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En tiempos de crisis y cambios de época, como también en las épocas de cambio, la gente
se pregunta si lo que viene haciendo sigue siendo válido y si tiene sentido seguirlo
haciendo. No es un secreto que el mundo anda agitado y hay problemáticas en todos los
ámbitos y la familia no es ajena a esa situación. Aparecen propuestas de soluciones,
planteadas desde un rigorismo extremo hasta un laxismo total.
La familia comienza con el matrimonio, la unión del hombre y la mujer, que luego de una
ceremonia, bien sea religiosa o civil, o la simple decisión como iniciativa de ambos de irse
a convivir, para ser felices, hacer patrimonio juntos, criar unos hijos y educarlos, da origen
a una situación nueva, se pasa de un “yo” y un “tu” a un nosotros. Creando con ello no
solamente una familia sino una situación jurídica nueva que lleva derechos y deberes que
todos deben cumplir como también garantías de estabilidad en el proyecto de vida de
cada uno.
Un matrimonio celebrado como Dios y la Iglesia mandan, debe ser para toda la vida, y
aunque los esposos cada uno se vaya por caminos diferentes, ese matrimonio sigue siendo
para toda la vida, hasta que la muerte los separe. Nos preguntamos entonces si ¿Ha
querido Dios que el matrimonio sea "uno con una y para siempre"?, la respuesta es sí,
porque al instituir el matrimonio, Dios le dio unas características adecuadas a la naturaleza
humana. Desde el principio quiso que fuera una unión exclusiva y permanente de un
hombre con una mujer. Y Jesucristo mismo lo enseña con toda claridad: ¿No han leído que
al principio el Creador los hizo varón y hembra y les dijo: ¿por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no
son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (Mt 19,4-
6).
Ahora bien, como en todo hay problemas, incluso en la vida matrimonial, uno de los
remedios a los problemas matrimoniales que se coloca de primera mano, sigue siendo el
divorcio, alegando algunas causales, cosa que ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la
Iglesia aceptan ya que no es una medicina para un problema sino un escape frente a una
situación.
De cara a tantos matrimonios rotos y que ya no tienen modo de reconciliarse porque hay
nuevas familias de por medio, la Iglesia desde tiempos antiguos, los ha sometido al
estudio de la posible nulidad, partiendo no de la sospecha de invalidez sino de la
presunción de validez del sacramento. Es decir, analiza si se dieron o no las condiciones
para que la ceremonia religiosa surta el efecto que la Sagrada Escritura y la misma Iglesia
siempre han defendido.
Los impedimentos pueden definirse como prohibiciones legales para contraer matrimonio
válidamente. Se trata de circunstancias objetivas de los contrayentes que pueden tener su
origen en el derecho natural o en una norma canónica.
Los vicios del consentimiento son defectos graves que afectan la validez del vínculo
matrimonial. Pueden radicar en el ámbito del entendimiento (ignorancia y error) o en el
de la voluntad (simulación del consentimiento matrimonial y matrimonio contraído bajo
condición por violencia o miedo). En efecto, una pareja no es apta ni idónea para generar
una verdadera comunidad de vida y amor conyugal si: uno o ambos contrayentes excluyen
–por un acto positivo de la voluntad– la fecundidad, fidelidad e indisolubilidad del vínculo;
son incapaces para discernir libremente o asumir las obligaciones del vínculo matrimonial
por causas de naturaleza psíquica; ignoran el significado esencial del matrimonio; yerran
sobre la persona del otro cónyuge o sobre una cualidad entendida directa y
principalmente; están engañados por dolo; se casan impulsados por la convicción errada
de que el matrimonio no sea un vínculo exclusivo, indisoluble y dotado de dignidad
sacramental; someten su propio consentimiento matrimonial a una condición o si está
inducido por violencia o temor grave.
Los defectos de forma son los que se refieren a la manifestación externa del
consentimiento y a los requisitos de forma o solemnidades jurídicas que la ley canónica
exige para su validez.
La nulidad matrimonial puede pedirse siempre que uno o ambos contrayentes tengan
dudas razonables sobre la validez de su matrimonio. No es necesario que ambos estén de
acuerdo. Lo más recomendable es dirigirse a su párroco para recibir de él la debida
asesoría y acompañamiento.