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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS

ANTROPOLOGÍA

Colección dirigida por M. Jesús Buxó

Ángel Martínez Hernáez

ANTROPOLOGÍA MÉDICA

Teorías sobre la cultura, el poder y la enfermedad

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Antropología médica : Teorías sobre la cultura, el poder y la enfermedad / Ángel Martínez


Hernáez. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial, 2008 207 p. ; 20 cm. — (Autores, Textos y
Temas. Antropología ; 43)

Bibliografía p. 191-206 ISBN 978-84-7658-862-8

1. Antropología médica I. Título II. Colección

39:61

572.5

Primera edición: 2008

© Ángel Martínez Hernáez, 2008

© Anthropos Editorial, 2008

Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)

www. anthropos-editorial. com ISBN: 978-84-7658-862-8 Depósito legal: B. 8.399-2008

Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial

(Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 697 22 96 / Fax: 93 587 26 61 Impresión: Novagráfik. Vivaldi, 5.
Monteada i Reixac

Impreso en España - Printed in Spain

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ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

A Irene y Enric
PRESENTACIÓN

Una de las múltiples paradojas de nuestro tiempo es que cuanto mayores son los avances
médicos y cuanto más destacado es el desarrollo biotecnológico más necesitados estamos de
teorías sociales que nos inviten a repensar la salud y la enfermedad en nuestro mundo
desigual y diverso. Por obra de nuestros imaginarios ya sedimentados estamos demasiado
inclinados a percibir la enfermedad como un fenómeno exclusivamente biológico e individual y
a omitir la manera en que las desigualdades sociales, las estructuras de poder y los modelos
culturales afectan y determinan la salud. Este ejercicio parcial del pensar enmascara algunas
evidencias, como el impacto de la pobreza en la distribución mundial de las enfermedades o la
influencia de la moderna cultura del consumo en las nuevas concepciones sobre el cuerpo, la
salud y la subjetividad. El desarrollo de la biomedicina, con sus horizontes reales e imaginados
de éxitos terapéuticos que prometen una continua prolongación de la vida, no puede sustituir
el análisis cultural y sociopolítico de la enfermedad y de los tratamientos médicos. El objetivo
de este libro es, precisamente, propiciar este análisis mostrando de forma crítica las teorías
más relevantes en antropología médica sobre la cultura, el poder y la enfermedad.

Este libro está formado por cuatro ensayos de antropología médica que se organizan en
sendos capítulos. El primero es una historia —o casi debería decir genealogía— de esta
especialidad y de sus formas de indagar en la enfermedad y en los sistemas médicos.
Concretamente, propongo que puede hablarse de tres modelos o paradigmas sucesivos que
dibujan una trayectoria intelectual desde una orientación clásica, que aprehende las medicinas
indígenas como ejemplos de irracionalidad, hasta una aproximación crítica para la cual la
biomedicina y la ciencia se convierten en objetos pertinentes para la mirada antropológica,
pasando por un modelo pragmático articulado a partir de las demandas del sistema biomédico
en sus tareas de intervención, principalmente en el llamado Tercer Mundo.

El segundo capítulo es una reflexión sobre los límites del de- terminismo biológico. La idea de
fondo es que este paradigma no adquiere capacidad explicativa para dar cuenta de fenómenos
como el efecto placebo, la relación entre redes sociales y salud o el papel de la pobreza en la
distribución de la mortalidad y morbilidad. Cuestiones como la influencia de la cultura en los
procesos biológicos o la necesidad de una perspectiva multidimensional de la enfermedad
cobran fuerza en este capítulo a partir de algunos referentes clásicos, como la crítica boasiana
al determinismo racial, y otros mucho más contemporáneos planteados en el campo de la
antropología médica, la sociología médica, la epidemiología social, la demografía histórica de
las enfermedades, la salud pública y la medicina social.

El tercer capítulo se sumerge en las diferentes teorías culturales de la enfermedad. La idea que
los padecimientos humanos constituyen universos narrativos y simbólicos que condensan
formas de experiencia propias de un mundo local es el principal argumento de este capítulo,
que finaliza con una discusión sobre las contribuciones de la fenomenología a la comprensión
del cuerpo, la salud y las aflicciones humanas.
El último capítulo guarda un objetivo no menos importante: pensar la enfermedad como
producto de las desigualdades sociales, los procesos políticos y los conjuntos normativos de
una sociedad, así como reflexionar sobre el papel de la biomedicina en tanto que sistema de
conocimientos y prácticas que produce sus propios fetiches y enmascaramientos. La apuesta
final es la defensa de una «hermenéutica crítica» que permita comprender los vínculos entre
las representaciones de la enfermedad y las estructuras de poder, entre los significados
culturales de la aflicción y las desigualdades sociales en salud, entre la voz del sufrimiento y las
lógicas de la dominación.

Se ha añadido también una addenda titulada «Etnogi promoción de la salud» que, si bien
puede entenderse coi apartado extemporáneo a la estructura del texto, replica ámbito
específico algunos contenidos que se han ido de liando a lo largo del libro. En este caso se
discute el potenc método etnográfico como instrumento de análisis, pero ta de intervención,
pues no olvidemos que el vínculo que est el etnógrafo con la realidad social que estudia es
tambií relación social en sí misma que puede propiciar el diálo; los grupos sociales y, en esta
medida, la participación ciud y la corresponsabilización en materia de salud.

Gran parte de las ideas y argumentos de este libro mucho a diferentes personas con las que he
tenido el pía dialogar durante los últimos quince años y a quienes quier ladar mis
agradecimientos. A Susan DiGiacomo, Claudio' Fabregat, Carl Kendall, Arthur Kleinman, Lluís
Mallart, ] do Menéndez y Tullio Seppilli, por el grato recuerdo de h versaciones sobre
antropología médica, pero también se humano y lo divino. A los compañeros de la RED AM
(Red ñola de Antropología Médica) en su conjunto y, muy es mente, a Pep Canals, Mari Luz
Esteban, Emilio González, na Larrea, Laura Mascarella, Rosa María Osorio y Rosar gui. A los
integrantes del proyecto Health forAll in Latin Ar por enseñarme las posibilidades de una
antropología apli la salud internacional. A los amigos de Porto Alegre (Bras su hospitalidad y
porque sus aportaciones y experiencias ten pensar que otras políticas sanitarias son posibles. A
Maria Comelles, Joan Prat y Oriol Romaní, por enseña sentido práctico y, principalmente, las
enormes limitacioi conocido teorema de Thomas en sociología: «Si los indi definen las
situaciones como reales, son reales en sus cons cias». A los «compañeros» de la Universität
Rovira i Vir; los antiguos compañeros de la Universität de Barcelor mantener su capacidad
crítica. A Antonio García Aliud, F do Giobellina, Amado Millán e Isidoro Moreno, por sus c
tarios certeros a un borrador de este texto. A María Jesús por su revisión del manuscrito. A los
diferentes alumnos i do, postgrado y doctorado con los que he tenido el privilí aprender
enseñando. A los amigos de OPAN, Operagäo / nia Nativa, y de Eurinepé, por su compromiso
con la salu gena. A los madihá del Medio Juruá (Amazonas) por reconocerme como uno de los
suyos (Oape Madiha ohani). A Leticia Me- deiros Ferreira, mi mujer, que desde el ámbito de la
medicina y la psiquiatría ha contribuido con su experiencia y su inteligencia crítica. Y a mis hijos
Irene y Enríe —o Enríe, en catalán pero con acento portugués—, a quienes va dedicado este
texto y en quienes adivino, cuando observo sus sonrisas y miradas cruzadas, que un futuro
mejor está por llegar.

CAPÍTULO 1

MEDICINA, CIENCIA Y CREENCIA Una historia de la antropología médica


La dialéctica entre magia y racionalidad es uno de los grandes temas de los que ha surgido la
civilización moderna.

ERNESTO DE MARTINO [1996 (1957): 7]

Una revisión histórica de la antropología médica nos revela algunas certezas. Una de ellas, su
crecimiento exponencial como especialidad durante los últimos 30 años. Otra, su aprehensión
incesante —casi omnívora— de nuevos territorios de reflexión teó-rica y práctica etnográfica.
Frente a la homogeneidad argumen- tal de las monografías clásicas, a menudo circunscritas al
estudio de la medicina popular y las etnomedicinas indígenas, las investigaciones de los
últimos años muestran un panorama temático de una extraordinaria amplitud. De forma
paulatina, pero también persistente, un gran número de temas que habían estado alejados de
la inquietud de los antropólogos, como las tecnologías médicas, la ingeniería genética, las
técnicas de reproducción asistida o las propias enfermedades biomédicas (tuberculosis,
depresión, artritis reumatoide, VIH-sida, etc.), han ido conformándose como objetos de
investigación. Esto es así hasta el punto que en cualquier revista especializada cohabitan en la
actualidad informes sobre la medicina tibetana, el koro o el mal de ojo con estudios sobre el
papel de la tomografía por emisión de positrones en la construcción diagnóstica de los
trastornos mentales, los nuevos significantes generados por las técnicas de recombinación del
ADN o las biopolíticas del comercio clandestino de órganos. Las razones circunstanciales de
este desarrollo son variadas: las acomodaciones disciplinares, la ampliación del mercado
profesional y las lógicas burocráticas del conocimiento, entre otras. La razón de fondo, sin
embargo, es la incorporación de la biomedicina o medicina occidental como objeto de
escrutinio antropológico.

La inclusión de la biomedicina en la práctica etnográfica y en la reflexión teórica ha sido


posible por una disolución de los criterios de demarcación que habían operado
tradicionalmente en antropología: la distinción entre ciencia y creencia. Desde esta
demarcación epistemológica, el sujeto de conocimiento representaba lo científico y lo racional,
mientras el objeto de conocimiento respondía al mundo de la cultura, entendida
originariamente —y no tan sólo originariamente— como un sistema creen- cial. De este modo
se disponían respectivamente lo no pertinente y lo pertinente, lo no susceptible de ser
etnografiado y lo poten- cialmente etnografiable, las epistemes científicas y las doxas
indígenas. La antropología médica puede entenderse como un producto intelectual de esta
dialéctica entre lo racional y lo creencial.

El objetivo de este capítulo es analizar el desarrollo de esta especialidad a partir de esta


dicotomía entre ciencia y creencia. La hipótesis de partida es que pueden percibirse tres
etapas en el tratamiento antropológico de temas como la enfermedad y los sistemas médicos
que se derivan de la manera específica de articular estos criterios de demarcación:

1) La primera etapa, que aquí llamamos «modelo clásico», se corresponde con la


marginalidad de los temas médicos en los trabajos antropológicos y con una inclusión de las
etnomedici- nas en el ámbito de sistemas que se consideran omniabarcado- res de la
mentalidad indígena como la magia, la religión o la brujería. La medicina indígena es percibida
aquí como un sistema místico o irracional derivado de la propensión de la mentalidad primitiva
a la magia, la imprecisión y también al error.
2) La segunda etapa, que aquí vamos a denominar «modelo pragmático», está
relacionada con el desarrollo de una antropología aplicada a los programas de salud en los
países en desarrollo y a algunas problemáticas sociosanitarias de los países de capitalismo
avanzado, como la institucionalización de los enfermos mentales o el alcoholismo. Este modelo
supone la pragma- tización de la diferencia entre ciencia y creencia hasta su conversión en una
dicotomía derivada: medicina versus cultura. El antropólogo que trabaja en este paradigma
estudia la cultura de los nativos por encargo de la biomedicina demostrando, así, un rol
instrumental que va a tener como contrapartida una dependencia teórica y conceptual de la
medicina occidental.

3) La tercera etapa, que vamos a llamar «modelo crítico», se corresponde con la difuminación
de las fronteras entre ciencia y creencia y entre medicina y cultura. Mientras que en algunas
contribuciones del modelo clásico se acababa mostrando la ra-cionalidad en el espacio de lo
presuntamente creencial (el mundo nativo), en este caso estamos ante una búsqueda de lo
creencial y cultural en un territorio entendido tradicionalmente como depositario de lo
racional: la biomedicina. La incorporación de la medicina occidental como objeto de estudio
es, de hecho, una consecuencia de este modelo, así como la explosión de teorías muy diversas
sobre la salud, la enfermedad, el cuerpo, la terapia y el propio conocimiento cientíñco.

Si bien es cierto que estos tres modelos (el clásico, el pragmático y el crítico) dibujan una
sucesión temporal que trataremos con mayor atención seguidamente, es importante advertir
que en el presente también pueden coexistir. Es sabido que hoy en día se elaboran estudios
etnomédicos similares a los que pudieron realizarse desde el modelo clásico y que la
antropología aplicada a la salud constituye uno de los campos más importantes de esta
especialidad. Ahora bien, estos tres momentos dibujan un trayecto, que es también un
proceso de constitución intelectual, de la antropología médica contemporánea.

1. El modelo clásico

El modelo clásico en antropología médica toma como base dos ejercicios o —según se mire—
dos omisiones intelectuales. El primero: la marginalidad de la enfermedad en los informes
etnográficos y en la discusión teórica. El segundo: la ocultación e inclusión de los sistemas
terapéuticos aborígenes en ámbitos temáticos que el investigador considera más propios del
mundo nativo y del quehacer antropológico, como las «creencias», la magia y la religión. El
primero de estos ejercicios es el resultado de una distinción entre naturaleza y cultura que
ubica a la enfermedad en el primero de estos dominios. El segundo —que vamos a tratar aquí
con mayor extensión— es consecuencia de una demarcación entre ciencia y creencia, entre
racionalidad y mundo «primitivo», que fusiona los principios y prácticas terapéuticos nativos
con el universo de la magia y la religión. Veámoslo con mayor atención.

1) La marginación de la enfermedad en los textos clásicos tiene que ver con una falta de
reconocimiento de este fenómeno en los ámbitos tradicionales de investigación de los
antropólogos: las llamadas en su momento sociedades primitivas y más tarde indígenas,
aborígenes, de tecnología sencilla, tradicionales, campesinas o precapitalistas. La tendencia es
aproximarse a la enfermedad como una realidad vinculada a sus procesos de curación y, por
tanto, íntimamente dependiente de la brujería, la magia o las «creencias religiosas» o, en otro
plano, como un fenómeno natural que afecta al paisaje ecológico de los mundos que los
etnógrafos estudian. Sin embargo, esta afectación no supone una centralidad de este tema en
las descripciones etnográficas. Las enfermedades forman parte de los accidentes naturales y se
convierten en motivos ocasionales junto a los procesos demográficos, la fecundidad o la
mortalidad del grupo estudiado.

Un ejemplo paradigmático de esta marginación es The An- daman Islanders, donde Radcliffe-
Brown dedica una página de la introducción para explicar el aumento de mortalidad de los
andamaneses como consecuencia de la «ocupación europea» y, más concretamente, de la
instalación de un penal en la Gran Andamán. El conocido antropólogo nos informa que la sífilis
fue introducida en 1870 en las tribus del sur y que rápidamente su foco de acción fue
ampliándose hasta afectar a todos los grupos de la región. Asimismo, en marzo de 1877 una
epidemia de sarampión provocada por un grupo de convictos provenientes de Madrás causó
serios estragos en este mismo contexto: «En 6 semanas 51 de los 184 casos que habían sido
tratados en el hospital fallecieron y es muy posible que la proporción de muertes fuera mucho
más importante entre aquellos, la gran mayoría, que no recibieron asistencia médica» (1964:
17). Pro-bablemente fue así, porque al final de su breve apartado dedicado a las enfermedades
el autor estima que el sarampión redujo la población total de Gran Andamán en un 27 % entre
1858 y 1901.

En We, The Tikopia, de Raymond Firth, observamos un trata-miento parecido. Si en The


Andaman Islanders la enfermedad ocupa una sola página entre aproximadamente quinientas
de descripción etnográfica sobre el lenguaje, la cultura, la organización social y las costumbres
y «creencias» de los andamaneses, en esta ocasión Firth le dedica 3 escasas páginas en un
volumen de similares dimensiones dentro del capítulo IX, titulado «A mo- dern population
problem» (1983: 367 y ss.). Allí nos informa de que, a diferencia de la población de las Islas
Salomón y de Melanesia, la malaria no ha afectado a la salud de los tikopia. En su lugar son
habituales las ulceraciones (para) y la tiña (kaifariki) y, en el pasado, el sarampión, introducido
por el contacto con los europeos y responsable en su momento de elevadas tasas de
mortalidad. Sin embargo, Firth argumenta que, como la llegada de barcos a Tikopia es un
fenómeno infrecuente en aquel momento, es previsible que la enfermedad no afecte a «la
espléndida salud de este pueblo físicamente tan bello» (1983: 372).

Tanto en el trabajo de Radcliffe-Brown como en el de Firth se observa una escasa centralidad


de la enfermedad. El impacto que el contacto con los europeos produjo en grupos humanos no
inmunizados contra enfermedades como el sarampión constituye un tema tangencial que es
incorporado en las monografías como una pincelada impresionista. La enfermedad ocupa un
lugar en el ámbito de las condiciones naturales externas a la cultura nativa, aunque afecte
obviamente a la demografía del grupo y a su forma de existencia, o, alternativamente,
constituye un infortunio derivado de la incorporación de la vida nativa al mundo moderno. En
ambos casos se trata de un tema que escapa a la concepción antropológica de la vida aborigen
como una realidad que debe estudiarse etnográficamente. La enfermedad es algo que viene
de fuera, ya sea este afuera la naturaleza o la colonización, y este tipo de datos no son
relevantes para un modelo etnográfico que quiere captar la vida indígena antes de su
disolución o fagocitación por el mundo moderno. La enfermedad adopta en estos casos la
misma posición que el proceso de colonización: ambos están ahí, en la vida cotidiana de los
nativos, pero en cambio se convierten en realidades invisibles.
2) La ocultación de los procesos terapéuticos en los textos antropológicos está relacionada con
otro pliegue epistemológico: la disolución de los sistemas médicos indígenas en otras
instancias que se consideran omniabarcadoras de la mentalidad nativa como la magia, la
brujería o la religión. En ello juega un papel importante la vinculación de los antropólogos
evolucionistas del siglo XIX con la tradición de la filosofía empirista anglosajona representada
por Bacon y Locke y, más específicamente, a esa visión del lenguaje científico como
instrumento transparente y desmitificador de la realidad que es construido por una especie de
«pensador solitario» que va depurando, en estrecha conexión con la realidad empírica, las
categorías de su pensamiento. El objetivo es, en el caso de Bacon, la elaboración de un
lenguaje desmitificador que sea espejo de la naturaleza o, en el de Locke, de un nominalismo
que tome como base la experiencia y que se articule a partir de los criterios de designación y
clasificación. Desde esta perspectiva, la mentalidad indígena es observada como un sistema
erróneo o imperfecto en cuanto a su adecuación a la realidad de los hechos.

La influencia de esta filosofía del lenguaje en la antropología se hace patente en las obras de
Tylor y de Frazer. Piénsese que para ambos la antropología constituye un proyecto científico-
natural para el estudio de la evolución de la mentalidad indígena hacia formas civilizadas. Tylor
es específico en este sentido en sus primeras páginas de Primitive Culture cuando apunta que
los pensamientos y voluntades humanas están sujetos a leyes tan definidas como las que
«gobiernan el movimiento de las olas, la combinación de ácidos y bases y el crecimiento de las
plantas y de los animales» ([1871] 1977: 20). En este proyecto, el hombre (y la mujer) primitivo
se caracteriza por su carencia de método empírico, su falta de aprendizaje de la experiencia y
su desajuste con la realidad. La mentalidad indígena no es más que la aplicación errónea de
una facultad humana como la asociación de ideas que ya Locke había puesto de manifiesto en
An Essay Concer- ning Human Understanding. Esta asociación puede conducir a un
conocimiento racional cuando toma como base la realidad empírica, pero resulta equivocada
cuando el mundo de las ideas trata de imponerse en la realidad mediante la magia.

Los ejemplos abundan en Primitive Culture. Un «hechicero africano» puede pronosticar la


enfermedad de un paciente a partir de objetos que pertenecen al afligido, como un gorro o un
vestido. En Australia, «el médico nativo ata uno de los extremos de un cordel a la parte
enferma del cuerpo del paciente y, succionando en el otro extremo, simula sacarle sangre para
su curación» (1977: 123). Entre el campesinado alemán se evita que algún objeto pueda salir
de la casa entre el período que va del nacimiento de un niño hasta su bautizo, debido a que se
teme que por medio de ese objeto pueda «ejercerse cualquier clase de brujería sobre el niño
no ungido todavía» {ibídem). A los ojos de Tylor, todos estos ejemplos tienen que ver con ese
fundamento erróneo de las artes mágicas por el cual se confunde una asociación de ideas con
la relación que los acontecimientos guardan en la realidad. En palabras del propio autor:

La clave principal para la comprensión de la Ciencia Oculta es considerarla basada en la


Asociación de Ideas, una facultad que radica en el fundamento de la razón humana, pero, en
no pequeña medida, de la sinrazón humana también. El hombre, todavía en una baja situación
intelectual, tras haber llegado a asociar en el pensamiento aquellas cosas que por experiencia
sabe que están relacionadas en la realidad, procedió erróneamente al invertir esta acción,
concluyendo que la asociación en el pensamiento debe implicar en la realidad una relación
semejante [Tylor 1977: 122].
El mentalismo asociativo de Tylor y su invocación para explicar la magia, incluyendo los
procedimientos terapéuticos nativos, tiene su prolongación en la obra de otros antropólogos
evolucionistas. La cognición humana, como argumentará Frazer basándose en Locke y
anticipándose a la teoría de Lévi-Strauss sobre el papel de los planos paradigmático y
sintagmático en las estructuras lingüísticas y culturales, se guía por leyes de asociación
articuladas por dos principios: la similitud o simpatía y la contigüidad. Tanto la ciencia como la
magia, esa «hermana bastarda de la ciencia» (Frazer 1965: 51), se rigen por esta especie de
operadores lógicos. La magia puede ser imitativa (homoeopathic or imitative magic), como
cuando se construye una representación del sujeto sobre el cual quiere realizarse un maleficio,
o puede ser por contagio (contagious magic), como cuando se actúa sobre alguna pertenencia,
objeto o parte del cuerpo de la víctima. De la misma manera que el razonamiento científico, la
magia actúa, pues, por simpatía o contigüidad. Sin embargo, mientras la magia no es otra cosa
que una aplicación errónea del más simple proceso mental (Frazer 1993: 37), la ciencia es el
producto del refinamiento del pensamiento y de la experiencia. En este contexto los sistemas
terapéuticos nativos son aprehendidos como ejemplos propios de la magia, la imprecisión y el
eiror.

Como han apuntado Cambrosio, Young y Lock (2000: 5), el planteamiento frazeriano se
encuentra limitado por las premisas del individualismo cognitivo. En su modelo, la psicología
adquiere una especial preponderancia en su doble faceta de orden de la realidad y de
disciplina científica, porque es la evolución de la mentalidad el criterio para entender las
diferencias culturales, y porque es el saber sobre estos procesos el núcleo de su proyecto
antropológico (véase también Ackerman 1987: 40). De la misma forma que en la obra de Tylor,
el indígena se caracteriza por el desajuste de su pensamiento con el mundo de lo sensible y de
la experiencia. Lo que está en juego en la obra de Tylor y Frazer es la teorización sobre la
irracionalidad del pensamiento primitivo y, de forma más oculta, la reflexión sobre la
racionalidad del mundo social o civilización que los propios antropólogos representan. Ante
esta urgencia no es extraño que la medicina indígena quede inmersa en otras categorías que
se consideran representativas de la mentalidad primitiva como la magia, la brujería o la
religión. Este ejercicio intelectual explica la marginalidad de gran parte de los temas médicos
en los tratados evolucionistas.

Los trabajos que realizaron los etnógrafos norteamericanos de finales del siglo XIX y de
principios del siglo XX sobre los grupos amerindios participan también de este fenómeno de
ocultación de los sistemas terapéuticos nativos, aunque en algún caso la medicina indígena
parezca recuperar un primer plano, como en las investigaciones de Bourke sobre los medicine-
men apache ([1892] 1993), de Matthews (1888) sobre las oraciones y ensalmos de los
chamanes navaho o de Reagan (1922) sobre los cánticos y las recetas medicinales chippewá.
En estos casos se trata de informes que suelen operar a manera de inventario, sin discutir con
detenimiento la funcionalidad de los ensalmos en el contexto más amplio de la cultura o su
vinculación con el mantenimiento de las relaciones sociales. En la mayoría de estos trabajos
adquieren una presencia recurrente conceptos como «superstición» o «creencia». Estas
categorías permiten construir una idea de las «sociedades primitivas» como sistemas
fosilizados y cristalizados que, como ha apuntado hábilmente Adam Kuper (1988), sirvieron de
referente y reflejo de las propias culturas occidentales.
Un planteamiento similar descuella de los dos trabajos com-parativos más importantes de
principios de siglo sobre los sistemas médicos indígenas. Me refiero al ya clásico tratado de Ri-
vers titulado Medicine, Magic and Religión, publicado postumamente en Gran Bretaña en
1924, y a su homólogo en el otro lado del Atlántico: Primitive Concepts of Disease (1932) de
Clements. El primero, realizado por el creador del método genealógico y uno de los médico-
antropólogos de la famosa expedición al Estrecho de Torres, desarrolla la idea de que en todos
los pueblos primitivos puede discernirse un sistema médico que, en la línea de Frazer,
entiende como esencialmente ideacional y cognitivo. Concretamente, Rivers habla de tres
grandes sistemas o visiones del mundo sobre la etiología y tratamiento de las enfermedades:
la mágica, la religiosa y la naturalista. En el primer sistema, la enfermedad se entendería como
un producto de la manipulación humana de agentes y fuerzas malignos y tendría su
correspondencia en el tratamiento mediante la hechicería y la contrahechicería. En el segundo,
la «creencia» central implicaría la causación mórbida por una entidad o fuerza sobrenatural y,
por tanto, ajena a la intervención humana. En tercer y último lugar nos encontraríamos con
aquellas creencias naturalistas sobre la causa de las enfermedades y con el uso de
tratamientos «empíricos» para la restitución de la salud. A pesar de que Rivers reconoce la
existencia de remedios y prácticas naturalistas en los sistemas médicos indígenas, como el uso
hierbas medicinales o el masaje, afirmará que éstos se encuentran regidos principalmente por
«creencias» mágicas y religiosas. Estas «creencias», nos dirá, «son falsas» y afectan a las
concepciones etiológicas y terapéuticas de las enfermedades (1924: 51).

El trabajo de Clements (1932), por su lado, esboza una tipología universal de las «creencias
primitivas» sobre la etiología de las enfermedades que se estructura en cinco categorías:
brujería, intrusión de un objeto, trasgresión de un tabú, intrusión de un espíritu y pérdida del
alma. Su aportación es el clásico estudio sobre rasgos culturales que intenta establecer una
clasificación geográfica a partir de una revisión bibliográfica. La brujería es, para este autor,
omnipresente en la mayoría de las culturas del globo: «Incluso los fueguinos del extremo sur
de América, uno de los grupos más primitivos aún existentes, creen en el poder maligno de la
magia por contagio» (1932: 202). La idea de la intrusión de un objeto es característica de
Europa, casi todo el continente americano y Australia. La trasgresión de un tabú se localiza en
el sur de la India, en los países árabes del Golfo, en Canadá y en Perú. La intrusión o posesión
por un espíritu es frecuente sobre todo en algunas zonas occidentales de África, del subconti-
nente indio, de Escandinavia y de la península arábiga. La pérdida del alma, finalmente, se
distribuye por áreas diversas como Polinesia, el sureste australiano, Madagascar, Siberia y el
Ártico. Las conclusiones de Clements rememoran las afirmaciones de Tylor y Frazer sobre la
magia: «la práctica médica primitiva es el resultado de un razonamiento muy simplista sobre la
relación entre causa y efecto» (1932: 191). Como se podrá observar, de nuevo la demarcación
entre ciencia y creencia protagoniza la manera de pensar los sistemas terapéuticos nativos.

En realidad, el meollo de la demarcación entre ciencia y creencia es el problema de la


racionalidad y de su circunscripción exclusiva al conocimiento científico. Esto ya lo
vislumbraron autores como Malinowski en Magia, medicina y religión y Evans- Pritchard en esa
obra, Bmjería, magia y oráculo entre los azande, que algún autor contemporáneo ha definido
como el primer texto moderno más importante de la antropología médica (Good 1994: 11). A
diferencia de los trabajos antes citados basados en el comparativismo (Tylor, Frazer, Rivers,
Clements) o en las breves recopilaciones etnográficas cercanas al inventario (Bourke,
Matthews), el ensayo de Malinowski y la monografía de Evans- Pritchard introducen la
sospecha de que la mentalidad primitiva no está libre de condiciones racionales.

El texto de Malinowski establece dos preguntas primordiales que apuntan a la discusión sobre
la naturaleza de la mentalidad primitiva. Las cuestiones son «¿posee el salvaje una actitud
mental que sea racional y detenta un dominio también racional sobre su entorno?» y «¿puede
considerarse al conocimiento primitivo como una forma rudimentaria de ciencia?» (1994: 19).
Se trata, como se podrá deducir, de dos preguntas que apelan a dos respuestas entrelazadas.
La primera cuestión recibe un primer y escueto avance por Malinowski: «toda comunidad
primitiva está en posesión de una considerable cuantía de saber, basado en la experiencia y
conformado por la razón». Para el etnólogo polaco, el nudo gordiano de esta cuestión reside
en la capacidad del primitivo para discernir entre el mundo técnico y racional, por un lado, y el
místico, religioso, mágico y supersticioso por otro. Haciendo uso de su experiencia de campo
en las Islas Trobriand nos dirá que los primitivos muestran su destreza en la pesca, en el arte
de la navegación y en el cultivo de la tierra, a la vez que hacen uso de los ensalmos mágicos
para asegurarse el bienestar y la prosperidad de sus huertos y construcciones. ¿Esto significa
que los aborígenes atribuyen todo buen resultado a la magia? «Por supuesto que no», nos dice
Malinowski, cualquier trobrian- dés sonreiría ante la simplicidad de tal afirmación. Si la semilla
se pierde por efecto del agua, el aborigen hará uso de su trabajo y no tanto de la magia. Los
recursos mágicos son tentativas para conjurar lo imprevisible y lo adverso que no se
contradicen con la técnica y el «conocimiento empírico y racional». Y esto nos dirige a la
segunda cuestión en juego, la de si ese conocimiento puede definirse como científico. En este
caso, Malinowski anticipa que responde a medias. Por un lado, entiende la ciencia como
patrimonio del «mundo civilizado», pues es en ese contexto en donde ésta ha demostrado su
capacidad crítica y su mayor éxito en el desarrollo técnico. Por otro, sin embargo, se ve
tentado a afirmar que si es cierto que la ciencia no se desarrolla en las sociedades primitivas
de forma consciente, también lo es que desde esta perspectiva deberíamos negar la existencia
en ellas de otras instituciones como la ley, el gobierno o la religión.

El planteamiento de Malinowski supone un desafío a la visión del individuo primitivo como


víctima de sus propios errores y su-persticiones. Para este autor, el problema es hasta qué
punto lo creencial y místico contamina el conocimiento técnico, empírico y racional de los
primitivos. No se cuestiona, en cambio, hasta dónde lo creencial también afecta el
conocimiento científico en las sociedades occidentales. Esto es debido a que lo científico es
concebido como una medida de las cosas, como un referente de su propio trabajo como
etnógrafo. No obstante, y como ha puesto en evidencia Good (1994: 7), determinados
paradigmas científicos pueden entenderse como epistemologías fundamentalistas que se rigen
por lógicas similares a los discursos religiosos, como es la idea de una «creencia única».
Piénsese que la educación del paciente sobre los efectos nocivos de las drogas o sobre
determinados hábitos de riesgo ha tenido como referente no muy lejano una cierta idea de
salvación, aunque sea esa salvación que se deriva de la «creencia correcta» para el
mantenimiento de la salud y la evitación de las enfermedades. Malinowski, sin embargo, no
aprehende la ciencia desde esta perspectiva. Ella es el ideal de racionalidad y también el
sistema de pensamiento, aún embrionario en los trobriandeses, que permite el despliegue de
estrategias técnicas sobre la realidad empírica.
La monografía de Evans-Pritchard es un excelente informe etnográfico realizado en diálogo
con sus informantes y con otros antropólogos como Malinowski. A partir del foco clásico de la
brujería y la magia entre los azande, el antropólogo británico establece una ligazón entre el
sistema terapéutico y las enfermedades indígenas. El primero parece adquirir un mayor
protagonismo etnográfico y en su trasfondo adquiere relieve la cuestión de la racionalidad de
la ciencia frente a los principios «místicos» de la magia y la brujería. Quizá por ello el texto en
cuestión ha sido escogido como ejemplo de discusión por los filósofos y teóricos británicos de
las ciencias sociales preocupados por la dicotomía racionalidad/relativismo; esa discusión que
Geertz ha llamado de forma irreverente el «debate sobre la racionalidad y las historias de
pollos de Evans-Pritchard» (1996: 119), en alusión a los oráculos azande basados en la
aplicación de un veneno a una gallina para determinar, con su supervivencia o su muerte,
criterios de verdad, falsedad e intervención de la brujería en el infortunio humano.

La monografía de Evans-Pritchard es, paradójicamente, tanto un ejercicio de continuidad como


de reelaboración de la idea frazeriana de cognición humana universal. Para el antropólogo
británico, el espacio de la brujería, de la magia y de lo que él denomina «nociones y creencias
místicas», basadas en la atribución nativa a los fenómenos de «cualidades suprasensibles», es
el lugar de aquellas cuestiones que difícilmente pueden encontrar respuesta en una
racionalidad basada en los hechos. La brujería «explica por qué los acontecimientos son
nocivos para un hombre y no cómo suceden». Si una lanza mata a un azande en una incursión
bélica, la mentalidad nativa no pone en cuestión la evidencia empírica de que la causa ha sido
la lanza y su ejecutor el lanzador. La «creencia» azande en la brujería explica por qué ese
hombre fue alcanzado, por qué esa lanza y por qué en ese momento. Se trata, pues, de una
pregunta que interroga no a las cadenas de causas y efectos que han producido la muerte del
guerrero, sino a esa asociación entre hombre, lanza y momento que en la tradición científico-
intelectual de Evans-Pritchard se denomina azar, mientras que en el universo azande se
entiende como brujería. Lo mismo es aplicable al emponzoñamiento de una leve herida en el
pie. En esta ocasión, el azande afectado no niega la relación entre el tropiezo, la superficie
cortante y la herida, sino que interpela al porqué del tropiezo y a por qué, ya que «él mismo ha
tenido decenas de cortes que no se han emponzoñado», la herida se ha infectado.

Otro ejemplo más de la cohabitación en el universo azande de explicaciones o interpretaciones


«místicas» y empíricas es el famoso caso del granero y las termitas. En Zandeland, nos dice el
antropólogo británico, a veces se cae un granero debido a que las termitas van devorando con
el tiempo los pilares sobre los cuales se sostiene. El problema es que a menudo los graneros
son refugio de los nativos durante el verano, que buscan su sombra y bajo los cuales charlan o
juegan; de tal manera que puede suceder que un granero se desmorone y mate o hiera a
alguien. La percepción empirista y científica de esta situación es que los graneros se
desploman por el efecto de las termitas sobre sus pilares y en su caída accidentan a los azande
que han buscado su cobijo. Se trata de una explicación basada en las cadenas de causas y
efectos que responde al cómo de las cosas y de la cual los azande son perfectamente
conscientes. Ahora bien, a esta pregunta por el cómo se le adicionan otras cuestiones que
completan la cosmovisión azande —«¿por qué estas concretas personas estaban sentadas bajo
este granero concreto en el preciso momento en que se derrumba?» (1976: 88)—y que
interpelan a un porqué que explica una coincidencia de hechos (el granero que cae y los
azande que han buscado cobijo) mediante la brujería.
La existencia de una doble explicación o interpretación de una coincidencia de hechos, como la
caída desafortunada del granero y la muerte de algún lugareño, no supone una contradicción
para los azande. La perspectiva nativa aporta el «eslabón perdido* en la forma de una
respuesta a un porqué que apela a un ámbito social y existencial del infortunio y no a la
pragmática encadenada de los hechos. No se trata, como apuntaban Tylor o Frazer, de que el
indígena confunda su asociación de ideas con la vinculación entre causas y efectos presente en
la realidad, sino de una interpretación alternativa a las razones de la desgracia y la
enfermedad. Si para Frazer la magia era al error como la ciencia al acierto, para Evans-
Pritchard la cultura azande es un ejemplo de cómo lo empírico y lo creencial pueden
disponerse en caminos paralelos no del todo contradictorios. Como apunta el propio autor:

La creencia azande en la brujería de ninguna forma contradice el conocimiento empírico de


causa y efecto. El mundo conocido por los sentidos es tan real para ellos como para nosotros.
No debemos dejarnos engañar por su forma de expresar la causación e imaginar que, porque
digan que un hombre fue asesinado mediante brujería, niegan por completo las causas
secundarias que, según las juzgamos nosotros, fueron las verdaderas causas de la muerte
[1976: 91].

La dualidad entre un porqué místico y un cómo empírico es, sin duda, la polaridad entre la
creencia y la ciencia. Una polaridad que Evans-Pritchard reconoce que tiene límites difusos en
la concepción azande, pero que adquiere principio y criterio de demarcación del conocimiento
que el antropólogo desarrolla en su monografía. Bajo esta concepción difícilmente ese mismo
conocimiento científico puede entenderse como objeto de estudio. La ciencia es para Evans-
Pritchard la fuente, el sistema en- globador y la finalidad del quehacer etnográfico, no un
objeto de investigación. La ciencia es también una especie de «patrón oro» para dilucidar qué
es «noción mística», qué es empírico, qué es «real» en términos objetivos y qué no lo es. Es
por ello que Evans- Pritchard dirá en un texto posterior: «Las nociones científicas son aquellas
que concuerdan con la realidad objetiva tanto en lo que respecta a la validez de sus premisas,
cuanto a las inferencias extraídas de estas proposiciones» (cit. en Winch 1992). Como ha
puesto en evidencia Winch en Comprender una sociedad primitiva, esta concepción de lo
científico parte del principio de que es la realidad la que dota de sentido al lenguaje y no,
contrariamente, lo real y lo irreal los que demuestran su sentido en el lenguaje (1992: 37). La
concepción de realidad de Evans-Pritchard no está determinada por el lenguaje, sino por los
acontecimientos, hasta el punto que la ciencia se convierte en una especie de «copia de los
hechos» que, en su isomorfismo con la realidad empírica, se despoja de toda provisionalidad y
arbitrariedad. En este marco intelectual, pensar la ciencia como objeto de conocimiento se
adivina como un quehacer poco probable, pues ésta es, como en Malinowski, una especie de
medida de las cosas y no un fenómeno a investigar. La ciencia es al sujeto de conocimiento
como la creencia al objeto tradicional de la antropología, aunque de vez en cuando el
investigador observe un proceder pragmático entre los indígenas que le haga dudar de la
bondad de esta dicotomía.

En el ensayo de Malinowski y en la monografía de Evans- Pritchard lo racional parece


descubrirse, aunque en forma dubitativa, en el ámbito de lo aparentemente creencial. Los
actores sociales cultivan su huerto, pescan o interpretan la caída de un granero de una forma
que está en consonancia con la realidad empírica. Malinowski duda si ofrecer a este tipo de
conocimiento local un estatuto de cientificidad, pero insiste en la idea de que la magia no se
opone a la racionalidad sino que la complementa. Evans-Pritchard sigue un camino muy
similar. En su caso polariza la dimensión mística y la racional en forma de preguntas que
apelan a diferentes niveles explicativos, pero que no se autoexcluyen. A diferencia de Tylor y
Frazer, o de Rivers y Clements, para los cuales no hay sospechas en cuanto a la distancia entre
la ciencia y la creencia, para Malinowski y Evans- Pritchard la vida nativa ya no produce
extrañamiento, o al me-nos no tanto como en los referentes anteriores. Sus experiencias de
campo reducen las distancias entre el investigador y el investigado, hasta el punto que en la
«otredad» indígena descubren una realidad humana familiar. Se trata de trabajos que
abundan en la exégesis del punto de vista nativo a partir de una inmersión profunda por la cual
el orden cultural ajeno cobra significación en la forma de una especie de sistema que quiere
ser capturado no de forma atomizada, sino holísticamente. Si Tylor, Frazer, Rivers o Clements
fragmentan los rasgos atribuidos al mundo indígena para componer un paisaje de referentes
útil para la comparación pero también distorsionador de la «racionalidad» de las concepciones
y prácticas aborígenes, Mali-nowski y Evans-Pritchard adoptan un particularismo que focaliza y
devuelve a las instituciones sociales su contextualización y, en gran medida, su lógica. En este
sentido, y como veremos más adelante, constituyen referentes importantes de la antropología
médica, pues matizan el racionalismo y etnocentrismo que había caracterizado a las obras
anteriores y contribuyen a la revalorización del punto de vista indígena frente a las
concepciones del investigador.

2. El modelo pragmático

En un excelente estado de la cuestión, Jesús De Miguel (1980) destaca la influencia de cinco


líneas intelectuales en la aparición de la antropología médica. La primera de ellas sería (1) la
orientación de la historia de la medicina de la década de los cincuenta hacia bases teóricas y
metodológicas más cercanas a las ciencias sociales. De Miguel está pensando en las
aportaciones de Sige- rist, un historiador de la medicina exiliado en Estados Unidos que
promocionó un enfoque sociohistórico en los estudios sobre la salud, la enfermedad y la
medicina. La segunda (2) se corres-pondería con las investigaciones sobre problemas
psiquiátricos y urbanización alentadas por la Escuela de Chicago. Los trabajos de Faris y
Dunham (1939) sobre el impacto de la movilidad social y el aislamiento en la distribución
geográfica y social de la esquizofrenia en la propia ciudad de Chicago serían un ejemplo
representativo de esta tendencia. En tercer lugar (3), De Miguel apunta la expansión de los
estudios sobre cultura y personalidad. Un cuarto (4) punto sería la cristalización de las
investigaciones etnomédicas en la línea iniciada por Rivers y Clements. Finalmente (5) se
subraya la potenciación, a partir de la década de los cuarenta, de programas de salud pública
en los países no industrializados bajo los auspicios de fundaciones y organizaciones
internacionales como la OMS (De Miguel 1980: 13).

Todas estas influencias son, sin duda, relevantes en el desarrollo del campo de la antropología
médica. A pesar de que aparentemente (1) el reenfoque de la historia de la medicina hacia
paradigmas más propios de la ciencia social y (2) las investigaciones de la escuela sociológica
de Chicago sobre desorganización social y psicopatología puedan considerarse fuentes
externas al conocimiento antropológico, también es cierto que tuvieron un impacto en nuestra
disciplina. Prueba de ello es que Ackerknecth, uno de los pocos estudiosos —si es que no el
único— de las medicinas indígenas durante la década de los cuarenta fuese discípulo de
Sigerist o que el antropólogo de Chicago, Robert Redfield, en The Folk Culture ofYucatan
(1941), dedicara, en clara sintonía con las líneas de investigación de la escuela sociológica de
Chicago, varios apartados a hablar sobre desorganización social y cultural en Yucatán, además
de un capítulo titulado «Medicine and Magic» que versa sobre los procesos de secularización
de las prácticas religiosas, mágicas y médicas en esta zona geográfica. La preocupación de
Redfield, como la de muchos sociólogos de Chicago, era mostrar el impacto de los procesos de
modernización en la vida social."

La escuela de cultura y personalidad (3) puede considerarse también importante en el


desenvolvimiento de este campo, de la misma manera que el culturalismo boasiano y
posboasiano entendido en un sentido amplio. Como es sabido, la concepción boasiana de la
cultura supone un cambio con respecto a las teorías precedentes del evolucionismo y el
difusionismo. A pesar de que se ha acusado a Boas de no ofrecer hasta un momento muy
tardío una definición de cultura, en sus críticas al método comparativo de los evolucionistas, a
las disposiciones museísticas de los artefactos culturales como si fueran piezas
descontextualiza- bles que representaban procesos evolutivos universales o a las
especulaciones difusionistas, se adivina un proceso progresivo de construcción de ese espacio
moderno de la cultura como entidad específica que se opone a las definiciones universalistas
precedentes. La cultura no es para Boas la cultura tyloriana del todo complejo que evoluciona
según leyes naturales. Si para este último, como para la mayoría de los evolucionistas, el
origen de la vida social se encuentra en una especie de programa evolutivo enraizado en el
orden biológico que hace derivar la cultura hacia esa perfectibilidad que significa la civilización,
para Boas la cultura se ha desgajado de la naturaleza para insertarse en lo local, lo histórico y
lo relativo. Los rasgos culturales de un pueblo son relativos a su contexto. Las jerarquías
evolucionistas entre culturas han dejado paso a una simetría epistemológica que quiere
prescindir de todo valor para depurarse de todo rasgo prejuicial del investigador, el llamado
relativismo cultural. Ahora bien, para Boas la conciencia de la relatividad no se entiende como
una oposición a un proyecto racional y científico, sino como un medio para alcanzarlo. En sus
trabajos, el relativismo es más metodológico que moral, más una conciencia de la relatividad
de los fenómenos que un nihilismo o un ataque a la racionalidad.

A los atributos de especificidad y relatividad de la noción boasiana de cultura se adiciona otro


no menos importante aquí: su preocupación por la relación entre cultura e individuo. La
escuela de cultura y personalidad puede entenderse como la prolongación de este proyecto,
pues esta corriente es fruto de una peculiar combinación de teorías psicológicas y principios
cultu- ralistas de corte relativista que va a permitir, a partir de su interés por la determinación
cultural de la personalidad, el desarrollo de debates sobre la universalidad o particularidad de
los criterios psicológicos y psiquiátricos de normalidad y anormalidad, o sobre el papel de la
cultura en la configuración de la sintoma- tología de los trastornos mentales. En este contexto,
no es extraño que a partir de la década de los cuarenta comiencen a investigarse temas como
la enfermedad mental en los grupos indígenas (Devereux [1939] 1973), los usos culturales del
alcohol (Bunzel 1940), la relación entre chamanismo y psicoterapia (Leighton y Leighton 1941)
o, un poco más tarde, los Culture-Bound Syndro- mes o síndromes dependientes de la cultura
(Harris 1957, Parker 1960, Newman 1964).
Pero si no tenemos ninguna duda en el papel de la escuela de cultura y personalidad en el
desarrollo de la antropología médica, pensamos que el incremento de los estudios
etnomédicos (4) debe entenderse más como una consecuencia que como una causa, pues
desde los trabajos de Rivers y Clements hasta la década de los cin-cuenta el único intento
sistemático de analizar los sistemas terapéu-ticos indígenas es el ya citado de Ackerknecth y su
concepto de «me-dicina primitiva». Se trata de una noción que, como en la tradición de Tylor o
Frazer, se instala en la distinción entre ciencia y creencia, aunque rehuya los planteamientos
evolucionistas en lo que respecta al uso del método comparativo. Más bien, Ackerknecht
propone que la medicina primitiva es una parte de unagestalt cultural, un subsis-tema de un
modelo cultural total en donde deben inscribirse las prácticas terapéuticas «primitivas» para
poder arrojar sobre ellas algún tipo de sentido antropológico. Sin embargo, la persistencia en
sus trabajos de la noción de «medicina primitiva» se convierte en un lastre para aplicar algún
tipo de orientación relativista consecuente, pues la «medicina primitiva» es observada en
oposición a un modelo biomédico que Ackerknecht ayuda a delimitar por negación. Los
recursos terapéuticos indígenas no responden a un sentido racional («rational sense»), sino
enteramente a un sentido mágico («enterely magical sense»). En algún momento nos dirá que
mientras la me-dicina occidental es fundamentalmente racional, la medicina primitiva es
fundamentalmente mágico-religiosa, a pesar de que puedan encontrarse en ella algunos
rasgos o elementos racionales (rational elements) (Ackerknecht 1946:467).

El impacto de los planteamientos de Ackerknecht en el desarrollo de los estudios etnomédicos


es en el fondo muy tenue. En realidad, el reconocimiento de los sistemas terapéuticos nativos
como objetos de estudio de la antropología es consecuencia del quinto punto que subrayaba
De Miguel y al que vamos a prestar especial atención a continuación. Nos referimos (5) al
fracaso de las primeras campañas internacionales de salud pública llevadas a cabo en los años
cuarenta y cincuenta por razones tan evidentes como la falta de sensibilidad ante las
concepciones culturales y las prácticas médicas de las sociedades autóctonas y su impacto
consiguiente en la constitución de una antropología aplicada a la salud. Trataremos de
argumentar que es la vinculación de los antropólogos en este tipo de proyectos el catalizador
de los estudios etnomédicos.

Si bien en la década de los treinta y cuarenta algunos antro-pólogos conocidos ya formaban


parte de comités internacionales de asesoría en nutrición y salud en algunas agencias
nacionales e internacionales, el desarrollo de la antropología aplicada a la medicina adquiere
impulso a finales de los años cuarenta con la aparición de nuevas agencias internacionales
como la OMS, con las políticas de desarrollo indígena promovidas en países como México y
con el patrocinio por parte de fundaciones como la Rockefeller de programas para reducir las
altas tasas de morbilidad y mortalidad en los países pobres. La necesidad de conocer
previamente el conjunto de prácticas y conocimiento locales para el desarrollo de un programa
de vacunación o de higiene favorece durante estos años la inclusión de antropólogos como
agentes de desarrollo que deben ejercer de traductores entre los profesionales de la salud y la
población indígena. La tarea del antropólogo es informar sobre cómo de-terminadas
«creencias» de los nativos sobre la etiología de las enfermedades (la intrusión de un objeto
extraño dentro del cuerpo, por ejemplo) puede arruinar la campaña de vacunación «mejor»
planificada, o cómo determinados hábitos autóctonos pueden ser los vectores de transmisión
y diseminación de algunas enfermedades. A partir de este ejercicio pragmático, los sistemas
médicos indígenas empezarán a adquirir un espacio propio en el repertorio de objetos de
estudio del antropólogo.

Dos de los trabajos más representativos de estas orientaciones pragmáticas son Programas de
salud en la situación intercultural (1955) de Gonzalo Aguirre Beltrán, en México, y Health,
Culture and Community: Case Studies of Public Reactions to Health Pro- grams (1955) de
Benjamín Paul, en Estados Unidos. El primero es reconocido en México como el punto de
referencia nacional de la antropología aplicada a la «educación sanitaria indígena». El segundo
es una compilación de 16 experiencias de aplicación de orientaciones antropológicas de las
cuales 12 se corresponden con programas de salud internacional. A la coincidencia del año de
su publicación se une una cierta similitud de partida en cuanto al papel de la antropología en
estos contextos. El antropólogo actúa en estos casos como una especie de mediador entre el
conocimiento científico y las concepciones y prácticas médicas de las sociedades autóctonas
para evitar fracasos en una campaña de vacunación o de promoción de la salud. Se trata de
proyectos de antropología aplicada que intentan resolver los inconvenientes derivados de la
unidireccionalidad del modelo biomédico a la hora de trabajar con colectivos indígenas y que
enfatizan, aunque de forma diversa, la necesidad de un conocimiento de la realidad local sobre
la cual los profesionales de la salud quieren intervenir. Como apuntará unos años más tarde
Aguirre Beltrán:

El conocimiento de las creencias y prácticas que participan los

comuneros indígenas para diagnosticar y tratar sus enfermedades ha sido menospreciado por
el personal técnico, científicamente adiestrado, sobre cuyos hombres recae la responsabilidad
de instrumentarlas campañas sanitarias. El desconocimiento de las ideas y patrones de acción
de la medicina indígena conduce, inevitablemente, a levantar barreras de resistencia que
obstruyen o retardan el éxito de los programas. La investigación necesaria de las prácticas
curativas y las creencias sobre enfermedades supone la radicación del médico por un buen
tiempo en zonas indígenas y, además, una preparación especial en las ciencias sociales. La
educación higiénica de las comunidades debe ir aparejada con la educación antropológica del
personal que en ellas actúa [1964: 199].

La cita es ilustrativa. Por un lado, se aconseja el conocimiento de la realidad local por parte de
los profesionales de la salud para poder desarrollar con más acierto sus programas de
educación y promoción de la salud. El médico o agente de salud que trabaja en contextos
indígenas debe tener un adiestramiento antropológico para evitar que se levanten «barreras
de resistencia que obstruyan o retarden el éxito de los programas». Por otro lado, obsérvese la
manera tan explícita de oponer ciencia a creencia, medicina a cultura. La sensibilidad por lo
indígena que Agui- ire defiende es compatible con una concepción de los sistemas médicos en
donde la racionalidad, en su sentido más singular, recae sobre la biomedicina y lo creencial
sobre el mundo aborigen. Es cierto que critica el «menosprecio» de los profesionales de la
salud por los saberes terapéuticos nativos. Sin embargo, esta crítica tiene que ver claramente
con una orientación pragmática, no con una disolución de las fronteras entre lo creencial y lo
científico. El papel del antropólogo es favorecer el diálogo intercultural entre profesionales y
nativos, dotando a los primeros de un conocimiento sobre las «creencias» de los segundos
para que puedan desarrollar su labor de persuasión. La antropología deviene, así, en un
instrumento aculturador y los sistemas médicos indígenas en un objeto habitual del etnógrafo.

Las diferentes revisiones realizadas durante los años cincuenta y sesenta sobre el campo de la
antropología médica (Caudill 1953, Polgar 1962, Scotch 1963) ponen en evidencia una
dependencia estructural del modelo biomédico que, sin ninguna duda, puede interpretarse
como una consecuencia del pragmatismo de las investigaciones. En los largos listados de
referencias predominan los trabajos aplicados junto a algunas —siempre escasas— referencias
etnomédicas de tono más académico que, curiosamente, están firmadas por los mismos
autores que han realizado encargos para los programas biomédicos. Es por ello que podemos
hablar en este momento más de una antropología en la medicina que de una antropología
médica. Ya Caudill apuntaba en 1953, en un artículo titulado —no por azar— «Applied An-
thropology in Medicine», que los antropólogos estaban haciendo cosas inusuales, como
participar en congresos médicos, enseñar en las facultades de medicina o trabajar en los
servicios de salud pública de algunos países (1953: 771). Este pragmatismo es probablemente
el responsable de que los sistemas médicos vayan adquiriendo progresivamente una mayor
centralidad en los estudios antropológicos y vayan desprendiéndose, así, de su subsidiariedad
de las investigaciones sobre la magia y la religión. La proliferación en los años cincuenta de
trabajos que vinculan la participación en programas de salud internacional y el estudio de
percepciones y sistemas médicos nativos es una buena prueba de ello (Erasmus 1952, Foster
1952, Simmons 1955, Kelly 1955). Gracias al trabajo aplicado los antropólogos parecen haber
redescubierto el campo de la etnomedicina. Como apuntará unos años más tarde Leonard
Glick (1967: 31): «la medicina es también una categoría etnográfica». Ahora bien, estos
estudios están articulados por una funcionalidad pragmática que limita el desarrollo teórico y
conceptual de este campo.

En una revisión de 1963 ti tul ada Medica lAnth ropology, Scotch se muestra atento al
problema del pragmatismo. Gran parte de las primeras páginas de su texto discurren sobre
este asunto. Hay, nos dice, una posición en el mundo académico para la cual los estudios de
antropología médica no se consideran «verdadera antropología», pues «no contribuyen al
crecimiento de la teoría antropológica» (1963: 32). Scotch no parece estar de acuerdo con esta
idea y trata de defenderse de esta crítica. Es posible que el investigador que realiza
antropología aplicada no se acerque al rol académico de la torre de marfil, nos dirá, pero
tampoco es un «chico de los recados cualificado» (1963:34). La antropología aplicada a la
medicina no es necesariamente ateórica, pues supone una confrontación constante de la
metodología etnográfica con los modelos de investigación de las ciencias duras. Sin embargo,
no puede dejar de reconocer que en el momento en el que escribe los trabajos en este ámbito
se articulan entre sí más por una afinidad temática que por sus contribuciones a un desarrollo
metodológico, teórico y conceptual. El contenido de sus propuestas ayuda a señalar estas
faltas o ausencias: «[...] este campo puede ser estudiado de forma rigurosa, puede ser
utilizado para poner a prueba hipótesis, puede ser productivo en conceptos y en teoría y
puede desarrollar tanto una metodología sistemática como datos sustantivos» (1963: 32).
Aunque Scotch no lo señale, la razón de estas ausencias que se apuntan de forma sutil
mediante un «puede ser» tiene que ver con la dependencia teórica del modelo biomédico. La
antropología médica es en estos momentos una especie de gran «cajón de sastre» unificado
por un interés temático y pragmático, pero no por una vinculación teórica y metodológica.
Byron Good ha comentado mucho más recientemente el ateoricismo de esta época:

En los años sesenta era embarazoso ser identificado como un antropólogo médico. La
antropología médica era en aquellos momentos una disciplina fundamentalmente práctica que
había sido desarrollada por un grupo de antropólogos pioneros —Benjamín Paul, George
Foster, Charles Erasmus, Hazel Weidman, entre otros— orientados a poner la antropología al
servicio de mejorar la salud pública de las sociedades del Tercer Mundo. La teoría social era en
gran medida periférica a esta disciplina y, dada la calidad de los debates entre estructuralistas,
etnocientíficos, antropólogos lingüísticos, lingüistas y etnolíngüistas, la antropología médica
parecía algo así como un pariente pobre [1994: 4],

La afirmación de Good parece acertada. Incluso podríamos pre-guntarnos si ese conjunto de


investigaciones aplicadas componen verdaderamente un ámbito subdisciplinar al que pueda
denominarse antropología médica, pues estas aportaciones no suponen de momento ningún
debate sobre la naturaleza cultural o social de la enfermedad o el estatuto de los sistemas
terapéuticos nativos frente a la medicina occidental o biomedicina. Más bien estamos ante una
serie de trabajos prácticos que cumplen una encomiable labor so- ciosanitaria, pero que no
inciden, como más tarde se hará, en la constitución de un campo independiente de análisis.
Este estatuto ayuda a reproducir la distinción entre ciencia y creencia caracterís-tica de los
estudios antropológicos anteriores, incluso a veces con mayor énfasis, pues la dependencia
con el modelo biomédico difi-culta la discusión sobre la racionalidad del comportamiento
nativo.

La conciencia del ateoricismo que se percibe en los estados de la cuestión de los años
cincuenta y sesenta (Caudill 1953, Pol- gar 1962, Scotch 1963) deja paso en los setenta a
algunas tentativas de construcción teórica y conceptual tanto de la enfermedad como de los
sistemas médicos (Fabrega 1972, Foster 1976, Colson y Selby 1974). En cuanto a la
enfermedad es significativa la aportación de Horacio Fabrega, un médico con formación
antropológica y experiencia de campo en Zinacantán (Chiapas) que va a proponer un programa
de investigación articulado por la dicotomía etnomedicina/biomedicina. En consonancia con
los trabajos publicados previamente, para este autor el criterio definidor de esta especialidad
ha de ser temático, o basado en el contenido, y no tanto metodológico o conceptual. En sus
propias palabras:

Los propósitos de la antropología médica pueden ser definidos como aquellos que a) elucidan
los factores, mecanismos y procesos que juegan un papel o influyen en la manera en que los
individuos y grupos son afectados por y responden a la enfermedad y la aflicción [disease e
illness en el original], y b) examinan estos problemas con un acento en los patrones de
conducta. El énfasis principal debe darse a aquellos estudios que se desarrollen en contextos
no occidentales y que tomen como base el concepto de cultura [Fabrega 1972: 167].

La definición guarda la ambigüedad necesaria para congeniar, por un lado, las investigaciones
provenientes de la biomedi- cina, la antropología biológica y la ecología médica que se habían
realizado durante la década de los sesenta sobre dieta, evolución y enfermedad en culturas de
tecnología sencilla y, por otro, aquéllas derivadas de la tradición etnomédica de Rivers y
Clements. En el momento en que Fabrega escribe su artículo, estas dos tradiciones parecen
confluir en la constitución de la antropología médica y esta polaridad se va a reflejar en una
noción bidimensional de la enfermedad articulada a partir de dos términos que, aunque
sinónimos en el inglés cotidiano, distingue a efectos prácticos: disease e illness. Disease, que
podríamos traducir por patología, hace referencia según Fabrega a aquellas disfunciones y
desequilibrios biológicos valorados desde los criterios de la medicina occidental (1972: 213).
Por otro lado, ill- ness, que podríamos traducir por aflicción o malestar, designa la dimensión
folk y cultural de la enfermedad y alude a criterios de tipo social y psicológico (1972: 213).
Obsérvese la manera tan evidente de segmentar biomedicina de cultura. La patología {diseas
e) se corresponde con el orden del discurso científico mientras que la aflicción (illness) denota
el conjunto de concepciones culturales y prácticas sociales que componen un sistema etno-
médico. Esta asociación queda además reforzada por Fabrega mediante una analogía: disease
es a la perspectiva etic lo que illness es a la aproximación emic en antropología. Identificación
que también es representativa del ateoricismo de la época; adviértase que el conocimiento
etic de la enfermedad (disease) y su teorización quedan exclusivamente en manos de la
medicina occidental.

Por otro lado, también aparecen algunos intentos de teorización en lo que respecta al estudio
de los sistemas médicos. Así, Foster, rememorando a Rivers, distingue en 1976 entre dos tipos
generales de sistemas a partir del criterio de la concepción etio- lógica sobre la enfermedad:
los personalistas y los naturalistas. Los primeros son los sistemas médicos en los que las causas
de la enfermedad son interpretadas en términos de agentes activos que pueden ser humanos
(brujería o hechicería) o sobrenaturales (ancestros, espíritus, divinidades). Los sistemas
naturalistas, por su parte, son aquellos en los que la enfermedad se atribuye a una falta de
equilibrio entre los principios naturales que permiten el mantenimiento de la salud, como el
frío y el calor, los humores o doshas de la medicina ayurveda o el yin y el yang (Foster 1976).
Foster nos avisa que estas tipologías deben entenderse como ideal types, pues ambos sistemas
pueden cohabitar en determinadas culturas, aunque generalmente prevalezca uno de ellos.
Adicionalmente, el antropólogo de Berkeley nos informa ya desde el título de su trabajo
«Disease Etiologies in Non-Wes- tern Medical Systems» que la biomedicina queda excluida de
esta tipología.

Como se podrá observar, tanto Fabrega como Foster consideran la medicina occidental como
«patrón oro» de sus desarrollos conceptuales, ya sea porque atribuyen condición de verdad a
este sistema en la especificación de las dimensiones biológicas de la enfermedad, ya sea
porque queda al margen de un análisis comparativo de los sistemas médicos. El antropólogo
del modelo pragmático entiende que la biomedicina desatiende ámbitos de la enfermedad y la
terapia, como los trastornos folk o tradicionales, las percepciones nativas, los tratamientos
indígenas y sus principios activos, y trata de ubicarse en ese territorio con un propósito
aplicado y complementario con la medicina occidental. Lo folk constituye, así, su espacio de
trabajo, aunque pueda realizar algunos merodeos en terrenos como la organización social de
los hospitales. Esta perspectiva supone una confirmación del modelo biomédico a partir de su
negación como territorio etnográfico y, a la vez, una dependencia de este modelo que se va a
reflejar en una continuidad pragmática de la oposición entre ciencia y creencia, ya estemos
hablando de la polaridad biomedicina versus etnomedicinas o de la antinomia patología
(disease) versus malestar (illness). La independencia de la antropología médica del modelo
conceptual de la biomedicina será, de hecho, un producto del culturalismo crítico.
3. El modelo crítico

Contrariamente a los dos modelos que acabamos de esbozar, la antropología médica de hoy
en día es el resultado de una de-construcción de los límites entre ciencia y creencia, entre
biomedicina y cultura. Si Malinowski y Evans-Pritchard localizaban racionalidad en el espacio
de la otredad y lo creencial: el mundo nativo, los antropólogos contemporáneos han desarro-
liado el curioso ejercicio de descubrir lo creencial en el espacio de lo racional: la biomedicina.
En este cambio de perspectiva ha estado en juego tanto la independencia de la antropología
con respecto a la biomedicina (a sus requerimientos, encargos, aparatos conceptuales y
estructuras epistemológicas) como los nuevos problemas que supone reconvertir en objeto al
propio quehacer científico. Aquí lo pertinente ya no es la descripción exclusiva de un territorio
aborigen de sistemas terapéuticos o la aplicación del conocimiento antropológico a un
programa de salud pública, sino el análisis de cómo la biomedicina construye sus objetos,
desarrolla sus biotecnologías y crea nuevas identidades y representaciones culturales. Este
tipo de aproximación afecta, a su vez, a la percepción que se tiene del resto de los sistemas
médicos, pues introduce un criterio de simetría entre medicinas que va a transformar la
manera de observar los recursos terapéuticos, así como a favorecer el desarrollo de la teoría.

La antropología médica es, de hecho, uno de los campos de mayor debate teórico en los
últimos tiempos (Good 1994, Cam- brosio, Young y Lock 2000). Las discusiones entre
fenomenología y marxismo han encontrado en la enfermedad y la atención médica un foco
privilegiado para discutir sobre la importancia de la superestructura y la infraestructura en la
vida social. Las instituciones médicas, por su parte, se han convertido en un objeto nuclear
para debatir problemas como el poder, la dominación y eso que Foucault (1990) denominó
biopolítica. Temas como la aflicción, el cuerpo y la terapia se han constituido en un campo de
investigación de las relaciones y desigualdades de género desde ópticas feministas. Asimismo,
las nuevas biotecnologías y sus posibilidades reales e imaginadas en el diseño y recodificación
de la vida han abierto nuevas fronteras a la discusión entre naturaleza y cultura. La
antropología médica ha derivado de un modelo clásico, en donde los temas médicos se
entendían como marginales, a un modelo pragmático después y, finalmente, a un modelo
crítico en donde la aplicación del conocimiento continúa siendo muy relevante, pero en el que
la intersección de conceptos como enfermedad, experiencia, cultura, naturaleza, poder y
economía están diseñando nuevos horizontes para el trabajo etnográfico y la discusión teórica.

En el desarrollo del interés antropológico por la biomedicina pueden rastrearse diferentes


condicionantes. Uno de ellos es la existencia de una realidad médica sincrética en la mayoría
de las sociedades tradicionales. Sin duda, la transformación de los espacios etnográficos
clásicos es un acicate para la visualización de nuevos objetos, pues los indígenas acuden a los
dispositivos sanitarios occidentales y toman antibióticos y aspirinas.

Con todo, la hibridación del objeto de estudio tradicional de la antropología (sociedades


ágrafas, campesinas, etc.) difícilmente puede entenderse como la única causa de la
modificación de pers-pectiva que va a permitir incluir a la biomedicina como temática de
análisis. Como ha señalado Menéndez (1981), los etnógrafos del modelo clásico están
imbuidos por una concepción idealista, sincrónica y microanalítica de las realidades sociales
que les lleva a desatender y distorsionar su objeto de estudio más por razones de prejuicios
teóricos y epistemológicos que por la ausencia de una realidad sincrética en los ámbitos que
están analizando. Recordemos en este punto los trabajos de Radcliffe-Brown y Firth y su tímida
invocación a una realidad social que está siendo transformada por causa de la
«modernización» y la colonización. En estos textos, la desatención a los dispositivos
occidentales y los agentes colonizadores, incluyendo la biomedicina, no es debida a su
ausencia sobre el terreno, sino a su falta de pertinencia para la mirada etnográfica. A la
hibridación de las realidades etnográficas debió sumarse, así, un cambio de percepción de lo
que era antropológicamente pertinente. Dicho en otros términos, la hi-bridación de la realidad
nativa sólo se constituye en una condición de posibilidad cuando a ella se le suma un clima
crítico y relativista que mueve a la revisión de conceptos como el de ciencia y racionalidad.

Aquí entendemos que la incorporación de lo «científico» y lo biomédico al repertorio de la


mirada antropológica puede entenderse como una respuesta culturalista y relativista que
amortigua la ofensiva de las teorías biológicas en la exploración de terrenos como la
subjetividad y la cultura con una duda introducida por la puerta trasera. Una duda que vendría
a recordar que la biomedicina y la ciencia son también productos de la vida social y la
imaginación cultural.

En este contexto, la invocación reiterada en los textos antro-pológicos contemporáneos al


relativismo epistemológico, y muy especialmente a las arqueologías foucaultianas del saber, se
con-vierte en algo esperado y congruente. Piénsese en el poder revulsivo e instrumental de
propuestas como la de Les mots et les cho- ses de Foucault, en donde la arbitrariedad de la
clasificación zoológica presente en una supuesta enciclopedia china —«animales
pertenecientes al emperador», «embalsamados», «fabulosos», «perros sueltos», «que se
agitan como locos», «innumerables», «dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello»,
«que de lejos parecen moscas» (Foucault 1988: 1)— es traspasada sin titubeos a las ciencias
humanas y sociales. Incluso de las resonancias producidas por la simple alusión «una
enciclopedia china» parece destilarse una similitud entre la estructura —o quizá sería mejor
decir estructuración— de la otredad cultural y la estructura del conocimiento, así como una
sujeción de ambas a los mismos avatares de la arbitrariedad. Y es que el relativismo cultural
guarda una clara proximidad con el relativismo epistemológico. Sólo hay que ubicar en el locus
de la cultura a la teoría científica para que esta última absorba las propiedades de
particularidad, localidad, socialidad, arbitrariedad y relatividad de la primera. Sólo hay que
sustituir cultura por ciencia para que la segunda pueda entenderse como producto
estructurado y estructurante, como diría Bourdieu (1991: 55), de la vida social.

En este punto consideramos que puede resultar pertinente in-troducir dos matizaciones. La
primera es que la conciencia de relatividad de los fenómenos, sean estas culturas o teorías
científi-cas, no tiene por qué entrar en contradicción con la racionalidad de la ciencia, pues
también la relatividad puede entenderse como una condición sine qua non de cualquier
proyecto racional. La segunda es que la reconversión de la ciencia en objeto de estudio no
debe interpretarse necesariamente como una disolución de lo científico, pues también puede
comprenderse como una consecuencia coherente de la aplicación del método científico. Como
apunta Young (1991: 75): «La cultura de la ciencia nos indica que ningún significado es inmune
a su escrutinio», o al menos así debería ser para no caer en una falacia de autoexcepción.
Con todo, no todos los obstáculos para un estudio sociocultu- ral de la ciencia han procedido
del lado de la adscripción (o posible adscripción) de la antropología al campo científico o del
debate sobre la racionalidad-relatividad de la ciencia. También hay algunos impedimentos que
provienen del propio objeto a investigar ya que, como indica Habermas en Conocimiento e
interés (1984), una de las constantes del pensamiento científico, por lo menos en sus versiones
más cercanas al positivismo, ha sido la eliminación de toda autorreflexión sobre el sujeto
cognoscente. De esta manera, afirma el filósofo alemán, se ha caído en la contradicción de
desenmarcarar las ficciones del mundo natural de la vida mientras se denunciaba como
«fantasmagoría» la reflexión que partía de ese sujeto cognoscente (1984: 55). Curioso interés,
éste, que se vuelca sobre el terreno de los objetos pero que, en cambio, considera metafísica
la reflexión sobre el espacio del investigador. Quizá esto explique la ilusión de toda visión
positivista de la ciencia de crear un universo de categorías que sean «la copia de los hechos»,
ya que tal proyecto sólo es viable mediante la omisión del sujeto cognoscente. Quizá esto
explique, a su vez, algunas de las dificultades del proyecto de una antropología de la ciencia y
del conocimiento, pues, ¿cómo dar cuenta de algo así como la «transparencia» del
conocimiento científico? ¿Cómo poner de relieve la voluntad de poder que subyace a la ciencia
si ésta es isomórfica con la realidad de los hechos?

El problema de la supuesta «transparencia» de la ciencia puede considerarse uno de los retos


más significativos de la antropología contemporánea. Frente a otros productos y estructuras
culturales que hacen más explícitos sus valores, su particularidad, su adscripción a un mundo
moral local, el discurso científico ha mostrado una especial opacidad al análisis cultural como
conse-cuencia de su propia presentación como sistema desideologiza- do, universal, apolítico y
amoral (en el sentido de libre de valores).

En el caso de los estudios antropológicos sobre la biomedici- na el problema de la


transparencia ha tratado de resolverse mediante fórmulas diversas que oscilan entre el
culturalismo (her- menéutico o fenomenológico) y los planteamientos materialistas en sus
diferentes versiones marxistas y neomarxistas. Por ejemplo, y para el primer caso, algunos
autores (Kleinman 1980, Hahn y Kleinman 1984, Hahny Gaines 1985, DiGiacomo 1987, Rhodes
1990) han trasladado la idea de sistema cultural que Geertz aplicó al terreno de la religión, el
arte, la ideología y el sentido común al campo de la biomedicina, devolviéndole, así, una
condición social que permanecía oculta. Otros, como Good (1994: 67-68), han utilizado la
filosofía de la formas simbólicas de Cassirer y su noción de «principios formativos» para dar
cuenta de los procesos de construcción del conocimiento biomédico. Ya en el plano
materialista, Taussig (1980) y Baer (1987), entre otros muchos, han tratado de demostrar
desde el marxismo la vinculación de la biomedicina con la lógica económico-política del
capitalismo. No obstante, en todos estos casos, y al margen de la adscripción de los autores, el
elemento de fondo que ha permitido capturar la condición sociopolítica de la biomedicina ha
sido la constatación de que la transparencia no es una condición dada o apriorística, sino un
artificio cultural que involucra premisas, valores, relaciones de poder y enmascaramientos.

La presencia de este tipo de mirada crítica es evidente en los años ochenta y noventa del siglo
XX. Autores como Good

(1994) , Good y Good (1981), Kleinman (1980, 1995), Hahn


(1995) , Mishler (1981), Young (1980, 1995), Menéndez (1981) o Rhodes (1990), entre
una larga lista, plantean que la biomedicina no puede ser una referencia teórica y conceptual
para la antropología médica sino, en todo caso, uno de sus múltiples objetos de indagación. De
esta forma, actualmente no sorprende que la biomedicina sea observada como una
etnomedicina y la psiquiatría como una etnopsiquiatría (Stein 1990); o que algunas especies
nosológicas occidentales como la anorexia nerviosa o la obesidad sean percibidas como
trastornos tan «exóticos» como el latah, el koro o el windigo (Ritenbaugh 1982); o que el
ejercicio diagnóstico sea analizado como un proceso cultural que permite en la negociación
clínica construir las enfermedades más que descubrirlas (Gaines y Hahn 1985). Es, en
definitiva, lo que se ha llamado antropología de la(s) biomedicina(s) (Mishler 1981, Menéndez
1981, Hahn y Kleinman 1983, Locky Gordon 1988, Good 1994, Seppilli 1996), antropología de
las nuevas tecnologías médicas (Lock, Young y Cambrosio 2000), antropología de la razón
científica (Rabinow 1996) o antropología de la nueva genética y la inmunología (Heath y
Rabinow, 1993: 1), entre un largo etcétera en el que la biomedicina y sus productos
biotecnológicos no aparecen como discursos ni libres de valores ni carentes de metáforas, sino
más bien como nuevos objetos cuyas categorías y principios no son inmunes al ejercicio de la
interpretación antropológica.

Una de las primeras contribuciones en este sentido proviene de Kleinman, un psiquiatra-


antropólogo que en 1980 presenta un texto titulado Patients and healers in the context of
culture, donde propone entender el sistema biomédico de la misma forma que la medicina
tradicional china y las prácticas populares.

Para Kleinman, tanto uno como otros son observados como «sis-temas culturales» o «sistemas
socioculturales». Ahora bien, para llegar a este punto son necesarias algunas modificaciones
teóricas y conceptuales. Por ejemplo, Kleinman recombina la dualidad disease/illness que
había empleado Fabrega para dotarla de una nueva significación. Así, si antes la disease o
patología se definía como la disfunción biológica en sí misma, ahora se muestra sólo como un
modelo explicativo posible, como la «representación» biomédica de la disfunción biológica. De
esta manera, la carga de certeza, verdad y racionalidad que Fabrega atribuía a la explicación
biomédica poniendo en sus manos el entendimiento exclusivo de los procesos biológicos
aparece ahora relativizada. Y es que para Kleinman tanto la patología (disease) como la
aflicción (illness) son representaciones posibles, construcciones del conocimiento o categorías
culturales susceptibles de ser analizadas etnográficamente. De esta manera, y lejos de
adaptarse a los constreñimientos de «lo fofk», ahora el antropólogo puede estudiar las
estrategias terapéuticas de la medicina occidental, los procesos de construcción del
conocimiento biomédico o los discursos y prácticas de los profesionales ante un episodio de
enfermedad (Kleinman 1980, Hahn y Kleinman 1983).

De forma casi simultánea, aunque desde diferentes posiciones teóricas, otros autores
plantearán aproximaciones parecidas. Mishler (1981: 15), por ejemplo, emprende la difícil
tarea de mostrar cómo la biomedicina es «una subcultura con sus creencias institucionalizadas,
valores y prácticas» y, por tanto, susceptible de ser estudiada como «otras instituciones
culturales y sociales». La biomedicina, argumentará este antropólogo, reconstruye una serie
de problemas humanos en términos de patologías que deben ser tratadas. Esto supone un
conjunto de representaciones sobre las enfermedades que deben entenderse como «una
representación» de la realidad y no como «la representación» de la realidad. Un objetivo
fundamental de la antropología y de las ciencias sociales es para Mishler el análisis de cómo las
enfermedades son construidas en el trabajo clínico. Pero todo no queda aquí.

Kleinman, Mishler y los diversos autores que han intentado una aproximación antropológica
de la biomedicina se han encontrado con que la eliminación de las fronteras entre ciencia y
creencia aboca irremediablemente a una especie de análisis etno-epis- temológico. Y es que
sólo mediante una crítica del conocimiento biomédico puede mantenerse el sentido de
simetría entre los diferentes sistemas médicos. Por esta razón una parte importante de la
reflexión teórica en este campo se ha dirigido al análisis de las presunciones culturales e
ideológicas en las que descansa la «cien- tificidad» de la biomedicina. ¿Cuáles son esas
presunciones? Según un autor como Mishler: la definición de la enfermedad como desviación
de una norma biológica, la doctrina de que existe una etiología específica de las enfermedades
(unicausalidad), la noción de que las enfermedades son universales y la idea de neutralidad de
la teoría y de la práctica biomédicas (Mishler 1981). A este listado podemos añadir otras
características apuntadas por autores como Gordon (1988), Menéndez (1981), Seppilli (1996) o
Kirmayer (1988) en sus correspondientes disecciones del modelo biomédico: dicotomía
mente/cuerpo, autonomía de la biología de la conciencia humana, atomismo anatómico,
independencia de lo natural frente a lo social, individualismo epistemológico, biologi- cismo,
mecanicismo, mercantilismo, a-socialidad, a-historicidad, eficacia pragmática, entre un largo
etcétera.

Al desentramar los rasgos fundamentales del modelo biomédico estos etno-epistemólogos


están también configurando, en un juego de oposiciones, los fundamentos teóricos de la
antropología médica: visión cultural y social de la enfermedad, sensibilidad a la dimensión
histórica, independencia del mundo social con respecto a la realidad natural, análisis
particularista de las enfermedades, noción de multicausalidad etiológica, sospecha de las
vinculaciones entre normalidad biológica y normati- vidad social y negación de la neutralidad
de la teoría y práctica biomédicas, entre otros principios posibles. Se trata, como se podrá
observar, de una estrategia de doble filo que hace posible el desarrollo de principios teóricos
independientes sobre la enfermedad y la atención médica a partir precisamente de la crítica
de la biomedicina.

CAPÍTULO 2

GENES, ENFERMEDADES Y DETERMINISMOS Una crítica del modelo biomédico

La única cosa sensata que se puede decir sobre la naturaleza humana es que está «en» esa
misma naturaleza la capacidad de construir su propia historia.

LEWONTIN, ROSE Y KAMIN [1990: 27]

Hay dos afirmaciones que parecen haber adquirido en los últimos años carta de evidencia en el
campo de las ciencias de la vida y también, por sus implicaciones en las sociedades
contemporáneas, en la esfera de la antropología y de las ciencias sociales. La primera de ellas
es que nos encontramos ante un auge sin precedentes de las tecnologías biomédicas que han
abierto nuevas puertas para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades, la producción y
transformación de alimentos y animales, la concepción humana o la prolongación de la vida.
Hay, incluso, quien anuncia que estamos ante una nueva era biotecnológica conformada por
una curiosa combinación de los modelos infor- macionales y la biología molecular que va
permitir —y en cierta medida ya lo está permitiendo— tanto la interpretación del código de la
vida como su recodificación y reelaboración mediante la ingeniería genética (Kelly 1995,
Castells 1998). La segunda aseveración puede interpretarse como una consecuencia de la
primera, y apunta que debido al desarrollo de estas nuevas tecnologías médicas las relaciones
entre naturaleza y cultura están sufriendo una redefinición inédita hasta el momento (Bestard
1998, Buxó 1999, Rheinberger 2000). Si los paradigmas biológicos tradicionales entendieron
con un claro ánimo determinista que la naturaleza era un ámbito sostenedor de la cultura que
respondía a su propia lógica y ley, ahora la naturaleza habría sido colonizada y transformada
en una entidad artificial nueva: la «socionaturaleza», que habría quedado absorbida por el co-
nocimiento científico-técnico. Los dilemas que han introducido las Tecnologías de
Reproducción asistida (TRA) —¿qué es natural y cultural en los casos de madres de alquiler o
de donaciones de óvulos y/o espermatozoides?— son una buena prueba de esta nueva
indefinición, así como las posibilidades programáticas de la biología molecular: ¿qué es natural
y cultural cuando las tecnologías de recombinación del ADN están suponiendo el diseño y
programación de modelos biológicos dependientes de intereses sociales, sociosanitarios y de
mercado, cuando ya no se trata de leer la naturaleza, sino de «reescribirla»?

En gran medida, el impacto de las nuevas tecnologías biomé- dicas en la organización social, en
las representaciones culturales del cuerpo, de la vida y de la salud y en una economía-política
cada vez más globalizada, desigual e interdependiente, es algo que todavía está por ver.
Algunas de estas tecnologías, como el cultivo de «células madre», la posibilidad de una
ingeniería genética a la carta, la clonación, el uso de la información genética para generar
nuevas formas de diferenciación social o la manipulación y diseño de alimentos y animales, se
encuentran claramente en un momento inicial de su desarrollo. Otras, como la concepción
asistida, llevan ya unos años introduciendo dilemas bioéticos, redefi- niendo las nociones de
maternidad y paternidad en las sociedades industrializadas y generando nuevas identidades
sociales («donan-tes», «niños probeta», «madres de alquiler», etc.).

Pero si las biotecnologías están domesticando la naturaleza, esto es: culturalizándola, también
es cierto que como efecto dialéctico de esta evidencia la cultura está siendo naturalizada. Hoy
en día fenómenos como la vida social, la cultura, el carácter, la subjetividad, las preferencias y
conductas sexuales, el género, las adicciones, la distribución poblacional de las enfermedades,
las desigualdades sociales, el acceso a los recursos, la diferenciación social y otras muchas
realidades están conformando un campo de interés creciente para las nuevas formas del
determinismo biológico.

Este tipo de tentativas del determinismo biológico no son nuevas. Desde las teorías
biotipológicas de Lombroso sobre la criminalidad, hasta la sociobiología de Wilson, pasando
por los planteamientos eugenésicos de Galton y Pearson de principios del siglo XX o el
neokraepelinismo en psiquiatría, el determinismo biológico ha rivalizado con las ciencias
sociales en la explicación de la conducta humana y, por extensión, de la vida social.
No hay, en este sentido, un cambio en la estrategia general del nuevo determinismo biológico,
pues aunque pocos reduccionistas defiendan hoy en día que la criminalidad pueda leerse en
las facciones y la estructura del cráneo, son muchos lo que afirman que puede leerse en los
cromosomas. Sin embargo, sí que existe una diferencia de grado en las nuevas ofensivas
deterministas, pues sobre el modelo de la biotecnología y de su posible e imaginada
reversibilidad, el reduccionismo biológico está construyendo una mayor y más sutil capacidad
de convicción.

El papel de la antropología ante el determinismo biológico ha consistido en proponer una


visión holística, centrada en el poder determinante o condicionante de las relaciones sociales,
los procesos de la economía-política y los sistemas de pensamiento, representación y valores
en este orden natural y en su manipulación científico-técnica. El culturalismo o determinismo
cultural ha funcionado aquí como una especie de correctivo a los excesos del determinismo
biológico. La cultura, se dirá, no es un epifenómeno, sino un ámbito de la realidad que ejerce
de forma determinista o dialéctica su influencia sobre la naturaleza. Incluso desde esta óptica
el propio éxito de las biotecnologías en la modificación y diseño del orden natural ha podido
entenderse como un ejemplo palmario de esta influencia, pues ¿qué demuestran las
biotecnologías o la ingeniería genética, si no es la fuerza transformadora de la cultura incluso
en el propio espacio de la codificación y diseño de la vida? Este capítulo es una reflexión sobre
este conflicto de determinismos y sus implicaciones en el entendimiento del fenómeno de la
enfermedad.

por ejemplo), pero no de arriba abajo (de la vida social a la conducta y a la producción de
enfermedades, como contraejemplo). No obstante, es importante señalar que el determinismo
biológico no es la evidencia de que existen enfermedades hereditarias como la hemofilia o
patrones más o menos generales de comportamiento que vienen determinados por nuestra
condición genética. Tampoco una actitud antideterminista supone negarla posible condición
genética, bioquímica, hormonal de muchas de las enfermedades o de la propia conducta. El
determinismo biológico es la negación a que, en la jerarquía del orden de las cosas, lo cultural
o lo psicológico afecte a lo biológico. Es la ilusión de la independencia de lo biológico de todo
contexto social e histórico que se expresa en dos direcciones: una autonomía de los procesos
biológicos con respecto a la psicología y a las relaciones sociales y una dependencia de estos
dos órdenes del substrato natural.

En el discurso teórico y en el trabajo empírico el determinismo biológico muestra diferentes


rostros. Unas veces se trata de teorías sobre el papel determinante de la herencia en la
conducta criminal o simplemente política, como en las teorías lombro- sianas sobre la relación
entre biotipología y delincuencia, o incluso anarquismo. En otras ocasiones se demuestra en
las grandes teorías sobre la determinación genética de la cultura, como en la sociobiología de
Wilson, que aspira a ocupar desde los principios de la especulación biológica el territorio de la
antropología y de las ciencias sociales. También subyace con frecuencia a los más matizados
enfoques biopsicosociales, en donde la jerarquía supuesta en el ámbito de las cosas aparece
explicitada al hilo del propio término: bio-psico-social. Pero a pesar de su diversidad, el
principio unificadores siempre el mismo: reducción del principio explicativo a un orden natural
que es percibido, curiosamente, como inmutable, a pesar de las evidencias de mutabilidad
introducidas por una teoría que suele resultar ins-piradora en estos ámbitos: el darwinismo.
El papel de los paradigmas antideterministas de la biología ante esta ofensiva ha sido desigual
y generalmente no ha significado la elaboración de un «programa fuerte» alternativo. Ya lo
comentaban en la década de los ochenta Lewontin, Rose y Ka- min, tres representantes de la
llamada biología radical o ciencia radical, en Not in our genes. Biology, ideology and human
nature (1990). Los críticos del determinismo biológico, decían estos autores, han actuado
generalmente como bomberos que acuden a un incendio en mitad de la noche y que nunca
disponen del tiempo suficiente para generar un «edificio a prueba de incendios». Unas veces,
el incendio es una determinada teoría sobre las relaciones entre el CI (cociente intelectual) y la
raza; otras, la inferioridad biológica de la mujer, las preferencias sexuales, la determinación
biológica de los delincuentes (los genes criminales) o la inmovilidad genética de la naturaleza
humana. Según estos autores, todos estos incendios pueden sofocarse con el «agua fría de la
razón». Ahora bien, son conscientes que la crítica al determinismo biológico no supone la
construcción de un «edificio a prueba de incendios» o, dicho en otros términos, de un
programa fuerte que pueda vislumbrarse como alternativo. La razón de estas dificultades,
como nos explican Lewontin, Rose y Kamin, es que a diferencia de los deterministas biológicos
que construyen sus edificios teóricos a partir de argumentos simplistas y de mecanismos
únicos para entender fenómenos diversos como la guerra, el comportamiento criminal, la
organización familiar o la propiedad de los medios de producción, los antideterministas deben
trabajar con una perspectiva global para tratar un mundo de relaciones entre los genes, el
medio ambiente y la sociedad que, inequívocamente, adquiere una mayor complejidad.

A la espera de algún «programa fuerte» alternativo, la hegemonía de los presupuestos


reduccionistas en las ciencias de la vida continúa siendo un lugar común. La concepción
biomédica de las enfermedades se inscribe precisamente en este contexto, pues plantea una
comprensión de la vida, la patología y la muerte como resultado de causas exclusivamente
biológicas, aunque en algún momento pueda abrir la puerta al papel de las «contingencias» del
mundo social, la pobreza, la cultura, los hábitos dietéticos, las desigualdades sociales u otros
factores que serán aprehendidos como causas secundarias.

Desde la perspectiva biomédica las enfermedades son entendidas como anomalías biológicas o
psicobiológicas que afectan a funciones o estructuras del organismo humano y que se
expresan mediante signos y síntomas. Los signos son, según el propio aparato conceptual
biomédico, aquellas evidencias objetivas de la enfermedad que son perceptibles por el
profesional de la salud: eczemas, abultamiento del abdomen, tos, etc., o las representaciones
producidas tecnológicamente mediante analíticas o técnicas de imaginería (tomografía axial
computarizada o TAC, resonancia magnética nuclear o RMN, etc.). Los síntomas, por su lado,
consisten en aquellas expresiones del paciente que revelan, mediante su existencia, algún tipo
de disconfort o malestar físico o psíquico. El objeto de la biomedicina es resolver los problemas
de estas anomalías restituyendo el equilibrio biológico del organismo o paliando, al menos,
algunas de sus expresiones.

En tanto que la enfermedad, habitualmente denominada pa-tología, es definida como una


variación anormal en la estructura o función de alguna parte del cuerpo, el quehacer
biomédico se convierte en un ejercicio cada vez más especializado. Como indica Hahn, «la
patología biomédica contemporánea diseña su progreso en términos de unidades cada vez
más pequeñas de observación» (1995: 39). De esta manera, la noción de patología de nuestro
tiempo parece alejarse progresivamente de su significado etimológico de pathos o sufrimiento
para recortar, de forma cada vez más atomizada, las unidades que componen el cuerpo
biológico. Más que de un pathos, como afirma acertadamente Hahn (1995: 39), la biomedicina
trata de un órgano o una estructura biológica.

La constitución moderna del modelo biomédico de las enfer-medades puede rastrearse en tres
paradigmas básicos y sucesivos en la historia reciente de la medicina occidental: 1) el
desarrollo del método anatomoclínico; 2) el paradigma bacteriológico, también conocido como
teoría contagionista o modelo Henle-Koch, y 3) la medicina molecular o de la moleculariza-
ción, un modelo más reciente, este último, que supone la aplicación de las teorías de la
biología molecular al campo del diagnóstico y la terapia. Obviamente, estas tres
aproximaciones no deben entenderse como las únicas en la constitución del modelo
biomédico, pues a ellas pueden adicionarse otros paradigmas importantes, como la
iatroquímica del siglo XVII de Franz de la Boe y Willis o la iatromecánica de Boerhave que tuvo
gran éxito en la medicina que media entre el siglo xvil y XVIII. Sin embargo, los tres paradigmas
que hemos apuntado pueden entenderse como representativos de la conformación de una
perspectiva bio- logista de las enfermedades que, en momentos sucesivos a lo largo de las dos
últimas centurias, irán sedimentando ese sistema terapéutico moderno de conocimiento y de
praxis que es la biomedicina. Veámoslo con mayor extensión.

El método anatomoclínico

En el prefacio de una de sus primeras obras, Naissance de la clinique, Foucault ha mostrado


brillantemente el surgimiento en la medicina occidental de un paradigma positivo, el método
anatomoclínico, a partir de lo que él indica como una modificación de la mirada médica.
Comparando una descripción de Pomme: un clínico del siglo XVIII que trató de curar un caso
de histeria con baños de 10 a 12 horas por día durante 10 meses, y otra de Bayle: un médico
del siglo XIX que visualizó por primera vez las lesiones encefálicas de la parálisis general
progresiva sifilítica, Foucault nos introduce en ese pliegue del conocimiento que dio a luz a la
medicina positiva (1974: V-VI). En un lapso inferior a 100 años, en el intermedio de la medicina
de finales del siglo XVIII y principios del XIX, se produce una transformación tal de la ciencia
médica que la clasificación quasi-botánica de las diferentes entidades mórbidas es sustituida
por la incursión en el espacio de los órganos. Como consecuencia, se crea una nueva
articulación del conocimiento médico que se des-plaza: de una botánica de los síntomas a una
gramática de los signos, de una medicina de las especies a una medicina positiva, de un énfasis
en la clasificación nosográfica a una percepción de las series lineales de acontecimientos
(causas) que producen las enfermedades, de un «¿qué tiene usted?» a un «¿dónde le duele a
usted?» (1974: XIV).

Como han apuntado autores tan diversos —e incluso encon-trados— como Michel Foucault y
López Piñero, el trabajo de Bayle, y de otros representantes de la escuela anatomoclínica de

París como Bichat o Broussais, supuso la marginación durante el siglo XIX del énfasis
clasificatorio, la nosotaxia more botánico, que había caracterizado a la medicina del siglo XVTII.
Piénsese que en la tradición médica de los siglos XVII y XVIII el modelo para el conocimiento de
las enfermedades es la botánica. Sydenham, amigo e interlocutor intelectual de Locke, ya
propuso en el XVII que uno de los modelos nosográfícos a utilizar en medicina era el de la
clasificación de las especies vegetales. Asimismo, conocidos naturalistas del XVIII como Lacroix
Sauvages o Linneo coinciden en su magisterio profesional en su doble faceta de médicos y
botanistas. Incluso el ánimo clasificador tendrá de forma más tardía una presencia en la
medicina y la psiquiatría, pues como hemos apuntado en otro lugar (Martínez Hernáez 2000a),
los modelos de clasificación psicopatológica de Kraepelin (1856- 1926) no escapan a la
influencia de la botánica, entre otras cosas por la falta de un conocimiento etiológico sobre la
mayoría de las enfermedades mentales. Sin embargo, en el ámbito de la medicina occidental
de principios del siglo XIX, la nosotaxia more botánico irá dejando paso al llamado método
anatomoclínico, inspirado en la tradición de autopsias de médicos como Valsalva o Morgagni y
que adquirirá su plasmación en la llamada escuela francesa de Bichat y Broussais primero y,
más tarde, en el llamado método anatomoclínico experimental de Claude Bernard, el cual
adicionará a la observación anatómica el principio de experimentación (Canguilhem 1971: 59,
Lecourt 1971: XV, López Piñero 1985: 25).

Lo que resulta importante de destacar aquí, es que en el trabajo de los anatomoclínicos los
fenómenos que son observables en el paciente son atribuidos a alteraciones estructurales o
lesiones anatómicas que pueden descubrirse mediante indagaciones como la autopsia. La
relación entre enfermedad o síntoma y lesión supondrá la inclusión de un paradigma médico
basado en la localización del mal, en la observación y también en la especiali- zación de
acuerdo con el espacio específico de la disfunción mórbida. Como ha apuntado Foucault, el
espacio de la enfermedad en el siglo XIX ya no será su lugar en una clasificación quasi- botánica
o de especies, sino el espacio mismo del organismo: «Percibir lo mórbido, no es otra cosa que
percibir el cuerpo» (Foucault 1974:271). El principio de la medicina del xvm de vincular un
signo a una enfermedad y, secundariamente, a un cuerpo deja paso con el enfoque
anatomoclínico a la búsqueda de la lesión dentro del cuerpo (Canguilhem 1993: 76). El objetivo
es hacer visible lo invisible, aunque no dejen de surgir dudas sobre si toda enfermedad implica
lesión, si la lesión es la enfermedad o su consecuencia, o si todas las enfermedades se vinculan
a una «sede» o localización espacial o, contrariamente, adquieren, como en el caso de las
fiebres, una deslocalización corporal. Quizá por ello, el método anatomoclínico, característico
de la primera mitad del siglo XIX, derivará en la segunda mitad de este mismo siglo en la
llamada medicina de laboratorio y, por tanto, en la indagación de las bases físicas, químicas y
biológicas de las lesiones. No obstante, la tradición anatomoclínica tendrá su prolongación en
el ya citado método anatomoclínico experimental de Claude Bernard, en el desarrollo de la
cirugía y en el uso de la imaginería médica —tomografia axial computarizada (TAC), re-
sonancia magnética nuclear (RMN) o tomografia por emisión de positrones (TEP)— o de
analíticas sanguíneas y de orina que per-mitan esa penetración de la mirada médica dentro del
espacio de los órganos ya presente en la disección de cadáveres.

El paradigma bacteriológico

El segundo momento en el desarrollo del modelo biomédico que queremos destacar aquí tiene
que ver con la consolidación de las teorías bacteriológicas a finales del siglo XIX y principios del
XX. Desde este paradigma se insiste que la causa o etiología de la enfermedad es la acción de
un microorganismo que genera dis-funciones en el cuerpo humano. Los trabajos de Henle de
finales de la segunda mitad del XIX sobre la posibilidad de que un agente microscópico fuese la
causa de muchas patologías infecciosas pueden entenderse como un planteamiento pionero
de este para-digma. Este profesor de anatomía de Zürich propuso en su Hand- buch der
rationellen Pathologie que en casos de enfermedades in-fecciosas la materia mórbida
adquiere, aparentemente, un desarrollo o crecimiento en el organismo con el paso de los días,
por lo cual debe pensarse en la naturaleza orgánica de esta misma materia. La manera de
indagar sobre las enfermedades infecciosas y su contagio debería basarse, a su juicio, en la
investigación experimental y de laboratorio. El proyecto de Henle se materializará 30 años más
tarde en el trabajo de Koch y otros autores de su tiempo sobre los gérmenes responsables de
la etiología de enfermedades como el tifus, la lepra, la malaria, la tuberculosis, el cólera, la
difteria y el tétano, así como en aquellas investigaciones encaminadas a la introducción de
tratamientos quimioterápicos, como el trabajo de Pasteur o el menos conocido de Lister para
la introducción de técnicas antisépticas en cirugía.

Con todo, el modelo contagionista no estaba solo en el panorama científico europeo del siglo
xix, pues debía competir con las teorías miasmáticas o anticontagionistas que, únicamente a
finales de esta centuria, quedaron relegadas por el primero. En A History of Public Health,
George Rosen (1993: 264) ha escenificado esta famosa rivalidad apuntando la existencia de
tres corrientes en el debate.

1) La primera era el paradigma miasmático que postulaba que las epidemias eran
causadas por el estado de la atmósfera. A finales del siglo XVIII, como ha descrito Foucault
(1991), esta idea prevalecía en la llamada «medicina urbana» francesa; todo un proyecto de
urbanismo que se basaba, entre otras cosas, en la creación de corredores de aire para
salvaguardar la salud de la población urbana. Así se llegó incluso a calcular el número de
muertes evitadas con la demolición de viviendas y edificios que entorpecían la ventilación,
como en el caso del derribo de tres casas construidas sobre el Pont Neuf en París: 400 vidas se
salvarían cada año, 20.000 en 50 años (Foucault 1991: 141). Durante el siglo XIX, esta teoría
tomará como base la idea de que la falta de condiciones higiénicas y sanitarias produce un
deterioro del aire que, a su vez, causa la enfermedad. Muchos reformistas de esta época,
como Chadwick, comprometidos en la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera
europea, fueron defensores de esta argumentación.

2) La segunda teoría, la contagionista, era defendida durante el XIX por autores como
Snow (el conocido investigador que estudio la epidemia del cólera en Londres) y Budd, que
sostenían, ya precozmente, la teoría contemporánea de que las enfermedades infecciosas se
producían por gérmenes microscópicos. La posición de los contagionistas era, al menos
inicialmente, menos influyente en el mundo académico de la época si la comparamos con los
defensores de las teorías miasmáticas.

3) En tercer lugar estaban aquellos que intentaban congeniar ambas teorías en la forma de
modelos híbridos, como el «conta- gionismo contingente». En este caso admitían que las
enfermedades infecciosas eran debidas al contagio, pero postulaban que éste sólo era posible
ante determinadas condiciones como el estado de la atmósfera, las propiedades del suelo o los
factores sociales. Algunos representantes de esta tercera corriente eran John Simon y Max von
Pettenkofer (Rosen 1993: 264, Foucault 1974, 1991).

Las teorías anticontagionistas fueron durante un tiempo más atractivas para la mayor parte de
médicos de la época, pues se asociaban a un talante liberal de la clase media a la que ellos
mismos pertenecían. Como ha indicado Rosen (1993: 266), la idea de contagio se vinculaba
con la cuarentena y el control burocrático de las enfermedades, mientras que el anticontagio-
nismo se relacionaba con ciertas ideas de progreso, liberalismo, libre actividad mercantil y
reacción a la burocracia. No obstante, las posibilidades que habían quedado abiertas con el
incremento de la «medicina de laboratorio» en la segunda mitad del siglo XIX —y en el
contexto del desarrollo del método anatomo- clínico que hemos comentado en el punto
anterior— produjeron un cambio en el panorama de la rivalidad contagionismo/anti-
contagionismo. No es casualidad que tanto la medicina de laboratorio como la detección de la
mayor parte de gérmenes responsables de enfermedades infecciosas coincidan en un mismo
ámbito científico, el alemán.

A partir de las investigaciones pioneras de Koch sobre el ántrax, se desplegará toda una serie
de descubrimientos sobre organismos patógenos. Eberth descubre en 1880 el bacilo
responsable del tifus. Hansen y Laveran localizan ese mismo año los microorganismos
responsables de la lepra y la malaria respectivamente. En 1882 Koch visualiza el bacilo de la
tuberculosis y un año más tarde el agente responsable del cólera. En 1884 Ro- senbach da
cuenta del estreptococo y el estafilococo, Klebs y Loeffler de la causa patógena de la difteria y
Nicolaier del tétano. En 1886 Fraenkel visuliza el neumococo, y así sucesivamente hasta una
especie de consolidación, por avalancha, del modelo bacteriológico y, por consiguiente, del
paradigma unicausal de las enfermedades. Si el método anatomoclínico introdujo la mirada
médica dentro del cuerpo del paciente favoreciendo el énfasis localizacionista, el modelo
Henle-Koch dispone sobre esa misma base el paradigma de la etiología específica y única de las
enfermedades. Sus efectos serán visibles en el terreno de la terapia, en las campañas de
inmunización y, más tarde, en el uso de los antibióticos.

La biología molecular

Un tercer momento especialmente relevante, por su actualidad, en la hegemonía de la teoría


biologista de las enfermedades tiene que ver con la aplicación de la biología molecular a la
investigación médica y la práctica terapéutica. En este caso, ya no se trata del descubrimiento
de lesiones o de gérmenes patógenos, sino de la posibilidad de diseñar nuevas lógicas y
desarrollos genéticos a partir de la manipulación de la información. Según Rheinberger (2000:
19) pueden percibirse dos etapas en el desarrollo de este paradigma.

tativos de esta época. Aunque Rheinberger no lo indique con estas palabras, casi podríamos
decir, siguiendo a Geertz, que la biología molecular en tanto que disciplina es aquí una especie
de modelo de la realidad; una realidad que es representada a partir de la información obtenida
mediante técnicas que permiten la visualización de principios intracelulares.

2) La segunda etapa, de la cual aún no hemos salido, porque en el fondo acabamos de entrar
en ella, se caracterizaría por el advenimiento de la ingeniería genética a partir de técnicas
como la recombinación del ADN que permiten aplicar modelos y proyectos extracelulares al
ámbito intracelular. Las células se convierten en el laboratorio y en el medio técnico del nuevo
investigador-ingeniero que construye «moléculas informacionales» que son implantadas en un
ambiente intracelular en donde el propio organismo (la célula) transportará, reproducirá y
pondrá a prueba el prototipo extracelular. Ya no se trata de interpretar el orden de la vida o de
una simple interferencia en este dominio, sino de la posibilidad de reprogramar este mismo
orden desde el núcleo de su propia producción. Aquí la biología molecular se convierte no sólo
en un sistema de la realidad, sino también en un sistema para la realidad. El paso de la primera
etapa a la segunda es también el tránsito de la representación a la intervención, de la
interpretación de la vida a su reescritura, de la biología molecular a la biotecnología.

Tres paradigmas para un modelo

Los tres paradigmas que hemos tratado aquí escuetamente (el método anatomoclínico, la
teoría bacteriológica y la medicina molecular o de la molecularización) no agotan, ni mucho
menos, el complejo panorama de desarrollo de la biomedicina. No obstante, sirven para
destacar algunos de los principios for- mativos de este sistema médico. El método
anatomoclínico permite la inclusión de la idea de lesión y de localización, la especia- lización
progresiva del conocimiento y de la práctica biomédi- cas y la vinculación de la enfermedad a
un mundo de visceras que puede ser descubierto y paliado mediante técnicas diversas que
oscilan entre aquellas que componen la cirugía moderna y los métodos de visualización de
signos como las tomograñas o los test sanguíneos. El paradigma bacteriológico, por su parte,
dispone sobre el espacio o lugar creado por el método anatomo- clínico la idea de causa
biológica única que adquirirá carácter de principio biomédico para el entendimiento de las
enfermedades, sobre todo infecciosas, y que vendrá asociado a las terapias antibacterianas.
Finalmente, el horizonte abierto por la biología molecular y sus biotecnologías asociadas
reduce el origen de las patologías crónicas y degenerativas —aunque también de la
vulnerabilidad y resistencia a las infecciosas— al ámbito de la codi-ficación celular y su
tratamiento a la posibilidad de su recodificación. Ante este panorama de ciencia dura, parece
que el deterninismo biológico, así como su aplicación al territorio de las enfermedades,
oblitere toda posibilidad de interpretación cultural y social. Sin embargo, y como veremos a
continuación, ni las bases biológicas son tan determinantes para la vida social ni las
enfermedades dejan de responder a factores como la cultura, las relaciones sociales o los
procesos económicos y políticos.

2. La insistencia en la cultura

La respuesta más estructurada de la antropología al determi- nismo biológico ha sido el


determinismo cultural. Frente a la pre-sunción de una biología determinante, este tipo de
culturalismo ha esbozado la idea de un medio cultural que, mientras constituye una realidad
con sus propias leyes y autonomía, impone su influencia mediante formas de praxis
(conductas, hábitos, relaciones sociales, producción técnica, etc.) a la conducta humana. En
esta concepción, el orden natural se observa como un medio que más que determinar ofrece
grados de libertad al desarrollo cultural. Los trabajos pioneros de Boas sobre la plasticidad
biológica humana, los planteamientos de la escuela de cultura y personalidad sobre la
determinación cultural del comportamiento o las críticas de Harris a la sociobiología son
algunos ejemplos clásicos de ese antirreduccionismo biológico que es la antropología.

Una revisión de los escritos de Boas permite observar un interés recurrente por poner límites
al determinismo biológico y establecer, en este ejercicio crítico, el campo de autonomía de la
cultura. La misma función tienen sus críticas al determinismo geográfico imperante en la
época, y al cual además se adscribió en los primeros momentos de su trayectoria profesional.
Pero, sin lugar a dudas, su ejercicio crítico concentra la mayor parte de sus energías
intelectuales en arrinconar al determinismo biológico.

Race and Progress ([1931] 1966: 3-17) es probablemente uno de los textos en donde mejor
queda establecida la crítica boasia- na al reduccionismo biológico. Después de afirmar que el
objeto de su artículo: el mestizaje de los tipos raciales, ha supuesto reacciones emocionales
muy diversas en la sociedad americana de la época debido a sus implicaciones sociales,
culturales y económicas, Boas procede a desarrollar su argumento. El antropólogo de origen
alemán reconoce la existencia de diferencias constitucionales y biológicas que no pueden
explicarse por causas puramente sociales y medioambientales. Ahora bien, niega que estas
diferencias individuales puedan atribuirse a los llamados en aquel momento «tipos raciales». Si
la categoría racial tuviera capacidad deductiva sobre los comportamientos individuales, Boas
colige que estas deducciones deberían corroborarse en todos lo sujetos analizados, tanto entre
los pertenecientes a un grupo racial como entre aquellos que con su falta de pertenencia a
este tipo demostraran la ausencia del rasgo comportamental invocado. En sus propias
palabras:

Esto, sin embargo, no justifica la idea que la tipología anatómica determina el


comportamiento. Cometemos un gran error cuando nos permitimos a nosotros mismos
elaborar esta inferencia. En primer lugar, seria necesario probar que la correlación entre forma
corporal y comportamiento es absoluta, que es válida no sólo para el grupo estudiado, sino
para la población general del susodicho tipo e, inversamente, que el mismo comportamiento
no se produce en otras tipologías. En segundo lugar, se debería demostrar que existe una
relación interna entre los dos fenómenos [1966: 10].

El mismo planteamiento es aplicable al discutido tema de la relación entre «raza» y cociente


intelectual (CI). En contra de la mayor parte de la psicología americana de la época, que
naturalizaba el constructo social de raza para luego utilizarlo como el supuesto substrato
natural que explicaba la margina- ción y la pobreza endémicas de la población afroamericana,
Boas argumenta que la correlación entre CI y raza no se corresponde con los datos de la
realidad empírica. Como en el caso de la supuesta relación entre comportamiento y raza, el CI
no parece ser homogéneo en el interior de los diferentes tipos raciales. Adicionalmente, y
cuando se trabaja con valores medios, no parece haber ninguna evidencia que permita deducir
que estos valores responden a un substrato genético o anatómico, y mucho menos para
colegir que el éxito social es un indicador de superioridad intelectiva de la «raza blanca». Boas
recuerda al lector los efectos de la Gran Depresión en la población euro- americana y acaba
concluyendo:

No existe ninguna razón para creer que una raza es por naturaleza más inteligente, poseída de
un gran poder de voluntad o emocionalmente más estable que otra y que estas diferencias
influirán en su cultura [Boas 1966: 13-14].

Pero todo no queda aquí. En Race and Progress Boas desarrolla una auténtica deconstrucción
de los criterios para determinar el CI en los test de inteligencia a partir de datos etnográficos;
unos datos que le conducen a afirmar que es imposible desarrollar una prueba de medición de
esta aptitud humana que esté libre de sesgos culturales y que permita un conocimiento
psicológico universal, y mucho menos entender sus resultados como una expresión de factores
biológicos determinantes. Los test de inteligencia sólo pueden medir la inteligencia en la
cultura occidental:

Yo he expuesto estos datos con detalle porque muestran definitivamente que el ambiente
cultural es el factor más importante en la detenninación de los resultados de los test de
inteligencia. En realidad, un examen cuidadoso de estos test muestra que en ninguno de ellos
nuestra experiencia cultural ha sido eliminada [1966: 12].

El desarrollo final del artículo no tiene desperdicio. Tras sus diferentes disquisiciones en el
ámbito de la psicobiología, la herencia y la anatomía, Boas reubica su crítica al determinismo
biológico en el terreno de lo social. Las desigualdades sociales, nos dirá, no pueden entenderse
como una prueba de diferencias innatas o genéticas, sino como consecuencias de un tipo de
organización social característico de las «sociedades cerradas» que implica el antagonismo con
el otro cultural. Boas pronostica que, cuando los miembros de las diferentes «razas» formen
un único grupo social, el prejuicio y los antagonismos raciales perderán su importancia (1966:
17).

El trabajo de Boas es importante por su contribución a la constitución de un espacio científico


para la cultura. Al margen de las críticas que puedan hacerse a su uso reiterado —y a nuestros
ojos extemporáneo— del concepto de raza o a las debilidades de su edificio culturalista, su
aportación es significativa por constituir un auténtico desbrozamiento de las interpretaciones
del determinismo biológico sobre el campo del comportamiento social y de la cultura. Casi
podríamos hablar de una doble consecuencia de sus investigaciones y planteamientos teóricos.
Por un lado, desmonta el argumento reduccionista que liga raza, herencia o genética con
aptitudes psicológicas y comportamientos individuales y/o sociales. Por otro, consigue,
mediante esta crítica, un espacio abierto en donde la cultura, ahora libre de las
determinaciones biológicas, se convierte en núcleo explicativo tanto de ella misma como de las
conductas humanas individuales. La escuela de cultura y personalidad se dispondrá sobre este
territorio desbrozado.

Es sabido que la escuela de cultura y personalidad no fue un movimiento homogéneo ni en sus


aportaciones empíricas ni en el tipo de teorías propuestas. Con todo, puede afirmarse que el
uso generalizado de teorías psicológicas como el psicoanálisis, los prin-cipios de la Gestalt y el
conductismo, su defensa de la relatividad cultural y la idea de una determinación cultural de la
personalidad, de la conducta anormal y de la psicopatología mediante fenómenos como el
proceso de socialización o endoculturación son algunos de los principios comunes de esta
corriente. No es extraño, pues, que en este ámbito se desarrollen algunas de las primeras
ofensivas antropológicas al reduccionismo médico y biológico, como es el caso del precoz
trabajo de Benedict titulado «An- thropology and the abnormal» y publicado en 1934 en el
Journal of General Psychology.

El trabajo de Benedict es un ejemplo de relativización de los criterios de normalidad y


anormalidad de las conductas individuales. Frente a los modelos psicológico, psiquiátrico y
psicoana- lítico que interpretan los comportamientos como sujetos a inva- riabilidades
transculturales, Benedict introduce con datos etnográficos e históricos diversos la sospecha de
que la uniformidad es algo propio del psiquiatra y de su cultura y no tanto del objeto de
análisis (la psicopatología). La normalidad y la anormalidad son principios quasi-éticos que
responden a valoraciones morales en una cultura determinada y que, en esta medida, son
dependientes de ella. Entre los diferentes tipos de personalidad, las culturas seleccionan
algunos para su idealización como modelos a seguir y otros como anormales y desviados.
Exportar estos criterios a otros contextos es imponer un orden moral en un marco en donde
no resulta congruente, pues este lugar ya está ocupado por otro sistema de valores. El trance
de los chamanes o la homosexualidad en la Grecia clásica no pueden considerarse como
comportamientos anormales. La cultura, entendida como una configuración, es el terreno en
donde la conducta asume su condición y su significación como normal o patológica:

La mayoría de las organizaciones de la personalidad que nos parecen más


incontrovertiblemente anormales han sido utilizadas por diferentes civilizaciones en la
fundamentación de su vida social. Inversamente, la mayoría de las características de nuestros
actores normales han sido observadas en diferentes culturas como aberrantes... Los propios
ojos con los que miramos el problema están condicionados por las costumbres y tradiciones de
nuestra propia sociedad [Benedict 1934: 73].

De nuevo, como en la discusión boasiana sobre la raza, el etnocentrismo se convierte en el


objetivo del análisis crítico. Si para Boas en el análisis del CI predominaban claramente los
prejuicios culturales del investigador, para Benedict lo mismo es aplicable a la determinación
de lo psicopatológico. El sujeto de conocimiento, sea psiquiatra o psicólogo, determina la
condición de lo patológico a partir de criterios que son más propios de un sentido común que
naturaliza los propios prejuicios que de una racionalidad universal. Ahora bien, el problema es
que Benedict parece relativizar con una mano y desrelativizar con la otra, ya que en algunas de
sus conocidas propuestas, como Pat- terns of Culture (1989), aplica conocidas categorías como
megalomanía, paranoia, carácter dionisíaco o apolíneo a culturas enteras, como si fuera
posible captar en algunas de estas categorías la configuración general de un pueblo. En ello
hay, evidentemente, una influencia del historicismo cultural alemán y del romanticismo que
también habían influido a Boas a la hora de defender la particularidad de la cultura frente a los
intentos ra-cionalistas y universalistas de evolucionistas, difusionistas o de-terministas de todo
tipo. La cultura es un Geist, una totalidad espiritual que parece detentar un carácter propio. De
esta manera se abre la puerta a una especie de caracterología de la cultura generada a partir
de un salto epistemológico de lo individual a lo colectivo que resulta poco justificable.

La tesis de Benedict sobre la relatividad de la psicopatología puede ponerse en entredicho si


consideramos que las enfermedades, incluso algunos de los llamados trastornos mentales
como la esquizofrenia o las psicosis graves, están ahí a pesar de lo que la cultura haga de ellas.
Las enfermedades mentales no son ne-cesariamente una cuestión de temperamento, porque
pueden implicar disfunciones graves de tipo cognitivo y neuroquímico, de la misma manera
que las demencias o los procesos degenerativos neurobiológicos. No obstante, también es
cierto que determinados síndromes o estructuras de la personalidad responden a patrones
culturales que Benedict intuye. Nos referimos a esos fenómenos que más tarde serán
denominados culture-bound syndromes o síndromes dependientes de la cultura, que parecen
mostrar una especial especificidad y localización en determinados ámbitos culturales, como el
koro, el wiitiko, el susto, el dhat, elpiblotog y un largo etcétera. Sin embargo, el salto de lo
individual a lo cultural, claramente perceptible en la aplicación de tipos como megalomaníaco
o paranoide al orden cultural, resulta un ejercicio tan especulativo como peligroso, ya que
mientras aparentemente culturaliza todo fenómeno, psicologiza, a la vez, toda cultura.

El problema del planteamiento tipológico de Benedict es en el fondo la falta de consecuencia


relativista, pues si todo rasgo es relativo a un contexto cultural y la psiquiatría no ha caído en
su cuenta, cómo es posible aplicar, entonces, categorías psiquiátricas al ámbito de la cultura
sin caer en una autocontradicción. Probablemente Benedict está demasiado ligada a una
percepción de las categorías psicopatológicas como elementos de un discurso rival en el
campo científico y no como nosologías que en última instancia son producto también de un
contexto cultural. Su contribución es curiosa porque mientras apunta un orden de relatividad,
rehuye a la vez de ese mismo orden sin caer en la cuenta de que megalomanía o paranoia son
entidades del mismo tipo que koro o piblotog; esto es: categorías producidas en el juego de
una racionalidad científica que es también un tipo de sistema cultural.

El relativismo de Boas y de Benedict adquiere carácter correctivo con respecto al


determinismo biológico o a esa idea afín de entender la conducta humana como un universal
despojado de la cultura y de sus relaciones sociales. Gran parte de lo que propusieron no ha
quedado invalidado por los desarrollos de la biología y la biomedicina, e incluso en algunos
casos parecen haberse confirmado. Hoy en día muy pocos investigadores sostienen que la
noción de raza sea operativa, al menos en los mismos términos en los que se planteaba a
finales del siglo xix. La inteligencia, las aptitudes psíquicas o el comportamiento son
aprehendidos como un producto de la cultura que interactúa con esa plasticidad humana que
le otorga su base biológica y que permite crear diferentes sistemas adaptativos. La psicopato-
logía, por su lado, aún no está claro que se deba a disfunciones biológicas evidentes, al menos
en lo que respecta a un conjunto de trastornos como la depresión, la ansiedad o la anorexia
que parecen tener una etiología desconocida. Los esfuerzos de ese paradigma representante
del reduccionismo biológico que es el neokraepelinismo en psiquiatría no han conseguido
explicar cuál es la causa de trastornos mentales graves como la esquizofrenia o las diferentes
psicosis, por qué la esquizofrenia tiene un peor pronóstico en las sociedades industrializadas o
de qué manera puede superarse el nivel descriptivo y clasificatorio que, al modo de la
nosotaxia more botánico, aún sigue utilizándose en la clínica psiquiátrica. Esto no significa que
no existan diferentes hipótesis biológicas sobre la causación de trastornos como la
esquizofrenia o la depresión, como la teoría dopaminérgica para la primera o la
serotoninérgica para la segunda, por citar sólo algunas de ellas. Con todo, y como indica un
psiquiatra biomédico como Vallejo (1991: 155), las clasificaciones psiquiátricas son clínicas
(centradas en los signos y síntomas) y/o patocrónicas (basadas en el curso), pero no
etiopatogénicas (causales) o anato- mopatológicas (de localización del trastorno). En otras
palabras, lo que articula las clasificaciones diagnósticas no es un conocimiento fisiopatológico
de los procesos mórbidos, sino las manifestaciones externas de estos procesos. Razón por la
cual el planteamiento de Benedici sobre la relatividad de la psicopatologia continúa
constituyendo, en uno u otro formato, uno de los desafíos más importantes a las ideas de
causación biológica y de universalidad de la psicopatologia.

Los planteamientos de Boas y Benedici anticipan lo que será la crítica subsiguiente en


antropología al determinismo biológico. Las invocaciones de la escuela de cultura y
personalidad a la determinación cultural de los criterios de normalidad y anormalidad o de la
propia psicopatologia, o incluso la crítica más reciente de Harris (1979) a la sociobiologia, se
basan en el mismo tipo de procedimiento. La cultura es entendida por los antropólogos como
un orden de realidad que no puede explicarse a partir de una simple determinación de los
genes o del carácter, entre otras cosas porque tiene su lógica intraespecífica. Obviamente,
esto no significa negar la base biológica de la naturaleza humana. La cultura es producto de
una capacidad neuroanatómica peculiar que supone la existencia de redes neuronales que
permiten la articulación del lenguaje. Pero precisamente esta capacidad humana se caracteriza
por la posibilidad de una variación casi infinita de productos culturales mediante el aprendizaje
y la transmisión del conocimiento. Estos productos o rasgos culturales se basan en su
independencia de una determinación o control genético directo, pues pueden adquirirse o
eliminarse en el lapso de una sola generación. Como indica Harris (1979) en una crítica feroz —
como casi todas las que llevó a cabo— de la socio- biología, el canibalismo, la poliginia o la
predilección por la gastronomía alemana no es un producto de los genes, sino de la cultura y
de las condiciones materiales de existencia. La lectura reduccionista de la conducta humana a
partir de esa especie de «caja negra» que son los genes no permite explicar la diversidad
cultural existente y su correlato intragrupal en el ámbito de las conductas individuales. Aquí el
determinismo biológico parece no quedar convencido de que la constante humana por
excelencia es la producción de lenguaje y su consiguiente capacidad para depender no sólo de
la programación de un código genético, sino también del aprendizaje de formas de
representación, organización y desarrollo técnico que han posibilitado algo tan cercano al
propio defensor del determinismo biológico como es su conocimiento y su capacidad para
incidir sobre el orden biológico mediante la instrumentalización terapéutica y biotecnológica.

3. La enfermedad vista por los antropólogos

Gran parte de lo apuntado con respecto a la crítica antropológica del determinismo biológico
es útil para entender la manera en que la antropología médica se ha enfrentado al modelo
biomédico de las enfermedades. La idea boasiana de la plasticidad biológica humana, la
particularidad de la enfermedad de acuerdo con sus contextos locales de producción o el
énfasis de un autor como Harris en la importancia de los aspectos infraestructurales de la vida
social y su autonomía de una vinculación determinista con hipotéticos genes egoístas, son
ideas que se reproducen, muchas veces independientemente, en el terreno del estudio
antropológico de las enfermedades. Adicionalmente, la peculiar posición de esta especialidad
en un campo interdisciplinar compuesto por múltiples saberes y subdisciplinas (demografía
histórica, sociología médica, geografía médica, economía de la salud, ecología médica, etc.) ha
permitido una crítica argumentada del modelo biomédico de las enfermedades y una
confluencia con los presupuestos de paradigmas subalternos de la medicina occidental como
son la epidemiología social, la psiquiatría social, la psiquiatría cultural o la medicina social,
entre otros. Ahora bien, ¿en qué consiste la visión antropológica de las enfermedades?,
¿cuáles son sus presupuestos?

Desde una perspectiva antropológica, la enfermedad, la salud, la aflicción y la muerte se


entienden como fenómenos dependientes de la cultura y de la vida social. Evidentemente, la
posición epistémica del antropólogo en este ámbito es muy diferente a la del profesional de la
salud, ya que el primero no está vinculado a ningún tipo de rol terapéutico. Más bien, la
antropología ejerce, al modo de gran parte de la biología, como una especie de ciencia básica
cuyo conocimiento, no obstante, puede aplicarse a ámbitos concretos, como al desarrollo de
un programa de salud pública, a la relación médico-paciente o al diseño de campañas de
promoción de la salud.

Al margen de estas diferencias de rol, el planteamiento an-tropológico introduce una serie de


principios y enfoques que entran en contradicción con el modelo biomédico de las
enfermedades. Por ejemplo, frente al enfoque microscópico que atomiza el cuerpo y la
enfermedad dividiéndolos en compartimentos que se relacionan a su vez con las diferentes
especialidades médicas (neumología, ginecología, psiquiatría, etc.), el objetivo ha sido actuar
de macroscopio, ampliando holísticamente el campo de focalización hacia la biografía, las
relaciones sociales, las representaciones culturales y los procesos de la economía política.
Frente a la idea biomédica de universalidad de las enfermedades se ha propuesto una
concepción particularista basada en la imbricación entre biología y cultura. Ante la noción de
uni- causalidad de la enfermedad, la perspectiva antropológica ha retomado una
interpretación de la etiología basada en la noción de redes multicausales. Frente a la idea de
neutralidad de las propias nosologías biomédicas —esa ilusión de que las categorías son la
copia de los hechos—, la antropología ha puesto en evidencia la necesidad de una perspectiva
crítica y constructivis- ta que observe las categorías biomédicas como productos de la vida
social. Finalmente, frente a la idea de unidimensionalidad de la enfermedad que descuella del
reduccionismo biológico, la antropología ha defendido una visión multidimensional que
permita recuperar la condición de hecho social, cultural y político- económico de la
enfermedad. Pero veamos algunos de estos presupuestos de forma más exhaustiva.

Eficacia simbólica/eficacia biológica

Sin llegar a asumir planteamientos idealistas o relativistas extremos para los cuales las
enfermedades sólo existirían en el imaginario social, podemos afirmar que los procesos de
morbilidad y mortalidad no pueden comprehenderse en toda su extensión sin tener en cuenta
el papel de la cultura y las relaciones sociales. Como ha indicado Seppilli (1996), uno de los
problemas de la biomedicina no es precisamente su exceso de cientifi- cidad, sino su defecto.
Este defecto se materializa en la ausencia de una investigación sistemática sobre el papel de
los factores sociales y culturales en el desarrollo de la enfermedad, en su historia natural, su
evolución y pronóstico. Y ello a pesar de que es un lugar común que factores como las
representaciones culturales, las formas de vida, los hábitos dietéticos, las percepciones
sociales, los estigmas o etiquetamientos, las redes sociales, la pobreza, las migraciones, el
desarrollo del capitalismo, las conductas sexuales o las condiciones sociales de existencia son
variables que se asocian con los procesos de morbimortalidad en todas las sociedades y que
definen el acceso a los tratamientos médicos y biomédicos y la resolución de las
enfermedades.

Siguiendo a Hahn (1995: 77), podemos afirmar que la sociedad y la cultura afectan por lo
menos de tres formas a las condiciones biológicas de la enfermedad:

1) La primera de ellas mediante eso que podríamos llamar, parafraseando a Berger y


Luckman, la «construcción social de la enfermedad». Piénsese que, como apuntaba Benedict,
toda sociedad define las condiciones de normalidad y anormalidad. De esta forma se explica
que la espiroquetosis sea una deformidad considerada normal entre muchos grupos del norte
del Amazonas o que la homosexualidad haya sido entendida como una patología mental
asociada a las perversiones hasta hace poco más de 20 años en los manuales de psiquiatría.

2) La segunda vía de influencia del entorno sociocultural es mediante la mediación de


éste en las prácticas, hábitos y com-portamientos asociados a la causación de enfermedades,
como es la relación existente entre pautas higiénicas y exposición a microorganismos que
producen patologías como el cólera, la di-sentería, la difteria o determinadas enfermedades
degenerativas como el clásico kuru.

3) En último lugar, pero sin ocupar por ello un espacio menor, debemos tener en cuenta
el potencial productor de los factores sociales y culturales en la forma de constreñimientos
que generan un impacto en la salud de las poblaciones. Como ya indicaba Dubos hace ya un
tiempo, la exposición al Mycobacterium tuberculosis no es la tuberculosis (Dubos y Dubos
[1952] 1992). La causa de la tuberculosis no es únicamente la exposición a este
microorganismo, sino también la conjunción de otros factores como la pobreza, la edad, el
estado nutricional, el hacinamiento o la presencia de otras enfermedades previas como la
diabetes o el alcoholismo.

Desde la biomedicina se llega a reconocer el papel mediador de los factores socioculturales en


la enfermedad, ya que puede interpretarse que aquí la cultura guarda una posición secundaria
o de simple predisposición. La construcción social de la enfermedad, por su lado, requiere
generalmente poca atención, ya que se vincula a las creencias, la ignorancia o a posiciones
anticientíficas, más que a un proceso que afecte a aspectos de la enfermedad tan importantes
como el curso, el pronóstico y el tratamiento. Finalmente, la producción es, a pesar de algunas
evidencias que discutiremos a continuación, la auténtica vía negada en el determinismo
biomédico. La razón es que la idea de producción introduce la evidencia de que la cultura
puede afectar a las dimensiones biológicas de la enfermedad. Es por ello que requiere aquí
mayor atención.

Un ejemplo clásico de producción cultural es el fenómeno de la muerte por vudú que fue
objeto, ya en un artículo de 1942 publicado en American Anthropologist, del interés de
Cannon, un conocido fisiólogo al que se le atribuye la introducción del factor stress en el
análisis médico de la causación de enfermedades. El trabajo de Cannon, que fue retomado
unos años más tarde ([1949] 1992) por Lévi-Strauss en un trabajo titulado «El hechicero y su
magia», describe y trata de explicar el enigmático caso de la muerte por vudú o por maleficio
en el ámbito de las llamadas entonces culturas primitivas. El enigma dice así: un individuo ha
transgredido un tabú o es objeto de un sortilegio y se encuentra plenamente convencido de
que fallecerá por tal motivo, ya que su tradición cultural sanciona esta idea y ha generado,
mediante la socialización, una fuerte convicción de lo irrevocable de este desenlace. A partir
de ese momento se convierte en un sujeto condenado. Queda aislado del resto del grupo que,
anticipándose a su fallecimiento efectivo, puede llegar a realizar honores fúnebres en su
nombre. Su personalidad social queda borrada del mundo de los vivos y su presencia física es
considerada un peligro, ya que ha quedado inscrito en el mundo de los espíritus y los muertos.
El pánico y la ansiedad le embargan hasta el punto de padecer insomnio y una clara dificultad
para engullir alimentos y líquidos. La espiral de acontecimientos y circunstancias en la cual se
ve involucrado acaba produciendo el desenlace esperado.
Desde un punto de vista estrictamente biomédico, la muerte por vudú no ha podido ser
explicada. Sin embargo, ya Cannon trató de esbozar una hipótesis con respecto a este
fenómeno a partir de la idea de multiplejidad causal (1942: 169 y ss.). El aislamiento social
provocado por la pérdida de la red de parentesco, la anticipación del duelo por parte del
grupo, la asimilación de esta muerte anunciada por parte de la víctima, el sentimiento de
pánico, la sobrestimulación del sistema nervioso simpático, la deshidratación como
consecuencia de la falta de ingesta de líquidos, la contracción de los vasos sanguíneos y la falta
de oxigenación, son factores que se articularían en un complejo proceso de interacción y
retroalimentación. Bajo esta hipótesis, la muerte sobrevendría como consecuencia de los
efectos de este conjunto de factores sociales, psicológicos y biológicos que impondrían a la
víctima un cerco cada vez más estrecho.

Si bien Cannon apunta en su trabajo (1942: 174) que la muerte por vudú se produce
fundamentalmente en los «pueblos primitivos» y no entre las «comunidades civilizadas», en
las últimas páginas no puede dejar de establecer una asociación de este fenómeno con los
informes de varios médicos sobre la relación entre la ansiedad producida en situaciones de
combate y la muerte súbita del sujeto por posible sobrestimulación del sistema nervioso
simpático. En realidad, el fenómeno que investiga Can- non no sólo no ha perdido su vigencia,
sino que ha ido mostrando evidencias de su existencia en contextos culturales muy diversos.
Existen varios testimonios que indican fenómenos de muerte súbita que podrían venir
asociados a estados de sugestión y pánico, así como a sus efectos en el organismo (Engel 1971,
Gómez 1982). Adicionalmente, la lógica interpretativa que Cannon aplica a la muerte por vudú,
y que supone un papel productor de la cultura en los procesos biológicos de la enfermedad y la
muerte, ha sido planteada en otros ámbitos a partir del desarrollo de lo que se ha venido
llamar teoría del social support-stress-disease; un paradigma que observa la enfermedad como
el resultado de un proceso complejo en el que intervienen tanto factores sociales como
biológicos.

La pertinencia del síndrome de la muerte por vudú en los diferentes contextos culturales es
congruente con otros ejemplos de producción social de la enfermedad. Este es el caso del
estudio de Bloom y Monterrossa, que ilustra la implicación de este tipo de factores en el
contexto norteamericano. Tras elaborar un seguimiento de más de 70 individuos que habían
sido catalogados erróneamente como hipertensos, estos autores muestran cómo el simple
etiquetamiento supone una mayor degradación del nivel general de salud y la aparición de
síntomas depresivos (1981: 1.228). La sugestión y el etiquetamiento parecen confabularse aquí
de una forma similar a como se articulaban las variables en el caso de la muerte por vudú. La
autopercepción de una enfermedad o de una disfunción no se muestran como variables
espurias y epifenoménicas, sino como factores que pueden provocar un estado de
empeoramiento o de falta de salud vía, por ejemplo, la emocionalidad y sus correlatos
psicobiológi- cos y neuroquímicos.

Algo parecido podemos decir de los diversos estudios epide-miológicos realizados sobre redes
sociales y mortalidad. La existencia de menor conectividad o relaciones sociales ha aparecido
asociada a mayor mortalidad en diversas investigaciones, como en el ya clásico estudio de
Alameda realizado por Berkman y Syme (1979, Berkman 1984). En esta investigación
entrevistaron en el condado de Alameda a cerca de 7.000 personas sobre su estado de salud y
su red social (estado marital, relaciones con familiares y amigos, etc.) y, tras un seguimiento en
el tiempo de aproximadamente 10 años, observaron que se había producido una mayor
mortalidad en la cohorte de sujetos con menores vínculos en su red social. Lo importante de
esta investigación es que las diferencias de mortalidad entre cohortes continuaban existiendo
una vez que se controlaba el posible efecto de otras variables, como el hábito tabáquico, la
hipertensión, el sobrepeso, el consumo de alcohol, las prácticas preventivas o el estado de
salud de los encuestados en el año de inicio de la investiga-ción. Aun así, las diferencias de
mortalidad eran de más del doble, de tal manera que la falta de red social podía entenderse
como un factor de riesgo de mortalidad en la población general.

El fenómeno de la muerte por vudú, el papel del etiqueta- miento en el empeoramiento de la


salud o el aislamiento por falta de red social y su correlato en la mortalidad son ejemplos de lo
que en la literatura antropológico-médica se ha definido como efecto nocebo. Este efecto
estaría relacionado con el impacto, no sólo en la mediación, sino en la producción, de
determinadas expectativas o profecías de autocumplimiento sobre la propia salud. La acción
de las expectativas sociales y subjetivas ante un proceso entendido como nocivo consistiría en
el aumento de la vulnerabilidad a padecer enfermedades como resultado del desequilibrio
inmunitario inducido por las emociones y sus efectos neuroquímicos. Los estudios sobre el
impacto de la viudedad en el mayor riesgo de mortalidad y en el padecimiento de
enfermedades coronarias y diferentes tipos de cáncer muestran también una correlación que,
mientras no puede ser explicada a partir del reduccionismo biológico, sí que puede
entenderse, aunque aún no en términos muy claros, a partir del efecto de la cultura sobre las
dimensiones biológicas de la enfermedad.

El efecto nocebo ha sido considerado un fenómeno inverso a otro más conocido


popularmente: el efecto placebo. Si en el caso del primero estamos ante los efectos negativos
de determinadas situaciones, eventos y expectativas en la salud de las poblaciones a partir de
un principio que podemos definir como sugestión, en el segundo nos hallamos ante un curioso
proceso de autoinducción de una mejoría o recuperación. El afectado por un dolor o una
enfermedad observa, ante un principio considerado por él como terapéutico, una mejoría de
su sintomatología, y ello a pesar de que ese principio no sea valorado como activo desde los
cánones de la biomedicina. La simple ingesta de un fármaco que se supone terapéutico o
aliviador del malestar puede producir este efecto. Incluso hay estudios que muestran que el
color del supuesto fármaco está en relación con el grado de eficacia del placebo: los más
efectivos son los blancos y amarillos, los menos los rojos y grises (Honzak et al. 1972).
Asimismo, también se ha indicado que, aun cuando el paciente ha sido informado de que el
fármaco en cuestión no tiene ningún «principio activo», los placebos pueden ser eficaces (Park
y Covi 1965).

Probablemente la investigación más interesante realizada desde una perspectiva antropológica


sobre el efecto placebo sea la revisión de Daniel Moerman (1983) de más de 30 estudios
realizados en 16 países diferentes sobre la eficacia de la cimeti- dina para la paliación/curación
de las úlceras gástricas y duodenales. Tras un reanálisis de los resultados de estas
investigaciones que adquirieron el diseño de estudios doble-ciego, Moerman observa que
mientras el grupo tratado con cimetidina mostró una curación en el 76 % de los casos, aquéllos
tratados simplemente con placebo sanaron en un 48 %. Un resultado que es realmente
sorprendente, pues revela el potencial curativo del efecto placebo en un trastorno como la
úlcera gástrica. Incluso en uno de los estudios revisado por Moerman, el efecto placebo
muestra una mayor capacidad de curación que la cimetidina, ya que si bien en el grupo
experimental las recidivas se produjeron en un 48 % de los pacientes, esto sólo se produjo en
un 4 % entre los afectados que fueron tratados en el grupo control; esto es, entre aquellos que
ingirieron simplemente placebo.

La eficacia del efecto placebo en la curación de trastornos como las úlceras gástricas u otras
disfunciones es un fenómeno que apunta al papel de las expectativas y la sugestión en las
dimensiones biológicas de la enfermedad. Lo mismo podemos decir del origen de ciertas
enfermedades que puede estar relacionado con el papel del efecto nocebo. La cultura
actuando sobre la naturaleza es lo que parece mostrarse en ambos casos. Las expectativas de
curación o de patologización tienen un efecto sobre la naturaleza humana, aunque de
momento parte de esta lógica nos resulte desconocida. Pero lo importante es que en estos
casos la cultura difícilmente puede entenderse como una dimensión epifenoménica en los
procesos de salud/enfermedad, pues adquiere un carácter codeterminativo que desafía la
interpretación del reduccionismo biológico a la vez que abre las puertas a una visión dialéctica
y holística.

Multicausalidad/unicausalidad

Otro de los puntos en donde la antropología asume una posición encontrada con el modelo
biomédico de las enfermedades es en el análisis causal. Como ya dijimos anteriormente, la
biomedicina asumió a partir de paradigmas como el anatomo- clínico y el bacteriológico que
las enfermedades eran resultado de etiologías específicas de tipo biológico, ya fuera una lesión
o un microorganismo el responsable de la etiología. Frente a este modelo, las ciencias sociales,
pero también cierta epidemiología social y medicina social, han defendido la existencia de
redes multicausales en la etiología de las enfermedades que deben analizarse mediante
estrategias epidemiológicas y etnográficas. La sentencia de Dubos de que el bacilo de Koch no
implica necesariamente tuberculosis, pues esta causa debe interactuar con otras para la
producción de la infección, puede entenderse como el paradigma de esta visión multicausal,
así como la clásica investigación histórico-demográfica de Thomas Mckeown (1976, 1990)
sobre la evolución de la mortalidad por tuberculosis en algunos países europeos.

En su estudio sobre la evolución de la mortalidad por tuber-culosis en Inglaterra y Gales,


Mckeown nos introduce un enigma que sólo parece resolverse desde una interpretación socio-
histórica y económica-política. El análisis de las estadísticas de defunción informa de la
existencia de una caída progresiva de la tasa de mortalidad por tuberculosis entre 1838 y 1960.
Mientras que en 1838 podemos hablar de una tasa de cerca de 4.000 muertes por millón, en
1880 la mortalidad se reduce a menos de 2.000 defunciones, en 1900 en torno a 1.200
muertes y en 1950 a menos de 500. La pregunta pertinente en este punto es: ¿cómo es posible
esta caída de la mortalidad si hasta finales de 1940 no existe un tratamiento quimioterápico
efectivo contra esta enfermedad y si la vacuna no está disponible hasta bien entrados los años
cincuenta? La respuesta a esta cuestión podría estar en la posible mutación benigna del bacilo
y en la disminución subsiguiente en la mortalidad. Ahora bien, Mckeown no piensa que la
reducción de las tasas de defunción por tuberculosis esté vinculada a una mutación, entre
otras cosas porque la pauta de caída de mortalidad es aplicable también a otras enfermedades
infecciosas como la neumonía, el sarampión o la difteria para el mismo período estudiado. Más
bien debemos buscar las causas de este proceso en una serie de factores como la mejora de la
alimentación y su impacto en la resistencia de la población inglesa a la mortalidad por
tuberculosis, así como en el conjunto de factores socioeconómicos asociados con la revolución
industrial de la segunda mitad del siglo xix: desarrollo de las técnicas de con-servación de
alimentos como consecuencia del desarrollo técni-co-industrial y mejora del transporte de
mercancías y de las con-diciones de las viviendas del proletariado. En cierta medida, tanto las
altas tasas de mortalidad de la primera mitad del XIX como su caída progresiva pueden
interpretarse como fluctuaciones en el desarrollo del capitalismo (1976: 152 y ss., 1990: 117).

En apoyo de la tesis de Mckeown pueden utilizarse numerosos estudios que han tratado sobre
la evolución de la mortalidad por tuberculosis en diferentes países occidentales y que han
ofrecido una evolución similar de la epidemia. Por ejemplo, Dubos y Dubos (1992: 183)
muestran cómo la tasa de mortalidad de esta enfermedad en Estados Unidos era en 1830 de
400 por 100.000 —una cifra casi idéntica a la apuntada por Mckeown para Inglaterra y Gales—
mientras que en 1950 era sólo de 26 por 100.000. La tuberculosis parece decaer en arreglo con
el desarrollo del industrialismo y con la introducción de medidas higiénicas y la mejora de la
alimentación. Dubos y Dubos, por ejemplo, establecen una relación entre tuberculosis y
capitalismo y apuntan que en los países occidentales la caída de la mortalidad por esta
enfermedad sigue la estela de los procesos de industrialización en los diferentes países. No
obstante, también admiten que las tasas de tuberculosis y de su mortalidad derivada
aumentan en los momentos históricos relacionados con conflictos bélicos o en las épocas de
hambruna y pobreza.

El ejemplo de la tuberculosis es paradigmático de la inviabili- dad de explicar


comprehensivamente la enfermedad desde una perspectiva unicausal de corte biológico. La
pobreza, las desigual-dades sociales, las condiciones de trabajo y de la vivienda y otros muchos
factores sociales se hayan íntimamente relacionados con los procesos de morbimortalidad en
todos los países e intervienen en sus cadenas de causación. La existencia hoy en día de un
mapa planetario de enfermedades caracterizado por un mundo pobre con enfermedades
infecciosas endémicas y un mundo rico con enfermedades crónicas y degenerativas no puede
entenderse desde la doctrina de la etiología específica, sino a partir del papel que los factores
sociales y culturales juegan en las redes multicau- sales que producen la enfermedad y la
muerte. El bacilo de la tuberculosis puede entenderse como una causa necesaria para la
existencia de la tuberculosis, pero tras lo expuesto parece evidente que no es ni una causa
única ni suficiente.

Particularidad/universalidad

Desde la perspectiva biomédica se entiende que las enferme-dades son fenómenos universales
que dependen de criterios bioló-gicos de desviación y disfunción. El fundamento de esta idea
radica en una concepción estática de la biología humana que, curiosamente, entra en
contradicción con algunas tendencias de la ciencia biológica, como las nuevas teorías
evolucionistas, para las cuales la característica del mundo de la vida es precisamente su
diversidad y variación. La biomedicina, sin embargo, entiende la enfermedad como un
invariable. En otras palabras, se espera que los síntomas y signos de la enfermedad sean los
mismos en diferentes períodos históricos y en diversos marcos socioculturales. Una idea que,
aunque ha demostrado su rendimiento en el análisis y en la terapéutica de desviaciones
evidentes, no hemos de entender como inquebrantable. En diferentes ejemplos, lo que se
entiende por norma biológica universal se descubre como una producción de conocimiento
que lleva a entender como enfermedad un trastorno como el alcoholismo, cuya etiología
orgánica es discutible, pero no en cambio anomalías claramente genéticas como la intolerancia
a las frambuesas (Kleinman 1988a: 9). Pero no es necesario ir tan lejos para mostrar la
arbitrariedad que guarda la definición biomédica de lo patológico. Ya hemos apuntado
anteriormente que hasta hace 20 años la homosexualidad se entendía como una perversión
psicopatológica (esto es, una enfermedad) por el modelo psiquiátrico (Ey, Bernard y Brisset
1980: 342-347). Ante determinada noción de normalidad y anormalidad cabe entonces
preguntarse, rememorando a Benedict, ¿normalidad para qué? y ¿normalidad para quién?
(Mishler 1981: 4). La regla de oro a partir de la cual se discrimina lo patológico se descubre, así,
como una medida en donde normatividad moral y normalidad biológica se ofrecen
mutuamente su sentido. Canguilhem nos es de utilidad en este punto cuando afirma aquello
de: «Siempre en el concepto de normalidad en el orden humano subyace un concepto
normativo y propiamente filosófico» (1992: 169).

El asunto es aún más complejo desde que la noción de salud ha resurgido en el discurso
biomédico siguiendo las directrices que la Organización Mundial de la Salud ha establecido en
sus escritos programáticos. La OMS define la salud como «un estado de completo bienestar
físico, mental y social, y no simplemente la ausencia de enfermedad o invalidez» (Mishler
1981:3). Sin embargo, a efectos prácticos, esta noción de salud es difícilmente operativa.
Porque, ¿cómo se puede actuar sobre la salud?, ¿cómo es posible entender lo saludable si no
es bajo la amenaza de la enfermedad y la muerte? La salud sin su opuesto pierde gran parte de
su sentido práctico. Ya Leriche indicaba, con gran riqueza poética para provenir de un fisiólogo,
que la salud es la vida en el silencio de los órganos (Canguilhem 1971: 63). Afirmación de la
que Canguilhem establece una réplica: «la salud es la inocencia orgánica» (1971:71). La salud
se descubre aquí por su negativo, por lo que se pierde cuando la enfermedad irrumpe con ese
ruido natural y asemiótico que perturba a los órganos y que conlleva un sufrimiento. Pero lo
que es más importante a nuestros propósitos es que, manejemos la definición de salud de la
OMS, de Canguilhem o de Leriche, ésta no es definible sin tener en cuenta la interdependencia
entre normalidad biológica y normatividad social. Aquello que se entiende por bienestar es
ciertamente diverso, no sólo transculturalmente, sino dentro de un mismo contexto social.
Como ha subrayado Dubos, una misma limitación es vivida de forma muy diferente por un
ejecutivo de Wall Street que por un leñador, por un monje que por un piloto de aviones de
combate supersónicos (1969: 110). La hipotensión, por ejemplo, puede pasar desapercibida
para un monje y no empañar su «estado de bienestar, físico, psicológico y social»; sin
embargo, para un piloto de aviones de combate puede revelarse como una preocupante
alteración.

Adicionalmente, la teoría universalista de las enfermedades debe enfrentarse a ese conjunto


de fenómenos que son los cultu- re-bound syndromes o síndromes dependientes de la cultura,
como chisara-chisara, zuwadanda, empacho, susto, aire, agua, pasmo, bilis, ataque de nervios,
celos, mal de pelea, latido, cólera, koro, amok, gila merian, gila talak, gila kena hantu, otak
miring, latah, bah-tsi, dhat, shen-k'uei, qissaatuq, pibloktog, anorexia nerviosa, bulimia,
quajimaillituq, pa-feng, pa-leng, boxi, wiitiko, tripa ida, ruden rupan, zar, womtia o espanto,
entre un repertorio tan amplio como los mundos culturales posibles. Se trata de síndromes
que se producen exclusivamente en contextos culturales concretos y que, por tanto, no
parecen responder a esa lógica biomédica de universalidad de los procesos mórbidos. Esto no
significa que no constituyan problemas sanitarios de primer orden en los contextos en donde
se producen. Piénsese en un ejemplo cercano como la anorexia nerviosa, que aparece casi en
exclusividad en contextos occidentales u occidentalizados y que deriva en ocasiones en la
muerte de la afectada, o del afectado, aunque la prevalencia entre varones parece ser mucho
más baja que entre las mujeres. Piénsese también en trastornos como el koro o el dhat que
muestran una afectación importante en China y en el subcontinente indio, respectivamente.
Incluso cuando se han realizado estudios epidemiológicos sobre este tipo de síndromes se ha
encontrado que mientras no es posible vincular estos trastornos con nosologías biomédicas, sí
que parecen relacionarse con estados de carencia de salud, vulnerabilidad y ma-yor
mortalidad. Los síndromes delimitados culturalmente pueden entenderse como trastornos
enigmáticos y, a menudo, imprecisos, pero su impacto sobre la salud de los sujetos y las
poblaciones es algo que está a prueba de toda duda.

MultidimensionalidacUunidimensionalidad

Un último aspecto sobre el cual queremos incidir aquí es el de la dimensionalidad de la


enfermedad. Al igual que los anteriores, se trata de un criterio discrepante entre el modelo
biomé- dico y lo que podemos llamar modelo antropológico de las enfermedades. Haciendo un
esfuerzo de síntesis podemos decir que el planteamiento antropológico consiste en proponer
que la en-fermedad debe entenderse como un fenómeno multidimensional frente a la
unidimensionalidad analítica y centrada exclusivamente en la biología que ha articulado al
modelo biomédico en los últimos tiempos. Para ello se ha propuesto el uso de tres términos
que, si bien son sinónimos en el inglés coloquial, han sido de utilidad para designar diferentes
planos de análisis. Nos referimos a los términos disease, illness y sickness que designan de
forma respectiva a las dimensiones biológicas y psicobiológi- cas, culturales y sociales de la
enfermedad. Esta propuesta de multidimensionalidad constituye un esfuerzo de integración de
diferentes paradigmas a partir de una segmentación artificial del fenómeno de la enfermedad,
pero ha resultado útil como estrategia explicativa opuesta a los planteamientos de reduccio-
nismo biológico.

En un trabajo anterior (Martínez Hernáez 1998a) hemos aplicado este mismo modelo
conceptual para el caso de un trastorno mental polémico y de importante tradición en la
investigación antropológica como es la esquizofrenia. En este caso, la disease o patología haría
referencia a las hipótesis aún no corroboradas sobre la etiología de este trastorno, como son
las teorías que postulan que la esquizofrenia es resultado de una hiperacti- vación de las vías
dopaminérgicas cerebrales, una lesión cortical, la determinación genética o la acción de un
vims adquirido de forma prenatal. También en el ámbito de la disease de la esquizofrenia
podrían disponerse las teorías cognitivistas que relacionan esta enfermedad mental con los
obstáculos a la correcta filtración de la información o las teorías psicológicas que tratan de
explicar síntomas tan diversos de este trastorno como el delirio, las alucinaciones o el
retraimiento social a partir de supuestas estructuras de la personalidad.
Por otro lado, dispondríamos de un segundo territorio de análisis en la illness o dimensión
cultural de la esquizofrenia. Un plano que no debemos observar como epifenoménico ni en
este caso ni en el de enfermedades físicas u orgánicas. Recuérdese la importancia de las
expectativas sociales y subjetivas en el incremento de la mortalidad (efecto nocebo) o en la
producción de salud y/o bienestar (efecto placebo). Más bien, debemos entender la dimensión
cultural como un nivel de significación y experiencia que puede ser abordado
antropológicamente y que además interviene en los procesos de construcción social,
mediación y producción de las bases biológicas y psicobiológicas de la enfermedad. En el
contexto de la esquizofrenia se observan, por ejemplo, dos datos transculturales que
adquieren una gran importancia, como es la existencia de una diversidad sintomatoló- gica de
acuerdo con las diferentes culturas (World Health Orga- nization 1976, 1979, Katz et al 1988,
Leff 1988) y una diferencia en el pronóstico de acuerdo con la existencia de expectativas
familiares y sociales sobre la recuperación de los afectados (Waxler 1974, 1979, WHO 1979,
Leff et al. 1990). En este caso la dimensión cultural parece mostrar una considerable
centralidad en la presentación y desarrollo de la propia enfermedad.

Un tercer nivel de análisis haría referencia a la sickness o dimensión social de la esquizofrenia,


aunque tanto en este trastorno como en cualquier enfermedad es difícil establecer una
frontera precisa entre lo cultural y lo social, entre otras cosas porque los solapamientos entre
estos dos conceptos forman parte de la historia conceptual de las ciencias sociales. En
realidad, las razones para distinguir estos dos planos de la enfermedad son más de índole
teórica y metodológica que fenomenoló- gica, ya que se trata de oponer, a la visión más
centrada en lo ideológico que ha caracterizado al culturalismo, una posición más orientada al
estudio de las relaciones sociales (funcionalismo y estructural-funcionalismo) y de las
estructuras económico-políticas (marxismo) que son inherentes a cualquier enfermedad. Dicho
con un ejemplo, una cosa es estudiar las percepciones de los chícanos en Estados Unidos sobre
la tuberculosis (illness) y otra dar cuenta de las relaciones sociales y de las condiciones
económicas que producen la mayor morbilidad y mortalidad por esta enfermedad entre esta
minoría étnica. Para el caso de la esquizofrenia encontramos, además, evidencias muy claras
sobre el papel de las dimensiones sociales, como es la relación entre clase social y prevalencia
e incidencia de este trastorno (Link et al. 1986) o la correlación entre las fluctuaciones
históricas de ingresos y reingresos en los hospitales psiquiátricos en los países industrializados
y la lógica oscilatoria de los ciclos económicos (Warner 1985).

La tentación de una lectura determinista de corte biológico a partir de la propia estructura


multidimensional de la enfermedad que acabamos de esbozar —en la misma línea del modelo
biopsicosocial que hemos apuntado antes brevemente y en donde el propio término (bio-
psico-social) dibujaba un orden de preeminencia de la base hacia lo epifenoménico— queda
descartada una vez que observamos que los planos culturales y socioeconómicos constituyen o
pueden constituir fuerzas de determinación. El cólera es una enfermedad pro-ducida por la
acción de un agente microorgánico, pero la pobreza, por ejemplo, está en la base de la
distribución mundial de este proceso mórbido de igual manera que en el substrato de
múltiples enfermedades infecciosas como la tuberculosis o la disentería. Las enfermedades
psicosomáticas y una parte de los trastornos mentales, por otro lado, no pueden entenderse
comprehensivamente sin tener en cuenta el papel de la cultura y su acción mediante
expectativas, valores, conflictos, significaciones y formas de experiencia que ejercen un poder
sobre la construcción y producción de estos trastornos. La idea de multidimensionalidad de la
enfermedad, igual que el enfoque antideterminista, la noción de redes multicausales o el
énfasis en la localidad o particularidad de la enfermedad, son principios que permiten una
aprehensión más holística de la enfermedad, así como el desbrozamiento de un territorio en
donde la antropología y otras ciencias sociales encuentran un campo abierto para la
investigación.

CAPÍTULO 3

SÍMBOLOS, CUERPOS, AFLICCIONES Las teorías culturales de la enfermedad

No existe una medicina esencial. No existe una medicina que sea independiente de su
contexto histórico. No existe ninguna entidad ubicua e intemporal llamada medicina.

ARTHUR KLEINMAN [1995: 23]

En consonancia con la idea de multidimensionalidad de la enfermedad que hemos tratado en


el capítulo anterior, la antropología médica ha desarrollado la estrategia de analizar las
dimensiones culturales y simbólicas de los procesos de salud y enfermedad a partir de
orientaciones interpretativas, hermenéuticas, semióticas, narrativas e incluso estéticas. Se
trata de aproximaciones que empiezan a cobrar cierta influencia en el panorama internacional
como consecuencia de la centralidad del tema del lenguaje en las diferentes propuestas
teóricas de la antropología social de la década de los sesenta y setenta del siglo XX. Los
debates sobre las aportaciones del estructuralismo de Lévi-Strauss y las críticas a su
formalismo, el desarrollo desde los cincuenta de la etnociencia y la etnosemántica como
estrategias para reproducir el orden cognitivo de otras culturas, los enfoques más centrados
en los significados simbólicos planteados por las cuidadosas descripciones etnográficas de
Víctor Turner sobre los ndembu o las ingeniosas argumentaciones de Geertz sobre la
naturaleza semiótica, textual y significativa de la cultura son algunos elementos que componen
este contexto. El lenguaje recobra centralidad en la antropología y también en la antropología
médica. Si la cultura puede entenderse como un conjunto de significados, o de significantes,
según el mayor formalismo de la propuesta teórica en juego, y si la enfermedad puede
aprehenderse como un fenómeno que es también cultural, además de biológico y
psicobiológico, la consecuencia es que la enfermedad se convierte en un locus apropiado para
una perspectiva simbólica, interpretativa, estructuralista o hermenéutica. La proliferación
desde la década de los setenta de conceptos como significado, símbolo, metáfora, narrativa,
red semántica de enfermedad, expresiones de malestar, expresiones del infortunio y un largo
etcétera, es buena prueba de la productividad que supone reconvertir la enfermedad en
sentido. La antropología médica se revela aquí como una interpretación de las dimensiones
culturales de la enfermedad, aunque no por ello las indagaciones de tipo explicativo
desaparezcan completamente del panorama antropológico, pues continúan encontrando
acomodo en la epidemiología social, en la ecología médica o incluso en la compara-ción de los
sistemas médicos.

Con la posible excepción de las propuestas estructuralistas que pueden mostrar algunos
tientos de corte explicativo, las orientaciones interpretativas suponen un giro hacia modos de
conocimiento más propios de las ciencias humanas que de las ciencias naturales, de la
comprensión (Verstehen) e interpretación (Auslegung) que de la explicación (Erklärung). Como
apuntaba Geertz en Blurred Genres: «muchos científicos sociales se han apartado de un ideal
de explicación de leyes-y-ejemplos hacía otro ideal de casos-e-interpretaciones» (1991: 63).
Esto es también válido para el ámbito de la antropología médica, pues asumir una perspectiva
hermenéutica es también descartar un análisis de las cadenas de causas que producen las
enfermedades en beneficio de una interpretación de sus significados.

En las orientaciones interpretativas la causalidad ha dejado paso a una comprensión


(Verstehen) de la enfermedad como símbolo o texto que es interpretable en términos de un
contexto. En este punto, no es extraño que resulten tan evocativas como útiles algunas
propuestas de la filosofía hermenéutica europea como las de Ricoeur y Gadamer. Si la
hermenéutica, como apunta Gada- mer en Verdad y método (1988), puede concebirse como
un método de análisis basado en la oscilación entre el sentimiento de pertenencia y de
extrañamiento con respecto a la propia tradición, la etnografía, con su vaivén epistemológico
entre el análisis y la experiencia, entre la observación y la participación, entre una perspectiva
etic y una aprensión del punto de vista nativo, puede considerarse como una forma especial de
hermenéutica: aquella en donde, y de forma inversa al método hermenéutico gadameriano, la
sensación de extrañamiento que genera la otredad se anticipa al sentimiento de pertenencia
que otorga la experiencia etnográfica. En la filosofía de Gadamer el hermeneuta se orienta
desde un adentro, el de la tradición, hacia un afuera, el del análisis. El etnógrafo desarrolla
normalmente una tarea inversa, pues fuerza un afuera desde el cual parte hacia el interior de
un mundo cultural que quiere captar y comprender. Sin embargo, ambas posiciones recorren
en su oscilación idénticas posiciones epistemológicas: el extrañamiento y la pertenencia. La
etnografía no deja de ser un quehacer hermenéutico. La enfermedad será, en el caso de las
corrientes interpretativas en antropología médica, el objeto principal de ese quehacer.

Pero las aportaciones de las aproximaciones hermenéuticas en antropología médica no se


limitan al ámbito de su congruencia con la tónica interpretativista del pensamiento científico-
social dominante en la década de los sesenta y setenta o a la recuperación de las claves
exegéticas del método etnográfico. Su mayor contribución es el desarrollo de un campo crítico
del modelo biomédico de las enfermedades. Piénsese que la historia reciente de la
biomedicina es también la historia del predominio progresivo de la explicación sobre la
comprensión, del método científico-natural sobre el hermenéutico, en la investigación de las
enfermedades. El desarrollo de las tecnologías biomédicas y su capacidad para penetrar en el
interior del cuerpo del paciente mediante sistemas de representación como las radiografías,
las tomografías o los test sanguíneos constituye una apuesta por la observación en detrimento
de la escucha atenta del relato del paciente. La hermenéutica es un modo de conocimiento
prácticamente desterrado de los diferentes referentes terapéuticos y teorías de la medicina
occidental. Quizá una de las pocas excepciones a esta regla sea la persistencia de ese híbrido
entre hermenéutica e hidráulica de las pulsiones que es el psicoanálisis; una teoría de la
enfermedad que, no por azar, cada vez detenta una posición más humanística en el contexto
de la práctica terapéutica de nuestro tiempo. Las perspectivas interpretativistas de la
enfermedad se insertan precisamente en ese territorio desasistido por la biomedicina de
discursos y expresiones de aflicción, esa voz del enfermo tantas veces negada y omitida en las
historias clínicas y en los informes biomédicos.
Recuperar la voz del afligido, su universo de sentidos, valores y representaciones, puede
entenderse como uno de los objetivos de la antropología médica de tipo interpretativo. Ahora
bien, el propósito no es humanitario, aunque este interés pueda estar también presente, sino
principalmente analítico. El modelo bio- médico de las enfermedades se ha constituido a partir
de un isomorfismo entre categorías médicas (nosologías) y hechos (enfermedades) que ha
sacudido hiera de la esfera de atención al propio enfermo, a su biografía, su mundo local y
también a sus condiciones sociales y materiales de existencia. La enfermedad y no el enfermo
es la prioridad de la biomedicina. Esto se muestra de forma palmaria en ámbitos muy diversos,
como su propia articulación en especialidades que descansan en una concepción naturalista —
casi more botánico, como vimos en el capítulo anterior— de las enfermedades, o en el
predominio de la observación sobre la escucha, pues lo que recaba la mirada biomédica son las
disfunciones biológicas, no las representaciones culturales del enfermo. Pensarla enfermedad
como un símbolo, un texto o una narrativa de aflicción significa, así, recuperar sentidos
considerados erróneos desde la perspectiva biomédica, como son los propios de los saberes
ponulares, que se expresan a través de actores sociales que representan eso que Kleinman ha
llamado un mundo moral local (1995). Ahora bien, la recuperación y análisis de esos discursos
no ha sido una tarea homogénea.

Las orientaciones de tipo lingüístico y semiótico en antropología médica han sido diversas,
tanto, al menos, como las teorías antropológicas que han mostrado su influencia en ellas. En la
tradición francesa, el estructuralismo y su formalismo inherente aparecen de forma clara en
trabajos como los de Augé (1991), en donde el objetivo es la búsqueda de la estructura que
organiza las clasificaciones etnomédicas y sus principios causales. La et- nociencia y la
etnosemántica desarrolladas en Estados Unidos muestran su influencia en los trabajos de
Frake (1961, 1985) sobre el sistema clasificatorio de las enfermedades en contextos locales
específicos.

Tanto en el enfoque estructuralista como en el etnocientífico se observa un énfasis en los


aspectos clasifícatorios de la enfermedad a partir de la formalización de las taxonomías
autóctonas y el predominio de la dimensión significante de la enfermedad. La enfermedad
puede pensarse como una forma elemental del acontecimiento, nos dirá Augé inspirándose en
la concepción formalista de Lévi-Strauss (1991:35). El interés de Augé es la búsqueda de la
lógica interna de la enfermedad y su correspondencia con otros órdenes de la vida social como
la organización social o la concepción del cuerpo. Frake, por su lado, indaga en el esquema
cognitivo-clasificatorio subanun de Filipinas para trazar la taxonomía de las enfermedades de
la piel en este grupo cultural. Frake nos dirá que, de la misma manera que en el dominio
cognitivo angloparlante se distingue entre perros y gatos a partir de un eje de discriminación y
se establecen jerarquías de inclusión del tipo animal-perro-collie partiendo de un eje de
generalización, los subanun establecen sus taxonomías de las enfermedades de la piel. Las
«llagas» (beldut) contrastan con la «tiña» (buni) y con la «inflamación» (neyebag). Dentro de la
categoría «llagas» (beldut) se disponen la «úlcera distal» (telemaw) y la «úlcera proximal»
(baga) que contrastan entre sí. A su vez, en el interior del subdominio «úlcera distal» cohabitan
otras especies como la «úlcera distal superficial» (telemaw glai) y la «úlcera distal profunda»
(telemaw bligun). Toda una taxonomía de especies, como se podrá observar, que, no por
casualidad, recuerda a las clasificaciones botánicas de la medicina occidental. Quizá por ello
Geertz, no sin ironía, ha definido la etnocien- cia como «el descubrimiento del continente de la
significación y el mapeado de su paisaje incorpóreo» (1987: 32).

Probablemente por su formalismo, el estructuralismo y la etnociencia son modelos teóricos


que han entrado en desuso en antropología médica, pues el paradigma dominante en el
estudio de las dimensiones culturales de la enfermedad ha sido el interpretativismo y la
hermenéutica en primera instancia y la fenomenología en los últimos tiempos. Casi podríamos
hablar de una clara primacía del significado sobre el significante, del contenido sobre el
continente. Los trabajos de Byron Good y Arthur Kleinman, dos antropólogos de Harvard
conocidos por defender el paradigma hermenéutico, también llamado en este contexto
meaning-centered approach o aproximación centrada en el significado, son dos ejemplos
palmarios de este enfoque.

1. La enfermedad como símbolo

En 1977, y en el marco del primer número de una revista que nace con el objetivo de ocupar
un especial papel en la divulgación de las investigaciones sobre las dimensiones culturales de
la enfermedad: Culture, Medicine, and Psychiatry, Byron Good publica un artículo que ha
pasado por ser uno de los primeros exponentes de las teorías interpretativistas en
antropología médica. Nos referimos a «The Hearth of What's the Matter. The Semantic of
Illness in Irán», en donde el autor propone la superación de la teoría empirista del lenguaje
característica de la bio- medicina a partir de presupuestos culturalistas y plenamente
enraizados en la tradición de la antropología simbólica e interpretativa, como es el concepto
de «símbolos rituales dominantes» de Víctor Turner.

La noción de símbolos rituales dominantes es un concepto que Turner había elaborado


previamente en The Forest of Sym- bols para designar aquellos símbolos o elementos
significativos que adoptan un papel central en los procesos rituales ndembu. Símbolos que se
caracterizan por algunas propiedades fundamentales, como la polisemia, la condensación, la
unificación de diversos significados en una única formación simbólica y la polarización de
sentido en dos niveles: un polo orético o fisiológico y otro normativo o ideológico. Un ejemplo
de este tipo de símbolos es el mudyi o «árbol de la leche», que detenta un papel central en
rituales como el n'kanga (ritual de pubertad de la muchachas ndembu), y del que Turner indica
su asociación de sentido con la leche materna (polo sensorial o fisiológico) y con el principio de
matrilinealidad ndembu (polo ideológico) (Turner 1980: 23,31, 1985: 269, 1988: 62).

Edith Turner, en el prólogo del postumo libro de su marido: On the Edge of the Bush, ha
relacionado el principio de condensación de Víctor Turner con las aportaciones del conocido
lingüista y antropólogo Edward Sapir y la idea de polarización con la obra de Freud (Edith
Turner 1985: 6). En The Forest of Sym- bols, el propio Víctor Turner parece hablar
exclusivamente de Sapir como fuente de su inspiración (1980:32), aunque en escritos
posteriores reconozca la influencia que el estilo intelectual de Freud tuvo en la construcción de
su propia posición teórica (véase Oring 1993). Más recientemente, Oring ha rastreado estas
asociaciones sin dudar en mostrar la irrelevancia del concepto de condensación en la obra de
Sapir y la ausencia en ésta del principio de unificación y, en este sentido, ha interpretado la
curiosa «amnesia» de Víctor Turner como una especie de represión intelectual de la obra de
Freud similar a la negación que los ndembu efectúan de sus ancestros (Oring 1993).
Sin entrar en detalles sobre esta polémica, lo cierto es que tanto la idea de condensación de
Turner como la noción de polarización no son nuevas en el panorama intelectual. Aunque
Freud no hablara explícitamente de un polo sensorial y otro ideológico, la idea de que
significados ambivalentes pueden esconderse y unificarse en una representación (neurosis,
síntomas, símbolos oníricos, etcétera), así como la importancia del concepto de condensación,
constituyen algunas de las aportaciones fundamentales de obras como La interpretación de los
sueños. Pero lo importante aquí es que esa misma idea de condensación va a aparecer en los
trabajos de Good en la forma de una comprensión de la enfermedad como símbolo que
concentra una nebulosa de significados que tienen sentido para un ámbito cultural local.
Veámoslo.

En «The Heart of What s the Matter», Good trata de formular una nueva aproximación a la
enfermedad y, por añadidura, intenta desarrollar una nueva teoría del lenguaje médico que no
suponga la reificación de las enfermedades ni la limitación de su nivel semántico a una mera
función nominativa. Good se está refiriendo a esa concepción empirista que podemos
retrotraer a los ensayos de Locke y Bacon sobre el entendimiento humano, por la cual se cree
firmemente en la posibilidad de un lenguaje científico que sea isomórfico con la naturaleza.
Este planteamiento habría articulado el esquema de conocimiento médico durante siglos en la
tradición occidental y tendría su plasmación contemporánea en la lógica positivista de la
biomedicina. Con el propósito de desarrollar un modelo del lenguaje médico alternativo, Good
propone el concepto de «semantic illness network» o «redes semánticas de enfermedad». Una
noción que toma como base la idea de «símbolos rituales dominantes» de Turner, pero
también otros planteamientos como la noción de «términos centrales» de Fox y la de
«palabras-foco» de Izutsu (Good 1977: 38, Martínez Hernáez 2001). La idea es que una
enfermedad no es sólo un conjunto de signos y disfunciones biológicas predefinidos, sino: «[...]
más bien un "síndrome" de experiencias típicas, un conjunto de palabras, experiencias y
sentimientos que se entienden como un conglomerado para los miembros de una sociedad.
Tal síndrome no es meramente un reflejo de la relación de los síntomas con una realidad
natural, sino un conjunto de experiencias asociadas entre sí a partir de una red de significación
y de interacción social» (1977: 27).

En tanto que una enfermedad es también un conjunto de significados y de interacciones


sociales, en ella se pueden hallar símbolos dominantes que condensan una pluralidad de
significados para los miembros de una sociedad dada. La red semántica es un instrumento
hermenéutico alternativo a los presupuestos de lo que Good denominará más tarde «teoría
empirista de lenguaje médico» (Good 1994: 185), ya que permite explorar el territorio de la
enfermedad en el contexto local y de la vida cotidiana. Casi podríamos decir que frente a la
atomización biomé- dica Good está proponiendo una especie de macroscopio cultural por el
cual se descubre en una categoría una nebulosa de significados que dibujan un contexto local
de valores, formas de vida, relaciones sociales y representaciones. Frente al modelo
digitalizador de la biomedicina encontraríamos en el planteamiento de este autor ese
operador analógico por el cual el etnógrafo relaciona la parte con el todo mediante un
procedimiento similar a la sinécdoque. El resultado final de este quehacer inter-pretativo de
continua devolución del texto al contexto para su exégesis no es tanto elaborar una
taxonomía, tal como se proponía en la tradición etnocientífica, como interpretar aquello que
significan las enfermedades para los propios actores.
En gran medida, podemos decir que Good elabora su idea de red semántica de enfermedad
por contraste con la teoría etnocientífica. Así, se dedica a explicitar críticamente algunas de las
asunciones de esta iniciativa metodológica que había aplicado Frake en su estudio sobre los
subanun, pero también otros como Fabrega en su investigación sobre la etnomedicina tzeltal
de los Altos de Chiapas. El análisis etnocientífico, nos dirá Good, toma como base tres
principios similares a la teoría empiricista del lenguaje médico. La primera de ellas es que las
enfermedades son condiciones patológicas discretas que pueden ser descritas en términos
bioquímicos y fisiológicos. La segunda es que las enfermedades, entendidas ya como hechos
naturales, son categorizadas de forma diferente en cada sociedad usando diferentes criterios
de discriminación. Probablemente Good está pensando aquí en los principios de inclusión y
exclusión que habían sido utilizados previamente por los etnocientíficos: tuberculosis puede
incluirse en la categoría enfermedades pulmonares pero queda excluida de la categoría
enfermedades mentales, por ejemplo. Finalmente, el tercer principio etnosemántico
consistiría en la idea de que, en la medida en que las enfermedades son catalogadas de forma
diferente en las diversas sociedades existentes, la experiencia de enfermar deberá diferir de
un contexto cultural a otro.

Las objeciones de Good a este modelo no apuntan tanto al último de los criterios señalados
como a los dos primeros, pues suponen desde su punto de vista dos cosas. La primera de ellas,
que las enfermedades son disfunciones biológicas discretas y no construcciones culturales que,
como ya hemos apuntado supra, él entiende como «síndromes de experiencia» que adquieren
una materialización local. El segundo problema es que esta visión de las enfermedades implica
la idea de una correspondencia iso- mórfica entre las categorías y las cosas, pues las
enfermedades son realidades naturales que simplemente son catalogadas de forma diversa de
acuerdo con la tradición médico-cultural en juego. El significado de la enfermedad es entonces
su presunta realidad natural como dimensión de sentido que flota libre de los usos individuales
y de su contexto social.

El ejercicio crítico de Good hace visible la concepción empiris- ta del lenguaje presente en los
tratamientos etnocientíficos y su contradicción con la mayor parte de tradiciones semiológicas
y semióticas. Piénsese qüe ya Ferdinand de Saussure en su Cours de linguistique générale
(1974) plantea una teoría semiótica —semio- lógica en palabras del lingüista— que aquí es
perfectamente apli-cable al campo de las categorías médicas. Un signo, nos dirá de Saussure,
no es el resultado de la unión de un nombre y una cosa, sino de un concepto (concept) y una
imagen acústica (image acus- tique), de un significado y un significante. Así, el significado de la
palabra «árbol» no es, entonces, el árbol como cosa en sí misma, sino la idea a que refiere este
signo en el marco de un código social determinado. El significante, por su parte, no es el
sonido puramente material, sino: «l'empreinte psychique de ce son, la représentation que
nous en donne le témoignage de nos sens; elle est sensorielle» (1974: 98). La crítica de Good a
la etnociencia, y también, claro está, al modelo biomédico, supone recordar algo tan conocido,
y paradójicamente tan olvidado desde estas tradiciones, como que el significado remite a una
idea que resulta consistente dentro de un sistema de significados y no a una cosa «en sí
misma» como podría ser una determinada patología.

El ejemplo etnográfico que utiliza Good para mostrar las potencialidades de su aproximación
interpretativa es el «nara- hatiye qalb» o mal de corazón. Una categoría folk resultado de la
influencia desigual de diferentes sistemas médicos como el ára-be-galénico, la biomedicina y la
concepción autóctona de Ma- ragheh, población de lengua turca de la provincia de Azerbaiján
oriental en el noroeste de Irán. Good detalla cómo casualmente empezó a ser consciente de la
importancia que esta categoría tenía en la vida de esta población. Las mujeres más que los
varones elaboraban quejas del tipo: «qalbim vurur» (mi corazón está latiendo fuertemente),
«qalbim tittirir» (mi corazón tiembla) o «qalbim narahatdi» (mi corazón no esta bien). Con el
objeto de conocer el significado de esta enfermedad que se expresa a partir de un símbolo
central como es el corazón, el etnógrafo llevó a cabo una encuesta en Maragheh y sus
alrededores y halló un 40 % de frecuencia de «mal de corazón» y un perfil caracterizado por
variables como ser mujer y tener entre 15 y 44 años. Pero lo que nos interesa aquí no es tanto
el resultado estadístico de su estudio como la información más cualitativa que nos ofrece. Bajo
la quejas asociadas a «mal de corazón» aparecen cuatro emociones y sensaciones
fundamentales: qus o pena, quam o tristeza, fikr o preocupación y xiyalet o ansiedad. Todas
ellas, además, especifican circunstancias personales y sociales, como el pesar y la tristeza
debido a la muerte de un familiar, la preocupación por la pobreza o la ansiedad inducida por
los conflictos con la suegra o por la falta de espacio físico en la vivienda. Pero eso no es todo.
Good descubre que el «mal de corazón» condensa aún más significados, como la creencia en
los efectos perniciosos de la pildora contraceptiva, las palpitaciones, el frío, la falta de sangre o
los nervios, entre otros. Toda una serie de símbolos, situaciones, aflicciones, enfermedades,
acontecimientos y emociones aparecen condensados en esa imagen pública, en esa
representación colectiva que es narahatiye qalb. Además, Good afirma que no todas las
asociaciones de sentido son culturalmente explícitas, sino que existe una dimensión implícita o
inconsciente que debe constituir también un objeto para la interpretación etnográfica; una
evidencia que ya se encuentra en los análisis etnográficos de Turner sobre los símbolos
ndembu y, cómo no, en la tradición del psicoanálisis que tanto y tan inconscientemente
pareció influir a este autor.

En otro lugar (Martínez Hernáez 2000a) hemos apuntado que si bien la propuesta de Good es
interesante por abrir las puertas a un análisis cultural de la enfermedad dentro de la tradición
interpretativa, desaprovecha, no obstante, algunas potencialidades que ya estaban presentes
en el propio modelo de Turner sobre los símbolos rituales dominantes. Nos referimos a esa
idea del etnógrafo de los ndembu de que estas formaciones simbólicas no son simples
condensaciones, sino también unificaciones de sentidos polarizados en un polo sensorial o
fisiológico y otro ideológico. Ya dijimos que Turner utilizaba como ejemplo ilustrativo el mudyi
o «árbol de la leche» que unificaba tanto un sentido de asociación con la leche materna (polo
sensorial) como con el principio de matrilinealidad ndembu (polo ideológico) (Turner 1980,
1985, 1988). Un tipo de polarización que, de hecho, no es muy diferente a la que podemos
encontrar en una enfermedad como «narahatiye qalb», pues por el propio Good sabemos que
esta aflicción puede condensar, tanto sentidos que reñeren a diversas sensaciones físicas
como las palpitaciones (polo sensorial), como normas de residencia postnupcial que generan
conflictos con la suegra (polo ideológico). Es más, incluso podemos pensar que esta
polarización se constituye también como una estratificación de sentido en donde el significado
literal del «malestar del corazón» es al polo sensorial como el polo ideológico es al sentido
tácito de la enfermedad. Entendiendo aquí que ese sentido implícito es en el fondo el sentido
simbólico de la enfermedad, ya que como nos indica Paul Ricoeur en Le conflit des
interprétations:

Entiendo símbolo como toda estructura de significación donde un sentido directo, primario,
literal, designa un sentido indirecto, secundario y figurado que no puede ser aprehendido a
través del primero. Esta circunscripción de las expresiones a un doble sentido constituyen
propiamente el campo hermenéutico [1969: 16].

Y también:

[...] la interpretación es el quehacer intelectual que consiste en descifrar el sentido escondido


en el sentido aparente [1969: 16].

Desde esta perspectiva, la verdadera interpretación simbólica consistiría en capturar esos


sentidos implícitos, que son además los que permiten entender la enfermedad no sólo como
una disfunción biológica, sino también como una nebulosa de significados a explorar, entre
otras posibilidades, a partir de la idea de redes semánticas de enfermedad o aflicción. Sin
embargo, Good no desarrolla este tipo de valoración, aunque ello no reste mérito a sus
aportaciones. Hay que tener en cuenta que este antropólogo de Harvard es uno de los
primeros que se atreve a dar el paso de observar las enfermedades desde una perspectiva
netamente interpretativa, introduciendo algunos elementos en el análisis antropológico de las
dimensiones culturales de la enfermedad que posteriormente van a ser de cierta utilidad. Uno
de ellos es que su trabajo reafirma la noción de que existe una dimensión autóctona de la
enfermedad que puede ser estudiada en términos hermenéuticos mediante la idea de una red
semántica que organiza los significados a partir de un símbolo dominante. Otro elemento a
considerar es su crítica a la idea biomé- dica de que el lenguaje es una especie de espejo de la
naturaleza o de copia de los hechos. La antropología despliega aquí algunas de sus
potencialidades: la interpretación de la enfermedad y de sus expresiones.

Good profundiza en el estudio de la dimensión cultural de la enfermedad en otros textos


posteriores, como en «The Meaning of Symptoms», un artículo publicado conjuntamente
Mari-Jo DelVecchio Good. El punto de partida es semejante a «The Heart of What's the
Matter»: la enfermedad no debe entenderse exclu-sivamente como un proceso fisiopatológico
y sus síntomas como una manifestación directa de una disfunción, sino más bien como un
conjunto de significados. Sin embargo, aparecen tres elementos nuevos en escena: la
enfermedad se adapta aquí a la analogía del texto más que a la del símbolo, el objeto de
estudio está compuesto ya no por nosologías etnomédicas de otras tradiciones culturales, sino
también por categorías biomédicas y el enfoque adquiere un carácter más pragmático. La
vinculación de Good a un departamento de medicina social más que de antropología está
probablemente en el trasfondo de esta última innovación. De este modo, la posibilidad de un
enfoque herme- néutico en el tratamiento de la enfermedad adquiere un carácter pragmático,
aunque se trate de una aplicación que, a diferencia de los trabajos del modelo aplicado en
antropología médica que tratamos en el Capítulo 1, toma como base un mayor substrato
teórico que se elabora por contradicción con el modelo biomédi- co. Good y Good son claros
en este sentido. Si el modelo clínico de corte biomédico supone la búsqueda de lesiones
somáticas o psicofisiológicas, el enfoque hermenéutico implica indagar en las construcciones
de significados: «la realidad aflictiva del afectado» (1981: 179). Si el primero procede
clínicamente y con el refuerzo de pruebas orgánicas, el segundo decodifica las redes
semánticas que aparecen involucradas en las enfermedades. Si el modelo biomédico explora
dialécticamente las relaciones entre síntomas y trastornos somáticos, el hermenéutico
interpreta los síntomas como textos en su relación con las redes semánticas como contextos.
En definitiva, si uno opera con el modo de conocimiento científico-natural y basado en la
explicación (Erklärung), el otro se decanta por una comprensión (Verstehen) y búsqueda de
sentidos (1981: 179).

En sus Lewis Henry Morgan Lectures, publicadas bajo el título de Medicine, Rationality and
Experience. An Anthropological Perspective (1994), Good profundiza en la misma línea,
tomando como base un enfoque hermenéutico cada vez más enriquecido por aportaciones de
la filosofía europea y por tradiciones del ámbito de la semiótica. Tanto la enfermedad como
sus expresiones adquieren aquí carácter cultural. Por ejemplo, la idea de símbolos dominantes
que articulaba, como hemos visto, una parte considerable de sus aportaciones anteriores, es
aplicada también al terreno de los signos y los síntomas, entendiendo los primeros como
señales naturales que adquieren carácter de representación en la conciencia del paciente y del
profesional y los segundos como expresiones narrativas del afligido. De esta manera, a la hora
de habérselas con un signo físico como la «hemorragia rectal» de uno de sus informantes,
Good nos habla de «síntoma primario» que se inscribe en un orden semiótico y ciertamente
complejo de posibles asociaciones del paciente (1994: 93). De la misma forma que la
enfermedad podía ser interpretada como un símbolo dominante, signos como «hemorragia
rectal» condensan todo un universo local de aflicción e incluso un conflicto entre tratamientos
biomédicos y lealtades religiosas: la informante es miembro de los Testigos de Jehová y es
reacia a aceptar una potencial transfusión sanguínea. Es más, en un intento de relacionar su
orientación semántica con el estructura- lismo de Lévi-Straus, Good analiza los diferentes
elementos que subyacen a este «síntoma primario» de su informante y descubre que éstos se
organizan en un juego de oposiciones entre salud y enfermedad, pureza y contaminación, la
sangre como principio de la vida y la sangre como algo extraño y corrupto, la vida del bautismo
y la vida bajo el imperio de Satán, la familia de los Testigos de Jehová y el resto del mundo
(1994: 94-98).

Evidentemente, las narrativas y representaciones de los afligidos por una enfermedad son
susceptibles de un análisis es- tructuralista como el que desarrolló Lévi-Strauss para los mitos.
Donde el antropólogo francés veía mitemas o unidades opuestas entre sí similares a los
fonemas, nosotros podemos ver unidades polarizadas en una narrativa de enfermedad o
aflicción, como en el caso de la informante de Good, y aplicar esa idea estructuralista de que
existe un plano sintagmático (o nivel de contigüidad y concatenación del lenguaje) y un plano
paradigmático (o dominio de selección de las categorías adecuadas a partir de sus relaciones
de oposición o semejanza con otras categorías dentro de un sistema). Es más, podemos
reproducir algunas de las derivaciones que se han llevado a cabo a partir de la dicotomía
sintagma/paradigma y hablar de plano de la metonimia versus nivel de la metáfora como
Jakobson (1981: 134), de orden del acontecimiento versus orden de la estructura como Lévi-
Strauss (1965:46), deparóle (habla) versus langue (lengua) (Lévi- Strauss 1970: 300), de signo
versus símbolo como Leach (1976) o de desplazamiento (Verschiebung) versus condensación
(Verdich- tung) como Lacan (1985: 317). Ahora bien, Good no lleva tan lejos sus flirteos con el
estructuralismo, probablemente porque es consciente que un excesivo formalismo reduce el
significado de la enfermedad a permutaciones matemáticas y convierte los mundos locales de
significación en meras transformaciones de una lógica binaria panhumana. Piénsese que no es
por casualidad que las orientaciones hermenéuticas o basadas en la búsqueda de significados
han entrado en contradicción con los planteamientos más formalistas del estructuralismo
(Rabinow y Su- llivan 1977: 11). La clásica y bien conocida disputa entre Paul Ricoeur y Lévi-
Strauss es un buen ejemplo de este desacuerdo. En el último capítulo de sus Lectures, titulado
«Aesthetics, rationality, and medical anthropology», Good revisa su concepto de red
semántica de acuerdo con una serie de críticas recibidas desde su primera formulación en
1977 por parte de autores de corte materialista. Como veremos en el próximo capítulo, los
presupuestos del modelo culturalista y hermenéutico de las en-fermedades no han escapado a
la crítica de que en nombre de la búsqueda del sentido se marginaban otros niveles y
dimensiones, como las relaciones sociales y las estructuras de la economía-política. Por ello no
es de extrañar que en este capítulo Good trate de congeniar sus primeras aportaciones sobre
las redes semánticas con las aportaciones de sus críticos. Así, nos dirá que en las redes
semánticas de enfermedad pueden hallarse símbolos que ejercen dominancia y que
condensan significados, pero que el proceso de síntesis por el cual los significados adquieren
relación entre sí no es únicamente semiótico o semántico, sino también social, político y
dialógico y que, en consecuencia, el análisis hermenéutico debe incorporar estas dimensiones
o poderes sintetizadores de significados (1994: 173).

Desde nuestra perspectiva, la reflexión de Good es oportuna, ya que, ciertamente, podemos


pensar que el proceso de construcción de significado y de su condensación o síntesis tiene
múltiples caras, entre ellas la económico-política. Como han apuntado los antropólogos de
orientación marxista: los significados también esconden formas de dominación y las categorías
biomédicas formas de mistificación de desigualdades sociales y de relaciones de hegemonía y
subaltemidad (Singer 1990: 181, Taussig 1980: 3, Frankenberg 1988: 324). Ahora bien, a
nuestros ojos, esta evidencia no invalida el análisis hermenéutico de la enfermedad y de sus
expresiones, sino que la enriquece. Evidentemente, cualquier forma de experiencia humana es
irreductible en exclusividad al orden del lenguaje. Bajo cualquier enfermedad o expresión de
malestar cohabitan contenidos sociales, económicos, políticos, estéticos o morales que son
algo más que categorías culturales o representaciones, pues suponen formas de praxis y
condiciones materiales de existencia. Esta evidencia no obsta, sin embargo, para que en el
método hermenéutico se revele todo un potencial de análisis por el cual el sentido de los
otros, sean estos otros pacientes o profesionales de cualquier sistema médico, pueda ser
recuperado e interpretado. Piénsese que la estrategia de interpretar las narrativas de
enfermedad y aflicción que aparecen conden- sadas en una categoría cultural o en una
expresión de sufrimiento no deja de ser el cumplimiento de este objetivo etnográfico de dar
cuenta del punto de vista nativo.

2. Profesionales, pacientes y comunicación clínica

Un planteamiento muy similar al de Byron Good lo encontramos en los trabajos de Arthur


Kleinman, uno de los pocos autores que, debido a sus oportunas aportaciones desde finales de
la década de los setenta, ha conseguido ser un clásico en la antropología médica. A pesar de la
diversidad de sus propuestas, creemos que podemos hacer justicia a este autor si partimos de
lo que él gusta definir, no sin cierta ironía, como uno de sus principales «errores». Me refiero a
la formulación del concepto de «Explanatory models» (EMs) o Modelos Explicativos presente,
entre otros trabajos, en su clásico Patients and Healers in the Contextof Culture (1980: 105).
Un «error» que, por otro lado, ha sido de enorme utilidad, no sólo para la investigación en
antropología médica, sino para su aplicación al análisis de la comunicación clínica. Pero
vayamos por partes, ¿qué son los EMs? Klein- man responde:

Los Modelos Explicativos (EMs) son las nociones acerca de un episodio de enfermedad y su
posible terapéutica que son empleadas por todos aquellos involucrados en el proceso clínico.
La interacción entre los EMs de los pacientes y los EMs de los profesionales es el componente
fundamental de la atención en salud. El estudio de los EMs de los profesionales nos habla de
cómo ellos entienden y tratan la enfermedad. El estudio de los EMs de los pacientes y
familiares expresa cómo ellos dotan de sentido un episodio de aflicción y cómo escogen y
valoran los diferentes tratamientos. La investigación de la interacción entre los EMs de
profesionales y pacientes nos permite un análisis de los problemas que aparecen en la
comunición clínica [Kleinman 1980: 105].

Como se podrá observar, en esta definición se incluyen no sólo las nociones de pacientes y
familiares, sino también las de los profesionales. El dominio cultural de los legos, profanos —o,
si se prefiere, el universo folk o popular—, aparece en un plano de paridad con el grupo de los
profesionales de la salud que incluye, aunque no en exclusividad, a los profesionales de la bio-
medicina. Ahora bien, los EMs de profesionales, familiares y pacientes no son nociones
aisladas, sino que se inscriben en lo que Kleinman llama un health care system (HCS) o sistema
de atención en salud. Este sistema alude a la diversidad de sistemas médicos existentes que
pueden cohabitar en un marco social determinado y que establecen entre ellos relaciones de
influencia mutua a partir de la praxis clínica. El ejemplo que nos detalla es el sistema chino de
atención en salud, donde sólo en el ámbito de los profesionales cohabitan profesionales de la
biomedicina, médicos tradicionales chinos, hueseros, leedores de fortuna, fi- siognomistas,
geomantras, chamanes, curanderos y un largo etcétera (1980: 1 y ss.). Y es que existen
universos plurales de práctica médica —eso que se ha llamado también pluralismo médi-co—
en donde se esbozan intercambios y prestaciones de saberes que cobran realidad en el
instante de la comunicación clínica (1980: 50), ese instante que es también el lugar de
interacción entre los diferentes EMs.

Con intención de pragmatizar el análisis de las nociones de profesionales, familiares y


pacientes, Kleinman plantea cinco po-sibles temáticas que pueden encerrar los EMs: etiología,
sintoma- tología, físiopatología, curso de la enfermedad y tratamiento (1980: 105).
Obviamente, estos ejes de análisis están extraídos del modelo biomédico. Piénsese que, como
apuntamos en el Capítulo 1, Kleinman es también psiquiatra. Ahora bien, en el orden del
procedimiento analítico los EMs se convierten en un instrumento que permite el conocimiento
de la dimensión emic de las nociones sobre la enfermedad y, entre ellas, las de los propios
afectados. Un interés que se aleja claramente de los propósitos de la biomedicina y que lleva
implícito la posibilidad de una etnografía de corte interpretativo de la enfermedad y de sus
expresiones.

Pero no todas las aportaciones de Patients and Healers se re-ducen a la introducción de un


concepto nuevo: los Modelos Ex-plicativos o EMs. Si este texto ha tenido una gran
trascendencia en la antropología médica es sobre todo por lo que aporta a las condiciones de
posibilidad de este campo. De hecho, si tenemos que resumir las contribuciones más
importantes de Patients and Healers, podríamos destacar sobre todo dos de ellas que
posteriormente se han constituido en líneas básicas de investigación en esta especialidad: la
apertura de la perspectiva etnográfica al terreno biomédico y la consolidación de un análisis
interpretativo del sufrimiento y de la aflicción. Aunque la última contribución es más
pertinente a los objetivos de este capítulo, la primera bien vale un comentario.

Como ya apuntamos al principio de este texto, la antropología no consideró tradicionalmente


la biomedicina o la ciencia occidental como un territorio etnográfico. Bien es cierto que
autores como Caudill (1966) o Goffman (1988) se dedicaron a etnografiar instituciones
psiquiátricas o que otros autores, como

Erasmus (1952), analizaron las similitudes y diversidades entre la lógica científico occidental y
las lógicas etnomédicas indígenas. Sin embargo, la tónica tradicional fue aceptar un modelo
tácito de demarcación basado en la distinción entre lo folk y lo científico que ya hemos
discutido anteriormente (véase Capítulo 1). En un lado, el universo de lo etnografiable: los
sistemas médicos folk y tradicionales y sus nosologías y enfermedades; en el otro, el mundo de
lo científico, la racionalidad y también lo etnográficamente prohibido: la biomedicina en tanto
que representante del propio conocimiento científico. La primera contribución de Kleinman
consiste precisamente en ayudar a disolver este criterio. Para ello se inspira en la propuesta de
otro de los antropólogos de orientación hermenéutica más destacados junto con Turner:
Clifford Geertz, y concretamente su noción ya aludida de «sistema cultural». Si Good se inspira
en la noción de «símbolo dominante» de Turner para desarrollar la idea de redes semánticas
de enfermedad, Kleinman hará uso del concepto geertziano de sistema cultural para diseñar su
teoría sobre los sistemas de atención en salud y los modelos explicativos.

En la línea de los estudios de Geertz sobre la religión o el arte, Kleinman contempla la


biomedicina como un sistema cultural que es un sistema de y un sistema para la realidad. En
otras palabras, un sistema que permite tanto dotar de significado a la enfermedad como darle
forma mediante métodos terapéutico- instrumentales. Ahora bien, ni la creación de
significados y de una enciclopedia por parte de la biomedicina (el sistema de la realidad) ni el
desarrollo de intervenciones biomédicas tomando como base la codificación de esa realidad ya
nombrada (el sistema para la realidad) adquieren un carácter de superioridad con respecto a
otros sistemas médicos o a las concepciones de pacientes y familiares. Más bien estamos ante
una simetría o relativismo epistemológico que permite, mediante la desmitificación del
conocimiento biomédico, una nueva configuración del territorio de lo etnografiable. La manera
en que Kleinman usa los conceptos de disease e illness no hace más que reafirmar esa
estructura de simetría. Así, frente a la illness que tradicionalmente ha hecho referencia al
punto de vista del afectado y al sector folk, Kleinman desarrolla una idea de disease que, lejos
de apelar a una realidad biológica en sí misma y, por tanto, entendida como inapelable y
«objetiva», responde a un modelo explicativo más.

Como dirá este autor, «disease e illness son conceptos explicativos, no entidades» (1980: 73).
Una idea que supone situar la jerga nosológica de la biomedicina (tuberculosis, neoplasia,
enfisema, esquizofrenia, etc.) al lado de las designaciones populares (susto, amok, koro, mal
de ojo, wiitiko, piblotog, etc.) en la composición final del inventario de objetos susceptibles de
un análisis etnográfico.

La segunda gran aportación de Patients and Healers es, desde nuestro punto de vista, la
consolidación del llamado meaning-cen- tered approach o aproximación centrada en el
significado. Una orientación que supone el reconocimiento y el análisis del punto de vista
nativo dentro de esa estructura de simetría entre nociones y concepciones sobre la salud y la
enfermedad que ya hemos apun-tado. Así, Kleinman pregunta a sus pacientes-informantes
cues-tiones del tipo: ¿cómo llamaría a su problema?, ¿qué piensa que ha causado su
problema?, o ¿de qué manera piensa usted que se produce su problema? Esto es, escucha, de
la misma forma que Good, la versión nativa de la illness o aflicción y la interpreta de acuerdo
con un contexto significativo: la dimensión cultural en sentido amplio y el sistema médico folk
o popular en sentido estricto. Sin embargo, no todo queda aquí.

Kleinman nos dice que hay una construcción y modelación cultural que permite reconocer
determinados estados como en-fermedad y otros como normalidad. El problema es que no
siempre coincide la construcción biomédica de la enfermedad (disease) con la elaboración
popular de la misma (illness). Así, es posible que exista una disease sin illness, como cuando un
individuo evalúa sus signos y síntomas y los considera como insignificantes para el
autodiagnóstico de enfermedad o simplemente como realidades naturales normales que se
imbrican con su vida cotidiana. También es posible lo contrario: que se produzcan situaciones
de illness sin disease, porque en esta ocasión aquello que es traído a la conciencia como
enfermedad en el universo popular no reviste condición patológica según los criterios de la
biomedicina. Pero tanto si la enfermedad es reconocida como tal en un nivel y no en el otro,
como si coinciden los diferentes modelos explicativos en su reconocimiento, lo importante es
que la enfermedad no es percibida como una realidad puramente biológica, sino como un
producto cultural de un mundo local de significados. El planteamiento de Kleinman permite,
como en el caso de Good, el acceso al sentido que la enfermedad tiene para los propios
afectados y no sólo al sentido técnico-médico de los profesionales de la salud.

Esta apertura al punto de vista nativo sobre la aflicción es la que estructura también otros
textos de Kleinman, como The III- ness Narratives (1988b), donde este autor parece decantarse
por un posicionamiento cada vez más antropológico e interpretativo y a la vez, obviamente,
menos médico. El texto en cuestión puede considerarse como un discurso construido en clave
antropológica para una audiencia médica a la cual se quiere sensibilizar en las líneas de análisis
de una aproximación hermenéutica a la enfermedad y al sufrimiento. Las enfermedades y sus
síntomas, al igual que la vida cotidiana, son construcciones de significado que se articulan en
un contexto cultural. El análisis de los modelos explicativos constituye un instrumento clave
para dar cuenta de las diferentes versiones de la enfermedad que se establecen en los
universos profesionales y populares, de sus diversas significaciones y resignificaciones. Los
síntomas, por su lado, son entendidos como artefactos comunicativos en donde se pone a
prueba la pericia del afligido para movilizar su red social o para negociar determinados
privilegios con su interlocutor. Ellos son también símbolos condensadores de significación cuya
interpretación abre las puertas a una narrativa nativa de aflicción y sufrimiento. En este
punto, la enfermedad ha sido reconvertida en relato biográfico, en texto, en documento
humano, pero también cultural, sólo aprensible mediante una hermenéutica.
3. El modelo hermenéutico a debate

Las aportaciones de Good y Kleinman han sido ampliamente utilizadas y pragmatizadas en la


investigación en antropología médica. Analizar la versión nativa de la enfermedad es, además
de un ejercicio antropológico, un quehacer útil para solventar los problemas de comunicación
en la relación clínico-terapéuti- ca o para llevar a cabo un programa de educación y promoción
de la salud. Por ejemplo, Fried (1982: 3-10) ha analizado entre los mineros de los Apalaches los
modelos explicativos sobre el llamado «pulmón negro», apuntando de paso algunas
posibilidades para la mejora de la comunicación clínica con este colectivo ocupacional. En esta
misma línea, Parsons y Wakeley (1991) han utilizado la dinámica de los EMs para estudiar las
respuestas somáticas a las presiones de la vida cotidiana entre la población euro-australiana
de una zona industrial y han desvelado todo un idioma de expresión de la aflicción que incluye
el malestar corporal generalizado, las náuseas, los problemas respiratorios, el insomnio, el
cambio de usos dietéticos o las cefaleas, entre otros muchos síntomas. Ying (1990) ha
indagado en la relación entre los EMs y los procesos de búsqueda de salud de las mujeres
chino-americanas afectadas de depresión mayor. En su estudio se observa cómo los EMs
ligados a una representación psicológica del malestar aparecen asociados a la búsqueda de
ayuda dentro del contexto familiar y de amistades, mientras que aquellas conceptualizaciones
que implican somatización suponen la utilización generalizada de los servicios biomédicos.
Pugh, por su parte, ha hecho uso del valor heurístico de las redes semánticas de enfermedad
para interpretar los significados asociados al dolor en la cultura india (1991). En último lugar, y
para finalizar esta ristra de ejemplos de aplicación del enfoque centrado en el significado de la
enfermedad, vale la pena apuntar el excelente trabajo de Blumhagen (1982) sobre la
hipertensión entre la clase media de Boston, en donde se combina la utilización de la técnica
de los EMs para analizar el discurso de sus informantes y las redes semánticas de enfermedad
para sistematizar los significados asociados a la vivencia de esta disfunción. Probablemente el
resultado más curioso de este estudio sea que, frente al modelo biomédico de la hipertensión
como trastorno crónico, Blumhagen encuentra una nebulosa de significados en la cultura
popular en donde esta problemática es conceptualizada como una disfunción episódica y
puntual que se encuentra asociada a la «alta tensión emocional» suscitada en la vida cotidiana.
En este universo de concepciones, la disminución de la tensión emocional suele venir asociada
a la idea de desaparición del trastorno.

Los estudios que acabamos de citar son sólo algunos ejemplos, entre otros muchos, de
aplicación de las ideas de Good y Kleinman al análisis cultural de la enfermedad, los trastornos
mentales y la aflicción. La existencia de una biomedicina cada vez más tecniñcada e insensible
con la dimensión significativa, semántica, semiótica y hermenéutica de la enfermedad es, con
toda probabilidad, un elemento explicativo en la proliferación de estas investigaciones
interpretativistas. Unos estudios que, mientras exploran un territorio etnográfico poco tratado
en los trabajos antropológicos clásicos, salvo excepciones ya apuntadas como el estudio de la
psicopatología por la escuela de cultura y personalidad o el etnopsicoanálisis, realizan una
especie de labor oscilatoria entre la crítica de la biomedicina y la aplicación del enfoque
cultural a este mismo paradigma. Ahora bien, tanto el culturalismo como el pragmatismo que
pueden destilarse de esta aproximación recibirán duras críticas desde el interior del propio
conocimiento antropológico.
La expansión de los planteamientos interpretativos ha motivado desde principios de la década
de los ochenta la emergencia de una serie de reacciones y de controversias en la antropología
médica que, sin duda, han enriquecido teóricamente este campo. El alcance y límite de los
modelos hermenéuticos para dar cuenta de las dimensiones culturales de la enfermedad, la
necesidad de incorporar variables no sólo culturales, sino también sociales y económico-
políticas, el papel del conocimiento bio- médico en el desarrollo de la investigación
antropológica, el dilema del rol aplicado o crítico de la praxis antropológica o los problemas
sempiternos de la comparación intercultural de sistemas médicos y de las concepciones sobre
la salud y la enfermedad son algunos de los interrogantes que emergieron en el panorama
intelectual de la antropología médica de esta década. Frente a las posiciones hermenéuticas se
desvelaron, así, otro tipo de planteamientos teóricos, como el culturalismo empiricista, el
constructivismo cultural, el culturalismo crítico o el marxismo y el neomarxismo. Al margen de
las críticas y argumentos más materialistas y de crítica cultural que desarrollaremos extensa-
mente en el siguiente capítulo, dos de las ofensivas más interesantes al modelo hermenéutico
vendrán: 1) del culturalismo de corte empiricista representado por Browner, Rubel y Ortiz de
Montellano (1988), y 2) del constructivismo social de Young (1980, 1982, 1993). Se trata, como
tendremos ocasión de observar, de dos críticas marcadamente diferentes, pues mientras la
primera parte desde una posición cercana al positivismo antropológico, la segunda constituye
una apuesta por integrar en el estudio cultural de la enfermedad tanto la dimensión social de
ésta como la producción del conocimiento biomédico. Pero veámoslo con mayor extensión.

Positivismo frente a hennenéutica

En 1988, la prestigiosa revista Current Anthropology publica un trabajo de Browner, Ortiz de


Montellano y Rubel titulado «A Methodology for Cross-Cultural Ethnomedical Research». El
artículo adquiere el formato usual de las publicaciones en esta revista: tras la exposición de los
autores se publican diferentes comentarios —entre ellos uno de Arthur Kleinman y otro de
Byron Good— que reciben una réplica ñnal. Si bien el título del artículo puede hacer pensar en
un planteamiento de tipo etno- médico y orientado, por tanto, al estudio de las prácticas
terapéuticas, lo cierto es que el objetivo es diseñar una aproximación general y comparativa
tanto para el estudio de la enfermedad como de las terapias. Una aproximación en donde el
conocimiento biomédico y biocientífico guardará un especial papel como garante de la
comparación transcultural.

Para Browner et al la antropología médica se encuentra en una situación paradójica. Por un


lado, se trata de una subdisci- plina que debutó en los años setenta de forma prometedora en
la investigación social y cultural de la salud y la enfermedad, en la aplicación del conocimiento
a la resolución de los problemas sociosanitarios en el mundo y en el uso de una metodología
científica e integrativa que hacía pensar en las posibilidades de acumulación de conocimiento
de esta nueva «ciencia de la salud». Por otro lado, sin embargo, las promesas de la
antropología médica no parecen haberse cumplido en el momento de redacción de este
trabajo (1988). Más bien, los autores observan que esta especialidad ha seguido un trayecto
particularista, relativista y caracterizado por la fragmentación del conocimiento. ¿ Quién es el
responsable del truncamiento de esta trayectoria promisoria? Pues las teorías
interpretativistas o centradas en el significado con su obsesión por el sentido de la enfermedad
y por las especulaciones epistemológicas sobre la salud, la aflicción y los sistemas terapéuticos.
Browner et al son claros en este punto: «Ha sido el énfasis en el significado de la salud y en las
creencias de la enfermedad [...] lo que ha inhibido el desarrollo de este campo» (1988: 682).

Cuando hablan de «énfasis en el significado», Browner et al. se están refiriendo a las


aportaciones de autores como Good (1977), Goody Good (1981), Kleinman (1980), Kleinman y
Good (1985) o Scheper-Hughes y Lock (1987). Entre ellos, no obstante, distinguen sutilmente
entre un planteamiento más obstaculizador de un programa positivo y acumulativo en
antropología médica y otro menos «extremo». En el primer caso incluyen a Good y sus
afirmaciones de que la enfermedad es «fundamentalmente semántica y significativa», por lo
que su análisis requiere de un enfoque antropológico de tipo interpretativo y no tanto una
indagación en los procesos somáticos. En el segundo disponen a Kleinman, Scheper-Hughes y
Lock que, según estos autores, detentan una posición más dialéctica sobre la relación entre
naturaleza y cultura. Ahora bien, matices al margen, el modelo her- menéutico constituye para
Browner et al. un impedimento para la investigación empírica en sentido amplio y para la
comparación transcultural de procesos humanos fisiológicos universales como la maternidad o
las dimensiones biológicas de la mayoría de las enfermedades. En lugar de pensar en
significados, nos proponen que indaguemos en la relación entre cultura y biología a partir de
los fundamentos y la metodología de la biomedicina y la biociencia en general, ya que estas
disciplinas ofrecen «un conjunto de medidas y técnicas estandarizadas» que permiten un
conocimiento acumulativo.

El planteamiento de Browner et al. es, sin embargo, confuso en lo que respecta al uso que
debe hacerse del conocimiento bio- médico. Por un lado, apuntan su validez y, por tanto, su
carácter de patrón oro para distinguir «el mundo real» de los fenómenos. La biomedicina
ofrece un estándar, un conocimiento de universales orgánicos y fisiopatológicos y también una
perspectiva «etic» de las enfermedades, como ya había propuesto Fabrega (1970) hace unos
cuantos años. Por otro lado, afirman que la biomedicina no dispone de los conceptos
requeridos para comprender la mayoría de las causas, efectos y consecuencias de las
enfermedades de otros sistemas etnomédicos. Aquí Browner et al. están pensado con toda
probabilidad en los culture-bound syndromes y en la experiencia del propio Rubel en sus
excelentes investiga-

ría, así, situarse en el déficit de la biomedicina y, a la vez, aprove-charse de su conocimiento y


metodología para desarrollar un campo acumulativo sobre los sistemas etnomédicos.

A grandes rasgos podemos decir que la manera de llevar tal proyecto a la práctica implicará la
consideración del funcionamiento y malfuncionamiento fisiológico en los estudios etnográficos
sobre la enfermedad. De forma más precisa, la metodología a seguir se estructura en tres
pasos. El primero debe suponer la identificación del fenómeno a investigar en términos emic,
por ejemplo las características de una enfermedad folk o las razones esgrimidas para el uso de
determinada farmacopea. El segundo paso requiere saber hasta qué punto el fenómeno puede
ser entendido en términos biomédicos o biocientíficos. El tercer paso supone la identificación
de áreas de convergencia y divergencia entre los fenómenos descritos y la interpretación bio-
médica. La diferencia de este último paso con respecto al anterior consiste en que aquí ya no
se trata de examinar el fenómeno en cuestión en clave biomédica, sino en determinar si ese
fenómeno es consistente con las asunciones biocientíficas. Los autores tratan de ilustrar este
procedimiento con dos casos extraídos de sus propias investigaciones: el susto y el uso de
remedios hierbales. Veamos a efectos de ilustración el primero de ellos.

1) El primer paso para el tratamiento etnomédico del susto es su identificación en


términos emic. Así, se observa que el susto es con-siderado en su universo cultural como una
aflicción espiritual generada por la separación de una esencia vital (el alma) del cueipo. La
causa o etiología de tal separación sería la vivencia de un episodio de pánico, de un susto. Los
amerindios interpretan que el alma ha sido capturada por fuerzas espirituales que están
presentes en la natur aleza. Los mestizos, en cambio, entienden que el alma se pierde y
vagabundea libremente al margen del cuerpo. En ambos casos el enfermo no obtendrá
curación hasta recobrar su alma. La fenomenología de este malestar se reflejará en una serie
de signos y síntomas como la falta de apetito, la pérdida de peso, la debilidad y la falta de
motivación. Asimismo, el resultado será en ocasiones la propia muerte del afectado.

2) El segundo paso supone describir los fenómenos en clave biomédica, y aquí aparecen
dos datos importantes con respecto

al susto: los asustados manifiestan más patalogía que otros tipos de enfermos y son
susceptibles de morir prematuramente. Estos datos están disponibles para Browner et al. en
los trabajos previos de Collado Ardón, Rubel y O'Nell (1983) sobre la epidemiología del susto;
unos estudios que muestran que los afectados puntúan más alto en los indicadores generales
de enfermedad que otro tipo de enfermos y muestran una mayor mortalidad.

3) La tercera y última etapa del procedimiento propuesto por Browner et al. implica un análisis
de las divergencias y convergencias entre el fenómeno investigado y las teorías biomédicas.
Para el caso del susto esta última fase resulta interesante, pues mientras este síndrome
cultural no puede reducirse a una patología discreta desde el punto de vista de la nosología
biomédica, muestra, sin embargo, la presencia de algún tipo de disfunción orgánica que se
materializa en un mayor riesgo de mortalidad. El susto adquiere aquí un papel de claro
indicador de un estado de pérdida de salud, más allá de su coherencia con el modelo
biomédico de las enfermedades.

La metodología de investigación propuesta por Browner et al. puede entenderse como un


proyecto empírico para el estudio comparado de las enfermedades. Donde la biomedicina no
alcanza a investigar, la antropología médica encontraría un nicho disciplinario de estudio,
aunque, eso sí, teniendo en cuenta los cánones metodológicos y el acervo del conocimiento
biomédico. En este contexto es lógico que el ejercicio interpretativo adquiera un carácter
secundario y epifenoménico, o por lo menos instrumental. La interpretación de las redes
semánticas y simbólicas de la enfermedad no sería el objetivo último del quehacer
antropológico, sino el medio para la constitución del dato. Es por ello que, en gran medida, y
aunque estos autores no lo nombren, su proyecto recuerda a la propuesta de Sperber (1985)
para la antropología social en general de separar entre etnografía (interpretativa) y
antropología (teórica). La primera, que en los últimos tiempos ha venido a ser la actividad más
frecuentada por los antropólogos, aportaría su capacidad comprensiva y hermenéutica de los
sentidos, representaciones y significaciones que definen cualesquiera de las particularidades
culturales. La segunda dedicaría sus esfuerzos a construir un metalenguaje capaz de trascender
los obstáculos que se establecen en las fronteras culturales y que dificultan su
conmensurabilidad y también el juego comparativo. Para Browner et al. es evidente que este
metalenguaje no es otro que la propia biomedicina, el conocimiento de las regularidades
fisiológicas humanas como estados universales. La interpretación se convierte en este
contexto en una especie de paso previo. Con todo, y como es sabido, el déca- lage entre una
etnografía que aporta datos mediante la interpretación y el ejercicio comparativo a nivel
transcultural no ha sido una cuestión de fácil resolución en la teoría antropológica. La
dificultad de reconvertir el dato etnográfico en dato comparativo constituye un problema
endémico de nuestra disciplina. La pérdida del contexto social y cultural del dato en el juego
comparativo, las dificultades para reinscribirlo en un contexto teórico, sea antropológico o
biomédico, y el problema de la validez de la comparación son algunas cuestiones que han
transversalizado casi todas las propuestas particularistas y generalistas. No es extraño, por
tanto, que los comentarios de Good y Kleinman al trabajo de Browner et al. se orienten en esta
dirección.

El comentario de Good es especialmente duro. Concretamente afirma que no comparte los


argumentos de estos antropólogos con respecto a su sentido de fracaso de esta subdisciplina,
y menos su visión del paradigma heimenéutico. Más bien considera que Browner et al.
malentienden los presupuestos del interpretativismo y buscan reemplazarlo por un modelo
mucho más pobre basado en la subsidiariedad al modelo biomédico y en una idea de la cultura
como dimensión secundaria y epifenoménica encargada simplemente de otorgar nombres a
las cosas. La causa de esta perspectiva es para Good un empirismo endémico en las propuestas
de Browner et al. que lleva a renunciar a todo análisis teórico y a entender las dicusiones
epistemológicas en antropología médica como obstáculos al desarrollo de este campo. La
materialización de esta idea de cultura es la comprensión de los sistemas terapéuticos en
términos de su eficacia biomédicamente contrastada y no como realidades sociales, culturales
y económico-políticas. La enfermedad, por su lado, asume la misma condición de realidad
preexistente, que está ahí al margen de la cultura, esperando a ser nombrada. Es obvio, dirá
Good, que la biología constriñe y modula la experiencia humana. Sin embargo, la biología llega
a convertirse en enfermedad y aflicción humana sólo si recibe significado, si es interpretada y
articulada en un conjunto de relaciones sociales.

El comentario de Kleinman es menos cáustico que el de Good, pero incide en la misma


dirección. El problema para Kleinman no es si la antropología médica se dedica al estudio de
los significados de la enfermedad, a examinar la política económica de los sistemas de
atención en salud (health-care systems) o a traba-jar en el territorio de la epidemiología social
o de la sociofisiolo- gía. No parece nada prometedor, a su juicio, pensar que la especialidad
puede desarrollarse a partir de un paradigma único. Contrariamente, los avances en este
campo sólo pueden venir de la existencia de investigaciones que pongan en evidencia dife-
rentes facetas de la relación entre la cultura, la enfermedad y los sistemas terapéuticos. Ahora
bien, Kleinman no parece renunciar a los objetivos de su programa interpretativo cuando
afirma que la contribución más fundamental de la antropología en este terreno no es otro que
la sensibilidad sobre el papel que los saberes y mundos locales guardan en la constitución de la
salud, la enfermedad y los procesos de curación.
Como se podrá observar, el debate entre Browner et al., por un lado, y Good y Kleinman, por
otro, no es otro que la discusión entre una concepción de la cultura como representación del
orden natural y una noción de la cultura como elaboración de la realidad. En el primer caso, y
como es de esperar, el significado de la enfermedad es percibido como un dato espurio e
incluso obstaculizador para el conocimiento de la realidad. En el segundo, el lenguaje y su
universo de significación es entendido como el material que construye y expresa la realidad.
Como en muchos proyectos materialistas, en la propuesta de Browner et al. las concepciones
locales sobre la enfermedad y la terapia son una especie de velo a trascender para alcanzar un
conocimiento de regularidades. En consonancia con una orientación idealista, los
planteamientos de Good y Kleinman entienden que el universo de significados es la clave para
comprender cómo la enfermedad es vivida, experienciada y construida en diferentes mundos
locales. La discusión en juego recuerda a las formulaciones y reformulaciones realizadas por
Pike (1967) y Harris (1979) sobre las nociones de emic y etic. Si para Pike el conocimiento de la
perspectiva emic es el producto final de la investigación: el descubrimiento del código cultural
de un grupo humano determinado, para Hairis esto es sólo una etapa para elaborar un aparato
conceptual y teórico etic sobre los invariables de la cultura. La única —y no menor— diferencia
es que Browner et al. recaban para su formulación etic en las propuestas de la biomedicina y
no en el propio conocimiento antropológico. La pregunta en este punto es si esta
subsidiariedad no trastoca desde su fondo todo el programa antropológico de análisis de las
enfermedades, pues los presupuestos del reduccionismo biológico que ya apuntamos en el
capítulo anterior limitan claramente el entendimiento del papel de la cultura en el desarrollo y
evolución de la morbilidad y la mortalidad. Y es que el problema no es tanto la integración de
las variables biológicas en los estudios culturales como la incorporación de una epistemología
propia del determinismo biológico por la cual la influencia de la cultura se desvanece. El escaso
peso que esta dimensión cultural tiene en la propuesta de Browner et al. es una prueba de
esta desintegración. Sólo el primer paso de su proyecto, el estudio de la versión nativa de la
enfermedad y de la terapia, parece dar cabida a la cultura. Los dos restantes son
sucesivamente la incorporación de la interpretación biomédica y el diálogo entre la versión
nativa y la profesional para establecer sus avenencias y desavenencias. ¿Dónde está aquí la
interpretación antropológica, suponiendo que pueda ser algo más que el mapeado de los
esquemas nativos? ¿Dónde se disponen en esta propuesta las relaciones sociales y las fuerzas
económicas?

Constructivismo frente a herrnenéutica

Una crítica muy diferente al modelo hermenéutico de las enfermedades descuella de los
planteamientos de Alian Young. En realidad, y como ya hemos avisado, en este caso estamos
ante un análisis de los límites de las visiones interpretativas desde el otro lado del espectro
teórico: el constructivismo social. Es precisamente la dimensión social de la enfermedad que
permanecía invisible y omitida en el planteamiento de Browner et al., el núcleo duro de la
crítica de Young.

El texto en donde Young muestra más explícitamente sus ideas a este respecto es «The
Anthropologies of Illness and Sickness», un artículo publicado en 1982 en donde desarrolla su
crítica al individualismo, medicalismo y pragmatismo a los que, a su juicio, conduce el uso
indiscriminado de la idea de modelos explicativos de Kleinman. Un concepto que, si bien
Kleinman introdujo en su momento dentro de un esquema general sobre la articulación de los
sistemas médicos, se vio rápidamente abocado a esa dimensión microsocial del juego clínico
en donde profesionales y pacientes interactúan.

En su trabajo, Young afirma que no sólo es importante investigar las narrativas de aflicción, las
concepciones sobre la enfermedad o los problemas de comunicación clínica, sino también la
dimensión social en donde todas estas significaciones cobran realidad. Según él, la
antropología médica no debe ser sólo un análisis de cómo una disfunción biológica (disease) es
traída a la conciencia y elaborada según un repertorio de símbolos y significados que la
convierten en una aflicción o ilhtess —lo que él define como una «antropología de la illness»—
, sino también una indagación de los procesos de socialización de la disease y de la illness; esto
es, un estudio de la sickness o dimensiones sociales de la enfermedad (Young 1982: 270). En
este proceso de socialización intervendrían fuerzas sociales, económicas, políticas e
ideológicas que, a su juicio, no deberían ser omitidas en un análisis antropológico. De esta
manera, una antropología de la enfermedad que quiera ser mínimamente exhaustiva deberá
incluir tanto una antropología de la illness o de las dimensiones culturales de la enfermedad
como una antropología de la sickness que trate sobre los condicionamientos y relaciones
sociales de la enfermedad, incluyendo lo que Young denomina «las condiciones sociales de
producción del conocimiento» biomédico (1982: 277). Un tipo de aproximación, la que nos
propone Young, que él mismo ha llevado a cabo de forma lúcida y penetrante en su análisis
sobre los determinantes sociales del conocimiento científico sobre el fenómeno del «stress» y
en sus trabajos antropológicos sobre el papel de la ideología en la configuración del
conocimiento clínico en el caso del llamado síndrome por estrés postraumático (1993, 1995).
Pero volvamos a su crítica de la noción de modelo explicativo y del enfoque interpretativista.

Young nos dice que el enfoque basado en los modelos explicativos se asemeja en gran medida
a la biomedicina en su individualismo, porque ambas perspectivas toman al individuo como
objeto y arena de los acontecimientos que se consideran significativos para la investigación.
Para él, pues, el planteamiento de

Kleinman sobre los EMs «no es tan diferente del modelo biomé- dico como pudiera parecer».
Ahora bien, ¿acaso no habla Kleinman de sistemas de atención en salud que van más allá de
las individualidades?, ¿acaso Good no utiliza una categoría como «narahatiye qalb» para
hablar de una tradición cultural? Ciertamente, no se observa un individualismo tan enfatizado
en los primeros escritos de Kleinman y Good, sino más bien un cultu- ralismo renacido bajo el
paradigma interpretativo en donde interesan más los significados que la psicología de los
informantes. En cuanto a su afirmación de que la propuesta de los EMs se asemeja al enfoque
biomédico creo que aquí Young olvida una premisa importante. Me refiero a la diferencia
fundamental y epistemológica entre:

1) un enfoque como el biomédico basado en la posición del profesional como «sujeto del
supuesto saber» y para el que el conocimiento y el código del paciente es irrelevante;

2) y una aproximación etnográfica interpretativa en donde el investigador es el que no


sabe porque el código para entender una narrativa de aflicción se encuentra en el afligido y no
en una determinada jerga técnica.
Ciertamente, y tal como indica Young, el primero de estos enfoques niega las relaciones
sociales que producen la enfermedad, la desocializa y dehistoriza. Pero, contrariamente a lo
que él opina, la segunda aproximación, cuando se aplica correctamente, implica una apertura
al universo de significados y rela-ciones sociales que están presentes en la narrativa del
informante. Es más, este tipo de aproximación no individualiza lo social, sino que permite
descubrir lo social en lo individual.

Las otras críticas de Young a la propuesta de los EMs: medi- calismo y pragmatismo, también
valen un comentario. Sobre el medicalismo, parece cierto que en los primeros trabajos de
Kleinman y Good hay un continuo merodeo alrededor de las fronteras y las relaciones entre la
antropología y la biomedicina. Sin embargo, también es cierto que esta actitud es
contrarrestada con una carga crítica muy explícita al empiricismo, universalismo y biologicismo
de la biomedicina. ¿Es esto medicalismo? Creo que más bien estamos ante un esfuerzo doble
(que es también un doble juego) por parte de los defensores del modelo herme- néutico:
aplicar el conocimiento etnográfico y conquistar, me-diante la crítica de las insuficiencias del
modelo biomédico, nuevos territorios de trabajo etnográfico e influencia antropológica.

Más acertado está Young con su crítica sobre el pragmatismo, pues es innegable que las
posibilidades del análisis de los EMs han ayudado al desarrollo en Estados Unidos de toda una
tendencia aplicada y profundamente pragmática. Los autores que se enmarcan dentro de este
paradigma norteamericano de corte aplicado que ha venido en llamarse Clinically Applied
Anthropology o antropología aplicada a la clínica no pueden negar la influencia de las ideas de
Kleinman y Good en su propia práctica. Con todo, nosotros definiríamos a los antropólogos
clínicos más como eclécticos que como hermenéuticos, pues ellos mismos reconocen que
hacen uso del concepto de EMs, pero también del análisis de redes sociales, el análisis de
dominios culturales, la técnica de grupos focales o el concepto parsoniano de «rol del
enfermo», según imponga el quehacer aplicado (véanse Chrisman y Johnson 1990: 111-112,
Chrisman y Maretzki 1982: 1-31). Y esta diferencia no permite una identificación total entre
trabajo aplicado y modelo hermenéutico, aunque se haya mantenido desde algunos sectores
antipragmáticos, como la llamada Critical Medical Anthropology o antropología crítica de la
medicina. Una corriente, esta última, que se ha caracterizado por la incorporación de las
variables eco- nómico-políticas al terreno de la enfermedad y la atención médica, así como por
su inspiración en las diferentes corrientes mar- xistas y neomarxistas (Baer, Singer y Johnsen
1986: 95, Singer 1990:179). Buenos vientos, sin duda, para la antropología médica
norteamericana, pues estos autores han retomado denuncias que siempre deberíamos tener
presentes como el impacto de las desigualdades sociales y económicas en las tasas de
morbimortali- dad o la manera en que la biomedicina reconvierte la pobreza y la miseria de las
poblaciones en términos de categorías como tuberculosis, cólera, disentería y una larga lista
de enfermedades. Sin embargo, esto no obsta para que pensemos que el excesivo celo de
estos autores les ha dirigido a algunas confusiones, como identificar hermenéutica con papel
subordinado de la antropología a la biomedicina o leer pragmatismo aerifico donde
simplemente se dice interpretación.

Las propuestas de las teorías materialistas —que serán analizadas de forma extensa en el
siguiente capítulo— han tenido, por otro lado, un gran impacto en las teorías interpretativistas
originales, hasta el punto que autores como Good y Kleinman han ido introduciendo en los
últimos años, y de forma más o menos sistemática, este tipo de factores en sus trabajos
respectivos. Incluso la reciente orientación de las escuelas culturalistas en antropología médica
hacia el territorio de la fenomenología y del paradigma del embodiment o corporalización
puede observarse como un intento de superar el círculo del lenguaje para acceder, ya no
únicamente a la interpretación de significados, sino a la manera en que la enfermedad
adquiere carácter de experiencia en el cuerpo del afligido.

4. Más allá del sentido

Como consecuencia de las críticas realizadas, pero también por efecto de la sensación de
agotamiento que azota de tanto en tanto a las ciencias sociales, el modelo hermenéutico ha
ido dejando paso en los últimos años a otras aproximaciones de corte fenomenológico, como
es el llamado paradigma del embodiment o corporalización, aunque el término en inglés no
permite una traducción precisa y lineal al castellano. Nociones como cuerpo (.body),
experiencia, sufrimiento social (social suffering) o socio- somática están dibujando un nuevo
panorama intelectual que, a la sombra de la fenomenología existencialista de filósofos como
Merleau-Ponty o Sartre, plantean nuevas formas de aproximación a la enfermedad y la
aflicción. La constante de estas teorías y su elemento más o menos unificador es su
preocupación por ir más allá del sentido o círculo hermenéutico del lenguaje y la textualidad
para tratar de alcanzar la base experiencial de la enfermedad. Aquí la enfermedad ya no es
percibida como un símbolo dominante, un texto o una narrativa de aflicción, o al menos no
únicamente de este modo, sino como una experiencia humana intersubjetiva (Kleinman 1995,
Kleinman y Kleinman 1991), una condición sociosomática (Kleinman 1995), una vivencia
corporal y existencial (Csordas 1994,1997), un estado de un «cuerpo pensante» que desafía la
separación cartesiana men- te-cuerpo (Scheper-Hughes y Lock 1987), un acontecimiento que
actualiza una memoria cultural incorporada (embodied) o hecha cuerpo (Pandolfi 1991) o una
encarnación de los procesos y conflictos de hegemonía-subalternidad de la realidad social más
amplia (Scheper-Hughes 1992, 1997). Donde antes se disponía el concepto de significado para
arrojar luz sobre las dimensiones culturales de la enfermedad, ahora encontramos nociones
como experiencia y cuerpo. La fenomenología parece haber ganado terreno a la hermenéutica
y a la semiótica, la experiencia al lenguaje y al discurso.

Autores como Terence Turner (1994) han apuntado que esta centralidad de lo coiporal en la
teoría cultural y social debe entenderse como una consecuencia de la importancia que el
cuerpo guarda en la cultura de nuestro capitalismo de fin de siglo y de milenio (Martínez
Hernáez 2002). El cuerpo es un centro de debate y de lucha política de la identidad sexual y de
género, así como de la posibilidad de cambio de identidad. También el cuerpo se encuentra en
el núcleo duro de los debates sobre la fecundación asistida, del desarrollo de las nuevas
biotecnologías y su posibilidad de crear diseños genéticos y, por tanto, predeterminados, de la
prolongación artificial de la vida, de la cirugía plástica, de los cánones estéticos, de las
campañas publicitarias mercantilizado- ras de cuerpos y de la tortura como práctica del terror
en numerosos Estados. Pero para Terence Turner el énfasis en el cuerpo es sobre todo un
producto de la hipertrofia de la mercantilización del capitalismo tardío que ha generado una
acentuación de la plasticidad de la identidad personal del consumidor-ciudadano y una mayor
centralidad de los agentes individuales sobre los sociales (la clase, la familia, la comunidad,
etc.). Como una paradoja o ironía de la historia del capitalismo, este triunfo del individualismo
consumista habría producido una especie de espacio personal socialmente sagrado en el cual
el sujeto es libre de producir sus propias identidades. Las nuevas formas de lucha política de la
sociedad civil en los contextos capitalistas, y de las cuales la revuelta francesa de mayo del 68
sería uno de sus exponentes más agudos y precoces, no serían más que la defensa colectiva de
ese espacio de libertad individual para el uso del cuerpo y para lo que Turner define como «las
relaciones personales de producción» materializadas tanto en la recreación personal de la
identidad como en «las condiciones materiales de la existencia corporal» (1994: 45). La
preeminencia de la noción de cuerpo en la moderna teoría cultural no sería más que el reflejo
de esta centralidad de lo corporal en la realidad social del capitalismo tardío.

La interesante propuesta de Terence Turner no es óbice para reconocer que la noción de


cuerpo posee ciertos precedentes en la teoría social que se disponen con anterioridad a la
inflexión más consumista del moderno capitalismo. Ahí están el ensayo de Marcel Mauss
titulado «Las técnicas corporales» (1959), en donde afirma que el cuerpo es al mismo tiempo
el instrumento con el cual «el hombre» da forma al mundo y la sustancia material y original a
partir de la cual el mundo cultural es conformado, o las penetrantes reflexiones de Maurice
Leenhardt (1947) en Do Kamo sobre la concepción canaca del cuerpo y la persona. Sin
embargo, no podemos más que coincidir con Tumer cuando observamos la proliferación de
referencias en ciencias sociales que en los últimos tiempos tratan, utilizan o centran su
atención en el cuerpo y en los procesos de embodiment o corporalización. Sólo en
antropología médica el número y diversidad de trabajos en esta dirección resulta evidente
(Devisch y Gailly 1985, Klein- man 1995, Murphy 1987, Locky Dunk 1987, Scheper-Hughes y
Lock 1987, Gordon 1990, Csordas 1990,1993,1994,1997, Rose- man 1991, Ots 1991, Kirmayer
1992, Desjarlais 1992, Martin 1992, Pandolfi 1991, Scheper-Hughes 1997). En ello puede
detectarse, como apunta Terence Turner, el individualismo consumista del capitalismo tardío y
su localización en el espacio del cuerpo de la identidad y las relaciones de producción.
También, como ha subrayado Emily Martin (1992), puede estar presente una cierta
refiguración de la noción de cuerpo en nuestra sociedad industrializada o, como ha afirmado
Csordas (1990, 1994), el impacto de la cultura del consumo con su bombardeo de imágenes
creadoras de necesidades y deseos corporales, las nuevas rutinas basadas en la dieta y la
gimnasia como camino de consecución de determinadas metas estéticas o el papel, no actual,
pero sí especialmente contemporáneo, de la violencia, la violación y la tortura. El cuerpo
parece asumir, así, una especial contemporaneidad como locus de la individualidad y como
representación tanto en la vida social como en su intelectualización en la teoría cultural. Ahora
bien, ¿qué es el cuerpo? O mejor dicho, ¿qué entiende la antropología por cuerpo? Tratemos
de dar algunas respuestas.

En un artículo titulado «The Mindful Body: A Prolegomenon to Future Work in Medical


Anthropology» (1987), Nancy Scheper-Hughes y Margaret Lock proponen una deconstrucción
del uso y significado que la noción de cuerpo ha tenido en el «conocimiento occidental». Estas
autoras se refieren al uso indiscriminadamente biológico y perfectamente segmentado de sus
otros correlatos, como la mente, el espíritu o la subjetividad, que este concepto ha tenido en
la tradición cartesiana del saber. Esta concepción, argumentan, ha articulado gran parte de las
orientaciones antropológicas y biomédicas y ha afectado a aspectos como la terapia y la
planificación de la atención sanitaria. Probablemente Scheper-Hughes y Lock están pensando
en la segmentación de especialidades médicas según zonas corporales o en polarizaciones
clásicas como la de trastornos orgánicos/trastornos mentales. Para llevar a cabo tal tarea de
deconstrucción, las autoras analizan tres perspectivas que han tratado el tema del cuerpo de
forma diferente y que pueden hacer pensar en la multipli-cidad de diferentes cuerpos o, al
menos, de niveles del cuerpo: la teoría fenomenológica, que ha indagado en el cuerpo como
entidad individual y existencial, como experiencia vivida del yo-cor- poral (el body-self); la
teoría estructuralista y simbolista, que ha analizado el cuerpo como entidad social a menudo
antropomor- fizada como en los trabajos de Mary Douglas y, finalmente, los paradigmas
postestructuralistas que han entendido el cuerpo como un objeto político producido
socialmente. Todos estos niveles corporales deben ser vistos como dimensiones que guardan
una gran diversidad transcultural, desde las formas de experiencia, persona, yo, espíritu, alma,
etc., que conforman un excelente ejemplo de variedad a lo largo y ancho de las diferentes
culturas, hasta la manera en que el cuerpo ha dado forma a la organización social y al universo
simbólico o la forma en que el poder ha establecido estrategias biopolíticas de coerción y
control, como tan bien mostró Foucault en varias de sus obras (1990, por ejemplo). Según
estas autoras, la dimensión política del cuerpo ha sido, sin embargo, escasamente analizada en
las sociedades precapitalistas o preindustrializadas.

Si bien la deconstrucción que Scheper-Hughes y Lock anuncian sobre los tres cuerpos o
corporalidades no parece llegar a hacerse del todo efectiva en el texto, lo cierto es que su
planteamiento introduce elementos sugerentes, como el papel de la emocionalidad como
mediadora entre los niveles individuales, sociales y políticos del cuerpo. Quizá el problema del
artículo es que parece existir una perenne confusión entre lo que pueden ser tres dimensiones
del cuerpo (individual, social y política) y tres teorías y epistemologías sobre el cuerpo
(fenomenología, estructuralismoypostestructuralismo). En realidad, cualquiera de las teorías o
epistemologías sobre el cuerpo no parecen negar los otros niveles corporales. La
fenomenología, como bien mostrará Csordas con posterioridad (1994, 1997), no excluye la
incorporación de las dimensiones sociales, políticas o culturales de la corporalidad. Tampoco el
clásico planteamiento de Douglas sobre el papel del cuerpo como material simbólico
organizativo de la vida social no deja de lado la existencia de una dialéctica inversa por la cual
el modelo corporal de organización de la vida social es luego vivenciado en el ámbito de la
individualidad. Quizá lo más atractivo del trabajo de Scheper-Hughes y Lock son sus
conclusiones sobre el papel de la emocionalidad como mediador entre los diferentes niveles
corporales y su proyecto de superación de la dualidad cartesiana entre mente y cuerpo. Esta
superación, como bien apuntan las autoras, necesita de una nueva epistemología y metafísica
sobre el «cuerpo pensante» que dé cuenta de las bases emocionales, sociales y políticas de la
aflicción, la enfermedad y la curación. Mientras la biomedicina parece excesivamente
capturada en su propio legado cartesiano, entre otras cosas porque es la base sobre la cual ha
constituido su racionalidad y objetividad, la relación sujeto-objeto, la antro-pología puede
emprender la tarea de deconstruir su propio mundo de asunciones y la matriz cultural de sus
propios postulados, aunque sea a costa, como bien señalan las autoras, de la ansiedad y el
miedo, ya alertado por Geertz en La interpretación de las culturas, de caer en el vacío
provocado por la ausencia de un fundamento objetivo y «seguro» tras la disolución de la
dualidad sujeto-objeto.

Más esclarecedora desde el punto de vista analítico y conceptual es la propuesta de Csordas,


uno de los autores que, sin duda, ha adquirido una mayor centralidad en la reflexión sobre el
cuerpo a partir de sus propuestas teóricas (1990, 1993, 1994) y de la aplicación etnográfica
(1997) de su modelo fenomenològico al estudio de los sistemas curativos y terapéuticos del
movimiento religioso llamado Renovación Católica Carismàtica. Csordas es-tablece algunas
aclaraciones que pueden resultar en este punto alumbradoras del marasmo conceptual y del
entrecruzamiento de nociones y teorías que parece afectar al uso del concepto «cuerpo» en el
conocimiento antropológico de los últimos años. La primera de ellas tiene que ver con la
distinción entre «cuerpo» ibody) y «corporalización» (embodiment). De la misma forma que
Barthes señaló en su momento (1985) una diferencia entre la «obra» como el objeto material
que ocupa un espacio en una balda de una biblioteca y el «texto» como un campo
metodológico indeterminado que existe en la medida en que se instala en el discurso y que es
vivido como actividad y producción, el «cuerpo» puede observarse como el territorio biológico
y material y la «corporalización» como el dominio de la experiencia. Una experiencia que
Csordas observa, a partir de una sutil elaboración de la fenomenología de Merleau-Ponty y el
pensamiento de Bour- dieu, como la base existencial de la persona y la cultura, como la
vivencia, el ser-en-el-mundo que supone una conciencia de los objetos del mundo y de uno
mismo, modos de presencia y vinculación con un mundo. La experiencia sería la base
existencial humana y no tanto los productos culturales ya constituidos. Ahora bien, esto no
significa que la existencia sea anterior a la cultura, pues Csordas sostiene que el cuerpo se
encuentra en un mundo desde el principio. Siguiendo a Merleau-Ponty nos dirá que estamos
en contacto con lo social sólo por el mero hecho de existir. Es más, nuestra existencia es
inseparable del mundo social antes incluso de la elaboración de algún tipo de «objetivación»
de la realidad externa o de nosotros mismos.

Una segunda aclaración que establece Csordas tiene que ver con la distinción entre una
antropología del cuerpo y una antropología fenomenológica que aquí podemos definir por
razones didácticas como una antropología desde el cuerpo. Y es que si bien la primera
entiende el cuerpo como un objeto a ser investigado desde paradigmas simbolistas,
estructuralistas o postes- tructuralistas, la segunda parte del cuerpo o, mejor dicho, de la
corporalización como un principio metodológico. Como apunta el propio autor: «el paradigma
del embodiment supone que la experiencia incorporada es el punto de partida para analizar la
participación humana en el mundo cultural» (1993: 135). Algunos de los trabajos ya citados,
como los de Marcel Mauss (1959), Maurice Leenhardt (1947), Mary Douglas (1977) o Nancy
Sche- per-Hughes y Margaret Lock (1987), pueden entenderse más bien como aportaciones de
la antropología del cuerpo, aunque en el último caso nos encontremos con un mayor
acercamiento al cuerpo como punto de partida más que de llegada a partir del énfasis que
estas autoras hacen de la emocionalidad. En la «antropología desde el cuerpo» o de la
corporalización podríamos ubicar a autores como Bourdieu (1991), Ots (1991), Pandolfi (1991)
o al propio Csordas.

Otro punto sobre el que arrojan luz las aportaciones de Csordas es la relación entre
hermenéutica y semiótica, por un lado, y fenomenología, por otro. Para este autor no se trata
de suplantar con una fenomenología la búsqueda de sentidos y de significados, sino más bien
de completarla. Y es que, a su juicio, el problema del modelo hermenéutico es que ni el
significado puede reducirse a un signo, ni la experiencia al lenguaje. El paradigma de la
«corporalización» adquiere aquí el objetivo explícito de enriquecer las aproximaciones
centradas en el significado introduciendo un nuevo concepto en escena que, desde el punto de
vista de Csordas, y probablemente inspirado por los intentos desafortunadamente inacabados
de Merleau-Ponty de vincular la fenomenología con el marxismo, puede establecer puentes
entre la experiencia humana y el mundo material y simbólico de la existencia.

El desarrollo del paradigma del embodiment ha sido generalmente bienvenido por parte de los
defensores del modelo hermenéutico como Good y Kleinman. Y es que la fenomenología
supone una estrategia complementaria a la búsqueda de significados de la enfermedad. Quizá
por ello, los últimos trabajos de Kleinman destilan una clara aproximación a posiciones de
fenomenología existencialista (1991, 1995). En realidad, Kleinman se ha convertido tanto en
representante como en creador activo de este movimiento teórico de la antropología médica
que, partiendo de una orientación interpretativa de la enfermedad, se dirige hacia una
fenomenología del sufrimiento y la aflicción; con la transformación conceptual que ello
implica, pues nociones como significado, redes semánticas de enfermedad, narrativas de
enfermedad o aflicción y otras muchas están dejando paso a conceptos como corporalización
(embodiment), sociosomáti- ca, experiencia, sufrimiento social (social suffering) y un largo
etcétera. Casi podríamos decir que en los últimos años los antropólogos están abandonando
precipitadamente el barco de la hermenéutica en beneficio de las promesas fenomenológicas.
De esta manera, si Csordas apuntaba hace unos años que «en antropología, la fenomenología
es una pariente pobre de la semiótica» (1994: 11), en la actualidad la «pariente pobre» está
adquiriendo un creciente peso intelectual. Sólo hace falta echar una ojeada a la literatura
internacional para ser consciente del gran impacto del paradigma de la corporalización, sobre
todo en la antropología médica norteamericana.

Con todo, también debemos decir que ni la fenomenología es inmune a las oscilaciones y
modas que sacuden la antropología norteamericana, y que tarde o temprano acabarán
afectándola, ni es la única teoría en el panorama contemporáneo de esta especialidad. Al lado
de la estrategia de entender la enfermedad como una forma de experiencia, de
corporalización y de existencia, encontramos también toda una serie de paradigmas que
centran su atención en las bases materiales, globales, sociales y desiguales de esos mundos en
donde las experiencias de aflicción se imbrican. Un conjunto de teorías que, precisamente,
constituyen el objetivo del próximo capítulo.

CAPÍTULO 4

SALUD, CAPITALISMO Y SOCIEDAD

Las teorías sociales y económico-políticas de la enfermedad

En «Páginas de agradecimiento a mis amigos» (Blättern des Dankes für meine Freunde) que en
1902 escribe Rudolf Virchow con motivo de una conferencia dictada a la edad de 80 años, el
médico, patólogo, político y antropólogo físico alemán reflexiona sobre una experiencia de
campo que, según él, fue decisiva en su trayectoria científica e intelectual. Virchow se refiere a
su investigación sobre el «tifus del hambre» en la Alta Silesia realizada a comienzos de 1848
por encargo del entonces ministro de sanidad de Prusia y que dio como resultado un informe
que ha pasado por ser uno de los referentes más significativos de la medicina social alemana
del siglo XIX, así como un precedente de lo que en hoy en día constituye el estudio de las
dimensiones sociales y económicas de la enfermedad. En palabras del propio autor:
Se trataba de investigar la grave epidemia del llamado tifus del hambre que se había producido
en la Alta Silesia. Al analizar las causas de la misma, llegué al convencimiento de que las más
graves radicaban en males sociales y que la lucha contra estos males sólo sería posible
mediante una profunda reforma social. Mi informe causó bastante malestar, pero para mí fue
un consuelo el hecho de que el gobierno acometiese muy pronto este camino de las reformas,
llegando a resultados altamente satisfactorios. Me complace todavía más que mi proceder no
sólo fuera beneficioso para la Alta Silesia, sino que poco a poco una región tras otra se
decidiera por el mismo camino. [...] Me interesa insistir en que es inevitable relacionar la
medicina práctica con la legislación política, lo que intenté entonces en La Refonna Médica
(1848-1849). Desde que la higiene pública se ha convertido en parte integrante de la asistencia
general, el reproche de que el médico también sea político ha perdido toda su significación
[Virchow 1902 cit. en Jacob 1984: 168],

Las palabras de Virchow rememoran su proyecto científico- político de una medicina social
centrada en el análisis de las causas y el tratamiento de las enfermedades desde una óptica
social y económico-política, aunque incluyendo también los factores de tipo somático y
ambiental. El informe sobre el tifus de la Alta Silesia es paradigmático a este respecto.
Inspirándose en la tradición hipocrática de tipo holístico, Virchow realiza una descripción de la
geografía, la climatología y la geología de la zona, así como un estudio de la población, de su
historia y de sus condiciones de vida, en donde pone en evidencia la relación de explotación
del campesinado por los grandes terratenientes, la desnutrición crónica que afecta a una
tercera parte de la pobla-ción, el hacinamiento y la mísera condición de las viviendas. El tifus
es para Virchow una consecuencia del hambre que, en su interacción con el clima, las
condiciones de la vivienda y la falta de medidas higiénicas, han favorecido el desarrollo
epidémico de esta enfermedad. Por consiguiente, no será extraño que Virchow entienda que
el tratamiento habrá de ser fundamentalmente social y reformista, incluyendo la «aplicación
correcta» de los medios de la beneficencia pública y la modificación de las condiciones de vida
del campesinado. El médico alemán lo resume en pocas palabras: la terapéutica social más
apropiada deberá ser la «democracia plena e ilimitada».

De la misma manera que otros médicos reformistas alemanes de su época, como Neumann y
Leubuscher, Virchow entiende la enfermedad como un producto de la vida social y, más
concretamente, de la falta de bienestar y educación de la población, de sus pobres salarios y
de sus condiciones de trabajo, de la miseria y de la falta de políticas activas estatales para
solucionar los problemas del pueblo. La medicina, dirá Virchow, es una ciencia social y la
política una forma de medicina a gran escala. El papel de un «Estado democrático», remachará
Neumann, es velar por la vida y la salud de los ciudadanos desde el principio de igualdad de
derechos para todos (Rosen 1984: 215). Unas tesis que son llevadas tanto al terreno discursivo
como al práctico. Piénsese que Virchow fue uno de los defensores de la barricada que
separaba la Friedrichstrasse de la Taubenstrasse en el Berlín revolucionario de marzo de 1848.
También fue uno de los impulsores, junto a Leubuscher, de Die medizinische Reform {La
Reforma Médica)-, una publicación que sólo se prolongó durante un año debido a la derrota de
la revolución, pero que introdujo de forma incisiva la vinculación entre salud y sociedad, por
un lado, y medicina y política, por otro, además de que alentó el desarrollo de una
transformación de la asistencia médica en el contexto de democratización del Estado y
promovió un discurso crítico sobre el impacto de las condiciones de vida (laborales,
domésticas, públicas, etc.) en la salud de la población germana. En el último editorial de 1849
se avisaba al lector de la continuidad de la lucha por una sanidad digna: «No cambiaremos de
causa, sino de lugar» (cit. en Rosen 1984: 222).

Gran parte de los planteamientos de la medicina social alemana y de otras escuelas que
interpretaron la enfermedad como resultado de las condiciones sociales se fueron diluyendo
con el proceso de biomedicalización que hemos planteado en el Capítulo 2. La progresiva
vinculación de lo patológico al espacio de los órganos y al ámbito de acción de los
microorganismos propició el desenvolvimiento de una perspectiva de la enfermedad como
disfunción biológica del cuerpo individual del paciente, así como una progresiva atomización
en especialidades que entraron en contradicción con posturas de tipo holístico como la de
Virchow. Esto no significa que en la diversidad de modelos teórico-prácti- cos de la medicina
occidental, científica o cosmopolita no puedan aún encontrarse orientaciones de tipo social.
Existen actualmente paradigmas como el de la epidemiología social, la psiquiatría social o
teorías como la del social support-stress-disease que cohabitan con el modelo hegemónico de
corte biomédico. También se observa la presencia de planteamientos sociopolíticos,
generalmente de tipo marxista o neomarxista, que tienen como función primordial la denuncia
de las desigualdades sociales y su impacto sobre la salud. Ahora bien, en el panorama
contemporáneo parecen observarse dos cosas. La primera, que este tipo de planteamientos
son claramente subalternos frente a la hegemonía del modelo biomédico. La segunda, que el
espacio de debate sobre estas cuestiones ha quedado progresivamente instalado no tanto en
la medicina como en las ciencias sociales o, más precisamente, en ese ámbito que se ha
convenido en llamar «ciencias

11. Véase a este respecto The Primitive World and Its Transformations ([1953] 1969), del
mismo autor, en donde reflexiona sobre los cambios morales y sociales derivados del impacto
de la modernidad en la sociedad folk. Una excelente revisión sobre la literatura redfieldiana
sobre el sistema de salud en Yucatán puede encontrarse en Menéndez (1981).

1. El determinismo biológico y sus dobles

El determinismo biológico presupone una jerarquía en el orden de las cosas. En la base se


encuentran los procesos biológicos que ejercen su determinación en la vida humana. Sobre
esta base se disponen las conductas individuales y los procesos psicológicos en tanto que
fenómenos dependientes. Sobre este se-gundo estrato descansan las relaciones sociales y la
producción cultural de símbolos y representaciones compartidos. En este triple ordenamiento
existen fuerzas de determinación de abajo arriba (de los genes a las conductas y a las
diferencias sociales,

1) La primera, característica de los primeros momentos de la biología molecular (1930-


1970), se define por la creación de medios técnicos como la cristalografía, los
marcadores radioactivos, el microscopio electrónico y la creación de sofisticados
métodos de cromatografía que son útiles para generar representaciones extracelulares
de configuraciones o estructuras intrace- lulares. Los trabajos realizados entre 1953 y
1965 por Watson, Wilkinis, Franklin y otros sobre la estructura de doble hélice del ADN
(ácido desoxirribonucleico) o por Monod y Jacob sobre las dos moléculas del ARN
(ácido ribonucleico) —el mensajero (m) y la transferencia (t) del ARN— que median
entre los genes (ADN) y sus productos: las proteínas, son algunos de los más represen-

sociales y salud». En este contexto, el papel de la antropología médica ha consistido en


recuperar este tipo de preocupaciones en la indagación de las dimensiones sociales de la
enfermedad. Frente al estudio de las dimensiones culturales de la aflicción y de las prácticas
corporales, de los discursos nativos, de su experiencia, simbologia y narratividad se han
dispuesto, así, otras orientaciones que destilan una inquietud por el impacto de la vida social
en la salud de las poblaciones y cuyos postulados más destacados descansan en la propia
tradición de las ciencias sociales.

Algunos de los paradigmas más destacados de la teoría social, como el funcionalismo y el


marxismo, han mostrado una preocupación histórica por la relación entre la vida social y la
enfermedad. El primero, el funcionalismo, dispone de algunos referentes clásicos, como el
bien conocido trabajo de Durkheim sobre el suicidio, en donde, de forma alumbradora, se
socializa un acto que pasa por ser explicado desde las orientaciones psico- logistas y
biomédicas como un fenómeno individual y psicopático. El marxismo, por su lado, puede
tomar como uno de los referentes más significativos el trabajo pre-etnográfico de Engels sobre
las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, en donde la descripción de la forma de vida del
proletariado en este periodo incluye una referencia continuada al impacto de la pobreza en la
salud de esta clase social. Las corrientes funcionalistas y marxistas introducen, además,
planteamientos encontrados en lo que respecta a la valoración de las condiciones sociales de
la enfermedad, puesto que si las primeras tienden a entender la morbilidad desde una
perspectiva que enfatiza el consenso social, las segundas observan en el conflicto de clases, en
la desigualdad social y en sus intentos de justificación ideológica el núcleo duro de su
argumentación. Las orientaciones funciona- listas gobernarán parte del campo de la
antropología médica en la década de los setenta y principios de los ochenta, para acabar
adoptando una posición más marginal, pero con una importante presencia de fondo en los
enfoques aplicados. El marxismo, por su lado, adquirirá un especial vigor en la década de los
ochenta hasta configurarse progresivamente en el principal rival de los enfoques
hermenéutico y fenomenològico. Pero veamos las propuestas de estas orientaciones con
mayor detenimiento.

1. Disfunciones, roles, itinerarios

Existe una posición epistemológica en la tradición de las cien-cias sociales que se opone, en
gran medida, a la visión biomédi- ca y psicológica de los fenómenos, y especialmente de las
enfer-medades. Mientras estas últimas disciplinas han desarrollado la estrategia de
individualizar la enfermedad, las ciencias sociales tienden a socializarla. Probablemente el
referente clásico más evidente de este proceso sea el ya citado tratado de Durkheim sobre el
suicidio. Desde las primeras páginas de su obra, Durkheim plantea el hecho, a sus ojos
paradójico, de que el progreso económico de las sociedades industrializadas vaya
acompañado, generalmente, de un aumento de los índices de suicidio. Esta constatación que
Durkheim investiga empíricamente junto a al-gunos de sus colaboradores, como su sobrino
Marcel Mauss, le mueve a desarrollar en su extensa obra un razonamiento funcio- nalista
innovador, que pasa por ser uno de los mejores referentes de explicación sociológica de una
conducta considerada tradi- cionalmente, y aún hoy en día en la mayoría de las ocasiones,
como un fenómeno individual y psicopático. Como proponía Esquirol, uno de los alienistas
franceses más destacados del siglo xix, «El suicidio ofrece todos los caracteres de la
enajenación de las facultades mentales. El hombre sólo atenta contra su vida cuando está
afectado de delirio. Lo suicidas son alienados» (Esquirol cit. en Durkheim 1989: 20). Durkheim
desmontará de forma convincente esta idea.

De forma minuciosa, el sociólogo francés reúne datos esta-dísticos sobre las tasas de suicidio
en diferentes países (aquellos que muestran registros disponibles) y trata de relacionar sus va-
riaciones con algunas características sociales de las poblaciones investigadas. Analiza factores
como la nacionalidad, la religión, el lugar de residencia, la edad, el sexo, el estado civil, el
tamaño de la familia o el estatus socioeconómico. Asimismo, indaga sobre las estaciones del
año y las horas del día en que se producen los actos suicidas para deducir, en contra de
algunas teorías de la época que explicaban este fenómeno a partir de criterios am- bientales y
climatológicos, que las causas de esta conducta son principalmente sociales ( 1989: 95) y que,
por tanto, requieren de un análisis sociológico (1989: 131 y ss.).

Durkheim distingue entre tres tipos de suicidio de acuerdo con su casuística social. Sin seguir el
orden del planteamiento del autor, podemos decir que el primero es el llamado «suicidio
altruista», el cual se produce en condiciones sociales en donde los intereses personales son
claramente subordinados a las exigencias de la colectividad, hasta el punto de exigir al actor
social de forma velada o explícita el sacrificio de su vida, aun cuando las situaciones objetivas
no parezcan necesitar de una conducta de entrega personal de esta índole. Un caso
paradigmático es el de los oficiales del ejército, que muestran una mayor propensión a
cometer suicidio debido, según Durkheim, a presiones sociales que adquieren capacidad de
convicción a partir de valores como el honor.

En las antípodas del «suicidio altruista» se dispondría el «suicidio egoísta», caracterizado por
una casuística en donde la decisión personal del actor cobra un importante protagonismo,
aunque un análisis más profundo desvele que su existencia es fruto del individualismo, y éste,
a su vez, de unas determinadas condiciones de la organización social. Durkheim deriva esta
segunda tipología de la constatación de un mayor índice de esta conducta entre la población
protestante en comparación con la católica. Utilizando datos ya recogidos por Morselli, el
sociólogo francés apunta que en los Estados protestantes la tasa de suicidios es de 190 por
millón de habitantes, mientras que en los católicos es de 58 y en los mixtos (protestantes y
católicos) de 96. Lo mismo parece aplicable cuando se desglosan los datos de suicidio en el
interior de los Estados según grupos de confesión religiosa. Por ejemplo, en los cantones
francófonos de Suiza la tasa de suicidios de católicos es de 83 por millón de habitantes y en los
protestantes de 453. Los datos franceses avalan la misma orientación, al igual que los italianos
y los de Prusia. Anticipándose a la teoría de Weber sobre el papel de la ética protestante en el
desarrollo del capitalismo, Durkheim aventura que estas diferencias se deben al papel de la
religión protestante en la configuración de una mentalidad de responsabilidad individual que
implicará una mayor autonomía individual y un mayor grado de desapego del orden social. El
individualismo, como producto social, será así la causa social primordial del llamado «suicidio
egoísta».
En último lugar de su tipología Durkheim incluye el llamado «suicidio anómico», que explica en
términos de inadecuaciones sociales y desarreglos entre medios y fines sociales y su impacto
en los actores individuales. La idea de fondo es que la inestabilidad social producida por el
cambio de valores y la transformación económica y social genera inseguridad y desorientación
individual. «El hombre», nos dirá Durkheim, «sólo puede vivir si sus necesidades están en
armonía con sus medios» y es la sociedad la que limita, moldea y crea estos medios. En
situaciones de crisis y desarreglo, el papel de la sociedad como reguladora de los medios
sociales resulta ineficaz e inadecuado y, en consecuencia, los acto-res se encuentran
desorientados. Como ha indicado Parsons (1982: 32), la anomia puede considerarse como
aquel estado de un sistema social que engendra que un determinado tipo de actores llegue a
considerar que el éxito social ha perdido su sentido, porque no poseen una definición clara de
lo que resulta deseable. La anomia es, por tanto, una disfunción del sistema normativo de la
sociedad, aunque en determinadas orientaciones psicologistas posteriores haya sido tratada
de forma asistemática como un fenómeno de raíz individual más que colectiva.

En definitiva, podemos decir que para Durkheim el suicidio no puede atribuirse a


determinados factores psicopáticos o am-bientales (climatológicos, por ejemplo) o, al menos,
no enteramente. Es el tejido social, con su cuerpo normativo, con su organización y su
estructura y con su conjunto de representaciones colectivas el que establece las reglas del
juego en una situación como ésta y también el locus en donde el investigador debe indagar sus
causas. El poder de lo social sobre el cuerpo, la enfermedad y la individualidad es tan
importante para Durkheim como para convertirse en la dimensión real más efectiva y
determinante de las conductas humanas. La posición del individuo en el mundo social es de
subsidiariedad más que de protagonismo. Frente a una teoría de la época como el
psicoanálisis, que trataba de explicar los comportamientos colectivos desde la proyección de la
psicología individual al orden social, Durkheim invierte esta direccionalidad y nos revela otro
lado de la relación dialéctica entre individuo y sociedad. En ello no es enteramente original,
pues en su orientación están presentes reminiscencias del pensamiento social, como la idea
rousseauniana devolonté genérale, el colectivismo de Saint-Simon o el enfoque determinista
social del marxismo. No obstante, su aportación adquiere fuerza en la sistematización teórica y
empírica de sus propuestas. El suicidio es, probablemente, el primer intento positivo y
sistemático de explicar una conducta como resultado de fuerzas sociales que convierten al
individuo, como afirmará unos cuantos años más tarde Lévi-Strauss en La identidad (1981: 10),
en una función inestable y efímera.

Con todo, el funcionalismo de Durkheim encierra algunos principios analíticos que han sido
criticados desde orientaciones marxistas y que afectan por igual a los planteamientos pos-
durkheimianos que han tenido incidencia en la antropología médica. Nos referimos a su
énfasis reiterado en el consenso social. Piénsese que la sociedad es percibida desde el
funcionalismo y estructural-funcionalismo como un sistema que tiende a la estabilidad y
también al consenso. El suicidio, como la enfermedad, es una desviación de ese consenso y de
las obligaciones sociales o, contrariamente, es aprehendido como un producto de la ausencia
de consenso social que se traduce en anomia y en inseguridad personal. El conflicto se
convierte, por inversión, en una anomalía. No es extraño, pues, que algunas teorías como el
marxismo y el feminismo hayan observado en el modelo funcio- nalista una excusa para el
mantenimiento del statu quo. Y es que mientras el funcionalismo tiende a observar en las
conductas «normales» formas consensuadas de adaptación a una norma social, las teorías
críticas encuentran en los conjuntos normativos la fuerza del desarrollo histórico de un
conflicto, sea éste de clases o de género, o ambas cosas a la vez. El consenso social
durkheimiano es para un marxista la anomalía continuada y cro- nificada de unas relaciones
sociales de explotación que, en última instancia, sólo puede resolverse mediante la lucha de
clases.

La proyección del planteamiento de Durkheim en la teoría social sobre la enfermedad ha


tenido ramificaciones, materializaciones y reelaboraciones muy diversas, entre las cuales
podemos incluir las investigaciones de la escuela sociológica de Chicago sobre el papel de la
desorganización social y la anomia en las llamadas patologías sociales (Faris y Dunham 1939).
También es perceptible su impronta en la sociología médica incipiente de Talcott Parsons
(1951, 1958), en las propuestas de autores como Suchman (1965), Twaddel (1981) o Mckinlay
(1972) sobre los itinerarios terapéuticos y en esa especie de teoría de las normas sociales y el
self, de la vida social como representación teatral y la conducta individual que es el
interaccionismo simbólico de Goffman. Sin tratar de ser exhaustivos en este punto, podemos
decir que de la influencia funcionalista de fondo se derivan al menos dos conceptos que han
adquirido una importante cen- tralidad en la antropología médica: 1) la noción de rol del
enfermo, y 2) el concepto de carrera del enfermo o de la enfermedad. Dos nociones que se
encuentran plenamente imbricadas, pues la segunda, como tendremos ocasión de observar a
continuación, no deja de suponer la introducción de un enfoque procesual y dinámico en la
primera. Pero veámoslo con mayor profundidad.

El rol del enfermo

Probablemente las primeras sistematizaciones de la noción de rol del enfermo sean las
aportaciones de Talcott Parsons reflejadas en algunos artículos publicados en la década de los
cincuenta (1951,1958)yen ese compendio de su teoría sociológica que es El sistema social (
[1951] 1982). El enfoque parsoniano guarda la suficiente originalidad para entenderse como
una contribución no seguidista de la obra de Durkheim, aunque en sus planteamientos
descuelle la influencia del sociólogo francés en un contexto —eso sí— amplio de referentes,
como la aportación de Pareto de entender la sociedad como un sistema o algunos postulados
del psicoanálisis sobre la psicología profunda y la motivación, así como la teoría social de
Weber. No obstante, es bastante claro que Parsons apuesta por un enfoque funcionalis- ta que
él mismo hace explícito. Así, en la primera página de El sistema social nos informa que «este
libro es un intento de realizar los propósitos de Pareto, haciendo uso de un enfoque —el nivel
de análisis estructural-funcional— que difiere bastante del de Pareto» (1982: 9). Con todo, su
ánimo funcionalista o estruc- tural-funcionalista no impide que enfatice en su orientación una
dimensión de la vida social más dinámica que los propios niveles estructurales, como es el caso
de la centralidad de la noción de «acción social» en tanto que mecanismo de reproducción
sistèmica y de enlace entre el orden estructural de la sociedad y la dimensión de las
motivaciones individuales. En este contexto debe entenderse su aproximación a la
enfermedad.

El sociólogo de Harvard nos dice que la enfermedad «es un estado de perturbación en el


funcionamiento "normal" del indi-viduo humano total, comprendiendo el estado del
organismo como sistema biológico y el estado de sus ajustamientos personal y social» (1982:
402). De esta forma, la enfermedad puede definirse tanto en términos biológicos como
sociales, pues ella es una disfunción que implica rupturas con las expectativas y obligaciones
sociales del actor «normal» para introducir una con-dición de anomalía en donde se inscribe el
rol del enfermo. La enfermedad es un tipo de desviación de la condición normal que supone
dependencia con respecto a otros actores e, incluso, una primacía de elementos
motivacionales regresivos que ubican al afectado en una posición infantil. Como indicará en un
trabajo junto con Fox (1952: 235), en cierto sentido no existe mucha diferencia entre la
enfermedad y el estado infantil o de inmadurez. El médico, por su parte, adopta una posición
análoga a la del padre y el hospital puede llegar a ser una auténtica alternativa a la familia. Y es
que, en la línea del enfoque durkheimiano, la enfermedad es una desviación del mundo
normativo de la sociedad, aunque se trate de una desviación no excesivamente problemática
en términos del sistema, pues está socialmente sancionada e institucionalizada en figuras
como la del paciente. El sistema médico —-y Parsons está pensando en la biomedicina
norteamericana— es, obviamente, el marco institucional que cumple el papel de legitimación
de esa anomalía que es la enfermedad, así como el encargo de establecer el retorno del
paciente a las obligaciones sociales mediante la terapia.

Si hacemos un esfuerzo de síntesis, podemos decir que Par- sons plantea cuatro atributos
básicos del rol de enfermo que él considera como universales, a pesar de las diversidades
culturales previsibles en cuanto a su materialización en la acción social. El primer atributo, que
ya hemos citado, es que estar enfermo supone una exención de las obligaciones sociales
asociadas a otros roles. En tanto que se trata de una condición de anomalía o de desviación
que pone al actor en una situación de dependencia e incapacidad, se permite al enfermo
desatender otros roles en su mundo familiar o laboral. La enfermedad supone expectativas de
«que se cuiden de uno» y condición de incapacidad que legitime tanto ese cuidado como la
relación de dependencia que conlleva.

La segunda característica del rol en cuestión es que no se atribuye al enfermo ninguna


responsabilidad en cuanto a su en-fermedad, ya que ésta es interpretada socialmente como
una si-tuación que se produce al margen de la voluntad del actor. Par- sons es consciente, sin
embargo, que puede hacerse un uso del rol del enfermo sin la existencia de una enfermedad
con el objeto de conseguir determinados beneficios y fines, por lo que su óptica muestra como
previsible lo que podemos llamar un uso no legítimo de papeles.

Los dos últimos atributos tienen que ver con las expectativas que la sociedad deposita en el
enfermo: éste tiene que entender su situación como algo no deseable y debe buscar ayuda
técnica competente para resolver su disfunción, asumiendo en esa búsqueda una actitud
colaboradora. Estar enfermo supone, así, no sólo exenciones de practicar otros roles y
responsabilidad con respecto a la propia enfermedad, sino también obligaciones de modificar
y colaborar en la resolución del estado de anomalía que supone la enfermedad. Y es que las
desviaciones, al igual que la conducta normal, no dejan de estar norma- tivizadas en la vida
social. El planteamiento de Parsons recuerda en este punto a la conocida afirmación de Ralph
Linton sobre las llamadas pautas para la conducta incorrecta (pattems of misconduct): «es
como si la sociedad dijera al individuo "no lo hagas", pero si lo haces, hazlo de esta manera».
Autores como Foster y Anderson (1978: 154 y ss.) han criticado de forma lúcida el
planteamiento parsoniano. Según ellos, la noción parsoniana de rol del enfermo puede
resultar de cierta utilidad para el estudio de las enfermedades agudas y episódicas, pero
muestra muchas incongruencias cuando se aplica al terreno de las enfermedades crónicas y los
trastornos mentales. Y es que en el caso de las disfunciones que implican una cronicidad y, por
tanto, una prolongación en el tiempo, no necesariamente nos en-contramos ante una
exención de las obligaciones sociales. Un actor afectado por una enfermedad coronaria o un
enfisema pulmonar puede ejecutar una gran parte de sus obligaciones sociales, aunque se vea
limitado en el desarrollo de algunas funciones, como jugar al tenis o desarrollar prácticas de
alto riesgo para su salud. Adicionalmente, algunas situaciones del ciclo vital como la ancia-
nidad pueden suponer una disminución o exoneración de las obli-gaciones, sin que por ello
deban confundirse con un estado de enfermedad. No es extraño, pues, que para autores como
Foster y Anderson la noción parsoniana haya sido entendida como una aportación
excesivamente genérica e inexacta. Sólo hay que pensar en la evidencia de que las
enfermedades crónicas en la sociedad moderna no se corresponden con una obligación social
de recuperación del paciente, pues esto es claramente imposible, o en la constatación de que
la idea parsoniana de que el enfermo no es responsable de su desgracia cae por su propio
peso, ya que en muchos contextos sociales se interpretan las disfunciones somáti-cas y
psíquicas como una consecuencia de la trasgresión de un orden moral. Y es que los
planteamientos de Parsons sufren de una excesiva generalización de los papeles asignados a la
enfermedad. Quizá por ello en antropología médica ha prevalecido un uso exploratorio y
particularista más que universalista de la noción de rol del enfermo. Un uso, si se prefieren
otras palabras, más orientado a discriminar el juego social que envuelve situaciones
particulares de enfermedad que a la constitución de una teoría social general en la línea de
Parsons.

Si la noción de Parsons parece tomar como modelo más in-mediato las enfermedades físicas
agudas o episódicas, los tras-tornos mentales de carácter crónico constituyen el referente prin-
cipal de las aportaciones de otro autor clave en el estudio del papel del enfermo. Nos
referimos a la curiosa contribución de Goffman que, sin inscribirse claramente en el
funcionalismo, propone una visión de la enfermedad mental desde el punto de vista del juego
entre obligaciones sociales, transgresiones y desviaciones. Una perspectiva que destila
influencias muy diversas que oscilan entre el pragmatismo de la escuela sociológica de
Chicago, el interaccionismo simbólico de George Herbert Mead, el estructural-funcionalismo
británico y el concepto durkheimia- no del yo individual como una porción de la sacralidad del
grupo. No obstante, los trabajos de este cientíñco social inclasificable expresan una
originalidad a prueba de cualquier búsqueda de mimesis intelectual con una corriente
específica.

Conocido por sus incursiones en el estudio de instituciones tan dispares como los manicomios
y los casinos de Las Vegas, así como por su percepción del juego social a partir de la metáfora
del drama en donde los diferentes actores asumen papeles previamente preestablecidos,
Goffman puede considerarse uno de los autores más destacados en el análisis del rol del
enfermo mental. Su célebre Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos
mentales (1988) y uno de sus trabajos menos citados: «The Insanity of Place» (1969), son,
precisamente, los espacios más ex-plícitos para la puesta en escena de sus planteamientos.
En «The Insanity of Place», Goffman parte de una distinción entre enfermedades físicas y
enfermedades mentales. Las primeras se caracterizan por mostrar manifestaciones que él
denomina «síntomas médicos» y que aluden a una desviación de la norma o normalidad
biológica entendida desde una perspectiva somática, individual, biológica y asocial. En sus
propias palabras: «Los signos y síntomas de un trastorno médico refieren presumiblemente a
alguna patología subyacente en el organismo humano y constituyen desviaciones de las
normas biológicas [...]. El sistema de referencia aquí es claramente el organismo humano y el
término "norma", idealmente al menos, no guarda una connotación moral o social» (1969:
362). Por otro lado, las enfermedades mentales están conformadas por «síntomas psí-quicos»
que pueden diferenciarse de los «síntomas médicos» y que involucran otro tipo de referentes,
como los valores y obliga-ciones sociales, las transgresiones y las ofensas de los actores
sociales que se convierten en espectadores de excepción del brote psicòtico o de la conducta
psicopatológica. A diferencia de una tuberculosis o de una cardiopatia isquémica, las
enfermedades mentales constituyen violaciones de la organización de los lugares públicos, de
las calles, las vecindades y los comercios. También generan disrupción de los contextos
organizativos de tipo laboral, sobre todo cuando están altamente formalizados. En el núcleo
doméstico desatan conflictos que trastocan la vida cotidiana y sitúan a la familia entre el
enfermo y la comunidad. De esta forma, y a diferencia de las disfunciones somáticas, los
trastornos mentales se nutren de la propia sustancia de las obligaciones sociales.

A pesar de la originalidad de Goffman en ofrecer una lectura de las disfunciones psíquicas en


términos del orden socionor- mativo, la separación tan abrupta entre enfermedades físicas y
mentales es difícilmente sostenible en la actualidad, pues las primeras no escapan al juego
social de transgresiones e interpretaciones morales, como se ha mostrado en una diversidad
tal de bibliografía que resultaría demoledora. Probablemente Goffman está imbuido con una
idea de trastorno mental en tanto que conducta bizarra que rompe con la lógica de las normas
sociales y mueve a iniciativas de coerción y exclusión mediante el confinamiento en un
hospital psiquiátrico. Pero la distinción entre una enfermedad física y otra mental (como la
esquizofrenia u otros tipos de psicosis) refiere menos a la ausencia de un orden moral y
normativo en la primera que a la coexistencia en la segunda de una doble desviación: la que
proviene de la propia condición de enfermedad y la que se nutre de conductas que no son
reconocidas como pertinentes en el juego social, como pasearse a voz en grito por una
estación de trenes llevando en el cuello un curioso collar de latas de conservas, confesarse a la
policía como un agente del KGB cuando no se es espía o almacenar las bolsas de basura de
todo el barrio en la propia residencia. Pero que Goffman no acierte a establecer una distinción
afinada entre enfermedades somáticas y psíquicas no quita mérito a su peculiar análisis del
trastorno mental como una desviación moral y a su especial forma de mostrar cómo los
marcos institucionales (léase hospital psiquiátrico) explican los comportamientos de los
enfermos psíquicos más que cualquier divagación de corte psicológico.

En textos como Internados, el sociólogo canadiense hace gala de un enfoque microscópico


para dilucidar el mundo de las obli-gaciones y expectativas que articula la conducta social. Su
tarea viene a ser algo así como hacer visible el tácito vínculo entre el conjunto normativo de
las instituciones y las adaptaciones indi-viduales a estos marcos. A estos efectos han resultado
especial-mente útiles algunos de sus conceptos como «institución total» y «carrera moral». La
última de estas nociones la analizamos más adelante, pues bien puede entenderse como el
pistoletazo de salida de lo que serán conceptos como el de carrera del paciente, proceso de
búsqueda de salud o itinerarios terapéuticos. El primero, en cambio, merece de algún
comentario en este punto, ya que nos informa de la lógica adaptativa del rol del enfermo
dentro de marcos institucionales como los hospitales.

Goffman apunta en las primeras páginas de Internados que toda institución social tiene
tendencias absorbentes de las con-ductas de los individuos o actores que la componen. Una
institu-ción es un mundo en sí mismo que puede adquirir diferentes grados de apertura al
exterior, así como niveles absorbentes dis-tintos. Las llamadas «instituciones totales» son el
ejemplo más exacerbado de esa tendencia absorbente. Mientras la «sociedad moderna» está
ordenada de tal manera que el individuo tiende a dormir, jugar y trabajar en distintos lugares,
y acaso en diferentes instituciones, las instituciones totales concentran en un mismo espacio
este tipo de quehaceres. Su mayor tendencia absorbente se materializa mediante obstáculos a
la libre circulación de los actores y a su contacto con el mundo exterior y se simboliza en las
puertas cerradas, los muros o el aprovechamiento del paisaje natural (acantilados, ríos,
bosques, pantanos, etc.) como límites infranqueables. En ellas se conjugan algunas
características básicas en cuanto a la organización de la vida cotidiana. Se trata de instituciones
en donde todos los aspectos de la vida cotidiana antes señalados se llevan a cabo en el mismo
espacio y bajo la misma autoridad, en compañía de un gran número de otros que reciben el
mismo trato, de forma estrictamente programada por una estructura jerárquica que establece
la secuen- ciación de las actividades a lo largo del día y en donde se percibe un plan racional de
obligaciones y normas concebido de forma deliberada para el cumplimiento de los fines de la
institución. De esta manera, y en palabras del propio autor, «el hecho clave de las instituciones
totales consiste en el manejo de muchas necesidades humanas mediante la organización
burocrática de conglomerados humanos» (1988:20). Estoes posible por la existencia de un
cuerpo de funcionarios o de personal supervisor que ejerce una labor de «vigilancia» de los
comportamientos de los «internos», configurando una estructura rígida de al menos dos
estratos que restringe toda movilidad (1988: 23). Ejemplos de este tipo de instituciones totales
serían los penales, los manicomios o las leproserías, aunque como la función social puede ser y
es, de hecho, diferente en estos casos, Goffman se anima a crear una tipología.

El autor de Internados nos informa de, por lo menos, cinco tipos de instituciones totales. En
primer lugar, nos encontraríamos con aquellos espacios creados para cuidar de individuos que
socialmente se consideran incapaces para el cumplimiento de las obligaciones sociales, pero a
la vez inofensivos. En este grupo se incluirían las residencias para ancianos, huérfanos e
indigentes, así como los hogares para ciegos y otros actores con minusvalías. En segundo
término se dispondrían las instituciones cuya función es el cuidado de individuos que,
incapacitados para cuidarse de ellos mismos, constituyen «una amenaza involuntaria» para la
sociedad. En este caso se incluirían los hospitales psiquiátricos, las leproserías y los dispositivos
para enfermos infecciosos. Un tercer tipo estaría creado para proteger al tejido social de
aquellos que son considerados un peligro público. Esta vez estamos hablando de las cárceles,
los presidios, los campos de concentración y de trabajo. El siguiente tipo lo dedica Goffman
para los lugares de trabajo que, por razones de eficacia laboral o de su instrumentalización
social, suponen una institu- cionalización total como los cuarteles, los barcos, o los empleados
del servicio doméstico de una mansión señorial. En último lugar tendríamos los llamados
refugios del mundo, como las abadías, los monasterios y los conventos. Una clasificación, en
definitiva, que parece articularse a partir de dos criterios: la función social que cumple la
institución y el etiquetaje de los internos de acuerdo con sus (in)capacidades y su carácter
(in)ofensivo. Piénsese que el primer tipo (residencias de ancianos) está destinado a actores
incapaces e inofensivos, el segundo (hospitales psiquiátricos) a incapaces ofensivos y el tercero
(presidios) a capaces ofensivos. Los dos últimos (lugares de trabajo y refugios del mundo), y
aunque Goffman no lo plantee, responden en el fondo a la misma lógica, y podrían disponerse
en el mismo tipo de capaces inofensivos, al menos, si partimos desde ese punto de vista de la
mayoría social desde el cual Goffman trata de revelar las expectativas sociales y las tácitas
estructuras normativas.

En este contexto de definición del hospital psiquiátrico como institución total Goffman
escudriña los roles de los internos como formas de adaptación al entorno. Así, habrá actores
que retiren su atención de todo lo que no sea su propio cuerpo inclinándose por lo que
Goffman llama una «regresión situacional» que incluye formas de despersonalización y
enajenación. Otros, en cambio, adoptarán una posición de «intransigencia» y de confrontación
deliberada que tratará de ser doblegada mediante castigos institucionales o lógicas de
apariencia terapéutica como el electroshock. También el interno podrá sufrir un proceso de
«colonización» o institucionalización por el cual el pequeño mundo de la institución total se
convertirá en el universo únicamente significativo, pues el exterior será construido
simbólicamente como un espacio de peligro y de amenazas para el sujeto. Finalmente, el actor
podrá desarrollar la estrategia adap- tativa de la «conversión», asumiendo el rol que el
personal espera de él y llevándolo a cabo con el mayor celo posible y el mayor espíritu de
colaboración con la lógica institucional.

Una de las originalidades del planteamiento de Goffman radica precisamente en mostrar cómo
las conductas de los sujetos internados en un hospital psiquiátrico dependen más de su posi-
ción asignada dentro de la lógica institucional que a supuestas afecciones psicopatológicas. Lo
que para un psiquiatra es una conducta pasiva derivada de un trastorno de base, para Goffman
puede interpretarse como una adaptación a la vida del hospital que se ha materializado en una
posición de regresión situacional y de despersonalización. Igualmente, un comportamiento
agresivo podrá ser leído como una actitud de intransigencia ante el mundo totalizador de la
institución que es el resultado del componente alienante y hasta cierto punto anémico del
conjunto normativo del hospital y su actualización en la práctica cotidiana. Como en los textos
de Durkheim, la interpretación goffmaniana ofrece un marco de interpretación en donde las
fuerzas sociales resultan extremadamente útiles para entender conductas individuales, pues lo
presuntamente subjetivo y, en este caso, psicopatológico, se muestra como una derivación
lógica de los conglomerados nor-mativos y la estructura organizativa de ese mundo
microsocial que es el de las instituciones totales. Siguiendo los pasos ya realizados por autores
como Caudill (1966), Rapoport (1960) y Dun- ham y Kirson (1960), el hospital es para Goffman
una sociedad a pequeña escala que adquiere en su caso carácter de representación teatral con
sus papeles asignados, su jerarquía y sus tendencias plenamente absorbentes de la vida de los
internos.

Como ya había anunciado Parsons, Goffman interpreta que las conductas consideradas
divergentes o desviadas tienen también sus normas. La disfunción no recae en una especie de
vacío normativo, sino que lo anormal también está normativizado en una sociedad y supone
un conjunto de expectativas de acción social y comportamientos tanto entre los afectados
como entre los grupos sociales. Los individuos afectados por una enfermedad o por un
trastorno psíquico absorben y llevan a la práctica estas expectativas, de tal manera que se
produce eso que Mer- ton, entre otros, llamó profecía de autocumplimiento; una idea que ha
influido de forma sustancial a la sociología de la desviación y a la llamada teoría del labeling1 o
etiquetamiento y que toma como base el conocido teorema de Thomas en sociología: «Si los
individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias» (cit. en
Merton 1964: 505 y ss.).

La carrera del enfermo

A Goffman, y especialmente a su ensayo ya citado: Internados, debemos también una


definición procesual de la enfermedad bajo el concepto de carrera moral. Una carrera es la
historia de un trayecto o de una trayectoria entendida como un conjunto de cambios y
modificaciones que, más que singulares, son comunes. De esta manera, se puede hablar de
una carrera académica atendiendo a aquellos momentos más significativos que suponen
cambios de estatus y que, en esta medida, responden a una lógica normati- vizada en un
contexto social. Goffman apunta que la noción de carrera es claramente ambivalente entre lo
que sería el mundo íntimo y subjetivo (la identidad y el yo) y una posición formal de tipo social
que incluye relaciones jurídicas, estilos de vida y rela-ciones institucionales. Es por ello que se
conforma como un con-cepto idóneo en el marco de su teoría siempre oscilatoria entre la
construcción del yo y el juego social, entre lo individual y lo colec-tivo; si bien el yo es para
Goffman, en sintonía con las visiones sociológicas de la persona, el resultado de una serie de
disposicio-nes sociales. Prueba de ello es que en algún momento nos llegará a decir que las
instituciones y sus ordenamientos, más que apuntalar el yo, lo constituyen (1988: 171).

Goffman está interesado especialmente por la carrera moral de los enfermos mentales como
estrategia comprensiva de sus trayectos vitales y, a la vez, sociales y morales. Tratando de
aportar una tipología —como él dice— naturalista de estos trayectos, nos habla de tres etapas
claramente diferenciadas: la de prepa- ciente, paciente y pospaciente o ex paciente, aunque
esta última, quizá por ser infrecuente en aquel momento entre los actores que él investiga
(enfermos mentales), no es sistematizada. En realidad, y aunque Goffman no lo plantee, la
carrera moral no deja de ser una proyección dinámica, procesual y temporal de la noción antes
comentada de rol del enfermo, pues supone un itinerario de cambios de estatus y, por tanto,
de asignación de papeles de acuerdo con estas modificaciones.

En el caso de los enfermos mentales la etapa de prepaciente dista de ser consensuada entre el
afectado, por una parte, y el grupo familiar y de profesionales, por otro. Si bien existen casos
de «prepacientes» que aceptan un internamiento en un hospital psiquiátrico después de
realizar una valoración (de acuerdo con el cuerpo normativo social, por supuesto) de su
situación o tras dejarse influir por algún familiar o profesional, la mayoría de los casos se
muestran renuentes a este tipo de reclusión y entienden el ingreso forzado como una
auténtica traición de las personas más próximas. Goffman desgrana, como es habitual en él,
los diferentes personajes que actúan en este tipo de escenario y encuentra entre ellos a «la
persona más allegada», que suele coincidir con el pariente más próximo y sobre la cual se
atribuirá generalmente la «traición», al «denunciante», que aparece normalmente en el
ejercicio retrospectivo del enfermo una vez ha sido internado como el causante del proceso
que le encaminará al sanatorio, y a los «mediadores», que son agentes sociales de diferente
tipo (clérigos, asistentes sociales, maestros, médicos generales, etc.) que lo transfieren en
algún momento de la cadena de decisiones al hospital psiquiátrico. Esta etapa de la carrera
moral puede considerarse, según Goffman, en términos de un «proceso de expropiación», ya
que «cuando se inicia esta primera etapa, [el afectado] es poseedor de derechos y de
relaciones; cuando termina, y da comienzo su estadía en el hospital, los ha perdido casi todos»
(1988: 139).

La etapa de paciente se inicia con este proceso de expropiación. Desposeído de sus


pertenencias simbólicas más preciadas y de su identidad, el paciente debe adaptarse a un
orden institucional y a una lógica de premio-castigo materializada en una disposición de salas,
en donde el «nivel mejor» incluirá ventajas como relaciones «inofensivas» con el personal o
libertad bajo palabra dentro o en los alrededores del hospital, y el «peor» bancos de madera y
«la comida menos apetitosa posible». Es obvio que Goffman se refiere a los hospitales
psiquiátricos de su tiempo y espacio, influidos aún por un sistema custodial organizado, ya
desde los tiempos del alienismo francés de finales del xvm, en salas para agudos, agitados,
violentos, pacíficos, etc. Pero lo importante a destacar aquí es que este ordenamiento guarda
la función de mol- deamiento de la concepción que la persona tiene de sí misma.

El hospital psiquiátrico constituye una experiencia de resigni-ficación de la identidad personal


en términos morales y no es ex-traño que pueda producir un efecto en el paciente de
distorsión de su propia historia con el fin de mantener su honorabilidad. Es lo que Goffman
define como la dinámica de la «historia triste», tan propicia a ser contada por aquellos a los
que se les imputa una desviación moral, y que encierra la doble función de exculpación y de
conformación de un autorrespeto. Así el paciente remite las causas de su reclusión a un
«pequeño inconveniente», como per-der los nervios o la experiencia traumática de su niñez, o
culpabi- liza a otras personas o agentes de las conductas previas que causaron su
internamiento. Los profesionales de la institución disponen, por su lado, de una versión más o
menos pormenorizada de su pasado que pueden instrumentalizar —e incluso también dis-
torsionar— para desautorizar sus iniciativas y reclamaciones. De esta forma, la lógica
institucional dispone al paciente en una tesi-tura de autojustiñcación a contracorriente que se
convierte en una especie de amplificador de las deformaciones biográficas. Goff- man expresa
esta especie de círculo vicioso de la siguiente manera: «Cada vez que el personal desbarata sus
ficciones fuerza al paciente a reconstruir sus historias; y cada vez que las reconstru-ye, el
personal puede volver a desacreditarlas, movido por sus in-tereses psiquiátricos o de
custodia» (1988: 165).

Aunque para algunos pueda resultar excesivamente impre-sionista, la noción de carrera moral
de Goffman es un precedente significativo de otros conceptos afines como el de carrera del
enfermo o de la enfermedad (sickness career) (Twaddel 1979, 1981), proceso de búsqueda de
salud (health seeking process) (Mckinlay 1981) o estadios de la enfermedad (stages of illness)
(Suchman 1965). Una serie de modelos conceptuales que han sido utilizados por antropólogos
y sociólogos para indagar en los trayectos e itinerarios, con sus consiguientes modificaciones
de estatus y roles, asociados a la enfermedad.
Entre las diferentes propuestas desarrolladas podemos destacar especialmente dos: la de
Suchman, que consiste en el dis-cernimiento de cinco etapas en el proceso social de la
enfermedad, y la de Mckinlay, que establece un itinerario a partir del uso de los recursos
terapéuticos. La primera recibe su plasmación original en «Stages of Illness and Medical Care»,
un artículo publicado en la revista Journal of Health and Human Behavior en donde Suchman
propone la siguiente estructura de etapas: 1) la experiencia sintomática o la revelación de un
malestar en el sujeto que es interpretado generalmente como una interferencia con su
funcionamiento social normal, 2) la reformulación de este malestar en enfermedad y la
conciencia de que se necesita una atención profesionalizada, 3) la etapa de contacto con los
profesionales, 4) el momento de dependencia del paciente con respecto al profesional, y 5) el
proceso final de recuperación o rehabilitación. Mckinlay (1981), por su parte, distingue entre
dos amplias etapas o fases, la del prepaciente y la del paciente. En la primera se incluiría la
emergencia del problema y la respuesta a los síntomas desde referencias legas, populares o
profanas que pueden incluir la automedicación. El final de esta secuencia acabaría en el
encuentro clínico y continuaría en la etapa de paciente ya plenamente instalada en el circuito
profesional hasta la rehabilitación o el fallecimiento del afectado.

Tanto la propuesta de Suchman como la de Mckinlay adoptan como referencia más


significativa el tipo de itinerarios ca-racterísticos de las sociedades modernas con sistemas
médicos profesionalizados. No hay que olvidar que su adscripción profe-sional es más la
sociología médica que la antropología médica. En este sentido, muestran una relativización
mínima del tipo de recursos terapéuticos existentes en los diferentes marcos cultu-rales. En la
misma línea que Parsons o Goffman, sus planteamientos resultan apropiados como guías para
el trabajo empírico o para la formación en ciencias sociales a los profesionales de la salud. No
obstante, algunas aportaciones funcionalistas como la de Twaddle y Suchman parecen
individualizar excesivamente la carrera del enfermo. Es cierto que entienden que estos
trayectos están marcados por expectativas sociales y dispositivos terapéuticos que establecen
las reglas del juego. Sin embargo, las dimensiones sociales de la enfermedad parecen reducirse
a un ámbito puramente conductual de trayectos, semejantes al conjunto de decisiones que
cierta sociología utilitarista norteamericana atribuye a la lógica de los actores racionales. Nos
referimos al pragmatismo e individualismo metodológico que emana de la llamada sociología
utilitarista, para la cual los actores vienen a ser, como ha apuntado Good con ironía (1994),
una especie de inversores que maximizan su capital de salud de la misma manera que harían
de sus inversiones financieras. Es por ello que estas aportaciones ofrecen poco rendimiento
para entender la diversidad de trayectos y carreras que pueden disponerse en los diferentes
contextos culturales, pues, como en el modelo clásico de la antropología médica que
apuntamos en el primer capítulo, parten de una concepción de racionalidad unívoca,
pragmática y propia de las culturas occidentales, más que del escudriñamiento de la diversidad
de expectativas e itinerarios existentes. Quizá por ello este tipo de aportaciones ha resultado
útil para el desarrollo de una clinically applied anthrophology o antropología aplicada a la
clínica. Piénsese que su individualismo y pragmatismo casan muy bien con los fundamentos del
conocimiento y práctica biomédicos.

El entendimiento de la enfermedad como un conjunto de papeles asignados socialmente o


como un proceso de modifica-ciones progresivas de posiciones y roles en la forma de una
carrera o un trayecto supone reconvertir las disfunciones somáticas o psicológicas en formas
de acción social. El supuesto principal de este planteamiento es que los individuos afectados
tienden a modelar sus conductas en términos de las expectativas sociales y de la estructura
organizativa de los grupos, ya se produzcan éstas en el contexto de una institución total o de la
sociedad más amplia. La enfermedad se convierte, así, en un fenómeno dependiente no sólo
de procesos fisiopatológicos o psicopa- tológicos, sino de las propias relaciones sociales y
especialmente de sus conjuntos normativos. La enfermedad es desviación (aunque
normativizada), es disfunción y ruptura con las obligaciones sociales habituales, es
dependencia y sujeción a un marco de dispositivos institucionales encaminados a la curación y
a la rehabilitación, aunque también a la resolución de la desviación. El material que compone
el fenómeno de la enfermedad es el de las obligaciones sociales, las expectativas, las
desviaciones y las transgresiones. La enfermedad ha sido socializada en esta visión. Ahora bien,
esta estrategia de raigambre funcionalista ha desatendido otros factores y ámbitos de análisis,
como son las realidades materiales, económico-políticas y macrosociales en donde se insertan
los procesos de morbimortalidad y de atención. Como veremos a continuación, en este vacío
del funcionalismo se dispondrá el marxismo con sus múltiples y variadas aportaciones al
campo de la antropología médica.

2. Desigualdades, fetiches, encubrimientos

El estudio del impacto de las desigualdades sociales en la salud tiene una larga trayectoria en
la historia de la medicina social, el pensamiento social y las ciencias sociales. Médicos
franceses, como Villermé y Guérin, o británicos, como Kay y Chad- wick, ya analizaron en el
siglo XIX la estrecha relación entre la pobreza y las enfermedades de los trabajadores y del
campesinado. El célebre estudio de Engels, The Conditions ofWorking Class in England,
también puso en evidencia el papel de los procesos de acumulación del capital en las
condiciones de las viviendas del proletariado, la pobreza, la desnutrición y la vulnerabilidad de
la clase obrera a enfermedades infecciosas como la tuberculosis, el tifus o la disentería en la
Inglaterra del siglo XIX. Existe una tradición principalmente avalada por el marxismo que
arranca del siglo XIX y que, con momentos de mayor o menor intensidad, se mantiene a lo
largo del siglo XX como un enfoque e instrumento de denuncia, de análisis científico-social y de
transformación política en ese territorio interdisciplinario de las ciencias sociales y la salud en
donde se ubica la antropología médica.

Uno de los momentos álgidos de las corrientes marxistas en la antropología médica es


precisamente en el primer lustro de la década de los ochenta, aunque su influencia se
mantiene hasta la actualidad en la forma de paradigmas diversos que oscilan entre la
ortodoxia, el neomarxismo y la crítica cultural de la bio- medicina. Bajo la influencia del
marxismo y del estructural-mar- xismo que sacudieron la antropología social en la década de
los sesenta, de la crítica del colonialismo, de la aparición de la teoría (o quizá sería mejor decir
teorías) de la dependencia y del «sistema mundial» y de autores que desde la medicina social
proble- matizan explícitamente y de forma a menudo combativa sobre las desigualdades
sociales en salud, a principios de la década de los ochenta se configura un movimiento en los
países de lengua anglosajona que se ha venido en llamar Critical Medical Anthropologys o
antropología crítica de la medicina, que coexiste, aunque a veces sin diálogo, con la
emergencia de propuestas de corte económico-político en otras tradiciones antropológicas
como la latinoamericana.
En el caso de la antropología crítica anglosajona, una de las razones explícitas de su existencia
parece provenir de la necesidad de un paradigma alternativo a los flirteos más pragmáticos y
aplicados de la clinically applied anthropology o antropología aplicada a la clínica, de los
enfoques funcionalistas antes descritos y de los modelos hermenéuticos y culturalistas que ya
desa-rrollamos en el capítulo anterior. La enfermedad, nos dirán, no es sólo un conjunto de
significados o de símbolos y experiencias a interpretar, tal como plantean las visiones
hermenéuticas y fe- nomenológicas. Tampoco puede reducirse la enfermedad al ámbito de la
acción social y los conjuntos normativos, tal como proponen los funcionalistas. La enfermedad
es también un producto de las relaciones de explotación y de los procesos de acumulación de
capital, cuando no una mistificación o encubrimiento de las realidades de pobreza y miseria
mediante esa táctica tan propia de la biomedicina que es la individualización de los procesos
mórbidos y su descontextualización de las realidades socioeconómicas en donde realmente se
insertan. Como es de esperar, el trabajo aplicado es percibido en este contexto como una
alternativa poco deseable, pues se interpreta como una cola-boración, o cuando menos como
una concesión, a la biomedicina entendida como instrumento del capitalismo. La alternativa
que proponen es el mantenimiento de una perspectiva crítica basada en el estudio de las
condiciones económico-políticas de la enfermedad, en el análisis macrosocial de los procesos
de salud, enfermedad y atención y en la denuncia sin concesiones del papel coercitivo y
mistificador de la biomedicina en el contexto de las sociedades capitalistas contemporáneas.

El panorama compuesto por las corrientes críticas de corte materialista en la antropología


médica no es, sin embargo, ho-mogéneo. La manera de llevar a cabo el proyecto de
vinculación entre los procesos de la economía-política, por un lado, y la en-fermedad y los
sistemas de atención, por otro, muestra una evi-dente diversidad dependiendo de las
tradiciones materialistas y marxistas que son invocadas, de los contextos nacionales en don-de
se desarrollan y de la manera de entender la relación entre el trabajo etnográfico, la aplicación
del conocimiento y el papel de la teoría. Marxistas ortodoxos y heterodoxos, defensores de la
teoría crítica, gramscianos, defensores de la teoría de la dependencia y otros muchos autores
parecen haber establecido un auténtico forcejeo para definir las estrategias de investigación
más acertadas y los idearios a seguir. Existen, ciertamente, algunas constantes que permiten
hablar de un «movimiento» específico, como es la introducción en el quehacer antropológico
de una perspectiva económico-política de la salud. Ahora bien, dentro de este criterio las
diferencias pueden llegar a ser sustanciales, como ya señaló Lynn Morgan (1987) en una
revisión de esta corriente publicada en los años ochenta.

Tras preguntarse esta autora ¿qué es la economía-política de la salud?, observó que las
respuestas habían sido diversas. Así, para algunos, como Baer (1982: 1), este término
respondía al conjunto de indagaciones críticas del fenómeno de la salud dentro del contexto
de «las relaciones imperialistas y de clase generadas por el sistema mundial capitalista». Para
otros, como Navarro (1976), se trataba de un enfoque que debía incluir en aquel momento las
economías estatistas o planificadas del llamado entonces «socialismo real». Los intentos de
definirlos componentes fundamentales del análisis económico-político eran también
considerables. Así, para unos, como Janzen (1978), lo más importante era poner en evidencia
el papel de las fuerzas macrosociales, políticas, académicas, médicas, gubernamentales y
ecológicas que influían en la salud de los individuos y en su comportamiento. Para otros
(Berliner 1982), en cambio, debía enfatizarse el modo de producción capitalista como la
unidad fundamental de análisis. En definitiva, al margen de las convergencias de base Morgan
ya percibía divergencias que obligaban a realizar algún esfuerzo de matización y aclaración.
Quizá por ello el trabajo de Morgan (1987) es uno de los primeros intentos sistemáticos de
poner orden en este campo.

De forma esquemática pero aclaratoria, Morgan, una de las voces por otro lado más
representativas del enfoque crítico nor-teamericano, propone la tipificación de tres
subcorrientes internas a partir del tipo de estructura teórica de partida: el marxismo ortodoxo,
las críticas culturales y la teoría de la dependencia. Adicionalmente, aunque fuera de la
tipología, pues no la considera ni marxista ni político-económica, esta autora hace mención de
una cuarta tendencia de análisis crítico basada en el post- estructuralismo de Foucault y en el
feminismo. Pero veamos más extensamente, y de forma también crítica por nuestra parte, la
justificación tipológica de Morgan.

La primera línea apuntada, la del marxismo ortodoxo, se ca-racterizaría por una continuidad
con el ya citado trabajo de En- gels sobre la situación de la clase obrera en la Inglaterra del
siglo XIX. El núcleo duro de esta tendencia es la crítica a la lógica del modo de producción
capitalista. El capitalismo opera de acuerdo con principios como la acumulación de capital, la
desigualdad entre clases y la explotación del proletariado, que guardan una materialización en
los procesos de salud y atención, pues deter-minan el tipo y la frecuencia de enfermedades
que afecta a los diferentes grupos sociales, así como la organización de los servi-cios médicos
para paliarlas. La salud se convierte, en esta medida, en un resultado directo del modo de
producción capitalista a partir del juego de desigualdades que este sistema económico-político
introduce tanto en la base etiológica como terapéutica. Desde esta óptica se tratan de explicar
fenómenos macrosociales o globales, como el desarrollo de la industria médica y farmacéutica,
y microsociales o de pequeña escala, como la relación que se esta-blece entre profesionales y
pacientes. Pero lo más destacado de este grupo es, para Morgan, la persistencia de dos
objetivos, uno en el orden científico y otro en el ámbito ideológico, claramente continuadores
de la tradición marxista. Nos referimos al doble fin de explicar la naturaleza socioeconómica de
los procesos de enfer-medad y de atención médica y, a la vez, alentar la lucha de clases como
motor de transformación de las desigualdades sociales, es-pecialmente en materia de salud.
Como en los trabajos fundacio-nales de Marx, el marxismo se revela aquí no sólo como una
filo-sofía para entender el mundo, sino también para cambiarlo. Algu-nos autores significativos
de esta orientación son Waitzkin (1981), Berliner (1982) o Navarro (1976, 1983, 1986).

La segunda tendencia, la de los críticos culturales, supone algunas divergencias teóricas y


metodológicas con respecto a la corriente anterior. Una de ellas es que consideran que los
orto-doxos han tratado la biomedicina como una mercancía pobremente distribuida y como un
bien en sí mismo sin caer en la cuenta que la atención biomédica supone, a menudo, un
detrimento de la salud de los individuos y de los grupos. De esta forma, su punto de partida no
es tanto la constatación de un acceso desigual a los recursos biomédicos como la crítica al
potencial iatrogénico, político y de control social de este sistema médico. Conceptos como los
de poder y control suelen suplantar a las nociones ortodoxas de clase social y relaciones de
producción. El escenario macroanalítico se compone, en esta ocasión, primeramente por las
estructuras burocráticas y el papel de las élites. Tampoco se aboga de forma explícita por una
vía política de corte revolucionario, por lo que el análisis cientíñco social queda aquí escindido
de su correlato político e ideológico. Quizá por ello autores ortodoxos como Navarro (1985)
han percibido esta tendencia como una pseudoaproximación crítica, pues focalizan su atención
en la lucha de poder entre las élites políticas más que en el contexto de las relaciones sociales
de producción donde la noción de poder cobra su sentido. Morgan, claramente alineada con el
sector ortodoxo, apuntala esta idea introduciendo una nota irónica en su particular distinción
entre ortodoxos y críticos culturales: los primeros se acercarían a la tipología clásica de los
revolucionarios mientras los segundos al modelo tradicional del reformismo. Algunos trabajos
representativos de este sector crítico serían la aportación de Stebbins (1986) sobre las políticas
de salud en México, las contribuciones de Barbara Ehrenreich (1979) y John Ehrenreich (1978)
o el estudio de Jus- tice (1986) sobre el papel de las burocracias biomédicas estatales y locales
en la planificación sanitaria en Nepal.

El tercer grupo de la tipología de Morgan estaría compuesto por los defensores de aplicar la
teoría de la dependencia al análisis de las desigualdades nacionales e internacionales en
materia de salud. La fuente de inspiración de esta subcorriente serían los plan-teamientos de
Wallerstein, Rodney y Gunder Frank sobre cómo el desarrollo del capitalismo en una área
geográfica determinada necesita del subdesarrollo crónico de otras áreas periféricas para su
perpetuación. Como apunta Elling, uno de los defensores de esta línea teórica, el subdesarrollo
es entendido como el resultado de un «proceso activo de expropiación y explotación de las
nacio-nes periféricas y semiperiféricas por las naciones centrales en el sistema mundial
capitalista» (1981: 23). En este sentido, los pro-blemas de salud y la falta de recursos sanitarios
de los países po-bres son comprendidos a partir de su relación de dependencia con los núcleos
centrales del capitalismo. Como bien señala Morgan, las diferencias con el marxismo ortodoxo
aquí se deben no tanto a la visión global de los procesos de explotación y su impacto en la
salud de las poblaciones, como al énfasis que establece la teoría de la dependencia en la
circulación de mercancías en detrimento de las relaciones sociales de producción. Se trata de
la clásica discusión entre ortodoxia marxista y teoría de la dependencia, en donde los primeros
hacen primar la dimensión productiva y los segundos la estructura del mercado capitalista y su
capacidad para penetrar en las diferentes lógicas regionales. Algunas preguntas son
características de esta discusión: ¿podemos hablar de capitalismo cuando nos referimos a
aquellos contextos productivos preindustriales cuya producción queda capturada en la lógica
mundial del mercado, o debemos de definirlos como preca- pitalistas? Evidentemente todo
depende del criterio definitorio que tomemos para definir el capitalismo: la producción o el
mercado. Pero sea uno u otro el criterio, y aunque Morgan se muestre crítica con el modelo de
la dependencia por su heterodoxia, la dicotomía en cuestión adquiere una dimensión menos
conflictiva cuando entendemos que en la propia tradición marxista la producción y la
circulación se unen en un punto no poco importante: la mer- cantilización de la fuerza de
trabajo, que es también, obviamente, una fuerza productiva. Con esto no queremos afirmar
que todos los ámbitos del trabajo sean siempre mercantilizados, pues hay esferas como el
trabajo doméstico y el llamado autoprovisiona- miento (bricolage, hágaselo usted mismo) que
no quedan incluidos, al menos totalmente, en la lógica capitalista del mercado. Más bien,
queremos señalar que existen puntos de confluencia y de complementariedad entre la visión
ortodoxa y la teoría de la dependencia que deben ponerse en evidencia. En el caso que aquí
nos ocupa: la enfermedad y su tratamiento, podemos hablar de una lógica mercantilizadora de
la biomedicina que se adapta per-fectamente a la configuración global de las desigualdades
planeta-rias en materia de salud dibujando un mapa muy nítido entre centro y periferia tanto
en la morbilidad como en la atención. Adicionalmente, coexisten toda una serie de prácticas
que oscilan entre el autocuidado y el uso de recursos etnomédicos alternativos que pueden
desarrollarse al margen del mercado capitalista o dentro de su propia lógica, como es la
reconversión de las terapias y los recursos curativos tradicionales en mercancías que pueden
consumirse en cualquier ámbito local: terapias filipinas tradicio-nales contra el cáncer en
Munich o Barcelona, espiritismo baulé en Canadá o la más consabida de acupuntura en los
contextos europeos y norteamericanos. Al margen de estas consideraciones, lo que está claro
es que las repercusiones en la salud de los proce-sos de acumulación de capital y sus
desigualdades en la produc-ción, la circulación y el consumo son obvias, tal como han señala-
do autores ya clásicos de la teoría de la dependencia en antropolo-gía médica como Onoge
(1975), Elling (1981) o Turshen (1977).

Finalmente, y como ya anunciamos, Morgan dedica una última pincelada a las aportaciones
críticas desarrolladas desde el postestructuralismo foucaultiano y el feminismo, aunque sin
aceptar su inclusión en el paradigma por su presumible ausencia de una adscripción
económico-política y/o marxista. Morgan cita, entre otros, los trabajos de Taussig (1980) y
Scheper-Hu- ghes y Lock (1987), en donde la enfermedad es entendida como una
internalización o afectación somática de las relaciones sociales de explotación. Su renuencia a
integrar a estos autores no deja de ser paradójica, pues algunos de ellos, como Nancy Sche-
per-Hughes, han participado activamente en algunas de las compilaciones realizadas por esta
corriente en la revista Social Science and Medicine y otros, como Taussig, han hecho uso de
conceptos marxistas como el de reificación y mistificación de una forma cuando menos
evidente. Probablemente Morgan está intentado trazar los límites de los enfoques críticos a
partir de su mayor o menor materialismo y mayor o menor ortodoxia. De esta manera, las
aportaciones realizadas desde orientaciones neomarxis- tas, como las de Taussig (1980) y
Scheper-Hughes (1992), quedan relegadas por su idealismo y heterodoxia.

Precisamente en los criterios en donde Morgan parece basarse para construir límites y
fronteras es en donde a nosotros nos interesa detenernos con el objeto de proponer otra
tipología más sencilla, pero que creemos más integradora, para el entendimiento de lo que
está en juego en los enfoques críticos como conjunto. Nos referimos a la existencia de dos
tendencias de acuerdo con su adscripción a un marxismo materialista o a un marxismo
idealista. Esta distinción no es ni mucho menos nueva, pues en el desarrollo intelectual de esta
teoría social coexiste tanto una visión de materialismo duro que es perfectamente atribuible a
autores como Engels y Lenin como un enfoque que permite integrar la dimensión cultural
dentro de la perspectiva marxista, como en el caso de las obras de Gramsci y Lukács y de gran
parte del neomarxismo, incluyendo la Escuela de Frankfurt. La propia obra de Marx es
ambivalente en este sentido y puede ser tomada para legitimar cada una de las dos
orientaciones. Nuestra propuesta tipológica se basa, así, en la existencia de dos grupos. El
primero, que llamaremos «materialismo crítico», aglutinaría tanto las orientaciones que
Morgan definía como «ortodoxas» como aquéllas provenientes de la teoría de la dependencia,
pues en ambos casos estamos ante un predominio de la economía y de las bases materiales en
las estrategias de análisis. El segundo, que denominaremos «culturalismo crítico», permite
reunir la diversidad de aportaciones que quedaron excluidas en el tratamiento de Morgan y
que se caracterizan por un menor peso del factor económico y una mayor vinculación con el
estudio de la lógica ideológica del capitalismo y su relación con la cultura. Adicionalmente,
consideramos necesario incluir un tercer grupo, «el neomarxismo periférico», que incluya las
aportaciones marxistas y neomarxistas de las antropologías médicas de otras tradiciones
nacionales, como la mexicana y la italiana, tan frecuentemente omitidas en los states of art
anglosajones. Veamos, pues, estos tres grupos.

El materialismo crítico

El enfoque característico del sector duro de la Critical Medical Anthropology supone una
percepción de la salud, la enfermedad y la atención médica como procesos analizables desde
una perspectiva económico-política y macrosocial. Desde el punto de vista programático se
suele incidir en la necesidad de vincular los niveles macro y micro para el conocimiento de las
realidades sociosanitarias. Así, Singer define esta corriente como una estrategia que busca
vincular «el macronivel de la economía po-lítica, el nivel nacional de la estructura política y de
clases, el nivel institucional del sistema de atención en salud, el nivel comunitario de creencias
populares, el micronivel de la experiencia de la enfermedad y de sus conductas, significados y
fisiología y el nivel de los factores ambientales» (1995: 81). En otros trabajos, como
losdeBaer(1982), Scheder(1988), Baer, Singer y John- sen (1986), Singer, Baer y Lazarus (1990)
o del propio Singer (1986, 1989, 1990), se ha incidido también en este modelo inte- grador que
resulta congruente con el holismo antropológico, aunque superándolo. Piénsese, y como ha
apuntado brillantemente Menéndez (1981), que el modelo antropológico clásico fue
especialmente insensible al papel de los procesos globales de la economía política, la
colonización y el imperialismo en el contexto de las sociedades que estudiaba, hasta el punto
de hacerlos invisibles en los informes etnográficos. Los defensores de la Critical Medical
Anthropology están proponiendo una perspectiva englobadora y, en este sentido, superadora
de las limitaciones de la perspectiva antropológica clásica. Ahora bien, no es ningún secreto
que en el conjunto de niveles invocados para el análisis de las realidades de salud, enfermedad
y atención la pieza clave son los procesos globales de la economía-política entendidos como
fuerzas determinantes.

El papel de las teorías marxistas, de los paradigmas de la dependencia o, en menor medida, de


los modelos neomarxistas que analizan el papel de la ideología en los procesos de dominación
mundial de la biomedicina es precisamente el de revelar las lógicas macrosociales que
subyacen a las realidades de pequeña escala. No es extraño que la economía política se
entienda como una especie de «eslabón perdido» en la historia del tratamiento antropológico
de disfunciones como el alcoholismo (Singer 1990) o que se invoque para demostrar el papel
enmascarador de las desigualdades sociales en salud en terrenos como la salud inter-nacional
y el incremento de la morbimortalidad (Morgan 1990). Navarro es especialmente insistente en
este último punto: «[...] la causa de muerte y enfermedad en las áreas pobres del mundo
donde vive la mayor parte de la población mundial hoy no es la escasez de recursos ni los
procesos de industrialización ni siquiera la tan pregonada explosión demográfica, sino, más
bien, un patrón de dominio sobre los recursos de esos países en los que la mayoría de la
población no ejerce control sobre ellos» (1983: 12). El capitalismo, como modo de producción
político- económica y sus repercusiones desiguales en la capacidad de consumo y atención
médica, y el imperialismo, como procesos de hegemonía mundial ligados al empobrecimiento
y explotación de algunas áreas geográficas en beneficio de las metrópolis financieras, son a la
vez realidades globales y conceptos operativos para discernir, en el ámbito de las realidades
locales, las fuerzas de una opresión y un conflicto a escala mundial. Las visiones
convencionales en antropología médica sobre la enfermedad, la relación médico-paciente, la
experiencia de aflicción, los significados del sufrimiento o los procesos de corporalización o
embodiment adquieren aquí un carácter secundario y epifenoménico. Y es que, ¿qué
relevancia podrán tener ante la urgencia de las formas duras y desiguales de la vida material?

En el contexto de la Critical Medical Anthropology, esta con-cepción materialista ha venido


ligada tanto al desarrollo de una conciencia política como a la crítica casi sistemática, y en los
últimos años más matizada, a toda aplicación del conocimiento antropológico. La salud es en sí
misma una realidad profundamente política que las ciencias sociales y la antropología no
deben obviar, nos dirán (Navarro 1984, Singer 1995). La antropología médica debe ser
consciente del papel de las relaciones de clase, género y etnia en la desigual distribución de los
recursos sanitarios, así como de la propia tradición colonial e imperialista de su propio
conocimiento. Las conclusiones suelen incidir en señalar la función emancipadora de la
antropología médica en el ámbito de las relaciones entre estructura de clases y salud. Como
explícitamente apunta Singer, el objetivo de esta especialidad «no es simplemente entenderla
realidad, sino cambiar aquellos patrones opresivos e inapropiados en la arena de la salud y
más allá de ella» (1995: 81).

Lo curioso del asunto es que esta misión emancipadora y transformadora de la antropología


médica ha venido vinculada en el contexto anglosajón a una especie de repudio de toda cola-
boración con la biomedicina. Salvo algunas voces que han recla-mado una antropología médica
aplicada críticamente (Critically Applied Medical Anthropology), como Scheper-Hughes (1990),
o las conversiones a las praxis de un autor militante como Singer (1995), el núcleo duro de esta
corriente se ha convertido en una oposición frontal a cualquier tentación pragmática y
aplicada. Con toda seguridad, a esta actitud ha contribuido el carácter a menudo asistemático
y acrítico de gran parte de la llamada Cli- nically Applied Anthropology desarrollada a lo largo
de la década de los ochenta y de los noventa. En buena consonancia con la tradición del
empiricismo sociológico anglosajón," desde estas orientaciones pragmáticas pocas veces se ha
puesto en evidencia la dimensión política y económica de los procesos de salud/en-
fermedad/atención o se ha intentado ir más allá de una perspectiva acomodaticia vinculada al
encargo por parte de las agencias biomédicas. Ahora bien, y como hemos puesto en evidencia
en otro lugar (Martínez Hernáez 2000¿>), la praxis no tiene por qué estar en conflicto con el
mantenimiento de una perspectiva critica. La tradición mexicana de investigación-acción-
participación, los postulados de la antropología médica italiana que vinculan praxis con crítica
gramsciana o los planteamientos de la medicina social alemana con los que abríamos este
capítulo nos enseñan que no sólo puede descubrirse confrontación entre aplicación y crítica,
sino también mutuo entendimiento. Es más, la crítica puede comprenderse sin ningún forcejeo
como una forma de praxis que podemos denominar sin rubor «la aplicabili- dad de la crítica».

El culturalismo crítico

A diferencia de los planteamientos de las orientaciones más materialistas, se perfila una línea
de estudio que guarda algunos puntos de conexión con el grupo anterior (mantenimiento de
un enfoque crítico y preocupación por integrar las variables macro), pero en donde se
descubren divergencias teóricas y de procedi-miento no poco importantes. Aquí también se
hace uso de las variables económico-políticas y de la teoría neomarxista pero, en cambio, se
prima un tipo de análisis crítico que abre la puerta a la participación de la cultura y, por tanto,
a la indagación de las re-presentaciones de la enfermedad. La razón es que en este caso la
ideología o superestructura no adquiere un papel tan epifenomé- nico, y esto es debido a que
las fuentes de inspiración son otras: los marasmos más «idealistas» como el de Lukács o
Gramsci, a veces salpicados por referencias a autores críticos como Foucault o Walter
Benjamín (Taussig 1980,1995, Frankenberg 1988, Lock y Scheper-Hughes 1990, Scheper-
Hughes 1992). Dos ejemplos re-presentativos de esta orientación más heterodoxa son la
aplicación que realiza Taussig de la noción de reificación de Lukács en el terreno de la
enfermedad y la incorporación por parte Scheper- Hughes de las teorías gramscianas en su
conocida etnografía sobre el hambre y la violencia cotidiana en el Brasil contemporáneo: La
muerte sin llanto.

En un artículo publicado en 1980, Michael Taussig elabora una de las más oportunas
aplicaciones de la teoría marxista al problema de la enfermedad (1980,1995). Siguiendo los
trabajos de Lukács sobre el problema de la reificación y la conciencia del proletariado (1969:
90), este autor discute sobre la reificación y la conciencia de una paciente/informante de clase
obrera de 49 años con un diagnóstico de polimiositis (una enfermedad muscular). Con un
interés claramente generalista y, por tanto, no limitado a este caso etnográfico, Taussig nos
dice que los signos y los síntomas de una enfermedad como la de su informante significan algo
más que una disfunción biológica. Ellos no son «cosas en sí mismas» ni realidades
exclusivamente físicas, sino «signos de relaciones sociales disfrazadas como cosas naturales»
(Taussig 1995: 110).

Taussig percibe los signos y síntomas de una enfermedad como realidades significativas que
condensan componentes con-tradictorios de la cultura y de las relaciones sociales. «Las mani-
festaciones de las enfermedades son como símbolos», nos dirá, que los profesionales de la
salud diagnostican a partir de un en-trenamiento que socializa su percepción y que favorece su
des-arraigo de las relaciones sociales en donde se insertan, pues la biomedicina dehistoriza y
desocializa la experiencia de la enfer-medad, esto es: la reifica, con el objeto de reproducir un
deter-minado orden social: el sistema capitalista.

En apoyo de su argumentación, Taussig utiliza esa especie de bucle intelectual por el que
Lukács afirmaba que la idea de objeti-vidad sostenida desde la cultura capitalista era una
ilusión creada por las relaciones capitalistas de producción, a la vez que criticaba la asimilación
de este mismo concepto por algunos autores marxistas como Lenin o Engels (Taussig 1980:3).
Es más, Taussig plantea que al negar el componente social de la enfermedad, la biomedicina
introduce una reificación de las relaciones humanas que permite lo que Lukács definía como
una «objetividad fantas-mal», una mistificación por la que se reproduce la ideología política
capitalista en nombre de una presunta objetividad o, si se prefiere, de una «ciencia de hechos
reales» (Taussig 1980: 3).

La aportación de Taussig es interesante. Sin embargo, hay algunos conceptos como el de


reificación que no quedan del todo claros en su texto. Como se ha preguntado Young (1982:
276), ¿se refiere Taussig a un tipo de reificación diferente de las formas de objetivación que
parecen ser inevitables en cualquier forma de simbolización o está pensando en otra cosa? Lo
cierto es que Taussig no deja claro qué entiende por reificación, entre otras cosas porque,
como ha indicado un estudioso del marxismo como Arato, Lukács tampoco fue muy explícito
en este punto (Aralo 1972: 42). Es más, incluso Lukács llegó a reconocer posteriormente, y de
forma claramente autocrítica, que su concepto de reificación era excesivamente ambiguo
(véase Arato 1972). Razón por la cual no resulta muy complicado entender las imprecisiones
conceptuales de Taussig.

Pero todas las indefiniciones no quedan aquí, porque el an-tropólogo australiano


desaprovecha un pliegue del concepto de reificación no poco importante. Nos referimos al
problema apun-tado por Marx en el volumen I de El Capital cuando nos dice que las relaciones
capitalistas de producción generan y exhiben no sólo la reificación (Verdinglichung) de las
personas sino también, y esto no es menos importante, la personificación de las cosas (Marx
1976: 1.054). Una idea que también está presente en la teoría de Lukács, pues para este autor
el sujeto y el objeto pueden entenderse como reificaciones mutuas que, no obstante, también
llevan a que el sujeto se objetive y el objeto se subjetive; esto es: se personifique (Lukács 1969:
111). Sin embargo, esta dialéctica está ausente en la obra de Taussig, que si bien habla de la
reificación de los pacientes y de las relaciones humanas, olvida el plano de la personificación
de las cosas: espacios, servicios, máquinas, informes, textos, instrumentos y, por supuesto,
enfer-medades. Como cuando un médico comenta a otro «hoy he tenido tres cirrosis y dos
neos». En donde la enfermedad y sus mani-festaciones son objeto mismo de esta doble
dialéctica. En primer lugar, son reificadas en términos de ser dehistorizadas, desocializadas y
desgajadas del afectado a partir del dualismo cartesiano entre mente y cuerpo; y aquí no sólo
se reifica a la enfermedad sino sobre todo al enfermo. En una segunda instancia, sin embargo,
la enfermedad (que no el enfermo) es personificada como un nuevo personaje que adquiere
identidad subjetiva en el universo simbólico e imaginario de la racionalidad bio- médica. Sin
embargo, Taussig sólo aplica la primera parte del análisis dejando improductivo el segundo
paso de esta dialéctica.

Según Taussig, toda persona enferma se hace preguntas como «¿por qué a mí?», «¿por qué
ahora?», que le producen incertidum- bre, la incertidumbre de un metafísico o un filósofo
(1980:4) Ahora bien, el problema es que la biomedicina puede explicar el cómo de la
enfermedad pero no el porqué de ella. A diferencia de otros siste-mas médicos —Taussig cita
el de los azande— que fusionan el cómo y el porqué, la biomedicina los desgaja separando así
los hechos (el cómo) de los valores (el porqué) y, por tanto, las enfermedades del nexo social
que les da vida. De esta manera, las enfermedades son entendidas como cosas en sí mismas
que están ahí al margen de la historia y de la sociedad. Si la enfermedad y el sufrimiento
implican siempre un desafío a la complaciente y cotidiana aceptación de las estructuras
convencionales del significado (el porqué), la biomedicina obscurece esta conciencia crítica
mediante una ciencia y epistemología de hechos reales que ofrece el premio nada desdeñable
de un mundo estable. En este sentido, la práctica clínica adquiere un indudable papel de
control político y social, pues intercambia obediencia por seguridad, «certeza» por el
sometimiento de pacientes y profesionales al sentido común establecido o, en palabras de
Taussig, a las estructuras de significado convencionales (1980:13). En este contexto no es
extraño que Taussig observe algunas propuestas, como el proyecto de los interpretativistas
(Kleinman y Good especialmente) de aplicabilidad de la exégesis antropológica del mundo
nativo para mejorarla comunicación clínica, casi como una herejía, pues en su opinión
cualquier aplicación de este tipo sólo puede conllevar una mayor manipulación del paciente.

Como ya anunciamos, una segunda aportación que queremos comentar aquí es La muerte sin
llanto de Scheper-Hughes, en donde se dedica todo un capítulo, concretamente el n.° 5,
titulado «Nervoso. Medicina, enfermedad y necesidades humanas», a poner en evidencia los
procesos de ocultación y medicaliza- ción del hambre en las favelas del noreste de Brasil. Aquí
la etnografía asume un claro papel de conciencia crítica de las mistificaciones de la
biomedicina.

Con gran belleza y habilidad literaria Scheper-Hughes nos su-giere que existe una clara
yuxtaposición en el universo emic de sus informantes entre fome (hambre) y ñervos (1992,
1997). Así, en al-gún momento nos dice: «Si el sexo y los alimentos proporcionan idiomas a
través de los cuales la gente del Alto refleja su propia condición social como os pobres, los
nervios y el nerviosismo les proporcionan el idioma a través del cual reflejar su hambre y la
perturbación que ésta les causa» (1997:169). No obstante, la antro- póloga de Berkeley nos
dice que esta asociación es cotidianamente negada por parte de los agentes estatales, los
profesionales de la salud y los intelectuales que, en aras de la reproducción de la cultura y el
sentido común hegemónicos, reconvierten el hambre en una enfermedad biomédica
ocultando y enmascarando, así, las condiciones sociales de su producción. En este punto
Scheper-Hughes descubre el papel alumbrador de un concepto como el de egemonia
(hegemonía) de Gramsci, entendido aquí como la penetración de la ideología dominante en las
capas desfavorecidas con el propósito de establecer una labor de coerción indirecta por la cual
los grupos subalternos llegan a identificarse y a compartir los intereses y los sentidos culturales
de la élite. El uso de este concepto es, sin embargo, poco sistemático e impresionista y pierde
parte de su fuerza para desvelar aquellos mecanismos que, instalados en la cultura popular,
permiten la reproducción de la situación de hambre y miseria mediante la inculcación
ideológica que realizan las élites.

Scheper-Hughes pregunta a sus informantes «¿son ñervos y fome la misma cosa?», «¿por qué
te están tratando tus nervios y no el hambre?», «¿qué es peor, el hambre o los nervios?». Y
¿qué encuentra? Pues que ñervos es una expresión polisémica con sig-nificados diversos que
incluye el cansancio, el debilitamiento, la irritabilidad, los dolores de cabeza, el resentimiento,
las infec- dones por parásitos y el hambre. De hecho, la autora no cree que ñervos pueda ser
reducido totalmente a hambre, pero sí que constituye uno de sus significados esenciales. El
único problema es que esta asociación es negada por sus informantes, que le dicen que «Los
nervios son una cosa y el hambre otra». Sin embargo, la obstinada etnógrafa no parece
detenerse ante esta negativa. En un momento de su descripción, Scheper-Hughes relata su
entrevista con Seu Tomás, un informante afectado de ñervos que argumenta que tiene
«debilidad en los pulmones y cansancio», «frialdad en la cabeza», «dolor de estómago» y
«parálisis en sus piernas». Como consecuencia de su enfermedad, hace 2 años que no trabaja y
que toma varias medicinas como antibióticos, analgésicos, pildoras contra el insomnio,
vitaminas y antidepresivos (1997: 181). Ante las preguntas de la etnógrafa, como por qué no
trata su hambre en lugar de sus nervios, el informante parece negarla asociación entre fome y
ñervos. No obstante, Scheper-Hughes tiene la certeza de que el idioma de los nervios es
también el lenguaje del hambre. Es más, se aventura a palpar con incredulidad las delgadas
piernas de su informante para deducir que la «parálisis» de sus piernas es en parte física y en
parte metafórica o simbólica. Una metáfora en la que, a su vez, Scheper-Hughes encuentra dos
sentidos contradictorios. Por un lado, la parálisis de su informante expresa «sucumbir,
hundirse, rendirse, abandonar», tal como es también su posición en una economía semifeudal.
Por otro, su estado de debilidad puede entenderse como una forma de resistencia ante un
sistema de explotación que ha mercantilizado y deshumanizado hasta el extremo la fuerza de
trabajo y la vida de las personas. La noción de egemonia adquiere aquí parte de su capacidad
para mostrar, en la negativa de los informantes a identificar nervios con hambre, una sutil
tarea de inculcación en las capas populares que busca no sólo mimetismos con los intereses de
las élites, sino también capacidad de desactivar cualquier atisbo de conciencia crítica. No
obstante, la ausencia de referentes teóricos de la tra-dición antropológica italiana y mexicana
de tipo gramsciano le lleva a desatender algunas propuestas conceptuales como la noción de
«crisis de la presencia» de De Martino o de «transacciones» de Menéndez que le podrían
haber resultado de gran utilidad para el discernimiento de los procesos por los que opera la
egemonia en este contexto.

Los trabajos de Taussig y de Scheper-Hughes revelan la estra-tegia de un enfoque crítico que,


partiendo de posiciones del mar-xismo heterodoxo como el de Lukács o Gramsci, permiten
vincular la dimensión macroeconómica de la pobreza o de la racionalidad del capitalismo con
los procesos específicos y particulares de reificación del enfermo en la comunicación clínica, la
corpo- ralización (embodiment) y la experiencia de la enfermedad. La reticencia de algunos
autores del marxismo ortodoxo a incluirlos en el conjunto de los paradigmas críticos en
antropología médica responde precisamente a esta heterodoxia. Ahora bien, las aportaciones
de Scheper-Hughes y de Taussig adquieren su importancia precisamente en su capacidad de
modelos teóricos «puente» entre lo macro y lo micro, entre la economía-política y la cultura,
entre el marxismo y la hermenéutica. Una estrategia que, por otro lado, no debemos entender
como nueva en el panorama de la antropología, pues una buena parte de las aportaciones
realizadas desde países como México e Italia, aunque desco-nocidas en el ámbito monolingüe
de la antropología médica de habla inglesa, se instalan precisamente en esta posición de
enlace por la cual la cultura y la economía política adquieren una relación dialéctica.

El neomarxismo periférico

Con las dos tipologías anteriores hemos tratado de dar cuenta de algunas de las líneas teóricas
y de investigación «críticas» más relevantes realizadas en lengua inglesa. El mayor o menor
énfasis en las bases materiales y el papel de la ideología han constituido criterios para discernir
dos de las estrategias más destacadas entre el grueso de las orientaciones críticas: las visiones
más materialistas, en la tradición del marxismo ortodoxo, y las perspectivas más idealistas —
quizá sería mejor decir aquí «idea- cionales», siguiendo a Godelier (1991)— o culturalistas
apoyadas en tradiciones neomarxistas como las de Lukács y Gramsci. Sin embargo —y aunque
sea una evidencia es preciso subrayarlo—, también existen otras aportaciones no menos
relevantes elaboradas desde otros ámbitos nacionales, como son las contribuciones de la
escuela italiana y del ámbito mexicano, que adquieren, ya sea de forma explícita o tácita, un
tono neomarxista.
Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos decir que una de las aportaciones más significativas en
el ámbito italiano son los tra-bajos originales —y en cierta medida excepcionales por su ela-
boración en un clima de aislamiento intelectual— efectuados entre los años cuarenta y
sesenta por Ernesto de Martino. Movido por un interés cercano al estudio de la historia de las
religiones y la tradición popular, pero también de la magia, la psicopatologia y la
parapsicología, este autor aplica al campo antropológico las teorías de Gramsci sobre la
relación de hegemonía/ subalternidad en la cultura italiana de una forma, eso sí, heterodoxa
que permite una vinculación con la filosofía de Croce y la fenomenología existencialista. Esto
es así hasta el punto que bien puede ubicarse el trabajo de De Martino, y especialmente II
mondo magico (1997) —probablemente su obra más profunda y conocida—, como resultado
de una intersección entre marxismo, historicismo y existencialismo. Pero, ¿en qué se
materializa esta intersección?

Uno de los temas que concentra gran parte de las energías intelectuales de De Martino es la
magia y su relación con el infor-tunio y la enfermedad del campesinado del mediodía italiano.
De Martino entiende la magia como un recurso de las clases populares para conjurar la
incertidumbre humana, para resolver el drama que él denomina, con un tono claramente
existencialista, «crisis de la presencia» o riesgo de ser anulado por las fuerzas
inconmensurables y a la vez incontrolables de la naturaleza. A diferencia de las
interpretaciones irracionalistas que ignoran el carácter histórico de la magia y la transforman
en una experiencia metafísica, o de las lecturas racionalistas que la entienden como una
creencia errónea ante la naturaleza objetiva de los hechos (léase aquí Tylor, Frazer, Clements
Forrest o Rivers, entre otros), De Martino observa la magia como un intento de rescatar al
sujeto y al orden social de la crisis de su vulnerabilidad me- diante la anticipación y la
dehistorización de los acontecimientos. La magia es, así, un recurso popular ante el infortunio
que ha sido sedimentado en una tradición histórica.

Pero aquí no queda todo. De Martino es consciente que el ries-go que trata de conjurarse por
parte de las clases subalternas no incluye únicamente el poder imprevisible de las fuerzas
naturales. Los procesos de dominación y de explotación del campesinado constituyen
condiciones estructurales de la vida cotidiana de estas gentes que se materializan en
hambrunas crónicas, altas tasas de mortalidad, miseria social, económica y psicológica, así
como una presencia constante de la psicopatologia popular como síntoma de un orden social
que debe leerse a partir de claves históricas y dialécticas sobre las relaciones de clase, y en
donde la ideología detenta un especial papel en la reproducción de las prácticas so-ciales. En
este contexto, la enfermedad popular constituye un sín-toma del riesgo y la magia una técnica
para controlarlo mediante la anulación del proceso histórico y la seguridad de la anticipación y
de la redundancia. El problema, según De Martino, es que esta dehistorización favorece el
proceso de dominación por parte de las élites. Al faltar en las clases subalternas una conciencia
de su propia diacronia y de su autoconstitución, su vulnerabilidad ante la explotación se
acrecienta y la reproducción de las desigualdades se hace, a su vez, posible. De hecho, el
antropólogo italiano es consciente de que las prácticas mágicas de las clases subalternas han
tenido generalmente una función de mantenimiento de la dominación y de la explotación,
pues han jugado un rol relevante en la reproducción continuada de una cultura popular que se
ha hecho parasitaria de la ideología de las élites. En este punto, aun-que no sólo aquí, la teoría
de Gramsci sobre la egemonia (hegemo-nía) cobra un valor estratégico.
Preguntándose por la capacidad de las clases dominantes para mantener su predominio
mediante regímenes diversos (monarquía, república, Estado fascista), Antonio Gramsci llegó a
la conclusión en la primera mitad del siglo XX de que la relación de poder más significativa y
central no es la que se establece a partir del control directo ejercido por el Estado sobre las
clases subalternas, sino aquella que actúa mediante la identificación de éstas con los intereses
de las élites a partir de un sistema de ideas y de valores. La egemonia es un conjunto de
creencias, valores, ideologías, gustos, preferencias, costumbres, normas, principios y saberes,
una Weltanschauung que va permeando la sociedad civil hasta instalarse en las clases
subalternas como «sentido común». Ahora bien, estos procesos de dominación ideológica
producen, según el pensador político sardo, una concepción fragmentada y mutilada en las
clases populares, debido a que es elaborada a partir de elementos desprendidos de la cultura
hegemónica. Esto no significa que Gramsci no atribuya al campesinado y a las clases
subalternas en general una capacidad para crear un mundo moral alternativo y diferenciado de
las élites, sino la conciencia de que el proceso de dominación actúa mediante una
identificación con las élites que resulta operativa mediante la fragmentación cultural, social y
política. El supuesto consenso promotor del orden social que descubren los funcionalistas en la
estructura y el sistema normativo se muestra en este punto como un producto del conflicto,
aunque permanezca implícito y soterrado bajo una aparente armonía en la estructura social,
pues la relación ideológica entre clases difícilmente puede entenderse como un acuerdo desde
la reciprocidad y la simetría. En este marco teórico no resulta extraño que Gramsci ofrezca una
importancia crucial a la educación como un instrumento para desarticular los procesos de la
ege-monia, ya que como apunta en II materialismo storico e la filosofía di Benedetto Croce,
«Toda relación de hegemonía es necesariamente una relación pedagógica» (1948: 26, también
en Betti 1981: 67). De Martino adopta esta perspectiva para entender el mundo mágico de las
clases subalternas.

Para De Martino la alternativa a los procesos de egemonia presentes en el mediodía italiano


no puede ser otra que lo que él define como «historización de lo arcaico» o, dicho en otros
términos, una historización de la cultura popular que ofrezca y ponga de relieve los
ingredientes de dicha cultura frente a los valores e intereses de la élite. La respuesta a la
egemonia debe ser, así, la constitución de una cultura alternativa emanada del propio proceso
reflexivo de las clases subalternas a partir de un ejercicio opuesto a la «detención del tiempo»
que caracteriza el mundo mágico; esto es: mediante la historización, pues sólo la conciencia de
la diacronia pondrá de relieve una revalorización de la cultura popular. Gran parte de sus
trabajos sobre la magia lucana, la psicopatologia y los saberes populares pueden entenderse a
partir de su objetivo de historizar la cultura de las clases subalternas con un propósito que es a
la vez científico y político.

En su teoría de la ineertidumbre y la crisis de la presencia corno base del mundo mágico y en


su lectura de estas mismas prácticas como productos históricos de unas relaciones de
dominación, De Martino nos desvela formas nada ingenuas de vincular lo individual con lo
colectivo, la cultura con la estratificación social, el presente con su historia negada y la
fragmentación de la cultura popular con el poder ideológico y político de las élites. Es por ello
que la obra de De Martino ofrece, con el apoyo de la teoría gramsciana, una síntesis oportuna,
aunque poco conocida en el ámbito anglosajón, para entender las problemáticas de la antro-
pología médica que hemos ido comentando a lo largo de este texto: la enfermedad como
significado versus la enfermedad como producto de la dominación, la enfermedad como
experiencia versus la enfermedad como proceso económico-político, etc.

El enfoque gramsciano y su síntesis antropológica en la obra de De Martino ha tenido su


prolongación en la antropología médica italiana contemporánea de la mano
fundamentalmente de Tullio Seppilli, pero también de Paolo Bartoli y Paola Falteri. El
planteamiento de estos autores supone rescatar la dimensión histórico-cultural y política de la
enfermedad, y especialmente de la medicina popular. En lo subalterno, en lo popular, en ese
discurso que el positivismo siempre ha asociado al error, es precisamente en donde la
antropología italiana ha tratado de articular una aproximación crítica y aplicada en campos
como la educación sanitaria. Ésta es la línea de investigación que ha mantenido el Centro
Sperimentale di Educazione Sanitaria de Perugia con la participación de antropólogos como
Sepilli y Bartoli. El objetivo no es el de ejercer una simple asesoría a la biomedicina para que
complete su empresa de inculcación, sino el de hacerle ver, en su contraposición con los
saberes populares, el juego de dominación en donde se inserta y de permitir, en una relación
dialéctica, la intervención de los propios actores en los mecanismos de comunicación y
transformación de las doctrinas en materias de salud (Sepilli 1984; Bartoli 1989).

La aproximación histórica y sociopolitica desarrollada en la antropología italiana a partir de la


obra de Gramsci y De Martino ha tenido también influencia en América Latina, especialmente
en México. Por ejemplo, Menéndez y sus colaboradores, partiendo de una posición teórica
muy cercana, han llevado a cabo una investigación sobre los procesos de enfermedad y de
asistencia en Yucatán (Menéndez 1981). En ese estudio llama la atención la combinación del
análisis etnográfico con información estadística e histórica sobre las condiciones de vida, los
servicios sanitarios y los procesos de gestión de la salud de la población yucateca. El objetivo
inicial de estos autores fue vincular las dimensiones socioeconómicas con el desarrollo de
enfermedades en las zonas rurales, pero en el transcurso de la investigación emergieron
también nuevos problemas a explorar, como la auto- medicación de las clases populares, los
usos del alcohol o el desarrollo de prácticas médicas y paramédicas, así como la per- filación de
algunos conceptos que han resultado útiles en antropología médica, como su noción de
modelo médico hegemónico (MMH) para definir la relación de dominación/subalternidad que
ejerce la biomedicina con otros sistemas médicos (populares, tradicionales, etnomedicinales,
etc.) o el de «transacciones» o «sistema de transacciones» que vamos a ilustrar brevemente a
continuación.

Tras un análisis exhaustivo de tipo histórico, económico-po- lítico e ideológico sobre los
procesos de morbimortalidad y aten-ción en Yucatán, Menéndez se pregunta por las
«necesidades» sanitarias del campesinado en esta área y asume, en la línea de la tesis de
Baudrillard en Crítica de la economía política del signo, que «en el análisis de las necesidades
no se debe partir de éstas, sino que debe partirse de lo que fundamenta el sistema de nece-
sidades» (1981: 377). Esto le lleva a legitimar su análisis económico, social, político e
ideológico sobre las condiciones de la enfermedad en Yucatán, pues «las necesidades,
incluidas las de salud, no deben ser entendidas en sí, sino en función del sistema general de
transacciones que los estratos establecen en sus mutuas relaciones de
dominación/subordinación» (ibídem: 378). Estos sistemas de transacciones constituyen formas
de explotación, dominación y egemonia de las élites sobre las clases subalternas, pues
conforman el marco de necesidades del campesinado, entendiendo obviamente estas
necesidades a partir de su inserción en la organización política, económica e ideológica.
Piénsese que al aceptar un sistema de transacciones y sus correspondientes canales oficiales,
las clases populares adoptan una posición dependiente y, en esta medida, opuesta a las
estrategias transformadoras radicales, pues legitiman y reproducen «los pro-cesos de
dominación/subordinación a partir de su propia auto- explotación» (1981: 378). No se trata
aquí de negar la existencia de formas de oposición al sistema de transacciones, sino de
subrayar el poder consensual o falsamente consensual de los procesos de la egemonia y su
objetivo de obstaculizar las formas de resistencia organizada.

Menéndez desgrana alguna de las transacciones básicas para el caso yucateco. En la dimensión
económica, la «solución» de los colectivos subalternos ante la crisis, la explotación y el
desempleo ha sido la subocupación, la emigración continuada, la autolimita- ción en el
consumo de productos básicos, la reducción de los in-gresos y la dedicación de la producción
campesina al mercado más que al autoconsumo. En lo político destaca la «aceptación de las
organizaciones establecidas verticalmente», la falta de iniciativa para la autoorganización
como colectivo, «la aceptación de la violencia directa o indirecta» o el fomento de las
negociaciones personalizadas como forma de «solución individual». En el plano ideológico
Menéndez destaca la sobrevaloración de los discursos, símbolos y tendencias producidos fuera
del ámbito local y que se reflejan en terrenos tan dispares como el cambio de nombre y de
apellidos o en la asunción acritica de los discursos externos, así como en la aceptación a
participar pasivamente en las propuestas pautadas por las élites. Finalmente, y ya en el nivel
sanitario, Me-néndez subraya la aceptación de fenómenos como la mortalidad y la morbilidad,
que son entendidos como hechos naturales, la ex-plotación económica de la enfermedad por
parte de la medicina privada, el mal funcionamiento de los servicios y la pérdida de poder de
las prácticas médicas tradicionales. Como es de esperar, este conjunto de transacciones
constituye una forma de confir-mación de que los problemas económicos, políticos,
ideológicos y sanitarios deben resolverse dentro del marco establecido por las clases
dominantes.

Los trabajos de De Martino, Seppilli, Bartoli o Menéndez son una excelente muestra de cómo
el enfoque gramsciano puede adquirir fuerza operativa y analítica para el discernimiento de
cuestiones como la magia, la enfermedad popular o los procesos de morbimortalidad a partir
de su imbricación en los procesos más globales de la estratificación social y en las
transacciones ideológicas (aunque no sólo ideológicas) que permiten la producción y
reproducción de esta estratificación. A diferencia del mecanicismo y economicismo de la crítica
materialista anglosajona o del enfoque menos sistemático y más superficial de la crítica
cultural, estas aportaciones ofrecen la posibilidad de un análisis riguroso de las condiciones
sociales y económicas de la enfermedad en donde la cultura y la economía, la ideología y las
bases duras de la vida material, pueden entenderse de forma dialéctica. Aquí ya no se trata de
discutir de forma polarizada entre la opción crítica y la aplicada, pues el sentido de estos
enfoques se revelará en el contexto de su articulación con la situación social específica y con su
papel de instrumento hegemónico o antihegemónico dentro de este marco. Tampoco se trata
de oponer lo micro a lo macro o de segmentar de forma analítica, a la vez que artificial, los
diferentes niveles de articulación (nivel económico- político, nivel estatal, nivel institucional,
etc.), sino de establecer una relación dialéctica entre estos dos niveles: de la experiencia del
hambre o de la aflicción a la economía política, de la economía política a la ideología entendida
como instrumento de reproducción y transformación social y de la ideología, de nuevo, a la
experiencia. Y es que en el modelo gramsciano, la cultura ha dejado de ser una realidad pasiva
dependiente de las bases materiales y éstas, a su vez, han recobrado su aire de familia con el
mundo de los valores y las representaciones, pues, como indica Gramsci, los hechos
económicos en bruto difícilmente pueden entenderse como «factor máximo de la historia», y
más si tenemos en cuenta esa «[...] sociedad de los hombres [y de las mujeres], de los
hombres que se reúnen, se comprenden, desarrollan a través de esos contactos una voluntad
social, colectiva, y entienden los hechos económicos, los juzgan y adaptan a su voluntad hasta
que ésta se convierte en motor de la economía, en plasmadora de la realidad objetiva»
(Gramsci 1977: 35).

CONCLUSIONES

A lo largo de este libro hemos realizado una revisión crítica de diferentes miradas
antropológicas —y no tan sólo antropológi-cas— sobre la enfermedad y los sistemas médicos.
En lo que res-pecta a las perspectivas culturalistas hemos querido destacar cómo éstas oscilan
entre la hermenéutica y la fenomenología, una vez que han pasado a un segundo plano teorías
que tuvieron un gran impacto en el conocimiento antropológico como el estructuralis- mo y la
etnociencia. En el ámbito del estudio de las dimensiones socioeconómicas de la enfermedad
las opciones han fluctuado entre las visiones funcionalistas y las diferentes modalidades de
marxismos (ortodoxos, culturalistas, neomarxismos periféricos, teorías de la dependencia,
etc.) que componen el panorama con-temporáneo. Si intentamos realizar una síntesis
podemos decir que la hermenéutica descubre significados y sentidos en el terreno de la
enfermedad reconvirtiéndola en texto, en símbolo, en representación de un mundo moral
local. La fenomenología de tipo existencialista, por su parte, trata de ir más allá del sentido
para aprisionar el mundo de la experiencia como territorio socializado y corporalizado por el
cual las relaciones sociales y los significados adquieren un carácter interpersonal y
sociosomático. Las corrientes de tipo funcionalista, por otro lado, descubren en la enfermedad
disfunciones sociales y entramados normativos, mientras que los enfoques marxistas ponen en
evidencia las des-igualdades sociales en salud y las estrategias de la biomedicina de reificación
de la enfermedad y de encubrimiento de la condición económico-política de sus saberes y
prácticas.

La evaluación de la capacidad explicativa e interpretativa de las diferentes opciones puede


plantearse de forma salomónica atendiendo a esa idea, que un día apuntó George Devereux
(1975), de que toda teoría tiene en el fondo zonas de rendimiento máximo y zonas de
rendimiento mínimo. La hermenéutica reduce la enfermedad al lenguaje sin caer en la cuenta
de que hay algo más que estructura ese lenguaje. La fenomenología desoye la fuerza de los
poderes económico-políticos en la articulación de las experiencias subjetivas e interpersonales
y en las modalidades de ser-en-el-mundo ligadas a la aflicción. Del funcionalismo podemos
apuntar que obscurece la base conflictiva del orden normativo en donde se incrusta la
enfermedad, y del marxismo que observa conflicto en todo entramado de relaciones sociales.
Ahora bien, tal eclecticismo nos parece incongruente con nuestro propio trabajo dentro de
este campo.

En otros textos (Martínez Hernáez 1998fo, 2000¿>) hemos tra-tado de apuntar la viabilidad de
un enfoque hermenéutico y crítico para el entendimiento de los procesos de enfermedad y
para la superación de esta compartimentación entre illness o dimensiones culturales de la
enfermedad y sickness o dimensiones sociales de la enfermedad, pues pensamos que la
distinción entre cultura y sociedad responde más a lógicas burocráticas que se han
sedimentado en la teoría de las ciencias sociales que a algún tipo de enfoque racional y
objetivo. Frente al modelo funciona- lista, que es en parte responsable de esta
compartimentación, pensamos que determinados neomarxismos, como el de Grams- ci,
permiten atravesar las barreras de esta segmentación entre cultura y sociedad, estableciendo
entre estos niveles —-y espero que se nos disculpe aquí el uso heterodoxo que hacemos de un
concepto de Menéndez— un sistema de transacciones que permite entender los vínculos
entre el significado, la narrativa y la experiencia de la enfermedad, por un lado, y su base
social, material, ideológica y desigual, por otro.

Una enfermedad, un síntoma, una queja, una aflicción o un proceso terapéutico pueden
entenderse como acontecimientos que condensan un mundo de representaciones y relaciones
sociales a la manera del concepto de «hecho social total» de Marcel

Mauss. Esta condensación incluye significados y valores, mundos normativos y procesos


económico-políticos, referentes locales y globales, a partir de ese proceso que Obeyesekere ha
llamado el trabajo de la cultura (1990) o mecanismo por el cual un conjunto de referentes
extrasomáticos de tipo muy diverso adquieren capacidad somática e individual. Estamos de
acuerdo con Taussig, Scheper-Hughes, Morgan o Singer cuando señalan, en una crítica a la
visión hermenéutica, que la enfermedad no es sólo lenguaje y discurso, pues hay «algo más»
que articula ese lenguaje, como son las relaciones sociales en las que éste se produce. De
alguna manera, esta idea ya la ha retomado Good (1994) cuando haciendo autocrítica de su
noción de «illness semantic network» o red semántica de enfermedad nos dice que, mientras
las formas simbólicas condensan redes con diversos significados, el proceso de síntesis o
condensación presente en una enfermedad no es exclusivamente lingüístico, sino también
biológico, social, político, ideológico, estético, etc. Y es que una enfermedad es una forma de
acontecimiento que activa estructuras o campos superpuestos en la intersección entre
naturaleza y cultura, entendiendo esta última aquí en su acepción más inclusiva.

Pero si es cierto que una enfermedad supera el plano estricto del lenguaje para involucrar todo
un mundo, también lo es que la llave que el investigador tiene para acceder a ese mundo es
irremediablemente lingüística y cultural. Y es precisamente por este motivo que las
orientaciones que permiten una vinculación entre poder y significado, entre economía-política
y hermenéutica, como es el caso del enfoque gramsciano, cobran en este punto especial
operatividad. Podemos llamar a esta orientación «crítica-interpretativa», tal como han
propuesto Margaret Lock y Nancy Scheper-Hughes (1990), crítica cultural o «hermenéutica
crítica», tal como hemos argumentado en otros textos (1998£>), pero lo importante aquí,
fuera de los títulos utilizados, es que un enfoque de esta índole no puede dejar de lado ni esa
apertura a otros mundos locales de significación y experiencia tan propia de la hermenéutica
ni el estudio de los diferentes factores que actúan en los procesos de síntesis y condensación
de significados, y entre los cuales cabría destacar las desigualdades sociales, las formas de
opresión política y los procesos de la globalización.

ADDENDA

ETNOGRAFÍA Y PROMOCIÓN DE LA SALUD Hacia un modelo dialógico de intervención

En los últimos años, el método etnográfico se ha revelado como un potente instrumento para
la promoción de la salud, para la adaptación regional de las políticas sanitarias internacionales
y para afrontar los retos locales de una salud cada vez más global e interdependiente. Desde la
década de los cincuenta del siglo XX, la aplicación de este enfoque a los programas realizados
en los contextos indígenas y campesinos ha ido dejando paso a una implementación más o
menos regular en los diferentes marcos sociales, incluidas las sociedades de capitalismo
avanzado. La idea de que toda intervención en salud pública que quiera contar con la
participación activa y la corresponsabilización de los actores y grupos sociales debe apoyarse
en los saberes y prácticas locales es ya un lien commun para la mayoría de agencias y
organismos transnacionales, así como para muchos profesionales que trabajan en el ámbito de
la cooperación y la salud internacional y que son conscientes de las limitaciones de las
metodologías convencionales para responder a las complejidades de nuestro tiempo. De
hecho, el enfoque etnográfico o alguno de sus sucedáneos (noción de competencia cultural,
metodología cualitativa en salud, modelos de etnografía rápida, etc.) es utilizado hoy en día
para mejorar la calidad de la atención primaria en Brasil y en Bolivia (Seppilli, Petrangeli y
Martínez 2005), para crear estrategias comunitarias de tratamiento de las enfermedades
infecciosas en América Latina (Farmer 1998), para reducir la mortalidad infantil por
deshidratación en los países asiáticos (Nichter 1989, DelVecchio Good 1994) o para mitigarlos
estragos de la epidemia del VIH-sida en el África subsahariana (Ngu- gi et al. 1991), por poner
sólo algunos ejemplos.

Con todo, esta ductilidad del método etnográfico no supone todavía una centralidad de este
enfoque en los programas inter-nacionales de promoción de la salud. A pesar de que las
interven-ciones que parten de un desconocimiento de las situaciones loca-les se consideran
obsoletas sobre el papel, pues ya casi nadie las defiende en las revistas profesionales y en los
manuales al uso, en la práctica continúan siendo las más habituales debido a su fácil
implementación y a que no implican un cuestionamiento de las estructuras sociales y
económico-políticas en donde se insertan las conductas de riesgo sobre las cuales se quiere
incidir. Por otro lado, cuando se aplica el enfoque etnográfico en estos programas, a menudo
se realiza sin un conocimiento básico de los fun-damentos antropológicos más esenciales o se
banaliza como un instrumento subsidiario que permite justificar la sensibilidad cultural de los
profesionales. En estos casos, y como es obvio, el componente hermenéutico y dialógico que
supone la puesta en práctica del método etnográfico no es considerado en toda su amplitud ni
adquiere una posición estratégica en el desarrollo de las intervenciones.
Presunciones y desaciertos del modelo monológico

Existe un modelo de intervención en salud pública que pres-cinde claramente del


conocimiento de las realidades locales y por tanto de los enfoques etnográficos. Nos referimos
a las campañas e iniciativas verticalistas que enfatizan la comunicación unilineal o
unidireccional. La idea central en estos casos es que la transmisión de la información o la
adopción de medidas transnacionales por los sistemas de salud locales son condiciones
suficientes para transformar los patrones preventivos en VIH-sida en el Africa sub- sahariana,
para la disminución del consumo de alcohol entre la población indígena en América Latina,
para que los adolescentes europeos «digan no» a las drogas o para que las mujeres magre-
bíes residentes en Europa acudan a las revisiones para el diagnós-tico precoz del cáncer de
mama. Lo característico de esta orienta-ción es que genera, en el imaginario de los
profesionales de la salud, una representación pasiva de los sujetos y los grupos socia-les, pues
sus saberes y actitudes son considerados legos e inexper-tos y sus conductas consecuencia de
la falta de información sani-taria adecuada. Como ha indicado Bartoli (1989), hay dos este-
reotipos que, aunque aparentemente contradictorios, inspiran este tipo de intervenciones: o
bien el colectivo de usuarios es percibido como un «vacío» de conocimientos que los sistemas
expertos de-ben colmar, o bien como un recipiente «lleno» de prejuicios, su-persticiones y
errores que los profesionales deben erradicar me-diante la información y la persuasión. En
ambos casos los usuarios son entendidos como un recipiente pasivo que puede ser «llenado» o
«vaciado» mediante las diferentes intervenciones sa-nitarias. Es lo que algunos autores han
llamado «sistema de co-municación unilineal» (Kendall, Foote y Martorell 1983) y que aquí
vamos a denominar modelo monológico.

El modelo monológico no sólo incluye las iniciativas de tipo puramente informativo en


educación para la salud (EPS) y en medicina preventiva, sino también los modelos
comportamenta- les que, en tanto toman como base el prototipo de un sujeto racional en la
toma de decisiones, limitan el conocimiento de la realidad local y, en consecuencia, el
establecimiento de una relación dialógica. Éste es el caso del modelo PRECEDE de Green y del

Health Belief Model (HBM) que se definen por una aproximación individualista a la realidad
social. En ambos casos, el punto de partida es el Homo oeconomicus aplicado al terreno de las
con-ductas de riesgo; un principio que hace perder fuerza al contexto en beneficio de las
supuestas voluntades subjetivas, pues al fin y al cabo presupone la existencia de una lógica
comportamental ra-cional e idéntica transculturalmente. Como apuntan Maiman y M.H.
Becker (1974), desde el HBM se presume que la percepción de los riesgos de determinadas
conductas en combinación con la percepción de los beneficios de las medidas preventivas y de
su facilidad de implementación tendrán un efecto adecuado en el comportamiento de los
individuos. Algunos de sus objetivos son tan previsibles como naturalizadores de los procesos
de salud y enfermedad: cumplimiento de los tratamientos por parte de los usuarios, asistencia
al centro de salud para las revisiones perti-nentes, introducción de medidas higiénicas y
profilácticas en la vida cotidiana o eliminación de conductas de riesgo como el con-sumo de
alcohol o de cigarrillos. Todo ello, eso sí, siempre percibi-do desde una perspectiva micro,
limitada al ámbito más inmediato de los actores y presuponiendo una relación casi isomórfica
entre percepciones, discursos y comportamientos.
Sin tratar de ser exhaustivos, podemos apuntar que el modelo monológico se define por una
serie de principios epistemológicos que están presentes en mayor o menor medida en las
estrategias informativas, en el modelo PRECEDE y en el HBM, así como en las intervenciones
verticalistas en salud pública . Nos referimos a 1) la unidimensionalidad, 2) la
unidireccionalidad, y 3) la jerarquía; tres atributos que curiosamente están en las antípodas de
lo que significa la aplicación del método etnográfico. Veámoslo con mayor atención.

o de otro tipo. Aquí es donde toma cuerpo la trilogía de «predisposing, reinforcing and
enabling», pues el análisis de situación ha de permitir un discernimiento entre: a) factores que
predisponen y que son dependientes del sujeto, como son desde esta lógica las actitudes,
conductas y percepciones; b) factores de refuerzo provenientes de instituciones (escuela,
centro de salud) v de los profesionales (maestros, educadores, sanitarios), ye) factores
contextúales que posibilitan el desarrollo de las conductas: medio ambiente, condiciones
estructurales, etc. 3) La tercera fase consiste en el desarrollo de objetivos y de líneas
prioritarias de actuación de acuerdo con los recursos disponibles y con el diagnóstico
realizado. Es importante subrayar que del punto 2 se infiere que las intervenciones sobre la
población deberán ser selectivas a aquellos aspectos que se consideran dependientes de los
comportamientos individuales.

1) La adscripción de las intervenciones en promoción de la salud y salud internacional a la


tradición de la biomedicina ha conllevado una aplicación sistemática y a menudo poco
reflexiva de los enfoques biologistas a este territorio de investigación e intervención. La
ausencia de conocimientos en ciencias sociales y de la comunicación en los curricula de los
promotores sanitarios, la confusión entre el rol terapéutico y el rol del salubrista y la aplicación
de modelos individualistas a la comprensión de los fenómenos sociales y culturales son
algunos constreñimientos derivados de estos enfoques. De hecho, la perspectiva biomédica ha
tendido a conceptualizar la salud, la enfermedad y las conductas de riesgo como fenómenos
exclusivamente biológicos y/o psicobiológicos. Esto ha sido posible por una mirada médica que
mientras reifica estos fenómenos establece un enmascaramiento de las estructuras globales y
locales que determinan la salud de las poblaciones. Objetivos característicos de la promoción
de la salud, como la disminución de la caries entre la población infantil, el uso de los servicios
de atención primaria, la lucha contra el tabaquismo, el cumplimiento del tratamiento por parte
de los enfermos crónicos o la utilización del preservativo en las relaciones sexuales, han sido
entendidos con excesiva profusión como realidades independientes de los recursos médicos
locales (sistema popular, medicinas tradicionales, medicinas alternativas o complementarias,
etc.), de las condiciones económico-políticas y del contexto histórico-cultural en donde se
producen. La amalgama de comportamientos, desigualdades de clase y género y
representaciones simbólicas que confluye en cualquiera de las llamadas conductas de riesgo es
así ocultada en beneficio de una sistematización de las variables socioculturales como
fenómenos fisiopatológicos.

El problema, obviamente, es que una conducta de riesgo, por ejemplo: el hábito tabáquico,
difícilmente puede reducirse a una dimensión exclusivamente biológica o psicobiológica, al
menos si queremos hacer justicia a la complejidad del fenómeno. Los intereses financieros de
la industria del tabaco durante los últimos decenios, las representaciones culturales ligadas al
consumo de esta substancia, los modelos de género y sus derivaciones comportamentales, la
existencia de una distribución desigual de este hábito por clases sociales o la composición
química más perniciosa de los cigarrillos en los países pobres son factores que están incidiendo
y en ocasiones determinando las formas de con-sumo de cigarrillos, así como sus niveles de
toxicidad. No obstante, estas dimensiones del problema son consideradas desde el modelo
monológico como epifenoménicas o simplemente como demasiado intrincadas para ser
tenidas en cuenta en la promoción de la salud. Se trata de la vieja estrategia de cosifícación
que consiste en desocializar los procesos de salud y enfermedad para que sean percibidos
como realidades naturales independientes de las poblaciones, de sus historias y de sus
estructuras sociales.

2) Un segundo atributo de las intervenciones monológicas es la unidireccionalidad o, en otras


palabras, la existencia de un flujo comunicativo que se orienta desde los sistemas expertos o
culturas profesionales hacia la llamada —creo que de forma muy expresiva— «población
diana», pero no desde esta última hacia la primera. Se trata de una aplicación acrítica del
prototipo bio- médico característico de la comunicación clínica al terreno de la promoción de
la salud y a la implementación de las políticas sanitarias, de tal forma que la población asume
la posición del paciente y el profesional el estatus de terapeuta. Lo esencial en este caso es
que nos encontramos con una omisión flagrante de la perspectiva nativa y de sus
comportamientos, actitudes y valores asociados. Piénsese que el punto de partida de la lógica
unidireccional es que, en tanto que los saberes nativos son legos e inexpertos, no resulta
necesario tener noticia de ellos o simplemente considerarlos para el desarrollo de las
intervenciones. Se trata de la reactualización de la mirada médica positivista analizada por
Foucault (1974) y de la imagen antes apuntada de las poblaciones como recipientes vacíos de
conocimientos y, a la vez, colmados de prejuicios. En este estereotipo lo que permite definir la
posición de los usuarios es su supuesto no-saber frente a la ubicación de los profesionales
como sujetos de saber.

El ejemplo típico de unidireccionalidad es la campaña infor-mativa realizada desde los mass


media. No obstante, también podemos considerar como unilineales los programas de salud
internacional que prescinden de un análisis exhaustivo de la rea-lidad local o que limitan este
análisis a estadísticas de morbi- mortalidad o a un inventario de necesidades que ha sido
elaborado en exclusividad desde la óptica profesional. Evidentemente aquí estamos hablando
de un modelo teórico que en la pr áctica puede adquirir expresiones que oscilen entre
planteamientos totalmente unidireccionales e iniciativas híbridas desarrolladas desde un
conocimiento parcial de los mundos locales. Ahora bien, una característica generalizada es que
en la mayoría de estos casos la unidireccionalidad se ve amplificada por otro atributo no
menos relevante: la jerarquía.

3) Es ya un consenso de las ciencias sociales contemporáneas que toda relación de saber es


también una relación de poder. Si trasladamos esta aseveración al ámbito sanitario, no resulta
difícil argumentar que la atribución por parte de un sistema experto como la biomedicina de
características de imprecisión, error y superstición a los discursos populares encierra una
forma más o menos sutil de dominación. La asignación de posiciones de saber y no-saber en el
juego comunicativo es también una justificación para la acción verticalista y unidireccional y,
en esta medida, las intervenciones monológicas escenifican una relación de poder que —todo
hay que decirlo— no es nueva.
En la historia de Europa la hegemonía del modelo verticalista y monológico en las
intervenciones sanitarias ha sido una constante que podemos retrotraer a las primeras
iniciativas de medicina social, como la articulación de la Medizinischepolizei o policía médica
durante los siglos xvn y xvm en el contexto germanoha- blante de la época, las políticas
sanitarias de la medicina urbana francesa del siglo xvm o a las medidas legislativas y de
beneficencia para reducir la mortalidad de la clase obrera en la Inglaterra del siglo XIX. En
todos estos casos, la orientación verticalista emerge como un invariable que mantiene su
vigencia en el periodo colonial y que incluso se ha visto potenciada en nuestra época postco-
lonial por la progresiva delegación o «confianza» que las poblaciones han establecido con los
sistemas expertos.

La mayoría de las discusiones y críticas contemporáneas sobre el modelo monológico se


centran en su ineficacia para estimular la participación ciudadana y para capacitar o fortalecer
(iempowerment) a los grupos sociales en materia de salud. Y es que este tipo de
intervenciones suelen tender al fomento de la pasividad y a la percepción por parte de los
usuarios de los dis-cursos expertos como lejanos e impositivos, vulnerando los ob-jetivos de
promoción de la salud de las agencias internacionales. Por ejemplo, desde el modelo
monológico difícilmente se pueden cumplir algunas de las prioridades que se estipulan en las
Metas del Milenio de la ONU o en la ya clásica Declaración de Yakarta de la OMS para el
fomento de la salud en el siglo XXI, como el estímulo del asociacionismo y el empoderamiento
de los individuos y comunidades para mantener la salud y combatir la enfermedad.

Pero las críticas al modelo monológico no pueden efectuarse simplemente en el plano


discursivo y programático, sino también en el nivel de la intervención y sus efectos derivados.
Este es el caso —por otro lado escasamente conocido— de las campañas educosanitarias
desarrolladas en Brasil sobre la transmisión del VIH-sida durante la década de los ochenta.
Estas intervenciones se definieron por su amplio espectro de difusión entre la clase obrera y el
Iwnpenproletariat de la zonas urbanas y por la asociación que se estableció desde un principio
entre dos categorías: «homosexualidad» y «sida». De hecho, los promotores sanitarios
brasileños diseñaron estas campañas amparándose en las directrices de la academia europea y
norteamericana y en su propia experiencia subcultural que se adscribía al conjunto más amplio
de la élite nacional. Esto significaba compartir una serie de conocimientos y valores de la clase
hegemónica, así como una determinada tipificación de las relaciones sexuales: homo-
sexualidad, heterosexualidad y bisexualidad.

El problema fue que una parte importante de los potenciales beneficiarios de estos programas
de educación para la salud, como es el caso de los favelados o habitantes de las favelas pe-
riurbanas, no compartían esta clasificación de las relaciones sexuales. Contrariamente a las
representaciones de las élites, en este contexto se utilizaban dos categorías para diferenciar
las relaciones sexuales posibles: atividade y passividade. La primera se adscribía al rol
masculino en las relaciones sexuales y la segunda al femenino. Sin embargo, la primera de ellas
no se aplicaba únicamente a las relaciones heterosexuales, sino también a las establecidas
entre varones. Como indica Parker, un antropólogo que en aquel momento estaba
desarrollando su trabajo de campo en Brasil, la atividade define a aquellos que «comem», que
simbólicamente «consumen» a suspartners tomando un rol activo en la relación sexual. La
passividade, en cambio es característica de aquellos que «se dan» (dáo), de quienes se ofrecen
para ser «poseídos» por supartner activo (Parker 1987: 161). En lógica con este universo de
representaciones, los varones que tenían relaciones sexuales con otros varones podían
mantener su condición masculina sin ninguna contradicción siempre que su rol fuese de
atividade. Pero eso no es todo. Como entre los varones favetados «activos» (o
«heterosexuales» desde la perspectiva profesional) era frecuente el establecimiento de
relaciones sexuales con otros varones que adoptaban una posición «pasiva» (el viado o bicha),
la campaña informativa que asociaba homosexualidad y sida fue interpretada por los «activos»
como una garantía de su propia inmunidad.

Hasta cierto punto podemos atribuir la alta incidencia y pre- valencia de VIH-sida en el Brasil
de finales de los ochenta al clima de inmunidad creado entre los varones que sólo eran activos
en sus relaciones sexuales. Adicionalmente, la asociación entre homosexualidad y sida provocó
una intensa violencia urbana hacia las llamadas bichas o viados que se saldó con algún que
otro linchamiento popular (Parker 1987). En definitiva, el ejemplo citado es paradigmático de
lo que no debe hacerse en promoción de la salud: desatender el mundo de representaciones y
prácticas de las realidades locales.

En el caso que acabamos de apuntar se desvelan algunos des-aciertos y presunciones del


modelo monológico, así como sus atri-butos de unidimensionalidad, unidireccionalidad y
jerarquía. En el primer caso, la conceptualización unidimensional del VIH-sida como realidad
exclusivamente biológica conduce a la presunción de que actuar sobre esta enfermedad es
igual en Brasil que en Uganda o en cualquier otro marco local, con las repercusiones que tal
idea puede generar en la salud de los diferentes mundos locales. La unidireccionalidad
también está clara en el procedimiento: se transmite información a un «cuerpo social» de la
misma forma que se desarrolla una intervención sobre el cuerpo biológico del paciente. La
población es así configurada en el imaginario de los profesionales como un organismo
biológico sin voz ni reflexividad. Finalmente, la verticalidad permite abundar en la metáfora
clínica de la relación médico/paciente, donde uno sabe y el otro no, y donde la aceptación de
la información o del tratamiento se espera como un evidencia derivada de la supuesta
racionalidad del usuario. Good (1994) ha profundizado en esta última idea al asimilar esta
lógica biomédica con la definición de Sahlins (1988) de «utilitarismo subjetivo»; y la analogía
parece acertada, al menos en el campo de nuestra crítica al modelo mo- nológico, ya que éste
parte de la presunción de un actor racional universal que procede a la consecución de
objetivos en salud valorando los costes y beneficios de cada una de sus conductas de acuerdo
con el criterio de maximizar su «capital» en salud.

Hacia un modelo dialógico

Como es de esperar, un modelo dialógico de intervención en salud debe estar constituido por
principios inversos a aquellos que acabamos de atribuir al prototipo monológico. Dicho en
otros términos, una intervención dialógica tomará como base la mul- tidimensionalidad, la
bidireccionalidad y las relaciones simétricas frente a los enfoques jerárquicos e impositivos. De
hecho, las experiencias participativas en salud pueden considerarse a grandes rasgos como
dialógicas, pues integran, aunque de forma desigual, los criterios que acabamos de citar.

El problema es que las diferentes estrategias participativas no conforman un paradigma


homogéneo. Dentro de esta orientación confluyen planteamientos tan diversos como las
directrices contemporáneas y programáticas de la OMS (Declaración de Yakarta) y la OPS sobre
promoción y empowerment de los diferentes grupos sociales, los seguidores del método
dialógico de conscientizagao de Paulo Freire, la línea de investigación-acción-participación
desarrollada en México (Haro y Benno de Keijzer 1998), el enfoque gramsciano del Centro
Sperimentale di Educazione Sanitaria de Perugia y las contribuciones más aisladas de expertos
como Freudenberg (1978), Rifkin (1986), Wer- ner (1980) y Vuori (1992), entre otros muchos.

Salvo excepciones muy evidentes como la escuela de Perugia, que profundiza de forma lúcida
en el modelo participativo y que es ya un referente clásico en este campo, las orientaciones
participativas caen frecuentemente en la falta de una fundamen- tación teórica de sus
propuestas. También en muchos casos la ideología política de fondo suele opacar el análisis de
la realidad social sin que se caiga en la cuenta que los dogmas pueden vul-nerar los sentidos
nativos e incurrir en una nueva y sofisticada verticalidad, en una nueva relación de
dominación. Por estas razones, una tarea relevante es profundizar en los tres criterios
invertidos del modelo dialógico que acabamos de apuntar a efectos de reflexionar y matizar
algunas cuestiones que son frecuentemente soslayadas en la práctica.

1) Un planteamiento multidimensional supone algo más que una simple ampliación del
repertorio de factores que intervienen en los procesos de salud y enfermedad. No se trata de
un simple añadido de variables sociales, culturales, económicas, políticas, etc., sobre el núcleo
duro del modelo monológico: las dimensiones biológicas y psicobiológicas. La suma de factores
debe suponer un cambio en la naturaleza de la teoría explicativa existente y no un simple
acomodo. De lo contrario estaremos ante esa variante de la perspectiva unidimensional que se
esconde en la mayoría de las orientaciones biopsicosociales y que se estructura en una
jerarquía que va al hilo del propio término bio-psico-social.

Tanto la aproximación unidimensional pura (el determinis- mo biológico) como su formulación


más amable (el modelo bio- psicosocial) suelen ser inoperativas para analizar las realidades
habituales en salud internacional, como la pandemia del VIH- sida o la tuberculosis
multirresistente (TBR), donde los procesos sociales afectan, condicionan e incluso determinan
las dimensiones biológicas de la enfermedad y la atención. No debemos olvidar que la pobreza
es la primera causa de morbimortalidad en el mundo y que, en consecuencia, la mejora de la
salud de las poblaciones depende tanto de la implementación de políticas e intervenciones
sanitarias como de la reducción de las desigualdades económicas. Negar esta evidencia sólo
puede conducir a una mistificación de las relaciones sociales que producen los procesos de
salud y enfermedad, a un enmascaramiento que impulsará intervenciones tan centradas en el
«cuerpo biológico» de los afectados como descentradas de los «cuerpos» sociales y
biopolíticos.

Evidentemente, de lo dicho se desprende que la multidimen- sionalidad no debe limitarse a


una jerarquía estructurada desde el determinismo biológico; y esto supone que tanto el
análisis de situación como la intervención deben reflejar la multicausalidad y multiplejidad de
las conductas de riesgo y de los fenómenos de morbimortalidad. El papel de la etnografía es
especialmente adecuado en este punto, pues permite un análisis relacional que, mediante sus
juegos de condensación (relación de la parte con el todo) y de desplazamiento (relación entre
las partes), facilita la recomposición de un paisaje de factores de extraordinaria com-plejidad.
Si se prefieren otras palabras: la aplicación de la mirada etnográfica devuelve a los procesos de
salud, enfermedad y atención su condición de hechos sociales y a la vez desvela críti-camente
las estrategias de encubrimiento que permiten la natu-ralización de estos fenómenos.
Parafraseando a Lévi-Strauss y a Marvin Hairis, podemos decir que el enfoque etnográfico se
con-vierte aquí en una metodología «buena» para entender los mundos locales y «buena»
para hacer visible las mistificaciones realizadas por los discursos expertos.

2) La bidireccionalidad o el intercambio de saberes, represen-taciones, informaciones, valores,


etc., entre los profesionales y los grupos sociales es un principio inherente a los modelos
participa- tivos. Si campañas como las realizadas en Brasil en la década de los ochenta sobre el
VTH-sida son el prototipo de intervención unidireccional y de falta de empatia con los grupos
receptores, a las iniciativas participativas se les supone una sensibilidad para otorgar un papel
activo a los diferentes actores sociales. Ahora bien, la bidireccionalidad y la participación no
son posibles sin una «experiencia próxima» por parte de los profesionales; y aquí la etnografía
con su dialéctica oscilatoria entre el extrañamiento y la pertenencia, entre la observación y la
participación, ofrece un modelo tanto para el análisis de la realidad social como para el
establecimiento de puentes de comunicación con ella.

La etnografía es un método que responde a los objetivos de conocimiento de la antropología


social y cultural, y estos objetivos tienen que ver con un indagar y teorizar sobre cómo son las
cosas y no con un prescribir cómo deberían ser. Esto dota a la antropología de un carácter de
ciencia básica de la realidad social y de la cultura, así como de una distinción con respecto a
aquellas disciplinas que deben su razón de ser a una finalidad dogmática, técnica o
instrumental, como es el caso de la medicina. Probable-mente fue Max Weber quien mejor
observó esta condición del conocimiento cuando en las primeras páginas áe Economía y so-
ciedad apuntó sobre el «sentido» que interesaba a las ciencias sociales: «En modo alguno se
trata de un sentido objetivamente justo o de un sentido verdadero metafísicamente fundado»,
apuntó el sociólogo alemán; y continuaba diciendo: «Aquí radica preci-samente la diferencia
entre las ciencias empíricas de la acción, la sociología y la historia, frente a toda ciencia
dogmática, jurispru-dencia, lógica, ética, estética, las cuales pretenden investigar en sus
objetos el sentido justo y válido» (Weber 1987: 6).

Siguiendo a Weber podemos señalar que el quehacer teórico y empírico de disciplinas como
las ciencias de la salud no puede escapar a su función normativa y prescriptiva. La vinculación a
un «deber ser» que se refleja en dicotomías como lo normal y lo patológico, convierte a estas
disciplinas en dependientes de una prescripción, porque su objetivo no es tanto descubrir el
conjunto de normas que regulan el juego social o explorar sus sentidos, como crear, recrear,
modificar y transmitir las normas y los sentidos de ese mismo juego.

Frente a esta posición prescriptiva, el espacio de actuación etnográfico se ubica en las


denominadas por Weber «ciencias empíricas de la acción». En este caso, el objetivo es
capturar un sentido que, según el pensador alemán, no es otro que el «sentido subjetivo de los
sujetos de la acción» que puede darse en un caso históricamente dado y que puede adquirir
estructuración de tipo ideal entre los actores sociales. Esto es lo que más tarde en
antropología ha sido definido como el punto de vista nativo. Lo importante aquí, y a la vez lo
que permite convertir en significativa la tipología de Weber, es que en este caso el objetivo del
investigador no se encuentra en la necesidad de dictaminar la normatividad de la acción, sino
de comprenderla. Esta condición que podemos llamar metanormativa de la antropología tiene
consecuencias evidentes en el método etnográfico, pues el «sentido de la acción social»
weberiano es un sentido racionali-zado por el investigador y, a la vez, un sentido rescatado de
la acción investigada.

En realidad, la etnografía es un proceso de reelaboraciones progresivas que van


configurándose en y por los vaivenes de las posiciones epistémicas del investigador. Pocas
disciplinas se han configurado en este vaivén entre un sistema experto y un mundo local, entre
un etic y un emic, si se prefiere utilizar una dicotomía popular en antropología, hasta el punto
de que sus aparatos con-ceptuales sean una mezcla de nociones nativas y de conceptos
construidos en la tradición de saber del investigador. Y en esta relación dialógica entre
saberes, el etnógrafo adquiere una posición liminal, un continuo «estar entre» (Zwischen)
como indica Gadamer (1977) para la posición del hermeneuta, que resulta fundamental para
asegurar la bidireccionalidad comunicativa.

3) Un tercer desafío para la promoción de la salud es el esta-blecimiento de una relación


simétrica entre los profesionales y los grupos sociales que fomente la participación social en
salud. Desde una posición que no esconde militancias ideológicas, Wer- ner (1998) ha hablado
de dos tipos de participación: la débil y la fuerte, que en realidad son dos polos entre los que
pueden ubicarse las diferentes intervenciones. La participación débil se caracterizaría por una
direccionalidad marcada de arriba (los profesionales) abajo (la comunidad) y por una serie de
premisas como el verticalismo, el control social por parte de los profesionales, la desigualdad y
la manipulación. La participación fuerte, en cambio, supondría la direccionalidad inversa —
esto es: de abajo (comunidad) arriba (profesionales)—, la «igualdad», la «liberación», la
«autogestión», el «control por parte del pueblo» y la «horizontalidad». Como se podrá
observar, resulta bastante evidente que el modelo de «participación fuerte» que este autor
propugna puede entrar en contradicción con la propia existencia de expertos y de
profesionales. En realidad, el modelo fuerte de Werner no es horizontal, sino vertical, aunque
se trate de una verticalidad inversa al modelo de la «participación débil» que, por otro lado,
más que participativo es unidireccional y monoló- gico. Todo ello dirige a la indefinición de la
noción de modelo participativo, con lo cual su capacidad denotativa pierde fuerza.

A diferencia del planteamiento de Werner, en el que la simetría se convierte en un imposible,


aquí somos partidarios de un modelo que ubique a los diferentes actores en una posición de
mayor reciprocidad, pero sin desdibujar el papel activo de los profesionales. Entendemos que
en muchas ocasiones la función de los sistemas expertos debe ser de simple
«acompañamiento» de las decisiones y del fomento de la sociedad civil y el asociacio- nismo
como contrapoder de las políticas nacionales y transnacionales en salud. Sin embargo, los
profesionales son también parte de la comunidad local y global en donde desarrollan su rol y,
en esta medida, prescindir de ellas y ellos o disponerlos en una posición subalterna sólo puede
conducir a una nueva «participación débil». El objetivo no debe ser tanto la neutralización de
los conocimientos expertos como su complicidad. Y esta relación puede fomentarse en los
programas de promoción de la salud explotando las posibilidades del método etnográfico,
pues el establecimiento de una mayor simetría deriva también en una mayor
corresponsabilidad y empoderamiento de los actores y los grupos sociales.
Los desafíos contemporáneos de la salud internacional y de la más reciente salud global no
pueden afrontarse desde el ejercicio de delegación exclusiva en los sistemas expertos de tipo
sanitario, con sus sofisticados protocolos para la investigación, la interven-ción, la información
y el management. Los grupos sociales están ahí, viviendo sus realidades locales y también los
constreñimientos de un mundo cada vez más interdependiente. Es una tarea —-y también una
responsabilidad— de los diferentes sistemas expertos (incluyendo la antropología) su
reconocimiento como comunidades activas en la toma de decisiones en salud. Aquí el método
etnográfico puede aportar un modelo de relación dialógica, pues ofrece una base
epistemológica y metodológica para estar «entre» (.Zwischen). En realidad, no es demasiado
audaz afirmar que sólo una posición intersticial es capaz de facilitar un «desprendimiento» de
las concepciones de la tradición de los profesionales y una reconfiguración de su experiencia a
partir de la proximidad con los saberes legos. Y en ese ejercicio de desprendimiento
encontramos las condiciones de posibilidad de un ejercicio autocrítico y autorreflexivo en los
sistemas expertos, de una comprensión (Vers- tehen) de los diferentes mundos locales y —lo
que aquí es más importante— el horizonte de una relación dialógica que impulse la
participación social en salud.

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ÍNDICE

Presentación 7

CAPÍTULO 1. Medicina, ciencia y creencia 11

1. El modelo clásico 13

2. El modelo pragmático 26

3. El modelo crítico 37

CAPÍTULO 2. Genes, enfermedades y determinismos 45

1. El determinismo biológico y sus dobles 47

2. La insistencia en la cultura 58

3. La enfermedad vista por los antropólogos 66

CAPÍTULO 3. Símbolos, cuerpos, aflicciones 82

1. La enfermedad como símbolo 87

2. Profesionales, pacientes y comunicación clínica 97


3. El modelo hermenéutico a debate 102

4. Más allá del sentido 115

CAPÍTULO 4. Salud, capitalismo y sociedad 123

1. Disfunciones, roles, itinerarios 127

2. Desigualdades, fetiches, encubrimientos 145

Conclusiones 171

ADDENDA. Etnografía y promoción de la salud 175

Presunciones y desaciertos del modelo monológico 176

Hacia un modelo dialógico 184

Bibliografía 191

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Historia de la antropología indigenista:

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Teorías sobre la cultura, el poder y la enfermedad

En una era marcada por los éxitos biomédicos y sus horizontes imaginados en cuanto a la
curación de las enfermedades, el desarrollo de teorías sociales y culturales sobre la salud, la
medicina y el padecimiento humano se ha convertido en una tarea polémica y sugestiva. Este
libro se inscribe en este contexto intelectual, planteando un merodeo por las diferentes teorías
de la Antropología médica, desde la gestación de esta especialidad de la Antropología hasta los
debates más contemporáneos. Cuestiones como el estudio de los sistemas médicos -y
especialmente de la medicina occidental o biomedicina-; las críticas antropológicas al
determinismo biológico y sus concepciones reduccionistas de la enfermedad; el rescate de las
dimensiones significativas, narrativas y simbólicas de las aflicciones humanas o la discusión
sobre el papel de las desigualdades sociales en salud son algunos de los temas tratados desde
una perspectiva que el autor denomina «hermenéutica crítica». No se trata tanto de un
manual de Antropología Médica como de un ensayo reflexivo sobre sus teorías más
destacadas, aunque también se apunten, como en la addenda que cierra el texto, algunas
potencialidades para la metodología y la aplicación del conocimiento antropológico.

9788476588628

9 788476"588628 www.anthropos-edltorlal.com

ÁNGEL MARTÍNEZ HERNÁEZ (París, 1964) es doctor en Antropología por la Univ. de Barcelona y
ha sido profesor- investigador en diversas universidades españolas y extranjeras (UB,
UCBerkeley, UNAM, Univ. degli studi di Perugia, UFSC). Actualmente ejerce como profesor
titular de Antropología Social en la Univ. Rovira i Virgili (Tarragona) y como director de estudios
del Insto, de la Infancia y el Mundo Urbano (Barcelona). Sus campos de investigación son la
salud mental, la infanto-juvenil, las teorías en Antropología médica, las culturas amazónicas y
las políticas sanitarias en Europa y América Latina. Ha sido asesor-evaluador de diferentes
organismos públicos o programas, como el VI Programa Marco de la UE. Entre sus libros puede
destacarse ¿Has visto cómo llora un cerezo? Pasos hacia una antropología de la esquizofrenia
(2000) y What's Behind the Symptom? (2000).

ISBN: 978-84-7658-862-8

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7. Véanse en este sentido los trabajos de Lemert (1967), Scheff (1966), Schur (1971) y
Waxler(1974, 1981).

8. El término Critical Medical Anthropology fue acuñado inicialmente por Baer y Singer en un
ponencia conjunta presentada en 1983 en el encuentro anual de la American Anthropological
Association. Se trata de una nueva nomenclatura para denominar lo que anteriormente era el
Grupo de Interés en la Economía Política de la Salud. A pesar de algunas suspicacias —el
mismo Baer comenta posteriormente que el título en cuestión puede resultar «presuntoso»
(Baer, Singer y Johnsen 1986: 95)—, el término ha sido de utilidad para denominar el conjunto
de aportaciones marxistas y político- económicas en antropología médica desde la década de
los ochenta. VéaseBaer(1990) para una discusión más en profundidad sobre esta cuestión.

11. En este sentido, resulta alumbrador el ensayo, ya histórico, de Wright Mills sobre los
patólogos sociales americanos que, en aras de un empirismo ateórico y asistemático,
reconstruían de forma acrítica el orden moral de su propia sociedad (Mills 1975).

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