriores compañeros
muertos, no estuvo para nada a la altura del pane-
gírico. En realidad, éste resultó no ser necesario (ni,
de hecho, posible): Escaramuza se lo llevó a mitad de
ceremonia.

También se anima a que cada club tenga un animal


de compañía, una mascota. La mayoría, naturalmen-
te, elige un gato o un perro. Muchos optan por los
pájaros. Unos cuantos tienen gustos más exóticos y
se hacen, por ejemplo, con una cabra, un tritón, una co-
madreja, una ardilla o una serpiente. Todas las mas-
cotas tienen nombres. Los Pingüinos tenemos un
perro sarnoso llamado Bobo, al que encontramos ras-
cándose en la calle. Le hemos librado de las pulgas,
pero como creemos que sus años de vida callejera le
pasarán factura, hemos planificado su entierro con
bastante antelación, cuidando hasta el último detalle,
tras el cual sus cenizas reposarán en una urna en la
sede de nuestro club como una especie de relicario. Ya
incluso contamos historias de Bobo como si estuviese

117
muerto y alardeamos de la costrosa progenie que pa-
rece haber engendrado en otros clubes. Nos repar-
timos los cuidados de Bobo por igual: lo alimenta-
mos, le damos paseos, lo bañamos y lo cepillamos una
semana cada uno. A veces, cuando no tenemos na-
da que hacer, decimos: «Voy a ver qué está tramando
Bobo». Y es justo lo que hacemos, e incluso nos po-
nemos a charlar con él un rato. También nos alientan
a que cuidemos plantas (los cactus son nuestra espe-
cialidad), y cada club se encarga de decidir la deco-
ración de la sede y de llevarla a cabo. Nosotros nos
hemos decidido por un sencillo decorado de granja,
después de varios intentos fallidos de decorados de
una isla tropical y del Antártico (por lo de nuestro
nombre). Ahora nos vienen muy bien los muebles vie-
jos de segunda mano y, a decir verdad, casan a la per-
fección con Bobo. Se supone que el club tiene una
canción propia, pero nadie la ha compuesto todavía.
Cuando la ocasión lo requiere, cantamos el himno na-
cional. Nadie pone pegas.

Poseo más conocimientos que la mayoría acerca del


funcionamiento de los clubes funerarios porque a mí
me eligieron de inmediato secretario de mi club y si-
go siéndolo después de todos estos años. Mis obliga-
ciones incluyen la gestión y mantenimiento de los

118
archivos del club, la correspondencia y el contacto
con otros clubes del distrito y, en alguna ocasión que
otra, fuera de él, y la correspondencia (en su mayoría
informes) y el contacto con la oficina del distrito.
Todo cuanto está escrito pasa por mis manos, inclui-
dos, de manera muy somera, diarios de miembros e
informes de presidentes. Además, he asistido a doce-
nas de seminarios sobre gestión de archivos y temas
relacionados. Fue en una de estas reuniones donde
ocurrió algo que en aquel momento consideré trivial.
Luego he comprendido que aquel hecho representa
el origen de la obsesión que anida en mí desde enton-
ces y para la que me había estado preparando de ma-
nera inconsciente. Sin apenas darme cuenta, durante
estos seminarios, había cogido el hábito de sentarme
junto a una atractiva mujer apodada Abrazos. Aunque
solíamos pasar los descansos juntos, incluido el del al-
muerzo, nunca hablábamos de cuestiones personales.
Ella era, lo supe por el contenido de su cartera, lecto-
ra de libros antiguos, y sus comentarios sobre la ges-
tión de los archivos eran inteligentes y extrañamente
mordaces, casi hostiles. Obviamente, ella eligió sen-
tarse y pasar los descansos conmigo, pero, en prin-
cipio, no había razón aparente. Aquel día empecé a
echar un vistazo a sus notas y constaté que todas es-
taban mal. No me lo esperaba en absoluto y aquel des-
cubrimiento me dejó completamente estupefacto. No

119
es que sus notas fueran descuidadas, incompletas o
que ella estuviera chiflada. Se trataba de notas exhaus-
tivas, cuidadas y precisas, pero deliberada y sistemáti-
camente erróneas. Donde el conferenciante había di-
cho que algo debía hacerse, por ejemplo, ella inser-
taba un «no». Si algo no debía hacerse, ella suprimía
la negación. No cabía duda de que su contrasistema,
pues me di cuenta, por su regularidad, de que se tra-
taba de algo sistemático, iba más allá, pero no quise
parecer demasiado indiscreto. Ni lo anoté en mi dia-
rio. Aun así, ella debió de percibir mi estremecimien-
to, pues me dedicó una mirada y una sonrisa leve (y
pícara, pensé, como si se hubiera subido la falda pa-
ra mí). Yo no le devolví la sonrisa. Estaba confundido
y extrañamente excitado. Durante el siguiente semi-
nario, la evité. Ella me miró un par de veces con ex-
presión ausente sin comprender lo que pasaba y me
sentí incómodo. Al siguiente seminario me senté de
nuevo a su lado, pero ella apenas habló, tapó sus notas
y su expresión no me reveló nada. Sólo ocurrió una
cosa: poco antes del final del seminario, ella posó fir-
memente su mano sobre la mía durante un instante,
sin mirarme ni decir nada, salvo, por increíble que pa-
rezca, mi verdadero nombre: «John». ¿Cómo lo había
descubierto? Me embargaron demasiadas emociones
encontradas como para responder de algún modo y,
de todas formas, el seminario terminó minutos des-

120
pués. No asistió al siguiente seminario, ni a los demás.
Intenté con cautela descubrir algo sobre ella; saber, si,
por ejemplo, había muerto. Algo me decía que no era
posible; parecía demasiado sana, demasiado fuerte.
Meses después, logré acceder una vez a los archivos del
distrito, pero no encontré ningún diario suyo. Pregun-
tas que sólo podía guardar en secreto bullían en mi
cerebro por las noches, como lo hacía el recuerdo de
su mano sobre la mía y de su voz pronunciando mi
nombre. Sin ser consciente de ello, yo ya había adop-
tado un patrón de conducta errática y encubierta, vi-
viendo durante un tiempo en una especie de sueño.
He mantenido ese patrón durante varios años, con
verdadero éxito, estoy casi seguro (aunque hayan hur-
gado en mis diarios). Éste consiste, básicamente, en
los siguientes principios:
1. Se aprueben las actas que se aprueben, siempre in-
serto un error, como un plural en lugar de un singu-
lar o un error de concordancia en los tiempos en
mi transcripción final a máquina. Éstos, por su-
puesto, al final se distribuyen. Nadie se ha perca-
tado jamás de mis errores.
2. En los archivos personales de los miembros del club,
he añadido o borrado cierta información. Por ejem-
plo, si un miembro ganó insignias al mérito en los
Boy Scouts, a lo mejor le quito una. O le añado otra
completamente ficticia, como la de Evaluación de

121
Basuras. Como es muy poco probable que alguien
del club o a nivel del distrito mire el archivo en años,
si es que lo hace, apenas existen riesgos. De mane-
ra similar, cuando un miembro del club fallece,
antes de enviar su archivo, inserto comentarios
como «Sospechoso de escuchar a escondidas en al-
gunas reuniones» o «Coleccionista de objetos ex-
traños». En estos casos, disimulo mi letra y añado
iniciales completamente inventadas. De nuevo, es
muy poco probable que alguien se dé cuenta, pero
si, dentro de cincuenta años, alguien lo hiciera…
3. A veces me piden que entregue el mismo memo-
rándum a tres o cuatro personas. Se espera, como
es obvio, que cada uno sea un facsímile del origi-
nal. Pero no es así. Cada copia se hace de un «ori-
ginal» diferente, que contiene pequeños cambios
con respecto al documento de partida. Por tanto,
cada persona está leyendo un memorándum lige-
ramente diferente y, aunque parezcan coincidir de
manera coherente con el sentido general del origi-
nal, siempre hay una zona, por mínima que sea, de
sombras, de confusión y de caos que no llegan a
notar lo suficiente como para querer aclarar. No
obstante, el halo creado va dejando huella.
4. Sin que resulte sistemático, cometo errores al ar-
chivar y también extraigo y destruyo elementos de
archivos antiguos. Además, arranco una página al

122
azar del diario de un miembro fallecido antes de
remitirlo al distrito.
5. Envío a otros clubes y a los archivos del distrito
materiales anónimos o falsamente atribuidos para
que los procesen. En ellos no hay ni una sola pala-
bra de verdad.
6. Hago borrones de tinta u otras manchas (en una
ocasión, utilicé excrementos de Bobo) en pasajes
importantes de documentos antiguos.
7. De vez en cuando, inserto abreviaturas sin signi-
ficado, como «nacido en 1931, vit.» o «jubilado a
los sesenta, O.B.C.» en los archivos.
8. Estoy imprimiendo a mi letra un carácter cada vez
más gótico.
9. Creo remisiones falsas.
10. A veces no hay ningún material en una letra o nú-
mero determinado de los archivos. En algunos de
esos casos, dejo una tarjeta verde sellada oficial-
mente como RSVPU.
11. Añado o elimino puntos de mérito en las evalua-
ciones de los miembros.
Estas alteraciones no se crearon a la vez, sino a lo
largo de un periodo de tiempo, y estoy seguro de que
habrá más. A día de hoy, estoy planeando realizar un
cambio que, a todas luces, hará peligrar mi posición.
Hasta ahora, nadie me ha detectado (por mi política
de secretismo circunspecto) y obtengo un inmenso

123
placer con la idea de que en la base de la pirámide,
donde no soy más que una simple mota, se han creado
algunas lagunas, en las que, a veces, se puede caer a sa-
biendas o de manera inconsciente. No es ni una marea
ni un arroyo que fluye, sino una charca estancada. Hay
algo sucio. No todo es tan perfecto como parece.

También me satisface mi incierta conciencia de la per-


sonalidad de Abrazos. Al contrario que yo, ella se dio
cuenta de que, sin lugar a dudas, estábamos hechos el
uno para el otro. Hace poco he descubierto que su
verdadero nombre era Murial. Aún sigo creyendo que
no está muerta, pero no consigo localizarla en ningún
club. Alguien me dijo que padecía de artritis. Yo nunca
lo noté. Hace dos días, una empleada subalterna de
la oficina del distrito me escribió una nota. A primera
vista, parece una petición oficial sin importancia,
pero, en realidad, no pide nada en absoluto. Después
de leerla varias veces, queda claro que, si lo deseo,
puedo tomarme un café o un té con esta persona en
una determinada cafetería. Tal vez esta persona tenga
conocimiento de mi interés por Murial. Tal vez esta
persona haya detectado algo en mi trabajo. No lo sé.
No sé si iré o no. Seguramente lo decida en el último
segundo. Un detalle interesante. La carta es perfecta
en cuanto a formato excepto por una cosa: una pala-

124
bra está mal dividida al final de una frase. Llama po-
derosamente mi atención. Tengo que pensar en ello.

Notas:

1. Hasta los presos tienen sus clubes funerarios. Se


podría pensar que tales personas se han ofrecido
voluntarias para ser formadas como profesionales
del placer. No es así. Aunque una edad avanzada no
es necesariamente óbice para recibir la formación,
la mayoría de tales presos carece de los requisitos
básicos (por ejemplo: salud, vigor sexual, capacidad
de adaptación o un aspecto aceptable) y, por tanto,
se ven condenados a seguir metidos en su lúgubre
agujero. También están aquellos pocos presos cua-
lificados que, sin embargo, se niegan hasta el final
de sus días a tener nada que ver con todo esto.
2. Existen fervientes defensores de los clubes prefune-
rarios (hay incluso Scouts Funerarios), que podrían
inscribirse como miembros a la temprana edad de
treinta años. Si esta idea llegase a prosperar, lo más
probable es que los clubes funerarios rebajasen
su propia edad mínima de acceso de cincuenta y
cinco a cincuenta años. Además, nuevos cambios
seguirían, siendo una consecuencia favorable la
transición más amable entre las diferentes edades

125
(un destino canalizado). Sin embargo, tendrían que
resolverse ciertos problemas. Por ejemplo, si los
clubes prefunerarios adoptaran también la tradi-
ción del apodo, ¿lo conservaría el individuo cuan-
do pasara al club funerario propiamente dicho o
recibiría uno nuevo? Existen buenos argumentos
a favor y en contra. Por un lado, dos apodos po-
drían dar pie a confusión. La transición podría ha-
cer que alguien se sintiera eclipsado o esquizo-
frénico. El apodo que te pones a una edad madura
podría no ser apropiado para tus últimos años. Las
personalidades pueden cambiar y, de hecho, cam-
bian. A un joven Enclenque le atenderían mejor
convirtiéndose en un viejo Tarántula. Por otro la-
do, un segundo apodo podría ser interpretado como
un honor, como una distinción añadida, como una
medalla por sus méritos. De este modo, Lingotazo
Acorchado parecería casi un nombre real completo
y, en consecuencia, sería aceptado con el mayor de
los entusiasmos.
Los clubes prefunerarios resolverían un proble-
ma especialmente espinoso. Me refiero al problema
de las grandes diferencias de edad. Por lo general,
cuando un miembro de un matrimonio se une a
un club funerario, el otro hace lo mismo poco des-
pués, aunque en otro club. A veces, si la diferencia
de edad es mínima, pueden dejarles incluso colarse

126
en el mismo club. Sin embargo, cuando existe un
lapso de diez años o más, las divergencias norma-
les en cuanto a intereses se acentúan. Por ejem-
plo, el cónyuge de mayor edad a menudo fragua
una relación más profunda con su compañero del
club que con su joven pareja. A veces esto lleva
al divorcio, lo que, sin duda, siempre resulta es-
pecialmente fácil para miembros de un club fu-
nerario. Sin embargo, si el cónyuge más joven se
une a un club prefunerario y el de más edad a uno
funerario, su vínculo se reforzará por el hecho de
seguir teniendo tanto en común. Por supuesto, si se
impusiera la norma de apodos diferentes, una es-
posa joven, pongamos por caso, que ha estado lla-
mando a su marido Osito de Peluche durante sus
años de club prefunerario, podría experimentar al-
gún tipo de distanciamiento si, de repente, tuviera
que llamarlo Toro o Aguas Mansas.
3. Ahora están surgiendo clubes funerarios especiales
de eutanasia en fase experimental. De momento,
sus listas de espera están saturadas de voluntarios.
4. Existen proyectos en curso para reservar un nú-
mero de terrenos muy agradables donde agrupar
los clubes funerarios, con objeto de sacar a sus
miembros del estrés y la suciedad de la vida coti-
diana en una comunidad y de aliviar sus cargas ad-
ministrativas. Uno de tales terrenos, un valle entero

127
que se bautizará como Prado Bello, ya está ni-
velado y en vías de finalización en la parte oeste
del estado.
5. Aunque la inhumación sea ahora la norma, la cre-
mación parece ser la tendencia del futuro. Si es así,
problemas tales como la vestimenta del difunto de-
saparecerán con toda seguridad, pues los cuerpos
se meterán en el horno completamente desnudos.
6. Ahora, todo miembro fallecido de un club debe con-
tribuir con la donación de cinco de siete partes po-
sibles de su cuerpo a bancos de órganos del distrito.
La elección de las cinco partes es decisión absoluta
del miembro. A partir de ese número, la contribu-
ción es opcional. Sin embargo, a menos que se de-
je específicamente por escrito con qué partes desea
contribuir o si se quiere o no permanecer en los lí-
mites que marcan las directrices, no existe garantía
alguna de qué partes o cuántas de ellas se utiliza-
rán. Ningún miembro de un club funerario tiene
derecho a recibir un órgano, incluso procedente
de su propio club. Es una doctrina draconiana. Los
miembros de un club funerario han recibido y si-
guen recibiendo muchos beneficios sociales, mé-
dicos y de otros tipos. En este sentido, sólo pueden
dar. Hacemos mucho humor negro sobre adónde
irán a parar todos esos órganos, sobre si alguna vez
llegarán a utilizarse, pues, en algunos casos, su «vida

128
útil» es limitada. Se habla de mercado negro. Se
hacen muchas bromas, en especial con un tipo de
embutido de carne llamado Spasmo, que consu-
men tanto humanos como animales (por ejemplo:
«¿Te acuerdas de Eddie?». Risas) y que nunca falta
en un picnic.
7. ¿Qué pasa con la gente que se niega a hacerse socio
de un club funerario o que deja alguno? No lo sé.
8. ¿Quién concibió los clubes funerarios? No lo sé.
9. ¿Qué es en realidad un club funerario? No lo sé.
10. ¿Por qué la gente de mi club funerario y de otros
clubes se parece tanto a mí? ¿Por qué nunca hay
famosos como Jiri McCorkle? ¿Es posible que haya
famosos pero que yo no los vea? No lo sé.
11. Me gustaría haber podido hablar de todo esto con
Murial.

129
MICROBIA

El club funerario Microbia es, probablemente, el club


más insólito de nuestro distrito. He conseguido a du-
ras penas intercambiar algún que otro saludo con
unos pocos miembros, pero resulta difícil llegar a
conocerlos. En realidad, son la reencarnación de un
club extinguido hace años en otro distrito en extrañas
circunstancias. Las camisetas que quedaron han ga-
nado una notoriedad clandestina entre la juventud y,
a decir verdad, el club actual debería llamarse Micro-
bia-2. A día de hoy, no cuenta más que con nueve o
diez miembros, aunque resulta difícil saberlo a ciencia
cierta, porque confeccionan efigies muy logradas de
miembros ya desaparecidos y los incluyen en todas
sus actividades. No participan en actos ni dentro ni

131
fuera del distrito. Su ocupación principal como club
consiste en investigar y emular a los Microbia-1. Esto
sucede principalmente por la noche, y siempre lo ha-
cen en grupo, aunque se supone que siguen el sistema
de los compañeros. Hay algunas mujeres en el grupo,
pero como todos llevan el pelo rapado y se visten de
manera parecida, con viejas ropas holgadas, resulta di-
fícil determinar su sexo.

Al principio me resultaban demasiado raros como pa-


ra tenerlos en cuenta. Poco después de su formación,
se fueron aislando progresivamente, rompieron todo
contacto con familiares y amigos y rechazaron las
tentativas de acercamiento por parte de otros clubes.
Sus extrañas vigilias resultaron desconcertantes y, final-
mente, hicieron enfadar a los otros clubes. Por ejemplo,
permanecían noches enteras montando guardia jun-
to a pilas de ladrillos, escayola, maderamen podrido,
viejos enseres, etc., procedentes de edificios derriba-
dos en zonas de remodelación urbana. Buscaban es-
combreras o puntos de almacenamiento de residuos y
celebraban reuniones en ellos o junto a ellos a media-
noche. Si yo mismo no hubiese sido un ave nocturna,
nunca me habría percatado de sus actividades. El trata-
miento de los residuos en el distrito era, a la vez, eficaz
y, de algún modo, misterioso. Es decir, a pesar de que

132
la basura se ha reducido a un mínimo absoluto gracias
a la racionalización y simplificación de la vida, seguía
pareciendo que había ingentes cantidades de ella.
Digo parecía, porque la ciudad se vio invadida, de la
noche a la mañana, de vehículos de saneamiento de
todo tipo. En cuanto a lo que esos vehículos recogían
o de qué tipo de residuos se ocupaban y dónde se
los llevaban no estaba tan claro. Según la gente de Mi-
crobia-2, muchos edificios ubicados en el centro for-
maban parte del sistema de tratamiento de residuos,
incluyendo la oficina de subsidios al jubilado y los
centros de salud municipales. Los Microbia-2 tam-
bién tenían perfectamente localizados varios verte-
deros reales en la zona. Las razones que los llevaban a
hacer todo esto tampoco estuvieron nunca del todo
claras, salvo como vaga consecuencia de sus pesqui-
sas. Nunca distribuían material impreso, sólo latas
aplastadas, envoltorios empapados, pedazos de crista-
les rotos, chatarra oxidada, un viejo sombrero o un cal-
cetín de vez en cuando, etc. Siempre había curiosos
que asistían a sus «juergas» nocturnas, en su mayoría
jóvenes, unos cuantos, miembros de sectas, algunos de
los cuales imitaban la forma de vestir de los Microbia
o lucían una camiseta suya comprada en el mercado
negro. Desconozco cómo se enteraban de cada «even-
to», pero allí estaban casi siempre, como, al cabo de un
tiempo, también lo estuve yo. A veces, de madrugada,

133
pequeños grupos de esos marginados, provistos de
instrumentos abigarrados, tocaban música poco me-
lodiosa en plazas desiertas, celebrando nada en ab-
soluto. Eran la banda del Ejército de Salvación sin
salvación posible. Otra de las estratagemas que rele-
gó a los Microbia-2 a la marginación consistía en per-
manecer de pie en los zaguanes sombríos de edificios
del casco antiguo, en callejones estrechos, justo al do-
blar una esquina, pegados a la pared, para que te lle-
varas un susto de muerte al topártelos, en todo aguje-
ro y rendija, inmóviles aunque, obviamente, alerta,
con las pestañas por antenas; en ascensores averia-
dos, coches abandonados, aseos públicos mugrientos,
sótanos, túneles, despensas, armarios y, alguna que
otra vez, en cajas, en senderos cubiertos de malas hier-
bas, en las alcantarillas y delante de edificios públicos,
bibliotecas y museos, antes y después del horario de
apertura. No había lugar, agujero o rendija demasiado
abandonado, pequeño, sucio u oscuro para ellos. De
vez en cuando, algunos jóvenes del distrito los agre-
dían físicamente, coreando lemas como «¡Gusanos
fuera!» o «¡Golpéalos, cárgatelos!». El placer que ob-
tenían era mínimo, pues los Microbia se limitaban a
quedarse tumbados boca abajo ante tales ataques y
a soportar en silencio las patadas y los puñetazos. Los
observadores, mientras tanto, reaccionaban con agu-
dos chillidos, que, al emitirse encadenados, parecían

134
un único sonido continuo. Los gamberros pronto en-
contraban esta situación desconcertante, se tapaban
los oídos y se batían en retirada asqueados, después
de lo cual, los observadores atendían a los Microbia
heridos. En ninguno de estos episodios se presenta-
ron jamás las fuerzas del orden, ningún uniforme, ni
un solo agente. Es verdad que, en general, las fuerzas
del orden y sus equipos aparecían en contadas ocasio-
nes: en nuestro distrito se cometían muy pocos deli-
tos. No obstante, alguien debía de dar cuenta de estos
hechos, porque, normalmente, había uno o más ve-
hículos de los servicios de saneamiento cerca para lim-
piar después, aunque hubiera poco que limpiar. La
gente de Microbia era pulcra y cuidadosa a más no
poder, así que se lo ponían fácil a los trabajadores, que
permanecían sentados y fumaban en sus oscuras ca-
binas, alumbrando de vez en cuando la zona de traba-
jo o haciendo retumbar el compactador de basura
trasero para romper la monotonía.

Mi interés por los Microbia-2 alcanzó otro nivel como


resultado de un encuentro personal y del extraor-
dinario descubrimiento que le siguió. Hasta ese mo-
mento, yo había sido un mero observador, un proce-
sador de datos relativamente imparcial (¡un cobardica,
sí!) de gente rara y de acontecimientos extraños, un

135
espectador de una especie de subhistoria. Sin em-
bargo, unos cuatro meses después del fallecimiento
de la señora Slotnik o, al menos, de su traslado a otros
lares, me di cuenta de que su apartamento estaba ocu-
pado por lo que parecía ser un miembro de los Micro-
bia-2. Si era hombre o mujer, lo ignoraba, por lo de
la vestimenta y el corte de pelo (pelón, en este caso).
En realidad, si no fuese porque, como he dicho, me ha-
bía convertido en una especie de noctámbulo, no
habría reparado en él, pues mi vecino era silencioso
e invisible durante el día. Hice torpes tentativas de acer-
camiento, como saludarlo con un gesto de cabeza y va-
gos sonidos cordiales, o dejar mi puerta abierta a mo-
do de invitación, pero todas fueron desatendidas. Me
conformé entonces con observar de cerca, mi especia-
lidad. Me di cuenta de varias cosas: la más destaca-
da era que Grodek, el matón del edificio, parecía dejar
en paz a mi vecino. Por alguna razón que yo descono-
cía, Grodek parecía amedrentado o repelido. Tal vez
fuera a causa de su cabeza rapada y de su vida noctur-
na. Otra cosa de la que me percaté fue que mi vecino
parecía gozar de buena salud. No tenía sobrepeso, su-
bía la escalera sin resoplar ni jadear y sus movimientos
no parecían premeditados, sino espontáneos y seguros.
Esto me tenía desconcertado, al menos por dos moti-
vos: primero, era atípico y, segundo, recordaba haber
pensado, poco después de su llegada, que al nuevo in-

136
quilino le quedaban dos telediarios, de lo cansado que
parecía. Concluí que tal vez los Microbia-2 seguían
algún tipo de régimen especial o dieta sana que po-
seía un efecto rejuvenecedor. Tal vez tuviese algo
que ver con el aire de la noche y con la elusión de los
rayos del sol, que tanto cáncer provoca. La tercera
cosa que noté o sentí fue que mi vecino me observaba
a través de su mirilla. No podía estar seguro, pero mis
oídos eran sensibles a todos los ruidos, especialmente
a los más tenues e imperceptibles, que a mí siempre
me habían parecido amenazadores, y creí oír el mi-
núsculo clic que se produce al girar la tapita de la
mirilla. Esto me intrigaba y hacía que me picase la cu-
riosidad. No cabía la menor duda de que me había
visto durante las «juergas» nocturnas y se había inte-
resado por mí. Yo, por mi parte, lo buscaba a él en es-
tos encuentros, pero nunca pude estar seguro de ha-
berlo identificado, sobre todo porque los Microbia-2
solían llevar enormes sombreros informes de ala an-
cha. La situación llegó a un punto culminante con el
desenlace de una de sus vigilias. Los macarras juveniles
habían atacado de nuevo y, a pesar de su aburrimiento,
no se detuvieron hasta que no hirieron a todos los Mi-
crobia-2. Yo estaba profundamente impresionado; me
vi de repente acompañando a los observadores en su
ululante alarido, pero no participé atendiendo a los he-
ridos, ni siquiera cuando los camiones de saneamiento

137
empezaron a limpiar sin preocuparse por los cuerpos.
En lugar de ayudarles, volví a casa de inmediato, oí
cómo Grodek reía en el apartamento de Sylvia, cuyas
cerraduras finalmente habían saltado, y me preparé
un té tras una puerta con doble cierre de seguridad.
Varias horas más tarde, oí a mi vecino y eché un vis-
tazo fuera a hurtadillas. Subió el tramo final de la es-
calera a duras penas y se detuvo durante un rato,
firmemente agarrado al pasamano. Cuando se enca-
minó hacia su puerta, resultaba evidente que estaba
muy dolorido. Sentí la necesidad de acudir de inme-
diato en su ayuda, pero me contuve. Durante un lar-
go rato permanecí simplemente a la escucha, sin oír
nada. Luego, abrí mi puerta, crucé el rellano y pegué
la oreja a la suya. Estaba bastante seguro de que no
estaba detrás de la mirilla. Desde el interior, me lle-
gaba un llanto apagado intercalado con gemidos de
dolor. Seguí esperando, hasta que, por fin, abrumado
por el dolor y la desesperación que emanaban del in-
terior, giré el pomo y la puerta se abrió ante mí. Es-
taba desplomado sobre la cama como un fardo de ha-
rapos, mirándome aterrorizado. Sólo Dios sabe qué
esperaba que apareciera por aquella puerta. «¿Puedo
ayudarte?», le pregunté. «¿Te traigo algo?». Él sacudió
la cabeza y gimió. Yo continué hablándole; una ton-
tería, dadas las circunstancias. Me di cuenta de que
sentía un dolor agudo, que le costaba respirar y que ne-

138
cesitaba ayuda, pero cada vez que le hablaba, gemía
lastimosamente hasta que, por fin, señaló algo. Ense-
guida supe lo que quería: no más testigos de su pade-
cimiento, así que cerré la puerta con llave. Nos mi-
ramos en silencio durante varios minutos. Comprendí
que el silencio era su elemento natural; se relajaba en
él. Luego, tras un espasmo de dolor, se puso a llorar
con una voz aguda y débil. Me fui hasta él, vi la man-
cha húmeda de su camisa y empecé a levantársela con
cuidado. Él puso sus pequeñas y frágiles manos sobre
las mías para resistirse o, al menos, eso es lo que pen-
sé. Pero yo ya había visto la herida, una magulladura
sangrante con muy mala pinta en las costillas, pro-
bablemente causada por una patada con una bota. Es-
taba seguro de que había más, así que empapé una
toalla en agua caliente para limpiar la herida. Al prin-
cipio, me limité a dejársela puesta en el sitio, porque
comprobé que el calor le aliviaba. Luego, con mucho
cuidado, empecé a limpiar la zona, maravillado por
la delicadeza de su piel. Para hacer mejor mi trabajo,
le desabroché la camisa por completo, dejando al des-
cubierto dos pequeños pechos, pero bien tornea-
dos, con pequeños pezones erectos. Me sentí confun-
dido y, luego, avergonzado por mi transgresión.
Mi vecino era, sin lugar a dudas, una mujer y, cuando
nuestras miradas se cruzaron de nuevo y sentí en mi
interior un tipo diferente de confusión, me di cuenta

139
de que se trataba de una chica joven, puede que de
veinte años o menos, que se hacía pasar por miem-
bro de los Microbia. Durante aquel momento impac-
tante de revelación, no fui consciente del alcance de
lo que acababa de descubrir. Para eso necesité varias
semanas. Esa noche me limité a lavarla, vendarle las
costillas con tiras de sábanas por si las tenía rotas, ayu-
darla a ponerse ropa limpia y sostener su mano hasta
que se durmió entre sobresaltos. Por la mañana, pre-
paré té y ella parecía encontrarse mucho mejor. De sus
labios no salió ni una sola palabra durante todo es-
te tiempo. El habla parecía algo imposible u olvidado
para ella, como si las palabras pudiesen traicionarla
de algún modo. Y, de hecho, seguro que había sido así.
Por lo pronto, sus ojos ya me decían bastante y, como
su cuerpo aceptaba mis cuidados cuando nos tocába-
mos, no tenía más que preguntarle. Era un nuevo giro
en mi vida, completamente extraño e inesperado.

Varias noches después, oí cómo aporreaban su puer-


ta y llegué a mi mirilla justo a tiempo para ver a Gro-
dek y a otros dos hombres entrar en su apartamento.
Estaba aterrorizado. También estaba siendo un autén-
tico cobarde. Se marcharon a los pocos minutos, sin
ella, dando un portazo con furia. Esperé cinco, diez,
veinte minutos; luego, como un ratón, crucé sigilosa-

140
mente el rellano y entré en su apartamento. Todo es-
taba patas arriba. Me pregunté dónde se habría ido,
cómo podría ponerla sobre aviso. Oí entonces sus so-
llozos, pues este nuevo asalto se había añadido al an-
tiguo. Miré dentro de su armario y, en un rincón, en
el interior de un fardo de harapos, encontré la fuente
del llanto que yo creía en mi cabeza. Su entrena-
miento en los Microbia-2 le había sido muy útil. Puede
que patearan el bulto de trapos de todas formas, pe-
ro ella permaneció callada y quieta, como un insecto
bajo la corteza de un árbol. Ahora, sin embargo, era
incapaz de contenerse por más tiempo. Lloraba sin
consuelo. Intenté en vano hacerla callar. La cogí en
brazos y me la llevé corriendo a mi apartamento, tras
haber tenido la precaución de cerrar su puerta. Una
vez allí, la tendí en mi cama y le acaricié la cabeza,
hablándole entre susurros como a un bebé. Cuando
se calmó, empezó a temblar sin control. Ni todas mis
mantas eran suficientes para hacerla entrar en calor,
así que me metí en la cama con ella, reconfortándola
hasta que se tranquilizó y se quedó dormida.

Su vuelta a casa, por supuesto, era incuestionable, pe-


ro tampoco veía qué otra alternativa había. De mo-
mento, tenía que quedarse. Y aquello duró cerca de
un mes, durante el cual sólo conseguía dormirse entre

141
mis brazos, y durante el cual, no me avergüenzo de
reconocerlo, nos abrazamos más de una vez como
hombre y mujer, algo que había creído perdido para
siempre. Era como si, en su nuevo estado de terror,
yo me hubiese grabado en su mente como su salva-
dor. Fue durante aquel mes cuando fui despertando
sus labios de nuevo al lenguaje y cuando descubrí los
secretos de Microbia-2, el conocimiento más peligro-
so que llegué a poseer. Ella no era la única joven en
aquel club ni en otros que no quiso mencionar. Cuan-
do un miembro original moría, ellos ocultaban su
muerte siempre que les era posible y lo enterraban
en secreto, a menudo en un vertedero, y un joven ocu-
paba su puesto. En algunos casos, el reemplazo lo
efectuaba el hijo o el nieto de la persona fallecida. Se
trataba de jóvenes que habían sido expulsados del co-
legio por holgazanería, indisciplina o violencia, que ha-
bían tenido problemas con las autoridades y que, en
algunos casos, habían sido fichados como delincuentes.
Los clubes funerarios les habían parecido una manera
ideal de desaparecer hasta que su exilio en el extran-
jero fuera posible. Por supuesto, los clubes tenían sus
limitaciones. Después de todo, no podían vivir indefi-
nidamente. Su fin último eran los entierros. Y, a pesar
de su aislamiento, sus efigies y su indumentaria uni-
formada, en estos clubes no pasaban del todo desaper-
cibidos, dado que, incluso disfrazadas de demencia o

142
de senilidad inofensivas, sus energías y sus idealismos
juveniles los obligaban a reivindicar cosas, a actuar de
una manera u otra. En el caso de Microbia-2, estos
actos parecían haber despertado sospechas repenti-
nas y dado pie a investigaciones a gran escala, y Doris
—pues ése era su verdadero nombre— estaba deses-
perada por la suerte que hubiesen podido correr sus
amigos, tanto jóvenes como ancianos. Intenté, con dis-
creción, descubrir algo, pero sin mucho éxito. La pro-
pia Doris sabía muy poco fuera de su pequeño círculo
y de los pocos ex delincuentes convertidos en profesio-
nales del placer que desempeñaban un importante
papel en su red. Sí, habían utilizado otros clubes de
manera similar. Sí, algunos habían huido a otros luga-
res. Debo confesar que la idea de huir era nueva para
mí. ¿Huir de qué, exactamente? ¿Huir adónde? Tal vez
la huida fuera una falsa ilusión, otro departamento
de la burocracia. Puede que existieran clubes de huida
que terminaran en los camiones de la basura, como
compost o fertilizante. Me contó que había oído ha-
blar de Murial, que una de sus nietas había sido amiga
suya durante un breve periodo de tiempo antes de huir.
Le pregunté si sabía algo de ella. No respondió.

Sus heridas sanaron rápidamente. Incluso ganó pe-


so, pues la alimentaba como una madre. Un día su

143
apartamento apareció vacío, pero a nadie se le ocurrió
preguntarme nada y, si lo hubiesen hecho, yo habría
contestado que hacía semanas que no veía a la señora
Slotnik. El club Microbia fue desarticulado poco des-
pués, como pude saber gracias a mis contactos como
secretario. Se había reducido con bastante rapidez a
su mínimo de tres miembros, y a éstos los transfirie-
ron a una nueva unidad para pacientes con senilidad
llamada Los Periquitos en un hospital cercano. No se
liquidaron ni sus camisetas ni sus chaquetas. Sus ar-
chivos fueron confiscados. Empecé a preocuparme
porque, por muy buena que fuera Doris para mante-
ner el silencio, la quietud y la invisibilidad, yo sabía
que, tarde o temprano, alguien se olería algo. Mi com-
pañero de los Pingüinos ya estaba haciendo bromas
sobre mi nuevo aspecto desenfadado y mi poca dispo-
nibilidad. Doris pronto tendría que marcharse.

El problema se resolvió de la forma más imprevis-


ta. La oficinista subalterna de la sede del distrito, cu-
yas veladas insinuaciones a tomar café o té finalmente
había aceptado unas semanas antes, puso su mano
sobre la mía en nuestro siguiente encuentro y me co-
mentó que había empezado a notar algunos errores en
extremo mínimos pero recurrentes en los que, hasta la
fecha, habían sido informes perfectos. Estaba muerto

144
de miedo. Allí donde me había creído totalmente
a salvo, ahora me sentía expuesto. Ella sabía, por su-
puesto, lo que me estaba pasando por la cabeza. Me
sonrió y dijo: «No te preocupes, John», a lo que yo res-
pondí rompiendo a llorar. No pude evitarlo. Dema-
siada tensión acumulada. Tal vez pequé de estúpido,
pero se lo conté todo, no sólo lo de Doris, sino tam-
bién lo mío, incluyendo a Murial, lo cual resultó que
ella ya había sospechado. Supe por ella que no fue una
coincidencia que a la persona cuya identidad usur-
paba Doris le hubiesen asignado el apartamento si-
tuado frente al mío. También supe que todos los jóve-
nes amigos de Doris, menos uno, habían conseguido
desaparecer de nuevo y que todo estaba dispuesto pa-
ra su traslado, tal vez incluso para organizar su huida.
Entonces le hice la pregunta que me rondaba la cabe-
za: ¿adónde trasladarían a Doris? ¿Adónde huiría? Me
di cuenta de que a ella también le inquietaba. Estaba
confundido, aunque contento por Doris, quien, cuan-
do le conté las noticias, parecía ya un episodio de mi
pasado. Su dicha me hirió, pero supe disimularlo. Dos
días más tarde, se había marchado. Mi apartamento
parecía vacío y mi vida, acabada.

Sin embargo, tal desenlace no fue el final de este parti-


cular episodio de mi vida. Sólo puedo revelar algunos

145
detalles. Hay planes en marcha. Y, además, todo es de-
masiado reciente y demasiado doloroso. Mi cere-
bro es incapaz de realizar un análisis profundo. Nue-
ve días después de la partida de Doris en plena noche
(se marchó como una sombra), su vivienda fue ocu-
pada de nuevo. Durante varios días, no vi a nadie. In-
cluso llegué a preguntarme si, por un milagro, no sería
Doris otra vez, de vuelta, rehabilitada. Por desgracia,
no fue así. Era una mujer, sí, pero mucho, mucho ma-
yor, encorvada y enfermiza. No tenía el menor deseo
de conocerla. Pero, por supuesto, gracias a las fluctua-
ciones del azar (que todavía operaban en mi vida), lo
hice. Fue un día, ya tarde, en el descansillo que se-
paraba nuestros apartamentos. Ella iba subiendo len-
tamente mientras yo estaba a punto de bajar. En Mi-
chael’s, donde ahora hago la mayoría de mis compras,
habían empezado a hornear pan para unos cuantos
clientes y yo intentaba no quedarme sin mi hogaza.
Esperé a que terminara de subir y, durante unos ins-
tantes, estuvimos frente a frente. Qué impresión: cara
pálida y llena de arrugas, ojos hundidos (aunque inte-
ligentes), cuerpo frágil y enfermizo, nariz grotesca,
mellas, mal aliento, ropa deslucida… Pareció querer
hablar, pero se contuvo. Yo no dije nada, pero, de re-
pente, cuando pareció estar a punto de estrecharme
la mano, yo me ruboricé sobremanera y eché a correr
escaleras abajo hasta la calle, evitando por los pelos

146
una zancadilla de Grodek. Anduve durante horas. Por
muy extraño que pueda parecer, como reflexioné más
tarde, mis pasos me llevaron hasta zonas asociadas al
antiguo club Microbia. No era el único. Otros, siem-
pre discretos, como por azar y con una buena excusa,
vagaban por estos parajes, se fumaban unos cigarrillos
juntos, charlaban sobre el tiempo y continuaban su
camino. A mí no me engañaban. Se trataba de actos
sagrados, de pequeñas peregrinaciones. Y ellos, como
yo, estaban tranquilos por algo, por una presencia.
Fue en el momento en que miraba fijamente la plaza
desierta donde Doris debió de recibir la paliza, cuando
mi mente me permitió ver la verdad. Aquella mujer
devastada al otro lado del rellano, aquel espectáculo
dantesco salido de un mal sueño, era Murial, la mis-
ma Murial que tan sólo un año antes me había dejado
ver sus notas falseadas en un seminario del distrito
para secretarios de clubes (¿realmente hacía ya un año?),
que había pasado conmigo sus descansos y almuer-
zos, que había puesto su mano ardiente sobre la mía y
me había llamado John, y que, sin duda, lo habría hecho
de nuevo de no haber sido por mi brusco rechazo.

Me dirigí a casa a toda prisa, lleno de remordimientos


y miedo, subí corriendo la escalera y llamé a su puer-
ta, con la intención de estrechar su decrépito cuerpo

147
entre mis brazos y no hacer preguntas. Nadie abrió,
aunque me pareció oír el clic de la mirilla. Permane-
cí alerta en mi apartamento durante varias horas,
hasta que oí que su puerta se abría. Me precipité al
rellano, la vi abandonar su piso y estaba a punto de
gritar «Murial», cuando ella sacudió ligeramente la ca-
beza, volvió a entrar y me cerró la puerta en las nari-
ces. Me quedé de piedra. Oí movimiento abajo, unos
pasos que subían con firmeza. Me metí en casa, cerré
la puerta con llave y me quedé en silencio, incluso
cuando oí que alguien llamó a mi puerta. Sabía que no
era Murial. También sabía que no era casualidad que
la hubieran instalado allí. Pero ¿con qué fin en par-
ticular lo habían hecho? ¿Por mediación de quién esta
vez? Empecé a temblar y a desear ser joven y fuerte.
Yo no podía seguir a Doris, allá donde se hubiese mar-
chado. Estaba al borde del abismo. ¿O no? Desde lue-
go, Murial no pensaba lo mismo. ¿Y ahora? Tal vez la
idea misma de desenlace y de final fuese otra ilusión.
Pasé la noche entera reflexionando sobre todo aque-
llo. Seguía habiendo demasiados misterios. Mi inca-
pacidad para actuar me torturaba. Sabía que tenía que
hablar con Murial, al menos una vez. Alguien me ha-
bía puesto a prueba, pero de demasiadas maneras, y
ya no sabía quién era.

148
Su puerta estaba entreabierta, como había estado la
de la señora Slotnik, pero esta vez, la habitación no
estaba vacía. Murial estaba allí; su precario cuerpo
pendía de un clavo en lo alto de la pared. No daba
señales de vida. Vi la silla que había utilizado. Pero,
¿por qué? ¿Por mí? Empecé a reírme. Era más de lo
que podía soportar. Grodek estaba en el rellano con
un amigote. Pasé por delante, sin dejar de reír. Grodek
me agarró del cuello. Mi corazón se detuvo. Pensé
que había llegado mi hora: una gruesa mano alre-
dedor de mi cuello de pollo que me exprimía el aire
y la vida. Y entonces ocurrió otro de esos milagros de
mi vida reciente: mi compañero y otros miembros del
club de los Pingüinos subieron la escalera a toda pri-
sa, sin reparar en nada, aunque seguro que lo habían
visto todo. Habían decidido rescatarme a la fuerza de
mis mórbidas preocupaciones y llevarme al partido
de fútbol semanal del distrito. Grodek sonrió al desli-
zar sus dedos por mi cuello y mis amigos me sacaron
fuera, mientras mi garganta emitía sonidos estridentes
y sobrenaturales. Grodek podía esperar. No tenía pri-
sa. Cuando volví, ya no estaba. Murial tampoco. Va-
rios días después, al coger un par de calcetines limpios
del cajón, una nota cayó al suelo. En ella estaban es-
critas estas palabras: «El silencio es oro. El silencio per-
fecto no puede romperse. Abrazos, XXX».

149
L A G U E R R A D E LO S P I N G Ü I N O S

Mi vida volvió a sumirse en la rutina, si bien es cierto


que en una rutina con nuevas perspectivas. Mis ne-
gligencias administrativas parecían haberse converti-
do ahora en un hábito. Mis recuerdos de Doris, de su
piel suave, del cuerpo sensual que yo había cuidado
hasta devolverle de nuevo el ser y el habla, eran bo-
rrosos. Casi podría no haber ocurrido. Mis encuentros
con la secretaria de la oficina del distrito se suspendie-
ron temporalmente. En nuestro último té me había
insistido en que solicitara una profesional del placer,
pues pronto iban a asignar a una en particular a mi
club, con la que podría hablar si lo deseaba. Rellené
los formularios, pero la espera fue inevitable. Mientras
tanto, casi como un acto inconsciente de protección

151
(¿por qué tenía la impresión de haber estado en peli-
gro?), me refugié en las actividades del club. Cada
vez me doy más cuenta de que, en comparación con
otros clubes, el mío era decente. Reinaba cierta irrita-
bilidad y mal humor, producto de desaprobaciones
tácitas de algunas cosas. No obstante, nunca nos pa-
samos de la raya, si bien las bromas en nuestro club
eran bastante canallas y subversivas. A finales de la
primavera, nos hicimos con una parcelita de terreno
y me entregué a la jardinería: cultivé hortalizas para
las ensaladas, muchas acelgas y también remolachas,
que, por su aspecto, más bien parecían colinabos, y,
para el otoño, una gran cantidad de calabazas de ci-
dra y confiteras que nos durarían hasta el invierno.
Sin proponérmelo, me puse bastante moreno e inclu-
so musculoso, pues disfrutaba trabajando con la azada
y llevándome piedras, malas hierbas y tierra con la ca-
rretilla. La vida parecía bastante agradable.
Todo cambió, al parecer, con el fracaso de nues-
tra creación anual: «Gaviotas argénteas al amanecer».
En sí misma, parecía completamente anodina. No te-
nía ningún tipo de diálogo. Nuestros principales es-
fuerzos se habían centrado en el vestuario y en el
decorado. Habíamos hecho también varias excursio-
nes por la mañana temprano a la playa para observar
a las gaviotas directamente. Alguien había encontra-
do un viejo libro sobre observación de pájaros y nos

152
alegró mucho descubrir que éramos capaces de dis-
tinguir al menos tres de entre la docena de especies
que venían allí recogidas. El distrito había coopera-
do proporcionándonos un conductor y un medio de
transporte. Las playas, por supuesto, estaban relativa-
mente desiertas. No era seguro consumir pescado.
El sol era cada vez más peligroso. Los ornitólogos afi-
cionados constituían una raza especial y en peligro
de extinción, como los propios pájaros. Era bien sa-
bido que elementos hostiles y violentos merodea-
ban por las dunas. Con todo, íbamos. Partíamos de la
hipótesis de que, al ir en grupo, nos encontraríamos
más seguros y de que aquellos primeros rayos de luz
del día serían menos peligrosos. El tiempo nos dio la
razón. Normalmente, llegábamos aún de noche, en-
cendíamos un fuego con trozos de madera que las
olas habían arrastrado hasta la orilla y nos calentába-
mos. Luego nos sentábamos en una duna o en cajas
viejas y observábamos cómo el cielo se tornaba gris.
A menudo estaba brumoso y en la espesa niebla oía-
mos a las gaviotas, aunque no las veíamos, a no ser
que se abrieran paso entre la bruma a escasos metros
de nosotros. Nos parecía una experiencia extraordina-
ria y emocionante. Por supuesto, sabíamos que las ga-
viotas eran carroñeras y que, con toda probabilidad,
comían cosas innombrables. Llegamos a la conclusión
de que serían los últimos pájaros que quedaran sobre

153
la faz de la Tierra y que podrían vivir en armonía
tanto con el hombre como con la naturaleza.
A nosotros, que temblábamos levemente en medio
de aquel amanecer nebuloso, nos parecían, sin em-
bargo, criaturas inquietantes y magníficas, temibles
cuando sus alas nos abanicaban al pasar, y cuyos chi-
llidos broncos y agudos nos cortaban la respiración.
Permanecíamos sentados, dichosos y maravillados, es-
perando en silencio nuestro momento culminante, el
cual siempre llegaba como una revelación. Durante
un momento, nuestras miradas se perdían en un mu-
ro gris; poco después, una muesca anaranjada se ele-
vaba rápidamente hasta alcanzar su esférica plenitud,
disipando de repente la niebla y trayendo la luz y un
nuevo día a la Tierra. Nos invadía un poderoso deseo
de gritar y aplaudir de alegría, pero nos contenía-
mos. La claridad del día alejaba de nosotros a las ga-
viotas y era entonces cuando entrábamos en la ma-
teria práctica de nuestra excursión. Corríamos por
toda la playa y agitábamos nuestros débiles brazos
imitando a las gaviotas, que ahora, distantes, parecían
reírse de nosotros con sus chillidos burlones. No nos
importaba. Todo aquello, el movimiento, la sangre en
circulación, la brisa marina, el olor a salitre y nuestros
gritos perversos, nos hacía felices. Al final, nos desplo-
mábamos riendo en la arena, ya cálida, y dejábamos
que el sol nos inundara mientras disfrutábamos de

154
unos preciosos minutos de placentero sueño. En aque-
llos momentos, en aquellos días, a diferencia de los
tristes tiempos que siguieron, éramos un verdadero
club, respirábamos al unísono, rebosantes de ener-
gía y entusiasmo, fuertes y sin edad por un instante.
Luego, de repente, volvíamos a la realidad, nos sen-
tíamos culpables y reconocíamos que teníamos que
regresar a lugares más seguros. Veíamos, por ejemplo,
cabezas que se asomaban por detrás de dunas lejanas,
vigilando nuestras travesuras con vivo interés. Unas
pocas veces, llevamos salchichas y patatas y las coci-
namos en la playa, pero aquello parecía demasiado.
Estaban demasiado buenas (por muy churruscadas y
llenas de arena que estuviesen) y, de haber seguido,
nos habrían arruinado otras comidas.

Llegó un momento, como cabía esperar, en que ya no


tuvimos excusa para seguir con nuestras excursiones
a la playa. Habíamos hecho un amplio trabajo de cam-
po. Así que nos volcamos con nuestro escenario y
nuestros disfraces. Dimos con la forma de desplegar
un amanecer gris sobre una pared completamente
negra. Nos hicimos con máquinas de humo para re-
crear la niebla. Planeábamos por todo este desplie-
gue pertrechados con largos picos y alas de casi dos
metros, lanzando chillidos estridentes y discordantes,

155
hasta que la muesca anaranjada aparecía poco a po-
co y se alzaba por el telón de fondo, inundándolo to-
do de luz. Y con ella, nos aplacábamos, dejando sólo
nuestros roncos chillidos, ahora burlones. Seguían un
minuto de silencio en plena luz cegadora y la caída
de telón. El aplauso, que, por supuesto, llegó con re-
traso, fue poco entusiasta. Más tarde, oímos las que-
jas: era demasiado corto, demasiado lento. El humo
había irritado las vías respiratorias de los asistentes.
No se veía bien. No había argumento ni se sabía a qué
venía aquello. No tenía nada que ver con nuestras vi-
das, no aparecían personajes reconocibles. No había
moraleja; no enseñaba ninguna lección. No era sufi-
cientemente realista («¿dónde estaban los sonidos del
mar?»). Las gaviotas no estaban bien representadas.
Etcétera, etcétera. Un crítico excéntrico comentó en
tono despectivo que habíamos incluido una enorme
gaviota de lomo negro entre las gaviotas argénteas
(cierto) y que, en el mejor de los casos, era un punto
discordante en nuestro escenario (también cierto,
pero, ¡qué magnífico porte aterciopelado!). Nosotros,
sin embargo, quedamos muy satisfechos, a pesar de
que el tema siguió suscitando agitados comentarios
en el distrito durante algún tiempo. Era infumable.
Más tarde, cuando los funcionarios del distrito nos di-
jeron que no habíamos sido seleccionados para la re-
presentación a nivel de área, me preguntaron, como

156
secretario, de quién había sido la idea. Yo lo sabía, por
supuesto. Había sido mía. Sin embargo, di una res-
puesta deliberadamente vaga y les dije que lo investi-
garía. Me habría olvidado del asunto por completo de
no haber sido por las reiteradas peticiones, ahora ya
por escrito. Sabía que, tarde o temprano, tendría que
dar alguna respuesta y empecé a magnificar en mi
mente la transgresión que, obviamente, habíamos
perpetrado, a preguntarme qué podría haber contado,
por ejemplo, nuestro conductor, que nunca había des-
cendido del autobús, acerca de nuestras andanzas en
la playa. Parecía que el tiempo, de algún lunático mo-
do, se estaba agotando. Y no había razón aparente
para ello. O, al menos, no la suficiente. Tampoco ha-
bía escapatoria.

El cambio que pareció llevar las cosas a un punto crí-


tico fue la reconfiguración radical de los miembros del
club de los Pingüinos. Y digo radical porque, aunque
nadie murió, nos vimos reducidos de repente, de la no-
che a la mañana, a cuatro socios. Y nos transfirieron
a ocho nuevos miembros. Antes de eso, éramos diez,
pues dos habían fallecido. Nos dijeron que habían trans-
ferido a seis de los nuestros, por petición propia, a otros
clubes para estar cerca de sus hijos. «¿Dónde?», pregun-
té. «Ya os escribirán», me contestaron. Obviamente, no

157
lo hicieron. Yo, en calidad de secretario, no había vis-
to ninguna petición, ni documentos de traslado, ni
direcciones donde remitir la correspondencia distin-
tas a la oficina del distrito. Ninguno de los miembros
desaparecidos había insinuado jamás tal deseo. ¿Por
qué no se había seguido el procedimiento habitual, que
preveía el traslado a un nuevo club cuando nos hubié-
semos visto reducidos, inevitablemente pronto, a tres
miembros? Porque, según me dijeron, por el momento
éramos cuatro, no tres, y, en este caso, se había esti-
mado que era mejor reflotar y perpetuar el club exis-
tente, porque contaba con una trayectoria excelente y
era un ejemplo para el distrito. Quería hacer algunas
preguntas. ¿Quién estimaba que era mejor? ¿Un ejem-
plo de qué? Uno de los miembros desaparecidos ni si-
quiera tenía hijos. Los hijos de otro vivían en nuestro
distrito. Un tercero estaba en lista de espera para una
operación. ¿Qué tenía que ver «Gaviotas argénteas al
amanecer» con todo esto? Sabía que preguntar era
inútil y tal vez peligroso. Tendría que averiguarlo, si
podía, por mis propios medios. Y descubrí una cosa,
aunque fue algo que hubiese preferido no descubrir.

Los nuevos miembros eran detestables en todos los


sentidos. Por una parte, parecían más jóvenes y fuer-
tes que nosotros. Hablaban más alto y con mayor se-

158
guridad. Comían más. Bromeaban más. Jugaban a las
cartas, cosa que nosotros no hacíamos. Y se nos pe-
gaban como moscas a la miel. Discutíamos por todo.
Querían tener la televisión encendida día y noche.
Nosotros, no. Querían cambiar el nombre del club, en
vista de su nueva mayoría. Nosotros, no. Sus sugeren-
cias, en cualquier caso, eran ordinarias y estúpidas:
Los Empinacodos, Los Locuelos, Recula y Ataca y Los
Chachi-Pirulis. Cuando llegó el momento de planifi-
car la muestra cultural del año siguiente, nuestras su-
gerencias, como «La colonia de hormigas», fueron ri-
diculizadas, y las suyas, aplaudidas. Pese a nuestras
protestas, votamos como club a favor de una obra de
teatro titulada «La última decisión del árbitro», basada
en un famoso árbitro de fútbol al que habían diag-
nosticado un tumor cerebral en mitad de su carrera.
Nosotros cuatro juramos sabotearlo ceceando o im-
provisando durante toda la representación. La verdad
es que nos resultó difícil tomar esta decisión, porque
muy rara vez nos dejaban solos y muy rara vez po-
díamos estar juntos como grupo de cuatro. Ni que
decir tiene que nos sentíamos explotados y, salvo en
mi caso, desconcertados sobre el porqué.

Mi compañero había sido uno de los trasladados, así


que me adjudicaron a otro. Su apodo era Perrón y

159
una vez me dijo que su apellido real era Vrucek. Su
gran broma cuando se tropezaba conmigo (bastante
a menudo) era decir «Huy, Perrón», tras lo cual eruc-
taba, se tiraba un pedo o se reía a carcajadas. Aparte
de eso, era bastante majo. Achaqué sus malos moda-
les a su estupidez. Se empleaba a fondo en mantener
el contacto conmigo todos los días, a menudo en per-
sona. Bebía, lo cual a mí no me importaba, salvo por-
que en sus visitas solía estar demasiado ebrio como
para irse y pasaba la noche en el suelo de mi aparta-
mento, masturbándose a veces entre sueños. Una de
las ventajas de tenerlo como compañero era que ha-
cía muy buenas migas con Grodek, a consecuencia
de lo cual mejoró mi estatus y disminuyó mi miedo
hacia él. Los nuevos miembros hacían pleno uso de
las profesionales del placer y nos obsequiaban con his-
torias sobre sus proezas y sus habilidades carnales.
Por muy desagradable que fuera todo, llegamos a
acostumbrarnos y encontramos tiempo para nuestros
sencillos placeres, como trabajar en el huerto (activi-
dad en la que no participaban, aunque nos vieran
sudar la gota gorda) y dar un paseo por el distrito (no
tenían la menor idea de por dónde íbamos). Algunos
de estos placeres, como observar el cielo, eran virtual-
mente indetectables, y estoy seguro de que se reían
por lo bajini de nuestra creciente senilidad. La peor
de las consecuencias inmediatas fue que ni mis otros

160
compañeros ni yo fuimos reelegidos para desempe-
ñar funciones administrativas. Perrón ocupó mi lugar
como secretario y pasaba mucho tiempo estudian-
do detenidamente mis archivos, como si supiera leer
y escribir, como si le interesara. Mi destitución de la
oficina, como es de suponer, me alejó de la informa-
ción y de los contactos. Tenía la sensación de que me
estaban relegando poco a poco a un rincón. El puño
era de hierro, pero el rostro, invisible.

Unas seis semanas después de la reorganización, ocu-


rrió un incidente, pequeño, pero doloroso, que cam-
bió radicalmente la situación. Ya le había perdido to-
do el miedo a Grodek y pasaba por delante de él sin
pensármelo. Una mañana, sin embargo, cuando pasé
por su lado (estaba flirteando con Sylvia, metiéndole
mano bajo la blusa), dio un paso hacia atrás, como en
respuesta a algo gracioso que Sylvia había dicho o
hecho, y fue a parar pesadamente sobre los dedos de
mis pies. Solté un grito agudo, aunque no fuera ésa mi
intención. El dolor era espantoso. No podía caminar.
Fui cojeando hasta la escalera, me senté y me quité el
zapato. Grodek estaba muy preocupado. Una vez más,
tuve la sensación de que podría darme una patada y
que yo sería incapaz de oponer la menor resistencia. Mi
voluntad desapareció en una fracción de segundo; la

161
velocidad de su fuga me consternaba. Cuando inten-
té ponerme el zapato, no me entraba. Era, de todos
modos, demasiado doloroso hacerlo. Tuvieron que
llevarme al hospital, donde, tras varias horas espe-
rando y observando cómo mis dedos se tornaban vio-
leta, llegaron a la conclusión de que tenía varios de
ellos rotos. Debido a mi edad, decidieron mantener-
me varios días ingresado y fue gracias a esto como
acabé en posesión de cierta información vital.

Siempre me había preguntado por qué mi solicitud


de terapia del placer no había obtenido ninguna res-
puesta. Y me extrañó que me dijeran, en mi segundo
día en el hospital, que mi profesional del placer había
llegado. De modo muy poco realista por mi parte,
esperaba que fuese joven, de la edad de Doris. No es
que fuese tan mayor. Era más bien una adulta de trein-
ta y tantos, de buena figura y de rasgos comunes
pero atractivos. Me pregunté qué delito habría come-
tido. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba corto. Presen-
taba una expresión seria y, de inmediato, echó la cor-
tina alrededor de mi cama y examinó mi informe
médico para ver cuáles eran mis dolencias. Luego, se
acercó a mí y me sonrió. Era una preciosa sonrisa am-
plia, genuina, cálida, tranquilizadora, experta. Sus dien-
tes eran irregulares.

162
—Está bien, Topo —dijo—. ¿Qué va a ser?
Llegados a aquel punto en particular, me quedé
mudo.
—Ve pensándotelo —propuso mientras se desnu-
daba.
Sólo tardó unos segundos, porque, al parecer, lle-
vaba ropa adaptada a su profesión, elegante, pero fá-
cil y rápida de quitar. No llevaba ropa interior en la
parte de arriba; la de abajo era minúscula y se deshizo
de ella rápidamente. Su cuerpo era mucho más exu-
berante de lo que me había parecido a primera vista;
sus pechos eran bastante grandes y altos, con pezo-
nes preciosos, grandes, oscuros, apetecibles. Su vello
púbico y axilar era espeso, su cintura, estrecha, sus nal-
gas torneadas y ligeramente grandes.
—¿Has pensado algo? —me preguntó, deslizando
su mano bajo las sábanas.
Sí lo había hecho, pero aún era incapaz de hablar.
No hizo falta. Ella se me subió encima como una gim-
nasta, cuidadosa con los dedos de mis pies, y me abrazó
con fogosidad, deteniéndose varias veces para posar sus
pezones en mi boca. En un momento dado metió la ca-
beza bajo las sábanas y se tumbó sobre mi, besándome
apasionadamente en la boca mientras hacía movimien-
tos extraños para llevarme, demasiado rápido, al punto
sin retorno. Cuando me vacié en su interior de mane-
ra exuberante y sin reservas, ella me susurró al oído:

163
—Planean matarte. Ten cuidado.
De una forma de enmudecimiento pasé a otra. Me
dejó allí tumbado, flácido en cuerpo y alma; se vistió
en un santiamén y me alargó un formulario que de-
bía firmar. Abrí la boca para hablar, pero ella se llevó
un dedo a los labios para silenciarme.
—Siento no haber podido avisarte antes —aña-
dió—, pero así ha sido mejor, ¿no?
¿Mejor?, pensé después de que se marchara. ¿Por-
que estábamos a solas? Perrón llegó para su control
diario como compañero. Yo temblaba sin control. Él
me miró con benevolencia.
—Oye, te han traído a una buena puta, ¿eh?
Yo intenté sonreír y él se rio a carcajadas.
—Dos días más —dijo— y vuelves a casa. ¿Eh, co-
lega?
Yo asentí. Me pellizcó la mejilla, demasiado fuer-
te. Se me quedó mirando con una sonrisa expectante.
Yo no tenía ningún deseo de volver a casa. No tenía
ningún deseo de moverme. Sólo deseaba tener otro
encuentro con mi profesional del placer.
—Dos días —repitió, y se marchó.
Sonó como una sentencia de muerte.

164
P R E S AG I O S

Creo que, inconscientemente, mis colegas del club


y yo decidimos llamarnos Pingüinos porque nos veía-
mos como criaturas elegantes que caminaban por
un paisaje helado. Éramos, por supuesto, unos ilusos.
Ni éramos elegantes ni había nada sólido bajo nues-
tros pies, estuviese helado o sin helar. Necesitábamos
nuevas imágenes, nuevas metáforas. Sin embargo,
apenas hube tomado conciencia de ello, me di cuenta
de que éstas ya se encontraban allí, latentes, a mi al-
rededor. No había necesidad de invención, sólo de per-
cepción. Sylvia, por ejemplo, ya a todas luces la fula-
na de Grodek, era una de esas señales. Como lo eran,
también, los gruesos dedos de Grodek. Y el banco. Y
el supermercado. Sólo había que percatarse de ellas

165
y comprenderlas, no articularlas. La verdad siempre
estaba presente; sólo hacía falta percibirla. Todo apun-
taba, de algún modo inflexible e incomunicable, a esa
gloriosa y grotesca entidad que era mi persona, una
especie de larva reina gigantesca, rara vez avistada,
palpitando obscena y milagrosamente en la oscuridad,
henchida de determinación.

Así pues, fue toda una sorpresa encontrar, a mi vuel-


ta del hospital, una señal tan flagrante y explícita que
su evidencia me hizo enfermar, como si alguien hubie-
se pinchado con un alfiler la blanca pompa de mi des-
tino. Lo que revelaba esta señal, y otras más, era, sobre
todo, la existencia de un organismo, una fuerza externa
que amenazaba mi oscura simetría personal y me
producía ansiedad e impotencia. Yo no me integraba
especialmente en ella ni era un conspirador conscien-
te. Aunque tenía el pie escayolado (¿por qué? Que yo
supiera, ése no era el procedimiento habitual para es-
te tipo de lesiones), podía cojear apoyándolo un po-
co. (Mi inmovilización también era una señal). Una vez
consiguiera subir las escaleras, todo iría bien durante
al menos una semana o así, pues los miembros de mi
club habían prometido traerme provisiones. Cuando
llegué, Grodek estaba holgazaneando y, aunque estu-
vo bastante solícito, vigilé mi otro pie, pues estaba con-

166
vencido de que me lo machacaría a la menor oca-
sión. Era consciente de que la fina línea que separa
una hostilidad solapada de una guerra abierta se es-
taba desintegrando a pasos agigantados. Subí la esca-
lera, casi exhausto, y fui recibido por Perrón, que se
había instalado ahora al otro lado del rellano. Estuvo
muy atento e insistió en que descansara, diciéndo-
me que atendería mis necesidades más tarde. Cerré la
puerta y eché la llave, con la intención de dormir una
siesta. No iba a poder ser. Encima de mi cama habían
puesto lo que parecía unas enormes pinzas para el
hielo. Al inspeccionarlas de cerca observé que se tra-
taba más bien de los alicates con los que los dentistas
sujetan y sacan las muelas, pero mucho, mucho más
grandes y con bordes demasiado afilados. Hacían fal-
ta las dos manos para manejarlas. También estaban
viejas y un poco oxidadas. Al cogerlas me estremecí.
Recordé un paseo hacía mucho tiempo con Jiri, en la
época en que nos maravillábamos de todo lo que en-
contrábamos a nuestro paso. Y, aquella vez, nos topa-
mos precisamente con este instrumento, cuya utilidad
se encargó de explicarnos un viejo charlatán. Servía,
nos contó, para extirpar los testículos de los novillos
y de animales de ese tipo. Normalmente, primero se
calentaban al rojo vivo (para cauterizar) y sólo una
persona habilidosa, fuerte y con pocos escrúpulos era
capaz de manejarlas. Yo no habría pasado la prueba.

167
El crujido, la sangre, el bramido y la reacción física
me habrían hecho vomitar. Ya en ese momento sentí
náuseas y recordé al viejo aquel disertando acerca de
las delicias culinarias que constituían las criadillas
de corderos y de otros mamíferos. Tal vez nuestro
propio Spasmo, tan presente en nuestros menús y en
nuestras bromas, era producto de tales operaciones.
Era, después de todo, una práctica habitual en la cría
de animales. A pesar de ello, no conseguía recupe-
rarme de mi debilidad. No podía ignorar la presencia
del instrumento ni el mensaje que me transmitía. Lo
aparté de mi vista, lo metí bajo la cama y me tumbé.
No podía dormir. Me preguntaba si ese instrumento
era una advertencia, si podría dar media vuelta en el
camino que había emprendido o si se trataba de un
irrevocable panel indicador que señalaba el final in-
minente de la carretera. Lo que de verdad me agotaba
era la especulación altamente metafórica que esta-
ba padeciendo, por una parte, y la cruda realidad del
objeto bajo mi cama, el objeto que no remitía a na-
da salvo a sí mismo, sin florituras ni lugar a equívo-
co. Lo saqué y lo examiné de nuevo, viendo ahora las
manchas resecas que yo había confundido con óxi-
do. ¿Con quién o con qué lo habían utilizado recien-
temente? ¿Quién lo había hecho? ¿Al borde de qué
barbarie me encontraba? ¿Era todo producto de una
mente enfermiza?

168
Mientras aún estaba en el hospital, marqué en el for-
mulario de mi profesional del placer mi deseo de con-
tinuar con los encuentros de manera regular. No sólo
estaba prendado de mi última visitante, sino que veía
en ella, o en cualquiera que aquella lotería me
enviara, a mi única fuente de información acerca de
esta conspiración vaga y no declarada contra el orden
de las cosas, una conspiración de acción casi invisi-
ble, de organización laberíntica y, a todas luces, de an-
tiguo origen. ¿Era real? ¿Importaba? ¿Estaba compues-
ta sólo por un puñado de mujeres y niños débiles e
ilusos? ¿Era yo uno de ellos? Me toqué la entrepierna.
Pude sentir, de manera tangible, lo que estaba en jue-
go, y caí en un sueño febril.

Me despertó un horrible chasquido. Mi mente había


interpretado el clic del interruptor de la luz como otra
cosa. Me incorporé. Sabía que aquel sueño volvería.
Perrón estaba de pie junto a mi cama, con una taza
de té en la mano. El instrumento había desaparecido.
¿Tenía Perrón llaves de mi apartamento? De eso no
cabía duda. ¿No era mi compañero? No hice preguntas.
Se sentó en mi cama, me acercó el té y me atusó el pelo.
—Una buena folladora viene de camino —dijo—.
Va a llevarte al puto séptimo cielo. Confía en Pe-
rroncín.

169
Se refería, obviamente, a mi profesional del placer
y hablaba por experiencia. La imagen me repugna-
ba. No era capaz de imaginármela sobre Perrón, de-
rrochando sus encantos, sino más bien al contrario, a
Perrón encima, bombeando con tanta indiferencia co-
mo si ella fuese una novilla. Perrón reía entre dien-
tes. Yo evitaba mirarlo, por temor a que me leyese el
pensamiento. De pronto, me agarró firmemente la
entrepierna.
—Prepárate, machote, una buena folladora viene
de camino. Bébete el té.
Entonces, se levantó y se fue. Me sentía impoten-
te. En aquel momento, no hacía falta ningún instru-
mento.
¿Cuánto tiempo estuve allí sentado, dándole vuel-
tas a la cabeza? No lo sé. El té, que aún tenía en la ma-
no, estaba frío e intacto. Había estado reflexionando
sobre el extraño lenguaje de Perrón. No era tanto por
lo que había dicho sino porque me costaba relacionar
sus palabras con la fuerza que parecía bullir tras ellas.
Podría haber usado un galimatías, tal vez le habría
sido más útil. Últimamente me había percatado de
mi propia tendencia al mutismo, como si la menor pa-
labra sólo pudiese traicionar o, como poco, confun-
dirme a mí mismo y a los demás. De todos los sen-
tidos, era el tacto el que más comprendía y en el que
más confiaba, más que en la vista. El oído traía imá-

170
genes vagas, por lo general aterradoras, pero me fia-
ba de ellas. El olfato cobraba cada vez más importan-
cia. Grodek, por ejemplo, me aterrorizaba tan sólo
con su olor. Y el gusto era algo nuevo para mí. El sa-
bor a sudor y a miedo de Doris, por ejemplo, y el de
mi última profesional del placer. También podía con-
fiar en el gusto. Pero en las palabras ya no. La puerta
se abrió y una preciosa joven, más guapa que la ante-
rior, se inmiscuyó en mis elucubraciones. Con todo,
me sentí decepcionado. Lo que yo quería era conti-
nuidad, no un mero servicio.
—Tengo tu expediente —me dijo—. ¿Quieres mi
lengua?
¿Qué podía contestar a aquello? Entonces, se sacó
el vestido por la cabeza. Desde luego, tenía todo lo
que Perrón le pedía a una «buena folladora». Y bonitos
dientes, por si fuera poco. Se acercó a la cama.
—¿Dónde la quieres, la lengua? —prosiguió ella,
pasándosela por los labios.
Quería decirle que no me apetecía en absoluto,
pero era incapaz de hablar su idioma. Me desabrochó
los pantalones, me los bajó y me puso la mano en-
cima.
—No se te levanta —dijo.
En efecto, así era. Me metió la lengua en la boca.
No me gustaba nada su sabor y sus dientes me presio-
naban. Ella detectó mi repulsión y se incorporó.

171
—Si no te empalmas y no hablas, yo no puedo
hacer mi trabajo —soltó—. ¿No tienes nada que con-
fesarme, alguna tontería, quizá? ¿Quieres que nos pon-
gamos a hablar de mi coño?
Yo sacudí la cabeza despacio. Ella se metió la mano
entre las piernas y se lo apartó, ofreciéndome su flor.
—¿Dónde quieres que te lo ponga, Topito mío?
¿Dónde quieres que te ponga mi precioso y jugoso co-
nejito?
A pesar de la ansiedad, solté una carcajada. Ella lo
interpretó como una señal, se puso de rodillas sobre
la cama y fue acercándome la pelvis a la cara, dán-
dome empellones bruscos, una y otra vez, mientras
yo luchaba por respirar. Sus piernas eran fuertes y es-
taban sudorosas y no podía escapar de entre ellas.
Cuando empecé a marearme bajo su influencia, só-
lo pude pensar, como un loco, si ésta no sería otra
señal o, simplemente, la cosa en sí. Al final, me armé
de valor y la mordí. Ella gritó como una profesional,
se me quitó de encima de un brinco y se echó a reír.
Entonces, me agarró los dedos vendados de forma
amenazadora y dijo:
—Muy bien. Vamos progresando, Topito mío. Y,
como ves, mi precioso conejito es de tu gusto, ¿ver-
dad? Pronto hablaremos el mismo idioma.
Se puso el vestido y me pasó su carpeta.
—Tu firma —dijo.

172
Hice un garabato y se marchó. En cierta mane-
ra, me acababan de violar. ¿Qué notas aparecerían en
sus registros? Prefería no pensarlo. Y, con todo lo re-
pulsivamente guapa que era, le tenía mucho más
pavor a otra nueva profesional. Esperaba que volvie-
ra y que pudiera emplearme más a fondo. Sin em-
bargo, dudaba mucho de que llegáramos a hablar el
mismo idioma.
El siguiente presagio no lo puedo explicar, sólo des-
cribir. Perrón se había agenciado un chucho. No era
una mascota de club, como Bobo (que seguía con no-
sotros, tenaz aunque triste, a pesar de los nuevos
miembros, que le daban puntapiés cada vez que po-
dían), sino un perro personal, un cruce greñudo en-
tre un Husky y un Pastor alemán. Le había puesto de
nombre Goloso y lo traía a mi casa con frecuencia. Mi
relación con Goloso era un tanto incómoda, porque
nunca pude estar seguro de si le gustaba, incluso cuan-
do empezó a repantingarse en mi apartamento sin
Perrón. En mi casa daba bastante el sol por la tarde,
así que se deleitaba durmiendo junto a mi ventana.
Sin poder evitarlo, empezó a quedarse por las noches,
aunque fuera Perrón quien lo sacaba a pasear sin fal-
ta dos veces al día. Una noche me despertó una de mis
pesadillas sobre espacios irregulares y cerrados y me
encontré a Goloso durmiendo como un bebé en mi
almohada. No tuve valor para moverlo, a pesar de su

173
fétido aliento. En noches frías, también se metía bajo
las mantas. Aquello me pareció excesivo, y la prime-
ra vez que intenté echarlo a empujones, estuvo a
punto de morderme, aun sin despertarse. Pensé en ha-
blar del tema con Perrón, que parecía misteriosa-
mente ocupado. Goloso debía de tener sus propias
pesadillas, porque gruñía y hacía amagos de morder
en sueños. Tenía también un pequeño arsenal de tics
que lo hacían moverse convulsivamente por la no-
che. Una mañana me desperté y tenía el antebrazo
aprisionado entre sus mandíbulas. No podía liberar-
lo, y temía que si despabilaba a Goloso, sencillamente,
apretaría el bocado por instinto. Dejé que se desper-
tara por sí mismo, maravillándome de la fuerza y del
tamaño de sus dientes, que sus labios replegados re-
velaban en todo su horrible esplendor. Cuando por
fin lo hizo, no desencajó sus dientes de manera inme-
diata, sino que se me quedó mirando, soñoliento e in-
cluso cariñoso, pensé, hasta que le sugerí que a lo
mejor quería comer algo. Al oír eso empezó a sali-
varme encima y fue soltando la mandíbula poco a po-
co. Otra noche me desperté con la sensación de algo
húmedo y me encontré a Goloso babeando y gi-
miendo en mi hombro. Me deslicé de la cama rápida-
mente y me pasé el resto de la noche leyendo. Dormir,
de todas formas, estaba descartado, pues Goloso se
había estirado a todo lo largo en el sitio que yo había

174
dejado. Cuando me quejé a Perrón de la invasión de
Goloso, éste se rio a carcajadas y dijo: «¡Qué perro! ¡Al
menos aún no te ha dado por el culo!». No parecía tan
rocambolesco. A Grodek también le hacía gracia, por-
que ahora, siempre que yo pasaba a su lado, él ladra-
ba y se reía, levantando a veces la pierna como para
orinar, sobre todo si Sylvia rondaba por allí. Se la veía
especialmente rellenita y me pregunté si no estaría
embarazada de un monstruito de Grodek. Me la ima-
ginaba trayendo al mundo a otro Goloso o, peor aún,
a un gigantesco gallo sin plumas que profería grazni-
dos sacrílegos. Pensé que era mejor que Grodek la-
drara y se riera a que me diera patadas o pisotones.
Perrón no hizo nada por sacar a Goloso ni de mi ca-
ma ni de mi apartamento, así que tuve que urdir nue-
vas estratagemas. La que dio mejores resultados fue
la de poner comida fuera de mi apartamento por la
noche y cerrar la puerta rápidamente mientras se
la comía. Él gemía y arañaba mi puerta, por supuesto,
pero era preferible a tenerlo en mi cama, aunque a
menudo soñaba que aún estaba allí, presionando su
órgano erecto contra mí y aprisionándome la gargan-
ta con sus mandíbulas. Además de esos sueños, lo que
me hizo pensar en Goloso como una señal fue que, va-
rias semanas después de haber triunfado con diferen-
tes estrategias para mantenerlo fuera de mi vida, un
día, simplemente, desapareció. Perrón nunca sacó el

175
tema y yo no pregunté. Grodek dejó de ladrarme y
empezó a mirarme otra vez con mala intención. ¿Ha-
bría atropellado el camión de la basura a Goloso? ¿Lo
habrían devuelto? ¿Habría estado escrito en las cartas
que debía convivir conmigo? Era una idiotez pensar
aquellas cosas, pero lo hacía. Pronto pensaría que has-
ta el mismo sol conspiraba contra mí.

El último asalto profético a mi cuerpo y a mi psique


fue potencialmente placentero y mortal al mismo
tiempo. Una tarde estaba sentado comiéndome una
rebanada de pan recién salido del horno de Michael’s,
todavía caliente y con ese olor celestial, cuando la
puerta se abrió sin hacer ruido. A pesar de mis neuras,
nunca recordaba si había cerrado o no la puerta con
llave. Por un momento, pensé que era Goloso, que
había vuelto de entre los muertos para vengarse. Pero
no era otra que Sylvia, todo un milagro, pues nunca,
que yo supiese, había subido las escaleras. «Pasa, pa-
sa», le dije, ruborizado de placer. «Lo siento, todavía
no he recogido esto un poco». A ella le entró una risita
tonta, indicándome, o eso creí, que mis dependencias
eran elegantes comparadas con las suyas (que yo nun-
ca había visto). Llevaba puesta una camiseta de los
Microbia, que seguramente había birlado cuando se
deshicieron de las pertenencias de Doris. Le quedaba

176
demasiado pequeña, por supuesto, y llevaba los pe-
chos, sin sostén, apretujados en ella. Dos manchas hú-
medas indicaban el lugar de sus pezones, lo que me
hizo pensar otra vez que debía de estar embarazada,
aunque sus gloriosas curvas estaban intactas. Al vol-
ver la vista atrás, aquel periodo de mi vida me parece
un sueño porque, después de tantos años de esteri-
lidad y de fantasías limitadas, me enfrenté a muchos
encuentros sensuales y mi imaginación estaba calen-
turienta a todas horas. Se sentó frente a mí, casi to-
cando mis rodillas con las suyas.
—Abajo no me da el sol —dijo, y cuando desvié la
mirada de sus pechos a sus muslos, ahora abiertos,
empezó de nuevo con la risita tonta.
—Tu inglés ha mejorado mucho —le comenté.
—Sí, ahora hablo bien el inglés. Es bueno para mi
negocio.
Me abstuve de preguntarle cuál era y nos queda-
mos allí sentados mirándonos el uno al otro, ella con
una leve sonrisa expectante dibujada en la cara. Me
preguntaba qué habría oído sobre mí.
—¿Te apetece algo de comer? —le pregunté, ofre-
ciéndole el pan recién hecho de Michael’s.
Ella se levantó la camiseta y sus grandes pechos
torneados cayeron como melones celestiales.
—¿Y a ti de beber? —me preguntó a su vez, ahora
con una amplia sonrisa.

177
La cabeza me daba vueltas. Seguro que no me había
despertado. Yo quería dejarme caer obediente sobre
sus pechos, pero algo me echaba para atrás. Aquello
no era para mí. ¿Cómo me había ganado tal ofreci-
miento? ¿De qué regresión estaba preso? Entonces ella
se sacudió y sus pechos, increíblemente saludables,
bailaron para mí, balanceándose de un lado para otro
a un ritmo insondable pero perfecto, bajo el cual no-
taba el lento movimiento de su respiración.
—Con el pan —añadió, y yo me dejé caer, me zam-
bullí y me metí uno de sus pezones en la boca.
Sólo que su gusto se me agrió de inmediato, pues
al moverme me coloqué en posición de ver a Grodek
en la puerta. Dejé escapar el pecho de Sylvia y, con
sus carnes aún en la mente, me quedé mirando a Gro-
dek, boquiabierto. Unas náuseas mortales me sobrevi-
nieron cuando ella se giró, lo vio, soltó una carcajada
histérica y se levantó, bajándose la camiseta. Grodek
intentó darle un cachete al pasar, a lo que ella respon-
dió con una ineficaz patada a su entrepierna, que a él
pareció hacerle gracia. Dio un portazo al salir y Grodek
se volvió hacia mí con su media sonrisa. Los días de
Sylvia, pensé, estaban contados. Y los míos, acabados.
Llegué como pude a la ventana y puse una pierna en
el alféizar. Grodek sabía que saltaría si él se acercaba:
una pequeña victoria para mí, pero victoria al fin y al
cabo. Estaba apretando sus puños regordetes, con la

178
sonrisa ahora congelada. ¿Qué derecho tenía a estar
enfadado? Sylvia no le pertenecía. Sus favores eran de
cualquiera. Pero ¿y si estaba embarazada de su rollizo
engendro? Ya no me importaba. El cemento de allí
abajo era preferible a Grodek. Me atraía tanto como
un baño caliente. Entonces, se rio. Meneó la cabeza y
me hizo un gesto admonitorio con el dedo. Había si-
do un niño malo. ¿Un niño malo? Bajé la vista a la ca-
lle y solté una risa histérica. ¿No acaban siempre es-
tampando sus sesos en el cemento los niños malos?
Y entonces, de repente, se marchó. Oí descender sus
firmes pasos por la escalera. Vomité en el suelo y me
desplomé en el alféizar, demasiado débil para meter
la pierna. Todo aquello fue otra señal.

Pero ¿qué significaban todas aquellas señales?, me pre-


gunté más tarde, después de haber cerrado la puer-
ta con llave y de haber limpiado. Me las arreglé para
preparar un té y bebérmelo a sorbos. El pan se había
echado a perder. ¿Con qué fin y propósito? ¿Cómo ex-
plicaban mi vida, cómo la moldeaban? ¿Y cuántas se-
ñales más había, que yo no había reconocido, pero
que me definían al fin y al cabo y que me esperaban
como paneles luminosos en la oscura carretera de mi
destino? Tal vez debiera estar contento, pensé, de po-
der tener una visión cada vez más clara de mi vida,

179
pero seguía necesitando respuestas. Estaba demasia-
do cansado para tratar de encontrarlas, así que me
sumí en un largo, profundo y oscuro sueño, sin sacar
nada en claro.

180
C O M PA Ñ E R O

Me he dado cuenta de que no he contado mucho


acerca de mi compañero de los Pingüinos, mi compa-
ñero original. En parte porque no sé mucho de él. Y
en parte porque no he querido recordar lo que sé de
él. No es que lo que sé resulte, de alguna manera, ate-
rrador, pero, en conjunto, apunta a direcciones que
no quiero seguir. Durante muchos meses, para mí fue,
simplemente, el compañero que me habían asignado,
una entrada en los libros. Ni me gustaba ni me deja-
ba de gustar, y llevábamos a cabo nuestros deberes
mutuos sin roces. Sin embargo, ahora que llevo sin él
todos estos meses, me doy cuenta de que no fui capaz
de advertir ni de apreciar algunas de sus cualidades. Por
ejemplo, aunque tenía un semblante neutro, había

181
veces en que, por nada en apariencia, atisbaba una fur-
tiva sonrisa en su cara, como cuando Bobo se sentó
una vez encima de una carta de la oficina del distri-
to que se había caído al suelo. Supuse que se trataba
de algún tipo de atisbo de vida en medio de su pro-
fundo ensimismamiento. Estaba equivocado. Casi ca-
da momento que soy capaz de recordar se caracte-
rizaba por alguna rareza, alguna ironía, alguna ligera
locura de nuestra vida política o social, tan fugaz que
pasaba al olvido casi de inmediato. No obstante, debí
de grabar de manera inconsciente el hecho como fa-
vorable, haciendo que tales reacciones conformaran
mis recelos, aún incipientes, acerca del estado de las
cosas y haciendo también que me sintiera cada vez
más inclinado a relajarme en su presencia. Sin em-
bargo, aunque todo esto me predispusiera a una ma-
yor intimidad, al final me contuve, porque no lograba
articular ninguna base sólida, la relación causa-efec-
to era demasiado débil. Ahora me doy cuenta, dema-
siado tarde, de que se me han cerrado puertas en la
vida de forma similar porque era, por naturaleza, aun-
que sin duda también por educación, reacio a actuar
guiado por impulsos poco definidos. Al menos en mi
vida pública y social. Esto no ocurría, sin embargo,
durante mis primeros años con Jiri y doy gracias por
ello, aunque fuese la causa de nuestro posterior dis-
tanciamiento. En todo caso, pronto me tropecé con

182
Murial y con los Microbia-2 y mis preocupaciones al
respecto se volvieron más febriles y paranoicas que
antes. Comencé a desconfiar de mi compañero y a ver
en sus destellos irónicos una forma de pretensión, una
farsa cuyo propósito era conseguir influencia sobre
mí a través de la intimidad y la confianza. Mi imagi-
nación, pensé como un pretencioso, estaba a la altura
de las funestas consecuencias de una fraternidad de
aquella índole, así que fortalecí la formalidad de nues-
tra relación, moderé mis miradas de simpatía o de in-
vitación y tracé mi camino sin él.

Ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba.


Sus esfuerzos por comunicarme una especie de ma-
lestar existencial eran demasiado sutiles e idiosincrá-
sicos como para ser el resultado de una maniobra
política. Su apuesta por la gran gaviota de lomo negro
en nuestro certamen anual y la gracia sombría y per-
turbadora con la que él mismo interpretó a aquel pá-
jaro, deslizándose en silencio por la semioscuridad de
nuestro escenario y emitiendo luego aquellos grazni-
dos cada vez más roncos, que hacían que el vello de la
nuca se te erizara y que te quedases helado, deberían
haberme abierto los ojos. Fueron unos instantes má-
gicos. Tuvo que ser él, sin duda, quien pasó a Murial
y a su gente la confirmación de mis predisposiciones.

183
¿De qué otro modo se explicaría la peligrosa propen-
sión de éstos a confiar en mí? Tuvo que ser él quien
envió a mis compañeros Pingüinos a mi rellano el día
en que los dedos de Grodek estuvieron a punto de
partirme el cuello. Qué sutil era, y qué comedido,
como cuando intentó advertirme sobre mi extrava-
gante comportamiento en mis días con Doris. Siento
una profunda admiración por la maestría de su con-
ducta y un profundo dolor por su pérdida. El único
amigo verdadero que podría haber tenido en los pe-
núltimos años de mi vida y lo pierdo por cobardía
moral, por muy humana que ésta fuese, y por cierta
estupidez y vanidad. Qué solo debió de sentirse, y qué
decepcionado. Con todo, me siento cercano a él, al
menos en espíritu, aunque esta identificación llegue,
estoy seguro, demasiado tarde como para que signifi-
que algo para él, incluso si llegara a saber de ella.

Su destino no pudo haber sido agradable. Tengo pocas


pruebas, pero el convencimiento, sin embargo, es cada
vez mayor. He especulado mucho acerca de la dis-
persión de los miembros del club de los Pingüinos, en
especial acerca de la de mi compañero. Él tenía me-
nos razones que nadie para ir a ningún sitio. Oficial-
mente, no tenía herederos, ni ataduras, ni orígenes
más allá de nuestra ciudad, de nuestro barrio. Era un

184
auténtico nativo. ¿Por qué, entonces, lo habían tras-
ladado? De hecho, creo que no lo hicieron. O, al me-
nos, no a un lugar lejano. Aún me viene a la mente,
en forma de ráfaga de puro terror, que aunque él era
la quintaesencia del urbanita, un hombre apegado al
cemento y al ladrillo, al aire ceniciento y a horizon-
tes delimitados, también sentía un amor inquebran-
table por otros lugares, por los espacios abiertos al aire
libre y, lo que podía resultar más extravagante, por
la cría de animales, aunque esto último había dejado
de ser un pasatiempo viable en esta parte del mun-
do con el paso de los años. Durante todo el tiempo
que escuché, aunque sólo a medias, sus taimadas dis-
quisiciones sobre la cría de animales, creí que se tra-
taba de una manera de afectación, inocente y a veces
divertida. Sin embargo, han vuelto a mi memoria con
fuerzas renovadas y se han centrado al fin en aquel
objeto, aquella señal tan manifiesta que encontré en-
cima de mi cama cuando volví del hospital, aquella
desalentadora herramienta que hombres rudos uti-
lizaban para castrar a los toros. Todavía me desvelo,
de madrugada, bañado en un sudor frío, con el cruji-
do de la carne resonando en mis oídos, cuando mis
sueños me dejan claro que lo que yo había creído he-
rrumbre era en realidad su propia sangre seca. A ve-
ces, oigo también sus gritos no anestesiados y luego
persiste en mi mente la imagen de su cuerpo retorcido

185
y quemado en el oscuro aislamiento que sigue. Él
no era ningún toro. ¿Puede ser que, de aquel modo,
se sintiera conectado con otro tiempo, otro lugar u
otro estilo de vida? No lo creo. En lo más profundo
de mi ser siento su cruda soledad. Estoy seguro de
que no lloriqueó. Soy yo el que gimoteó, el que sigue
haciéndolo. Sus ojos debieron de permanecer abier-
tos incluso de noche. ¿Qué sentido tenía cerrarlos?
¿Veía algo a través de las tinieblas? ¿Tenía algún re-
cuerdo que lo amparase? Está claro que míos, no. ¿Y
finalmente, ¿dónde pasó sus últimos días? ¿En qué
grotesco club funerario (pues seguro que había uno)?
¿Con qué criaturas desmembradas, privadas de sus
órganos, destripadas y descerebradas: los nuevos hi-
jos de la nueva luz? ¿De qué hablaban? Cuando se mi-
raban a los ojos, el único espejo al que se atrevían a
enfrentarse, ¿cruzaba por sus rostros alguna expre-
sión? ¿Sentían sus almas el frío o el calor?

A modo de tributo, quiero dejar constancia de los po-


cos detalles que recuerdo de quien tal vez fuera mi
amigo más cercano. Era de estatura media y físico en-
clenque. Estaba medio calvo. Sus ojos eran de un azul
pálido (siempre me resultaron desconcertantes). Iba
siempre bien afeitado. Una vez estuvo casado, pero
nunca supe con quién. Y tampoco si tenía hijos, la ver-

186
dad; últimamente, he estado pensando sobre eso. Su
verdadero nombre era Frank y su apodo del club era
Guppy, como los peces, por la forma que tenía de
mover los labios, aunque yo nunca vi tal semejanza.
En su vida real, había sido responsable de transportes,
a pesar de haber estudiado Matemáticas. Le producía
un placer desmesurado llevar zapatillas de deporte.
Leía, pero en secreto, un rasgo que ambos compar-
tíamos. Le encantaba Bobo, la mascota de nuestro
club, y confiaba en él. Le fascinaban las calles. Fue, a
su modo sosegado, un pilar fundamental en la reali-
zación de «Gaviotas argénteas al amanecer». Empezó
a perder los dientes en los últimos días en el club. Era
mi rival directo para el puesto de secretario. Odiaba
los deportes. Era envidiado por sus habilidades en
la cocina, especialmente por su chile. Usaba pañuelo
de tela en lugar de uno de papel. Parecía creer en los
amuletos y llevaba unos cuantos objetos inútiles en el
bolsillo, que, cuando se le antojaba, desplegaba como
quien lanza unos dados. Tenía una vista perfecta. Ave
atque vale, compañero.

187
REFUGIO

En realidad, fue Jiri quien me salvó sin saberlo. Tal


vez, de haberlo sabido, no le habría importado lo más
mínimo. Hace meses que no tengo noticias suyas
y, ahora, por supuesto, resulta casi imposible. Cuando
Grodek me dejó vomitando en el alféizar de la ven-
tana, supe que la tregua sería breve, tal vez sólo cues-
tión de horas. El instrumento volvería. Sin embargo,
no podía resistirme al sueño. Envolvía mi malestar y
mi ansiedad como el manto de la noche. Estaba tan
inconsciente que si Grodek hubiese venido y me hu-
biese propinado un puntapié, no me habría enterado.
Cuando desperté, me sentía como nuevo y, por suerte,
era de noche. Cogí sólo lo esencial, salvo por el maltre-
cho osito de peluche de Jiri y mi cuaderno. La puerta

189
de Perrón estaba abierta y lo vi a él y a Goloso dur-
miendo plácidamente en la cama. Ni siquiera se me
pasó por la cabeza que Goloso hacía tiempo que ha-
bía desaparecido y que lo suponía muerto. Él levantó
la cabeza y me enseñó los dientes, pero estaba de-
masiado a gusto para gruñir o dejar la cama. Abajo,
el vestíbulo estaba vacío. Se oían ruidos en el aparta-
mento de Sylvia, como si estuvieran rompiendo mue-
bles. Supuse que o bien Grodek la estaba matando
o bien se habían reconciliado y estaban haciendo el
amor. La calle estaba desierta y fría. De repente un
ladrillo impactó en el suelo muy cerca de mí. Miré
hacia los tejados, pero no vi a nadie. No sabía adónde
iba. Al llegar a cada esquina, dejaba que mi cuerpo gi-
rara a derecha o izquierda o que continuase recto sin
detenerme a analizar las distintas opciones. Sin em-
bargo, no pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta
de que mis supuestas elecciones al azar seguían una
pauta. Y esa pauta era la repetición de los muchos pa-
seos que había dado con Jiri hacía tanto tiempo. Re-
conocí las paredes ante las cuales habíamos soñado
despiertos. Incluso en la oscuridad, sus manchas se-
guían contando viejas historias. Algunos de los cachi-
vaches y porquerías que habíamos estudiado seguían
allí, y los terrenos sembrados de malas hierbas y de
escombros se habían expandido, volviendo casi invisi-
bles las viejas vías oxidadas que ya no llevaban a nin-

190
gún sitio. Uno de los límites de la zona por donde
antes había vagado estaba ahora ocupado por gente
nueva, que había construido chabolas y que ponía la
música muy alta. Contuve un impulso de dirigirme
hacia allí, de buscar refugio. Era demasiado viejo, ha-
bría llamado demasiado la atención, no hablaba nin-
guna de aquellas lenguas, estaban demasiado cerca
de las autopistas por las que el tráfico rugía noche y
día, sin cesar. Me pregunté por qué habrían venido.
¿De dónde? ¿De verdad eran más felices aquí? ¿Estaban
siendo reemplazados en otro sitio por Doris y sus
amigos? Aquello no tenía ningún sentido para mí. Me
alejé de las luces y de la música y me adentré en las
sombras, donde respiraba con mayor libertad y me
sentía más cómodo. Al pasar por un portal en ruinas,
vi la sombra de un ser vivo, que guardaba una vigilia
secreta y sin sentido, como los Microbia-2 en un pa-
sado reciente, pero ni lo investigué ni le hablé. Me
movía con determinación, aunque todavía no tenía la
más mínima idea de dónde me conducirían mis pasos.
No importaba. El hatillo a mi espalda apenas pesaba.
Éstos eran los antiguos dominios de Jiri, y me sentía
feliz. Me maravillaba de la extensión de terreno en la
que me encontraba. Ninguna guerra la había devas-
tado y, sin embargo, tenía el aspecto de un campo re-
cién bombardeado. Por muy organizada y limpia que
estuviese, o pareciera, nuestra comunidad también

191
albergaba zonas como ésta, en crecimiento y, al pa-
recer, olvidadas. Oí el correteo furtivo de unas ra-
tas, tal vez también de otras criaturas, y me asaltó la
tentación de llamarlas. Sólo me preocupaba la posi-
bilidad de encontrarme con perros salvajes abandona-
dos. Inmediatamente, pensé en Bobo. Qué gran con-
suelo sería para mí. Sería mi fiel compañero. Juntos
husmearíamos en busca de comida, de un sitio donde
dormir, encenderíamos pequeños fuegos al abrigo
de paredes desmoronadas y hablaríamos el uno con
el otro. Echaba de menos mi vieja pandilla de los Pin-
güinos. Ahora me daba cuenta del cariño que les te-
nía. Anhelaba el contacto con los amigos de Murial,
con Doris, con mi primera profesional del placer, con
mi amiga secretaria del distrito, pero me habían cor-
tado todo vínculo con ellos. Estaba solo. ¿Por qué exac-
tamente? No estaba seguro. Yo no era enemigo del
Estado. Mis transgresiones eran triviales y humanas.
Era inofensivo y viejo, tenía cincuenta y siete años.
Participaba en los rituales de mi comunidad, si no con
distinción y entusiasmo, al menos sí con diligencia.
Había dado una esposa y un hijo al etos imperante.
¿Tan grave era entonces que diera de vez en cuando
un puntapié a una piedrecita en una calle limpia o re-
buscara con fervor libros antiguos? ¿Me merecía a Pe-
rrón? ¿O a Goloso? ¿Era yo el motivo de la desapa-
rición de los Pingüinos? De repente solté una fuerte

192
carcajada al acordarme de las gaviotas argénteas al
amanecer, levanté los brazos y planeé sobre olas de
nostalgia, regresando a los pechos blancos y rebo-
santes de leche de Sylvia. Cuando el viento dejó de
soplar, me quedé plantado ante la monstruosa mo-
le de un camión de la basura abandonado. No era un
modelo antiguo y había más como aquél. Tal vez
estuvieran esperando alguna reparación o, simple-
mente, no los necesitaran por el momento. Supe que
había llegado a algún sitio y me quedé helado. Dejé
caer mis pertenencias y reuní algunos trozos de ma-
dera con los que hice un fuego en el hueco que que-
daba detrás del camión. El sitio era excelente, pues
yo quedaba frente a un muro y éste y el camión ser-
vían para ocultar el fuego. Me preparé una cama y
caí en un profundo sueño.

El día amaneció con un sol radiante sobre los cañave-


rales y me desperecé dichoso bajo sus rayos. A media
mañana evacué y miré a mi alrededor. No cabía duda
de que aún estaba dentro del perímetro de la ciudad.
Veía su perfil a lo lejos. Al parecer, la zona donde me
hallaba era grande y estaba desierta, salvo por unos
cuantos simpáticos perros que me olisquearon y de-
cidieron aceptarme. Mi gran descubrimiento fue que
había signos evidentes de que habían tratado de forzar

193
la cerradura del camión. Fuera como fuese, el dispo-
sitivo compactador de basuras no estaba operativo, así
que pude colarme por allí hasta el compartimento
interior, las tripas, el depósito de los desechos. Encen-
dí una cerilla y me quedé boquiabierto. Dentro no
había basura, sino un pequeño catre plegable, una me-
sita de café, una alfombra, una estantería y una vela,
que yo encendí. Al seguir explorando, vi que, efectiva-
mente, había libros en la estantería: Walden, por ejem-
plo, Emilio de Rousseau, un Kafka desvencijado, John
Stuart Mill, Moll Flanders de Defoe, Muerte a crédito de
Céline, un libro sobre los últimos días de la industria
del atún, un diccionario, cuadernos en blanco (que me
hicieron estremecer), antologías poéticas y algunos có-
mics y revistas. Había más velas y latas de comida, in-
cluidas las del odiado Spasmo, que, no obstante comí,
pensando en criadillas de toro. Encontré utensilios bá-
sicos de cocina: un cazo y una sartén, algunos cubier-
tos, una taza, una botella vacía y una papelera. Un vie-
jo saco de dormir del ejército estaba enrollado en el
catre y dentro, un grueso jersey. Me invadió una in-
mensa alegría y me sentí como un nuevo Robinson
Crusoe embarcado en una nueva aventura.

Pasaron varios días antes de que fuera realmente cons-


ciente de lo extraño de mi descubrimiento. Había es-

194
tado ocupado buscando agua (una vieja tubería ro-
ta), una fuente de comida fresca, recolectando ma-
dera, mejorando el camuflaje de mi alojamiento, etc.
Una vez los Pingüinos idearon un proyecto de alimen-
tación silvestre, así que sabía qué hacer con las mu-
chas hierbas que me rodeaban. Había descubierto
cerrajas, bardanas, dientes de león, maravillas y espa-
dañas en abundancia. De vez en cuando atrapaba una
paloma y una vez cogí un ratón almizclero. Sin em-
bargo, decidí que mi principal fuente de alimentación
procedería de incursiones en la ciudad en días festivos
y jornadas de competiciones deportivas, cuando me
resultaría más fácil procurarme restos de comida, así
como monedas y otros artículos de valor. Con todo,
al final de mi primera semana, volví a sentir mie-
do. ¿De quién era este refugio y cuándo volvería? ¿Qué
finalidad tenía? ¿Por qué estaba en este lugar? ¿Qué me
harían si me descubrieran? El hecho de que fuera un
vehículo oficial y que, por tanto, estuviera conectado
con organismos estatales, me inquietaba. Sabía que
todo se inventariaba, aunque estuviera abandonado
o sin usar. Los números de serie eran eternos. Como
antiguo secretario, si bien es cierto que al más bajo
nivel, alguna idea tenía sobre la magnitud del sistema
de mantenimiento de archivos. El mayor delito, en rea-
lidad, era intentar eludir el proceso de registro de da-
tos. Te convertías entonces en una partícula peligrosa

195
que flotaba a su antojo, en física parricida. Justo en
lo que yo me había convertido. Qué ridículo. Sin duda,
la gente extranjera que vivía en el perímetro de mi te-
rritorio aún no estaba registrada. Al mezclarse unos
con otros, constituían una masa amorfa, dotada de
una extraña capacidad de movimiento e invisibilidad.
Sin embargo, sus pasos se encaminaban hacia la ciu-
dad. Era la razón por la que habían venido. Estaban
ávidos de números, de tarjetas, de prestaciones. La
chatarra y los cuerpos que desvalijaban en las auto-
pistas sólo confirmaban sus ambiciones. Tan pronto
como podían, abandonaban sus poblados de chabo-
las. Pocos volvían. Menos mal que no busqué refugio
allí. No me habrían entendido. Tal vez incluso me hu-
bieran matado de manera desagradable o me hubie-
ran vendido. Habrían olido en mí a un enemigo de sus
aspiraciones, aunque, en realidad, no era enemigo de
nadie. Todo el mundo parecía mi enemigo. O casi to-
do el mundo. Los perros eran mis amigos, por muy
sarnosos y apestosos que fueran, y yo compartía lo
que podía con ellos, soportaba sus alientos y les ras-
caba cuando se tumbaban al sol conmigo.

Se me ocurrió que, de alguna manera, mi refugio es-


taba conectado con Doris y con sus amigos de Micro-
bia-2, pero nunca vino nadie, aunque al final terminé

196
incluso por esperar recibir correo, de lo bien que pa-
recía estar instalado. Mi fantasía recurrente era que
un día vería a Sylvia deambulando medio loca entre
los escombros. La acogería, embarazada o no, y con-
sideraría que mi vida estaba completa, cómodamente
instalados en nuestro compartimento. Pero Sylvia
nunca vino. Nadie vino. Y, sin embargo, a medida que
iban pasando las semanas (y no habían sido tantas),
mi miedo a que alguien lo hiciera, alguien hostil,
aumentaba. El buen tiempo era todavía una fuente
de bienestar, pero temía la llegada del frío. Pensé en
mudarme a otro sitio, pero estaba paralizado. Nadie
me recibiría con los brazos abiertos. Una noche, en
la distancia, vi un fuego y me acerqué sigilosamente
a él. Reconocí a algunos de los artistas callejeros y
gentes de las ferias ambulantes de otros tiempos. Es-
tuve a punto de entrar en el círculo de luz, pero, en el
último segundo, retrocedí como un perro salvaje. ¿Qué
habilidades poseía? ¿Qué recuerdos podía compartir
con ellos? ¿Hablábamos acaso el mismo idioma? Me
acurruqué en mi camión y pasé toda la noche tem-
blando, oyendo disparos a lo lejos. Al amanecer ya
se habían marchado, y ni siquiera fui a recoger la co-
mida que podrían haber dejado.

197
Durante mi estancia aquí, he tenido dos temores re-
currentes: el primero es que un día, al meterme en las
entrañas de mi camión, éste recordara su función,
por accidente y por sí mismo, y me compactara como
basura. Paranoico y absurdo, por supuesto, salvo por-
que no es inconcebible que pudiera accionar algún
mecanismo desconocido y oculto hasta el momento
que pusiera en marcha todo el proceso. Me he pre-
guntado cuál sería mi forma final. ¿Me cortaría sim-
plemente por la mitad y cada parte se pudriría por
separado a su propio ritmo? ¿O me comprimiría has-
ta dejarme del tamaño de un paquete, como un pa-
nel de aglomerado, y mi sangre y otros fluidos ser-
virían de formaldehido aglutinador, para convertirme
en una especie de galletita salada gigante para ratas?
Uno de los miedos subsidiarios era que pudiera esca-
par de la compresión, pero que me quedara atrapado
dentro, sin suministro de aire ni salida, mientras la má-
quina se sumía en otro periodo de silencio, en el que
su estómago digeriría lentamente mi cuerpo asfixia-
do. En esos momentos, me preguntaba si ése era el plan
y si el acogedor refugio no era más que otro club fu-
nerario cuyos miembros estaban dispersos e incomu-
nicados. Mi segundo temor era que un día o una no-
che, mientras estuviera dentro de mi camión, se lo
llevaran para prestar servicio y yo me quedara atra-
pado mientras la basura compactada iba llenando

198
poco a poco el espacio. En este caso, la peor imagen
que tuve fue yo mismo enterrado hasta el cuello en
basura, incapaz de moverme, sin luz, sin aire, y el
camión aparcado durante una noche o una semana,
mientras los gases de los materiales en descomposi-
ción van extinguiendo mi vida lentamente. ¿Quién
oiría mis gritos? (¿Quién oye los gritos de los demás?)
¿A quién le importaría? ¿Oiría a la gente de fuera? ¿Ha-
bría música? ¿Se me uniría Sylvia por fin?

Tengo claro que debo hacer algo pronto para pre-


servar, si no mi persona, al menos parte de lo que ha
sido mi vida, en especial mi vida reciente. Creo que o
estoy loco o muy pronto lo voy a estar. Los perros no
bastan. El osito de peluche de Jiri está hecho trizas.
Lloro con frecuencia. He pasado días dentro de mi ca-
mión, chupándome el dedo gordo, con miedo a salir,
con miedo a desencadenar los momentos finales de
mi vida. Aún me quedan restos de cordura y de sere-
nidad. Los agradables días del veranillo de san Miguel
tienen un efecto rejuvenecedor sobre mí, aunque son,
como dice uno de los poetas en una antología que
tengo aquí: «Un error azul y dorado». Eso me da risa,
pues tal vez mi vida entera, o casi toda ella, haya sido
un error. Creo que me doy cuenta, con horror, de que
lo peor de todo —mis miedos atroces y mi locura—

199
es, sin duda, lo mejor. Incluso si me asfixiara en mi
camión lleno de basura y a oscuras, tal vez debiera llo-
rar de dicha por haber sido bendecido con la verdad.
¿O es eso demasiado vago, demasiado lúgubre en su
conjunto? En mi juventud, aunque era un ignorante
(¿no le pasa lo mismo a todo el mundo?), tenía depo-
sitada una infundada fe en los poderes de la mente. Es
verdad que una parte de mí flotaba libre por el mundo
y lo observaba todo, enmudecida de asombro y con-
fusión. Era mi parte secreta, la no reconocida, la que,
idiota de mí, pensé que había muerto, la que había te-
nido una muerte prematura. Ahora me doy cuenta de
que, simplemente, estaba aletargada, aglutinándose.
Son los poderes de la no-mente los que me preocu-
pan, los mismos que están a punto de matarme, pues
a nadie le está permitido respirar este aire y seguir
viviendo. Los riesgos son demasiado grandes. Hay
demasiado en juego. Ninguna sociedad es posible.
Y, sin embargo, has de morir de una forma u otra.
¿A qué tierra se puede emigrar para planear un asalto,
por muy fútil que sea? Por desgracia, no soy un cha-
rrán ártico, que vuela de un polo al otro. No tengo ni
distancia ni lugar al que volver. Pero sí tengo acceso a
los archivos del distrito. Una de mis últimas diabluras
fue hacerme con las llaves de la vida secreta de mi dis-
trito. Con paciencia, tiempo y buen juicio, se pueden
descifrar los innumerables documentos aburridos de

200
las innumerables vidas organizadas y anodinas. Hay
sangre entre esas páginas. Antes de que mi mente
caiga en un caos absoluto o de que el propio caos ven-
ga a mí disfrazado con las nocivas vestiduras de la
razón y me compacte y me asfixie, me queda al me-
nos un último viaje que hacer, un objetivo que alcan-
zar, tal vez una última gaviota argéntea al amanecer.

201
F R AG M E N T O S

Cuántas veces sueño con Bobo. Es verdad que los pe-


rros de aquí se han hecho muy amigos míos, pero es
a Bobo a quien quiero por compañía. Es incluso posi-
ble que ya esté aquí, entre los otros chuchos flacos y
sarnosos, pero que no lo reconozca o que él sea inca-
paz de hacerse ver. A menudo me pregunto qué fue
de nuestros elaborados planes de entierro para él, que
incluían una tumbita y una señal. De una manera o de
otra, habría que hacerle saber que todo eso le espera,
que no se va a pudrir en un callejón, despedazado por
ratas y gusanos. Hay algunas cosas extrañas sobre Bo-
bo. Aunque era célebre por sus proezas sexuales, de
lo que su progenie era un testimonio evidente, nun-
ca lo sorprendimos procreando de facto. Puede que

203
estuviera dotado de una delicadeza y de una dis-
creción que su apariencia no dejaba traslucir. O pue-
de que, simplemente, fuera astuto. Me consuela pen-
sar en la dinastía que ha fundado, en los chuchos
enfermizos que recorren las callejuelas del distrito en
busca de sobras, que ensucian las cunetas, que mon-
tan guardia en callejones selectos. Uno de los escri-
tores de la biblioteca que tengo aquí dice que el pipí
atrae la compañía. Así es como muchas veces pien-
so en Bobo y en su descendencia, como en una ale-
gre familia de meones. Su rasgo más distintivo eran
sus ojos, que siempre eran conmovedores, por muy
miserable que fuera la empresa en la que estuviera
enfrascado. Nunca mordió a ningún miembro Pin-
güino, ni gruñó de modo amenazador, independien-
temente de la infantil diablura que hubiéramos per-
petrado. Me acuerdo de que una vez le diseñamos
un conjunto completo para los días de lluvia y lo lle-
vamos a dar un paseo en pleno aguacero con unos
patuquitos, un chubasquero, un gorro y un paraguas
sujeto con una correa alrededor de la cintura. Có-
mo nos reímos de aquello. Y Bobo, que, sin la menor
duda, pensó que estábamos chiflados, soportó todo
aquel suplicio con paciencia y dignidad. Ese perro era
un príncipe, y lloro por él.

204
He dicho más sobre Sylvia de lo que tenía dere-
cho a decir. No es mía para que esté hablando de ella.
Sin embargo, pienso en ella, en nuestro encuentro de-
jado a medias, en Grodek y en lo que vino después.
¿Le pegó? ¿O, simplemente, se rio de él con desprecio,
como diciendo que sus pechos le pertenecían y ha-
cía con ellos lo que le viniese en gana? Tal vez lo pro-
vocó con posibles amantes para burlarse de él. Con
el tiempo, he llegado a sentir más respeto por ella.
Hay varias preguntas para las que me gustaría tener
respuesta. Por ejemplo, ¿por qué se llamaba Sylvia?
En mi opinión, no pegaba con su acento. Además, ese
acento ¿era verdadero? ¿Lo era su nombre? ¿De dónde
vino en realidad, tan de repente, tan completa? ¿Fue
ella la que, al final, le dio a Grodek la llave de sus apo-
sentos o fue él quien hizo una copia o entró por la
fuerza? ¿Estaba embarazada? Y si era así, ¿de quién?
¿Era realmente prostituta? Y si no era así, ¿cómo se
ganaba la vida? ¿Cuántos años tenía? Eso siempre era
difícil de decir. A veces parecía una adolescente, una
pava, como se dice ahora. Otras, parecía bastante ma-
dura, de unos cuarenta o más. De todos los humanos,
ella sería la mejor bienvenida aquí. Su sola presen-
cia desvanecería mis ansiedades. Si viniera, me gusta-
ría que lo hiciera como la última vez que la vi, con la
camiseta de los Microbia-2 demasiado ajustada, con
dos puntos de humedad, y con las manos preparadas,

205
mientras cruzaba por los escombros iluminados por
el sol, para subirse la prenda, como trayendo la reve-
lación a los que sufren. Estoy seguro de que mis pe-
rros la querrían al instante y todos nos acurruca-
ríamos felices en las noches frías.

Mi segunda cuenta bancaria. Una cantidad irrisoria.


La abrí después de la marcha —definitiva al parecer—
de Jiri. Al principio quise destinarla a sufragar los
grandes momentos que pasaríamos cuando volviera.
Luego se convirtió en un símbolo conmemorativo.
Durante un tiempo, pensé en ella como en un fondo
para sus hijos. Seguí ingresando pequeñas sumas ca-
si hasta el final. Sabía que era en vano. Sin embargo,
mi corazón se aceleraba cada vez que hacía un depó-
sito. Mantenía algo vivo; me producía lágrimas secas.
Ni él, ni yo, ni sus hijos veremos ese dinero. Pero lle-
va consigo, allá donde vaya, una maldición o una pro-
mesa que se cumplirá. No sólo debo creer en la magia;
tengo fe ciega en ella. La magia es uno de los lengua-
jes del mundo silencioso al que me he mudado.

Murial. Todavía me persigue. Cada vez comprendo


mejor lo que ella quería decir con «silencio». Es la úl-
tima defensa y la dignidad primordial. Las palabras,

206
de un modo u otro, siempre profanan. Toda vida, toda
sociedad y civilización, es una profanación. Aquello
que podemos poseer de virtud procede de nuestras
aptitudes para mediar en la violencia, para continuar
siendo humildes, para apreciar nuestra ignorancia,
para ver el vacío. Entre nuestras palabras y nuestra
vida. ¿Me quería? Una pregunta estúpida. Me basta con
que pusiera su mano en la mía… Qué valiente fue, fi-
nalmente. ¿O es posible que haya algo que no sé?

Tal y como he visto la historia en la piedra, veo la be-


lleza en los escombros. Creamos nuestras propias
fronteras, nuestros propios límites. Toda belleza, exa-
gerada, es fea. Nuestros ojos son como microscopios
y telescopios. Se posan donde quieren, o bien donde
los dirigen, y alimentan el cerebro con su medida. Me
encantan los márgenes.

Me doy cuenta de que la vida posee todas las molestias


de un dedo extraño metido en tu recto.

Debería haberle hablado al hombre que permaneció


sentado en su localidad durante el campeonato de la
Ciudad Norte, aunque no viese nada. Podría haber

207
sido mi amigo. Me estaba observando. Estaba espe-
rando. Él sabía más, entonces, que yo.

Pienso que, si fuese capaz de conseguirlo, me gustaría


que Jiri pasara una tarde aquí conmigo, aunque él lo
odiaría. Los perros le olfatearían y le lamerían, pero
él no respondería. Permanecería sentado tostándose
al sol y, al final, me odiaría, odiaría aquello en lo que
me he convertido. Llegados a ese punto, me alzaría,
lo abrazaría y le diría: «Jiri, hijo mío, mi único hijo,
¡cuánto te he querido! ¡Cuánto te he querido! Vete».
Nada más.

He estado soñando con las latas de conserva abolladas


y con otros productos dañados del supermercado de
mi distrito. ¿Adónde iban? A la basura seguro que no.
Qué raro que nunca pensara en eso. Puede que tenga
hambre y por eso sueño incluso con productos en mal
estado. Anoche estaba en una isla con una banda de
exiliados. Todos éramos de color púrpura y nos ali-
mentábamos exclusivamente de artículos en mal es-
tado, que llegaban en barco una vez al mes. Siempre
los tiraban en la playa por la noche sin ningún tipo de
ceremonia y, al amanecer, estaban cubiertos de mos-
cas y otros insectos. Nos abalanzábamos sobre ellos,

208
rescatando nuestras reservas para el mes. Algunos
paquetes contenían una única alubia o un guisante.
Algunas de las latas agujereadas tenían gusanos. Co-
mo es natural, nuestros cuerpos reflejaban estos de-
fectos. Las papadas bajo nuestras barbillas pendían
como el pellejo de un lagarto. Teníamos llagas pu-
rulentas en las lenguas y nuestras excreciones eran
nauseabundas y atraían a las más feas criaturas. No
nos atrevíamos a procrear, aunque algunos niños
gateaban entre nosotros, rascándonos y arañándo-
nos débilmente por las noches. A finales de mes, el
zumbido de los insectos nos mantenía despiertos y
dejábamos que se alimentaran de nuestras llagas. El
habla se había desvanecido y buscábamos cada vez
más los sitios oscuros, fríos y húmedos. Me desper-
té cubierto de lo que creí que era cieno. Era sólo mi
sudor y di las gracias al cosmos por la basura en la que
hurgaba.

Las paredes. Las paredes de Jiri. Nuestras paredes. La


lluvia y el viento, el hielo, el frío y la nieve pueden de-
teriorarlas. Sin embargo, es la sangre la que habla des-
de ellas, por siempre jamás. De algún modo, la sangre
nunca se borra. Y ninguna mirada limpia y verdadera
que la contemple olvidará su imagen.

209
Soy consciente de que nunca me marcharé de aquí. Si
alguien está al corriente de mi lamentable situación
—y cada día que pasa lo veo menos probable— ha de-
cidido dejar las cosas como están, por el bien común.
En días en que el aire viene cargado de partículas, no
veo nada a lo lejos, como si estuviéramos, mis perros
y yo, sentados en medio de un banco de niebla revol-
viendo en la inmundicia, sin rumbo, incluso sin noción
del tiempo, esperando oír una gaviota; una imagen
para el recuerdo. Todas las palabras que digo se desva-
necen. Con la distancia, yo también me desvanezco.
Me gusta la imagen. Tal vez esté muerto. Tal vez…

210
Entre los archivos del distrito es el quinto libro
de la colección El Pasaje de los Panoramas.
Compuesto en tipos Dante, se terminó de im-
primir en los talleres de KADMOS por cuenta de
ERRATA NATURAE EDITORES en febrero de dos
mil doce, poco más de dos milenios después
de que Marco Tulio Cicerón dejara escrito en
De natura deorum que había visto en el cielo dos
soles sobre su residencia de Tusculum, tal co-
mo los viera cada mañana Anakin Skywalker
sobre el cielo polvoriento de Tatooine, años an-
tes de pasarse al lado oscuro de la Fuerza, co-
mo también haría Cicerón al apoyar a Pompe-
yo y precipitar el final de la República Romana.

También podría gustarte