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PRINCIPIOS

DE

DERECHO CONSTITUCIONAL

TOMO PRIMERO
342.017209 Espinosa, Gonzalo
M6
E578p2 Principios de derecho constitucional: garantías
individuales / Gonzalo Espinosa, pról. Flavio Galván
Rivera, est. introd. Manuel González Oropeza. — México
: Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación,
2006.
T. I; XXXII, 510 p.

Edición facsimilar de la edición de 1905.

ISBN 970-671-244-5

1. Derecho Constitucional – México I. Galván Rivera,


Flavio, pról. II. González Oropeza, Manuel, est.introd.

Primera edición Digitalizada 2006

Derechos Reservados ©

Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.


Carlota Armero 5000, Col. CTM Culhuacán, Deleg. Coyoacán,
México, D.F., 04480. Tels. 5728-2300 y 5728-2400.

Edición: Coordinación de Documentación y Apoyo Técnico del TEPJF

Impreso en México ISBN 970-671-244-5


DIRECTORIO
SALA SUPERIOR

Magistrado Flavio Galván Rivera


Presidente

Magistrada María del Carmen Alanis Figueroa


Magistrado Constancio Carrasco Daza
Magistrado Manuel González Oropeza
Magistrado José Alejandro Luna Ramos
Magistrado Salvador O. Nava Gomar
Magistrado Pedro Esteban Penagos López

Lic. Silvia Gabriela Ortiz Rascón


Secretaria General de Acuerdos
INDICE
DE LAS MATERIAS CONTENIDAS EN ESTE TOMO

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . V
Estudio Introductorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI

A la Juventud Mexicana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Título preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

TITULO PRIMERO
De los derechos del hombre

CAPITULO I
De las garantías individuales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

CAPITULO II
De la libertad en sus distintas acepciones
I.— Libertad física . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
II.— De la libertad de Enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
III.— Libertad del Trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
IV.— Trabajo personal forzoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
V.— Libertad de la palabra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
VI.— De la libertad de imprenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
VII.— De la libertad de locomoción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
VIII.— De la libertad de Comercio y de Industria . . . . . . . . . 157
IX.— De la libertad religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

CAPITULO III
De los derechos garantizados por la Constitución
I.— Del derecho de petición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
II.— Del derecho de asociación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233
III.— Del derecho de portar armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
IV.— Del derecho de propiedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259

509
510 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

CAPITULO IV
De la igualdad
I.— De la igualdad social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287
II.— De la igualdad ante la ley . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297

CAPITULO V
De la retroactividad de las leyes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 319

CAPITULO VI
De la extradición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 329

CAPITULO VII
I.— De la seguridad individual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 355
II.— De la prisión por deudas y de las costas judiciales . . . . . 375
III.— De los casos en que ha lugar á prisión
y de la libertad bajo de fianza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
IV.— Del término de la detención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393

CAPITULO VIII
De las garantías del acusado en el juicio criminal . . . . . . . . . . 409

CAPITULO IX
I.—Aplicación de las penas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 425
II.—De las penas corporales é infamantes . . . . . . . . . . . . . . . . 439
III.—De la pena de muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 449

CAPITULO X
De las instancias en los juicios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465

CAPITULO XI
De la inviolabilidad de la correspondencia . . . . . . . . . . . . . . . . 487

CAPITULO XII
De los servicios reales y personales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 493

CAPITULO XIII
De la suspensión de las garantías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 501
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PRÓLOGO

El 5 de febrero de 1857 fue jurada la Constitución cuyo contenido


expresa los principios liberales y de vanguardia que habrían de mar-
car el rumbo de una Nación libre e independiente. El Título Prime-
ro, De los Derechos del Hombre, artículo 1° reconoce que los
derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones
sociales, por lo que ordena a todas las autoridades respetar las garan-
tías que otorga la Constitución. De esta forma, al igual que la Declara-
ción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, nuestra
Constitución de 1857 termina con un régimen caduco e ingresa a la
modernidad constitucional.
En esa declaración universal se definen los derechos «naturales e
imprescriptibles» como la libertad, la propiedad, la seguridad, la re-
sistencia a la opresión; se reconoce la igualdad de todos los ciudada-
nos ante la ley y la justicia y se afirma el principio de la separación de
poderes. De esta forma, los hombres nacen y permanecen libres e
iguales en derechos; la finalidad de la asociación política es la conser-
vación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, en-
tendidos como tales la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.
La soberanía reside esencialmente en la Nación, por lo que ningún
cuerpo o individuo, pueden ejercer una autoridad que no emane de
ella; la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudi-
que a otro, de ahí que el ejercicio de los derechos naturales de cada
hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás
miembros de la sociedad el goce de estos derechos.
La ley es la expresión de la voluntad general, donde todos los
ciudadanos tienen el derecho de contribuir a su elaboración, perso-
nalmente o por medio de sus representantes, por lo que debe ser la
misma para todos y solamente a través de ella deberán establecerse
las penas necesarias; nadie podrá ser castigado sino en virtud de

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VI PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y aplica-


da legalmente.
Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, a condición de que
su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley;
la libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los
derechos más preciosos del hombre, por lo que todo ciudadano pue-
de hablar, escribir e imprimir libremente.
La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita
de una fuerza pública, por lo tanto, esa fuerza ha sido instituida en
beneficio de todos y no para el provecho particular de aquellos a quie-
nes ha sido encomendada.
Gonzalo Espinosa destaca por su erudita forma de transmitir sus
conocimientos. Independientemente de su constante preocupación
por no agotar de manera extensa todos y cada uno de los temas que
integran la obra Principios de Derecho Constitucional, Tomo Prime-
ro, al dar lectura de las páginas nos encontramos con una serie de
citas de autores diversos que nos motivan a continuar en el estudio
de los temas propuestos, a saber: De la libertad en sus distintas acep-
ciones, la libertad física, la libertad de Enseñanza, la libertad del
Trabajo, el tema del trabajo personal forzoso, la libertad de la palabra
y de imprenta, de la denominada libertad de locomoción, la libertad
de Comercio y de Industria y religiosa; De los derechos garantizados
por la Constitución, como el derecho de petición, de asociación de
portar armas, de propiedad; De la igualdad, social y ante la ley; De la
retroactividad de las leyes; De la extradición; De la seguridad indivi-
dual; De la prisión por deudas y costas judiciales; De los casos en que
ha lugar a prisión y de la libertad bajo fianza; Del término de la deten-
ción; De las garantías del acusado en el juicio criminal y de la Aplica-
ción de las penas; De las penas corporales e infamantes y De la pena
de muerte; De las instancias en los juicios; De la inviolabilidad de la
correspondencia; De los servicios reales y personales y De la suspen-
sión de las garantías.
Coincidimos con el autor que presentamos cuando señala que:
“…nuestra Constitución fue formada en obedecimiento a las aspira-
ciones de la conciencia nacional, fijando, sus preceptos en la forma
escrita, garantizando las libertades y derechos del hombre, y estable-
ciendo el régimen por el cual se regulan los fundamentos del Estado
para, que promueva y proteja aquellos, manteniendo a cada cual den-
tro de los límites de su independencia y soberanía, por la observancia
las leyes y el respeto a los mutuos y recíprocos deberes. Tiene, ade-
más, la ventaja de ser producto de una revolución que vino a instaurar,
a instituir, a ordenar, rompiendo con tradiciones de ninguna manera

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PROLOGO VII

conformes a nuestras esperanzas y deseos y con leyes cuando no opre-


sivas demasiado entorpecedoras para el progreso. Por último, tiene
por origen la democracia, puesto que fue formada por los represen-
tantes del pueblo…”
En el marco de la transformación del Estado mexicano, Gonzalo Es-
pinosa vive las Leyes de Reforma que contienen temas sobre la nacio-
nalización de los bienes eclesiásticos, el matrimonio y el Registro civiles,
la libertad de cultos, la secularización de hospitales y establecimientos
de beneficencia, así como la extinción de las comunidades religiosas,
en conjunto con las reformas Constitucionales.
No es por ello difícil comprender la emoción que plasma en su obra
nuestro autor al ser testigo de la transformación y liberación del hom-
bre dentro del Estado, otrora opresor y cómplice del oscurantismo. En
las páginas de sus Principios de Derecho Constitucional, encontrará el
lector aquellos detalles académicos, intelectuales, históricos que posi-
bilitan la interpretación de los apartados constitucionales que por su
interés consideró en su trabajo, y que coinciden con las expectativas
actuales, desde el punto de vista, social, político y cultural.
Destaca el hecho de que se considere al Estado como una creación
cultural y devenga su fortalecimiento conforme avanza la civilización.
De esta forma, en una parte del libro se explica la intervención de
éste en el ámbito de la educación: “Bueno que el Estado dé el ejem-
plo; mejor que provoque la emulación para que la instrucción produz-
ca copiosos frutos; pero, nada de que se erija en el árbitro de los
conocimientos al grado de pretender absorberlos, porque de hacer
tal cosa se aniquilaría la competencia científica siempre útil, puesto
que con ella se da a conocer al que más sabe, saliendo victorioso el
que mejor enseñe. Menos que las autoridades pongan obstáculos a
tal o cual escuela, porque de ser así se incurriría en los mismos vicios
del pasado cuando los intereses egoístas e intrusos, defendidos por
el principio de autoridad, retrasaron culpablemente la marcha pro-
gresiva de la evolución científica.”
El Estado acompañará al hombre y le brindará protección, no hará
del hombre esclavo mediante el activismo de la autoridad; el Estado,
lo definirá el individuo conforme evolucione la sociedad en conjunto,
y será el medio que permita el desarrollo integral. Por esa razón, el
Estado debe considerarse una creación cultural y fin de la sociedad.
Es en este especial aspecto, en donde se soporta una parte de la
teoría de la modernidad constitucional que, sin decirlo pero con el
material suficiente para comprenderlo, Gonzalo Espinosa representa
un ejemplo. Es así como podemos señalar que la modernidad surge
con el rompimiento de viejas creencias, mismas que se representan

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VIII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

por el paso de la cultura religiosa a la secular, en donde la consigna


de la restricción es rota por el ansia de la liberación, de la quiebra de
las autoridades religiosas, de la relación con lo demoniaco y de la
creatividad; la modernidad se contrapone a lo clásico y a lo románti-
co; contrapone el orden trascendente al instaurado por los indivi-
duos, en el cual se hacen responsables de su propia organización y
de su convivencia.
Hobbes al establecer las condiciones que un determinado régi-
men exige para reproducirse sobre la base de la existencia de un
soberano absoluto; Locke, que menciona que la única posibilidad
para concluir la guerra en la que permanentemente se encuentran los
hombres y lograr la paz, es el camino de la reconquista de la razón a
partir de la idea del establecimiento de la sociedad civil, mediante el
pacto social; Montesquieu, cuya intención reside en moderar la igual-
dad a través del establecimiento de un gobierno apoyado en funcio-
nes que desarrollan sus poderes, a través de la teoría de la división de
poderes; Rousseau, quien nos brinda elementos para comprender la
liberalización que lleva a cabo el individuo del poder absolutista;
Kant, quien propone que la libertad es jurídica y que se manifiesta en
la obligación de obedecer las propias leyes y no las ajenas; Hegel,
quien busca terminar con el concepto iusnaturalista del Estado de
Derecho, en el cual sólo se encuentra una expresión limitada y formal
de la libertad como base de las relaciones de propiedad y de mercado
superando el denominado Estado jurídico con verdades históricas,
sustanciales y objetivas de la libertad interior individual y de las li-
bertades comunitarias, a fin de hacer visible un nuevo Estado, esta
vez con el calificativo de ético, son autores frecuentemente citados
en los diversos apartados de la obra, por lo que su referencia esclarece
los antecedentes y alcances de cada uno de los temas.
Si se nos permite definir al Estado de Derecho como un Estado de
leyes, en donde el principio de legalidad es fundamental, pero no el
único para su existencia, al que se une, con igual importancia, el de
legitimidad, en tanto que ambos establecen las bases con el objeto
de salvaguardar las libertades que otorgan las leyes y los principios
jurídicos de seguridad e igualdad, Gonzalo Espinosa ilustra perfecta-
mente ese tránsito de lo obsoleto a lo dinámico; de lo utópico a lo
real; de lo sagrado a lo humano.
Como todo un maestro, esforzado por lograr incorporar su entu-
siasmo a la juventud, recorre páginas de libros de autores de diversas
nacionalidades de la época, en búsqueda de la cita adecuada, del ar-
gumento necesario y de la suficiente consistencia académica que le
posibilite llegar a las conclusiones finales en cada uno de sus temas,

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PROLOGO IX

no sin antes advertir que el debate no se cierra, que el estudio no se


agota y que las aportaciones se encuentran ahí para ser discutidas al
amparo de nuevas luces científicas y de la incorporación de análisis
actuales.
En cada una de las páginas del libro que tenemos el gusto de prolo-
gar, aparece un esmerado afán por hacer patente la investigación y el
razonamiento de un pensador, maestro y profesional del Derecho
sobre el tema de la Constitución y el Estado, por esta razón no nos
cabe duda de la aportación del mismo al debate actual y por lo cual el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, tiene el gusto
de reproducirlo con la finalidad de divulgarlo entre aquellos que pre-
ocupados por el acontecer de nuestros días, busquen respuestas para
resolver los problemas del mañana.
Finalmente, como se advertirá, la presente edición no es facsimilar
de la obra original, el texto fue digitalizado y trabajado con el objeto
de facilitar su lectura, respetándose en todo momento tanto la pun-
tuación como los diversos signos diacríticos utilizados por el autor.

Flavio Galván Rivera


Magistrado Presidente
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

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ESTUDIO INTRODUCTORIO
Don Gonzalo Espinosa provino de la judicatura y su formación de
buen juez se reflejó en este libro publicado hacia 1905 sobre los
derechos del hombre, escrito dentro de la gran tradición de los
tratadistas como José María Lozano con su obra Los Derechos del
Hombre publicado hacia fines del siglo XIX. El interés por hacer obras
exegéticas sobre la Constitución de 1857 continuó con la obra de
Miguel Bolaños Cacho de 1914 sobre Los Derechos de Hombre.
En la época, Gonzalo Espinosa era Juez Segundo de Instrucción en
el ramo penal, lo cual implicaba que la reforma porfirista de concen-
trar las labores del procedimiento de investigación penal en un fun-
cionario designado por el Presidente de la República, efectuada el 11
de Mayo de 1900, estaban en proceso de implementación.
En tal carácter, el juez Espinosa participó en la Comisión Revisora
del Código Penal para el Distrito Federal de 1871 que se integró en el
año de 1904, aunque no propuso reformas de gran alcance,1 muestra
su interés por llevar a cabo reformas legislativas que incidan en los
derechos humanos.2
Con fines pedagógicos obvios, Don Gonzalo Espinosa comienza su
libro con un mensaje a la juventud mexicana: A esa juventud “que es
la que encierra todo lo bueno, todo lo útil, todo lo bienhechor; a la
que tiene en sí las grandes fuerzas innovadoras del porvenir…”

1 Elisa Speckman Guerra. “Reforma Legal, cambio social y opinón pública: Los

Códigos de 1871, 1929 y 1931 (Versión Preliminar (1871-1917)”. USMEX 2003-


04 Working Paper Series. Project on Reforming the Administration of Jusice in
Mexico. Center for US Mexico Studies. California. 2003. p. 14
2 Gonzalo Espinosa. “Proyecto de reforma al Código Penal. Opinión del Sr.

Juez 2º. de Instrucción Gonzalo Espinosa”. Diario de Jurisprudencia. Vol. II.


1904. p. 86-87.

XI

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XII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Probablemente por un renovado espíritu que surge cuando el autor


se decide a escribir sobre la Constitución de 1857, época de la recep-
ción más copiosa de la doctrina extranjera dentro de la historia de
nuestro constitucionalismo, es que decide poner en papel su expe-
riencia y sus conocimientos por lo que, preocupado por no descuidar
detalle en su trabajo, se asiste de una serie de autores que en su
tiempo dotaron de teoría sólida por consolidar su ideología; de entre
ellos destacan dos: Franz Van Holtzendorff en su Teoría General del
Estado y en sus Principios de Política, señala que el Estado debe cons-
tituirse en poder suficiente para conservar su existencia y mantener
el dominio sobre sus súbditos; debe también dejar una esfera para la
libre acción del individuo defendiéndolo contra toda violación y pro-
curar el bienestar general. El Estado, en sí debe mantenerse como
poder independiente que le permita proteger los derechos de cada
individuo.
Por su parte, los fines del Estado según John William Burgess,3 otro
de los autores que el maestro Espinosa cita a lo largo de su trabajo,
tienden a lograr la perfección de la humanidad, la civilización del
mundo y el perfecto desarrollo de la razón hasta asegurar su imperio
universal, de esta forma, los hombres deben organizarse política-
mente para formar el Estado nacional, único ente que permite la rea-
lización del derecho y medio a través del cual se consigue el Gobierno
y la libertad hasta lograr el imperio de la paz y la ley.
La influencia de Burgess en el Derecho Comparado es patente
cuando Espinosa desarrolla en el Título Preliminar de su libro los
orígenes del Estado Federal en los Estados Unidos o del Estado Na-
cional en la Alemania Moderna a partir de 1871.
La consolidación de un Estado Liberal de Derecho, es un constan-
te interés de estudio para nuestro autor, en sus “Principios de Dere-
cho Constitucional”, escrito en 1905, en este Tomo Primero, inicia
con el fundamento de todo Estado. Sus lecciones sobre los Derechos
del Hombre, manifiestan su interés humanista: “El Hombre”, pues,
por sus tendencias hacia lo humano, es decir, hacia los derechos uni-
versales, será el objeto de nuestros estudios”.
Basado en el individualismo, el liberalismo moderno que vive Gon-
zalo Espinosa, exige un orden natural que abarque al individuo y al

3 Ciencia Política y Derecho Constitucional Comparado. La España Moderna.

Madrid. s/f. La edición original inglesa de este libro clásico se había publicado en
1890-1.

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XIII

Estado, promueve la legislación de los derechos naturales individua-


les, intensifica la separación de poderes y promueve la igualdad jurí-
dica, económica, social y política entre los individuos mediante el
ejercicio mínimo del poder estatal.
Los comentarios siguientes, provienen de los similares que nues-
tro autor lleva a cabo de manera exhaustiva, con rigor histórico y pa-
sión desbordada sobre la Constitución vigente en su tiempo. No
obstante, su certera observación y análisis de la normatividad consti-
tucional, conjuntamente con las eruditas introducciones que realiza
a cada uno de sus apartados, nos provee de material valioso que pare-
ce haber sido escrito en nuestros días. Aunado con su notoria expe-
riencia como juzgador, particularmente de los aspectos penales, la
obra constituye un repaso importante de las principales leyes aplica-
bles a los procesos de la época.
Dentro del desarrollo del constitucionalismo, nuestro autor desta-
ca que en la época medieval, se establecieron barreras a los derechos
de los monarcas y a los privilegios de los súbditos. Lo más relevante
es el hecho de considerar a la libertad como el elemento de transfor-
mación del proceso constitucional, abriendo la posibilidad de que las
constituciones no sólo establecieran los límites o regulaciones al ejer-
cicio del poder, sino también las garantías de respeto a las libertades
fundamentales del ser humano.
El propio constitucionalismo hace aparecer al gobierno constitu-
cional y al Estado de Derecho, que de alguna forma se manifiestan
como instituciones provenientes de este movimiento occidental,
además de la carga de todos los demás principios y dogmas que se
pretenden institucionalizar mediante la aplicación de sus postula-
dos, dentro de la actividad propia de cualquier ejercicio del poder
que, por su naturaleza no se encuentra exenta de llevar a cabo una
gran cantidad de hechos arbitrarios.
El constitucionalismo regula el desempeño de las atribuciones de
poder a través del ordenamiento jurídico, cuyas características prin-
cipales, en este caso serían la previsibilidad y la impersonalidad del
derecho que sustituirá al poder personal de hecho. El constituciona-
lismo presupone límites al ejercicio del poder y mantiene vivos dog-
mas y virtudes del Derecho que la jurisprudencia realiza a través de la
doctrina, haciendo uso de principios y valores universalmente váli-
dos identificados con aquellos iusnaturalistas inclusive, y cuyo único
objetivo es establecer el Estado de Derecho cuya función esencial-
mente jurídica, se identifica con la doctrina sobre la libertad jurídica
del individuo frente al poder e incluye aspiraciones y demandas so-
ciales acordes con la situación real en la que se desenvuelve, es decir,

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XIV PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

se actualiza con el tiempo manteniendo su carácter transformador en


todas las áreas de la vida humana.
Por ello, su análisis comienza con el primer artículo que, desde 1857,
es garante de la libertad humana. Cabe recordar que aunque la esclavi-
tud fue proscrita en el ámbito federal desde 1829, no fue sino hasta la
Constitución de 1857 que se planteó categóricamente la prohibición
de la esclavitud, de acuerdo con precedentes ingleses del siglo XVIII,
como el del caso de Sommerset, y las arengas de políticos como Edmund
Burke, ayudaron al constituyente mexicano a elevar a la categoría cons-
titucional a proscribir la esclavitud sin condicionamientos ni pruritos
por la santidad de la propiedad privada que había limitado su erradica-
ción completa.
De esta forma, la supremacía de la Constitución es paradigmática
del Estado de Derecho, sinónimo de la supremacía de la ley; es decir,
el establecimiento del gobierno de las leyes y no de los hombres. El
Imperio de la Ley es identificado como un concepto universalmente
válido que abarca tanto el respeto por el individuo como la repulsión
a los autoritarismos. El gobierno de la ley, se encuentra en íntima
relación con la libertad, por esta razón, el maestro Gonzalo Espinosa
inicia su tratado con el tema de la libertad y sus diversas acepciones.
De esta forma, respecto de la libertad física menciona que “la esencia
del hombre es la voluntad libre; su autonomía, quiere decir libertad
que se da a sí misma la ley, obligando a respetarse y a respetar las
demás libertades.
De aquí depende que el hombre no deba ser considerado como un
instrumento ni un medio, sino como un objetivo, como un fin, tal es
la razón por la cual los principios que regulan nuestra conducta se han
podido erigir en leyes universales con la emancipación de la voluntad
humana, que no es más que la noción del Derecho identificada con la
noción de la libertad”.
La libre manifestación del pensamiento se encuentra asociada con la
libertad de enseñanza, es aquí donde no es posible poner límites ni
marcar dirección u organización alguna de lo contrario se limitaría su
libre desenvolvimiento, los individuos arrastrarían una vida miserable
sin tener la posibilidad de arrancar a la Naturaleza sus secretos. Son
éstas las principales razones por las cuales la enseñanza debe ser tutelada
por el Estado que, por otra parte, por perseguir un fin de cultura se en-
cuentra obligado a fundar y sostener el mayor número de escuelas de
instrucción superior permaneciendo neutral, sin combatir ni perseguir a
un determinado género de enseñanza, sino por el contrario, permitien-
do la competencia, “tanto más, cuanto que buscando todos los hombres
la verdad, nada importa los caminos que se sigan para llegar a ella”.

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XV

Si bien la tutela de la libertad del trabajo debe encontrarse garan-


tizada por el Estado, también es cierto que el mismo sea útil y hones-
to, es decir, que no cause perjuicio y que mantenga la relación colectiva
dejando de lado la búsqueda exacerbada del bien individual, por lo
que al entender que existen intereses encontrados con motivo del
libre ejercicio de alguna profesión, debe quedar reservada a la autori-
dad la facultad de dirimir las contiendas que por esas razones se
susciten, permitiendo que las partes expongan sus defensas a fin de
resolver el alcance o extensión que deban darse a las actividades indi-
viduales. De esta forma, cuando en la Constitución se garantiza la
igualdad de derechos entre los hombres y, al mismo tiempo, se invo-
ca el bien público, se hace indispensable que éste último no viole
ninguna garantía, ni que se encuentre inspirado en el capricho o en
voluntad imperiosa injustificada de las masas populares.
Destaca en este apartado, el razonamiento de nuestro autor sobre
la aplicación de la Teoría del Bien Público, en donde señala que debe
aplicársele “algún freno, cuando se invoca para impedir algún trabajo
o profesión y ese no puede ser más que la sentencia judicial o la
disposición gubernativa, con arreglo a la ley, para que no haya funcio-
nes arbitrariamente restrictivas, sino que todas las rija un fin jurídico
de mera garantía de los derechos individuales, sin que éstos puedan
ser lastimados por la acción misma de la sociedad organizada”.
Respecto de la libertad de palabra, con sus límites sobre la moral y
el ataque a los derechos de terceros, se recurre nuevamente a la dis-
posición legal que debe prevalecer sobre las consideraciones indivi-
duales. Por otra parte, la libertad de imprenta, como libertad de prensa,
debe ser protegida por la Constitución y evitar la arbitrariedad de la
censura previa, avance del constitucionalismo inglés del siglo XVIII,
debido a que ésta no produce ventaja alguna y “sí innumerables ma-
les, no empleándose más que por los gobiernos despóticos y arbitra-
rios, los que desgraciadamente conservan las tradiciones del antiguo
régimen con sus intransigencias y sus intolerancias, atajando o dila-
tando la difusión de los conocimientos en todos los ramos del saber
humano; sin comprender que aun los mismos choques que ha tenido
y tendrá la ignorancia con el saber, ha producido el progreso”.
La libertad de “locomoción” o de tránsito, es defendida por nues-
tro autor con su especial argumentación y estudio de derecho compa-
rado, haciendo alusión a la inter vención de la autoridad para
legítimamente limitar la libre circulación de los individuos. Hacien-
do uso de sus más elevados razonamientos liberales, comenta la fa-
cultad de la autoridad para arraigar a los individuos en aquellos casos
del orden criminal, de esta forma, el trasgresor de la ley merece ser

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XVI PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

castigado por lo que el uso de la libertad a que todo hombre tiene


derecho, debe sustraerse a la acción de la sociedad. Diversa connota-
ción tiene el hecho de restringir la libertad de “locomoción” por cau-
sas que tienen su origen en obligaciones civiles, pues no es posible
hacer valer similares argumentos que en los casos penales.
La legitimidad para decretar el arraigo en materia civil, se ha puesto
en duda en el sentido de que las facultades de la autoridad para hacer
efectiva la responsabilidad civil, no puede afectar a la libertad de trán-
sito de las personas. Cuando en “la Constitución se dice, que el ejer-
cicio del derecho de libre tránsito no perjudica las legítimas facultades
de la autoridad judicial o administrativa en los casos de responsabili-
dad criminal o civil, se debe entender, que esos conceptos tienen por
objeto armonizarlos con los de otras garantías que en la misma ley
fundamental están reconocidas”.
Aspectos interesantes sobre la aceptación para restringir la libertad
de tránsito, se encuentran las causas de salubridad pública, de guerra
o de las obligaciones a las que se encuentra sometido el servidor
público quien se encuentra obligado a cumplir con los deberes de su
encargo sin que pueda abandonar su puesto de trabajo sin previa
autorización o licencia, tal es el caso de los cuerpos armados, quienes
consagrados al servicio del Estado les es absolutamente necesario el
uso de documentos de identidad para transitar.
Añade el maestro Gonzalo Espinosa que solamente si acontece
algún caso de excepción, es posible que la autoridad restrinja la acti-
vidad locomotiva, de esta forma, en tanto no existan esas excepciones
el pasaporte, el salvo conducto y las cartas de identidad tendrán que
ser vistos como documentos que “han pasado a lo recuerdos de una
legislación envejecida, sustituida por otra en que domina el senti-
miento de los derechos individuales fortificados con las energías per-
sonales para que el hombre libremente pueda recorrer su territorio y
habitar donde encuentre su felicidad…”
Habrá que recordar estas palabras en los momentos actuales donde
las garitas proliferan en los caminos públicos, son hasta en las vías
urbanas en pos de una seguridad que quebranta el debido proceso
legal.
Con un certero repaso sobre los principales aspectos de las tenden-
cias económicas del libre mercado y de los proteccionismos de la
época, nuestro autor prepara su intervención sobre el tema del mo-
nopolio, al que considera un obstáculo a la libertad del trabajo y de la
industria, pues el florecimiento de éstas últimas se vería obstaculi-
zado si se legislara privilegiando a algunos con la creación de meca-
nismos legales para hacerse de un sector productivo reservado y

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XVII

exclusivo. La historia, señala nuestro autor, ha demostrado que esta


particular forma de protección comercial ha servido para algunos pue-
blos, en el sentido de construir una base económica fuerte a fin de
posteriormente competir con otos estados, por lo que, una vez supe-
rada la etapa de integración comercial, la libertad de comercio debe
privilegiarse. Sin embargo, respecto de la intervención del Estado en
asuntos de esta naturaleza, se reconoce que siendo el órgano supre-
mo del derecho, necesariamente debe reconocérsele como el instru-
mento fundamental de la justicia. “Así, pensamos que su intervención
no debe ser rechazada siempre, como quieren los economistas extre-
mados, ni siempre admitida como lo piden los socialistas, lográndose
de este modo el que se satisfagan aquellas necesidades que no se
pueden cubrir con los recursos de la iniciativa privada”.
Se concluye el capítulo destinado a la libertad y sus distintas acep-
ciones, tratando el importante tema de la libertad religiosa. Una de
las más importantes aportaciones para la consolidación del Estado
liberal, lo es sin duda el pensamiento de Hegel. En este aspecto, el
filósofo alemán apunta que la posibilidad de un reencuentro del hom-
bre consigo y con Dios, es viable mediante una nueva forma de vida
del Estado. Hegel considera a la religión como el poder que permite
poner en práctica y hacer valer los derechos otorgados por la razón. La
idea de Dios es posible ser alcanzada si la religión penetra el espíritu
del pueblo y a las instituciones del Estado. Probablemente esta rela-
ción entre Dios, hombre y Estado, haya tenido su origen en los acon-
tecimientos revolucionarios, de los que Hegel fue acucioso analista.
En el movimiento encontró la pena y la alegría, la esperanza, los mie-
dos y los terrores de la violencia y la tiranía; el surgimiento de una
nueva forma de organización política fundamentada en los ideales
tan gritados por los revolucionarios: razón, libertad e igualdad, cons-
tituyeron los principios ordenadores del nuevo sistema sociopolítico.
Igualmente, permitieron el establecimiento de las estipulaciones
constitucionales de protección individual frente a la fuerza del Esta-
do, a la que desde el principio Hegel avaló; sin embargo, pronto con-
cibió la posibilidad de alejar ese enfrentamiento entre el ente estatal
y el particular, al incorporar ambos conceptos en una unidad concep-
tual, aplicando el esquema clásico griego de la polis.
Desde un doble aspecto se analiza el tema de la libertad religiosa:
el interno, como pensamiento sin manifestación alguna y en relación
con la denominada ley moral; y el externo, cuya realización debe en-
contrarse acorde con el Derecho. Es de destacar que la ley constitu-
cional debe brindar todas las seguridades a fin de hacer respetar
ambas expresiones de la libertad religiosa. Adicionalmente, nuestro

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XVIII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

autor establece una clara distinción entre la libertad de conciencia y


la de culto, la última se expresa mediante la práctica de ritos y cere-
monias establecidos por la religión. “No se negará ciertamente, …
que en el estado actual de las sociedades, el fin del hombre, como ser
religioso, es el de desenvolver todas sus facultades; por esta causa las
tendencias y objeto de la libertad religiosa son las de facilitar por
medio del pensamiento, el sentimiento y la voluntad…, lo que se
quiere, y mucho se ha logrado, es que no existan conciencias invaso-
ras de otras, porque esto es precisamente la usurpación de las funcio-
nes propias de la razón, del sentimiento y de la voluntad”.
El Estado al reconocer la libertad religiosa y los derechos que de
ella derivan, por más sagrados que sean, el poder público no debe
tolerarlos cuando minen los cimientos de la ley moral apoyada en el
derecho público.
El capítulo III atiende a los aspectos de los derechos garantizados
por la Constitución, a saber: el derecho de petición, el derecho de
asociación, el derecho de portar armas y el derecho de propiedad.
La importancia que para nuestro autor tiene el fortalecimiento del
Estado, se ve de forma nítida al inicio del capítulo III. Es por medio
del Estado que el hombre logra su libertad y el goce de sus derechos;
en la medida en que el Estado se eleva en civilización, de mejor forma
serán protegidos los derechos individuales, por lo que, resulta nece-
sario conservar como fuente natural de esos derechos al Estado; “ante
el Estado, el hombre no tiene otros derechos que los que el primero
organiza, lo que hace en tal virtud,…, que el Gobierno sea quien los
defienda y garantice dentro de la Constitución estando siempre y
tras ésta el Estado”.
Es indiscutible que aparejado con las garantías de libertad de ex-
presión y de asociación, se encuentre el derecho de petición, cuya
razón de ser se fortalece dentro de los gobiernos representativos y
populares, en cuanto que aparece como medio pacífico de los ciuda-
danos a ser escuchados en sus demandas.
Es congruente con el ejercicio de ese derecho, que la solicitud ha-
cia la autoridad se realice por escrito, manera pacífica y respetuosa
con la finalidad de no lastimar el decoro de la autoridad, ni para que
ésta, en su momento tenga elementos que le justifiquen el no res-
ponder a alguna solicitud, sin embargo, añade nuestro autor, qué ha-
cer cuando todo el organismo político está viciado, haciéndose
insoportable e insufrible, qué hacer cuando a las peticiones no se les
atiende: “… si el derecho de petición se hace imposible ejercitarlo
por no haber manera de persuadir al poder público a acogerse a las
nuevas situaciones sociales, por negarse a aceptar las exigencias de la

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XIX

vida, por apoyarse en leyes que no tienen ya razón de ser por haber
caído en desuso, o en fin, por ser defectuosas, ya entonces el empleo
de la fuerza se justifica, por más que esto importe el sacrificio del
orden público en aras del Derecho”.
Un aspecto por demás interesante sobre el derecho de petición,
resulta el que lleva a cabo Gonzalo Espinosa sobre la prohibición a
que lo ejerzan los extranjeros en materia política, en virtud de que,
muchos actos de la vida social del individuo pueden convertirse en
actos políticos sin que necesariamente se tenga la calidad de ciuda-
dano. De esta forma, el derecho de petición que resulta exclusivo para
los ciudadanos, es aquel que se encuentra vinculado con los organis-
mos del Estado, de tal manera que si, se amplía la restricción a todas
las materias políticas, “tanto importaría como aceptar el absurdo de
que en nombre de los derechos individuales, cuyo reconocimiento
es un signo de cultura y uno de los fines de la política que persigue el
Estado, nada se podría pedir por faltar la condición de la ciudadanía,
perjudicándose con esa limitación el interés de todos, una vez que la
opresión de la libre personalidad acarrea la ruina de la colectividad
política”.
El Estado no debe considerarse un árbitro del progreso colectivo,
sino que el motor del mismo debe recaer en la fuerza humana por lo
que la Constitución tiene por objeto permitir, entre otros, el princi-
pio asociativo con fines lícitos que posibilite a los ciudadanos formar
asociaciones políticas, religiosas, científicas, artísticas, económicas.
En el apartado dedicado al Derecho de Asociación, el autor se intere-
sa en el tema de la asociación laboral haciendo un extenso comenta-
rio sobre el papel de la organización obrera en el mundo, y en especial
del derecho a la huelga en donde se pregunta sobre el papel que debe
desempeñar el Estado y que no es otro que el de garantizar las liber-
tades de trabajo, de comercio y de industria, así como el derecho que
tienen los capitalistas de arriesgar su patrimonio como el de los obre-
ros de reclamar una justa retribución a su empleo.
Apunta que la libertad de asociación y la de reunión espontánea de
los hombres, constituyen la obra capital del siglo, “pudiéndose ob-
servar que cuando los gobierno intervienen en las asociaciones, y
sobre todo, de un modo indebido, bien pronto se ve que las grandes
aplastan a las pequeñas, se constituyen los monopolios, se paraliza la
iniciativa…”
En una sociedad bien organizada y con la consolidación del Estado,
las funciones de la seguridad pública deben quedar en manos de la
autoridad. No obstante, el derecho de portar armas, en este sentido
tiene como finalidad el que tenga por causa unan necesidad, es decir,

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XX PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que se extienda para aquellos que no son beneficiados de manera


expedita por el auxilio oficial, por lo que atendiendo a sus propias
fuerzas, los ciudadanos tengan la urgencia de defenderse. El autor
hace la observación de que en su tiempo, no se había llegado a expe-
dir ley que reglamentara cuáles debían considerarse como armas pro-
hibidas y señalarse las penas en que incurrirían aquellos que las
portaren, de esta forma los entidades federativas tuvieron que prohi-
bir o permitir la portación de determinadas armas, “según es la posi-
ción topográfica de los pueblos, las condiciones políticas económicas
y sociales de los mismos, y el carácter, índole, hábitos y costumbres
de los ciudadanos: conciliándose de este modo los medios admisi-
bles para protegerlos con todo aquello que pide y demanda la civiliza-
ción universal”.
El derecho de propiedad se encuentra limitado por la facultad que
tiene el Estado para llevar a cabo la expropiación por razones de utili-
dad pública. De esta forma, si bien es cierto que uno de los principa-
les derechos que debe tener cualquier individuo dentro del Estado
es el de poseer, también lo es que en el caso de la expropiación en
donde el propietario resulta privado de sus derechos, los mismo no
se transmiten a otro sino que cesan de existir para hacer de la cosa
privada un bien de servicio público. Por eso, la suma que se paga al
expropiado no se refiere en relación al precio de la cosa expropiada
sino a la restauración de un daño causado por el Estado.
El espacio dedicado a uno de los principios fundamentales del
liberalismo es construido bajo dos aspectos: la igualdad social y la
igualdad ante la ley. Respecto del primero, nuestro autor dispone,
después de un repaso histórico, que el Estado es un producto social
y no de imposiciones en donde tenga por definición el ejercicio de
un poder absoluto, aludiendo a los Estados feudales o sostenidos
por destinos sucesorios. Se atiende, en este aspecto, a la prohibi-
ción para ostentar títulos de nobleza o aceptarlos en nombre de
otro Estado; la igualdad social, aparece de esta forma dotada de
fuerza colectiva en un afán libertario, por eso es importante desta-
car que un aspecto relevante de la sociedad moderna es precisa-
mente la eliminación de privilegios por la equidad colectiva. Por
supuesto que la igualdad social es un principio que requiere de un
permanente esfuerzo por realizar, por lo que resulta procedente
diferenciar la igualdad del igualitarismo.
Como observación particular, el liberalismo niega la igualdad total
y la admite parcialmente, en cuanto que acepta la igualdad de los
hombres no en todo sino sólo en algunos aspectos, como se muestra
ante los derechos naturales o fundamentales del individuo, es decir,

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXI

admite la relación interpersonal entre individuo y norma, mas no


acepta la relación igualitaria entre individuo y bienes. Al propio libe-
ralismo moderno le ha convenido vestirse con los ideales de los
igualitarismos, ya que en base a sus principios le ha permitido trans-
formarse y adecuar su sistema económico a las necesidades sociales,
así como consensarlos a fin de obtener cambios sin rupturas, pues
siempre los igualitarismos aparecen como doctrinas reformadoras y
revolucionarias al momento de demandar la abolición de desigualda-
des; las desigualdades, por el contrario, se identifican con los intere-
ses reaccionarios, cuyas promesas enfatizan un acendrado espíritu
liberal extremo, en donde el trato desigual a los desiguales se hace
patente.
Para Gonzalo Espinosa, el derecho a la igualdad “no tiene por obje-
to nivelar todas las cosas, sino el de igualar las libertades, tal es la
razón, por la que no cabe igualdad posible dentro de lo arbitrario,
supuesto que aquella en la libertad es lo que constituye el derecho…
Creemos en tal virtud, que la igualdad social en el sentido constitu-
cional, como en el filosófico y jurídico tiene por objeto el que la liber-
tad obre por sí misma no ejerciendo usurpación sobre ninguna otra”.
La reflexión llega al tema de la igualdad ante la Ley, con la redac-
ción del artículo 13 Constitucional en el cual se manifiesta la prohibi-
ción para ser juzgado por leyes privativas o tribunales especiales. De
esta forma, la igualdad de la que se hace el autor para construir su
argumento, no es la equivalencia de condiciones desiguales, sino la
igual libertad para manifestar las mismas desigualdades, de esta for-
ma, entre más iguales son los individuos de manera más nítida apare-
cen las diferencias. Partiendo de esta base y algunos fundamentos
naturalistas, como la condición de nacimiento de cada ser humano,
para acceder a la igualdad ante la ley solamente se logra a través del
derecho, por lo que la prohibición de fueros particulares, el juzga-
miento por tribunales especiales con leyes privativas, son solamente
algunos elementos que permiten acceder a esa igualdad.
En el capítulo V habla respecto de la retroactividad de las leyes,
tema de vital importancia para la seguridad de los ciudadanos y de
reconocida antigüedad pues nos remonta hasta la Ley VII, título 14,
Libro I del Digesto bajo el siguiente principio: Legis et Constitutione
futuris certum, est dare forman negotüs, non ad facta proeverita revocari.
Desde el punto de vista del autor, las leyes sustantivas, salvo los casos
de excepción, no deben tener efecto retroactivo, no así las leyes
adjetivas cuando tienen por objeto regular el procedimiento judicial,
es decir, la nueva ley no puede regular hechos consumados o herir los
derechos adquiridos.

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XXII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

La doctrina destaca tres teorías sobre la retroactividad de las leyes:


la tradicional o de los derechos adquiridos, cuyo principal exponente
es Merlín; la teoría de las situaciones jurídicas abstractas y concretas,
cuyo principal exponente es Julien Bonnecase; y, la teoría de los he-
chos pasados y futuros, cuyo principal exponente es Marcel Planiol.
La primera de ellas, señala que una ley es retroactiva cuando desco-
noce derechos adquiridos conforme a una ley anterior, en todo caso,
no lo es si su desconocimiento atiende a expectativas de derecho. De
esta forma, los derechos adquiridos se definen como aquellos que
han entrado al dominio del individuo, que forman parte de él y que no
pueden ser despojados de quien los tiene.
Por su parte, Bonnecase menciona que, por situación jurídica debe
entenderse la manera de ser que cada individuo adopta frente a una
regla de derecho. En tanto que, por situación jurídica abstracta debe
entenderse la manera de ser que cada individuo adopta eventual o
teóricamente respecto de una ley determinada, circunstancia que
difiere de la denominada situación jurídica concreta, en donde la
manera de ser de una persona, deriva de un acto o de un hecho jurídi-
co que se ha aplicado en su provecho o en su contra, confiriéndole
ventajas u obligaciones.
Derivado de lo anterior, existe la posibilidad que durante la vigen-
cia de una norma jurídica se actualice inmediatamente el supuesto y
la consecuencia establecidos en ella; o que la norma jurídica esta-
blezca un supuesto y varias consecuencias sucesivas; o, que la reali-
zación de alguna de las consecuencias de la ley anterior, que no se
produjeron durante su vigencia, se encuentren diferidas en el tiem-
po, sea por el establecimiento de un término específico o porque la
realización de esas consecuencias son sucesivas; o, la norma jurídica
contempla un supuesto complejo, integrado por diversos actos par-
ciales sucesivos y una consecuencia.
El fenómeno de la retroactividad se presenta como un conflicto de
leyes en el tiempo, como una controversia entre dos leyes expedidas
sucesivamente y que tienden a normar el mismo acto, hecho o situa-
ción, de esta forma nuestro autor se pregunta ¿qué deben hacer los
jueces?: “Es indiscutible que si se erigen en órganos del derecho y
juzgan a la misma ley, necesariamente tienen que invadir la sobera-
nía de los parlamentos, constituyéndose arbitrariamente en legisla-
dores al abrogarse facultades sustraídas a su competencia; y si por el
contrario, le dan aplicación a la ley retroactiva, es evidente como ma-
nifiesto que se tienen que poner en abierta oposición con el precepto
constitucional. Para salvar este conflicto no cabe más recurso que
resolver el problema por medio de una pronta e inmediata reforma

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXIII

legislativa; pero si esa reforma no es posible, por haber verdadero


empeño en mantener la ley, a pesar de conocerse su ilegitimidad y la
ninguna relación de su contenido con el sentimiento dominante del
derecho, ¿qué hacer entonces? En este caso, es indiscutible que la
violación de la ley está sancionada por su propia ilegitimidad; en la
inteligencia que al hacerlo así, se acata en primer lugar el principio de
la ley fundamental, no pudiendo otras leyes estar en contradicción
con ella, supuesto que todas de la misma tienen que emanar”.
El capítulo VI de los Principios de Derecho Constitucional, se en-
cuentra dedicado al tema de la Extradición. Destaca la forma en que
se desarrolla el concepto de delito político, en donde para determinar
la infracción correspondiente, es necesario tener presente el elemento
objetivo que, aplicado al delito político se dirige a la naturaleza del
derecho al cual se atenta; el delito político se dirige contra la cosa
pública, contra el Estado, pero no todo ataque en contra de él debe
considerarse un delito político. Deben distinguirse entre los dere-
chos del Estado, aquellos que tienen una relación patrimonial de los
que se refieren a su organización social y política. Para nuestro autor,
los primeros no representan atentados políticos, pues no se conside-
ran derechos especiales del Estado, es decir, que derive de su propia
naturaleza; atentar contra derechos patrimoniales del Estado, no di-
fiere del atentado a un derecho de propiedad privada. “Es lo contrario
de la violación de los derechos que pertenecen al Estado considerado
como potencia pública, como poder político. Estos son los derechos
propios del Estado, sea que tengan por objeto el orden político exte-
rior, es decir, la independencia de la nación y la integridad del territo-
rio, sea que toquen al orden político interior, es decir, al mantenimiento
y a la seguridad del gobierno y de las instituciones políticas estable-
cidas conforme a la voluntad de la soberanía”.
Cuando se habla de la seguridad individual, se hace alusión al de-
recho que tiene toda persona de no ser molestada en su domicilio,
papeles, posesiones y familia sino mediante mandato escrito de auto-
ridad competente que funde y motive la causa legal del procedimien-
to, y esto es así, debido a que, de no existir elementos suficientes para
llevar a cabo el menoscabo a ese derecho, se atentaría contra la liber-
tad, fundamentalmente, en el caso del arresto, debido a que, si se
entiende que al restringirla es posible invocar una exigencia para
mantener el orden social, también es verdad que el mismo orden
social integrado por cada uno de los individuos exige que esos actos
de autoridad se lleven a cabo bajo los procedimientos legales y los
medios adecuados y necesarios acordes con la seguridad pública y el
libre desenvolvimiento de las facultades de cada integrante de la

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XXIV PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sociedad civil. Cualquier suspensión o limitación de ese derecho que


no contenga una razón ni motivo suficientes, debe considerarse un
atentado en contra de la libertad.
El artículo constitucional que comenta el autor, no solamente pre-
viene que las molestias a la libertad de los individuos deban
acompañarse de órdenes escritas en las que se funde y motive la
causa legal del procedimiento, sino que añade que dichas órdenes
sean dictadas por autoridades competentes. En este aspecto, en el
trabajo que se comenta se encuentra una exposición respecto del
concepto “jurisdicción”, entendiéndolo como el poder de interve-
nir en los juicios, dirigirlos y decidirlos a través de los jueces y tri-
bunales, y cada uno de ellos, normada su actividad en la ley y de
forma limitada. “Respecto a la competencia de origen, proveniente
de que una autoridad ejerza funciones de hecho, sin haber sido
electa ni nombrada legalmente, la propia Suprema Corte, primera-
mente reconoció que las autoridades instituidas de esta manera,
forzosamente tenían que ser incompetentes, pues que la primera
condición para ser lo contrario era la de que tuviesen legítimamen-
te el carácter de funcionarios. Posteriormente se ha dicho que si los
tribunales federales se abrogasen el derecho de explorar la legiti-
midad de las autoridades de la República, invadirían atribuciones
políticas que no son de su resorte, introduciendo la alarma y la in-
tranquilidad entre esas autoridades”.
De la prisión por deudas y de las costas judiciales. Es evidente,
señala Gonzalo Espinosa, que al paso del tiempo ante la evolución de
la vida económica, política y social de los pueblos, y la necesidad de
contar con un órgano capaz de poner orden al interior de las comuni-
dades que armonizara los intereses particulares, las voluntades de
unos no podrían encontrarse por encima de lo social, por lo que la
libertad individual alcanzó su categoría de inalienable y fue protegi-
da por el interés general, observándose que la prisión por deudas
debía entenderse como un tipo de esclavitud incompatible con los
pueblos cultos. La dignidad humana en este sentido, se encuentra
por sobre los intereses comerciales y mercantiles de los acreedores;
la libertad individual no debe subordinarse a la relación económica,
de lo contrario el ser humano se transformaría de ser un fin en sí
mismo a convertirse en medio y objeto para asegurar la obtención de
otros intereses. El aprisionamiento por deudas civiles, no resulta del
mismo alguna utilidad general; “las deudas como consecuencia de
las relaciones privadas, se derivan de la vida interior de los particula-
res, de los asuntos referentes a su personalidad y de ciertas institu-
ciones fundamentales, como la familia, los alimentos, la herencia…

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXV

De modo que, aunque esas deudas significan una perturbación del


derecho por el incumplimiento de las obligaciones que entraña, su
origen está en su ignorancia, en el desconocimiento de las mismas o
en la imposibilidad temporal de cubrirlas; lo que es muy distinto a las
otras perturbaciones dimanadas de actos injustos realizados con toda
intencionalidad y en que se trastorna todo orden jurídico: siendo
esta la razón de que la sociedad se vea en la necesidad de repararlas y
reprimirlas.”
A fin de hacer eficaz el principio de que nadie puede ejercer violen-
cia para reclamar su derecho, la Constitución establece que los tribu-
nales se encontrarán expeditos para administrar justicia, asegurando
que los derechos de cada persona se encuentren garantizados. Para
tales efectos, se requieren autoridades que gocen de independencia
y que actúen oportunamente, logrando evitar que cualquier persona
se sienta obligada a tomar justicia por propia mano. Asimismo, te-
niendo como misión la justicia social de mantener el orden para be-
neficio y protección de los ciudadanos, resulta indispensable que la
impartición de la misma sea gratuita igualando de esta forma, las
condiciones de los menos favorecidos económicamente. El fin del
Poder Judicial es reparar toda violación de la ley, mediante el examen
minucioso de las circunstancias que acompañan a un hecho jurídico,
por lo que la gratuidad de tal función redunda en el beneficio público.
Gonzalo Espinosa, nos habla de los casos en que ha lugar a prisión
y de la libertad bajo fianza. Ambos aspectos se comprenden a la luz
de lo establecido en las dos primeras partes del artículo constitucio-
nal que comenta y en que se lee: “Artículo 18.- Sólo habrá lugar a
prisión por delito que merezca pena corporal. En cualquier estado del
proceso en que aparezca que al acusado no se le puede imponer tal
pena, se pondrá en libertad bajo de fianza…” De esta forma, en aten-
ción a la primera parte del artículo, si el delito no merece pena corpo-
ral debe decretarse de estricto derecho la libertad del acusado, siendo
la fianza un acto accidental que puede servir para asegurar el éxito del
juicio, pero de ninguna manera, la falta de otorgamiento de la misma
puede impedir la liberación del reo. La fianza representa una limita-
ción del derecho de propiedad, por lo que solamente procede otor-
garse a cambio de una pena corporal. “Creemos en tal virtud, que al
hablarse de la fianza para los delitos que no ameritan una pena corpo-
ral, debe entenderse no precisamente la que afecta la propiedad, sino
únicamente la simple protesta de estar a las resultas del juicio y obe-
decer en cualquier momento los mandatos de la autoridad”. El otor-
gamiento de una fianza, no debe hacer ilusorio el respeto que debe
tenerse a la libertad del individuo.

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XXVI PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En el apartado sobre el término de la detención, se hace alusión


fundamentalmente al tema del auto de prisión formal. Se argumenta
también el hecho de que la prolongación de la detención de una
persona, es característica de los gobiernos despóticos, quienes sin
motivo justificado encarcelaban para satisfacer los caprichos de quie-
nes detentaban el poder. El primer aspecto que toca el artículo que
comenta nuestro autor, señala que ninguna detención debe exceder
del término de tres días, sin que se justifique con un auto motivado
de prisión, por lo que es precisamente el tema del auto de formal
prisión el que motiva para exponer sus ideas. Así, para decretar la
prisión formal es necesario integrar dicho auto, comprobar el cuerpo
del delito y que el mismo merezca la aplicación de pena corporal. El
cuerpo del delito se identifica con todo aquello que representa su
manifestación material y aparición física, es decir, se integra con lo
que se encuentra ligado a la consumación del delito, a lo que se en-
cuentra inmediatamente unido al hecho delictuoso. Es esta confor-
mación lo que hace muy fácil confundir la prueba material del delito
con su propio cuerpo, lo que hace exponer al maestro Espinosa “que
todo lo que como causa o como efecto, no está ligado inmediatamen-
te con la consumación del hecho criminoso, constituye la prueba
material; cosa muy distinta a aquello que representa la manifestación
material y aparición física del delito”.
Un segundo requisito para decretar la prisión formal, es el que se
refiere a la toma de declaración preparatoria por parte del procesado,
en donde se le hace de su conocimiento la causa de su prisión y se
identifica a su acusador. Finalmente, deben existir datos suficientes,
a juicio del juez, para suponer al acusado responsable del hecho
delictivo. De esta forma, se hace patente la dificultad que encuentran
los jueces ante el hecho de emitir un auto de formal prisión, máxime
que al no encontrar pruebas directas y reales de la responsabilidad, al
juez le están concedidos aspectos presuncionales que con base en su
experiencia son fundamentales para la instrucción. No obstante, es
posible que sujetar a un individuo a prisión en tanto no se tenga
prueba suficiente para demostrar su presunta culpabilidad, se estaría
frente a una irreparable violación de la libertad que podría acentuarse
de mayor forma, cuando el representante social, en el transcurso del
proceso, no ejercita su acción, declara su inexistencia o que por falta
de elementos probatorios se ha extinguido. De esta forma, algunos
teóricos reconocen como la mejor vía a fin de evitar injusticias, espe-
rar la sentencia para proceder al aprisionamiento del responsable.
La anterior propuesta resulta la más aceptable en aras de salvaguar-
dar las garantías del individuo, sin embargo, encontramos a los parti-

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXVII

darios del orden social, en cuya propuesta aparece la conveniencia de


la prisión preventiva ante la búsqueda permanente del inculpado por
encontrar formas y mecanismos que promuevan la impunidad, la eva-
sión o el entorpecimiento del proceso. Es esta postura que, antepo-
niendo los derechos de la sociedad por sobre los individuales, la que
acepta nuestro tratadista, no sin mencionar que siendo el auto de
formal prisión la confirmación de la detención y “que al no decretarse
en el término constitucional, tal acto se convierte en un delito contra
las garantías individuales”.
Se abre el capítulo VIII, exponiendo las garantías del acusado en el
juicio criminal. La preocupación de un hombre de leyes resulta siem-
pre estar de conformidad con los principios de la justicia y el derecho,
en el caso del autor, señala que no basta que una sentencia sea justa
sino que se requiere que haya acatado el proceso y todas las normas del
procedimiento. A diferencia del sistema inquisitorio en donde se bus-
caba antes de obtener la convicción de la culpabilidad elementos para
condenar, mediante diligencias secretas que ocultaban al denuncian-
te, la procedencia de la acusación y la cárcel inmediata empleando el
tormento y la tortura para la obtención de la declaración del inculpado,
sin mediar defensa oportuna posible, la construcción paulatina de un
sistema de protección de las garantías individuales mediante la con-
solidación de un Estado Constitucional de Derecho permite llevar a
cabo la elaboración de una serie de especificaciones técnicas que sur-
gen de la interpretación de la ley previamente promulgada y escrita.
Por lo anterior, cuando se comenta el contenido de la Constitución
que señala que en todo juicio criminal el acusado tendrá determina-
das garantías, el maestro Gonzalo Espinosa no deja pasar la oportuni-
dad para exponer sus criterios como abogado litigante. De esta forma,
menciona que dentro de la técnica jurídica, debemos entender por
juicio aquél que se abre con la calificación del delito, la acusación y la
defensa, por lo que sería hasta estos momentos que las garantías del
inculpado tuvieran sus efectos. Sin embargo, para nuestro autor, in-
dependientemente que en la Constitución se habla de juicio, las
garantías que protege son susceptibles de ser aplicadas tanto en la
instrucción como dentro de juicio mismo.
Respecto de la primera, de las garantías, la que se refiere a que al
acusado se le hará saber el motivo del procedimiento y el nombre del
acusador, se destaca el comentario sobre la actividad del juez, quien
debe fijar su atención para hacer del conocimiento del acusado, de
manera clara el hecho delictuoso que se le imputa, con la finalidad de
que, desde ese primer momento, el juez mismo se forme convicción
de la verdad, pues cualquier prejuicio pudiera significar agravio para

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XXVIII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

el acusado. “Debemos advertir, que para la imposición de la pena, no


debe entenderse como acusador al querellante, al denunciante o al
ofendido, sino al representante de la sociedad que es el encargado
por la ley para ejercitar la acción pública en nombre de la sociedad…”
El término para tomar la declaración preparatoria al acusado, debe
ser el del menor tiempo. Se estima que esta garantía debe ser la más
respetada cuanto mayor peso se le otorgue a las libertades del indivi-
duo, pues de ella depende la limitación de su libertad. En este aspec-
to, al juez le corresponde una importante labor que es la de evitar
cualquier indicio de práctica inquisitorial, reduciendo su actividad a
averiguar los hechos que le permitan llevar a cabo las indagatorias
respectivas hasta encontrar la verdad de los hechos.
El careo de los testigos con el acusado, dice el maestro Espinosa,
reviste un doble aspecto: por una parte, fija los hechos con exactitud,
se aclaran dudas y circunstancias que en las declaraciones particula-
res pudieran no ser relevantes; adicionalmente, los testimonios con-
tradictorios pueden someterse aun trabajo de depuración muy
importante para la resolución final.
En materia penal resulta absurdo poner obstáculos para esclarecer la
verdad y negarle al acusado la obtención de datos que le permitan
elaborar pruebas de descargo, como sucedía “con el odioso sistema del
antiguo procedimiento en el que existía el sumario y el plenario, abrién-
dose éste, por regla general, cuando ya existían pruebas abrumadoras
de la delincuencia, acumuladas en el silencio, y por lo tanto, muy traba-
josas de destruir, y más cuando por su propia naturaleza se perdían
muchas, no quedando más que las constancias de lo actuado…”
Como complemento de lo anterior, resulta lógico que el acusado
sea escuchado en juicio y que en caso de no tener quien lo defienda,
se le presente una lista de defensores de oficio a fin de que elija al que
le convenga. Así, las garantías señaladas no son fórmulas simples de
procedimiento, sino deben considerarse medios de defensa cuya efec-
tividad se haga sentir desde el momento en que se concluye la decla-
ración indagatoria.
Concluye este apartado nuestro autor, al señalar que las garantías
tienen como finalidad terminar con el sistema inquisitivo, secreto e
inmoral de los sumarios; destruir la ignorancia, la rutina y los proce-
sos interminables y tendenciosos que buscan la culpabilidad al pres-
cindir de los derechos de la inocencia y de la búsqueda de la verdad.
“Creemos por lo tanto, que el defensor y el acusador cumplirán con
su deber, cuando en un proceso uno y otro busquen la verdad y sólo la
verdad, sin necesidad de vencer las circunstancias imprevistas ni de
realizar grandes empresas por caminos inesperados y tortuosos…”

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXIX

La forma que adopta la administración de justicia es el resumen de


la civilización, de esta forma, la aplicación de las penas responden a
una necesidad histórica, representan un medio para medir el grado
de ilustración de los pueblos. Cuando la Constitución señala que las
penas deben ser exclusivamente aplicadas por autoridad judicial, se
hace alusión a que al aplicar la ley por parte de los jueces, éstos no se
dejen llevar por las influencias de los otros poderes y puedan conver-
tirse en instrumentos en contra de las garantías de los ciudadanos.
La necesidad de librarnos de la barbarie y de la violencia, ha organi-
zado un poder encargado de aplicar la ley y las penas, por lo que, si el
mismo respondiera a intereses de los otros poderes, atentaríamos en
contra de la organización social.
Es verdad que la misión de la justicia social radica en mantener el
orden protegiendo los derechos individuales, de tal forma, consi-
derando que el delito es una violación del deber social, las penas
que el poder judicial aplica tienen por finalidad demostrar el poder
coactivo del Estado, por lo que las mismas deben contener las cua-
lidades de personalidad, igualdad, divisibilidad, certeza, analogía,
popularidad, conmensurabilidad, a fin de reparar el daño, ser ejem-
plares y reformadoras todo con el ánimo de lograr hacer justicia y
ejemplar el castigo.
No podría dejar de escribir nuestro autor, atendiendo a su calidad
humanista, un apartado dedicado a las penas corporales e infamantes.
Limitado el derecho de venganza, las civilizaciones lo han sustituido
con la aplicación de penas en analogía con los delitos. Sin embargo, se
recuerdan épocas en las cuales el tormento era el medio de prueba
utilizado para indagar los delitos, por lo que, la perfección del arte de
la tortura sería una práctica necesaria para ese tipo de sistema en
donde ahorcar, decapitar, quemar, hervir, descuartizar, marcar o cortar
algún miembro del cuerpo se encontraban dentro de las sanciones
permitidas, acompañadas por un similar procedimiento en donde el
juez, el escribano y los asesores daban fe de que al inculpado le ha-
bían sido explicados todos los usos y efectos de los mecanismos de
tortura a los que podría ser expuesto en caso de no conducirse con
verdad.
Los avances, entre otras circunstancias, de los razonamientos filo-
sóficos y jurisprudenciales, permitieron considerar que el hombre es
fruto de influjos que le forman el carácter, por lo que es susceptible
de regeneración, “tal es la causa de que en los códigos modernos se
hayan borrado aquellas penas que únicamente entrañaban el deseo
de venganza, produciendo las mayores aflicciones y los dolores más
intensos, pudiéndose decir que en la actualidad la sociedad mira al

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XXX PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

delincuente con un sentido de conmiseración y caridad, habiéndose


perdido el odio y la animosidad con que antes se le miraba: razones
todas por las que hoy se exige que la acción de la pena sea tutelar, y el
padecimiento producida por la misma moral y jurídico, siendo así un
verdadero remedio para el culpable”.
“De la pena de muerte”, es otro de los títulos inquietantes con que
Gonzalo Espinosa nos empuja a leer su obra. Los autores que opinan a
favor de la pena de muerte, fundan su postura en aspectos históricos
como el hecho de señalar que se trata de una tradición que los pueblos
ha venido aplicando, situación que de ser verdadera no se explicaría la
evolución del sistema penal; adicionalmente, también argumentan que
la pena de muerte se funda en el derecho que tienen las sociedades
para defenderse de sus agresores, situación que, de atender al princi-
pio de legítima defensa, debiera también justificarse de la forma en
que se aplica al individuo, es decir, que ocurra que la agresión es inmi-
nente, violenta y sin derecho situación que no ocurre en tanto que el
acusado se encuentra bajo la acción de la justicia.
Interesante resulta la cita que hace de Gaetano Filangieri, en su
Ciencia de la Legislación, al señalar la forma en que, al principio justi-
fica la pena de muerte y posteriormente, menciona argumentos en su
contra. Respecto del primer punto, señala que derivado del estado de
naturaleza en el que vivía el hombre, en donde el derecho de arrancar
la vida del otro se encontraba en idénticas circunstancias por sobrevi-
vir, al momento de erigirse un poder soberano, éste al imponer la
pena de muerte o cualquier otra, no lo hace derivado de la cesión de
derechos que tenía cada individuo sobre sí mismo, sino de la cesión
de los derechos que tenía cada uno sobre los demás, es decir, al mis-
mo tiempo en que se le deposita al soberano el derecho que tenía
sobre la vida, nos encontramos igualmente expuestos a perderla cuan-
do se cae en los excesos contra los cuales el mismo soberano la ha
decretado.
En oposición a lo anterior el mismo Filangieri comenta que quitar
la vida a un hombre o emplear la misma fuerza que defiende nuestra
vida en privar de ella a quien con sus atentados a perdido el derecho
de conservarla, resulta un medio violento que solamente es útil cuan-
do se aplica con la mayor de las economías, sin embargo, una pequeña
exageración en el uso de ese derecho puede conducir al cuerpo polí-
tico a su disolución.
Pensemos por un momento cuando Macbeth vende su alma nunca
imaginó lo atroz de su decisión que al conquistar el poder por medio
de venganza y muerte, no cesaría en acabar con la vida de quienes
presumían su culpabilidad hasta llevarlo a la locura, igualmente el

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ESTUDIO INTRODUCTORIO XXXI

Estado puede vender su alma para encontrar una venganza sin razón.
El alma del Estado, la sociedad, podría caer en el frenesí que la ven-
ganza provoca cuando no existe sentido en aplicarla.
Regresemos con nuestro autor, quien encuentra en la escuela ita-
liana la doctrina más sólida sobre la justificación de la pena de muer-
te, misma que desde el punto de vista de la antropología criminal que
separa la responsabilidad penal de la moral, estableciendo las leyes
de la selección y la adaptación, considerando que la pena de muerte
es el medio más eficaz de eliminación y apropiado para la defensa
social. Lombroso afirma que con el último suplicio se obtiene la eli-
minación absoluta.
El criminal es un monstruo a quien se le debe aplicar la pena de
muerte; las sociedades humanas como organismos vivos, tienden a
su conservación por lo tanto, tienen el derecho de defenderse en
contra de los elementos que le son perjudiciales y eliminarlos de ser
necesario. Sin embargo, el creador del libro que comentamos se pre-
gunta si es indispensable matar al trasgresor de la ley para salvar a la
sociedad. Para responderse recurre a Silió quien argumenta que a los
delincuentes instintivos se les puede desarmar condenándolos con
la perpetua privación de libertad y que de objetarse tal medida argu-
mentando su ineficacia, debe considerarse que la cadena perpetua
aleja de la vida común al delincuente y que las posibilidades del in-
dulto o la fuga se aminoran en cuanto que la gracia del indulto se
limita legalmente y las posibilidades de fuga se eliminan con una
eficaz organización penitenciaria.
“Con perdón de aquellos que no piensen como nosotros, diremos
que, la pena de muerte no se puede justificar ni aun en el caso en que
se invoque como áncora de salvación de la sociedad, ni por causa de
utilidad pública: no bastando tampoco que la ley autorice su aplica-
ción y que sea obra del legislador para que sea justa… A los nuevos
legisladores, pues, toca demostrar que la sociedad no necesita para
vivir o defenderse, alimentarse con la sangre de nadie… Diremos,
pues, en conclusión, a los partidarios de la pena de muerte, las si-
guientes palabras de Silió; Si el matar es un crimen, dime tú, sociedad,
¿porqué matas también?”
Nuestro autor analiza con sobriedad los temas de las instancias en
los juicios, la inviolabilidad de la correspondencia y los servicios rea-
les y personales para concluir el primer tomo de su obra con el tema
correspondiente a la suspensión de las garantías.
En ese último tema señala que la organización política cuando ve
amenazada la tranquilidad pública, permite que el Jefe de Estado, en
nombre de los intereses generales, exija a los particulares el sacrificio

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XXXII PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de alguna de sus garantías, justificando el empleo de medidas coacti-


vas extraordinarias. En esas condiciones, la suspensión de garantías
se impone como necesidad y obliga al gobierno a asumir un poder
absoluto en ejercicio de la soberanía. Existen autores que han señala-
do el peligro de que dichas excepciones puedan convertirse en dicta-
duras permanentes, sin embargo, son tan peculiares las circunstancias
en que se suspenden las garantías que se identifican perfectamente
los momentos en los cuales es necesario interrumpir el régimen cons-
titucional. Adicionalmente, la misma Carta Magna establece los re-
quisitos que el Ejecutivo debe cumplir para decretar dicha suspensión,
“sólo por excepción, admitimos que el Ejecutivo pueda suspender las
garantías individuales, dando después cuenta al Congreso. Se funda
nuestra opinión en que muchas veces la inminencia y gravedad de
que la sociedad peligre, exigen un remedio pronto e inmediato para
que los males que se presenten por cualquier tardanza no se hagan
irremediables”.
Resta dejar al lector con la oportunidad de que la obra “Principios
de Derecho Constitucional” escrita por Gonzalo Espinosa, lo atrape
de la misma forma en que nos emocionó con sus párrafos llenos de
cultura, datos, citas y autores no menos importantes como profundos
en sus observaciones. Sirvan estas primeras páginas, como guisa de
introducción a una lectura por demás necesaria que permite recupe-
rar tradición jurídica y retomar conceptos para el fortalecimiento del
derecho actual.
La reimpresión de esta obra permite al Tribunal Electoral del Po-
der Judicial de la Federación rendir un homenaje a la Constitución
de 1857, primera Constitución Federal que incluyó un catálogo de
derechos humanos, así como a la obra de un juez ejemplar que ade-
más de su labor jurisdiccional encontró el tiempo para desarrollar
con capacidad una obra sobre las garantías individuales que consoli-
dó la Constitución de 1917.

Manuel González Oropeza


Magistrado de la Sala Superior
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PRINCIPIOS
DE

DERECHO CONSTITUCIONAL
TOMO PRIMERO

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Queda asegurada la propiedad de esta


obra con arreglo á la ley de la materia, por
sus editores.

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A LA JUVENTUD MEXICANA
He necesitado un gran esfuerzo de voluntad para decidirme á dar pu-
blicidad á mis estudios y más cuando en la calma de mi pensamiento, he
llegado á profundizar que ellos por su sola importancia y por el hecho de
relacionarse con las grandes agitaciones de la Historia y con la serie de
los sucesos que se han verificado en el mundo, debían ser el producto
mental de los espíritus superiores, ya que á ellos corresponde difundir los
principios diamantinos del Derecho y las fórmulas, en el fondo inmuta-
bles, de la organización social.
No obstante, pues, que reconozco mi insuficiencia é incompetencia cien-
tífica; á la Juventud, que es la que encierra todo lo bueno, todo lo útil,
todo lo bienhechor; á la que tiene en sí las grandes fuerzas innovadoras
del porvenir, en fin, de la que espero, debido á su benevolencia, que excu-
sará los errores en que haya incurrido, siquiera sea por lo sano de mis
propósitos, tengo la honra de dedicar mi humilde trabajo.

El autor

México, de 1905.

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TITULO PRELIMINAR
Está aceptado por todos los publicistas el principio de que cuando
los pueblos adquieren la conciencia de sus derechos, tienden á fijar-
los en una Constitución escrita que sea la fórmula precisa de la con-
ciencia nacional donde se establezcan los fundamentos del Estado y
las garantías y obligaciones de todos los ciudadanos. Ahrens dice:
“que debe entenderse por una Constitución la unidad y la estabili-
dad; que en las existencias colectivas la primera es la base, no
comprendiéndose sin sufragio universal, ó por lo menos sin un sufra-
gio amplio, no pudiendo adaptarse sí no tiene caracteres de estabili-
dad.” El Sr. Aldama, por su parte, escribe: “Que en los países muy
adelantados, cuanto más extenso es el sufragio y mejor y más claro se
manifiesta, la Constitución es más sólida.” Burgess, en su Ciencia
Política, dice: “Una Constitución rara vez se forma con arreglo á los
procedimientos legales existentes, fuerzas históricas y revoluciona-
rias son los factores más importantes de la obra, y éstos no se prestan
á ser tratados por métodos jurídicos. Si se intentara, se llegaría á
conclusiones erróneas y á veces peligrosas.” Stirner dice: “La revolu-
ción ordena instituir, instaurar; la insurrección quiere que uno se
subleve ó que se alce. La elección de una Constitución, tal era el
problema que preocupaba á los cerebros revolucionarios; toda la his-
toria política de la Revolución está llena por luchas y cuestiones cons-
titucionales... Por el contrario, á libertarse de toda Constitución es á
lo que tiende el insurrecto.” Holtzendorff dice: “Que el valor real de
las Constituciones depende de la penetración de los encargados de
aplicar en la vida pública las ideas fundamentales jurídicas. También
por largo tiempo se ha imaginado que la igualdad de los ciudadanos
no resultaba sino en donde se hallase establecido el sufragio univer-
sal, considerado como la única garantía contra todo atentado á las
libertades públicas; sin pensar en que puede servir también de ayu-
da á un despotismo militar ó para determinar la guerra social, y que
por lo tanto, no produce sus efectos ideales más que en donde todas

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8 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

las clases comprenden la finalidad y los deberes del Estado, y en


donde los principios de la política, no obstante las disputas de los
partidos, encuentran firme apoyo en la conciencia nacional.”
La breve exposición que tenemos formulada nos lleva al estudio de
la formación de las Constituciones. Burgess, analizando respectiva-
mente la de la Gran Bretaña, la de los Estados Unidos, la de Alemania
y la de Francia, dice respecto de la primera y así por su orden: “Que se
le llama no escrita, pero que lo está en gran parte y ninguna de las
cuatro totalmente que se dice á veces que se diferencía de las otras en
no ser un producto revolucionario; pero es en gran medida producto
de revoluciones, distinguiéndose de las otras, en no ser escrita en
mayor parte en que lo escrito se encuentra diseminado en diferentes
leyes, en vez de contenerse en un solo documento y en que, las revo-
luciones que han acompañado á su formación no han sido quizá tan
violentas como las de otros países.” Diremos de paso, que Arroyo
Aldama, tal vez fundándose en estas consideraciones, dice: “La Car-
ta Magna de 1215, el Estatuto Tallagio non concedendo de 1306, la
Petición de derechos de 1628, el Habeas corpus de 1679, y el Bill de
derechos de 1689, no son una constitución, pero han hecho, y aun
hacen de tales, existiendo en todas un principio de unidad que da
coexistencia y fuerza para regular los fundamentos porque se rigen
los pueblos.” Volviendo al autor primeramente citado, sin que sea
nuestro propósito reproducir todo lo que sobre el particular tiene
escrito, sino sólo lo relativo á la época moderna, continúa: “Sobre los
sucesos realizados en 1832 con ocasión del bill que atribuía el sufra-
gio al hombre y no á la tierra y que distribuía la representación según
la población, el rey tuvo que ceder á la Cámara de los Comunes las
prerrogativas que pueden llamarse prerrogativas de la soberanía ó del
Estado, y la Cámara de los Lores quedó reducida definitivamente á
su moderno papel de mero órgano gubernamental.”
Este cambio de sistema fué una revolución en todo el sentido de la
palabra, de modo que la forma actual de la Constitución y del Gobier-
no inglés, no se remonta más allá del año de 1832, fecha en que llegó
á su término lo que se ha llamado comúnmente la revolución de
1688, que fué la que negó que el monarca fuese el Estado. En tal
virtud, la Constitución inglesa fué formada entonces y de esa suerte
por el pueblo, mediante la Cámara de los Comunes, y esa Cámara es
ahora la Convención constitucional perpetua para la reforma de la
Constitución. Los acuerdos que adopta á este título, deben ser apro-
bados por los Lores y el Rey; pero si uno y otros resisten, si uno ú
otros tratan de convertir sus poderes nominales en poderes reales, es
decir, si intentan obrar como Estado y no como Gobierno, sobran ya

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TITULO PREIMINAR 9

medios y precedentes para que los Comunes, como organización de


la soberanía del Estado, puedan tener á raya la tentativa. Si para algo
sirve tal resistencia es para mantener á la Cámara de los Comunes en
viva y constante relación con el pueblo, cuya organización soberana es
ahora. “El único sentido, dice Bagehos, en que la Cosntitución, es un
sistema más histórico que la de los Estados Unidos, Alemania ó Fran-
cia, es en el de que ha precedido con alguna menos violencia en su
desarrollo, y ha conservado formas y denominaciones añejas, aun
después de reducidas á meras ficciones, bajo las cuales se ocultan en
el mismo espíritu y los mismos principios que otros sistemas procla-
man abierta y resueltamente.”
En lo referente á los Estados Unidos, continúa Burgess: “El Estado
americano, organizado en el Congreso continental, proclamó ante el
mundo su existencia soberana, y procedió á gobernarse mediante ese
mismo organismo, autorizando á la vez á la población de las diversas
colonias á proveer interinamente á su Gobierno local sobre la base
del sufragio más amplio posible.
“La primera Constitución promulgada por el Estado americano,
fué la de Noviembre de 1777, con el nombre de “Artículos de la
Confederación.” Su defecto fatal y desastroso fué no proveer á la
organización estable del Estado. No creó más que un Gobierno cen-
tral, y excesivamente débil por añadidura. Así, pues, cuando el Con-
greso continental, cuando la organización revolucionaria del Estado
americano, y su gobierno central, revolucionario cedieron el puesto
en Marzo de 1781 al Gobierno central creado por esa Constitución,
el Estado americano dejó de existir objetivamente, y volvió á su
condición subjetiva de mera idea en la conciencia, del pueblo...todo
eran luchas entre el Gobierno central y los Gobiernos locales á pro-
pósito de la repartición de atribuciones, luchas que no podían deci-
dirse, sino por la palabra del soberano, del Estado. Y éste no se
hallaba organizado en la Constitución: no podía pronunciar legal-
mente la decisión soberana.”
Largo sería enumerar las diversas discusiones que con este motivo
se suscitaron en el seno de la Convención y las diversas dificultades
que se tuvieron que salvar; baste decir que sin que se sospechase, los
hombres más grandes que había producido la revolución, reorganiza-
ron el Estado, preparando así el camino para establecer la nueva Cons-
titución. Con razones políticas más que legales, lo cierto fué, que la
Constitución confederada prescribía que no se introdujera altera-
ción ninguna en los artículos de la Confederación, sino por acuerdo
del Congreso y con aprobación de las Asambleas legislativas de todos
los Estados. Sin embargo, no fué así, la Constitución actual se adoptó

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10 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

por nueve Estados, no prestando su concurso los cinco restantes, lo


que imprimía, dice el autor que venimos citando, “violar el espíritu y
la letra de la ley existente, imprimiendo á todo el procedimiento la
marca de extra-legal, es decir, de ilegal.” El mismo lo explica de este
modo: “Por lo mismo debe renunciarse en absoluto al empeño de
buscar una base legal para la adopción de la nueva Constitución y
recurrir á la ciencia política, á las condiciones naturales é históricas
de la sociedad y del Estado... Así, pues, el aserto de la Convención,
explicado científicamente, daba por supuesto que el plebiscito de
nueve Estados sería aprobación bastante para extender á los trece la
nueva Constitución y no quedó en mera teoría el principio. La Cons-
titución antigua fué abolida y se puso en vigor la nueva con aproba-
ción por plebiscito de once Estados.
“Nominalmente el nuevo sistema no regía aún para las dos colec-
tividades que no lo aprobaron, pero el antiguo quedaba abolido para
ellos sin su consentimiento; y como acaba de verse, el mismo prin-
cipio que justifica el acto de las once en lo que atañe al último pro-
ceder, no sólo justifica, sino que exige una obra constructora, una
obra positiva de la misma extensión. Sólo por cuestión de tacto po-
lítico se tuvo la paciencia indispensable para llegar al resultado ne-
cesario sin recurrir á la fuerza... La Constitución actual no puede
comprenderse científicamente, sino aceptando que la Convención
de 1787 asumió poderes constituyentes, es decir: se consideró como
el organismo representativo del Estado americano, como el sobera-
no de todo el sistema; trazó la Constitución del Gobierno y de la
libertad; apeló al plebiscitó para decretarlo y fijó la mayoría necesa-
ria para su aprobación.”
Respecto de la Constitución del Imperio Alemán, no nos remonta-
remos con el autor citado hasta los tiempos de la Constitución
carlovingia, concentrándonos únicamente á reproducir lo que dice en
lo referente á los tiempos modernos:
“La nueva Constitución se puso en vigor el 1° de Julio de 1867.
Era la Constitución de la Confederación de la Alemania del Norte,
no aún del Imperio Alemán. Los Estados de Baviera, Württemberg,
Baden y Hesse, situados al Sur del Mein, quedaban fuera de la Con-
federación. A raíz de la paz con Austria, en 1866, esos Estados ha-
bían formado alianzas ofensivas y defensivas con Rusia; á partir del
1° de julio de 1867 se estimó que la Confederación de la Alemania
del Norte era la heredera legal de los derechos y de los deberes que
correspondían á Prusia y estrecharon mediante el Zollverein de 8
de Julio de 1867, por cuya virtud esos Estados entraban en una
unión aduanera con la Confederación de la Alemania del Norte,

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TITULO PREIMINAR 11

creándose una especie de Gobierno para la administración de las


aduanas.
El intento de Francia de impedir la unión completa de todos los
Estados alemanes en un Estado nacional, precipitó la unión. Cuando
triunfaron las armas alemanas sobre las de Francia, tomó la iniciativa
el rey de Baviera. El párrafo segundo del art. 79 de la Constitución de
la Alemania del Norte autorizaba al rey de Prusia, como Presidente, á
presentar proposiciones al Parlamento de la Confederación para el
ingreso en la misma de los Estados de la Alemania del Sur ó de algu-
no de ellos, cuyo ingreso debería realizarse mediante una disposi-
ción legislativa.
Durante el mes de Noviembre de 1870, el Presidente de la Confe-
deración del Norte, celebró tratados con los grandes duques de Hesse
y de Baden y con los reyes de Württemberg y de Baviera, concertando
las condiciones de la unión de esos Estados con la Confederación de
la Alemania del Norte, conviniendo en restablecer el Imperio alemán
desde 1° de Enero de 1871. Los príncipes sometieron esos tratados á
las Cámaras de los respectivos países, y éstas los ratificaron en la
forma prescripta por las Constituciones de los Estados respectivos
para la introducción de las modificaciones constitucionales. La Cons-
titución de la Alemania del Norte proveía ya especialmente á este fin,
autorizando en su art. 79 al Consejo federal y á la Dieta para la ratifi-
cación de semejantes tratados por vía legislativa. La Constitución de
la Confederación alemana ó Imperio alemán se hallaba así contenida
al principio en varios documentos legales. Era una confusión que ha-
cía indispensable unificar las diversas disposiciones. Una vez pre-
sentes los representantes de los nuevos Estados en el Consejo federal
y en la Dieta, el canciller propuso la revisión de la Constitución en lo
tocante á la forma, y fué aprobada por una gran mayoría en ambos
cuerpos. No se introdujeron nuevas disposiciones en la ley funda-
mental, salvo la relativa á la constitución de una comisión de nego-
cios extranjeros, ni se modificaron las existentes. La revisión se
concretó exclusivamente a la forma. Lleva la fecha de 16 de Abril de
1871, aunque la existencia del imperio data de 1° de Enero de 1870.
En lo relativo á Francia, decimos lo mismo que de Alemania. Par-
tiendo su desarrollo desde la Constitución carlovingia, sólo nos ocu-
paremos de las instituciones creadas por la Revolución: “Durante
tres siglos el sistema político de Francia fué un Estado democrático
inorgánico, es decir, la sociedad democrática bajo una organización
monárquica... Por fin, en 1789, llegó el momento de esa organización.
El cuerpo reunido por el rey en concepto de Estados Generales, se
transformó en una Asamblea nacional constituyente. El Estado de-

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12 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

mocrático se dió su forma de organización natural. La primera Cons-


titución escrita de la Francia democrática, la de 1791, fué elaborada y
decretada por esa Asamblea. Este cuerpo fué, pues, la organización
soberana del Estado. La segunda Convención, la de 1792, representó
la idea jacobina, la idea democrática extrema del Estado. No se consi-
deró á sí propia como una Asamblea constituyente, sino como una
iniciadora. Sometió la Constitución que había proyectado al sufragio
universal directo del pueblo. Reconoció, pues, al pueblo, organizado
en sus respectivos distritos electorales, como el soberano del Estado.
La Constitución de 1793, elaborada por la Convención y decretada
por el plebiscito, no llegó á regir. La Convención misma proyectó otra
dos años después, instituyendo un Gobierno más poderoso y volvió á
someterla al plebiscito. Fué aprobada por una inmensa mayoría y pues-
ta en vigor con ayuda de la tropa mandada por Bonaparte; pero el
nuevo Gobierno demostró no ser bastante fuerte para las necesida-
des del Estado.
“En 1799 lo derrotó el mismo Bonaparte, y apeló para justificarse al
plebiscito. Su doctrina era también, por consiguiente, que el sobera-
no, el Estado, era el pueblo organizado en sus asambleas ó distritos
electorales. La Constitución que propuso fué ratificada por el sufra-
gio popular, siendo reformada en 1802, poniéndose en vigor la impe-
rial en 1804, apoyándose igualmente sobre el plebiscito; de manera
que en el régimen imperial se conservó la doctrina jacobina de que el
Estado es el pueblo organizado en sus distritos electorales.
“La primera Constitución después de la caída de Napoleón y de la
restauración de los Borbones, la de 1814, procedía enteramente del
rey. Por consiguiente, la doctrina que forma su base es que el Estado
se hallaba organizado en el rey. Este aplicó con astucia el principio,
sin enunciarlo teóricamente, al reformar la Constitución en algunos
puntos en armonía con las miras populares. El sucesor de Luis XVIII
no fué tan prudente. Carlos X proclamó la soberanía del rey sobre la
Constitución, y trató de ejercerla dictando medidas que exacerbaban
al pueblo. La consecuencia fué la revolución de 1830 y más tarde la
oposición á la extensión del sufragio la de 1848. El gobierno provisio-
nal, que asumió el poder después de la expulsión del monarca, convo-
có al pueblo para elegir por sufragio universal los miembros de una
Convención constituyente. Las elecciones se verificaron durante el
mes de Abril, y el 4 de Mayo se constituyó la Asamblea. Era la organi-
zación soberana del Estado, y como tal redactó y decretó la Constitu-
ción de 1848. Luis Napoleón fué elegido Presidente de la República,
aprovechándose del flaco de la democracia francesa por el plebiscito,
y hallándose en conflicto con la Asamblea, se desatendió del método

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TITULO PREIMINAR 13

que la Constitución prescribía para introducir reformas en la ley fun-


damental, y apeló al pueblo á fin de que le autorizase por sufragio
directo para establecer una Constitución, cuyas bases presentó en la
convocatoria. El pueblo decidió favorablemente la apelación presi-
dencial, y quedó restablecido el principio del plebiscito. Finalmente,
por plebiscito se implantó la Constitución imperial de 1852.
“Derrocado el imperio en 1870, y prisionero el Emperador, fué preci-
so establecer un gobierno provisional, asumiendo el Poder los repre-
sentantes de la ciudad de París, los que publicaron una Convocatoria
para la elección, por sufragio universal, de los representantes de una
convención constituyente que se debía reunir en dicha ciudad, lo que
se frustró por las dificultades opuestas por algunas provincias aparte de
que el cerco de París, obligó al gobierno á asumir poderes dictatoriales
para la expulsión del invasor.
“Habiendo capitulado la ciudad de París el 28 de Enero de 1871, los
alemanes pidieron al gobierno provisional que convocase inmediata-
mente á elecciones para una Asamblea constituyente, que debería
reunirse de allí á catorce días en Burdeos, á fin de discutir los preli-
minares del tratado de paz. No sin algunas dificultades y exigencias
de Alemania, el 8 de Febrero se celebraron las elecciones, y el 13 se
reunió la Asamblea, que elegida por sufragio universal, representaba
al pueblo todo. Este cuerpo asumió las atribuciones y responsabilida-
des del Gobierno, y á los seis años hizo y decretó la Constitución
actual de la República Francesa.” Hasta aquí los datos que hemos
tomado de la obra citada de Burgess, en lo referente á las Constitu-
ciones de los cuatro Estados indicados.
En 1830, Bélgica se declaró independiente y se dió una Constitu-
ción propia, escogiendo el método de escrutinio por lista, eligiendo
cada circunscripción un número de diputados proporcionado á su
población. Tiene la elección en Bélgica una particularidad según las
leyes y es, que se da un voto á cada elector mayor de 25 años, dos á los
mayores de 35, casados ó viudos, que paguen 5 francos de contribu-
ción directa, ó á los mayores de 25 que tengan propiedad mueble, tres
á los mayores de edad, con profesión ó título académico. Además, el
voto es obligatorio sin que nadie pueda excusarse de darlo sin causa
justificada, castigándose la reincidencia en no votar durante seis años,
con multa de 3 á 25 francos é igualmente con multa y con prisión al
elector que se deje corromper, lo mismo que al corruptor, estando á la
vez garantizado el secreto del voto.
Otras particularidades tienen las elecciones en el país de que ha-
blamos, convirtiéndose en un colegio único, es decir, le vote inique et
le vote unique.

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14 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En resumen, diremos que la unanimidad casi de las naciones, viven


con la representación nacional de dos Cámaras. Dinamarca, con el
Rissdag, compuesto de Folkething y Sandsthing. Suecia, dividida en
dos Asambleas. Italia, Congreso y Senado. Países Bajos, dos Cámaras,
dos Estados generales. El Imperio de Austria, el Reictrsrath. Portu-
gal, Cámara de Pares y Lores Suiza, Consejo Nacional y Consejo de
los Estados. Rumanía, Congreso y Senado. Inglaterra, Cámara de los
Lores y Cámara de los Comunes. Alemania, el Bundesrath y el
Reichstag. España, Senado y Congreso. Por lo que toca á América, con
excepción de uno que otro Estado, la mayoría ha optado por la duali-
dad en la representación nacional.
Por su importancia histórica, al menos antes de que se consumase
nuestra independencia nacional, recordaremos que aunque en Espa-
ña no causó estado, no obstante estar subscripta por todos sus repre-
sentantes, la primera Constitución fué la de Bayona, estableciéndose
en ella principios liberales, que hasta entonces no se habían tenido.
Los mismos españoles modernos recuerdan con pena las palabras
del desterrado de Santa Elena, por lo que escribía en una de sus
máximas:
“Nada podían hacer los españoles que les tuviese más cuenta que
aceptar la Constitución que les propuse en Bayona; pero por desgra-
cia, aun no estaban en sazón: hablo de la masa del pueblo.”
En efecto, cuánto tiempo falta aún para que ese pueblo oiga al parti-
do liberal, único que puede salvarlo. De modo que en aquel entonces
fué casi imposible implantar instituciones que contrariaban intere-
ses personales, haciendo que continuase en el Gobierno un rey inep-
to y funesto.
Sin embargo de esto, el espíritu de libertad había influido en el
ánimo de algunos buenos españoles, motivando que se convocase á
Cortes generales, las que tuvieron lugar en la isla de León, el 24 de
Septiembre de 1810, y en las que D. Diego Muñoz Terrero desen-
volvió un plan completo de Constitución, en la cual bastaba que se
reconociera el principio de que “la soberanía reside en la Nación,”
para que por ese simple hecho se hubiese dado un gran paso, que no
habían podido dar las generaciones de los siglos pasados, inquietadas
por la nobleza y en cuya época se hizo imposible dignificar al hom-
bre del pueblo á efecto de que aspirase al ejercicio de sus derechos
políticos.
Más tarde, en 1812, se reunieron otra vez las Cortes. Desgraciada-
mente los legisladores, al igual que los de 1810, incurrieron en el
error de pedir el restablecimiento de Fernando VII al trono; á ser
las cosas de otra manera, la Constitución hubiera servido de mucho

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TITULO PREIMINAR 15

para el buen gobierno y recta administración del Estado que era


uno de sus principales objetos, ya que sus artículos se inspiraron en
las ideas de libertad y democracia de las Constituciones francesas
de 1791 y en algunas de las de Julio de 1808. No sin razón, el obispo
de Mallorca, cuyo nombre antes hemos citado y el que merece to-
dos nuestros respetos, al firmarse la Constitución dijo á los diputa-
dos y á los regentes. “¡Loor eterno, gratitud eterna al Soberano
Congreso Nacional! ¡Ya feneció nuestra esclavitud! ¡Compatriotas
míos, habitantes en las cuatro partes del mundo, ya hemos recobra-
do nuestra dignidad y nuestros derechos! ¡Somos españoles! ¡So-
mos libres!”
Por lo que á nosotros importa, pondremos punto á la reseña de las
Constituciones españolas, diciendo únicamente que desde la pro-
yectada por José Napoleón en 1808, hasta la de Junio de 1876, se
expidieron catorce, desde la más radical á la más Conservadora, sien-
do algunas completamente absolutistas.
*
**

Después de casi tres siglos de una paz abrumadora para México, el


año de 1809 se dejó sentir el primer movimiento revolucionario en
favor de nuestra independencia. Aprehendidos los jefes y directores,
á consecuencia de la denuncia formulada por Luis Correa, el plan
fracasó en su cuna. Al año siguiente, en Querétaro, so pretexto de
juntas de Academia literaria, verificadas en la casa del Pbro. José M.
Sánchez y del Lic. Parra, se reunían los hombres que hicieron la revo-
lución, á punto también de fracasar por otra denuncia, mejor dicho,
traición de Mariano Galván, secretario de dichas juntas. En
Guanajuato pasaba lo mismo. Hidalgo, relacionado con los hombres
de Querétaro; fué denunciado por el tambor mayor Garrido, y así por
el estilo tuvieron lugar otras denuncias, precipitando los aconteci-
mientos para que la noche del 15 de Septiembre de 1810 se diese el
grito de independencia. La revolución por lo tanto de 1810, tuvo por
principal objeto que el país saliese del estado de colonia en que se
hallaba, para constituirse en verdadero Estado político, libre, sobera-
no é independiente. No aún logrado esto, Morelos con más tino, ex-
periencia y valor que Hidalgo, organizó las fuerzas de la revolución,
ordenándolas en su curso y dándoles una dirección cierta para que el
éxito fuese seguro. Su obra, quizá la más importante y la que dió, en
nuestro humildísimo concepto, más prestigio á la causa de la inde-
pendencia, fué la reunión de un Congreso que dictase una Constitu-
ción política. En efecto, bajo su inmediata dirección, el 24 de Octubre

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16 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de 1814 y en Apatzingán, se expidió la Constitución en cuyo preám-


bulo y principales artículos, se lee: “Que el Supremo Congreso, para
fijar la forma de Gobierno que debe regir á los pueblos de esta Amé-
rica, mientras que la nación queda libre de los enemigos que la opri-
men, ha tenido á bien sancionar, etc.” En el art. 4° se extingue toda
aplicación del principio monárquico; y en el 5° se dice: “la soberanía
reside originariamente en el pueblo, y su ejercicio en la Representa-
ción Nacional, compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos.”
En el 44, se fija la forma especial de Gobierno, distinguiéndose los
poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial; y por último, en el 9° del
capítulo II, que: “Ninguna nación tiene derecho para impedir á otra el
uso libre de su soberanía,” que “El título de conquista no puede
legitimar los actos de la fuerza;” y que “El pueblo que lo intente debe
ser obligado por las armas á respetar el derecho convencional de las
naciones.”
Comisionado Iturbide para concluir con la revolución comenzada
en 1810, conservada en el Sur, y estando además, al frente del grue-
so de la más florida tropa del gobierno virreinal, salió ya resuelto de
la Capital para llevar á cabo la idea de independencia, dando al efec-
to en Iguala, el 24 de Febrero de 1821, el nuevo y último plan para
ese fin.
Consumada en tal virtud la independencia, la nación entró en el
pleno goce de su soberanía, dando por resultado que los hombres de
1810 quisiesen el nuevo orden de cosas fundado en el rompimiento
de la historia y la tradición; los de 1821, por el contrario, querían á
todo trance conservar unidos el pasado con el presente, sin variar ni
alterar éste. De todas maneras triunfante el plan de Iguala, bien pronto
fué falseado con la coronación de Iturbide, destronado más tarde y
pasado por las armas como consecuencia de otra revolución; esto tra-
jo consigo el triunfo de la idea republicana, por cuya forma optaron
todos los partidos, expresándose así en la acta constitutiva, quedando
más perfeccionada en la Constitución de 1824 que organizó la Repú-
blica federativa.
A partir de esa fecha, la lucha entre los partidos no pudo ser más
frecuente; las continuas revueltas hicieron que la República fuese
central unas veces y federal otras, hasta que al fin la dictadura de
Santa–Anna provocó la revolución iniciada por el plan de Ayutla de 1°
de Marzo de 1854, la que una vez triunfante en 1855, resumió sus
principios en la Constitución vigente, elevando al rango de bases
fundamentales de la sociedad, las ideas iniciadas en 1808 y 1809,
emitidas por la revolución de 1810, expresadas con más claridad en la
Constitución de 1824, repetidas en la acta de reformas á ésta y desa-

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TITULO PREIMINAR 17

rrolladas por completo en la Constitución de 1857, que es la que llena


todas las aspiraciones.
*
**

Hablando Burgess de la organización del Estado en la Constitu-


ción, dice que: “Una Constitución completa consta de tres partes
fundamentales. La primera es la organización del Estado para reali-
zar las modificaciones constitucionales futuras... Es la parte más im-
portante de las Constituciones... Una Constitución, imperfecta y
errónea en sus partes fácilmente puede completarse y corregirse, con
sólo que el Estado se halle organizado acertadamente en el Código
fundamental; pero, si no es así, se acumularán los errores hasta que la
vida del Estado no pueda salvarse más que con la revolución. La se-
gunda parte fundamental es la que titula Constitución de la libertad,
y la tercera la Constitución del Gobierno.
El Sr. Correa y Zafrilla, se expresa de la siguiente manera: “Suelen
comprender las constituciones dos partes: una que es como el espí-
ritu y otra formal de organización. En la primera se fijan los dere-
chos de la personalidad que reconoce el Estado, y en la segunda se
determinan los poderes públicos, se demarca el círculo de acción
de los mismos, se determinan sus atribuciones y relaciones y se
establecen las reglas á que han de sujetarse en su ejercicio. Noso-
tros negamos que el Estado deba reconocer derecho alguno, porque
aunque no lo reconozca; esos derechos existen, y existen por sí mis-
mos, como esenciales en el hombre. Por el contrario, estos dere-
chos son y deben ser un supuesto del Estado y de la Constitución...
y hasta de la sociedad misma.
Rasmini-Servati, hablando de la misión del Estado dice: “Los
derechos esenciales é inalienables existen en la persona humana.
La familia existe también con esos derechos, igualmente esencia-
les é inalienables que ejerce en su seno la persona humana, eleva-
da al complemento de su dignidad. El Estado no tiene necesidad
de proclamar esos derechos anteriores á él, ni está autorizado, ni
para negarlos ni para disminuirlos; se reduce su misión á prote-
gerlos, y esa misión se refiere al modo, no á la substancia; es decir,
disponer la mejor manera de ejercitar esos derechos recíprocos, á
fin de que no se perjudiquen los unos á los otros en su místico
desarrollo.”
El Sr. Colom y Beneito, va más lejos, dice así: “Los derechos perso-
nales, los que constituyen la personalidad humana, esos son
ilegislables, y el Código Nacional que los consigne, ó se contradice

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18 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

legislando sobre lo ilegislable, ó dá prueba manifiesta de un atraso en


la civilización y en el conocimiento del derecho á tal extremo, que es
preciso á los hombres que viven en esa misma nacionalidad decirles
lo que son ellos mismos, esto es, hay que definir lo que es el hombre,
hay que establecer las condiciones de la personalidad humana, y á las
personas decirles lo que personalmente significa y proclamar esos
derechos, para que mutuamente por todos se respeten y reconozcan.
Esos derechos son inherentes á la naturaleza de la persona, son
iguales en cualquier forma de gobierno, en cualquier manera de ser
política que tenga una nación; no los tiene el hombre por ser ciuda-
dano, sino porque es persona y el Código nacional sobre esos dere-
chos no puede establecer declaración alguna.
La Constitución de un país es la ley del ciudadano, no es la ley del
hombre, pues los derechos que todo hombre tiene, los que se refieren
á la libertad de su conciencia, á la libertad de su pensamiento, y á la
libertad de expresar ese pensamiento mismo, esos son derechos an-
teriores y superiores á toda Constitución.”
Otros piensan que la primera parte de una Constitución es la rela-
tiva á la libertad, y fundan su afirmación en que el Estado no puede
explicarse sin que sea la emanación de la conciencia social, ni ésta sin
el reconocimiento de la libertad que es donde toman sus raíces todos
los derechos del hombre. De lo expuesto deducimos que basta que la
misión del Estado sea la de promover la libertad, dejándola soberana
é independiente para aceptar la teoría de Burgess. Los derechos, por
lo tanto, de que hablamos, los personifica el Estado, siendo la mani-
festación más alta de la vida del pueblo.
A lo dicho agregaremos que es condición de todos los Códigos fun-
damentales, la de la estabilidad á efecto de que los ciudadanos se
inculquen en los principios que los obligan y á la vez los protejan en
sus derechos, sin que por esto se entienda de una manera absoluta
que deben permanecer inmutables, lo que queremos decir es, que
estén en relación con las costumbres, la política y los ideales mejores,
ya que la civilización se abre paso con sus nuevas y reformadoras teo-
rías. Arrollo Aldama, dice: “Cierto que toda Constitución no puede
darse para que tenga un siglo de vida, ni medio siglo siquiera... y hoy
más, que tenemos en perspectiva la formación de un partido nuevo
que quién sabe si con el tiempo sea el que transforme la norma de
vida de nuestra política actual; y este partido que es el que va separan-
do en dos clases la sociedad, en trabajadores y proletarios, y burgue-
ses y patrones, levantando entre ellos una formidable muralla, más
fuerte quizá que la que hace un siglo existía entre los tres brazos:
nobleza, clero y pueblo, se imponga por el número y venza al fin,

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TITULO PREIMINAR 19

entonces ¿qué será de las Constituciones? Aún no ha definido ese


partido —hoy en embrión todavía— si se ha de regir por una Consti-
tución ó á qué clase de leyes ha de atenerse, ó si degenerará en la
anarquía, que es todavía más odiosa que el más absoluto de los go-
biernos. Por esto no pueden tampoco hacerse Constituciones para un
siglo entero; pero el principio, la fuente donde radican todas ellas
desde que Mirabeau proclamó los derechos del hombre, esos deben
ser inmutables y están por cima de toda idea más ó menos bastarda
de interés de partido que quiera sacrificar aquellos nobles principios
con que se abrió camino una nueva idea en los albores del siglo XIX.”
No obstante las varias acepciones que pueden tener las Constitu-
ciones políticas, ya sea porque sean una carta otorgada por los Sobera-
nos á los pueblos, un pacto fundamental entre un Rey absoluto y un
pueblo revolucionario; entre pueblos diferentes que forman un nue-
vo Estado confederado ó una Federación ó en fin como Código funda-
mental político, de todas maneras ellas suponen que el poder político
ejérzalo quien lo ejerza tiene su ley, la que regula sus manifestacio-
nes y ordena la vida toda del Estado.
Resumiendo todo lo expuesto, tenemos, que nuestra Constitu-
ción fué formada en obedecimiento á las aspiraciones de la concien-
cia nacional, fijando sus preceptos en la forma escrita, garantizando
las libertades y derechos del hombre, y estableciendo el régimen
por el cual se regulan los fundamentos del Estado para que promue-
va y proteja aquellos, manteniendo á cada cual dentro de los límites
de su independencia y soberanía, por la observancia de las leyes y el
respeto á los mutuos y recíprocos deberes. Tiene, además, la venta-
ja de ser producto de una revolución que vino á instaurar, á instituir,
á ordenar, rompiendo con tradiciones de ninguna manera confor-
mes á nuestras esperanzas y deseos y con leyes cuando no opresi-
vas, demasiado entorpecedoras para el progreso. Por último, tiene
por origen la democracia, puesto que fué formada por los represen-
tantes del pueblo, que, como dice el autor últimamente citado, “no
es el forum de los romanos ni el agora de los griegos, porque aque-
llas costumbres pasaron; es una entidad común, es un plebiscito,
en suma: el pueblo es el sufragio universal,” teniendo toda su esta-
bilidad compatible con las reformas que la sana política y las exigen-
cias sociales exigen.
Para terminar, la mayor parte de las Constituciones se abstienen de
precisar los fines que el Estado debe proponerse. La Constitución de
los Estados Unidos consigna, en el preámbulo, como fin de su estable-
cimiento, el de: “procurar una unión más perfecta, organizar la justicia,
asegurar la paz interior, proveer á la defensa común contra los enemi-

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20 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

gos exteriores, acrecentar la prosperidad pública, conservar los benefi-


cios de la libertad á los fundadores y á sus descendientes.” La Consti-
tución federal suiza: “afirmar la alianza de los confederados, mantener
y aumentar la unidad, la fuerza y el honor de la nación.” La Constitu-
ción del Imperio alemán señala como fines de los organismos que for-
man parte del Estado, la protección del territorio nacional, la del derecho
en vigor en el Imperio y el desarrollo de la prosperidad pública.
En nuestro Código fundamental no se dice de una manera expresa
cuáles son los fines que el Estado debe proponerse; pero es induda-
ble que, lo mismo que en Alemania, se propone un fin jurídico ó de
libertad, el de potencia nacional y el de cultura.
¿Podemos decir que nuestra Constitución sea buena? Sin reservas
podemos afirmarlo agregando lo que dice Holtzendorff: “Será una
buena Constitución la que permita el libre juego de las potencias
individuales, sociales y nacionales para el cumplimiento de los fines
del Estado, ofrezca mayor campo de ejercicio á su actividad y concilie
el poder necesario de la comunidad con la libertad individual y las
condiciones vitales del progreso y civilización. Semejante armonía
no puede ser la obra de fórmulas y abstracciones que, guardadas por
las ideas fundamentales de participación y de limitación, de antago-
nismo y de reparación de las energías obrantes en el Estado, no tie-
nen en cuenta más que las consecuencias exteriores de las teorías. El
abuso de la fuerza de los Gobiernos, los excesos de las pasiones de
partido y un individualismo que llega hasta á desconocer los intere-
ses del Estado, encuentran un freno común en los deberes inheren-
tes al cumplimiento de los fines de aquél. Ahora bien, el sentimiento
de esos deberes, vivo en la conciencia de la nación, es la más sólida
garantía de la Constitución.”
Bentham, en pocas palabras, pero de una manera profunda dice:
“La mejor Constitución es la que existe, con tal de que se mejore.”
Creemos, fundadamente, que habiéndose presentado nuestro Có-
digo fundamental como una aurora que tenía que disipar tantas tinie-
blas, y estando sus principios reconocidos y respetados por la conciencia
nacional é inundando todo con brisas de libertad, el Estado marchará
firme y confiado, seguro de su destino, sin temer ninguna tempestuo-
sa borrasca, sabiéndose guiar por entre los escollos y sirtes donde des-
graciadamente han naufragado los pueblos, cuando han perdido el
sentimiento de la justicia ó no han tenido la fuerza y la virtud bastante
para gobernarse.

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TITULO PRIMERO
DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

CAPITULO I
DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES

Artículo 1° de la Constitución de 1857.—


El pueblo mexicano reconoce que los de-
rechos del hombre son la base y el objeto
de las instituciones sociales. En conse-
cuencia, declara que, todas las leyes y todas
las autoridades del país deben respetar y
sostener las garantías que otorga la pre-
sente Constitución.

Bruno Baüer ha expresado la opinión de que la última verdad á que


ha llegado la crítica, y la verdad que el Cristianismo había buscado
siempre, es “el Hombre”. La historia del mundo cristiano, dice, es la
historia del más grande de los combates que haya trabado nunca por
la verdad; porque esa historia, y ella sola, es la historia del descubri-
miento de la primera y de la ultima verdad, del Hombre y la libertad.
“El Hombre” pues, por sus tendencias hacia lo humano, es decir,
hacia los derechos universales, será el objeto de nuestros primeros
estudios.
Hegel, hablando de él, dice: “es sin duda, fin en sí y debe ser
respetado como tal; pero el hombre individuo no ha de ser respe-
tado en este concepto más que por el individuo y no por el Estado,
pues el Estado ó la Nación, es su substancia.” De estos principios
deduce: “que el hombre no tiene más derechos, que los que el
Estado le confiere.”
En tanto, por lo mismo, que la noción “de Hombre” se desarrolla y
de ella se adquiere una inteligencia más clara, tenemos que respetar-
la bajo las diversas formas personales de que está revestida, debien-

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22 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

do extenderse ese respeto igualmente á todo lo que es humano, á


todo lo que pertenece al Hombre.
Por lo que toca á sus derechos, se les ha llamado naturales; pero la
filosofía moderna no está de acuerdo para que se les dé esa denomi-
nación, diciendo los críticos:
Elevar la Naturaleza actual del hombre por encima de toda compa-
ración posible con las fuerzas y los intereses, por grandes que sean, es
atribuirle nada menos que una especie de infinidad actual, pero la
infinidad es una idea, no una realidad de experiencia observable en
el orden de la Naturaleza.
“Conceder al hombre, en nombre de su naturaleza, dice Fouillée,
una independencia y una inviolabilidad incondicionales, en tanto
que su voluntad no ejerza usurpación sobre las de los demás, es
concederle con razón ó sin ella, un carácter absoluto, y lo absoluto
es también en nosotros una idea y no una realidad. Además, para
tener un verdadero Derecho natural, sería necesario que el hom-
bre fuera, no solamente un fin, sino también una causa capaz de
espontaneidad; más estas ideas de fin y de causa son lo más difícil
de establecer en el orden de la Naturaleza; se asemejan á esa línea
del horizonte que el niño pretende alcanzar y que le huye á medida
que se lanza hacia ella... La individualidad absolutamente simple,
absolutamente idéntica á sí misma, es inasequible en la Naturale-
za. Aquí todavía el absoluto escapa á nuestras investigaciones, en
cuanto á realidad; le concebimos con el pensamiento, pero no po-
demos percibirle por medio de la experiencia. Hé aquí el lado sóli-
do del naturalismo y las serias objeciones que puede hacer, desde
su punto de vista, á la realidad de un Derecho á la vez absoluto y
natural.”
Veamos ahora, aunque sea de un modo general, cuál es la idea que
del Derecho se tiene en los tiempos modernos: dos escuelas se
disputan principalmente el estar en posesión de las verdaderas doc-
trinas; una acepta el fatalismo moral ó histórico; la otra, la libertad
en la conciencia y en la historia; los partidarios de la primera teoría
oponen á la noción de la libertad individual la de la antigua noción
de la autoridad social, siendo por lo mismo, su teoría hostil á la de la
libertad y la igualdad.
Augusto Comte, en su “Cours de philosophie positive,” dice: “El
positivismo no reconoce á nadie otro derecho que el de cumplir siem-
pre su deber... El positivismo no admite más que deberes en todos y
hacia todos, pues su punto de vista, social siempre, no puede llevar
consigo noción alguna del Derecho, constantemente fundado en la
individualidad... Todo derecho humano, es tan absurdo como inmo-

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 23

ral. Y puesto que no existen derechos divinos, esta noción debe bo-
rrarse por completo, como puramente relativa al régimen preliminar
y directamente incompatible con el estado final de la humanidad,
que no admite más que deberes con arreglo á las funciones.” Como se
ve, esta teoría es la negación del derecho del individuo en beneficio
del poder social; Fourier, funda todo Derecho, como toda Economía
política, en la asociación libre.
Frente á estas teorías, que bien podemos decir que fueron el legado
de la Revolución, se levanta la de Proudhon, quien dice: “El hombre,
por virtud de la razón, tiene la facultad de sentir su dignidad en la
persona de sus semejantes como en su propia persona, y de afirmar
bajo este concepto su identidad con ellos. El Derecho es para cada
uno la facultad de exigir de los demás el respeto á la dignidad huma-
na en su persona.” Esta teoría, según el sentir de los críticos, no es
aceptable, porque funda el Derecho sobre un hecho, y sobre un he-
cho de conciencia, “el sentimiento de la dignidad,” sin ser éste bas-
tante para explicar el carácter de obligación y de necesidad de que
aquel debe estar revestido.
Según la escuela histórica, el Derecho no es una creación reflexiva
de la voluntad humana, es un desenvolvimiento espontáneo y fatal
de las tendencias de un pueblo, de aquí que se presente en la fuerza
organizada por el tiempo y la ciencia en el poder acumulado por las
generaciones.
Ihering, escribe: “La noción del Derecho es puramente práctica,
pues encierra en sí la antítesis del fin y del medio. El fin del Derecho
es la paz, y el medio del Derecho para asegurar la paz es la lucha, la
guerra, la fuerza. La lucha durará tanto como el mundo. La lucha no
es, por tanto, extraña al Derecho, sino que está ligada íntimamente á
la ciencia del Derecho, es un elemento de la noción del Derecho.
Todo derecho, en el mundo, ha sido conquistado con ayuda de la
lucha, pues la noción del Derecho es una concepción lógica, es una
concepción pura de la fuerza. El Derecho es la lucha, continua, no sólo
del Estado, sino también de cada individuo en particular. La vida
legal en su conjunto, nos ofrece el mismo espectáculo de actividad y
de combate que la vida económica é intelectual.”
Schopenhauer, dice: “en el mundo humano, como en el mundo
animal, lo que reina es la fuerza y no el derecho;” opinando del mis-
mo modo Ecker.
Según las doctrinas de la escuela socialista, el Derecho correspon-
de al mayor número. Feuerbach, escribe: “Hágase la voluntad del
hombre, he aquí la ley única; el culto de la humanidad es el único
culto, y el poder final de la humanidad el único Derecho.”

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24 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Max Stirner, hablando de la guerra de clases y no de razas, en que


están frente á frente el cesarismo y la democracia, á veces aliados, al
fin enemigos, teniendo por fin establecer al cabo el reinado del yo,
agrega: “¿Qué me importa el derecho? No lo necesito. Lo que puedo
adquirir por la fuerza, lo poseo y lo gozo. Renuncio á aquello de que no
me puedo apoderar, y para consolarme no me voy á pavonear con mi
supuesto derecho imprescriptible.”
La escuela espiritualista, coloca el fundamento del Derecho y de la
dignidad, en la voluntad.
Vemos por lo expuesto, que los partidarios de las escuelas dialécticas,
históricas y materialistas, en el fondo consideran el Derecho, en mo-
vimientos, en fuerza transformada, ó si se quiere mejor, no reconocen
tal Derecho sino únicamente transformaciones ó conflictos entre las
fuerzas.
Fouillée, completamente acertado, dice: “Derecho implica poder
independiente, facultad de usar lo que existe y de crear lo que no
existe, y en todos los casos, poder de hacer, de obrar, de trabajar, de
desarrollarse; tener un derecho es tener derecho á alguna cosa; la
idea del derecho, como hemos visto, despierta la del porvenir; se
podría casi definir el Derecho como el acceso al porvenir. En conse-
cuencia, el Derecho supone la facultad de progresar. Acabamos de ver
que la libertad práctica es un poder eminentemente progresivo; la
concebimos con una potencia que no se agota en sus actos, que puede
siempre más de lo que hace y contiene más de lo que da. Semejante
á un genio fecundo é inagotable, añade sin cesar á sus primeras obras,
obras nuevas más grandiosas, más fuertes, más cercanas á ella misma,
y sin embargo, impotentes siempre para expresar lo infinito de su
ideal. De aquí el Derecho. Si yo, no tuviera más que un valor determi-
nado y que pudiera apreciarse cuantitativamente, por aproximación,
en tal ó cual cifra, se hallaría fácilmente bienes superiores á mi perso-
na, en nombre de los cuales todo sería lícito contra mí. ¿Qué valdría
una voluntad sola contra el interés de un pueblo? Aun en el caso de
que no se pudiera expresar con cifras exactas en el presupuesto social,
el valor del individuo y el del pueblo, no se podría menos de afirmar
que el interés del pueblo, estimado en conjunto, representa en la
relación de cantidad, un valor mayor que el del individuo aislado...”
De estas doctrinas se desprende, que el hombre tiene derechos
porque es un ser consciente, dotado de la idea del Derecho á la que va
unida la de la perfectibilidad indefinida. La fórmula, por lo mismo,
que encontramos del Derecho concreto y completo del hombre, como
base de las instituciones sociales, para que á la vez sea ideal y real, es
la del máximum de libertad, igual para todos los individuos, compati-

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 25

ble con el máximum de libertad, de fuerza de interés para el organismo


social, conciliándose así el naturalismo y el idealismo, el punto de
vista científico de la evolución y el punto de vista metafísico de la
conciencia inexplicable por sí misma.
Los publicistas americanos y especialmente Burgess hablando de
libertad individual, dice: que tiene un aspecto positivo y otro negati-
vo; mirado por el primero contiene derechos y por el segundo, inmu-
nidades ó en otros términos, desde el punto de vista del derecho
público, contiene inmunidades, y desde el privado contiene dere-
chos; de modo que la idea en conjunto implica una esfera donde
impera la voluntad del individuo, no debiendo el Gobierno invadirla
ni permitir que nadie haga lo mismo, sin que por esto se pueda decir
que se substraiga al poder del Estado que es precisamente donde
está la fuente de esa libertad como en la Constitución los límites del
Gobierno y las facultades para defenderla. Debemos observar tam-
bién que en las instituciones europeas, salvo las novísimas de Alema-
nia, la libertad civil no forma parte del derecho constitucional, como
sucede en América, dependiendo su garantía de las leyes ordinarias,
lo que con frecuencia ha dado lugar al absolutismo gubernamental.
Indispensable nos es, ya que los derechos del hombre son la base
de las instituciones sociales, definir lo que se entiende por sociedad.
Según la antigua escuela del derecho natural, se le da ese nombre á
“La suma de individuos viviendo en el Estado, la colectividad de la
cual el Estado se origina y á la que éste debe supeditarse, inspirándo-
se siempre en las exigencias del momento que en ella dominan.”
Wohl, á quien nosotros seguimos, dice que: “La Sociedad significa el
conjunto de todas las formaciones colectivas existentes de hecho en
una circunscripción determinada.”
Cualquiera que sea la definición que se acepte, debemos hacer pre-
sente, que nunca en la sociedad existe el sentimiento de la unidad,
que es lo que caracteriza al pueblo. Sabido es también que el hombre
por su propia esencia tiene que estar asociado al menos durante un
período de su existencia, siendo este género de asociación muy di-
verso de aquél en que voluntariamente se persiguen fines debidos á
la actividad privada.
Entre las colectividades que en conjunto constituyen tradicional-
mente la sociedad, se encuentran distintas formas, siendo la primor-
dial y universal en la humanidad muy anterior al nacimiento del
Estado: la de la familia á la cual el individuo se encuentra unido al
menos en su primera infancia; la del parentesco creada por el enlace
de varias familias originadas de un tronco común; la de la tribu, la
casta y las clases.

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26 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Otros tratadistas de ciencias sociales y políticas reconocen la primi-


tiva manifestación de la sociedad en la familia, después en el munici-
pio; unión de varias familias, más tarde en la nación, agregado de
varios municipios; en la confederación internacional y la última en la
humanidad.
De cualquier manera que se vean las formas mencionadas, siempre
tendremos, que en las diferentes agrupaciones, que en conjunto for-
man la total sociedad humana, la tendencia es la de realizar el cum-
plimiento del destino humano, no basándose en la satisfacción de
una necesidad determinada, sino haciendo efectivos fines iguales de
un modo general, lo que es diferente á esas asociaciones voluntarias
llamadas de elección y á las que el individuo pertenece espontánea-
mente, con las únicas limitaciones que las impuestas por las reglas de
sus institutos.
En estas asociaciones de elección, por el hecho de tener aspiracio-
nes é intereses diversos y formando en conjunto á la sociedad, no es
dable que en la misma exista esa confusión de lo que es distinto, y por
la propia causa despertarse el sentimiento de su unidad. Es, pues,
necesario, para que esa confusión se realice, de un organismo supe-
rior, y éste no puede ser más que el pueblo por ser el que hace efecti-
vos sus fines de un modo general satisfaciendo igualmente sus
necesidades y cuidando de sus intereses comunes. Así es como se
reconoce “que los derechos del hombre son la base y el objeto de las
instituciones sociales.”
Fonillée, escribe: “Una causa más profunda todavía impulsa á la
asociación á los hombres modernos. Habiendo perdido sus dioses y
viendo desvanecerse sus hogares sin tener ya esperanza en el por-
venir, sienten cada vez más la necesidad de un apoyo. La asociación
sustituye al egoísmo individual é impotente por un egoísmo colec-
tivo y poderoso que beneficia á todos. A falta de agrupaciones fun-
dadas sobre los vínculos religiosos, los vínculos de la sangre, los
vínculos políticos, vínculos cuya acción se debilita cada vez más, la
solidaridad de los intereses puede unir con bastante fuerza á los
hombres.”
Bougle, dice: “Cuando los conceptos sociales se ensanchan, la
moralidad tiende á definirse, no ya como sumisión á las necesida-
des de una colectividad cualquiera, sino en busca de la perfección
individual.”
Ampliando nuestras ideas, diremos que la jurisprudencia reconoce
los derechos privados, los sociales y los políticos; unos se definen por
el conjunto de reglas que fijan las relaciones de los hombres entre sí
y para cuyo ejercicio histórica y tradicionalmente la ley deja libre la

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 27

acción de la libertad individual llenados que sean ciertos requisitos;


los otros se basan en los principios del bien común, estando en estre-
cha relación con todo el Derecho en sus fundamentos esenciales,
inspirándose en ellos todas las leyes, y los últimos que competen
únicamente al ciudadano y cuya influencia se hace sentir en la forma-
ción y marcha del Estado.
Aunque muy especialmente á los dos primeros se refiere la ley fun-
damental, como base de las instituciones sociales, diremos en con-
clusión: que unos y otros proceden del consensus más ó menos
consciente y voluntario de todas las unidades sociales.
Pasando á otro orden de ideas, es indiscutible que los derechos
del hombre han sido reconocidos bajo el régimen de la más com-
pleta igualdad; pero como esta idea se expresa comúnmente con
demasiada generalidad, se nos hace indispensable darle su verda-
dero sentido.
“La Naturaleza, dice la Declaración de los Derechos del hombre,
ha hecho á los hombres libres é iguales en derechos.” Este princi-
pio que en todo rigor no es otra cosa que una ilusión del siglo XVIII
y la cual en nuestros días en no pocos persiste, hace que se confun-
da el fin á que aspiramos con el punto de partida, el porvenir con el
presente, el ideal con la realidad. Así decía la Constitución francesa
de 1791: “Los hombres nacen y permanecen libres é iguales en
derechos,” lo cual no se llegará á demostrar, siendo lo contrario lo
que acredita la experiencia, puesto que, ni nacemos libres, ni mu-
cho menos iguales; no lo uno, porque al nacer y aun después de un
período de tiempo dado, dependemos de otro, al menos de aquellos
á quienes debemos el ser; no lo segundo, porque no es cierto que
exista un derecho natural perfectamente igual para todos, una vez
que los hechos comprueban que las relaciones humanas necesaria-
mente están ligadas á las transformaciones históricas, siendo ab-
surda la permanencia de una igualdad que no haría más que impedir
el desenvolvimiento del individuo, resultando: que muy lejos de
favorecer á su libertad, con el exclusivo objeto de defender á la igual-
dad, haría imposible todo progreso.
No es por lo visto aventurado afirmar, que en los hombres existe la
desigualdad, no sólo en lo relativo á lo físico y á lo moral, sino también
en el uso que hacen de su libertad y en el grado de ésta. En conse-
cuencia, podemos decir que hemos nacido para ser libres é iguales,
debiéndose entender así, los principios de la libertad é igualdad, que
tanto han sido defendidos por la democracia.
M. Barge, nos dice: “No existe justicia social porque la naturaleza
no es igual. La injusticia y la desigualdad nos acompañan desde la

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28 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cuna. Desde ésta hasta la muerte, en el curso de una existencia cuyos


beneficios ó cargas abrevia ó prolonga arbitrariamente, la desigual-
dad natural sigue paso por paso al hombre.
¡Desigualdad en formas mil! Desigualdad natural, azares de naci-
miento ó la herencia, dones ó desgracias físicas, desemejanzas inte-
lectuales, desigualdades de destino agitan y arrastran la vida humana
en sentido contrario y según sus consecuencias.
Por lo que toca á la libertad, la más elevada conciencia que de ella
podemos tener, se nos presenta en nuestra independencia personal
como ligada á la independencia de los demás seres, en el amor á noso-
tros, pero como todo esto en el orden científico, no es más que una
aproximación á la libertad ideal, preciso es estudiarla en su sentido
práctico.
El Dr. Gómez Barquero, hablando de ella, dice: “La única libertad
práctica, compatible con la ciencia, es esa facultad interior de desen-
volvimiento, que puede caminar siempre hacia adelante y aproximar-
se al ideal, no por medios milagrosos, sino por medios naturales é
intelectuales, que forman por sí mismos un determinismo. ¿Cuál es
el hombre físicamente libre en la práctica? Aquel que puede avanzar
sin cesar, que tiene el espacio abierto delante de sí, sin que lazo algu-
no pueda fijarle en un punto inmóvil. ¿Cuál es el hombre moralmen-
te libre en la práctica? Aquel cuya voluntad puede desarrollarse siempre
y franquear todos los móviles, sucesivamente todos los motivos, to-
dos los fines particulares.
En esta concepción se acercan y reúnen el materialismo y el idealismo.
En efecto, nuestra tendencia á la libertad obra en el seno de la
Naturaleza y de la sociedad, no es un mundo de “nóumenos” como
el de Kant; como tendencia psicológica, no es trascendental. No es
esencialmente distinta de la inteligencia misma, de la reflexión, que
es su forma y su manifestación consciente; obra por medio de la idea
y es ella misma una idea en vías de desarrollo; por último, entrando
su motor en la conciencia de sí propia, es ella misma su motor. Todo
se desenvuelve, el mundo entero evoluciona; comprender esta ley
universal, contribuir con reflexión á que se realice en torno nuestro,
en nosotros y por nosotros, he aquí nuestro privilegio. Este poder de
desenvolver con reflexión todas nuestras facultades, de convertirnos
en todo aquello que podemos ser, de llenar poco á poco nuestro ideal
de independencia individual y de unión con la universalidad de los
séres, es lo que constituye nuestra libertad práctica y progresiva.”
Para que se comprenda toda la importancia del derecho individual,
debemos hacer constar: que todo lo que ha constituído la grandeza
de las civilizaciones, religión, artes, ciencias, filosofía, poder militar,

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 29

etc., ha sido obra del individuo y no de la colectividad; de esto ha


dependido que en los pueblos donde está más desarrollado el respe-
to al derecho individual, sean los que marchen á la cabeza de la civili-
zación, pudiéndose decir que dominan en el mundo; por el contrario,
donde se exagera la centralización de la iniciativa absorbiendo todo
el Estado, caminarán muy atrás y aunque se invoquen las ideas de
libertad é igualdad, no se habrá conseguido más que continuar la
tradición arraigada por siglos de monarquía.
No sin razón dice Tustel: “El verdadero valor del individuo fué
desconocido en la ciudad griega.
“La ciudad era la única fuerza viva, sin nada encima ni nada debajo,
ni humanidad ni individualidad. En cambio, en Roma, al derecho de
ciudad y al de clase substituye el derecho humano, el derecho uni-
versal.” A lo que agregamos las palabras del sabio romanista Ihering:
“Roma fué el campeón de la universalidad.”
Hablando de las instituciones, dice el Dr. Lieber “que la “institu-
ción” es lo opuesto de la disposición individual y la tendencia mera-
mente personal. La institución implica acción orgánica. En esto estriba
no solamente su capacidad de perpetuar principios y asegurar su ac-
ción continua, homogénea y espontánea, como su gran poder, su gran-
deza, su peligro y sus males, de acuerdo con su carácter y principio
inherente.”
Spencer, hablando de su explicación, dice: “que para que merezcan
confianza, es preciso que sean obra de una conciencia exenta de pasión .”
En los pueblos donde la acción del Estado se reduce á su grado
mínimo, en tanto que la intervención política ó social, reservada á la
iniciativa privada, se extiende cuanto es posible, las instituciones sólo
tienen escasa influencia en su vida progresiva; no sin razón se afirma
que el carácter y no las instituciones es lo que hace la grandeza de los
pueblos, y como el Estado no es posible que pueda sufrir continuas
mudanzas, con sobrados motivos dice Gustavo le Bon: “De todos los
errores que ha mantenido la historia, el más desastroso, el que ha
hecho verter inútilmente más sangre, acumulado más ruinas, es la
idea de que un pueblo cualquiera puede cambiar á su capricho sus
instituciones. Todo lo que puede hacer es variar los nombres, cubrir
con nuevas palabras conceptos antiguos que representan la evolución
natural de un largo pasado.”
En otra parte se expresa con los siguientes conceptos el propio au-
tor: “No se comprende la marcha progresiva de ciertas instituciones
más que remontándose á sus raíces. Cuando una institución cual-
quiera prospera en un pueblo, se puede estar bien seguro que es el
florecimiento de una evolución anterior.”

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30 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

“Esta evolución no siempre es visible, porque, sobre todo en los


tiempos modernos, las instituciones constituyen con frecuencia ves-
tidos prestados, creados por teóricos, y que, como no se amoldan á
ninguna realidad, no poseen ninguna acción. Estudiar las institucio-
nes y constituciones exteriores, saber que los pueblos están en mo-
narquía ó en república no enseña nada, y no hace más que falsear el
espíritu. Hay países, las repúblicas hispano-americanas, por ejemplo,
que poseen constituciones escritas admirables, instituciones perfec-
tas, y sin embargo, están sumidas en la más completa anarquía, bajo
el despotismo absoluto de pequeños tiranos, para cuya fantasía no
hay ningún límite. En otros puntos del globo se encuentran, por el
contrario, países que viven bajo un régimen monárquico y aristocráti-
co, que tienen la constitución más obscura y más imperfecta que pue-
de soñar un teórico, y en que, sin embargo, la libertad, las prerrogativas
y la acción personal de los ciudadanos están más desarrolladas que lo
han estado en ningún pueblo.
“El procedimiento más eficaz para descubrir, detrás de las vanas
formas exteriores, el verdadero régimen político de un pueblo es es-
tudiar en los pormenores de los negocios públicos los límites recí-
procos de la acción del Estado. En cuanto se penetra en este estudio,
los vestidos alquilados desaparecen y surgen las realidades. Enton-
ces se ve bien cuán vanas son todas las discusiones teóricas sobre el
valor de las formas externas de los gobiernos y de las instituciones; y
se concibe claramente que un pueblo no puede elegir las institucio-
nes que le han de regir realmente, lo mismo que un individuo no
puede elegir su edad. Las instituciones teóricas tienen poco más ó
menos el mismo valor que los artificios de que se vale el hombre para
disimular sus años. La realidad no se muestra al observador poco
atento, pero esta realidad no deja de existir.”
Nada de contrario podemos oponer á los anteriores conceptos; pero
anticipando nuestras ideas por lo que después tenemos que transcri-
bir, creemos que no está fuera de lugar hacer constar, que si durante
el período colonial se nos impusieron determinadas instituciones
extrañas á nuestro ser, al presente nos rigen aquellas que son confor-
mes con nuestro carácter, independencia personal, derechos y debe-
res recíprocos, estando igualmente en armonía con nuestro clima y la
riqueza de nuestro suelo.
De esto ha dependido que las revoluciones estériles y las vanas
teorías si momentáneamente algunas veces han hecho que el pueblo
olvide sus instituciones por extravío, más que por culpa, engañado
más bien, luego que volvió en sí, reinvindicó la plena posesión de sus
derechos y el hombre la conciencia de su inviolable personalidad.

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 31

Así, con todo el respeto que debemos á le Bon, no podemos estar de


acuerdo con él cuando dice: “Pobladas por razas caducas, sin moral,
sin energía, sin iniciativa ni voluntad, las veintidós repúblicas latinas
de América, aunque situadas en las comarcas más ricas del mundo,
son incapaces de sacar partido de sus inmensos recursos. Viven mer-
ced á empréstitos europeos, que se reparten bandas de filibusteros
políticos asociados á otros filibusteros de la banca europea, encarga-
dos de explotar la ignorancia pública, y tanto más culpables cuanto
que están demasiado bien informados para creer que los préstamos
que ellos lanzan á la plaza sean jamás reembolsados. En estas desgra-
ciadas repúblicas el robo es general, y como cada cual quiere tener su
parte, son permanentes las guerras civiles, los presidentes regular-
mente asesinados á fin de permitir á un nuevo partido llegar al poder
y enriquecerse á su vez. Así durarán sin duda las cosas, hasta que un
aventurero de talento, al frente de algunos millones de hombres dis-
ciplinados, intente la fácil conquista de estas ricas comarcas y las su-
jete á un régimen de hierro, único de que son dignos los pueblos
faltos de virilidad, de moralidad ó incapaces de gobernarse... Antes
de constituirse en repúblicas, todas estas provincias eran españolas.
Han logrado libertarse mediante revoluciones del sombrío gobierno
de los frailes y gobernadores rapaces, pero era demasiado tarde; se
había marcado la huella, el alma estaba formada, y era imposible la
redención. Los frailes se habían encargado, por lo demás, hacía ya
tiempo, de suprimir todos cuantos espíritus habían mostrado algún
rasgo inteligente y de independencia.”
Triste y desconsolador es el cuadro en que pinta el autor citado á las
repúblicas latino-americanas, y aunque dice mucho de verdad, por lo
que á nosotros toca podemos contestarle sin que estemos alucinados
con el espejismo del sentimiento, que el mérito de nuestras institu-
ciones principalmente está en no haber seguido las huellas que nos
dejara la dominación española, habiéndonos substraído muy á tiem-
po de sus perniciosas influencias. Esperamos también, si seguimos
como hasta aquí, que no seremos amenazados en lo de adelante por
ningún enemigo, ni nuestras instituciones correrán peligro, ya que
desgraciadamente en tiempos pasados, cuando se sufrían todos los
males de la discordia y la anarquía de los gobernantes, luego pensá-
bamos en un dictador de esos que surgen en los períodos tumultuosos
de la historia, precisamente en los pueblos donde los ciudadanos no
tienen las virtudes suficientes para soportar las instituciones libres.
De esperar es y tales son nuestros deseos, que las generaciones futu-
ras no vean algo parecido como después de Sila, á Mario y las guerras
civiles, César, Tiberio y Nerón, á la Convención, más tarde á Bonaparte,

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32 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

el 48, y á Napoleón III. ¡Cosa extraña! y esto no lo deben olvidar los


pueblos, todos esos déspotas y otros muchos aventureros desprovistos
hasta del prestigio del nombre, y sin más título que el de su audacia, se
han sostenido por la voluntad de las muchedumbres; pero esto ha
ocurrido en donde las instituciones no han sido respetadas; estas pues,
serán creídas y amadas cuando el individuo se habitúe á contar sólo con
su propio esfuerzo; desde este punto de vista nadie las podrá reempla-
zar á su arbitrio, porque todos tendrán libertad para desenvolver sus
facultades, sobre todo la de la inteligencia, á la que se debe todo pro-
greso, teniendo asimismo toda su extensión la iniciativa personal, re-
duciéndose progresivamente la que está abandonada al Estado.
No porque las instituciones tienen su carácter propio, deben per-
manecer estacionarias é inmutables, pues aunque una civilización no
está formada sino cuando tiene su tradición, estando los pueblos
doblegados bajo el peso del medio en que viven, no hay que descono-
cer que no existe el progreso, sino cuando en cada generación se
modifica algo: la tradición misma.
Por poderosas, pues, que fuesen las instituciones españolas, basta-
ba que fueran impuestas por la fuerza para que por mucho que deja-
ran en el alma una impresión demasiado profunda, apenas adquirimos
nuestra independencia política cuando las comenzamos á abandonar
librándonos de muchas de las ideas que tan funestas hoy mismo son
para España, siendo sorprendente para el espíritu observador que en
el período de medio siglo, hayamos llegado á la práctica de muchos
principios, que en estos momentos están conmoviendo y agitando á
algunos pueblos de la vieja y civilizada Europa.
Camparemos nuestro presente con el de Francia en su lucha con la
Iglesia; á la Rusia en sus convulciones actuales, les hemos adelanta-
do medio siglo, sobre todo; veamos cómo describe la Sra. Pardo Bazán
la situación de España: “La inmoralidad y venalidad corroen nuestra
administración... se teme á la justicia mucho más que á los crimina-
les... Antes de los Reyes Católicos, España conoció dos florecimientos:
la civilización romana y la hispano-árabe de la Edad Media; entonces
el territorio estaba poblado, encerraba hasta cuarenta millones de
habitantes y estaba cubierto de soberbias ciudades, cuyas ruinas ad-
miran aún; entonces éramos poderosos, sabios; teníamos una indus-
tria, una agricultura admirable, nuestros actuales sistemas de riego
son todavía los que los moros trajeron á las regiones del Sur, dos
siglos después de los Reyes Católicos. España estaba despoblada,
hambrienta, agotada, cuatro siglos más tarde; hoy, nada nos queda de
las conquistas y grandezas de antaño. Vestigios, escombros, pálidos
recuerdos; esta es nuestra herencia.”

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 33

Otro escritor, dice: “España sólo posee ya sus leyendas, y en el anti-


guo imperio de Carlos V sólo viven los muertos.”
Vidal-Lablache, en su obra États et nations de l’ Europe, hablando
de España, dice: “es un gran señor arruinado que mantiene sus pre-
tensiones y sigue siempre fijo en su actitud.”
Sin embargo de todas estas apreciaciones, nosotros queremos todo
cuanto bueno sea para esa nación, y por lo mismo fiamos en su porve-
nir; pero para que éste le sea provechoso, decimos con Fouillée: “En
su última guerra, esta nación ha perdido mucho dinero y también
muchas ilusiones; esta segunda pérdida representa una ganancia, si
el país deja por fin de soñar con lo imposible para trabajar con lo
posible. Desembarazada del peso muerto de sus colonias, será bien
necesario que trate de hacer de España misma el gran recurso de los
españoles. Sólo sus muertos vivían, se ha dicho, y héla aquí obligada á
enterrar estos gloriosos cadáveres; es pues, necesario, si ella misma
no quiere morir, que renazca á la vida nueva.”
Repetimos, y sin que nuestras palabras sean hijas del egoísmo ni
desconociendo lo que debemos á España, compárese el estado de esa
Nación con el nuestro, y por más que el ánimo se encuentre preveni-
do, se tendrá que convenir que, si no hemos llegado al más alto grado
de florecimiento, sí podemos afirmar que material y moralmente en
un cuarto de siglo hemos conseguido lo que otros pueblos apenas
han realizado en un período más dilatado de su historia. Creemos
fundadamente que este orden de cosas obedece á que las institucio-
nes han arraigado como elemento de civilización, rompiendo tam-
bién, los gobiernos con los vínculos del pasado cuando, imbuídos en
la necesidad de los principios de autoridad, impedían que los hom-
bres pensasen, quisiesen y obrasen.
A medida que es más apreciada la libertad personal, con más fuerza
se hace sentir la insuficiencia del poder individual para defenderla
contra cualquiera violencia; indispensable es, por lo tanto, que el Es-
tado provea con los medios materiales suficientes que tenga á su
alcance á efecto de que aquella quede asegurada lo mismo que todos
los derechos que son su consecuencia, para que nadie los perturbe ni
los invada, sino que cada cual se mantenga dentro de su propio nivel
y sin que tampoco el poder de la sociedad organizada, pueda de algu-
na manera herirlos más que cuando el interés público lo exija ó de
alguna manera peligre la existencia de la colectividad.
Spencer llega á concebir un estado ideal de la sociedad consistente
en la ausencia de toda ley coercitiva y en la completa autonomía del
individuo, piensa que los códigos y las constituciones no son más que
aparatos de coacción, que en tal ó cual momento de la historia tienen

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34 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

en jaque á las inclinaciones egoístas ó antisociales, para asegurar el


imperio de las inclinaciones simpáticas ó sociales. Escribe: “el des-
envolvimiento de estas últimas produce gradualmente la caída de las
instituciones represivas. La necesidad de la autoridad y el respeto á
ella declina á medida que crece el respeto á los derechos del indivi-
duo, es decir, de las condiciones exteriores adecuadas para asegurar
su mayor libertad de acción... El gobierno es una función correlativa
de la inmoralidad de la sociedad.”
Hablando del mecanismo de la representación nacional, dice el
mismo autor: “Que es aquel en que se balancean mejor las dos fuer-
zas que se disputan el mando: el espíritu reformador y el espíritu
conservador. El poder de los sentimientos conservadores y el de los
sentimientos reformadores manifiesta en su lucha y en sus resulta-
dos, el grado de perfección de la sociedad; el triunfo de los primeros
indica predominio de los hábitos violentos y egoístas; el triunfo de
los segundos prueba que los hábitos simpáticos han adquirido la pre-
ponderancia.” El indicado autor llega á la siguiente conclusión: “Que
ese predominio se haga universal, y la coacción social desaparecerá en
el mismo instante; entonces los hombres experimentarán aversión
hacia las trabas de la autoridad, por ser en extremo celosos de sus
derechos; harán que el gobierno resulte imposible y hasta inútil. Ad-
mirable ejemplo de la sencillez de la Naturaleza: el mismo senti-
miento que nos hace á propósito para la libertad, nos hace libres.”
Por bellas que sean estas teorías, cuán distantes están de conver-
tirse á la realidad, mientras la sociedad no llegue á su completa
perfectibilidad.
Entre tanto, pues, que muchas de las acciones de los hombres
estén inspiradas por la pasión ó su conciencia se obscuresca con las
turbias brumas de los malos instintos, siempre será necesario el
empleo de medios coactivos para proteger el derecho, tanto más
indispensables, cuanto que sin posibilidad de coacción no hay ley
jurídica.
Por tal motivo, se agrega en la parte final del artículo Constitucio-
nal: “que todas las leyes y todas las autoridades del país deben respe-
tar y sostener las garantías que otorga la Carta Fundamental,”
La razón es obvia; si los derechos del hombre se reconoce que son
la base de las instituciones sociales y éstas tienen por objeto el ejer-
cicio de la libertad en todas sus manifestaciones, la igualdad, la pro-
piedad y la seguridad del hombre, como la de todas las relaciones de
la vida, sería absurdo que las leyes, que sólo pueden estar de acuerdo
con estos principios, se pusiesen en contradicción con ellos, y lo mis-
mo si se desconociese la fuente única de que esas leyes pueden ema-

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CAP. I.— DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES 35

nar. Idéntico modo de pensar tiene aplicación para que las autorida-
des respeten y sostengan las garantías individuales, porque estando
esas autoridades constituidas por la voluntad de la sociedad, sería
disolvente para ésta que aquéllas fueran las que en tales condiciones
violaran la ley, desconociendo los principios mismos en virtud de los
cuales fueron creadas, minando la base única en que jurídica y legal-
mente pueden sostenerse.
Por último, no es bastante que en la Constitución se definan con
claridad y precisión los derechos del hombre y de igual manera que
se marquen sus límites, es necesario, además, que el poder público
organizando por el Estado tenga la fuerza suficiente para hacerlos
efectivos, por la acción combinada del esfuerzo individual, por la co-
operación, el desenvolvimiento del derecho en el espíritu popular,
por el predominio de las instituciones en toda la colectividad y él
auxilio que para la defensa y protección de la libertad prestan los
tribunales, la policía y la fuerza pública. En este sentido es como la
conciencia popular reconoce que esté representada la autoridad del
derecho.
La preocupación por la humanidad entera fué el rasgo principal y
manifiesto de los constituyentes franceses.
Dupont, desde lo alto de la tribuna francesa, decía: “No se puede
menos de hacer declaraciones de derechos, porque la sociedad cam-
bia. Si no estuviera sujeta á revoluciones bastaría decir que está so-
metida á leyes; pero habeis dirigido más alto vuestras miras, habeis
tratado de proveer todas las contingencias; habeis querido, finalmente,
una declaración que convenga á todos los hombres, á todas las naciones.
Es el compromiso que habeis adquirido á la faz de Europa; no hay que
temer el decir aquí verdades de todos los tiempos y de todos los
países.”
El programa de la Revolución francesa fué, pues, el de restituir á la
humanidad sus derechos, quedando asegurados en el seno de la so-
ciedad con la idea y el sentimiento de que todos los hombres se vean
como hermanos.
La misma profunda intuición animó á nuestros legisladores, de-
pendiendo de sus sentimientos humanitarios el que á la Constitu-
ción no se le haya podido arrebatar su majestad, no obstante tantos
errores, faltas é injusticias mantenidos y consumadas contra ella
por aquellos que recibiendo sus beneficios, se obstinan en ser sus
enemigos.
Se ha reprochado que á los derechos del hombre en algunas consti-
tuciones como en la nuestra, se les reconozca un carácter de univer-
salidad, cual si el Constituyente hubiese podido legislar para el

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36 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

mundo; pero los que así discurren, olvidan que esos derechos tienen
un alcance como el de la razón y que por lo mismo son comunes á
todos los hombres, esto es lo que motiva precisamente que la liber-
tad se convierta en igualdad. Hablando de esta fórmula aceptada por
la confederación de los Estados Unidos, fué la de colocar en primer
lugar á la igualdad y después á la libertad, á pesar de que el reconoci-
miento de aquella es por lo que necesariamente se tiene que aceptar
que es la consecuencia de ésta. En nuestra Constitución, al igual del
espíritu francés, completamente desinteresado por la humanidad, al
reconocer que los derechos del hombre son la base y el objeto de las
instituciones sociales, se puso á la libertad en su lugar, no siendo
pocos nuestros sacrificios por el triunfo de esa grande idea, no limita-
da para que favoreciese exclusivamente al mexicano, sino al hombre
en general. Algo hemos hecho pues, en beneficio de la humanidad, y
si no podemos decir todo lo que Michelet en un arranque de noble
orgullo contesta á los detractores de la Revolución: “Si se quisiera
amontonar lo que cada nación ha gastado en sangre, en oro y en es-
fuerzos de todas clases por las cosas desinteresadas que sólo debían
aprovechar al mundo, la pirámide de Francia iría subiendo hasta el
cielo y la vuestra, el montón de vuestros sacrificios, ¡oh naciones! á
pesar de ser tantas como sois, llegaría á la rodilla de un niño.” Repe-
timos, sí podemos afirmar que todas nuestras luchas, nuestros in-
mensos sacrificios y hasta nuestras desgracias no tuvieron por objeto
el que el sentimiento de la libertad latiese únicamente en el espíritu
de la Nación, sino en el de la humanidad, y muy principalmente para
que nuestra patria sea el Capitolio de ella, donde todos los hombres
tengan su asiento bajo el régimen de la más completa igualdad, al
abrigo de las leyes y al de la fraternidad universal.

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CAPITULO II
DE LA LIBERTAD EN SUS DISTINTA S ACEPCIONES

I.— LIBERTAD FISICA

En la República todos nacen libres. Los


esclavos que pisen el territorio nacional,
recobran por ese solo hecho su libertad y
tienen derecho á la protección de las leyes.

La esencia del hombre es la voluntad libre; su autonomía, quiere


decir libertad que se da á sí misma la ley, obligando á respetarse y á
respetar las demás libertades. De aquí depende, que el hombre no
deba ser considerado como un instrumento ni un medio, sino como
un objetivo, como un fin, tal es la razón por la cual los principios que
regulan nuestra conducta se han podido erigir en leyes universales
con la emancipación de la voluntad humana, que no es más que la
noción del Derecho identificada con la noción de la libertad.
Mucho se ha escrito sobre lo que se entiende por libertad. Cicerón
decía: Quid es libertas? Potestas vivendi ut velis. La antigua escuela
del Derecho romano reconocía como libertad: “El poder de hacer lo
que no está prohibido por la ley.” Durante el esplendor de la República
se dió el significado de libertad á esa forma de gobierno abolición de
la reyedad; entre los griegos, se tenía la misma idea, así decían
eleuteria, orden político en que todos son gobernantes y gobernados.
Montesquieu, afirma: “que la libertad filosófica, consiste en el ejer-
cicio de la propia voluntad.” En la segunda Constitución republicana
de los franceses de 24 de Junio de 1793, se dijo que: “La libertad es
aquella facultad, según la cual corresponde al hombre hacer lo que no
perturba los derechos de otro; ella tiene por base la naturaleza; por
regla la justicia; por protector la ley; su límite moral, es la máxima:
“no hagas á otro lo que no querrais que se hiciese á tí mismo.”

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38 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En la Constitución de la Unión Americana como en la nuestra, no


se da ninguna definición de la libertad, concretándose una como la
otra á garantirla y protegerla.
Muchas y variadas definiciones podríamos citar, por mucho que las
más no satisfagan á las exigencias de la filosofía escolástica, por pre-
tender, que todas las cosas sean exactamente definibles, como si se
tratase de aquellas en algunas ciencias, en que deben ser absolutas.
No entraremos tampoco al terreno de las controversias filosóficas
para definir lo que es la libertad moral ó ética, dejamos esta cuestión
para que sea estudiada en el amplio campo de la ciencia psicológica,
transcribiremos por lo tanto, la definición que de la “libertad civil”
nos da el Dr. Lieber: “Es la facultad de querer y el poder de hacer lo
que se ha querido, sin influencia de ningún otro origen ó de afuera.
Significa determinación por sí, irrestricción de acción.” Ahrens, la
explica por la “Facultad que posee el hombre de escoger racional-
mente los medios ó las condiciones sociales de que depende la reali-
zación de su fin y de su bien de acuerdo con el fin de todos.”
*
**

En los pueblos donde por algún tiempo fué desconocido el derecho


individual, la esclavitud se impuso como una consecuencia de ese
orden de cosas, exigidas por la dureza de las costumbres, los hábitos
egoístas, las luchas de clases, razas y castas, y en general, por la triste
idea que del hombre y del trabajo entonces se tenía.
Merecen ser estudiados, aunque sea á la ligera, los distintos perío-
dos de la esclavitud hasta el momento en que la civilización hizo que
el hombre comprendiese los sentimientos de lo bueno y de lo bello,
teniendo ya una idea más clara y un sentimiento más humanitario
para pensar y sentir, que la felicidad de todos se obtiene por el reco-
nocimiento de los derechos de cada uno.
Es lo más probable que la primitiva forma de esclavitud tuviese su
origen en las irracionales costumbres del canibalismo, para saciar un
apetito brutal ó para tener á quien inmolar ante los altares de san-
grientas divinidades. Las diferencias de clases, de nacimientos y ca-
tegorías sociales y muy principalmente los prisioneros de guerra eran
los factores más comunes para el mantenimiento de la institución,
puesto que pasaban á ser propiedad del que los capturaba, pudiendo
disponer de ellos libremente. La esclavitud absoluta era la conse-
cuencia de la victoria.
Otra forma de explotación del hombre sobre el hombre, la encon-
tramos cuando procurando evitarse mayores males, se sometía vo-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD EN SUS DISTINTAS ACEPCIONES 39

luntariamente ó se constituía en propiedad de aquél que lo podía


defender, posponiendo de este modo su libertad á la protección; pero
la que ha dejado huellas más recientes es la que tuvo su origen en la
compra-venta, posterior á la fundada en las deudas y en los delitos.
En la época moderna, no obstante lo que después diremos, es muy
fácil demostrar que la esclavitud se opone á los principios de la igual-
dad, de la libertad y de la fraternidad; no sin razón la civilización en
su avance progresivo no consiente que el hombre pueda ser propie-
dad de otro, al grado de emplear sus fuerzas físicas y morales para
hacerlo producir en provecho ajeno como acontecía en la antigua
Roma, donde las funciones de la vida artística, industrial y científica,
quedaron encomendadas al esclavo, una vez que los ciudadanos no
tenían otra misión que la de dominar á los pueblos.
Durante el período anterior á la conquista, la esclavitud revistió la
forma más cruel; después debiera parecer que los ministros de la
Religión Católica impedirían los horrores de esa institución, pero
fué todo lo contrario, puesto que los antiguos mexicanos sólo cam-
biaron de amo al perder su libertad. Se ha pretendido sacar gran
partido del hecho de que los Reyes Católicos Isabel y su esposo no
permitieron que se usase ni aun de la palabra conquista, ordenando
que ese término se suprimiese en la legislación, por cuanto, decían,
las pacificaciones no se han de hacer con ruido de armas, sino con
caridad y buen modo. También para demostrar el buen tratamiento
de los españoles para con los pueblos conquistados, se citan varias
disposiciones contenidas en 1a Recopilación de Indias, muy singu-
larmente la Ley 10, Tít. 1°, del Libro 4°, y las bulas de Alejandro VI
y Paulo III, expedidas respectivamente el 3 de Mayo de 1493 y en
1539, en cuyo año se publicó la carta escrita por el Obispo de Tlaxcala,
Dr. Julián Garcés, y “Peticiones dirigidas” por el primer Arzobispo
de México á S. S. el Papa, defendiendo y sosteniendo la capacidad
humana y por tanto el ser racional de los indios, tal cual la predica-
ban los demás Sacerdotes sujetos á dichos Prelados, y habían soste-
nido los Sacerdotes venidos con el conquistador. No obstante tan
buenos deseos, lo cierto es que no se realizaron, ni las leyes se
hicieron efectivas, siendo incontables los abusos del Clero y de los
Gobernantes, como diversas las quejas de los gobernados, mejor
dicho, de los oprimidos y de los humillados.
Encomendada la conquista de América á una turba de facinerosos
en su mayor parte, de la peor especie, y siendo más tarde la mansión
obligada de los criminales ó de nobles tronados, ávidos de rehacer su
perdida fortuna, no era de esperarse que la esclavitud dejara de exis-
tir; el Gobierno, pues, lo mismo que el clero español, no se limitaron

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40 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

á hacer esclavos á los indígenas, sino que llegaron á tratarlos con exce-
siva crueldad, sin ninguna conmiseración, puesto que se les veía pla
gados de incurable y diabólica idolatría. A esto debía ayudar la “idea
fatal” fomentada por Alejandro VI, de ser lícito despojar de sus bie-
nes á los indios infieles y hasta el de disponer de sus vidas.
Tratóse en España, el año 1525, de declararlos libres; pero Fray
Tomás Ortiz, por cierto uno de los eclesiásticos que fueran más favo-
rables á los conquistados, se opuso á ello, como se puede ver por el
memorial que á nombre propio, en el de algunos otros dominicos y en
el de los religiosos de San Francisco, fué presentado bajo el título:
“Estas son las propiedades de los indios, por donde no merecen li-
bertades.” El obispo de Osma, Fray Francisco de Loaysa, Presidente
del Consejo, fué de parecer que no se tocase á los indios en su liber-
tad; pero prevaleció la opinión de Ortiz, que aconsejó la servidumbre,
por lo cual el Emperador declaró “que estos indios fuesen Esclavos,
con acuerdo de los del Consejo,” siendo la consecuencia de tan inhu-
mana declaración, según refiere Oviedo, que los repetidos indios “fue-
ran repartidos á los pobladores, á los caballeros é privados, personas
aptas y que estaban cerca de la persona del Rey Cathólico, que eran
del Consejo Real de Castilla é Indias é á otras.”
No se abolió, por lo visto, la esclavitud durante el Gobierno español,
siendo la condición del mexicano en su propio suelo, más infeliz que la
de los no menos desgraciados negros arrebatados de las costas africa-
nas, por entonces rico mercado de carne humana, donde se proveían
Inglaterra y la católica España para sus inhumanas especulaciones, ha-
ciendo que por largo tiempo fuese estéril la sangre redentora vertida
por Cristo en la cumbre del Calvario.
Diremos de paso, que se ha discutido si á la Religión Cristiana se
debe la abolición de la esclavitud. Algunas lo creen así, fundándose
en que su doctrina se basa en el amor y en la paz que debe reinar
entre los hombres. Nosotros discurrimos: que aunque esas doctri-
nas, lo mismo que la filosofía, la literatura y los principios morales,
ayudaron mucho para esos fines, es al Derecho á quien se debe la
victoria alcanzada sobre esa institución, puesto que la Religión no
es la que origina ni la que limita la obligación de respetar ese Dere-
cho. Más adelante volveremos á tratar este asunto al estudiar el
artículo 15.
*
**

El primer decreto á efecto de que quedase abolida la esclavitud, se


expidió el 6 de Diciembre de 1810, es decir, cuando apenas se había

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD EN SUS DISTINTAS ACEPCIONES 41

iniciado un período de lucha coronada después de diez años con nues-


tra independencia política, sentida por algunos enemigos de las revo-
luciones sociales. Posteriormente al año de 1821, se dictaron otras
disposiciones encaminadas al mismo fin abolicionista; pero como ya
hemos dicho que las instituciones no es fácil que se cambien brusca-
mente, fué indispensable que el tiempo obrase, para que los princi-
pios de la libertad produjesen todos sus frutos á efecto de que el
hombre no fuese ya propiedad de otro, ni se le repartiese en las tie-
rras, se le alquilase para hacerlo producir elevado salario, se le convir-
tiese en motor de las máquinas, ó en fin, para que ya no se le explotase
de ninguna manera. Tal fué la idea y el sentimiento que animó á los
Constituyentes al expedir el artículo 2° Constitucional, reconocién-
dose así no sólo los sentimientos de humanidad y fraternidad uni-
versales, sino reivindicando el trabajo para que en lo de adelante no
se realizase por la fuerza ni quedase como antes, marcado con el sello
de la bajeza.
El derecho interno ó sea constitucional ó externo en su forma in-
ternacional, ha dejado establecido que la esclavitud repugna y está en
oposición con la naturaleza humana; pero hay una razón más para que
fuese abolida, y esta es la económica, pudiéndose observar, que en los
pueblos donde esa institución recientemente estuvo en vigor, no se
pensó en la intensidad del trabajo, ignorándose la ley del mínimo
esfuerzo, dando por resultado que en las empresas se aumentase el
número de esclavos para que ejecutaran un trabajo mayor; y como en
época más adelantada les fuese permitido la constitución de un pe-
culio por medio del cual podían llegar á comprar su libertad, esto
hizo, que se comprendiese toda la importancia del trabajo libre, con
el cual el forzoso no pudo luchar; á esa causa, más que á otra, se debió
la abolición de la esclavitud en el por aquel entonces agonizante Im-
perio del Brasil.
Respecto de la servidumbre, que algunos la consideran como una ate-
nuación de la esclavitud, proviene de la anexión y la conquista; en estos
casos el vencedor dejaba en poder del vencido sus tierras y sus cosechas,
pues en la propia conveniencia del primero estaba que los primitivos
poseedores continuasen adheridos al suelo, impartiendóseles, en caso
dado, decidida protección.
Esta forma de esclavitud sólo tuvo aplicación durante el período
agrícola. Respecto de la anexión, la comprendemos en la forma de
integración política, y sabido es que en estas condiciones, la toma de
posesión de otras colectividades, sólo les quita su nacionalidad pa-
sando á ser parte integrante de un organismo superior, pero conser-
vando el hombre su libertad é independencia personal.

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42 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Concretando lo dicho, tenemos que, al principio, el esclavo fué el


prisionero de guerra, cuya vida quedaba á merced del vencedor, em-
pleándose, en este caso, la totalidad de sus fuerzas en beneficio de su
amo; sucesivamente va mejorando su condición cuando se le autori-
za para trabajar un corto tiempo en provecho propio concediéndosele
un pedazo de tierra con cuyo producto pudiese proveer de una mane-
ra mejor á su alimentación. Sigue después la servidumbre, forma la
menos dura de la dependencia del hombre sobre el hombre, que-
dando obligado á dar al amo una parte de los productos adquiridos,
empleando en su favor algún trabajo ó satisfaciendo una pensión anual
cuando le era permitido trabajar en otra parte.
De cualquier modo que se vea á la esclavitud, lo que la caracteriza es
el hecho de trabajar por mandato y bajo la presión de la voluntad
ajena, cuyo deseo se debe satisfacer.
¡Cuán lejano se ve el día en el cual pueda el hombre encontrarse sin
depender de otro! ¡Cuántas las necesidades físicas y sociales, las que
impiden que todo se lo deba á sí mismo! No sin razón dice Spencer:
“El grado de la esclavitud del hombre varía entre lo que se ve obliga-
do á dar y lo que se le permite retener; nada importa que el Señor sea
un individuo ó una comunidad; si se le obliga á trabajar para la socie-
dad y recibe del fondo común la porción que está le señale, será un
esclavo de la sociedad.”
Por mucho que nos refiéramos á la esclavitud del pasado y no á la
que Spencer titula “esclavitud del porvenir,” pensando fríamente
tenemos que confesar, que no hay que condenar de una manera abso-
luta á esa institución, si se reflexiona con el examen de los hechos,
que aunque produjo grandes sufrimientos á la humanidad, también
le proporcionó grandes ventajas.
En la actualidad, no se dá el caso de que se atente á la libertad
física del hombre por causa de esclavitud. Sin embargo, tan preciosa
garantía era indispensable que quedase consagrada en la Constitu-
ción, no contentándose el legislador con que quedase asegurada en
favor del individuo que vea la luz primera en la República; sino
también para todo esclavo que pise el territorio nacional, recobran-
do por ese sólo hecho su libertad y teniendo derecho á la protección
de las leyes.
No hemos estado equivocados cuando afirmamos, que también
México ha trabajado en beneficio de la humanidad, y más si se piensa
que cuando se abolía la esclavitud, esa institución aún existía con
todos sus rigores, no muy lejos de nuestros mares, apenas traspasa-
das nuestras fronteras. Fuímos todavía más lejos en nuestras ideas
humanitarias, no consintiendo extradición del esclavo ni aun por causa

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD EN SUS DISTINTAS ACEPCIONES 43

del delito, sacrificándose tal vez las derechos dé la sociedad en bene-


ficio de los universalmente reconocidos.
La esclavitud, pues, ha sido proscrita en todos los pueblos civiliza-
dos, no consintiéndose que el hombre explote á sus semejantes. ¡Ojalá
que los egoístas, los desprovistos de sentimientos de caridad, los
especuladores sin conciencia, se persuadan de que están labrando su
propia ruina, preparando con sus obras la esclavitud del porvenir!
¡Ojalá que comprendan que la propiedad, reposando sobre la esclavi-
tud, quita al trabajador el resorte del interés personal, no asegurando
el goce de los frutos del esfuerzo! Así se evitará, en lo posible, el
terrible presagio de le Bon, cuando dice: “¿Podemos esperar que con
los progresos de la civilización disminuya la lucha de clases?”
Todo inclina á creer por el contrario, que va á ser mucho más fuerte
que en el pasado.
“La razón de esté aumento probable es doble. En primer lugar la
división cada día más profunda que hay entre las clases, y en segundo
la fuerza que las nuevas formas de asociación dan á las diferentes
clases para defender sus reivindicaciones.”
En Francia, Voltaire, y sobre todo Montesquieu, habían reclamado
la abolición de la esclavitud colonial, en nombre del derecho y de la
humanidad, cuyo mantenimiento se explicaba por la fuerza de inte-
reses poderosos y la indiferencia de la opinión pública.
Robespierre, en un discurso pronunciado el 13 de Mayo de 1791, á
propósito de la esclavitud, dice: “Desde el momento en que en uno
de vuestros decretos hubiérais pronunciado la palabra esclavos, ha-
bríais proclamado vuestra propia deshonra y... Cuando se tratara del
interés directo de la metrópoli, se os diría: Nos alegáis sin cesar los
Derechos del Hombre y vosotros mismos habéis creído tan poco en
ellos que habéis decretado constitucionalmente la esclavitud.
“Perezcan las colonias, si deben costaros vuestro honor, vuestra
gloria, vuestra libertad. Lo repito: perezcan las colonias, si los colo-
nos quieren, por las amenazas, forzaros á decretar lo que mejor con-
venga á sus intereses... Declaro en nombre de la Asamblea... declaro
en nombre de la Nación entera que quiere ser libre... declaro —
digo— que no sacrificaremos á los diputados de las colonias ni la
Nación, ni las colonias, ni la humanidad entera.” “Véamos, he dicho
la víspera, cuáles son las razones que pueden forzar á violar los prin-
cipios de la justicia y de la humanidad... Perderéis vuestras colo-
nias... Hé ahí, pues, un partido faccioso que os amenaza... Pregunto
si es compatible con la dignidad de los legisladores hacer transac-
ciones de esta especie con el interés, la avaricia, el orgullo de una
clase de ciudadanos... Pregunto si es político resolverse por las ame-

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44 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nazas de un partido á traficar los derechos de los hombres, de la


justicia y de la humanidad.”
Sobre la proposición de Gregoire, la Convención Nacional renueva
desde luego esta medida (27 de Julio de 1793), y el 16 Pluvioso año II
(febrero 4 de 1794), después que uno de los tres diputados de Santo
Domingo expuso la horrorosa situación en que estaban los esclavos,
Lavaseur (de la Sarthe) tomó la palabra y dijo: “Pido que la Conven-
ción, sin dejarse arrastrar por un movimiento de entusiasmo, justifi-
cado, sin embargo, en una circunstancia como ésta, sino fiel á los
principios de justicia é igualdad que ha consagrado, fiel á la DECLA-
RACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE, decrete desde este
instante, que dá por abolida la esclavitud en toda la extensión de la
República. En vano habríamos proclamado la libertad y la igualdad si
quedara en el territorio de la República, un solo hombre que no fuera
tan libre como el aire que respira, si existiera aún un esclavo !Procla-
mad la libertad de los hombres de color! Dad ese gran ejemplo al
Universo....” Lacroix (d'Eure-et-Loir) le interrumpió en estos tér-
minos: “Presidente, no sufráis que la Convención se deshonre con
una discusión más grande.” La Asamblea entera se levanta y vota la
proposición por unanimidad. El presidente proclama entonces la abo-
lición de la esclavitud.
Bonaparte la restablece. Las monarquías sucesivas se limitan á ma-
nifestaciones estériles. La República de 1848, heredera de la tradición
revolucionaria, y con motivo de la proposición de Víctor Schoelcher,
subsecretario de Marina, hizo inscribir en la Constitución del 4 de
Noviembre el artículo que perennemente borró de las leyes y de las
instituciones francesas la mancha de la esclavitud: “La esclavitud no
puede existir en el suelo francés. Desde el momento en que toque la
patria francesa un hombre, quien quiera que sea, es libre.” Hé aquí
consagrado el mismo principio que nosotros reconocimos en la Carta
fundamental, mucho antes que fuese aceptado en la más poderosa de
las Repúblicas que se han visto en los tiempos modernos y no obstante
también que su Constitución se funda en la más completa igualdad.
Adelante nos volveremos á ocupar de este importante asunto, no
haciéndolo desde luego para no incurrir en repeticiones, sobre todo
en lo relativo á la esclavitud en las colonias americanas de Texas cuando
ese Estado era parte integrante de nuestro territorio.

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II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA

Artículo 3°— La enseñanza es libre; la ley


determinará que profesiones necesitan tí-
tulo y con que requisitos se deben expedir.

Hablando de la enseñanza antes que nos rigiera el sistema cons-


titucional actual en tesis general, podemos decir que habiendo sido
la Iglesia el Tribunal Supremo de todas las manifestaciones de la
vida, la consecuencia tenía que ser, que las ciencias como las artes
llevasen el sello eclesiástico, siendo protegidas hasta el punto con-
veniente á sus miras. Para obtener este poder, fué necesario apagar
las luces y detener sus progresos, á cuyo efecto se creyó indispensa-
ble apoderarse de la Instrucción, fuese de grado ó por fuerza, para
disponer de las ciencias y dirigir los establecimientos literarios, á
fin de tener á los pueblos en una profunda ignorancia, en una de-
pendencia servil y manejarlos á su gusto, hasta reducirlos y reducir
al mismo gobierno á una condición verdaderamente brutal.
No son exageradas nuestras ideas, pues aunque es cierto que al
principio del reinado de los Reyes Católicos se consideró cuán prove-
choso y honroso era para España traer libros de otras partes, quedan-
do exceptuados hasta del pago de alcabalas; en cambio, en 1558, Felipe
II desmontó las prensas útiles, dejando intactas y expeditas las que
sudaban, misales, breviarios, canto llano para iglesias y monasterios,
diurnales, etc., amenazando con pena de muerte y confiscación de
bienes, no sólo al que osara imprimir otra clase de libros, sino al que
se atreviese á tener ó comunicar los manuscritos. Su hijo, Felipe III,
por una ley de 1610, prohibió imprimir los escritos fuera del reino.
Felipe IV, en otra ley de 1627, cerró la puerta á la impresión de todo
discurso sobre materias políticas y gubernativas, advirtiéndose en
todo el fatal influjo de la Inquisición, la que hacía gemir en sus cala-
bozos á los hombres más sabios, virtuosos y venerables de la época,
segando y corrompiendo los manantiales de la instrucción.

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46 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Carlos III y su muy ilustrado fiscal Don Pedro Rodríguez


Campomanes, trataron de corregir en lo posible el deporable estado
de la “Instrucción,” dictando al efecto medidas que, en el día, pue-
den servir de ejemplo, decían en la “Idea General,” que sirvió de
fundamento á una Real Cédula: “Hemos dicho que la casa profesa
puede comprender en su buque una universidad magnífica y un sun-
tuoso seminario. Este será el cuerpo, y el consejo intenta darle el
alma. Quiere que esta universidad y colegio florezcan, no en las cien-
cias inútiles y frívolas, sino en los verdaderos conocimientos permiti-
dos al hombre, y de que puede sacar su ilustración y provecho.
Conocemos con dolor que en el estado actual de las letras en España,
no bastan paliativos para conseguir tan importante fin, pues no se
curan las gangrenas con colirios, sino con cauterios... la división de
escuelas, la prepotencia de unos cuerpos respecto de otros, la perver-
sión del raciocinio, la futilidad de las cuestiones y demás vicios que
infectan las escuelas, y que no pueden exterminarse sino sacándolos
de raíz, refundiendo la forma y método de los estudios, y creando, por
decirlo así, de nuevo las universidades y colegios por principios con-
trarios á los establecidos. Para que la nación vuelva al antiguo esplen-
dor literario de que ha decaído, poniéndose al nivel de las demás
naciones cultas que le llevan dos siglos adelantados en descubri-
mientos y progresos... Pero esto no se conseguirá sin dos pasos esen-
ciales. El primero es remover todos los estorbos que impiden el
progreso de 1as ciencias, destruyendo el mal espíritu introducido, y
rectificando todo lo que haya de vicioso en lo interior de su método y
administración. El segundo, el de establecer los buenos estudios,
que serán nuevos para nósotros; pero que son los únicos útiles, y los
que sólo pueden hacer prosperar á la nación... Dos espíritus se han
apoderado de nuestras universidades, que han sofocado y sofocarán
perpetuamente las ciencias; el uno es el de partido ó escuelas; y el
otro el escolástico.
“Con el primero se han hecho unos cuerpos tiranos de otros, han
avasallado á las universidades, reduciéndolas á una vergonzosa escla-
vitud, y adquiriendo cierta prepotencia que ha extinguido la libertad y
emulación: con el segundo se han convertido las universidades en
establecimientos frívolos é ineptos, pues sólo se han ocupado en cues-
tiones ridículas, en hipótesis quiméricas y distinciones sutiles, aban-
donando los sólidos conocimientos de las ciencias prácticas, que son
las que ilustran al hombre para invenciones útiles, y despreciando
aquel estudio serio de las sublimes, que hace al hombre sincero, mo-
desto y bueno, en vez de que los otros como fútiles e insubstanciales,
lo hacen vano y orgulloso. Por una desgracia deplorable, ha mucho

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 47

tiempo que nuestra nación se halla dominada de uno y otro espíritu:


puede decirse que el de partido es el carácter que la distingue, pues
casi no se encuentra en otra alguna, y comprende á 1a nuestra en toda
su extensión, sin distinción de clases ni personas. Parece que España
es cuerpo compuesto de muchos cuerpos pequeños, destacados y
opuestos entre sí; que mutuamente se chocan, oprimen, y desprecian,
haciéndose una continua guerra civil... Por estos principios harto co-
nocidos, se puede mirar hoy á España como un cuerpo sin vigor ni
energía, por estar compuesto de miembros que no se unen entre sí,
sino que cada uno se separa de los demás perjudicándoles en cuanto
puede para exaltarse á sí mismo; como una república monstruosa,
formada de muchas pequeñas qué recíprocamente se resisten, porque
el interés particular está en contradicción con el general; como una
máquina inerte, sin unión, ni fuerza, porque le falta el principal resorte
de la emulación, á quien ha extinguido la prepotencia; pues estando
todos los individuos en guerra de poder unos con otros, se reducen á
la triste alternativa de opresores ó de oprimidos, dando el tono los que
llevan el mando... Diremos de paso que á esta infeliz constitución han
dado mucho aumento, si no el origen, los privilegios concedidos á
cada cuerpo, y sobre todo el del fuero privativo que exime á los indivi-
duos de la jurisdicción ordinaria que es la única que debiera regir,
como que es la fuente de todas...
“Volviendo á recogernos á nuestro asiento, discurrimos que este
pernicioso espíritu de partido, si no ha nacido y tenido su cuna en las
escuelas, á lo menos se refugió y acogió desde luego á ellas para refor-
zarse y extenderse á los demás institutos. Por varios medios se ha
apoderado de los estudios, ya en la fundación de colegios, que al fin se
han levantado con llamarse y ser mayores, pues han tiranizado á los
otros y aun á las mismas universidades, á las que han dado rectores
necesarios; y ya con la odiosa invención de escuelas en que, adoptan-
do cada gremio ó comunidad sobre cuestiones inútiles y abstractas
una opinión particular, se sostiene por empeño, versándose en asun-
tos que era mejor no se estudiasen, pues se abandonan por los estu-
dios útiles y serios... Es visible cuanto contra el espíritu de la caridad
cristiana, indisponen estas frívolas disputas los ánimos de los profe-
sores, enconándolos y produciendo un desprecio mútuo y una dis-
cordia que los tiene siempre en continua guerra: cuyo desafecto no se
queda en los colegios, sino que, depositado en los corazones, sigue á
todas las profesiones, y abraza todos los estados de la vida hasta el de
la edad más seria... Pero aún todavía consideramos ciertamente por
más perjudicial al progreso de las letras el segundo espíritu que es el
escolástico; pues si el primero ha podido pervertir los ánimos, éste ha

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48 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

pervertido ciertamente el juicio. Este es aquel espíritu de error y de


tinieblas que nació en los siglos de la ignorancia, en la que mantuvo
por mucho tiempo á la Europa, de que no se han podido sacudir ente-
ramente algunas naciones hasta el siglo pasado: época feliz de la re-
surrección de las ciencias. Esta gran revolución se debió á un solo
hombre que no hizo otra cosa que abandonar el método aristotélico ó
escolástico, subrogándole otro geométrico. Este dió á las ciencias
nueva forma, desterrando las frívolas cuestiones escolásticas, y bus-
cando con orden práctico y progresivo aquellos conocimientos útiles
y sólidos de que es capaz el ingenio humano. Por nuestra desgracia no
ha entrado todavía á las universidades de España ni un rayo de esta
luz. Y mientras las naciones cultas, ocupadas en las ciencias prácticas,
determinan la figura del mundo, ó descubren en el cielo nuevos
luminares para asegurar la navegación, nosotros consumimos nues-
tro tiempo en vocear las cualidades del ente, ó del principio quod de
la generación del verbo...
“Así es que este estudio de las universidades empieza por perver-
tir el entendimiento, y el primer mal oficio que hace á todo estu-
diante, es obligarle á perder aquella lógica justa y natural con que
nace todo hombre dotado de mediana razón. De aquí procede el
haber salido de las universidades el espíritu escolástico á derra-
marse por toda la nación, infestando sus profesiones y clases. Del
mismo principio ha nacido el gusto que en todos asuntos la domina,
el no verse que en ninguna profesión se llene debidamente su ob-
jeto, ni que clase alguna esté en su lugar. De este mismo espíritu
son hijos los muchos malos sermones que se predican, en que per-
diéndose de vista la seria elocuencia que exige la majestad del púlpi-
to, todo él empeño se reduce á proponer un asunto absurdo,
paradógico é improbable, para persuadirlo escolásticamente con tex-
tos violentados y con toda la forma que lleva el ergo en las escuelas.
Igualmente lo son los bajos y triviales alegatos en derecho y
extemporáneos, que hasta ahora pocos días hacían los abogados aun
en los tribunales de la corte. También lo son las malas comedias y
pésimas poesías, en que todo se dá á la sofistería, al equívoco y juego
de palabras, y nada á la solidez ni á la razón.
“Del mismo origen proviene la imperfección y grosería de todas
nuestras artes, que gobernadas por un espíritu falso, no pueden
elevarse á los luminosos principios que las adelantan: nace también
este espíritu superficial que se observa aun entre las mujeres y el
bajo pueblo, á quienes se oye hablar con estilo pedante de las es-
cuelas, soliendo usar de distinciones capciosas que desfiguran la
verdad y manejar el sofisma sin arte y por ejemplo. Y sobre todo,

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 49

nace el detestable abuso con que se ha querido desconocer la reli-


gión hasta en su parte moral, corrompiendo la simplicidad y pureza
de los preceptos evangélicos, pues á la sombra de sus distinciones
escolásticas y quiméricas restricciones, han pretendido eludir la
fuerza de los divinos mandamientos, introduciendo opiniones re-
lajadas y haciendo de la santa moral de Jesucristo un asunto de
controversias escandalosas ó pueriles. No se ha contentado este
mal espíritu con viciar la filosofía y corromper la teología, convir-
tiéndolas en unas ciencias de palabras vanas y de especulaciones
fútiles. También ha contagiado á la jurisprudencia, la que por su
instituto, que no es otro que el de buscar la razón moral de las cosas
para la distribución de la justicia, parece debía haberse preservado
de aquel daño. Pero ha tenido tanta influencia en nuestros estu-
dios, que ha envuelto también en su confusión las materias del
Derecho Civil, pues hoy no son más que cuestiones de la misma
especie. Lo más extraño es que la Medicina, ciencia práctica cuyo
objeto no puede ser otro que el de conocer las enfermedades para
curarlas, ni tener más principios que los de la experiencia, sin dejar
la observación de la mano para seguir á la Naturaleza, ha abandona-
do por el mismo vicioso influjo estas respetables guías; se ha entre-
gado á la disputa frívola, al raciocinio falso, y se ha hecho ciencia de
quimeras, probabilidades y sofismas, poniéndose al nivel mismo de
las demás. La resulta de todo esto ha sido el haberse hecho inútiles
los estudios de las universidades, que después de acabados los cur-
sos, ningún estudiante sale filósofo, teólogo, jurisperito ni médico:
que cada uno se haya precisado á empezar nueva carrera y nuevo
estudio para practicar de algún modo su profesión. Y ojalá que sólo
fueran inútiles! Lo peor es que son perjudiciales; porque salen los
jóvenes con la razón pervertida, con el gusto viciado y con el juicio
acostumbrado á raciocinios falsos. Impresiones tenaces que, con-
traídas con la primera educación, suelen durar el resto de la vida;
siendo necesario un genio sobresaliente para rectificar después las
ideas con el uso del mundo y mejores estudios; pero este número
suele ser muy corto... Nosotros, pues, gobernados por estas ideas,
intentamos proponer el régimen y plan de estudios que nos parece
conveniente señalar á esta universidad, la que consideramos que se
debe erigir como de nuevo. No expondremos todo lo que fuera ne-
cesario para su perfecto establecimiento. La perfección requiere
progresos, y es menester empezar por algo para arribar á ella. Usare-
mos de moderación. Sólo propondremos aquello que creemos ab-
solutamente necesario para dar una forma mejor á los estudios, sin
la cual jamás podrán ser buenos. Tememos que alguna de nuestras

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50 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

proposiciones pueda parecer atrevida á los espíritus débiles ó pre-


ocupados, que han hecho los mismos estudios que deseamos exter-
minar; y al mismo tiempo recelamos que esa misma proposición
parezca tímida y pusilánime á los espíritus ilustrados que, cono-
ciendo la extensión y la fuerza del mal, buscan la actividad de los
remedios. Procuraremos tomar un justo temperamento, haciendo
presentes los medios que nos parecen sólidos, sin chocar, en cuanto
sea posible, con la común preocupación. Más tampoco este temor
nos hará omitir nada de cuanto juzguemos necesario para lograr el
objeto, pues á todo riesgo, por cumplimiento de nuestra obligación
y desahogo de nuestro celo, debemos manifestar al consejo con
sinceridad nuestras reflexiones, seguros de que su ilustración rec-
tificará lo que pudiera haber defectuoso en nuestras ideas.”
Respecto del régimen de las universidades se expuso en lo con-
ducente: “Dijimos que la universidad es la oficina pública que ins-
tituye el gobierno para educar á los hombres que han de servir al
Estado. En este concepto no pueden comprenderse los regulares,
mediante el santo retiro á que se han consagrado. La perfección
cristiana á que deben aspirar por los votos que pronunciaron, el aus-
tero silencio y penitente mortificación que han escogido, y que los
sujeta lo sublime de su vocación, no son compatibles con el roce y
bullicio de las escuelas que cuando menos, no puede dejar de ser-
virles de distracción, enfriando el fervor y devoción de su instituto.
Unos hombres que han jurado ser austeros y separarse del comer-
cio del mundo; que se han distinguido de los demás hasta en el
traje, vistiendo el que desde luego manifiesta la humildad y obe-
diencia que profesaron; que se han dedicado especialmente á la
predicación, á la oración, al rezo y demás reiteradas virtudes de su
estado, ¿estarían bien; revueltos en los claustros de la universidad
entre una juventud viva y despejada, que, llena de las ideas y máxi-
mas del mundo, no sigue la penitente austeridad de los religiosos?
¿Estarían bien éstos arguyendo con los jóvenes profanos, disputan-
do las cátedras, animados de las mismas pasiones de vanidad y triun-
fo, que por precisión se excitan entre los opositores? ¿Y cómo podría
extinguirse el espíritu de partido, si pueden oponerse á las cátedras
los regulares? Cuando se oponga alguno, ¿no le ayudará su religión?
¿No le buscarán votos? ¿No formará ligas? Y dejando aparte el per-
juicio de la universidad, ¿no es este un medio infalible de relajar su
disciplina monástica? ¿No es introducir las pasiones tumultuosas,
las discordias y enemistades en el seno de los claustros, donde sólo
debe respirar un mudo y pavoroso silencio? Se puede decir sin te-
meridad, que una de las causas que más han contribuido á la triste

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 51

relajación de las religiones, y por consiguiente, á verse tanto menos


estimadas de lo que debieran ser, es el uso y dominio que han teni-
do en las universidades. Y aseguramos con firmeza, que todos los
varones castos que florecen en dichas religiones verán complacidos
una reforma absoluta en esta parte, pues por ella se les acaba una
tentación vehemente, que los ponía en la precisión de no alejarse
del mismo siglo á que habían renunciado, y podrán florecer en la
disciplina de que han decaído, con la confianza de que pueden
hacer en sus mismos claustros, con menos distracción y riesgos,
aquellos estudios monásticos que fueren necesarios para el desem-
peño de su instituto. Por otra parte, si se pretende arrancar de las
universidades el escolasticismo, ¿cómo podrá conseguirse su ex-
terminio continuando los regulares en la enseñanza? Todos saben
que ellos han sido sus promotores, y que cada uno tiene su corifeo
en cuyas palabras jura, pues la obediencia les obliga á defender su
doctrina... ¿Se puede esperar prudentemente que por más órdenes
que se den, por más reglas que se pongan, puedan de repente los
regulares enseñar estudios puros, sencillos é indiferentes? ¿Y cómo
los han de enseñar si no los saben?...
“Lo primero que harán será desaprobar las mismas providencias
que conspiren á mejorarles los estudios. Pero aunque fuese posi-
ble ponerles en tal orden que abrazasen efectivamente la reforma
y se redujesen á estudiar la nación, ¿se puede esperar que los re-
gulares se mantengan siempre así? ¿No se debe temer que el tiem-
po que relaja todo, altere estas mismas reglas, seguidas por unas
comunidades que estarán en continua tensión para aflojarlas? ¿Se-
rán sus individuos tan puros que nunca propenderán á favor de sus
hermanos? ¿Que no formarán pandillas para levantarse en las cá-
tedras, ni se entregarán al fanatismo tan natural al hombre, de dar
y persuadir sus propias opiniones? La experiencia nos ha enseñado
el poder que adquieren los cuerpos estables y subsistentes para al-
zarse á la larga con el dominio de todo aquello en que tienen parte...
Por todos los principios que dejamos insinuados, nos parece que,
si e1 consejo desea que renazcan las letras en las universidades, y
que al mismo tiempo se restituyan los regulares á la disciplina
monástica que deben observar, es indispensable se sirva de man-
dar, que ninguno de ellos pueda tener parte alguna en la universi-
dad, ni aprendiendo ni enseñando; que sigan sus estudios, si
quieren, dentro de sus claustros, sin que en ellos puedan tampoco
enseñar á los seglares, con declaración de que los cursos que éstos
hagan con dichos regulares sean nulos y de ningún valor para las
universidades, obligándolos á hacerlos de nuevo en ellas, si quie-

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52 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ren recibir los grados, porque estos son los estudios generales y
públicos que el gobierno instituye y aprueba con exclusión de los
demás.”
Nos hemos extendido más de lo que deseábamos para hacer pre-
sentes los vicios que tenía la enseñanza y las sanas intenciones que
inspiraron á Carlos III para corregirlos. Todo hacía creer, que con esas
disposiciones, las luces se difundiesen en México, dejándose oír la
voz de la razón; desgraciadamente no fué así, porque lo mismo que
en España, la Instrucción y los métodos de estudios estaban á discre-
ción de clérigos y frailes, siendo muy trabajoso arrancarles una inter-
vención tan importante en un ramo del que tan mañosamente se
habían apoderado.
Según los escritores de esa época, la instrucción primaria quedó
encomendada en su mayor parte á la pobre y anémica iniciativa priva-
da, quedando reducida á enseñar á deletrear penosamente las pala-
bras, á pintar más que á escribir las letras, leer algún manuscrito, á
aprender de memoria el catecismo sin entenderlo, y á los primeros
rudimentos del cálculo; respecto á la secundaria ó profesional, aparte
de ser mala estaba sujeta á todo género de trabas y restricciones,
estando por lo común al cuidado de las comunidades y muy especial-
mente al de los jesuitas.
Para que se comprenda el pésimo estado de la instrucción, basta
decir que los hombres doctos de España, salvo honrosas excepcio-
nes, todavía á fines del siglo XVIII no tenían inconveniente en decir
públicamente: “que más querían errar con San Basilio y San Agustín,
que acertar con Descartés y Newton;” los mismos miembros de la
Compañía de Jesús, que eran los más ilustrados, conocidas son sus
doctrinas, no admitiendo otras ni en las conversaciones públicas, ni
por escrito en los libros, los que además no se podían dar á luz sin
aprobación del general, debiendo ser en esto la conformidad tal,
que si alguno tuviere dictamen que se apartase de la Iglesia y sus
doctores tendría que sujetar su parecer á lo que fuere definido por la
compañía, y como la Iglesia y los doctores estaban en oposición con
la ciencia, es de suponer cuál era el estado de la instrucción; pero
aún hay más, que se podía esperar, cuando se dejó oír en las univer-
sidades y en los establecimientos literarios “ser permitido á todo el
mundo matar á un príncipe legítimo por derecho de sucesión ó elec-
ción, como pasara á tirano por su conducta. Palencia, Disp. 5 y 8, § 3°”
Siendo del mismo modo de pensar los padres Hay, Berade, Gueret,
Guignard, Endemon y otros. “Que si el príncipe legítimo se apode-
ra de los bienes públicos y particulares, ó desprecia la religión, ó
carga á sus vasallos con impuestos injustos, ó hace leyes que le sean

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 53

ventajosas y poco útiles al público, debe juntarse el reino y amones-


tarle que se enmiende, y si no lo hace, puede deponerle y perseguir-
le omnium tellis, como á una fiera irritada. Mariana, de Rege et Reg.
Becano, opúsc. theol. Bonarcio Amp., lib. 1°, cap. 19.” “Que el prín-
cipe legítimo así depuesto y declarado enemigo del Estado por cual-
quiera que tenga autoridad, como el Papa, deja de ser príncipe y
entonces cualquier particular puede matarle. Becano, 2. Theol. schol.
de homicid.” “Que si la República no puede reunirse y fallar contra
su vida, conviene, á fin de que cualquiera pueda matarle, echar la
voz de que todo el pueblo le tenga por tirano. Heisio.” “Y que el que
matare á un príncipe semejante se debe mirar como héroe mientras
viva y si muriere, como víctima, agradable al cielo y á la tierra. Mariana,
ibid.” El P. Juvencio, en su Historia de la Compañía de Jesús, llegó al
absurdo de colocar entre los mártires á los asesinos de los reyes; la
instrucción, pues, dada por los miembros de la Compañía de Jesús,
no solamente tuvo por objeto que la filosofía fuese la humilde sier-
va de la teología, siendo casi imposible buscar á la razón como auxi-
liar de los conocimientos, sino que también fué inmoral y
perturbadora para el Estado, una vez que sus principios se pueden
reputar sanguinarios y disolventes para el régimen social, al grado
de que el mismo Papa Benedicto XIV llamó á los jesuitas capciosos,
rebeldes, obstinados é incorregibles y esto, no obstante, que sus votos
eran de ciega obediencia al Pontífice.
Consumada nuestra independencia nacional, el primer gobierno,
inspirándose en los deseos del pueblo, comenzó á promover todo lo
conducente á la difusión de los conocimientos útiles. Merece ser
mencionado el decreto de 23 de Octubre de 1833, por ser el primero
en que se reconoció, en el art. 24, el principio de la libertad de en-
señanza; desgraciadamente este reconocimiento no fué bastante una
vez que las nuevas ideas estaban en abierta pugna con las de una
época de general atraso, independientemente de ser muy corto el
tiempo transcurrido en que los ciudadanos habían sido lanzados de
improviso en los primeros ensayos de la libertad. Necesaria fué una
revolución para que los espíritus abandonasen las viejas tradiciones y
las entorpecedoras ideas, despertándose entonces las inteligencias
obscurecidas.
Parecía que la instrucción pública desde ese instante comenzase
su período de esplendor; sin embargo, no fué así, porque la nación
tuvo que atravesar por nuevos y más sangrientos combates, dando por
resultado que no fuese sino hasta el triunfo de la república cuando ya
los gobiernos pusieron toda su atención en el importante ramo de la
instrucción pública, no desmayando desde entonces en fomentarla y

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54 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

hacerla fecunda, ya que la cultura es uno de los fines de una sabía é


ilustrada política.
A efecto de no ser difusos no transcribimos las distintas disposicio-
nes que en materia de instrucción pública se han dictado, recomen-
dando al lector la última memoria publicada por la Secretaría de
Justicia é Instrucción Pública, en que con gran acopio de datos se
hace la historia de tan importante ramo de la Administración.
*
**

Si tan racional es el reconocimiento de la libertad física del hom-


bre, no lo es menos la de la enseñanza cuyo origen radica en la libre
manifestación del pensamiento; pretender ponerle límites, detener-
la en su desarrollo, marcarle su dirección ó darle una organización
especial, sería contrario á su libre desenvolvimiento, continuándose
los errores del pasado, en que la ignorancia era el formidable dique
donde se estrellaban todas las actividades del individuo. A la ense-
ñanza se debe la mayor perfectibilidad del hombre y de la sociedad;
á medida pues, que más se ensancha su esfera de acción, que sus
movimientos son más espontáneos, más pronto también se obtiene
la cultura de un pueblo; por el contrario, donde se encuentra descui-
dada, los individuos arrastran una vida miserable, sin disfrutar de
esos goces que alimentan al espíritu, cuando se adquiere la certi-
dumbre de lo desconocido, auxiliados por esos sentimientos delica-
dos, siempre dispuestos para que la inteligencia cobre nuevos alientos
á fin de arrancar á la Naturaleza sus secretos, á las ciencias sus miste-
rios y al hombre el por qué de su existencia. Estas son las principales
razones por las que la enseñanza debe ser completamente libre; pero
se presenta desde luego una cuestión que en distintos tiempos ha
sido él tema de acaloradas disputas y agrias controversias, por no ha-
ber sido tratada con la independencia suficiente; ella es: si al Estado;
ó á una institución determinada ó á la iniciativa privada, debe ó no
quedar encomendada.
Desde el instante en que se reconoce que la enseñanza es libre, la
intervención del Estado sin motivo justificado sería la negación de
su libertad. Debe, por lo mismo, si se quiere ser consecuente con los
principios, dejarse encomendada al cuidado de la iniciativa indivi-
dual; pero como ésta aún no es bastante y además el Estado persigue
un fin de cultura, tales causas explican que á él se deban la fundación
y sostenimiento del mayor número de escuelas de instrucción supe-
rior y primarias; esto no quiere decir que sea el director exclusivo de
la enseñanza, como en otro tiempo en que se esclavizaba á la inteli-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 55

gencia ó se enmudecía á la razón, destruyéndose la iniciativa y la


independencia; hoy su acción no tiene un objeto igualitario y nivela-
dor, sino que obligado por las circunstancias substituye su iniciativa á
la privada; pero siempre está dispuesto á dejar libre el paso tan luego
como aquella se hace sentir.
Estas apreciaciones nos llevan á otro, orden de ideas. ¿Qué suce-
de cuando la enseñanza oficial está en oposición con la privada? Si
fuera dable dar uniformidad al pensamiento, nada tan natural como
que el Estado fuese el árbitro de toda la instrucción; pero precisa-
mente este sistema es el que quebranta la iniciativa deprimiendo
todos los caracteres; sería volver á los métodos antiguos en que la
inteligencia del individuo estaba aprisionada en la estrecha red de
las trabas y las restricciones. Por lo visto, el Estado cumple su co-
metido permaneciendo neutral, no combatiendo ni impartiendo
protección á tal ó cual género de enseñanza, tanto más, cuanto que
buscando todos los hombres la verdad, nada importa los caminos
que se sigan para llegar á ella. Discurrimos por lo mismo, que, la
contradicción de pareceres, lejos de ser perjudicial, establece la
competencia, vigorizando y alentando al pensamiento más fecun-
do en frutos, si se desarrolla á la sombra de la más amplia libertad.
Bueno que el Estado dé el ejemplo; mejor que provoque la emula-
ción, para que la instrucción produzca copiosos frutos; pero nada
de que se erija en árbitro de los conocimientos al grado de preten-
der absorberlos, porque de hacer tal cosa se aniquilaría la compe-
tencia científica siempre útil, puesto que con ella se da á conocer al
que más sabe, saliendo victorioso el que mejor enseñe. Menos que
las autoridades pongan obstáculos á tal ó cual escuela, porque de
ser así se incurriría en los mismos vicios del pasado cuando los
intereses egoístas é intrusos, defendidos por el principio de auto-
ridad, retrasaron culpablemente la marcha progresiva de la evolu-
ción científica.
Es legítimo que el Estado fomente todo aquello que tiene relación
con los hechos racionales, científicos, artísticos, industriales y mora-
les; pero sus tendencias no deben ser más que esas, siendo absurda
la pretensión de querer tener una ciencia, un arte, una industria ó
una religión propias, y más el imponerlas con exclusión de otras.
El Estado en lo relativo á la libertad de enseñanza llenará cumpli-
damente su misión, cuando en las escuelas donde aquella se impar-
te, sin distinciones ni privilegios, se procure, como dicen los Señores
Durand y Juan Toriel, “que se realice un doble fin: desenvolver la
inteligencia humana y formar la conciencia. En una palabra, procurar
hacer de aquellos que la reciben hombres verdaderos, dignos de este

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56 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nombre y en la que todas las facultades, desenvueltas felizmente por


la educación y la ciencia, puedan concurrir á la moralización y prospe-
ridad del país.”
Reconocida la libertad de enseñanza y aceptados los principios en
que descansa, se hace indispensable dar una idea de la instrucción
primaria obligatoria de tan vital importancia entre nosotros y á la que
algunos escritores, guiados por un ardiente celo por la libertad, la
consideran como un atentado á las garantías individuales, cuando no
la miran como la violación de los derechos de la familia, incurriéndose
en esos errores por pasarse por alto los deberes que el hombre tiene
para con la sociedad.
Por nuestra parte pensamos, que persiguiendo el Estado un fin de
cultura social, no lo podría realizar sin que al individuo se le propor-
cionasen los medios suficientes de saber, para que después, y por sí
solo, los ejercite con los derechos del ciudadano libre. Para justificar
la conveniencia de que la enseñanza primaria sea obligatoria, basta
recordar el hecho indiscutible de que viviendo el hombre en el seno
de la sociedad organizada, si bien es cierto que tiene para con ella
derechos, no son explicables sino con los recíprocos deberes, entre
otros, los de serle útil, lo cual no se consigue sino mediante la ins-
trucción y los conocimientos. Además, en el supuesto sin conceder,
que la enseñanza obligatoria fuese una limitación de la libertad indi-
vidual, preguntamos: ¿puede reputársele como un mal? Es evidente
que no. Siendo, por el contrario, un bien que no se necesita demos-
trar, ya tenemos la razón por lo cual el Estado no viola ningún derecho
cuando á sus miembros por obligación, les exige que conozcan los
primeros estudios.
En virtud, pues, de la autorización concedida al Ejecutivo de la
Unión, por decreto de 28 de Mayo de 1890, se expidió el 21 de Marzo
de 1891 la Ley de Instrucción Primaria obligatoria para el Distrito
Federal y Territorios, derivándose de aquí otras disposiciones.
Volviendo á la ley citada, diremos: que aunque tiene su sanción para
prevenir la incuria y la negligencia de los padres ó tutores, no es dable
aún que satisfaga los fines deseados, una vez que la instrucción por sí
sola será la que en lo futuro corrija sus pasajeras infracciones y más si
el esfuerzo individual, como lo desean los gobiernos, ayuda al Estado
en su obra civilizadora.
Otra cuestión que se roza con la libertad de enseñanza, es la refe-
rente á la de la educación religiosa, por lo que se debe advertir que el
Estado en las escuelas oficiales, no interviene de ninguna manera,
respetando por completo la absoluta libertad de conciencia; sin que
esto quiera decir que elimine los principios morales, cualquiera que

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 57

sea la religión, puesto que no desconocen que existen, siendo su


única misión la de ponerlos en armonía con todas las condiciones
necesarias de la vida humana á efecto de desenvolver los conocimientos
hacia la mejor razón, precisamente por la cual no impide la libre in-
vestigación científica, cualquiera que sea su dirección, ni la aplicación
práctica de sus explicaciones.
Sergi, en su obra “La Decadencia de las Naciones Latinas,” dice:
“La Iglesia ahora convencida de que no puede poner obstáculos
á la acción del pensamiento que tienda á transformar el sentimien-
to religioso, trabaja con otros medios que no son los de la violencia
y las persecuciones, no porque los cree inútiles é inhumanos, sino
porque ya no le son permitidos ni practicables por las autoridades
civiles y políticas. Es un veneno que instila con lentitud en las
almas por todos los medios, hacia todas direcciones, de un modo
insidioso en las diversas manifestaciones de la vida social y priva-
da; se hace intérprete de las necesidades y procura suplir y tam-
bién aligerar los males que agravan la mísera gente, y todo esto
hace súbditas las familias y esclavo al pueblo. No basta esto: em-
pieza inundando de escuelas clericales todas las ciudades, para
uno y otro sexo, para las familias acomodadas y las pobres, en donde
el culto tiene la mayor parte y la sujeción de la Iglesia es inculcada
del modo más dulce é insinuante. Pero sujeción á la Iglesia Católi-
ca es sujeción del alma entera, servidumbre completa, oposición á
toda la libertad intelectual y moral, impedimento para todo ade-
lanto e inmovilización de nuestro espíritu. Los hombres viven so-
bre la tierra y no puede menos de hacerlo; en apariencia se les deja
en libertad de vivir como quieren y también gozar de los placeres
del mundo; pero el alma está cohibida cuando se trata de ideas y de
pensamientos elevados; no puede salir de la prisión en la que pare-
ce que voluntariamente ha entrado por elección. Entonces nace el
misticismo que ahora prevalece, niebla espiritual que envuelve la
vida en sus funciones más nobles y más vigorosas para el progreso
humano, y produce estancamiento en toda actividad que debiera
ser progresiva... allí se les enseña una historia falsificada, nociva
para la patria, odiosa para los acontecimientos que han conducido á
la nación italiana á Roma; instilándole gota á gota el veneno contra
todo y contra todos los que no están con la Iglesia y sus pretensio-
nes, se aleja á la juventud de la autoridad civil, como si fuera des-
preciable enemiga de toda religión.”
Estos conceptos que parecen que pugnan con la libertad de ense-
ñanza y que tan combatidos son por las escuelas clericales, á pesar de
todo lo que se diga, están siendo y serán la salvación del Estado, una

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58 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

vez que éste ni la Iglesia deben pensar y obrar por los ciudadanos;
pero si está el primero en la obligación de inspeccionar que no se
quebrante la iniciativa, la independencia y la voluntad del alumno;
pero se dirá que esa intervención precisamente es lo que contraría á
la libertad de enseñanza; á lo que contestamos, que sin entrometer-
se en los programas de las escuelas clericales, lo que se quiere es, que
sus métodos se sepan utilizar y no que con el pretexto de la instruc-
ción se prepare una influencia política para el porvenir, más que una
instrucción práctica y científica, ni que en esos establecimientos se
maldiga de toda idea de libertad y tolerancia, ya que por experiencia
sabemos, y lo diremos sin temor ninguno, puesto que nos apoya la
historia, que no pocos católicos han sido y son los adversarios de todo
progreso, habiendo perseguido con una ferocidad salvaje y sanguina-
ria á los hombres eminentes, propagandistas y revolucionarios de
nuevas ideas, aunque éstas no tengan ninguna relación con la reli-
gión y la moral, pudiéndose afirmar que sus escuelas son las
aportadoras de la inmovilidad y de la rigidez cadavérica de las nacio-
nes, donde fatalmente tienen influjo y donde las fuerzas activas de
los individuos, sin tomar nuevas direcciones ni transformarse, se aban-
donan ó se pierden, ocasionando si no la muerte del Estado, sí su
infalible decadencia.
Ernesto Picard, profesor de la escuela de Roches, en su importantante
libro “¿Cómo debe ser tratado el niño en la escuela?” se expresa de la
siguiente manera: “Si se quiere hacer del niño un hombre, es preciso
educarle como hombre y tratarle como ser libre.
¿Cómo ha podido concederse que la actitud de un niño en la escue-
la sea la de un ser pasivo; cuya vida “esté distribuída regular y mecá-
nicamente; ser á quien se lleva de un ejercicio á otro; máquina que se
fabrica para obedecer? La actitud del religioso, que pasa en silencio
por los corredores del claustro, dócil á la menor voluntad de su supe-
rior, ¿será la actitud propuesta al aprendiz de hombre? No es el vasa-
llo ni al esclavo al que es preciso formar, sino al hombre independiente
y libre; no es el ser que obedezca, sino al hombre apto para mandar,
no es al hombre que ejecute, sino al hombre que deba crear. Si tratais
al niño como ser pasivo, como cosa, ¿con que golpe de varita mágica
vais á transformarlo en persona? Qué sea un ser activo, un agente
responsable, un miembro libre de la ciudad escolar. No se trata de
renunciar al régimen de la libertad, so pretexto de que esa manera de
gobernar ofrece dificultades; se trata de decidir si ese privilegio de la
libertad es ó no un derecho del niño. Si en la base de la sociedad
moderna está la declaración de los derechos del hombre, la base de la
obra de la educación debe ser una declaración de los derechos del

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 59

niño. El niño no es todavía hombre, pero quiere que se le trate de


manera que pueda llegar á serlo; no es todavía dueño de sí mismo,
pero el abuso que puede hacer de su libertad es menos peligroso.
Más tarde tiene que captarse la confianza de los hombres, pues que
desde la escuela aprenda á merecerla. El gran deber del maestro es
ofrecerle su apoyo para asegurar el instable pie infantil sobre las pie-
dras del camino.
En otro sentido, podemos decir que en las escuelas privadas, ya
sean de enseñanza primaria ó de religiosa, no interviene el Estado
ni puede tener en ellas ninguna ingerencia, mientras los encarga-
dos de tan trabajosa misión no se salgan de sus programas y méto-
dos encaminados á obtener, sóla y únicamente, la instrucción misma,
no debiendo olvidarse que, cualesquiera que sean los derechos y
las libertades, tienen marcados sus límites donde comienzan los
ajenos.
Sí la cuestión de la enseñanza cambia de aspecto cuando se trata de
escuelas privadas en que los estudios son preparatorios para otros
superiores á efecto de realizar una aspiración social; en este caso, del
mismo modo que en las oficiales, la vigilancia é inspección del Esta-
do, si se hace sentir, no tanto es para obtener la centralización de la
enseñanza, sino el mejoramiento por medio de la concurrencia y más
que todo para que exista unidad en la concepción y en la libre realiza-
ción del esfuerzo.
En unas como en otras escuelas, la cuestión de los programas de
estudios debiera ser muy secundaria, una vez que lo importante está
en los métodos, pues como dice Le Bon: “Todos 1os programas son
buenos cuando se saben utilizar. Por desgracia, para cambiar estos
métodos habría que poder cambiar las ideas de los profesores, y por
consiguiente su educación y también un poco su alma.”
Hablando en general de la instrucción primaria, declaró la Conven-
ción francesa, el 29 de Mayo de 1793: “La instrucción es menester
para todos, y las sociedad la da igualmente á todos sus miembros;”
repitiéndose el 23 de Junio del mismo año: “La sociedad debe favo-
recer con todo su poder los progresos de la razón pública y poner la
instrucción al alcance de todos los ciudadanos.” “La Asamblea Na-
cional debe un homenaje de respeto y de reconocimiento á las artes,
á las luces que han hecho la Revolución y que solas pueden mante-
nerla.” “Es por las luces por las que habéis vencido las preocupaciones...
La Francia será el primer pueblo, el pueblo soberano, porque la Francia
será un pueblo eminentemente instruído.”
Es condición para que la instrucción primaria sea obligatoria, el que
sea gratuita y laica, fundándose la obligación de obtener siquiera al-

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60 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

guna en que, ejerciendo el Gobierno por delegación la soberanía,


sería imposible que cada ciudadano sin alguna cultura pudiese aten-
der y decidir qué hombres son los más capaces para ejercer los cargos
públicos conforme á derecho y en beneficio del bien común; más
imposible aún que sin algunos conocimientos puedan concurrir á la
formación de las leyes, ya que como decía Petión: “Todos los indivi-
duos que componen la asociación tienen el derecho inalienable y
sagrado de concurrir á la formación de la ley.”
Los gobiernos actuales se preocupan bastante porque la instruc-
ción se extienda todo lo posible; para que la soberanía popular sea una
realidad y no se nos pueda aplicar lo que transcribe Eugenio Blum:
“Todos los días, políticos profundos aceptan el principio de la sobera-
nía tan pronto como la nación esté instruída, y esperando este mo-
mento establecen un régimen en el que ellos son los maestros y
olvidan generalizar la instrucción. Podrían inscribir cada día en la
Constitución la fórmula siguiente: “Entre nosotros el pueblo será
soberano... mañana.”
Se ha creído, por algunos, que existe un antagonismo entre las
escuelas oficiales y las sostenidas por la iniciativa individual, el
cual consideran que está fomentado por las autoridades encarga-
das de la inspección de la instrucción pública. Nada tan contrario á
la verdad de los hechos: el elemento oficial no pretende ni quiere
absorber los conocimientos en beneficio de sus escuelas, no quita
tampoco á las privadas sus derechos; lo único que hace es procurar
que se enseñe lo mejor, que crezca la competencia científica, ligan-
do los derechos sociales con los individuales interesados en el bien
común.
Si por acaso, pues, existe ese antagonismo, será provocado por una
que otra escuela; muy singularmente por alguna clerical, y no porque
con motivo de los conocimientos se entre en una lucha noble y leal
donde tiene que salir victorioso el que más sepa; sino porque olvi-
dándose el fin de la enseñanza se atacan los principios, se pregona el
desprecio á las instituciones ó se combaten las leyes del país.
Tan cierto es lo que afirmamos, que en un libro titulado “Nociones
Elementales de Instrucción Cívica” y que sirve de texto en las escue-
las católicas, encontramos entre otros conceptos los siguientes: “Las
Leyes de Reforma son en su mayor parte leyes de excepción y de
opresión para los católicos que forman la inmensa mayoría de la Na-
ción Mexicana. Fueron expedidas en una época de revolución san-
grienta, y se resienten del espíritu revolucionario que las inspiró.
Cuando se haya hecho la paz en los espíritus, desaparecerán por sí
mismas esas leyes.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 61

Ante estas apreciaciones, natural es que el Estado no permanez-


ca indiferente, debiendo reprimirlas del mismo modo que cuando
se atenta ó se violan los derechos de otro. Así, pues, no es un
ataque á la libertad el que el Estado no tolere que con el pretexto
de enseñar se difundan teorías ó doctrinas peligrosas y disolventes
para la sociedad.
*
**

Ya hemos dicho que los rasgos del profesionalismo arrancan de la


organización política-eclesiástica primitiva, por lo que respecta á la
prohibición para el ejercicio de algunas profesiones, ya en los siglos
XII y XIII, considerándose que por el ejercicio de la medicina, los
sacerdotes se distraían de sus funciones religiosas, se promulga-
ron ordenanzas prohibitivas, tratándose del mismo asunto en los
Concilios de Letrán de 1139, en la de Reims de 1131 y en otro de
Letrán de 1215. En Inglaterra, durante el reinado de Enrique VIII,
se previno “que ninguna persona de Londres, ó que residiese á
siete millas de sus alrededores, no pudiese ejercer la medicina ni
la cirugía sin verificar un exámen y obtener una licencia, concedida
por el obispo de Londres ó por el deán de San Pablo, debidamente
asistidos por la facultad; ni más allá de estos límites, sin licencia
del obispo de la diócesis ó del vicario general, asistidos de seme-
jante manera.”
En 1518, se fundó en Inglaterra el Colegio de Médicos, con faculta-
des para conceder licencias para el ejercicio de la Medicina, comen-
zando desde entonces la lucha entre los autorizados y los que no lo
estaban, así como contra los farmacéuticos cuando ejercían ilegal-
mente su oficio.
En lo referente á los abogados, igualmente que los jueces procura-
dores, etc., su origen es eclesiástico, teniendo los obispos la facultad
de conferir los títulos. En el Concilio de Lyon, de 1274, se dictaron
algunas disposiciones relativas á los procuradores, poniéndolos en el
mismo nivel que á los abogados; pero gobernados todos bajo la auto-
ridad de los jueces de Iglesia. En general, pues, se puede afirmar que
desde muy antiguo estuvo en uso la práctica de exigir el exámen para
ejercer algunas profesiones, excluyendo cada comunidad á los que no
eran suficientemente instruídos.
Véamos ahora la segunda parte del artículo constitucional; dice:
“Que la ley determinará qué profesiones necesitan título para su ejer-
cicio y con qué requisitos se deben expedir.” Este es un punto que en
distintas ocasiones ha dado lugar á que el legislador fije en él su

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62 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

atención sin llegar hasta hoy, por la diversidad de opiniones, á un


acuerdo satisfactorio: creyendo nosotros que la mejor regla para la
prohibición ó la autorización, es valuar los males inmediatos que para
lo primero pueden resultar ó las ventajas para lo segundo.
Los partidarios del más amplio derecho individual, desean la com-
pleta libertad para el ejercicio de las profesiones deduciendo sus prin-
cipios de la misma libertad de enseñanza; por el contrario, los
partidarios de los derechos sociales, sin desconocer el derecho indi-
vidual, quieren algunas limitaciones para algunas profesiones, con
cuyo ejercicio se puede comprometer la vida ó la fortuna de los ciu-
dadanos.
Algunos dicen que no teniendo el Estado ciencia propia, no es
competente para resolver cuáles son las profesiones que necesi-
tan título para su ejercicio. Ya hemos dicho antes que el Estado,
dado su organismo, no puede tener ciencia propia, lo mismo que
religión, artes ó industrias; pero esto no quita que esté en la obli-
gación de promover su desarrollo á efecto de que sean más flore-
cientes, lo mismo que el de apreciar qué hombres son los más
aptos para tan elevados fines, é igualmente el de asegurar que la
sociedad ó el individuo no corran peligro con el ejercicio de tal ó
cual profesión.
Al decirse, por lo visto, que la ley determinará que profesiones ne-
cesitan título para su ejercicio, lo único que se exige es que se com-
prueben las aptitudes, y esto por sus propios medios, es decir, por el
exámen y aprobación científicos, que sí corresponde al Estado exigir-
los, como encargado de la seguridad pública.
¿Podemos decir que con el exámen ya esté asegurada la capacidad
científica, pudiéndose, sin temor, expedir el título?
Véamos lo que dice Demoulins, de la escuela francesa: “La escuela,
por su parte, se coloca en las condiciones más favorables para hacer
sobresalir en los exámenes. Y no es posible que suceda otra cosa,
porque las familias aprecian, las instituciones escolásticas por el nú-
mero de alumnos que preparan cada año para los varios cursos. Un
colegio que no sobresaliere en este género de sport, se quedaría sin
alumnos. En consecuencia, esta es, en concreto, una cuestión de vida
ó muerte.
El medio más seguro de preparar con éxito los exámenes es el
chauffage, porque es necesario darle su verdadero nombre. Este pro-
cedimiento, bárbaro como el nombre que lo designa, se impone de
un modo imperioso, se practica como competencia por la universidad
y los colegios libres.
¿Que es el chauffage?

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 63

El chauffage consiste en dar, en el menor tiempo posible, un conoci-


miento superficial aunque momentáneo, suficiente de las materias del
exámen.
... Pero puesto que consiste principalmente en esfuerzos de la me-
moria, su efecto es superficial y no penetra en la inteligencia: pasa con
la frescura de los recuerdos. Por otra parte, no se ve ningún inconve-
niente en ello, puesto que el único fin del destrozo mental es la apro-
bación en el exámen. Basta, por consiguiente, hallarse en un momento
dado, en estado de hacerse superior á esta prueba: Ya obtenido este
resultado, lo demás es en puridad accesorio, porque la nómina está
asegurada.”
Sergi se expresa en parecidos términos de las escuelas italianas.
Gustavo Le Bon, hablando del concepto latino de la educación y de
la instrucción, dice: “El concepto latino de la educación es la conse-
cuencia del concepto latino del Estado. Puesto que el Estado debe
pensar y obrar por los ciudadanos, debe cuidar de imprimir en las
almas el sentimiento de la obediencia, el respeto á todas las jerar-
quías, y reprimir severamente todas las veleidades de independencia
y de iniciativa. El alumno debería limitarse á aprender de memoria
manuales que le dijeran lo que la autoridad política, religiosa, filosó-
fica y científica habrá decidido sobre todas las cuestiones. Esto era el
antiguo ideal de los jesuitas, y ha sido sabiamente completado por
Napoleón. La Universidad, tal como la ha creado este gran déspota,
es el más hermoso ejemplo de los métodos que hay que seguir para
esclavizar la inteligencia, deprimir los caracteres y transformar á los
jóvenes latinos en esclavos ó en sublevados.
Los tiempos han transcurrido, pero nuestras universidades apenas
han cambiado. Sobre ella pesa principalmente el imperioso poder de
los muertos. El Estado, director exclusivo de la enseñanza, ha con-
servado un sistema de educación, bueno todo lo más para la Edad
Media, cuando los teólogos reinaban como dueños. Este sistema deja
su huella demoledora sobre todas las almas latinas. Ya no se propone,
como en otro tiempo, esclavizar la inteligencia; destruir la iniciativa y
la independencia; pero como los métodos no han cambiado, los efec-
tos son los mismos que antes. Por otro lado poseemos instituciones
que, consideradas únicamente desde el punto de vista de su acción
psicológica, se podrían calificar de admirables, cuando se ve con qué
ingeniosidad crean en categorías enteras de individuos una perfecta
vulgaridad de pensamiento y de carácter. ¿Qué más maravilloso, por
ejemplo, que nuestra escuela normal superior con su prodigioso sis-
tema de exámenes? ¿No habría que ir hasta el fondo de la China para
encontrar algo comparable á ella? La mayoría de los jóvenes que de

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64 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ella salen tienen ideas idénticas sobre todas las cosas y una manera
no menos idéntica de expresarlas. La página comenzada por uno de
ellos puede indiferentemente continuarla otro sin ningún cambio
en las ideas ni en el estilo. Sólo los jesuitas habían sabido inventar
procedimientos tan perfectos de disciplina.
Comparando los métodos ingleses con los latinos, dice el mismo
autor: “El joven inglés, al salir del colegio, no tiene ninguna dificul-
tad para encontrar su camino en la industria, la agricultura ó el co-
mercio. Mientras que nuestros bachilleres, nuestros licenciados,
nuestros ingenieros no sirven más que para hacer demostraciones en
el encerado. Algunos años después de haber terminado su educación
han olvidado totalmente su inútil ciencia. Si el Estado no los coloca,
son desclasificados. Si se dedican á la industria, sólo los aceptarán en
los destinos más ínfimos, hasta que hayan encontrado tiempo para
rehacer su educación, lo cual apenas lograrán.”
Atribuye Le Bon estos males, á que el latino por su herencia y edu-
cación, tiene muy poca disciplina interna, necesita una disciplina ex-
terna. Esta se la impone el Estado y por esto es por lo que está
aprisionado, en una red estrecha de reglamentos, que son innumera-
bles porque deben dirigirle en todas las circunstancias de la vida. El
inglés, por el contrario, habiendo adquirido el self-ncotrol, de donde
se deriva el self-government, sale del colegio hecho un hombre que
sabe guiarse en la vida, no contando más que consigo mismo.
Ante estos hechos que no se pueden desmentir, preguntamos: ¿Qué
utilidad puede resultar de que se expida un título que sólo acredita
conocimientos inútiles é incompletos para la vida práctica?
Pensamos, que sobre el particular, la intervención del Estado no
debe ser siempre rechazada ni siempre admitida; cada caso debe ser
examinado aparte, teniendo en cuenta las necesidades por satisfacer
y los recursos de la iniciativa privada, siendo un error que el papel del
Estado se aminore á medida que la civilización progresa; por muchos
vicios, pues, que tengan nuestros exámenes, porque en realidad los
tienen, no hay que dudar que la sociedad avanza bajo la acción combi-
nada del espíritu de reforma que anima á nuestros gobiernos. Preten-
der comprimirlos, sería tanto como provocar alternativamente
revoluciones y reacciones; por el contrario, dándoles vuelo el progre-
so se realiza por una serie de transacciones y de mejoras.
Volviendo á nuestro discurso, algunos piensan, por lo que tenemos
expuesto sobre el concepto latino de la instrucción, que los títulos
profesionales que la debían acreditar son superfluos si no es que in-
útiles y por lo mismo consideran innecesaria la tutela del Estado;
otros, por el contrario, estiman que la carencia de título puede ser

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 65

causa de la decadencia científica. Nosotros pensamos, sin llevar nues-


tras ideas á las últimas consecuencias, que si bien es cierto que el
diploma profesional no es por sí solo el termómetro fiel de los cono-
cimientos, ni evita los fraudes ó daños que á su, sombra se pueden
cometer, más graves serían los perjucios si el Estado en lo absoluto
no tuviese ingerencia en el ejercicio de las profesiones, todo lo que,
se diga, en tal virtud, sobre los métodos, programas y exámenes de
nuestras escuelas, no destruye, sino que al contrario funda la conve-
niencia del título, ni quita á la Administración sus loables deseos de
corregir los vicios que dejamos apuntados precisamente para que el
exámen y el título sean completa garantía para los intereses sociales.
No creemos tampoco que la falta de ese justificante de saber, pueda
ser causa de la decadencia científica, y apoyamos nuestra afirmación
en que no por la falta de ese comprobante, dejan de ser las materias
científicas menos estudiadas, no aventurándonos al decir, que los
grandes descubrimientos, las grandes concepciones han tenido lu-
gar no tanto en las escuelas como en el silencio de los gabinetes, de
los laboratorios ó del bufete, donde el hombre se encuentra absorto
con sus pensamientos.
Otros, exagerando demasiado el sentimiento de la libertad indivi-
dual discurren, que el Estado se debe abstener de toda inmistión en
el trabajo, las vocaciones, las profesiones, etc., y entonces todo se
llevará al colmo, llegando á ser el bienestar general todo lo más gran-
de posible. El legislador no tendrá que ocuparse de nada, porque todo
se hará conforme á las leyes naturales, yendo el mundo por sí mismo
á su fin.
Por mucho que la ciencia sea esencialmente cosmopolita, nuestro
estado social no nos permite aún que la enseñanza y las profesiones
tengan tan absoluta independencia, siendo imperiosa por hoy la ne-
cesidad de que el Estado intervenga en ellas á efecto de que en su
caso emplee las medidas de policía exigidas por la seguridad pública
esto funda á la vez la conveniencia de que la ley determine qué profe-
siones sean las que necesiten título para su ejercicio.
No habiendo llegado el legislador á un acuerdo sobre tan impor-
tante cuestión, no tenemos ningún punto de qué partir; de modo,
que al emitir nuestra opinión sobre las profesiones que necesitan
título para su ejercicio, no estamos seguros de salir airosos.
En general, para resolver tan complicado asunto no debe tenerse
en cuenta tan sólo los derechos individuales; es preciso, por el
contrario, determinar hasta qué punto, según los datos de la expe-
riencia, el Estado está en situación de proporcionar, sin lesionar
aquellos derechos, una protección que no podrían dispensar las

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66 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

fuerzas sociales obrando libremente y por sí solas. Las ideas sobre


los derechos del Estado en tal punto, son extraordinariamente va-
riadas y opuestas no sólo entre los individuos, sino entre las mis-
mas naciones.
En Alemania se tiene una gran repugnancia teórica contra toda li-
mitación de la libertad personal, salvo la que supone la obligación de
reparar el daño causado indebidamente. En Inglaterra, por el contra-
rio, prevalece la opinión, según la que esa obligación no es garantía
suficiente cuando se trata de industrias que ponen en peligro la salud
ó la vida.
En concreto, nuestra humilde opinión es, que sea cual fuere la ex-
periencia particular de cada Estado, no hay duda que la limitación de
las libertades personales, para exigir el título para el ejercicio de algu-
na profesión, es indispensable en las industrias de naturaleza mixta,
es decir, en aquellas que al mismo tiempo pueden atentar al bien
común y á la seguridad de las personas, incumbiendo á la economía
política investigar los medios adecuados para asegurar el éxito de la
intervención del Estado, sin violentar el ejercicio de los derechos
individuales.
No pudiéndose negar que al Estado corresponde atender á la se-
guridad pública previniendo los atentados posibles, por tal causa se
explica la conveniencia y la necesidad de que en las condiciones arri-
ba indicadas y en algunas profesiones se exija el título para su ejerci-
cio, tócanos ahora resolver con qué requisitos esos títulos se deben
expedir. Aquí se nos presenta nuevamente el punto más escabroso de
la cuestión, por tenerse que conciliar la libertad profesional con los
derechos de la sociedad.
El Estado requiere como único requisito para expedir el título el
exámen final y práctico; pero aquí precisamente es donde surgen las
dificultades; no habría ningunas, si las escuelas oficiales, como las
particulares, en sus doctrinas, teorías, métodos y enseñanzas, estu-
vieran sujetas á un régimen igualitario y nivelador; pero como esto es
contrario á la libertad científica, demostrando la experiencia que este
sistema se opone á todo progreso, tal es el motivo por el que cada
escuela no quiere reconocer en materia de conocimientos más que
su propia autoridad; lo que dá lugar á los conflictos más aparentes que
reales que se realizan en la práctica. En efecto, á primera vista parece
que, siendo por lo regular los profesores de los establecimientos ofi-
ciales los encargados de calificar en el exámen á los candidatos sali-
dos de las escuelas privadas, existe un antagonismo que se puede
convertir en una hostilidad tan irracional como injustificada, para que
el alumno vea el fin de su carrera.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 67

Estos peligros en realidad son imaginarios porque, teniendo la


ciencia un carácter de universalidad, no es posible que la pasión ó
el espíritu de partido lleguen al extremo de hacer que se nieguen
las aptitudes y los conocimientos. Aceptamos que en algunos casos
se emplee mayor rigor en los exámenes, pero esto, lejos de ser per-
judicial, es la mejor prueba de la capacidad para el que logra salir
victorioso. Ojalá que para todos hubiera las mismas exigencias, vién-
dose más que todo las aptitudes, la iniciativa y no las vanas formu-
las y las simples teorías que es por lo que con razón se dice, que los
pueblos latinos tenemos tan imperfecta idea del concepto de la
instrucción.
Por otra parte, si la profesión se va á ejercer en beneficio de la socie-
dad ó del individuo, y una ú otro paga la correspondiente indemniza-
ción, nada tan natural como que sus órganos sean los que hagan la
calificación de los conocimientos; dejar á los mismos interesados
apreciar su saber no es garantía suficiente, siendo esta la razón de
que el Estado por medio del exámen aprecie las aptitudes para otor-
gar el título respectivo, no habiendo temor de que en las pruebas,
científicas se proceda con parcialidad desde el momento que son
públicas, la ciencia la misma para todos los que la han adquirido,
buscándose, como antes dijimos, la unidad de la concepción y la libre
manifestación del esfuerzo.
Algunos opinan que sin herir al derecho individual, basta con la
exacta aplicación de las disposiciones del Código Penal para reparar
cualquier daño causado por el ejercicio de alguna profesión, dedu-
ciendo de aquí lo innecesario del exámen profesional y el título. No
negamos que la ley penal sea un poderoso auxiliar para reprimir
cualquiera perturbación que se pueda ocasionar con el ejercicio de
la profesión; pero esto no quita que, el que realmente sepa, tenga
por qué temer sujetarse á la prueba científica, cuando por el contra-
rio, en su propia conveniencia está provocarla; teniendo el Estado la
facultad no sólo de castigar las infracciones, sino también el de pre-
venirlas; esta es la razón capital por lo que el exámen final es el
requisito indispensable para las profesiones que necesitan título
para su ejercicio y sin los cuales es indiscutible que más riesgo
correría la seguridad pública.
Guillermo Humboldt, hablando de los grados ó cualquier otro cer-
tificado público de conocimientos científicos ó profesionales, dice:
“Deberían concederse á todos los que se presentasen á exámen y lo
sufrieran con buen resultado; pero que tales certificados no deberían
conferir otra ventaja sobre los rivales que el valor que les reconociera
la opinión pública.”

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68 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En fin, si el exámen es requisito indispensable para la adquisición


del título profesional, es indispensable que al practicarse las prueba
no se confundan los hechos y las ciencias positivas con aquellas que
admiten discusión y cuya certeza ó falsedad de las opiniones no
pueden servir de base para la calificación, sino los motivos en virtud
de los cuales el hecho ó la opinión se profesa, pues á ser lo contrario
tanto importaría como que toda la instrucción ó la mayor parte se
pusiese en manos del Estado, lo que está muy lejos de desearse,
aparte de no ser ya dable, en la época moderna, que los conocimien-
tos se encajen en un mismo molde, siendo notorio, al menos entre
nuestras autoridades, que no imponen la instrucción superior; sino
que sólo la dirigen.
Por último, habiendo dejado expuesto que el título es indispensa-
ble para algunas profesiones con cuyo ejercicio se pueden ocasionar
males irreparables ó perjuicios de cualquier género y siendo una de
las principales atribuciones del Gobierno prevenir cualquier mal que
se pueda ocasionar á los ciudadanos y en general estando en la obliga-
ción de garantizar la seguridad pública, es claro que á él corresponde
expedir los títulos para acreditar que el que ejerce alguna profesión
merece confianza.
No creemos que esté fuera de lugar llamar la atención sobre la
importancia que las sociedades modernas están dando á la enseñan-
za técnica industrial y comercial; y aunque entre nosotros no se ha
descuidado, lo cierto es que los mismos ciudadanos no le dan el lugar
que merece, siendo natural que alguna vez sigan el ejemplo de otras
naciones, y cuidado que hablamos de las más poderosas, cuyas ten-
dencias son las de concurrir á la lucha económica, á cuyo efecto favo-
recen todo progreso convencidas de que así atienden al desarrollo de
los negocios y de la riqueza.
En Europa se ha dado á esas enseñanzas, ya estén fomentadas por la
actividad oficial ó por la privada; el lugar debido, no desconociéndose
las necesidades de la concurrencia moderna, ni la conveniencia de
modificar y reformar con frecuencia los procedimientos de fabrica-
ción, buscando en todo caso nuevos mercados y subordinando el pro-
ducto á las necesidades y no éstas á aquel.
Francia, Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, conociendo los
continuos cambios que experimenta la industria y los inventos, cons-
tante y recíprocamente se disputan precederse en el consumo, pre-
ocupándose; con razón en crear hábiles obreros, experimentados
maestros, entendidos comerciantes é ingenieros, etc., estando en-
cargada en la primera de esas naciones, al Ministerio de Industria y
Comercio, por medio de una dirección de enseñanza técnica, la vigi-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA 69

lancia de ese género de escuelas, cuidándolas é inspeccionando sus


exámenes.
En suma, es indiscutible en los pueblos cultos, la conveniencia de
que la instrucción primaria sea obligatoria, diciendo Stuart Mill: “No
se quiere reconocer todavía que dar vida á un hijo sin tener la segu-
ridad bien fundada de poderle nó sólamente alimentar sino aun ins-
truir y formar su espíritu, es un crimen moral que se comete contra
la sociedad y contra el desgraciado vástago, y que si el padre no cum-
pliese esta obligación debería el Estado hacerla cumplir á costa de
aquel.”
“Si se Ilegase á admitir, por fin, que la educación universal debe
imponerse, tendrían término el sin número de dificultades que se
ofrecen sobre lo que el Estado debe enseñar y la manera como debe
renseñarlo; dificultades que por el momento constituyen un verda-
dero campo de batalla para las sectas y los partidos. De este modo se
pierde en querellar sobre la educación un tiempo y un trabajo precio-
sos que deberían emplearse en dar esta educación.”
Respecto á la enseñanza superior, dice el Dr. González Revilla:
“Ya lo dijimos en anteriores líneas, es hoy puramente teórica, cuan-
do debiera ser esencialmente práctica. Los médicos, abogados é
ingenieros, se forman en la clínica, en el foro y en las explotaciones
industriales, mejor que en la soledad del gabinete, donde podían
aprenderse las verdades de la ciencia (ya hemos dicho que esto
tiene sus excepciones), pero sin la seguridad y el rigor que las co-
munica la piedra de toque de la experiencia prolongada y tenaz. Sin
esto, nuestras universidades y escuelas especiales producirán abun-
dante cosecha de sabios; pero faltos del sentido verdaderamente
práctico que suministra la observación razonada y científica de los
hechos experimentales, caminarán á ciegas en el camino de la apli-
cación de sus conocimientos, seguros de estrellarse contra el pri-
mer obstáculo que se levante en su carrera, con daño evidente para
sus intereses y los de la humanidad.”
Por lo que á México importa, las lecciones de la experiencia y los
grandes esfuerzos de nuestros gobiernos á fin de que la enseñanza
obtenga todo su esplendor, hacen esperar y ya se va realizando, que
tan importante ramo de la cultura pública no siga las corrientes lati-
nas, que no cabe duda que conducen á los pueblos á la decadencia,
razón por la que los ilustrados, á pesar de todos los obstáculos, están
evitando á todo trance sus perniciosas influencias.

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III.— LIBERTAD DEL TRABAJO

Art. 4°—Todo hombre es libre para abra-


zar la profesión, industria ó trabajo que le
acomode, siendo útil y honesto, y para apro-
vecharse de sus productos. Ni uno ni otro
se le podrá impedir sino por sentencia ju-
dicial, cuando ataque los derechos de ter-
cero ó por resolución gubernativa dictada
en los términos que marque la ley, cuando
ofenda los de la sociedad.

Ya dejamos dicho, cómo y en qué condiciones le es dable al hombre


ejercer una profesión, como también la razón de que su libertad, en
algunos casos, deba ser limitada y restringida. Tócanos ahora estu-
diarla en el sentido del trabajo y principalmente en sus relaciones
con la propiedad, ya que es otra de las garantías que han ocupado la
atención del filósofo y del legislador. En el libro más antiguo que
como una reliquia conserva la sociedad á través de sus distintas trans-
formaciones, en las Sagradas Escrituras y en el capítulo I, se lee, como
el más importante de los deberes del hombre, la siguiente senten-
cia: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente.” Inspirado este con-
cepto en el sentimiento religioso, todo hizo que por largo tiempo se
tuviese la creencia de que el hombre debía dedicarse al trabajo de la
tierra, estimándose el producto por el esfuerzo muscular, el cual fué
menospreciado por la antigüedad, perpetuándose esa tradición por
largo tiempo al grado de considerarlo servil.
No está en nuestros propósitos hacer el estudio de las ciencias
biológicas y psicológicas del trabajo, ni si bajo la forma económica es
ó no un acto voluntario determinado por la necesidad; nuestros pro-
pósitos se limitan, á demostrar que la Constitución, al reconocer “Li-
bertad del trabajo,” tuvo por objeto reconocerle su derecho, igualarlo
ante la ley y á la vez, para que fuese el factor de la producción, hacien-

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72 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

do que desapareciese el triste espectáculo de que el hombre fuese


abrumado por penosas fatigas y crueles sacrificios, muchas veces mal
ó de ninguna manera remunerados.
Siendo un hecho que no necesita demostración, que el hombre es
propietario de sus facultades intelectuales, morales y físicas, la con-
secuencia tenía que ser, que la ley le garantizase esa posesión y pro-
piedad. Desde el instante, pues, que esas facultades se ponen en
acción persiguiendo cualquier fin, ya se determine el trabajo en vir-
tud de un esfuerzo físico que es la voluntad; contrariar, por lo mismo
á ésta, darle una dirección forzada, no es otra cosa que hacer que las
energías se gasten ó se pierdan en provecho ajeno.
Natural es, por la tanto, que el hombre utilice sus aptitudes y apli-
que sus cualidades personales en beneficio propio, lo que únicamen-
te se consigue con la libertad del trabajo; en la posesión de sus
facultades radica la fuente de las energías y de la voluntad para con-
servarlas, lo que hace, que al emplearlas en cualquier forma que sea,
se verifique un esfuerzo, que es en rigor lo que constituye el trabajo.
La posesión, en virtud de esas facultades, nos lleva directamente á su
libre empleo, no siendo explicable la propiedad de ellas si no la acom-
pañasen la capacidad y aptitud para la libre disposición. No basta con
proclamar ni garantizar la libertad del trabajo, sino que además es
necesario que desenvuelva toda su potencia y al mismo tiempo reha-
bilitarlo, ya que ha sido una de las actividades humanas más heridas
y maltratadas por el despotismo, viéndosele no pocas veces tiraniza-
do por el capital. Áfin de corregir estos abusos, es indispensable que
los factores de la producción, el trabajo, la tierra y el capital, sean
apreciados del mismo modo, sin que uno predomine sobre los otros,
sino que todos se mantengan dentro de los límites de la más comple-
ta igualdad, pues tan malo es que el capital sujete el trabajo á su
esclavitud, como que éste, por exigencias injustificables, impida al
otro el ejercicio de su actividad. Si se quiere, pues, tener una verda-
dera libertad del trabajo, debe dejársele subordinado á la invariable
ley de la oferta y la demanda, quedando de este modo armonizados y
conciliados los tres factores de que hemos hablado, con lo que se
corregirán esos abusos que la Constitución trata de evitar, habiéndo-
se conseguido ya mucho desde el instante en que se han reconocido
al trabajo los derechos que le corresponden.
*
**

A reserva de tratar adelante con más amplitud la cuestión del dere-


cho de propiedad, la iniciaremos aquí, siquiera sea por la relación que

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CAP. II.— LIBERTAD DEL TRABAJO 73

tiene cuando se la mira como consecuencia del empleo de las activi-


dades humanas ó sea de los esfuerzos físicos y mentales.
Spencer dice: que hasta en los mismos animales inteligentes se
manifiesta el sentimiento de la propiedad, dándonos á conocer lo
falso de la creencia sostenida por algunos autores de que la propiedad
individual fué desconocida de los hombres primitivos. Afirma el
mencionado autor: “que no es posible que aun en el estado más sal-
vaje, estuviesen los hombres desprovistos de las ideas y emociones
que dan origen á la propiedad privada; que lo todo que se puede acep-
tar es que tales ideas y sentimientos estaban al principio menos de-
sarrollados que en tiempos posteriores.”
Sea de ello lo que quiera, lo que podemos afirmar y es lo que corres-
ponde á nuestro estudio, en el sentido histórico, es que en el pasado,
fueron muchos y poderosos los obstáculos que se opusieron al esta-
blecimiento de la propiedad privada, una vez que el mismo estado de
la civilización no la podía garantizar sino muy débilmente.
Así tenemos que la propiedad comenzó á adquirirse sobre los obje-
tos muebles, extendiéndose sólo en ciertas condiciones sobre los
inmuebles; el trabajo familiar primero y el comunal después aparecie-
ron desde los comienzos de la humanidad, siendo la tierra y sus pro-
ductos comunes á la colectividad, estando obligados todos los hombres
á emplear sus esfuerzos en beneficio de la misma.
El uso de la fuerza fué necesario para que la propiedad, que en sus
principios fué común, se hiciese individual, la guerra y la conquista
crearon un derecho absoluto sobre la tierra y sobre sus habitantes,
convirtiéndolos en la propiedad del vencedor, quien los repartía en-
tre sus capitanes á título de beneficio. Los antiguos emperadores
aztecas poseían grandes tierras adquiridas á ese título, las cuales, á su
vez, eran distribuidas entre los que se distinguían en las empresas
militares; los conquistadores españoles hicieron otro tanto, recorrien-
do nuestro vasto territorio en busca de riquezas que por lo común
dejaron saciadas sus ambiciones.
Otro elemento para el ensanche de la propiedad individual, tanto
de los bienes muebles, como de los inmuebles, fué el establecimiento
de las medidas de cantidad y valor, facilitando los contratos limitados
antes al cambio y á la permuta, ampliándose más tarde la órbita de la
propiedad según iban siendo los progresos de la industria.
Debemos hacer también presente que luego que la propiedad te-
rritorial fué poseída por el individuo, ya también pudo ser enajenada,
dando origen á la hipoteca.
Creemos oportuno mencionar la clasificación histórica que hace
Morgán, por la relación que tiene con la evolución del trabajo y la

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74 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

propiedad. Dice así: “Salvajismo. Período en que predomina la aprecia-


ción de productos naturales enteramente formados; las produccio-
nes artificiales del hombre están destinadas, sobre todo, á facilitar
esa apropiación. Barbarie. Período de la ganadería y de la agricultura y
la adquisición de métodos de creación más activa de productos na-
turales por medio del trabajo humano. Civilización. Período en que
el hombre aprende á elaborar productos artificiales, valiéndose de los
productos de la Naturaleza, como primeras materias, por medio de la
industria propiamente dicha y del arte.”
Estando, como estamos, en el período de civilización, no se escapa
toda la conveniencia y la necesidad de que en la ley fundamental
quedase consignado el principio de la libertad del trabajo y el libre
aprovechamiento de sus productos, y más cuando aunque al presente
no es de temerse entre nosotros esas luchas que está teniendo el
trabajo con el capital, no está en lo imposible que alguna ocasión nos
lleguen á afectar como están hiriendo en la actualidad á otros orga-
nismos sociales.
Por lo pronto, es de notarse un gran desequilibrio entre el capital y
el salario, porque recíprocamente cada uno pretende que el otro á él
quede subordinado; para evitar los abusos que de este desequilibrio
se pueden derivar, ni la ley ni el Estado deben tener ninguna inge-
rencia á efecto de impedir, limitar ó restringir la libertad del trabajo,
puesto que esa ingerencia solo la puede imponer el que tenga que
pagar el esfuerzo, debiendo reconocerse que así el equilibrio se man-
tiene por sí sólo, y más si se piensa que sin capital no hay salario y sin
éste el primero permanecería inactivo, haciéndose imposible la pro-
ducción; deben ambos quedar sujetos á la invariable ley de la oferta y
la demanda, regla única que debe normalizar la libertad del trabajo.
Colins saca la importante consecuencia que sigue: “El trabajo es
libre cuando la primera materia ó el suelo le pertenece; es esclavo en
el caso contrario. El hombre no puede entonces, en efecto, ejercitar
su actividad sino con permiso de los poseedores de la materia, y el
que tiene necesidad de la autorización de otro para obrar no es evi-
dentemente libre...”
Según Marlo, exponiendo la teoría de la propiedad, dice: “Este de-
recho debe establecerse de modo que asegure la explotación más
fructífera de las fuerzas naturales y haga gozar de los frutos del traba-
jo individual al que los ha creado.”
Emilio Lavelaye, hablando del peligro actual de la situación prove-
niente del antagonismo entre el capital y el trabajo, se expresa así:
“Pero si el mismo individuo es á la vez capitalista y trabajador, se
establece la armonía. Que el asalariado actual llegue á poseer una

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CAP. II.— LIBERTAD DEL TRABAJO 75

parte de la fábrica, de la granja, del ferrocarril, de la mina en que está


empleado, y recibirá, además del salario, una parte del beneficio.”
Los hombres de la Revolución, hablando del trabajo, se expresaban
de la siguiente manera: Shaumette decía: “Hemos destruido á los
nobles y á los Capetos; nos queda todavía una aristocracia que derri-
bar: la de los ricos.” Chalier: “todo placer es criminal cuando los
descamisados sufren.” Tallien, “quiere” la igualdad plena y “entera”
y propone enviar “al fondo de los calabozos” á los propietarios, á los
que llama ladrones públicos. Dupont, miembro de la Convención,
sostiene que “ningún individuo en la República debe existir sin tra-
bajar.” “Obligad —dice Saint Just—á todo el mundo á hacer alguna
cosa. ¿Qué derecho tienen en la patria los que no hacen nada?” En el
periódico El Amigo de las Leyes se leía: “que á cada cual deba pertene-
cer el producto integro de su trabajo,” y en 2 de Septiembre del año
II el pro-cónsul Fuché decía: “Considerando que la igualdad no debe
ser una ilusión engañosa y que todos los ciudadanos deben tener un
derecho igual á las ventajas de la sociedad.”
Necker en su libro sobre “La Legislation de los Granos,” dice al
propietario: ¿Vuestro título de profesión está inscrito en el Código?
¿Habéis traído vuestra tierra de un planeta vecino? No; lo disfrutáis
por efecto de una convención;” agregando en otra parte: “Combate
obscuro y terrible en que el fuerte oprime al débil al abrigo de las
Leyes, en que la propiedad agobia al trabajo con el peso de su pre-
rrogativa. Los propietarios tienen la facultad de no dar en cambio
de trabajo más que el salario más pequeño posible. Los unos se
imponen siempre á la ley; los otros se ven forzados á recibirla.”
Rabaud, Saint Etienne, quiere, que se establezca la igualdad de los
bienes, no por la fuerza, sino por la ley y que se mantengan por leyes
destinadas á prevenir las desigualdades futuras. Barrére, en el dic-
tamen del 22 de Floreal del año 20, dice: “En una república bien
ordenada, nadie debe dejar de tener alguna propiedad;” y por de-
creto de la Commune de París, de 3 de Frimario del año 3° se dijo:
“La riqueza y la fortuna se deben igualmente desaparecer del régi-
men de la igualdad.” Condorcet dice: “Nosotros queríamos aplicar
á la política, la igualdad que el Evangelio concede á los cristianos.”
Por último, el filósofo Joubert, reuniendo perfectamente toda la
idea de la Revolución Francesa, decía: “Los hombres nacen des-
iguales. El gran beneficio de la Sociedad es disminuir esta des-
igualdad todo lo posible, procurando á todos la seguridad, la
propiedad necesaria, la educación y los socorros.”
Fichte, inspirándose en las ideas de la Revolución, según él mismo
dice, escribe: “La propiedad no puede tener otro origen que el traba-

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76 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

jo. Todo aquel que no trabaja carece del derecho de obtener de la


sociedad medios de existencia.” Diciendo, además, en sus “Princi-
pios de Derecho Natural.” “El que no tiene con qué vivir, no debe ni
conocer ni respetar la propiedad de los demás, puesto que los princi-
pios del contrato social han sido violados en detrimento suyo. Cada
cual debe tener una propiedad suya; la sociedad debe á todos, los
médios de trabajo, y todos deben trabajar para vivir. ”
En la época moderna, siendo obispo de Perusa el Papa León XIII
que acaba de bajar al sepulcro y que tan sentido ha sido por la cristian-
dad, escribía en una carta pastoral: “En presencia de esos obreros
aniquilados antes de tiempo por consecuencia á una codicia sin en-
trañas, cabe preguntarse si los adeptos de esta civilización sin Dios,
en vez de hacernos progresar, no nos echan hacia atrás algunos siglos,
volviéndonos á aquellas épocas de duelo en que la esclavitud abru-
maba tan gran parte de la humanidad y en que el poeta exclamaba
tristemente: “El género humano no vive más que para unos raros
privilegiados: Humanum paucis vivit genus.
Minucioso sería transcribir todas las teorías y doctrinas que se tie-
nen sobre el trabajo y la propiedad, por lo que basta lo que tenemos
expuesto para dar á conocer toda la importancia de su libertad de
acción reconocida en bien del interés individual, sin desconocer por
esto la misión de futura moral que en el dominio de la economía
política corresponde al Estado, á efecto de que ocupe su atención en
el temible problema llamado la “Cuestión Social,” para que poco á
poco la riqueza sea repartida de un modo más equitativo en propor-
ción al trabajo útil y conforme á las ideas que conciernen al deber y al
derecho.
*
**

Siendo el trabajo una actividad voluntaria dirigida al fin de produ-


cir un objeto y también con el de prestar un servicio, es indiscuti-
ble que para que quede garantido se hace indispensable que sea útil
y honesto, es decir, que no cause perjuicio, ó en mejores términos,
que no solo esté hermanado con un fin moral, sino que á la vez ese
principio sea el objeto de su acción, pues de lo contrario se tendría
que todos los esfuerzos serían guíados para satisfacer el interés
privado, lo que aunque dá la más completa idea de lo útil una vez
que se emplea un medio para lograr un fin, nada se habrá adelanta-
do supuesto que las actividades humanas, teniendo por base el
egoísmo y el bien propio, el ejercicio de la profesión ó del trabajo,
carecerían de objeto, puesto que ambas suponen relaciones entre

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CAP. II.— LIBERTAD DEL TRABAJO 77

los hombres, en las que se combinan los servicios y los beneficios


recíprocos.
Como la cuestión de utilidad es de verdadero cálculo y cada cual la
mira según sus intereses ó miras particulares, necesario ha sido para
evitar los conflictos entre los intereses encontrados con motivo del
libre ejercicio de alguna profesión, que quedase reservada á las auto-
ridades la facultad de dirimir las contiendas que por tal causa se pue-
dan suscitar, ya porque se ataquen los derechos de tercero, ó ya porque
se ofendan los de la sociedad.
Es preciso recordar, para fundar el principio anterior, que la libertad
tiene sus limites marcados por la razón y la verdad, terminando pre-
cisamente donde comienza el derecho ajeno; es por lo que se deben
armonizar las relaciones externas del individuo con las de los demás
seres, sin que unas ni otras se salgan de su recíproco nivel, pues cuan-
do esto sucede es infalible que existe una violación del derecho, el
que necesariamente tiene que ser protegido y amparado por las leyes;
pero como la parte ofendida ú ofensora no sería posible que resolvie-
se una contienda en la que necesariamente tiene que ser interesada,
toca al Estado por medio de los tribunales marcar á todos los ciudada-
nos la esfera de su libertad individual, ya que desgraciadamente en la
vida social existen antagonismos en el ejercicio de las profesiones, de
las industrias ó de los trabajos, cuando se persiguen fines idénticos ó
análogos, invocándose el derecho propio en detrimento del ajeno.
Es necesario que tratándose de estas controversias de intereses
encontrados y dudosos, y en los que cada cual alega tener mejor dere-
cho, de la decisión en juicio, en el que se expongan todas las defensas
para que en vista de ellas se resuelva, mediante sentencia en forma,
cuál es la limitación ó extensión que debe darse á las actividades
individuales. Esto que decimos respecto al ejercicio de la profesión ó
trabajo en la órbita judicial, cuando se atacan los derechos de tercero,
tiene la misma aplicación cuando la resolución es gubernativa, dicta-
da en los términos que marque la ley, cuando se ofenden los derechos
de la sociedad, ó en otros términos, al bien público.
Como esta última idea se ha invocado en todos los tiempos y bajo
las distintas formas de gobierno, indispensable se hace determinar
de un modo positivo lo que realmente debe de respetarse como de
interés general; ya que cada partido, cada móvil particular lo conside-
ra como lo contrario á otros intereses, á los abusos que afectan di-
rectamente al individuo y lo que es más común, á todo lo que tiene
relación con el sistema económico.
Cuando en la Constitución, pues, se garantiza la igualdad de dere-
chos entre los hombres y cuando á la vez se invoca el bien público, es

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78 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

indispensable que este no viole ninguna garantía, ni que esté inspira-


da por el capricho, cualquiera que él sea, ni aún por la voluntad impe-
riosa, cuando es injustificada, de las masas populares.
Es preciso en tal virtud, que cuando por resolución gubernativa se
impide el trabajo por causas que ofenden los derechos de la sociedad,
se entienda que tales causas obedezcan á motivos permanentes y no
á circunstancias variables ó de momento.
Se comprende por lo expuesto todo el peligro á que dá lugar la
aplicación de la teoría del bien público, por lo que es necesario se le
ponga algún freno, cuando se invoca pare impedir algún trabajo ó
profesión y ese no puede ser más que la sentencia judicial ó la dispo-
sición gubernativa, con arreglo á la ley, para que no haya funciones
arbitrariamente restrictivas, sino que á todas las rija un fin jurídico de
mera garantía de los derechos individuales, sin que éstos puedan ser
lastimados por la acción misma de la sociedad organizada.
También es necesario no olvidar que las leyes administrativas que
con el trabajo y con el ejercicio de las profesiones tienen relación,
pueden dar lugar á diversas interpretaciones ministeriales ó á opinio-
nes distintas, supuesto que, las mismas peticiones no siguen una
regla fija, ocasionando debates en no pocos casos perjudiciales á la
buena marcha de los negocios públicos.
La ley por lo mismo en que se funde la prohibición para el ejercicio
de las profesiones ó de las industrias, debe tener una forma adecuada
para que no se lastimen ningunos derechos, pues aunque la publici-
dad administrativa y el principio de la responsabilidad personal de
los funcionarios, son una garantía para los ciudadanos, no hay que
olvidar, que el ejercicio de su autonomía y competencia en los asun-
tos en que puede intervenir, es comparativamente muy extensa, dan-
do por resultado que las resoluciones gubernativas dictadas, como se
dice, en los términos que marque la ley, puedan dar lugar á interpre-
taciones distintas, aparte de engendrar la desconfianza, por estar
artificialmente disimuladas por la existencia de una jurisdicción su-
prema, única. El indicio seguro por lo tanto, de que las resoluciones
de que hablamos están de acuerdo con la ley, es el respeto que se
tenga á los trámites y formas del procedimiento, tanto más, cuanto
que los recursos contra una medida administrativa no pueden com-
pararse con los procedimientos judiciales, faltando el examen impar-
cial de la segunda instancia, y aunque se pudiera decir que en el caso
de que una resolución no sea arreglada á derecho, se pueda recurrir al
superior inmediato y en último extremo hacerse el asunto conten-
cioso, lo cierto es, que con razón ó sin ella, generalmente se admite
que los diversos funcionarios que forman los distintos grados de la

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CAP. II.— LIBERTAD DEL TRABAJO 79

jerarquía administrativa están ligados tácitamente por una especie


de comunidad de intereses, siendo en el otro caso tardía la acción de
los tribunales, si no es que cuando intervienen, el mal se hizo irrepa-
rable: para evitar estos conflictos es indispensable que las autorida-
des observen constante y escrupulosamente la ley, interpretando cada
caso según las circunstancias, absteniéndose en otros por altas razo-
nes, que la eficacia y la oportunidad lo aconsejen y teniendo siempre
en cuenta que cualquiera que sea su resolución tiene que estar ínti-
mamente enlazada con el conjunto de la legislación, quedando de
este modo fortificados moralmente todos sus actos.

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I V.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO

Art. 5° [reformado en 25 de Septiem-


bre de 1873].— Nadie puede ser obliga-
do á prestar trabajos personales sin la justa
retribución y sin su pleno consentimien-
to. El Estado no puede permitir que se
lleve á efecto ningún contrato, pacto ó
convenio que tenga por objeto el menos-
cabo, la perdida ó el irrevocable sacrificio
de la libertad del hombre, ya sea por causa
del trabajo, de educación ó de voto reli-
gioso. La ley, en consecuencia, no reco-
noce órdenes monásticas, ni puede
permitir su establecimiento, cualquiera
que sea su denominación con que pre-
tendan erigirse. Tampoco puede admitir
convenio en que el hombre pacte su pros-
cripción ó destierro.

Aunque el artículo indicado es un corolario del que hemos estudiado


anteriormente, y aunque repitamos muchos de los conceptos ya esta-
blecidos, diremos que analizando el origen de la familia, de la propiedad
y del Estado, bien pronto encontramos relacionadas con esas cuestio-
nes la del trabajo, explotado primero bajo la forma de la esclavitud, ate-
nuada después con la de la servidumbre, las prestaciones personales,
los llamados derechos y exigencias de los ricos y de los poderosos; en no
lejanos tiempos, el monopolio, el estancamiento de todos los ramos de
la industria, el privilegio impidiendo la competencia, que es la libertad
en la economía, y por último al presente, en no pocos negocios, el
asalariamiento, el que muchas veces no es equitativo.
Es explicable que en la antigüedad el trabajo personal fuese exigi-
do; pero esto acontecía en las sociedades que estaban en el período

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82 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de integración ó bajo el yugo de costumbres tradicionales, las que


hacían que con desdén y sin remordimiento se viese el trabajo perso-
nal como consecuencia de las desigualdades sociales. Así se explica
que Aristóteles dijese: “que hay en la especie humana individuos tan
inferiores á los demás, como el cuerpo lo es al alma y como la bestia lo
ó es al hombre. Propios para los solos trabajos del cuerpo, son incapa-
ces de hacer nada mejor. Esos individuos están destinados por la
‘Naturaleza á la esclavitud, puesto que no hay para ellos nada mejor.”
Triste fué la idea que del hombre y de su dignidad, tenía el filósofo
griego siendo disculpables sus errores una vez que cuando escribía,
solamente en Atenas, se contaban 90,000 ciudadanos libres por
365,000 esclavos y 45,000 extranjeros, existiendo en Corinto, como
en otras ciudades, un número de hombres desprovistos de libertad,
igual al décuplo de la población libre.
Tampoco es de extrañar que en la Edad Media se exigiese el trabajo
personal, una vez que al siervo se le consideraba por derecho divino
como un ser predestinado á emplear sus esfuerzos en provecho ó en
utilidad de su señor, lo mismo que antes, y en los albores del Cristia-
nismo cuando todas las doctrinas, las enseñanzas y los ejemplos, eran
de sumisión, paciencia y obediencia hacia los poderosos, inspirando
las doctrinas resignación para sufrir las privaciones y los ultrajes con
la esperanza de alcanzar en el reino de los cielos el único tesorero y la
verdadera recompensa.
Fundados estos principios, unos en la imposición de la fuerza y
otros en la. idea cristina ya se tenía la base para la imposición del
trabajo personal forzoso; pero tales principios, por más que domina-
ran durante largo tiempo, tuvieron que ser substituídos por otros,
cuando el derecho estableció la igualdad civil entre los hombres y
cuando los mismos cristianos ayudados por la filosofía, comprendie-
ron, á medida que su fe en las promesas evangélicas se iba perdiendo,
que también en la sociedad tenían derechos que hacer valer y obliga-
ciones que cumplir, debiendo tomar parte en los productos y en los
beneficios en proporción al trabajo útil.
El artículo constitucional por lo mismo, tiene por objeto hacer efec-
tivo el producto del trabajo, amparando á los que se crean deshereda-
dos de todo derecho, libertando á las oprimidos, por cualquier causa
que sea, é impidiendo el que haya victimas, ni aún voluntarias, que se
sacrifiquen ante los principios del antiguo régimen.
Antes hemos indicado, que siendo el trabajo una actividad dirigi-
da á fin de producir ó de preparar la producción de un objeto, es in
discutible que, desde el momento en que una voluntad extraña
obligase al individuo á emplear esa actividad en provecho ajeno, ya

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 83

se le convertía en un instrumento, sin duda de los más útiles, lo


que no quita que por la restricción de su libertad de acción se come-
ta en él un enorme atentado que no lo justifica ni la debida retribu-
ción del esfuerzo, una vez que para que no haya ningún derecho
violado, tratándose del trabajo, es indispensable el concurso del
consentimiento.
Aunque ya lo hemos dicho, repetiremos para la mejor inteligen-
cia, que siendo el hombre propietario de sus facultades y de lo que
las mismas producen, nada sería tan fácil como demostrar la razón
que sirve de fundamento al precepto constitucional para que nadie
pueda ser obligado á prestar un trabajo no sólo con pleno conoci-
miento, sino, además, mediante la justa retribución. La primera
condición es indudable que no ofrece ninguna dificultad, una vez
que es indiscutible que, sin voluntad no hay convención posible;
pero tratándose de la justa retribución, hay que convenir que esta
cuestión no esta exenta de dificultades. Opinan algunos que son
más aparentes que reales, supuesto que el pago del trabajo, cual-
quiera que sea la forma en que se realice tiene que obedecer á la ley
del contrato, ó mejor dicho, queda sujeto á lo que cada cual se obliga
á hacer ó recíprocamente á dar. Otros, aunque aceptan la misma
idea, no le dan una extensión tan absoluta, fundándose en que la
experiencia acredita no ser pocos los casos en que, aún contándose
con el consentimiento para el empleo de las actividades humanas,
sin embargo se abusa de ellas por no poder el individuo apremiado
por sus necesidades substraerse á las exigencias del capitalista,
motivándose entonces que la retribución sea arbitrariamente im-
puesta, desde cuyo momento se puede decir que ya no es justa ni
equitativa.
Chateaubriand, en sus Memoires d’outro tombe, hablando del sala-
rio, dice: que no es más que una esclavitud prolongada.
Sin que nuestro propósito se extienda á entrar en el vasto campo de
las cuestiones económico-políticas, creemos que cuando el trabajo
es libre, lo cual sucede cuando el suelo accesible á todos, cada indivi-
duo puede vivir sin tener que ponerse á sueldo de otro, de lo que
resulta que no trabaje para los demás, sino cuando se ofrece como
salario más de lo que uno puede ganar empleando sus fuerzas para si.
Por el contrario, si el trabajo es esclavo, es fuera de duda que los
individuos se ven forzados á emplear sus actividades so pena de mo-
rirse de hambre, á hacerse la competencia y hasta doblegarse á las
exigencias del capitalista, ocasionando que en la repartición de la ri-
queza, la mayor parte pase á los propietarios y la más pequeña á los
trabajadores, oponiéndose este sistema á los que discurren que la

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84 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

propia riqueza de cada cual debe aumentar en proporción al esfuerzo


que se emplea, evitándose de este modo que la fuerza del amo se
convierta en derecho y la obediencia en deber.
Hé aquí la cuestión con la cual se puede abusar, haciendo que el
trabajo no sea debidamente retribuido. ¿Qué hacer en la lucha por la
existencia y con ese conflicto de los egoísmos, para que el más fuerte
no aplaste ni explote al más débil? ¿Podrá el Estado, como órgano de
la justicia intervenir para que á cada cual se le dé lo que le correspon-
de legítimamente, contribuyendo al progreso de la civilización, acep-
tando como misión principal mejorar las condiciones morales,
intelectuales y materiales de los hombres trabajadores? ¿Se evitarán
con esto los males é iniquidades del orden social, haciendo penetrar
en el alma de los hombres de bien el deseo de poner remedio á los
sufrimientos y á las miserias de los propios trabajadores?
Las distintas escuelas socialistas, con más ó menos vehemencia, ó
apoyadas en más ó menos razones, han tratado estos asuntos; por nues-
tra parte, siguiendo á Emilio Lavelaye, decimos con él: “que ni la eco-
nomía clásica, ni el socialismo, pueden servir de guía en la obra tan
difícil de mejorar la suerte de las clases trabajadoras y de introducir
poco á poco una repartición más equitativa de las riquezas...” “Las dis-
tintas escuelas no comprenden bastante que, para llegar á un orden de
cosas mejor; es preciso mejorar á los hombres que estén llamados á
establecerlo y mantenerlo, y que, en primer término, se necesita puri-
ficar y elevar las ideas reinantes que conciernen al deber y al derecho.
Esta es la obra de larga duración reservada al socialismo de la cátedra El
la emprenderá, armado del conocimiento exacto de los hechos que
consignan la historia y la estadística, y animado del deseo de contribuir
á establecer entre los hombres el reinado de la justicia.”
Así, aunque esté proclamado el principio de la libertad del trabajo,
la retribución no cuenta en su apoyo con una definición jurídica pre-
cisa, de modo que esa libertad sólo impone al individuo la plena res-
ponsabilidad de sus actos, y aunque lleva la idea de la igualdad ante la
ley, debe entenderse que es únicamente la civil por ser la que la pro-
pia ley puede dar. El Estado, por lo mismo, no debe resolver todas las
cuestiones del orden económico impartiendo protección á los patro-
nes ante el temor de la concurrencia ó á las demandas de los trabaja-
dores, ni á éstos cuando creyéndose desarmados ante aquellos apelan
igualmente al auxilio de las leyes para defender sus intereses. Se
comprende que si el Estado atendiese á todas esas pretensiones, no
haría otra cosa que volver á las teorías del antiguo régimen con sus
reglamentaciones y rutinas y su protección al trabajo y al producto,
sistema el más ruinoso para el progreso de la sociedad.

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 85

Ante las multiplicadas dificultades corno se pueden presentar para


que el trabajo no sea forzado, siendo á la vez justamente retribuido,
no cabe más recurso que sujetarlo siempre á la ley del contrato. Adam
Smith, afirma: “que el obrero no tendrá nunca un poder efectivo en la
discusión de ese Contrato.” A lo que contesta Liesse en nuestros
días: “que esa afirmación no es ya exacta porque en todo contrato, sea
cual fuere y sean quienes fueren los contratantes; se observa que uno
de ellos le necesita con más urgencia que el otro. Por tanto, la situa-
ción del primero no es tan firme como la del segundo. Y nunca llegará
á establecerse la igualdad absoluta en la concurrencia, porque la des-
igualdad de las partes contratantes obedece á la naturaleza de las
cosas, al objeto del contrato, á la situación del mercado, á la de los
contratantes en el momento preciso que discuten las cláusulas del
negocio que quieren realizar. La ley ha establecido una igualdad, la
igualdad civil, y con ella dá un derecho, un medio, pero no una fuerza
intrínseca. Podremos usar de ese derecho peor ó mejor; pero nunca
obtendremos, ipso facto, la transformación de las cualidades intelec-
tuales, morales y materiales de un individuo”.
Como consecuencia de lo expuesto, ya podemos decir que, tratán-
dose de la retribución del trabajo en el sentido constitucional se
entiende como justa la que se haya fijado en el contrato por mucho
que sea efectivo, real é incontestable el poder de la concurrencia y por
más también, que ésta sea empleada mal con harta frecuencia.
Para terminar este punto; diremos que hay que convenir que es legí-
timo el sentimiento que impulsa á las clases trabajadoras hacia un
bienestar mejor, no sólo legítimo, sino, además útil para el progreso
social, estando conformes todos los economistas, en que la extensión
de las necesidades es el primer impulsor del progreso industrial, no
debiéndose olvidar que la ley de la oferta y la demanda no gravita inva-
riablemente sobre las espaldas de los trabajadores como una condena
eterna, ni los obliga para siempre á una vida inferior, teniendo ellos
mismos sus propios recursos para hacer valer sus derechos dentro de
los límites de la ley, determinándose el valor de la fuerza del trabajó,
según el valor de los productos necesarios á la conservación cuotidiana,
á su reproducción, á la educación técnica, variando todo según las épo-
cas y según los elementos históricos y morales de los pueblos.
*
**

Se agrega en la segunda parte del artículo constitucional, que: “El


Estado no puede permitir que se lleve á efecto ningún contrato, pacto
ó convenio que tenga por objeto el menoscabo, la pérdida ó el irrevo-

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86 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de trabajo,


de educación ó de voto religioso.” En el constituyente, no dieron lugar
á largos debates las dos primeras cuestiones, pensándose, respecto del
trabajo, que no existiendo la esclavitud, quedaba garantizada la liber-
tad de las personas con el cambio de los servicios, y de idéntica manera
por causa de educación, una vez que ésta es finita y limitada á cierto
tiempo. En lo referente á la pérdida de la repetida libertad por causa de
voto religioso, sí, la cuestión reviste otro aspecto más delicado, no sien-
do pocas las discusiones y disputas que sobre el particular se han pro-
vocado, no faltando algunos que miren la prohibición constitucional
como un ataque ó violación de la libertad de conciencia ó de asociación.
Por lo que á nosotros toca, procuraremos analizar tan escabroso asunto,
con completa independencia é imparcialidad de miras, fundándose
nuestras apreciaciones en el derecho histórico.
Es indiscutible en tal virtud, que el voto religioso tiene dos aspec-
tos diferentes: uno interno y el otro externo; el primero, como es fácil
demostrar, por el hecho de ser un acto secreto del espíritu, no puede
sorprenderlo más que la ley moral, escapando á las determinaciones
del derecho, siendo evidente que en este caso no lo puede tocar nin-
guna ley positiva. No acontece lo mismo cuando tiene su manifesta-
ción externa, siendo el objeto ó el fin de una convención; en estas
condiciones la prohibición del artículo constitucional se justifica no
sólo por lo que favorece al individuo, sino porque éste, aunque volun-
tariamente sacrifique su libertad, se substrae á los lazos sociales,
volviéndose egoísta por sistema, contribuyendo al abatimiento del
Estado, puesto que sólo procura tenerlo todo subordinado al medio
de sus doctrinas ó á las reglas de tal á cual instituto, lo que no se
puede consentir, ya porque se establecen desigualdades sociales, ya
porque la pérdida de la libertad ofenden al orden y á la moralidad
pública. Además, es innegable que por sagrados que sean los dere-
chos del hombre, el Estado tiene otros superiores sobre todos sus
hijos, y por consiguiente tiene la facultad de prohibir, anular ó hacer
ineficaces los votos contraídos ó prometidos sin su anuencia, ó que
hayan llegado á ser perniciosos para el bien común. Es, pues, libre el
hombre para contraer en el seno de su conciencia los votos que quie-
ra; pero no para realizar en el exterior aquellos que contradigan al
derecho social encarnado en el Estado.
Seguiremos tratando adelante este asunto, ya que en otra parte del
artículo se dice: “la ley, en consecuencia, no reconoce órdenes
monásticas; ni puede permitir su establecimiento, cualquiera que
sea la denominación ú objeto con que pretenda erigirse.” Véamos
antes cuál es el origen y los progresos de las comunidades: “El israe-

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 87

lita Philón, citado por Nicéforo Calixto en el libro 8, capítulo 39 de su


Historia Eclesiástica dice: que en su tiempo habitaban cerca de la
laguna Miotis algunos judíos graves y venerables que habiendo deja-
do sus pueblos y distribuído sus bienes, se habían retirado á los cam-
pos para dedicarse exclusivamente á la contemplación y culto divinos;
que ahí se alimentan con pan, hierbas y agua; que no comían antes
deponerse el sol, y que solían ayunar hasta tres días consecutivos,
privados siempre del uso de carnes y de vino.” á estos hebreos siguie-
ron con menos aspereza privaciones los cristianos del siglo I, conoci-
dos con el nombre de ascetas los que sin negarse á la sociedad civil,
profesaban virtudes eminentes, conservando sus propiedades para
socorrer á los necesitados. La persecusión de Decio, nacida en el
siglo III, de causas ajenas del espíritu del Cristianismo, hizo que
muchos cristianos huyesen á los montes de Egipto, donde cesaron
sus persecuciones y discordias, hallando seguridad para renovar sus
prácticas religiosas, y aunque al principio adoptaron está vida como el
medio único de conservar su existencia, el hábito llegó á hacerla tan
agradable, que calmada la persecución y disipado el miedo, prefirie-
ron los refugiados la independencia y soledad de los bosques al atrac-
tivo de sus antiguos hogares, viviendo dispersos hasta la época de
Constantino, en que San Pacomio levantó algunos monasterios en la
Tebaida. Hilarión fué él primer monje que entró en Palestina, lleván-
dolos á la Armenia el obispo Eustaquio.
En Italia, según dice Baconio, no los hubo hasta el año 340, en
que Atanasio introdujo vida común; después el obispo de Tours
los reunió en Francia, apareciendo hasta el siglo V, en Inglaterra.
Por lo que toca á España, según la opinión de Ambrosio Morales y
Juan de Mariana, la primera vez que se habló de monjes fué en el
concilio de Tarragona, por los años de 516; pero ya se había tratado
de ellos en el canon sexto del que se celebró en Zaragoza en 380,
puesto que 37 años después de este sínodo el Papa Zósimo re-
prendió á los obispos por las órdenes que conferían á los monjes;
el instituto, pues de ellos fué posterior al de los ascetas, diferen-
ciándose en que aquellos estaban encerrados en sus celdas ó con-
finados en la soledad; huyendo del concurso y trato de los hombres,
mientras los segundos vivían entre ellos. Por otra parte, los mon-
jes precisamente debían ser legos, pues, de otro modo no se expli-
ca que se les prohibiese por el Concilio Calcedonense intervenir
en los negocios eclesiásticos. Los ascetas podían ser clérigos ó
seculares, lo que dió por resultado que los primeros estuviesen
sujetos á reglas ó institutos privados, y los últimos á la ley evangé-
lica ó al método que adoptaban.

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88 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Los monjes solían tomar el nombre del lugar en que vivían ó de


los ejercicios á que más se dedicaban. Llamáronse Tebanitas á los
que habitaban en un lugar llamado así en una de las islas del Nilo.
Anacoretas á los que vivían en cavernas lejos de la sociedad huma-
na. Cenobitas á los que hacían vida común. Insomnes, á los que
sostenían relevándose día y noche, el ejercicio de la salmodia. Se-
gún San Gregorio, hubo otros en Egipto á los que se les llamó
Remboch, los que, según Casiano, vivían á su antojo, sin freno al-
guno, pero siempre afectando seguir la perfección evangélica “suo
arvitratu ac dilime, sine ulla disciplina, evangelicam perfectionem
corona omnibus offectantes, et simulantes.” Hubo también monjes
casados, propagándose de tal modo el furor monacal que hasta los
canónigos entraron en la moda de ser regulares. No pretendemos
relatar las luchas sostenidas por los monjes y los obispos, por lo
que sólo transcribimos lo que estos últimos dijeron en contra de
los primeros en el Concilio Lateranense, bajo Calixto II: “Sólo
falta que nos quiten el báculo y el anillo, y que nos sometan á
ellos: pues ya poseen las iglesias, tierras, castillos, diezmos y las
oblaciones, tanto de vivos como de muertos. Los canónigos y los
clérigos están envilecidos, desde que los monjes aspiran á nues-
tros derechos, con una ambición insaciable, en lugar de vivir en el
santo reposo.” Los monjes á su vez miraban mal que los obispos
se mezclasen en el nombramiento de sus abades, en disponer de
sus bienes y en alterar el silencio de los claustros. Minucioso sería
reproducir todos los privilegios y exenciones de que gozaron los
regulares; baste decir, que Inocencio III, reprendiendo á los mon-
jes de Cister, llegó á decirles “que merecían la revocación del pri-
vilegio por haber abusado de la libertad concedida.” Los Padres
del Concilio de Trento, por su parte, convinieron: “que los privile-
gios y exenciones habían llegado á perturbar la Jurisdicción
episcopal dando ocasión á los exentos de relajarse en sus costum-
bres; de nada sirvieron las observaciones, de los hombres pru-
dentes y de buena fe, puesto que, como decía el obispo de Córdova,
Don Francisco Solís: que “en virtud de las exenciones y privile-
gios de los regulares quedaban ligados de manera que se conver-
tían en colonias ó legiones romanas, destinadas á sostener y dilatar
el poder de aquella corte, haciendo en lo temporal á los monarcas,
vicarios amovibles de los Papas.” Del mismo modo de pensar fué
el cardenal Pallavicini. “Hist. Concil. Trident.”
Durante los siglos VIII, IX y X, el mayor número de monjes era de
personas laicas, contándose muy pocos sacerdotes entre ellos; los
viajes de las Cruzadas dieron á conocer otra clase de hombres reuni-

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 89

dos en comunidad, los Carmelitas, los Ermitaños de San Agustín y


los Franciscanos; los primeros tenían el título de predicadores contra
las herejías, los otros daban ejemplos de rectitud y humildad, vivien-
do de la caridad de los fieles; San Felipe Benicio y otros santos au-
mentaron el número de institutos, derivándose de otras órdenes
los claustrales, los alcantaristas, los capuchinos y los mínimos de San
Francisco de Paula. El instituto de monjes de Oriente, dio el ser a los
basilios, jeronimianos, antonianos, etc, y el de San Benito en Occi-
dente, a los cluniacenses, cartujos, camaldulenses, premonstatenses,
cistercienses, trapenses y otros varios. En resumen con el titulo de
reforma, en el siglo XVI, casi todos los institutos se habían duplicado,
apareciendo los clérigos reglares, llamados menores, quienes bien
pronto se les vió cundir de un modo mounstroso, siendo el deseo de
todos el de fundar casas de canónigos regulares. En España, tierra
demasiado fecunda para esa semilla y no obstante estar ya infectada
de monjes blancos y negros, nacieron los clérigos de las Ordenes del
Santo Sepulcro de San Juan de Jerusalem, de los Templarios de gran
Monte, de Calatrava, de San Yago de Alcántara y otros varios. A fines
del siglo XII y principios del XIII, aparecen en Francia dos nuevas
gentes y luego en España los Redentores de Cautivos, casificándose
en Trinitarios ó Maturinos, alusivo á San Juan de Mata, su fundador,
y en Mercenarios; andando el tiempo se produjeron los Descalzos,
llenando el mundo los Dominicos; otros de San Camilo de Lelis, de
San Ignacio de Loyola, de San Felipe Neri, de San Vicente de Paul, de
San Juan de Dios, de San José de Calasanz, de San José de Cupertino,
etc. Es curioso que cada instituto a los pocos días de la muerte de su
fundador perdía su fervor, pidiéndose la dispensa de la observancia
de la regla, á lo que accedían los Papas, originándose de aquí que se
multiplicasen las comunidades á tal grado, que los padres del Conci-
lio general de León se vieron precisados á confesar, que causaba ya
desorden en la Iglesia de Dios, tanta diversidad de institutos, y tan
enorme multitud de hombres arrancados a la sociedad civil, con títu-
lo de santidad y perfección evangélica.
Se han empeñado los frailes y los escritores romanos en persua-
dir, que todas las fundaciones religiosas fueron inspiradas por el
Espíritu Santo, para atender á las necesidades de la Iglesia y propor-
cionar ventajas á la religión católica. El Sr. Llorente, sin detenerse a
combatir esa opinión, y lo mismo decimos nosotros, se expresa en
los siguientes conceptos: “Si el Espíritu Santo fuese inspirador de
institutos reglares, parece haber sido aficionado á seguir las modas
del siglo, conforme á las opiniones generales de cada tiempo y si-
tuación política de los Estados. En el siglo tercero anacoretas, por-

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90 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que había persecución. En el cuarto cenobitas, porque se les prote-


gía. En el quinto monjes, porque se les concedían grandes campos.
En el octavo canónigos, porque ya fastidiaban los monjes á fuerza de
ser muchos, muy ricos, muy imperiosos y muy intrigantes para que
se les diesen obispados. En el onceno reformas de monjes, porque
los canónigos los habían empujado, retratándolos ya como relata-
dos, ambiciosos y gurmandones. En el doceno canónigos reglares
de Ordenes Militares, porque las Cruzadas hicieron conocer ideas
nuevas y tal era la de mezclar las armas con los oficios religiosos. En
el treceno las Ordenes Mendincantes con títulos de caridad espiri-
tual y temporal y de protección evangélica: pensamiento tomado de
observaciones hechas sobre la conducta de los Caballeros Templa-
rios, los de San Juan y los otros que favorecían al prójimo, pero
llenándose de bienes; y sobre la de los pobres albingenses que se
interpretaba en mal sentido. En los catorceno y quinceno, sólo in-
fluyó reforma de algunos institutos, acomodándose á lo material
del cánon lugdunense, y en el décimosexto completó las inspiracio-
nes de reformas.
Pero como ya no había pito que tocar en punto de monjes y frailes,
introdujo la moda de los anfibios clérigos reglares, tormando del cle-
ro secular los vestidos y del regular la vida en comunidad. Los teatinos
de San Cayetano y los Jesuitas de San Ignacio comenzaron, y el Espí-
ritu Santo se acomodó á las opiniones generales del tiempo, prosi-
guiendo, en fin, las muchas congregaciones antes citadas y otras
distintas en el siglo décimoséptimo, hasta que cansado cesó de inspi-
rar en el décimoctavo, porque las luces filosóficas que se propagaban,
no permitían á los gobiernos dar fácilmente ascenso á revelaciones
voluntarias.”
Examinada en la actualidad la utilidad de los Monjes, de los frai-
les y de los clérigos reglares, no se encuentra ninguna razón bas-
tante para defender su existencia; bastando para comprobarla que
todos los institutos dirigidos á la contemplación y cántico de las
alabanza divinas son completamente inútiles civilmente, además
de ser perjudiciales, porque estancan los bienes raíces, aminoran la
población, quitan á la agricultura sus brazos y al comercio sus recur-
sos, con perjuicio de los habitantes del país. Las cuatro corporacio-
nes dedicadas á la redención de cautivos, son completamente
innecesarias, puesto que ni hay cautivos, y además, los Estados se
encargan con más eficacia de resolver estas cuestiones. Los jesuitas
y los esculapios, aparte de ser nocivos, han costado más caro á los
gobiernos que los profesores laicos, diciéndose lo mismo de los
hospitalarios de San Juan de Dios y los auxiliantes de San Camilo

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 91

de Lelis, una vez que cualquiera puede llenar estos oficios con bue-
na voluntad.
Solamente la imaginación acalorada de algunos puede interpretar
como amonestación de Jesucristo la existencia de frailes, sacerdotes
para auxiliar á San Pedro, á los apóstoles, á los obispos y á los otros
discípulos para predicar su doctrina, deduciendo de aquí el por qué
de la fundación de las comunidades. En los primeros tiempos del
Cristianismo, nadie lo comprendió así, puesto que todos entendie-
ron seguir á Jesús con los pies y con la voluntad, acompañándole en
las expediciones de predicar contra el vicio en favor de la virtud. Bus-
que quien quiera un solo texto en que insinuase la más mínima, espe-
cie de que la perfección cristiana consiste en retirarse á los desiertos,
á las cavernas ó recluirse dentro de las murallas de un convento. Por
el contrario, Jesucristo dijo á sus apóstoles: “Sed perfectos, porque lo
es también vuestro padre celestial” y esta persuasión, justa como la
de recorrer el mundo predicando necesariamente es incompatible
con la interpretación de los fundadores de órdenes religiosas sólo
explicables en los primeros tiempos por el temor de no caer en idola-
tría, por falta de fuerzas para resistir la tentación, el miedo á las perse-
cuciones, la fama de santidad, la ambición de riquezas y de poder y
más que todo la manía del tiempo disfrazada con el vestido de la
inspiración.
En consecuencia de todo lo dicho, se tiene que convenir que el indi-
viduo, con el hecho de contraer un voto religioso ó con el de pertenecer
á tal ó cuál instituto de la misma naturaleza, queda subordinado al
estado eclesiástico por medio de la doctrina, dando por resultado que
ya no quiera depender más que de su jefe, desconociendo el poder de
su respectivo soberano, excitando las ideas contra todo lo que no esté
de acuerdo con sus teorías, persiguiendo con título de religión todo
aquello, que á su entender se opone á los intereses ó prerrogativas de la
corporación á que pertenece, desconociendo por completo los benefi-
cios de la sociedad civil en que vive y queriendo extender el dominio
espiritual sobre la tierra que pisa, como si ella tuviese una alma capaz
de salvación ó condenación. Omitimos señalar otros graves males que
traen consigo los votos y las comunidades religiosas, bastándonos por
hoy, para comprender su inconveniencia, un solo hecho, aparten de los
indicados, y es, que consagrando el individuo su voluntad á la corpora-
ción de que se reconoce miembro, desea con ansia la elevación del que
hace veces de cabeza moral, creyendo que cuanta más honra, más po-
der y más riquezas tenga, tanto más han de refluir estas ventajas en
cada uno de sus miembros, acreditando la experiencia que estas máxi-
mas independientemente de ser altamente perjudiciales al bien, co-

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92 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

mún, encierran sentimientos ambiciosos disimulados con una mal en-


tendida virtud.
Después de las ideas generales que dejamos expuestas, diremos
por lo que á México se refiere, que desde los primeros días de la
Conquista, cuando los españoles se precipitaban con gran entusias-
mo y también con censurable codicia en la senda de aventuras con
que les brindaba nuestro suelo, aparecieron también las primeras
órdenes monásticas, las que también más tarde tenían .que infectar
á todo el país con sus privilegios y exenciones; al grado, según lo
testifica la ley 49, Tít.-14. Lib. I° de la Recop. de Indias, qué Felipe
IV pidió y obtuvo de su Santidad que las revocase. Sin embargo no
fué así, porque las comunidades se desarrollaron con inaudita rapi-
dez de una manera formidable, siendo explicable esta plaga cuando
en 1510, decía el Rey á Diego Colón, hablando de los dominicos;
“yo vos encargo é mando que les señaleys muy buenos sytios en
lugares apazibles para su Recogimiento donde ellos puedan hazer y
fundar las dichas casas de su orden.” Otro tanto tenía que suceder
respecto de las demás órdenes religiosas y sucedió de tal manera en
1677, que el marqués de Barenas manifestó á la monarquía españo-
la, “que uno de los mayores daños que padecen las Indias y que más
necesita de remedio es el excesivo número que hay de conventos
de religiosos y religiosas,” concluyendo después de señalar otros
males “que si esto no se reforma en todo, se perderán las Indias”.
Inútiles fueron los consejos, las reclamaciones y las providencias
que se tomaron para evitar un mal que se había hecho crónico, ha-
biendo contagiado á toda las conciencias, y lo que es peor aún, de-
jando un gérmen que necesariamente tenían que heredar las
generaciones futuras y con el que tan hábilmente inoculan mucho
ministros del altar, no tanto á los hombres, como á las mujeres,
valiéndose de su inexperiencia y de su ignorancia, la cual fomentan
para arrancarlas del seno de sus familias, dejándolas sin patria y sin
hogar, escogiendo de preferencia aquellas cuyos bienes pueden usur-
par fácil como groseramente.
Para pintar cuál era el estado de las comunidades religiosas durante
la dominación española, no se necesita recurrir al gran acopio de do-
cumentos que la historia ha recogido, basta con uno recientisimo, y
cuidado que se trata de hechos consumados á fines del siglo XIX, V
Posada Reuve iniernationale de sociologie, Febrero de 1898.
Habla del jefe de la insurrección filipina “Nosotros salimos á cam-
paña, no porque deseemos separarnos de la madre patria, sino porque
nos hemos visto obligados á no sufrir el yugo material y moral de la
antigua liga, representada por los frailes en nuestro país. No pedimos

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 93

otras reformas qué las consistentes en la restricción del influjo que


los frailes han adquirido por la ley sobre nuestros pueblos.”
Habiendo adquirido las comunidades gran prestigio moral y á la
vez las inmensas riquezas, que las leyes de Indias les dejaron poseer,
como premio concedido por la conversión de los indígenas, bien pronto
con ese poder llegaron á la corrupción más completa, puesto que no
satisfechas de dominar en las conciencias, ya con tales elementos
tenían el camino abierto para hacer lo mismo en el Estado, apenas si
algunos hombres extraordinarios pudieron escapar á los atractivos y
seducciones de la vida material, una vez que, poco faltó para que los
claustros fuesen sepulcros blanqueados, venerables por fuera y lle-
nos de podredumbre en su interior. Los derrumbes de la piqueta
revolucionaria nos han revelado infinidad de misterios, por lo que
estamos á punto de decir de nuestras comunidades lo que ya en el
siglo XII decía una abadesa hablando de Alemania: “ En disolutas
reuniones de clérigos y legos las iglesias se profanan con glotonerías
y borracheras, con farsas y bufonadas, con juegos, ruido de armas y
con vanidades y excesos de toda clase.”
En Francia y en la misma España, comprendiéndose la relajación y
decadencia á que habían llegado las órdenes monásticas, las persi-
guieron en el siglo XVIII, viéndose por los filósofos de la primera de
esas naciones el celibato como contrario á las leyes naturales y en la
segunda la riqueza de las comunidades como una amenaza para el
bien público, supuesto que la mayor parte de la propiedad estaba
amortizada y en consecuencia fuera de la circulación.
Como no falta quien para sostener la conveniencia del voto ó de las
órdenes monásticas invoque el celibato como una prescripción cris-
tiana, nos permitimos una digresión tanto más cuanto que no quere-
mos que los católicos ignorantes ni los escrupulosos reciban nuestros
conceptos como exagerados. Ante todo, la tradición cristiana nos dice
que Jesucristo no prohibió a San Juan Evangelista casarse después de
hacerlo apóstol, obispo o presbítero, y citamos á este santo porque fue
el único apóstol no casado; tampoco prohibió a sus otros discípulos la
continuación de la vida conyugal. Esto que afirmamos le constó á San
Ignacio, San Justino, San Cipriano, San Hermas, San Papias y á otros
escritores de los tres primeros siglos. El mismo San Pablo decía que
él estaba autorizado en sus viajes á llevar á su mujer al igual que los
otros Apóstoles. Vemos, pues que la Iglesia en sus primeros tiempos
no prohibió a los obispos y presbíteros el uso del matrimonio, encar-
gando San Pablo únicamente que no fuera elegido para obispo sino el
casado con una sola esposa que tuviera hijos bien educados y de ho-
nesta reputación y fama. El primer precepto sobre el celibato se des-

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94 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cubre en la decretal del Papa Silicio, dirigida en el siglo IV al arzobis-


po de Tarragona, castigando sin esperanza de perdón, á cualquier
obispo, presbítero ó diácono que no lo guardase, lo que importaba
ponerse en oposición con las doctrinas de San Pablo; pero aun hay
más, el celibato, clerical fué contrario al cánon tercero de los llamados
apostólicos, diciéndose en él: “que el obispo, presbítero ó diácono que
separase de su sociedad á su esposa con pretexto de religión, fuese
reprendido y amonestado á reunirse; y si así no lo hiciere, se le de-
pondrá.” Si no fuera bastante lo que dejamos expuesto, tenemos, que
aunque en el Concilio general de Nicea del año 325, hubo un apasio-
nado del celibato, el contradictor San Pafnuncio, no obstante sus
ochenta años y ser uno de los pocos célibes, sostuvo con vehemencia
la causa del matrimonio clerical, quedando los adversarios sin réplica.
En virtud, por lo visto, de que el Papa Siricio no fundó su ley en el
Concilio de Nicea, á pesar de que á él concurrieron 318 obispos, en los
cánones apostólicos, en la Santa Escritura, ni en la tradición, hay que
convenir que el celibato no tuvo más razón de ser que la moda espiri-
tual, que había comenzado á prevalecer por imitación de los anacore-
tas. El Papa Gregorio VII renovó la ordenanza del celibato clerical á
fines del siglo XI; pero los escritores de esa época escribían: “que el
mayor de los males civiles era impedir á los clérigos su matrimonio,
porque sólo su permisión podía librar á las familias honradas de los
continuos peligros de seducción á que se verían expuestas las matro-
nas honestas y vírgenes nobles, según lo hacía saber ya con dolor la
experiencia.”
La frecuente renovación de ordenanzas en Concilios provinciales y
diocesanos, los restos de los recién nacidos, encontrados en las rui-
nas de los conventos, nos demuestran á las claras cómo se guardaba
el celibato y á qué fatales y desastrosos resultados conduce el con-
traer determinados votos. Los mismos Papas Julio III, Paulo IV y Pío
IV, dueños despóticos de las deliberaciones del Concilio Tridentino
en cuanto á la disciplina, (según el sentir de un escritor, católico por
cierto,) “son inexcusables, porque les constaban los escandalosos
ejemplos de lujuria clerical posteriores á los Concilios de Basilea y
Florencia; eran recientes las memorias del mismo PíoPaulo II, Sixto
IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, Julio II, León X y Paulo III, todos con
hijos, más ó menos públicos, todos escandalosos hasta lo sumo y
algunos de ellos sodomitas sin disimulo.” Por otra parte, coligándose
el celibato con la riqueza sacerdotal y con la ambición del clero, ade-
más de producir el orgullo de sus miembros, ocasiona males políticos
incalculables.

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 95

*
**

La Revolución francesa del 89, con cuyos choques se produjeron


tantos relámpagos de verdadera luz para alumbrar á los pueblos, in-
fluyó en gran manera en el destino futuro de la vida monástica. Así,
en Noviembre de ese año, la Asamblea Constituyente dictó una ley
suspendiendo los votos religiosos, y el 13 de Febrero del año siguien-
te, las órdenes y las comunidades. La ley constitucional del reino,
decía: “no reconocerá ya los votos monásticos solemnes de personas
de uno ú otro sexo,” y más adelante: “Y en consecuencia, las órdenes
y las congregaciones regulares en que se hacen tales votos, son y
quedan suprimidas en Francia, sin que puedan crearse otras seme-
jantes en el porvenir.”
Acostumbrados los altos dignatarios de la Iglesia á sus antiguos
fueros y privilegios, y á que los pueblos los mirasen como unos seres
superiores, vieron como un sacrilegio que el Estado se entrometiese
en los asuntos de su instituto, y aterrorizados ante la perspectiva de
que se les iba á escapar un poder del que tan mal uso habían hecho, sé
aprestaron á la lucha, poniendo en juego las preocupaciones y las vie-
jas tradiciones contra la legislación y la ciencia.
En México, á principio del siglo pasado, cuando apenas se dejaban
oír los truenos de la tempestad, que en Europa estaban produciendo
las nuevas ideas, para derrumbar al antiguo régimen, apenas si uno
que otro hombre extraordinario se atrevió á poner manos en la traba-
josa obra de la regeneración social. El 8 de Noviembre de 1833, se
publicó una circular de la Secretaría de Justicia, en la que se insertaba
la ley de la propia fecha, por la que se derogaron todas las leyes que
imponían cualquier género de coacción, directa ó indirecta, para el
cumplimiento de los votos religiosos. En el art. 1° se decía: “Los
religiosos de ambos sexos, quedan en absoluta libertad, por lo que
respecta á la autoridad y orden civil, para continuar ó no en la clausura
y obediencia de los prelados. 2° Los que se resuelvan á continuar en
la comunidad de los conventos y monasterios respectivos, deberán
observar su instituto y sujetarse á la autoridad de los prelados que
quedasen ó elijan nuevamente por su falta. 3° El Gobierno, así como
protegerá la justa libertad de los religiosos de ambos sexos, que vo-
luntariamente quieran abandonar los claustros en conformidad con
lo dispuesto en esta ley, auxiliará también á los prelados en los casos
en que sus súbditos, que se resuelvan á seguir la comunidad, les
falten al respeto ó desconozcan su autoridad y disposiciones dirigi-
das al cumplimiento de sus deberes y observancia de su instituto.

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96 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Esta ley que parece que fué dictada con una mezcla de valor y de
timidez, que más bien parece una especie de transacción entre el
poder temporal y el espiritual, hay que reconocerle su mérito, puesto
que sin duda influyó como las lecciones de la experiencia, para que
después se fuesen dictando, aunque en medio de reacciones, las le-
yes de Reforma.
Por decreto de 26 de Abril de 1856, quedó derogado el de 26 de
Julio de 54, restableciéndose la ley de Noviembre de 33. Es decir,
se abolía nuevamente todo género de coacción directa ó indirecta
sobre el cumplimiento de los votos. La de 25 de Junio de 1856,
dejó subsistentes las comunidades religiosas; pero en la de 12 de
Julio de 59, se suprimieron por completo, previniéndose en el art.
15 “que los eclesiásticos regulares, que se reuniesen en cualquier
lugar para aparentar que siguen la vida común, fuesen expulsados
de la República; las religiosas quedaron exceptuadas de esta dis-
posición según el art. 14, pero según el 21, se cerraron perpetua-
mente los noviciados, prohibiéndose nuevas profesiones de ese
género, prescribiéndose, finalmente, que fueran expulsados ó con-
signados a la autoridad judicial á juicio del Gobierno, los que di-
recta ó indirectamente se opusiesen ó enervasen el cumplimiento
de esa ley.”
El 2I de Mayo de 61, se expidió una circular para que las Hermanas
de la Caridad, que aun vivían en comunidad, se encargasen de la
dirección y asistencia de las Casas de Beneficencia; pero debían ha-
cerlo con sujeción á los reglamentos civiles previamente aprobados
por el Gobierno, y caso de que así no fuese, no podían continuar. En la
misma época, se suprimió la comunidad de los padres Paulinos, y más
tarde, por decreto de 26 de Febrero de 1863, todas las religiosas que
había en la República, fijándoseles el perentorio plazo, de ocho días
para que abandonasen sus conventos.
Teniendo las disposiciones citadas, en su mayor número, el carác-
ter de medidas administrativas, el Congreso de la Unión las elevó á la
categoría de leyes Constitucionales, reconociéndoselas así, desde el
25 de Septiembre de 1873, previniéndose desde entonces de un modo
general, qué la ley no reconoce órdenes monásticas ni puede permitir
su establecimiento, cualquiera que sea la denominación ú objetó con
que pretendan erigirse...
Por último, por ley de 14 de Diciembre de 1874, se previno en el art.
19 “que el Estado no reconoce Ordenes Monásticas, ni puede permi-
tir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación ú objeto
con que pretendan erigirse. Las órdenes clandestinas que se esta-
blezcan, se considerarán como reuniones ilícitas que la autoridad

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 97

puede disolver; si se tratase de que sus miembros vivan reunidos, y


en todo caso los jefes superiores y directores de ellas, serán juzgados,
como reos de ataques á las garantías individuales.” En el art. 20 se
dice: “Que son órdenes monásticas, para los efectos del artículo an-
terior, las sociedades religiosas cuyos individuos vivan bajo ciertas
reglas peculiares á ellas, mediante promesas ó votos temporales ó
perpetuos, y con sujeción á uno ó más superiores, aun cuando todos
los individuos de la orden tengan habitación distinta,” previniéndo-
se, por último, en el art. 26, “que el Estado no puede permitir se lleve
á efecto ningún contrato, pacto ó convenio en el cual se haga sacrificio
de la libertad, ya sea por causa de trabajo, de educación ó de voto
religioso. Cualquiera estipulación hecha en contrario á este artículo,
es nula y obliga á quien la acepte á la indemnización de los daños y
perjuicios.”
Causa verdadero asombro que siendo la libertad tan necesaria
para la validez de un contrato, sea al mismo tiempo el objeto y el fin
del, mismo; pero los partidarios de este género de convenciones no
se paran en nada para llegar á sus propósitos, precisamente se hacen
de la libertad del hombre para dominarlo á su antojo, de lo que
resulta que antes de celebrar alguna estipulación ya es un ciego
instrumento al que se le ha quitado todo el consentimiento, convir-
tiéndolo en un ser pasivo, dominado por ajenas voluntades; de aquí
que las convenciones de que hablamos sean nulas de estricto dere-
cho, y el que se pague la correspondiente indemnización, por el que
las acepte, y aun se le castigue, puesto que bien sabe que sus actos
son reprobados como contrarios á las leyes y á la propia naturaleza
del individuo, desde el instante en que la libertad es inalienable e
imprescriptible.
Algunos católicos refractarios á las nuevas ideas, miran la prohibi-
ción de los votos y la del establecimiento de las órdenes monásticas,
nó como el resultado del orden que debe reinar en la sociedad, sino
más bien como la consecuencia de las pasiones políticas. Si no fuera
suficiente todo lo que tenemos expuesto sobre esas convenciones
é instituciones, baste decir que son dañosas desde el momento
que su régimen tiende á establecer supresiones y la uniformidad
de las ideas, yendo contra la naturaleza de las cosas y engendrando
sólo decadencia y miseria; siendo fuera de duda que la vigilancia
que se impone contra toda voluntad de los miembros de tal ó cual
comunidad, tiene que acabar por deprimir los espíritus, una vez
que el despotismo religioso pone fin á la dignidad personal para
reemplazarla por adaptación á reglas enteramente formales; y como
el pueblo vive principalmente por el sentimiento de la conciencia,

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98 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

resulta que ésta es ahogada por el sentimiento religioso, supuesto


que los votos y las comunidades sólo dan una unidad de ideas y
sentimientos artificiales y ficticios que no puede aceptar un pueblo
libre.
Finalmente, se dice en la parte última del artículo constitucional:
“La ley tampoco puede admitir convenio en que el hombre pacte su
proscripción ó destierro.”
*
**

Aunque no concebimos que el hombre voluntariamente y por me-


dio de un pacto ó convenio, sacrifique su personalidad como si fuera
una cosa, separándose del seno de la familia, del trato de sus conciu-
dadanos y aun de la misma patria, no está en lo imposible, que apre-
miado por las necesidades, procurando obtener un porvenir mejor,
por ignorancia ó por ser víctima del fraude, pudiera celebrar conve-
nios de la naturaleza indicada; el Estado no puede consentirlos y la
razón está, en que esos actos no solo son inmorales de por sí, sino que
también importan un mal para el individuo, una vez que, corno de-
cían los constituyentes, significan una verdadera pena que nadie más
que la sociedad puede imponer.
Además, estando el individuo ligado por el hecho de su nacimiento
á la patria y teniendo para con ella obligaciones que cumplir, es claro
que no puede obrar por sí solo al celebrar convenios ó pactos con su
persona, sin el consentimiento de aquella, ni tampoco la propia patria
podría hacer efectivas las obligaciones contraídas, desde el momento
en que los ciudadanos se substrajesen á su jurisdicción.
No debe entenderse por lo que tenemos expuesto, que los contra
tos civiles por causa de trabajo obedecen á las mismas limitaciones;
porque en estos, aparte de que se celebran por tiempo limitado y aun
queda obligado el individuo á salir de la República, no importan el
sacrificio de su libertad personal, ni es la propia personalidad humana
el objeto del contrato, sino el de las aptitudes ó actividades. Además,
en este caso, el propio individuo nunca se substrae á las obligaciones
que tiene contraídas con la nacionalidad á que pertenece, por lo que
puede ser llamado á prestarlas, corno sucedería cuando corriese ries-
go la patria, se tratase de su defensa de cualquier modo lo exija el
ejercicio de un cargo ó una representación en que esté interesado el
bien público: cosas todas que no se podrían hacer con el que hubiese
abdicado de su personalidad por haberse convertido en materia de
un contrato, quedando sujeto, por lo mismo, á todas las consecuen-
cias. Y como todo lo dicho, tan perjudicial es al individuo como al

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CAP. II.— TRABAJO PERSONAL FORZOSO 99

Estado, tal es la razón por la que se le prohíbe que no pueda celebrar


ningún convenio en que pacte su proscripción ó destierro.
Aunque el trabajo personal forzoso, debiera entenderse que se pres-
ta de individuo á individuo, algunas veces lo exige el Estada; pero en
estas condiciones ya se presenta en la forma de un cargo público
obligatorio, como consecuencia del deber en que están los ciudada-
nos de cooperar al mantenimiento de la sociedad, por los bienes que
de ella recibe; pudiéndose decir que no existe más que una compen-
sación de servicios, siendo unos gratuitos, según el caso, y otros ne-
cesariamente remunerados.
Sería largo enumerar cuáles son todos esos cargos y las condiciones
en que la sociedad puede exigir su desempeño, por lo que nos con-
tentamos con establecer como regla, que la libertad personal, en este
asunto como en otros, está limitada por el interés social, el que re-
quiere el concurso del individuo en bien de toda la comunidad. Sí
podemos decir, que la gratuitidad del trabajo, y por la causa antes
indicada, se impone para el testigo, el jurado, etc. Algunos inspirados
en sentimientos egoístas, por no comprender sus obligaciones so-
dales, torpemente dicen que estos servicios deben ser remunerados,
sin comprender que no debe ser así, porque el trabajo es de temporal
duración, su desempeño, por ese motivo, no importa un verdadero
sacrificio, y aunque así fuese, está compensado con los beneficios que
de la sociedad se reciben y más que todo con la alta honra que la
misma les dispensa. No sucede lo mismo cuando al individuo se le
consagra por completo al trabajo para que emplee todas sus activida-
des; las cuales entonces sí deben ser remuneradas, pues de no ser
así, se perjudicaría en sus intereses particulares. Para concluir, nunca
se debe descuidar que, el trabajo personal gratuito, como el remune-
rado, debe ser normalizado por las aptitudes, sin que haya desigual-
dades ni preferencias, eximiendo á unos de prestarlo ó exigiéndoselo
á otros; sino que á todos se les reconozcan sus respectivos derechos y
el cumplimiento de sus recíprocos deberes, ya que unos y otros son el
poderoso auxiliar para que el Estado cumpla sus fines racionales en
bien de la sociedad que representa.

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V.— LIBERTAD DE LA PALABRA

Art. VI.— La manifestación de las ideas


no puede ser objeto de ninguna inquisi-
ción judicial ó administrativa, sino en el
caso de que ataque la moral, los derechos
de tercero, provoque algún crimen ó deli-
to ó perturbe el orden público.

No está en nuestro ánimo hacer el análisis filosófico de lo que es


la palabra, por lo que únicamente nos concretamos á estudiarla en
sus efectos por la relación que tiene con la ciencia del derecho cons-
titucional. En tal virtud, decimos que sin ella no es explicable la
sociedad política; quedando reducida la doméstica á las funciones
naturales de la conservación de la especie, por ese medio, nos pone-
mos en relación con nuestros semejantes, haciendo que nos trans-
mitamos mutuamente las ideas, estableciéndose un cambio
recíproco de pensamiento á efecto de no quedar condenados á los
simples actos materiales.
El pensamiento es uno de los patrimonios más sagrados de nuestro
ser, el cual realiza su esencia, por una serie de fenómenos, teniendo
sus leyes su resumen en las funciones del entendimiento y en los
distintos movimientos de la actividad subjetiva, no dependen, pues,
de la voluntad una vez que se suceden del mismo modo y en el mis-
mo orden la atención, la percepción y la determinación. Creemos
inútil demostrar que siendo libre el pensamiento no hay medio algu-
no de coacción que sobre él pueda ejercitarse, debiendo la palabra,
que es su manifestación externa, ser tan libre como es la causa que la
inspira y determina. Sin embargo, nada ha sido tan perseguida como
la libre manifestación de las ideas; la religión y la política, en muchas
ocasiones, se han declarado sus más implacables enemigos, no fal-
tando ejemplos de verdaderas crueldades empleada contra los hom-
bres que tuvieron el valor de que sus pensamientos, sus reformas y

101

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102 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sus ideas, se divulgasen por todos los vientos, justo fué, pues, como
racional, que las sociedades presentes, avergonzadas de los errores
del pasado, hayan dado al pensamiento el lugar que le corresponde,
siendo reconocida su libertad ante el derecho.
No se necesita probar, por ser hechos notorios, el progreso alcanza-
do desde mediados del siglo pasado comparado con el que prevaleció
en las épocas anteriores, haciéndose sentir el adelanto y la cultura
social, cuando los hombres pensadores comenzaron á reemplazar las
preocupaciones y la fe ciega con los principios de la ciencia positiva,
pudiéndose decir que desde entonces data la libre manifestación de
las ideas, abrumadas antes ó sofocadas por las intransigencias religio-
sas, políticas y sociales.
Sin culpar á nadie de los errores de otras épocas, pensamos que
éstos tuvieron su origen en el mismo atraso de la sociedad, la que
marcha como la humanidad, de etapa en etapa, siendo lenta su trans-
formación, no siendo de extrañar que hoy veamos con positiva admi-
ración cómo pudo soportar el Estado con paciencia y aun gustoso
durante los tres siglos de la dominación española, la tutela eclesiásti-
ca viéndose en otro período, histórico, á raíz de consumada nuestra
independencia nacional, uno que otro hombre pensador, proponien-
do con timidez las nuevas ideas y los principios de otro derecho; para
que más tarde, casi en nuestros días, ya contemplemos á los
reformadores en guerra abierta con las tradiciones sostenidas antes
por la influencia eclesiástica, para que al fin en la edad presente se
abran al espíritu nuevos horizontes, pudiéndose dilatar con toda li-
bertad; pero para llegar aquí y como es sabido, fué necesaria una revo-
lución, en que de un modo áspero y rudo se pusieron frente á frente
los pretendidos derechos que sobre la conciencia ha sostenido la
Iglesia, y los que el Estado reconoce al individuo ya que dependen de
su organismo racional y humano.
La conciencia y las doctrinas políticas modernas, á medida que poco
á poco se han ido separando de los principios religiosos, han fundado
una idea puramente humana y por consiguiente meramente positiva,
alumbrando al trabajo y al pensamiento, siendo de esperar que sus
luces muy pronto alumbren esas llanuras donde se agita el pueblo
que precisamente para el que se ha legislado, los filósofos pensado y
los sabios estudiado y escrito para lo que hay que imponer una nueva
tarea á la sociedad que no es tan fácil que se realice en el tiempo que
era de desearse, una vez que no se puede cortar bruscamente la cade-
na que une lo pasado con lo presente y éste con lo porvenir, supuesto
que innumerables eslabones enlazan estrechamente lo que era con
lo que es no sabiéndose con certeza sino de un modo apenas proba-

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CAP. II.— LIBERTAD DE LA PALABRA 103

ble lo que será, siendo todo en la vida pasajero y por lo mismo sujeto
á perpetuos cambios.
Así vemos á las sociedades empujadas por las distintas corrientes
de las ideas cambiando de tiempo en tiempo el espíritu del mundo,
debiéndose á esos movimientos, los adelantos en las ciencias y en las
artes, las reformas en la legislación, la reivindicación del trabajo y el
mejoramiento de las instituciones; impedid al pensamiento que
depliegue sus alas, dejad á la sociedad en completo reposo bien y
pronto la encontraréis corrompida como esas aguas que faltas de mo-
vimiento forman los pantanos.
La misma iglesia que tan refractaria es á las innovaciones, com-
prendió en remotos tiempos la conveniencia y la necesidad de una
reforma en su cabeza y en sus miembros, y aunque fueron desastro-
sos los resuItados de los Concilios de Pisa, Constanza y Basilea, que
con tantas esperanzas se habían inaugurado, por lo menos se dejaron
sentir los primeros síntomas de la libre manifestación del pensa-
miento con las proposiciones de enmienda presentadas por algunos
teólogos de buena fe, sin qué importara ya que el primer paso se había
dado, el que la curia romana les contestase encendiendo la hoguera
en que fué sacrificado Juan Hus, amontonando Alejandro VI, más
tarde, la leña con que fué quemado Savonarola, alumbrándose por
último la cristiandad con la lúgubre luz de ese fuego, el que por fortu-
na, también iluminó todos los crímenes de los Borgias.
Pero la intransigencia de la Iglesia; ha tenido en sí propia su castigo
una vez que de su seno han brotado todas las sectas, siendo sus miem-
bros los que han incurrido en todas las heregías. Ha hecho más, con-
vertir el pensamiento en violenta tempestad revolucionaria,
sirviéndonos de ejemplo el mismo protestantismo, sin que éste de-
jara también de ser menos intransigente, supuesto que Lutero de-
cía: “Un cristiano no es otra cosa que un ser pasivo nacido sólo para
sufrir. El cristiano debe dejarse aniquilar, descuartizar si es preciso,
sin intentar la más mínima resistencia. No le importan nada las cosas
mundanas, debe dejar á su contrario que robe, veje, oprima, esquilme,
atropelle y haga cuanto quiera.” Hizo más, su servil ortodoxia se coligó
con la aristocracia para oprimir á los pueblos de Alemania, de modo
que esa religión como la católica también, encendió sus hogueras,
siendo adversaria de la libre manifestación del pensamiento.
Sabido es que á los estudios físicos y naturales de Kopérnico, Kepler
y Galileo, á quien se le forzó en los calabozos de la inquisición á
cambiar de opinión, se debe el descubrimiento del sol como centro
del sistema planetario, destruyéndose la falsa creencia del Universo
Geo-Céntrico, derrumbándose con este descubrimiento toda la teo-

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104 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ría de los antiguos dogmas, que ya faltos de base, arrastraron en su


caída al jerarquismo eclesiástico, abriendo nuevos horizontes á las
ideas políticas para que se conciliaran con la positiva realidad.
A la Francia que en distintos períodos históricos ha sido el labora-
torio de las grandes ideas, le tocó en suerte reconocer que el Estado
no dependía ni se debía gobernar por principios religiosos, sino por
los políticos, siendo un cardenal, uno de esos hombres que de cuan-
do en cuando aparecen en las sociedades, quien hizo de la idea
política un sistema de gobierno, presentando la actividad libre como
uno de los más poderosos elementos de la civilización, obligando á
la nobleza, á las autoridades jerárquicas y á la Iglesia á reconocer la
superioridad del Estado á efecto de crear el orden, desarrollando
las industrias, el ensanche del comercio, alentando la actividad cien-
tífica y los descubrimientos y estudios de los sabios. Ese hombre
predestinado para guiar á la sociedad por el camino del progreso,
fué Richelieu. Hoy contemplamos con verdadero asombro cómo
pudo ser que el Estado representado por el absolutismo, el que no
es tan malo por lo que oprime, cuanto por lo que corrompe, pudo
hacer tanto bien. Sin embargo, es un hecho comprobado, que
Richelieu dió un gran paso, para que más tarde se fundasen los
gobiernos constitucionales, precursores de la democracia moderna
donde se han sembrado todas las semillas intelectuales, para que
broten y robustezcan las ideas que son las fuerzas progresivas de
los pueblos.
*
**

Por los anteriores apuntes se explica la razón de que en la Carta


Fundamental se reconozca la libre manifestación del pensamiento:
pero como con ésta se puede llegar al abuso se hace indispensable
estudiar el por qué de su limitación, siendo esta cuestión de gran
importancia, principalmente cuando se trata de los principios mora-
les sobre los cuales existen tantas y tan variadas opiniones. Todas las
dificultades quedarían salvadas, si la inteligencia que la Constitución
pudiese dar á la ley moral fuese la de ese principio superior de las
eternas prescripciones de la conciencia, pero en tal caso no habría-
mos adelantado nada; puesto que perteneciendo esa ley á las no es-
critas, no es obligatoria socialmente por depender exclusivamente
del libre cumplimiento del deber. Es indiscutible, por lo visto, que la
moral á que se refiere la Constitución es necesario buscarla en otros
principios que, aunque basados en los indicados, satisfagan á las rela-
ciones de los individuos entre sí y con la sociedad civil.

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CAP. II.— LIBERTAD DE LA PALABRA 105

Para cumplir con ese propósito, séanos dable, antes de exponer nues-
tras propias ideas, estudiar aquellas en que descansan los principios
morales tal como se han entendido en los diferentes tiempos y tal
como han sido los motivos de las acciones humanas. Se ha discutido
mucho si desde el principio de las sociedades, y hasta nuestros días,
en las relaciones de los individuos ha prevalecido un sentimiento
que dé á la moral un carácter permanente é inmutable ó, si por el
contrario, es por su naturaleza necesariamente variable. Opinan al-
gunos escritores que esas relaciones de individuo á individuo se han
conservado de un modo inalterable, igual y permanente en el trans-
curso del tiempo; otros discurren que han sufrido sus modificacio-
nes al tenor que cambian las ideas y con ellas el espíritu del mundo,
dando con esto lugar á que el sentimiento moral y el sentido filosófi-
co y jurídico de él sea apreciado de diferentes maneras. Por nuestra
parte y antes de exponer nuestra opinión tenemos que establecer, y
no dudamos que con nosotros estarán los que comprendan la verda-
dera realidad, que las relaciones de los hombres en lo que á la mora-
lidad se refiere, son permanentes y variables, al menos lo primero en
un período de tiempo dado, sufriendo modificaciones aun las consi-
deradas como más firmes é inmutables.
La constitución de la familia nos proporciona datos importantes
para comprobar, nuestra al parecer contradictoria afirmación; en los
tiempos primitivos y entre los griegos y asiáticos ya se encuentran las
relaciones sexuales no sólo de un hombre con varias mujeres, sino de
una sola con varios hombres, sin que esas costumbres se vieran como
contrarias á la moral, por el contrario en la imposibilidad de reconocer
los derechos de la paternidad y la filiación, la mujer como madre
cierta de los hijos, llegó á obtener una condición social más elevada
como al presente tal vez no la tiene. La poligamía, la poliandría y
monogamía eran formas de matrimonio que nadie consideró como
contrarias á la moral, no faltando casos en algunos pueblos en que una
serie de hombres poseían en común á una serie de mujeres; en la
actualidad es indiscutible que ese modo de vivir encerraría todos los
gérmenes de la más descarada prostitución, siendo la familia en in-
finidad de casos el producto asqueroso del incesto. Muchos han com-
batido estas costumbres del pasado sin duda por la vergüenza que
causa á la humanidad recordar su origen; pero la verdad histórica se
impone y lo cierto es que esos hábitos pasaron desapercibidos. A
medida, pues, que la humanidad ha ido avanzando, el sentimiento
moral ha impuesto sus reglas al comercio ó unión sexual, hasta llegar
al presente á la indisolubilidad del matrimonio de un sólo hombre
con sólo una mujer, resultado del misticismo de la Iglesia, lentamen-

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106 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

te minado, pero de una manera segura, con la creación de nuevas


costumbres introducidas en no pocos pueblos civilizados donde el
matrimonio, sin lastimar á la moral, los derechos del hijo ni á la fami-
lia, reviste á voluntad, un carácter temporal, pudiéndose romper con
el divorcio.
Otros hechos de un carácter permanente también han sufrido sus
modificaciones, figurando entre ellos el poder paterno y muy espe-
cialmente como tipos, la propiedad, las instituciones penales y otras
de menos importancia que sería largo enumerar. Es evidente, que
nadie se atreverá en la actualidad á reemplazar el cariñoso y amigable
poder paterno ni las dulzuras del hogar con el despotismo del dere-
cho romano; la propiedad misma, que como tenemos indicado, es
uno de los derechos más sagrados del individuo, fué primero de la
familia, de la tribu, convirtiéndose más tarde en privada, pasando
después al Estado, para que en nombre de la ley tuviese lugar la des-
amortización de los bienes, la abolición de los mayorazgos, las vincu-
laciones y otros muchos derechos adquiridos sobre la misma. Por
último, las leyes penales, las más tardías en ser reformadas, supri-
mieron por inmorales, las penas del Talión, del látigo, la marca y el
tormento, sustituyendo en el procedimiento el sistema acusatorio al
inquisitorio, que tan aflictivo fué para la humanidad tendiendo todas
las legislaciones, de acuerdo con la filosofía á suprimir la horrible
pena de muerte, sistema de castigo de venganza y reparación mate-
rial ó, al menos, para que se aplique como una necesidad suprema en
el menor número de casos posibles.
Lo expuesto nos autoriza á decir que el sentimiento de la moral es
variable al tenor de los descubrimientos é invenciones de la ciencia y
de la conciencia, á proporción, por lo mismo que nuestros pensamientos
y nuestros actos se encaminen en la ejecución del bien será más puro
el sentimiento moral, revistiendo entonces un carácter más perma-
nente, sin girar entre los polos opuestos de lo que es con lo que debe
de ser, que es lo que ha dado motivo á tantas confusiones é interpre-
taciones, supuesto que lo que ha sido moral en un período de tiempo
no lo es en otro, reprimiéndose lo que antes era tolerado ó viéndose
con escrúpulo lo que fué aceptado y consentido por otras costumbres.
El fin, por lo mismo, de las acciones humanas, es la norma de la
moral, la que entre otras formas de que adelante nos ocuparemos, se
puede definir por el conjunto. de reglas que rigen la conducta del hom-
bre, por cuya observancia está ligado á la humanidad y en cuanto lo
permite el orden natural a toda la creación animada. Entre los precep-
tos, por lo mismo, de la moral y los intereses permanentes de la vida
humana no existe discordia por mucho que el conocimiento de los

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CAP. II.— LIBERTAD DE LA PALABRA 107

elementos que guían las acciones de los hombres, tengan un desa-


rrollo históricamente progresivo. Desde luego en la aplicación de la
moral encontramos en el terreno de la práctica que el Cristianismo
ha tomado una parte muy activa en su desenvolvimiento, por más que
las distintas religiones que de él se han derivado hayan incurrido en
el error de pretender que muchas de sus ideas morales sean recono-
cidas como los únicos principios, motivando con esto que se ponga en
contradicción con la legislación y el progreso de las instituciones, las
que necesariamente tienen que asegurar la libertad de las creencias.
El Estado, en tal virtud, aunque reconoce toda la importancia del
poder religioso sobre la conciencia, no puede sujetar el principio éti-
co á la moral dogmática eclesiástica, sin crear privilegios ó monopo-
lios en favor de una confesión determinada; de lo expuesto se deduce
que: no se puede reputar como contrario á la moral, ninguna manifes-
tación de las ideas en materia religiosa, cuando éstas entran en el
terreno de la libre discusión.
Siendo independiente de cualquiera otro principio el ético, de la
moral dogmática eclesiástica, ya podemos examinarla bajo otro as-
pecto y, como hemos dicho, lo que á nuestro juicio constituye la mo-
ral, sin que el individuo ni poder alguno lleven en sí mismos
exclusivamente el fin de su existencia, una vez que con frecuencia en
la vida social se puede observar que mientras las relaciones de la vida
de individuo á individuo se juzgan y se aprecian con el mismo crite-
rio, no se puede decir lo mismo con las del Estado, puesto que en
muchas ocasiones parece que éste se aparta de los principios de que
venimos hablando y por los cuales el hombre está ligado á la humani-
dad, obrando de un modo muy diferente á esas reglas que rigen los
actos ó las acciones privadas. Estas observaciones nos obligan á recor-
dar las teorías de Beutham sobre el utilitarismo, las mismas que Stuart
Mill menciona para fundar el principio moral en la utilidad individual
y general, el que nosotros consideramos inaceptable por convertir las
acciones de los hombres en una cuestión de cálculo, apreciadas sólo
por los resultados en lo que mira á la vida individual y de igual manera
en lo que afecta al bien común, lo que implica que con demasiada
frecuencia se aplique la regla de que el fin justifica los medios, la que
en todo rigor no es otra cosa que una nueva teoría de la moral, la que
sería admisible siempre que los medios fuesen empleados absoluta-
mente como necesarios, y por lo mismo reconocidos como admisi-
bles, desgraciadamente no es así, una vez que á la mencionada regla
no se le ha dado tal significación. Bluntschli, acepta los medios malos
cuando en sus consecuencias domina el bien sobre el mal y la moral
jesuítica reconoce que el fin bueno en particular no justifica el mal,

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108 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sino cuando la moral del fin es más potente que la inmoralidad del
medio, ó cuando el bien supera al mal. Por último, Bagehot, dice:
“Que en las clases incultas se manifiesta la falta de disernimiento
entre el medio y el fin.”
Volviendo al estudio de la aparente diferencia entre la moral del
Estado y la del individuo, principalmente se manifiesta la primera en
los usos de la guerra, en las evoluciones de la propiedad, en la política
y en los cambios de la legislación; en todo rigor no encontramos dife-
rencias entre una y otra, bastando para comprobar nuestra afirmación
la circunstancia de que el Estado nada puede realizar por sí solo, una
vez que cuando obra ó ejercita su acción no puede hacerlo más que
por sus órganos y estos no son otros que los mismos individuos suje-
tos á la ley moral, siendo los responsables de sus actos ante la misma.
No hay, por lo expuesto, oposición material entre la moral pública y la
moral privada, ni entre el derecho público y el privado, pues como
dice Schäffles: “El conflicto únicamente existiría cuando la razón de
Estado, no la moral del Estado, pretenda cerrar los ojos á la moral
privada, ó cuando la razón privada, no el derecho privado, quiera cerrar
los ojos á la moral pública.”
No se debe tampoco confundir la idea moral con la política, pues
aunque ambas son inseparables teniendo como sujeto al hombre,
éste obra moral ó inmoralmente, según es la noción de su conciencia
y de su libertad.
Podemos, por lo visto, concluir, que los límites marcados por la moral
comienzan sin que precisemos todos los casos, por lo que hablamos
en sentido general, donde por un consentimiento mutuo se obedece
á los usos y á las costumbres establecidas, siendo su importancia tal,
que las mismas leyes escritas tienden á reemplazarlas ejerciendo
decidida influencia en la administración de justicia, sobre todo cuan-
do se trata de definir las reglas que rigen la conducta del hombre en
el sentido humano: en estas ocasiones, á semejanza del “Common
Law” que es en resumen la expresión de la costumbre del Reino
Inglés, la única norma para esas reglas son los usos establecidos, los
antecedentes invocados por las partes y los procedimientos puestos
en práctica por los tribunales. Es tan poderosa la fuerza de las cos-
tumbres y encierran en sí tal importancia que son nada menos que el
factor principal en la formación y progresiva evolución de la ley.
Muy incompletamente hemos tratado lo relativo á los principios de
la moral, por lo que remitimos al lector que desee obtener más am-
plios datos, á las importantes obras de Garnier, “Morale Sociale; ou
Devoirs de l’Etat,” Paris, 1850; Malver, “Histories des doctrines mo-
rales et politiques destrois derniers siecles,” Paris, 1836; Varnie, “La

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CAP. II.— LIBERTAD DE LA PALABRA 109

Morale dans la democratie,” y por último, entre otras muchas, la obra


de Fichte, “Doctrina Filosófica del Derecho, el Estado y la Moral en
Alemania, Francia é Inglaterra, desde mediados del siglo XVIII hasta
nuestros días.”
Otra de las restricciones prescritas por la ley fundamental á la libre
manifestación del pensamiento, es cuando por medio de la palabra se
hieren los derechos de tercero, lo cual acontece principalmente cuan-
do se le ataca en su reputación personal, en su crédito é intereses
industriales ó mercantiles. No es necesario gran esfuerzo para de-
mostrar que en estos casos, por sagrada que sea la libertad de la pala-
bra, nunca puede llegar al extremo de poder lesionar derechos ajenos.
Algunos opinan que decir la verdad, por dolorosa que sea, nunca
puede dar lugar á que se convierta en un acto delictuoso; convenimos
que este modo de discurrir tenga aplicación tratándose de una discu-
sión ó de una crítica racional y justa en que únicamente se combaten
ó censuran las ideas; pero no cuando con la verdad se ataca al indivi-
duo en su persona, pues si así fuese, tal autorización sería la fuente de
abusos y desórdenes, ya que la verdad, por mucho que lo sea, degene-
raría en ofensas contestadas con otras; y de aquí á la consumación de
otros hechos delictuosos no hay más que un paso. Por mucho, pues,
que los defectos físicos como morales del hombre estén por su cono-
cimiento en el dominio público, nadie, sin faltar á la ley, está autoriza-
do para reprocharlos, pues si esta facultad á alguien le fuese concedida,
la misma razón asiste al ofendido para defenderse, agrediendo de
igual manera con detrimento de la justicia social.
Persiguiendo además el individuo un fin completamente jurídico,
la Constitución le puso á la libertad de que hablamos otra limitación
consistente en no provocar algún crimen ó delito; siendo claro que el
individuo que se coloca en tales condiciones, no puede reclamar para
sí como un derecho precisamente lo que desconoce en la persona de
otro ó en la sociedad.
Hablando de la paz pública, en todos los tiempos y lugares, gene-
ralmente á la sombra de algún partido, se han empleado los nom-
bres de ella, del bien ó del orden, para satisfacer miras ó intereses
particulares disfrazados con la falsa máxima salus publica suprema
lex est. La mala aplicación de tal máxima ha dado origen á que se
mantengan tradicionales abusos y á que ciertas minorías apoyadas
en alguna organización y reputándose ser la clase directora impon-
gan su voluntad á las mayorías ó que éstas también alentadas por su
fuerza no tengan en cuenta los intereses de aquéllas: resultando
que unas y otras estén en continua guerra por olvidarse que en una
sociedad bien organizada para el mantenimiento del derecho de

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110 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

alguien no se necesita del sacrificio del de otro. Otras ocasiones, los


gobiernos á título de que el Estado no puede subsistir sino á condi-
ción de que haya una voluntad soberana como expresión de la volun-
tad individual, no vacilan en invocar la expresada máxima para imperar
sobre todas las voluntades.
Muy bueno es esto, cuando real y efectivamente el Estado procura
por los intereses generales, y más cuando no se le puede concebir sin
la dominación de sus miembros; pero malísimo que con el artificio
de que peligren ó estén amenazados los de la sociedad, los gobiernos
defiendan sus intereses personales, empleando para esos fines me-
dios extraviados, entre los que figuran en primera línea, con todas sus
consecuencias, la perjudicial teoría de que el que no está por mí, está
contra mí: siendo la más apropiada para que la palabra ó las opiniones
perezcan ahogadas entre los embrollos y las intrigas, ya que desgra-
ciadamente ha sido frecuente aun entre los mismos liberales, clamar
con energía ser preciso que haya una oposición al mismo tiempo que
se indignan por la división de los partidos, revelándose con esta con-
tradicción de pareceres que, lo que se quiere únicamente, es simular
un Estado contra el individuo, para que así y contra él, se estrellen
todos los partidos.
Creemos, por lo mismo, que, para que con la palabra se pueda per-
turbar el orden público, es indispensable que así lo reconozca la con-
ciencia y la justicia social, sin descuidarse que, aunque las opiniones
populares sobre cualquier asunto inaccesible al sentido de la genera-
lidad, son de ordinario verdaderas, no lo son del todo cuando se las
exagera, desfigura ó separa de aquellas que deben acompañarlas y
limitarlas. Tampoco se puede olvidar que, aunque en el estado actual
del espíritu humano la verdad no puede abrirse paso sino, á través de
la diversidad de opiniones, tal es la razón por la que el hombre, por
mucho que tenga las suyas, no conociendo más que su exclusivo pare-
cer, y sin que nadie se lo pueda refutar, no conocerá gran cosa, siendo
por la misma causa incapaz de aceptar ó combatir las ideas ó pensa-
mientos adversos. Estas consideraciones nos llevan á la conclusión
de que así como está garantizada la libertad de la palabra, lo mismo
debe estar, la de la discusión, extrañando en los tiempos modernos el
que grandes inteligencias unidas á caracteres tímidos no se atrevan á
dejarse arrastrar por pensamientos vigorosos é independientes, te-
miendo á la intolerancia puramente social ó por creer que de su silen-
cio depende el que se mantenga la paz del mundo intelectual; lo que
hace que las cosas marchen con poca diferencia del mismo modo que
antes. Es sensible también, que en las discusiones que revisten un
carácter político discurran algunos que lo que se quiere es el sacrificio

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CAP. II.— LIBERTAD DE LA PALABRA 111

completo de toda la energía moral del espíritu humano; haciendo


que muchos se guarden de manifestar sus convicciones, adaptando
mejor su modo de ser á las opiniones que niegan interiormente sin
presentarse manifestando aquellas, lógicas, francas y leales, que ne-
cesariamente tienen que adornar al mundo pensador.
¿Podemos decir que en la actualidad la intolerancia social y política
impide la libre manifestación del pensamiento ó que los gobiernos
pretenden obtener la unidad de las opiniones? Creemos que no, pen-
sando que si desean tal unidad, es únicamente como consecuencia
de la libre y completa comparación; pudiendo afirmar que la diversi-
dad de pareceres nunca puede verse por los gobiernos como un mal,
si piensan que la humanidad, por hoy, no es más capaz de lo que es
para reconocer los distintos aspectos de la verdad. Lo único que en tal
virtud los gobiernos procuran, de acuerdo con la ley y la moral, es que
los hombres, por medio de la palabra, no se perjudiquen los unos á los
otros, ni que se trastorne el orden social; no ahogan tampoco la voz de
sus adversarios, sino que, al contrario, les prestan atención cuando
sus ataques no rebasan los límites de lo leal; estando en su perfecto
derecho para reprender y castigar cualquiera manifestación del pen-
samiento, que aunque justo en el fondo, va acompañado de la invecti-
va, del sarcasmo ó el odio personal, trasluciéndose la mala fe, la
malignidad y la hipocresía, viéndose no más, antes que un fin noble,
la falta de tolerancia del sentimiento.
En estos casos nada tan conforme para la paz social como que á la
palabra se le pongan sus limitaciones para evitar esos actos licencio-
sos contrarios á las leyes, á la cultura y á la verdadera moralidad de la
discusión pública.
El Código Penal castiga la injuria, la difamación y la calumnia, y
previene, art. 644, que estos delitos son punibles, sea cual fuere el
medio que se emplee para cometerlos, como la palabra, la escritura,
manuscrita ó impresa, el dibujo, etc. El propio Código establece las
penas en que incurren los que provocan á cometer un delito y los que
hacen la apología de éste, ó de algún vicio, arts. 839 y siguientes; los
que con palabras ó cualquier acto externo escarnezcan ó ultrajen las
creencias religiosas, ó á los ministros, las prácticas ú objetos de un
culto, arts. 970 y siguientes, y los que inviten á alguno para una rebe-
lión, art. 1096, ó por medio de la palabra, impresos, etc., exciten á los
ciudadanos á rebelarse, art. 1110; considera por último, art. 49, frac-
ciones II y III, como autores de un delito, á los que lo ejecutan por
medio de otro, y los que con discursos, manuscritos ó impresos esti-
mulan á la multitud á cometer un delito determinado.

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VI.— DE LA LIBERTAD DE IMPRENTA

Artículo VII. [Reformado el 15 de Mayo


de 1883.] Es inviolable la libertad de es-
cribir y publicar escritos, sobre cualquier
materia. Ninguna ley ni autoridad puede
establecer la previa censura, ni exigir
fianza á los autores ó impresores, ni coar-
tar la libertad de Imprenta, que no tiene
más límites que el respeto á la vida priva-
da, á la moral y á la paz pública. Los deli-
tos que se cometan por . medio de la
Imprenta, serán juzgados por los tribu-
nales competentes de la Federación ó por
los de los Estados, los del Distrito Fede-
ral y Territorio de la Baja California con-
forme á su legislación penal.

Entre los años de 1430 á 1440, un ciudadano de Maguncia, Juan


Gonsfleisch, llamado Guttemberg, realizó uno de los más grandes
inventos, el de la Tipografía, utilizando este hombre extraordinario
el grabado en madera para la multiplicación de los manuscritos, subs-
tituyendo más tarde con ayuda del fundidor Schaffer y del platero
Juan Fust las letras de madera por las de metal, siendo este descubri-
miento el infalible propagador de la civilización y la cultura del mun-
do y el aliado más firme del espíritu en las futuras luchas contra las
opresiones y las tiranías.
El Papa Paulo II, por nobles que hayan sido sus intenciones, á buen
seguro no pensó al darle acogida en Roma al impresor alemán Ulrico
Hahn, que este hombre que llegaba de las selvas germánicas de más
allá de las heladas montañas, traía en su caja de letras el explosivo
más poderoso de la época, á la vez que el pararrayo donde se tenían
que estrellar las excomuniones é interdictos del Vaticano, desde cu-

113

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114 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

yas alturas Alejandro VI lanzó su Bula en 1501 para cortar las alas á la
prensa apenas desplegadas, haciendo lo mismo Carlos V en 1529 y
1530, cuando dictó el primer decreto de censura: ambas disposicio-
nes impotentes, por mucho que dominasen más de 300 años, para
que el pensamiento franquease todos los obstáculos, se escapase de
las húmedas obscuridades de los calabozos, desprendiéndose puro y
limpio de las hogueras y de los cadalsos, más lleno de fe y de aliento
con el tormento; más creído y amado mientras más perseguido; hasta
que al fin, la libertad, prestó á la prensa sus alas para que sus hojas se
esparciesen por todos los vientos!
La libertad es la compañera inseparable de la imprenta; por tal
motivo, esta última ha derribado en el polvo las frágiles coronas de los
déspotas; destruido todas las supersticiones; aniquilado los absolu-
tismos; es la defensora de los débiles contra los ataques y las violen-
cias de los poderosos; ella eleva al espíritu desde las regiones malsanas
y sombrías de la ignorancia á esas diáfanas y luminosas, donde brilla
la ciencia con todos sus fulgores y donde la conciencia se manifiesta
con toda la fe y la pureza de las virtudes!
Mucho y muy bueno se ha escrito sobre la libertad de la prensa, por
lo cual todo lo que digamos será pálido ante las palabras de Víctor
Hugo, las que no podemos dejar de transcribir:
“La prensa es la claridad del mundo social; y en todo lo que es
claridad hay algo de la Providencia. El pensamiento es más que un
secreto, es aliento mismo del hombre. Quien pone obstáculos al
pensamiento atenta al hombre mismo. Hablar, escribir, imprimir,
publicar, son identidades bajo el concepto del derecho; son círculos
que se ensanchan sin cesar de la inteligencia en acción; son las ondas
sonoras del pensamiento. De todos esos círculos, de todas esas
irradiaciones del espíritu humano, el más grande es la prensa. El
diámetro de la prensa, es el diámetro mismo de la civilización. A toda
diminución de la libertad de la prensa corresponde una disminución
de la civilización; allí donde está interceptada la prensa libre, se pue-
de decir que está interrumpida la nutrición del género humano. La
misión de nuestro tiempo es cambiar los antiguos fundamentos de la
sociedad, crear el orden verdadero y substituir por todas las realida-
des á las ficciones. En este cambio de las bases sociales, que es el colosal
trabajo de nuestro siglo, nada resiste á la prensa aplicando fuerza de
tracción á la ignorancia, á las aglomeraciones de hecho y de ideas más
refractarias. La prensa es la fuerza. ¿Por qué? Porque es la inteligencia. Es
la trompeta viva que toca la diana á los pueblos, que anuncia en alta voz el
advenimiento del derecho, que no toma en cuenta la noche, sino para
saludar la aurora, que adivina el día y advierte el invierno.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 115

En el siglo en que vivimos no hay salvación sin la libertad de la


prensa. Sin ella, falsa vía, naufragio y desastre por doquiera. Hay dos
grandes cuestiones que son las cuestiones del siglo y que se alzan
inevitables ante nosotros. No hay remedio. La sociedad navega con
ese rumbo irresistiblemente. Esas cuestiones son: pauperismo, pro-
ducción y repartición de la riqueza, moneda, crédito, trabajo, salario,
extinción del proletario, disminución progresiva de la penalidad; mi-
seria, prostitución, derecho de la mujer que saca de la miseria á una
mitad del género humano, derecho del niño que exige la enseñanza
gratuita, derecho del alma que implica la libertad religiosa, tales son
los problemas. Con la prensa libre se inundan de luz, son practica-
bles, se ven sus precipicios y sus salidas, se puede abordar en ellas.
Abordados y penetrados, esto es, resueltos, salvarán al mundo. Sin la
prensa libre, noches profundas, todos esos problemas que se hacen
temibles, no se distinguen más que sus escollos, se puede equivocar
la entrada y puede zozobrar la sociedad. Apagado el faro y el puerto se
convierte en escollo. Con la prensa libre no hay error posible, ni vaci-
lación, ni titubeo en la marcha humana.
En medio de los problemas sociales, esas plazoletas sombrías, la
prensa es el dedo indicador. Ninguna incertidumbre; id al ideal, á la
justicia y á la verdad, pues no basta marchar, sino que es preciso mar-
char adelante.
¿En qué sentido marchais?
Ahí está toda la cuestión. Simular el movimiento, no es progresar;
marcar el paso sin avanzar, es bueno para la obediencia pasivas piso-
tear indefinidamente, en el camino trillado, es un movimiento ma-
quinal indigno del género humano. Tengamos un objeto, sepamos á
dónde vamos, proporcionemos el esfuerzo al resultado y que en cada
uno de los pasos que demos haya una idea, y que un paso se encadene
lógicamente con el otro, y que después de la idea venga la solución y
que en pos del derecho venga la victoria. Nunca un paso hacia atrás.
La indecisión del movimiento denuncia el vacío del derecho. Querer
y no querer ¿hay algo de más miserable? ¿cuál es el auxiliar del patrio-
ta? La prensa. ¿Cuál es el espanto del cobarde y del traidor? La pren-
sa. Sé que la prensa es aborrecida: pero hé aquí una razón para
quererla. Todas las iniquidades, todas las pretensiones, todos los fa-
natismos la denuncian, insultan y la injurian como pueden. Recuer-
do una encíclica famosa, de la cual se me han quedado en la mente
algunas palabras notables.
En esta encíclica un papa, contemporáneo nuestro, Gregorio XVI,
enemigo de su siglo, que tenía siempre muy presente el antiguo dra-
gón y la bestia del Apocalipsis, calificaba así la prensa: “Bula ignea,

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116 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

caligo, impetu, immamis cum strepite horrendo. No niego nada de esto;


el retrato es parecido. Boca de fuego, humo, rapidez prodigiosa, con
ruido formidable. Sí, es la locomotora que pasa, es la prensa, es la
inmensa y santa locomotora del progreso. ¿A dónde va? ¿A dónde
arrastra la civilización? ¿A dónde lleva á los pueblos ese remolcador
poderoso? El túnel es largo, obscuro y terrible, pues se puede decir,
que la humanidad está todavía bajo la tierra, tan espesa es la bóveda
que forman las supersticiones, las preocupaciones y la ignorancia; tan
densas son las tinieblas que tiene sobre sí.
“¡Valor á la locomotora sagrada! ¡Valor á la Ciencia! ¡Valor á la Filoso-
fía! ¡Valor á la prensa!”
Federico Grimke dice: “que la prensa es una institución esencial é
indispensable en un país que tiene un gobierno representativo, es
ella misma uno de los representantes del pueblo.” Y J. Blasktone:
“Que la libertad de la prensa es esencial de la naturaleza de un Esta-
do libre.”
Siendo la palabra el medio de expresar nuestros pensamientos, la
prensa tiene por objeto muy principalmente el de transmitirlos al
mayor número de personas, poniéndose las ideas en comunicación
las unas con las otras, uniformándose las opiniones por la cooperación
de las inteligencias y de los sentimientos, á efecto de obtener la pros-
peridad de los intereses comunes. Ella también, en el orden político,
tiene la inmensa ventaja de refrenar la conducta de los funcionarios
denunciando sus abusos para que sean corregidos, siendo la salva-
guardia de los derechos y de las libertades de los ciudadanos, á la par
que ilustra é induce á la sociedad para que emprenda nuevos esfuer-
zos para su bienestar y progreso, por tal motivo y á pesar de todas las
persecuciones injustas é ilegales se puede decir, que sus intereses
están garantizados por un Tribunal muy superior á los constituídos
políticamente, cual es el de la opinión pública.
Todas las tendencias por lo mismo de la prensa para cumplir debi-
damente su misión, deben dirigirse á conservar y extender el bien,
oponiéndose á favorecer ó propagar el mal. En estas condiciones el
legislador, las autoridades, los tribunales, la misma sociedad debe
reconocerle toda su libertad por exigirlo los intereses comunes y el
destino de los pueblos.
Algunos piensan que la libertad de imprenta está fundada como la
del pensamiento en las funciones de nuestro ser y por lo tanto la
consideran como un derecho del hombre; de lo que deducen que hay
sobre ella un verdadero derecho de propiedad. En el curso de nues-
tro trabajo estudiaremos detenidamente este asunto, como igual-
mente la aplicación que la libertad de imprenta tiene realmente en la

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 117

práctica. En la declaración de los Derechos del Hombre, se dijo en el


artículo XI: “La libre comunicación de los pensamientos y de las
opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo
ciudadano puede, pues, hablar, escribir, publicar libremente, salvo de
responder de los abusos de esta libertad en los casos determinados
por la ley.” Eugenio Blum, comentando este artículo, dice: “Que fué
redactado por el duque de La Rochefoucauld, diputado de la nobleza
de Paris, pero que no fué adoptado sino después de largos debates
sobre el punto principal, no habiendo titubeado sobre él la mayoría;
pero que era preciso encontrar una expresión clara del derecho para
declarar con todas sus consecuencias la libertad del individuo y su
responsabilidad social, sin que el afán de asegurar el segundo impi-
diera reconocer plenamente el primero.” Mas antes, todos los pro-
yectos habían asignado á la libertad de la prensa una parte
considerable. Diciendo Mainier: “la libertad de la prensa es el más
firme apoyo de la libertad pública;” y Sieyes: “cualquier hombre tie-
ne el derecho de hablar ó de callar. A nadie debe impedírsele cual-
quier manera de publicar su pensamiento y en particular cada uno es
libre de escribir, de imprimir ó de hacer lo que mejor le parezca sobre
el particular; pero con la única condición de no atentar contra los
derechos de tercero. En fin, cualquier escritor puede circular ó hacer
circular sus producciones por el correo ó cualquiera otra vía, sin tener
nunca temor á algún abuso de confianza. Las cartas en particular
deben ser sagradas para todos los intermediarios que se encuentren
entre el que escribe y aquel á quien se escribe.”
Dice el autor citado: “Que estas fórmulas no hicieron únicamente
conocer el pensamiento de los publicistas del siglo XVIII sobre la
libertad de la prensa y de la palabra, sino que hicieron recordar los
abusos inconcebibles de que fueron víctimas los que escribieron bajo
el antiguo régimen; que la dignidad real fuera de las hojas especiales
de ciencia ó arte, no toleró jamás el diarismo propiamente dicho, por
lo que decía “Fígaro:” Con tal de que no hable en mis escritos ni de
la autoridad, ni del culto, ni de la política, ni de la moral, ni de las
gentes encumbradas, ni de los cuerpos acreditados, ni de la ópera, ni
de los otros espectáculos, ni de nadie que tenga alguna cosa, puedo
publicar todo libremente bajo la inspección de dos ó tres censuras.”
Por lo que toca á la prensa política sabido es que ésta apareció en
Francia la mañana siguiente á la toma de la Bastilla, habiendo creado
la censura preventiva el papa Alejandro VI, confirmándose después
por el Concilio de Letrán, lo que implicó prohibición á los impresores
de editar algún escrito sin haberlo antes sometido al previo exámen
de los arzobispos ó sus delegados, todo bajo la pena, en caso contra-

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118 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

rio, de excomunión ó enmienda, para cuyos fines la Universidad se


unió á la Iglesia y los Parlamentos á la Universidad. No es por lo
tanto de extrañar que el de Tolosa en 1619 hiciese quemar como
ateo á Vaumi; que el de París en 1624 proclamase la infalibilidad de
Aristóteles, prohibiendo bajo pena de muerte enunciar alguna idea
contraria á las doctrinas de los antiguos; que Descartes se refugiase
en 1629 en Holanda, donde en 1637 publicó su inmortal Discurso
sobre el Método, contándose en 1741, setenta y nueve censores
reales, sin cuya aprobación ningún libro podía aparecer; al extremo
de que las obras de Montesquieu, de Voltaire y Rousseau, fueron
impresas en el extranjero y ordinariamente quemadas por mano del
verdugo.
Se comprende por lo visto, la razón por qué los filósofos del siglo
XVIII reivindicaron con tanto ardor la libertad del pensamiento, bas-
tando con leer en la correspondencia de Voltaire los esfuerzos que un
escritor debía emplear para obtener la autorización de publicar un
libro ó los peligros y astucias á las que tenía que recurrir para introdu-
cir de contrabando tal ó cual de sus obras, anónimas ó pseudónimas,
publicadas en el extranjero.
Sobre este punto la conformidad de la legislación española fué tal
que no es necesario demostrar todo lo inicuo de las restricciones
impuestas al derecho de los escritores, á la industria de los impreso-
res y al comercio de los libreros por las censuras de todo género esta-
blecidas por las autoridades y las puestas en el índice. Recobrada la
razón humana todos sus títulos perdidos durante siglos de servi-
dumbre intelectual y habiéndose establecido el racionalismo sobre
bases firmes, ya ninguna autoridad se pudo imponer sobre la verdad,
supuesto que sólo es verdadero lo que es evidente ó demostrado, sin
que la imposición de la fuerza pueda nada contra el derecho.
El Código Penal, art. 966 y siguientes, castiga los delitos contra la
libertad de imprenta, ya lo cometan los particulares, ya los funciona-
rios públicos.
Antes de entrar al estudio de las limitaciones impuestas á la libertad
de la prensa, tenemos que decir, que sería ésta ilusoria, como el dere-
cho de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia desde el
momento en que el pensamiento, ó mejor dicho, desde que ya su ma-
nifestación, quedase sujeta al poder restrictivo del censor, cualquiera
que fuese, estos procedimientos importarían tanto como someter to-
das las ideas, todas las funciones de la inteligencia á las preocupacio-
nes de un hombre, á las de una comisión ó de un instituto
determinado, haciéndose de ellos los jueces infalibles de todas las
cuestiones propuestas y controvertidas en ciencias y artes, en reli-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 119

gión y política; siendo el resultado final, que tales procedimientos,


muy lejos de dar benéficos resultados, solo ocasionarían mayores
males que los que se tratasen de corregir.
Para evitar los abusos en contra de la libertad de la prensa, la Cons-
titución prescribe, que ninguna ley ni autoridad puede establecer la
previa censura, de modo que solamente después de que los escritos
hayan sido publicados y por tanto calificados por un juicio sereno é
imparcial, como perjudiciales á la vida privada, á la moral ó á la paz
pública, será cuando la acción pública y según las circunstancias del
caso, haga sentir su influencia; pero mientras realmente la publica-
ción no exista, toda medida, por preventiva que se llame, no será otra
cosa que la previa censura. Los partidarios del sistema preventivo
apoyados en las teorías de las leyes penales opinan, que las autorida-
des deben prohibir toda publicación de cualquier escrito nocivo, tan
pronto como se sepa que se va á dar á luz, fundando su argumentación
en que de no ser así, el mal que se puede causar se hace irreparable ó
mejor dicho, castigándose únicamente el delito consumado, no im-
pidiéndolo, cuando oportunamente se podía y debía impedir. No cabe
duda que el argumento examinado á primera vista parece muy sólido
é incontestable y más si se piensa que de no ser así, á tanto equivale
como que el individuo ó la sociedad no puedan defenderse á tiempo
contra un escrito, por lo que se quiere, como en otros delitos, que
existan esos diversos grados con los cuales se mide la intencionalidad
criminal.
Toda la argumentación cae por tierra, si se tiene en cuenta que las
infracciones á la ley de que hablamos, son aquellas que se pueden
cometer por medio de la Imprenta, es decir, por medio de la publica-
ción sin cuya condición de su peso se cae que no hay ningún derecho
violado y en consecuencia nada que prevenir. La Inquisición misma
no condenaba los escritos y los libros sin censura lenta y reflexiva de
los teólogos y cuidado que entre otros santos procesó á Santa Teresa
de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Dios, San Ignacio de
Loyola y á San José Calazans, siendo larga la lista de las obras conde-
nadas, entre las que figura la del venerable fray Bartolomé de las
Casas, escrita en latín con el título que traducido significa: “Cuestión
acerca de la potestad imperial y real, sobre si los reyes ó príncipes pue-
den, ó no, por algún derecho ó con algún título, y salva su conciencia,
enajenar de la real corona los ciudadanos y súbditos, y sujetarlos al
poder de un señor particular: controversia no ventilada con tanta clari-
dad hasta hoy por ningún doctor.” Decimos nosotros, cómo se había
de publicar una obra en España y mucho menos qué licencia conce-
dería Carlos V y su hijo Felipe II, cuando en ella se sostenían los

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120 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

verdaderos principios de la soberanía popular para elegir el gobier-


no que acomode, para poner al rey las condiciones y limitaciones
que se quieran, quedando siempre reservada en favor de la Nación
la facultad de suspender al rey el ejercicio del Poder Ejecutivo y la
de quitárselo; y cuando se decía que ningún rey puede sujetar los
ciudadanos y súbditos al señorío particular de nadie y si alguno lo
ha hecho, la Nación se halla siempre con poderes para rescindir sus
efectos y declarar la nulidad primordial de tales actos. Admirable
fué que Adani de Dietricstan, Príncipe de Hollemburgo á quien fué
dedicada la obra, le diese acogida, imprimiéndose en la ciudad de
Espira; pero hay que decir que ese príncipe era por entonces un
varón libre de Alemania.
Nada se podía esperar de una época en que el Papa Paulo IV insti-
tuyó la “Congregación del índice expurgatorio.” para impedir la pro-
pagación de los libros que no podía reprimir la inquisición. Al
principio sólo se señalaron aquellas obras que era lícito leer; pero
viendo que esto era insuficiente, se estableció que toda obra no
autorizada era, desde luego ilícita, con lo que se impidió que llegase
al pueblo ningún conocimiento, excepto los adecuados á los fines
de la Iglesia.
Diremos pues, que la previa censura equivale á tener á la inteli-
gencia en perpetuo pupilaje, ó como decía Jovellanos: “tiene savor
de tiranía de tutores;” de modo que dando por cierto que un escri-
to, un libro, un periódico sea perjudicial, nocivo, por haber veneno
en ellos, preguntamos: ¿qué medios hay establecidos para saber si
con efecto está ese veneno en donde se ha dado por supuesto, una
vez que nada se ha publicado? Estamos seguros que no habrá nadie
que dé contestación, por lo que creemos que queda demostrada la
arbitrariedad de la censura, á lo que agregamos ser ésta tan incon-
veniente como inútil, pues como dice Blum: “La intervención de la
fuerza estimula la multiplicación de los escritos clandestinos y no
prueba nada contra el derecho. Así como no existe autoridad que se
pueda oponer á la verdad, no hay derecho que se pueda evocar para
impedir al individuo humano publicar, imprimir y manifestar sus
ideas.”
Como consecuencia de todo lo expuesto, también será una limita-
ción de la libertad de la prensa, el que se exija á los autores é impreso-
res alguna fianza que sir va de garantía á la publicación; tal
procedimiento, en la extensión de la palabra, no sería otra cosa que
una traba ó restricción para que no se publique más de lo que quiera
aquel á quien en su caso quedase encomendado hacer efectiva la fian-
za y el que necesariamente tendría que hacer los oficios de censor,

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 121

cosa más grave aún que una censura en toda forma, una vez que los
escritos quedarían sujetos á la calificación de su exclusivo criterio
cuya infalibilidad sería absurdo reconocer.
Además, se ha podido observar que en los pueblos donde la liber-
tad de imprenta se le ha dejado con más amplitud, ella misma se
marca sus límites; mientras que por el contrario, donde es perse-
guida, bien pronto se corrompe y desenfrena, no teniendo ya otro
objeto que el ultraje y el escándalo, consecuencia obligada de la
explosión de las malas pasiones, de la perversidad de los sentimien-
tos y también de la falta de cultura política. Todo lo cual, constitu-
yendo verdaderos abusos, es por lo que la Constitución le marca sus
límites cuando se ataca al individuo en su vida privada, á la moral y
á la paz pública.
No encontramos una definición que satisfaga, en toda la exten-
sión de la palabra, lo que se debe entender por vida privada. Si en el
hombre no estuviese tan arraigado como lo está, en la generalidad,
el sentimiento de su amor propio, ni su existencia tan llena de
engañadoras apariencias, nada sería tan fácil como encontrar alguna
que satisfaciese á todas las exigencias, ya que muchas obligaciones y
deberes, aunque imperfectos y por lo mismo inexigibles, tendrían
que obedecer á una regla común; pero desde el instante en que las
costumbres, las necesidades y la cultura intelectual y moral son tan
distintas, las dificultades suben de punto y más cuando tan fácil-
mente se confunde el honor aparente con el real.
Entendemos por lo tanto que los actos que corresponden á la vida
privada, aunque comprenden obligaciones y deberes por el hecho
de no ofender á nadie, ni causar perjuicio social, sólo puede ser juez
de ellos el que los realiza, sin que nadie igualmente pueda impedir-
los ó impulsarlos, pues teniendo, como la palabra lo indica, la vida
privada relaciones limitadísimas y sin que por ellas se ofenda á na-
die, es claro que ninguno está autorizado á turbar al individuo en su
reposo y en su tranquilidad. Por mucho, pues, que se pretenda hacer
que los hombres sean mejores, el convencimiento debe venir por sí
solo, por la satisfacción que resulta del deber cumplido, por el bien
mismo; pero nada que el individuo, las autoridades ó poder alguno
se intruse sin razón y sin motivo donde nadie puede penetrar, por-
que esto sería una violación injustificable de los más sagrados dere-
chos del hombre, quedando expuesta su familia, sus secretos, sus
debilidades y todo cuanto, en fin, constituye lo privado de la vida, á
ser divulgado, criticado ó censurado, ocasionando el desprecio, la
burla ó la deshonra, tal vez amargando perpetuamente la existencia
de seres inocentes á quienes les tendría que tocar una herencia que

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122 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la perversidad ó una punible ligereza hubiesen creado, debiéndose


renegar entonces de una sociedad que sólo produciría irremediables
males.
*
**

Hemos dicho antes lo que, en nuestro humilde concepto, entende-


mos por moral; completando nuestras ideas, diremos que se la ataca
cuando se impide al hombre realizar el fin que debe cumplir sobre la
tierra por no mirar ante todo y sobre todo que debe sostenerse carac-
terísticamente su vocación individual, sin la cual no sería posible la
vida y con ella la subsistencia de la sociedad entera. Schäffle sintetiza
la moral cristiana en lo que él llama ley regia de la Etica, en las subli-
mes frases ama á tu prójimo como á tí mismo. Stuart Mill, dice: “Lo
que se llama moral cristiana, pero que debería llamarse moral
teológica, no es en manera alguna la obra de Cristo ni la de los Após-
toles, data de tiempos más recientes, puesto que ha sido laborada
gradualmente por la Iglesia Católica en los cinco primeros siglos, y
aunque los modernos y los protestantes no la hayan adaptado implíci-
tamente, la han modificado menos de lo que debía esperarse. A decir
verdad, se han contentado, en su mayor parte, con despojarla de las
adiciones hechas durante la Edad Media, reemplazándolas cada sec-
ta por nuevas ideas, más conformes á su carácter y á sus tendencias.
No pretendo en modo alguno negar que la especie humana deba
mucho á esta moral y á los primeros que la enseñaron; pero me permi-
to decir, que en muchos puntos es incompleta y exclusiva, y que si
ideas y sentimientos que no sancionan hubiesen contribuido á la
formación de la vida y del carácter europeo, los negocios humanos
estarían á estas horas bastante peor de lo que están. La moral cristia-
na, como se la llama, tiene todos los caracteres de una reacción: es en
gran parte una protesta contra el paganismo. Su ideal más bien es
negativo que positivo, más bien pasivo que activo; la inocencia antes
que la grandeza de espíritu; la abstinencia del mal antes que la perse-
cución enérgica del bien; en sus preceptos, como se ha dicho perfec-
tamente, el no harás domina con exceso al harás. En su horror á la
sensualidad hace un ídolo del ascetismo para después encajarlo gra-
dualmente en la legalidad.
“Mantiene la esperanza del cielo y el temor del infierno como mó-
viles de una vida virtuosa; es esto muy inferior á los sabios de la
antigüedad y hace buenamente lo que puede para dar á la moral hu-
mana un carácter esencialmente egoísta, separando los sentimientos
de deber de cada hombre de los intereses de sus semejantes, excep-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 123

to cuando el propio interés le obliga á considerarlos. Es esencialmen-


te una doctrina de obediencia pasiva; inculca la sumisión de todas las
autoridades constituídas; solamente su obediencia dejará de ser ac-
tiva cuando manden aquello que la religión prohíbe; pero no debe
oponérseles resistencia y mucho menos sublevarse contra ellas, por
injustas que sean. Mientras que en la moral de las mejores naciones
paganas los deberes del ciudadano para con el Estado ocupa una ex-
tensión desproporcionada y menoscaba la libertad individual, en la
moral puramente cristiana esta gran división de nuestros deberes es
apenas mencionada ó reconocida... Creo que, en sus instrucciones, el
fundador del Cristianismo ha abandonado expresamente muchos
elementos esenciales de la más alta moral, que la Iglesia Cristiana ha
rechazado por completo en el sistema de moral que ha basado sobre
estas mismas instrucciones; y siendo esto así, considero como un
gran error, querer encontrar en la doctrina cristiana esta regla com-
pleta de conducta que su autor no ha querido detallar por entero, sino
tan sólo sancionar y apoyar parcialmente. Creo también, que seme-
jante estrechez en esta teoría, produce un mal práctico muy grave,
disminuyendo mucho el valor de la educación y de la instrucción
moral que tantas personas de buena voluntad tratan de reanimar...
que, además de la moral puramente cristiana, debe existir al lado de
ella otra moral para producir la regeneración del espíritu humano; y,
según yo entiendo, el sistema cristiano no constituye excepción á la
regla ya indicada de que en un estado imperfecto del espíritu huma-
no, los intereses de la verdad exigen la diversidad de opiniones.”
Entendemos en vista de estas consideraciones, que la base teológica
de la moral no es absolutamente necesaria, ó al menos no debe serlo
siempre, sino que por esto admitamos que una nación pueda vivir sin
una fe moral ó social, sin una religión laica de la justicia y de la huma-
nidad. Por otra parte, es una ley histórica y sociológica, que muchos
principios morales están expuestos á sufrir sus grandes crisis por la
fuerza misma de los sucesos, lo que hace que sean apreciados de
distinta manera. Creemos por lo mismo, que se falta al respeto á la
moral por medio de la prensa, cuando independientemente de la
dogmática eclesiástica, de la privada, de las consideraciones de efica-
cia, etc., etc., la manifestación de las ideas están en contradicción ó
son opuestas á los preceptos de la ley, la que se supone que le precede
un principio moral para su formación. No se debe descuidar tampoco,
sino al contrario se debe tener muy presente, que las ideas morales
están sujetas á cierto desenvolvimiento histórico, al menos en cuan-
to á su significación verdadera en la conciencia popular y á su influen-
cia sobre el proceso vital espiritual.

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124 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

A efecto, por lo tanto, de no incurrir en errores sobre cuáles son los


límites de la libertad de la prensa en la esfera de la moral, opinamos
que ellos están marcados y tienen estrecha relación con la expansión,
extensión y restricción establecidas por la ley positiva, y más si se
tiene en cuenta que la política legislativa debe tener en considera-
ción la constante renovación de las ideas, prestando toda su atención
para que éstas no se adelanten á la conciencia moral del tiempo, ó
que, por el contrario, se hallen en manifiesto retraso. Ortolan dice:
“La moral está en la ley y más allá de la ley; va todavía más lejos que
ella; pero donde quiera que la ley esté, allí debe estar la moral, porque
esta es la ley general, la ley suprema.”
*
**

La cuestión de que con la libertad de la imprenta, y por pasarse de


sus límites, se pueda ocasionar la falta de respeto á la paz pública, es
una de aquellas en extremo delicadas, por la razón de que se puede
pecar por exceso ó por defecto, ya por impedirse la publicación de lo
que real y legítimamente reclame la sociedad, ó porque persiguiéndose
la satisfacción de miras particulares sin ningún motivo justo, se tras-
torna el orden establecido.
Antes de ampliar nuestras ideas, creemos conveniente distinguir
lo que es una revolución y una insurrección, supuesto que las dos
palabras no son sinónimas; la primera consiste en un trastorno del
orden público, del etatus, del Estado, no teniendo en tal virtud más
que un alcance político ó social; la segunda acarrea como consecuen-
cia el mismo trastorno de las instituciones establecidas: pero no es
ese su fin, teniendo realmente su origen en el descontento de los
hombres, haciendo que se levanten sin preocuparse por las propias
instituciones. La tendencia de la revolución es crear un régimen
nuevo; la de la insurrección es la de hacer que nos rijamos por noso-
tros mismos, no fundando las esperanzas en las instituciones que
están por venir.
Para que se comprenda toda la importancia que en sí tienen las
opiniones de cualquier manera manifestadas y toda la gravedad de
que la falta de prudencia las limite indebidamente, nos basta con un
ejemplo, que por lo universalmente conocido, es suficiente para de-
mostrar, á reserva de lo que después diremos, que también la altera-
ción de la paz dá benéficos resultados, como perjudiciales son cuando
se rompe con ella solamente de una manera sistemática. Tenemos
que el fundador del Cristianismo sin ser un revolucionario, como los
judíos querían hacerlo pasar, no fue más que un insurrecto, puesto

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 125

que no quería la reforma de las instituciones, siendo indiferente al


orden gubernamental y administrativo. Decimos que no fué un re-
volucionario, porque nunca trató de derribar al gobierno, sino elevar-
se él mismo, destruyendo todo lo que sus adversarios tenían por
augusto. Precisamente porque Cristo, como dicen algunos, nunca
atentó al orden establecido, es sin duda por lo que fué su más mortal
enemigo y su verdadero destructor. ¿Se podrá decir que esta insu-
rrección no trajo consigo la alteración de la paz? Claro que sí, con lo
que queda demostrado que no siempre es perjudicial alterarla; ade-
más se puede afirmar que la mayor parte de las revoluciones que han
agitado al mundo, reformándolo, no hubieran llegado á su objeto, si
antes no se hubiese realizado una insurrección. Luego alterar la paz,
como nos lo demuestran los benéficos resultados del Cristianismo y
tantos otros progresos como se han alcanzado por ese medio; no debe
verse siempre como un mal que deba ser reprimido.
El marqués de Olivart, dice: “Los utopistas amigos de la paz perpe-
tua y del arbitraje universal niegan que pueda existir un derecho á la
guerra; y no comprenden, en el estado sensible y nervioso de sus
espíritus, que pueda jamás establecerse relación alguna entre el de-
recho y la guerra. Y no es que á ésta, por otra parte, le hayan faltado ni
le falten aún defensores que la sostengan contra los embates de los
filántropos reclutados entre egoístas comerciantes que no pueden
comprender jamás que sus negocios sean inmolados ante el bien
público en una lucha nacional en la que el Estado del que forman
parte defiende su dignidad y su existencia; de defender la guerra se
encargan también los moralistas, que ven en la Historia algo más que
manadas de seres humanos que engordan y se enflaquecen según las
leyes ciegas é inmutables de una evolución eterna, contemplando en
las victorias la obra de la justicia divina, que á la corta ó á la larga
castiga los pecados de las naciones, y se encargan igualmente los
militares, que observan por su parte que la guerra, elevando el senti-
miento patriótico, uniendo en apretado haz á los ciudadanos para
defensa y gloria de sus lares y sus dioses, eleva el nivel de los pueblos,
fomenta la austeridad de las costumbres y procura el engrandeci-
miento de la Patria, creyendo que todo esto, bien vale la pena de que
se pierdan unas cuantas vidas, que al fin y al cabo devasta con menor
gloria y mayor número la abyecta molicie, resultado casi seguro de
una paz corrompida y anémica.”
Aunque estos conceptos se refieren al caso de una guerra pública y
no civil, y aunque se aconsejan como un supremo recurso, creemos
que tienen aplicación tratándose de la prensa como medio para alte-
rar la paz en general. En tal virtud, ¿podemos decir que siempre que

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126 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

se la altere se persiguen fines nobles y generosos, y por lo mismo la


libertad de escribir y publicar escritos no deba ser limitada, ó todo lo
contrario?
La cuestión se puede presentar bajo dos aspectos diferentes: ó la
prensa es únicamente el eco de la opinión ya formada en la concien-
cia popular, ó se trata de crearla; si es lo primero, es inútil ponerle
cualquier limitación; si es lo segundo, se pueden presentar dificul-
tades que tanto pueden importar perjuicios como ventajas, confun-
diéndose unas y otras si no se les juzga con un criterio sano é
imparcial.
Para esto sería preciso que el pueblo tuviese un órgano completa-
mente independiente, por cuyo conducto se diesen á conocer sus
pretensiones y deseos, apelando á un supremo recurso cuando no
fueran atendidos. Se dirá que ese órgano es la prensa misma, sobre
todo la llamada independiente. Desgraciadamente, á la prensa, sal-
vo honrosas excepciones, se les puede aplicar las palabras que
Bismarck pronunció en la sesión del Reichstag el día 6 de Febrero
de 1888. Fueron éstas: “En cuanto á la prensa se refiere, no puedo
concederle ningún peso, ninguna fuerza. Dicen que en Rusia repre-
senta más que en Francia. Yo soy de la opinión contraria. En Francia,
la prensa representa una fuerza que influye á veces en las decisio-
nes del gobierno; en Rusia no ocurre lo propio, no puede ocurrir;
pero en ambos casos la prensa, á mis ojos, no es otra cosa que “papel
impreso,” al que no nos oponemos. Detrás de cada artículo de pe-
riódico no hay sino un individuo que, provisto de papel y pluma, lo
escribe y lo lanza al mundo, lo mismo en Rusia que en Francia. La
pluma que escribe un artículo antialemán no tiene á su espalda más
que un individuo que hace imprimir sus lucubraciones; y el protec-
tor del periódico ruso, algún elevado funcionario del Estado, ó polí-
tico, pesan tanto como una pluma en las decisiones de su majestad
el emperador de Rusia.”
Whitman, hablando de los ingleses, dice: “Junius opinaba que los
ingleses renunciarían antes al Parlamento, á la responsabilidad de los
ministros, y á la “Ley del Habeas Corpus” que á la libertad de su
prensa, porque esto representaría la concesión de aquéllas.”
“Muchos anglosajones de hoy estarían dispuestos á hacerlas, pero
difícilmente un alemán. Este teme el poder del periodismo, pero no
lo respeta, por lo general. Y no es que la prensa alemana sea menos
digna de respeto que la inglesa, sino que su temperamento alemán
hacen que miren “lo impreso” de muy diversa manera que los ingle-
ses. En su dicho popular Er lügt wie gedruckt, “miente como la Gace-
ta,” va el espíritu que revela su opinión acerca del periodismo.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 127

Mr. Godkin, hablando de los Estados Unidos, denuncia en un


libro reciente, Unforescen Tendencies of Democracy, la interven-
ción funesta que tienen en la dirección de la opinión los periódi-
cos; la mayor parte á sueldo, de especuladores: “Una guerra en
perspectiva, dice, será siempre atentada por los periódicos, senci-
llamente porque las noticias militares, victorias ó derrotas, au-
mentan enormemente su venta.” El libro se había escrito antes
de la guerra de Cuba, y los sucesos han demostrado cuán justas
eran las previsiones del autor. Los periódicos dirigen la opinión
en los Estados Unidos, pero son algunos banqueros los que desde
el fondo de sus oficinas dirigen á los periódicos. Su poder es más
funesto que el de los peores tiranos, porque es anónimo, y porque
les guía únicamente su interés personal y no el del país. Será,
como ya he hecho notar uno de los grandes problemas del porve-
nir, el hallar el medio de librarse del poder soberano y desmorali-
zador de banqueros cosmopolitas que tienden más cada vez en
muchos países á hacerse indirectamente dueños de la opinión, y,
por consiguiente, de los gobiernos. Un periódico americano, el
Evening Post, hacía notar recientemente que en tanto los otros
influjos son débiles ó impotentes en los movimientos populares,
el poder de la prensa popular ha aumentado desmesuradamente;
poder, tanto más temible, cuanto que no tiene límite, ni responsa-
bilidad, ni medida, y está ejercido por individuos sin cultura. Los
dos diarios populares de mayor influjo en los Estados Unidos, los
que han obligado á los poderes públicos á declarar la guerra á Es-
paña, estaban entonces dirigidos, uno por un antiguo cochero de
punto, el otro por un jovenzuelo que había heredado muchos mi-
llones. “Su opinión, observa el crítico americano, acerca del uso
que un país debe hacer de su ejército, de su marina, de su crédito
y de sus tradiciones, tiene más influjo que todos los hombres de
Estado, filósofos y profesores de la nación.”
Ante estos ejemplos y las tristes lecciones de la experiencia, ¿qué fe
y qué confianza se puede tener en la prensa cuando falta al respeto á
la paz pública, ofreciendo un orden de cosas mejor? ¿Se la deberá
seguir en sus ideas de una manera ciega sin riesgo de estrellarnos ó
extraviarnos? Desconsolador es tener que confesar, que aunque de
sabios es variar de opinión, en la táctica periodística siempre repre-
senta como carencia de principios defender hoy lo que se atacaba
ayer; y esto lo hemos visto con demasiada frecuencia en nuestro país
sabiendo todo lo que hay tras de cada periódico.
Pero como estos vicios y otros que por no ofender á nadie no señala-
mos, no excluyen la necesidad de que en algunos casos la convenien-

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128 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cia pública exija la alteración de la paz, pensamos que muy lejos de


limitar á la prensa debe dejársela en completa libertad, sin otras
restricciones que las requeridas para el éxito de un ataque ó de una
defensa. Esto se entiende cuando los gobiernos están de acuerdo
con los intereses populares; pero, ¿qué sucede cuando están en
contradicción, habiéndose agotado todos los recursos legales, sin
ponerse remedio á una situación verdaderamente insoportable? En
este caso, no cabe duda que los que alteran la paz son los gobiernos,
desde el instante en que desconocen el estado de derecho que debe
dominar en la sociedad, ya no cabiendo más recurso que la insurrec-
ción, pues como dijo Santo Tomás: “Las revoluciones son necesi-
dades funestas de los pueblos cuando no se oyen sus gritos de
desesperación.”
Mas para llegar á este terrible extremo, es preciso que caigan en
desprecio las instituciones, que abierta y descaradamente se pisoteén
las leyes, que su contenido sea ilegítimo en relación con el senti-
miento del derecho dominante en un período de tiempo dado, y por
último, que se haga imposible resolver el problema por medio de una
reforma legislativa.
Holtzendorff dice: “Desde el punto de vista de la teoría jurídica,
mientras ésta descanse en una situación legal positiva, no podrá
nunca encontrarse una justificación de las revoluciones. Desde el
punto de vista histórico y moral puede ocurrir que, dadas ciertas
circunstancias y en casos excepcionales, la violencia del derecho
positivo se justifique.”
Los Sres. Buylla y Posada, escriben: “¿Habrá razón alguna para res-
petar las perturbaciones jurídicas porque el que las produce sea un
gobernante, un tirano, una clase inconsiderada y absorbente ó quien
quiera que sea? Ciertamente que no, y por eso no puede admitirse la
existencia de funcionario alguno irresponsable, y por eso debe todo
gobernante estar sujeto á un juicio posible respecto de su conducta
como tal. Pero se dirá, en el hecho revolucionario se va contra las
instituciones legales, se lucha contra los poderes constituidos, no se
exige la responsabilidad personal, sino que por medios violentos se
destruye el orden existente. ¿Pero si las constituciones legales son
injustas? ¿Si los poderes son insoportables y contrarios al derecho?
¿Si el orden es material y no jurídico? ¿Habrá que resistir y sufrir la
imposición violenta y reconocidamente injusta, no del Estado, ni del
derecho, sino de una porción de individuos más fuertes, porque apode-
rados éstos de los medios materiales que sólo hace políticos el dere-
cho, no haya manera pacifica y legal de violentarlas?, ¿No habrá en
este sufrimiento [á veces heróico] algo de egoísmo y de comodidad?

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 129

¿O es que el derecho no exige que á él nos sacrifiquemos y que por él


y por su afirmación constante suframos en lucha, abierta y noble? Si la
revolución surge generosamente como el despertar de la conciencia
individual y social contra la injusticia la revolución es justificable, es
una consecuencia natural del derecho mismo, que exige por parte de
quien lo ve y lo comprende que lo realice y afirme.”
“Lo que hay es que una revolución política social, por lo mismo que
es cosa desusada y no fácil de regular a priori, supone un trastorno
incalculable cuya dirección es difícil determinar. Así ocurre que en
ella se cometan hechos violentos, injustificables siempre, por ejem-
plo: asesinatos, robos, incendios, luchas sangrientas con muerte de
inocentes, etc., etc. Pero esto á lo que obliga es á evitar en lo posible,
las revoluciones; no acudir á ellas sino cuando no queda otro camino,
cuando jurídicamente no se puede vivir. No hay cosa más inicua que
predicar como sistema las revoluciones, defendiéndolas en todo mo-
mento y porque sí, para reformar cualquier institución que no satisfa-
ce. La revolución, repetimos, sólo es justificable cuando el egoísmo
aconseja no hacerla, es decir, cuando supone el sacrificio en aras del
derecho.”
Vemos por lo expuesto que en las condiciones antes dichas, la altera-
ción de la paz persiguiendo el triunfo de una grande idea, la mejora ó la
reforma de los principios y sobre todo cuando se tiene por objeto res-
taurar el derecho perturbado, tiene que legitimarse y de igual manera
si esa alteración es por medio de la prensa, repitiendo que sólo se em-
plee como recurso angustioso y supremo, ante una situación política
verdaderamente incorregible y peligrosa, debiendo distinguir, que no
aceptamos la alteración de la paz cuando los móviles obedecen á la
arbitrariedad y á sed de mando, por lo que no se debe confundir en la
teoría de una sana y verdadera política, casos de violación del derecho
entonces de por sí injustificables.
*
**

Sintetizando lo que tenemos dicho sobre la libertad de la prensa y


á efecto de que nos sea más fácil llegar á otras consideraciones que
tenemos ofrecidas, diremos que su carácter en cada país es el reflejo
de su vida, de sus vicios ó de sus virtudes, de su atraso ó de su progre-
so. Es por lo tanto indudable que llenará mejor su objeto cuando en
sus columnas no aparezca nada agresivo ni personal contra la vida
privada que haga precisa la intervención de la justicia, por acusar en el
escritor miras mezquinas y poco elevadas. Que tampoco nada se dé á
luz opuesto á las leyes, obsceno é indecente porque con esto pierde la

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130 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

moral sin ser las masas más instruídas y por último, que en el caso
desgraciado de que como angustioso recurso se tenga que alterar
la paz, el tono de las publicaciones esté exento de presunción y
vanagloria, siendo la crítica fría, por mucho que sea severa por lo
justa, sin que por ningún motivo se sienta aguijonear por las ren-
cillas personales, desvirtuándose una causa que tiene que ser tan
noble como generosa. Cuando esto sea así, la conducta de la pren-
sa será digna de una gran nación, será el verdadero representante
del pueblo, ó como dice el publicista Florentino González, “El
cuarto Poder.”
Hay un punto que aunque antes debíamos haberlo tocado, nos ocu-
rre en estos momentos y es la publicación de sumarios que pueden
lastimar la reputación y la de extractos de causas muchas veces con-
trarios á la moral.
En Alemania estas publicaciones sólo se pueden hacer mediante la
autorización de los tribunales y de la censura de los mismos por el
abogado de Estado, y aunque esta autoridad se ha mirado como algo
de arbitraria en el fondo, para la libertad de la prensa, lo cierto es que
el carácter recto de los funcionarios oficiales y lo elevado de las miras
del periodismo han hecho que sobre la materia no se registren sino
pequeñísimos abusos. Entre nosotros mucho se ha descuidado este
asunto, una vez que apenas se inicia un proceso más ó menos de
importancia, cuando ya se mencionan un sinnúmero de detalles y
circunstancias que debían permanecer en secreto, no siendo igual-
mente pocos los casos en que inconscientemente y otros maliciosos
en que, no obstante que la ley presume inocente á un inculpado mien-
tras no se prueba lo contrario ya se le destroza en su reputación sin
caridad ni misericordia, con el pretexto de una buena información.
No son pocas también las veces en que se publican hechos y actos
inmorales circulando por todas partes, sin preveerse que el veneno se
infiltra en muchas almas sin distinción de sexos ni de edades.
¿Se podrá decir que todo esto sea conforme á la libertad de la
prensa? No lo creemos así, y por lo mismo pensamos que, sobre el
particular, se deben establecer algunas restricciones, sin que dis-
curramos que se impongan á los periódicos técnicos, donde con las
reservas debidas, tales hechos si se deben dar á conocer á aquellos
que les interesen sin riesgo de lastimar los intereses privados ni á la
moral pública.
El Dr. Gross, dice: “Es evidente que dada la importancia, mayor
cada día, que en nuestros tiempos ha adquirido la prensa periódica,
palanca poderosísima, sin cuyo apoyo nada puede hacerse en la época
moderna, que el juez no podrá tampoco prescindir de su cooperación.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 131

Pero como su auxilio es semejante al de una arma peligrosa, una espa-


da de dos filos que puede herir al que la maneja, es preciso utilizarla
con prudencia y discreción para que no se convierta de colaborador
poderoso y utilísimo en rémora perjudicial... Tenemos formado con-
cepto tal de la alteza de la misión de la prensa periódica, que no pode-
mos menos de protestar contra esas ligerezas que comete,
contribuyendo á propalar noticias inciertas ó no bien comprobadas
en las narraciones de crímenes. Por lo mismo que juzgamos que el
periodismo es un sacerdocio, quisiéramos que sus representantes
nunca se apartasen de la más estricta verdad.
“Si queremos convencernos de un modo práctico de la certeza de
los inconvenientes de que nos venimos ocupando, pensemos en el
efecto que un relato falso, leído en la prensa, produciría en el ánima
de una persona que tenga que intervenir como testigo en un proceso.
¿No es cierto que declarará de un modo distinto después de conocer
el artículo que antes de saber sus afirmaciones? Y si, alucinado por la
obsesión que en muchas gentes produce lo que ven escrito en letras
de molde, duda del testimonio de sus ojos y afirma cosa distinta de lo
que vió, ¡cuán grande no será la responsabilidad moral contraída, ante
la sociedad por el autor del relato falso, si llega á extraviarse la acción
de la justicia y el delito quedara impune!
“Además, el público también se deja impresionar é influir sobre-
manera por los relatos de la prensa, y forma prejuicios, no siempre
fundados, acerca de la culpabilidad ó inocencia de un acusado mucho
antes de que el Tribunal falle la causa y haya dictado sentencia, con lo
cual, si ésta no se conforma con su opinión, la acoge con censuras,
cuando no con injustas suposiciones, respecto de la moralidad de los
Magistrados.”
“Esto contribuye á debilitar sin razón en la mayoría de los casos, la
confianza que los ciudadanos deben tener en los representantes del
Poder judicial si han de considerarse garantidos en sus derechos contra
los ataques de los malhechores.
“El único medio para atajar el mal que censuramos sería que el Juez
se encargase por si mismo de facilitar informes á la prensa, y que, en
cambio, los periodistas prometiesen no escribir más acerca del cri-
men que lo que el juez espontáneamente les dijera.
“Quizá se diga por algunos que el sistema que defendemos tiene
reminiscencias del tan odiado de la previa censura; pero no es así, si
bien se mira, como lo demostraría la experiencia.”
“De aceptar nuestra opinión, la habilidad del juez consistiría en la
manera de comunicar noticias á la prensa, haciéndolo en forma que
no careciendo de interés, no perjudicarían, antes bien favorecieran á

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132 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la investigación judicial... Lo mejor sería que el Juez redactase pri-


mero el suelto del periódico que hubiera de insertarse en la prensa,
leyéndolo repetidas veces y meditando en su contenido para calcular
el efecto que pueda causar su lectura en el ánimo del delincuente, de
sus cómplices ó de los testigos. En una palabra, con un poco de habi-
lidad, el Juez podrá saber de antemano las consecuencias á que pu-
diera dar márgen la lectura del periódico.
“En cambio, si, como hemos dicho antes, las indiscreciones de la
prensa periódica pueden acarrear graves males, no son pocos los casos
en que, merced á su auxilio, se ha hecho luz en el asunto, gracias al
tino desplegado por sus representantes. De ahí el tacto y la prudencia
que necesita tener el Juez… No se crea por esto que por recomendar
la circunspección de este punto, somos de opinión de mantener el
secreto durante mucho tiempo. Un prudente término medio será
bastante á evitar todas las dificultades.
“Resumiendo lo expuesto, sintetizaremos nuestras opiniones di-
ciendo: que el Juez ha de mantener íntimas y amistosas relaciones
con la prensa, si quiere que ésta le sirva para sus fines; pero al mismo
tiempo será necesario, para evitar abusos que el Fiscal de Imprenta
que deberá conocer por el mismo Juez instructor el origen de las
noticias que los periódicos publican, denuncie implacablemente á
todo periódico que se extralimite por violación del secreto sumarial.”
En nuestra legislación, y sin que en los procesos intervenga el Fisco
de Imprenta, está prevenido que por ningún concepto las personas
que intervienen en los mismos divulguen las diligencias que se prac-
tiquen; sin embargo, tal prevención no se cumple debidamente, sien-
do frecuente que en los periódicos aparezcan informaciones
perjudiciales á la buena marcha de la administración de justicia, si no
es que se publican noticias perjudiciales á la reputación de un indivi-
duo ó contrarias á la moral. El buen criterio del Juez y la discreción de
sus subalternos puede corregir estos abusos, como también hacer
que la prensa bajo su dirección, sea un medio auxiliador para la averi-
guación de un delito y persecución de los criminales; sin quedar ex-
puesto á las impresiones del primer momento que son más lo que
extravían el juicio del público que lo que lo favorecen.
Después de las limitaciones que quedan mencionadas y otras más
que pueden ocurrir referentes á los secretos oficiales á la dirección de
las operaciones en los casos de guerra, á los elementos ofensivos y
defensivos con que cuenta el Estado, etc., etc. Preguntamos, ¿cuál es
la aplicación real que en la práctica tiene la libertad de la Prensa? E.
Baüer, en sus “Reivindicaciones liberales,” sostiene: “que la libertad
indicada, es imposible en los Estados absolutos ó constitucionales,

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 133

pero que tiene su puesto completamente indicado en los Estados


libres.” En éstos dice: “el individuo tiene el derecho de expresar
todo lo que piensa y este derecho no le es disputado, porque no es ya
solamente un individuo aislado, sino un miembro solidario de un
todo real é inteligente.” Sander, combatido por el otro autor, dice:
“que la libertad de la Prensa es un derecho común á todos los hom-
bres.” En este sentido se reconoce esa libertad en la Constitución, y
amparados en sus principios se quiere por muchos que no se le pon-
gan ningunos límites. Apartándonos de lo que sólo miramos como
meras teorías; decimos con Stirner: “Para que la Prensa fuere libre,
sería indispensable que ninguna presión pudiera serle impuesta en
nombre de una ley. Y para llegar á eso, sería preciso que el propio
individuo se hubiera libertado de la obediencia á la ley.”
Para fundar sus teorías el autor citado y por más que alarmen á los
liberales exagerados, dice: “En verdad, la libertad absoluta de la Pren-
sa es una quimera, como toda libertad absoluta. La Prensa puede
estar libre de muchas cosas, pero no lo estará nunca más que de lo
que yo mismo esté libre. Libertémonos de todo lo que es sagrado,
seamos sin fe y sin ley y nuestros discursos lo serán también…
No se forma bien cuenta de lo que se pide, al pedir la libertad de la
Prensa. Lo que se pretende, lo que se desea es que el Estado haga á la
Prensa libre; pero lo que se quiere en realidad, y sin figurárselo, es
que la Prensa sea libertada del Estado, ó no tenga ya que contar con él.
El voto consciente es una petición que se dirige al Estado; la tenden-
cia inconsciente es una rebelión contra el Estado. La humilde súpli-
ca, como la firme reivindicación del derecho de la libertad de la Prensa,
suponen que el Estado es el dispensador, del que no se puede esperar
más que un don, una concesión, un otorgamiento. Pudiera suceder
que un Estado fuera bastante loco para conceder el regalo pedido;
pero puede apostarse todo á que los que lo recibieron no sabrían
servirse de él, por tanto tiempo como considerasen al Estado cual
una verdad; se guardarán bien de ofender á esa “cosa sagrada” y lla-
marían sobre el que se lo permitiera las severidades de una ley sobre
la Prensa.
“En una palabra, es imposible que la Prensa sea libre de aquello que
uno mismo no puede serlo”…
Adelante agrega:
“¿Lo que digo me va á hacer pasar acaso por un adversario de la
libertad de la Prensa? ¡Lejos de ello! Yo sólo afirmo que no se la ob-
tendrá nunca, en tanto que no se quiera más que ella, es decir, en
tanto que no se ponga la mira más que en un permiso; lo aguardaréis
eternamente, porque no hay nadie en el mundo que pueda dároslo.

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134 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En tanto que querais ver “legitimar, autorizar” por un permiso (es


decir, por la libertad de la Prensa), el uso que haceis de la Prensa,
viviréis en vanas esperanzas y recriminaciones … No es en el Esta-
do, no es más que contra el Estado como la libertad de la Prensa
puede ser conquistada. Y si esa libertad reina alguna vez, no es á
consecuencia de una súplica, sino cual la obra de una revolución
como será obtenida. Toda petición, toda proposición de libertad de
la Prensa, es ya rebelión, consciente ó inconsciente, sólo la insufi-
ciencia filistea no quiere ni puede confesárselo, en tanto que el
resultado no se le haya mostrado, con gran terror suyo, de una ma-
nera clara y evidente. La libertad de la Prensa, obtenida á fuerza de
ruegos, tiene al principio un aire amistoso y benévolo, esta bien
lejos de sus intenciones dejar que surja la licencia, pero poco á poco
su corazón se endurece, y llega insensiblemente á concluir que, en
definitiva, una libertad no es una libertad, en tanto que está al ser-
vicio del Estado, de la moral ó de la ley.
La Prensa, una vez embargada del deseo de libertad, quiere hacer-
se cada vez más libre, hasta que al fin el escritor se dice: Puesto que
no soy enteramente libre más que cuando no tengo ningún mira-
miento que guardar, mis escritos no son libres más que cuando son
de mí, cuando no pueden serme dictados por ningún poder ó autori-
dad, por ninguna fe, por ningún respeto; ¡no es libre lo que la prensa
debe ser, eso es demasiado poco, debe ser de mí! La individualidad,
la propiedad de la Prensa: he ahí lo que yo quiero asegurarme.
Una libertad de la Prensa no es más que un permiso de imprimir
que me entrega el Estado, y el Estado no permitirá nunca, ni puede,
libremente permitir, que yo emplée la Prensa en aniquilarlo. Expre-
sémonos, pues, más bien de la manera siguiente, para evitar lo que
el término Libertad de la Prensa ha podido dejar hasta aquí de vago
en nuestras palabras. La libertad de la Prensa que reivindican tan
alto los liberales, es sin duda alguna posible en el Estado; no es
siquiera posible más que en el Estado, puesto que es un permiso y
que, por consiguiente, ese imprimatur debe ser concedido por al-
guien que en el caso presente es el Estado. Pero en cuanto á permi-
so, está limitado por ese Estado mismo, que naturalmente no está
obligado á tolerar más de lo que es compatible con su conservación
y su prosperidad. El traza á la libertad de la Prensa un límite, que es
la ley de su existencia y de su extensión. Un Estado puede ser más
tolerante que otro, pero no hay en ello más que una diferencia de
cantidad; es, sin embargo, esta diferencia la que toman tanto á pe-
cho los políticos liberales... no piden más que “una tolerancia más
amplia, más extensa de la palabra libre.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 135

La libertad de la Prensa que se solicita, es una libertad que debe


pertenecer al Pueblo, y en tanto que el Pueblo (el Estado) no la
posée, yo no puedo hacer de ella ningún uso. Pero si uno se coloca
en el punto de vista de la propiedad de la Prensa, las cosas se pre-
sentan bajo un aspecto diferente. Aunque mi pueblo esté privado
de la libertad de la Prensa, yo me procuro por astucia ó por violencia
el medio de imprimir; no pido el permiso de imprimir más que á mí
y á mi fuerza.
Desde que la Prensa es de Mí, no me hace falta la autoridad del
Estado para usar de ella, más que me hace falta para asearme. Y la
Prensa es mi propiedad á partir del momento en que, para Mí, no hay
nada por encima de Mí, porque desde entonces no hay Estado, no hay
Iglesia, no hay Pueblo, no hay Sociedad; no debían todos su existen-
cia más que á Mí, desprecio de Mí mismo, y todos se desvanecen
desde que la flaqueza de mi orgullo desaparece ellos no son, sino á
condición de estar por encima de mí, no existen más que si son po-
tencias. ¡A menos que uno pueda figurarse un Estado del que los
súbditos no hicieran ningún caso! Eso sería un sueño, una ilusión
completamente...
La Prensa es de Mí desde que yo me pertenezco, desde que soy mi
propietario. El mundo es del egoista, porque el egoista no pertenece
á ningún poder del mundo.
Siendo esto así, puede suceder muy bien que la Prensa, aunque
mía, sea todavía muy poco libre, como es el casó en este momento.
Pero el mundo es grande y uno sale del paso como puede. Si yo con-
sintiera en renunciar á la propiedad de mi Prensa, llegaría fácilmente
á hacer imprimir por todas partes todo lo que mi pluma produce. Pero
como quiero afirmar mi propiedad, preciso es que venga á las manos
con mis enemigos. ¿No aceptaríais su permiso si os lo concediesen?
Sí, ciertamente, y con placer; porque su permiso me probaría que yo
les he cegado y que los llevo al abismo.
No es su permiso lo que quiero, sino su ceguedad y su derrota. Si
solicito ese permiso no es porque espero, como los políticos liberales,
que ellos y yo podamos vivir en paz unos al lado de otros, y hasta
sostenernos, ayudarnos recíprocamente. No. Si lo solicito es para ha-
cerme una arma contra ellas, es para hacer desaparecer á aquellos
mismos que la hayan concedido. Obro conscientemente como un
enemigo, tomo mis ventajas y me aprovecho de su imprevisión. La
Prensa no es mía más que si uso de ella sin reconocer absolutamente
ningún juez fuera de mí mismo; es decir, mas que si yo no soy deter-
minado ya ni por la religión, ni por la moral, ni por el respeto á las leyes
del Estado, etc., sino para mí solo y para mi egoísmo.

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136 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

¿Qué tenéis que replicar al que os dé una respuesta tan insolente?


Pero tal vez la cuestión será planteada mejor bajo la siguiente forma:
¿De quién es la prensa? ¿Del Pueblo ó de Mí? Los políticos se propo-
nen simplemente substraer la Prensa á las empresas personales y
arbitrarias de los gobernantes; no reflexionan que, para estar verda-
deramente abierta á todo el mundo, debiera estar libertada de las
leyes, es decir, independientemente de la voluntad del pueblo, de la
voluntad del Estado.
Pero una vez convertida en la propiedad del pueblo está todavía
bien lejos de ser mi propiedad, su libertad conserva, relativamente á
mi, el sentido de permiso.
Al pueblo pertenece juzgar mis ideas, á él debo dar cuenta de
ellas, para con él soy responsable. —Ahora, los jurados también,
cuando se atacan sus ideas fijas, tienen el corazón y la cabeza duras
exactamente como los más feroces déspotas y los esclavos que em-
plean. Entendida así la libertad de la Prensa, concluye el autor: “La
libertad de la Prensa no puede producir más que una Prensa respon-
sable. Una Prensa irresponsable no puede nacer más que de la pro-
piedad de la Prensa.”
*
**

Establecidos y aceptados por nuestra parte los principios anterio-


res, cuyo valor filosófico entendemos que no se puede negar, agrega-
remos que siendo la prensa responsable, la consecuencia tiene que
ser según el precepto Constitucional, que los delitos que por medio
de ella se cometan, sean juzgados por los tribunales competentes de
la Federación ó por los de los Estados, los del Distrito Federal y Terri-
torios, conforme á su legislación penal.
Tres sistemas encontramos para, regular el ejercicio de la libertad
de imprenta: la censura preventiva, la represión especial y la ordina-
ria. Respecto del primero, ya hemos expuesto todos sus inconve-
nientes, agregando, que en nuestra época y dadas las prescripciones
de la legislación, de acuerdo con la jurisprudencia universalmente
aceptada, es inadmisible, no sólo como tenemos dicho, porque tien-
de á impedir anticipadamente la ejecución de lo que se repute como
contrario al Derecho, sino también porque el permiso á la libertad
de imprimir, queda sujeto al juicio bueno ó malo del censor y esto
antes de haberse obrado, antes de que la manifestación del pensa-
miento se haya puesto en acción y lo que es peor aún, cuando la
responsabilidad no se ha podido desplegar ante el Derecho. Hemos
dicho también que el argumento más sólido empleado por los par-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 137

tidarios de la previa censura consiste en que el objeto de la ley no es


únicamente el de reprimir los delitos de que venimos hablando,
sino el de impedir que se cometan. A lo que contestamos que tal
raciocinio sería muy bueno si la falta de respeto á la vida privada, á la
moral y á la paz pública sólo pudiese tener lugar por medio de la
imprenta, aparte también de que el Estado en el primer caso no
puede asumir ningún carácter, ni apreciación de delincuencia, que
la ley ha entregado por completo al arbitrio individual. Además,
¿qué independencia y con qué imparcialidad de criterio podrá juz-
gar el censor oficial cuando se diga algo contra el Estado, contra la
sociedad ó contra él mismo? Forzosamente se tiene que convenir,
poniendo las cosas en las mejores condiciones, que muy pocas, sien-
do casi seguro que aunque sea en algo, se dejará influir por algunas
exigencias y cuidado que hablamos en el supuesto de que el indica-
do censor sea una autoridad científica en todo lo que se pueda es-
cribir; pero ese portento á quien le tendríamos que reconocer la
infalibilidad de su pensamiento y la completa perfectibilidad de su
espíritu, implica el absurdo más inconcebible, sería algo así como la
divinización de un hombre.
Baste por lo tanto decir, que la previa censura no produce ningunas
ventajas y si innumerales males, no empleándose más que por los
gobiernos despóticos y arbitrarios, los que desgraciadamente con-
servan las tradiciones del antiguo régimen con sus intransigencias y
sus intolerancias, atajando ó dilatando la difusión de los conocimien-
tos en todos los ramos del saber humano; sin comprender que aun
los mismos choques que ha tenido y tendrá la ignorancia con el saber,
han producido el progreso.
Algunos publicistas admiten en ciertos casos la previa censura y no
la represión; pero siempre dentro de los límites de la más estricta
necesidad, mencionándose entre los comunes y de importancia, para
la información por medio de la imprenta, de un proceso por delitos
contra la reputación, en cuyas condiciones la publicación reviste un
carácter grave por lo que afecta al honor en virtud de la mayor ampli-
tud que necesariamente se dá á la noticia; cuando se dan á conocer
los elementos probatorios en los procesos y muy singularmente las
declaraciones de testigos antes de que se hayan adquirido otros ó
recogido nuevos testimonios, perjudicándose de este modo la buena
marcha de una, instrucción sumarial por hacerse difícil el esclareci-
miento de la verdad, y en fin, en el caso más delicado de la perturba-
ción de la paz por darse á conocer el plan de las operaciones, ó los
recursos militares, desconcertándose el éxito de una campaña o el de
una batalla.

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138 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En nuestra práctica y en estos casos excepcionales, sin llegarse á la


censura, ha bastado una advertencia como medida de policía para que
no se publiquen determinadas noticias, aplicándose en todo caso la
represión ordinaria para castigar cualquier abuso.
Es tan grave el silencio de la prensa en algunas ocasiones como su
publicidad, en estas condiciones que sólo pueden tener lugar en cir-
cunstancias anormales, la honradez de la Administración pública, la
prudencia y la discreción de los escritores serán la mejor regla de
conducta para que la sociedad, no por ignorancia esté desprevenida
ante cualquiera calamidad, ni tampoco se alarme inútilmente cuando
los males hubiesen sido corregidos ó remediados.
En el estado normal, que es el que nos interesa estudiar, sólo es
aplicable el sistema de la represión ordinaria. Antes de pasar adelan-
te expondremos las teorías en que se fundan algunos partidarios de la
represión especial para aceptarla mejor que la otra.
Lord Russel, hablando de la libertad de imprenta y de su licencia y
abuso, dice: “Toda tentativa para reprimirla que no sea por medio del
jurado; debe igualmente restringir su libertad. Pretender tener lo
uno sin lo otro, es como pretender que el sol madure y perfecciones
las flores y las frutas, pero que no tueste nuestros semblantes.”
El desconocido autor de las cartas de Junius se expresa así: “La
Prensa, es el paladín de todos los derechos civiles, políticos y religio-
sos de los ingleses y el derecho de los jurados para pronunciar un vere-
dicto general en todos los casos, cualquiera que sean, es una parte
esencial de nuestra Constitución. Las leyes de Inglaterra proveen,
tanto como pueden hacerlo cualesquiera leyes humanas, á la protec-
ción del súbdito en su reputación, persona y propiedad. Con respecto
á las observaciones sobre caracteres de hombre que ocupen puestos
públicos, el caso es poco diferente, una considerable latitud debe
concederse en la discusión de los negocios públicos ó la libertad de la
prensa, de nada serviría en la sociedad.”
Kent y el Juez Story, dicen: “Que el que usando de la prensa come-
ta una acción criminosa, debe responder de ella ante la justicia; es-
tando acordes en que el hecho delictuoso se juzgue por un jurado que
pronuncie un veredicto general y no de otra manera.”
En el constituyente y entre los elocuentes discursos que sobre el
particular se pronunciaron, se dijo entre otras razones (La libertad
de imprenta): “Es imposible, en fin, si los jurados, así de acusación
como de sentencia, no intervienen siempre, para determinar, reco-
nocer, comprobar y declarar el hecho de sedición, de calumnia, de
injuria, pero sin dirección de nadie, sino independientes, como debe
ser todo juez, para hacer justicia á los ciudadanos.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 139

De modo, que primitivamente el sistema represivo para los delitos


de imprenta quedó encomendado al jurado, estando concebido el
artículo constitucional en su parte final en los términos siguientes:
“Los delitos de imprenta serán juzgados por un jurado que califique
el hecho, y por otro que aplique la ley y designe la pena.”
Los partidarios de este sistema afirman: que el tribunal popular es
el único que puede apreciar imparcialmente los delitos cometidos
por medio de la imprenta, no dejando á los ciudadanos expuestos á
que con el pretexto de que se viola la ley, se castiguen las censuras
justas por la conducta de los que ejercen el poder público. Que por tal
motivo el jurado popular debe ser el que conozca de los delitos come-
tidos por medio de la imprenta, una vez que sin él no hay suficientes
garantías para los derechos de los ciudadanos, supuesto que el pue-
blo, que es quien tiene interés en que sean garantidos y respetados,
no interviene en la administración de justicia, siendo la consecuen-
cia que los delitos sean juzgados por funcionarios á cuya dirección se
deja la facultad de apreciar y calificar los pensamientos, no siendo
pocos los casos en que se restrinja su manifestación ó que se anule
casi por completo. Chasan escribe: “El jurado, en materia esencial-
mente política, es una institución necesaria. El se pone y se coloca por
sí mismo entre las instituciones políticas de un país, porque con él
estas instituciones son verdaderas; sin él son una mentira.” Bonjean,
en el Senado francés, dijo: “La institución del jurado es la condición
necesaria de los delitos de imprenta,” y Lally-Tollendal en la Cámara
de los Pares: “Que no hay libertad pública ni privada sin libertad de la
prensa, ni hay libertad de la prensa sin jurado.” Ante el juicio de estas
autoridades, parece que lo natural debiera ser que sin reserva ningu-
na admitiésemos sus teorías, no aceptando, al menos teóricamente,
la reforma constitucional; pero para llegar á esta consecuencia, es
indispensable que antes se nos demuestre que el jurado representa
con sus resoluciones la expresión de la verdad, pues así como se dice
que el juez ordinario puede estar tocado por la parcialidad, lo mismo
podemos decir del otro, no existiendo más diferencia, que el primero
condene al que no merece ninguna pena y que el segundo absuelva al
que sea digno de ella cediendo al influjo de las opiniones populares.
Por otra parte, es indiscutible, según el estado de nuestra legislación,
que ningún delito cometido por medio de la imprenta saca su esencia
de criminalidad de ella misma, siendo siempre un accidente, un ins-
trumento empleado para delinquir, el que sin duda agravará la inten-
sidad criminosa del mismo; pero nunca puede constituir un caso
especial que se substraiga á las reglas ordinarias establecidas por el
Código Penal y el de Procedimientos.

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140 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Opinan algunos, tratando de los delitos contra la moral social y la


paz pública, que la prensa debe tener su propio freno en la reproba-
ción pública, por lo que dicen, que en un Estado libre todas las leyes,
los actos, el ejercicio de las funciones públicas y las personas que las
ejercen, deben ser discutidas, una vez que esto esclarece, fecuada,
corrige; impulsa y perfecciona; y en lo relativo á la moral, que siendo
sus conceptos subjetivamente variables y modificándose con la suce-
sión del tiempo, los individuos los interpretan de distinta manera,
por lo que llegan á la conclusión, que el jurado es el más apropiado
para juzgar esos hechos.
Como se pudiera decir para fundar esos conceptos, que los jueces y
magistrados tropiezan con la dureza é inflexibilidad de la ley, cosa
que no acontece al jurado, diremos, que sin estar éste excluido de
respetarla, y acatarla, y por mucho que sea cierto que varias ocasiones
esa dureza é inflexibilidad, y aun muchos casos no previstos, se su-
plen con un criterio, que no es el del funcionario judicial permanen-
te, nos atrevemos á afirmar que, teniendo como tenemos, un Código
Penal en que muy claramente están definidos los delitos que se pue-
den cometer por medio de la imprenta, y lo mismo otro de Procedi-
mientos, no hay por qué temer que el sistema represivo para
averiguarlos sea una amenaza para la libertad de los ciudadanos, sin
desconocer por lo mismo las ventajas y los inconvenientes del jurado,
creemos que para establecerlo se debe tener en cuenta el tiempo, el
lugar, las circunstancias, la situación general del país, las condiciones
mismas de la prensa, examinando en todo caso el estado de la opinión
pública, cosas todas más bien del dominio de la política que del dere-
cho, sin que se pueda negar que según esto, el juez ó el magistrado,
por razón de su oficio, no puede dar al delito otro carácter que el que
exclusivamente le imprima la ley, aparte de que los juicios no pueden
girar sino dentro de las prescripciones legislativas, siendo indiscuti-
ble que no puede ser delito lo que por ellas no esté expresamente
sancionado, para que en su caso se pueda aplicar exactamente la pena.
No es tampoco cierto que el juez permanente, histórica y tradicional-
mente se apegue estrictamente al sentido de la ley en las condicio-
nes en que fué expedida, pues como dice el sabio Hoblzendorff: “La
ciencia del derecho muestra cómo el legislador puede ver en la prác-
tica del juez, después de pasado algún tiempo, una manifestación de
la ley, muy distinta de lo que en un principio él mismo ideara; en el
transcurso de las edades la fisonomía de la ley se modifica de análoga
manera á la de un niño, que á fuerza de vivir se hace viejo. Y en ambos
casos el cambio se verifica todos los días y cada año, aunque por ser
casi insensible solo podamos apreciarlo á largos intervalos.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 141

No está, por lo mismo, el peligro para que la prensa sea perseguida


en tal ó cual forma de procedimiento, sino en una ingerencia inde-
bida de parte de la Administración, y ésta la puede tener tanto con
el juez permanente como en el jurado; el remedio por lo tanto, para
evitar abusos, está en la aplicación positiva de los principios, es de-
cir, en la división real y efectiva de los Poderes públicos, en el cum-
plimiento de la ley, y sobre todo, en la educación misma de los
ciudadanos.
*
**

Por lo que importa á la reforma del artículo Constitucional se puede


decir que únicamente modificó la forma del procedimiento, quedan-
do subsistentes en lo demás, las disposiciones establecidas en la ley
reglamentaria del art. 7º.
En tal virtud, cuando en la indicada reforma se dice que: los delitos
que se cometan por medio de la imprenta sean juzgados por los tri-
bunales competentes y conformé á su legislación penal, debe enten-
derse que siendo unos delitos del orden común y otros del federal,
natural es que para juzgarlos y castigarlos las jurisdicciones sean dis-
tintas, pudiéndose decir como regla general, que son delitos federa-
les aquéllos que afectan á los intereses de la Nación ó de alguna manera
hieren ó lastiman á sus representantes, y comunes aquéllos que per-
turban el derecho en una circunscripción determinada, no lesionan-
do por lo tanto al interés general.
Creemos conveniente advertir que por razón del lugar son compe-
tentes los jueces de aquel en que se hace la publicación, supuesto
que ésta es la condición necesaria para la consumación del delito,
siendo indiscutible que aunque la esencia del mismo está en lo es-
crito, no por eso tal hecho por sí solo puede constituirlo, sino hasta
entre tanto sea publicado lo que lo constituye.
En lo referente á las personas que pueden ser incriminadas por
delitos de prensa, dice Hello: “que el hecho que se incrimina es la
publicación, la cual se compone de tres actos distintos y sucesivos; la
compilación, la impresión y la edición, estando confiados estos tres
actos de ordinario á agentes separados; el autor escribe; pero no im-
prime ni publica; él tipógrafo imprime, pero no escribe ni publica; el
editor publica, pero no escribe ni imprime. Sin embargo, los tres
agentes tienen una intención común, todos tres tienden á una cosa
en que sus voluntades se encuentran.”
Agrega el mismo autor que: “si bien la calificación de autor princi-
pal conviene al escritor y al editor, y la de cómplice al tipógrafo, el acto

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142 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

del escritor es de necesidad un acto de la inteligencia, lo que no es


verdad en el mismo grado en cuanto al tipógrafo y al editor. Si el
escritor y el editor son autores del delito, cada cual, por lo que á él
atañe, es con esta diferencia, que es cierto que el escritor se ha
asociado al hecho del editor, puesto que lo ha querido y ha contado
con él, mientras que no es cierto que el editor se haya asociado al
pensamiento del escritor, pensamiento que ha podido no conocer
y no juzgar bien. Para decirlo de una vez, hay algo de absoluto en la
culpabilidad del escritor y algo relativo en la del tipógrafo y del
editor.”
De estos principios, en nuestro concepto completamente fun-
dados deducimos, que cualquiera que sea el grado de responsabi-
lidad en que incurran los que intervienen en una publicación, lo
indiscutible es que la tienen, no como piensan algunos que única-
mente sea del escritor, supuesto que los otros agentes proporcio-
nan los medios para la consumación del delito, pudiendo otros
también encubrirlos.
Otra cuestión ha sido común que se presente en la práctica de las
tribunales, principalmente tratándose de la prensa periódica en que
son varias las personas que forman la redacción: en este caso, si se
conoce y firma alguien algún artículo que ha caído bajo la sanción de
la ley penal, el asunto no ofrece dificultad; pero cuando se descono-
ce á los escritores ó la obra resulta como producto colectivo, espe-
cialmente cuando es la expresión de un programa político, si se
tropieza con grandes obstáculos, puesto que no conociéndose al
verdadero autor del escrito se tiene que proceder ó contra alguno
que alquila su oficio de firmar lo que no escribe, y muchas veces no
entiende, ó contra el gerente de la imprenta que igualmente puede
encontrarse en las mismas condiciones por mucho que no acepte el
carácter como el otro de un fingido culpable.
Como se comprende, en un periódico de autoridad los escritores
subscriben sus artículos, no sucediendo lo mismo cuando el objeto
es excederse en todo, resultando que con la práctica de comprar
baratamente al firmón no sólo se burla á la justicia, sino que se llega
á algo peor como es castigar un delito en la persona que no lo ha
cometido.
Hello, combatiendo el sistema del gerente responsable, prefiere el
de la subscripción por los autores, pensando que la dificultad del uso
de los pseudónimos puede ser evitada por el sentimiento de la digni-
dad personal, el cual se opone al uso de un nombre falso y por la
incriminación de fraude que podría hacerse al gerente cuando se usa-
se de pseudónimos.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LA IMPRENTA 143

De tal modo, dice: “se inculpa al gerente, haciéndolo cómplice de


un delito de fraude, en que ha participado, permitiendo que se use un
nombre falso.”
Otros escritores opinan, que en estos casos es preferible la aplica-
ción de una pena pecuniaria, porque entonces de hecho no es sufrida
por el gerente ó los firmones, sino por los propietarios ó escritores del
periódico. En nuestra legislación el castigo recae sobre el que aparece
como responsable de la publicación y muchas veces no precisamente
sobre el que lo ha cometido. Es de esperarse que el legislador en vista
de esos inconvenientes haga algunas modificaciones al Código en lo
relativo á la penalidad; por lo demás, si se quiere que la prensa llene
su objeto debe mantener siempre vivo el sentimiento de su respon-
sabilidad no olvidando que si se extralimita y viola el derecho, debe
estar segura de encontrar el rigor de la justicia por el mal uso que
hace de su libertad.

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VII.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION

Art. II.—Todo hombre tiene derecho


para entrar y salir de la República, viajar
por su territorio y mudar de residencia sin
necesidad de carta de seguridad, pasapor-
te, salvo-conducto ú otro requisito. El ejer-
cicio de este derecho no perjudica las
legítimas facultades de la autoridad judicial
ó administrativa en los casos de responsa-
bilidad criminal ó civil.

La historia política de la humanidad nos dice que las primeras hor-


das nómadas no tuvieron la autoridad suficiente para impedir que
sus miembros las abandonasen para unirse á otras tribus según su
voluntad; esto demuestra que primitivamente la libertad de locomo-
ción no estaba sujeta á restricción alguna; pero á medida que las agru-
paciones se consolidaron y se sintieron más fuertes, por lo común
bajo el imperio del régimen militar, entonces el hombre comenzó á
sufrir las limitaciones de la libertad mencionada, sin poder salir ya de
una circunscripción determinada, estableciéndose el principio de que
los esclavos, los siervos y aun los hombres libres, estaban adheridos
al suelo.
Entre los antiguos pueblos mexicanos se llegó al extremo de que el
individuo no podía cambiar de domicilio ni aun para habitar en el mis-
mo barrio; aconteciendo lo mismo en otras naciones del continente,
viéndose como sospechosos y cayendo bajo la sanción de las leyes pe-
nales á los que viajaban sin causa justificada. Estas costumbres las
encontramos establecidas lo mismo en Asia, Africa y en Europa, pu-
diéndose afirmar que hasta época muy reciente es cuando se ha permi-
tido que el hombre se translade de un lugar á otro sin los obstáculos y
las trabas que antes se le ponían.

145

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146 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Habiéndose expedido en el siglo XIII el Código de las Partidas, en


que la feudalidad de esos tiempos hizo del hombre un accesorio de la
tierra, é importada á nosotros esa legislación, la consecuencia fué, que
se viese también como sospechoso á todo aquél que variase de domici-
lio. En Europa fué necesario que se desarrollara toda la fé religiosa que
inspiraron las cruzadas para que los ciudadanos pudieran salir de su
patria nativa sin incurrir en responsabilidad. No siendo conocidos, se-
gún Macleod, sino hasta el siglo XVIII, los principios de la Economía
Política, como los del Derecho de Gentes, según Wheathon, hasta la
paz de Westfalia, lo natural fué que muy imperfectamente se conocie-
sen las ventajas de la inmigración y los beneficios que resultan de que
los hombres se derramen por todo el mundo, extendiendo de este
modo el comercio y las riquezas.
No es de extrañar, por lo tanto, que en la legislación de las Partidas
se diese la denominación de romero al que iba á Roma á visitar las
tumbas de San Pedro y San Pablo, y el de peregrino al que se traslada-
ba á Jerusalem á visitar el sepulcro de Cristo; ni mucho menos el que
se recomendase á los súbditos españoles el que no se fuesen mez-
clando en comercios é industrias por los países donde transitaban.
Habiendo traído los conquistadores en sus naves la mencionada
legislación y habiéndonosla impuesto lo mismo que su desastrosa
política, ya tuvimos todo género de obstáculos para la inmigración,
supuesto que al extranjero siempre se le vió con desconfianza y pre-
vención; considerándose al holandés como hereje, republicano é in-
surgente, y al inglés y al alemán como los más encarnizados enemigos
de la fé cristiana. Las leyes de Indias, cuyo objeto debió ser proteger
los intereses de los naturales, sólo se ocuparon como las de Partida,
en hacer que se poblase el Continente con españoles y despoblarlo
de todo lo que no fuese ese elemento; siendo el resultado final el que
se desconociese el principio de la libertad civil que acompaña al indi-
viduo donde quiera que vaya, sin consideración á que sea ciudadano ó
extranjero.
Podemos decir en tal virtud, que la libertad de locomoción es la
consecuencia del régimen industrial caracterizado en las sociedades
donde la masa popular es más crecida y donde por lo mismo hay
sobrados miembros que substituyen á los que la abandonan. Algu-
nos piensan que esto puede dar lugar á la desmembración de un
territorio; pero estos temores son infundados si se discurre que al
presente existe la suficiente cohesión en la mayoría de los ciudada-
nos, por estar ligados con lazos de verdadero amor á la patria, con los
de la familia y con los de los intereses pecuniarios. Se ha podido
observar también que las mismas emigraciones en masa, y que por lo

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION 147

pronto parece que pudieran perjudicar á los pueblos, en realidad ni


sufren ni padecen nada, puesto que tales emigraciones, salvo el caso
como las de Irlanda, en que la miseria y el hambre de sus ciudadanos
les obliga á hacerlas, siempre son el signo del desenvolvimiento de la
libertad individual.
Sabido es en otro concepto, que los progresos de todo género alcan-
zados en los últimos siglos, á la vez que crearon una nueva legisla-
ción, también variaron las condiciones sociales, al grado de que las
naciones actuales tanto se componen de indígenas como de extran-
jeros; obedeciendo este orden de cosas á la desaparición de las leyes
restrictivas, con las cuales antes se tropezaba, no sólo para viajar por el
interior de un Estado, sino con más razón por el extranjero, ayudando
á este orden de cosas, la facilidad que hoy se tiene para obtener la
ciudadanía; pudiéndose afirmar por todos estos indicios, no ser un
ideal la posibilidad de un Estado humano universal; convenciéndo-
nos de esta idea cuando vemos que en las naciones día á día se reco-
noce un derecho común, no realizándose como antiguamente en los
estrechos límites de la nacionalidad forzosa. No siendo necesario
enumerar todas las ventajas que resultan de la libertad de locomo-
ción, sólo diremos que, en la Carta Fundamental, al reconocerla, se
arrolló con los obstáculos que antes se le oponían, no exigiéndose al
presente, las cartas de seguridad, los pasaportes, los salvo-conductos
y otros requisitos semejantes exigidos antes para que los viajeros
pudiesen circular dentro ó fuera de la República. Hoy, más que nunca,
en que las vías de comunicación tienen tanta importancia para la vida
económica, resaltan las ventajas del principio constitucional, con tan-
ta mayor razón, cuanto que los ciudadanos ya no se encierran entre
los límites de sus fronteras, sino por el contrario, las tienen abiertas á
efecto de que todos los hombres con el trato recíproco obtengan los
beneficios morales y materiales que de aquél les resultan.
En nuestra legislación, por lo tanto, se han borrado aquellas dispo-
siciones que mucho tenían de parecidas á las del antiguo Perú que
consideraban y castigaban como vagabundo al que se alejaba de su
provincia ó de su aldea, ó como otra del Japón, donde todos estaban
obligados á matricularse en el censo sin poder variar de residencia,
sino mediante la autorización y certificado del jefe del Templo. Por lo
que importa al pasaporte, se puede decir que, aunque su uso se des-
envolvió con la Revolución Francesa, ya era conocido desde los tiem-
pos del Imperio Romano, diciendo de él el Dr. Liéber “ser cosa odiosa
y que Dios quiera que lo sea siempre.” Nuestros constituyentes lo
entendieron así y, aunque al discutirse el precepto fundamental se
dividió la opinión sobre la conveniencia ó ineficacia de exigir cual-

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148 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

quier documento ó requisito para viajar, lo cierto es, que triunfó la


idea que apoyaba la completa libertad de locomoción, dándose por
razón contra las opiniones contrarias, que para la adquisición del pa-
saporte, salvo-conducto, etc., etc., muchas veces se perdía más tiem-
po que el necesario para un viaje; importar la adquisición de tales
documentos un impuesto, lo que lejos de multiplicar la circulación
de los viajeros no haría otra cosa que disminuirla. En la actualidad
sólo es necesario el salvo-conducto para los reos á efecto de que pue-
dan comenzar á disfrutar de su libertad preparatoria.
Nos parece oportuno en este lugar hacer presentes algunas apre-
ciaciones que pasamos á exponer, ya que tanta relación tienen con
la libertad de locomoción. ¿Se puede decir por lo tanto que tal
libertad y por lo que importa al aumento de población tenga la
misma latitud al grado de que no se ponga en pugna con las nece-
sidades económicas? Desde luego podemos afirmar que ésta es
una de aquellas cuestiones cuya resolución tiene que variar según
las circunstancias, no siendo pocos los casos en que la libertad de
que hablamos y los derechos que de ella dimanan, se conviertan
en una ilusión inconciliable con los proclamados derechos del
hombre.
Gustavo le Bon dice: “Cuando un país presenta una gran superfi-
cie de territorio poco poblado como los Estados Unidos y Rusia, ó
como Inglaterra gracias á sus colonias, el aumento de su población
presenta, al menos durante un cierto tiempo, ventajas evidentes.
Así sucede aun en países suficientemente poblados, teniendo po-
cas colonias y no teniendo razón alguna para enviar, á las que po-
seen, habitantes muy dotados para la agricultura, muy poco para la
industria y el comercio exterior. No lo pensamos, y nos parece, por el
contrario, que tales países obran muy cuerdamente no intentando
aumentar su población.
“Habiendo comenzado la evolución económica que hemos descri-
to, esta abstención es el único medio que se posee de evitar una
sombría miseria.”
Hé aquí por lo visto en qué condiciones se puede colocar el Estado
frente á los derechos del hombre; lo que nos obliga á decir que la
libertad de inmigración y según los casos, puede suceder que se con-
vierta en una verdadera fantasía del legislador. Por lo pronto, contan-
do como contamos, con un vasto territorio, el aumento de población,
cualquiera que sea la causa que la determine, no debe infundir nin-
gún temor, ni tampoco cuando pudiese haber emigración; porque
ésta sólo revelaría un excedente de población, que es precisamente lo
que no tenemos.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION 149

Stanley, el célebre explorador africano, hace notar “que solamente


el día que una población excede de cierta cifra por milla cuadrada, es
cuando comienza la emigración. La Gran Bretaña tenía 130 habitan-
tes en 1801, así que llegó á 224 habitantes, es decir, en 1841, comenzó
un movimiento de emigración que se acentuó rápidamente. Cuando
Alemania vió llegar su población á la misma cifra de 224, necesitó á su
vez buscar colonias. Italia pudo esperar mas largo tiempo á causa de la
extremada sobriedad de sus habitantes; pero habiendo llegado su
población á alcanzar la cifra de 253 habitantes, tuvo que sufrir la ley
común y tratar de abrirse mercados fuera.
“Francia, mucho menos poblada, no tiene necesidad alguna de
emigración, gastando muy equivocadamente la fuerza viva de su
juventud en el Tonkin, Madagascar, Dahomey —dónde emigran
más que funcionarios de un sostenimiento demasiado costoso—
cuando sobre todo posee á sus puertas la Argelia y Tunez sin conse-
guir poblarlas. Estas comarcas no tienen, en efecto, más que 25 ha-
bitantes por milla cuadrada, de los que únicamente una pequeña
parte son franceses.”
Estas conclusiones son análogas á las de Malthus, cuando dice:
“que hay una estrecha relación entre la población de un país y sus
medios de subsistencia y que, cuando el equilibrio se rompe, el ham-
bre, la guerra y las epidemias de todas clases caen sobre el pueblo que
llega á ser demasiado numeroso y determinan una mortalidad que
restablece prontamente el equilibrio.”
¿Se podrá decir, pues, que en los pueblos donde la inmigración es
mayor, y por lo mismo su población es numerosa, cuenten con venta-
jas que otros no tienen? Los economistas modernos contestan á esta
pregunta diciendo: “que la suerte más dichosa está reservada á los
países menos poblados, es decir, á aquellos cuya población no exceda
de la cifra de hombres qué pueda mantener con los fondos de subsis-
tencia que produce su territorio.” Estas lecciones no deben ser des-
aprovechadas por nuestros estadistas y más si piensan que si es grande
el territorio de nuestros vecinos del Norte, también es grande su
población, aumentando de día en día de una manera colosal por la
inmigración, la que no es dable predecir á quiénes les será más funes-
ta, si á ellos ó á nosotros.
Por lo que tenemos dicho, parece que nos declaramos en contra de
la inmigración; nada tan contrario á nuestros propósitos, lo único que
nos aventuramos á afirmar es, que ella debe fomentarse ó limitarse
según sea el estado de los pueblos, según lo exijan sus necesidades
económicas, pues no porque coincidan unas circunstancias con nues-
tros deseos, podemos decir que las mismas existan para lo futuro.

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150 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Como también pudiera decirse que una rápida inmigración nos pon-
dría en mejores aptitudes para defendernos contra las agresiones
posibles, nos permitimos hacer observar que según el general ale-
mán vander Golz, “la experiencia ha demostrado, que las hordas de
soldados semidisciplinados, sin educación militar real, sin resisten-
cia posible, de que se componen los ejércitos actuales, serán á escape
destruidas por un pequeño ejército de soldados profesionales
aguerridos, como en otra época los millones de hombres de Jerges y
de Darío fueron derrotados por un puñado de griegos disciplinados
y acostumbrados á todos los ejercicios y á todas las fatigas.”
Es notable en los tiempos modernos el triste ejemplo de algunos
generales españoles cuando con 250,000 hombres no pudieron ven-
cer la insurrección de Cuba mantenida por unos cuantos miles de
hombres, siendo la mejor de sus victorias la muerte de Maceo.
Por el contrario, sabido es que Roma con sus legiones relativamen-
te poco numerosas dominó á los pueblos.
En el Transvaal, con admiración del mundo civilizado, vimos que
generales experimentados, con tropas bien alimentadas y mejor ar-
madas, con la superioridad en todo sobre los boers, cuando todas
condiciones les eran favorables para la victoria, cómo sufrieron esas
grandes derrotas y desastres de todo género, demostrándose todo lo
que vale un pueblo cuando lucha por su vida libre é independiente.
Es por lo tanto evidente que no son los ejércitos los que dan á mi país
el poder, debiéndosele obtener por medio de su agricultura, su in-
dustria y su comercio.
Continuando el estudio del art. II constitucional, pensamos que,
cualquiera que sean las razones que se invoquen en tiempos norma-
les para exigir el pasaporte, el salvo-conducto, etc., nunca serán supe-
riores á las ventajas de que el hombre pueda viajar libremente; así lo
han reconocido todas las naciones cultas, sin que por esto se hayan
perjudicado los intereses sociales.
En Alemania, la única limitación impuesta por el derecho público á
la libertad del inmigrante, consiste en la obligación de cumplir con el
servicio militar y defender la patria, revistiendo esa limitación sólo
un carácter dilatorio; en Inglaterra y los Estados Unidos, la libertad
locomotiva es completa, no viéndose con ojos celosos al inmigrante;
en Italia y otros pueblos europeos, la necesidad del pasaporte es po-
testativa para viajar en el interior de los Estados, pero siempre como
título de identidad y obligatorio y con el mismo fin para el exterior.
Según nuestra Constitución, la abolición es absoluta para los nacio-
nales y para los extranjeros, sin que por esto deje de ser potestativo
para el que lo solicite, principalmente para viajar por el exterior y más

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION 151

que todo como medida preventiva para la seguridad personal del que
lo solicita.
Es por lo tanto pleno y perfecto el derecho para que los hombres
puedan entrar y salir de la República, y para viajar por su territorio sin
necesidad de pasaporte ó requisito alguno, Si siendo una de las prin-
cipales tareas de la Administración y el de la política económica, la
protección real y efectiva de los derechos individuales, á efecto de
que facilitando el libre tránsito no por él se lesionen otros derechos,
sin descuidar tampoco que la prudencia aconseja la organización de
una policía especial encargada directamente de defender al inmi-
grante contra la explotación y el fraude, que tantas víctimas ha causa-
do especialmente entre los trabajadores de la tierra caliente á quienes
se les ofrece mucho por sus servicios y poco se les cumple.
*
**

Se agrega en la parte final del artículo Constitucional, que la libre


circulación de los viajeros “no perjudica las legítimas facultades de la
autoridad administrativa, para restringirla en los casos de responsa-
bilidad criminal ó civil. La primera cuestión se presenta desde luego
con toda claridad, no ofreciendo su resolución ninguna dificultad,
una vez que, teniendo la justicia penal su origen, no en una noción
puramente intelectual, sino moral, como consecuencia de que el
transgresor de la ley merece un castigo, ya se explica que en estas
condiciones no puede hacer uso de su libertad substrayéndose á la
acción de la sociedad; pero no sucede lo mismo ni encontramos las
mismas razones cuando se restringe esa libertad por responsabilida-
des que tienen su origen en obligaciones ó compromisos de un carác-
ter puramente civil y en cuyo cumplimiento solo están interesados
los particulares, siendo entonces la misión de la justicia la de dar á
cada cuál lo que le sea debido como resultado de lo pactado ó de la
igualdad de derechos.
Entre los casos en que por causa de responsabilidad civil es más
común que se restrinja la libertad, hasta entre tanto se cumplan
con determinados requisitos, encontramos el del arraigo personal
en materia civil, cuya legitimidad para decretarse se ha puesto en
duda, estando las opiniones sobre el particular divididas, no sien-
do pocos los que tachan esa medida del procedimiento privado como
anticonstitucional.
Por nuestra parte tenemos que confesar que la legislación española
el punto que nos ocupa, fué más liberal que la nuestra; ocupándose ya
de el la ley II, tít. 3º, Lib. II del Fuero Real, siendo notable la XII, tít.

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152 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

7º de la Partida III, por no quitar al demandado en juicio la libertad de


cambiar de residencia, lo mismo que la V, tít. 2º del Ordenamiento de
Alcalá y la del mismo número del tít. 2º de la Nueva Recopilación,
respetando ambas disposiciones la libertad individual, no restrin-
giéndola antes de una sentencia firme, y cuidado que esto acontecía
en tiempos en que estaba en todo su vigor la prisión por deudas que
tenían por origen un carácter civil.
Es sensible, por lo visto, y á pesar de las opiniones que se oponen de
contrario, que en nuestros Códigos de Procedimientos se encuen-
tren aun disposiciones en que se previene que cuando hay temor de
que se ausente un demandado, y se le prevenga lo contrario, se haga
reo de desobediencia si no deja en el lugar del juicio apoderado ins-
truido y expensado y además que responda de los resultados del mis-
mo juicio.
Si bien se analiza la disposición mencionada, se tendrá que conve-
nir que es ineficaz ó en muchos casos no llena su objeto, una vez que
el demandado ó tiene bienes donde se pueda hacer real y efectiva
cualquiera reclamación ó carece por completo de ellos, en cuyas con-
diciones, lo mismo da para el actor que por sí ó por media de apodera-
do comparezca en juicio.
Además, si el recurso legal con que cuenta el actor cuando no com-
parece el demandado, es el de que se siga el juicio en rebeldía, esté ó
no en el lugar del mismo, de su peso se cae que el restringírsele su
libertad por causa del arraigo no es otra cosa que inferirle una moles-
tia injustificada. Por otra parte, hay otra razón que no debe pasar des-
apercibida: la ley en los juicios que se siguen en rebeldía, ya porque el
demandado se haya ausentado sin oír la reclamación ó porque los
abandonen durante su escuela, por una ficción jurídica, la ley reputa
representado al ausente por los estrados de los tribunales, siendo
notoriamente injusto que en estas condiciones que son las que úni-
camente importan al actor se incurriese en responsabilidad por aquel
que hubiera quebrantado el arraigo. Pero la razón capital que encon-
tramos para la inaplicación de esta medida es, ser absurdo que se
pueda restringir la libertad, porque no se deja apoderado instruido y
expensado que responda ó, las resultas del juicio y no suceda lo mis-
mo cuando se trata de la misma condenación. Es decir que en lo
accesorio y lo incidental disfruta el actor de mayores ventajas que en
lo que más le interesa, cual es la resolución definitiva, en otro senti-
do, tal como se práctica la providencia de arraigo permitiendo al de-
mandado poder salir del lugar del juicio cuando deja un apoderado
con los requisitos que marca la ley, muy lejos de amoldarse á los prin-
cipios de la igualdad de derechos en que descansa la justicia civil, no

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION 153

es otra cosa que establecer privilegios en favor de aquel que por sus
recursos puede cumplimentar con esos requisitos, no sucediendo lo
mismos con aquel que en otras condiciones y por no contar con ele-
mentos pecuniarios se le pueda restringir su libertad aun por una
exigencia injusta.
Aunque no ha sido nuestro objeto hacer un estudio completo de la
providencia de arraigo, si nos inclinamos por lo que tenemos dicho, á
seguir la opinión de los que afirman que es anticonstitucional. No
explicándonos que en la legislación de las Partidas sólo se exigiese
fianza al demandado y en su defecto caución juratoria, declarándose
más tarde la improcedencia del arraigo, si no se justificaba la deuda y
la insolvencia del deudor, por creer que nuestra legislación en mate-
ria del respeto á la libertad está muy distante del espíritu que anima-
ba al legislador del siglo XIII.
Se puede concluir, pues, que las legítimas facultades que la autori-
dad tiene para hacer efectiva la responsabilidad civil no pueden herir
á la libertad de transito, esas facultades únicamente se refieren á
poderse embargar, retener o prohibir la venta de los bienes del deu-
dor, á decretar el secuestro de los litigiosos concurriendo la circuns-
tancia de constar la deuda y no tener arraigo el demandado, por último,
para el otorgamiento de fianzas á intervenciones que autorizan las
leyes civiles para los arrendatarios de fincas rústicas.
Y no se diga que lo que se castiga cuando se quebranta el arraigo es
la desobediencia al mandato legítimo de la autoridad y que por esto
sea necesaria la aplicación de la pena; tal argumento carece de funda-
mento, porque en primer lugar; esa desobediencia tiene por origen
un acto contrario á la honradez y á la buena fé, y en segundo, el in-
cumplimiento de lo convenido, no constituye de por sí una vez que el
interesado con una poca de prudencia se hubiera evitado el perjuicio
causado, y como la seguridad pública no ha podido ser perturbada por
un acto privado, es fuera de duda que el quebrantamiento del arraigo
no puede alcanzar en sus efectos al orden social. Por lo mismo, la
prevención para que el individuo no se ausente, faltando los requisi-
tos expresados, no puede ser legítima, ni por el propio motivo, moti-
vada ni fundada. Tampoco se diga que la violación de un precepto por
el hecho solo de que lo sea, es bastante para que se cometa un delito;
no es así, porque para que esto sea, es necesario que la seguridad
pública este amenazada por un enemigo común; mientras esto no
acontezca, por mucho que algunos actos sean perjudiciales á los inte-
reses del individuo, no por tal causa quedan sujetos á la persecución
pública, no debiéndose confundir los efectos de, la justicia distributiva
con los de la vindicativa.

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154 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Como por último, se pudiera objetar que qué autoridad pudiera


tener una ley si impunemente pudiera ser infringida, diremos en
conclusión, que la civil está sancionada por las responsabilidades que
de la misma se derivan por el incumplimiento de las obligaciones
contraídas, cosas muy distintas á romper con el estado de derecho y
perturbar el orden social que es lo que constituye la infracción de las
leyes penales.
Así, cuando en la Constitución se dice, que el ejercicio del derecho
de libre transito no perjudica las legítimas facultades de la autoridad
judicial ó administrativa en los casos de responsabilidad criminal ó
civil, se debe entender, que esos conceptos tienen por objeto armo-
nizarlos con los de otras garantías que en la misma ley fundamental
están reconocidas. Si, es fuera de duda que la libertad locomotiva se
debe restringir por causa de delito, supuesto que manteniéndose el
orden social por la ley y por su sanción penal y siendo evidente que el,
derecho de gobernar lleva consigo necesariamente el de obligar á la
obediencia, sería ilusorio ese derecho, si el individuo invocando la
garantía constitucional se substrajese á la acción de la justicia.
Por otra parte, sí por vía de pena se puede limitar ó restringir la
libertad locomotiva en determinados delitos, coma cuando se impo-
ne el confinamiento para los del orden político, el destierro del lugar
de la residencia ó de la República, la prohibición de ir á determinado
lugar, Distrito ó Estado, ó de residir en ellos y en los casos de libertad
preparatoria, caucional ó protesta.
Otro de los casos en que la libertad de tránsito puede ser restringi-
da es, cuando así lo exige la salubridad pública y en que por mucho
que se tenga que sacrificar á algunos es en beneficio de los más, no
siendo necesario demostrar todos los daños que causa una epidemia
ó una peste, cuando no se localiza ó se descuidan las medidas prescri-
tas por la higiene.
No necesita por lo mismo comentarios la restricción del libre tran-
sito en estos casos, diciéndose lo mismo en aquellos de guerra en
que en la propia conveniencia del individuo está el uso del pasaporte
ú otro requisito semejante para la seguridad de su persona.
Por último, estando obligados los empleados públicos á cumplir
debidamente con los deberes que su encargo les impone desde el
momento en que lo han aceptado y comenzado á ejercer, ya en esa
virtud no lo pueden abandonar sin previa licencia ó renuncia conce-
dida ó aceptada, estando también en este caso limitada la libertad de
locomoción por razón de las obligaciones contraídas, lo que importa
además un delito faltar á ellas por causa de abandono. No contando el
militar con voluntad propia, una vez que, por completo se consagra al

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE LOCOMOCION 155

servicio del Estado, dedicándole todo su tiempo y su misma vida y


estando á cada instante sujeto á los rigores de la disciplina, le es
absolutamente necesario para viajar el uso del pasaporte, ya como
título de identidad para que se le guarden los honores compatibles
con su grado, ya para ser llamado, en cualquier momento en que sean
necesarios sus servicios, y en fin, para acreditar que no ha consumado
ninguna deserción.
Para concluir, caracterizando al Estado moderno la circunstancia de
ser de elección, sin poder ser impuesto á los individuos que han lle-
gado como si dijéramos á su mayor edad, es indiscutible que pueden
escoger libremente el lugar donde quieran habitar ó la nación á que
quieran pertenecer y más cuando proclamada está en toda su ampli-
tud la capacidad jurídica cosmopolita de los hombres. Sólo, pues, el
hecho de que la patria peligre, y la obligación de defenderla y los casos
de excepción que hemos indicado, pueden autorizar la restricción de
la libertad locomotiva; mientras tales cosas no acontezcan, el pasa-
porte, el salvo conducto y las cartas de seguridad son documentos
que han pasado á los recuerdos de una legislación envejecida, substi-
tuida por otra en que domina el sentimiento de los derechos indivi-
duales fortificados con las energías personales para que el hombre
libremente pueda recorrer su territorio y habitar donde encuentre
su felicidad, aunque sea remota ó difícil, ó el Estado trasatlántico
adoptivo.

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VIII.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA

Artículo 28.— No habrá monopolios, ni


estancos de ninguna clase, ni prohibicio-
nes á título de protección á la industria.
Exceptúanse únicamente, las relativas á la
acuñación de moneda, á los correos y á los
privilegios que, por tiempo limitado, con-
ceda la ley á los inventos ó perfeccionadores
de alguna mejora.

Estado reconocido que el origen de la propiedad es el trabajo, y


siendo lo más probable que primitivamente cada grupo de fami-
lias produjese poco más ó menos lo que consumía, es claro, que en
estas condiciones el comercio sólo contaba con poquísimas rela-
ciones; pero á medida que la producción fué aumentando, lo natu-
ral tenía que ser, que los productos de la misma se convirtiesen en
mercancía cambiándose desde luego lo que no era necesario por
lo indispensable para la vida. No se puede decir, sin embargo, que
los gobiernos primitivos otorgasen grandes franquicias al comer-
cio, por el contrario de una manera general se puede afirmar, que
en la antigüedad dominó el desconocimiento absoluto de toda
personalidad jurídica en el individuo extranjero, y en la Edad me-
dia sabido es, que el mismo continuó grabado con infinidad de
impuestos y exenciones cuya única razón y objeto era despojarle
de su fortuna y hacienda, todo lo que hizo que el comercio, y prin-
cipalmente el exterior se concibiese como monopolio, siendo su
protección convencional ó como un privilegio especial incluido en
los tratados de amistad.
Muy minucioso sería recordar las distintas faces por lo que ha
pasado la libertad de comercio, bastando únicamente con decir que
durante la dominación española, no pudo ser más desastrosa la le-
gislación mercantil y ser creada que solamente ese período, sino

157

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158 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

aun después, sucediendo lo mismo entre nosotros á pesar de tener


vida independiente.
En la actualidad, convencidos los pueblos civilizados de que así
como el orden natural preside á los fenómenos físicos, en idéntico
sentido piensan que el debe gobernar á las sociedades humanas á
cuyo fin han suprimido en lo posible todas las trabas que antes impe-
dían el libre vuelo del comercio, armonizándose de este modo los
intereses de los individuos con la organización social, con lo que se
logra también que el bienestar sea más grande y la producción más
fecunda para el desarrollo de la riqueza.
Por lo poco que tenemos expuesto, basta para comprender que las
instituciones mercantiles tales como hoy las tenemos, distan mucho
de parecerse á las de los tiempos pasados, y auque no se puede decir
que hayan llegado al más alto grado de perfeccionamiento, porque
esto depende de innumerables causas, mismas que en otras épocas
han hecho que el comercio y la industria sufrieran sus transformacio-
nes, debidas á, los cambios en los procedimientos técnicos, ó los
inventos y á la influencia misma que la libertad ejerce sobre la pro-
ducción y la propiedad, si todos estos elementos, han creado un nue-
vo derecho industrial relacionado con la economía política, todo lo
cual hace que el comercio, lo mismo que los derechos que de él se
derivan, no sean inmutables, sino sujetos á la evolución histórica.
Por la relación que tiene la libertad que nos ocupa y el interés que
en si encierra el comercio internacional, diremos que, este consiste
en su sentido estricto en el cambio mutuo de los productos materia-
les, estando todos los Estados interesados, en que nadie se encierre
en un completo aislamiento. Entre los autores antiguos se discutió
mucho si en el derecho de gentes, existía el llamado de necesidad,
esto es, si en caso de carecer un Estado de los productos, que le son
indispensables, puede arrancarlos por la fuerza á otro que se los nie-
ga. Como esta suposición es muy difícil que se realice ya que la prác-
tica, dadas las modernas relaciones económicas y como además teoría
indicada seria muy peligrosa admitirla de plano, supuesto que su apli-
cación exagerada podía herir la libertad é independencia los pueblos;
por tal motivo, éstos, para evitar esos males, dentro de los limites del
derecho internacional reglamentan á su arbitrio el comercio con los
extranjeros y aun conceden mayores franquicias á los súbditos de tal
ó cual Estado que á los de otro; pero siempre no llegando á una abso-
luta é injustificada exclusión.
Así, pues, como en el día ese ramo es el más importante y el más
visible de los aspectos de la vida común de los pueblos, diremos que
estos, no solamente lo han garantizado en sus constituciones y en la

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 159

ley positiva, sino que también lo han reglamentado en infinitos trata-


dos, conciliando, en bien del tráfico, sus respectivos derechos. Sobre
este último punto, nos permitimos hacer algunas observaciones. En
primer lugar, ningún tratado puede tener efecto retroactivo; en con-
secuencia, no se puede aplicar á las relaciones jurídicas con anteriori-
dad en el mismo establecidas, ni tampoco puede lesionar los derechos
adquiridos por los particulares. Hablando Bynkershoeck, si hay deber
de cumplir los tratados incompatibles con la existencia y desarrollo
de un Estado, opina que es preferible esto á faltar á la palabra empe-
ñada. Bluntzchly, por el contrario, sin querer abrir ancho campo á la
mala fe, es de opinión que puede darse por nulo todo tratado que
parezca á los gobernantes incompatible con la prosperidad de sus
pueblos. Por nuestra parte opinamos, á fin de conciliar esas doctrinas,
que, solamente en el terreno de los hechos, la opinión pública leal y
honradamente manifestada, será la que decida si un Estado obra con
justicia al negar la observancia de los compromisos contraídos por ser
incompatibles con sus sagrados y naturales derechos. Estas aprecia-
ciones nos llevan al estudio de la cláusula rebus sic stantibus que
suele insertarse en los tratados, y la cual significa mientras duren las
actuales circunstancias; lo que no es otra cosa que, cuando por el cur-
so de los acontecimientos, el tratado se ha llegado á convertir en
perjudicial, el Estado que lo estime así puede declararlo nulo. Como
esta cláusula es en extremo peligrosa para el respeto y observancia de
los tratados públicos, una vez que cualquier político puede afirmar,
con más ó menos fundamento, que el convenio internacional es alta-
mente gravoso para su país; opinan algunos que cuando realmente
una serie de acontecimientos haga imposible el cumplimiento de un
tratado, lo preferible es acordar su rescisión con las potencias signa-
tarias, ó si no, negar francamente su observancia, exponiéndose á las
consecuencias de una guerra con los interesados.
También en el sistema comercial de los pueblos modernos y en sus
estipulaciones mercantiles es muy común que se inserte la cláusula
de nación más favorecida, la cual por su importancia es digna de estu-
dio. En efecto, esa cláusula no es otra cosa que la promesa de otorgar
al Estado con el cual se trata el mayor privilegio, favor ó ventaja que
esté concedida ó que se conceda á cualquiera otra nación y de eximir-
le igualmente de toda carga, gravamen ó restricción de la que se libre
á cualquiera de las otras partes contratantes. Como es fácil preveer, el
asunto que nos ocupa no deja de ser peligroso en el terreno de la
práctica, una vez que puede acontecer que las conseciones que se
hagan á un Estado y que sean convenientes, otro las reclame, no obs-
tante que su concurrencia pueda ser fatal, fundada en la indicada

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160 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cláusula. Para evitar, estos inconvenientes, la prudencia y el buen,


sentido aconsejan en las convenciones modernas, donde se prome-
ten las concesiones y franquicias mercantiles que se presten gratuita-
mente y sin compensación, único medio de escapar á esos inciertos y
desconocidos rumbos que sigue el comercio y las industrias herma-
nas del primero y las que deben ser el preferente objeto de la legisla-
ción económica, internacional y de las leyes interiores. Los mismos
vaivenes á que está sujeto el comercio por su propia naturaleza, por el
exceso de producción, por los nuevos inventos, etc., etc., todo hace
que las estipulaciones mercantiles se hagan por tiempo determina-
do, según lo exija el curso de los acontecimientos para que no por
quedar vivos por un tiempo demasiado largo se conviertan en perju-
diciales para los intereses de un pueblo.
Como al tratar de las facultades del Presidente de la República nece-
sariamente tenemos que estudiar los tratados internacionales, en ese
lugar expondremos con más amplitud lo relativa á su forma y ratifica-
ción, á su promulgación y sanción, su división y especies, á su interpre-
tación y efectos, á su prórroga y por último, á su fin y fuerza obligatoria.
Sólo diremos por la relación que tiene con la libertad del comercio, que
es un arduo problema la resolución de la protección ó el libre-cambio.
No, pues, sin poco temor abordamos esas cuestiones, creyendo dado el
estado de nuestra industria, de nuestra agricultura y de nuestro co-
mercio, que es peligroso entregarnos como si dijéramos maniatados al
productor extranjero quien se le tendría que entregar con el libre-
cambio, la riqueza del país, haciéndolo árbitro de nuestros mercados y
de todos los elementos de la prosperidad comercial.
No somos, por lo visto, partidarios de la antigua y muerta teoría de
Bastrat, de las armonías económicas, ni de los libre-cambistas absolu-
tos, como quería Molinari por lo que pensamos que sin optar por nin-
guno de los dos extremos, la cuestión se debe resolver en el sentido
de los derechos moderados o en su caso excesivos, según lo requiera
la apreciación justa y razonada de todos los intereses nacionales, á fin
de que no se sacrifique ninguna rama de la producción.
Ya desde fines del siglo XVIII, los economistas predicaban la teoría
del libre-cambio á efecto de que se trasmitiesen las naciones sus
productos sin ninguna limitación. Es decir, lo que se quería era la
completa libertad de comercio para todos obteniéndose la victoria
por el que ofrezca lo mejor y fuera más barato al consumidor. Algunos
Estados europeos aceptaron este sistema permaneciendo otros re-
fractarios entre los que se contaba Rusia. En los Estados Unidos y
otras Repúblicas Americanas, el sistema proteccionista es el que do-
mina, y no hace mucho tiempo que en Francia y Alemania se sintió

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 161

una reacción favorable en el mismo sentido, siendo Bismark, en la


última de estas naciones uno de los adversarios del segundo sistema.
Con todas las limitaciones que por motivos económicos y políticos
tiene la libertad de comercio, no cabe duda que al presente todos los
pueblos por razones de necesidad ó de comodidad solicitan el cam-
bio de sus productos, de modo, que cualquiera que sean esas limita-
ciones nunca son tan absolutas al grado de que impidan las relaciones
jurídicas entre los pueblos independientes, siendo el comercio el
medio para que se trataran y conocieran naciones, cuando no enemi-
gas, indiferentes, sirviendo de garantía ese ramo, no pocas ocasiones,
contra futuras luchas y desavenencias; pudiéndose afirmar que, la
prosperidad mercantil de cada Estado depende de la cooperación de
los demás, á fin que en todas se desarrolle ese ideal de la villa común,
de la cual es ley y forma externa el Derecho Internacional.
Nos atrevemos á afirmar que es un ideal lo que dejamos expuesto,
una vez que al presente día á día se acentúa la lucha económica, apar-
te de que la evolución industrial del mundo necesariamente tiene
que cambiar las condiciones de existencia de los hombres.
Gustavo le Bon, dice: “Los que sueñan con la paz perpetua y el
desarme universal, se imaginan que las luchas guerreras son las más
desastrosas, pero parece más que probable que las luchas industria-
les y comerciales que se preparan, serán más mortíferas y acumularán
más desastres y ruinas que nunca hicieron las guerras más sangrien-
tas. Destruirán completamente, acaso grandes naciones lo que jamás,
pudieron realizar los ejércitos más numerosos. Estas luchas, en apa-
riencia tan pacificas, son, en realidad, implacables. Vencer ó desapare-
cer, es la única alternativa.
Como lo que tenemos expuesto se refiere á esos períodos de cri-
sis por los que pueden atravesar el comercio y la industria, diremos
que no acontece lo misino cuando sus derechos se ejercitan dentro
de la constitución, debiendo entonces reconocérselos; pero siem-
pre dentro de determinados límites, tales como con la adopción de
un régimen francamente proteccionista cuando las circunstancias
así lo exijan, sin olvidarse, que serán ilusorios sus efectos, sobre
todo, tratándose de la riqueza pública, si existe una gran carestía en
los transportes no hay fáciles y prontas vial de comunicación, si es
abrumadora la competencia extranjera, por falta de crédito ó ausen-
cia del capital y si todo esto está coronado por una legislación fiscal
gravitando de una manera atróz con gravosos impuestos. En fin, por
descuidarse la agricultura, siendo evidente que cuando esto suce-
de viene la despoblación de los campos y la ruina en los cultivado-
res. En otro sentido, no se puede negar que para el porvenir y ya se

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162 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

está viendo al presente con la guerra ruso-japonesa, que las luchas


internacionales serán más sangrientas teniendo por móviles princi-
pales los grandes intereses económicos, de los males dependen la
vida misma de los pueblos. Las necesidades económicas, por lo
mismo, que rigen á las naciones, y la competencia, que es la ley de la
producción, será las que sirvan de base á la libertad de comercio, sin
descuidarse, pésele á quien le pese, que los combates modernos no
son otra cosa que la lucha por la existencia y en tales condiciones, la
aspiración de cada pueblo es la de aniquilar á su adversario, siendo
entonces la fuerza la que impera sobre el derecho. Diremos en tal
virtud, y en conclusión, que la verdadera libertad que venimos es-
tudiando está en el campo mismo del comercio y de la industria,
sus necesidades serán las que rijan aquella, todo pues, lo que se
diga en las constituciones, en las leyes positivas y en los tratados
puede ser destruido por esas necesidades, para las cuales no hay paz
ni alianzas, ni recíprocas amistades, supuesto que en el terreno eco-
nómico no hay entrañas ni misericordia, saliendo victoriosos los
más aptos y los más fuertes, mejor dicho, los que mejor se adapten
á las nuevas condiciones de la civilización.
*
**

En el artículo constitucional, se dice: “No habrá, monopolios,


estancos de ninguna clase, ni prohibiciones á título de protección
la industria. Para entender mejor las razones en que se funda esta
disposición, se nos hace necesario remontarnos á los tiempos en
que las corporaciones profesionales y las asociaciones gremiales,
estaban apoyadas por el Estado. A fin de satisfacer nuestros propó-
sitos, tenemos que recordar que antiguamente dichas asociacio-
nes fueron las que mantuvieron la armonía entre el capital y el
trabajo, pudiéndose entonces satisfacer de ese modo las exigen-
cias del orden económico.
No falta quien diga que debido á las instituciones gremiales,
fueron florecientes las artes y las letras en los siglos XIII y XIV,
preparando el camino para que llegasen á su apogeo y esplendor en
los XV, XVI y XVII. Hay también quien piensa dada la instabilidad
que hoy tienen las industrias, por los inventos y los descubrimien-
tos, que la suerte de los obreros no está asegurada estando ex-
puestos á todas las eventualidades, cosa que no acontecía cuando
en virtud de los monopolios, de los estancos ó de las prohibicio-
nes á la industria, vivían agrupados en familia, obedeciendo el tra-
bajo y remuneración á reglas fijas, sin que se conociese ningún

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 163

fraude en la producción, y desconociéndose hasta el interés per-


sonal, supuesto que todos los esfuerzos se empleaban en benefi-
cio de la colectividad.
Viendose la cuestión por este lado, sostienen algunos que, la
revolución que levantó triunfante el principio de libertad, destru-
yó al mismo tiempo todo lo útil de las instituciones indicadas.
Otros, queriendo conciliar las ideas antiguas con las nuevas, pien-
san que bien se pudo suprimir lo malo de las primeras, reforman-
do aquello que se pudiese acomodar á las exigencias de la época,
no confundiéndose riendo en la destrucción general.
El Dr. González Revilla, escribiendo sobre el particular, dice: “Bien
es verdad, que existía una disciplina moral en la producción y en las
condiciones del trabajo, como ya quisiéramos nosotros para los tiem-
pos que corremos. La probidad, la lealtad, el celo por el honor y la
reputación, la fraternidad y el sentimiento religioso de aquella época,
han sido substituidos en la actualidad por el fraude, la mala fé, el
deshonor, el desconocimiento absoluto de las normas de conducta
en la vida, de la moralidad y de los lazos que debieran unir la gran
familia humana, por el escepticismo más absoluto y el olvido de todo
sentimiento religioso. Entonces era prohibido el acaparamiento de
provisiones alimenticias y el de las primeras materias, que tantos
perjuicios causan al pobre; el exceso de producción que ocasiona la
miseria por la paralización del trabajo, no estaba autorizado; la buena
calidad de los productos era regla de fabricación, y la imperfección
voluntaria un delito; el fraude, que constituye una habilidad tan ex-
tendida entre comerciantes e industriales, fué entonces desconoci-
do, y la lealtad más acrisolada en el trabajo, se exigía como ley en
todos los oficios agremiados.
Hoy, se suspira por aquello que fué; se siente lo que desapareció;
nos dolemos del presente; se trata de restaurar lo pasado, y sin acer-
tar en la manera de hacerlo, se preparan moldes nuevos, ó se cuida de
reformar los viejos y gastados de los organismos que sucumbieron.
Piden unos, la reconstitución de los gremios, bajo la base de la libre
iniciación individual y el principio fundamental de la libertad del
trabajo, mientras abogan otros por la organización de las corporacio-
nes profesionales, mediante la intervención autoritaria y socialista
del Estado. A nuestro juicio no cabe ni lo uno ni lo otro: lo primero,
porque crearía un monopolio; lo segundo, porque fundaría una arbi-
trariedad, y constituiría una grave amenaza para el orden social; pero
como somos partidarios entusiastas de las corporaciones profesiona-
les, y queremos organización, sin causar lesión alguna á la libertad
del trabajo, creemos que estas instituciones podrían constituir una

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164 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

esperanza para la clase obrera, organizadas bajo la base prudente y


moderada intervención del Estado en todo aquello que pudiera Per-
judicar al interés social.”
No obstante las ventajas que quedan apuntadas, veamos las razones
en que se funda el precepto constitucional. En primer lugar, constitu-
yendo el monopolio, el derecho que la ley ó las autoridades conceden á
alguno, para que exclusivamente fabrique o venda determinadas mer-
cancías ó efectos, tal sistema es incompatible no solamente con la igual-
dad de derechos, sino que también aniquila la competencia, mata la
iniciativa y empobrece á cualquier país. En otro sentido, con el sistema
de los monopolios, de los estancos y de las prohibiciones á título de
protección á la industria, natural era que se rigiese por innumerables
reglamentos por regla general entorpecedores para todo adelanto in-
dustrial y comercial. Es cierto que los individuos en estas condiciones
no estaban expuestos á la instabilidad que trae consigo la competencia
teniendo siempre asegurada su existencia; pero este orden de cosas
solo puede mantenerse cuando las necesidades económicas que rigen
al mundo son las mismas; lo que acontecía antiguamente cuando las
industrias se puede decir que permanezcan estacionarias, no sufrien-
do alteración ninguna la ley de la oferta y la demanda, siendo inaltera-
bles las necesidades del comercio y las de los ciudadanos.
Como se comprende, la idea constitucional es muy distinta de la
que encierra las corporaciones, con el monopolio de los patrones y de
una clase de obreros excluyendo á otros, para cuyo fin se emplean
todo género de intrigas y de abusos impidiendo precisamente el de-
sarrollo de las cualidades morales de responsabilidad, exactitud y
probidad, que es por lo que se lamenta que se hubiesen abolido esas
instituciones, substituidas hoy por la libertad del trabajo para que
cada cual utilice sus aptitudes y aplique sus cualidades personales en
un campo de actividad mucho más extenso. Además sabido es, que
los monopolios y los privilegios necesariamente tienden á concentrar
toda la industria de una localidad ó de un país en un reducido núme-
ro de establecimientos, por lo que siguiendo á Liesse, “Decir mono-
polio, equivale á ventaja señalada por una supresión completa ó
diminución de la concurrencia. Es evidente en otro sentido, que las
industrias continuamente renovadas perfeccionadas, cosas que no
tenían los monopolios, incitan al ahorro y como el atractivo de los
dividendos y su elevación es cada vez mayor, todo esto trae consigo la
creación de otros capitales.”
Es indiscutible por lo mismo que la libertad industrial debe ser
respetada y aun estimulada, por mucho que pensemos que á la vez
quede sometida á las reglas de la moral y de la equidad, debiéndose

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 165

tener presente que para que produzca todos sus frutos la debe
acompañar la libertad del trabajo y de los contratos á efecto de au-
mentar y facilitar la producción y la riqueza.
Veamos ahora como pudieron subsistir en tiempos pasados los
monopolios y las instituciones de ese género sin que se lastimase el
derecho individual. Para dar solución á este problema que hoy lo ve-
ríamos como un verdadero atentado, tenemos que hacer presente
que las distintas civilizaciones siempre han tenido por base para el
desarrollo de las naciones, aparte de un corto número de ideas direc-
toras, otros elementos, entre los que figuran los político, los econó-
micos y los psicológicos; no teniendo en tiempos pasados el pueblo
ninguna ingerencia en la vida política ni ninguna representación en
los asuntos públicos, la industria no sufrió ninguna transformación
precisamente por la carencia de nuevas ideas y la de otras necesida-
des, por lo que necesariamente tenía que girar dentro del tercer
elemento cuyos factores eran las razas, la subordinación completa á
determinadas creencias, el respeto absoluto á la autoridad y á sus
opiniones cualesquiera que ellas fuesen, y como estas ideas eran las
preponderantes sin que fuera dable discutirlas por estar la conciencia
sujeta á esa disciplina, ya se explica el por qué, del mantenimiento de
los monopolios y de los estancos sin que ocasionaran trastorno algu-
no ni se sientiese lastimado en sus derechos, con tanta mayor razón,
cuanto que esas instituciones estaban apoyadas por el Estado y la
iniciativa individual era incompleta ó casi nula.
En la actualidad, cambiadas esas instituciones por otras completa-
mente liberales y estando los pueblos convencidos de que su felici-
dad depende de ellas, ya el elemento psicológico, es de escasa
influencia, sí teniéndolo cada día mayor el económico, supuesto que
en el día nadie se atreverá á negar lo que han variado las industrias, al
contrario de lo que sucedía antes, en que, no tenían transformación
de un siglo á otro. Hoy se puede afirmar porque está á la vista, que los
descubrimientos científicos é industriales han transformado todas
las condiciones de la existencia, sabiéndose por experiencia que una
simple reacción química descubierta en el silencio de un laboratorio
arruina á un pueblo y enriquece á otro, que el cultivo de un producto
en tal ó cual región obliga á otras á renunciar á su agricultura y en fin,
todo lo que los progresos de las máquinas trastornan la vida de los
pueblos civilizados.
Ante estos hechos, preguntamos: ¿que valor pueden tener todas
las teorías para defender el sistema de los monopolios, de los estan-
cos y el de las leyes prohibitivas á título de protección á la industria,
invocándose los factores psicológicos? Sobre todo, ¿cómo llenar con

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166 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

esas instituciones las necesidades económicas que rigen el mundo


moderno y la competencia, que es ley de la producción? Es evidente
que de ninguna manera; á lo que agregamos, para fundar la conve-
niencia, la razón y, la justicia del precepto constitucional los siguien-
tes conceptos de M. Cheysson: “Los antiguos cimientos que
sostenían las sociedades se han deshecho, los granos que hoy la
forman obedecen á una especie de impulso individual. Todo el que
para la lucha por la vida posee una superioridad cualquiera sobre los
que le rodean, se elevará como un globo de gas en el aire, sin que
ningún lazo impida su subida, de el mismo modo que todo el que
esté mal dotado en el respeto moral ó material, ha de caer fatalmen-
te, sin que ningún paracaídas disminuya la fuerza de su descenso.
Es el triunfo del individualismo libre de toda servidumbre, pero
sin ninguna tutela.”
Hablando de otras instituciones relacionadas con los monopolios.
Mencionaremos los sindicatos de producción americanos designa-
dos generalmente con el nombre de trusts.
Gustavo le Bon, dice: “El trust constituye un sindicato indus-
trial de monopolización formado por productores cuyas fabricas
no se asocian, sino que las compra uno ó varios capitalistas que se
convierten en dueños absolutos de ellas. Este monopolio de pro-
ducción se parece al acaparamiento pero no se debe confundir por
completo con él. El acaparamiento es un fenómeno comercial, y no
industrial, cuya duración es necesariamente muy corta. El acapa-
rador compra, para hacerla escasear y venderla más cara, una mer-
cancía que él no fabrica y que ni siquiera vé muchas veces. El
sindicato de producción acapara una fabricación y no una mercan-
cía. El interés que tendría en disminuir la fabricación de un pro-
ducto para aumentar su escasez y, por consiguiente, su valor, está
limitado por los inconvenientes de la desorganización de sus ta-
lleres y la elevación de sus gastos generales, gastos tanto menores
cuanto más aumenta su producción.
“Los sindicatos de monopolización industrial tienen justamente
por objeto, no sólo reducir estos gastos generales, sino sobre todo
suprimir la competencia entre establecimientos semejantes y, por
consiguiente, impedir que los precios de venta bajen de cierto
nivel.
“Los trusts sólo han podido alcanzar el enorme poder que po-
seen en América porque están dirigidos por jefes únicos que go-
zan de una autoridad absoluta. Las fábricas reunidas son, no
sencillamente sindicadas, como veremos que pasa en Alemania,
sino compradas por un solo capitalista con los recursos que puede

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 167

reunir por diversas combinaciones financieras. La regla constante


de la creación de estos sindicatos en los Estados Unidos es que
estén en una sola mano. Los americanos admiten en política las
virtudes del régimen representativo, pero en materia industrial y
comercial dan su preferencia al autocratismo puro.
“En virtud de este principio los trusts americanos casi invariable-
mente están dirigidos por un dueño único. El trust del petróleo, por
ejemplo, formado por la reunión de una serie de refinerías, tiene un
jefe absoluto. El trust del acero, que reúne casi la totalidad de las
fábricas metalúrgicas de América, y posee una flota más importante
que la de muchos Estados europeos, está en manos de un solo dueño.
Estos potentados dirigen el negocio á su gusto, sin sufrir ninguna
intervención, substituyendo á los directores de fábrica que no les
convienen, determinando las cifras de la producción, los salarios de
los obreros y los precios de venta. Tratan de especializar bien el tra-
bajo de cada fábrica, para reducir los gastos generales y aumentar, por
consiguiente, los beneficios: gracias á los derechos de Aduana; que
mantienen generalmente legisladores pagados por ellos, no tienen
que tener ninguna competencia extranjera.
“El mecanismo de la fundación de estos trusts es generalmente
siempre el mismo. Un financiero ayudado ó no por un sindicato de
capitalistas compra todas las fábricas consagradas á la manufactura de
un producto determinado para tener el monopolio completo de su
fabricación.
“Hay que ser, naturalmente, un capitalista poderoso para empren-
der operaciones semejantes, sobre todo cuando alcanzan proporcio-
nes tan enormes como la compra de todas las fábricas metalúrgicas
de América, al precio de cinco mil millones, como ha hecho reciente-
mente un capitalista.
“Los creadores de estas colosales empresas no tienen ninguna
necesidad, por otra parte, de poseer los millones que representan. Ni
siquiera tienen que gastar un céntimo si poseen un prestigio sufi-
ciente. Comprar por valor de cinco mil millones sin gastar nada es
muy sencillo cuando se puede encontrar quien preste esta suma. El
único prestamista posible es el público, naturalmente. Se crean ac-
ciones que se le hacen comprar y con el dinero de los cuales se pagan
las fábricas á sus antiguos propietarios.
“Podríamos preguntarnos qué interés tienen las diversas fábricas
en prestarse á estas operaciones y entrar en un trust en que pierden
totalmente su independencia. Lo hacen, sobre todo, porque el ejem-
plo de las fábricas que han intentado resistirse enseña que toda nega-
ción es la señal de una guerra sin cuartel, en que deben necesariamente

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168 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sucumbir. Como los fundadores de trust tienen en sus manos la ma-


yoría de los ferrocarriles, ponen en seguida á la fábrica recalcitrante en
la imposibilidad de expedir sus mercancías, imponiéndola tarifas de
transporte ruinosas. Si la fábrica se encuentra en condiciones de po-
der expedir á pesar de esto sus productos, no por eso se substrae á su
suerte, pues el trust vendrá perdiendo hasta que la fábrica concurren-
te esté arruinada. Lo más á menudo prefiere dejarse comprar á dejarse
aplastar”...
En todo lo que precede no se ha tratado del interés del público, y el
lector no creerá que yo supongo que este interés puede entrar ni un
solo instante en el cálculo de semejantes operaciones. El interés que
los fundadores de trust tienen por el público, es poco más ó menos
del mismo orden que el del salteador de caminos, por su víctima ó el
del carnicero por los carneros del matadero.
Y sin embargo, por el simple ejercicio de las leyes naturales, á que
no pueden substraerse los trusts, á pesar de su poder, el público ha
acabado por sacar ventajas indiscutibles de la existencia de estos sin-
dicatos. A consecuencia de reunirse las fábricas en una sola mano, los
gastos generales se reducen, la especialización aumenta y los precios
de costo disminuyen considerablemente. El trust, que tiene un mo-
nopolio trata, naturalmente, de hacer subir los precios, pero como
acaba siempre por descubrir que vendiendo más barato se vende
mucho más, llega finalmente á rebajarlos y la mercancía producida
por los trusts se pone generalmente más barata que antes. Esto es
justamente lo que ha pasado con el trust del cobre (Amalgamated
Cooper Cie.) Al principio ha tratado de hacer subir el precio del cobre,
después viendo que no ganaba nada con ello, lo ha bajado en seguida.
Los obreros americanos han tratado de luchar contra los trusts,
pero eran demasiado débiles para que su resistencia haya podido
durar mucho. Los trusts les ofrecen, por otra parte, la ventaja de,
reducir los paros, y sobre todo, les enseñan la necesidad de sindi-
carse más fuertemente que hasta aquí. Cuando todos las obreros
que emplee un trust estén sometidos al jefe de su sindicato y po-
sean reservas pecuniarias que permitan prolongar la lucha, podrán
en un momento dado suspender toda fabricación y obtener la ele-
vación de, los salarios. Evidentemente, como el trust es más rico
que el obrero, le será fácil prolongar la lucha mucho más tiempo y
este último será siempre vencido; pero como estas luchas son muy
costosas, el trust tiene gran interés en evitarlas, no reduciendo los
salarios sino muy excepcionalmente.
Los trusts americanos se presentan con frecuencia bajo formas tan
desmoralizadoras y bárbaras, que la legislación no ha dejado de comba-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 169

tirlos durante mucho tiempo. Después de años enteros de conflictos


inútiles ha habido que reconocer que el Estado no era bastante pode-
roso contra adversarios tan formidables, y ha renunciado á la lucha. En
la batalla entre la ley y los trusts, la ley es la que ha quedado completa y
definitivamente vencida. No hay derecho ni justicia que oponer al po-
der de los millones. Las leyes se enmudecen ante ellos como enmu-
decían en otro tiempo ante los conquistadores...
Si se quiere juzgar solo á los trusts por sus resultados definitivos, sin
tener en cuenta sus procedimientos bárbaros, su desprecio á toda le-
galidad, la manera como han despojado al público, se debe reconocer
que han producido un resultado que no buscaban: la supremacía in-
dustrial y comercial de los Estados Unidos. Esta supremacía se traduce
hoy por la exportación creciente de los productos americanos.
Liesse, estudiando los trusts, se expresa de la siguiente manera:
“Las asociaciones formadas por capitalistas, accionistas importantes y
empresarios de grandes industrias, tienen por objeto suprimir la con-
currencia entre las empresas similares, las cuales se convienen para
restringir la fabricación de su producto, ó no llevarle al mercado, sino
por un precio convenido y siempre mucho más alto que el que tendría
si funcionara libremente la oferta y la demanda en las mismas condi-
ciones de lugar y tiempo. Contra el principio de la concurrencia, se ha
querido formular un argumento poderoso. Los Estados Unidos han
sido y todavía son teatro de estas organizaciones gigantescas, sosteni-
das por unos, en nombre de ciertos intereses, y combatidas por otros
como un peligro nacional. Los economistas, al observar el éxito de los
trusts en los Estados Unidos y las numerosas tentativas hechas para
establecer otros, dijeron desde el principio, que el trust, como ciertas
plantas especiales, necesita para arraigar y para desarrollarse, un medio
favorable y unas condiciones de vida artificiales. Los Estados Unidos
presentan en la actualidad las condiciones requeridas para las coalicio-
nes de esta clase. Tienen derechos arancelarios muy elevados y cuen-
tan con un mercado bastante poderoso para absolver gran cantidad de
productos, cuyo precio se quiere elevar por medio del monopolio. Una
industria no puede monopolizarse con eficacia, durante algún tiempo,
en un país determinado, sino cuando la concurrencia, en cualquier
forma que sea, no contraría los compromisos adquiridos.
Y en esto los trusts internacionales ofrecen todavía más riesgos que
los locales ó nacionales. Como decíamos, en los Estados Unidos está
el terreno más favorable para la creación de trusts y para su éxito. En
el territorio de la Unión, contribuyen además á favorecer la constitu-
ción de esos vastos monopolios, otros elementos naturales, cuyo po-
der deriva del elemento artificial creado por la ley...

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170 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

De todos modos, el primer elemento que necesita un trust. es el


arancel casi prohibitivo, ó el monopolio legal constituido por el Esta-
do. Cuando se dá una de estas circunstancias favorable, en la América
del Norte, inmediatamente se constituye el trust.
Pero siempre estará á merced del voto de los legisladores y consi-
guiente, sus jefes tendrán que gestionar sin descanso en el parla-
mento la conservación del privilegio. De aquí se deriva una profunda
corrupción de personal político y una inquietud constante de los or-
ganizadores que, por regla general, van demasiado lejos en la exage-
ración de los precios.
Otro elemento de orden importante, aunque secundario con rela-
ción á los que acabamos de citar, es la negociación del trust con las
compañías de ferrocarriles. Estos pueden beneficiar los productos
de1 trust con tarifas mucho más bajas que los aplicados á los demás
concurrentes. Pero aquí hay que ver, no un medio artificial de presión,
como en los derechos de aduanas, sino una mala administración de
justicia en los Estados Unidos. Los procesos incoados con motivo de
las tarifas, no resuelven nunca de un modo imparcial.”
Paul de Rousiers, enviado por Francia, para estudiar los trusts en los
Estados Unidos, dice: “El fenómeno del trust, es posible en Europa
como en América. Si no los hay en Inglaterra, por ejemplo, es porque
no existe la condición artificial necesaria para el monopolio. El siste-
ma del libre cambio ha puesto coto á las intervenciones abusivas del
Estado en los intereses industriales privados, y por otra parte, los
intereses públicos; que están bastante defendidos por los que tienen
esta obligación, para evitar que se confisquen los servicios públicos,
en provecho de los particulares, sin compensación ni garantía… La
importancia del papel que en la creación de los trusts desempeñan
las circunstancias artificiales, señala bien su carácter anormal. No se
trata de una circunstancia de la evolución industrial ni del progreso
en los procedimientos, ni de la concentración de capitales; no abre
una nueva era; no responde á una necesidad económica, como dicen
algunos americanos, prontos á generalizar y engañados por el éxito de
los grandes trusts. Constituyen, ni más ni menos, que un accidente,
un caso patológico; solo que en los Estados Unidos han llegado á
tomar forma epidémica á consecuencia de la generalidad é intensi-
dad de las condiciones artificiales que los favorecen.”
Algunos Estados de la Unión Americana como Texas y Missouri,
iniciaron en 1889, la represión de los trusts; pero se tropezó con el
inconveniente que no se pudo probar el carácter ilegal de ese género
de asociaciones, aparte de que las leyes que se dictaron contra ellas
sirvieron de obstáculo para otras instituciones que no tienen por ob-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 171

jeto la coalición de capitales para el alza de los precios. Recientemen-


te, el año de 1904, la justicia de Nueva York se declaró en contra de los
trusts. En nuestra patria, el único de alguna importancia que se ha
establecido fué un completo fracaso. En conclusión, se puede decir
que aunque los trusts tienen toda la forma de un monopolio, hay
dificultad de aplicarles leyes prohibitivas, siendo hasta imposible
emplear cauciones eficaces. Además, es un hecho coma afirma Liesse,
“que la libertad los mata como á ciertos parásitos el sol.” En otro
sentido, es casi seguro que si los trusts llegasen á organizarse de tal
manera que concentrasen toda la fuerza de la concurrencia en una
acción única, para imponer por la fuerza su voluntad á los mercados,
que bien pronto dados los adelantos científicos y el gran incremento
de las industrias, que la concurrencia se presentaría bajo una nueva
forma, la que impulsada por la necesidad necesariamente tendría que
producir artículos que reemplazasen en el consumo á los que el trust
monopolizara.
En Alemania existen otras formas de monopolios, llamados
“Cartells;” pero en lugar de constituirse por la reunión de fábricas
semejantes compradas por un solo individuo, están formadas por la
asociación de diversas, conservando cada una de ellas su indepen-
dencia en lo referente á su dirección y á los procedimientos indus-
triales, de modo que la unión realmente consiste, en las condiciones
de la producción y en los precios de venta á fin de que cada una de
ellas no se haga la competencia. Estos sindicatos, á fin de que llenen
su objeto, están representados por una administración, siendo la única
que puede fijar el precio de las ventas y tratar con el comprador. Como
es de suponer, y con el objeto de que no se falte á los contratos estipu-
lados, vigilan la estricta ejecución de los mismos, conminando con
fuertes multas la menor infracción de los reglamentos aceptados, los
que por regla general comprenden dos artículos fundamentales: ven-
ta ó precios idénticos para que las fabricas similares no se hagan com-
petencias, y prohibición para que ninguna exceda la cifra de producción
de sus productos para no acumular el mercado, lo que traería como
consecuencia la disminución de los precios á pesar de todas las esti-
pulaciones y de todos los reglamentos.
En México, donde la industria nacional está muy poco desarrollada,
pudiéndose afirmar que la principal está en manos de extranjeros, ya
que desgraciadamente somos tan temerosos, para las iniciativas, ve-
mos con poco ó ningún agrado todo movimiento de concentración
industrial, lo que hace que sean casi desconocidos los sindicatos como
los de Alemania, y cuidado que está en nuestra conciencia y en la del
mundo civilizado que la superioridad industrial y comercial de esa

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172 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nación, como la de todas las sajonas, depende de haberse acomodado


á las nuevas necesidades nacidas de la evolución de las ciencias, de la
industria y del comercio, aparte de las cualidades personales que
acompañan á los hijos de esas naciones, como son, la resistencia, la
perseverancia, la paciencia, el hábito de observación y de reflexión y
el espíritu de asociación, cosas todas adquiridas por una sabia y bien
dirigida educación técnica, no atenida en ningún concepto, á esos
poderes centrales que absorben y reemplazan las iniciativas de los
ciudadanos, ni á teorías más ó menos desarrolladas con frases brillan-
tes en no pocos discursos, donde se menciona á la riqueza del suelo,
la abundancia de los productos, la benignidad del clima, etc., etc.,
todo lo cual sólo revela una dialéctica ingeniosa y hasta halagadora
para el oído por lo sonoro de los conceptos; pero que, ni satisfacen las
necesidades económicas, ni benefician las condiciones de existencia
de ningún pueblo.
Aunque la prohibición para los monopolios á que se refiere el
artículo constitucional no comprende á los naturales ni á los de
administración común, creemos conveniente enumerar los carac-
teres de los primeros. I. H. Farrer en su obra “The Stat in ists
Relation to Trade,” se expresa de la siguiente manera: “1° Lo que
procuran es necesario. 2º Ocupan especialmente puntos ó líneas
favorecidas país. 3º El artículo ó la comodidad que procuran, se
utiliza en el lugar en que se encuentran el material ó las máquinas
que lo proporciona. 4º Este artículo ó comodidad puede en general
aumentarse ampliamente, cuando no indefinidamente, sin que
haya aumento proporcional en la ocupación y en el capital. 5º Una
organización cierta y armónica, única que puede conseguir la uni-
dad de objeto, es condición necesaria.”
Woodrow Wilson, comentando estos conceptos, dice: “Semejantes
empresas dan forzosamente á un número limitado de personas la oca-
sión de asegurarse de un cierto bienestar en la vida, un confort, un éxito
industrial, que las distingue de sus compatriotas y de los que sacan su
propio provecho. Una vez establecidas, en cualquier parte que sea, no
cabe contra ellas una competencia por parte de concurrentes ulterio-
res. Ninguna empresa debe tener una potencia tal, como no sea una
empresa pública que pueda ser obligada por opinión á obrar sin estre-
chez ni egoismo, con una perfecta igualdad respecto de todos, ó bien
una empresa respecto de la cual el gobierno no puede tener una fun-
ción de reglamentación efectiva. Respecto á los monopolios de admi-
nistración común, se puede decir que más bien son ciertos servicios de
interés público local encomendados á los Ayuntamientos, como el alum-
brado, la repartición de aguas, y otros por el estilo.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 173

Aunque en su mayor parte, lo que tenemos dicho, tiene la misma


aplicación tratándose de los estancos, nos concretaremos únicamen-
te á señalar las razones é inconvenientes que se han tenido para
establecerlos ó suprimirlos, principalmente en España y entre no-
sotros, ya que fuimos los herederos de esas instituciones. Antes
debemos hacer constar, que todavía en el siglo pasado se elevó al rey
de esa nación una consulta á efecto de prohibir á los particulares el
comercio de mortajas del habito de San Francisco, fundándose la
petición en que las vendidas en las tiendas y almacenes no podían
sufragar los beneficios espirituales, únicamente afectos á los que
sudaban, ensuciaban, envejecían, rompían y remendaban los frailes
y vendían los guardianes á precio doble ó triple de la jerga nueva.
Con cuánta justicia el Sr. Urquinaona en su libro “España bajo el
poder arbitrario de la Congregación Apostólica,” exclama: ¡Qué ocu-
pación para un consejo del siglo XIX!”
Volviendo á la cuestión de los estancos y hablando del de la sal, se
decía tener por objeto el que los pueblos no careciesen de un artículo
tan necesario, en cambio de la prohibición establecida para los parti-
culares, se recomendaba que las fábricas del rey activasen la elabora-
ción de ese artículo. Por razones diametralmente opuestas al estanco
de la sal, se estableció el del tabaco, diciendose de éste, ser un artícu-
lo de lujo y de capricho, de uso libre y espontáneo de los consumido-
res, no perjudicando por lo mismo á ninguna clase de industria, ni á la
concurrencia de otros vendedores. No se escapó el aguardiente, pues
aunque este ramo estuvo libre en algunos periodos, siempre se vió
como mejor que su estancamiento proporcionase fondos, como había
sucedido desde los tiempos de Felipe IV en que ese estanco fué esta-
blecido. Pero lo que merece particular mención y sin que nos ocupe-
mos del derecho de puertas, de la paja y utensilios, de los frutos civiles,
del subsidio del comercio y de otros males de peor especie y para que
se comprenda todo lo perjudicial de los estancos, que tratándose de
el bacalao, fué establecido con el fin de no molestar á los pueblos con
exanciones extraordinarias; pero la consecuencia fué que, este artícu-
lo se compraba más caro en el estanco, privando al comercio de este
giro y prohibiéndosele que introdujese pescado extranjero que para-
lizase la venta del monopolizado.
Inútil es detenerse á explicar que con este sistema se arruinan los
traficantes y operarios, emigra el capital, muere la industria nacio-
nal, disminuyen los impuestos justos y equitativos, aumenta el nú-
mero de empleados funcionarios, se desarrolla el contrabando
encubierto por los mismos particulares, interesados en eludir las
disposiciones del gobierno por los beneficios que les resultan, se

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174 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

abre paso de una manera escandalosa al cohecho en toda la vida


oficial ó al la sociedad, siendo la consecuencia final ante tanta des-
moralización, la ruina completa del Estado, salvo cuando se truecan
los hábitos de servidumbre en conatos de rebeldía para que el régi-
men de libertad substituya al de la fuerza.
Algunas naciones no ha mucho tenían el estanco del papel sellado,
para la cual progresivamente se fueron alzando sus precios, aumen-
tando sus clases y extendiéndolo á multitud de operaciones. Hoy el
papel sellado esta substituido por el timbre, del cual dice Fornovi:
“La legislación sobre esta materia debe sufrir una modificación, cual
es: que todo obrero ó jornalero podrá usar papel de oficio en las soli-
citudes, instancias ó exposiciones que dirija á cualquier centro ú ofi-
cina del estado; el producto de este importe ingreso se debería
arrendar en subasta, economizándose los gastos de fabricación y ex-
pedición por un lado; por otro sería más eficaz y activa la vigilancia
para evitar fraudes y falsificaciones, y por otra parte adquirirían cada
vez más aumento los ingresos de esta renta, cuando la iniciativa é
interés privado vigilasen y fiscalizasen lo conveniente para que la ley
que regula el pago al Estado de ese impuesto, se cumpla en todas sus
partes, lo cual no viene sucediendo.”
Sobre este punto como sobre otros muchos que apenas hemos ini-
ciado en los párrafos anteriores, tenemos que confesar que somos
incompetentes para darles solución, debiendo resolverse por nues-
tros economistas, á quienes por fortuna sobra talento, saber y expe-
riencia y á quienes se les puede aplicar los conceptos que de los de su
tiempo tenía Napoleón y que no los mencionamos por no lastimar su
reconocida modestia.
*
**

Pasando á otro orden de ideas y aunque repetimos somos incompe-


tentes para tratarlas, como deseáramos, creemos en nuestro concep-
to, que por mucho que se hable del desarrollo de las industrias y de
su florecimiento, jamás serán libertadas si se les oponen obstáculos
del orden legislativo, tales como los reglamentos destinados á prote-
ger al “débil” en la lucha por la existencia, las disposiciones constitu-
tivas de privilegios y ventajas en provecho de determinadas personas,
las que regulan las jornadas del trabajo y las relativas á la inmigración,
etc., etc., pues, si bien es cierto que el legislador por lo pronto cura un
mal determinado, en otro sentido provoca otros de diversa naturale-
za, por lo común más graves que los que trata de aliviar, pudiéndose
señalar desde luego el del desvío natural que en su curso tiene que

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 175

sufrir la concurrencia, ocasionándose con esto no pocas perturbacio-


nes y errores económicos.
No tampoco porque las industrias descansen en instituciones li-
bres, se puede decir que con solo ese factor, ya estén en todo su
esplendor, si pudiéndose afirmar que la libertad que estudiamos no
dará resultados benéficos si el propio individuo le pone obstáculos
persónales, ya sean físicos ó morales, provenientes los primeros, de
una mala constitución que incapacite para la concurrencia, y los se-
gundos, por vicios y defectos, los que en todo rigor significan la falta
de voluntad y energía, cualidades necesarias para hacer frente á esa
concurrencia, y á las nuevas condiciones de la lucha por la vida. Y si á
todo esto agregamos un gran recargo en los impuestos ó una mala
repartición, elevados derechos aduanales, al extremo de hacerse pro-
hibitivos y sobre todo la falta de enseñanza para preparar á los ciuda-
danos para la lucha moderna, se tendrá que convenir, que es casi inútil
reconocer la libertad de las industrias.
Hablando de la ingerencia que el Estado deba tener en las indus-
trias, no faltan quienes reclamen el que los gobiernos centralicen
en sus manos todos esos ramos de la vida de un pueblo, á cuyo fin,
no sólo se contentan con pedir la protección financiera para tal ó
cual de ellos, sino que también quieren que el Estado como respon-
sable de todo, sea igualmente el que todo lo dirija. Inspirados en
estas ideas no se vacila en pedir leyes y reglamentos de todo gene-
ro, pero siempre con los mismos fines de restringir la iniciativa y la
libertad de los ciudadanos. Ese carácter y no otro tienen las leyes
prohibitivas á título de protección á la industria; además, tienen
otro grave inconveniente y es el que los gobiernos extiendan dema-
siado sus funciones sobre las industrias, encerrándolas en la tupida
red de innumerables reglamentos, por regla general perjudiciales,
supuesto que, repetimos siempre conducen á la atrofia de la inicia-
tiva individual. No sin razón dice Leroy-Beaulieu: “La concentra-
ción de las fuerzas económicas en manos del Estado, lleva á la Francia
nueva á la ruina de las iniciativas privadas, á la degeneración de las,
voluntades y de las energías para llegar á una especie de servilismo
burocrático ó de cesarismo parlamentario, enervante y desmorali-
zador á la vez para todo el país empobrecido.”
Spencer piensa en idéntico sentido: dice así: “La reglamenta-
ción atrae otras reglamentaciones, dando origen á consecuencias
no previstas de ningún modo por el legislador... Toda reglamenta-
ción implica la creación de nuevos agentes reguladores, un mayor
desarrollo del funcionarismo y un aumento del cuerpo de los fun-
cionarios. Cuanto más se acentúa la intervención del Estado, más

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176 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

pierden los gobernados en iniciativa individual… además, cada


nueva ingerencia del Estado fortifica la opinión tácita según la
cual el deber del Estado, es remediar todos los males y realizar
todos los bienes.
No faltan algunos pueblos, ó mejor dicho, gobernantes, cuyo único
empeño consista en reglamentarlo todo, y como no son pocos los que
tienen la irresistible necesidad de ser gobernados, aceptan gustosos
la reglamentación, sin pensar unos y otros que ese sistema fué em-
pleado por los romanos y los bizantinos; pero en la época de su mayor
decadencia, diciendo con sobrada razón Boissier, que al final del im-
perio romano “nunca se había exagerado tanto la minucia adminis-
trativa. Esta época es ante todo papelesca.”
No por lo que tenemos expuesto se debe creer que rechazamos por
completo la intervención del Estado en los asuntos industriales, al
grado de que pensemos como algunos economistas que es un cáncer
ó en otros términos un mal necesario. Muy lejos de eso, por el contra-
rio, desde el momento que reconocemos que el es el órgano supremo
del derecho, necesariamente también tenemos que reconocer que
es él también el instrumento de la justicia. Así pensamos que su
intervención no debe ser rechazada siempre, como quieren los eco-
nomistas extremados, ni siempre admitida coma lo piden los socia-
listas, lográndose de este modo el que se satisfagan aquellas
necesidades que no se pueden cubrir con los recursos de la iniciativa
privada.
Relacionado pues, todo el sistema industrial con la psicología de
los pueblos, con la religión, la moral, con el derecho, las costumbres y
historia, es indispensable tener en cuenta todos esos elementos para
determinar hasta qué punto la legislación debe ingerirse en el pri-
mero de los asuntos indicados, pues tan malos es que las autoridades
intervengan indebidamente en ellas como contentarse con la unifor-
me y superficial fórmula del dejar hacer.
Schonberg, profesor en la Universidad de Tubinga, hablando sobre
el régimen del trabajo en la industria, admite la necesidad de una
intervención protectora por parte de la autoridad, desarrollando el
mismo punto Adolfo Wagner, distinguido profesor de la Universidad
de Berlín, lo mismo que otros sabios escritores de otras diversas na-
cionalidades.
*
**

Como nuestras anteriores ideas pueden tener mucho de vagas é


incompletas, diremos en resumen, que solo estudiando en un largo

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 177

período de tiempo la evolución comercial é industrial, se puede apre-


ciar el progreso efectivo realizado en la extensión de la libertad que
las leyes le van dando en los pueblos civilizados. Mucho por lo mismo
se ha adelantado desde que el comercio estuvo severamente regla-
mentado, lo mismo que la industria y el contrato de prestación del
trabajo, estando cohibido este en la ciudad, razón por la que buscó
fuera de ella campo donde desarrollarse, evitando de este modo la
investigación y las leyes restrictivas. Largo tiempo hace también de
aquél en que se expidió el Código Teodosiano y el Libro del Prefecto,
en los cuales se encerraban reglamentos viejísimos para estrechar y
limitar las industrias de entonces. Comparando esa época con la ac-
tual y no obstante los obstáculos artificiales que aun tiene el comer-
cio, hay que confesar que hay grandes diferencias .entre lo que es y lo
que fué. Hoy se puede afirmar, que debido á la libertad de que goza,
se vá extendiendo cada día más, habiéndose desembarazado la ma-
yor parte de las naciones, de las aduanas interiores, nacionalizándose
las mercancías tan luego como entran á los territorios; dominando
por completo en los mercados la unificación, habiendo cedido el paso
la industria, local ó regional á la que puede extenderse por todas par-
tes; los derechos arancelarios han disminuído notablemente, dando
origen á la creación de nuevas industrias; los gobiernos, salvo uno
que otro, ya no vacilan en favorecer el nacimiento de empresas funda-
das en capitales extranjeros. La legislación por su parte permite la
forma de asociación de capitales, principalmente de la anónima, pues
aunque ésta puede dar lugar á algunos abusos, es la más indispensa-
ble para ciertas industrias, por regla general de gran importancia, así
como la comandita para las medianas empresas.
Convencidos los constituyentes de que todo lo expuesto sería im-
posible, si no fuese á la vez facilitado por las leyes, por tal causa, se
reconoció la libertad de comercio y de industria, la que es ilusoria
cuando no la ayuda una legislación liberal. No se debe creer tampoco
cualesquiera que sean las ventajas de los monopolios y de los estan-
cos, que puedan resucitar á voluntad, supuesto que, la causa que los
hizo morir es la misma que les impide renacer. Es quimérico por lo
tanto, cualquier ensueño de restauración del pasado, por lo que no
nos aventuramos á decir que por mucho que se invoquen las costum-
bres é ideas de otros tiempos que los hombres verdaderamente pen-
sadores y de iniciativa, no reclamarán de los poderes públicos la
reconstitución de unas instituciones que no significaron otra cosa,
que la abdicación inconsciente de la libertad de los ciudadanos.
Desde el momento pues en que vivimos bajo el régimen de la plena
libertad del contrato y que la producción se efectua por la industria,

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178 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

no hay por qué pensar en los tiempos en que el Estado era su protec-
tor ó el que amparaba á los “débiles” y desheredados. En nuestra
época reina sin trabas en el mundo económico, la ley de “la lucha por
la vida,” imponiéndose é impulsando por todas partes la competen-
cia. Es cierto, como ya lo hemos dicho, que en otras edades las in-
dustrias no eran tan inciertas y variables, no estando en consecuencia
los obreros expuestos á ninguna de esas crisis que no podía ni pre-
venir ni preveer, estando protegidos contra la competencia por los
privilegios de los oficios, sin temor á los paros ni á nada, supuesto
que casi siempre era para la industria en grande la misma la situa-
ción de los mercados, y la misma clientela para la pequeña, resul-
tando que la suerte de aquellos estuviese así asegurada como la de
los obreros y artesanos. Por esta razón, no son pocos los que comba-
ten esa incesante agitación, esa inquietud permanente, y esa
instabilidad universal producida por la libertad del comercio y de la
industria, razón por la que á cada momento exigen la tutela del
Estado para que los protejan en sus para ellos lastimados derechos,
sin comprender, que la competencia universal y sin restricción, es la
única que hace que el individuo obtenga el puesto que mejor le
conviene y la justa retribución de su trabajo. Con sobrada razón
dice montesquieu que, “la competencia es la que pone un precio
justo á las mercancías.” Agregando Lavelaye: “Es el regulador infa-
lible del mundo industrial.” Es como una ley providencial que, en
las relaciones tan complicadas de los hombres reunidos en socie-
dad, hace reinar el orden y la justicia. Que el Estado se abstenga de
toda inmistión en las transacciones humanas, que deje libertad
entera á la propiedad, al capital, al trabajo, á los cambios, á las voca-
ciones y la producción de la riqueza se llevará al colmo, y así el bien-
estar general llegará á ser todo lo grande posible. El legislador no
tiene que ocuparse en la distribución de la riqueza; ella se hará
conforme á las leyes naturales y á los libres convenios. Una frase
dicha por Gournay en el siglo XVIII, resume toda la doctrina: “dejad
hacer, dejad pasar” (laissez fair, laissez passer) Como es de le pen-
sarse el autor antes citado, no acepta en un sentido tan absoluto la
no ingerencia del Estado.
Veamos, en tal virtud, cuándo y cómo la legislación debe interve-
nir en los asuntos comerciales é industriales. Para dar solución á
este problema se hace preciso explicar, que invocar únicamente la
libertad, es desconocer que la cuestión propuesta se relaciona, con
la religión, la psicología, la moral, el derecho, las costumbres y la
historia de los pueblos, en todo lo cual necesariamente interviene
el Estado, sobre todo, siendo como es, el órgano de la justicia. Si

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 179

pues, la ley fundamental reconoce, sin que haya quien niegue la


excelencia de la libertad que nos ocupa, nunca esa libertad puede
llegar al extremo de impedir que las autoridades intervengan cuan-
do las manifestaciones del interés individual se pongan en abierta
pugna con la obra humana y cuidadosa de la economía política, y
principalmente cuando evita la opresión y la degradación de les cla-
ses inferiores.
Se puede decir en tal concepto, que tratándose del comercio y de
la industria, el Estado tiene una doble misión: primero, la de man-
tener su libertad, pero dentro de los límites marcados por el dere-
cho y la moral, y segundo, conceder su concurso por todas partes
donde falta la iniciativa individual y sean necesarios sus esfuerzos
para alcanzar el progreso social. En este sentido es como debe en-
tenderse el artículo constitucional, teniéndose siempre en cuenta
que la legislación sirve de base y regla á las actividades económicas
de los individuos. Es por lo mismo absurdo invocar únicamente la
libertad más completa al comercio y la industria, sin tener en consi-
deración la misión de cultura moral que corresponde al Estado en
los dominios de la economía política y en los de la social.
No hay por lo visto que admitir siempre intervención del Estado, ni
rechazarla tampoco, una vez que él es, el que establece la base jurídi-
ca de las relaciones de los hombres entra sí, siendo esta base el dere-
cho, del cual resulta la organización económica de la sociedad.
Poco satisfechos de lo que tenemos expuesto y para la mejor ilustra-
ción de nuestros jóvenes lectores, creemos oportuno reproducirlo
que nos enseña Wilson sobre la materia que nos ocupa; dice así: “La
sociedad no puede en manera alguna permitir el establecimiento de
empresas necesarias á su vida, sana y eficaz en beneficio exclusivo de
los particulares y sin reglamentación, suprimiendo por adelantado
posibilidad de la concurrencia. La experiencia ha probado que el in-
terés personal de aquellos que tienen que intervenir en semejantes
empresas, con un fin de lucro especial, no coincide con el interés
público: el interés más recto, puede á menudo descubrir medios de
beneficios pecuniario ilícito, haciendo distribuciones entre los indi-
viduos, injustas en lo tocante á la utilización de los resultados obte-
nidos. Pero de hecho de que el gobierno deba vigilar esas potencias
organizadoras del capital, no se sigue, en manera alguna, que necesa-
riamente deba administrar por sí mismo aquellos medios de acción
económica, que no pueden actuar sino en forma de monopolios. En
tales casos, como dice sir T. U. Farrer, hay dos grandes alternativas: 1a
dejar la propiedad y la dirección á las empresas y al capital privados
con reglamentación por el Estado; 2a atribución de la propiedad ó de

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180 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la dirección al gobierno central ó local. La reglamentación del gobier-


no puede bastar en machos casos. Naturalmente, las dificultades que
entrañan el establecimiento y el sostenimiento, cuidadosamente lle-
vados por parte del gobierno, son tales, que debe ser preferida la
intervención en la mayoría de los casos —en todos aquellos en que la
intervención pueda ser eficaz sin la intervención directa.
“Hay fuera de los monopolios normales algunos casos en los cuales
la acción individual no puede procurar la igualación de las condiciones
de la concurrencia; y en ese caso, como cuando se trata de la reglamen-
tación de los monopolios, la práctica de los gobiernos, de los nuestros
como de los demás, ha sido decisivamente favorable á la reglamenta-
ción gubernamental. Prohibiendo el trabajo de los niños vigilando las
condiciones sanitarias de las manufacturas, limitando el empleo de
las mujeres en ocupaciones perjudiciales á su salud instituyendo cer-
tificados oficiales de la pureza y de la buena calidad de las mercancías,
limitando horas de trabajo en ciertos oficios, dificultando de mil ma-
neras la posibilidad de que ciertas gentes, sin escrúpulos y sin cora-
zón, intervengan, sin entrañas, en el comercio y en la industria, el
gobierno ha tenido en cuenta la equidad. Aquellas que obran con
moderación y conciencia, en los casos en que la moderación y la con-
ciencia de escucharlos exigirían hacer tal ó cual gasto suplementario,
asegurar mejor la aireación de los talleres, cuidar más de la calidad de
las mercancías, etc., no se les puede pedir que continúen aplicando
esos buenos principios, mientras que el hecho de proceder con más
rigor en las condiciones del trabajo, ó de ser menos escrupuloso en las
operaciones mercantiles, asegure un beneficio evidente y permanen-
te acaso, á quienes procedan de esta última manera, no tendrían aque-
llos otros más remedio que elegir entre su conciencia ó retirarse de
los negocios. En todos los casos como estos, el gobierno ha interveni-
do y debe intervenir, pero no de un modo directo, sino más bien pro-
curando igualar las condiciones de la concurrencia, entre aquellos que
quieren conducirse rectamente en sus empresas, y los que quieren
conducirse mal. Por tal camino es como la sociedad se proteje á sí
misma contra las ofensas perjuicios permanentes, y asegura á su pro-
pio desenvolvimiento, condiciones de normalidad.
“La sociedad, debe esto recordarse siempre, es más vasta y más
importante que su instrumento el gobierno. El gobierno debe servir
á la sociedad, no debe dirigirla ni dominarla. El gobierno no debe ser
un fin en sí mismo, es un medio tan sólo. Un medio que ha de adap-
tarse simplemente á los intereses mejores del organismo social. El
Estado existe á causa de la sociedad; la sociedad no existe á causa del
Estado.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 181

“Que hay límites naturales é imperativos á la acción del Estado,


nadie que estudie seriamente la estructura de la sociedad, puede
ponerlo en duda. El límite de las funciones del Estado es el límite de
la cooperación necesaria de parte de la sociedad como un todo, límite
más allá del cual aquella cooperación deja de ser imperativa, para el
bien público, y se convierte en meramente útil para las empresas
industriales ó sociales. La Cooperación es necesaria en el sentido en
que aquí se entiende, cuando es indispensable á la igualación de las
condiciones de los esfuerzos, é indispensable para mantener las re-
glas uniformes en los, derechos y relaciones individuales, y es indis-
pensable porque su omisión frustraría ó sacrificaría á ciertos individuos
en beneficio de otros, en la escala de la riqueza y la posición social.
“Hay relaciones en las cuales los hombres han necesitado siempre
de los demás, y en las cuales la cooperación es condición necesaria
para una existencia tolerable. Sólo una autoridad universal puede man-
tener la igualdad de condiciones entre los hombres. Las divisiones
del trabajo y las combinaciones del comercio, pueden en su mayor
parte, ser dejadas al contrato, á los libres convenios individuales, pero
la igualación de las condiciones que afectan á todos esos contratos, no
pueden ser dejados á la iniciativa individual, como tampoco la organi-
zación del gobierno mismo. Las iglesias, los clubs, las corporaciones;
las hermandades, los gremios, las uniones tienen su fin especial en-
caminado al desenvolvimiento del bienestar material y espiritual del
hombre; todas ellas son más ó menos útiles. Pero la familia y el Esta-
do tienen como fin una empresa general para el mejoramiento é igua-
lación de las condiciones para el desenvolvimiento individual: son
indispensables.
“El punto en el cual la acción pública deja de ser imperativa, no es
susceptible de una indicación clara en términos generales, pero no
por eso deja de ser efectiva. Los límites de la asociación familiar no
son indeterminados, porque no estén definidos, sino por la incapaci-
dad de los hijos y por los afectos fraternal y filial, cosas que no están
del todo definidas en la ley. La regla según la cual el Estado, no debe
hacer nada de lo que es igualmente posible, bajo las condiciones
equitativas de la asociación libre, es una línea suficientemente clara
entre los gobiernos y las corporaciones. Aquellos que miran al Estado
como una simple unión libre y convencional, como una compañía,
abren las puertas á las peores formas del socialismo. Unicamente
considerando que el Estado está por su naturaleza claramente defi-
nido, como una forma de sociedad en la cual los miembros están en
una interdependencia invariable, universal, inmutable, interdepen-
dencia que va más allá de la que resulta de las relaciones de familia, y

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182 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que no puede satisfacerse por los lazos de familia, es como podremos


tener un criterio que nos permita limitar de manera que no sea arbi-
traria, las actividades propias del Estado. El criterio que se infiere de
la necesidad originaria de las relaciones del Estado, rechaza, por otra
parte, la licencia en la acción del mismo.”
Por lo que tenemos dicho se viene en conocimiento que no acep-
tamos respecto del comercio y la industria, ni la teoría del dejar
hacer, dejar pasar, que mira con prevención todo acto del gobierno,
salvo los meros de policía, ni la que quiere dejar al propio gobierno
el cuidadado de dirigirlo todo y auxiliar á los ciudadanos en todos
los asuntos de su vida, por lo que, condensando nuestras ideas
opinamos, que se debe optar por un termino medio, es decir, por-
que el Estado dé al individuo plena libertad para el desarrollo de
sus actividades y energías; pero al mismo tiempo protegiendo esa
libertad contra la competencia que aniquila, destruye y mata, la
que no es por lo mismo, la que vivifica, alienta y engrandece á los
pueblos. En tal virtud, la única ingerencia que aceptamos de parte
del Estado, en la materia que nos ocupa, debe tener por objeto
reducir el antagonismo entre los intereses individuales y los so-
ciales al mismo tiempo.
Creemos que esta opinión salva todas las dificultades opuestas por
los economistas con sus doctrinas extremas.
Más nos sostenemos en nuestra opinión cuando discurrimos que,
el Estado es el órgano completamente necesario de la sociedad, y el
gobierno la forma visible de la misma, de lo que deducimos, que si la
sociedad no es un mal para la organización industrial tampoco lo es el
gobierno, sin que por esto dejemos de convenir que esa organización
no siempre es honrada y desinteresada, muy singularmente cuando
permite que los ricos y los poderosos tiranicen al débil y al pobre;
pero esto es lo excepcional, en cuyo caso también el gobierno no es el
órgano del derecho, de igual manera como cuando la concurrencia
que mata y que tiene forma exterior no es la que dá y favorece la
riqueza de las naciones.
En concreto, la ingerencia que el gobierno únicamente puede y
debe tener, lo mismo que la legislación, en la industria y el comercio,
á fin de que los individuos no sean lastimados en sus libertades, es la
de ayudar al cumplimiento de los fines de la sociedad organizada. En
consecuencia, el auxilio para esos ramos de la riqueza pública para
que llene su objeto, debe ser fuerte y adaptable á las necesidades y á
los intereses, pudiéndose decir que lo que se quiere dentro de la
Constitución, más que una verdadera intervención, es la igualación
de las condiciones en todos los ramos de la actividad industrial y

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 183

mercantil; por tal motivo se dice, que no se expidan leyes prohibitivas


ni á título de protección á la industria.
*
**

La excepción que la Constitución establece para el monopolio es la


relativa á la acuñación de moneda, á los correos y á los privilegios que
por tiempo limitado conceda la ley á los inventores y perfeccionadores
de alguna mejora.
Muy trabajoso nos es precisar con exactitud cuando y en que lugar
se comenzó á hacer uso de la moneda, una vez que los únicos datos
con que contamos son, que primitivamente algunos animales de uso
común para la alimentación y la agricultura, representaban el signo
convencional para los cambios y las transacciones. Entre los antiguos
mexicanos el valor fijo para las operaciones mercantiles, se represen-
taba con cañones de pluma rellenos de polvo de oro, en pedacitos de
cobre y en saquitos de cacao conteniendo determinado número de
esa semilla.
Ya con mejores informes podemos decir, que en los tiempos de
Pheidon, 800 años antes de Cristo, los griegos comenzaron á acuñar
monedas de plata, haciendo lo mismo los romanos, preponderando
ese metal en la acuñación hasta los tiempos de César Augusto. Tam-
bién entre los antiguos germanos, la moneda no les fué desconocida.
En tiempos posteriores, en Inglaterra, por el año de 1662, estaba en
la circulación el dinero de plata como moneda de vellón, habiéndose
mandado acuñar las de oro por orden de Enrique III, antes de la muerte
de éste, acaecida en 1272. A partir de estos tiempos, la acuñación de la
moneda, se fué generalizando por todos los pueblos. Sea pues, que
los metales, por su duración, elasticidad, brillo, sonido, por su rareza
y menor volumen y por otras más causas, lo cierto es que desde que se
descubrieron han conservado su soberanía en el mundo comercial,
estando basados los cambios en ellos, y siendo la moneda el instru-
mento de relación no sólo para los individuos de un mismo Estado,
sino para los que forman la unión internacional.
Es evidente, que siendo esto así, cada Nación es la más apropiada y
la que dá seguras garantías para su unificación á efecto de que no sufra
las variaciones consiguientes y su depreciación arbitraria, como suce-
dería siempre que á las regiones ó á los particulares les fuese permi-
tido acuñarla, perjudicándose los intereses comunes. Por esta causa
todos los gobiernos generales de los pueblos tienen á su cargo la
acuñación, fijando su ley, extensión y peso con lo que también se evita
la desconfianza que reinaría en el comercio y en todos los contratos,

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184 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

si no hubiese un signo convencional y uniforme para esas operacio-


nes, aparte de la facilidad que se tendría para las falsificaciones, para
los fraudes y para los abusos.
Lástima que su signo no sea uniforme entre los diversos pueblos,
dependiendo esto de las variaciones que en su relación recíproca ex-
perimentan el oro y la plata, por lo que pensamos que por hay son
vanos los esfuerzos internacionales para fijar una relación fija entre
esos dos metales, dominando por el momento la idea de que el pri-
mero sirva de tipo común, no obstante que el estado económico de
los gobiernos no permite aun contraer compromisos para la reforma
internacional del sistema monetario.
Entre nosotros y en los instantes en que escribimos estas líneas,
se está estudiando esa importante cuestión, no atreviéndonos por
lo mismo á dar nuestra opinión; la que siempre sería desautoriza-
da ante la de los políticos, los economistas y hombres de negocios
á quienes se ha encargado su solución y los que no dudamos que
salvarán á la Nación de la crisis porque atraviesa, sobre todo, con-
tando como contamos con su saber, precisión, experiencia en los
asuntos económicos, de las necesidades, del estado del comercio,
de la agricultura y las industrias y más que con todas estas causas
con su patriotismo y desinterés. Sí nos atrevemos á decir, apoya-
dos en los números, que México es uno de los primeros países
mineros de plata, contribuyendo después de los Estados Unidos
con una 357 parte al total producto del Universo. Es por lo tanto
delicadísima cualquiera resolución que se dicte referente al siste-
ma monetario, pues así como nos puede salvar, nos puede sumer-
gir en el peor de los desastres. De cualquier modo, lo que si se
puede afirmar, es que por la cuestión del oro y plata nuestro desti-
no está todavía cubierto por las brumas impenetrables del porve-
nir. Otra observación nos permitimos hacer, pues aunque es seguro
que esté prevista por nuestros hombres, públicos, no está por de-
más indicarla. En tal virtud, sabido es que nuestra plata está de-
preciada en Europa y los Estados Unidos, si pues, la misma es uno
de los principales ramos de nuestra riqueza, hay que convenir que
nuestra situación económica no es nada envidiable. Es cierto que
en Oriente la plata conserva todo su valor; pero sus productos
apenas llegan á nosotros en pequeña escala, de lo que resulta que
otros mercados son los que se aprovechan de nuestro depreciado
metal. En otro sentido, muchos de los artículos del comercio los
compramos en oro al extranjero, y como es muy poco lo que les
cambiamos y cuya producción se paga en plata, necesariamente
tiene que venir el desequilibrio, consistente en que cambiamos

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 185

mercancías que nos cuestan más de la mitad por pagarse en oro


por productos de los cuales nos hacemos por medio de la plata, lo
que implica que en tales condiciones la situación no se pueda sos-
tener por largo tiempo. Repetimos que somos más que atrevidos
tan solo con iniciar una cuestión tan delicada, y sobre todo, cuan-
do tantas causas vendrán á complicarla, por lo que no sin razón se
preocupan ó al menos deben preocuparse nuestros legisladores.
Nuestro Gobierno, procurando por el bien social, ha propuesto refor-
mas y modificaciones en todo lo que se relaciona con el asunto que
nos ocupa, siendo sensible que no obstante sus loables deseos, sus
cálculos pueden resultar fallidos. Al estudiar la fracción XXIII del
artículo constitucional, volveremos á ocuparnos de lo que podemos
llamar la cuestión actual, en cuyos momentos esperamos contar con
opiniones más autorizadas que las nuestras, sin dada alguna apoya-
das por la conciencia pública y con el estudio prudente y juicioso de
los hechos ya exentos de pasión para ser juzgados.
Por lo pronto nos tenemos que contentar con la esperanza de que
las lisonjeras combinaciones que se han propuesto, hagan que para lo
futuro nuestra moneda de plata exportada, no por nosotros, sino, por
las naciones que nos la compran al precio bajo que nuestra depen-
dencia comercial e industrial nos obliga forzosamente á aceptar, lo
sea en condiciones menos ruinosas, nivelándose en lo posible el de-
mérito que sufre y el que tan graves perjuicios nos ha causado y nos
puede causar.
Sin querer hemos entrado en las anteriores apreciaciones, olvi-
dándonos que nuestra única misión es la de comentar la excepción á
que se refiere el artículo constitucional, por lo que concluimos afir-
mando, que principalmente se funda en la conveniencia y necesidad
de que la moneda tenga su unificación y el carácter de legalidad que
exclusivamente toca al Estado darle, lo mismo que el signo conven-
cional para la garantía del comercio interior y exterior y para la de los
ciudadanos en sus mutuas y recíprocas relaciones.
Respecto á la otra excepción para el establecimiento de postas y
correos, no creemos necesario remontarnos á los tiempos más leja-
nos, para averiguar cuándo y en qué lugar esa institución tuvo su
origen, ni cuándo fué reconocida por la ley. Por lo que á nuestra patria
importa, sí diremos que entre los antiguos mexicanos, la institución
postal comprendía á los correos y á los embajadores, entendiéndose
unos y otros directamente con el Emperador; gozando ambos de las
mismas inmunidades y de iguales respetos, reconocidos, aun por los
pueblos enemigos. Durante los primeros tiempos de la conquista, se
puede decir que no hubo organización regular de correos, empleán-

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186 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

dose únicamente expresos, cuando así lo exigían las necesidades del


gobierno. No fué, pues, sino hasta el año de 1568, cuando el servicio
de que hablamos, fué establecido, pero aun de este modo, sólo tenía
por objeto el transporte de la correspondencia oficial. Por fin, el 1o de
Julio de 1766, los correos, que antes constituían oficios vendibles y
renunciables, se incorporaron á la Corona, comenzando, en conse-
cuencia, desde entonces hasta la fecha, su administración por el Es-
tado; la que, más bien que un monopolio ó una renta para el mismo,
constituye un servicio para bien del comercio y para las relaciones
entre los hombres.
Muy al contrario de lo que ha pasado en las conferencias para refor-
mar el sistema monetario de los pueblos, ha sucedido con las gran-
des uniones internacionales en lo referente á correos, telégrafos,
cables submarinos, ferrocarriles, pesas y medidas; pudiéndose decir
del primero y de las últimas que con la unión general de correos,
fundada en 1874 por la iniciativa del doctor prusiano Stephan y con la
adopción del sistema métrico, se ha logrado el mayor triunfo por el
internacionalismo de los tiempos modernos. Para no ser más largos,
diremos que las mismas razones que asisten, para que la fabricación
de la moneda este encomendada al Estado, asisten para que los co-
rreos queden encomendados al mismo. Por último, la excepción á
que se refiere la parte final del artículo constitucional, es la relativa á
los privilegios que por tiempo limitado concede la ley á los inventores
ó perfeccionadores de alguna mejora.
La ley vigente sobre esta materia es la de 25 de Agosto de 1903, la
cual nos parece inúti1 reproducir, por lo que, concretando nuestras
ideas, decimos, que el precepto constitucional se funda en que el
inventor de una mejora deba ser el dueño absoluto de un invento, lo
mismo que sus herederos; salvo el caso de que abandone el ejercicio
de la industria ó la construcción de los aparatos de reconocida utili-
dad; porque entonces se pierde la propiedad adquirida, del mismo
modo como se pierde todo derecho en virtud de la prescripción con
que la ley castiga la indolencia del propietario.
Creemos, en tal concepto, que el autor de un nuevo descubrimien-
to, desde el momento que ofrece á la sociedad una idea nueva que es
creación suya, lejos de otorgársele un privilegio, lo que parece que se
hace es reconocerle su propiedad.
Piensan algunos autores, que en el asunto que estudiamos, hay dos
objetos que atender: 1° indemnizar al inventor del capital invertido
en largos ensayos y costosos experimentos, y tener en cuenta que la
sociedad se alza contra todo monopolio. El Sr. Colom y Beneito ha-
blando de esto último, dice que “si llegase á existir es sólo el recono-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD DE COMERCIO Y DE INDUSTRIA 187

cimiento de una idea nueva, y de que es único y legítimo propietario


su autor, y la sociedad gozará de los beneficios que ese nuevo invento
le proporciona. Que no es de temer tampoco que las consecuencias
de ese monopolio perjudiquen á la nación: el autor ó el dueño del
nuevo invento procurará, como negocio, vender todo lo más posible;
y si se reconociese que ese invento era de verdadera utilidad pública,
el Estado indemnizaría al propietario, concedería un premio especial
á su laboriosidad y trabajo, y aplicando las leyes de expropiación for-
zosa, haría pasar al dominio público el nuevo descubrimiento.”
No falta quien piense que al hacerse un nuevo descubrimiento y al
entregarse por la autoridad el certificado de propiedad que lo acredi-
te, ésta deba ser para siempre y no por tiempo determinado. Nosotros
discurrimos que desde el momento en que la propiedad fuese reco-
nocida hasta una fecha prefijada, no merece el nombre de tal, y sin
duda á esto se debe que en la Constitución se emplee el concepto
privilegio, el cual se concede al inventor, para que durante determina-
do tiempo pueda fabricar y expender el objeto creado por él mismo; lo
que se otorga, por lo mismo, en la Constitución, es una gracia, y al
mismo tiempo que se concede por tiempo determinado, lo que se
hace es negar el derecho de propiedad en su manifestación más alta,
más pura, más sagrada é inviolable, cual es, todo aquello que es el
producto del talento y de la inteligencia.

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IX.—DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

Artículo 123.— Corresponde exclusiva-


mente á los poderes federales, ejercer en
materia de culto religioso y disciplina ex-
terna, la intervención que designen las
leyes.
Artículo 1° de las Adiciones y Reformas
de 25 de septiembre de 1873. El Estado y
la Iglesia son independientes entre sí. El
Congreso no puede dictar leyes estable-
ciendo ó prohibiendo religión alguna.

En todos los tiempos y lugares entre las más imperiosas necesida-


des del individuo, siempre ha existido la de someterse á alguna creen-
cia cualquiera que ella sea. Los Griegos y Romanos, con la facilidad
que tuvieron para crear dioses bien pronto llenaron con ellos el Olim-
po, siendo innumerables los que pertenecían á esa augusta estirpe.
En la India, Brahma se encarna para reinar, haciendo lo mismo
Samonocodon en Sián y Adad en Siria. Entre los judíos, las creencias
se fundan en antiguas tradiciones, esperando que un libertador naci-
do entre ellos vuelva á darles su antiguo esplendor á su Dios se le vé
legislar entre los truenos del Sinaí ó entre las zarzas encendidas del
monte Oreb, conduciendo otras veces á su pueblo á la victoria ó dete-
niendo al sol.
De cualquier manera, primitivamente en algunos pueblos, los dioses
descendían del cielo y se encarnaban en el hombre; en otros, subían
desde la tierra y tomaban asiento entre las otras divinidades. Así ve-
mos en Roma hacerse de Rómulo un dios, otro de Alejandro en el
Egipto, de Odín en el Norte de Europa, no faltando quien fuese conce-
bido por un rayo celeste, como en el Mogol, Gengis, el nieto de Alanku.
No obstante la fé con que se mantienen las creencias, en Grecia y en
Roma tenía que llegar el tiempo en que sus dioses se desvanecieran;

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190 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

en la primera de esas naciones por el excepticismo que vino domi-


nando en la conciencia, y en la segunda por los excesos de la misma
religión, los que minaron los cimientos de la fé, precisamente en los
momentos en que comenzaba á alborear una religión nueva por las
llanuras de Galilea y la que prescribía: el respeto á Dios, la pureza de
la vida y el amor á nuestros semejantes. Esta religión teniendo por
base el amor, necesariamente se fué extendiendo por todo el mundo,
empleándose para adquirir prosélitos únicamente la persuación. Des-
graciadamente como veremos adelante, luego que sintió su poder,
comenzó á exhibir sus tendencias políticas, siendo la consecuencia
que formase un gobierno dentro del Gobierno y un imperio dentro
del Imperio.
Nosotros, admiradores entusiastas del verdadero Cristianismo, no
podemos dejar de reproducir lo que de su autor dice Renan, tan inju-
riado y herido por sus enemigos; dice así: “El Jesús verdaderamente
admirable está al abrigo de la crítica histórica; tiene su trono en la
conciencia y no será reemplazado más que por un ideal superior; es
rey todavía por largo tiempo. ¿Qué digo? Su belleza es eterna; su
reinado no tendrá fin. La Iglesia ha sido aventajada y se ha sobrepuja-
do ella misma. Cristo no ha sido aventajado. Mientras un noble cora-
zón aspire á la belleza moral, mientras tanto un alma elevada se
estremezca de gozo ante la realización de lo divino, el Cristo tendrá
adoradores por la parte verdaderamente inmortal de su ser. Pues no
nos engañemos y no extendamos demasiado los límites de lo impe-
recedero. En el mismo Cristo evangélico morirá una parte: la forma
local y nacional, esto es, el galileo; pero quedará otra parte: el gran
maestro de la moral, el justo perseguido, aquel que dijo á los hom-
bres: “Vosotros sois hijos de un padre celestial.” “El taumaturgo y el
profeta morirán, quedará el hombre y el sabio, ó mejor dicho, la eter-
na belleza vivirá para siempre en este hombre sublime como en to-
dos los que la humanidad ha escogido para acordarse de lo que es y
embriagarse en su propia imagen. He aquí el Dios vivo, he aquí el que
es preciso adorar. ”
En efecto, así era el cristianismo de los primeros tiempos, tal como
lo encontramos en la Apología ó defensa de los cristianos contra las
acusaciones de los gentiles, obra escrita por Tertuliano, durante la per-
secución de Severo, y dirigida, no al emperador, sino á los magistra-
dos que tenían á su cargo juzgar á los acusados. Fatalmente, como
todo cambia, á medida que fueron pasando los años, la fé descrita por
Tertuliano se transformó en otra, haciendo que renaciera otro Olim-
po con otros dioses y otras divinidades. Véamos lo que sobre este
paganismo de los cristianos nos dice el Obispo Newton: “¿No es el

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 191

culto presente de los santos y ángeles igual en un todo á la adoración


de los demonios en tiempos anteriores? El nombre sólo es distinto,
pues la cosa es la misma precisamente… Los hombres deificados por
los cristianos han substituído á los hombres deificados por los genti-
les. Bien penetrados de su semejanza estaban los promovedores de
este culto y de que uno era continuación del otro, y en cuanto á que es
una misma la adoración, se prueba con practicarse con las mismas
ceremonias. En uno y otro se quema incienso en los altares; se usan
aspersiones de agua bendita, ó de una mezcla de agua y sal, al entrar
y salir de los templos ó lugares de adoración; se encienden en pleno
día y ante los altares y estátuas de las divinidades, lámparas y ciriales;
se tapizan los muros de ofrendas votivas y ricos presentes, como tes-
timonio de otras tantas curas maravillosas y de peligros salvados; se
deifica ó canoniza á los justos muertos; se erige en patronos de tal
reino ó provincia, á los héroes ó santos difuntos: se adora á los muer-
tos en sus sepulcros ó urnas y en sus santuarios; se reverencian las
imágenes y se atribuye á los ídolos poderes y virtudes milagrosas; se
levantan pequeños oratorios, altares y estátuas en las calles, en los
caminos y en las cumbres de las montañas; se transportan las imáge-
nes en pomposas procesiones, con innumerables luces y con cancio-
nes y músicas; se practica la flagelación, por vía de penitencia, en
ciertas épocas solemnes; hay gran variedad de órdenes religiosas y de
fraternidades de sacerdotes; éstos se afeitan el cráneo, á lo que lla-
man tonsura; los religiosos de ambos sexos se imponen el celibato y
hacen votos de castidad; todos estos y otros muchos ritos y ceremo-
nias se hallan igualmente repartidos entre la superstición pagana y la
papal. Por último, los mismos templos, las mismas imágenes que un
tiempo estuvieron consagradas á Júpiter y otros demonios, se en-
cuentran ahora bajo la advocación de la Virgen María y otros santos.
Los mismos ritos é inscripciones se prescriben en ambas religiones
y los mismos prodigios y milagros se relacionan con una y otra; en
suma, casi el paganismo completo se ha convertido en papismo y uno
y otro se hallan evidentemente formados sobre un mismo plan y prin-
cipio; así es que no solamente hay uniformidad, sino conformidad
entre la adoración de los antiguos y de los modernos, entre la Roma
gentil y la cristiana.”
Al transcribir lo que dejamos expuesto no se crea que pretendemos
herir á nadie en sus creencias religiosas; nuestro propósito único
consiste en demostrar que cualquiera que sea el estado de la civiliza-
ción, siempre es necesario para el hombre tener una creencia cual-
quiera, á efecto de que lo dirija, como si dijéramos maquinalmente ó
con el fin de evitarse todo razonamiento, pudiéndose afirmar que en

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192 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tales condiciones, el individuo no aspira á la libertad de su conciencia


sino á la esclavitud, una vez que, no se puede librar de creer en algo.
Considerando ahora el enlace que en todo tiempo ha existido
entre las ideas políticas y religiosas, véamos á qué se debió el triun-
fo definitivo del cristianismo. Ya dijimos antes que, á los dioses
antiguos se les había perdido la fé; natural fué, pues, que las nue-
vas doctrinas tuviesen toda su aceptación, supuesto que eran más
accesibles para la inteligencia y más sencillas para la conciencia,
siendo la consecuencia que los hombres se organizaran bajo un
principio de comunismo que con el tiempo tenían que hacerse
poderoso, sobre todo cuando las distintas iglesias locales, inde-
pendientes unas de otras al principio, comprendieron que unidas
y confederadas podían defender de un modo formidable sus inte-
reses comunes. Así se explica que por los años de 302 á 303, los
soldados de algunas legiones romanas se rehusaran á tomar parte
en las solemnidades instituídas en honor de los dioses. Esta ma-
nifestación insubordinación fué la señal del triunfo del cristianis-
mo, siendo más completo después de la batalla del puente Melvio,
una vez que la victoria hizo que subiese al trono de los Césares el
primer emperador cristiano; el que más que una fé ciega en las
nuevas doctrinas, sólo vió en los que la profesaban un elemento
que le sirviese para llegar al poder, por lo que se puede decir que
Constantino, más que un ferviente cristiano, únicamente fué el
representante de una facción afortunada. Si, pues, ese emperador
edificó iglesias cristianas y protegió á sus adeptos, también res-
tauró los templos paganos, siendo lo mismo para él escuchar al
clero como consultar los aruspices; reunir el concilio de Nicea que
venerar á la estatua de la fortuna; respetar la memoria de Cristo
como levantar su propia estatua con una corona de gloria hecha
con los fúlgidos clavos que sirvieron para la crucifixión del que
murió en la cruz, no crucificando á nadie.
Pasando á otras consideraciones, diremos que el dios del paganis-
mo oriental, no se mostró más que en la naturaleza, siendo ella la
determinación histórica de la libertad religiosa. Sansonetti dice so-
bre el particular que: “Fué en Grecia en donde esa libertad se co-
menzó á buscar en el hombre mismo. Homero representa la primera
revolución con que la fé del mundo se ha cambiado en poesía; él fué
el primero que osó extender la mano sobre las inmutables divinidades
del pasado y las echó en medio de la humanidad; levanta el velo de la
vieja Isis y á la claridad del día trae las figuras misteriosas que los
sacerdotes de Oriente apenas osaban saludar con sus nombres; gra-
dualmente transfunde todo el alma de los pueblos en los dioses in-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 193

mortales. Cuando esta obra quedó cumplida, en cambio de los mu-


dos emblemas de la naturaleza primitiva, se entrevée un aréopago de
dioses sociales, cultos, elocuentes, que discutían en las nubes la sa-
grada política. La creencia se convirtió en arte, la antigua religión se
extinguió; pero la tierra se sintió por un instante descargada de un
inmenso peso. El temor ligado al misterio se disipó, los númenes
circunscriptos en la esfera de la humanidad no pasaron ya sobre la
imaginación de los pueblos y esparcieron en el mundo una larga sere-
nidad de la que nació la civilización griega.
“Como bien se vé, en Grecia el paganismo realiza el primer paso
hacia la revelación del Dios hecho hombre.”
Durckeim, hablando de la intolerancia religiosa entre los griegos,
dice: “El crimen consistía, no en celebrar el culto, sino en perturbarlo
por actos positivos ó palabras, por opiniones subersivas expresadas
demasiado públicamente, como las de Sócrates.”
Meir y Schocman observan que la introducción de nuevas divinidades
no necesitaba ser autorizada regularmente, no tratándosela formal-
mente de impiedad. “Division du tems social. Agregan “que la religio-
sidad griega dejaba una gran parte á la libertad individual, puesto que,
para que la filosofía naciese y se desarrollase como lo hizo, fué preciso
que las creencias tradicionales no fuesen lo bastante fuertes para im-
pedir el desarrollo de aquélla.”
Reiss en su Derecho Criminal de los Romanos, dice: “Gracias á
esta preponderancia del principio político y al carácter político de la
religión romana, el Estado no prestaba su apoyo á la religión, sino en
tanto que los atentados contra ella dirigidos constituyeran para él un
peligro indirecto. Las creencias religiosas de naciones extranjeras ó
de extranjeros que vivieran dentro del Imperio, eran toleradas si se
encerraban en sus justos límites y no tocaban demasiado cerca al
Estado.”
Puglia y Mommsen dicen: “que en la religión de los romanos no es el
sentimiento interior el que predomina, sino la forma exterior y social,”
el primer autor agrega, “que los romanos no se preocuparon de la vida
ulterior, sino principalmente de la presente; que en este sentido el
positivismo terrenal no podía dejar de introducir poco á poco la moral
social en la religión y más tarde en la política; que los sacerdotes, y
especialmente los pontífices, aprovecharon el temor inspirado por los
dioses para fortalecer los deberes morales y sociales, en particular aque-
llos para los que la ley no ofrecía sanción suficiente.”
Por lo visto se viene en conocimiento que entre los romanos, el
culto es lo esencial de la religión, la doctrina no tenía importancia, á
los ritos, á las prácticas externas era á lo que se daba virtud, velando

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194 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

por su exacto cumplimiento las autoridades, una vez que el gobierno


ejercía inspección sobre el sacerdocio y sobre su jefe supremo.
Foulliée en su “Psicología de los Pueblos Europeos,” hablando del
carácter de la religión romana, se expresa en los siguientes términos:
“Es, por tanto, una religión de Estado. Júpiter el muy poderoso (en el
sentido antiguo de optimus) y el muy grande, no es ya el dios patriar-
cal de la luz y de la pureza: es sobre el Capitolio, la personificación
divina del Estado conquistador; simboliza la universalidad del impe-
rio romano.” “Solamente el pueblo judío tuvo para su dios la misma
pretensión á la dominación universal, y de aquí, como ha hecho notar
muy justamente Tiele, “Histoire des religions,” la lucha final que
debía establecerse entre ambas religiones. Sin este motivo de lucha
fundamental, hubiérase acomodado la una á la otra, puesto que cual-
quier dios que no se alzara contra el Júpiter romano era con gusto
acogido en el Panteón.”
Refiere Tito Livio que entre los romanos en todos los puntos del
universo conocido había un facial con la cabeza cubierta con un velo,
ó un cónsul que antes de penetrar en el territorio enemigo ó antes de
intimar el asalto, repetía la sagrada fórmula de evocación: “Si hay aquí
un dios ó una diosa, si deus, si dea est, tutelar de este pueblo ó de esta
ciudad, le rogamos encarecidamente, lo exhortamos á dejar ú olvidar,
á abandonar estos templos y santuarios, salir de estos muros, inspirar
aquí el terror, el olvido y venir á Roma conmigo y los míos, para que
siéndoles más gratos y más aceptos nuestros altares, nuestros san-
tuarios, prefieran la guardia del pueblo romano y de mis soldados,
quedando convenido y entendido por todos que nosotros les vota-
mos templos y juegos.”
El mismo Fouillée, en su obra citada, dice; “Finalmente, bajo los
Césares, esta religión había llegado á dos resultados importantes:
primero, á la deificación de los mismos emperadores; luego á la
identificación de Júpiter en todos los dioses supremos de todos los
demás pueblos. Cada divinidad principal era realmente un Júpiter,
y su culto, bajo sus diferentes formas, conviniendo con el de su
encarnación visible sobre la tierra, el emperador, llegó á ser en ade-
lante la religión universal del gran imperio universal. De esto al
catolicismo tan justamente llamado romano, no había más que un
paso; el emperador fué simplemente reemplazado por el papa. La
fuerte organización y la unidad de la religión romana obtuvieron el
gran resultado social de extender el Cristianismo ó imponerlo en
todas partes, del mismo modo que se había extendido la suprema-
cía romana. Tras la majestad de la paz romana, vino la de la paz
cristiana.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 195

Véamos ahora cómo, en nuestro muy humilde concepto, se realizó


ese fenómeno. Fundándose la Iglesia en los estatutos que se le fue-
ron reconociendo como teniendo validez legal; en la celebración de
asambleas de todos los obispos del Reino, considerados desde el
punto de vista político como colegios consultivos de hombres doctos
cuyos acuerdos adquirían toda su validez mediante la ley imperial
que los confirmaba; en la tolerancia del poder temporal para estable-
cer cánones á los sínodos provinciales; en la legislación especial que
se fué introduciendo para entender en las cuestiones de corrección y
disciplina eclesiástica y sobre todo, en la facultad de expulsar de la
comunidad cristiana á sus miembros, todo era lo más á propósito para
que la Iglesia se impusiese sobre el Estado, no consintiendo ningún
otro credo religioso, pues ello era la consecuencia necesaria del con-
cepto que de sí tenía dentro de su régimen absoluto.
En determinados momentos parecía que el Estado iba á reconquis-
tar su antiguo poder; pero ya había otorgado demasiadas concesio-
nes, y el clero, conociendo todo lo que había adelantado en fuerza y
unidad para dominar en todo, no era el que en tales condiciones re-
trocediese en el camino de sus invasiones. Considerado por lo mis-
mo el Cristianismo como religión de Estado, ya pudo libremente
incluir la herejía como delito de Estado, castigándola con el destie-
rro, declarar la incapacidad para testar y otras penas más graves, subs-
traer á los sacerdotes á la acción de los tribunales seculares,
encomendando á los eclesiásticos el conocimiento de todas las cau-
sas penales en que los mismos estuviesen interesados, conferir á los
obispos el ser árbitros en los negocios civiles y la facultad de inspec-
ción sobre los gobernadores de provincia y la de juzgar un hecho en
su aspecto eclesiástico, no obstante haberlo sido antes por el civil,
que también podía tener.
En tiempo de Justiniano, el sacerdote reconocido culpable por la
justicia ordinaria, podía comparecer ante el juez de su fuero para que
aprobase el fallo, y en caso contrario, se remitía el asunto al empera-
dor para que resolviese. Entre las obligaciones cristianas de los pro-
pios sacerdotes se contaba la de interponer el recurso de súplica contra
las sentencias firmes, creándose, como era de esperarse, serios obs-
táculos para la pronta administración de justicia; pero no pararon aquí
las invasiones al poder temporal, puesto que los monjes con frecuen-
cia protestaron contra las sentencias penales, llegando su audacia al
grado de impedir su ejecución por medios violentos. Tales excesos
en el año primero del Cristianismo obligaron en Oriente á los empe-
radores Teodosio I y Arcadio, á imponer graves penas pecuniarias á las
autoridades que permitían esos abusos; pero cualquier remedio en

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196 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

aquellos momentos tenía que ser infructuoso, una vez que la Iglesia
ya se preparaba á tener su existencia sobre el Estado, lo que consi-
guió, luego que con su poder absorbente dominó todas las concien-
cias, marcando la ruta que debía seguir el catolicismo.
De modo, que en resumen, podemos decir que losprimeros cris-
tianos fueron tolerantes, no deseando más que los miembros de
otros cultos lo fueran para con ellos. Así, decía Tertuliano: “¿Noso-
tros somos, decís, delincuentes? Pues bien, tratadnos como delin-
cuentes, no nos condeneis por el nombre que se nos dá; informaos
de los hechos; examinad las pruebas, escuchad la defensa. ¿No en-
señamos nosotros, decís además, nada más que vuestros filósofos?
Tratadnos, pues, como á vuestros filósofos, dejadnos como á aqué-
llos, formar sectas y abrir nuestras escuelas al mundo romano.”
Hasta aquí la religión cristiana reconoció la libertad de conciencia:
pero apenas dominó á los Césares, cuando puso fin al espíritu de
tolerancia, mostrándolo con evidencia las leyes de Justiniano, espe-
cialmente las contenidas en el Libro I de su Código Tít. XI. De
Paganis et sacrificüs et temples.
Dividida la Iglesia Cristiana en diversas sectas, ya se dieron leyes
para castigar á los herexiarcas, declarados tales, á los arrianos, en el
Concilio de Nicea, igualmente se consideraron heréticos á los icono-
clastas, á los maniqueos, etc., etc.
Pero repetimos, la Iglesia había avanzado mucho. Rossi dice: “los
hombres abusaban de todo; la Roma religiosa y cristiana se embriagó
con su poder como había hecho la Roma política y pagana; comenzó á
obedecer á sus pasiones y no tardó en usurpar el poder episcopal y
después el poder civil; poco á poco llegó á transformar á la república
cristina en una monarquía perfectamente absoluta, y por uno de aque-
llos instintos que el genio sigue á pesar suyo con frecuencia, se cir-
cundó de una milicia fuerte, numerosa, obediente, que no reconocía
otra cabeza que el Papa, otra sociedad que la Iglesia, otras leyes que
sus decretos, otra familia que el convento; y ella se rodeó de órdenes
monásticas que pospusieron á todas las dulzuras de la vida social, una
vida solitaria y trabajosa. Ningún afecto de familia, ningún ligamen
de patria tenían estos hombres que, á una simple señal de su cabeza,
tomaban su cayado é iban á una región extraña. Ningún respeto por
las autoridades civiles tenían ellos, que habían visto al Emperador de
Alemania tiritar de frío y lleno de vergüenza en el Atrio del Castillo
de la Condesa Matilde, aguardando la licencia de postrarse á los pies
del Pontífice.”
No es de extrañar que ante estos hechos el poder de la Iglesia se
agigantase tomando colosales proporciones su intolerancia; ya

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 197

pudo, pues, libremente Inocencio III exterminar á los albigenses


y fundar la inquisición pontificia en el mundo católico; sólo el
pueblo y aristocracia napolitanos capitaneados por un hombre de
la plaza del mercado, Tomás Agnello, del mismo nombre del que
cien años después tanta parte tomara en la revolución napolitana,
osó oponerse al poder de Carlos V y al del Papa Paulo III, logrando
que el 12 de Agosto de 1548 se participase á los diputados de la
sedición que el Emperador consentía en no establecer la inquisi-
ción, que se había autorizado por edicto de II de Mayo del año
anterior.
Ante tanta opresión, natural fué que, el espíritu humano, libre por
naturaleza, no quedase subyugado por más tiempo; y como además,
según la fórmula de Descartes: “Ninguna cosa debe ser acogida por
verdadera, si no se conoce que es evidentemente tal”, tuvo que venir
la Reforma, cuyo resultado inmediato, fué el desconocimiento de la
autoridad papal en nombre de la libertad de conciencia.
No podemos dejar de dar una idea respecto de aquello en que con-
sistió la Reforma, que tanta resonancia tuvo y tanto conmovió al orbe
católico.
Sabido es que ésta comenzó por Lutero. Juan Scherr, en su obra
“Germania. Dos mil años de Historia Alemana,” dice: “En el Vaticano,
donde reinaba un fastuoso Médicis con el nombre de León X, se vivía
opulentamente, mientras que en Alemania circulaban los Breves de
indulgencia. Pero se necesitaba más dinero á causa de la gigantesca
construcción de la Basílica de San Pedro, la cual principiada por Bra-
mante, continuada por Rafael, coronada por Miguel Angel con su ma-
ravillosa cúpula y acabada más tarde por Bernin, consumía cantidades
inmensas. Por eso la venta de indulgencias debía hacerse en mayor
escala en los países que habitaban los “bárbaros del Norte.”
“Quizás este tráfico hubiera pasado también sin obstáculos y pro-
porcionando pingües beneficios, si el fraile dominicano Tetzet, hu-
biera ejercido su misión menos ruidosamente. Pero después de
abierta en Sajonia su tienda ambulante y pregonadas sus
“indulgencias”para conseguir el perdón de los pecados, despertóse
la conciencia alemana en el Dr. Lutero, fraile agustino y profesor de
teología en la Universidad de Wittenberg, fundada hacía poco en el
electorado de Sajonia.
En 31 de Octubre de 1517 clavó en el portal de la iglesia del castillo
de Wittenberg 95 tésis dirigidas contra el escandaloso tráfico de in-
dulgencias, ofreciéndose, según la costumbre de los sabios de en-
tonces, á sostener y defender estas tésis por escrito u oralmente,
contra cualquiera que las atacara.

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198 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

El ruido de los martillazos al clavar aquel pedazo de papel, dió la


señala de la revolución religiosa.”
La doctrina luterana modificada por Zuinglio y por Calvino y trans-
formada en Inglaterra, aceptó el principio de que la fé en la gracia
basta para regenerar al pecador. En lo referente á la eucaristía recono-
ce la real y substancial presencia del cuerpo y sangre de Jesucristo
bajo las especies de pan y vino; desconoció la misa, la adoración de los
santos y el culto de las imágenes; negó el origen divino al papa; rom-
pió con el celibato eclesiástico; estableció que la unidad de la Iglesia
subsiste en la comunidad de la doctrina evangélica, de quien es única
fuente la Sagrada Escritura, interpretada con completa libertad; re-
conoció, por último, al poder temporal, la existencia eterna, la conser-
vación y la tutela del orden eclesiástico.
A esta confesión se adhirieron casi todos los Estados de Alemania,
siendo aprobada por el Emperador Carlos V, en la dieta de Augsburgo,
convocada en 1530.
Zuinglio y Calvino llevaron sus ideas más lejos. El primero negó á
las penitencias, á los ayunos y á las abstinencias el valor de redimir los
pecados, substituyendo la adoración de Dios y del Salvador; repudia-
ron la confesión, el culto de las imágenes y los sacramentos, excepto
el de la eucaristía; pero admitiendo sólo la presencia simbólica y no
real de Cristo; constituyeron la unidad de la Iglesia sobre la unidad
invisible del Espíritu de Cristo y del cuerpo de la comunidad de los
creyentes, y quisieron, por último, que la Biblia se interpretase con
juicio individual.
Calvino, por su parte, acercó la Reforma al racionalismo; afirmó que
el hombre no debe hacer nada para redimirse del pecado original,
porque Cristo redimió á la humanidad de este pecado, no recono-
ciendo por lo mismo el bautismo. Además, Calvino, no sólo se con-
tentó con desconocer los dogmas de Roma, sino que quiso reformar
la sociedad civil con ayuda de su nueva religión.
De todos modos, la Reforma que había nacido en nombre de la
libertad de conciencia, lo mismo que el Cristianismo, cayó en la into-
lerancia para las demás religiones, incurriendo en los mismos abusos
y en las mismas intransigencias.
En la Iglesia Anglicana, el documento de la doctrina de Cristo, es la
Biblia, siendo el Rey el único protector y su única cabeza, la suprema
potestad religiosa se identifica con la potestad civil.
España, donde tanto arraigan las tradiciones, pudiéndose decir
que al presente vive de ellas, irremediablemente tenía que impo-
nernos su religión. ¿Cómo lo hizo? No es necesario que
transcribamos las numerosas quejas que nos ha legado la historia;

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 199

baste decir que el clero y el gobierno en criminal consorcio trataron


á los indios del mismo modo que á los herejes; hicieron lo mismo
que los romanos del paganismo con los cristianos, lo que éstos con
sus adversarios; todos, desde que han obtenido el poder, han em-
pleado contra sus enemigos los mismos procedimientos de des-
trucción. Mahoma convertía con el sable; el catolicismo, el
calvinismo y el luterauismo con la hoguera; nuestros conquistado-
res con todos los tormentos; lo único que cambiaba para atraer á los
hombres á la fé era la forma de exterminio; pero para qué recordar
hechos del pasado, cuando es reciente lo que nos refiere el Dr. Pinto
Guimaraes en su obra: “El terror español, en Filipinas;” “los frailes
formaban con los empleados una de las más tristes llagas de Filipi-
nas, y su avidez solo igualaba á su espantosa ferocidad. Habían puesto
en práctica todas las torturas de la inquisición”. Entre otros casos,
se menciona el de cien prisioneros encerrados en una masmorra
llamada el “Hoyo de la muerte,” medio llena de agua corrompida é
infestada de ratas, serpientes y bichos de todas clases. Agrega el
citado historiador “la noche que allí pasaron fué terrible, se les oyó
rugir de dolor y suplicar que se les matase. Al día siguiente todos
estaban muertos… En presencia de hechos semejantes, nadie se
sorprenderá de la alegría que causaron á los insurrectos las victorias
de los americanos.”
En parecidos términos se expresa Gustavo Le Bou: “Las durezas
de los españoles en Cuba, las matanzas de la población inofensiva á
que se entregaban en grande escala, han dado lugar á los Estados
Unidos, motivo excelente, para intervenir. Todos los que se preocu-
pan algo de la humanidad, han celebrado sus victorias.”
Fouillée, hablando del carácter de la religión española, dice: “La re-
ligión española ha permanecido extraña á toda metafísica y no ha con-
servado en mayor grado el sentido profundamente moral de los dogmas.
Es ritualista, como la de los romanos; pero en vez de la radical indife-
rencia que había de caracterizar la fé italiana, el español mostró todo el
ardor del fanatismo. No proviene de ordinario del español, como del
alemán ó del anglosajón, de un impulso interior místico, de un pensa-
miento absorto en Dios; sino que es más bien la devoción inflexible y
ciega de los actos externos de la religión, al culto y prácticas religiosas...
Por sus tendencias semíticas y musulmanas, el español es dado á impo-
ner la fé por la fuerza: de buen grado desconoce el derecho ajeno, sobre
todo el de conciencia. Un carácter de la fé española, es el espíritu de
proceletinismo conquistador de domeñar al infiel ó al hereje...
“Cuando no es de este modo invasora y conquistadora, la fé españo-
la no conduce con excesiva frecuencia más que á la práctica mecánica

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200 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

y formulista. Entonces no es el espíritu el que salva sino la letra…


Es la salvación, no ya por las obras ni por la fé interior, sino por los
ritos exteriores. Así en España como en Italia se extraviaba el Cris-
tianismo, alterado en su esencia… Este formulismo es contrario al
verdadero espíritu del Cristianismo, á la grande y constante tradi-
ción que enseña que el valor de los actos está en el interior; que sin
la buena disposición del corazón, el efecto externo es sólo mentira,
que una buena acción pierde su valor si la intención no es recta; que
el acto mismo de piedad y “la aproximación al sacramento” con un
corazón indigno y una conciencia impura, constituye “el mayor sa-
crilegio.” Tal era la verdadera ortodoxia y es necesario convenir, para
ser justos, que la católica España fué con demasiada frecuencia
heterodoxa, que en sí misma alimentaba en su fuero externo la
heregía, que fuera perseguía tan implacablemente.”
El Sr. Sanz y Escartín, católico á toda prueba, en su obra “El indivi-
duo y la reforma social”, hablando de la religión entre los hispano-
americanos, dice: “que los pueblos aunque se proclaman católicos, ni
creen en la religión ni la practican.” Y al preguntarse la causa de ese
fenómeno agrega: “la principal es, que durante siglos, la sumisión
material, la unidad vacía, el formulismo de la actividad religiosa, han
predominado sobre la expontaneidad y la libertad necesarias, la sin-
ceridad y rectitud del corazón sobre la comunión eficaz en la comu-
nidad y el bien.”
Con sobrada razón se expresa Gustavo le Bon, en los siguientes tér-
minos: “El concepto religioso, después de haber llenado su misión
útil, ha concluido por hacerse tan funesto para los pueblos latinos como
sus conceptos del Estado y de la educación y siempre por la misma
razón de que no ha sabido evolucionar… Los hechos dogmáticos de-
masiado entorpecedores se han desvanecido, han tomado un valor sim-
bólico, un carácter mitológico.” Hablando de los anglosajones, se expresa
así: “Que sin romper bruscamente con las creencias del pasado, han
sabido crearse una religión más amplia, que pudiese adaptarse á todas
las necesidades modernas… El dogma católico de los latinos ha con-
servado por el contrario sus formas rígidas, absolutas é intolerantes,
útiles quizá en otro tiempo, pero muy perjudiciales hoy. Ha seguido
siendo lo que era hace 500 años. Sin él no hay salvación. Pretende impo-
ner á sus fieles los absurdos históricos más inaceptables. No hay conci-
liación posible con él. Hay que sufrirlo ó combatirlo.
“Ante las sublevaciones de la razón los gobiernos latinos han teni-
do que renunciar á sostener creencias tan incompatibles con la evo-
lución de las y han acabado generalmente por abstenerse de toda
ingerencia en el orden religioso.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 201

Es explicable que á los pueblos antiguos, y durante el primer período


de su civilización, se les impusiesen creencias y doctrinas, una vez,
que, la Iglesia pensaba por ellos, habiéndoles igualmente la religión
impuesto el hábito de someterse sin discusión á sus dogmas reputa-
dos como infalibles, siendo ella la que dirigía los pensamientos y los
actos de los hombres; pero cuando estos estuvieron en aptitud de
emanciparse de la centralización religiosa y de la autoridad de los dog-
mas, lo natural tenía que ser, el que la ley les garantizase su indepen-
dencia quitando todo aquello que repugnaba á su razón. Esta es la
grandiosa obra de nuestra Reforma, la que vino á cambiar las antiguas
condiciones de nuestra existencia, ayudada por la evolución económica
y tantos factores más que hacen que los individuos estén unidos, sin
tenerse en cuenta la diversidad de creencias y de doctrinas.
Para llegar á esa Reforma, conocidos son los largos años que tuvi-
mos de convulsiones para romper con los vínculos del pasado y qui-
tarnos el yugo de tradiciones demasiado fijas y poderosas. Por fortuna
el alma de nuestro pueblo se vá acomodando á las nuevas necesida-
des, teniendo ya la idea de que únicamente se progresa á condición
de poder lentamente emanciparse de pensamientos y sentimientos
contrarios á la libertad.
*
**

Sin que pretendamos haber hecho un estudio completo de la his-


toria libertad religiosa, sino contentándonos con dar una idea gene-
ral, véamos ahora lo que en contrario de esa libertad se dice por sus
implacables adversarios.
El Catolicismo, que antes como hoy, ha sido el portaestandarte de
la intolerancia religiosa, ha tomado de la escuela teocrática, volun-
taria ó involuntariamente, argumentos prestados para defender sus
doctrinas, no reconociendo en materia religiosa, más que lo que él
llama “Libertad del bien;” fundando su extraña teoría en que sólo
la verdad y la virtud tienen derechos. Esta doctrina tiene desde
luego el vicio manifiesto de que se les conceden derechos á cosas
impersonales, que únicamente se realizan en la inteligencia y en la
voluntad; pero aun hay más; el Catolicismo incurre en el error de
creer que él exclusivamente está en posesión de la verdad, lo que
hace, que en sus desvaríos haya cometido tantas injusticias, cayen-
do en otro error aun mayor al querer imponer la verdad desde lo
exterior, olvidando ó no queriendo reconocer, que el único derecho
de los más sabios, es el de la libre persuasión, como el de los más
virtuosos el ejemplo.

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202 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Fouillée, contra quien no dudamos que se esgrimirán todas las ar-


mas con que cuenta el fanatismo, pero impotentes ante la lógica de
sus razonamientos, dice en su “Novísimo concepto del Derecho:”
“El sistema teocrático ha trabajado siempre contra su fin, para soste-
ner los intereses de la verdad, ha hecho perpetuamente inmóvil al
error, bajo el nombre de infalibilidad, como los políticos que substi-
tuyen lo falso á lo verdadero bajo el nombre de verdad oficial; para
sostener los intereses de la virtud, ha sacrificado siempre la Morali-
dad, verdadera á la violencia y al egoísmo de los que pretenden ser los
mejores.”
“Hay que decirlo sin temor; contra las aserciones de los teólogos,
el error mismo y el vicio tienen derechos, y derechos civil ó política-
mente social y jurídico, tenemos el derecho de equivocarnos y de
discurrir contra la razón, como el de discurrir conforme á ella; tene-
mos el derecho de flaquear moralmente como el de obrar bien; para
decirlo todo en pocas palabras, la mala voluntad misma no está ex-
cluida de la igualdad de derechos. Por otra parte, la mala voluntad
no puede ser mala más que relativamente; una voluntad absoluta-
mente mala, si pudiera existir, sería aquella que encontrara en el
supremo mal, su supremo bien; pero no se ama el mal por el mal, y
el vicio consiste solamente como dice Sócrates, “en invertir el or-
den de los bienes.” Satanás, esa voluntad absolutamente mala, como
Ahriman, ese dios del mal absoluto, es un fantasma que se desvane-
ce, desde el momento en que la mente quiere cojerle. En todo caso,
Satanás no está en la tierra ni se ha hecho para nuestras legislacio-
nes; pero aunque se hallara presente entre nosotros, participaría de
la igualdad de los derechos comunes, en tanto que no violara nues-
tras libertades propias, y su mala voluntad conservaría su inviolabi-
lidad interior durante todo el tiempo que se encerrase en sí misma
sin atentar contra otro.”
Existe otra razón que no pueden negar los adversarios de la libertad
religiosa, y es la de que las creencias para que sean dignas de ese
nombre, deben ser expontáneas. ¿Cómo, pues, sin herir los senti-
mientos de caridad y fraternidad humanos, se puede imponer una
religión? Solamente empleando los medios que tal vez por ironía, los
inquisidores llamaban persuasivos y los cuales no eran otros que los
de la tortura y el martirio.
Volviendo al estudio de la “Libertad del bien,” preguntamos:
¿Quién es aquél ó que religión existe en la tierra que pueda sostener
que está en la posesión de la verdad y en la del bien absoluto? Y sobre
todo. ¿Quién es el juez imparcial para juzgar á esa verdad contra sen-
timientos ó creencias encontradas? El autor que antes hemos citado,

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 203

se encarga de dar la contestación, y lo hace de tal manera, que nunca


los enemigos de la libertad de conciencia, desearían con más ardor
que no existiese; dice así: “Como toda idea de un bien absoluto es un
problema, nadie tiene derecho, ni racional ni socialmente, para obrar
como si poseyera la certidumbre objetiva de ese bien, nadie puede
hacer otra cosa que abstenerse respecto de los demás cuando no sean
de su opinión ó proceder en su concurso, cuando se representen de la
misma manera el ideal inasequible para la ciencia. Esto es lo que hace
que la atribución de la infalibilidad, ya sea á un hombre, ya sea á una
iglesia, constituya á la vez, el más monstruoso absurdo y la más mons-
truosa inmoralidad. Si el pecado capital atribuido simbólicamente á
Satanás, es el orgullo, que se iguala á lo absoluto, desconociendo los
límites de la inteligencia, puede decirse que, en la tierra, todo papa,
todo déspota es la más fiel imagen de Satanás.”
Por lo visto, la teoría de la Libertad del bien no cuenta moral ni
jurídicamente con ningún apoyo, siendo, además, antieconómica,
como funestísimos sus resultados, quedando esto demostrado con la
persecusión de los judíos en toda la Europa, la seguida contra los
moros en España y contra los americanos en la época del descubri-
miento del Nuevo Mundo. Entre nosotros esa libertad del bien, aparte
de sus innumerables males, trajo consigo otros de no menos impor-
tancia, como aislarnos del concierto con los demás pueblos, impi-
diendo las corrientes de la inmigración y limitando el comercio; cosas
todas que á haber tenido lugar, hubieran hecho sin duda alguna el
que hoy estuviese México á la cabeza del mundo americano; pero
España no entendía nada de esto, cuando hoy mismo, hablando de
ella, dice un escritor contemporáneo: “La Iglesia conserva siempre
en España una situación muy privilegiada: es fuerte, con formidable
poder. No solamente tiene elevadas virtudes morales que mantienen
su influjo, sino que en lo material dispone de riquezas que ninguna
institución posee; tiene en el presupuesto del Estado... 40.000,000
de pesetas; los arzobispos se sientan por derecho propio en el Sena-
do: los capítulos eligen senadores; las leyes generales contra las re-
uniones y asociaciones se derogan en favor del culto católico; el
catolicismo goza de libertades no reconocidas á los demás cultos.
Sólo se permite, según el artículo II de la Constitución, “Las cere-
monias y manifestaciones públicas de la religión de Estado.” En 1896
los representantes de una comunión protestante obtuvieron de las
autoridades locales y gubernamentales autorización para construir
en una calle de Madrid, un edificio destinado para templo. Esta auto-
rización levantó en España una verdadera tempestad. Hubo que qui-
tar de la fachada del edificio los emblemas y símbolos religiosos. Los

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204 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

obispos exigieron que el templo proyectado no lo fuera más que en su


interior y en el exterior tuviera el aspecto de una simple casa particu-
lar, y aún que estuviera separado de la calle por un patio ó jardín. En
resumen, fué éste uno de los acontecimientos principales de aquel
tiempo, hasta el punto de que fué comentado por todos los sociólo-
gos. (Posada, “Revue Internacionale de Sociologie,” Febrero de
1898).”
Fouillée dice: “Muy recientemente los obispos españoles se re-
unían para reclamar los más exagerados privilegios, para quejarse
del escándalo de templos protestantes edificados en el mismo Ma-
drid; para maldecir de toda idea, de libertad y tolerancia, bajo su
ropaje rojo ó violado han conser vado el temperamento de
inquisidores, nada han olvidado, ni aprendido nada. En vez de bus-
car la causa principal de las desgracias de su patria en el influjo de
un catolicismo ciego y despótico, acusan de ellas: á los liberales y al
espíritu moderno, como si la decadencia no hubiera sido obra de
reyes católicos, de obispos y monjes católicos, á los cuales se debe,
además, la pérdida de las colonias.”
Volviendo otra vez más al objeto principal de nuestro estudio, dire-
mos, que la libertad religiosa se presenta bajo dos, aspectos: uno
interno y otro externo; el primero, mientras se conserve como un
puro pensamiento sin manifestarse, es claro que de ningún modo
puede ser violado, ni sufrir perturbación alguna, una vez que en este
caso únicamente está en relación con la ley moral; pero no acontece lo
mismo cuando se traduce en hechos ó actos externos, cualesquiera
que ellos sean, siendo evidente, que en este otro caso, tales pensa-
mientos ó los sentimientos que los inspiran, por necesidad tienen
que estar en relación con el derecho; y como con una opinión ó con
cualquiera manifestación externa se pudiera llegar hasta el santuario
de la conciencia sorprendiéndola en su secreto á fin de modificar y
hasta cambiar las creencias, la ley constitucional, respetando ambos
aspectos de la libertad mencionada, se la reconoce al hombre como
una de las más preciosas de sus garantías. Hecha esta breve exposi-
ción, agregaremos que la libertad de conciencia en su sentido estric-
to no es lo mismo que la de cultos; consistiendo ésta en la facultad de
ejercitar los ritos y ceremonias establecidos por la religión á efecto de
dar forma externa al sentimiento que la anima; y como con estas prác-
ticas es cuando precisamente se pueden contradecir ó lastimar otras
creencias ó sentimientos, por tal motivo la ley fundamental, conci-
liando todos los intereses en materia de culto religioso y disciplina
externa, ha dejado á los poderes federales la intervención que desig-
nan las leyes sobre el particular.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 205

A primera vista parece que esta disposición se opone al princi-


pio de la libertad religiosa, tanto más, cuanto que si se reconoce
como inviolable la interna ó meramente de conciencia, lo natural
debiera ser que al obrarse exteriormente conforme á aquélla, fue-
se con absoluta independencia, sin ingerirse en ningún sentido
la ley.
Desgraciadamente este argumento pierde su fuerza si se piensa
que sólo puede tener aplicación para el individuo aislado ó para
una comunidad determinada, en que los fines que se persiguen
son comunes y voluntarios; pero colocados uno y otra frente á frente
de creencias ó religiones diferentes, indispensable es para que no
se invadan ni se perjudiquen en sus respectivos derechos que el
poder público las mantenga á todas dentro de sus justos límites;
no siendo necesario demostrar que si fuese permitido el culto
externo en toda su amplitud y bajo el régimen de una completa
intolerancia para otros, no se haría otra cosa que dar margen á una
fuente de desórdenes; porque cada cual reclamaría para si la
supremasía de practicar el suyo y esto es faltar á la igualdad que
debe reinar entre los ciudadanos, cosa que no puede permitir el
derecho.
Otras ventajas resultan de que el culto externo solo se practique
privadamente ó en el interior de los templos ó santuarios y son,
que los bienes espirituales que cada cual mira como sagrados, no
sufran, ninguna depredación, ni queden expuestos á la burla, al
insulto ó al escepticismo de quien no los mire como tales ó no crea
en ellos, sin que á tales actos se les pueda considerar de criminal
impiedad desde el momento en que, cuando pueden tener lugar,
la manifestación del culto externo se hace público, con lo que se
hieren otras creencias ó prácticas religiosas, no pudiendo haber
infracción ninguna de la ley en estas condiciones, en que el indivi-
duo mira con desprecio ó no cree en lo que otro adora, no pudién-
dose reclamar como un derecho lo mismo que á otro se le
desconoce. A efecto, por lo mismo, de mantener la armonía entre
los ciudadanos, evitando los choques que la diversidad de cultos
pudieran ocasionar y más cuando por lo común en algunas religio-
nes las relaciones espirituales son demasiado mundanas, la ley ha
querido que la responsabilidad jurídica, resultado de la práctica
de tales cultos, comience donde acaba el simple acto de concien-
cia, sólo limitado por la ley moral, explicándose de este modo el
por qué de que á los Poderes Federales les corresponda ejercer en
materia de culto religioso y disciplina externa la intervención que
designen las leyes.

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206 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Esta disposición, como todas aquellas que de la misma se derivan, no


tiene más objeto que mantener el orden, el respeto á las leyes y el que
no se perturben las recíprocas libertades de las diversas comuniones
religiosas ni sufran nada en su independencia, sin que unas se
entrometan en los intereses de las otras, ni el gobierno mismo en el
desarrollo de su ser, celebración del culto, ejercicio de la disciplina ó
efectuación de los actos netamente de la jurisdicción eclesiástica, sal-
vo los casos arriba indicados.
En resumen, podemos decir: que todos los hombres son libres para
profesar en el seno de su conciencia la religión que les convenga; pero
no lo son para realizar en el exterior aquellos actos, que aunque de
acuerdo con su propia conciencia, contradigan al derecho social en-
carnado en el Estado.
Si no es permitida la manifestación de ningún culto externo públi-
co, mayores razones existen para que la ley no consienta la práctica de
uno solo ó de una religión con exclusión de otras, porque esto no sería
más que el establecimiento de un privilegio que pugna con los prin-
cipios de la igualdad, siendo á la vez incompatible con la justicia y con
la libertad.
Como la religión católica, y hablamos de ella por ser entre noso-
tros la más generalizada, con todo y lo que con tanto acierto dice el
Sr. Escartín, con sus caracteres esenciales de universalidad, de
amor al prójimo, de caridad, aspirando á la consolidación de los
pueblos y teniendo por principio fundamental la unidad de un
Dios inmutable, absoluto, infinito y eterno, ha pretendido que
sólo ella sea sostenida y protegida por el Estado, apoyándose para
legitimar sus pretensiones en su anhelo de asociar á todos los
hombres en la gran familia de la humanidad, sin distinción de
nacionalidades y sin tener en cuenta las fronteras que separan á
los pueblos. Sin embargo de todo esto, los miembros de dicha
religión han incurrido en el error de querer imponerla, lográndolo
en no pocos casos, por medio de la fuerza y la violencia, quitándole
en tal virtud, como antes decíamos, la espontaneidad al sentimien-
to que la debe animar y que tan indispensable es para el puro y
verdadero cristianismo, ocasionando por esa causa las tremendas
luchas y sangrientos combates en que las diversas sectas se exter-
minaban, siendo la mayor gloria el aniquilamiento del vencido ó el
fermento de odios imperecederos que aun hoy duran y de todo lo
cual son responsables los malos ministros de Cristo por su reco-
nocida intolerancia.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 207

*
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Los gobiernos modernos, principalmente los de los pueblos donde


más se ha hecho sentir la influencia dominadora de la religión católi-
ca, á efecto de no lesionar la más noble de las libertades humanas por
la que el individuo se pone en comunicación con un ideal celeste, han
reconocido en sus legislaciones de una manera general la libertad
religiosa, reconociendo igualmente que cualquiera que sea la reli-
gión, no dá título legítimo para que sea protegida exclusivamente, en
oposición á los conceptos sociales.
Ya desde la Asamblea Constituyente, Francia, á moción de que se
declarase nacional la religión católica romana y que sólo su culto fue-
se público, votó el 13 de Abril de 1790, la siguiente orden del día: “La
Asamblea, considerando que no tiene ni puede tener ningún poder
que ejercer sobre las conciencias y sobre las opiniones religiosas; que
la majestad de la religión y el respeto que la es debida, no permiten
en modo alguno, que esta se convierta en un asunto de deliberación...
decreta: que no puede ni debe deliberar sobre la moción propuesta.”
Muy lejos, pues, de aceptarse la proposición, lo que se hizo fué decla-
rar implícitamente la libertad religiosa.
En la “Declaración de los Derechos del Hombre,” se dijo: “Nadie
debe ser molestado, por sus opiniones religiosas, con tal que su ma-
nifestación no turbe el orden público establecido por la ley.” Y en la
Constitución que poco tiempo después, se dictó, se dice: “La Cons-
titución garantiza á los ciudadanos, la libertad de ejercer el propio
culto religioso.”
Sabido es el estado en que se encontraba la Francia en aquel período
revolucionario, conocidas son las luchas sostenidas entre el clero jura-
mentado y los que defendían las viejas ideas. Vivo está el recuerdo de
ese pueblo, que en su embriaguez, también se hizo intolerante al gra-
do de perseguir con un odio implacable á los sacerdotes católicos,
clausurándoles hasta sus templos. Ante tantos desórdenes, sacrilegio
é impiedades, espantados los franceses de su propia obra con tanto
aplauso comenzada, decretaron el 7 de Mayo de 1794.: “La existencia
del Sér Supremo y la inmortalidad del alma,” decreto que pone de
manifiesto cuál era el estado de los ánimos y hasta qué punto los había
extraviado aquella tempestuosa época.
Volviendo el pueblo francés sobre sus pasos, el 21 de Febrero de
1795, decretó: “El ejercicio de cualquier culto no puede ser turbado.
La República no subvenciona á ninguno. No facilita local alguno ni
para el ejercicio del culto, ni para la habitación de los ministros. El

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208 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ejercicio de todo culto está prohibido fuera del lugar elegido para
ello. La ley no reconoce á ningún ministro del culto, y nadie puede
mostrarse en público con hábitos sacerdotales. Toda reunión de ciu-
dadanos para ejercer un culto cualquiera, está sometida á la vigilancia
de las autoridades constituidas, para las medidas de policía y seguri-
dad pública. Ningún culto puede hacer poner señales externas sobre
ningún lugar, ninguna inscripción puede ser colocada allí, ni hecha
ninguna proclama ni convocación pública de los ciudadanos... Cual-
quiera que turbe usando violencia, las creencias religiosas de un cul-
to cualquiera ó destruya sus objetos, será castigado según la ley de
1791 sobre la policía correccional.” Con esta ley y con la de Septiem-
bre del mismo año, quedó reconocido el principio de la libertad reli-
giosa; siendo en concreto el fundamento de las relativas de nuestra
Reforma.
Durante el Consulado, y aunque bien sabido es, cuán militarmente
trató Napoleón al Pontífice de Roma, se celebraron varios concorda-
tos con la Santa Sede, publicándose unos y protestándose contra otros,
poniéndose luego en vigor las franquicias constitucionales al restau-
rarse la monarquía.
En la Carta Constitucional del 14, se volvió á reconocer la libertad
religiosa; pero á la vez se dijo que la religión del Estado era la Católica
Apostólica Romana, se subvencionó á los ministros de este culto y á
los demás cristianos. En tiempo de la monarquía, en 1830, se desco-
noció el principio de que la Religión Católica fuese la del Estado,
quedando como antes subvencionados los ministros de todos los
cultos cristianos, autorizándose por la ley de 9 de Febrero de 1831, la
propia subvención para los ministros israelitas. La Carta Constitu-
cional del 48, dejó subsistentes los mismos, pero estableció la sub-
vención no sólo para los ministros de los cultos existentes, sino aun
más para los que se establecieran en el porvenir.
Napoleón III, siendo Presidente de la República, promulgó el 14 de
Enero de 1852 otra Constitución, y aunque no se habla implícita-
mente de la libertad religiosa, sí se vuelven á proclamar los principios
reconocidos en el 80, pudiéndose decir que ellos son la base del de-
recho público de los franceses y los mismos que en la actualidad con
tanto vigor como justicia se han estado poniendo en la práctica, con
aplauso de todos los pueblos libres.
Respecto de otras Naciones, haremos una breve reseña de las insti-
tuciones que sobre el particular las rigen. La Constitución prusiana
de 31 de Enero de 1850, reconoce la plena libertad religiosa, sin que
estorbe, como entre nosotros, ser ministro de tal ó cual culto, para
gozar de los derechos políticos, dejando á las instituciones religiosas

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 209

la facultad de poseer y disponer libremente de sus bienes. Esta mis-


ma facultad se reconoce en la Constitución Austriaca de 21 de Di-
ciembre de 1867, lo mismo que el goce pleno y completo de la libertad
de conciencia, pudiendo los miembros de cualquier culto no recono-
cido legalmente, practicarlo en los edificios privados, siempre que no
sea contrario á las buenas costumbres ó á la ley.
En los Países Bajos, la Constitución establece completa libertad
para la religión, protección para todos los cultos, igualdad para todos
los ciudadanos ante la ley, sea cualquiera la religión que profesen. En
el Reino de Baviera, aunque se reconoce la libertad de que venimos
hablando, las personas que no profesan el culto cristiano no partici-
pan de los derechos de los ciudadanos, sino á medida que se les
asegura en los edictos orgánicos sobre su recepción en la sociedad,
no pudiendo los ministros ser excluidos de los cargos públicos, que-
dando las leyes y las órdenes de la autoridad eclesiástica sometidas
antes de publicarse al exámen preventivo y autorización del rey. La
Constitución Belga, reconoce la plena libertad de cultos sin más res-
tricción que la de no ofender á las leyes, declarando además que na-
die puede ser obligado á concurrir en cualquier forma á los actos y
ceremonias de un culto, ni á observar los días festivos, no teniendo el
Estado ningún derecho para el nombramiento é instalación de los
ministros de un culto cualquiera, ni para impedirles la libre corres-
pondencia con sus superiores y la publicación de sus actos, pero con
sujeción á las leyes sobre la prensa.
En Ginebra igualmente está reconocida la libertad de cultos, te-
niendo todos la misma protección en cuanto á sus derechos, pero
estando subvencionados el católico y el protestante.
En otras naciones se reconoce la libertad tantas veces indicada;
pero hay una religión de Estado. Noruega tiene la evangélica lutera-
na. Dinamarca, tiene constituida su iglesia nacional. España, la cató-
lica romana. Rusia, Grecia y Rumanía, la ortodoxa oriental de Cristo.
Introducida la Reforma en Inglaterra y obtenida la supremacía ecle-
siástica, la intolerancia para los católicos y para los puritanos ó los
protestantes dicidentes, se mostró por largo tiempo con todo su ri-
gor. La Iglesia anglicana con su intransigencia llegó á castigar á los
individuos que no practicaban sus ritos, lo mismo que á los sacerdo-
tes católicos que celebrasen la misa. Blackstone, en sus Comentarios
á la Leyes Inglesas, dice: “Que los matrimonios entre católicos eran
nulos y la prole se declaraba bastarda; el hijo que se convirtiese á la
religión anglicana tenía derecho á posesionarse de todos los bienes
de la familia, y el que á los trece años de edad, no hubiese prestado el
juramento de supremacía y abjurado de la transubstanciación y de la

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210 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

invocación de los santos, no podía adquirir bienes inmuebles, siendo


excomulgados los que reconociesen la autoridad del Papa, no pudien-
do obtener cargos, portar armas, ni alejarse de su domicilio sin per-
miso, á más de cinco millas.
A mediados del siglo XVIII, se sintieron los primeros síntomas
para atenuar el antiguo rigor desplegado por la intolerancia religio-
sa. Conocidas son las luchas que Irlanda ha tenido que sostener en
el Parlamento para reivindicar sus derechos, no siendo sino hasta
1829, cuando Roberto Peel logró que se votase el “Act de
Emancepacion,” al cal se dió el título de “An act for the relief of Her
Majecty’s roman catholie subjeets.” No obstante haber adelantado
demasiado las condiciones de la iglesia católica, no se puede decir
que fueron las mejores, puesto que aun no se le reconocía como tal
iglesia, lo mismo que el carácter de sus prelados, prohibiéndose á
los sacerdotes usar sus hábitos en público y á los jesuitas y otros
religiosos pisar el territorio del reino sin la autorización de un Se-
cretario de Estado. A los religiosos ya establecidos se les prohibió
acojer, nuevos miembros en sus órdenes, lo mismo que las proce-
siones ya suprimidas por la ley de 1832. En otro sentido, se obtuvie-
ron otras ventajas entre las que figuran como principales, la igualdad
de todos los ingleses ante el derecho civil, la derogación de “Act
Test y de Corporación,’’ el reconocimiento del matrimonio de los
cuákeros según sus ritos religiosos, la abolición del juramento de
abjuración y el de supremacía.
Andando más el tiempo, los católicos ya pudieron sentarse en la
Cámara de los Lores ó en la de los Comunes, no exigiéndoseles más
juramento que el de fidelidad al rey y á la dinastía, ni más obligación,
que la de no mirar como artículo de fé la opinión de que los príncipes
excomulgados por el Pontífice Romano, pueden ser destronados por
sus súbditos, lo mismo que la de reconocer que el propio Pontífice no
tiene ninguna jurisdicción en el Reino Unido y por último, la de
mantener á la Iglesia establecida en sus privilegios y en sus propieda-
des. En virtud del juramento indicado, los católicos podían obtener
otros cargos militares ó civiles, con excepción del de Gran Canciller
de Inglaterra y de Irlanda, de Lord Lugarteniente ó el de Alto Comi-
sario en la asamblea general de la Iglesia de Escocia. En cuanto al
soberano de la Gran Bretaña fiel á las tradiciones y con arreglo á la ley,
está en la obligación de pertenecer á la Iglesia anglicana, mantenien-
do su doctrina, fomentando su desarrollo y su cultura, respetar su
gobierno y velar por su disciplina.
Respecto á la libertad religiosa en las Repúblicas Latino–America-
nas, ya hemos dicho de ellas lo bastante, y aunque en algunas, la

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 211

religión dominante es la católica, siendo á la vez la protegida, esto no


importa para que las demás sean reconocidas, habiéndose empleado
en no pocos casos una fuerte voluntad para quitarles á los pueblos el
yugo de las viejas tradiciones, librándolos del fanatismo que por tan-
to tiempo los tuvo embrutecidos. Entendemos que no estarán con-
formes con nuestras ideas, los que en sus estremecimientos
epilépticos aun quisieran volver á un pasado condenado por la histo-
ria, siendo notorio el peligro que encierra el que cualquiera Iglesia se
hunda en todas las conciencias.
Podemos calificar de dichosos á nuestros vecinos del Norte, y les
damos ese calificativo desde el momento en que á su territorio arri-
baron varias familias salidas de áspero matorral en la desembocadura
del Humber, para conservar la pureza de sus almas, la idea de su Dios
y la austeridad de su culto, refugiándose primero en la republicana
Holanda, para después partir de Leyden ó de Amsterdam al través de
la inmensidad del océano, desafiando á los huracanes y á las tormen-
tas para ejercer la industria de los apóstoles, levantando sus templos
en el seno de una nueva naturaleza, teniendo por lema aquellos
inmigrantes, el ser uno para todos y todos para uno, siendo hermanos
en creencias como en virtudes. Hicieron más, antes de tocar la rada
de Coel y de pisar las playas de Plymout, ya habían escrito el compro-
miso democrático que tanto ha engrandecido á ese pueblo, siendo
ese compromiso como si dijéramos la primera carta fundamental de
la República en América.
Completa, es por lo tanto, desde hace largo tiempo la libertad reli-
giosa en los Estados Unidos. El Estado no tiene ingerencia en los
negocios que, directa ó indirectamente puedan referirse á las cues-
tiones religiosas. En esa gran República ningún culto interno se com-
bate y sí en cambió todos son alabados, lo que revela el gran respeto
que los ciudadanos tienen á las creencias, no basadas en antiguas
costumbres, en perversas ambiciones eclesiásticas ó en privilegios
inveterados, sino viviendo todos los hombres en armonía en el respe-
to mútuo del culto y en el recíproco de los derechos de cada cual,
haciendo que ninguna práctica religiosa degenere en actos licencio-
sos que turben la paz de los diversos credos ó doctrinas, sino coope-
rando todos para que en ningún sentido peligre la seguridad del
Estado.
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Como no falta quien sostenga que al reconocerse la libertad reli-


giosa, equivale á que el Estado no tenga ninguna por lo que denomi-

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212 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nan á esta cuestión “El ateismo del Estado,” deduciendo por tal causa,
las más absurdas consecuencias, entraremos en otras consideraciones.
Ahrens, en su “Curso de Derecho Natural ó de Filosofía del De-
recho,” se expresa sobre el particular en los siguientes términos:
“El Estado no es ateo, ni en sí mismo, ni en sus leyes; por su objeto,
el principio divino de la justicia es un orden divino de la vida y
favorece también por todos los medios que el derecho permite
emplear á la religión, como á todos los objetos divinos de cultura
humana. Su fundamento es, pues, igualmente la idea de Dios, pero
no tiene confesión, no profesa ningún culto particular, por la justicia
igual que ejerza para con todos los cultos; contribuye, por su parte,
á enseñar á todas las confesiones particulares á vivir en paz, á respe-
tar igualmente en la comunidad política y á recordar, quizás, más
fácilmente que hay también fundamentos religiosos comunes so-
bre los que ellos reposan.”
El error capital de los que piensan que el Estado pueda ser ateo,
radica esencialmente en que tienen de él un concepto exacto ó mejor
dicho, por mantener la falsa idea de los tiempos pasados, en que en
teórica y prácticamente, tal idea se encarnaba en la persona que
ocupaba un puesto social preeminente, cualquiera que fuera su tí-
tulo, ya por razón de herencia, por elección ó como resultado de una
guerra victoriosa.
Pero el Estado en la actualidad no se personifica en nadie, lo forma
el conjunto de los individuos, no es, por lo tanto, una, persona sola; su
origen está en la sociedad; no tiene un título histórico patrimonial,
reside de derecho en sus miembros y se ejerce por los ciudadanos.
Stahl, nos dice: “El Estado debe ser un Gobierno de derecho; tal
es la tendencia instintiva de la Edad Moderna. El Estado debe de-
terminar la dirección y los límites de su acción propia con precisión
jurídica, asegurar la inviolable ejecución de la ley, garantir la liber-
tad de los ciudadanos.”
Max Stirner, escribe: “Lo que se llama Estado es un tejido, un
enlazamiento de dependencias y de adhesiones; es una solidari-
dad, una reciprocidad que tiene por efecto que todos aquellos entre
los cuales se establece esa coordinación se concilien entre sí y de-
pendan los unos de los otros. El Estado es el orden, el régimen de
esa dependencia mútua. Aunque el Rey, cuya autoridad repercute
sobre los que tienen el menor empleo, hasta sobre el criado del
verdugo, llegue á desaparecer, no por eso será el orden menos man-
tenido enfrente del desorden de la bestialidad por todos aquellos
en quienes vela el sentido del orden. Si el desorden triunfara, el
Estado había cesado de vivir.”

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 213

Ante las anteriores teorías los hombres más obstinados en defen-


der lo contrario, tienen que convenir en lo ilógico y hasta absurdo de
que el Estado por no tener ninguna religión pueda ser ateo; pero si
alguna duda pudiera existir sobre el particular, véamos como se des-
vanece con lo que nos enseña Reggio. “De la separación de la Iglesia
y el Estado y de la libertad de las religiones proviene que el Estado no
deba tener ninguna para sí. Hay algunos que huyen ante esta conse-
cuencia y gritan que entonces el Estado es ateo. Falso es tal concepto,
ese epíteto no es nunca aplicable á un Estado. Por cuanto que el Esta-
do no es individuo real; sino un individuo ideal: verdaderamente, es
la reunión de todos los individuos que lo componen; él pues, no tiene
una real individual voluntad é inteligencia que pueda creer en Dios;
él no puede estar triste, ni ser ateo. De ahí que, por religión de Esta-
do, no pueda entenderse más sino que es la religión que la soberana
potestad del Estado declara como verdadera y, en cierto modo privile-
giada. Pero tal soberana no tiene otra incunvencia que proveer á fin de
que los derechos de los que componen el Estado no reciban ofensa, á
este fin, y no á otro tiene ella que dirigir las leyes; cada uno de los
asociados tiene derecho al ejercicio de su religión; de ahí que la sobe-
rana potestad no tiene más que impedir que ninguno de los suyos
sufra injurias de otro en el ejercicio de su religión y castigar al culpa-
ble. Una vez que hay religión de Estado, hay necesariamente ofensa
de la igualdad de derechos de aquellos miembros suyos que profesan
otra, porque sería vano nombre si aquella no disfrutase algunas pre-
eminencias.”
Piensan algunos que debe existir la religión de Estado en los pue-
blos donde se profesa y domina tal ó cual, pero cualquiera que sean
los argumentos que se empleen para sostener esta doctrina, siempre
tropezarán con el inconveniente de que no porque en una sociedad
se ha profesado una religión determinada hasta cierto momento, se
sigue que lo mismo suceda para lo futuro; tanto importaría como el
que esa religión privilegiada se pusiese en oposición con la legisla-
ción y con el criterio del desarrollo progresivo de las instituciones
políticas, siendo el resultado final el tener que rechazar las modifica-
ciones de la ley que fueran haciéndose necesarias por estar en oposi-
ción con la religión ó faltar al deber que con ella se hubiera contraído
de ayudarla y defenderla.
Aunque, pues, reconozcamos que una de las más altas exigencias
de la ética, es la necesidad del poder religioso sobre las conciencias;
la fórmula de la idea religiosa y las reglas de fé no deben tener privi-
legio ni monopolio alguno en el Estado, siendo por lo mismo inde-
pendiente el principio ético de cualquiera institución eclesiástica.

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214 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

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Antes de ocuparnos de las Adiciones y Reformas de 25 de Septiem-


bre de 1873, creemos oportuno tratar de la potestad de la Iglesia ya
que no han faltado quienes piensen que la del Estado le debe estar
subordinada.
San Buenaventura, entre otros, en el tomo VII de “Eclesiast
Hierarch,” dice: “Que la potestad temporal está sujeta á la espiritual,
porque San Pedro dijo vos estis gens sancta regale sacerdotum: y que
siendo el reino temporal accesorio del espiritual, los sacerdotes po-
dían quitar el trono á los reyes, cuando lo exigiera la necesidad de la
república republicoe necesitas sie requirit. Otros escritores y doctores
del siglo XII, entre los que figuran Godofredo de Vandoma y Juan de
Sarisbery, llegaron á decir, que habiendo recibido los príncipes la
espada de mano de la Iglesia, podía ésta quitársela, enseñando por
otro lado ser no sólo permitido, sino también laudable matar al tira-
no. Fundan esta teoría en la alegoría de las dos espadas que se men-
cionan en las Sagradas Escrituras, y la cual fué combatida por el abad
Claudio Fleuri como perniciosa, abusiva y contraria al verdadero sen-
tido que quiso dársele. No obstante esto, se ha pretendido deducir
de ella, el origen de que la potestad temporal quede sometida á la
espiritual. Lo mismo se dijo de los dos luminares, con que se ha
querido representar al sacerdocio; igual al sol y el imperio como á la
luna con su luz y su virtud prestada. Sin embargo de lo frívolo de
estas alegorías, fueron los argumentos mejores, que desde San
Gregorio VII hasta tiempos más adelantados se han empleado para
sostener la autoridad de la Iglesia sobre la del Estado y todo esto á
pesar de los textos expresos de la Biblia y la tradición constante. Con
razón dice el indicado Fleuri: “Si alguno quiere fundarse en esas
aplicaciones de la Sagrada Escritura y sacar de ellas consecuencias, no
hay más que negárselas redondamente, y decirle que son pasajes pu-
ramente históricos; que los dos luminares son el sol y la luna y nada
más; y las dos espadas son dos espadas bien cortantes, como dice San
Pedro, y á buen seguro que nunca probará más.”
Por otra parte, se ha visto cómo todos los antiguos, entre otros el
papa San Gelasio, distinguían las dos potestades; y lo que aun tiene
más fuerza, como los obispos y los papas, se sujetaron perfectamente
en lo temporal á los reyes y emperadores, aunque éstos fueran here-
jes ó paganos; pero para qué buscar textos más autorizados, cuándo
contamos con los de las mayores lumbreras de la Iglesia. San Pedro
(I. Epist. cap. 2, v. 8, 13 y 14), hablando sin excepción con todos los

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 215

fieles de su tiempo, decía: “sujetaos al Rey como el Soberano, y á los


gobernadores como que son enviados por él ó que lo representan para
el castigo de los malos y recompensa de los buenos... Que nadie de
vosotros sufra como homicida ó como ladrón; pero si sufre como cris-
tiano, que alabe á Dios.” De aquí se infiere que San Pedro reconoció la
potestad temporal. San Pablo se explica con la misma claridad (Epist.
ad Rom. Cap.13): “No hay potestad que no venga de Dios, porque es
quién ha establecido las que se hallan sobre la tierra. Quién se resiste
á ellas se resiste á las órdenes de Dios... Si hacéis mal, temed; porque
el Príncipe no lleva en vano la espada: es ministro de Dios para ejerci-
tar su venganza contra los que obran mal; y así sujetaos á él, no sólo
por el temor, sino también por la conciencia.”
San Juan Crisóstomo y todos los intérpretes griegos y los que si-
guieron sus vestigios, dicen que los apóstoles, los evangelistas, los
profetas y toda alma en general, por elevada que fuera, estaba sujeta á
la potestad temporal.
San Bernardo, penetrado de la verdad de las palabras de San Pablo,
preguntaba á los obispos de su tiempo ¿quién nos ha eximido de esta
regla general, que comprende á toda especie de personas? Si toda
alma debe estar sujeta ¿puede la vuestra tener excepción?
Como otra prueba, á reserva de exponer la concluyente para demos-
trar que los primeros cristianos siempre reconocieron la potestad tem-
poral, mencionaremos el hecho de que San Pablo acusado por los
judíos y temeroso que el juez le hiciese alguna injusticia, se defendió
ante un procónsul, apelando al César para ser juzgado en Roma.
Tertuliano, en su apología, y en igual sentido todos los autores
que en los tres primeros siglos de la Iglesia escribieron apologías
favor de la Religión cristiana, están conformes en declarar abierta-
mente que esa Religión no traía mudanza alguna en la potestad de
los emperadores: que al contrario, colocaba la obediencia que se les
debía, en el número de los principales fundamentos de la moral,
que enseñaban á los hombres: que los cristianos la prestaban vo-
luntariamente á los Soberanos por principio de Religión y de con-
ciencia la obediencia, que sólo el temor ó el interés arrancaba á la
mayor parte de los demás hombres: que honraban al Emperador
como al segundo después de Dios, primero entre los hombres, in-
ferior á la divinidad, pero superior á todos los demás; y que en fin,
César era el César de los cristianos, mucho más que de los otros
hombres, porque los cristianos le miraban como puesto por el Dios
que adoraban.
Como no faltan quienes para defender la tésis contraria atribuyan
estos conceptos, como hijos del temor, de la adulación ó de cualquier

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216 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sentimiento servil, mencionaremos como antes dijimos el mejor de


los ejemplos tornado de la tradición. Es fuera de duda que, Jesucristo
no se contentó con declarar que su reino no era de este mundo, lo que
excluye claramente la potestad de su vicario, sino que colocó en el
número de los preceptos de la nueva ley la obediencia, diciendo á
todos sin distinción, dad al Cesar lo que es del Cesar, y á Dios lo que
es de Dios, y no sólo lo ordenó á todos los hombres, sino que tales
principios los practicó por sí mismo, compareciendo ante un juez, no
sólo secular, sino idólatra; y lejos de desconocer la potestad de Pilatos
declaró que le venía de arriba, que aunque fuese injusto, había recibi-
do del cielo la autoridad y la ejercía sobre él, una vez que por su
humanidad se había sujetado á las leyes comunes de los tribunales
de la tierra. Por último, si la potestad temporal no hubiera sido reco-
nocida por toda la cristiandad, muy lejos de verse como un signo de
ignominia el rótulo puesto en la cruz, se le consideraría como un
verdadero título indisputable.
Al igual de Cristo muchos papas, obispos y santos, reconocieron la
potestad secular, y aunque muchos también en su orgullo no han que-
rido someterse á ella de buena voluntad, se les puede decir lo que San
Bernardo escribía al Arzobispo de Sens: “Vos despreciais la potestad
secular; ¿pero quién más secular que Pilatos, ante quien compareció
nuestro Señor como ante su juez, y cuyo poder reconoció sobre su
sagrada persona como dimanando del cielo?”
En conclusión tenemos, que Jesucristo repitió muchas veces que
su reino no era de este mundo, prohibiendo absolutamente á los
apóstoles, que dominasen como los príncipes de las naciones, con
lo que se manifiesta que la Iglesia no tiene potestad sino en las
cosas espirituales. San Agustín dice: “El Redentor del género
humano no vino al mundo para quitar los reinos temporales, sino
para establecer y dar el reino eterno.” De modo que hasta los tiem-
pos de Carlo Magno, los mismos papas reconocieron por sus Sobe-
ranos en lo temporal á los Príncipes de la tierra, diciendo el gran
papa San Gelasio al Emperador Anastacio: “Duo sunt, imperator
Auguste”... El propio San Bernardo, que antes hemos citado, puso
en consideración de Eugenio III, que el espíritu de dominación
era ageno de los apóstoles: que la Iglesia Romana era madre y no
señora de las otras, y que el papa no era más que uno de tantos
obispos; pero el mal de que la Iglesia se entrometiese en los asun-
tos temporales ya no tenía remedio, al grado de que ya en 1555 en
un informe rendido á Carlos I de España, se decía: “Mal conoce á
Roma quien pretenda sanarla; enferma de muchos años, la calen-
tura está metida en los huesos, y su mal no puede sufrir ningún

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 217

remedio... No hay medios más ciertos para acabar de destruir en


pocos días la Iglesia que los que al presente se toman en la admi-
nistración eclesiástica, á la cual malos ministros han convertido
en negociación temporal y mercadería y trato prohibido por todas las
leyes divinas, humanas y naturales.”...
Finalmente, ya podemos afirmar fundándonos en los textos bí-
blicos, en los Santos y doctores de la Iglesia y en la tradición cris-
tiana, que la Iglesia católica comenzó por no tener título ninguno
para obtener el poder temporal, acabando por usurparlo y defen-
derlo del modo con que se expresa un periódico del siglo pasado.
El Mornig Chronide: “que nada era más natural que ver á los mon-
jes y frailes capitanear las cuadrillas de bandoleros con el deseo de
volver su antigua holganza”... y en otro titulado El Impacial: “Yo
no califico vuestras opiniones; pero hay un hecho cierto, temible,
inevitable, cuya fuerza teneis que reconocer, y es que el mundo
civilizado las ha abjurado ya. Llamad como querais al actual espíri-
tu de la sociedad. Llamadle impiedad, irreligión, sedición ó des-
lealtad. El nombre no importa, lo que importa es saber que la cosa
existe, y que los hombres del siglo XIX no quieren cadenas civiles
ni religiosas. No quieren reconocer en los ministros del santuario
más autoridad que la espiritual que les confirió el Divino legisla-
dor de los cristianos. Los hombres no se matarán ya para asegurar
la propiedad del cuchillo en la misma mano que ondea el incensa-
rio. Estais en minoría en el mundo culto, y ¿os atreveis á conspi-
rar? No os seduzca el número de ignorantes é ilusos que habreis
podido agavillar en ciertos instantes de delirio. La ignorancia y la
ilusión son malísimos elementos de poder. Esos ilusos que
arrastrais á la carnicería, gritan al cielo contra vosotros. La religión
os abomina, os desconoce, y si fuera posible que ella pereciese,
querría más bien perecer que ser ofendida por vuestras manos
sacrílegas que alternan con la inmolación de la víctima sagrada de
piedad, el asesinato y la violencia. Dejad de invocar la religión. Ya
no podeis engañar á nadie. La conservarán en nuestro suelo, no
vuestros furores, sino la misericordia Divina. El trono no tiene
enemigos más crueles que vosotros. Os proclamais enemigos del
desorden, y empezais á destruir todas las garantías sociales en
nombre del cielo. En fin, dejad ya de aspirar al mando. Se sabe el
uso que habeis hecho de él cuando lo obtuvisteis, y el que hareis,
si volveis á obtenerlo. Todos vuestros medios de gobernar se redu-
cen á la hipocresía, al espionaje y á la proscripción.”
Los anteriores conceptos aunque se referían á España, desgracia-
damente se les puede aplicar á nuestro antiguo clero; él también para

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218 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sostenerse en el poder ha sido el enemigo más encarnizado del Esta-


do, él dividió á las familias provocando la guerra civil, ensangrentando
nuestro suelo, él por último y con lo dicho basta, ha sido el primer
traidor á la patria.
*
**

En el art. 1° de las Adiciones y Reformas de 25 de Septiembre de


1873, se dice. El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. El
Congreso no puede dictar leyes estableciendo ó prohibiendo reli-
gión alguna. Justiniano, en el prefacio de su sexta novela explicó per-
fectamente que la potestad temporal es independiente de la
eclesiástica y el Rey Don Alonso, en la ley 1ª, título 1°, Partida 2ª,
después de prevenir que los soberanos “no son temidos de obedecer á
ninguno, fueras ende al Papa en las cosas espirituales, añade que el
Emperador ó Rey es vicario de Dios en el imperio para facer justicia en
lo temporal, bien así como lo es el Papa en lo espiritual. Con estos prin-
cipios, lo natural debiera haber sido, que el poder temporal no pudie-
se nada en lo espiritual, y tampoco que lo espiritual pudiese cosa
alguna en lo temporal. Sin embargo, ya hemos dicho que no fué así,
puesto que la Iglesia olvidó por completo las palabras de Jesucristo:
“Regnun incun non est de hoc mundo,” siendo lo común que luego
que adquirió su formible poder interviniese en los asuntos del Esta-
do, mientras este poco ó nada intervenía en los de aquella, salvo cuando
se buscaba su apoyo para la mejor realización de sus fines.
Sería largo narrar los distintos períodos de luchas entre la tiara y la
corona imperial; baste decir, que desde que la victoria se decidió en
favor de la primera, el edificio de la jerarquía recibió su clave y acaba-
miento, interviniendo el Papa en todos los asuntos, puesto que se le
veía como si fuera el centro de todo el Universo, no obstante que ya
desde el siglo XIV, los hombres doctos y verdaderos cristianos habla-
ban con indignación y en términos durísimos del estado moral de la
Iglesia.
Aunque podemos decir que entre nosotros la separación de la Igle-
sia del Estado es obra reciente, ya desde la Edad Media tal separación
se intentó; pero el pensamiento malogró, primero por prematuro y
después por falta de ideas racionales y científicas; más tarde durante
los últimos siglos de transición entre esa Edad y la del Mundo Mo-
derno, el ideal católico fué el de obtener dicha separación. Por otra
parte, ya brotaba el ideal clásico, ó sea el sistema de absorsión de
todos los poderes por uno solo, el civil y militar personificado en los
monarcas.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 219

Sea lo que fuere respecto de las ventajas ó perjuicios de que los


poderes espiritual y temporal estuviesen reunidos, lo indiscutible
es, que cuando el sentido natural se despertó y predominó sobre el
antiguo sentido místico, la obra de la separación se impuso como una
imperiosa necesidad.
Como es sabido, la unión entre el Estado y la Iglesia puede provenir
de relaciones emanadas de los sistemas teocrático, autocrático ó del
mometáneo, pasajero é insustancial de los concordatos; de cualquier
modo como se vea esa unión siempre será peligrosa para la libertad,
impidiendo ó al menos estorbando en materia de religión, que cada
cual se desarrolle con completa independencia.
El Conde de Cavour, dice: “La Iglesia libre, en el Estado libre” y
Sansonetti, comentando esa fórmula se expresa en los siguientes
términos: “En ella se contiene, no sólo el principio de la indepen-
dencia, sino además el de la armonía y esta es propiamente la verda-
dera doctrina, puesto que, no la separación, sino la distinción, debe
ser el carácter de las religiones entre el Estado y la Iglesia; bueno es
decir que el uno no debe ser segregado de tal suerte de la otra, que
falten aquellos contactos que, para su armónica convivencia son nece-
sarios; la distinción no destruye la armonía: la Iglesia debe, en sus
círculos poder hacer todo lo que el desarrollo de su ser, celebración
del culto, ejercicio de la disciplina, efectuación de todos actos de la
jurisdicción eclesiástica; el Estado no se debe mezclar en ello para
nada; una cosa tiene que hacer, dar á aquella esa protección que está
obligado á dar á otra institución social á fin de que sus derechos no
puedan ser violados por nadie. Pero en el caso de que ella se extrali-
mitase, ofendiendo las leyes del Estado, entonces es cuándo precisa-
mente por la armonía que deben estar las varias instituciones sociales,
ya con relación á ellas mismas, ya con relación al Estado, éste tiene el
deber de contenerlas en los verdaderos límites de su libertad, la cual
acaba de ser tal, cuando se convierte en motivo de inarmonía ó sea de
perturbación social, el Estado debe, á su vez guardarse de extralimi-
tarse, tanto más cuanto que sus extralimitaciones no encuentran una
resistencia pronta, inmediata, eficaz, en ninguna otra institución so-
cial, porque á ninguna otra se dá la facultad de los medios jurídicos de
la coerción física. El Estado, pues, debe contenerse por sí, dándose
buenas leyes y observándolas exactamente. Entendida así la fórmula
cavouriana, consigue hacer que entren las relaciones entre la Iglesia y
el Estado, en la esfera de un derecho sin excepciones, sin privilegios,
sin usurpaciones; de un derecho general y común, merced á la cual la
Iglesia ó las Iglesias permanecen en la sociedad civil en que se en-
cuentran, libres, autónomas e independientes del Estado en todo lo

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220 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que mira al desarrollo de su propia vida, cualquiera que sea el rito que
empleen. El Estado queda guardián de su libertad, ofrece aquella
tutela y aquella garantía que tiene el deber de prestar; contiene, cuan-
do se efectúan, las extralimitaciones; les impide hacer todo lo que
puede en algún modo ofender la paz y la moralidad pública. Es el
sistema del derecho común, en el cual vienen á reunirse tres altos
conceptos: coexistencia de las dos potestades, su armonía y coordina-
ción de la Iglesia á la ley suprema de la sociedad civil.”
Entre nosotros, estos principios de los que es el resumen la fórmu-
la cavouriana, se puede decir que han llegado á ser un hecho positivo,
pues aunque algunos miembros de la Iglesia católica, de vez en cuan-
do pretender remover el osario de las antiguas tradiciones, á fin de
que se les reconozcan sus antiguos fueros y privilegios, no hacen más
que ponerse de relieve descubriendo sus ambiciones. Por otra parte,
en la conciencia popular se ha ido despertando aunque lentamente el
sentimiento de que el catolicismo de algunos con sus formas
sistematizadas, dice un autor, “no es desemejante en sus influencias
y en su gobierno de las grandes monarquías del Valle Mesopotánico y
del Nilo: impide toda libre manifestación, como una enorme máqui-
na pneumática impide la respiración y asfixia mente y sentimiento
que no se dirija hacia él y no le obedezca; terrible hipnotizador, ador-
mece toda energía que no sea explicada en provecho suyo y á su incre-
mento... Cuán distante está de los orígenes religiosos de Jesús de
Nazareth.”
Sergi, hablando de Italia y de su Iglesia dice: “Si en Italia por ahora
el catolicismo no ha llevado hasta el extremo las consecuencias, como
en España, se debe al hecho de la lucha con el Vaticano que no quiere
ceder y llegar á una conciliación con el Estado. Esta es la última fortu-
na de Italia, debida á los propios enemigos. ¡Fenómeno singular! Por-
que por tal resistencia queda todavía algún carácter independiente,
nace además alguna débil reacción que tiene visos de independen-
cia. ¡Guay si el Vaticano cediese! Su flexibilidad sería su victoria defi-
nitiva, y la nación italiana llegaría á ser un país indiano, en el cual el
budhismo ha cristalizado todas las energías, y el budhismo católico
sería tal vez más fatal y más soporífico.”
En nuestro concepto, y á fin de que la sociedad no quede expuesta
á los abusos de un clero ambicioso é ignorante y más que todo, conci-
liando sus libertades con los intereses del Estado, pensamos siguien-
do á Sergi ser preferible su fórmula, “Culto libre en el Estado libre,
Dice así: Me parece la fórmula verdadera y práctica; no Iglesia libre,
como se ha dicho en la época de Cavour, tal expresión habría tenido
un significado limitado y vano en donde no existiese un poder absor-

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 221

bente, con la tendencia á dominar con el arma religiosa y con la de los


ejércitos... No quiero yo describir qué cosa acarrearía el dominio
teocrático en el siglo XX; bastaría decir que la teocracia es una insti-
tución de antiguas naciones, ahora muertas... Así pues, culto libre,
clero limitado á las necesidades del culto, medios pecuniarios ade-
cuados al fin, libertad absoluta en las funciones eclesiásticas; aboli-
ción de los monasterios y de los conventos, etc., etc.
Como se comprende por lo que tenemos expuesto, la independen-
cia de la Iglesia del Estado vino á librar á la Nación de condiciones
sociales primitivas, despejando el camino para nuevas y superiores
evoluciones, á efecto de que los ciudadanos puedan desenvolver sus
energías y sus actividades para conquistar el puesto que les espera
entre los pueblos civilizados. Es de esperar que día á día pierda terre-
no esos malos é insidiosos ministros de la Iglesia, que olvidando su
misión evangélica no han hecho otra cosa, que deprimir las fuerzas
por todos los medios y embrutecer nuestra vida intelectual.
Pasando á otro orden de ideas, escribe el sabio Holtzendorff: “No
hay duda que en teoría el Estado, desde el momento en que se
admite y proclama el principio de la libertad de conciencia, y se le
considera substraído á las influencias eclesiásticas y religiosas; no
hay duda, repetimos, que desde tal momento no puede
denominársele católico, ni protestante ó cristiano; pero en la prácti-
ca todo ello ha de resultar ineficaz, desde el instante en que las
personas pertenecientes á una religión determinada, ejercen una
influencia directa en la elaboración de las leyes ó en la marcha de
los negocios públicos.” En casi todas partes existe en realidad lo
que los franceses llaman en sus constituciones la religión de la ma-
yoría, ó lo que en otros términos pudiéramos llamar, confederación
de los cultos históricamente reconocidos... “Cierto es lo que nos
enseña el ilustrado escritor que citamos; pero entre nosotros preci-
samente para evitar las influencias que con tanto juicio menciona,
es por lo que en la parte final del artículo que estudiamos, se dice:
“que el Congreso no puede dictar leyes estableciendo ó prohibien-
do religión alguna. “No hay tampoco temor para la independencia
del Estado y de la Iglesia, de que el Jefe de la Nación, los gobernan-
tes ó los principales funcionarios profesen cualquiera religión, por-
que esto lo hacen con su carácter simplemente privado y fuera de
sus funciones públicas, debiéndose no olvidar que el principio de
derecho político en los tiempos actuales y su pensamiento funda-
mental, es la obligación moral de los funcionarios de emplear su
poder en el sentido del fin del Estado y en conformidad de las leyes,
teniendo su libertad religiosa y su autoridad sus límites donde se

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222 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

encuentra la obligación de cumplir con los deberes contraídos para


con el propio Estado. En lo relativo á que el Congreso no pueda dictar
leyes estableciendo ó prohibiendo religión alguna, reproducimos
como la mejor razón la dada por la Convención Francesa, es decir, la
de que “el Congreso no tiene autoridad ni poder alguno que ejercer
sobre las conciencias y las opiniones religiosas: que la majestad de la
religión y el respeto que le es debido, no permiten en modo alguno
que ésta se convierta en asunto de deliberación.”
En las enmiendas á la Constitución de los Estados Unidos, se dice:
“El Congreso no hará ley ninguna para establecer una religión ni prohi-
bir su libre ejercicio.” Como se pudiera dar el caso, como ha acontecido
en la Unión Americana, que se pretenda incluir en el culto el ejercicio
de ciertas prácticas reclamándose que están amparadas por ley consti-
tucional para que no puedan ser restringidas, diremos con Burgees:
“El libre ejercicio de la religión garantizado al individuo se circunscribe,
pues, al culto puramente espiritual, á las relaciones entre el individuo
y un sér extramundano. Desde el instante en que la religión trata de
regir las relaciones entre dos ó más individuos, queda sometida á los
poderes públicos y á la supremacía de la ley: el individuo no disfruta en
ese caso de ninguna inmunidad constitucional frente al Gobierno.”
No negará ciertamente, después de lo que tenemos expuesto, que en
el estado actual de las sociedades, el fin del hombre, como ser religio-
so, es el de desenvolver todas sus facultades; por esta causa las tenden-
cias y objeto de la libertad religiosa son las de facilitar por medio del
pensamiento, el sentimiento, y la voluntad, las relaciones del sér finito
con el Sér infinito. En tal virtud, lo que se quiere, y mucho se ha logra-
do, es que no existan conciencias invasoras de otras, porque esto es
precisamente la usurpación de las funciones propias de la razón, del
sentimiento y de la voluntad. Por la propia causa no está permitido que
ninguna Iglesia haga de su institución el centro ó el poder supremo del
orden social, motivos por los que el Estado mantiene á todas en la
misma línea, pues de otro modo se tendría que retroceder á la barbarie
primitiva, cuando el género humano estaba en su infancia, lo que no
quiere decir que el Estado por medio de la justicia y la legislación se
pueda mezclar en la naturaleza misma de la religión interviniendo en
sus movimientos ó relaciones interiores. Diremos, por último, que no
porque se reconoce la libertad religiosa, como los derechos que de ella
emanan, una y los otros son absolutos é incondicionales, siendo claro
que por sagrados que algunos sean, el poder público no puede ni debe
tolerarlos cuando minan los cimientos del edificio social construído
sobre la base inquebrantable de la ley moral, apoyada por el derecho
público y por los hábitos y costumbres establecidas.

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CAP. II.— DE LA LIBERTAD RELIGIOSA 223

No debemos dar por concluído el estudio que nos ocupa, sin que
antes hagamos una manifestación tan leal como sincera. Como es
muy posible que algunos espíritus intolerantes ó demasiado es-
crupulosos crean ó pretendan hacer creer que nuestros conceptos
antes expuestos hieran ó lastimen á tal ó cual comunión, diremos
que en el terreno de la libre discusión, nuestro único objeto para
fundar el precepto constitucional ha sido hacer patentes las venta-
jas de la libertad religiosa, lo mismo que los inconvenientes y
males que resultan de la intolerancia. No nos revelamos, pues, ni
combatimos ninguna creencia y más cuando no nos podemos subs-
traer de las que nos enseñaron en nuestra infancia al calor del
hogar, en medio de las caricias y ternuras maternales; precisamen-
te, inspirados en esos sentimientos es por lo que queremos que
todas las religiones conciliables con el orden social, vivan dentro
de la atmósfera de la libertad, reinando como soberano absoluto
el criterio individual.
No nos cansaremos, por lo tanto, de repetir, y será la única con-
testación que daremos á los que por acaso no piensen como noso-
tros: “Dios para el gobierno de las almas, para la fé y para las
creencias. La libertad para las mismas; pero dentro de los límites
marcados por las leyes y el derecho, sin olvidarse que el supremo
Gobierno es y debe ser el custodio fiel de la inviolabilidad de la
conciencia, sin descuidarse que aun aceptando los principios del
derecho natural, el Sér Supremo al conceder al hombre el privile-
gio de la libertad, fué con el fin de emancipar al espíritu para que
no fuese turbado por violencias á imposiciones en ningún tiempo
de nuestra existencia.”
Habiendo estudiado en este capítulo la libertad en el orden que
la reconoce la Constitución, sólo nos falta decir que Oudat afirma
que ella en sus distintas manifestaciones “no es más que la direc-
ción de la voluntad por la inteligencia hacia el destino trazado por el
Creador al hombre;” ó como dice Ahrens: “la facultad de disponer
racionalmente de los diversos medios de desenvolvimiento que nos
permiten llenar, en el orden general de las cosas, el fin de nuestra
existencia.” Nosotros, y para terminar nuestros ya largos apuntes,
siguiendo nuestra tesis de no reconocer una libertad natural y ab-
soluta, pensamos que, ella lo mismo que el Gobierno son una crea-
ción del Estado, siendo evidente ante la historia que la humanidad
al igual que el individuo no comienza siendo libre, sino que ad-
quieren la libertad mediante la civilización; por esta razón á me-
dida que ésta es más avanzada, mejor se armoniza la ley con aquélla,
tanto en la teoría como en la práctica.

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CAPITULO III
DE LOS DERECHOS GARANTIZADOS
POR LA CONSTITUCION

I.— DEL DERCHO DE PETICION

Artículo 8°— Es inviolable el derecho de


petición ejercido por escrito de una mane-
ra pacífica y respetuosa; pero en materias
políticas sólo pueden ejercerlo los ciuda-
danos de la República. A toda petición debe
recaer un acuerdo escrito de la autoridad
á quien se haya dirigido, y ésta tiene obli-
gación de hacer conocer el resultado al pe-
ticionario.

Antes de ocuparnos de cada uno de los derechos á que se refiere la


ley fundamental, y muy especialmente del artículo antes citado, dire-
mos en tésis general que, según la etimología de la palabra derecho,
se deriva de dirigere, siendo ésta un compuesto de regere, la que á su
vez tiene la misma raíz que regla–rector, rey, es decir, lo que tiene
dirección ó lo que lleva á un fin. Cualquiera que sea la etimología á
que nos referimos, y que únicamente hemos mencionado por mera
ilustración, lo que por lo pronto nos importa saber es, que según las
frases muy acertadas de Cousin: “El derecho es correlativo del de-
ber; son aquél y éste dos aspectos de una misma idea.” De modo que
ya sea lo uno ó lo otro, ambos significan una facultad que corresponde
al hombre, como ser inteligente, libre, moral y social de cumplir por
sí mismo su destino.
Al final del capítulo anterior, hemos dicho que la libertad no es
absoluta é incondicional, diciendo aquí lo mismo respecto de los de-
rechos. Desde el momento pues, que el individuo es un ser relativo
contingente y finito, no puede reclamar ni la libertad, ni los derechos
absolutos cuyo ejercicio exclusivamente corresponden al sér infinito
supuesto que lo absoluto sólo pertenece á lo absoluto.

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226 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Hemos dejado expuesto también que, la libertad es una creación


del Estado, de lo que resulta que á medida que más se eleva en civili-
zación, mejor se extienda el dominio de los derechos individuales, lo
que importa que no se posean otros que los que la Constitución otor-
ga, siendo natural que no se encuentre su fuente, sino dentro del
Estado. Como no faltan muchos partidarios de derecho natural que
nos tachen de que nos revelamos contra su teoría, de que la fuente de
ese derecho es Dios, les diremos que, ese error fué precisamente el
que tan fatal fué para la Revolución Francesa. Además, la teoría indi-
cada tiene el inconveniente de que se deja á la voluntad individual
interpretar la voluntad de Dios, lo que es inadmisible, desde el ins-
tante, pues, y esto no habrá quién lo niegue meditando atentamente
sobre la positiva y verdadera realidad, que el Estado es el único que
puede definir los elementos de los derechos individuales, limitar su
esfera y garantizar su goce; cualquiera otra doctrina únicamente será
un deseo, una ilusión irrealizable. Insistimos, por lo tanto, en que el
Estado, como soberano, es el que cría los derechos en cuestión, va-
riando los órganos que garantizan su goce según el grado de civiliza-
ción. En resumen, ante el Estado, el hombre no tiene otros derechos
que los que el primero organiza, lo que hace, en tal virtud, como lo
tenemos dicho en otro lugar, que el Gobierno sea quien los defienda
y garantice dentro de la Constitución estando siempre y tras ésta el
Estado.
En cuanto al artículo constitucional, así como es indiscutible el
derecho que asiste al hombre para hablar, discutir, deliberar y escri-
bir libremente, en igual sentido, la Ley Fundamental le reconoce de
repetición el que tiene que ser más perfecto en los pueblos cuya for-
ma de gobierno sea la representativa popular y en donde en conse-
cuencia los Poderes públicos ejercen sus funciones, por delegación.
En estas condiciones mejor que en otras, pero siempre en cualquiera
sociedad organizada jurídicamente, existen relaciones entre los in-
dividuos y los distintos funcionarios encargados de la administra-
ción, ya reclamando de éstos el reconocimiento de justos y legítimos
derechos, el amparo y protección de los que se sientan perturbados ó
amenazados para que la atención oficial se fije y remedie las necesi-
dades indicadas por la opinión pública, á efecto de garantizar los inte-
reses comunes ó ya en fin para mantener el estado de derecho, sin
necesidad del empleo de medios violentos, resultado infalible preci-
samente de no escucharse las peticiones y súplicas de los ciudadanos
ó por no darles contestación. A medida, pues, que los organismos de
la sociedad se fundan en principios más liberales y las autoridades
emanan más directamente de la voluntad popular, el derecho de pe-

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PETICION 227

tición será mejor cumplido y en igual sentido, atendidas las solicitu-


des; siendo más pacíficas á medida que se tenga más seguridad de
que los negocios serán resueltos dentro de los límites de una estricta
justicia.
En otro sentido, es un hecho indiscutible que debiendo los ciuda-
danos obedecer ciegamente á la ley, porque de otro modo no se man-
tendría el orden jurídico, de idéntica manera las peticiones que se
dirijan á las autoridades para que sean debidamente atendidas, igual-
mente deben ser dirigidas pacífica y respetuosamente, sin degenerar
en injurias, ultrajes ó amenazas, las que necesariamente desvirtua-
rían su carácter de legitimidad, convirtiéndose en actos de coacción,
principalmente cuando los gobiernos son débiles ó las autoridades
no tienen la fuerza suficiente para hacer que se les respeten.
Puede suceder que los mismos gobernantes, una agrupación políti-
ca ó una clase absorbente se interesen en que á las solicitudes no se
les den curso, por más que se apoyen en un derecho inviolable ó
siendo su contenido legítimo. Es claro que en estos casos, mientras
exista un poder judicial, esos males serán corregidos. ¿Pero qué hacer
cuando todo el organismo político está viciado, haciéndose insopor-
table é insufrible, no atendiéndose al sentimiento del derecho por
estar las funciones en contradicción con el contenido de las leyes? Es
evidente que en estas condiciones no cabe más recurso contra la
injusticia que el imponer el derecho de defensa, por mucho que para
ello se empleen los peculiares medios de violencia: funestos si se
quiere, pero necesarios y disculpables si se piensa que su fin es el de
restablecer el orden y la paz social; del mismo modo como hace en la
vida común cuando se vulneran nuestras garantías, sin que importe,
una vez que los resultados son los mismos, que el que los viole ó
detente sea un individuo, ó uno ó muchos constituídos en autoridad.
En tal virtud, si el derecho de petición se hace imposible ejercitarlo
por no haber manera de persuadir al poder público á acogerse á las
nuevas situaciones sociales, por negarse á aceptar las exigencias de la
vida, por apoyarse en leyes que no tienen ya razón de ser por haber
caído en desuso, ó en fin, por ser defectuosas, ya entonces el empleo
de la fuerza se justifica, por más que esto importe el sacrificio del
orden público en aras del derecho.
Esto es lo que en la actualidad pasa en Rusia por no haberse oído las
primeras peticiones.
Ya en otro lugar hemos dicho que no aconsejamos estas medidas,
sino en los casos extremos y angustiosos en que el derecho mismo
reclama el que tenga su realización, cuando humanamente se puede
decir que no se puede vivir.

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228 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

De igual manera, así como el poder público puede ocasionar con su


indiferencia que las peticiones se conviertan en actos de violencia
que conmuevan y agiten el orden social, también puede suceder que
el mismo poder público sea víctima, de una multitud, de una agrupa-
ción ó de un cuerpo social, al imponer su voluntad por medio de
peticiones cuyos resultados han traído consigo esos grandes excesos
confirmados en la historia de la Revolución Francesa por las exagera-
das exigencias tenidas en la Cámara Legislativa.
La Constitución, á efecto de evitar estos abusos, prescribe que el
derecho de petición se ejerza por escrito y de una manera pacífica y
respetuosa, para que así no se lastime el decoro de las autoridades, ni
éstas tengan el pretexto de desatenderlas, debiendo revestir las soli-
citudes, como los acuerdos que les recaigan, la publicidad necesaria y
la fiscalización ulterior para el caso de que los mandatarios de la ad-
ministración pública ó cualquiera de los servidores del Estado no
cumplan estrictamente con los deberes de su encargo.
La Constitución pone una limitación al derecho de que hablamos,
para que no lo ejerzan en materias políticas más que los ciudadanos
de la República. Como esta prohibición, en nuestro concepto, encie-
rra alguna vaguedad, tal cosa nos obliga entrar en algunas considera-
ciones. No encontramos, por lo tanto, dificultad en que las peticiones
que tienen inmediata y directa relación con los derechos políticos les
correspondan hacerlas exclusivamente a los ciudadanos, únicos inte-
resados en todo aquello que atañe á la formación y marcha del Estado,
no pudiendo reclamarlos otras personas, sino mediante ciertas con-
diciones.
Antes de pasar adelante, se hace indispensable recordar que existe
una marcada diferencia entre la libertad individual jurídico-privada y
la libertad política; siendo fuera de duda que por la primera las fun-
ciones del hombre radican en su propia naturaleza por el hecho de
serlo, siendo entonces negatoria la acción de la ley; mientras que por
la segunda se hace sentir la influencia real y directa del ciudadano
como tal, en todo lo que incumbe al Estado. Los derechos políticos,
pues, á que se refiere la ley fundamental, dependen de la cualidad de
ciudadano, fundándose en las relaciones entre el individuo y la colec-
tividad, no teniendo su origen, como los privados, en la simple condi-
ción humana.
Como la limitación de las peticiones en materias políticas para los
que no son ciudadanos de la República no deja de prestarse á algunas
dudas, nos parece oportuno desvanecerlas, ya que muchos de los actos
de la vida social del hombre, por el hecho de serlo y sin ser ciudadano,
con frecuencia se rozan con la política y aun son el fin ú objeto de ésta.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PETICION 229

En efecto, siendo la política, en la principal de sus acepciones, la


ciencia del Estado, necesariamente tiene que tener aplicaciones dis-
tintas con los diversos nombres de teoría general del Estado, dere-
cho político, internacional, economía política, hacienda pública, ciencia
de la policía, ética del Estado, historia política y estadística del mis-
mo: por todo esto, se viene en conocimiento que la política en gene-
ral, en sus múltiples relaciones persigue distintos fines, los que á su
vez se ligan con el individuo al que se le tiene que favorecer en sus
intereses lícitos, independientemente de su calidad de ciudadano,
ya que por sí sólo es impotente para satisfacerlos plenamente.
No se debe entender, por lo mismo, la prohibición constitucional,
en lo referente á las peticiones, más que á lo que directa é inmedia-
tamente tenga relación con los organismos del Estado, ampliar la
restricción á todas las materias políticas en el sentido estricto de su
significación, tanto importaría como aceptar el absurdo de que en
nombre de los derechos individuales, cuyo reconocimiento es un
signo de cultura y uno de los fines de la política que persigue el
Estado, nada se podría pedir por faltar la condición de la ciudadanía,
perjudicándose con esa limitación el interés de todos, una vez que
la opresión de la libre personalidad acarrea la ruina de la colectivi-
dad política.
Pasando á otro orden de ideas diremos, que aunque el derecho de
petición esta comprendido en la ley fundamental entre el número de
las garantías individuales, su alcance llega á todas las asociaciones
reconocidas por la ley, siempre que de alguna manera estén organiza-
das, lo mismo que en aquellas más perfectas en que el hombre tiene
participación para fundarlas, conservarlas y desarrollarlas, por lo que
hay que reconocer la legitimidad de las peticiones hechas en nombre
y representación de esas agrupaciones, supuesto que gozan de los
derechos de la personalidad, pues, aunque su origen no descansa
precisamente en el individuo, sino en el conjunto de sus miembros,
su fin siempre es el hombre, el cual es el objeto del derecho.
Así, encontramos claro el derecho que nos ocupa para pedir el esta-
blecimiento y organización en el país de instituciones religiosas, siem-
pre que no se opongan al derecho público, para lo relativo á la
administración y conservación de los templos de propiedad nacional
mientras estén destinados á su instituto y para que no se les impida
á los sacerdotes recibir limosnas ó donativos en el interior de ellos,
etc., etc. Los ayuntamientos también como personas morales ejerci-
tan el derecho de petición, lo mismo que los Estados ante los Poderes
de la Unión en virtud de sus relaciones confederadas, y hasta la Na-
ción cuando somete sus asuntos á los tribunales de árbitros interna-

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230 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cionales. A estas personalidades siguen otras de un orden inferior


fundadas para fines especiales y temporales de utilidad pública ó par-
ticular, dejándoles las leyes expedito el derecho de petición, como
una garantía inviolable.
En el ejército, no obstante estar organizado como cuerpo, no suce-
de lo mismo, importando por el contrario toda petición que se haga
en nombre colectivo, la consumación de un verdadero delito. Se ex-
plica que así sea, si un poco se piensa, que en estos organismos ó
asociaciones, el individuo no goza de otra libertad que la que es com-
patible con sus obligaciones militares, pudiéndose afirmar que su
misma vida no le pertenece por estar sujeta á todas horas y en cada
momento á la subordinación, impidiéndole en muchos casos que sus
actos no se amolden á su voluntad, sino á la del público.
Puede, sin embargo el militar ejercer el derecho de petición, per-
siguiendo fines completamente particulares, sin relación ninguna
con el servicio y sin que pueda relajar de algún modo la disciplina,
pero nunca por sí y al mismo tiempo en nombre ó representación de
algunos ó del cuerpo á que pertenece, porque esto rebajaría el espí-
ritu de subordinación, que es una de las principales fuerzas para
que el ejército llene su objeto, razón por la que, se dice, que bajo el
régimen militar el individuo está obligado á todo lo que exija el
servicio público por lo que se le mira como la propiedad más apre-
ciada por el Estado.
En los Códigos militares, tratándose de los deberes comunes á los
que están obligados á prestar sus servicios en el Ejército, se prohíbe
entre otras cosas, “elevar ó hacer llegar á los superiores por escrito ó
de palabra, recursos, peticiones, quejas ó reclamaciones sobre asun-
tos relativos al servicio, ó á la posicion militar ó de interés personal de
los recurrentes, castigándose á los peticionarios si lo hicieron fun-
dándose en datos ó aseveraciones falsas, en voz de cuerpo, ya sea uno
en representación de otros ó dos ó más reunidos y de igual manera
salvo con la misma intensidad de la pena, si las solicitudes se hacen
por otros conductos que no son los prescriptos por las Ordenanzas
respectivas. También se castiga á los superiores cuando conociendo
la falsedad de los fundamentos en que se apoya una queja ó petición,
oculta la verdad al darles curso.”
Se explica el rigor de la ley para este género de peticiones, si se
discurre, que lo que caracteriza al Ejército es la unidad en el mando y el
cumplimiento exacto de la disciplina, sin la cual no hay subordinación
posible; careciendo entonces el Estado de ese grado de potencia que
solo puede obtener con sus fuerzas hábilmente empleadas, para que
sean la más firme garantía de la paz. No se puede objetar por lo tanto,

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PETICION 231

que no hay razón para que las peticiones, que en la vida privada consti-
tuyen un derecho, en los militares se convierta en una obligación para
no hacerlas, sino mediante ciertos requisitos. Es claro que en el primer
caso el individuo obra libremente, procurando por sus intereses, mien-
tras que en el segundo está sujeto voluntariamente á las exigencias de
la institución á que pertenece, teniendo que sacrificar sus intereses
personales en aras de los del público á quien presta sus servicios.
Decíamos antes que, la Constitución previene, que las peticiones
tengan lugar por escrito, esta al parecer exigencia, tiene su razón de
ser y es la de conocerse mejor y con más exactitud lo que se solicita,
facilitando el acuerdo que les recaiga, sin quedar expuestas á una
mala inteligencia ó á una negativa infundada; motivos por los que las
respuestas tienen también que ser en esa forma.
En los asuntos judiciales, cuyo formulismo es muy rígido, no sola-
mente se exige la mayoría de casos la forma escrita, sino que se está
obligado á seguir las normas del procedimiento principalmente en
los asuntos civiles, dando muchas veces por resultado que por esas
formas y por no cumplirse se sacrifique la cuestión de fondo. Como es
de suponer, en estos casos las autoridades no están obligadas á cuidar
los intereses privados de las partes y más cuanto que su objeto en los
asuntos en que intervienen, es el de buscar la verdad formal, según
los elementos probatorios propuestos; no sucede lo mismo en los
negocios de orden penal, en que el fin es encontrar la verdad subs-
tancial, para lo cual, los interesados sólo coadyuvan con las autorida-
des, teniendo estas toda la iniciativa, exceptuando contadísimos casos
como en aquellos en que es necesaria la querella para incoar el proce-
dimiento. Las peticiones, por lo tanto, en materia criminal, aunque
necesariamente tienen que obedecer á las leyes del procedimiento,
su principal objeto es el indicado, estando autorizado solicitar todo
género de prueba que sea capaz de mostrar la verdad que se busca por
todos los medios apropiados á ese fin.
La fórmula más clara, que reúne todos las condiciones para que las
peticiones llenen su objeto, es la de los versos latinos, que la tradi-
ción ha venido conservando de una manera invariable: “Quis, quid,
coran quo, quo jure petatur et á quo, ordi confectus quique libelun
habet.” Ó en otros términos: Quien pide, ante quien, y por qué ra-
zón.” Lo que hecho así, dá por resultado que, en cualquiera solicitud
se fije con claridad, presición, exactitud y buena fé lo que se pretende,
lo mismo que los fundamentos que para ello se tienen, facilitando al
mismo tiempo la resolución que en justicia proceda, la que como
antes tenemos dicho, tiene que ser también escrita y comunicada al
recurrente á efecto de que las promociones no se hagan ilusorias.

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232 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Establecida la forma y modo como deben tener lugar las peticiones


ó las solicitudes, como los acuerdos que les recaigan, las leyes secun-
darias en cada ramo de la Administración pública, especialmente en
los asuntos judiciales, prescriben los términos en que una cosa y la
otra deben tener lugar. No acontece lo mismo en muchos de los ne-
gocios administrativos, ni sería posible porque la variedad de casos
que se tienen que estudiar y las medidas que hay que emplear antes
de dictar una resolución, exigen un tiempo que no se puede sujetar á
una regla fija é invariable, supuesto que, los propios asuntos cuya
resolución se pide, tienen que obedecer á las fluctuaciones necesa-
rias y á períodos de tiempo exigidos por su propia naturaleza. En estos
casos la mejor garantía de los peticionarios es la honorabilidad, bue-
na fé y sobre todo, el convencimiento para los funcionarios de que
están al servicio del Estado y por lo mismo instituidos para el bien de
los ciudadanos, cuyos asuntos no pueden dormir indefinidamente
en el polvo de los archivos esperando una resolución, que aunque
perjudicial en muchas ocasiones, es mejor que el olvido. Para evitar
estos males, nunca debe desconocerse que los actos jurídicamente
necesarios para el individuo lo son para el Estado, debiendo ser las
peticiones atendidas y más tratándose de asuntos políticos, á medida
que son más generalizados é independientes, por expresarse con ellos
los sentimientos y los deseos de la voluntad general, con lo que se
lograra que la sociedad quede satisfecha y los deberes de los gober-
nantes mejor cumplidos.

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II.—DEL DERECHO DE ASOCIACION

Art. 9°— A nadie se le puede coartar el


derecho de asociarse ó de reunirse pacífi-
camente con cualquier objeto lícito; pero
solamente los ciudadanos de la República
pueden hacerlo para tomar parte en los
asuntos políticos del país. Ninguna reunión
armada tiene derecho de deliberar.

A medida que está en los individuos más desenvuelto el senti-


miento de su libertad, el de asociación á la vez adquiere el mayor
grado de perfeccionamiento; por el contrario donde la asociación su-
fre sus limitaciones ó se la restringe, se puede observar que los hom-
bres se encuentran desprovistos de actividades y energías, estando
únicamente atenidos á sus esfuerzos personales sin alcanzar las ven-
tajas que proporcionan la unión de las fuerzas productoras en reli-
gión, ciencias y artes, industria y comercio, legislación y política,
enseñanza y beneficencia.
No creemos necesario detenernos á demostrar que el hombre está
destinado para vivir en sociedad; su propio organismo así se lo impo-
ne, como lo demuestra el hecho de que sus tendencias, sus aspiracio-
nes y sus mismas necesidades á ello lo obliguen. En tal virtud, no nos
ocuparemos de las asociaciones necesarias, sino de aquellas cuya for-
mación es debida á la actividad privada por voluntad de los asociados,
ó mejor dicho, de aquellas que son del resorte y especial atención de
la libertad civil.
Antes de pasar adelante, nos parece conveniente, á fin de evitar
confusiones, establecer las diferencias que existen entre la asocia-
ción y la reunión. Rossi escribe: “La asociación implica una doble
idea: la de un fin determinado, conocido, que se quiere conseguir; y
la de una organización de las personas asociadas, hecha para conse-
guir dicho fin. “A lo que agrega Sansonetti: “Es una agregación que

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234 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tiene un fin determinado y una organización propia.” Como se com-


prende, la reunión carece de esas condiciones, debiendo su forma-
ción á causas momentáneas, de duración indeterminada. No sin razón
se ha dicho en la Cámara francesa: “que reunirse es querer iluminar-
se y pensar juntos, y asociarse es querer constituírse, contarse y obrar.”
Establecida la anterior distinción, ya podemos decir que, siendo el
principio asociativo un elemento de protección mútua y de eficaz acti-
vidad, dirigida á fines lícitos, para conseguir la transformación de los
medios económicos y sociales, que tan poderosa influencia ejercen en
las condiciones políticas de los pueblos, la Constitución lo deja que se
desarrolle en toda su plenitud, evitando hasta donde es posible que el
Estado sea el árbitro del progreso por absorber los ramos de la vida
social, la cual acabaría por desaparecer paulatinamente si interviniese
en aquello que á la asociación pueda importar. Debe por lo mismo el
Estado, dejar á la actividad privada, por vía de asociación, toda la liber-
tad racional á efecto de que sus fuerzas se desenvuelvan, no intervi-
niendo con su apoyo sino cuando aquellas sean débiles e impotentes
para obrar por sí solas, no descuidándose que tan pronto como esas
fuerzas tengan su vigor, las oficiales tienen que cesar necesariamente.
Decimos lo arriba expuesto, porque se ha afirmado que el Estado
está en mejores condiciones para atender á la prosperidad social,
subrogándose por tal motivo las facultades de la actividad privada.
Discurrimos que la idea no es verdadera en lo absoluto, pues si acep-
tamos que en algunos casos esas condiciones son muy superiores á
las de los individuos, no hay que olvidar que cuando por la competen-
cia estos las igualan y aun superan, aquel ya no debe perseverar en
dicha subrogación, ya sin razón y sin motivo. Otros piensan que para
mayor garantía de las asociaciones, el Estado debe reglarlas, ordenar-
las ó disciplinarlas; por nuestra parte, opinamos que tal cosa no sería
más que la centralización de todos los elementos de vida de un pue-
blo, el que sería conducido á la decadencia, y de ésta á la ruina no hay
más que un paso, supuesto que entonces la acción permanente del
Estado y su intervención continua acabaría por destruir en los ciuda-
danos los sentimientos de iniciativa y responsabilidad, que desgra-
ciadamente en grado tan bajo tenemos, y por lo que reclamamos tan
á menudo la protección del Gobierno, como consecuencia del estado
especial de nuestro espíritu, el que tan fatalmente caracteriza á nues-
tra raza; forzando al Estado para que intervenga en todo y siempre en
el mismo sentido, de restringir la iniciativa y la libertad de los ciuda-
danos, aunque sea con leyes para todo y con reglamentos complica-
dos, en los cuales no pocas veces se sigue la teoría de no hacer el bien
por el temor á los abusos posibles.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 235

Por lo visto la coacción reglamentaria y administrativa, la complica-


ción de los procedimientos y la rutina en la formación y sostenimien-
to de las asociaciones, no hacen otra cosa que reducir á su grado
mínimo su progreso, multiplicando en otro sentido las órdenes, las
prohibiciones y hasta los impuestos.
Cualesquiera pues, que sean los argumentos que se empleen para
afirmar que el Estado para muchas asociaciones tiene mejores ele-
mentos para su fomento, que aquellos con que cuentan los particula-
res, siempre queda en pie, que su misión única, es la de dar el ejemplo,
la de suplir defectos, entre tanto que la actividad individual ejerce
sus facultades subrogadas por el Estado.
La experiencia acredita por lo demás que, mientras más libres son las
asociaciones al igual de lo que hemos dicho respecto del trabajo, tanto
más prosperan y mejoran por estar colocadas frente á frente de otras
que persiguen los mismos ó análogos fines, siendo natural que se pro-
duzca un choque no sólo de ideas y pensamientos, sino de productos
de todo género, pudiendo la colectividad escoger lo que esté en más
armonía con sus intereses ó más satisfaga á sus conveniencias, sur-
giendo además, esas innovaciones y reformas inmateriales para el me-
joramiento intelectual y moral del individuo ó bajo el aspecto material
cuando la producción como la palabra lo dice, obtiene una ventaja ó un
beneficio como resultado de los esfuerzos empleados.
En tal concepto, formándose las asociaciones de que nos ocupamos
por la voluntad de los ciudadanos, la consecuencia inmediata es la de
que se las deje en libertad, no debiéndose limitar sus funciones más
que cuando los fines sean ilícitos, ó mejor dicho, cuando las faculta-
des humanas que se desplieguen estén en contradicción con los de-
rechos de la comunidad. Entre las asociaciones de más importancia,
mencionaremos las que persiguen fines políticos, religiosos, científi-
cos, artísticos y económicos, conformándonos con dar aunque sea
una idea de ellas, una vez que la materia es de por sí tan complicada,
como larga para tratarla.
Las asociaciones políticas, por regla general, tienen por objeto esta-
blecer ciertas relaciones entre la acción del Estado y las condiciones
sociales, las cuales por su propia naturaleza están sometidas á cam-
bios más ó menos lentos, ó completamente rápidos, haciendo que el
desenvolvimiento moral influya en los distintos modos de gobernar;
calculándose el fin de la asociación, y sobre todo, la cultura de sus
miembros por el vigor y energía del espíritu público al cumplir con el
deber de satisfacer los intereses generales. Estas asociaciones, lejos
de ser perjudiciales, aprovechan á los encargados de la administra-
ción pública, tanto más, cuanto que creemos haberlo dicho, que to-

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236 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

dos los hechos que se producen y realizan en la vida humana tienen


que ser objeto de la política, más benéfica á medida que el pueblo la
hace más culta. No hay que olvidar, pues, que la política como ciencia
del Estado, en sus relaciones con sus fines y con la vida social, hace
que el derecho privado lo mismo que el positivo estén sujetos á sus
reglas, sufriendo la legislación sus modificaciones y reformas según
se quieren satisfacer las necesidades ú obviar los inconvenientes, sin
perderse de vista, que, para toda abrogación de la ley se deben tener
presentes las circunstancias de lugar y tiempo y los fines morales y
jurídicos, que preceden á su formación, armonizados con las reglas
existentes del derecho positivo. Lo expuesto, como se comprende,
tiene aplicación para las asociaciones legislativas, no debiéndose des-
cuidar tampoco por la política criminal, el mantenimiento oportuno
de la ley penal, su modificación ó reforma, ya que los efectos ventajo-
sos ó perjudiciales marcan el grado de la civilización de un pueblo.
Existen algunas asociaciones, por desgracia las más comunes, que,
toman el nombre de políticas cuando en todo rigor no las rige otra
cosa que el espíritu de partido, por lo que únicamente reconocen de
suma importancia lo que les toca más de cerca, reduciéndose su obje-
to á censuras y críticas para sus adversarios, ó á promesas para realizar
mejoras con las cuales se encubren sus bastardos intereses, siendo
el resultado final, que en todo esto, poco ó nada ganen los verdaderos
del orden social.
Stirner, hablando de los partidos dice: Hay en el Estado partidos.
“¡Mi partido! ¡Quién querría no tener partido!” Pero el individuo es
único, y no es miembro de un partido. Libremente se une, y des-
pués se separa libremente. Un partido no es otra cosa que un Estado
dentro del Estado, y la “paz” debe reinar en ese pequeño enjambre
de abejas como en el grande.” “Tan luego se ha constituído el parti-
do y en cuanto el partido es una sociedad nacida, una alianza muerta,
una idea convertida en idea fija... En suma, el partido es contradicto-
rio á la imparcialidad y esta última es una manifestación del egoís-
mo. ¿Qué me importa por otro lado, el partido? Yo encontraré siempre
bastantes compañeros que se reúnan á mí, sin prestar juramento á
mi bandera... Los miembros de todo partido que atienden á su exis-
tencia y á su conservación, tienen tanta menos libertad ó más exac-
tamente, tanta menos personalidad, y carecen tanto más de egoísmo,
cuanto más completamente se someten á todas las exigencias de ese
partido. La independencia del partido implica la dependencia de
sus miembros... Así, pues, un egoísta ¿no podrá nunca abrazar un
partido, no podrá nunca tener partido? ¡Pues sí; lo puede perfecta-
mente, con tal que no se deje coger y encadenar por el partido! El

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 237

partido no es nunca para él más que una partida; él es de la partida,


toma parte en ella.”
Stuart Mill, dice: “Está reconocido en política, que un partido de
orden ó de estabilidad y un partido de progreso ó de reforma son los
dos elementos necesarios de un estado político floresciente, hasta
que el uno ó el otro hayan de tal manera extendido su poder intelec-
tual que pueda ser á la vez un partido de orden y de progreso, cono-
ciendo y distinguiendo lo que se debe conservar y lo que se debe
destruir. Cada una de estas maneras de pensar saca su utilidad de los
defectos de las otras; pero es principalmente su oposición mútua la
que los mantiene en los límites de la sana razón.”
Tenemos en suma, que las asociaciones políticas teniendo las con-
diciones y persiguiendo los fines que señala Stuart Mill, quedan ga-
rantizadas por la ley constitucional, es decir, mientras viven en paz
dentro del Estado, sin atentar contra éste, perturbando ó disolviendo
el orden social, pues en tal caso sus libertades deben ser restringidas
como todas aquellas de que se hace un mal uso.
En diversas épocas, acaloradas discusiones se han sostenido para
fundar el pretendido derecho de las asociaciones religiosas, como en
sentido contrario las suscitadas para demostrar el que asiste al Esta-
do para no permitirlas. Los más decididos campeones de la religión
católica, una vez perdidos los privilegios de que antes gozaban, se
han trocado en los más irreconciliables enemigos de los que no están
con ellos; otros, inspirándose en una política radical, con sus peculia-
res medios extremos, no reconocen á las asociaciones de que habla-
mos ningún derecho para su formación, opinando los moderados en
el sentido de que no estando los partidos en aquel período de crisis
agudo que caracterizó el pasado, no es tiempo ya de mantener una
situación, que si al principio requirió el empleo de remedios violen-
tos para un organismo enfermo, hoy resultan inconvenientes para
uno sano.
Por nuestra parte, juzgando con toda imparcialidad y sin que lleve-
mos nuestras ideas á las últimas consecuencias, afirmamos, dígase lo
que se quiera, opuesto á nuestro modo de discurrir: que la experien-
cia acredita que en los tiempos modernos, lo mismo que en los anti-
guos, todo favor á las asociaciones religiosas prepara una oposición
política para el porvenir, y nos fundamos para hacer tal afirmación, en
que sus miembros no pueden obedecer á las leyes ni vivir en paz en el
Estado, sin faltar á sus estatutos; los que, por otra parte, hace que
nadie pueda renunciar al predominio de sus particulares intereses,
los cuales, además, sabido es que no se concretan á reforzar el espí-
ritu nacional, sino por el contrario, á deprimirlo no asegurando por

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238 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

lo mismo, la libertad individual. Además, es sabido que dichas aso-


ciaciones bajo la capa de religión y con el pretexto de que se han
hollado, según dicen, sus legítimos fueros, sólo aguardan una oca-
sión, que por fortuna cada día se aleja, para levantar una nueva cru-
zada contra las instituciones libres. El Estado, en tal virtud, no puede
permitir esas asociaciones, que por su propio organismo chocan con-
tra los intereses sociales y las leyes establecidas, sí permitiéndose
aquellas cuyo instituto no encierra ningún apetito de dominación
sobre las demás ni importan alguna violación de los derechos del
hombre. Es decir, son permitidas las que mejor den el ejemplo en el
terreno de la libre discusión, ya que como dice el historiador Ranke:
“Es un hecho que el protestantismo por sus ataques contra la Igle-
sia romana ha provocado en el seno de ésta una reforma que le ha
infundido una nueva vida.”
El escritor M. Rodolfo Meyer, hablando de Alemania, confiesa que
no le ha sido posible formar una lista exacta de las asociaciones crea-
das bajo la influencia de la Iglesia católica y después de enumerar
muchísimas y sin contar los conventos, afirma que éstos son el tipo
ideal de aquéllas. Nosotros tampoco podríamos con exactitud decir el
número de estas agrupaciones, concretándonos á afirmar que tienen
su existencia y gozan de completa libertad, mientras se mantengan
dentro de la Constitución, respetando los derechos ajenos.
Las asociaciones científicas y artísticas, por el hecho de que sus
estatutos están impregnados de la idea de humanidad, no presen-
tan para su organización las dificultades que las anteriores; pero
como no está en lo imposible que se hallasen en alguna ocasión en
conflicto con los intereses intelectuales del país no se debe olvidar
que la misión de cultura de que está encargado el Estado, exige á
estas asociaciones el que no impongan á sus miembros las cláusulas
humillantes de instituciones caducas, protegiéndolas á la vez con-
tra las influencias esencialmente variables de los intereses admi-
nistrativos.
Por lo que importa á las asociaciones de enseñanza y de educación,
diremos que existe casi en todas partes una lucha entre las ideas
cívicas y las pretensiones de los cultos históricamente reconocidos,
por lo que se debe tener siempre presente, que la civilización impone
la necesidad de conciliar el derecho de libre enseñanza, sobre todo el
de la religiosa, que no se le puede negar á ninguna Iglesia, con el
paterno ó de familia y el del Estado, á fin de que los que reciben esas
enseñanzas, desarrollen su personalidad en el sentido humano sin
quedar sujetos á la esclavitud de la intolerancia religiosa ó á otras
influencias, pues como hemos dicho y volvemos á repetir, que como

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 239

las opiniones sobre la organización de las escuelas son muy diver-


gentes, y además las asociaciones que á algunas de ellas sostienen,
cuentan con éstas para preparar una posición en la marcha de los
negocios, es por lo que, es indispensable que el Estado tome sus
precauciones para determinar cuál es el papel que ha de desempeñar,
para que sin violentar ningún derecho, tampoco consienta que se le
perturbe en el suyo.
Se ha reprochado á los pueblos regidos por las instituciones repu-
blicanas, y muy singularmente á la democracia, su indiferencia por
las bellas artes, y en consecuencia por la falta de fomento á las aso-
ciaciones de este género, pensándose por algunos, que las monar-
quías y la Iglesia, son más á propósito para que aquellas se desarrollen
y brillen con toda su majestad, en el trono y en el altar. Nada tan
contrario á la verdad, puesto que también los pueblos regidos por
instituciones libres, se preocupan é imparten decidida protección
al arte, cual lo requiere el patriotismo, el sentimiento del honor y el
de la unidad nacional. Véase si no, el culto que se rinde á los gran-
des hechos históricos, levantándose estátuas y monumentos lo
mismo que á los hombres ilustres, entregándolos al homenaje y
contemplación de las generaciones venideras; contémplense los
suntuosos edificios donde en la actualidad se administra justicia y
los grandiosos de la representación popular de las naciones, cuyo
marco más digno es la hermosura arquitectural de los salones de
sesiones, los museos, las galerías artísticas, las bibliotecas, etc., etc.;
y se tendrá que convenir que los pueblos republicanos, sin satisfa-
cer las necesidades artísticas por intermedio de asociaciones lucra-
tivas, sí las fomentan con solo dejarlas que vivan á la sombra de la
más amplia libertad. Nuestros gobiernos, pasados los períodos de
lucha y de combate no descuidan tan importante asunto, sobre todo,
hoy que estamos en el de reorganización, por lo que es de esperar el
mayor perfeccionamiento de las bellas artes, realizando el Estado
su misión de cultura y contribuyendo al fin de facilitar todo género
de asociación encaminado á ese objeto.
Las asociaciones económicas, que están caracterizando á la época
moderna, debiéndose á ellas la prosperidad y progreso de los pue-
blos, persiguen la satisfacción de fines particulares, siendo sus ten-
dencias principales considerar al obrero coma productor y al público
como consumidor, sin que todas las ventajas sean por completo del
capitalista, debiendo tener todos participación en los productos, en
proporción al empleo de sus esfuerzos y actividades, si se quiere que
al trabajo y su remuneración los rijan los principios de la justicia y la
más completa igualdad. Figuran entre estas agrupaciones en primera

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240 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

línea, las sociedades cooperativas, cuyo principal objeto consiste en


que los obreros se conviertan en empresarios y capitalistas, á cuyo
efecto emplean sus esfuerzos por cuenta propia para asuntos indus-
triales ó agrícolas, siendo las más importantes las de producción y de
crédito, teniendo por regla general por fin, destruir la centralización
del capital, que por lo común encierra el monopolio de los productos.
Los Códigos de Comercio mencionan las sociedades colectivas, en
comandita, anónimas, en participación y asociación mútua. En estas
agrupaciones como en las otras que hemos mencionado, la misión
del Estado se reduce á resolver las diferencias entre opuestas preten-
siones, cuando las partes interesadas no llegan á la solución equitati-
va que debe ponerlas de acuerdo. Reasumiendo todo lo dicho,
cualquiera que sea la asociación, y á efecto de poder conservar su
existencia jurídica, debe estar sujeta á la acción colectiva, siendo más
perfecta ésta á proporción que se goce de más libertad para mantener
toda la vida social, sin olvidarse que por sagrados que sean los dere-
chos de las asociaciones no se puede decir que sean ilimitados al
grado de sobreponerse á las fuerzas del Estado, cuando por el fin que
aquellas persiguen, al segundo se le pueda causar un verdadero daño,
siendo indiscutible, que el Estado, en este caso por deber y por dere-
cho tiene que intervenir limitando, impidiendo ó regulando la acción
de esas asociaciones, para evitar el mal social.
Dijimos al principio de este capítulo cuáles son las diferencias que
existen entre la asociación y la reunión; ocupándonos de esta última,
agregaremos que la Constitución también garantiza á los ciudadanos
reunirse accidentalmente, siempre que sea con cualquier objeto líci-
to con la limitación de no poder deliberar armados. Estas reuniones,
lejos de ser nocivas, principalmente en los países republicanos, con-
tribuyen á desarrollar el sentimiento de la libertad, especialmente
cuando pacíficamente se trata de hacer presentes los deseos de la
voluntad pública.
Previsora la Constitución, prescribe como queda dicho, que ningu-
na reunión armada tenga el derecho de deliberar, supuesto que, en
tales condiciones puede dar lugar á desórdenes y abusos, degeneran-
do hasta en hechos delictuosos por lo fácil que sería el que cada cual
quisiese imponer su voluntad por la fuerza y la violencia, y no por la
razón y la justicia. Esto no importa, en otro sentido, para que con el
pretexto de prevenir esos desórdenes se impidan las reuniones des-
armadas, porque tal acto importaría el que la represión comenzase
antes de haberse obrado, haciéndose ilusoria la garantía constitucio-
nal. En tal concepto, tratándose de cualquiera reunión pacífica, la
misión de los encargados de representar al poder público, queda re-

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 241

ducida á emplear las medidas de policía para que el orden social no se


altere, velando al mismo tiempo para que la reunión no sea perturba-
da por la oposición que le pudieran hacer otros intereses.
El sentimiento de descontento y, sobre todo, la lucha entre el capi-
tal y el trabajo fermentado irritaciones y aspiraciones entre patrones
y obreros han hecho que unos y otros hayan creado en los pueblos
civilizados ciertas asociaciones para defender mutuamente sus inte-
reses. Una de ellas, la de más importancia, la que revistió un carácter
casi universal, es la llamada Internacional, habiendo nacido según la
opinión de Eccarius, uno de sus jefes, “de la conjunción de dos ten-
dencias; la de los Trade-Unions de Inglaterra, persiguiendo el au-
mento de los salarios por la coalición y la huelga, en el terreno
económico práctico, y la del socialismo francés y alemán tendiendo
radicalmente las bases actuales del orden social.
Esta asociación no obstante ser tan grande, sólo ha tenido un éxito
insignificante, una vez que las sociedades obreras y las socialistas
únicamente se contentaban con adherirse, siendo la consecuencia
que tales adhesiones no dieran á la asociación ni autoridad ni dinero,
lo que hizo que sufriera su decadencia bien pronto, así como fué
rápido su engrandecimiento aparente.
Emilio Lavelaye, dice: “Se cree que la Internacional ha representa-
do un papel importante en las huelgas, que se han hecho tan numero-
sas desde hace algunos años. Es un error. Sin duda, muy á menudo,
los huelguistas formaban nominalmente parte de la asociación. Pero,
ante todo, los jefes de la Internacional no consideraban la huelga más
que como una salida de paso. En segundo lugar, temían aconsejarla,
sabiendo que un fracaso diminuiría mucho su crédito. En fin, care-
cían en absoluto de recursos. Hallamos en los libros de Mr. Oscar
Testuct, detalles curiosos acerca de esto. En cada, ocasión, el Conse-
jo General confiesa que no tiene dinero, ó bien envía sumas por com-
pleto insignificantes. La más ínfima Trade-Unión inglesa, tiene una
caja mejor provista. En todos los congresos se busca, sin encontrar-
los, los medios de hacer enguiar las atizaciones... No es la Internacio-
nal la que ha fomentado las huelgas, son las huelgas las que han
desarrollado la Internacional...”
Después de otras consideraciones concluye Lavelaye: “La Interna-
cional ha muerto, no por la severidad de las leyes ó la persecución de
los gobernantes, sino de muerte natural y de anemia. Sin embargo,
su carrera, por corta que haya sido, ha dejado en la vida contemporá-
nea huella que no desaparecerá tan pronto. Ha dado un terrible im-
pulso al socialismo militante, principalmente en los países latinos.
Ella ha hecho de la hostilidad de los obreros contra los patrones, un

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242 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

mal crónico, persuadiéndolos de que forman una clase fatalmente


presdestinada á la miseria por los privilegios inícuos del capital. Es lo
que se verá mejor aun siguiendo el desarrollo de la Internacional en
los diferentes Estados.”
Como nuestras asociaciones obreras, nunca que sepamos, han tenido
ingerencia en esa institución, no siendo por lo mismo representadas,
solo nos ocuparemos de las huelgas por la relación que tienen con el
derecho de asociación y el de reunión y con el de la libertad del trabajo.
El Sr. Ignacio María de Ferran, en sus Cartas á un Arrepentido de
la Internacional, se expresa de las huelgas de la siguiente manera:
“No, no es la huelga tal como se la entiende y se la practica, pura y
simplemente la holganza; porque no es producto de una mera de-
terminación individual, que sólo en grado mínimo y de una manera
muy indirecta, podría afectar á los intereses generales de la socie-
dad, sino que es producto de una determinación colectiva; es pro-
ducto de una determinación que, en un día dado, en una hora misma,
causa la paralización de un sin número de brazos; priva de su salario
á muchísimos trabajadores; obliga á cerrar no pocos establecimien-
tos industriales; detiene y entorpece considerablemente la pro-
ducción en uno ó en varios ramos de industria; compromete la suerte
de los capitales á ella destinados ó empleados en ella; dificulta,
encarece el consumo de una porción de artículos, que pueden ser
de universal conveniencia ó de primera necesidad; y por todas estas
razones, afectan en grado sumo y de un modo directo é inmediato,
á múltiples y complicadísimos intereses, que no puede la sociedad,
sin grave riesgo, dejar desatendidos; perturba las relaciones econó-
micas; trae la anormalidad y la expectación á todas las esferas; pone
quizá en peligro el orden público, y de cierto inspira á la autoridad
recelo, al público ansiedad, al dinero, temor, extrañeza y pesadum-
bre á todo el mundo.”
No. No son meros propósitos de holgar los que á los huelguistas
mueven; con propósitos de inclinar á favor suyo todas las condiciones
favorables del trabajo, abandonando al empresario, al capitalista ó al
propietario las otras, ó sea las adversas, las peores.
La huelga, por tanto, no es un acto solitario, pacífico, indiferente é
inofensivo, sino al contrario, un acto de confabulación, un acto casi de
conspiración, un acto ó hecho colectivo, ruidoso, tumultuario á veces
é indiferente jamás. La huelga es un acto de hostilidad, es casi una
declaración de guerra.
En el fondo de toda huelga, pequeña ó grande, larga ó breve,
encuéntrase siempre, efectivamente, un propósito hostil, abrigado
por aquellos que lo decretan ó á ello se someten voluntariamente,

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 243

contra aquellos á quienes inmediatamente y desde luego podrá cau-


sar mayores pérdidas y perjuicios: y hay también, y por eso mismo, en
el fondo de cada huelga, una revelación más de esa guerra sorda,
absurda, incomprensible ó criminal —porque sólo puede dimanar de
la mala fé ó de la ignorancia— pero que, de todos tiempos, viene
desdichadamente existiendo entre los instrumentos más enérgicos,
más potentes, más directos y más necesarios de toda producción, á
saber: el capital y el trabajo.
En general, nosotros pensamos que, por regla general, las huelgas ya
dimanen de la mala fé de algunos, arrastrando á otros para aceptarlas ó
ya porque obedezcan á la necesidad de que el trabajo sin razón y sin
justicia, esté sometido á la esclavitud del capital, lo cierto es que, éste
y el salario, por ser dos irreconciliables enemigos, no se conceden en
sus luchas ningún momento de tregua, pretendiendo el primero ma-
yores ventajas á costa de más esfuerzos, y el segundo un aumento en la
remuneración ó una disminución de las horas del trabajo.
Ahora bien, dejemos las huelgas que trastornan la paz pública y el
orden social como las actuales en Rusia, que más tienen el carácter de
una revolución; ocupémonos únicamente de aquellas que sólo afec-
tan á determinada clase de obreros ó patrones por exigencias de unos
ó de otros. Preguntamos, ¿cuál es el papel que debe representar el
Gobierno dentro de la esfera Constitucional, para no lesionar ningún
derecho? Antes de dar contestación, entiéndase que hablamos de las
huelgas que no degeneran en desórdenes ni violencias. ¿Pueden,
pues, los patrones reclamar la intervención del Estado contra las huel-
gas? Creemos que no, del mismo modo como no pueden reclamarla
los obreros, cuando exigen disminución de las horas de trabajo ó
aumento de salarios, que el capitalista se arruine con una explotación
que no le conviene. Pero se dirá que ésta cuestión debe tener una
solución, y en efecto la tiene, con sólo que el gobierno garantice la
libertad del trabajo, y como éste tiene por ley la necesidad, es claro
que cada cual, el capitalista remunera y el obrero trabaja según lo que
necesita. Francisco J. J. Benlloch, en su “Revolución Obrera,” dice:
¿insistirán los huelguistas en pensar que deben combatir el capital
como su más encarnizado enemigo? No, huelguistas, no: vuestro
enemigo está constituído por el Estado, según su actual organiza-
ción: el capital, vuelvo á decirlo, es vuestro agente, y triunfareis si os
asistís de él, inspirados en un sentido de equidad. Nosotros estamos
conformes con esta opinión, con la única diferencia de que el enemi-
go que se menciona son los Gobiernos, una vez que según la teoría y
concepto que tenemos del Estado y la diferencia existente entre uno
y los otros, aquel no puede hacer mal.

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244 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

El mismo escritor preguntado por la enemistad existente entre el


capital y el salario, dice: No puede ser más sencilla la razón, concu-
rren á realizar un mismo interés, el éxito en el empleo del tiempo y
del esfuerzo (capital). Uno (el obrero) le posee en potencia otro lo
tiene en efectivo (dinero ó primeras materias;) pero cada uno de los
dos requiere al otro.— Mientras la batalla se libra, el consumidor
espera; el mercado solicita.
Hé ahí los tres datos del problema industrial y social. Dos que lu-
chan (el dueño de los materiales y el dueño del trabajo, y uno que
espera el resultado de la contienda) el consumidor.
Sería lo chocante del caso que ninguno de todos obtuviese la
victoria; pero, por más asombroso que os parezca, los tres resultan
derrotados, porque en los problemas económicos se cumple una
justicia de que no es capaz la Naturaleza misma; sabéis bien que á
la larga el mercado nivela todas las condiciones, porque á la vez de
productores, somos consumidores todos: cada cual de lo que ne-
cesita.”
Por todas estas razones se viene al conocimiento de todos los in-
convenientes que resultan de las huelgas; pero como solamente los
hemos examinado en el sentido económico, nos queda en pié la cues-
tión de la intervención que el poder político debe tener en ese géne-
ro de reuniones cuando sólo afectan á los intereses privados.
Holtzendorff, escribiendo sobre la “Naturaleza del fin de cultura
del Estado: neutralidad de éste en cuanto á los esfuerzos para alcan-
zar la supremacía social, mantenimiento de la paz social, protección
de los individuos, como miembros del cuerpo social,” dice: “Por lo
que toca á las relaciones de los grupos sociales entre sí, el fin de
cultura del Estado tiene un contenido análogo. Si ciertos partidos se
propusieran absorber en provecho propio, el poder público, de modo
que todos se sacrificaran á sus intereses, la misión de la política sería
proteger el derecho de cada clase de la sociedad contra los excesos
gubernativos de las otras. En este punto, más que el perjuicio econó-
mico que una de las clases puede inferir al grupo rival, abusando de
su libertad, debe atenderse á la ilegalidad de los medios empleados.
Las leyes que prohiben á los obreros coaligarse contra los patrones, y
á éstos hacer causa común para resistir á las pretensiones de aquellos,
no fueron instituídas á consecuencia del interés del Estado en favor
de unos ú otros, sino simplemente con la buena intención de prote-
ger la industria; y, sin embargo, eran malas é incompatibles con la
noción de la igualdad de derechos, porque no eran igualmente favo-
rables á ambos grupos y podían ser fácilmente eludidas por cualquie-
ra de ellos.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 245

Salta á la vista que un corto número de grandes capitalistas, dedica-


dos á una misma rama de la industria, pueden, sin violación exterior
de la ley, concertarse con mayor facilidad para la defensa de sus inte-
reses, que obreros cien ó mil veces más numerosos. Suponiendo que
aquellos observaran fielmente la ley, no por eso dejaría de reinar ne-
cesariamente la desconfianza entre los trabajadores. Por eso el Esta-
do, procediendo de acuerdo con las ideas actuales acerca de la justicia
social, debe prescindir de los perjuicios que resultan del orden eco-
nómico y abstenerse de prohibir las coaliciones, limitándose á velar
para que, con el pretexto de libertad, no se cometan extorsiones,
intimidaciones ó violencias.”
Donde se ven con más claridad los resultados benéficos de que no
se ingiera el Gobierno, es en algunas sociedades de caridad y benefi-
cencia. Kropotkine menciona “la asociación inglesa de salvamento
de náufragos.” Hablando de sus miembros dice: “Como esas gentes
no eran jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido
que para realizar bien su empresa, les era preciso el concurso, el entu-
siasmo de los marinos, su conocimiento de los lugares, su abnega-
ción, sobre todo. Y para encontrar hombres que á la primera señal se
lancen de noche al caos de las alas, sin dejarse detener por las tinie-
blas ni por las rompientes, luchando cinco, seis, diez horas contra el
oleaje antes de abordar al buque náufrago, hombres dispuestos ju-
garse la vida por salvar la de los demás, se necesita el sentimiento de
solidaridad, el espíritu de sacrificio, que no se compra con los galo-
nes.” Hablando de la Asociación de la “Cruz Roja” se expresa de la
siguiente manera, entre otros conceptos: “Pues bien, ya sabemos lo
que pasa. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja
en todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la
guerra de 1870-71, pusiéronse á la obra los voluntarios. Hombres y
mujeres acudieron á ofrecer sus servicios. Organizáronse á millares
los hospitales y las ambulancias; corrieron trenes á llevar ambulan-
cias, víveres, ropas, medicamentos para los heridos. Las comisiones
inglesas enviaron convoyes enteros de alimentos, vestidos, herra-
mientas, grano para sembrar, animales de tiro ¡hasta arados de vapor
para ayudar á la labranza de los departamentos asolados por la guerra!
La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior á
todo encomio. Sólo pedían ocupar los puestos de mayor peligro. Y al
paso que los médicos asalariados por el Estado huían con su estado
mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja
continuaban sus faenas bajo las balas, soportando las brutalidades de
los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos
cuidados á los heridos de todas nacionalidades...

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246 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

¿Se nos dirá vez que los Estados, también suponen algo en esa
organización? Sí, los Estados han puesto la mano para apoderarse de
ella. Las juntas directivas están presididas por esos á quienes los
lacayos llaman príncipes de sangre real. Emperadores y reinas prodi-
gan su patronato á las juntas nacionales. Pero no es á ese patronazgo á
lo que se debe el triunfo de esa organización, sino á las mil juntas
locales de cada nación, á la actividad de sus individuos, á la abnega-
ción de todos los que tratan de aliviar á las víctimas de la guerra, ¡“Y
aun sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no se metiese
absolutamente en nada!”
No sin razón en la Constitución se reconoce la libertad de asocia-
ción y la de reunión espontánea de los hombres, constituyendo esta
garantía la obra capital de nuestro siglo, pudiéndose observar que
cuando los gobiernos intervienen en las asociaciones, y sobre todo,
de un modo indebido, bien pronto se vé que las grandes aplastan las
pequeñas, se constituyen los monopolios, se paraliza la iniciativa, y lo
que es peor aún, según lo que dice Henry Georges hablando de los
Estados Unidos: “Las nueve décimas partes de las colosales fortu-
nas, débense á una gran bribonada hecha con la complicidad del Es-
tado. En Europa, las nueve décimas de las fortunas, en nuestras
monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen.”
“Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso; encontrar cierto
número de hambrientos, pagarles tres pesetas, y hacerles producir
diez pesetas; amontonar así una fortuna, y acrecentarla en seguida
por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado.”
En concreto, aparte de las inmensas ventajas que tiene la libertad
de asociación, su objeto es disputar al Gobierno las funciones que
antes tenía, pensándose en la época moderna que es más fácil y mejor
pasársela sin su intervención, siendo todas las tendencias las de re-
ducir todo lo que sea dable su acción.
Se dice, por último, en la ley fundamental, que el derecho de aso-
ciación y el de reunión cuando tienen por objeto tratar de asuntos
políticos, sólo pueden ser ejercidos por los ciudadanos de la Repú-
blica. Ya digimos al hablar del derecho de petición, que muchos de
los actos de la vida del hombre se rosan con la política, de lo que
resulta que aunque las reuniones y las asociaciones necesariamen-
te tienen algo que se relaciona con la política, no son éstas las prohi-
bidas por la ley para los que no tienen el carácter de ciudadanos,
sino aquellas que tienen por objeto ingerirse directa á inmediata-
mente en los asuntos públicos, mejor dicho, en la formación y mar-
cha del Estado, en sus instituciones políticas y en su sistema
gubernamental.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE ASOCIACION 247

Diremos en tal virtud, que todos los hombres pueden asociarse ó


reunirse bajo el amparo de la libertad del derecho privado, y aún
reclamar la acción del legislador y el auxilio de la justicia; pero en
estos casos la acción que nave de ese derecho es puramente negativa,
mientras que la de las asociaciones políticas se funda en la ciudadanía
de sus miembros, siendo esta condición indispensable para poder
influir en la organización del Estado.

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III.—DEL DERECHO DE PORTAR ARMA S

Artículo 1°— Todo hombre tiene dere-


cho de poseer y portar armas para su se-
guridad y legítima defensa. La ley señalará
cuáles son las prohibidas y la pena en que
incurran los que las portaren.

La biblia universal, fuente inacabable de enseñanzas para el soció-


logo, al mostrarnos las escenas infinitamente variadas de la comedia
humana, nos presenta como una verdad indiscutible, la existencia de
una relación directa y constante entre los medios de que para subsis-
tir se vale el individuo (alimentación y defensa) y los recursos (ar-
mas), que ha empleado para conservar esa subsistencia, conforme al
grado de su civilización.
Las armas de piedra toscamente labradas, que como solemnes ves-
tigios de tan rudos gérmenes de cultura, se encuentran esparcidas
en todos los continentes; el arco y la flecha, que introduciendo un
elemento de progreso en la universal herencia, aparecen en los tiem-
pos antiguos; la espada y la coraza de las épocas medievales; la pólvora
del Renacimiento; y los poderosos explosivos modernos, han decidi-
do del destino de los pueblos, siendo todos esos instrumentos, prue-
bas evidentes, de que mientras el hombre se repute como tal, existirá
en él ese discímbolo conjunto de animalidad é inteligencia; y que
mientras lo primero siga sobreponiéndose á lo segundo, el individuo
en particular y la humanidad en general, tendrán derecho á usar esos
medios de defensa como una necesidad imprescindible, si quieren
ser aptos para la formidable lucha por la vida: toda vez que lo mismo
en el seno de las sociedades bárbaras que en el de las que se dicen
estar á la vanguardia de la civilización; el sér humano, ya en el nombre
de la religión, ya en el de la justicia, ya en el del progreso, tiende
siempre á exterminar á sus semejantes, atropellando á la razón y los
más santos principios, para rendir en verdad y únicamente, culto ex-

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250 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

clusivo en aras del sombrío y profundo egoismo de la conservación y


comodidad personales.
Justificado, por lo tanto, el derecho del hombre para atender á su
defensa, el legislador tuvo que ser consecuente al reconocerle los
medios más eficaces para procurársela, por la posesión y uso de las
armas; y aunque en apariencia en el sentido jurídico, esa posesión
significa un hecho, cuya existencia es independiente de la cuestión
de propiedad, hay que tener en cuenta que importando de todos modos
un interés personal de los más sagrados, y estando protegido por las
leyes, es otro derecho que á su vez engendra consecuencias que con
ese interés se relacionan.
Hemos entrado en estas consideraciones, una vez que en la Cons-
titución únicamente se habla del derecho de poseer armas y el de
portarlas, guardándose silencio sobre el derecho de propiedad de las
mismas. De modo que, aunque es incuestionable que la posesión es
un camino que conduce á la propiedad, sabido es que, por esta causa,
civilmente una y otra cosa sean distintas. De cualquier modo, recono-
cida la posesión, que es lo que por ahora nos importa, y estando ésta
basada en el interés personal, se tiene que convenir que aquella ha de
ser variable, según las condiciones del individuo, de la sociedad y de
época, modificándose y protegiéndose de acuerdo con la evolución
de las diferentes apreciaciones que se vayan dando.
De esto ha dependido que en tiempos no muy lejanos, la garantía de
que venimos hablando, tuviese toda amplitud y toda la protección del
derecho de que era susceptible, por la inseguridad y desconfianza que
reinaba en las personas y en sus intereses; haciéndose con demasiada
frecuencia necesario el ejercicio de la legítima defensa. Hoy por mucho
que sin reserva reconozca el derecho de la defensa personal, la protec-
ción práctica del de poseer y portar armas sólo se emplea en casos
excepciónales, una vez que la seguridad personal, muy al contrario de
lo que en otros tiempos sucedía, esta más garantizada por haberse
desenvuelto las conciencias, prestando de este modo eficaz ayuda á las
instituciones del Estado, para que sean firmes y enérgicas, lo mismo
que la acción de los tribunales, de política y de la fuerza pública.
Esta intervención de la instituciones es completamente indispen-
sable; porque dejar al individuo atenido á sí mismo ó reconocerle una
gran confianza en sus propias fuerzas, al grado de estar siempre dis-
puesto á defender sus derechos con las armas, puede dar fatalísimos
resultados, convirtiéndose la garantía constitucional en un pretexto
para la consumación de innumerables crímenes, excusados con la
legítima defensa, demostrándose la inutilidad de las leyes ó la inefi-
cacia de sus recursos.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PORTAR ARMAS 251

No, sin razón, pues, en una sociedad bien organizada, las funciones
de la seguridad pública giran en una esfera mucho más de lo que fué
antes, cuando se dejaba al individuo un grado mayor en la defensa de
su persona é intereses, interviniendo el poder público solamente en
casos absolutamente necesarios y en éstos no obrando tanto por cuenta
propia, sino más bien apoyando ó defendiendo. Como era de esperar-
se, los individuos en estas condiciones, necesariamente estaban en
el caso de poseer y portar, armas aun en los centros de las poblacio-
nes: lo que no impidió que esta garantía se convirtiese en un privile-
gio para determinadas personas.
Mayor razón existió para que se reconociese la garantía que nos
ocupa, cuando sabido es, que no ha mucho tiempo, no se disfrutaba
de seguridad, no sólo en los largos y solitarios caminos de la Repúbli-
ca, sino también en las ciudades; siendo infructuosas todas las medi-
das puestas en práctica por el poder público, para prestar seguridad á
los ciudadanos, sucediendo lo mismo como cuando en la Rumania y
la Umbría los regimientos austriacos, antes del año de 59, no pudie-
ron reprimir el bandidaje, lo mismo que en los alrededores de Bolonia;
siendo igualmente vanos los esfuerzos de la fuerza pública, emplea-
dos con el mismo fin en la campiña de Roma, en las montañas
napolitanas; en las de la Grecia Central; en las llanuras poco pobladas
de Hungría, y en las costas de Andalucía. Los mismos Estados Uni-
dos no pudieron evitar los males de que hablamos, siendo frecuente
que sus ciudadanos, á cada momento, tuviesen que defender sus
derechos con las armas. Siendo notable el ejemplo que nos suminis-
tra Alemania, cuando tardó más de 200 años para limpiar las cuadri-
llas de ladrones que la infestaban como consecuencia de la guerra de
treinta años.
Esto que decimos, demuestra hasta la evidencia, la necesidad de
poseer y portar armas; por mucho que también sea cierto que verda-
dero auxilio para la defensa de los ciudadanos está en su mútua co-
operación, y más cuando obran ó persiguen el mismo fin que los
agentes del poder para la seguridad pública y privada. Siendo indis-
cutible que se hacen infructuosos los esfuerzos de los gobiernos,
cuando los ciudadanos no les prestan su ayuda siendo, por el contra-
rio, los hombres perjudiciales y nocivos, objeto de sus simpatías se-
cretas, ó favoreciéndolos de alguna manera, temerosos de sufrir
mayores males de esos enemigos sociales.
Con verdadera satisfacción podemos afirmar que en un tiempo re-
lativamente corto, comparado con el transcurrido en otros pueblos
para mejorar sus condiciones sociales, hallamos conseguido de una
manera notable el que disminuya el cobarde y alevoso asesinato de

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252 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

familias enteras, el robo descarado, el secuestro en pleno día, los


asaltos con todos sus abusos y violencias, y, en fin, tantos otros críme-
nes que si bien en la actualidad no se puede negar que se cometen,
también es cierto que han disminuído en gran número; no quedando
muchos de ellos envueltos en el misterio, como antes acontecía, ó á
las claras muchos de ellos escandalosamente impunes. Debiéndose
este orden de cosas á la acción combinada del Estado, á un avance de
educación y al cumplimiento de los deberes cívicos, para que los de-
litos sean prevenidos y la represión efectiva y oportuna, sin contem-
placiones, á fin de que cada cual se mantenga dentro los límites de
sus respectivos derechos, sin quedar expuestos á que sean violados y
sin reparación los daños ó perjuicios causados.
Como es de pensar, estos elementos tan necesarios, para la seguri-
dad pública, abriéndose paso día á día en la conciencia popular y sin
necesidad de violentar la garantía constitucional, han hecho que se
modifique muchísimo la costumbre, de que en plena luz, en centros
poblados y bajo el reinado de la concordia, del orden y de la paz, los
ciudadanos se presenten armados, causando con esto al público ver-
dadera alarma, ó dando lugar al ataque y á la provocación y no á la
defensa, innecesaria en muchos casos, una vez que el poder público
está pronto á impartir su auxilio y protección.
Proal, hablando de la perniciosa influencia que ejercen leyes poco
meditadas, en la moralidad pública, se expresa así: “¿No puede decir-
se con Montesquieu que la peor de todas las corrupciones, es la que
proviene de la ley?” Hé ahí algunos ejemplos de leyes poco previsoras
que han hecho aumentar la criminalidad: la que estableció el uso de
las armas en Córcega en 1868. En las comarcas en que las disputas de
familia son acaloradas, el hábito de llevar una arma, un fusil ó un
cuchillo; multiplica los homicidios y los asesinatos; el hijo del me-
diodía que quiere vengarse de un agravio teniendo á mano una arma,
siente la tentación de hacer uso de ella, y Darwin ha consignado esta
observación en su viaje alrededor del mundo. “Yo he tenido “ocasión
frecuente de comprobarlo en Provenza, donde en gran “número los
homicidios son cometidos por italianos que dirimen sus disputas
“de taberna con el cuchillo, el puñal ó la navaja. El peligro del “uso de
armas, se ha demostrado de un modo particular en Córcega, “donde
fué prohibido en 1853; esta prohibición hizo disminuir en la “mitad
el numero de homicidios y asesinatos. Desgraciadamente fue “auto-
rizado en 1868, y esta tolerancia produjo desde luego un “aumento
en el número de los delitos contra las personas.”
Fouillée, hablando de la criminalidad en Italia, dice: “Si los asesi-
natos son muy frecuentes, es porque el italiano, sobre todo, el del

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PORTAR ARMAS 253

pueblo, raramente sale sin ir armado de revólver ó de cuchillo, lo que


le permite satisfacer su enojo en el momento.” Agregando Ricardo
Rubio: “De modo semejante en Córcega, país italiano por la lengua y
las costumbres, el mayor número de atentados y asesinatos se come-
ten con fusiles y pistolas. Ahora bien, en Córcega, lo mismo que en
ciertas provincias de Italia, los aldeanos tienen la costumbre de salir
armados con su escopeta.”
Ante estos ejemplos parece que lo natural debiera ser que se limi-
tase el ejercicio de la garantía constitucional, á efecto de disminuir la
criminalidad. Nosotros pensamos que, aunque es cierto que el uso
de las armas y el de los instrumentos del trabajo convertidos en ellas
son un factor entre nosotros para la delincuencia, podemos afirmar
que ni es el único ni el principal; debiéndose atribuir al tempera-
mento, á las condiciones sociales y económicas, á la misma adminis-
tración de la justicia penal, á la negligencia y descuido de la policía, á
la inestabilidad de la familia, sobre todo en las clases más ínfimas de
la sociedad, á la falta de instrucción, y más que todo, á los efectos del
alcoholismo, y la falta de valor que se da á la vida humana. Podemos
decir en concreto que la criminalidad en la mayoría de los casos es
debida á condiciones sociales todavía muy atrasadas; heredadas de
pueblos primitivos, donde el espíritu de venganza era un hábito, á lo
que hay que agregar una perpetua excitación debida al clima, á la
imaginación y á la vivacidad del carácter de los ciudadanos, lo que
hace que á estos elementos les preceda inmediatamente la acción.
Cualesquiera que sean las razones que se aduzcan para demostrar
que el uso de las armas aumenta la criminalidad, siempre hay que
convenir en que los hombres honrados, amigos del orden é interesa-
dos en el progreso y bienestar de la sociedad, se hallan en mayoría en
toda la nación, formando los perversos y los criminales una mínima
minoría la que dominaría á la otra, siendo víctima de sus violencias, si
no tuviese el derecho de poseer y portar armas para su seguridad y
legítima defensa. Es cierto que, con la garantía constitucional los
hombres honrados y amigos del orden tendrán armas, lo mismo que
los malvados; pero la circunstancia de que los primeros sean en ma-
yor número, harán que se repriman los segundos, evitando el que se
abuse del derecho de que hablamos; aparte de que así se puede pres-
tar auxilio á la autoridad para reprimir de la manera más eficaz el
crimen y el delito, conservándose mejor la tranquilidad pública.
En otro sentido, el Juez Story hablando de la enmienda, de la Cons-
titución Americana, se expresa de la siguiente manera: “El derecho
de los ciudadanos para tener armas, ha sido considerado como el
Paladín de las libertades de una República, por cuanto pone un freno

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254 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

moral á la usurpación de un poder arbitrario por los gobernantes; y


aun en el caso en que éstos tuviesen éxito en los primeros momen-
tos, habilita al pueblo para luchar y obtener el triunfo sobre ellos.”
Guillermo Blackstone, hablando de Inglaterra sobre el mismo asun-
to dice: “El quinto y último derecho auxiliar del súbdito, es el de
tener armas para su defensa, correspondientes á su condición y gra-
do, según lo determine la ley; el cual está declarado por la de
Guillermo y María, y es á la verdad una concesión pública del derecho
de resistencia y propia defensa, bajo debidas restricciones, cuando la
sanción de la sociedad y las leyes son insuficientes para contener la
violencia y la opresión.’’
El publicista sud-americano González, se expresa de la siguiente
manera: “Si en los Estados de la América Española hubiesen los ciu-
dadanos gozado del derecho de tener y llevar armas y formado una
milicia arreglada, no habrían sido el juguete de los caudillos, quienes
solamente porque en sus manos y en las de sus soldados están exclu-
sivamente las armas, se han enseñorado del poder público y lo han
ejercido á discreción, sin que el pueblo pudiese contenerlos por estar
desarmado. Si todos los ciudadanos hubiesen estado armados, una
mayoría de ellos se habrían encontrado en aptitud de oponérseles, no
se hubieren consumado los atentados de que los pueblos hispano-
americanos han sido víctimas, y las instituciones republicanas se ha-
brían al fin planteado.
“Los legisladores hispano-americanos, han tenido un miedo cer-
val al derecho de los ciudadanos á poseer y llevar armas, y casi todos
ellos se lo han negado. Temiendo que, al concedérselo, ponían en
peligro las instituciones republicanas, han quitado á los ciudadanos
los medios de darlas vida y conservarlas: et propter vitan vivendi
impedere causas.
“En efecto, no es posible que una democracia exista, si el gobierno
tiene un ejército armado, y el pueblo está desarmado, y no forma una
milicia capaz de contener á éste, cuando quiera convertirse en instru-
mento de opresión. Poner exclusivamente las armas en manos de los
gobernantes, y del ejército que ellos tengan á bien formar, es suponer
que son hombres sin ambición ni pasiones, y que no abusarán de
ellas para arrebatar sus libertades al pueblo, cuando es natural que
suceda todo lo contrario, como la experiencia lo ha demostrado más
de una vez.
“En los países en que semejante pésimo sistema existe, no es, sin
embargo, el mayor riesgo el de que el gobernante, á quien el pueblo
delega el ejercicio del poder, abuse de la fuerza para fines adversos
á las libertades de sus conciudadanos. Sucede algo peor. Los jefes

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PORTAR ARMAS 255

de los cuerpos armados, y aun los oficiales subalternos de ellos se


abrogan el derecho de quitar y poner gobiernos. De aquí esos pro-
nunciamientos de caserna, esa revuelta de batallones, que han traí-
do á la América Española en confusión y desorden por más de medio
siglo, renovando con frecuencia las escenas de los pretorianos de la
época de los Césares.
“Ese mal no puede curarse, sino armándose todo el pueblo, y arre-
glando una milicia en que sea obligatorio alistarse á los ciudadanos
válidos, todos los cuales tengan siempre sus armas en su poder. El
día en que eso suceda, no habrá más pronunciamientos de solda-
dos; porque el pueblo estará armado, para contenerlos; ni habría
ambiciones que intenten usurpar el poder, apoyados en algunos
batallones de fuerza permanente; porque el pueblo tendrá medios
de hacer resistencia eficaz á su usurpación... En donde los ciudada-
nos no tienen en su poder las armas de que han de servirse como
miembros de la milicia, ésta deja de ser una fuerza del pueblo, y
pasa á ser exclusivamente una fuerza de la autoridad. Para que la
milicia sea una fuerza del pueblo, al mismo tiempo que sirva á la
autoridad, sin peligro para las libertades públicas, es menester que
los ciudadanos tengan en su poder sus armas. Si en un país ha de
haber un ejército permanente, no hay otro medio de impedir que el
Gobierno lo emplee en oprimir al pueblo, que el de que éste se
halle siempre armado. Es la garantía más positiva contra el abuso
que se intente hacer del ejército permanente.
“Por consiguiente en un país que quiera tener instituciones libres,
la Constitución debe consagrar como uno de los derechos absolutos
de los ciudadanos, que la ley no pueda alterar, el de tener y llevar
armas.”
El autor citado es de opinión, no solamente de que en cada locali-
dad haya un cuerpo de milicia, cuyos miembros tengan en su poder
sus armas, sino que quiere que la comunidad local provea de ella á los
que tengan medio de adquirirlas. Agregando: “El pueblo que no esté
armado, podrá denominarse soberano, pero lo será sólo nominalmen-
te, no en realidad.” Opinando del mismo modo Federico Grimke, en
su excelente obra “Sobre la naturaleza y tendencia de las institucio-
nes libres.” En confirmación de la conveniencia de que el pueblo
esté armado, tenemos el hecho de que cuando los Estados esclavistas
del Sur de los Estados Unidos se rebelaron contra laUnión, siendo á
la vez los poseedores del ejército permanente y de los arsenales, el
gobierno nacional pudo oponerles prontamente una fuerza conside-
rable, entre tanto que formaba el ejército prodigioso con que los ven-
ció, precisamente porque los ciudadanos estaban armados. Es notable

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256 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

también el hecho de que en Suiza, sin contar con un ejército perma-


nente, todos los ciudadanos están armados; autorizando las leyes la
existencia de 400 hombres de guardia miliciana en cada Cantón, sin
que por esto nadie sufra en sus libertades, no obstante que no hay
ninguna nación más débil por lo incierto de sus límites, por su posi-
ción geográfica entre Francia que la ciñe por el Ródano y el Jura; Italia,
por el Tesino y los Alpes; y Alemania por el Rhin y el lago de Constanza.
De modo que á pesar de que esas tres naciones ejercen sobre los
habitantes de los diversos Cantones la atracción poderosa del mismo
origen y del mismo idioma, sin embargo, ninguna nación tan fuerte
como Suiza, porque tiene en sí los principios de la democracia, que le
dan poderosa cohesión, estando todos sus hijos armados para los ex-
tremos peligros.
El Dr. Lieber, escribiendo sobre el mismo asunto que nos ocupa
especialmente sobre la limitación á que se refiere nuestro artículo
constitucional, se expresa de la siguiente manera, hablando de Ingla-
terra: “No sera infringido el derecho del pueblo para tener y llevar
armas; y el bill de derechos aseguró este derecho á todo protestante.
Ahora se extiende á todo subdito inglés. Apenas será, necesario agre-
gar que no son una infracción de la libertad, las leyes que prohiben
armas secretas y aquellas que necesariamente ponen en peligro la vida
de los ciudadanos. Por el contrario, reposando la libertad en la ley, y
sobre un estado legal y pacífico de los ciudadanos, ella misma exige la
supresión del retorno á la fuerza y la violencia entre los mismos.
Por tal motivo la Constitución quiere que el derecho de poseer y
portar armas sea efecto de una necesidad; la que tiene que disminuir
á medida que el Estado provee de una manera mejor á la defensa del
individuo: de modo, que así como el auxilio oficial se ha ido prestan-
do expontánea y oficiosamente ha ido disminuyendo la necesidad de
que los ciudadanos porten armas, atendiendo á sus propias fuerzas
para repeler las agresiones injustas; limitándose por sí solo el dere-
cho de que venimos hablando.
No se ha llegado aún á expedir la ley que reglamente cuáles son las
armas prohibidas y la pena en que incurren los que las portaren: lo
que ha dado lugar á que algunas entidades federales, estando en ap-
titud de conocer directamente lo que les toca más de cerca, hayan
suplido esa omisión prohibiendo ó permitiendo prudentemente el
poseer y portar armas, según es la posición topográfica de los pueblos,
las condiciones políticas, económicas y sociales de los mismos, y el,
carácter, índole, hábitos y costumbres de los ciudadanos: concilián-
dose de este modo los medios admisibles para protegerlos con todo
aquello que pide y demanda la civilización universal.

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PORTAR ARMAS 257

Nuestros publicistas, hablando de cuáles son las armas que deben


prohibirse, dicen por regla general, que son aquéllas de fácil oculta-
ción, haciendolas propias para un ataque inesperado; considerando
también inútil llevarlas en centros poblados, donde el poder público
cuida de la seguridad general.
En cuanto á que si la ley reglamentaria debe ser expedida por los
Estados ó debe ser federal, existen razones en uno y en otro sen-
tido; unas respecto á lo primero, si se piensa, como tenemos di-
cho, que las diferentes entidades federativas están en actitud de
conocer más directamente lo que les toca más de cerca sobre el
particular; en cuanto á lo segundo, encontramos otras que toma-
mos de los comentaristas de la Constitución Americana; dicen
así: “El tribunal supremo ha Ilegado á emitir la opinión de que las
Regiones ni siquiera pueden poner obstaculos á la facultad que
posee el Congreso de crear fuerzas militares, prohibiendo á los
habitantes tener y llevar armas. La Constitución veda al gobierno
general atentar contra el derecho del pueblo de tener y llevar
armas; pero ese precepto no puede invocarse contra la Región que
intente hacer lo mismo. La prohibición impuesta á las Regiones
deriva de la facultad que posee el Congreso, de organizar el siste-
ma militar entero de los Estados Unidos. Así, á la postre, es noto-
rio que el Congreso es quien decide completa y exclusivamente
sobre la creación, organización y gobierno de todo el sistema y de
todas las fuerzas militares.”
De cualquier modo que sea, los comentadores de nuestra Consti-
tución y los miembros de la Comisión para redactar la misma, han
juzgado que la repetida ley debe ser federal; fundándose las Legisla-
turas de los Estados para expedir las suyas, entre tanto se dicta aqué-
lla, en el art. 117 de la ley fundamental, que reserva á dichos Estados
las facultades que no están expresamente concedidas á los funciona-
rios federales.
Nosotros humildemente opinamos, no obstante otras opiniones
contrarias, que la repetida ley reglamentaria, debe ser expedida por
el Congreso, supuesto que él está en mejores aptitudes para cono-
cer cuáles son los intereses generales, quedando á él encomendado
las modificaciones morales y materiales de la nación, debiendo ins-
pirarse en el punto que estudiamos al expedir la ley, no en excesivas
pretensiones, sino en las garantías constitucionales, relativas á la
conservación de cada Estado, en el sentimiento nacional dominan-
te, teniendo en cuenta nuestra situación geográfica, la psicología de
nuestros pueblos y, por último, las condiciones de desarrollo de la
vida interna de la nación.

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IV.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD

Artículo 27.— La propiedad de las per-


sonas no puede ser ocupada sin su con-
sentimiento, sino por causa de utilidad
pública y previa indemnización. La ley de-
terminará la autoridad que debe hacer la
expropiación y los requisitos con que ésta
haya de verificarse.
Ninguna corporación civil ó eclesiástica,
cualquiera que sea su carácter, denomina-
ción ú objeto, tendrá capacidad legal para
adquirir en propiedad ó administrar por sí
bienes raíces, con la única excepción de los
edificios destinados inmediata y directamen-
te al servicio ú objeto de la institución.
Artículo 3º de las Adiciones y Reformas
de 25 de Septiembre de 1873. Ninguna
institución religiosa puede adquirir bie-
nes raíces, ni capitales impuestos sobre
éstos, con la sola excepción establecida
en el artículo 27 de la Constitución.

No nos es dable en los estrechos límites de nuestro trabajo, señalar


las distintas fases por las que la civilización ha atravesado, antes de
asegurar al individuo el derecho de propiedad. En tal concepto, no nos
ocuparemos en reseñar su incertidumbre y vicisitudes, el modo como
ha nacido se adquiere, trasmite, pierde ó reivindica, etc.; tampoco hare-
mos el estudio de las consecuencias jurídicas que de ella se derivan,
una vez que todas esas cuestiones más bien son del dominio del dere-
cho civil, por mucho que tengan tanta relación con el origen de la fami-
lia y el del Estado. Nos contentamos, por lo mismo, con decir, que basta
que esté reconocida la existencia del derecho de propiedad para que

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260 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

por tal causa, ésta se encuentre protegida por la ley constitucional, á


efecto de que no pueda ser ocupada, sino con el pleno consentimien-
to de la persona que puede disponer de ella conforme á la ley, salvo el
caso de que dicha ocupación sea exigida por causa de utilidad pública
y previa indemnización.
Como el principio utilitario está consagrado en la Carta Funda-
mental, esto nos obliga á entrar en algunas consideraciones que nos
parecen oportunas. Así diremos que, aunque la doctrina utilitaria
descansa en la mayor felicidad para la sociedad, la circunstancia de
que en algunas ocasiones los intereses de ésta se encuentren en
conflicto con los privados, hace que nos detengamos á explicar esa
doctrina. Hobbes la confunde con la de la fuerza, considerándola al
principio como anarquía y despotismo al final. La jurisprudencia pu-
ramente utilitaria, al igual de lo que acontecía en las sociedades anti-
guas, tiende á hacer del individuo un mero servidor del interés
general. Stuart Mill, dice: “Hay una idea de derecho inherente á la
libertad misma y otra derivada únicamente del interés social.” Por lo
que llega á afirmar, “que la propiedad exclusiva sobre los productos
del trabajo personal debe ser absolutamente respetada, y que si el
Estado priva al individuo de alguno de sus bienes, el derecho á una
compensación es inalienable.” El mismo autor menciona los dere-
chos sagrados y morales que corresponden á la criatura humana por el
hecho de tener esta condición; pero al hablar de la propiedad territo-
rial, se expresa en los siguientes términos: “El principio del interés
general se sobrepone á las demás clases de propiedad; ningún hom-
bre ha hecho la Tierra, ésta es, por consiguiente, la herencia primitiva
de todo el género humano, por lo que el derecho á ella no debe ser
absoluto: que si la propiedad privada de la Tierra no es útil, es injusta.
Es en cierta manera injusto que un hombre al venir al mundo, haya
acaparado de antemano los dones de la naturaleza, sin que quede
lugar para el recién venido.” El mismo escritor, en otra de sus obras,
“Programme of the landtenure reform association,” dice: “El derecho de
los propietarios al dominio del suelo, está completamente subordina-
do á la polícia del Estado. El Estado tiene la libertad de tratar con la
propiedad territorial, según se lo exijan los intereses generales de la
sociedad, y hasta si es necesario, de proceder con la propiedad entera,
como se ha hecho con una parte, cuantas veces se ha promulgado un
bill para la construcción de un ferrocarril ó de un nuevo puerto.”
Diciendo en otro lugar: “La filosofía utilitaria exige que el indivi-
duo colocado entre su bien y el de los demás, se muestre tan estric-
tamente imparcial, como lo sería un espectador benévolo y
desinteresado.”

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 261

Ricci, hablando del asunto, dice: “Una consecuencia de la limitación


del derecho de propiedad en el interés social, es la expropiación de los
bienes por causa de utilidad pública. La ley garantiza la inviolabilidad
de la propiedad privada pero no puede llevar semejante garantía hasta
el punto de sacrificar al interés de uno los intereses de todos: así, cuan-
do el interés social lo exige, el particular puede ser obligado á ceder su
propiedad, previo, claro es, el pago de una justa indemnización.”
Regúlase la expropiación por causa de utilidad pública, por leyes
especiales, por lo que no debemos ocuparnos aquí de cuanto por las
mismas se dispone: sólo trataremos de indicar lo necesario para for-
mar un concepto exacto de la misma. Con razón habla el legislador al
tratar de la expropiación por causa de utilidad pública, en el artículo
438, (Código Civil Italiano) de cesión de la propiedad, no de enajena-
ción. En efecto, el concepto de la enajenación no sólo implica que uno
se priva de todos los derechos sobre su propiedad, sino que exige que
estos derechos pasen de una á otra persona. En la expropiación forzo-
sa, si es verdad que el propietario resulta privado de sus derechos, no
se trasmiten éstos, sin embargo, á otro, sino que cesan de existir para
hacer que la cosa que primero constituía propiedad privada, se
substraiga al goce de todos y se destine al use o servicio público.
Es en efecto de este forzoso abandono, dice á este propósito el Tribu-
nal de Apelación de Nápoles, el que la propiedad privada pierda su
primera naturaleza comercial y permutable, y una vez confiscada, se
cambie en objeto destinado al público, inalienable é imprescriptible,
en suma, substraída del número de las propiedades de rendimiento
del Estado. El valor que la representa, no se dá al expropiado como
precio de la trasmisión, sino como indemnización del daño derivado
de la ocupación forzosa. La palabra indemnización expresa la índole y el
efecto del acto de apropiación. Así que la suma que se paga al expropia-
do no es tanto el precio de la cosa que se le toma, como la restauración
del daño sufrido. Y está tan lejos de considerarse transmitido el domi-
nio, que la ley misma faculta al propietario para recuperar su predio,
cuando la obra de utilidad pública no haya sido ejecutada.
Por la apropiación, pues, por causa de utilidad pública, el derecho de
goce y de libre disponibilidad correspondiente al expropiado no se
transmite á otros, porque mi propiedad no puede ser coactivamente
substraída de mi patrimonio para pasar á enriquecer el de otro; mi
propiedad deja de existir para dar lugar al destino de la cosa á un uso
público.
Con esto, sin embargo, no debe estimarse rechazada en absoluto,
la idea de que la cosa expropiada no puede pasar del patrimonio del
expropiado al del expropiante. Lo esencial es que haya una utilidad

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262 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

social que haga cesar la libre disponibilidad para destinar la cosa á


otro uso. Refiriéndonos, por vía de ejemplo, á los ferrocarriles, hemos
visto que no constituyen éstos una propiedad de dominio público,
sino una propiedad privada de las compañías constructoras. Así, pues,
los bienes expropiados para construir dichos caminos, pasan del pa-
trimonio del expropiado al de la compañía expropiante, pero no pasan
para que el expropiante ejercite sobre la cosa los derechos que antes
competían al expropiado, sino para destinar á un uso público las cosas
objeto de la expropiación.
A veces el uso público inmediato y directo de la cosa apropiada
puede faltar; ocurre así cuando hay un interés general que exige el
destino de los bienes á ciertos usos determinados, aunque no públi-
cos, sino privados. Nos ofrece de esto un ejemplo la disposición de la
ley especial de expropiación por causa de utilidad pública, relativa á
los planos de ensanche. Si v. g., la población de una ciudad, crece
sensiblemente, de suerte que las habitaciones existentes sean insu-
ficientes para contenerla, el interés público reclama nuevos edificios,
y en su virtud puede autorizarse la expropiación forzosa de terrenos á
fin de edificarlos. En este caso, la propiedad expropiada pasa á servir
para usos privados como antes, y la expropiación ha alcanzado el fin
reclamado por el interés general, el cual consiste en dar al terreno un
nuevo destino, merced á la construcción de edificios habitables. Sien-
do éste, en tal supuesto, el fin de la expropiación, síguiese de aquí que
si el propietario del suelo se obliga á ejecutar las construcciones, ya
no hay motivo de apropiación porque el interés público ésta satisfe-
cho y no puede pedir más.
El particular no puede ser obligado á ceder su propiedad sino vista
de un interés general, que reclama el sacrificio del interés privado, y
para que el derecho de expropiación no se convierta en una violencia
pública contra el derecho de los individuos, la ley establece los casos,
los modos y las formas para proceder á la misma. Determinar si una
obra dada es ó no de utilidad social, corresponde al poder ejecutivo
de una manera exclusiva; no sería en verdad útil suscitar semejante
controversia ante los tribunales, los cuales, como advierte el Tribu-
nal de Apelación de Roma, no tienen el mandato de definir lo que
mejor convenga disponer por utilidad pública, sino que su compe-
tencia se limita á aplicar la ley, tutelando así los derechos de cada cual.
Puede muy bien, sin embargo, la autoridad judicial, conocer sobre si
un decreto del poder ejecutivo relativo á expropiación ha traspasado ó
no las normas establecidas por la ley en este punto, porque en ese
caso la contienda no es de expropiación y relativa á la conveniencia
de la obra que quiere ejecutarse, en sus relaciones con el interés

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 263

público sino que es de puro derecho y consistente en determinar si,


por virtud de la violación de las normas legales, se ha cometido un
atentado contra los derechos de los particulares, que la misma ley
quiere respetar y garantir.
El derecho de propiedad no se ejerce tan solo sobre las cosas, sino
también sobre las obras del ingenio. Las producciones del ingenio
humano, dispone el art. 437 (Código Italiano), pertenecen á sus au-
tores, con arreglo á las normas establecidas en las leyes especiales. El
Código, en el citado artículo, se limita á declarar el principio de que la
obra del ingenio pertenece á su autor; leyes especiales regulan el
modo de hacer valer este derecho, de las cuales no podemos tratar sin
apartarnos demasiado de nuestro objeto.”
Cleffor, lleva sus teorías utilitarias más lejos, quiere una abnega-
ción completa, hacia la comunidad, dándole el nombre de piedad
social y refutándolas Fouillée, dice: “que se introduce en la doctrina
misma del interés, el desinterés cuya idea se había rechazado al po-
ner el interés puro en la esfera de acción del Estado.” Spencer, escri-
be: “el utilitarismo necesita completarse con el evolucionismo, las
tendencias egoistas y antisociales que responden al interés del indi-
viduo se transforman poco á poco en tendencias simpáticas y sociales,
que responden al interés del medio social, es decir, á la justicia.”
Benthan, sostiene la doctrina del utilitarismo exclusivo, contestán-
dole sus críticos, que su doctrina, no concede bastante importancia á
la inteligencia, facultad en cierta manera desinteresada general y
universal, á la idea de espontaneidad y libertad ni al sentimiento de
lo bello, sacrificados al punto de vista puramente sensible y necesa-
rio, fijándose más en el placer y en el dolor sin tener en cuenta el
evolucionismo, calificándose por tal razón de incompleta su doctrina.
Fouillée, que es al que nosotros seguimos, hablando del utilitarismo
y del evolucionismo, dice de uno y otro: “Son verdaderos; pero in-
completos, verdaderos desde el punto de vista puramente empírico y
científico, incompletos desde el punto de vista metafísico que es una
especulación acerca de lo íntimo de nuestro ser. No es cosa cierta que
el fondo de las cosas y de los hombres sea egoísmo y oposición de
átomos; tenemos al menos la idea de un desinterés, que siendo la
voluntad de lo universal, vendría á ser también la verdadera libera-
ción del yo, identificándose con el todo, la verdadera libertad moral. A
pueblos, á hombres, hasta en la sociedad más perfeccionada, el egoís-
mo personal nos volverá á colocar en ciertos momentos unos frente á
otros, como adversarios dispuestos á la lucha, pero si en la inminencia
de un choque inevitable podemos demandar á nuestras inteligencias
y á nuestras voluntades lo que ninguna coacción social ó física habían

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264 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

podido producir hasta entonces por sí solos, si podemos elevar me-


diante el pensamiento, por encima de todos nosotros, como regla
propuesta á la humanidad entera el ideal de un derecho universal ó
según la expresión grata á los ingleses de una lealtad superior al inte-
rés personal y á la fuerza, entonces me tenderéis vuestra mano y yo os
tenderé la mía, nos habremos unido intelectual y voluntariamente,
por medio de una idea de la más elevada cultura social.”
La teoría en que se apoya nuestro principio constitucional armoni-
za la teoría utilitaria con los intereses privados, é efecto de que cuan-
do la propiedad sea ocupada porque así lo exijan los de la sociedad, sea
mediante el consentimiento del dueño y previa indemnización. No
se escapa lo claro de que el Estado en esas condiciones realice la
ocupación, no presentándose para ello grandes dificultades; pero sí
se presentan y aun pueden dar lugar á verdaderos conflictos cuando
empresas poderosas no dándose cuenta exacta de su carácter egoísta
é interesado, pretenden que sus intereses son los del Estado, recla-
mando á cada momento el que este intervenga para defenderlas sin
consideración á otros derechos. Esto acontece con más frecuencia
que la que era de desearse, con la pequeña propiedad de por sí débil
para soportar esas agresiones. Para que, pues, no con fin aparente de
utilidad pública, pueda lastimar al jurídico de los derechos indivi-
duales, en lo que á la propiedad se refiere, amenazando á ésta ó ha-
ciéndola oscilar, la ley establece que siempre que se trate de la indicada
ocupación, invocándose el principio utilitario y en el caso de existir
oposición, la cuestión se resuelve con la intervención de los tribuna-
les, para que en vista de la substanciación de un juicio se decida á
quien le asiste la justicia entre las diversas partes contendientes.
La concepción que en la actualidad se tiene del novísimo derecho,
nos lleva á otras apreciaciones. Es evidente por lo tanto, que hablán-
dose en general en la Carta Fundamental de la ocupación de la pro-
piedad, necesariamente la comprende á toda, no sólo á los bienes
muebles, inmuebles ó derechos reales y personales, sino á todo lo
que constituye el patrimonio, y como en éste están comprendidos los
bienes morales, es evidente que sobre éstos no cabe ocupación, des-
de el momento en que no la admite su propia naturaleza; pero enton-
ces en todo rigor á quien se ocupa es al hombre, que es de quien
depende su patrimonio traducido en servicios y cualidades, siendo
unos y otras las que utilizan la sociedad en beneficio de todos. Nunca
como en este caso debiera tener aplicación la doctrina que hemos
citado de Cleffor, con la diferencia de que la Constitución no exige el
desinterés absoluto, precisamente porque falta mucho para que los
hombres tengan una idea completa del deber y el derecho y más aún

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 265

para que desaparezcan los conflictos entre el interés público y el pri-


vado, pues como dice Lavelaye, hablando del socialismo y de sus
defensores: “No comprenden bastante que para Ilegar á un orden de
cosas mejor, es preciso mejorar á los hombres que estén llamados á
establecerlo y mantenerlo, y que, en primer término, se necesita pu-
rificar y elevar las ideas reinantes que conciernen al deber y al dere-
cho. Esta es la obra de larga duración reservada al socialismo de la
cátedra. El la emprenderá, armado del conocimiento exacto de los
hechos que consignan la historia y la estadística, y animado del deseo
de contribuir á establecer entre los hombres ese reinado de la justi-
cia y ese reino de Dios que entreveía Platon y que han anunciado los
profetas de Israel y Jesús.”
Pasando á otra cuestión, nos parece conveniente hacer notar que la
legislación de algunos países distinguen con toda exactitud la ocupa-
ción de la propiedad por causa de utilidad pública, de aquella que es
por la de necesidad solamente. “En Inglaterra, dice Blacktone, es tan
grande el respeto de la ley por la propiedad, que no autorizaría la
menor violación de este derecho, ni aun á causa del bien general de
toda la comunidad. Si, por ejemplo, pudiese abrirse un camino por
tierras pertenecientes á un particular, y esto fuese altamente útil para
el público, la ley no permite á ninguna persona hacerlo sin el consen-
timiento del dueño de la tierra. En vano se dirá que el bien del indi-
viduo debe ceder al de la comunidad; porque sería peligroso conceder
á un particular ó á un tribunal público, que fuese juez del bien común
y decidirse si era ó no conveniente hacerlo. Además, en nada ésta más
especialmente interesado el bien público, que en la protección de los
derechos privados de los ciudadanos por la ley civil. En este y otros
casos semejantes, sólo la legislatura puede interponerse; y franca-
mente lo hace para compeler al individuo á condescender. Pero, ¿cómo
se interpone y lo compele? No despojando absolutamente al súbdito
de una manera arbitraria; si no dándole una plena compensación y un
equivalente por el daño que se le hace sufrir. El público se considera
como un individuo tratando con otro sobre un cambio. Todo lo que la
legislatura hace, es obligar al individuo á vender por un precio racio-
nal, y aun así, sólo con mucha cautela se permite el ejercicio de este
poder.”
En los Estados Unidos la propiedad privada puede tomarse para un
canal, un camino público ó un ferrocarril, por autoridad también de la
legislatura; haciéndose esto en virtud del dominio eminente que
pertenece al Estado, pero siempre acompaña á esas ocupaciones la
justa compensación, la cual precede, por regla general, á la entrega de
la propiedad; si no, el acto es inconstitucional.

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266 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En otros pueblos la ocupación de la propiedad se rige por las dispo-


siciones de la ley civil: así, en el Código italiano se previene, “que
nadie puede ser obligado á ceder su propiedad ó á permitir que otros
hagan uso de ella, á no ser por causa de utilidad pública legalmente
reconocida y declarada y precediendo el pago de una justa indemni-
zación,” determinándose en leyes especiales las reglas relativas al
modo como deben tener lugar las expropiaciones.
En nuestro Código Civil se reconoce, igualmente, que la propiedad
es inviolable, previniéndose que no puede ser ocupada, sino por cau-
sa de utilidad pública y previa indemnización. Y en el de procedi-
mientos Federales se establecen las reglas á las cuales queda sujeto
el juicio de expropiación cuando se verifica por el Ejecutivo de la
Unión. Idénticos procedimientos se siguen por los Estados tratán-
dose de propiedades sujetas á su jurisdicción.
Aunque más bien, la cuestión que pasamos á tratar es del dominio
de la ley civil, creemos oportuno dar aunque sea una idea, ya que se
relaciona con el derecho constitucional. En tal concepto, se dice en
esa ley: “El propietario de un terreno es dueño de su superficie y de
lo que está debajo de ella. Por lo mismo, podrá usarlo ó hacer en el
todas las obras, plantaciones ó excavaciones que quiera, salvas las res-
tricciones establecidas en el título de la servidumbre y con sujeción
á lo dispuesto en la legislación especial de minas y en los reglamen-
tos de policía.”
Como se comprende, esta prevención nos induce á ocuparnos muy
especialmente de la propiedad del subsuelo como también del espa-
cio aéreo, ya que pueden uno y otro ser causa de expropiación. En tal
concepto diremos, que procede ésta; y respecto de lo primero, cuan-
do la cosa esté en conexión con la superficie y manifieste el ánimo del
propietario de disfrutarla; pero como las pretensiones de éste pue-
den llegar á exigir una indemnización sin derecho ó á oponerse sin
motivo, se hace indispensable definir los límites de esas propiedades
para resolver si son objeto de expropiación ó si se pueden usar libre-
mente. Ihering, apoyándose en el Derecho Romano y en el Bizantino,
acerca de las minas dice: “que la propiedad del espacio aéreo y del
subsuelo se extiende sólo hasta donde llegue el interés práctico del
propietario.” Pampaloni, en otra fórmula, dice: “La propiedad del es-
pacio aéreo y del subsuelo, se extiende hasta donde lo exige el inte-
rés del propietario, en relación con el uso de que es susceptible el
fundo de que se trata en las condiciones actuales del arte y de la
industria humana.” Gabba, hablando del espacio aéreo, dice: “No
hay, pues, propiedad usque absidera, sino únicamente derecho de
elevar cuanto plazca el edificio propio hacia lo alto, mientras las leyes

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 267

ó las autoridades administrativas no impongan un límite por razo-


nes de seguridad pública y derecho de pretender que nadie ponga
sobre el fundo ó edificio de un ó una construcción cualquiera á tal
altura, que, teniendo en cuenta las condiciones de aquélla, pueda
fundadamente afirmarse que impida la vista hacia arriba, y con esto
la libre circulación del aire.” Agregando respecto del subsuelo: “El
límite de este poder de disfrute es vario, según la naturaleza distin-
ta del cultivo emprendido en el suelo, la naturaleza del terreno y el
grado del progreso de la industria de tal género, prescindiendo del
poder individual de todo poseedor, por ser imposible de determi-
nar con toda seguridad.”
Tenemos en concreto que según las doctrinas antes citadas, hay
propiedad del espacio aéreo, sino el derecho que queda indicado,
siendo reconocido cuando el ocupante primitivo puede extenderlo
más allá que hasta donde sus fuerzas personales y con los instrumen-
tos de que pueda disponer se lo permitan, no sólo para defender di-
cho espacio, sino también para disfrutarlo, estando garantizada la
propiedad del subsuelo cuando el dueño de la superficie manifieste
el ánimo de obtener utilidad, tanto sobre está como sobre lo que está
debajo. Se puede decir en conclusión que faltando las condiciones
mencionadas y garantizada la propiedad contra todo daño, tanto el
espacio aéreo como el subsuelo son de libre uso: como en caso con-
trario estando bien definida la propiedad sobre uno ó el derecho so-
bre el otro, es procedente la expropiación por causas de utilidad
pública.
*
**

En la segunda parte del artículo constitucional se previene que


ninguna corporación civil ó eclesiástica, cualquiera que sea su carác-
ter, denominación u objeto, tenga capacidad legal para adquirir en
propiedad ó administrar por sí bienes raíces, con la única excepción
de los edificios destinados inmediata y directamente al servicio ú
objeto de la institución.” Las razones en que se funda esta disposi-
ción son de un carácter histórico, político y económico, por lo que
hablaremos muy especialmente de la incapacidad para adquirir ó ad-
ministrar bienes raíces en lo que á las corporaciones eclesiásticas se
refiere el artículo constitucional; existiendo en el fondo los mismos
motivos para extender la prohibición á las corporaciones civiles.
En tal concepto, como reminiscencia histórica diremos, que á raíz
del descubrimiento del Nuevo Mundo el Papa Alejandro VI donó las
Indias á los Reyes Católicos, no siendo de extrañar que las corporacio-

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268 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nes religiosas, como las civiles, estuviesen animadas de una desme-


dida codicia para apoderarse de todas las tierras conquistadas; dando
por resultado que los más altos prelados, lo mismo que sus subalter-
nos, salvo honrosas excepciones, descuidando por completo su mi-
sión evangélica se entregaban á todos los escándalos, empleando todos
los medios por reprobados que fuesen para hacerse de la propiedad.
En aquellos tiempos de nada sirvieron las innumerables quejas, en-
tre las que no podemos menos que mencionar, la del impecable Fr.
Bartolomé de las Casas, en la que decía á Pío V, que los ministros de la
religión quedaban obligados por ley natural y divina, como en efecto
están obligados, á restituir todo el oro, plata y piedras preciosas que
habían adquirido, por lo que han llevado y tomado de hombres que
padecían extrema necesidad y hoy viven en ella.” Los mismos fran-
ciscanos que tanto se han preciado por sus sentimientos de caridad,
no vacilaron en consumar todo género de usurpaciones y despojos;
pero parece que todos estos abusos estaban autorizados y perdían su
carácter por la donación papal; diciendo, no sin razón, los naturales
del Cenú, según refiere el Bachiller Martín Fernández de Enciso,
“que el Papa debía estar trastornado (emplearemos esta palabra) al
dar lo que no era suyo, y que el rey, que lo tomaba, sería algún loco.” A
lo que agrega Gomara, “que el Padre Santo debía ser muy franco de lo
ajeno ó revoltoso, pues daba lo que no era suyo; y el rey algún pobre,
pues pedía.” Las Casas, siempre acreedor al merecido tributo de gra-
titud y de respeto, escribió en su historia: “Ni los reyes, ni el Papa que
les dió poder para entrar en las Indias, pudieron despojar á los indios
de sus señoríos públicos y particulares, estados y libertad, porque no
eran moros ó turcos que tuviesen nuestras tierras usurpadas ó traba-
jasen en destruir la religión cristiana ó con guerras injustas nos fati-
gasen ó infestasen.”
En el siglo XVI se pensó en reformar al clero por su relajación y
completa corrupción; pero los encargados de tan importante misión
fueron los mismos interesados en mantener aquel estado de cosas,
no siendo la reforma más que una verdadera utopía, dando por resul-
tado que se siguiese acaparando la propiedad territorial, sin que na-
die se atreviese á poner límites á las desmedidas ambiciones de las
corporaciones; fué necesario que transcurriese casi un siglo para que
nuevamente se pensase en la urgente necesidad de realizar la repeti-
da reforma. Por fin, el año de 1644, la Ciudad de México, entre otras
cosas, suplicó á Felipe IV que no se fundasen más conventos de mon-
jas ni religiosas, por ser excesivo su número y mayor el de las criadas
que tenían; que las haciendas de los conventos se limitasen y se pro-
hibiese el adquirir otras de nuevo, lamentándose en esa súplica que

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 269

la mayor parte de ellas estaban con dotaciones y compras en poder de


los religiosos, considerándose que si no se ponía remedio en breve
serían señores de todo; suplicándose también que viniesen religio-
sos á la Nueva España, encargándose á los obispos que no ordenasen
más clérigos por existir sólo en México, Puebla, Michoacán, Oaxaca,
Guadalajara y Chiapas, más de seis mil sin ocupación ninguna, orde-
nados á título de tenues capellanías. Y por último, que se reformase el
excesivo número de fiestas, porque con ellas se acrecentaba el caudal
de la ociosidad y los daños consiguientes.
Como era de esperarse, estas liberales súplicas y peticiones no fue-
ron atendidas por la monarquía, resultando que, aunque los religio-
sos distribuían sus riquezas entre varias personas, y la mayor parte
recaían, á su muerte en las cooperaciones, pudiéndose decir que casi
toda la propiedad estaba en su poder y bajo su dominio, pues aun
algunas haciendas no se podían cultivar por los particulares si no se
daban á censo, trabajándose en consecuencia con poca utilidad pues-
to que dichos censos importaban más que lo que rendían las tierras
sobre las cuales aquellos estaban impuestos. Si á esto agregamos lo
gravoso de los diezmos y primicias y el sistema de los impuestos
creados por los conquistadores, ya tenemos el cuadro desolador de la
riqueza pública en ese período de la historia. A lo que tenemos que
agregar cómo consideraban á los indios los encargados de atraerlos á
la fé de Cristo. Así decía Fray Juan de Quevedo, Obispo de Darién, en
una junta presidida por Carlos V: “Soy de sentir que los indios han
nacido para esclavitud y sólo en ella los podemos hacer buenos. No
nos, lisonjeemos; es preciso renunciar sin remedio á la conquista de
las Indias y á los provechos del Nuevo Mundo, se deja á los indios
bárbaros una libertad que nos sería funesta... Si en algún tiempo me-
recieron algunos pueblos ser tratados con dureza, es el presente los
indios, más semejantes á bestias feroces que á criaturas racionales. ¿Que
diré de sus delitos y de sus excesos, que dan vergüenza á la misma
naturaleza? ¿Se nota en ellos alguna tintura de razón? ¿Siguen otras
leyes que no sean las de sus brutales pasiones? Pero dicen que el
rigor de sus amos y tiranía de los repartimientos no abrazan la reli-
gión. ¿Que pierde la religión con tales sujetos? Se pretende hacerlos
cristianos, casi no siendo hombres...” Estas palabras puestas en la-
bios de un ministro de Jesucristo, revelan cómo serían los demás
estando alejados de los centros de población donde no, se podía le-
vantar la voz crítica. Se explica por lo mismo, que muchos de los anti-
guos indios después de ser robados, humillados y heridos en todos
sus derechos, prefiriesen el suicidio para libertarse de las violencias
de un clero corrompido, ávido de riquezas, y de no pocos conquista-

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270 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

dores, que después de haber sido indultados en España por sus crí-
menes y delitos, se les enviaba á América, no siendo pocos los que, no
obstante esas circunstancias, se les recompensaron con títulos
nobiliarios en premio de sus monstruosos atentados.
Urquinoa en su obra “España bajo el poder arbitrario de la Congre-
gación Apostólica,” hablando de la riqueza de la Iglesia, se expresa en
los siguientes términos: “Así es que cuando no conocía el poder de
riqueza que le añadieron los príncipes seculares, cuando los fieles no
podían reunirse á tributar el culto al Sér Supremo sin exponer su vida
al cuchillo de los Dioclecianos y Galerios, cuando los subterráneos
eran sus templos, su corazón los altares y las persecuciones sus vigi-
lias: la inmaculada Esposa de Cristo no se presentaba con los atavíos
de nuestras suntuosas catedrales; pero tampoco sufría las
reconvenciones de los pobres, ni los insultos de la irreverencia. Los
adornos de la vanidad mundana no brillaban en la humilde túnica de
sus ministros; pero ardía en su pecho el fuego de la caridad. No te-
nían palacios ni carrozas; pero eran más venerados en las cárceles y
suplicios. No necesitaban pajes ni caudatarios; porque ellos mismos
llevaban, no la cola como bajaes, sino la palma del martirio. No tenían
templos; pero cada casa era uno consagrado á la practica de las virtu-
des evangélicas: sus congregaciones eran más reducidas; pero com-
puestas de los que profesaban la verdadera doctrina. No participaban
con la frecuencia que nosotros de los misterios inefables de la reli-
gión; pero eran más dignos de aproximarse á ellos. La cruz de Jesu-
cristo no salía á ver la confusión, desórdenes y escándalos de nuestras
divertidas procesiones: no se hallaba en las plazas y en los campos
expuesta á profanaciones y al culto artero de la hipocresía; pero estaba
en el corazón de los cristianos. Ellos se distinguían en integridad y
pureza de sus costumbres: en el espíritu de la caridad, desinterés y
amor al bien público; en el respeto y veneración á los príncipes cris-
tianos ó gentiles; en la sumisión á las leyes de sus Estados; por fin, en
la práctica de las virtudes sociales amalgamadas con la religión y man-
sedumbre, como se ve en la Apología de Tertuliano.”
Se explica por lo mismo, que Adriano VI, maestro de Carlos V, le
declarase los abusos de la administración eclesiástica; valiéndole tal
declaración el que el Cardenal Pallavicini dijese de él en la Historia
del Concilio Tridentino, “ser un excelente sacerdote; pero nada más
que mediano pontífice;” á lo que contesta Ladvocat, que la causa de
esta calificación no era otra que la de que tal pontífice quiso reprimir
los abusos de la Corte de Roma, expresándose con los siguientes
conceptos: “Sabemos que en esta Santa Sede hay, hace algunos años,
muchas cosas abominables; abusos en las espirituales, excesos en los

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 271

mandatos, y finalmente todo convertido en iniquidad. Ni es extraño


si la enfermedad ha bajado de la cabeza á los miembros: de los Papas
á otros prelados inferiores, sobre lo cual, por lo que á nos toca ofrece-
rás que pondremos el mayor cuidado en reformar, ante todo esta curia
de donde salió el mal, para que así como ella fué el origen de la co-
rrupción de los inferiores, sea en lo sucesivo, la fuente de donde
mane la salud y reforma de sus vicios: á cuya enmienda nos conside-
ramos tanto más estrechamente obligados, cuanto sabemos el ansia
con que todo el mundo lo desea.”
Como no falta, no obstante lo expuesto, quien desconociendo la
verdad histórica vea en la ocupación de la propiedad y en las prohibi-
ciones á que se refiere el artículo constitucional, verdaderos ataques
contra sus pretendidos derechos, diremos con Wagner, citado por
Lavelaye: “La propiedad y la libertad, muestra la influencia decisiva
ejercida sobre la producción de las riquezas por las formas diferentes
que la Historia ha dado sucesivamente á esos dos derechos. Se ven
así aparecer las relaciones íntimas que ligan la Economía Política al
Derecho, principalmente en los detalles de las organizaciones agra-
rias de las diferentes épocas y de los diferentes países, aquí resalta
una verdad, esencial, generalmente desconocida, y es que la propie-
dad no es un derecho que presente caracteres idénticos y por decirlo
así, necesarios. Ha variado en todo tiempo con arreglo al medio social
en que era reconocida, conforme á las procedimientos del trabajo y
aun con arreglo á los objetos á que se aplica.”
Para comprobar que la propiedad no es un derecho que presente
caracteres idénticos, nos basta recordar que en el pasado los hom-
bres vivían del producto de la caza ó de sus rebaños: que mientras
la agricultura es esencialmente extensiva, el suelo pertenece en
común á la tribu entera; pero á medida que el modo de explota-
ción se perfecciona exigiendo el empleo de un capital mayor, al
mismo tiempo que el ganado, ocupa menos lugar en la economía
rural y la carne en la alimentación, la propiedad privada se extien-
de haciendo desaparecer poco á poco los bienes comunales de los
pueblos, llegando al fin á no dejar nada para el uso colectivo. Tales
son las causas de que el beneficio, el feudo, la mesa episcopal, la
propiedad de los conventos, el colonato, la posesión de manos
muertas, tuviesen en una época un carácter precario muy distinto
de la propiedad absoluta y exclusiva que el derecho moderno tie-
ne adoptada.
Se ha reprochado como una invención de los hombres de la Refor-
ma, no sólo el haber ocupado la propiedad de las corporaciones, sino
también el haber prohibido ó desconocido su capacidad para obtener

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272 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

bienes raíces ó administrarlos. Estas disposiciones inspiradas por la


necesidad y la conveniencia, se puede decir que han sido dictadas
desde muy antiguo, como se puede ver de distintos pasajes históri-
cos que tomamos al acaso. Los antiguos jurisconsultos romanos, se-
veros en sus máximas, acostumbrados á mirar á toda especie de
comunidad como personas inciertas que no podían ser objeto de la
voluntad de un testador, y persuadidos por otro lado de todo lo que
importa el no abrir esta puerta á los cuerpos ó repúblicas para enri-
quecerse con los bienes de los particulares, ya pensaron que los cole-
gios, las ciudades y todo lo que se llama con el nombre general de
universidad, no eran capaces de adquirir por disposiciones universa-
les ó particulares. Estas prescripciones se observaron con tal exacti-
tud que el Senado tuvo necesidad de interponer su autoridad para
aceptar y confirmar la institución de heredero que el rey Attalo hizo
en favor del pueblo romano. Los primeros emperadores respetaron
esta jurisprudencia, no siendo sino hasta el Imperio de Adriano y más
bien del de Marco Aurelio, cuando se comenzó á relajar la severidad
de las instituciones del derecho civil, con el hecho de permitirse á los
colegios y á las sociedades autorizadas por la ley el beneficio de las
mandas particulares y luego las universales; sólo la Iglesia Cristiana
mirada como juntas profanas, quedó exceptuada de la ley general;
pero en tiempo de Constantino, á la vez que le proporcionó la paz, no
sólo la enriqueció con sus liberalidades, sino con las de todos los
fieles, concediéndose en esta época entera libertad á toda especie de
personas, cualquiera que fuese su condición y sexo, para que pudie-
sen dejar por testamento sus bienes á la Iglesia. Como era de espe-
rarse, bien pronto se advirtió que tantas libertades degeneraban en
visibles abusos, comprendiéndolo así la propia Iglesia, al extremo de
sentirse avergonzada de la codicia insaciable de sus ministros, dando
lugar á que los emperadores Valente y Valentiniano, procurasen con-
tener tanto desorden, prohibiendo que las viudas, los menores y las
diaconizas pudiesen disponer de sus bienes muebles y raíces por
donación entre vivos ó por testamento á favor de los eclesiásticos. El
emperador Teodosio redujo la prohibición á los bienes raíces y las
donaciones mortis causa. Los emperadores Marciano y Justiniano,
pusieron en vigor la ley de Constantino, renovándose todos los abu-
sos á que se prestaba, sin que fuese suficiente la oposición de algunos
obispos, verdaderamente cristianos y los que consideraron ser un
despojo el que sus iglesias se enriqueciesen con herencias dejadas
con mengua de los hijos, de los parientes ó de aquellos á quienes les
tocaban legítimamente. En vano los jurisconsultos clamaron contra
estos despojos contrarios á los derechos de la sangre y de la naturale-

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 273

za. Inútil que invocasen los principios de la utilidad pública ó los de


las salus populi, una vez que la ambición había llegado hasta corrom-
per las conciencias, al grado de que los penitentes y lo que es peor
aun, los que estaban en artículo de muerte, se les arrancasen sus
herencias ó patrimonios para dejarlos á la Iglesia con título de fidei-
comiso, para distribuirlos en obras pías, aplicarlos á los conventos ó
para fundar capellanías, etc. No fueron suficientes para evitar las per-
suasiones sugestivas y los fraudes de los eclesiásticos todo el empe-
ño con que se quiso que se cumpliese el auto tercero, título 10º, Libro
V de la Recopilación y la Real Cédula de 13 de Febrero de I783; por-
que el clero contaba con poderosos elementos sobre la conciencia,
para burlar la ley, aparte del empleo de incontables maniobras frau-
dulentas para acumular sus inmensas riquezas.
A partir del Emperador Constantino, es de donde provino la capaci-
dad de la Iglesia para adquirir, y tan luego como aquél se vio dueño del
Imperio Romano, mandó restituir á las Iglesias todo cuanto sus per-
seguidores le habían quitado, promulgando además una ley en que
se permitía la donación de bienes raíces hecha á su favor. Sabido es
que habiendo salido Roma á principios del siglo IV casi por completo
de la idolatría, los emperadores dejaron á la Iglesia la facultad de
adquirir. Es notable el hecho que San Jerónimo reconociese que esa
facultad era un privilegio civil y temporal concedido por los sobera-
nos, mirando como perjucliciales y nocivas las disposiciones de
Valentiniano, Teodosio y Arcadio, que también concedieron á las Igle-
sias la capacidad mencionada, reprobando tales adquisiciones como
contrarias al Evangelio.
Carlo Magno en sus Capitulares estableció que cada Iglesia pudie-
se adquirir cierta porción de tierra cultivable, y los Reyes Godos, por
lo que toca á España, les conservaron las posesiones que tenían antes
de la conquista, adquiriendo otras hechas por los mismos conquista-
dores y conquistados, siendo el rey Chindasvino el primero que dió
estabilidad á las donaciones hechas á las catedrales ó parroquiales,
quedando exceptuados únicamente de esta regla los monasterios,
que por entonces no tenían capacidad para adquirir. Las leyes godas,
pues, ó del Fuero Juzgo, quedaron en vigor después de la invasión de
los sarracenos y restauración de España, refiriendo la ley 231 de Esti-
lo, la práctica usada para la adquisición de bienes de manos muertas;
pero ya en esa misma época, en virtud de la pesquisa que se hizo de
los derechos de la Corona, resultó que la Real Hacienda demandase
en el Reino de León, los heredamientos que fueron mandados ó
dejados á las iglesias ó capellanías. Durante el reinado de Carlos III,
el Conde de Campomanes, decía: “Las Cortes claman, desde el

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274 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

reinado de Carlos I contra las adquisiciones de manos muertas,


anunciando la próxima destrucción del reino si no se alejaba, po-
niendo la prohibición absoluta de adquirir, y aun obligándolas á
vender á seglares los bienes raíces sobrantes, reduciendo en los
claustros á un justo número sus individuos.” Diciendo Covarrubias
á principios del siglo pasado: “Cuántas fundaciones se dan hecho
por sugestión en las confesiones y vías que en el siglo no son lícitas
y mucho menos en el fuero interno. El abuso de adquirir por todos
los caminos las manos muertas, ha producido que las comunidades,
que habían renunciado al mundo, se convirtieran en casas de co-
branza y las de los vecinos en casas de mendicantes, viniendo las
cosas por orden inverso á volverse contra su propia institución, esto
es, rico el que profesa pobreza y pobre aquel que necesita bienes
para mantener á su familia, propagar la especie humana y sufrir los
cargos de la República.” Más antes Don Diego Arredondo Agüero,
Contador de Su Majestad Felipe IV, le propuso á este monarca: “El
Estado Eclesiástico y Religiones han crecido de algunos atrás á esta
parte en número de personas, fundaciones de iglesias, monaste-
rios, capellanías, dotaciones de obras pías, posesiones de bienes
raíces, juros y rentas, de manera que en gente es muy numeroso
respecto al estado seglar, que en el mismo se ha disminuido; y en
substancia de hacienda, tiene la mejor parte del reino. Y al paso que
lleva por mandas y fundaciones de obras pías, que tanto se usan, y
por meterse en las religiones, los hijos é hijas de hombres ricos y
llevar sus legítimas, y no se le pone límite, regulando cuarenta años
venideros por otros tantos pasados en ellos, vendrán á ser bienes
eclesiásticos, y se convertirán en espirituales los raíces que pueden
ser de provecho, y los juros y rentas que no estuvieren incorporados
en mayorazgo, con que jamás saldrán de ese estado. Y puesto en él
y en los mayorazgos la hacienda y substancia del reino, se estrecha-
rá y disminuirá el pueblo, nervio y principal alimento de la Repúbli-
ca; de suerte que se disfrutaría mucho su reparto, y muchos hombres
con el aprieto de la necesidad, por no tener haciendas propias en
que vivir y sustentarse, dejan sus tierras y naturalezas; lo que no
harían si los tuviesen, que el amor de ellas los detendría en su crianza
y labranza con beneficio general del reino.”
Por todo lo expuesto, se viene en conocimiento, que la prohibición
para la adquisición de bienes raíces de que venimos hablando, no fué
la invención del día, comprendiéndose desde muy remotos tiempos
que ellas eran opuestas á la sólida constitución del Estado; recono-
ciéndose igualmente que la capacidad para adquirir y poseer, depen-
dió de la autorización del poder público reconociéndolo así los

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 275

mismos Padres de la Iglesia, como se desprende del hecho de que


San Agustín reprendiese á los clérigos de su tiempo cuando inventa-
ron decir lo contrario; lo mismo que San Ambrosio, que sostuvo siem-
pre que á la Iglesia, según el Evangelio, sólo le corresponde el reino
espiritual.
Si la Iglesia, pues, acepta las ideas de fraternidad y desapego de este
mundo, desterrando el sentimiento de lo mío y de lo tuyo, despren-
diéndose de sus miembros el egoísmo y el vil interés, para obedecer
sólo á la idea cristiana de tender la mano á los desgraciados ó los
desheredados que reclaman su puesto, se tendrá que convenir que
debe aceptar no humilde y resignada la disposición del artículo cons-
titucional y todas las leyes que de el emanan, sino en obedecimiento
ó sus doctrinas y principios, de acuerdo si se quiere, con el modo de
pensar de los santos que pasamos á citar, por mucho que no estemos
conformes con sus doctrinas.
“La Naturaleza ha establecido la comunidad, la usurpación, la pro-
piedad privada” (San Ambrosio). “La opulencia es siempre el produc-
to de un robo; si éste no ha sido cometido por el propietario actual, lo ha
sido por sus antepasados” (San Jerónimo). “En buena justicia todo
debería pertenecer á todos. Es la iniquidad la que hace la propiedad
privada” (San Clemente). “El rico es un ladón” (San Basilio). “El rico
es un bandido es necesario que se haga una especie de igualdad, dán-
dose uno á otro lo superfluo. Más valdría que todos los bienes estuvie-
sen en común” (San Juan Crisóstomo). En fin, ¿como podría contestar
la propia Iglesia á las palabras de Cristo, cuando predicó la fraternidad
entre los hombres, la caridad, la igualdad, la honra al trabajo, la rehabi-
litación del pobre por ese medio y la condenación del rico ocioso? Es
claro que sólo de un modo: despojándose de sus inmensas riquezas
para que sus altares resplandezcan, acatando las disposiciones de la ley
constitucional que el Estado dictó en uso de su derecho y como una
exigencia requerida por las reformas económicas y sociales. Pero esto
para la Iglesia es casi un imposible, puesto que una de sus ilusiones es
la de reivindicar lo que ella llama sus derechos adquiridos: mejor di-
cho, no contenta con seguir clandestinamente acaparando la propie-
dad raíz, pretende hacer lo mismo á la sombra de las leyes, para volver
á su antiguo poder.
Cuando invoca, pues, la idea cristiana y la radical inhabilidad del
individuo para ser propietario, lo que quiere es la servidumbre uni-
versal, la perfecta indigencia; sus protestas, por lo mismo, no se diri-
gen contra su propiedad, lo que la irrita é indigna es la de otro; quiere
aumentar y no disminuir su riqueza y querría llamarlo todo suyo si
esto dependiera de ella.

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276 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Escritores modernos, entre los que encontramos desde luego á


nuestro apreciable amigo D. Agustín Verdugo, opinan en sentido con-
trario; al efecto, dice: “La desamortización era necesaria porque el
clero tenía estancada la propiedad: en consecuencia, la ley debía mo-
vilizarla y fraccionarla, y para hacer más seguro este beneficio social,
declarar á las Comunidades Religiosas incapaces de adquirir en lo de
adelante, o suprimirlas para siempre. Que éste sea el lenguaje de las
pasiones levantadas en días de perturbación y tumulto, nos lo expli-
camos; pero que así hable la razón serena y que tal sea el consejo de
los legisladores, nos parece imposible. Desde antiguo era definida la
propiedad, jus utendi et abuntendi, el derecho de usar y abusar libre y
ampliamente de lo que nos pertenece á título de dominio. La propie-
dad en cuando á su posesión, uso é inversión, no tiene más límite,
que la propiedad ajena. De aquello que es nuestro, porque representa
nuestro trabajo ó el de aquellos que nos lo han donado, nadie puede
despojarnos, nadie, ni el mismo legislador, que está más obligado
que los particulares á obrar siempre conforme á la justicia. ¿Por qué si
el individuo puede conservar su propiedad logrando; mediante pres-
cripciones testamentarias, que ella no salga, á través de las generacio-
nes, de manos de sus herederos, no ha de poder lo mismo el Clero
Católico, de cuyos miembros no se dirá que se ha borrado la naturale-
za humana? ¿Por que si un hombre puede conseguir que el depósito
de sus propiedades se transmita íntegro de familia en familia, ha de
suceder lo contrario cuando ese hombre se asocia con otros hombres
para fines religiosos y caritativos? No lo comprendemos. Hay aquí un
hecho de la voluntad humana que en vano se pretende destruir ó
hacer á un lado. Desestancar ó desamortizar la propiedad, son cosas
que no se explican ni compadecen con la justicia, si han de hacerse
por medios directos y agresivos y á nombre de la ley, la cual, así como
no crea y sí sólo reconoce la propiedad que nace del trabajo, tampoco
puede suprimirla ó arrebatarla. Tan es así, que aun extremándose las
medidas del legislador para lograr aquel fin, el mal que se trata de
impedir es y será, siempre posible. ¿Quién impedirá que la propiedad
de los individuos ó de las familias también se estanque y amortice, si
tal es su voluntad? Esto puede observarse en todos los países donde
se ha pretendido llevar á cabo la desamortización, y muy principal-
mente entre nosotros. En vez de varias Comunidades Religiosas pro-
pietarias, México tiene hoy muy contados individuos propietarios por
la adjudicación, los cuales, si así lo quieren, pues para ello tienen
derecho por la ley, continuarán la historia de la propiedad muerta.
Esto prueba que los medios empleados por el legislador han sido
perfectamente ilusorios, como sucede siempre con todos aquellos

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 277

que están en contra de los principios naturales. Desestancar y des-


amortizar, que en nuestro derecho público y civil se traducen por
estas palabras: no pueden las Comunidades Religiosas adquirir pro-
piedades: carecen de personalidad jurídica, son términos vacíos de
sentido filosófico, que no corresponden, dados los medios emplea-
dos para ponerlos en práctica, á ninguna realidad concreta en el orden
del derecho. Permitimos que el fin del legislador haya sido noble y
patriótico, á lo menos al dar la ley de 25 de junio de 1856; pero soste-
nemos que el sistema destinado á realizarlo se resiente mucho de la
infracción apasionada de ciertas leyes demasiado elementales del
orden social, y que dada la forma con que fué puesto en práctica entre
nosotros, es á saber, la absoluta é inmediata expropiación en nombre
del Estado, se parece mucho á la legislación despótica de la India, de
la cual dice Niebor: “En Ia India el soberano es el único propietario
del suelo. El puede, cuando le place, recobrar el campo que cultiva el
ryot.” Esto es tan evidente, que entre los mismos más entusiastas
sostenedores de nuestras leyes de reforma, no faltaron algunos que
como el Sr. Vallarta, miembro de los más distinguidos del Congreso
Constituyente de 1856, dijeran con motivo de la extinción y expropia-
ción de la Compañía de Jesús, las siguientes significativas palabras:
“Bien está que “en los Estados Unidos é Inglaterra se toleren los
jesuitas: en estos “ países, el principio de tolerancia domina en su
organización, hasta “el extremo de vencer con ventaja el elemento
teocrático que los “jesuitas animan. Muy obtusa sería la inteligencia
de quien no “pudiera conocer cuán profunda es por desgracia la dis-
tancia que media “entre aquellos países cultos y el nuestro, y como no
sólo no puede “establecerse una proporción de comparación entre
ellos, sino “que hasta proponerla no prueba más que ignorancia com-
pleta ó “mala fé profunda.”
“Si en teoría, pues, el principio de la tolerancia nos obliga á permitir
“á los jesuitas, en el terreno de la práctica, los hechos, la situación
“presente, la política del país, nos están diciendo que seguir “así con-

secuencias lógicas sin parar mientes en los escollos que en “la practi-
ca presentan los hechos, es lo mismo que viajar sobre un
“mapa–mundi.” Apliquemos, como no pueden menos de aplicarse,
estas reflexiones á todas las Comunidades Religiosas, y nos conven-
ceremos de que las leyes contra ellas promulgadas y ejecutadas en
nuestro país, han sido la consecuencia del estado de atraso y falta de
cultura en que los legisladores constituyentes veían á la Nación, con-
trarias al principio de libertad y á la teoría de lo justo; el grito, en fin,
demagógico de un partido dominante y como la turbia espuma de
una época rebotada y tumultuosa; mas no la expresión de la verdad y

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278 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

del derecho, que como imágenes de Dios sobre la tierra son


inmaculados, eternos y de todos los tiempos.”
Agrega el escritor citado: “En 5 de Febrero de 1857 se promulgó la
Constitución política de los. Estados Unidos Mexicanos, la cual, en
su artículo 27, después de declarar, que la propiedad de las personas
no puede ser ocupada sin su consentimiento, sino por causa de utilidad
pública y previa indemnización, repitió lo ya constante en los artícu-
los 8 y 25 de la ley de 25 de Junio de 1856.”
Por la ley de 10 de Agosto de 1857 se declaró (art. 26), que son
inhábiles para heredar por testamento y aun para adquirir legados
(frac. 3ª): la iglesia, convento ó monasterio del confesor del testador
(frac. 4ª); las manos muertas, si la herencia ó legado consistiere en
bienes raíces.
Como se ve, hasta aquí, salvos algunos atentados de carácter arbi-
trario y abusivo de que había sido víctima el Clero Católico, el legis-
lador no había desconocido la propiedad eclesiástica, sino para
obligar á sus dueños á convertirla en numerario, impidiéndoles que
adquiriesen en lo adelante bienes raíces por cualesquiera títulos.
Además, la ley de 25 de Junio de 1856, se refería también á las
corporaciones civiles, y dejaba subsistentes las Comunidades Reli-
giosas en 12 de Julio de1859 se dió una ley privativa y especial, que
debía borrar hasta la última sombra de las Corporaciones Religiosas
y de sus propiedades.
Por el art. 1º se declaró que entraban al dominio de la Nación todos
los bienes que el clero secular y regular había estado administrando
con diversos títulos y fuera cual fuese la clase de predios, derechos y
acciones en que consistieran y el nombre y aplicación que tuviesen...
Recomendamos al lector por su importancia, la consulta de las le-
yes citadas y las demás que con ella se relacionan, concretándonos
por ahora á dar á contestación, con todo el respeto que nos merece al
Sr. Lic. Verdugo, lo mismo que á los que discurran como él. En primer
lugar el autor mencionado y aunque no lo dice francamente si deja
entender que al hablar de la llamada propiedad del clero, toma sus
posiciones sobre el terreno de la religión, en el dominio de lo sagra-
do, mejor dicho de lo ideal, é invocando lo que llama derechos de la
Iglesia no hace otra cosa que ponerlos en lucha contra otros derechos,
procurando convencer de que los constituyentes cometieron una in-
justicia. Si, pues, remontamos á los antecedentes históricos sobre la
capacidad de la Iglesia para adquirir, por muchos esfuerzos que se
hagan, siempre se llegará á la misma conclusión que siendo un dere-
cho humano, es un otorgamiento, un don, una concesión. Ahora bien,
vamos á suponer que los bienes raíces de la Iglesia los adquiriese en

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 279

propiedad, al grado de que ésta se pueda definir como en el Derecho


Romano: jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratio patitur. De
todos modos resulta que tal propiedad no puede vivir más que gracias
al derecho, siendo éste su única garantía; y como esos bienes sólo se
tenían en administración, se tiene que convenir que nunca se tuvo
sobre ellos la propiedad legítima garantizada, que es la que está san-
cionada por el derecho, y la que, para que se repute como tal, es indis-
pensable que tenga como condición el poder, pues de su peso se cae
que en cualquier momento que los bienes se escapen, sea cualquiera
la fuerza que los quite, la propiedad y aun la posesión,
indispensablemente queda extinguida. Es evidente, por lo tanto, que
la repetida propiedad, sólo es de quien sabe tomarla y guardarla, y
como el Estado es el único que decide sobre ella, de su peso se cae
que así como hizo concesiones á la Iglesia para adquirir, del mismo
modo pudo establecer la prohibición para lo mismo. Decir, pues, que
el Estado recogió arbitrariamente á las corporaciones civiles ó ecle-
siásticas los bienes de que hemos venido hablando, tanto equivale
como afirmar que se ha robado á sí mismo. Sin que se pueda combatir
esta idea con el hecho de decirse que se trata de derechos adquiridos,
los males siempre serían así, si llevasen en su corazón la autorización
del Estado. Además, todos los repetidos bienes raíces, y cualquiera
que sea el título que se invoque, estaban sometidos á condiciones,
entre otras y muy principalmente, para el objeto de las instituciones
eclesiásticas; abolidas la propiedad tenía que volver á quien le había
otorgado, aparte de que es ridículo pretender que exista una propie-
dad exclusiva si está sujeta á condiciones, una vez que solamente
incondicionado se puede ser propietario. En conclusión, diremos que
todo lo que dice el Sr. Verdugo, en defensa de sus principios, ya sea
que invoque á la religión, á Dios ó al derecho, una y otros no hacen
dueño de nada á nadie, más que consintiéndolo el Estado, el cual es
el único propietario; puesto que el individuo, ya se le mire como tal ó
como persona moral y por lo que toca á sus miembros, no son más que
arrendatarios, poseedores si se quiere, vasallos, súbditos ó ciudada-
nos. Por mucho, pues, que se invoque el derecho por las corporacio-
nes eclesiásticas, aquél sólo puede tenerse siempre que la sociedad
lo dé ó lo reconozca; mientras no sea así, es absurdo invocarlo: por la
razón de que, lo que en una sociedad es conforme á derecho, por estar
formulado como justo, es por ser arreglado á la ley, y es deber de todo
ciudadano el de respetarla, debiéndosele aplicar la frase da Euripides:
“Nosotros servimos á los dioses cualesquiera que sean.” Para termi-
nar agregaremos que el Estado no puede subsistir, sino á condición
de tener una voluntad soberana, considerada como expresión de la

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280 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

voluntad individual, siendo indispensable que ninguno tenga una


voluntad contraria á sus fines, y como las corporaciones tal cosa era lo
que pretendían, se vió obligado á excluirlas, ya que las tendencias de
éstas eran las de suprimir aquél. Por último diremos con Stirner: “La
fuerza solo decide de la propiedad, el Estado (ya sea el Estado de los
burgueses, de los indigentes ó lisa y llanamente de los hombres),
siendo el sólo fuerte, es también el sólo propietario. Yo, el único, no
tengo nada, no soy más que un colono en las tierras del Estado, soy un
vasallo, y, por consecuencia, un servidor. Bajo la dominación del Esta-
do, ninguna propiedad es de Mí.”
“Desde el día en que los romanos no tuvieron ya la fuerza de opo-
nerse á los germanos, Roma y los despojos del mundo que diez siglos
de omnipotencia habían acumulado dentro de sus murallas, perte-
necieron á los vencedores, y sería ridículo pretender que los romanos
quedaran, no obstante, sus legítimos propietarios.”
En idéntico sentido, no habiendo hecho la Iglesia la propiedad que
poseía, sino siendo debida á la ley, y teniendo su existencia toda ente-
ra por consentimiento de esa misma ley, la misma pudo hacer que
volviese dicha propiedad á quien pertenece y siempre ha perteneci-
do, á la Patria, al Pueblo, al Estado.
Si, por otra parte, examinamos la cuestión de la adquisición de
bienes raíces en el sentido económico, tendremos que convenir
que la Iglesia con su régimen sólo redujo á la sociedad á un estado
de necesidad y destrucción, impidiendo que por tal motivo los indi-
viduos se pudiesen mover holgadamente en aquel caos de ruinas,
producto de la absorción de todos los bienes y capitales; una vez
que las riquezas acumuladas por el clero no entraban en la circula-
ción, donde por resultado que se contasen por millones á los mise-
rables y por docenas á los insolentes que no habían hecho nada para
adquirirlas, poseyendo sin remordimiento, á la vez que contempla-
ban la desigualdad sin caridad.
*
**

La única excepción para que las corporaciones civiles o eclesiásticas


tengan capacidad legal para adquirir en propiedad ó administrar por sí
bienes raíces, es la de los edificios destinados inmediata y directa-
mente al servicio ú objeto de esas instituciones, habiéndose amplia-
do la prohibición para que tampoco se puedan tener capitales impuestos
sobre dichos bienes, según el art. 3º de las Adiciones y Reformas de
25 de Septiembre de 1873. Antes de pasar adelante, debemos hacer
constar que la propiedad de los terrenos pertenecientes á las anti-

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 281

guas comunidades de los indígenas están respetadas por la ley, prohi-


biéndose únicamente las que revestían un carácter perpetuo, razón
por la cual la propia ley ordenó que fueran repartidos entre los indivi-
duos que formaban tales comunidades.
Volviendo al estudio de la propiedad de los edificios destinados
directamente al servicio de tal ó cual institución y especialmente si
es religiosa, se puede tropezar con algunos inconvenientes que apa-
rentemente pongan en conflicto las disposiciones del derecho civil
con las del público. A efecto de no confundirnos, no hablaremos de la
propiedad que el Estado tiene sobre los edificios destinados á esta ó
á la otra institución, una vez que es sabido que en ellos el clero no
tiene más que la administración; hablaremos en tal virtud, de la pro-
piedad de tales edificios obtenida por compra legítimamente realiza-
da de los existentes después de estar en vigor las Leyes de Reforma
y de los que se han edificado debido á la iniciativa privada ó á la piedad
de alguna corporación. En tal concepto, según las prescripciones del
Derecho Civil, la propiedad es el derecho de gozar ó de disponer de
una cosa, sin más limitaciones que las que fijen las leyes, pudiendo
ser objeto de apropiación todas las cosas que no estén excluídas del
comercio por su naturaleza ó por disposición de la ley. Estando fuera
del comercio, por su naturaleza, las que no puedan ser poseídas por
algún individuo exclusivamente; y por disposición de la ley, las que
ella declare reducibles á propiedad particular. Además, sabido es que,
entre otro de los requisitos que deben tener los contratos, se requie-
re que su objeto sea lícito, reputándose tal lo que no es contrario á la
propia ley ó á las buenas costumbres. Ahora bien, lo primero que se
tiene que resolver es, si los edificios destinados directa ó inmediata-
mente al servicio del culto, están ó no fuera del comercio. Por su
importancia nos parece conveniente transcribir algunas doctrinas
relacionadas con el asunto que hemos indicado. El Tribunal de Casa-
ción de Florencia, en sentencia de 16 de Febrero de 1888, declaró
fuera del comercio á las Iglesias, considerándolas, no como cosas des-
tinadas al use público, ó de dominio público sino como cosas sagra-
das; y aun cuando observó que las cosas sagradas no las considera el
Código Civil, afirmó que debían estimarse aún sometidas al Derecho
Canónico público anterior, y por tanto, fuera del comercio, declaran-
do lo propio el Tribunal de Casación de Roma en 19 de Marzo de
1890. En la jurisprudencia europea, pues, domina la opinión de que
las cosas sagradas, y en particular las iglesias, son cosas extra
commercium. Los autores siguen dos caminos distintos para esa con-
clusión, diciendo unos que el carácter general de bienes eclesiásti-
cos corresponde á las cosas sagradas; mientras los otros consideran

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282 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

su carácter particular de cosas consagradas al culto. Mortara es con-


trario á la tesis de que las iglesias estén extra commercium, diciendo
que éstas, y en general las cosas sagradas, no son res nullius, siendo
propiedad de las instituciones eclesiásticas, estando sometidas á las
leyes civiles, y por lo mismo, substraídas al imperio del Derecho Ca-
nónico, siendo á la vez enajenables, aun cuando la validez de esa
enajenación exige el consentimiento del gobierno. En cuanto á las
iglesias parroquiales, en particular, el mismo autor opina que la insti-
tución eclesiástica á quien pertenece, es la de las fábricas. Chironi es
también contrario á la tesis de que las cosas sagradas y las iglesias
sean res extra commercium agregando que por el derecho canónico,
fundado en el romano, las res sacrae; res benedicate, son extra
commercium; pero no res nullius, como en el derecho romano; porque
corresponden á la Iglesia, representada por las instituciones, de las
diócesis y de las parroquias. Observa el mismo autor que en Francia,
después de la desamortización de los bienes eclesiásticos, y después
del Concordato, los bienes que fueron restituídos á la Iglesia, conti-
nuaron atribuyéndose al dominio público, y por esto sólo extra
commercium, sin distinción entre cosas sagradas y no sagradas. En el
derecho italiano, todas estas cosas no pueden reputarse extra
commercium; porque no pertenecen al dominio público, porque la ley
las declara enajenables, no debiendo incluírse en el número de los
bienes de ese dominio, en virtud de su destino al uso público. Gabba,
siente repugnancia hacia la doctrina favorable á que las cosas sagradas
estén en el comercio, diciendo que los autores citados no han plan-
teado bien la cuestión, ni la han formulado en su verdadero terreno;
agrega: “Uno y otro niegan, en substancia, que no están en el comer-
cio las cosas sagradas, porque estas no son res nullius, ni bienes de
dominio público sino que, en su opinión, son propiedad de las insti-
tuciones eclesiásticas, cuya enajenación exige sólo el asentimiento
del gobierno. Confunde en efecto, la cuestión del carácter enajena-
ble de las cosas con la de su pertenencia, y hé ahí el error en que han
incurrido. Porque, lo que es en sí, las cosas sagradas son comerciables,
y esta cuestión no se relaciona con la de su pertenencia. Ciertamente
si las cosas sagradas no pertenecen á personas morales eclesiástica,
como parroquias ó diócesis ó bien particulares que las hubiesen des-
tinado á un uso propio y público á un mismo tiempo, ó sólo al primero,
y pertenecen al dominio público, serían por eso sólo enajenables,
porque el legislador las habría adscrito al dominio público precisa-
mente para ponerlas fuera del comercio. Pero si se deben estimar
pertenecientes á personas morales ó privadas, como en Francia, no
cabe por ese solo motivo, esto es, porque no pertenecen al dominio

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 283

público, admitir que están en el comercio; pues no es incompatible el


hecho de que pertenezcan las cosas sagradas á personas morales ecle-
siásticas o á otras, con su exclusión del comercio; podrían aquellas
pertenecer á esos sujetos y al propio tiempo estar fuera del comercio;
pertenecerlas, en suma, á condición de que no pudieran ser enajena-
das ni caer en otras manos; bastaría que la ley así lo dispusiera...”
Quien ahora haga el estudio de esta cuestión, puede creer al pronto
que en las consideraciones de Chironi y de Mortara, se puede
fundadamente inferir una respuesta negativa. Admitido, y al pronto
parece que cabe admitirlo, que las cosas sagradas sean aquellos bie-
nes correspondientes á las instituciones eclesiásticas, no cabiendo
reputarlas fuera del comercio, no sólo porque pertenecen á esas insti-
tuciones antes que ser res nullius ó sean públicas, sino porque todos
los bienes de las instituciones eclesiásticas están sometidos á las
leyes civiles, salvo la aprobación gubernativa, para su enajenación, lo
que excluye la hipótesis de que no estén en el comercio. Y esto creen
los citados profesores, y con ellos el Tribunal de Genova. Pero, real-
mente; no puede aceptarse tal razonamiento...
Ahora bien, las cosas sagradas no son, en verdad, bienes patrimonia-
les de ninguna institución eclesiástica, parroquia, diócesis; nunca fue-
ron considerados como tales; y así, pues, el art. 434 del Código Italiano,
piedra angular del argumento, favorable á la tesis combatida, nada
tiene que ver con las cosas en cuestión.
Las iglesias, los ornamentos sagrados, los adornos sagrados, una
vez hecha la consagración, y mientras esta subsista, no pueden consi-
derarse como bienes patrimoniales de la Iglesia, no están asimilados
á los beneficios, á las prebendas ni á los demás bienes análogos que
constituyen los medios temporales para la subsistencia de las igle-
sias y de los eclesiásticos. ¿Necesita esta demostración alguna ante la
razón ni ante la historia? Enseña Einecio, citado por Palladini,
L’Alienabilita, Turin, 1896 pág. 361. A rebus sacris hodie discermuntur
res eclesiasticae, quae non inmediato, red mediato tamtum, cultui divi-
no inserviunt, veluti aerariun eclesiasticum, agri, praedique ad ecclesias
pertinentia. Y respecto de estas segundas cosas, añade: Facilius
alienantur, si id espediat ecclesiae, de las sacras, en cambio: Neo alienari,
neo obligagari possunt... Después de otras consideraciones dice el au-
tor citado: “Las cosas sagradas, en cuanto correspondan á entidades
eclesiásticas, v. gr., parroquias, diócesis, pueden considerarse como
una especie de dominio eclesiástico, el cual se pone al lado del civil,
distinto de éste, pero teniendo al fin el mismo fundamento y signifi-
cado jurídico. Pues no pudiendo ninguna cosa estar hoy sin dueños,
dado se ve que toda cosa, sea sagrada ó profana, que no esté en el

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284 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

comercio, y al propio tiempo no es objeto de propiedad de persona


física, pertenece, ó á la universalidad, ó á agregaciones menores ó
comuniones de ciudadanos, como las parroquias y las diócesis. Las
comuniones de los fieles parroquianos ó diocesanos, pueden consi-
derarse personas; como tal se considera la universalidad de los ciu-
dadanos ó el Estado; siendo muy plausible esta coincidencia entre el
dominio eclesiástico, correspondiente á la comunión de los creyentes,
y el civil, de la universalidad de los ciudadanos. Son estos dos domi-
nios, con muy igual razón y sentido, aun cuando sólo el segundo
pueda llamarse público, en el sentido de que el Estado, como repre-
sentante de la nación, según Chironi, lo cuida y lo administra sin ser
su verdadero propietario.”
“Las cosas sagradas deben estimarse ante nuestro derecho fuera
del comercio: 1º, porque no hay texto positivo que, implícita ó explíci-
tamente haga considera lo contrario que las confunda con los bienes
eclesiásticos; 2º, porque esa tesis pone en buena armonía el reconoci-
miento del derecho canónico en materia de cosas sagradas, con lo
universalmente hecho en tantas otras materias jurídico-eclesiásti-
cas, y completa así la distinción y la independencia de estos dos órde-
nes de principios, cuyo conjunto constituye el sistema del derecho
vigente, mientras la tesis contraria, violenta la letra de las leyes civi-
les, mutila y desenvuelve el sistema del derecho, ofendiendo al pro-
pio tiempo la conciencia religiosa de la nación.”
Arturo Leon opina: “que las cosas sagradas están fuera del comer-
cio; pero cree que no se debe confundir la cuestión de alienalidad de
una cosa con la de su pertenencia, no conceptuando que las cosas
sagradas sean del dominio público y por tanto inalienables.” Giorgi
es de opinión que las iglesias están fuera del comercio; pero las des-
tinadas al uso público: Las razones que aduce este autor en pro de su
tesis, tienen una triple ventaja: la de armonizarse con una doctrina
más general sobre las relaciones entre el derecho civil italiano y el
canónico; la de responder á la conciencia nacional y la de tener en su
pro una tradición secular.
Veamos, aunque sea ligeramente, lo que sobre el particular dispo-
nen nuestras leyes. En el decreto de 18 de Diciembre de 1902, se
previene, art. 1º, que: “Los bienes inmuebles de la Federación, se
dividen en dos clases: I, bienes de dominio público ó de uso común
y II bienes propios de la Hacienda Federal,” diciéndose en el art. 19:
“Quedan equiparados á los bienes destinados á un servicio público,
los templos y sus dependencias, atrios y casas curales, cuya propiedad
pertenezca á la Nación, cuando dichos inmuebles estén legalmente
abiertos al servicio de algún culto” y en los arts. 20 y 21 respectiva-

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CAP. III.— DEL DERECHO DE PROPIEDAD 285

mente: “El Ejecutivo de la Unión, al destinar á determinado servicio


público algún terreno ó edificio que no esté de hecho utilizándose
para uno de los fines que enumeran los arts. 17 y 18, lo hará por medio
de decreto que autorice la Secretaría de Estado, que dependa el ser-
vicio público á que haya de destinarse el inmueble, sobre las condi-
ciones que éste reuna para llenar debidamente el objeto á que se
aplique”. “El cambio de destino de cualquier inmueble consagrado á
un servicio público, así como la declaración que un terreno ó edificio
de los que hablan los arts. 16 al 20, queda impropio para todo servicio
público, deberán también hacerse por vía de decreto en la misma
forma y bajo iguales condiciones á las que establece el artículo ante-
rior.” En el art. 30, se agrega: “Por bienes nacionalizados se entien-
den aquellos que pertenecieron á instituciones religiosas ó fueron
administrados por ellas, y quedaron comprendidos en las leyes de
nacionalización. Los bienes de esta procedencia están sujetos al mis-
mo régimen y á las mismas leyes que los demás bienes que pertene-
cen á la Federación, salvo lo dispuesto en la ley de 8 de Noviembre de
1892, en su Reglamento y en la de 16 de Noviembre de 1900. La
consolidación del derecho de uso, dice el art. 42, que conforme á la ley
de 14 de Diciembre de 1874, tiene el clero sobre los templos abiertos
al culto y sus anexidades, con el dominio directo que de dichas pro-
piedades se reservó la Nación, se llevará é efecto cuando por motivos
de orden público ó de interés general, así lo acuerde el Ejecutivo de
la Unión por medio de un decreto.” Por último, en el art. 52, se dice:
“Los inmuebles destinados al uso común por disposición de la ley, ó
á un servicio público, y que dejaren de ser utilizados para dichos
objetos, sólo podrán ser enajenados, después de transcurridos tres
meses desde la fecha del decreto de que habla el art. 21.”
Se ve, pues, que los templos según la ley citada y lo que con ellos se
relaciona, son enajenables en la forma y en las condiciones que las
mismas prescriben, cuidándose á la vez de no lastimar el sentimien-
to religioso del país.
En lo relativo á la parte final del artículo Constitucional, ó sea el
derecho de uso que tiene el clero sobre los templos y sus anexidades,
la ley citada se encarga de definir cómo se deben entender estos
asuntos, prescribiéndose en el art. 41, que: “Las cuestiones que se
susciten sobre la extensión y destino de las anexidades de los tem-
plos y casas curales, así como sobre los derechos y obligaciones del
clero, en materia de uso, conservación y mejora de los templos y de
dichas anexidades, se resolverán administrativamente y en definitiva
por conducto de la Secretaría de Hacienda, previa audiencia de las
partes interesadas.”

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286 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Como sería muy largo comentar todas las disposiciones que se


relacionan con el derecho de propiedad, remitimos á nuestros lec-
tores á los arts. 701, 730, 870, 926 y 1475 del Código Civil, sobre
expropiación, al art. 29 del Decreto de 13 de Septiembre de 1880, y
á las Ieyes de 30 de Mayo de 1882 y la de Junio de 1883, lo mismo
que al art. 991 del Código Penal. Llamándoles la atención muy es-
pecialmente sobre las diversas disposiciones relacionadas con la
Beneficiencia pública y privada.

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CAPITULO IV
DE LA IGUALDAD

I.— DE LA IGUALDAD SOLCIAL

Art. 12.—No hay, ni se conocen en la


República títulos de nobleza, ni honores
hereditarios. Sólo el pueblo legítimamen-
te representado, puede decretar recom-
pensas en honor de los que hayan prestado
ó prestaren servicios eminentes á la patria
ó á la humanidad.

En la mayor parte de los períodos históricos por los que han pasado
las diversas sociedades, los derechos concedidos á los ciudadanos se
graduaban con arreglo á sus honores y fortuna: así vemos que el Esta-
do antiguo fué el de los poseedores de esclavos; el feudal, el órgano
de la nobleza, á la que estaban sujetos los esclavos, los siervos y los
vasallos; hoy se puede afirmar que el moderno es el del asalariamiento
sujeto al capital. Como es fácil comprender, todos estos distintos
órdenes de cosas, necesariamente tienen que traer consigo las des-
igualdades sociales, por acompañarlas los privilegios y las prerrogati-
vas otorgadas á favor de los poderosos, no pocas veces con grave
perjuicio de los débiles y de los desheredados.
Debemos decir aquí que en la época moderna las tendencias de
todos los hombres son las de que el verdadero Estado surja del seno
de la misma sociedad; por esto ya no se le considera como una impor-
tancia venida del exterior, no consintiéndose tampoco que se caracte-
rice por el ejercicio de un poder absoluto y arbitrario, sino ejerciéndose
por todos los ciudadanos y residiendo derecho entre los miembros
de la comunidad política.
El pueblo mexicano, sin tener apegarse á ningunas tradiciones his-
tóricas y sin respetar ningunas jerarquías, necesariamente tenía que

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288 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

rechazar, como rechazó los derechos del nacimiento y los privilegios


sociales creados y mantenidos por el gobierno colonial;
substituyéndose, una vez que México se hizo independiente, los tí-
tulos de nobleza, las prerrogativas y honores hereditarios, por los
dones intelectuales, únicos que favorecen la selección de las anti-
guas desigualdades. En algunos pueblos se explica la existencia de
los títulos nobiliarios y de los honores hereditarios, porque en ellos la
aristocracia por varias generaciones ha contribuido á la formación de
la nacionalidad, haciendo que prospere: pero entre nosotros no se
puede decir lo mismo, una vez que la nobleza y la aristocracia no es
otra cosa, sino la heredera de los que fueron nuestros opresores, ó
mejor dicho, los más encarnizados enemigos de nuestros padres y en
la actualidad de nuestras instituciones.
Sidney Whitman, hablando de la aristocracia alemana, dice: “que á
pesar de sus muchas buenas condiciones apreciables, está tildada, no
sólo por su egoísmo de clase, como las clases privilegiadas en otros
países, sino que ha sido víctima de su falta de percepción y estrechez
de miras. En Inglaterra, una política previsora ha sacrificado la igual-
dad, consiguiendo robustecer más y más la clase aristocrática; en
Alemania, el prurito de conservarla con sus ventajas y privilegios, ha
dado por resultado la aversión que de á la misma se le tiene.
“En otros tiempos, un título representaba algo más que el atributo
vacío del nacimiento privilegiado: representaba un verdadero poder, bien
personal ó hereditario. No hace muchos siglos que aquellos que han
emparentado hasta con la familia real en Inglaterra, eran plebeyos. La
monarquía adoptó la ficción de que cada hijo de un rey nace príncipe, y la
diferencia principal entre las aristocracias alemana é inglesa se halla en el
hecho de que la primera ha adoptado el ejemplo de las familias reales,
mientras que la segunda ha sostenido hasta nuestros días la idea primi-
tiva de que un título lo que lleva en sí es poder. La primogenitura es la
llave de ese poder en Inglaterra: el título corresponde al hijo mayor, que
hereda el total de la propiedad. De este modo, un título inglés represen-
ta casi siempre un rico propietario. Uno alemán, en la mayoría de los
casos, no es sino un amable descendiente de uno ó muchos que en otros
tiempo tuvieron propiedades y autoridad. La aristocracia inglesa vive de
sus rentas en sus tierras, donde forma y representa una verdadera fuerza
política. La nobleza alemana que vive en el campo, lleva una vida econó-
mica y alejada del comercio intelectual. Nada representa, ni en el orden
social ni en el político... Lejos de nuestro ánimo está el pretender negar
que la nobleza alemana tiene espléndidas cualidades, pero no podemos
resistir á señalar esos puntos flacos de una institución que, ó tiene que
reformarse, ó perderá mucho de lo que sus defensores desean conser-

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD 289

var... La aristocracia alemana no tiene ya ningún poder para hacer bien ó


mal, excepto en su propia sociedad. Fuera de ella, tiene poca ó ninguna
influencia. No tiene nada que dar, ni ningún favor que otorgar. La aristo-
cracia inglesa puede todavía, hasta cierto punto, dar y otorgar favores. La
nobleza alemana ha producido rara vez hombres que dirijan grandes
movimientos, que se hallen en primera fila en la lucha por ideas nuevas,
atrayendo á las multitudes en derredor suyo, al propio tiempo dando
cierto esplendor á las clases de las cuales procede... La imaginación ale-
mana sólo puede comprender que un noble sea popular, considerándolo
bajo el punto de vista de un opuesto á su misma clase. La clase media,
siempre sospechosa y ávida de criticar, no creería en un aristócrata, como
tal, si éste no rompe con las tradiciones y prejuicios de casta de los ene-
migos de su clase. Esta es una desgracia para la aristocracia, y en cierta
manera para el pueblo; pues le roba los servicios de muchas inteligen-
cias de la nobleza, condenadas á consumir en la inacción sus elevadas
aspiraciones por el bienestar general, pues se ven imposibilitadas para
esa situación, porque de otra suerte existirían enemistades sin seguri-
dad de éxito en sus empresas... En honor de la aristocracia alemana hay
que decir que, pobre como es de dinero, despojada de tierras como de
influencia social ó política, está en su puesto en el ejercito, como en las
otras funciones del Estado, con un inflexible sentido del deber y con un
alto grado de inteligencia en su desempeño.”
Después de otras consideraciones, concluye el autor citado: ¿Ha-
bría Alemania conseguido su unidad grandiosa, si no fuera por esa
pléyade de aristócratas pobres, que por generaciones y generaciones
se consagró al servicio de las armas y al servicio del Estado? La aristo-
cracia alemana ha contribuído de espléndida manera á la creación de
esa poderosa patria hoy unida.”
El eminente escritor Gustavo Traytrs, dice: “La plebe alemana será
siempre un enemigo manifiesto de los privilegios sociales y políticos
de la aristocracia, que pretende tener derecho á una posición excepcio-
nal ante el pueblo, no porque sea envidiosa de tales beneficios, ni por-
que quiera usurpar su puesto; sino porque tristemente reconoce los
perjuicios que esta desigualdad les irroga: á más de que muchas anti-
cuadas tradiciones, como su privilegiada posición en la Corte expone á
nuestros príncipes al peligro de caer en la estrechez de miras del cam-
po, de los junker alemanes; porque la fuerza más noble, las principales
demandas de los negocios ideales y prácticos, están en la clase popular.
Sin que sea necesario hablar de otras aristocracias y noblezas, sólo
diremos de las nuestras, si les puede dar tal nombre, que no cuentan
con el apoyo de la tradición, aparte de no tener sus miembros ningu-
nos méritos personales por lo menos.

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290 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Debiéndose decir, además, que antes como ahora, nunca han des-
lumbrado la imaginación popular por sus ideas liberales, por su gene-
rosidad de miras desligadas de los intereses de clase, sino que por el
contrario, ella misma debilitó su autoridad, atrayendo sobre sí en los
tiempos pasados la burla de los mismos, no quedándole á la nobleza,
ni siquiera como á la antigua, los buenos modales ni los sentimientos
caballerosos.
Fouillée, dice: “La nobleza no tiene ya prestigio alguno; la burgue-
sía no tiene mucho más del que puede deber á la fortuna, y este
prestigio es cada vez menos popular desde que el pueblo mismo se
opone á la clase burguesa. Hay en esto una tendencia al allanamiento
social que no tiene por fin hacer la nivelación intelectual y moral, sino
suprimir por el contrario, los escalones artificiales para reemplazarlos
por una escala natural.” En otra parte de sus importantes obras, se
expresa, así: “Soñar con abolir toda competencia verdaderamente li-
bre y que se ejerciera en condiciones equitativas, sería renunciar al
ideal de justicia para perseguir la quimera de la igualdad absoluta;
pero no es quimérico, aunque así se diga, disminuir la competencia,
sobre todo hacerla equitativa, es decir, en definitiva, igual en sus con-
diciones exteriores, para permitir á diferencias interiores, manifes-
tarse y medirse en sus verdaderos efectos, no en los de media
circunstancias extrañas. Para esto Francia después de haber perse-
guido la igualdad jurídica; más tarde la política; persigue hoy la social,
no en la forma de una nivelación absoluta, sino en la de una nivela-
ción de las condiciones más esenciales de competencia entre los hom-
bres dentro de la sociedad.”
Stinter, escribe: “La burguesía se desarrolló en el curso de la lucha
contra las clases privilegiadas, por las cuales, bajo el nombre de “Ter-
cer Estado” era sin consideración tratado y confundido con la “cana-
lla.” Hasta entonces había prevalecido en el Estado el principio de la
desigualdad de las personas. El hijo de un noble estaba llamado, de
derecho, á ocupar cargos á que aspiraban en vano los burgueses más
instruídos. El sentimiento de la burguesía se sublevó contra esta
situación; ¡basta de prerrogativas personales, basta de privilegios, basta
de jerarquías de clases! ¡Qué todos sean iguales! Ningún interés pri-
vado puede ponerse en la misma línea que el interés general. El Esta-
do debe ser una reunión de hombres libres é iguales, y cada cual
debe consagrarse al bien público, solidarisarse con el Estado, hacer
del Estado su fin y su ideal. El Estado...! ¡El Estado! Tal fué el grito
general, y desde entonces se procuró organizar bien el Estado y se
inquirió la mejor constitución, es decir, la mejor forma que darle. El
pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD 291

ellos el entusiasmo, servir á ese dios terrestre se hizo un culto nuevo.


La era de la política se abría. Servir al Estado ó la nación, fué el ideal
supremo, el interés público, el supremo interés y representar un pa-
pel en el Estado, el supremo honor. La burguesía ha cumplido el
sueño de tantos siglos; ha descubierto un señor absoluto cerca del
cual otros señores no pueden ya elevarse como otras tantas restric-
ciones. Ha producido el señor que él solo otorga “títulos legítimos” y
sin cuyo consentimiento tampoco nada es legítimo.”
Estas ideas fueron sin duda las mismas que en la noche del 4 de
Agosto de 1789, dieron en Francia la muerte á los privilegios, alum-
brando el nuevo día los derechos del Estado, ó mejor dicho, los de la
nación. Y en idéntico sentido para que más tarde en nuestra Consti-
tución no se reconozcan títulos de nobleza, ya abolidos desde el 2 de
Mayo de 1826. Tenemos, en tal virtud, que las democracias sostienen
como principio fundamental la igualdad de derechos y la libre com-
petencia como resultado del triunfo de las ideas humanitarias de los
hombres de la Revolución, cuyo lema era las palabras Igualdad, Li-
bertad y Fraternidad, invocadas á cada momento, sin pensarse que
ninguna contradicción fuese posible; pero las nuevas ciencias han
venido á demostrar lo contrario, sobre todo, la doctrina de la evolu-
ción nos demuestra en todas partes un lucha incesante, terminada
por la destrucción de los seres más débiles, lucha inhumanitaria, si
se quiere, como opuesta á las ideas de los filósofos; pero generadora
de todos los progresos y sin la cual la humanidad no hubiera salido de
la barbarie primitiva, ni hubiera dado origen á ninguna civilización.
Podemos, pues, decir, que lo que constituye la novedad de la so-
ciedad moderna comparada con la antigua, es la substitución de la
maza organizada por la iniciativa personal, el advenimiento de la
multitud y la desaparición ó por lo menos la disminución del poder
del predilecto.
Gustavo le Bon, dice: “Las democracias suponen como principio
fundamental, la igualdad de derechos de todos los hombres y la libre
competencia.” Pero en esta competencia, ¿quién puede triunfar, si no
los más capaces, es decir, los que tienen determinadas aptitudes de-
bidas en, mayor, ó menor grado de la herencia, y los que siempre han
sido favorecidos por la educación y la fortuna? Rechazamos hoy los
derechos del nacimiento, y tenemos razón en ello para no exagerar-
los, aun mas añadiéndoles privilegios sociales. En la práctica, sin
embargo, conservan todo su imperio, y es un imperio superior al que
tenían antes, porque viniendo la libre competencia á sobreponerse á
los dones intelectuales que el nacimiento dá, no hace más que favo-
recer la selección hereditaria. La democracia es en realidad el régi-

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292 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

men que produce mas desigualdades sociales. Las aristocracias crean


muchas menos y así no hacen más que consolidar las ya existentes.
Las instituciones democráticas son ventajosas principalmente para
los elegidos de toda especie, y por tal razón deben éstos defenderlas
y preferirles á cualquier otro régimen.
¿Puede decirse que las democracias no originan castas con pode-
res bien análogos á los de las antiguas castas aristocráticas?” Hé
aquí cómo se expresa con este motivo M. Tarde: “En toda democra-
cia, como la nuestra, podemos estar ciertos de que existe una jerar-
quía subsistente ó que aparecen superioridades reconocidas,
hereditarias ó de selección. En nuestro país no es difícil comprender
por quién ha sido reemplazada la nobleza antigua. Primeramente la
jerarquía administrativa ha ido ampliándose, desenvolviéndose en
elevación por el número de sus grados, en extensión por el de fun-
cionarios; la jerarquía militar, de igual modo, en virtud de causas
que fuerzan á los Estados europeos modernos al armamento uni-
versal. Luego los prelados y príncipes de la sangre, los monjes y los
nobles, los monasterios y los castillos, no han sido derribados sino
para mayor provecho de los publicistas y gentes adineradas, de los
artistas y los políticos, de los teatros, bancos, ministerios, grandes
almacenes, grandes cuarteles y otros movimientos agrupados den-
tro del recinto de una misma capital. Todas las celebridades se dan
cita en ella; y ¿qué son las diversas clases de autoridad y gloria, con
todos sus grados distintos, si no una jerarquía de puestos brillan-
tes, ocupados ó vacantes, de que el público sólo dispone ó cree dis-
poner libremente? Ahora bien; lejos de simplificarse y disminuír,
esta aristocracia de situaciones que llenan de orgullo, este estrado
de asientos ó tronos brillantes, se hace más grandiosa por efecto
mismo de las transformaciones democráticas.”
Cierto es lo que dicen Gustavo le Bon como Tarde. Hay que recono-
cer por lo tanto, á pesar de todo, lo que han dicho los hombres de la
Revolución; que las democracias crean castas enteramente como las
aristocracias; la única diferencia entre unas y otras consiste en que en
las primeras se puede entrar libremente, no requiriéndose más que
aptitudes intelectuales que sólo pueden estar en la persona y no como
en las segundas, en que la superioridad del individuo es debida al
nacimiento ó la herencia. De todos modos, lo evidente es, que en
unas como en las otras existen los elegidos, lo que hace pensar, por
mucho que se diga, que los hombres son iguales y que este principio
sea reconocido como una institución del Estado, que, cualquiera que
sea el valor de ésta y por mucho que se la defienda, no puede cambiar
las condiciones de nuestra naturaleza, ni insinuar en todos, las mis-

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD 293

mas cualidades físicas y morales para mantenerse en el mismo nivel


de igualdad.
Hasta en los países reconocidos como más liberales y democráti-
cos, se hacen sentir los efectos de las desigualdades sociales; véase
cómo se expresa Gustavo le Bon, de los Estados Unidos: “En un país
como América, sin tradiciones, casi exclusivamente dedicado al co-
mercio y la industria, en el que reina una igualdad perfecta, donde no
existe jerarquía social alguna, puesto que todos los empleos impor-
tantes, incluso los de la magistratura, están desempeñados por titu-
lares que se renuevan sin cesar, y que no gozan, por otra parte, mayor
consideración que el último comerciante, en un país tal, digo, sólo
una distinción puede existir: la de la riqueza. El valor, la fuerza de un
individuo, por consiguiente, su puesto en la sociedad, tienen forzo-
samente por única medida el número de dollars que posee. La perse-
cución del dollar, es desde luego, el único ideal á que se atiende y
todos los medios son buenos para alcanzarlo. La importancia de una
función sólo se mide por lo que produce. La política se considera
como un simple oficio que debe producir mucho al que la practica.
Aún cuando esta concepción sea evidentemente muy peligrosa y baja,
el público americano la acepta muy bien, puesto que sin dificultad dá
sus votos á los políticos más conocidos por sus hábitos de pillaje.”
En resumen, al decirse en la Constitución que: “No hay ni se reco-
nocen en la República, títulos de nobleza, ni prerrogativas, ni hono-
res hereditarios,” lo que se debe entender es, no una igualdad
absoluta entre los ciudadanos, sino que por los principios de la liber-
tad y la competencia triunfen los más capaces. No se ha querido, por
lo tanto, ni era posible una general nivelación, porque esto, aparte de
ser el resultado de un régimen absolutamente despótico, aniquilaría
las desigualdades sociales resultantes de las naturales y de las que
precisamente se deriva el progreso, ya que sin la ayuda de los podero-
sos y de los fuertes, el porvenir de los medianos y débiles que des-
graciadamente forman la mayoría, sería completamente miserable.
El fin, por lo visto, del precepto Constitucional, únicamente fué des-
truir las desigualdades artificiales debidas al favoritismo, al nacimien-
to ó á la herencia, haciendo que el mayor número de ciudadanos
disfrute del bienestar general, pues como dice M. Bourget: “Si
intentais definir lo que realmente representan estos dos términos,
una aristocracia y una democracia, encontrareis que el primero desig-
na un conjunto de costumbres, cuyo fin es la producción de un
pequeño número de individuos superiores. Es la aplicación del ada-
gio: humanum paucis vivit genus. El segundo, por el contrario, de-
signa un conjunto de costumbres que conducen al bienestar y á la

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294 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

cultura del mayor número posible de individuos. Por tanto, el grado


de excelencia de una sociedad aristocrática, su demostración —es
el personaje de excepción— resultado supremo y resumen de los
mejores destinos ocupados en sostener este ser raro— y el grado de
excelencia de una sociedad democrática es una comunidad en la
que la alegría y el trabajo, están repartidos en porciones indefinida-
mente fraccionadas entre muchos. No se necesita de un gran espí-
ritu de observación para comprobar que el mundo moderno se inclina
por completo hacia esta segunda forma de existencia. Lo que cons-
tituye la novedad de la sociedad moderna es la substitución de la
masa organizada por la iniciativa personal, el advenimiento de la
multitud y la desaparición, ó por lo menos, la diminución del poder
del predilecto.”
Hé aquí explicado el por qué, de que si bien es cierto que el régimen
democrático produce desigualdades sociales y aún más que el aristo-
crático, ellas son el resultado de la competencia que cada cual es libre
de hacer; precisamente por tal causa están abiertos á los ciudadanos
los colegios, el ejército y los servicios públicos, etc., sin más restric-
ción que la responsabilidad anexa á cualquier puesto. Esto, como se
comprende, es muy distinto á los honores y prerrogativas provenien-
tes del nacimiento, en el otro caso la desigualdad es la consecuencia
obligada del verdadero mérito, siendo absurdo pretender la misma
preferencia para quien no lo tiene.
Con mucha frecuencia las medianías y lo más común los débiles,
claman por una igualdad que no saben adquirir, quejándose de la
superioridad que sobre ellas tienen los elegidos. En su ceguedad no
llegan á discurrir que precisamente con el régimen democrático, son
mayores las ventajas para los elegidos de toda especie, por tal motivo,
bajo ese régimen, es donde los hombres se hacen superiores. Así los
partidarios de tal igualdad, en el supuesto que se pudiera concebir,
sólo pueden ser los mal adaptados, de bajos instintos, de corazón
envidioso ó inteligencia mezquina. Estos individuos desconocen la
capacidad y las aptitudes de cada cual, sin pensar en el influjo que los
espíritus superiores ejercen para realizar los progresos humanos, para
dar dirección al complicado mecanismo de la civilización moderna. A
los envidiosos, les extraña ver lo que con tanto acierto dice el historia-
dor Maine: “No se ha visto, hasta el presente, comunidad en que el
débil haya sido más sin piedad empujado contra la pared, en que los
que han triunfado hayan salido tan uniformemente de entre los fuer-
tes, donde en tiempo tan corto, se haya elevado tan gran desigualdad
de fortunas y de lujo doméstico.” Estas apreciaciones en verdad no
tienen contestación, puesto que cualquier régimen que se base en la

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD 295

libertad, tiene que llegar á la misma conclusión; más claro, las conse-
cuencias de las desigualdades necesariamente tienen que ser condi-
ciones inevitables de progreso. No cabría más que un remedio para
salvar el conflicto; sacrificar no sólo el progreso, sino también á los
seres superiores en favor de los débiles y de los desheredados; pero
aun así nadie se atreverá á sostener el que de entre ellos mismos no
surja un ser superior. No habrá tampoco quien afirme, que la natura-
leza no se obstina en repetir á cada generación las desigualdades.
Hemos dicho en el Título I, que no nacemos ni libres ni iguales,
sino para ser lo uno y lo otro; sólo nos toca agregar que la energía
intelectual, constituye la verdadera é incontrastable superioridad
humana, no la fuerza bruta ni ninguna institución. En tal concepto, ni
los parlamentos con la elaboración de sus leyes y reglamentos, ni el
empleo de las medidas más arbitrarias, podrán hacer que desaparez-
can las desigualdades naturales; creemos por lo mismo que al borrar-
se de la Constitución las artificiales, lo que se garantiza es el derecho
á ser igual o mejor, sin que ese derecho se detenga en donde el hom-
bre comienza á hacerse superior y donde á la vez comienza la des-
igualdad, la cual en los individuos, como en los pueblos, nunca puede
ser perspectiva cuando se emplea en fines nobles y generosos, sí
siéndolo la igualdad que muchos reclaman por imitación de grande-
za por mera envidia ó por imitación de alientos y energías para disi-
mular la debilidad.
No nos preocupamos por lo visto, de que la suerte de los individuos
débiles ó mal adaptados, sea en verdad, infinitamente más dura en
los países de libertad, que los que no están en esas condiciones, de
este mal únicamente se tienen que quejar los individuos, cuyas cua-
lidades no les permitan tener miras más altas. Dice Gustavo le Bon,
“Suprimamos el capital, la competencia y la inteligencia. Para satisfa-
cer las teorías igualitarias, pongamos á un pueblo en el estado de
debilidad en que estaría á merced de la primera invasión que ocurrie-
ra. ¿Ganaría el pueblo con esto alguna cosa, aun cuando solo fuera por
el momento? ¡Ay! No, nada ganaría en primer término y muy pronto
lo perdería todo... Llegaría á ser lo que el navío privado de sus oficia-
les, cosa perdida, á merced de las olas, que se estrella contra la prime-
ra roca que encuentra. Sin los poderosos y los fuertes, el porvenir de
los medianos y débiles sería más miserable que lo fué nunca”
Nadie, por lo tanto, debe extrañar el que se diga que en el orden
social como en el civil y político, si bien es cierto que siempre apare-
cen inseparables la igualdad y la libertad es en el espíritu, tal vez
debido á esto es por lo que los americanos lo mismo que Robespierre
pusieron en primer término a la igualdad al enumerar los derechos

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296 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

del hombre. Podemos afirmar, por lo mismo, que el derecho no tiene


por objeto nivelar todas las cosas, sino el de igualar las libertades, tal
es la razón, por la que no cabe igualdad posible dentro de lo arbitrario,
supuesto que aquella en la libertad es lo que constituye el derecho.
Nuestras libertades, por lo tanto, desde el punto de vista general y
abstracto nos parecen iguales de hecho, pero bien vistas ó mejor di-
cho, fuera del hecho, en realidad no lo son, lo que nos lleva necesaria-
mente a la conclusión de que la igualdad tal como la entienden algunos,
no es más que un ideal del pensamiento.
Creemos en tal virtud, que la igualdad social en el sentido consti-
tucional, como en el filosófico y jurídico tiene por objeto el que la
libertad obre por sí misma no ejerciendo usurpación sobre ninguna
otra.
Adelante trataremos de estas mismas cuestiones, agregando úni-
camente que al prescribirse en la Constitución que “Sólo el pueblo
legítimamente representado, puede decretar recompensas en honor
de los que hayan prestado ó prestaren servicios eminentes á la patria
ó á la humanidad,” no significa el establecimiento de una desigual-
dad amparada por la ley, supuesto que esas recompensas y esos hono-
res aunque los disfruta el que á ellos se hace acreedor, también es un
honor cerca de todos, importando no una desigualdad personal, sino
la concesión de un lugar eminente otorgado por la opinión pública,
siendo esta la causa por la que se exige que solo el pueblo legítima-
mente representado, sea el que decrete esas recompensas á efecto de
que no sean hijos del favoritismo y, por lo mismo, inmerecidas, lo que
se evita con la publicidad de la discusión para otorgarlos, siendo esta
una facultad legislativa.

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II.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY

Artículo 13º— En la República nadie


puede ser juzgado por leyes privativas, ni
por tribunales especiales. Ninguna perso-
na ni corporación puede tener fueros ni
gozar emolumentos que no sean compen-
sación de un servicio público y estén fija-
dos por la ley. Subsiste el fuero de guerra
solamente para los delitos que tengan exac-
ta conexión con la disciplina militar. La ley
fijará con toda claridad los casos de esta
excepción.

Explicada en el sentido que tenemos antes indicada la igualdad


social por no depender en general la situación del individuo del azar
del nacimiento rico ó pobre, noble ó plebeyo, de las aptitudes natura-
les ó de los defectos corporales ó intelectuales; ya podemos pasar al
estudio de la igualdad ante la ley, siendo éste uno de los principios
generalmente reconocido en la legislación de los pueblos cultos, lle-
gando á la cima de su perfeccionamiento donde el tipo de la sociedad
está caracterizado por la asociación y la unión libre.
Los jurisconsultos romanos, antes que nadie, fueron las primeros
que se apoderaron de la idea de ser la justicia eterna ó inmutable,
reconociendo á la vez la igualdad de los hombres ante la ley, ocurrien-
do precisamente esto en los momentos de lucha de clases sostenidas
entre los patricios y los plebeyos. Ya es una de las leyes de las Doce
Tablas, primera y única codificación completa del derecho de la ciu-
dad de Roma, se habla de la igualdad de que tratamos. Las leyes
españolas, al menos hasta la de las Partidas, se vinieron amoldando á
las dictadas por la conquistadora del mundo; diciéndose en la ley VI,
tít 2º del Lib. I del Fuero Juzgo, que “la ley gobierna á la ciudad y al
hombre en toda su vida, cualquiera que fuese su sexo y su condición

297

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298 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

en el mundo, porque ella es dada por la salud del príncipe é del pue-
blo é reluce cuemo el sol.” En la ley I, tít. 6º, Lib. I del Fuero Real, se
dice: “...fuente de enseñanza é muestra de derecho é de justicia é de
ordenamiento é de buenas costumbres é guiamiento del pueblo é de
su vida... ella es aplicable lo mismo á los homes como á las mujeres, á
los mancebos como á los viejos, á los sabios como á los non sabios, á
los ciudadanos como á los extranjeros.” Por último, en la ley III, tít. 1º
de la Partida I y en la I, tít. 2° del Lib. III de la Novísima Recopilación,
también se habla de la igualdad de los hombres ante la ley. No obs-
tante que tales disposiciones eran emanación de la justicia, lo cierto
es, que muy imperfectamente fueron elevadas a la categoría de pre-
ceptos obligatorios, puesto que tenían que oponerse á las institucio-
nes reinantes, y más cuando todavía aún y á pesar de los trabajos de
los jurisconsultos, se puede observar que en las sociedades organiza-
das bajo el régimen de la cooperación obligatoria, la principal mira del
legislador, es imponer la autoridad de la ley con el fin principal de
asegurar la desigualdad, ocupándose en consecuencia, muy secunda-
riamente, de los intereses individuales; por el contrario se puede ver,
que en los pueblos donde la asociación y la unión son libres, y por lo
mismo la cooperación voluntaria, las condiciones fundamentales de
la ley son iguales para todos, prestando la misma eficacia a las accio-
nes de los hombres, modificando en idéntico sentido el carácter so-
cial, garantizando el castigo de los delitos y la trasmisión de las
herencias, etc. Como se puede calcular, todos estos hechos, sólo se
pueden realizar de una manera perfecta, cuando una voluntad colec-
tiva investida tiene un poder superior, impide ó anula la oposición
que pudiera hacerse; pues se ha observado que cuando la ley es el
producto de una autoridad personal, necesariamente trae por princi-
pio la desigualdad, y por sanción la voluntad de esa autoridad dando
lugar á la aplicación de la doctrina de que los actos son buenos ó
malos, según están ó no conformes con dicha voluntad. Es evidente
que el Cristianismo con sus doctrinas, estableció una igualdad místi-
ca nacida del hecho de considerar á los hombres como hijos de un
mismo Padre celestial; pero como esa igualdad no fuera bastante, fué
necesario declarar la de los derechos en la tierra y en la sociedad; pero
en nombre de la justicia humana, que es la noción que nos vino del
Derecho Romano al tratar a los hombres como iguales por la aplica-
ción á todos de las mismas leyes, y por la igual y común, considera-
ción. El desarrollo de la idea que venimos estudiando, fué el, gran
trabajo de los filósofos del siglo XVIII y de los hombres de la Revolu-
ción, tomando para elevar á precepto obligatorio el principio que nos
ocupa, de los ingleses, las ideas de libertad, y de los americanos, las

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 299

de igualdad. A nuestros constituyentes, por su parte, tocóles desen-


volver el problema social, consistente en unir por el dominio de la ley
la libertad con la igualdad, lo que se hizo por medios que no tuvieron
nada de injustos, pues si así hubiera sido, ó con más claridad, si la
igualdad y la libertad, que son los elementos del derecho, se hubie-
sen separado, se habría roto con los lazos de la verdadera justicia.
En la “Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano,”
se dijo: “La ley es la expresión de la voluntad general; todos los ciu-
dadanos tienen derecho de concurrir personalmente ó por sus repre-
sentantes á su formación; ella debe ser la misma para todos, sea que
defienda, sea que castigue. Siendo iguales ante sus ojos todos los
ciudadanos, son igualmente admisibles en todas las dignidades, lu-
gares y empleos públicos, según su capacidad, y sin otras distinciones
que las de sus virtudes y las de sus talentos.”
Eugenio Blum, comentando este artículo, se expresa en los siguien-
tes conceptos: “...los hombres nacen iguales en derechos; y desde
luego se afirma de nuevo por allí, que los derechos de los hombres
derivan únicamente de la naturaleza. Son independientes de sus
convenciones como se expresaban en Vizille los representantes del
Delfinado desde 1788. El derecho no depende del tiempo, no por ser
vieja una iniquidad es menos injusta, ni el clima, ni el lugar excusan
la esclavitud, ni de un contrato anteriormente aceptado y que no pue-
de unir las generaciones presentes; tiene su origen en la naturaleza,
y sobre todo, en la razón misma del hombre, que lo es tanto cuan
razonable es la persona.”
Todo individuo tiene derechos, y cada uno tiene los mismos dere-
chos que otro. “Si los hombres no son iguales en medios, es decir, en
riquezas, en talento, en fuerza, etc., no se deduce de allí, que no lo
sean en derechos, decía Siéyès en un Proyecto que debía servir de
base á la elaboración del texto definitivo. Ante la ley, cualquier hom-
bre vale tanto como otro; él protege á todos, sin distinción.—Ningún
hombre es más libre que otro...”
Se corre el riesgo de parecer un necio, ó, más bien se quiere hacerse
el necio, cuando de este texto tan claro de la Declaración, se pretende
concluir que éste proclama la igualdad material, ó económica ó aun
intelectual de los hombres, y así, sujetarlos á una especie de nivela-
ción general establecida por la fuerza, que sería la negación misma de
todos los derechos. Se dice aquí, y es al mismo tiempo necesario y
suficiente decir, que todos los hombres nacen con iguales derechos:
el igualitarismo de los hombres de 1789 no pretende destruir las
desigualdades naturales, porque no se manda a la naturaleza que le
obedezca, ni aquellas que aseguran el mérito de un justo concurso,

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300 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sino las desigualdades que son las injusticias que paralizan nuestro
derecho inicial y natural a desarrollar nuestras facultades, la libertad,
fuente de la igualdad...” porque la libertad, y sólo la libertad, dice V.
Cousin, es igual á sí misma. La diversidad y la diferencia, son tanto
como la armonía la ley de la creación. La falsa igualdad es el ídolo de
los espíritus y de los corazones malhechores, del egoísmo inquieto y
ambiciones. La noble libertad no tiene nada que disputar con los
furores del orgullo y la envidia. Como no aspira á la dominación, y en
virtud, por lo tanto del mismo principio, no aspira conseguir una igual-
dad quimérica de talento, de belleza, de fortuna, de posesión. Por
otra parte, si esta igualdad fuera posible, aparecería á sus ojos de poco
valor, ella pide algo bueno y de una grandeza distinta que el placer, la
fortuna y la categoría, á saber: el respeto. El respeto, un respeto igual
del sagrado derecho de ser libre en todo lo que constituye al indivi-
duo, individuo que es verdaderamente el hombre, hé aquí lo que la
libertad y con ella la verdadera igualdad, reclaman, ó mejor dicho,
mandan imperiosamente.
Es preciso no confundir el respeto con la sumisión. Yo rindo ho-
menaje al genio y á la belleza. Solo respeto á la humanidad, y por
eso, comprendo á todas las naturalezas libres, porque todo lo que no
es libre en el hombre, le es extraño. El hombre es, pues, el igual del
hombre, por todo lo que le hace hombre y el reino de la igualdad
verdadera no exige de parte de todos, sino el respeto mismo de
aquello que cada uno posee igualmente en sí, los mismos el joven
que el viejo, el feo que el hermoso, el rico que el pobre, el genio y la
medianía, la mujer y el hombre, todo aquello que tiene la concien-
cia de ser una persona y no una cosa. El respeto igual de la libertad
común es el principio á la vez del deber y el derecho; es la virtud de
cada uno, y la seguridad de todos, por un pacto admirable; es la
dignidad entre los hombres y es también la paz, sobre la tierra. Tal
es la grandiosa y santa imagen de la libertad y de la igualdad, que
han hecho latir el corazón de nuestros padres, de todo aquel lugar
en donde haya habido hombres virtuosos é inteligentes, verdade-
ros amigos de la humanidad.
Tal es el ideal que la verdadera filosofía persigue á través de los
siglos, desde los sueños generosos de un Platón hasta las sólidas
concepciones de un Montesquieu, desde la primera legislación libe-
ral de la más pequeña ciudad de la Grecia hasta nuestra inmortal
Declaración de los derechos.
Los principios de la declaración no son los del Manifieste des Egaux,
porque el espíritu de la Revolución no es el Gracchus Babeuf. El
igualitarismo moral, suponiendo el valor de todo individuo, como

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 301

provisto de los mismos derechos, afirma al contrario, mejor que cual-


quiera otra doctrina, que este ser capaz solo de cumplir todo su des-
tino, es un centro de energía original y de actividad independiente.
Lejos de traer la supresión de las diferencias que separan á los indivi-
duos, la idea de la igualdad de los hombres es la única que puede
conciliar la identidad fundamental de su naturaleza y la necesidad de
respetar el desenvolvimiento original de las energías individuales.
“El respeto del género humano, ha dicho muy bien un sociologista
contemporáneo, es ruina de la casta, pero no de la personalidad. El
individualismo es, en este sentido, una obra maestra del igualitarismo.
La idea de un valor común á los hombres no aparta de ningún modo,
sino atrae, al contrario, la idea del valor propio del individuo.
En otra parte de sus comentarios, dice el mismo autor: “Confor-
me á este ideal, la ley debe ser igual para todos, sea que proteja ó sea
que castigue” Este principio de la igualdad común ante ley, es aun
de esas antiguallas que eran muy nuevas entonces, y que tal vez lo
son aún más de lo que se piensa. Nada más sencillo en teoría: la
justicia pide “el establecimiento de una proporción constante en-
tre la acción y la sanción: nada de acción sin sanción; nada de san-
ción sin acción; las mismas sanciones para las mismas acciones; he
ahí las fórmulas de las justicia... “Un noble y un plebeyo roban una
misma cantidad de dinero, deben sufrir el mismo castigo, pues, por
numerosas que sean las diferencias que los separan hay una rela-
ción que los identifica, y es precisamente la que importa: si son
igualmente los ladrones, deben ser igualmente castigados: las mis-
mas causas deben tener los mismos efectos. La ley de justicia se
aplica lo mismo respecto á los seres desiguales que respecto á los
iguales. El mismo robo hecho por un muerto de hambre y por un
millonario no será castigado con la misma pena, precisamente por-
que, desde el punto de vista de la riqueza, los dos ladrones no son
iguales... La ley de justicia se aplica tanto á los casos de igualdad
como á los casos de desigualdad... Así, la teoría de la justicia que
contiene La Declaración de los Derechos, tiene un valor eterno: en
tanto que el hombre sea hombre, él dirá: “Ninguna acción sin san-
ción, ninguna sanción sin acción,” como así mismo dirá eternamen-
te; mientras viva: “No hay causa sin efecto ni efecto sin causa.” Sin
duda, puede equivocarse buscando la justicia como buscando las
causas... Pero la justicia, bien o mal definida, es el ideal eterno de la
sociedad política. El mérito de la Revolución es dar al Estado con-
ciencia de este ideal y descubrir en él una definición más exacta.”
Por nuestra parte agregaremos, que la igualdad de que nos veni-
mos ocupando, no es la equivalencia de condiciones desiguales, es

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302 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la igual libertad para manifestar dentro de la sociedad las mismas


desigualdades, una vez que cuanto más iguales son los hombres
más pueden revelarse sus diferencias. Para que se comprenda nues-
tra idea, haremos presente que las condiciones de todos los seres
en la sociedad no son las mismas, bastando para comprobar este
hecho que no todos están dotados igualmente de inteligencia y
voluntad, ni tampoco su desarrollo moral es el mismo: de esto re-
sulta que, para obtener en lo posible, la igualdad ante la ley, el dere-
cho haya introducido distintas reglas, que sería largo enumerar, ya
en lo relativo á la capacidad de las personas para obligarse, ya su-
pliendo el discernimiento, la inexperiencia, la debilidad del sexo ó
la edad, con la intervención de terceras personas que de algún modo
hagan el que se obtenga la igualdad ante la ley. Lo mismo ocurre en
los casos de delito, en que concurriendo todas esas circunstancias,
necesariamente tiene que modificarse la penalidad ó aun excluirse
cuando la responsabilidad moral no está claramente demostrada.
Es de esperar, en un porvenir no lejano, que las pocas desigualdades
ante la ley que forman los casos de excepción, desaparezcan con las
circunstancias que las tienen establecidas; ya que no se puede ne-
gar que el exceso de producción que está dominando en los campos
de la inteligencia, tiene que marcar nuevos rumbos á la legislación,
á efecto de que todos los seres en la sociedad, realicen el tomar
parte de una manera igual, en la vasta escala de los negocios, lo que
sucederá luego que se alcancen nuevos progresos científicos y nue-
vos descubrimientos, los que vendrán á aumentar las conquistas
adquiridas sobre la legislación.
*
**

Desde el momento que en una nación se afirma conciencia clara


de su fin jurídico, desde ese instante también se impone la necesi-
dad de crear un poder organizado que en la esfera social, vele y
proteja los derechos de los ciudadanos, no ocultándose que exis-
tiendo la sociedad para permitir el ejercicio de esos derechos y el
cumplimiento de los recíprocos deberes, la misión de la justicia es
la de mantener el orden por la conservación de la libertad, propor-
cionando todos los medios para resistir á la opresión. Esta es la
razón por la que en la carta fundamental se prescribe, que nadie
puede ser juzgado por leyes privativas o por tribunales especiales,
pues si así fuera, se violaría en la persona del hombre el principio de
la igualdad, que como hemos dicho, y repetimos, él es uno de los
fundamentos de la justicia, como el mantenimiento de ésta el prin-

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 303

cipal deber del Estado. Si pues la violación de un derecho, cual-


quiera que sea, alcanza en algún grado á la tranquilidad social, y si el
poder público es el encargado de mantener el orden por medio de
la ley con su sanción civil y penal, lógico es también que al tener el
derecho de obligar á los ciudadanos á la obediencia, sea conforme á
las leyes existentes y por los jueces ordinarios, pues de no ser así, el
poder público, lejos de dar garantías, sería una continua amenaza
para los intereses de los ciudadanos, dando por resultado que los
tribunales, sin responsabilidad ninguna, únicamente sean ciegos
instrumentos de la pasión y de la arbitrariedad, que es lo que carac-
teriza á los especiales no constituidos por disposición de la ley, sino
conservado una dependencia casi absoluta con el poder que los
forma para conocer momentáneamente de determinados delitos y
contra determinadas personas. Estos tribunales por lo vicioso de su
origen, necesariamente tienen que ser sospechosos, tanto más,
cuanto que la experiencia acredita que acostumbran sufrir todas las
variaciones de la política, entendiendo que administran justicia
cuando realmente no han hecho otra cosa que satisfacer los intere-
ses del partido dominante á quien sirven, siendo la consecuencia
inevitable que las cuestiones ante ellos controvertidas no se deci-
dan libremente, supuesto que, por lo general, son consultadas de
antemano y las sentencias infaliblemente impuestas. Esto importa
un flagrante agravio, no solamente para el que tiene que sufrir estas
violencias, sino para el poder judicial legalmente organizado, único
competente para apreciar las violaciones del derecho mediante el
examen y apreciación de las circunstancias que rodean á los hechos
jurídicos. La Constitución, no queriendo que se cometan los atenta-
dos á que dan lugar la aplicación de leyes privativas y la creación de
tribunales especiales, ha dejado al poder judicial, como tenemos di-
cho, legalmente organizado, la misión absoluta de aplicar la ley y el
derecho, ya que es su manifestación, con completa independencia,
partiendo para ello de la ley fundamental obra de la voluntad popular
y la expresión más elevada de la conciencia jurídico-política de los
ciudadanos.
Del principio de la igualdad de todos ante la ley, se deduce la
consecuencia esencial de que ninguna persona ni corporación, pue-
da tener fueros ni gozar emolumentos que no sean compensación
de un servicio público estén fijados por la ley. Según el jurisconsul-
to Heinecio, los privilegios consisten en actos emanados del poder
legislativo, en virtud de los cuales se concede un favor á una persona
por su mérito ó se le impone una pena; pero aunque lo uno ni lo otro
sirvan de ejemplar, de modo que tenemos que unos eran favorables

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304 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

y los otros odiosos; afectando igualmente unos á la persona como


acontecía con el privilegio llamado del fuero; siendo establecidos
los otros por consideración á las cosas, que fueron los que estuvieron
en uso en las causal feudales. En la ley 28, título 18 de la Partida III,
se dice: “E los privilegios han fuerza de la ley sobre aquellas cosas
en que son dadas. Ca privilegio tanto quiere decir como ley. Aparta-
da é dada solamente en provecho de alguno.” La Ley 2a del mismo
título y Partida, también se ocupa de los privilegios. Minucioso se-
ría, y sin objeto práctico, enumerar todas las disposiciones y leyes
dictadas en lo referente á fueros y privilegios, por lo que sólo men-
cionaremos, los que en la legislación española estuvieron reconoci-
dos. Existían: el militar, el eclesiástico, el de los caballeros de las
órdenes, el de los empleados de la Real Hacienda, el de los Casos de
Corte, el de los dependientes de la real servidumbre, el de los estu-
diantes, el de los maestrantes, el de conservación, el de la inmuni-
dad de los embajadores, correspondiendo á estas distintas clases
sociales otros tantos tribunales, figurando entre ellos, aparte de los
ordinarios y comunes, los Juzgados de indios, el eclesiástico mona-
cal, el de la Santa Inquisición, el de la Bula de la Santa Cruzada, el de
la Santa Hermandad, el de los diezmos y primicias, el de Hacienda,
el de vacantes e intestados, el mercantil, el de minería, el de bienes
mostrencos, el de la Acordada, el de residencias, el de casos de Cor-
te y otros recurso al Consejo de Indias, el de visitas, el de pesquisas,
y por último, el del fuero privilegiado en que los reyes se reservaban
el derecho de juzgar á los que gozaban de estas prerrogativa, por
jueces peculiares, eximiendo de su competencia á la justicia secular
ordinaria.
Este laberinto de fueros, privilegios y leyes que los garantizaban,
y tribunales en que se juzgaban las causas civiles, las criminales y
hasta las de opinión de conciencia, subsistió por largo tiempo, has-
ta que al fin, en 1812, la Constitución Española de ese año, dejó
vigentes únicamente los fueros de Hacienda, el mercantil, el de
Minería, el eclesiástico y el de guerra. En el art. 19 de la Constitu-
ción de Apatzingán, se dijo: “La ley debe ser igual para todos, pues
su objeto no es otro, que arreglar el modo con que, los ciudadanos
deben conducirse en las ocasiones en que, la razón lo exija por esta
regla común.” Ya más antes, por decreto del gobierno español, de
15 de Octubre de 1810, se había reconocido la igualdad de los eu-
ropeos y de los americanos. En el art. 12 del Plan de Iguala, se
proclamó “que todos los habitantes de México, sin otra distinción,
que su mérito y virtudes, eran ciudadanos aptos é idóneos para
optar por cualquier empleo.”

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 305

Elevado México á la categoría de nación independiente, dictó dis-


tintas disposiciones que se relacionan con la igualdad ante la ley, ya
prohibiendo clasificar á los ciudadanos por su origen, suprimiendo
los tratamientos de los empleados, la esclavitud y su tráfico, los títu-
los nobiliarios y el uso de escudos; por último, en la Constitución de
1824 quedaron abolidos los fueros que la Constitución de 1812 había
dejado subsistentes, quedando únicamente vivos el de guerra, ex-
clusivamente para los delitos militares o mixtos de ese orden y el
eclesiástico, para los delitos comunes cometidos por eclesiásticos,
sin extenderse dicho fuero á los negocios civiles y pudiendo ser el
otro renunciable.
Por lo que tenemos dicho, se viene en conocimiento que la abolición
de los fueros y privilegios, venía teniendo en la República una marcha
progresiva, hasta que al fin quedó únicamente subsistente el fuero de
guerra para los delitos que tienen exacta conexión con la disciplina
militar; dictándose posteriormente la ley de 3 de Noviembre de 1870,
que estableció la manera de enjuiciar á los altos funcionarios públicos;
y en 15 de Mayo de 1883, la reforma del art. 7° constitucional para los
delitos de Imprenta que antes estaban exceptuados de ser juzgados
por la ley común.
Otras distinciones gozan algunos funcionarios, pero ellas, en todo
rigor no importan una desigualdad ante la ley; siendo más bien una
prerrogativa concedida por el puesto que desempeñan, y á efecto de
que no se menoscaben sus funciones, sino que queden á cubierto de
todo ataque que en cualquier momento las pudieran entorpecer con
perjuicio del buen servicio público.
Lo expuesto con anterioridad, nos basta para que quede demostra-
da toda la conveniencia de la abolición de los fueros y privilegios, una
vez que ellos significan una desigualdad opuesta á la justicia.
A reserva de tratar adelante de los fueros y privilegios autorizados
por la ley, nos detendremos á estudiar el fuero de guerra por la impor-
tancia histórica que en sí tiene, y por las consecuencias á que pueda
dar lugar su mantenimiento A este efecto diremos que, en la Grecia
y la Roma antiguas, al menos hasta el comienzo del imperio de esta
última, no se conoció el dominio de la casta militar; fue, pues, necesa-
rio que se estableciese aquél, para que la fuerza militar, dentro y fuera
del Estado lo sostuviese, ya que ella no podía dominar si no era por el
absolutismo de la milicia, la que no era otra cosa que el de la fuerza y
el privilegio de una casta.
En la época moderna se ve, que si el militarismo, comparado con el
resto del cuerpo social, no es distinto de éste, como sucedía en lo
antiguo cuando formaba una casta militar, lo cierto es que en algunas

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306 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

naciones significa un predominio social, desde el instante que ocupa el


primer sitio al dominar con las armas, y aunque ya en muchos pueblos
no se puede decir como en tiempo de los romanos ¡cedunt arma togee!
lo indiscutible es, como dice Sergi que, “significa, no el Estado íntegro
ni la justificación de la existencia de ejércitos permanentes, sino una
decadencia y una enfermedad; el militarismo es un padecimiento como
uno de los muchos males que aquejan á la sociedad moderna.” Dicien-
do en otro lugar: “Si el militarismo es un fenómeno social de involu-
ción, éste no podrá readquirir la función que va perdiendo y debe
necesariamente desaparecer pronto ó tarde; si en la actualidad es una
forma del funcionarismo, en un porvenir próximo pasará á ser símbolo
de una función antigua, mientras que en el presente momento es in-
hábil para la misión que se propone según se ha visto, á lo menos, en las
naciones latinas y en Grecia, y también puede decirse en Turquía; pero
así mismo sucederá en las demás naciones, es decir, en Alemania y
Rusia, cuando lleguen á ser históricas como las latinas.
Pero la involución de una función que supone la del órgano co-
rrespondiente, implica un cambio de estado ó en el cuerpo social ó
en el ambiente, en el cual éste vive, ó en ambos. ¿Este cambio es
regresivo ó progresivo? “Lo veremos en las paginas, inmediatas”...
“Sé perfectamente que se dirá que los grandes imperios hanse cons-
truido por medio de la guerra, y que ésta es útil para alcanzar tal
objetivo. No puedo negar que sea así; pero creo que es útil como
aspiración, si no va unido á otro más elevado que es el difundir la
civilización, aun cuando éste sea un caso raro... En el siglo que ter-
mina tenemos, en cuanto á guerra y militarismo extremado, dos
ejemplos encarnados en dos hombres que tuvieron el instinto sal-
vaje de la guerra, dos genios atávicos, Napoleón y Bismarck: el pri-
mero sentía la mayor satisfacción en la guerra y callo víctima de su
ansia de hierro y sangre: el segundo se vio obligado á lanzarse á la
guerra de 1870 con Francia, porque no era un emperador y un árbrito
de luchar como Napoleón, pero fue también un genio atávico y san-
guinario... Todo enseña, pues, que la superioridad humana no con-
siste en el poder militar, sino en el intelectual, y que uno y otro está
en relación opuesta á su desarrollo; además de que en todo tiempo,
cuando el poder militar tenía el sobreviento, el intelectual tuvo la
preeminencia y solo éste sobrevivió á todas las obras y empresas
antiguas, al paso que el otro es un fenómeno efímero como una
gloria caduca, de la cual no queda ningún vestigio, si se exceptúa el
horror que inspiran los recuerdos sangrientos.”
El gran pedagogo Kant, hablando de Alemania, dice: “El militaris-
mo ha desenvuelto el hábito ya considerable de la disciplina, del

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 307

orden y de la exactitud, el aseo, la inteligencia mutua y el compañe-


rismo,” y Fouillée, comentado estas palabras se expresa en los si-
guientes conceptos: “Habiendo llegado á ser modelo de organización
y jerarquía, el ejército ha ejercido un influjo creciente sobre el Estado
y la sociedad entera. Pero llegado al punto á que se le ha impulsado,
poco después, el ejercito alemán tiende hoy á separarse cada vez más
del elemento civil, favorece el desorden y la ociosidad; se opone al
ennoblecimiento y mayor dulzura de las costumbres, quita á la na-
ción una multitud de fuerzas vivas.” Agregando en otra parte de su
obra, “Psicología de los Pueblos Europeos,” lo siguiente: “Examíne-
se la manera como los oficiales alemanes son reclutados y educados,
sobre todo, en las terribles academias militares, que dan las tres
cuartas partes de los oficiales, y se comprenderá cómo con nuestros
oficiales y generales de entonces debíamos ser vencidos, sobre todo
cuando nuestros soldados se sentían mal dirigidos, carecían de con-
fianza, siempre se juzgaban traicionados, lo eran á veces, y marcha-
ban á su pesar, á una derrota esperada. (Hablaba de Francia en la
guerra de 1870-71.) En Alemania los hijos de los oficiales y subofi-
ciales destinados á la carrera militar son enviados desde la adoles-
cencia á las academias militares. Allá hacen la vida dura del cuartel,
vida bárbara y feudal. Desde su llegada, bromas salvajes endurecen
su carácter. La disciplina es de hierro: se les castiga corporalmente
con el látigo. Las cartas dirigidas á los alumnos son abiertas ante
ellos por un oficial. Exámenes de un rigor excesivo obligan á los
alumnos poco aventajados á redoblar sus esfuerzos. Si no aprueban
en los exámenes de paso, se les envía como soldados á los regimien-
tos. Están de antemano regimentados en la academia; y ciertos pun-
tos del régimen que sufren, no dejan de recordar el de los presidios.
Ningún francés toleraría este género de vida á la prusiana. Una vez
salidos de la academia, los oficiales tratan á sus soldados como ellos
han sido tratados: la subordinación se observa severamente y se
mantiene en todos los lugares de la escala; no hay que discutir ni
disertar “ni hablar de política;” es preciso obedecer. Si se piensa
que esta férrea y dura organización se aplica á millones de soldados,
se comprenderá lo que antes podían hacer los nuestros, entre los
que se había extendido el espíritu de división e insubordinación.”
El escritor Sidney Whitman, dice: “La victoria daba al ejército ale-
mán una posición única ante los ojos del mundo, y no puede negarse
que en su composición y carácter especiales excitan un interés sólo
comparable á lo grandioso de sus hazañas. Si un ejército permanente
es una deformidad, un mal inevitable, del alemán puede decirse al
menos, que su fin justifica su existencia. Es un ejército de paz ¡es una

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308 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

nación en armas con el fin de asegurar la paz! Su moral excede á la de


otro ejército del mundo. Los de otros países y tiempos han sido gér-
menes muy patentes de inmoralidad y turbulencias: el que nos ocu-
pa es un agente decidido de moralidad y disciplina. Los hábitos de
puntualidad, de obediencia, de disciplina, la incultación de los ins-
tintos del honor hasta en el más humilde, la reunión de todas las
clases de la nación en un terreno común con iguales sentimientos y
deberes, ha fortalecido física y moralmente á todo el pueblo alemán.
Este hecho es perceptible á la simple vista para todo observador que
cruce la frontera alemana, por cualquier punto y compare sus habitan-
tes con los de otros países.
“Los ingleses, proverbialmente tardíos en reconocer o confesar
meritos extraños, y no sin disculpa, puesto que tienen machos pro-
pios que recordar; los ingleses, repetimos, han llegado á confesar que
el ejército alemán, “ese sistema severo de matar hombres,” como lo
calificó uno de los más hábiles periodistas ingleses, es digno de todo
respeto y admiración. Hasta un francés no ha podido por menos de
confesar que, aunque los soldados alemanes no podían, “por supues-
to,” compararse con los franceses, no cabía, sin embargo, negarse su
mérito á los oficiales alemanes.”
Hemos entrado en estas consideraciones para demostrar la supe-
rioridad del ejército cuando tiene el espíritu de la subordinación y de
la disciplina, por estar sometidos sus miembros á la vida de cuartel,
habituados á la obediencia, á soportar sin murmurar fatigas y sufri-
mientos, á no criticar á sus jefes, ni substituir sus apreciaciones á las
órdenes recibidas, y, por último, á no despreciar las jerarquías. No sin
razón dice el ya citado Kant, que “la falta de disciplina es mal peor que
la falta de cultura.”
Todo lo expuesto explica la conveniencia de que se mantenga el
fuero de guerra para los delitos que tengan exacta conexión con la
disciplina militar; pero como esta parte del artículo Constitucional
no deja de tener sus adversarios, preciso se hace entrar en otro géne-
ro de consideraciones sobre todo para que quede demostrada la ne-
cesidad del ejército permanente por mucho que sobre el particular
tengamos que ocuparnos en otro lugar de este asunto.
Es indiscutible que la fuerza de conservación de la sociedad, en
gran parte depende del esfuerzo directo de los hombres que están en
situación de defenderla; pero para conseguir resultados satisfacto-
rios, también es indiscutible que es necesario la formación de un
organismo regulador que preste eficacia á la acción colectiva, y ese no
puede ser otro que la centralización en el mando, único medio por el
cual se mantienen las relaciones que en el caso se requieren entre el

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 309

soldado con el oficial, y entre éste con su jefe, estando todos subordi-
nados y á disposición del superior. La obediencia absoluta, la pronti-
tud en cumplir lo que se ordena, el sacrificio voluntario de la vida en
beneficio de la patria, la pérdida de la libertad para todo lo que sea
incompatible con los deberes militares; por último, la sujeción á to-
das horas, á cada instante á la voluntad pública, son condiciones que
no se amoldan con las cortapisas de las libertades populares. He aquí
la razón de que se mantenga el fuero de guerra para los delitos mili-
tares, sin el cual la subordinación y la disciplina, continuamente sería
relajada, haciéndose imposible la centralización del mando sobre la
acción colectiva.
En la legislación romana encontramos, que el magistrado, por el
derecho de la guerra era el jefe militar, tanto más, cuanto que la
guerra era el estado permanente fuera de la Ciudad, teniendo ese
funcionario las atribuciones de su cargo y además las derivadas del
hecho de que estuviesen sometidas á él todos los que servían en
las legiones, lo mismo que todo el mundo, una vez que en realidad
no había diferencias entre las personas. El rigor de la disciplina
llegó al extremo de no ser permitido discutir si algo se ejercitaba
con derecho ó sin él, estando los procedimientos penales sujetos á
reglas que en muchos puntos en nada estaban de acuerdo con el
derecho común. En general los delitos del orden militar revestían
ese carácter según las conveniencias y las utilidades, imponiendo
la pena el superior ó sus delegados sin más requisitos que su leal
saber y entender, con la particularidad de que también se juzgaba
de los delitos privados de los soldados y aun de los contratos por
ellos celebrados; subsistiendo estas reglas en los tiempos de la
República, modificándose más tarde por otras instituciones du-
rante el Imperio.
Las leyes españolas concedieron grandes franquicias á los milita-
res, tales entre otras, como la exención del hospedaje, la de bagajes y
cargos concejiles, no poder ser presos por deudas de carácter civil,
salvo las del rey y las provenientes de delito y el uso de armas en los
caminos públicos. Esto dio lugar á que los militares en las causas
civiles y criminales, no quedasen sujetos á la jurisdicción ordinaria,
sino á la de su fuero particular, gozando de estas prerrogativas todos
los que directa ó indirectamente se rozaran con el fuero militar, al-
canzándoles hasta los criados entre tanto estuviesen al servicio de
sus amos, siendo juzgados los delitos de que hablamos por los capi-
tanes generales, los auditores de guerra y por los consejos particula-
res de cada regimiento, con distintas facultades según eran las
personas y los hechos sujetos á juicio. En las propias leyes se prescri-

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310 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

bían los casos en que el fuero no tenía valor, lo mismo que cuando se
perdía, conociendo además las autoridades militares, como acontece
al presente, de los delitos de ese orden, aunque los perpetradores
perteneciesen al fuero común. Otras distintas disposiciones relacio-
nadas con las mencionadas, formaban la legislación militar española
vigente por algún tiempo entre nosotros, bastando lo que tenemos
expuesto, para dar, aunque sea una idea, de la extensión que tuvo el
fuero militar.
Opinan algunos que las instituciones militares, por su misma cons-
titución, hacen que en muchos casos por el hecho de que los soldados
están regidos por la voluntad de sus jefes, pretender hacerse inde-
pendientes del poder civil, una vez que sus hábitos y sus costumbres
se tienen que inspirar en el espíritu de obediencia á las órdenes y al
mando, que tan contrarios son según se afirma, á la confianza que en
sí mismo tiene un pueblo libre, diciéndose también que creyéndose
el militar, superior al ciudadano, termina por despreciarlo, teniendo
por otra parte una idea tristísima del gobierno cuando no lo represen-
tan hombres salidos de las filas, ocasionando estas creencias y senti-
mientos un antagonismo entre el elemento popular y el espíritu de
cuerpo del soldado, cosa que algunas administraciones se han encar-
gado cuidadosamente de fomentar, ya que su estabilidad reposa en la
confianza y en la fidelidad de las tropas.
En los tiempos modernos, esas creencias y sentimientos, podemos
afirmar que son exageradas, y lo serán más, á medida que se compren-
da que servir al ejército, es una alta honra personal y un deber nacio-
nal, siendo más exactamente cumplido á proporción que más se
mantenga la subordinación y la disciplina, no teniendo entonces que
temer los ciudadanos ninguna violencia, puesto que el ejército nece-
sariamente en estas condiciones, no sólo será un elemento para la
potencia nacional, sino también el más firme y seguro sostén para el
aseguramiento de la paz.
En la misma Alemania, que podemos decir es la potencia militar
por excelencia, ya uno de los Hohengollerns dijo: “He sabido con gran
disgusto que los oficiales, principalmente los jóvenes, pretenden te-
ner superioridad sobre las clases civiles, y he de advertirles que el
ejército tiene un sitio preferente, sí, pero es en la guerra, su propio
lugar, donde expone su vida por su país. De suerte que ningún militar,
cual fuese su graduación, ha de osar maltratar al más humilde de mis
súbditos, que ellos y no yo, son los que sostienen el ejército: á su
servicio está la tropa, cuyo mando me han encomendado; y la pena de
arresto, degradación y la misma vida, se juega el que contravenga mis
órdenes.”

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 311

No pueden decirse mejores palabras por ningún gobernante que


pretenda al mismo tiempo que garantizar los derechos de los
cuidadnos, hacer que el ejército se mantenga dentro de los límites
de la subordinación y de la disciplina; siendo mayor su moralidad á
medida que más se apegue á la ley y más perfecta sea la idea que posea
del honor y del deber.
Para terminar, diremos que el mantenimiento del ejército y, por
consiguiente, del fuero militar que es la garantía de la disciplina y la
subordinación lo exige el fin de potencia nacional, que es el natural y
el más antiguo en el espíritu del pueblo; no significando otra cosa
que el aseguramiento de la vida especial, propia é independiente del
Estado en sus diferencias ó en sus antiguas oposiciones contra otros
pueblos; siendo el mantenimiento de la defensa de la existencia ex-
clusiva de la nación contra las fuerzas enemigas, una necesidad de la
comunidad, siendo éste el motivo más universal de la constitución
del cuerpo político. En la práctica de los pueblos, por lo tanto, el fin de
potencia permanecerá como una necesidad imperiosa, en tanto que
unos mantengan pretensiones injustificadas con relación á otros, y ya
que no es dable “la paz sobre la tierra,” que es el voto de toda alma
sinceramente religiosa y el término de las aspiraciones morales del
ideal de la humanidad.
Diremos por último, que si todo el exceso del poder militar es causa
ocasional de la decadencia del Estado y la abundancia de soldados de
profesión en las filas y en los grados inferiores producen necesaria-
mente la tendencia que se observa en el militarismo para influir en la
política, en el sentido de intereses puramente guerreros, no deben
por eso perderse de vista las condiciones desfavorables en que una
nación se puede encontrar con la vecindad de otra influyente ó con-
quistadora, siendo entonces una imperiosa necesidad, el desarrollo
interior de las fuerzas del país, teniendo aplicación el adagio “quien
desee la paz, prepárese para la guerra,” aunque nos parece mejor, que
si se quiere tener éxito en la guerra ya sea necesaria ó prevista cuidar
con afán de organizar las fuerzas de la paz acumulando durante el
período de esta, todas los recursos y los elementos necesarios para
aquella, tanto más, cuanto que desgraciadamente la una y la otra es-
tán en la misma relación que la excepción y la regla general, midién-
dose exactamente los límites del derecho de los pueblos por el grado
de fuerzas de que disponer para defenderse, siendo por lo común
inútiles sobre este punto, todas las teorías de justicia invocadas por
los filantrópicos, los oradores y los diplomáticos; supuesto que el de-
recho jamás ha desempeñado papel cuando se trata de soluciones
entre pueblos, de fuerzas desiguales. Díganlo, las recientes guerras

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312 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

del Transvaal, de Cuba y Filipinas y la actual de Rusia y el Japón, y por


ellas se comprenderá que cuando los intereses de los pueblos se
ponen en juego, los buenos sentimientos se truecan en superficiales
y hasta las ideas de justicia se desvanecen.
Por lo que á nosotros toca y por más que nuestro porvenir este cu-
bierto de impenetrables brumas, no nos debemos sentir desalenta-
dos ante ninguna superioridad, puesto que un pueblo pequeño cuando
es bastante enérgico, sabe muy bien defenderse; pero esta defensa
debe estar muy bien organizada para que á nadie le venga la inten-
ción de agredir. Esta y otras razones, que por brevedad omitimos,
fundan la subsistencia del fuero de guerra, para los delitos que ten-
gan; exacta conexión con la disciplina militar, comprendiéndose, que
si no fuese así, la milicia se convertiría en una masa inmoral e insu-
bordinada incapaz para su objeto, siendo más peligrosa que nuestros
propios enemigos.
Por tal motivo se prescribe en la Constitución que el fuero de que
hablamos, subsiste “solamente” para los delitos y faltas que tengan
exacta conexión con la disciplina militar. Es decir, la ley quiere que
recíprocamente las autoridades civiles como las militares no se inva-
dan sus respectivas jurisdicciones, sino que cada una de ellas se man-
tenga dentro de los límites de su competencia, conciliándose así, los
derechos de los ciudadanos con los deberes del militar, para que cada
cual sea juzgado por sus propios jueces, según sea la naturaleza de la
infracción de la ley, independientemente de que si el delito cometi-
do por los ciudadanos fuese del orden militar por este hecho quedan
sujetos á la ley militar sin poder invocar la civil, precisamente porque
si así fuese se relajaría la disciplina y en sentido contrario si la viola-
ción de la ley civil por los militares no tiene ninguna conexión con la
disciplina, se infringiría el régimen de la igualdad al invocarse un
carácter que solo tiene valor ante la ley militar. Muy lejos por lo mis-
mo de que el soldado invoque su fuero para substraerse al dominio
de las autoridades civiles por infracción de las leyes de este orden, las
militares, por el contrario, las tienen en cuenta ya que esas infraccio-
nes de mucho sirven para conocer el grado de caballerosidad y honor
que tan indispensables son, lo mismo que el estricto cumplimiento
del deber para un verdadero soldado. En Alemania, el más pequeño
borrón en el carácter de un oficial es fatal para su ascenso, y esto en el
caso de no traer consigo su inmediata destitución. Así se explica, dice
Whitman, “que sean frecuentes los casos de suicidio, cuyas causas
son triviales para los que no están familiarizados con la rigidez de las
ideas prusianas en este punto. Frecuentemente acarrea su ruina á un
oficial el hallarse complicado en una riña o escándalo, aunque resulte

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 313

inocente, porque el uniforme que viste ha de permanecer inmaculado


á todo trance.” Repetimos, hemos entrando en todas estas digresiones
para demostrar la conveniencia y necesidad de que subsista el fuero
de guerra ya que por ese medio se mantienen la subordinación y la
disciplina, factores indispensables para la defensa de los intereses
comunes. Así también, será más eficaz la gran advertencia dada por el
filósofo Kant y á que le damos aplicación en América “Hasta el supre-
mo momento de la constitución de los Estados Unidos de Europa,
que cada pueblo tenga la mano en el puño de su espada, de otro modo
podría desaparecer antes del gran día.”
*
**

A reserva como tenemos dicho, de tratar adelante de los fueros y


privilegios reconocidos por el derecho, nos ocuparemos en este lugar
del punto relativo á que no se puede gozar de emolumentos que no
sean la compensación de un servicio y que estén fijados por la ley.
Advertiremos que, aunque en la Constitución al hablarse de emolu-
mentos, se deben entender con todo rigor en su sentido estricto,
diremos que, tanto ellos como las distinciones personales, las con-
decoraciones y las dignidades, son perfectamente compatibles con el
principio de la igualdad, por el hecho de ser accesibles á todos los que
á ellas se hagan dignos, y por la circunstancia de no ser un privilegio ni
una merced, sino un premio por un servicio personal, el cual puede
obtener la generalidad.
A primera vista, parece muy fácil la designación de las personas
llamadas á desempeñar los empleos públicos, y, sin embargo, nada
tan trabajoso puesto que desde los más antiguos tiempos el paren-
tesco, la amistad y las recomendaciones con sus variadas formas, son
en no pocos casos, los medios de elección para entresacar á los miem-
bros que forman el engranaje de la máquina administrativa. En la
época moderna, aunque esos vicios no han desaparecido por com-
pleto, si se puede afirmar que forman la excepción, tanto más, cuan-
to que la aceptación de un empleo, necesariamente tiene que estar
acompañada de la responsabilidad para el caso de faltar á su fiel
desempeño, revistiéndose las administraciones actuales de una
voluntad firme y enérgica para hacer frente á las exigencias injusti-
ficadas, perdiéndose poco á poco, en los hombres, la vana creencia
de su propio valer, y en otros ese egoísmo que les impide sacrificar-
se por el bienestar general.
En otro sentido, piensan algunos que los servicios públicos son el
objeto de una carrera, creyendo firmemente que tienen la propiedad

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314 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sobre sus empleos, sin pensar que su desempeño, más que otra cosa,
es un deber para con el Estado. También se cree que la antigüedad de
los servicios públicos da un título perfecto para los ascensos, sin dis-
currir que sobre esto el único legítimo, es el de las aptitudes; pero lo
que es más común, dando lugar á la intriga y al favoritismo, es la
perniciosa costumbre de los que, haciendo alarde de cumplir con su
deber, no perdonan medios para distinguirse para exigir después, la
recompensa. Estos individuos no descuidan poner en juego ningu-
nos artificios por extraviados que sean, principalmente para tener á su
servicio á la opinión pública, por más que ésta, tarde ó temprano, les
tenga que retirar sus favores, en vista de los resultados que invaria-
blemente son de esperarse, cuando se llega á descubrir cuál ha sido
el verdadero objeto del fingido cumplimiento del deber. Para otros, y
por fortuna son los menos, la remuneración legítima de sus servicios
es poca coca comparada con otros beneficios que de aquellos les re-
sultan. Acontece también que son recompensados muchos indivi-
duos, que sin merito propio, se aprovechan del esfuerzo ajeno. Y por
último, aquéllos á quienes si tener que agradecérseles nada, hay que
contentarlos, con la participación en los presupuestos para sofocar su
sistemática oposición.
Así como estos males, deben ser censurados, por el contrario, es
de equidad que los servicios públicos desinteresados, y todo aque-
llo que redunde en bien de la sociedad, sean recompensados como
merecen, pero no más allá de los justos límites, ni tampoco que por
un servicio de poca importancia y de por sí ya remunerado, se ponga
al individuo en camino de recoger mayores honores y distinciones
inmerecidas. Whitman, hablando de Alemania, y principalmente
del ejército, se expresa en los siguientes términos: “En el ejército
prusiano son desconocidas las propuestas de recompensas recla-
madas por el público y los ascensos debidos al favoritismo. Un ofi-
cial puede llegar á disfrutar de la amistad íntima personal del joven
emperador sin que esto ejerza la más pequeña influencia para ser
preferido. Y si se le juzga incapaz de desempeñar un mando más
elevado esa íntima amistad será infructuosa, hasta para cuando se
trate de reclamar su retiro prematuro... El servicio en el ejército
prusiano es un deber nacional, y de ningún modo una carrera para
sus individuos... “En el ejército alemán no hay miramientos para la
sensibilidad individual. Allí la arrancan de raíz en interés del país.
El parentesco inmediato de general prusiano, es más bien un en-
torpecimiento, toda vez que el espíritu de la rígida imparcialidad
hace á los amigos y parientes de uno, el medio de entorpecer el
ascenso de un oficial.”

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 315

No es de extrañar, por lo visto, que los dos hijos de Bismarck en la


guerra franco-prusiana, figurasen como simples soldados rasos en
la guardia de dragones; ni que un cuñado del Mariscal Moltke y su
ayudante de campo, solo fuese un simple capitán retirándose con
media paga del servicio por motivo de salud. También llama la aten-
ción que no exigieran recompensas los soldados que quedaron en-
fermos en la indicada guerra, y cuyo número igualó al de los heridos
y muertos. El mismo Moltke estimó en muy poco la popularidad y
las recompensas como se desprende de sus propias palabras. Decía
así: “Cuando me veo obligado á escuchar las adulaciones sin lími-
tes que el público le hace á uno, no puedo apartar de mí la idea de
qué hubiera sido si el éxito no hubiese coronado nuestra empresa.”
Y sin embargo, veamos como se expresaba ante él el emperador de
Alemania con motivo del aniversario de su nacimiento. Hé aquí
algunas de sus palabras: “Las altas distinciones que mi difunto abue-
lo os confirió, me privan hoy de poder expresaros con alguna otra mi
propia gratitud; os suplico, por tanto, acepteis el testimonio de mi
respeto, el único homenaje que puede daros mi juventud. Es pre-
rrogativa del soberano tener en su antecámara el emblema en que
las soldados prestan su juramento, que ondea ante las tropas y sim-
boliza el honor de sus armas y el valor de su ejército. Con singular
orgullo renuncio hoy á este privilegio y os ruego permitais que las
banderas de mi guardia, que tan frecuentemente han flotado ante
vos en las batallas, tengan un puesto en vuestra morada. Una subli-
me historia hay en las corbatas de brillantes colores que están fren-
te á vos, una historia que ha sido escrita principalmente por vos
mismo.”
“Os suplico que acepteis este emblema de vuestro mando (aquí, el
emperador le ofreció su bastón) como un recuerdo personal mío y de
este día. El verdadero bastón de feld-mariscal, ganado bajo el fuego
del enemigo, lo tenéis en vuestras manos hace mucho tiempo; este
es sólo una prueba de mi respeto, de mi veneración y de mi gratitud.
Ahora, señores, suplico á todos repitáis conmigo: Dios, bendiga, con-
serve y mantenga á vuestro venerable feld-mariscal, y bendiga por
siempre á nuestro ejército y á nuestra patria. Estamos agradecidos á
él por nuestra grandeza; como por poder, con su ejemplo, formar una
escuela de jefes militares que, educados en su espíritu, serán la forta-
leza y la gloria de nuestro ejército, y de nuestra patria.”
Hablando de la cruz de hierro, que en Alemania, como es sabido, no
tanto significa una distinción personal, sino una recompensa al deber
cumplido, decía Bismarck, en tono de broma á un príncipe alemán,
“que á los dos se las habían concedido por mero cumplido.”

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316 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Todo lo expuesto, nos revela que en materia de recompensas y


emolumentos en Alemania, más que éstos, lo que se busca es la satis-
facción del deber cumplido.
Esto no quita para que pensemos que los que han dedicado los
mejores años de su vida en servir á la sociedad ó á la humanidad, sean
acreedores á las recompensas y á los emolumentos muy especial-
mente cuando las fatigas y la edad los haya dejado imposibilitados
para atender por si solos á la satisfacción de sus necesidades; justo es
por lo mismo, que en estas condiciones, tales servicios reciban algún
premio, el que, más que tal, es un verdadero estímulo; por mucho de
que por el hecho de ser esos servicios un verdadero deber en todo
rigor no debieran tener agradecimiento. Pero, como por otra parte, los
empleados del Estado dedican todo su tiempo y actividades en ser-
virlo, natural es que sus esfuerzos tengan la compensación debida,
siendo además indispensable que esté fijada por la ley para que no se
les vea como la consecuencia real o ficticia del favor, sino como antes
decíamos, como un verdadero premio, otorgando más que por otra
cosa, para multiplicar los servicios y dar al mismo tiempo un nuevo
elemento para el sentimiento del deber. Los grandes hombres, los
seres superiores cuando se trata de servicios públicos los prestan,
como dice Camöens “não movidos de primo vil mas alto e quasi eter-
no” no movidos por un premio vil, sino elevado y casi eterno. Dire-
mos, en conclusión, ya que hemos, recordado á los hombres
extraordinarios y ya también que no son pocos los que se dan o dejan
dar el título de héroes, salvadores o libertadores, etc., para que se les
considere como tales y el legislador les premie sus servicios, es in-
dispensable ante todo, que sean conocidos los resultados de sus ener-
gías, no inspirándose en abstracciones o ideales, sino en la imagen
real de su personalidad que la haga acreedora á cualquiera de esos
títulos, sin olvidarse que muchas veces la crítica, la envidia, la falasía
ó la propia modestia empaña u obscurece al verdadero mérito, no
siendo siempre cierto lo que dice un notable escritor “que la ingrati-
tud hasta para los grandes hombres,” es la forma de una gratitud más
profunda, y si se les hace traición á veces, “¡es por el calor del afecto
personal.”!
A lo dicho agregamos lo que dice el escritor ruso Baukounine: “Lo
único que el Estado podrá o deberá hacer, será modificar poco á poco
el derecho de herencia, para llegar, en lo posible, á su abolición com-
pleta. El derecho de herencia es mera creación del Estado y una con-
dición esencial de la existencia del Estado autoritario y divino; puede
y debe abolirse por la libertad en el Estado, lo que quiere decir, que
éste debe disolverse en la sociedad organizada libremente y según la

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CAP. IV.— DE LA IGUALDAD ANTE LA LEY 317

justicia. Ese derecho debe abolirse, porque mientras exista la heren-


cia, habrá desigualdad económica hereditaria; no la desigualdad na-
tural de los individuos, sino la artificial de las clases. Y esto se traducirá
siempre por la desigualdad hereditaria del desarrollo y de la cultura
de las inteligencias, y continuará siendo la fuente y consagración de
todas las desigualdades políticas y sociales. La igualdad del punto de
partida al empezar la vida cada uno, en cuanto es igualdad, dependerá
de la organización económica y política de la sociedad, á fin de que
todos, hecha abstracción de su diferente naturaleza, sean hijos de
sus obras: tal es el problema de la justicia. El fondo público de educa-
ción y de instrucción de los niños de ambos sexos comprendido su
mantenimiento desde que nacen hasta la mayor edad, deberá ser el
único heredero de todos los que mueran. Añadimos, en calidad de
esclavos y rusos, que entre nosotros la idea social fundada en el ins-
tante general y tradicional de nuestras poblaciones, es que la tierra,
propiedad del pueblo, no deben poseerla más que los que la cultivan
con sus brazos.”

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CAPITULO V
DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES

Art. 14.— No se podrá expedir ninguna


ley retroactiva. Nadie puede juzgado ni
sentenciado sino por leyes dadas con ante-
rioridad al hecho, y exactamente aplicadas
á él, por el tribunal que previamente haya
establecido la ley.

En las antiguas sociedades, cuando la religión tenía tan poderosa


influencia sobre el poder público, se confundieron á menudo las pres-
cripciones litúrgicas, los ritos y las oraciones con las disposiciones
legislativas, formando todo en conjunto la legislación; de esto de-
pendió que, primitivamente, la estabilidad de las leyes, más que por
otra causa, se mantuviese por el origen divino que se les reconocía.
Las costumbres de los antepasados y el culto á los muertos, conser-
vados religiosamente, pasaban de una generación á otra con toda la
fuerza de una prescripción leal, haciendo que la conducta de los hom-
bres fuese normalizada por ellas. Después se obedeció á las disposi-
ciones especiales que al morir dejaban los jefes ó individuos
eminentes, apareciendo más tarde la reglamentación positiva, para
llegar al fin al período actual, en que la ley es la expresión de la volun-
tad pública.
Como es de suponer, habiéndose cambiado las necesidades, los
hábitos y las costumbres de los hombres, por necesidad también,
tenía que modificarse el carácter de la legislación, teniendo que res-
ponder á causal diversas, en atención á que las leyes sólo se les puede
mirar como medidas de duración indeterminada é históricamente
limitada, estando llamadas á desaparecer con las circunstancias que
las motivan y con el estado social á que se procura que respondan. Los
actos de los hombres, por lo mismo, que caen bajo el dominio de la
ley, no pueden ser juzgados por ninguna disposición que no tuviese

319

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320 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

existencia cuando aquellos se realizaron; ligarlos de este modo á su


pasado, importaría que los derechos en cualquier momento estuvie-
sen amenazados, dando lugar á que se cometiesen todo género de
injusticias.
El principio, por lo visto, de la retroactividad de las leyes, es de tal
importancia para la seguridad de los ciudadanos, que ya desde muy
antiguo fué reconocido; proclamándose en la monumental legisla-
ción de los romanos, en la ley VII, título 14, Libro I del Digesto, el
principio siguiente: Legis et Constitutione futuris certun, est dare for-
man negotüs, non ad facta proeverita revocari. Entre las leyes españo-
las, la primera y la doce, título I°, Lib. II; la octava, título 4.° del mismo
Libro; la primera, título 5°, Lib. III; la VI, título I°, Lib. V; todas del
Fuero Juzgo, así como la 1ª, título 5°, Lib. IV de la Partida III, y la 15,
título 17° Lib. X de la Novísima Recopilación, igualmente reconocen
el principio de la no retroactividad de las leyes.
La Asamblea Constituyente de Francia, no olvidó el principio que
venimos estudiando, consignando en el art. 14 de la Constitución
“que ninguna ley, ni criminal ni civil, pudiera tener efecto retroacti-
vo.” En nuestra primera Constitución se estableció el mismo princi-
pio, expresándose la mima voluntad, en el art. 45 de la Tercera Ley de
las 7 constitucionales y en la frac. III del art. 67 de las Bases Orgáni-
cas, hasta llegar, por último, al período constitucional vigente, en que
teórica y prácticamente, ni se expide ninguna ley retroactiva ni tam-
poco se le dá aplicación en ese sentido.
No pudiendo expresarnos con mejores conceptos para fundar la ra-
zón de la prohibición constitucional, diremos con el célebre juriscon-
sulto Portalés; “Hé aquí un principio, que necesita repetirse siempre
para que no se olvide... si hubiera un país en el mundo donde estuviera
admitida la retroacción de las leyes, no habría en él ni una sombra de
seguridad. La libertad civil consiste en el derecho de hacer lo que la ley
no prohíbe y se mira como permitido, todo lo que no está vedado. ¿Qué
sería, pues, de la libertad civil, si pudiera temer el hombre, que aun
después de haber obrado, sin infringir las leyes, quedare expuesto al
peligro de ser perseguido por sus acciones ó turbado en sus derechos
en virtud de leyes posteriores...? Lejos de nosotros la idea de esas leyes
de dos caras, que teniendo un ojo fijo en lo pasado y otro en lo venidero,
secarían la fuente de la confianza, llegarían á ser un principio eterno de
injusticia, de trastorno y de discordia.
Como se puede ver, estas ideas son las mismas que han tenido los
legisladores y los jurisconsultos, para establecer y aceptar el principio
de la no retroactividad de la ley; pero, como tal principio tiene su
excepción, se hace indispensable explicarlo. En efecto, puede suce-

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CAP. V.— DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES 321

der que un hecho tenga su existencia bajo el imperio de una ley anti-
gua, á la vez, que sus consecuencias jurídicas tengan que resolverse
bajo el de una nueva. En este caso, natural es que se provoque un
aparente conflicto, que necesariamente se tiene que resolver, supues-
to que, si se aplica la primera ley, es evidente que se le tiene que dar
efecto retroactivo, y si no es así, la segunda tiene que perder su efica-
cia y su oportunidad, haciendo ilusorio é infructuoso el fin propuesto
por el legislador. Duvergier, dice: “Cuando es cierto, que el interés
general, exige que la nueva ley sea inmediatamente aplicada, cuando
está demostrado que vale más para la sociedad sufrir alguna pertur-
bación, el principio de no retroactividad debe ceder ante las conside-
raciones de orden público.” Expresándose Dalloz en idénticos
conceptos: “Las leyes rigen el pasado, cuando el interés general exi-
ge que sean inmediatamente aplicadas, porque no hay derecho ad-
quirido contra la mayor felicidad del Estado.” Como se comprende,
no obstante la bondad de las ideas expresadas por los autores citados,
son, peligrosas en su aplicación, cuando no las acompaña la exacta
idea de lo que es el bien público, para que así se quite á la ley retroac-
tiva su carácter odioso y anticonstitucional.
Se considera de tal importancia el principio que nos ocupa, que aun
á las leyes políticas que no son del dominio del individuo, puesto que
el poder público puede quitarlas ó modificarlas, cuando por ellas se
han adquirido algunos derechos, ya por tal motivo no pueden
retrotraerse por ninguna ley, pues como dice Benjamín Constand:
“La retroactividad, aun en materias políticas aplicada á derechos ad-
quiridos ó hechos consumados, sería el desgarramiento del pacto
social, la anulación de las condiciones, en virtud de las cuales, la so-
ciedad tiene el derecho de exigir la obediencia del individuo.”
Consecuente el legislador con el principio constitucional, prescri-
bió en el art. 5° del Código civil, que, ninguna ley ni disposición gu-
bernativa, tenga efecto retroactivo; estableciéndose en las fracs. I, II y
III del art. 182 del Penal, las reglas á que queda sujeto un delincuen-
te, cuando entre la perpetración del delito y la sentencia que se le
debiera aplicar, se pone en vigor una nueva ley que mejore su condi-
ción: es claro que en estas condiciones la ley nunca puede tener el
carácter de retroactiva en el sentido constitucional, ni tampoco las
aclaratorias de otras anteriores, supuesto que en rigor estas no alte-
ran su concepto, sino que únicamente lo explican. Sin que esto obste
para que las sentencias y las transacciones sean válidas aun estando
en contradicción con las disposiciones aclaratorias, una vez que tal
validez es exigida por el interés público á efecto de mantener la
irrevocabilidad de los fallos y la firmeza y solidez de los pactos.

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322 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En concreto se puede decir, que las leyes sustantivas, salvo los casos
de excepción que hemos mencionado, no pueden ni deben tener efec-
to retroactivo; no sucediendo lo mismo con las adjetivas cuando su
objeto es reglar el procedimiento en los juicios; modificándose según
las circunstancias y necesidades de cada época, sin que por esto se
entienda que la nueva ley pueda modificar los hechos consumados ó
herir los derechos adquiridos, entendiéndose por esto, según la opi-
nión de Meyer, aquéllos que se han hecho la propiedad del que los
ejerce. Hay por lo tanto que distinguir en las leyes de procedimientos
aquéllas que se refieren únicamente á la forma ó simple tramitación de
los juicios, de aquéllas que establecen la jurisdicción, fijan la compe-
tencia ó las llamadas á decidir una cuestión de fondo. Siendo indiscu-
tible que en muchos casos no sería posible mantener procedimientos
ni tribunales reformados ó suprimidos frente á los nuevos, sólo para
conocer de los negocios pendientes. No acontece lo mismo cuando la
nueva ley viene á decidir algún punto del fondo mismo de un negocio,
supuesto que entonces sí se afectan los derechos adquiridos, no pu-
diendo en tal caso la ley adjetiva, tener efecto retroactivo.
Se presenta otra cuestión cual es la de que, no obstante el principio
constitucional y sin que el interés general lo exija, por cualquier motivo
se expida una ley retroactiva. ¿Qué deben hacer los jueces y magistra-
dos colocados ante esta situación? Es indiscutible que si se erigen en
órganos del derecho y juzgan á la misma ley, necesariamente tienen
que invadir la soberanía de los parlamentos, constituyéndose arbitra-
riamente en legisladores al abrogarse facultades substraídas á su com-
petencia; y si por el contrario, le dan aplicación á la ley retroactiva, es
evidente como manifiesto que se tienen que poner en abierta oposi-
ción con el precepto constitucional. Para salvar este conflicto no cabe
más recurso que resolver el problema por medio de una pronta é inme-
diata reforma legislativa; pero si esa reforma no es posible, por haber
verdadero empeño en mantener la ley, á pesar de conocerse su ilegiti-
midad y la ninguna relación de su contenido con el sentimiento domi-
nante del derecho, ¿qué hacer entonces? En este caso, es indiscutible
que la violación de la ley está sancionada por su propia ilegitimidad; en
la inteligencia que al hacerlo así, se acata en primer lugar el principio de
la ley fundamental, no pudiendo otras leyes estar en contradicción con
ella, supuesto que todas de la misma tienen que emanar.
*
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Se dice, además, en el artículo constitucional, que nadie puede ser


juzgado y sentenciado por un hecho, sino por leyes exactamente apli-

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CAP. V.— DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES 323

cadas á él por el tribunal que previamente haya establecido la ley;


afirmándose con este precepto el principio de la no retroacción, muy
especialmente tratándose de asuntos del orden penal, en que se pue-
de herir al individuo en su persona y libertades.
Tenemos, en tal concepto, que, si el objeto de la ley es castigar al
que la infringe por haber violado un deber social, la primera condi-
ción es que la infracción tenga existencia, porque sin ésta nada hay
imputable ni mucho menos punible. Por otra parte, si al derecho de
gobernar lo acompaña el de obligar á la obediencia por medio de la
pena, ésta debe ser exactamente aplicada al hecho delictuoso, ya que
el castigo no es otra cosa que la consecuencia del deseo que tienen
los hombres de obtener justicia.
Se ha dicho por caracterizados escritores que, al emplearse en la
Constitución el vocablo nadie para que así no pueda ser juzgado sen-
tenciado, etc., se refiere exclusivamente á la persona individual; de lo
que deducen que, el principio de la no retroacción y exacta aplicación
de la ley, sólo se refiere á la persona como tal; lo que daría por resulta-
do que sus efectos no alcanzasen al patrimonio; el cual no se com-
prende, si no está identificado con la individualidad, lo mismo se
puede decir de las personas morales. No comprendemos, la razón en
que se funda la pretensión á que nos referimos, y más si se piensa que
cualquiera que sea lo que se juzgue y sentencie, necesariamente tie-
ne que estar en relación con el hombre y más cuanto que éste es el fin
de todo el derecho.
A primera vista, el principio en que descansa el artículo constitucio-
nal respecto á la exacta aplicación de la ley, parece de muy fácil resolu-
ción; pero en la práctica no dejan de existir dificultades en su aplicación,
por las distintas interpretaciones que se pueden dar á las disposicio-
nes legislativas; bastando para comprobar este hecho la circunstancia
de que el sentimiento del derecho no siempre tiene la misma armo-
nía para todos ni es el mismo, de un modo absoluto, en cada momen-
to, lo que dá lugar á que la ley se entienda en muchos casos de diferente
manera. Por otra parte, es innegable que el sistema legislativo que se
repute más acabado, no puede expresar la idea del derecho en todas
sus formas y en términos tales que excluyan toda discusión, y, si á
esto agregamos que las conciencias no siempre se hayan dispuestas á
la obediencia, ya tenemos el por qué de la dificultad á que nos referi-
mos. A lo que tenemos que agregar que, siendo la ley una obra huma-
na, necesariamente tiene que adolecer de imperfecciones; de lo que
resulta que, cuando se promulga, unos la consideran demasiado avan-
zada para su época, mientras otros, por el contrario, la tachan de de-
masiado atrasada. Pudiéndose observar también en la práctica de los

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324 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tribunales aun en los del orden más elevado los diversos criterios con
que se juzga y sentencia. Nos aventuramos por lo mismo á decir, que,
salvo el caso de contradicciones manifiestas entre la ley y las senten-
cias, la exacta aplicación de la primera sólo de un modo relativo tiene
lugar, lo que no se debe ver como opuesto á la justicia si se discurre,
que si siempre se le opusiesen grandes resistencias para que no su-
friese las variaciones necesarias, no se modificaría el espíritu que en
ella debe dominar, según el criterio que las nuevas generaciones le
van dando. Desde el momento, pues, en que la voluntad del legisla-
dor se impone para el porvenir sólo aproximadamente se puede pre-
ver el modo como se aplicará la ley, ya que las apreciaciones que de la
idea jurídica se van teniendo son distintas, viéndose arrastradas por
las corrientes de los cambios incesantes que como el de tiempo na-
die puede detener, produciendo irremisiblemente esas evoluciones
de la sociedad, lo mismo que las de la ciencia y las de la conciencia.
Por lo que dejamos expuesto, parece que declaramos ser imposible
que la ley sea exactamente aplicada al hecho que la motiva. No es eso
lo que queremos demostrar, sino únicamente, que á medida que la
promulgación se aleja, la incongruencia de pareceres tiene que dar
por resultado el que se aplique inexactamente. Entendemos, en tal
concepto, que para cumplir con el precepto constitucional es indis-
pensable que los encargados de administrar justicia, se acomoden á
las necesidades dominantes, apareciendo en todas sus determina-
ciones clara é indudable la idea del derecho. Esta es la razón por la
que el legislador, no debe descuidar medio para que la ley, en lo futu-
ro, tenga la flexibilidad bastante para adaptare á cada época á efecto de
que cada generación la vea como su propia obra.
EI olvido de estas apreciaciones ha dada lugar á que muchas leyes
que al principio fueron buenas y eficaces, con el transcurso del tiem-
po se hagan detestables.
Ocurre preguntar, aunque parezca ocioso, dada nuestras formas ju-
rídicas, si la exacta aplicación de la ley debe referirse al hecho tal
como se ha realizado ó como resulta de de lo juzgado y probado. A lo
que contestamos que, aunque el sistema judicial más perfecto sería
aquél que lograse obtener la verdad substancial, no siempre se puede
llegar á este convencimiento, ya por las resistencias que ponen los
procesados, los testigos y tantos innumerables accidentes que se pre-
sentan en los procesos. Así, pues, aunque en materia civil se busca la
verdad formal como en lo criminal la substancial, la base para la sen-
tencia tiene que ser los elementos probatorias acumulados y recogi-
dos en el juicio; siendo al hecho, como resulte probado, al que se
tiene que aplicar exactamente la ley.

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CAP. V.— DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES 325

De paso diremos que las deficiencias humanas, que no siempre se


pueden vencer, hacen en muchos casos que algunos lejos de aplicar
exactamente la ley, principalmente tratándose de procesos crimina-
les, sólo persigan el éxito de una condenación, incurriendo para este
fin en irritantes omisiones y comisiones que no hacen más que el que
se pierda la fé en la justicia. Otros dejan la instrucción entregada á la
casualidad, sino es que á las contemplaciones; siendo burlada la ley
por una defensa más ó menos hábil, pero siempre peligrosa, supuesto
que hiere al sentimiento social.
Entendemos en tal virtud que, para que la ley sea exactamente apli-
cada en el sentido constitucional, es indispensable que su sentido no
se amplíe ni limite con una interpretación arbitraria, ni mucho me-
nos que se supla su silencio haciendo que se cambie el espíritu literal
de sus preceptos. Por lo que tampoco, y especialmente tratándose de
asuntos criminales, no se debe aplicar por analogía ó mayoría de razo-
nes, siendo este medio de evitar en lo posible los errores judiciales,
que desgraciadamente se cometen con más frecuencia de la que era
de desearse.
Tratando del recurso de amparo en negocios del orden civil por
inexacta aplicación de la ley, el Tribunal Supremo ha comprendido,
según él mismo se expresa, “que á nuevos tiempos nuevas ideas,” y
que, habiendo razones de derecho que antes se ignoraban, se debía
abandonar la teoría restrictiva que rechazaba el recurso indicado
por inexacta y aun criminal aplicación de la ley, precisamente en los
casos en que los jueces dicen todo lo contrario de lo que el legisla-
dor pretendió prescribir, ó cuando hacen de sus atribuciones una
función reservada al grado de pretender ser los creadores ó autores
del derecho.
Es indiscutible, por lo mismo, que el segundo inciso del artículo cons-
titucional que estudiamos, protege los intereses privados, cuando al
hacerse aplicación de las leyes al hecho ó hechos controvertidos, los
jueces han procedido arbitrariamente. De modo que tenemos que,
aunque en materia civil cabe la interpretación de la ley, es bajo las
condiciones y reglas establecidas por el derecho, previniéndose en el
art. 809 del Código Federal de Procedimientos Civiles, “que la inter-
pretación que los tribunales comunes hagan de un hecho dudoso ó
de un punto opinable de derecho civil, ó de la legislación local de los
Estados, no puede fundar por sí sólo la concesión de un amparo, por
inexacta aplicación de la ley, sino cuando aparezca haberse cometido
una inexactitud manifiesta é indudable, ya sea en la fijación del he-
cho, ya en la aplicación de la ley.” Por autorizado, pues, que esté el
arbitrio judicial, no por esto se puede decir que sea ilimitado al grado

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326 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de que por él, se puedan hacer modificaciones en las personas, en los


derechos y en las cosas; con tanta más razón cuanto que en la actuali-
dad los derechos privados no se protegen sino en vista de la persona-
lidad, ni tampoco se pueden realizar sin tenerla en consideración: tal
es la causa por la que, herir un derecho incorporado á la personalidad,
no es otra cosa que atentar á la misma.
*
**

Aunque en la esfera militar son muchos los hechos en que clara y


exactamente se les aplica la ley, no por eso deja de haber otros en que,
por la naturaleza de esa institución, tal cosa no pueda tener lugar.
Basta para comprobar nuestra afirmación con mencionar la circuns-
tancia de que el derecho de la guerra moderna, lo mismo que lo que
pasaba en la legislación romana, esté regulado por la conveniencia y la
utilidad de la disciplina, obrando en muchos casos jefes del ejército
conforme á su arbitrio. Además, no se debe olvidar que la moral de la
guerra no es la misma que la que rige las acciones privadas: viéndose
por la primera como medios meritorios muchos hechos que por la
segunda se consideran reprobados; tales son los engaños, las sorpre-
sas, el espionaje, las emboscadas y, en fin, todo aquello de que nos
habla la ciencia llamada de la Estrategia. Y como ésta, como la guerra
misma, entendemos que no puede figurar entre las ciencias exactas,
resulta que á muchos hechos se les tiene que aplicar la ley de una
manera aproximada. Y no podía ser de otra manera, supuesto que el
rompimiento de las hostilidades supone un estado anormal impues-
to por las mismas necesidades de la lucha, las que necesariamente
traen consigo, como consecuencia inmediata, la suspensión de las
garantías individuales para todos los ciudadanos, y especialmente
para los militares, sujetos á los rigores de la disciplina. En, estos ca-
sos, pues, en que un hecho se relaciona con la guerra y con sus innu-
merables accidentes, no siempre fáciles de prever, no cabe invocar
como invariable regla de conducta la exacta aplicación de la ley al
hecho delictuoso.
No se habría adelantado gran cosa con el simple reconocimiento,
de la no retroactividad de las leyes y su exacta aplicación, si á la vez
esto lo hicieran los tribunales no establecidos por la ley, una vez que,
por esta causa, no solamente carecerían de competencia, sino tam-
bién de esa jurisdicción que no le puede venir más que de la misma,
convirtiéndose entonces en tribunales especiales prohibidos, por la
misma Constitución, y los cuales, sabido es, que no prestan oído más
que á aquellos que los forman, no ofreciendo ninguna garantía para la

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CAP. V.— DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES 327

vida, la honra y la propiedad de los ciudadanos; por tal motivo se


previene en la ley fundamental que los tribunales encargados de apli-
car la ley, sean los previamente establecidos; único medio también
para que los funcionarios, con el sentimiento de su responsabilidad,
mantengan la paz social, impartiendo decidida protección para el ple-
no goce de las garantías y derechos de los hombres de tanta impor-
tancia para la vida jurídica de los pueblos civilizados.

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CAPITULO VI
DE LA EXTRADICION

Art. 15.— Nunca se celebrarán trata-


dos para la extradición de reos políticos,
ni para la de aquellos delincuentes del or-
den común que hayan tenido en el país
donde cometieron el delito, la condición
de esclavos, ni convenios ni tratados en
virtud de los que se alteren las garantías y
derechos que esta Constitución otorga al
hombre y al ciudadano.

Ludovic Beauchet, en su “Tratado de la Extradición,” dice: “La


extradición es el acto por el cual un Estado entrega á otro Estado
competente para juzgarla y castigarla, á una persona acusada ó reco-
nocida culpable de una infracción cometida fuera del territorio don-
de se ha refugiado. La extradición exige el concurso común de la
voluntad de estos dos Estados para llegar al acto precitado; supone
un contrato establecido entre ellos y, desde este punto de vista, se
distingue esencialmente de otras medidas que no son sin presentar
cierta analogía con ella, particularmente de expulsión.
La expulsión, en efecto, es un acto unilateral de parte del gobierno
de donde procede; un gobierno que expulsa á un extranjero no hace
sino usar de su poder de policía; ninguna otra soberanía es causa de
ello. En el caso de extradición, al contrario, se establecen relaciones
internacionales entre dos potencias soberanas. Es verdad que la ex-
pulsión es á veces provocada por un pedimento emanado de un go-
bierno extranjero, pero esta circunstancia no modifica de alguna
manera el carácter de la expulsión, que sigue siendo un acto unilate-
ral. La extradición se distingue aun bajo otros aspectos de la expul-
sión. El individuo expulsado es simplemente conducido á la frontera,
donde se le deja libre para ir á donde buenamente le parezca, mien-

329

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330 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tras que al individuo á quien se le extradita, es entregado al Estado


requirente. En fin, las formas de extradición y las de la expulsión
difieren en que esta es obra exclusiva de la autoridad administrativa,
en tanto que aquélla exige, además de la intervención de esta autori-
dad, una participación más o menos grande de la autoridad judicial.”
“La legitimidad de la extradición ha sido rebatida, sobre todo en la
primera mitad de este siglo, por ciertos autores imbuidos en viejas
tradiciones hospitalarias. Habría, según ellos, en perseguir en todos
los rincones del mundo al culpable fugitivo. Por otra parte, el Estado
donde se ha refugiado, faltaría á los deberes más sagrados de hospita-
lidad, entregando á aquél que ha venido á pedir auxilio á su territorio.
Este Estado, además, no tiene nada que ver con las infracciones co-
metidas en el país vecino; no debe ocuparse sino de los crímenes que
hayan atentado á su orden social, y desde luego debe respetar la li-
bertad del extranjero fugitivo, en tanto que él respete las leyes del
país donde se ha refugiado.”
Los principios de extradición, tales como acaban de ser expuestos,
y que son practicados hoy por todos los pueblos civilizados, son de
origen enteramente moderno. Ciertos publicistas, y especialmente
M. Faustin Hélie, hacen, sin embargo, remontar la institución de la
extradición á los más antiguos tiempos. Así, reproduciendo hechos ya
citados por Grotins, dice que la Historia Santa nos muestra las tribus
de Israel exigiendo, á la tribu de Benjamín la entrega de los hombres
de Gabaa, que se habían refugiado en ella después de haber cometi-
do un crimen; después á Sansón entregado por los Israelitas á los
Filisteos, que les hacían la guerra.
Se cita, en Egipto, un tratado de extradición que alcanza una anti-
güedad más grande, y que tal vez fué firmado entre Ramsés II, de
este país, y el príncipe de Keta. El derecho griego igualmente recono-
cía la extradición. Así, los Lacedemonios declararon la guerra á los
Mesenios, que rehusaban entregarles á un homicida. Igualmente,
los Aqueos amenazaron á Esparta con la ruptura de la alianza si no
obtenían la remisión de algunos á sus ciudadanos, que habían ataca-
do algunas de sus aldeas. Se ve igualmente que los Atenienses hicie-
ron proclamar por los heraldos, que entregarían á aquél, que después,
de haber conspirado contra Filipo de Macedonia, se refugiara en Ate-
nas. En la historia romana, se cita la demanda por los Galos contra los
Fabios que les habían atacado; las demandas formuladas par los Ro-
manos mismos para obtener la remisión de Hamilcar, Annibal y
Yugarta. Existía, además, una ley romana que ordenaba entregar á los
enemigos los ciudadanos que no habían respetado el carácter inviola-
ble de los embajadores extranjeros.

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 331

La mayor parte de los autores modernos, piensan con razón, que


los ejemplos tomados de la antigüedad, no tienen analogía con la
extradición actual, é igualmente se ha podido decir, que desde el
punto de vista de nuestra institución, son de una importancia se-
mejante á la de la expulsión de Adán del paraíso terrestre, que
Nicolaus Antonius consideraba, sin embargo, como el primer caso
de destierro. Hay, desde luego, una razón que se opone, á priori, á la
existencia de la extradición en la antigüedad: es que esta institu-
ción presupone por sí misma la existencia de un derecho interna-
cional bastante desarrollado. Ahora bien, entre los antiguos la vida
internacional no existía, por decir así, y el extranjero era el enemigo;
no se encuentran entre las naciones, estas relaciones pacíficas, con-
tinuas y regulares que implican la extradición. Por otra parte, la ne-
cesidad misma de la institución no se hacía sentir como al presente.
La extradición, en efecto, no se hace necesaria sino cuando la huída
es fácil á los malhechores. Pues bien, en la antigüedad la evasión
rápida era imposible. Además, el destierro, al cual hoy un criminal
no titubea en recurrir para substraerse á la represión, seguro de
encontrar en el extranjero una vida fácil, gracias al dinero que ha
robado, aparecía en otro tiempo como un castigo terrible, que lo
entregaba á la misma muerte. El extranjero, en efecto, en las ideas
antiguas que hacían depender de la nacionalidad de la comunidad
de raza y religión, era destituido de toda protección, los dioses le
rechazaban; no estaba seguro contra las violencias, y á menudo su
suerte no era más envidiable que la de los esclavos. La pena que se
imponían á sí mismos los malhechores fugitivos, era pues muy á
menudo, lo bastante rigurosa para que se pensase en imponerles
otra. Además, la dificultad de la persecución era entonces casi igual
á la de la evasión, porque el derecho de asilo era la regla universal.
En el interior, los lugares sagrados facilitaban un refugio inviolable,
no solamente á los débiles y á los oprimidos, sino aun á los crimina-
les, y, entre naciones, la exageración de la idea de soberanía, unida á
un sentimiento de recíproca hostilidad, había creado un derecho
de asilo general que, lo mismo que la idea religiosa, aseguraba la
impunidad á los malhechores.
El primer contrato de extradición que tuvo por objeto los crímenes
de derecho común, es el que se llevó á cabo entre Francia y los Países
Bajos. La falta de frontera determinada, la confusión frecuente de
intereses y la facilidad de comunicaciones entre estos dos países,
determinaron á sus soberanos á protegerse recíprocamente contra
los malhechores. Por una orden de 23 de Junio de 1735, el soberano
de los Países Bajos acordó el derecho de extradición á Francia, sin

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332 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

otras restricciones de aquéllas que resultaran de su buena voluntad o


de los privilegios formalmente asegurados á los súbditos. Por otra
orden de 17 de Agosto del mismo año, Francia prometía la reciproci-
dad. Más, entre los privilegios reservados se encontraba aquél que la
Bula brabantina aseguraba Brabançons, de no poder ser substraídos
á la jurisdicción de los tribunales del país, privilegio cuya aplicación
había extendido el uso y la jurisprudencia á todos los súbditos de la
casa de Austria. El gobierno de los Países Bajos dictó también, para
conformarse á las reglas de su derecho público interno, negar la ex-
tradición de sus nacionales. Por reciprocidad Francia hizo lo mismo, é
insensiblemente el principio de la no extradición de los nacionales,
ganó todo el derecho público europeo, á donde aún hoy está tan pro-
fundamente arraigado. Las provincias de Bélgica no estaban, por otra
parte, sometidas al imperio de las ordenanzas de 1736, y el tribunal
de Bruselas era libre de negar la extradición de los tránsfugas recla-
mados ó de no concederla sino mediante condiciones más ó menos
rigurosas.
Por nuestra parte diremos que la composición y singular estruc-
tura del Reino Romano, y las transformaciones esenciales que el
pueblo vino sufriendo en el curso de los siglos, no nos permiten
determinar, con la precisión que deseáramos, cuál fué el origen de
la tradición de los reos, supuesto que esas prácticas ya las encontra-
mos consignadas en los lejanos horizontes de los procedimientos
penales de la Ciudad de Roma. En la época republicana y en la del
principado, fue común á diferencia de lo que hoy ocurre el que se
exigiese la extradición de los reos políticos, caracterizándose la
responsabilidad de éstos por el daño inmediato que sufriese la
comunidad. Secundariamente dicha extradición era solicitada para
los responsables de los delitos colectivos, y en último lugar, para
los del orden común.
Sabido es que el ciudadano romano estaba sujeto á la soberanía de
su Estado, fuera cual fuese el lugar de su residencia, resultando de
este sistema, que cuando se hacía de alguna manera reo, el poder
público interpusiese la respectiva demanda de extradición ante el
gobierno donde se hubiera refugiado, consistente dicha demanda,
en una simple manifestación cuando se hacia á un Estado jurídica-
mente dependiente de Roma ó acompañado de una declaración con-
dicional de guerra cuando se dirigía ó se interponía ante un autónomo
ó extranjero. Dado el vasto poder á que llegó la Ciudad, la extradición
ó entrega (delitio) de los delincuentes, fué independiente de que
existieran ó no tratados ó convenios celebrados para esos fines, sien-
do lo más probable que al interponerse muchas demandas, de extra-

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 333

dición, tuviesen por fundamento la fuerza. De cualquier modo que


esto sea, nuestro propósito es únicamente el que quede demostrado
que en el Derecho Romano la extradición para los delitos políticos,
fué lo más común y excepcionalmente para los otros. Respecto á la
autoridad que interponía tales demandas, esas funciones quedaron
encomendadas á los cónsules y al Senado; por lo demás, y como tene-
mos dicho, el grado de superioridad á que llegó el Estado Romano
sobre los otros pueblos, hizo que sólo sus autoridades juzgasen de
cualquier acto ofensivo verificando en contra de sus leyes, y, aunque
algunas ciudades reclamaron para sí el derecho de juzgar á sus natu-
rales, lo probable es que Roma, ni en los tratados ni en las alianzas,
renunciara de una manera general la facultad de juzgar á todos aque-
llos que consumasen algún acto en su contra; convenciéndonos más
de esta idea, al recordar que los Romanos no entregaban á sus ciuda-
danos por los delitos cometidos en el extranjero; y si acaso permitían
la extradición de los individuos de otras nacionalidades, más bien era
por excepción que por la autoridad que en su caso les diesen á los
convenios.
*
**

Antes de pasar adelante, nos parece oportuno dar aunque sea una
idea de lo que es la política, á efecto de entender mejor los funda-
mentos en que descansa el principio constitucional, que prohíbe la
extradición de los reos políticos.
Aristóteles, la considera como Teoría del Estado, ciencia del mis-
mo, y en nuestros tiempos Bluntschle, Flöbel, Escher, dicen que
“es la teoría de la vida del Estado en sus cambios, por oposición al
derecho, que es la teoría de las instituciones del Estado.” Mohl, la
define como “la ciencia de los medios en virtud de los cuales los
Estados, realizan, tan cumplidamente como es posible sus fines.”
Agregando, Holtzendorff: “Es el cumplimiento de la múltiple mi-
sión del Estado, teniendo en cuenta la naturaleza de las cosas tal
como se presentan y dejando aparte la administración de justicia.”
Los primeros autores modernos que hemos citado, como se puede
ver, consideran á la política como la ciencia que trata de las corrien-
tes é inflexiones de la vida del Estado; mientras los últimos la esti-
man “como prudencia del mismo, cálculo político.” Sin entrar
nosotros al terreno de una controversia sobre cuáles son sobre el
particular las mejores teorías, si pensamos, por más que nuestra
opinión sea desautorizada, que las mejores teorías son aquellas que
más satisfacen y las que más de acuerdo estén con nuestros propó-

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334 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sitos, aquellas que contengan el concepto más elevado de sus fines


y objetos, mejor dicho, las que encierran la idea de una acción cons-
tantemente ejercida en interés del Estado.
Ahora bien, si atentamente se examina lo que es la política, bien
pronto se llega á la conclusión de que todos los acontecimientos y
hechos que se producen en la sociedad, tienen alguna relación con la
existencia del Estado y con la vida pública, lo que hace que véamos
como empresa laboriosa, el resolver con exactitud cuáles son los de-
litos políticos en la verdadera acepción de la palabra, tanto más, que
conocidas son las diversas ramificaciones de la ciencia de que habla-
mos, al grado de que contados son los casos en que alguna oposición
ó resistencia no importe violación de sus principios. Y si á esto agre-
gamos lo que dice Richl: “que la política es la ciencia del pueblo” ya
tenemos que en muchas ocasiones, y á pesar de que muchos hechos
se puedan desenvolver de un modo apropiado al estado de civiliza-
ción del período en que se realiza, y á pesar también, de que no se
conviertan ni en violentos ni en revolucionarios, se les dé un carácter
que en sí no tengan. Por último, dependiendo de los fines de la polí-
tica del diferente modo de comprenderse por la conciencia nacional,
más resaltan las dificultades para resolver cuáles son los delitos polí-
ticos; con tanta mayor razón cuanto que el Estado persigue como
fines de su política un principio moral, el de superioridad como po-
tencia nacional, el de cultura social y el de desenvolvimiento de el
derecho individual; cosas todas que necesariamente tienen que es-
tar en relación con las acciones humanas, de tal modo, que si éstas
perturbasen ó impidiesen esos fines ó les impusiesen alguna resis-
tencia, resultaría que, con pocas excepciones, tales acciones no serían
otra coca que infracciones y atentados contra la política; sin que por
esto ya podamos decir que las mismas importan delitos de esa natu-
raleza. En las legislaciones de otros pueblos se clasifican como tales
los cometidos contra el orden político, es decir, aquellos que afectan
á las leyes fundamentales, los que impiden las funciones de los diver-
sos poderes, limitando sus facultades y derechos ó de cualquier modo
tienen relación con las obligaciones de gobernantes y gobernados
para con el Estado. Buscando entre otras fuentes, encontramos en
algunos fragmentos de las Tablas Descenvirales y en otras leyes dic-
tadas hasta la dictadura de Syla, considerados como delitos políticos:
turbar la seguridad pública, excitar á la sedición, suscitar enemigos á
la República y todo acto de traición para con la patria. En épocas pos-
teriores también se consideró el delito de lesa magestad como polí-
tico y de alta traición, no siendo pocos los casos en que las leyes
consideraron así, castigándolos con penas severísimas y aun con la

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 335

pena capital, actos que hoy se ven como simples faltas, siendo no
pocos los que no han merecido como antes, la atención del legislador.
La comisión encargada de escribir nuestro Código Penal, no quiso
obrar por su cuenta al redactar los artículos que definen los delitos
políticos, sino hasta entre tanto que el Gobierno se sirvió aprobarlos.
A reserva de lo que después diremos, y dada nuestra organización
política, resulta que sólo la traición á la patria debiera ser el delito
político, supuesto que el hecho que la constituye, es el único que
tiende á impedir ó anular la acción constantemente ejercida en inte-
rés del Estado. De modo que tenemos que ese delito, siempre visto
como el más grave, al grado de que según una ley de Rómulo, al que lo
cometía se le inmolaba á las furias infernales, pudiendo cualquiera
quitarle impunemente la vida, no amerita la extradición. De lo que
resulta quedar en peor condición el que solamente atenta á la vida, al
honor ó la propiedad de las personas, etc., que aquél que rompiendo
con todos los vínculos sociales destruye y acaba con las autoridades
constituidas, lastimando la soberanía popular y tal vez hasta aniqui-
lando al Estado. Si en otro sentido se deben reputar como delitos
políticos esas perturbaciones momentáneas que trastornan la segu-
ridad interior, la manifestación de teorías más ó menos peligrosas y
disolventes para el régimen social, las tendencias de los partidos para
substituir unas personas á otras en el poder, ó los que tienen por
objeto el cambio de las instituciones ó las formas de gobierno, ya se
allanan en mucho las dificultades para definir en qué consiste el de-
lito político. En la exposición de motivos del Código Penal, tampoco
se encuentra esa definición, limitándose únicamente el legislador á
clasificarlos. “La ley inglesa —dice Liever— no conoce el término
delitos políticos entre los cuales figura como mayor la traición; delito
político es un término perteneciente al derecho moderno de algunos
países del Continente Europeo.” El publicista Fiorentino González,
por su parte, reconoce “ser difícil dar una definición del delito políti-
co que fuese suficientemente clara y aceptable una administración
de justicia que se ajuste á la ley.”
Comprendiendo la necesidad de encontrar una definición exacta
que se acomode á nuestros principios constitucionales para así jus-
tificar la negociación de la extradición á los reos por delitos políti-
cos, tenemos, que Beauchet, citando á los autores que pasamos á
mencionar, se expresa de la siguiente manera: “Por infracciones
políticas dice —Haus— se deben entender los crímenes y delitos
que sólo atenten al orden político. De modo, que para que este adje-
tivo sea aplicable á los hechos delictuosos que se trata de apreciar,
no basta que el interés de su represión toque al orden político, que

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336 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

el hecho altere este orden ó lo ponga en peligro; es preciso que su


criminalidad dependa exclusivamente de su carácter político. El
orden político tiene por objeto, en el exterior, la independencia de
la nación, la integridad del territorio y la relación del Estado con los
otros Estados ó relaciones internacionales. En el interior, este or-
den comprende la forma de gobierno, los poderes políticos, es decir,
las cámaras legislativas, al rey y sus ministros, en fin, los derechos
políticos de los ciudadanos.”
“Filangiere, sencillamente dice, que los delitos políticos son to-
dos los atentados dirigidos contra la constitución del gobierno y
contra la soberanía. Para M. Fiore los delitos políticos son los que
alteran el orden establecido por las leyes fundamentales del Estado,
la distribución de los poderes, los límites de la autoridad de cada
ciudadano, el orden social, los derechos y los poderes que de ellos se
derivan, pues un acto cualquiera de esta naturaleza, encierra un aten-
tado directo á la existencia del Estado, y por consiguiente, contra su
existencia política.”
“Para M. Ortalan, hay delito político siempre que se halle uno en
“presencia de actos que tienen por objeto, valiéndose de medios con-
trarios á la ley y castigados por ella, y á invertir ó modificar la organiza-
ción de los grandes poderes del Estado, y á destruir, debilitar ó dejar
de considerar á uno de estos poderes, y á extender ó restringir la parte
que los diversos miembros ó ciertos miembros de la asociación están
llamados á tomar en ella, y á ejercer en un sentido ó en otro una
acción ilegítima en el juego de su mecanismo ó en la dirección gene-
ral y suprema que de ella resultan para los negocios del Estado, y á
transformar alguno ó todos de sus elementos, las condiciones socia-
les señaladas por la constitución á los individuos, ya en fin, suscitar
trastornos, odios ó luchas de violencia en la sociedad con objeto de
conseguir uno ú otro de los fines que preceden; estos actos, encami-
nados todos á una idea común de atentar al orden social ó al orden
político establecidos, serán calificados de delitos políticos.”
“Según M. Garraud, la infracción puramente política, es aquella
que no sólo tiene por carácter predominante, sino por fin exclusivo
y único, destruir, modificar ó turbar el orden político en uno ó varios
de sus elementos. Este orden comprende, pues, conforme al autor
precitado, ya sea en el exterior, ó ya en el interior, poco más ó menos
los mismos elementos que hace entrar en él M. Haus. M. Garraud
agrega que el número de las infracciones políticas, es infinito como
el número de las combinaciones políticas y sociales que rigen la
organización de los Estados, como el número de los medios crimi-
nales que pueden ser empleados para destruir ó modificar estas

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 337

combinaciones. Se debe siempre sin titubear, ver delitos puramen-


te políticos en el hecho de sostener relaciones con el enemigo, lle-
var las armas contra su país, en las conspiraciones para cambiar la
forma de gobierno, en el afiliamiento á sociedades ilícitas, en los
delitos de prensa (excepto los ataques contra los particulares), en
las infracciones á las reglas relativas á las elecciones, á las reuniones
públicas, porque todos estos delitos no lastiman sino al derecho é
interés políticos.”
“M. Billot coloca bajo la calificación de crímenes y delitos políti-
cos “todos los actos que tienen por fin atentar, por medios contra-
rios á la ley, contra el orden político ó social establecido en un país.”
Conforme á M. Curet, un delito es político si reúne las dos condi-
ciones siguientes: 1°, si la justicia ha sido lastimada por el hecho de
que el agente ha faltado á los deberes de acción ó de inacción que le
imponía la organización política del Estado; 2°, si el interés de la
sociedad en la represión del delito es un interés que toca á esta
misma organización.”
“M. Brusa, comprende en la noción del delito político, todos los
“hechos contrarios á las instituciones sociales del Estado considera-
do como establecimiento político, aunque estas instituciones estén
llamadas á funcionar en tiempo de paz ó en tiempo de guerra.” Según
M. de Bar, “es preciso no considerar como delitos políticos, sino los
actos punibles que nazcan claramente de la tendencia á invertir ile-
galmente el Estado ó sus instituciones, ó que puedan ser considera-
dos como una prohibición, que traspase los límites de lo legal, contra
actos del gobierno formalmente ilegales ó contrarios á los principios
fundamentales de la justicia y de la equidad.”
En nuestro concepto, el autor que resuelve todas las dudas que se
pudieran ofrecer, es M. Grivaz; este comienza por establecer según
síntesis de Beauchet, que, en la determinación del carácter de infrac-
ción, es preciso tener en cuenta principalmente el elemento objeti-
vo. Sin duda, la intención y el fin, que forman el elemento subjetivo,
deben también ser tomados en consideración en grados distintos,
pero el elemento objetivo es el más importante. El elemento subje-
tivo, en efecto, no es necesario sino en ciertas hipótesis, mientras que
el elemento objetivo, si á veces es insuficiente, es siempre necesario.
Aplicando este principio al delito político, se debe concluir que lo que
caracteriza este delito, es la naturaleza del derecho al cual atenta, y es
preciso, desde luego, preguntar cuál deba ser el objeto de la infrac-
ción por el cual sea político. De una manera general, el delito político
está dirigido contra la cosa pública, contra el Estado, pero si el Estado
es el sujeto pasivo de todo delito político, no resulta de ello que todo

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338 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ataque contra el Estado constituya un delito político. Es preciso, en


efecto, distinguir entre los derechos del Estado, aquellos que se rela-
cionan á su fortuna, á su calidad de propietario ó de acreedor, y aque-
llos que se refieren á su organización social ó política. Una violación
de los derechos de la primera categoría no podría constituir una in-
fracción política. No se ocurrirá á nadie, por ejemplo, ver una infrac-
ción de este género en un fraude á las leyes de aduanas ó de
contribuciones. Hay, en verdad, un derecho del Estado que ha sido
herido, pero no es un derecho especial del Estado, que dependa de su
naturaleza propia. El atentado contra un derecho de este género no
es, en el fondo, de distinta naturaleza que el atentado á un derecho
de propiedad privada. Es lo contrario de la violación de los derechos
que pertenecen al Estado considerado como potencia pública, como
poder político. Estos son los derechos propios del Estado, sea que
tengan por objeto el orden político exterior, es decir, la independen-
cia de la nación y la integridad del territorio, sea que toquen al orden
político interior, es decir, al mantenimiento y á la seguridad del go-
bierno y de las instituciones políticas establecidas conforme á la vo-
luntad de la soberanía. Estos derechos especiales es muy fácil
determinarlos en estos dos órdenes políticos, exterior ó interior. Pues
aunque, por otra parte, sea considerado como lastimado, es preciso
desde luego que la agresión dirigida contra un derecho político sea
reprimida por la ley. Es preciso en segundo lugar que el hecho agresi-
vo implique una intención de destrucción, total ó parcial del orden
político. Si por ejemplo, se debe mirar un delito político en una viola-
ción ostensible de la ley, entonces cuando se pretenda atacar por
esto, su fuerza obligatoria, y atacar así directamente el poder legisla-
tivo, no se puede considerar como un delito político el simple hecho
de violar la ley. En resumen, según M. Grivaz, que no hace por lo
demás, sino seguir aquí la teoría propuesta por M. Rolin, “toda infrac-
ción política supone un atentado á la ley, pero todo atentado á la ley,
no es una infracción política; es preciso aun que el atentado sea diri-
gido contra la ley misma y su fuerza obligatoria, contra el principio
sobre el cual reposa, en lugar de ser una simple trasgresión de la ley.”
Se terminará, pues, diciendo, con M. Grivaz, que lo que distingue el
delito político del delito común es que el primero no hiere al Estado
sino considerado en su organización política, en sus derechos pro-
pios, mientras que el segundo hiere exclusivamente aquellos dere-
chos distintos de los derechos propios del Estado. Cuando un delito
lastima á la vez los derechos de las dos especies, es un delito concu-
rrente, del que nos ocuparemos más tarde desde el punto de vista de
la extradición.

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 339

“Se observará, para terminar, que un delito político no supone ne-


cesariamente en su autor un espíritu hostil al sistema del gobierno
establecido, y que puede ser cometido por un amigo del poder. Así, el
hecho de corromper á los electores ó falsificar listas electorales cons-
tituye un delito político, aun cuando haya sido cometido con el fin de
hacer triunfar los candidatos del gobierno al poder.”
Para concluir, diremos que es imposible hacer á priori una enume-
ración completa de los delitos políticos, porque sus caracteres Varían,
según los tiempos, los lugares, las circunstancias y las instituciones
del país donde se cometen, aparte de ser algunas veces relativos,
conexos ó complexos. En tal concepto, y siguiendo al autor que veni-
mos citando, sólo agregaremos cuáles son los fundamentos y límites
del principio de la no extradición de los reos en materia de delitos
políticos.
Por más que el principio, conforme al cual los hechos políticos no
pueden dar lugar á extradición, sea ahora completamente admitido
en la jurisprudencia internacional, se puede preguntar si, en teoría,
tiene fundamento.
Los autores no están de acuerdo en este punto. Según unos, no
habría desde el punto de vista racional, ningún motivo suficiente
para exceptuar, en lo que concierne á los delitos políticos, de la regla
según la cual toda infracción á la ley penal puede dar lugar á extradi-
ción. En efecto, se dice, el delito político no es, en sí, menos grave que
un delito de derecho común; el peligro social que ocasiona una in-
fracción de este género es todavía, en general, más grande que aquel
que resulta de las infracciones ordinarias, y los efectos de él son más
desastrosos.
Cuando se trata de un crimen de derecho común, es un simple
particular quien lo sufre, y el mal que de él resulta puede á lo más
alcanzar á algunas familias. El crimen político, al contrario, pone en
peligro al Estado mismo, puede traer consigo el trastorno y la ruina
de un país, desencadenar una insurrección, la que, por si misma, pue-
de ser la causa de la muerte de millares de personas y la ocasión de
una turba de crímenes privados. Los criminales de Estado, responsa-
bles de todos estos males públicos y privados, no ameritan, pues, más
consideración, en lo que á la extradición concierne, que los crimina-
les de derecho común. Por otra parte, si se le coloca desde el punto de
vista del Estado de refugio, y del peligro que hace correr á este Estado
la presencia del culpable en su territorio, es preciso reconocer que
este peligro es más grande si se trata de un criminal político que si se
trata de un criminal de derecho común. El individuo que ha cometi-
do un delito de derecho común, y que está siempre colocado bajo la

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340 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

amenaza de la extradición tiene mucho interés en no dar á sospechar


sus antecedentes, é impedir, por su buena conducta, que se trate de
investigar su pasado. Aun se puede esperar que, probablemente, aca-
be por ser un pacífico habitante del país en que se refugia. El criminal
político, al contrario, trasportando consigo al territorio de refugio sus
pasiones violentas, pasiones que serán aun, ordinariamente, sobre-
excitadas por el destierro, podrá servir de centro de reunión á todos
aquellos que estén descontentos del régimen establecido en el país
que le ha dado hospitalidad. El le comunicará su odio á la autoridad, y
podrá llevar el desorden y desorganización al país en que se refugia, ó
al menos, implicar á éste en complicaciones peligrosas con las poten-
cias extranjeras. Así, que se le considera agente cuya criminalidad es
más grande ó el país de refugio al cual este agente hace correr un muy
grande peligro, debe autorizar la extradición en materia política lo
mismo que en materia común. En vano se prevendría, para substraer
al criminal político de la extradición, del motivo que le ha hecho obrar,
porque este móvil á menudo dista demasiado de ser puro. En general
la ambición, la envidia, la holgazanería, son las causas de las infraccio-
nes políticas. El agente, disfrazando su ambición con falsos pretextos
de patriotismo, de libertad y de justicia, encuentra buenos todos los
medios propios para darle lo que no tiene. ¿Se encontraría un obstáculo
á la extradición en el gran número de las infracciones políticas y en la
diversidad de formas que puedan afectar? Se ha pretendido diciendo,
que esta diversidad de formas es tal, que los negociadores de los
tratados se encontrarían en la impotencia de hacer su enumeración.
Pero esta objeción carece de valor, porque los delitos de derecho co-
mún no son menos numerosos que los delitos políticos, y esto no es
un obstáculo á la extradición. Las partes contratantes no están, por lo
demás, de ninguna manera obligadas á conceder la extradición de
todos los inculpados políticos, cualquiera que ellos sean, y podrían
muy bien, como para los delitos de derecho común, hacer una elec-
ción entre los delitos políticos, no autorizando la extradición sino
para los más graves y más peligrosos, como el atentado que tenga por
objeto cambiar la forma de gobierno. Este sería un medio demasiado
simple para evitar toda dificultad protegiendo el principio. No se ve-
ría en lo sucesivo en la diversidad de las leyes políticas de los distin-
tos países, un obstáculo en la reciprocidad de la represión, que es una
de las bases de la extradición, entre los Estados contratantes. Si, en
efecto, existen divergencias sensibles entre las leyes y las constitu-
ciones políticas de los diferentes Estados, hay ciertos hechos que
todos los gobiernos celosos de su existencia procuran castigar, y no se
concebiría, por ejemplo, un gobierno cuyo Código no castigara á aque-

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 341

llos que probaran trastornarlo; esto sería, de su parte, una abdicación


incomprensible. La condición de reciprocidad puede, pues, tener
lugar, si nó para todos los delitos políticos, al menos para algunos de
ellos, para los más importantes. De modo, que en definitiva, no hay
ninguna razón bastante para excluir la extradición en esta materia.
Es preciso reconocer todo lo que de grave é importante tienen las
razones que se acaban de indicar, y sin embargo, es necesario conve-
nir con la gran mayoría de los autores, que precisa conservar la regla
que excluye los hechos políticos de la extradición. No se puede poner
en duda, como algunos lo han hecho, la criminalidad de las infraccio-
nes políticas, y es incontestable que su existencia como delitos, no
puede ser negada con más éxito que la de las infracciones de derecho
común. Hay, no obstante, entre unas y otras, desde el punto de vista
de su criminalidad, una diferencia manifiesta. Mientras que, en efec-
to, cuando se trata de un crimen de derecho común, como un asesi-
nato, un robo, la criminalidad del hecho es absoluta, incontestable;
reconocida por todas las legislaciones, cuando se trata, al contrario,
de delitos políticos, su criminalidad no es más que relativa, porque
las infracciones de este género no tienen comúnmente el carácter de
delitos sino con relación á las circunstancias, á los lugares y á las
instituciones del país donde son cometidos. “Todos los gobiernos,
como dijo muy bien M. Ortolan, todos los poderes establecidos están
convencidos de la legitimidad de la organización política de donde
han derivado, de la legitimidad de los actos por los cuales ejercen sus
funciones, de la dirección que les dan, y la mayor parte no permiten ni
aun poner en duda esta legitimidad. Este invocaría un derecho de
tradición de varios siglos, un derecho de sucesión dinástica, ó un
derecho de conquista que los tiempos han consolidado; este otro, un
sufragio universal recogido y contado en forma; en tanto que se con-
testara á unos y á otros, según el caso, el derecho de sucesión patri-
monial aplicada á los pueblos, el derecho de conquista ó de
prescripción, el poder de una asamblea deliberante restringiendo, la
generalidad del movimiento revolucionario, la realidad de la adhe-
sión tácita, la sinceridad de las operaciones ó la libertad de los votos
en el sufragio universal, y que en fin de cuenta se negara que la nación
pudiera jamás, en lo que concierne á su propia organización, encade-
nar su voluntad soberana y dejar de ser dueña de su destino. Las
divergencias son mucho más grandes aún cuando se trata de la injus-
ticia ó de la justicia de los sistemas políticos y de los sistemas socia-
les, considerados en sí mismos, de las coordinaciones que ellos
consagran y de la parte que allí está señalada á los diversos miembros
de la sociedad. Las ideas más opuestas tienen curso sobre todos es-

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342 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tos puntos entre las diversas partes, consideradas como justas por
unos, como inicuas por otros, y consagradas según los azares de la
fortuna, en un país ó en otro, en un tiempo ó en otro.” (Elém. de dr.
pén. to. I. núm. 702). Los crímenes políticos no presentan pues, en el
agente, sino una criminalidad relativa. Por otra parte, á pesar de su
criminalidad, proceden muy á menudo de un sentimiento muy res-
petable. Sin duda, pueden tener algunas veces su origen en las pasio-
nes malvadas; pero ordinariamente son provocadas por móviles
desinteresados, por la devoción á las personas ó los principios, por el
amor á la libertad ó por otros motivos no menos loables. Las infrac-
ciones políticas no presentan pues, en sí mismas, la misma inmorali-
dad que los delitos ordinarios. Aun para el más grave de los atentados
políticos, aquel que tiene por objeto cambiar el gobierno establecido,
no se puede decir, como para el robo ó la falsedad, por ejemplo, que
sea un crimen que conserva siempre su carácter culpable á los ojos de
la conciencia y los teólogos más severos admiten que pueden presen-
tarse ciertas circunstancias en que el gobierno en cuestión, viola de
una manera tan injusta los derechos más naturales del hombre, que
llega á ser legítimo tratar de cambiarlo. Por estos diversos motivos, la
extradición no parece tan junta como si se tratara de un crimen de
derecho común.
La historia nos muestra, en otro sentido, multitud de casos de
extradición por delitos políticos; en la antigüedad clásica, se ve á los
Atenienses proclamar que ellos entregarían á aquellos, que se refu-
giaran en su territorio después de haber atentado á la vida de Filipo
de Macedonia; uno de los primeros tratados de extradición de la edad
media, si no el primero, aquel que fué terminado en 1174 entre Enri-
que II, rey de Inglaterra, y Guillermo, rey de Escocia, tenía por objeto
la remisión recíproca de los traidores y de los felones de los dos paí-
ses. En 1303, el tratado de París establece las mismas obligaciones
entre Francia é Inglaterra. Durante los siglos que siguen se encuen-
tran numerosos ejemplos de individuos extradicionados por actos
que tienen carácter principalmente político. Así, en 1413, el rey de
Francia, Carlos VI, pedía á Inglaterra le entregara á los fautores de los
disturbios de París. Enrique VII, rey de Inglaterra, exigía de Fernando
de España y obtuvo de él, la extradición del duque de Suffolk, acusa-
do de alta traición y condenado á muerte bajo Enrique VIII. Se recor-
dará aún la extradición de los individuos que se habían complicado
en el asesinato de Carlos I, concedida al rey de Inglaterra, Carlos II,
por Dinamarca (tratado del 23 de Feb. de 1661) y por Holanda (trata-
do de 14 de Sep. de 1662); la de Bernardo Bandini de Baroncelli,
concedida en 1479 por el sultán Mahomed II, con motivo de la parte

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 343

que había tomado en una conspiración contra los Médicis; el de


Cola Rienzi, concedida en 1351 al papa Clemente VI, por el empera-
dor Carlos IV, y la de Federico de Fieffenbach, jefe del subleva-
miento moravo, quien, entregado por la Confederación suiza, fue
decapitado en Insbruck en 1621... En los tiempos más próximos á
nosotros, se puede citar la extradición de Oge, concedida á Francia
por España, á continuación de las turbulencias de Santo Domingo, en
1790. En 1792, Napper Fandy, acusado de traición, fué entregado al
gobierno inglés por el Senado de Hamburgo. En 1801 el gobierno
inglés pedía aún la remisión de tres irlandeses comprometidos en la
insurrección de su país. Después de largas negociaciones, los reos
fueron entregados, y, en esta ocasión, Bonaparte escribió al Senado
de Hamburgo una carta donde le reprochaba haber violado las leyes
de la hospitalidad de una manera que habría hecho ruborizar á las
tribus nómadas del desierto.
Se puede, no obstante, citar, en sentido inverso, numerosos ejem-
plos en que se ha negado la extradición por razón de hechos políti-
cos. Así, el rey de Escocia rehusó entregar al pretendiente Perkin
Warbeck, reclamado por Enrique VII, rey de Inglaterra; la reina Isa-
bel solicitó igualmente en vano del rey de Francia la extradición de
Morgan y de sus cómplices. Suiza, apartándose del ejemplo dado
par Holanda, rehusó entregar á Ludlow á la venganza de Carlos II.
Holanda misma, á pesar del tratado de 1662, antes citado, contestó
con una denegación á la demanda de extradición hecha por Jacobo
II, del secretario privado de Guillermo de Orange; opuso también
otra denegación al pedimento que la hacía Austria, en 1789, de en-
tregar á Van-der-Noot, jefe de los disturbios de Bruselas. Rusia
misma rehúsa, en ciertos casos, extradicionar á los autores de deli-
tos políticos, y, en 1756, rechazó la demanda que le había hecho el
rey de Suecia por el conde Van Hordt.
La práctica de extradición por los delitos políticos, no tiene, to-
davía, nada de extraordinario, cuando se piensa que no se admitían
antiguamente como hoy, circunstancias atenuantes en favor de los
crímenes políticos. Eran, al contrario, considerados como los más
graves de todos. También Grotins, que escribía en 1624, admite la
extradición todavía para los crímenes que “statum publicum tangunt
aut eximiam habent facionaris atroctitatem” (De jurs belli ac pacis.
Lib. II. c. 21. § 5.) Se comprende, desde luego, las cláusulas que se
encuentran en los tratados relativamente recientes, y por los cua-
les los Estados se comprometen á entregarse recíprocamente los
criminales políticos. Se encuentra especialmente una cláusula de
este género en los tratados concluídos entre Francia y Suiza el 28

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344 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de Mayo, 1777, art. 15; el de 19 de Agosto de 1798, art. 14; é igual-


mente el de 18 de Julio de 1828, art. 5° Este último tratado com-
prendía, entre los actos posibles de extradición, los “crímenes
contra la seguridad del Estado.” Un gran número de convenios
terminados por Prusia y Austria en la primera mitad del siglo pasa-
do, estipulaban igualmente la extradición de los individuos culpa-
bles del crimen de alta traición... En un tratado del 4 de Enero de
1834, en el cual Prusia, Austria y Rusia se prometían la extradición
de los individuos acusados de crímenes políticos, se encontraba la
cláusula siguiente: “Todo individuo que en los Estados de Aus-
tria, de Rusia y de Prusia sea reconocido culpable del crimen de
alta traición de lesa majestad ó de rebelión á mano armada, ó que
haya sido parte de una sociedad dirigida contra la seguridad del
trono ó del gobierno, no encontrará protección ni asilo en los otros
dos Estados. Las tres cortes se comprometen recíprocamente á
ordenar la extradición de todo individuo acusado de uno de los
crímenes dichos, á la primera adquisición del gobierno al cual per-
tenezcan.”
En 1892, el Instituto, en su sesión de Ginebra, estableció: 1° La
extradición no se otorgará por crímenes ó delitos meramente políti-
cos. 2° No será concedida tampoco por infracciones mixtas ó conexas
á los mismos, á menos que se trate de crímenes graves bajo el punto
de vista de la moral ó del derecho común, como homicidio, asesinato,
envenenamiento ó robos graves y especialmente los cometidos á
mano armada. 3° En los actos cometidos durante una guerra civil,
sólo se otorgará la extradición si constituyen actos de barbarie odiosa
ó de vandalismo inútil y únicamente después de acabada la guerra. 4°
No se considerarán delitos políticos los hechos dirigidos contra las
bases de todo el orden social, y no tan solo contra tal Estado ó formas
de Gobierno determinadas.
En algunos tratados europeos que hemos consultado, se incluye
cláusula llamada de atentado al hacerse la excepción de los delitos
políticos, expresándose en muchos, que comprende al dirigido con-
tra la persona del heredero á la Corona del llamado por las institucio-
nes á subsistir al jefe del Estado. Por vía de ilustración diremos, que
en 1898, Italia reunió en Roma una conferencia internacional para
establecer “en el interés de la defensa social una inteligencia prácti-
ca permanente, destinada á combatir con éxito las asociaciones
anarquistas y sus adeptos.” No nos consta cual fué el resultado de esa
conferencia, sí pudiendo decir que en los contados casos en que uno
que otro anarquista ha pisado nuestro suelo, desde luego ha sido
expulsado como medida de policía.

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 345

Podemos decir, pues, en vista de las doctrinas y teorías que deja-


mos expuestas, que la extradición de los reos políticos cuando me-
ramente tienen ese carácter, está en lo absoluto prohibida por la
ley fundamental, de acuerdo con las más afamadas legislaciones y
los principios más puros del Derecho. Sólo agregaremos por lo tan-
to, de una manera general, cuál es el modo como en algunas nacio-
nes se examinan las demandas de ese género. Inglaterra las
consulta á los Tribunales, los cuales, oyendo al acusado declara ó
no su procedencia. En Francia, por el contrario, la extradición se
resuelve administrativamente; el Ministro de Negocios Extranje-
ros comunica al de Justicia la solicitud, y éste, después de exami-
nar los elementos probatorios accede ó no á ella. En Bélgica se ha
optado por un sistema mixto que en nuestro concepto es el mejor,
una vez que con él se concilian los intereses de la justicia con las
exigencias, que no en pocos casos, tiene la política. En tal virtud, el
fallo judicial de un modo muy distinto á lo que pasa en Inglaterra,
sólo tiene un valor consultivo, de lo que resulta que el Gobierno
queda en libertad para dar su solución definitiva.
En las convenciones que México tiene celebradas con otras poten-
cias, siempre se inserta la cláusula de que no se concederá la extradi-
ción, cuando el delito imputado sea de carácter puramente político.
También se tiene estipulado no estar obligadas las partes contratan-
tes á entregar á sus propios ciudadanos, lo que no excluye que el
Poder Ejecutivo de cada una de ellas tenga la facultad de hacerlo así,
quedando la extradición sujeta á su discreción, cuando lo creyeren
conveniente; pero inadmisible siempre tratándose de los delitos po-
líticos supuesto que ningún tratado por eficaz y conveniente que pa-
rezca, puede celebrarse contra la ley fundamental.
*
**

Continuando el estudio del artículo Constitucional, se agrega en él


que “nunca se celebrará tratados para la extradición de aquellos delin-
cuentes del orden común que hayan tenido en el país donde cometie-
ron el delito la condición de esclavos.” Sobre este punto, y antes de
exponer nuestras propias ideas, que serán bien pocas, nos parece mejor
reproducir las de Beauchet, ya que de por sí significan excelentes ense-
ñanzas; dice así: “El interés de la cuestión de la extradición de los
esclavos ha, sin duda, disminuído mucho, pero no ha desaparecido, por
desgracia, completamente, porque aún hay países en los que existe la
institución de la esclavitud. La extradición de los esclavos fugitivos
debe ser considerada en dos hipótesis diferentes, según que la cues-

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346 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tión se coloque entre dos potencias igualmente esclavistas, ó entre dos


potencias de las que una admite y la otra rechaza la esclavitud.”
En la primera hipótesis, es decir, cuando el Estado requerente y el
Estado requerido son los dos esclavistas, no puede haber dificultad
seria: que el esclavo sea reclamado simplemente porque que él se ha
substraído á su cadena, ó porque ha cometido un delito, y deberá ser
entregado al Estado requerente. El interés que tenga cada uno de los
dos países en mantener con el otro relaciones de buena vecindad, en
hacer respetar instituciones comunes, y especialmente en asegurar
la inviolabilidad de una propiedad consagrada por la ley, constituye
un deber para cada uno de los dos Estados de satisfacer las demandas
del otro. Se ha dicho, sin embargo, que un esclavo fugitivo no debe
ser extradicionado, aun por un país esclavista, por razón de “que su
evasión no ha, de ninguna manera, atacado las leyes “de la moral
universal, que no ha lastimado sino un interés de orden, exclusiva-
mente privado, sino á una propiedad inmoral, que el derecho de gen-
tes, no podría, sin deshonra, reconocer y cubrir con su protección.” A.
Weiss, p. 24). Pero, si esta teoría puede parecer exacta desde el punto
de vista del derecho natural, tal como es hoy comprendido por todas
las naciones civilizadas, parece inaplicable en la hipótesis que aquí se
examina, porque, precisamente, la legislación de los dos Estados de
que se trata, desconoce los principios del derecho natural sobre la
inalienabilidad de la libertad humana. Según estas legislaciones, el
esclavo es considerado no como un hombre, sino como una cosa que
admite propiedad, bajo el mismo título que cualquier objeto mueble.
El propietario del esclavo fugitivo puede pues, en el país de refugio,
hacer prevalecer su derecho de propiedad, y el Estado requerido no
sabría desconocerlo, y poner obstáculos á la reintegración del esclavo
en el patrimonio del reclamante; basta con que no podría impedir de
asegurar el respeto de cualquiera propiedad pretendida por un sujeto
del Estado reclamante.
Hay más dificultad en la segunda hipótesis; aquella en que la ex-
tradición de un esclavo es pedida por un Estado esclavista á un
Estado abolicionista. Es necesario subdistinguir aquí dos casos muy
diferentes, y en que la solución puede ser varia: el primero es aquél
en que la demanda de extradición hecha por el Estado esclavista, no
tiene otro fundamento que la falta misma del esclavo que ha queri-
do, por la evasión, substraerse á la servidumbre; el segundo tiene
lugar cuando esta demanda está fundada sobre un delito cometido
por el esclavo fugitivo, y que haya sido de tal naturaleza que pudiera
ameritar la extradición de una persona libre que se hubiera hecho
culpable de ella.

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 347

Cuando el esclavo ha huído simplemente por conquistar su liber-


tad, se está de acuerdo en decidir que la extradición no debería ser
concedida por el país abolicionista á quien la ha solicitado. Para este
país, en efecto, la fuga del esclavo no puede constituir un delito, por-
que, huyendo el esclavo, no ha hecho más que recobrar su libertad
natural, y usar del derecho imprescriptible que le pertenece, de
substraerse de un estado social contra el cual protestan á la vez ac-
tualmente el derecho de gentes y el derecho natural. Uno de los
elementos esenciales falta, para que la demanda de extradición pue-
da ser admitida, á saber, la criminalidad del acto reprochado al fugiti-
vo. Un publicista eminente ha pretendido, es verdad, que el esclavo,
escapándose, atenta al derecho de propiedad de su amo. (Wheaton,
Rev. fr. et etr. de legisl, t. 9 p. 365). Pero la lesión de un interés pura-
mente privado no basta para fundar la extradición, sobre todo en este
caso que, para el país de refugio, no lesiona el fugitivo sino una propie-
dad ilegítima y contra natural. El amo del esclavo no es, por otra parte,
más aceptable en su prevalecimiento de derecho de propiedad, por-
que, tocando el suelo del país abolicionista, el esclavo se ha libertado,
y ha hecho desaparecer la propiedad de su dueño. Es este un princi-
pio universalmente admitido, y que ya era reconocido en Francia,
cuando este Estado acostumbraba aún la esclavitud en sus colonias:
“Todos los individuos, escribía Loisel, son libres en este reino, y tan
pronto como un esclavo ha llegado á los caminos de éste, haciéndose
bautizar, está libertado.” El mismo principio ha sido consagrado por
el decreto de 28 de Septiembre 1791. Y ha sido al fin extendido á
todas las posesiones francesas por el decreto de 27 de Abril de 1848,
cuyo artículo 7 contiene el principio que: “el Suelo de Francia
manumite al esclavo que lo toque, se aplica á las posesiones y colonias
de la República.” M. Schoelcher tenía pues razón de decir al Senado
“que el gobierno, extradicionando al cautivo que nuestro suelo ha
libertado, ponía por esto mismo á un hombre libre en esclavitud,
crimen previsto y castigado por el Código penal.”…
El segundo caso que hay que examinar, es aquel en que la extradi-
ción del esclavo es solicitada del Estado abolicionista, por razón de
un delito de derecho común que el esclavo ha cometido antes de su
evasión, por ejemplo, un robo, un asesinato, un incendio. En este
caso debe hacerse una subdistinción, según que haya ó no conexión
entre el crimen del esclavo y su libertad. Puede suceder en primer
lugar, que el crimen reprochado al esclavo no haya sido cometido
por él sino para conquistar su libertad: ha, por ejemplo, matado ó
herido á aquél que quería retenerlo. Se admite generalmente que
en caso semejante la extradición no puede ser concedida por un

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348 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

país abolicionista, porque éste, lógicamente, no sabría considerar


como criminal un acto necesario para la defensa de un derecho
imprescriptible y sagrado, el derecho de libertad. “Nadie, dice Rossi,
puede calificar de asesino á aquél que recurre aun á la violencia para
recobrar su libertad... No basta matar á un hombre, matarlo cons-
cientemente, voluntariamente, con premeditación, para ser un ase-
sino... La razón, la justicia eterna, preguntan ante todo con que fin y
en qué circunstancias ha sido hecho.” Por otra parte, la salvaguardia
de los intereses comunes, que justifica la extradición, no aparece en
este caso, porque el país de refugio no puede temer de ser él mismo
víctima de infracciones únicamente provocadas por una institución
que él no admite. Una última razón para descartar aquí la extradi-
ción, es que es muy dudoso que, si el esclavo le era entregado, el
Estado requerente le acordara todas las garantías de una buena jus-
ticia, y que sus tribunales le juzgasen con la misma imparcialidad
que á un hombre libre. Se podría temer igualmente que las penas
que le fueran aplicadas, fuesen más rigurosas. Por todos estos moti-
vos, el Estado requerido debe rehusarse á entregar al esclavo fugiti-
vo. Si esta decisión puede ser peligrosa á los intereses de la justicia,
y crear una desigualdad sensible en la represión en beneficio de los
esclavos, parece imperiosamente exigida por la dignidad misma del
Estado reclamado...
“Sucede ahora que no haya ninguna conexión entre el primer cri-
men cometido por el esclavo y su libertad no hay, á priori, razón para
apartar la posibilidad de la extradición. La negación de la extradi-
ción podría, al contrario, á este único resultado, que la condición de
esclavo le valdría impunidad, y se le animaría á cometer crímenes
de derecho común en su país, si estaba más ó menos seguro de
poder en seguida tocar una tierra libre. Se concibe, sin embargo,
que, aun en este caso, el Estado reclamado niegue la extradición si
el que reclama no presenta las suficientes garantías de imparciali-
dad, ó si existe en su legislación diferencias en la penalidad, entre
los hombres libres y los esclavos. Por otra parte, entregar al esclavo,
sería mantener esa servidumbre que el Estado de refugio reprueba.
La extradición no podría, pues, ser concedida, sino cuando el Esta-
do requerente se comprometiera formalmente á tratar al esclavo
como hombre libre, juzgarlo como tal y, en consecuencia, devolver-
le su libertad en caso de pago ó cumplimiento de su pena. Pero se
comprende que un gobierno esclavista no da fácilmente su adhe-
sión á una combinación semejante. Como, por otra parte, el país de
refugio está regido por estos principios, un arreglo será casi imposi-
ble y la extradición será rehusada.”

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 349

“Se ha supuesto hasta ahora una demanda de extradición dirigida


por un Estado esclavista á un Estado abolicionista. Pero la inversa
puede suceder, y un Estado abolicionista puede reclamar á un Estado
esclavista la extradición de un esclavo. No hay, en este caso, motivo
para negar la extradición, porque el Estado requerido no tiene oca-
sión de temer la aplicación de una de aquellas penas que reprueba su
conciencia.
“El esclavo extradicionado será además, juzgado en el Estado
requerente como un malhechor de derecho común, con las mismas
garantías de imparcialidad que á un hombre libre. El esclavo deberá,
pues, ser entregado por el Estado requerido, á menos que este, no
admitiendo la extradición de sus nacionales, no le reivindique entre
la categoría de sus súbditos.”
No estando en aquellas épocas en que la Europa se deshonraba
afligiendo á la humanidad al desolar con la trata de negros las costas
de África, ni como en el siglo X cuando en la ciudad de Verdun en el
santo Imperio alemán, la principal de sus industrias consistía en la
fabricación de eunucos para importarlos á la católica España, para que
ésta á su vez, surtiese con ellos los harenes de los moros, parece que
no tiene importancia tratar de la extradición del esclavo por cualquie-
ra que sea la causa, una vez que la esclavitud ha quedado abolida en
los pueblos civilizados, habiendo recibido golpe de muerte el repug-
nante tráfico con el hombre, sólo relegado á los pueblos salvajes y, sin
embargo, no fué sino hasta el 19 de Febrero de 1861 cuando Alejan-
dro II en Rusia, decretó la emancipación de los siervos, estando aun
fresca la Sangre derramada en los Estados Unidos para la abolición de
la esclavitud, cuyas huellas aun quedan en las desigualdades sociales
entre el negro y el blanco. En Puerto Rico, la institución de que veni-
mos hablando, se abolió en 22 de Marzo de 1873, y en Cuba en 13 de
Febrero de 1880, estando prohibida la trata desde 1867. En el Con-
greso Internacional de Viena, se trató de este importante asunto,
coronándose la obra con el acta del de Berlín, de 1885, en la cual
prometieron las potencias que ejercen ó ejercerán la soberanía en la
cuenca convencional del Congo ó tenga en ella influencia ó autoridad
de cualquier género, impedir que sirvan tales territorios ni de comer-
cio, ni de mercado, ni tránsito para el comercio de esclavos de cual-
quier color ó raza. Habiendo pasado á ser la trata de esclavos un delito
internacional y la esclavitud misma, uno de lesa humanidad, ya los
hombres y las naciones debieran ocuparse de ellos como recuerdos
históricos; pero faltaba algo por hacer, no siendo de extrañar, por lo
tanto, que un cardenal del Sacro Colegio Romano, en nuestros días
fundase una sociedad para abolir la esclavitud en los pueblos bárba-

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350 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ros y mahometanos, ni que se hiciese lo mismo en el Acta de Bruselas


de 2 de Julio de 1890, ratificada por los pueblos de Europa, los que
respondiendo con este proceder á los esfuerzos del Cardenal
Lavigerie, del gobierno belga y á las vehementes excitaciones del
siempre ilustre y liberal Leon XIII, que en su encíclica de Mayo de
1888, felicitó, con aplauso del mundo entero, á los obispos del Brasil,
por la abolición de la esclavitud en aquel Estado que ya estaba como
antes á Europa, deshonrando á la libre y republicana América.
Respecto á la esclavitud en los Estados Unidos, sabido es que entre
otras de las razones que ese pueblo tuvo para promover su indepen-
dencia, fué la de no querer ya mantener una institución que tan lucra-
tiva era para Inglaterra.
Así, consumada su independencia, Pensilvannia fué el primer Esta-
do que en 1780 dictó medidas encaminadas para abolir la esclavitud,
siguiendo su ejemplo Connecticut en 1784, Rhode-Island en 1786,
New York en 1799 y New Jersey en 1804. New Hampshire, Vermont y
Maine, por reforma constitucional, también abolieron dicha institu-
ción, respectivamente, en 1792, 1793 y 1819.
¿Se podrá decir que estos Estados, situados al Norte de la Unión
Americana, al proceder de esa manera se inspiraban en los principios
humanitarios? Todo nos hace creer que no, como lo acreditan los
hechos que dieron motivo á que fueran abolicionistas y otros que
aparecen en su Constitución.
En primer lugar, siendo en lo general los esclavos importados del
Africa y aparte de destinárseles á un trabajo rudo, cuando no era in-
humano por lo brutal, es claro que no podían vivir ni ser provechosos
en un clima que tenía que serles tan mortífero como insoportable.
Esto hacía que en esas regiones hubiese muy pocos esclavos compa-
rados con los millones importados en el resto del continente. Estas
causas, pues, y otras que sería largo enumerar, obligaron á los Estados
de referencia á ser abolicionistas, obedeciendo más que á cualquiera
otro motivo, á no querer sacrificar sus intereses, y tan fué así, que
dichos esclavos fueron vendidos á los Estados del Sur.
Con estos antecedentes, no debe causar extrañeza que el pueblo
americano de entonces, que tanto reprochara á Inglaterra su conduc-
ta esclavista, y no obstante que pregonara por todo el mundo sus
ideas de igualdad, por mucho que no las aceptase en la práctica, dejara
en su Constitución de una manera encubierta y solapada la autoriza-
ción por veinte años para la importación de esclavos. Otra cosa no se
desprende del art. 1°, pár. 9°; dice así:”
La inmigración ó la importación de determinadas personas cuya
admisión la consideren conveniente los Estados existentes, no será

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 351

prohibida por el Congreso antes de 1808; pero un derecho que no


exceda de diez dollars por cabeza, podrá ser impuesto sobre dicha
importación.” Para nuestro estudio es todavía de más importancia el
art. 4°, pár. 2. Está concebido en los siguientes términos: “Toda per-
sona que trabajando en un Estado, de acuerdo con las leyes de este
Estado, se fugue á otro Estado, no podrá el fugitivo, cualesquiera que
sean las leyes y reglamentos del Estado en que se refugie, libertarse
de sus responsabilidades y será devuelto á la persona que tenga dere-
cho á reclamarlo.”
Como se ve por estos artículos, no sólo fué reconocida la esclavitud,
sino que también los Estados abolicionistas estaban obligados á en-
tregar al esclavo fugitivo. No fué sino hasta 1819, cuando se levantó
un partido, que aunque no tenía la fuerza suficiente para abolir la
esclavitud, sí al menos tenía la bastante para limitarla. Como era de
esperarse, tales intenciones provocaron violentas luchas en el parla-
mento y agrias discusiones en la cátedra y en la prensa, provocadas
por los Estados del Sur, interesados en que se mantuviese una insti-
tución en la cual veían la fuente de su prosperidad y de su riqueza.
Como era de suponer, dichos Estados amenzaron á los del Norte con
separarse de la Unión, diciendo el representante de, Georgia., Mr.
Cobb: “Habeis encendido un fuego que todos los océanos de agua
no podrán extinguir y que sólo podrá ser apagado con océanos de
sangre.” Los oradores del Norte aceptaran el reto, diciendo estar
dispuestos á la guerra civil; que si sangre era necesaria para apagar el
incendio producido por las restricciones impuestas á la esclavitud,
comenzaban por ofrecer la suya. En este estado los ánimos, Mr. Clay,
por decirlo así, con la tromba de su portentosa elocuencia, logró apa-
gar las candentes pasiones, á cuyo fin se admitieron nuevos Estados
en la Unión, á efecto de mantener el equilibrio entre el Norte y el Sur,
lo que no fué más que un paliativo, supuesto que el desenlace de
aquella situación tendría que venir más tarde, desgraciadamente con
perjuicio de nosotros, cuando por la misma causa de la esclavitud y
otras que la historia severa, pero imparcial, dejará á la posteridad,
teníamos que perder nuestros Estados fronterizos allende el Bravo.
Hemos entrado en las breves consideraciones anteriores, única-
mente con el objeto de que quede demostrado que, si bien es cierto
que desde los primeros días de la independencia se abolió la esclavi-
tud en la mayor parte de la República, en Texas no sucedió lo mismo,
pues aunque se prohibió la importación de más esclavos, se respetó
que por otro motivo por miedo ó cobardía de nuestro gobierno, esa
institución sostenida por los colonos americanos. Así se decía en el
art. 10 de la ley de 6 de Abril de 1830. “No se hará variación respecto

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352 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de las colonias ya establecidas, ni respecto de los esclavos que halla


en ellos; pero el gobierno general ó el particular de cada Estado, cui-
darán bajo su más estrecha responsabilidad del cumplimiento de las
leyes de colonización y de que no se introduzcan nuevos esclavos. En
concreto solo se cuidó de que no se importasen más esclavos; pero la
institución quedó subsistiendo, de modo que el esclavo fugitivo que
debiera quedar manumitido con solo pisar el territorio de la Repúbli-
ca, según la ley de 13 de Julio de 1824, era entregado al que lo recla-
mase contra todos los principios y contra la misma ley; pero no había
remedio, cuando en la iniciativa de la ley antes citada de 1830, se
decía que no habiéndose verificado dar cumplimiento á la de 1824,
“el intentar hacerlo ahora, sería excitar una sedición entre los colo-
nos y la pérdida de Texas sería infalible.” En efecto, lo fué por impe-
ricia é imprevisión del gobierno, cuya responsabilidad estamos
seguros que algún día exigirá la historia.
Proclamada nuestra Constitución, ya de una manera franca pudi-
mos dejar consignada en ella que nunca se celebren tratados para la
extradición de aquellos delincuentes de orden común, que hayan
tenido en el país donde cometieron el delito, la condición de escla-
vos. Las razones ya quedan expuestas, siguiendo las sanas doctrinas,
hoy reconocidas, por la Civitas Maxima llamada por Wolf, Gran Repú-
blica por Watell, sociedad de los Estados por Jellinch, y concierto de
los pueblos civilizados por la diplomacia.
*
**

Tan poco se celebraran tratados ni convenios, en virtud de los que


se alteren las garantías y derechos que la Constitución otorga al hom-
bre y al ciudadano. Aunque la actividad de los Estados como los dere-
chos y deberes que entre sí tienen, se pueden manifestar de tantos
modos, cuantos son los resultados que se tratan de obtener, no por
eso de una manera general se puede deducir que las leyes ó conven-
ciones que á una y á las otras rigen, sean apropiados de un modo igual,
siendo verdaderamente raro que lo que acomode á un Estado siem-
pre puede convenirle á otro. No sin razón dice Montesquieu hablan-
do de las leyes: “Es necesario que estén en relación con la naturaleza
y con la forma de gobierno establecido ó que se pretenda establecer,
ya lo constituyan como ocurre con las leyes políticas ya lo mantengan
como sucede con las civiles. Deben ajustarse á la naturaleza física del
país, al clima frío, cálido ó templado, á la calidad del terreno, á su
posición y extensión, al género de vida de los pueblos, cazadores,
agricultores ó pastores, deben estar en consonancia con el grado de

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CAP. VI.— DE LA EXTRADICION 353

libertad que la constitución permita, con la religión de sus habitan-


tes, con sus inclinaciones, con su riqueza, su número, su comercio,
sus costumbres y sus hábitos especiales.”
Desde el momento en que los poderes públicos son, los encarga-
dos de celebrar los tratados y no pudiendo aquellos, según nuestro
sistema político, emanar de otra causa que no sea la de la voluntad
popular, es inexplicable que puedan tener lugar con el objeto pre-
visto en la ley fundamental, sin que por tales actos deje de debili-
tarse el poder del Estado necesariamente más consolidado á
proporción que es mayor la suma de los derechos individuales. Pero
como no está en lo imposible que un poder despótico pretendiese
llevar adelante ese género de convenciones, pudiéndose también
dar el caso de que otro Estado olvidase que solo se pueden fundar
esas convenciones, en los intereses recíprocos de las partes contra-
tantes, pudiéndose llegar hasta el absurdo que unas reclamasen
para sí derechos mientras los otros sólo tuviesen obligaciones, por
tal motivo, en el constituyente se adicionó el artículo Constitucio-
nal en el sentido que dejamos indicado. Y no podía ser de otra ma-
nera; puesto que si se reconoce que los derechos del hombre son la
base y objeto de las instituciones sociales, aceptar cualquier con-
vención que los altere, lo mismo que sus garantías, no sería otra
cosa que una oposición ó una injustificada exigencia para la libre
personalidad ó para las libertades del ciudadano, pudiéndose llegar
al extremo de pretender dar valor á una convención cuando una de
las partes antes de celebrarla ó no tenía, ó habría perdido su capaci-
dad jurídica. Lo primero cuando tuviese lugar por un poder intruso
sin facultades ni representación, no pudiendo, en consecuencia,
surtir efecto respecto de tercero, y lo segundo por faltar el consen-
timiento ó por ser el resultado de la fuerza, ambas cosas contrarias
para la legalidad de las estipulaciones internacionales.
El fundamento jurídico de la fuerza, de obligar del tratado interna-
cional, radica en que los Estados tienen, como verdaderas personas
jurídicas, voluntad libre y como tal capaz de limitarse. De modo que
las condiciones intrínsecas para que pueda existir el contrato inter-
nacional son la capacidad de los Estados contrayentes y de las perso-
nas que negocian en su nombre, la justicia y posibilidad de la prestación,
en que, consiste su objeto, y finalmente, que se halla establecido el
acuerdo por un verdadero y libre consentimiento. Es evidente por lo
mismo, que un tratado que por su objeto altera las garantías del hom-
bre ó los derechos del ciudadano, no solamente sería atentatorio para
el Estado, puesto que como hemos dicho, este surge de la sociedad,
residiendo de derecho en los mismos ciudadanos, sino que también

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354 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sería nulo y sin valor, una vez que alteradas las garantías del hombre
ó los derechos que la Constitución otorga a los ciudadanos, equival-
dría en muchos casos á la muerte de uno de los contrayentes, por
mucho que estuviesen representados, siendo imposible adquirir obli-
gaciones cuando se pierde la existencia.
Se explica con más claridad la idea de que no se puedan celebrar las
convenciones de que venimos hablando, con el hecho de que, el cen-
tro de todos los intereses públicos y el objeto de toda la actividad de
los poderes públicos sea la libertad del individuo, y como la funda-
ción del Estado no ha sido más que un acto de la libertad humana y la
autoridad de que los gobiernos se encuentran investidos, les ha sido
sencillamente delegada por los individuos, sería absurdo que se les
emplease para menoscabar sus libertades, siendo esta la razón capi-
tal de la prohibición constitucional.
Sólo en el caso de que no existan entre los Estados una paz verdade-
ra, es explicable el género de convenciones de que hablamos y aunque
entonces parece que se justifica la desconfianza del uno por la mala fé
del otro, ocultándose las intenciones reales, en interés de la propia
defensa y esto aparte de ser excepcional por lo anormal, siempre será la
negación más absoluta de los preceptos morales que deben regir las
relaciones internacionales, pudiéndose llegar al extremo de que al al-
terar las garantías del hombre y los derechos de los ciudadanos se hiera
en sus fundamentos esenciales á la soberanía nacional.

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CAPITULO VII
I.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL

Artículo 16.— Nadie puede ser moles-


tado en su persona, familia, domicilio, pa-
peles y posesiones, sino en virtud de
mandamiento escrito de la autoridad com-
petente, que funde y motive la causa le-
gal del procedimiento. En el caso de delito
in fraganti, toda persona puede aprehen-
der al delincuente y a sus cómplices, po-
niéndolos sin demora á disposición de la
autoridad inmediata.

Aunque el grado más elevado de la moralidad de un pueblo se de-


termina por el grado mínimo empleado en los medios materiales
para garantizar el derecho, basta que algunas veces éste pueda ser
violado para que se justifique el empleo de medidas coactivas en con-
tra del individuo.
Es indudable que primitivamente, cuando las relaciones de la vida
eran muy sencillas, que los mandatos de la autoridad se comunicasen
verbalmente. Posteriormente y en los tiempos de la Antigua Roma,
ya encontramos que las formas para lograr la comparecencia de un
presunto culpable, eran el anuncio público y la cédula de requisición,
pero estos mandatos así ordenados no se les consideró como una
institución del Derecho Penal, sino como una de las manifestaciones
del poder que los magistrados ejercían sobre las personas. Respecto á
las órdenes de comparecencia, debemos advertir que, cuando eran
desobedecidas, este hecho constituía un delito, embargándose sus
bienes al individuo que no justificaba su tardanza cuando residía
fuera del distrito ó de la ciudad, á cuyo efecto se le concedía el plazo
de un año contado desde la fecha de la citación. En el procedimiento
llamado público también se podía hacer use de la fuerza, y en el priva-

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356 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

do, era permitido tener arrestado al ofensor en la casa del ofendido,


pudiendo éste emplear el propio auxilio para hacerlo comparecer ante
la justicia.
Fijándonos únicamente en el procedimiento acusatorio de los Ro-
manos, tenemos que los medios con que contaban para incoar un pro-
ceso, consistían: en la citación personal, vocatio; en la comparecencia
forzosa para la que se podía emplear la captura, prehencio; en la búsque-
da ó requisa requisitio; en ciertos casos con el auto de constitución de
fianza fraedes bades; la citación por edictos y la substanciación contra
los ausentes, llamándose avocatio cuando se hacía por conducto de un
funcionario intermediario entre el que conocía de la causa y el requeri-
do. En el procedimiento en que intervenía el magistrado con los
comicios, se señalaba para la comparecencia un día terminado en que
debía tener lugar el juicio, dien dicere, y al aplazamiento del mismo
para un nuevo día fijo, se le llamaba dien prodicere, teniéndose en cuenta
en ambos casos, la distancia á que estuviese el citado.
Por lo que toca al arresto, y en el lenguaje común de los Romanos y
en su tecnicismo jurídico, se le dió también el nombre de “ligadura
ó encadenamiento;” sin que á estos actos los acompañase necesaria-
mente el encarcelamiento, de aquí procedió que en la práctica de los
tribunales, el encadenamiento y la prisión provisional se confundie-
sen en una sola idea: lo que no importó tampoco para que se pudiese
restringir la libertad sin encadenamiento, por mucho que lo más co-
mún fuese que se decretasen ambas cosas, principalmente cuando se
creía que así lo exigía la seguridad para con el procesado.
Entre otras de las singularidades que encontramos en el procedi-
miento que nos ocupa, es la de que los magistrados como los tribunos
del pueblo, podían á su arbitrio decretar el arresto y, aunque por ley
se les podía prescribir y prohibir que lo impusiesen dentro de deter-
minados límites, lo cierto es que no estaban obligados á dar los fun-
damentos jurídicos en que se apoyaban sus resoluciones.
En lo relativo al lugar en que se ponía en guardia al detenido, ade-
más de la cárcel pública, el magistrado podía tenerlo en una casa
particular, sobre todo, en la propia de él, determinando como mejor le
pareciese, las modalidades que debían acompañar a la detención. Así,
en el arresto llamado libre, custodia libera, por regla general no se
permitían las ligaduras, aunque sí se disfrutaba, por el que verificaba
el arresto, de las atribuciones legales para emplear las medidas nece-
sarias á fin de evitar la fuga. En el arresto privado, que desde muy
antiguo se usaba en la práctica, y que continuó subsistiendo hasta la
época del Imperio, revistió formas muy atenuadas, empleándose, por
regla general, para las personas de mejor condición, y sobre todo,

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 357

cuando las malas condiciones de capacidad ó inseguridad de la cárcel


pública de la ciudad, así lo exigían.
En general podemos decir que el arresto, tal como lo entendemos,
en sus caracteres de aprehensión y detención, entre los Romanos,
siempre quedó sujeto a la discreción del magistrado, no admitiéndo-
se limitaciones obligatorias en la relativo al tiempo que debía durar;
de modo que la prisión preventiva, tal como la entendemos en la
actualidad, no era necesario decretarla, puesto que el arresto se dicta-
ba como medida de seguridad, ya para continuar el proceso, llevar á
ejecución las sentencias, como medio auxiliador para la instrucción
del sumario, ó ya, en fin, como arresto ejecutivo.
No se descuidó en la legislación romana el importante asunto de
la inviolabilidad del domicilio y el registro de papeles. Mommsen,
sobre este punto, dice: “Es probable que en el procedimiento en-
comendado exclusivamente al magistrado, que éste tuviera facul-
tades para verificar registros en el domicilio del acusado, teniendo
sobre todo, en cuenta, que semejante registro era permitido aun
en los casos de haberse interpuesto una acción privada. En el pro-
cedimiento acusatorio encontramos algo semejante: las leyes que
lo organizaban permitían, sin duda alguna por derivación del anti-
guo procedimiento penal —pues el civil no nos ofrece nada que se
le parezca— que el actor penetrase tanto en la casa del acusado
como también en la de terceras personas, para proponer que se le
permitiera consultar ya documentos oficiales, bien los libros de
cuentas, bien, en general, los papeles de negocios de la persona
interesada; este derecho rezaba también con las autoridades mu-
nicipales y sus correspondientes archivos. Siempre que al actor le
pareciese necesario, todos los documentos mencionados podían
ser sellados, los papeles privados por los testigos documentales
ordinarios, los municipales por el municipio mismo y llevárselos el
mismo actor á Roma ó hacer que á Roma los enviasen; únicamente
de los documentos relativos á arrendamientos hechos por el Esta-
do, es de los que no se entregaban al actor los originales, sino co-
pias autorizadas. El contravenir á estos preceptos estaba conminado
con pena por las leyes. El actor estaba obligado á entregar ó remitir
los dichos papeles al magistrado que dirigía la causa tres días des-
pués de su llegada á Roma, para que el magistrado, en presencia de
cierto número de jurados los pusiera nuevamente bajo sello, sien-
do de presumir que al actor se le conociera libertad para estar pre-
sente á la apertura y resellamiento de los papeles por el juez. Estos
documentos podían serles presentados á los jurados cuando se
constituyeran en tribunal.

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358 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Al acusado, lo mismo que no se le permitía citar á los testigos con


obligación de comparecer, tampoco se le permitía, claro es, la recogi-
da de papeles. Esa facultad continuó teniéndola el actor durante el
Principado, aunque es de presumir que con limitaciones, lo igual que
sucedía con sus restantes derechos; los papeles privados no podían
ponerse, en general, de idéntica manera á disposición del deman-
dante; pero en un proceso criminal, el gobernador de la correspon-
diente provincia permitió al acusado inspeccionar la correspondencia
privada de la parte contraria y sacar copia de ella.”
Por lo que toca á la inviolabilidad del domicilio, ya Cicerón decía:
Enin sanctius, quid omni religione minitius quon domus unniscuisque
sivium.
Conocidos estos datos, tiempo es ya de que entremos al estudio
del artículo constitucional, á cuyo efecto recordaremos que siendo la
libertad, según la opinión de Aherns, “la facultad que posee el hom-
bre de escoger racionalmente los medios ó las condiciones sociales
de que depende la realización de su fin y de su bien,” lo primero que
debemos examinar, es con que requisitos debe tener lugar el arresto,
a efecto de que no por la falta de ellos aquél se convierta en un aten-
tado contra la libertad, pues aunque es cierto que restringirla es una
exigencia para el mantenimiento del orden social, éste no está me-
nos interesado en que no se moleste al individuo con procedimien-
tos ilegales ó con medios innecesarios é inadecuados para la protección
de la seguridad pública. No creemos necesario traer a la memoria los
recuerdos luctuosos de una época en que se arrestaba y se detenía al
individuo, no sólo sin saber la causa, sino también sin ningún mira-
miento ni consideración, siendo en las prisiones víctima de todos los
atropellos y de todas las violencias que se derivaban de los procedi-
mientos silenciosos y arbitrarios. Baste con recordar todos los abusos
á que se prestaban las letters de cachet usadas todavía en el reinado de
Luis XVI, .y las cuales consistían en órdenes reservadas para la de-
tención gubernativa de alguna persona. Estando en práctica estos
mismos procedimientos en todos aquellos pueblos en que la sobera-
nía se ejercía en nombre del rey.
No es necesario emplear un gran esfuerzo para demostrar que las
molestias á que se refiere el artículo constitucional, sólo se pueden
inferir en virtud de mandamiento escrito de autoridad competente
que funde y motive la causa legal del procedimiento: la razón es ob-
via, puesto que siendo el hombre, libre para desenvolver sus faculta-
des en el seno de la sociedad civil, es evidente que cualquiera
suspensión ó limitación sin razón y sin motivo de las mismas ó de los
derechos que de ella se derivan, necesariamente tiene que ser un

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 359

atentado a la libertad. Antes de ocuparnos de las formalidades que


nuestras leyes exigen para justificar las molestias á la persona, cree-
mos oportuno exponer las doctrinas y los principios de jurispruden-
cia que sobre el particular rigen en otros países.
Todas las legislaciones cultas están uniformes para que sólo una
suprema necesidad social exija el que se decrete el arresto, convi-
niendo todas en que, si esto es preciso, debe substraerse por comple-
to á cualquiera arbitrariedad; conviniéndose además, que cuando se
tenga que recurrir á esa medida coactiva, sea porque se ha infringido
un derecho y porque necesariamente se tenga que aplicar una pena
determinada por la ley en relación, en calidad y en cantidad con la
infracción cometida; así, malamente se puede decretar el arresto cuan-
do el acusado no merece pena corporal.
Sansonetti dice que “la primera y principal condición para llevar á
efecto la detención de una persona, es que haya una orden de la autori-
dad judicial, esto es, lo que en nuestras leyes se llama mandamiento de
captura. Esto debe determinarse por dos precedentes condiciones: la
primera, que el delito debe existir; la segunda, que pruebas ó indicios
suficientes pongan en el ánimo del magistrado el convencimiento ó de
la certeza, ó al menos, de una seria probabilidad de que es autor de el,
aquél de quien por tales razones, se ordena la prisión. Esta orden se
requiere ser escrita y debe tener la fecha y la firma del juez que la dá,
porque ha de ser entregada en manos de la fuerza pública, para presen-
tarla á quien va dirigida y, además de indicar con precisión la filiación de
la persona que hay que capturar, debe contener la enunciación sumaria
del hecho, del título del mismo y de la relativa disposición de la ley, a fin
de que no ignore la razón de la captura ordenada. Requiérese, además,
que la ejecución sea confiada a oficiales de la fuerza pública para ser
más fácil la observancia de la ley, más segura la condición de los ciuda-
danos, más estrecha la responsabilidad de los que ejecutan la captura.”
“Todas estas condiciones son requeridas para el mandamiento
de captura de la ley italiana, la cual añade otra laudable cautela, esto
es, que tal mandamiento no podrá, salvo los casos previstos por la
ley, ejecutarse de noche en ninguna habitación particular, sin una
autorización especial por escrito del instructor que ha expedido el
mandato de captura, y sin la asistencia del pretor ó del delegado ó
comisionado de seguridad pública ó del síndico de quien haga sus
veces; en caso contrario, se hará solamente rodear por la fuerza pú-
blica la habitación en que se presuma que puede hallarse el acusa-
do, ó se tomarán otras precauciones directas para impedir la fuga. Se
requiere además, que la persona detenida sea presentada ante la
autoridad que ha expedido el mandamiento; la cual, reconociendo

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360 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que la persona detenida no es la que se quería capturar, la hace


poner incontinenti en libertad.”
Entre los ingleses es más fácil proceder á la detención, por mucho
que sea más trabajoso que se prolongue hasta la sentencia definitiva.
Cuatro formas encontramos en su legislación en que el arresto se
puede llevar á efecto: 1° Cuando la fama pública señala á alguno como
responsable de un grave delito; en este caso la persecución debe
promoverse por el particular que hubiere sido testigo de su persecu-
ción ó por el procedimiento de oficio de la justicia. 2° Cuando se
ejercita por los particulares para detener al responsable de flagrante
delito, advirtiéndose que si no procede el testigo al arrestor puede
ser castigado con multa y prisión, estando facultado a la vez, al verifi-
car la persecución para violar el domicilio y hasta matar al culpable si
surge alguna lucha. 3° Por simples sospechas, quedando entonces el
aprehensor sujeto á la acción de los daños é intereses, no pudiendo
violar el domicilio ni mucho menos matar al individuo que se preten-
da detener; y 4° Cuando los funcionarios públicos sin orden de la
autoridad judicial en casos extraordinarios por tratarse de un delito
de Estado ó grave del orden político, reclaman que así se proceda y
del mismo modo los jueces de paz en los casos ordinarios.
Examinadas, á primera vista estas formas de procedimiento de la
ley inglesa para la captura de los individuos, hacen presumir que dén
lugar á grandes errores judiciales ó á venganzas personales, y, sin
embargo, no es así, si se piensa lo único que entre los ingleses es
respetado el derecho y la veneración profunda que tienen á sus liber-
tades, razones todas por las que nadie teme que se abuse de las for-
mas indicadas cuando se hace necesaria la aprehensión.
En la declaración de los Derechos del Hombre se previno “que
ninguno puede ser acusado, arrestado y detenido, sino en los casos
determinados. por la ley y según las formas por ella prescritas.” Di-
ciéndose un poco, más tarde, en la ley fundamental de 1791: “La
Constitución garantiza á todos la libertad de andar, de quedarse, de
partir, sin poder ser arrestados ni detenidos más que según las for-
mas determinadas por ella.” Agregándose en los arts. 10 y 11: “Nin-
guno puede ser detenido sino para que se le conduzca ante el oficial
de policía, y el arresto ó detención debe ejecutarse en virtud de un
mandamiento de dichos funcionarios, de una orden de un tribunal,
de un decreto de acusación del cuerpo legislativo en el caso de que le
corresponda á éste fallar ó de una sentencia de condena de prisión ó
detención correccional.” Diciéndose en el otro artículo que “el dete-
nido debe ser examinado in continenti ó, á lo más tarde, dentro las 24
horas. Si resulta del exámen que no hay ninguna razón para ser incul-

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 361

pado será inmediatamente puesto en libertad; en otro caso será en-


viado á la prisión en el más breve tiempo, que, en ningún caso, será
mayor de tres días.”
Los Estados Unidos en su Constitución tienen consagrado que
“ningún individuo puede ser obligado á responder de ninguna acu-
sación, por causa criminal, sino por decisión de un jurado, ni su perso-
na arrestada ó embargada sino por orden escrita de la autoridad
competente, en la cual se exprese indispensablemente la causa de la
prisión.” La ley de Habeas Corpus y la propia Constitución, no permi-
ten expedir esa orden, sino por causa probable, apoyada en juramento
ó afirmación de algún individuo; así es que todo carcelero, tiene obli-
gación de rehusar, recibir en prisión á cualquiera persona que se le
envíe, no sólo por falta de la orden escrita de la autoridad competen-
te, sino también, por no expresarse en la que ésta dicte, la causa pro-
bable que justifique el arresto.
Las Constituciones de muchos de los Estados Hispano America-
nos fueron inspiradas en la de los Estados Unidos, en cuya virtud en
lo relativo al arresto, se prescribe en ellas la obligación de expresar la
causa que lo motive, debiendo estar apoyada la orden respectiva en
juramento, en una semiplena probanza ó afirmación de alguno, a efecto
de que las autoridades, no tengan, ningún campo para decretar de-
tenciones arbitrarias.
Relacionada como lo está la libertad individual con la inviolabilidad
del domicilio, nos ocuparemos en este lugar de este importante punto,
á cuyo efecto transcribiremos lo que sobre el particular nos dice
Sansonetti: “La casa en que se habita debe ser considerada como una
parte de la persona; como una esfera externa en que ésta se compenetra
y concentra toda su actividad personal; como el santuario destinado á
recoger la parte más querida de sus afectos, los de la familia; como el
asilo en que el hombre se repone, cansado de las molestias de la vida
externa. Al rededor del concepto de la casa se, acumulan mil pensa-
mientos y mil afectos. Pues bien; estos pensamientos, estos, afectos,
estas íntimas relaciones entre el hombre y la casa, deben ser estudia-
dos y garantidos por el derecho. Y la garantía natural es la de rodear la
casa de aquel respeto é incolumidad de que está rodeado la persona del
ciudadano. Todas las razones que han sido admitidas para sostener la
libertad individual, se aplican á la inviolabilidad del domicilio. Y en
efecto, la historia de las legislaciones atestigua que tanto la inviolabili-
dad del domicilio ha sido más ó menos garantida, cuanto mayor ó me-
nor ha sido la garantía de la libertad individual.”
El publicista sud-americano González, por su parte, escribe: “Si es
importante el que la Constitución determine con precisión las garan-

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362 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tías de que debe gozar la propiedad, á fin de que los poderes consti-
tuidos no puedan dar disposiciones que destruyan ó hagan incierto el
derecho, no lo es menos el que se asegure del mismo modo la inmu-
nidad de la persona, del domicilio y de la correspondencia de los
ciudadanos.”
Así pues, como decíamos del arresto que solamente debe decretarse
dentro de los límites de la necesidad, el mismo concepto tiene aplica-
ción cuando se trata de allanar el domicilio. Esta violación, por 1o tan-
to, se justifica, cuando en él pueden ser hallados los instrumentos ú
objetos del delito ó para descubrir al ó á los que en el mismo hallan
tenido intervención; comprendiéndose en estos casos que no porque
los derechos del individuo sean sagrados, son superiores á los intere-
ses sociales.
En Inglaterra, y en el reinado de Jorge IV, las visitas domiciliarias no
podían practicarse sin mandamiento del juez, precisándose con toda
exactitud el lugar en que dicha diligencia debiera tener verificativo, y
durante la noche, únicamente en los casos de suma urgencia.
La Constitución francesa del siglo VIII, prescribió que “la casa
de toda persona que habita en el territorio francés es inviolable
durante la noche; ninguno tiene el derecho de entrar en ella, a no
ser en el caso de incendio, de inundación ó de llamamiento hecho
desde el interior; durante el día se puede entrar en ella para un
objeto especial determinado ó por orden emanada de la autoridad
pública.”
En las leyes italianas se requiere la existencia de indicios graves,
de que en la habitación de alguna persona se encuentren objetos
útiles para el descubrimiento de la verdad. También se previene,
entre otras disposiciones, que á las visitas domiciliarias concurra el
juez en persona, ya sea que proceda de oficio, ó á instancia del
ministerio público, teniendo derecho el procesado, si se encuen-
tra detenido, de asistir a esa diligencia ó de hacerse representar
por la persona que indique. En otro sentido, cuando las visitas do-
miciliarias tienen lugar en la casa de un tercero, el juez citará al
dueño ó al que lo represente para que asistan á ella y en su defecto
á dos parientes ó vecinos, llevándose la diligencia adelante sin es-
tos requisitos si los vecinos ó parientes, faltasen; pudiéndose prac-
ticar de noche en los casos de suma urgencia, según lo exijan las
constancias de los autos ó el peligro de que por alguna demora se
pierdan ó desaparezcan los elementos probatorios que se traten de
recoger.
Por lo que tenemos dicho, se ve, pues, que en todos los pueblos
que tienen un régimen constitucional, el domicilio está respetado y

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 363

garantido. No sin razón Lord Chathan se expresaba con las siguien-


tes enérgicas y célebres palabras: “El hombre más pobre puede
despreciar, en su cabaña, todo el poder de la Corona. Aunque ella se
arruine, aunque su techo cruja, aunque el viento penetre en su inte-
rior y aunque se estremezca al choque de la tempestad, el entrar en
ella le está prohibido al rey de Inglaterra. Todos los poderes del
Estado están obligados á detenerse ante el umbral de esa cabaña
destrozada.”
Con cuanta razón también es proverbial entre los ingleses el que
digan “My home is my castle.”
Se agrega, además, en el articulo constitucional que no se pueda
molestar al individuo en sus posesiones; no se escapa la conveniencia
y la necesidad de que en una constitución política el derecho de pro-
piedad quede á cubierto de las alteraciones que pudiera sufrir por
parte de los poderes públicos, explicándose dicha protección no sólo
por lo que la propiedad misma significa, sino por la relación que tiene
con la conservación del orden.
Como en el precepto constitucional únicamente se habla de pose-
siones, creemos que no está fuera de lugar estudiar este concepto, á
fin de evitar las dudas que pudieran presentarse. A este efecto, dire-
mos que, aunque en el sentido estrictamente jurídico, la posesión y
la propiedad tienen sus diferencias radicales, sin embargo, es indis-
cutible que en una como en la otra se pueden causar molestias, por lo
que ambas deben ser objeto de protección por la ley fundamental,
pues aunque al hablarse en ésta únicamente de posesiones, es casi
seguro que se siguió el uso común del lenguaje y, más que todo, por
lo frecuente que es que el, poseedor sea al mismo tiempo propietario.
De cualquier manera que esto sea, constituyendo la propiedad un
poder de derecho como la posesión uno de hecho, ambos están pro-
tegidos por la ley fundamental.
Por vía de reminiscencia histórica, diremos que en el Derecho Ro-
mano, el que era desposeído injustamente; podía hacerse justicia por
sí mismo, lo mismo que contra el detentador que poseyere en su
nombre, siempre que no fuese a mano armada vis armata, por oposi-
ción á la violencia permitida vis simplex ó cuotidiana. Como se com-
prende, tratándose de derechos que realmente se tenían ó se creían
tener, motivaban que al reclamarlos ó defenderlos se tropezase con
alguna resistencia, en cuyo caso se pedía el auxilio de la justicia, el
que le era prestado en virtud de los interdicta Retinendae possissiones
que daba derecho al verdadero poseedor para hacerse justicia, por sí
mismo. Sin entrar al estudio de cuándo la posesión era justa ó injus-
ta, nuestro objeto sólo se limita á decir que entre los romanos, y para

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364 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

adquirir ó recuperar la posesión, no era necesario el empleo de man-


datos que fundasen y motivasen la causa legal del procedimiento;
tanto más cuanto que en virtud del principio vin fieri veto las autori-
dades castigaban al que opusiese resistencia al poseedor.
En lo referente a las molestias que se pueden causar en las prisio-
nes, diremos que, según las prácticas romanas, se inferían por regla
general, según eran los presos; resultando que á los acomodados ó a
los protegidos por sus amigos no se les ponían limitaciones para que
se hicieran dentro de la cárcel la vida que tuviesen por conveniente,
mientras que á los pobres y humildes se les tenía en la más espantosa
miseria. Aunque debiéramos tratar en otro lugar el régimen interior
de las prisiones, diremos aquí que no encontramos disposición algu-
na expresa sobre el particular en los procedimientos romanos, sino
hasta la época de Constantino en que se prescribió que se tratase
humanamente a los encarcelados, estableciéndose las distinciones
debidas entre los sujetos á prisión provisional y los ya sentenciados.
En este mismo tiempo quedó establecida la separación de indivi-
duos por su sexo, el encadenamiento sin torturas innecesarias, la
facultad hasta cierto punto de moverse libremente en la cárcel exter-
na y el pago de la manutención de los presos totalmente pobres, que-
dando encargada la seguridad de las prisiones á los municipios
italianos, pudiendo las autoridades de este orden detener y apresar á
los individuos sospechosos, organizar pesquisiciones, tomar declara-
ciones provisionales y hasta aplicar el tormento á los esclavos. Poste-
riormente, cuando estos funcionarios dejaron de tener protestad
penal, su misión quedo reducida á enviar á los procesados ante los
jueces competentes, acompañados de los resultados obtenidos en
los primeros interrogatorios ó examen previo: debemos hacer notar
que entre las obligaciones de los gobernadores de las provincias, se
contaba la de inspeccionar a las prisiones. Más tarde presumiéndose
en los clérigos un carácter completamente humanitario, se les enco-
mendó que tomasen a su cargo la suerte de los presos; los que tam-
bién podían ser arrestados en los cuarteles, principalmente en aquel
donde residía la Corte del Emperador, ocurriendo esto durante el
Principado.
*
**

Entrando al examen de nuestra legislación positiva en lo referente


al arresto, tenemos que el Cap. XX; Lib. II, tit. 1° del Código de pro-
cedimientos Penales y en los artículos relativos, se prescribe cómo
debe verificarse: así del art. 222 al 226 se dice lo que sigue: “Art.

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 365

222.—Nadie podrá ser aprehendido sino por la autoridad competen-


te, ó en virtud de orden escrita que ella dictare fundando y motivando
la causa legal del procedimiento.
Art. 223: Son competentes para aprehender y para librar órdenes de
aprehensión:
I. Las autoridades políticas y administrativas y sus agentes, en los
casos siguientes:
1° Cuando por la ley estén facultados para imponer la pena correc-
cional de reclusión á que se refiere el art. 21 de la Constitución;
2° Cuando se trate de de un delito infraganti ó de un reo prófugo;
3° Cuando fueren requeridos por los agentes de la policía judicial;
II. Los funcionarios y agentes de la policía judicial en los casos del
art. 105;
III. Los jueces del ramo civil, cuando decreten la prisión como un
medio de apremio ó corrección y en el caso de urgencia á que se
refiere el art. 389 de este Código;
IV. Los tribunales superiores, los jueces correccionales, los jueces
de lo criminal, los de primera Instancia, los menores y los de paz, en
los casos de su respectiva competencia, y el ministerio público sólo
en el caso del art. 12.
Art. 224. El delincuente infraganti y el prófugo podrán ser aprehen-
didos sin necesidad de orden alguna, por cualquier persona, la que
deberá presentarlos en el acto a algún agente de la policía judicial.
Art. 225. Los encargados de ejecutar al mantenimiento de apre-
hensión, cuidarán de asegurar á las personas, evitando toda violencia
y el uso innecesario de la fuerza, y las entregarán al jefe de la prisión
ó á la autoridad que ordenó la aprehensión, dejando en todo caso el
mandamiento escrito, en virtud del cual se hubieré procedido á está.
Los alcaides de las cárceles no podrán recibir detenida á alguna per-
sona sin recoger previamente la orden escrita, á no ser en los casos
del artículo anterior.
Art. 226. En todo caso de aprehensión, el aprehendido deberá ser
consignado antes 24 horas a la autoridad competente para averiguar
el delito.”
Como consecuencia de las prevenciones antes citadas, se pregun-
ta: ¿qué sucede cuando la orden de aprehensión es procedente de
autoridad incompetente, no dictada por escrito, ni fundada, ni moti-
vada ó en su ejecución se falta á las reglas prescriptas por las leyes? El
Tribunal de Casación francés en las sentencias de 1820 á 1839, esta-
blece el principio de una obediencia pasiva de parte del cuidadano
detenido ilegalmente, á reserva de castigarse al que abuse de ese
modo de su autoridad.

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366 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Pero los comentadores advierten que esas, sentencias tenían, por


fundamento el art. 209 del Código Penal, en el cual se califica de
rebelión “todo ataque, toda resistencia con violencia y vías de hecho
hacia los funcionarios que actúan para la ejecución de leyes,” que en
esta disposición, sin duda por el despotismo de Napoleón, se tuvo
especial cuidado de suprimir la palabra legalmente contenida en el
artículo relativo del Código de 1791, explicándose así el por qué de
que se prescriba la obediencia pasiva.
En el art. 26 del Estatuto Constitucional Italiano, se previene que
“La libertad individual está garantizada. Ninguno puede ser deteni-
do o procesado sino en los casos previstos por la ley y en las formas
que ella prescriba.” En otro sentido, en el art. 247 se dice que es
delito de rebelión “cualquiera ataque ó cualquiera resistencia con
violencias ó vías de hecho contra la fuerza pública, contra los ugieres
ó subalternos de justicia... cuando obran para la ejecución de las le-
yes, de las órdenes de la autoridad pública, de los mandatos de la
justicia y de las sentencias.”
Por el texto de estas disposiciones parece que por un lado se autori-
za la resistencia, y por el otro, se impone la obediencia pasiva. Los
jurisconsultos italianos opinan que cualquiera que sea el concepto
del artículo del Código Penal, no puede estar en contradicción con el
del Estatuto, supuesto que, la inteligencia y el sentido que la ley
secundaria, debe emanar de aquel estándole también subordinada.
Las disposiciones de nuestro Código Penal, en nuestro concepto,
autorizan la resistencia, prescribiéndose en el art. 980 que todo fun-
cionario ó agente de la autoridad ó de la fuerza pública que haga
detener o aprehender ilegalmente á una ó más personas ó las conser-
ve presas ó detenidas, debiendo ponerlas en libertad, será castiga-
do... Es cierto que en el art. 904 e dice: “El que sin causa legítima
rehusare prestar un servicio de interés público á que la ley le obliga ó
desobedeciere un mandato legítimo de la autoridad pública ó de un
agente de ésta, sea cual fuese su categoría, será castigado...” También
se dice en el 906 que lo que sea, “el que empleando la fuerza, el
amago ó la amenaza, se oponga á que la autoridad pública ó sus agen-
tes ejerzan alguna de sus funciones ó resista al cumplimiento de un
mandato legítimo.” Vemos por estas disposiciones que para que la
desobediencia revista los caracteres de delito, se requiere que el
mandato sea legítimo y la ejecución legal. Aunque no tenemos, pues,
disposición expresa que autorice la desobediencia en los casos indi-
cados, basta que en esas condiciones no sea delito para que se justifi-
que la resistencia; y no podía ser de otra manera, pues si la detención
y la aprehensión cuando son ilegales é ilegítimas importan una viola-

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 367

ción de la ley penal, sería absurdo que incurriese en responsabilidad


quien la resistiese. Estas consideraciones nos llevan á otro estudio,
cual es el de determinar los grados de la legitimidad de la resistencia.
Chaubeaud y Helie, se distinguen el acto ilegal del acto arbitra-
rio, opinando ser permitido para uno la resistencia y vedándola para
el otro. Hello y Berriat dicen, que la resistencia á la detención se
justifica, cualquiera que sea la causa de su ilegalidad, o en otros
términos, porque proceda de abuso ó usurpación de poder ó de irre-
gularidad en la forma. Por nuestra parte seguimos esta opinión, con-
firmándonos más en ella, cuando pensamos que los actos ilegales,
arbitrarios o ilegítimos, importando verdaderas infracciones á la ley
penal y por el hecho de no producir efectos jurídicos obligatorios,
de ninguna manera deben ser consentidos. Jorge Custance en su
“Cuadro de Constitución Inglesa,” hablando de los límites del de-
recho á la resistencia refiere el caso de un funcionario público que al
ir á detener á Sir Enrique Ferrer fué matado por el criado de éste,
solamente porque en la orden respectiva se decía únicamente caba-
llero, no expresándose el título de Baronet que le correspondía;
habiendo sido absuelto por el tribunal, quien se fundó para ello en
ser la orden ilegal por defecto de forma.
Entre nosotros no esta dable aún que lleguemos á las mismas con-
secuencias que Inglaterra, donde si es cierto que se rinde religiosos
culto á la libertad de los ciudadanos, también, lo es, que éstos tienen
un gran respeto á la ley. Sin debilitar, pues, el principio de autoridad y
conciliando las garantías individuales con el grado de cultura que
poseemos, discurrimos que el derecho á la resistencia de la deten-
ción debe estar relacionado con los medios empleados para llevar á
cabo aquélla; pensando que si tratándose de la defensa legítima, todo
exceso es punible por lo innecesario, las mismas razones militan para
la detención, sin que por esto desconozcamos que si para llevarla á
cabo ilegalmente se emplean medios inadecuados ó violentos, éstos
mismos autorizan la resistencia en idéntico sentido, sin que este
acto pueda reputarse como una infracción de la ley penal; no pudien-
do reclamar la autoridad aprehensora un derecho, precisamente cuan-
do ella ha violado el ajeno.
*
**

Por lo que importa á la inviolabilidad del domicilio en el cap. IV, tit. 1°,
Lib. II de la indicada ley procesal, se prescribe cómo debe efectuarse el
reconocimiento y exámen dentro de alguna casa, habitación, edificio
público o lugar cerrado; previniéndose también que esas diligencias

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368 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

únicamente sean practicadas por el Juez y por los demás funcionarios


que tengan facultad para ello, sujetándose a las leyes y previa la orden
que las motiven y determinen, salvo el caso de que alguna persona de la
casa llame a un funcionario ó agente de la policía judicial para que entre
en el domicilio por estarse cometiendo un delito ó falta, existir en él las
pruebas de que se ha cometido o cuando se trate de un delito infraganti.
En estos casos se levanta una acta en que se hace constar los resulta-
dos del reconocimiento y los motivos que den ocasión para practicarlo,
la cual será firmada por el jefe de la casa, expresándose el motivo en el
caso de no hacerlo. Estas visitas se practican de día, exceptuándose el
caso de que la diligencia sea urgente, declarándose esta circunstancia.
Las reglas por lo tanto á que deben sujetarse los funcionarios á que
nos estamos refiriendo, son las siguientes: 1° Si se trata de un delito
infraganti, el juez ó funcionario procederán al reconocimiento sin de-
mora, llamando en el momento de la diligencia á dos vecinos honra-
dos, que tengan capacidad para comparecer en juicio. 2° Si no hubiere
peligro de hacerse ilusoria ó difícil la averiguación, se citará al inculpa-
do para presenciar el acto y en su defecto, ya por estar en libertad y no
encontrársele, ó detenido y que por algún impedimento no pueda
asistir, será representado por dos vecinos honrados á quienes se lla-
mará en el acto de la diligencia para que presencien la visita. 3° En todo
caso, el jefe de la casa ó finca que debe ser visitada, aunque no sea reo
presunto del hecho que motiva la diligencia, será llamado también
para presenciar el acto en el momento en que tenga lugar ó antes, si
por ello no es de temerse que no de resultado dicha diligencia. Si se
ignora quien es el jefe de la casa, éste no se hallaré en ella ó se trate de
una en que haya dos ó más departamentos, se llamará á dos vecinos
que tengan las cualidades que previenen las fracciones anteriores, y
con su asistencia se practicará la visita, la cual se limitará y dirigirá a la
comprobación del hecho que la motiva, sin poderse extender á indagar
delitos ó faltas en general y sin causar más molestias que las que sean
indispensables, castigándose toda vejación indebida que se cause á
las personas.
Todas estas disposiciones, que de paso diremos son idénticas á las
de la ley italiana, nos llevarán a la conclusión de que cuando no se les
dá cumplimiento, tiene lugar la resistencia en los términos que deja-
mos establecidos para el arresto ilegal.
*
**

Los comentadores de la Constitución, en lo relativo al registro de


papeles, convienen en ser permitido inspeccionar la correspondencia

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 369

en los casos de delito, cuando tiene relación con este ó cuando así lo
exige la instrucción para el esclarecimiento de la verdad. También es
permitido en los casos de quiebra en que dicha correspondencia de
derecho pertenece al concurso; debemos advertir que, si la misma es
dable recogerla, sólo le es permitido abrirla y enterarse de su conte-
nido al juez de los autos, devolviendo aquella que no tenga relación
con el asunto, pues de no ser así, con frecuencia se violaría el secreto
de la misma.
En las leyes mercantiles se previene que, no pueda hacerse pesqui-
sa por el tribunal ni autoridad alguna, para inquirir si los comercian-
tes llevan ó no sus libros arreglados. Deberán, sin embargo, exhibirlos
cuando se les mande para el simple acto de ver si tienen el timbre
correspondiente. Tampoco podrá decretarse á instancia de parte, la
comunicación, entrega ó reconocimiento general de los libros, cartas,
cuentas y documentos de los comerciantes, sino en los casos de su-
cesión universal, liquidación de compañía, dirección ó gestión co-
mercial por cuenta de otro ó de quiebra. Fuera de estos casos, sólo
podrá decretarse la exhibición de los libros y documentos á instancia
de parte ó de oficio, cuando la persona á quien pertenezca tenga inte-
rés ó responsabilidad en el asunto en que proceda la exhibición. El
reconocimiento se hará en el escritorio del comerciante a su presen-
cia ó á la de la persona que comisione y se contraiga exclusivamente á
los puntos que tengan relación directa con la acción deducida, com-
prendiendo en ellos aún los que sean extraños á la cuenta especial del
que ha solicitado el reconocimiento. Por lo que importa á la corres-
pondencia, los tribunales pueden decretar de oficio ó á instancia de
parte legítima, que sea presentada en juicio la que tenga relación con
el asunto del litigio, así como que se compulsen del copiador de car-
tas, aquellas que se hayan escrito los litigantes, fijándose de antema-
no, con precisión, las que hayan de copiarse, cotejarse ó compulsarse
por la parte que lo solicite.
*
**

En el artículo constitucional, como puede verse, no sólo se previe-


ne que las molestias que puedan causarse a las personas, sean en
virtud de órdenes escritas en que se funde y motive la causa legal del
procedimiento, sino que lleva consigo otra prevención, cual es que
sean dictadas por autoridad competente.
Sale de nuestros propósitos hacer el estudio de la competencia, por
ser ésta una de aquellas cuestiones de índole diversa á nuestro traba-
jo; diremos, por lo tanto únicamente, que la jurisdicción es el poder

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370 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

de intervenir en los juicios, de dirigirlos y decidirlos, correspondien-


do en general á los jueces y tribunales; pero á cada uno de ellos y por
razones diversas, establecidas por la ley de un modo limitado.
Así la esfera propia de la jurisdicción de cada juez ó tribunal es su
competencia determinada necesariamente por las prescripciones de
la ley para conocer de los asuntos propios y peculiares en un territorio
jurisdiccional determinado, salvo en los negocios civiles en que cabe
someterse expresa ó tácitamente á la competencia de un juez extraño
al territorio jurisdiccional.
Todo lo que tenemos dicho; relacionado con las molestias que la
jurisdicción ordinaria puede causar á las personas ó á sus derechos
reales, tiene aplicación en lo relativo cuando se trata de otras que
conforme á la ley se pueden inferir para el ejercicio de determinadas
funciones, entre las que figuran, entre otras, la legislativa, la de gue-
rra y marina y la administrativa. De paso diremos aquí, que en Baviera
es permitido á los empleados superiores arrestar á sus subalternos
por negligencia en sus funciones; entre nosotros, cabe emplear me-
didas disciplinarias dentro de cada ramo de los poderes públicos, sin
poderse llegar á la imposición de penas corporales.
Pasando al estudio de la competencia netamente constitucional,
la jurisprudencia establecida por la Suprema Corte, consiste en las
autoridades tengan facultad por las leyes para causar las molestias
de que hemos hecho mención, sin que unas ni otras invadan la
esfera de sus respectivas jurisdicciones. Ha distinguido, en tal vir-
tud, la competencia jurisdiccional, para conocer de los negocios de
una circunspección determinada; ya por lo que es materia del jui-
cio, como de las personas que á ella le están sometidas. Esta com-
petencia, según las ejecutorias que tenemos á la vista, no afecta en
nada al artículo constitucional, de modo, que cuando la competen-
cia se ejercite indebidamente la cuestión se resuelve por las leyes
locales sin dar lugar al recurso de amparo para reponer las cosas á su
primitivo estado. Respecto á la competencia de origen, provenien-
te de que una autoridad ejerza funciones de hecho, sin haber sido
electa ni nombrada legalmente, la propia Suprema Corte, primera-
mente reconoció que las autoridades instituidas de esta manera,
forzosamente, tenían que ser incompetentes, pues que la primera
condición para ser lo contrario, era la de que tuviesen legítima-
mente el carácter de funcionarios, posteriormente se ha dicho que
si los tribunales federales se abrogasen el derecho de explorar la
legitimidad de la República, invadirían atribuciones políticas que
no son de su resorte, introduciendo la alarma y la intranquilidad
entre estas autoridades.

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 371

“La cuestión de ilegitimidad de origen de las autoridades —dice


ese alto Tribunal— es meramente política, y no corresponde a la jus-
ticia federal decidirlo en juicio de amparo, pues tal ilegitimidad no
constituye violación de garantías individuales.”
En otras ejecutorias se dice: “La garantía del art. 16 se refiere la
competencia y no á la legitimidad de las autoridades; la competencia
se controvierte cuando se niega la jurisdicción de las autoridades por
razón de las funciones que la ley les encomienda, del lugar, de la cosa
ó de las personas que intervienen en el juicio y la legitimidad cuando
la negación de la jurisdicción se funda en la inhabilidad del funciona-
rio, en los vicios de su origen ó en cualquiera infracción verificada en
su nombramiento.” También se ha resuelto que “los Estados en uso
de su soberanía son los únicos que pueden decidir sobre la legitimi-
dad de las autoridades en el régimen interior; a los tribunales federa-
les no les toca examinar, ni menos decidir sobre la legitimidad de las
autoridades que funcionan, porque esta ingerencia sería una viola-
ción expresa del art. 4° del Código de la República.” Se ha resuelto
además que “el art. 16, no se ocupa para nada de la autoridad ilegítima
que con impropiedad se ha llamado incompetente... ésta no puede
ser calificada por los Tribunales Federales en la vía de amparo, cuan-
do es la ordinaria ó común de algún Estado, porque de lo contrario se
atacaría la independencia y soberanía del mismo en su régimen inte-
rior, y además, no estando expresamente facultada la justicia federal
para calificar la ilegitimidad de las autoridades de los Estados, se
quebrantaría el art. 117 de la Constitución, según el que se reserva á
aquellos las facultades que no estén expresamente concedidas á los
funcionarios federales.”
No obstante las diferencias que establece la Suprema Corte entre la
incompetencia y la ilegitimidad de las autoridades, basta que una y otra
estén en tan íntima relación entre sí y sus consecuencias en lo que
mira á las garantías individuales, que esto nos hace pensar que la cues-
tión todavía tiene que debatirse en el terreno de la literatura jurídico-
política; tanto más, cuanto que las decisiones de las autoridades y las
materias prescritas en la Constitución y en las leyes de que de ella
emanen para su validez y persistencia, necesariamente tienen que es-
tar sujetas a las normas jurídicas previamente establecidas.
*
**

Se prescribe en la parte final del artículo constitucional que “En el


caso de delito infraganti, toda persona puede aprehender al delin-
cuente y a sus cómplices, poniéndolos sin demora a disposición de la

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372 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

autoridad inmediata.” También en el art. 224, del Código de Procedi-


mientos Penales del Distrito Federal y Territorios se prescribe que:
“El delincuente infraganti y el prófugo, podrán ser aprehendidos sin
necesidad de orden alguna, por cualquiera persona, la que deberá
presentarlos en el acto á algún agente de la policía judicial.” No tene-
mos, como en otras legislaciones, disposición alguna para que, en el
caso de delito infraganti, puedan los particulares allanar el domicilio
cuya virtud esa facultad únicamente le corresponde á lo funcionarios
de la policía judicial.
La razón para que el individuo por un delito infraganti sea aprehen-
dido sin necesidad de orden escrita y por cualquiera persona, se fun-
da en que la misma flagrancia hace cierta y evidente la existencia del
delito, no como en los otros casos, que hemos indicado y en los que es
indispensable rodear á la detención con todas las formalidades para
no herir las garantías de los ciudadanos. En Inglaterra, según el esta-
tuto de Jorge II, se castiga al que se muestra indolente en la persecu-
ción de alguno sorprendido en flagrante delito. La ley, por lo tanto, no
permite que un testigo permanezca impasible presenciando un he-
cho punible y grave; facultándolo la misma para violar el domicilio
con el objeto de detener al culpable y hasta matarlo, como ya tene-
mos expuesto cuando surge alguna lucha. Las leyes italianas en ma-
teria de aprehensión por delitos flagrantes, contienen disposiciones
que deseamos sean imitadas, ya que desgraciadamente no es extraño
que sea aprehendido el que no merece pena corporal, y lo que es más
grave aún en muchos casos, la víctima del delito. En el art. 64, pues,
del Código de Procedimientos Italiano, se previene: 1º Todo deposi-
tario de la fuerza pública debe, y todo ciudadano puede detener, aún
sin orden, á cualquier ciudadano cogido en flagrante delito. 2º Que
para ser formalizada la detención, es necesario que el delito lleve
pena de cárcel que exceda de tres meses, ó pena mayor, salvo que
pertenezca á la clase de los ociosos, vagabundos, mendincantes ú
otras personas sospechosas mencionadas en el Código Penal, ó que
sea un condenado por delitos contra la seguridad interna ó externa
del Estado. 3º Que la persona detenida sea inmediatamente condu-
cida ante el oficial que ha ordenado su detención; y este Oficial lo
hará inmediatamente conducir ante el pretor, ó el procurador del rey,
ó del juez instructor. Esta disposición se completa con el art. 17 de la
ley de seguridad pública, en el cual se dice: “La fuerza que proceda á
cualquiera detención ó intervenga en el lugar del delito cometido,
está encargada, especialmente de vigilar para que no sea alterado el
estado de las cosas; se prestarán, sin embargo, los socorros necesa-
rios á quien tenga necesidad de ellos. Al detenido se le deberá pre-

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CAP. VII.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL 373

sentar á la autoridad local de seguridad pública ó á la autoridad por


quien haya sido expedida la orden de prisión; reconocida la regulari-
dad de la detención, el detenido deberá siempre, dentro de las 24
horas, ser entregado á la autoridad judicial.” Finalmente, en el art. 21
del reglamento de la ley citada, se previene: “En cualquier caso de
detención que no sea la consecuencia de un mandamiento de prisión
ó de reclamación especial de una autoridad, la fuerza armada y los
agentes de seguridad pública, deben siempre presentar a la persona
detenida á la autoridad de seguridad.”
Idénticos son nuestros procedimientos en la materia que nos ocu-
pa; y aunque no se puede decir que sean del todo perfectos, sí es
esperarse que de día en día mejoren más en proporción al mayor
respeto que se tenga á la ley por los ciudadanos, como también más
fielmente sea observada por los encargados inmediata y directamen-
te de su cumplimiento.

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II.— DE LA PRISION POR DEUDAS Y DE LAS COSTAS JUDICIALES

Art. 17.— Nadie puede ser preso por


deudas de un carácter puramente civil.
Nadie puede ejercer violencia para recla-
mar su derecho. Los tribunales estarán
siempre expeditos para administrar justi-
cia. Esta será gratuita, quedando, en con-
secuencia, abolidas las costas judiciales.

Sabido es que en la antigüedad las estipulaciones sólo tenían lu-


gar entre los individuos de una misma tribu; pero á medida que
éstos se fueron desprendiendo, formando nuevas familias y colecti-
vidades, las necesidades hicieron que, por esta causa, se crearán
otras relaciones, en cuya virtud los contratos privados comenzaron á
sentir su evolución progresiva. Así, primeramente al cambio de ser-
vicios realizado dentro de la propiedad común, sucede, como insti-
tución regular, el de mercancías, sirviendo las más necesarias para
la vida, como signo común, que suplía á la moneda; inventada ésta,
las compras se verifican y realizan de un modo más fácil, no tardan-
do en aparecer, como era de esperarse, los préstamos y la hipoteca, y
con estos contratos, el interés y la usura; quedando desde ese mo-
mento fijada la suerte del deudor á la voluntad del acreedor, apoya-
do en el derecho consuetudinario que se fué formando, en el auxilio
prestado por los funcionarios y más que todo, en las necesidades
económicas.
En Atenas, era común que en los contratos de préstamo el deudor
se hiciese objeto de prenda del acreedor, llegándose a abusar tanto
de este género de contratos, que legislador se vio obligado á poner-
les límites. En efecto Solón, 594 años antes de la Era Cristiana, y
aunque algunos le censuran que no tuvo en cuenta la lesión que
causaba en el derecho propiedad, anuló las deudas contraídas en su
tiempo, mandando derribar los postes hipotecarios que señalaban

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376 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

los campos empeñados; igualmente reimpartió á los individuos que


habían sido vendidos ó huído por causa de sus créditos.
Durante los últimos tiempos de la República en Roma, sabido es
que los ciudadanos fueron explotados sin escrúpulo alguno, como no
se había visto ni antes ni ahora; produciendo lo exagerado de los
réditos usurarios la natural consecuencia de que los propietarios gra-
vasen y perdiesen sus patrimonios, ocasionando este estado de cosas
la decadencia de las ciudades y el empobrecimiento general; y si á
esto agregamos que la inseguridad alcanzó el extremo de que mu-
chos individuos preferían, para no perder toda su propiedad, ponerla
en cabeza de algún poderoso, gozando únicamente del usufructo
durante su vida, que no fueron pocos los que emigraron á otras regio-
nes en busca de un refugio y unas garantías que no podían esperar de
los funcionarios, ni mucho menos de sus acreedores; ya se explica
cual sería la situación económica de la ciudad de Roma en este perío-
do histórico, no siendo sino hasta los tiempos de César, cuando este
emperador dispuso que el deudor respondiese con su propiedad y no
con su persona.
Las tradiciones y las costumbres que la conquista romana dejaron y
crearon en España, necesariamente tenían que influir en la legisla-
ción de este pueblo; sin embargo, en los más antiguos códigos, y á
decir verdad, antes de que se pudiese decretar el aprisionamiento
por causa de deudas, era indispensable, antes de proceder á aquél,
que de algún modo éstas quedasen comprobadas. No por esto se
puede decir que las medidas coactivas, de que venimos hablando,
dejarán de desplegarse durante el gobierno colonial, pudiéndose afir-
mar, que si el derecho de propiedad era protegido al decretarse la
prisión por deudas civiles, el propio derecho estaba sostenido por la
violación de la libertad.
Emancipado México de España, y por mucho que las instituciones
jurídicas sean las más tardías para reformarse, el nuevo orden de co-
sas tenía que sufrir su transformación, siendo también otra la con-
cepción del derecho.
El desenvolvimiento, por lo tanto, del Comercio, de la vida econó-
mica, el contenido material de los contratos, las relaciones con deter-
minadas personas, la libertad de disponer libremente de los bienes,
etc., etc., indispensablemente venían a hacer que se perdiesen aque-
llas ideas que apreciaban la libertad personal como un bien remune-
rable en todo ó en parte, de lo que dependió que el hombre se
sometiese á la voluntad de otro; pero como á nuevos tiempos siguen
nuevas ideas, con el artículo constitucional se transformaron las anti-
guas por aquellas en que la libertad individual alcanzó su categoría de

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CAP. VII.— DE LA PRISION POR DEUDAS 377

inalienable, quedando bajo la protección del interés general, viéndo-


se desde entonces la prisión por deudas como una esclavitud tempo-
ral que ya no pueden reconocer los pueblos cultos.
No falta quien piense, desconociendo sin duda el respeto que me-
rece la dignidad humana, que la abolición de que estamos tratando
redunda en perjuicio de los comerciantes honrados; afirmando que
al protegerse la libertad del deudor, se lastiman los derechos de pro-
piedad del acreedor. Este modo de discurrir es inaceptable, supuesto
que importa la subordinación de la libertad del individuo á una rela-
ción económica, convirtiéndose su personalidad, que ante todo es un
fin en si mismo para el aseguramiento de otros intereses, no sin ra-
zón dice Kant: “El hombre no debe ser nunca tratado como un puro
medio puesto al servicio de los fines de otro confundido con los objetos
del derecho real su personalidad.”
Lo expuesto bastaría por sí sólo para justificar la abolición de la
prisión por deudas; pero hay otra razón, no de poca importancia, y es la
de ser imposible que el incumplimiento de las obligaciones civiles
puedan dar lugar á una violación real del derecho en que la justicia
autorice la aplicación del aprisionamiento, solo legítimo teniendo su
causa y su fin, es decir, por aberración para imponerlo ó por resultar
del mismo alguna utilidad general: cosas todas que por lo dicho arri-
ba faltan en una y en otro caso.
Como en la práctica de los tribunales muchas veces y por lo pronto,
no se pueden distinguir las fronteras que separan las acciones civiles
de las penales, y sin definir científicamente el derecho civil desde el
punto de vista de la filosofía del derecho, sino siguiendo únicamente
las tendencias actuales, diremos: que las deudas como consecuencia
de las relaciones privadas, se derivan de la vida interior de los particu-
lares, de los asuntos referentes a su personalidad y de ciertas institu-
ciones fundamentales, como la familia, los alimentos, la herencia, etc.,
etc. De modo que, aunque esas deudas significan una perturbación del
derecho por el incumplimiento de las obligaciones que entraña, su
origen está en su ignorancia, en el desconocimiento de las mismas ó
en la imposibilidad temporal de cubrirlas; lo que es muy distinto á las
otras perturbaciones dimanadas de actos injustos realizados con toda
intencionalidad y en que se trastorna todo el órden jurídico siendo
esta la razón de que la sociedad se vea en la necesidad de repararlas y
reprimirlas. Las violaciones, pues, del derecho civil, como son la ruptu-
ra de los contratos cuando únicamente afecta a los derechos de los
particulares, no pueden dar lugar al empleo de la función penal, ni el
individuo debe buscar protección por ese medio que él dejó exclusiva-
mente bajo la salvaguardia de la lealtad y la buena fé.

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378 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Barbier, en la Exposición de motivos del Código Penal Francés, se


expresa con los siguientes conceptos: “No veréis figurar muchos ac-
tos, que simplemente contrarios á la buena fe ó á la delicadeza, pue-
den algunas veces ser reprimidos por la sola ley civil.” Y Proal en su
obra “El Delito y la Pena:” “Prestais una cantidad á un vecino: éste,
de mala fé, rechaza la devolución; esta falta de incumplimiento no
constituye por sí un delito y dá lugar sólo á una acción civil: con un
poco de prudencia hubierais evitado el perjuicio que os causa vuestro
vecino. Pero si un ladrón viene á fracturar vuestra casa para robaros
una suma de dinero, la prudencia no os permitirá evitar este daño: la
seguridad pública queda perturbada, todos los ciudadanos están
amenazados por este enemigo público; en este caso una sanción civil
es insuficiente para asegurar el respeto de la propiedad y se hace
necesaria la sanción penal.”
Livingzton, en su Informe sobre el proyecto de un Código Penal
para el Estado de Louissiana, dice: Las leyes penales no deben
multiplicarse sin necesidad reconocida; así, algunos actos aunque
perjudiciales a los individuos ó á las sociedades, no quedarán suje-
tos á la persecución pública, si pueden ser bastante reprimidos con
la acción civil.”
Lo expuesto nos basta para dar una idea, aunque sea, de cuáles
son las obligaciones civiles que, por tener tal carácter, no ameritan
el aprisionamiento de los que faltan á ellas, según el precepto
constitucional.
Para mayor claridad debemos decir, que la función penal a que nos
hemos referido, es la facultad que los jueces del crimen tienen para
decretar el aprisionamiento; pues aunque los de lo civil cuentan con
sus amenazas y conminaciones que en sí son penas cuando se hacen
efectivas, esto obedece a la razón de que no queden condenados ó la
impotencia sin protección los derechos ante ellos discutidos y sin
ejemplo en el ánimo de los ciudadanos, la saludable influencia de sus
determinaciones. Hoy ya hemos dicho que tienen jurisdicción mixta.
Nos parece conveniente hacer otra explicación. Sabido es que el
derecho civil en muchos casos se confunde con el romano, principal-
mente cuando aquél en éste tiene su origen; pero como la circuns-
tancia de que hayan cambiado las necesidades y el espíritu de la época
hacen que las relaciones jurídicas privadas se les mire de otra manera
antes desconocida, creemos deber hacer otra aclaración. En efecto,
en el artículo constitucional se dice: “Nadie puede ser preso por deu-
das de un carácter puramente civil,” y, como las contraídas para con el
Estado, á primera vista parece que salen de la órbita de las obligacio-
nes entre particulares, pudiéndose interpretar entonces, que sí pro-

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CAP. VII.— DE LA PRISION POR DEUDAS 379

cede el aprisionamiento por el incumplimiento de este género de


compromisos, tal es el punto que pretendemos estudiar.
Diremos, en tal concepto, que, aunque en general el derecho civil
asegura las utilidades de los hombres, considerados en sí y en su
patrimonio moral y económico, esto no excluye que en muchos casos
el Estado, también persiga fines de utilidad privada, como ocurre
cuando exige el precio de las cosas por él vendidas y arrendadas; sien-
do claro que en estas condiciones obra como particular. Sí, pues, en
estas relaciones el individuo no cumple con sus obligaciones, es evi-
dente que, no por tratarse del Estado, sus deudas dejan de tener el
carácter de civiles para que su personalidad quede amparada por el
precepto constitucional.
La cuestión no cambia de aspecto cuando las deudas provienen de
incumplimiento de obligaciones que redundan en perjuicio de las utili-
dades del propio Estado, ó mejor dicho, en el de los intereses públicos.
Como ejemplo de estas deudas, podemos citar aquéllas que provienen
de que no se suministren los objetos necesarios para el ejército en tiem-
po de guerra, los víveres para evitar el hambre ó los remedios en los
tiempos de pestes y epidemias. Por grave que sea el incumplimiento de
estas obligaciones, es fuera de duda que tampoco el aprisionamiento se
puede decretar, por la razón de no poderse excluir estas cuestiones del
campo del derecho civil por mucho que las relaciones jurídico-privadas
tengan su origen en relaciones de derecho público entre los particulares
y el Estado: Ihering, hablando de Alemania, lamenta en otro sentido,
que se conmine con penas demasiado suaves el incumplimiento de al-
gunos contratos, de cuya pronta ejecución dependen la salud y bienestar
públicos, el éxito de una campaña militar ó en que peligra la seguridad de
todos; pero a lo más que llega este autor, es á aconsejar que se aplique la
pena del doble, al igual de como hacían los romanos por el incumpli-
miento de una porción de relaciones jurídicas.
Como es de pensar, no alcanzan los beneficios del articulo consti-
tucional a las relaciones jurídico-privadas, cuando éstas no son un fin,
sino un medio para la consumación intencionada de hechos violatorios
del derecho público: en estos casos, aunque la causa que motiva tales
relaciones sea lícita, no sucede lo mismo respecto a sus efectos; por lo
que indispensablemente el individuo tiene que caer bajo el dominio
y sanción de las leyes penales.
*
**

Pasando a otras consideraciones, diremos que desde el momento


que en una nación se afirma la conciencia clara de su fin jurídico y de

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380 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

su libertad, necesariamente se tiene que reconocer la conveniencia


de que exista un poder organizado para el sostenimiento del orden
interior en el Estado. Es evidente, á la vez, que mientras más fuerte
sea ese poder, su influencia se hará sentir mejor, á efecto de que el
individuo no tenga que recurrir a su propio auxilio para defenderse
contra cualquier violencia contra su persona y patrimonio, como acon-
tecía cuando la debilidad de los gobiernos ó lo imperfecto de la admi-
nistración de justicia autorizaban el ejercicio de la justa venganza.
A medida, pues, que en la sociedad se fué perdiendo la dureza de
esas costumbres, apreciándose más la libertad personal por haberse
modificado el concepto del derecho, y en fin, cuando la insuficiencia
del poder individual se hizo sentir, necesariamente se tenía que re-
conocer el principio de que “nadie puede ejercer violencia para recla-
mar su derecho,” evitándose de este modo aquellas tentativas del
pasado en que con tanta frecuencia se perturbaba el orden público,
interrumpiéndose todas las relaciones jurídicas del Estado y de los
particulares por la anarquía, haciendo que la propia necesidad mate-
rial de mantener la tranquilidad pública, condujese á los individuos á
sujetarse voluntariamente al despotismo. Reconocida en tal virtud la
necesidad de que exista un poder para que administre justicia en
nombre de la sociedad y con su legítima representación, es indiscu-
tible que entonces en todos los individuos se establece la confianza
por ser más dueños de sí mismos, más perfectos y más cultos; reali-
zando con verdadera expontaneidad la vida toda del derecho según
las conveniencias del Estado, cuyo ideal es que se vea cumplido, no
tanto por la garantía exterior de su coacción, sino por la buena volun-
tad de los ciudadanos, pues como dice el filósofo y poeta Goëthe:
“Cuanto que nos dá libertad de espíritu, pero no imperio sobre noso-
tros mismos, es corruptor.”
A efecto de que sea más eficaz el principio de que “nadie puede
ejercer violencia para reclamar su derecho,” y á efecto también de no
dar lugar á que con el pretesto de la legítima defensa se cometan
actos violatorios de las leyes, se agrega en la Constitución, que los
tribunales estarán siempre expeditos para administrar justicia, ase-
gurando de este modo el ejercicio de los derechos de cada persona,
siendo fuera de duda que estarán mejor garantizados á medida que
las autoridades gocen de más independencia y de la suficiente firme-
za para que su acción se haga sentir oportunamente, y no que por
omisiones y comisiones obliguen al individuo á emplear su propio
auxilio, incurriéndose por esta causa en el mismo defecto que se trata
de corregir, de que nadie se haga justicia por sí y ante sí.

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CAP. VII.— DE LA PRISION POR DEUDAS 381

En otro sentido, siendo la misión de la justicia social el mante-


nimiento del orden, y estando constituidos los poderes públicos
para beneficio y protección de los ciudadanos, resulta que la admi-
nistración de esa justicia, como la aplicación del derecho, tiene
que ser gratuita; una vez que precisamente la necesidad de librar-
se de cualquier violencia, es la que á obligado á los hombres á
constituirla y mantenerla, siendo más respetada á proporción que
el poder público ofrezca medios materiales suficientes para ha-
cerla efectiva.
Además, siendo el poder judicial uno de los organismos creados
por el Estado para que todos los ciudadanos cumplan con el derecho,
y siendo comunes las aspiraciones, las necesidades y las leyes, no hay
razón para que cuando el individuo reclama protección, tenga que
remunerar servicios que por el Estado están cubiertos en beneficio
de toda la comunidad.
Otra de las ventajas de que la justicia sea gratuita, es la de igualar,
en lo posible, las condiciones de aquellos que, por su poco ó ningún
patrimonio, al reclamar cualquier derecho no podrían competir con
los ricos y los poderosos; aparte de, que el aliciente del dinero haría
perder á los funcionarios su independencia, probidad y desinterés
entregándose bien pronto sin escrúpulo ninguno, en manos del liti-
gante afortunado, haciendo que se convierta lo sagrado de su minis-
terio en un desvergonzado y criminal comercio.
No faltan algunos que piensen que se evitaran las dilaciones en los
juicios, muchas veces más perjudiciales que la injusticia misma con
el hecho de que la propia justicia no sea gratuita. Este argumento
carece por completo de fundamento, revelando únicamente que si tal
dilación y entorpecimiento en los juicios, si es cierto que tienen lu-
gar, es debido más que á otra causa á que los jueces no se acomodan
estrictamente á las leyes del procedimiento, admitiendo trámites
ociosos y tardíos ó desechando recurso improcedentes y maliciosos,
inspirados por los litigantes de mala fé.
Concretando lo que tenemos expuesto,.diremos en tesis general
que si el fin propio del poder judicial es el de reparar toda violación de
la ley, cualquiera que sea su origen y naturaleza, mediante el exámen
de las circunstancias que acompañan á un hecho jurídico tratándose
de un juicio civil o el de determinar quién ha perturbado el orden
social, tratándose de un asunto criminal, necesariamente se tiene
que convenir que tales funciones tienen que ser gratuitas en servicio
del público, como consecuencia del fin mencionado y en vista de la
insuficiencia de las fuerzas personales para mantener y asegurar el
derecho. Por esta razón precisamente es por la que el Estado prefe-

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382 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

rentemente acude remunerando por todos, á los encargados de los


servicios públicos.
*
**

Se dice además en la parte final del artículo constitucional, que que-


dan abolidas las costas judiciales. Se entendían por tales los derechos
que pagaban los particulares á las autoridades del orden judicial por la
substanciación y sentencia en los juicios. Como consecuencia, por lo
tanto, de que la justicia sea gratuita, tales derechos no tienen razón de
ser con tanta más, cuanto que rnanteniéndose la ley por su sanción civil
ó penal, sería absurdo que el ejercicio de las acciones que de ellas se
derivan fuese únicamente el patrimonio del que pudiese remunerar la
substanciación de los juicios con perjuicio del desvalido y con detri-
mento del poder social interesado en conservar el orden y asegurar el
cumplimiento de las obligaciones que tienen su origen en las relacio-
nes de los particulares.
No se comprende en la prohibición del artículo constitucional los
gastos de papel, timbres, honorarios de abogados, procuradores, apo-
derados, peritos, etc., etc., porque esos gastos no entrañan el ejercicio
de la justicia, sino que son el resultado obligado del incumplimiento
de obligaciones ó de daños y perjuicios motivados sin intención
dolosa, tratándose de los asuntos civiles; causándose también en los
incidentes del mismo orden cuando son provenientes de un hecho
delictuoso.
Aunque en todo rigor la cuestión de las costas en el sentido que
venimos hablando son del dominio del derecho civil en lo referente
á su condenación ó de regularlas y hacer efectivo el pago; sólo dire-
mos, que el art. 677 del Código Civil previene que: “Los honorarios
de los abogados, apoderados, depositarios, peritos y demás personas
que intervengan en el juicio, se regularán conforme al arancel. El
vigente, aunque fija un máximum y un mínimum para el pago de los
servicios profesionales, sin embargo, no dejan estos de ofrecerse fre-
cuentes conflictos en la regulación principalmente cuando ha existi-
do un contrato previo entre el abogado y su cliente y un tercero
también interesado en las costas. En este caso, dicho tercero ¿estará
obligado á cumplir estipulaciones que no ha contraído? Es claro que
sí, por ser la consecuencia del incumplimiento de lo por él pactado ó
de aquello á que quedó obligado á hacer y cumplir. En la práctica con
frecuencia surge esta cuestión: los honorarios, aunque justificados
son completamente exagerados; ¿á qué regla debe sujetarse el juez
para hacer la regulación y fallar en justicia, sobre todo, cuando hay

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CAP. VII.— DE LA PRISION POR DEUDAS 383

oposición? Es claro que no puede obedecer estrictamente al contrato


del trabajo porque precisamente por lo exagerado de él es el punto de
la controversia, por lo que tienen que atenerse al arancel; pero resulta
que éste desde el momento en que aprecia los servicios de una ma-
nera igual fijando el tiempo de su duración y la facilidad ó dificultad
del esfuerzo mental, estas reglas no pueden ser aplicadas con exacti-
tud dada la multiplicidad de los juicios, sus combinaciones y objetos
que se persiguen. Una simple notificación, pues, un recurso oportu-
namente interpuesto, cualquier artículo ó incidente, puede ser que
sean de más importancia que un alegato en toda forma, y sin embar-
go, vistos superficialmente esos recursos no se les da importancia, no
obstante que pueden significar todo el éxito de un negocio; resultan-
do que ante el arancel estos servicios no se les da todo su valor, dán-
doles en cambio á largas y vacías alegaciones, á recursos frívolos e
improcedentes, al ejercicio de acciones innecesarias ó á la acumula-
ción de elementos probatorios excesivos, con que muchos abogados
graban á su cliente y á su parte contraria.
Entendemos por lo visto, que ya sea que exista ó no un contrato,
para la prestación de los servicios profesionales y á efecto de armoni-
zar en lo posible los derechos del acreedor y los del condenado en
costas, y ya que no se puede con exactitud regular los esfuerzos em-
pleados, la razón y la equidad exigen que se tenga en cuenta la impor-
tancia del negocio, su cuantía, las costumbres de lugar, el juicio de
peritos; cosas todas que ayudarían eficazmente al juez para dictar una
resolución justa, sirviéndole entonces las disposiciones del arancel
si no como regla fija en muchos casos para apreciar los servicios profe-
sionales, sí al menos para darles su valor equitativo.

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III.— DE LOS CASOS EN QUE HA LUGAR A PRISION Y


DE LA LIBERTAD BAJO DE FIANZA

Artículo 18.— Sólo habrá á lugar pri-


sión por delito que merezca pena cor-
poral. En cualquier estado del proceso
en que aparezca qué al acusado no se le
puede imponer tal pena, se pondrá en
libertad bajo de fianza. En ningún caso
podrá prolongarse la prisión por falta de
pago de honorarios ó de cualquiera otra
ministración de dinero.

Antes de ocuparnos del artículo constitucional creemos oportuno


decir, por mucho que el asunto corresponda al conocimiento de la
Arqueología Topográfica de los Romanos, que estos, hasta tiempos
muy posteriores tuvieron una cárcel pública, supuesto que antes el
lugar para el aprisionamiento, y eso de los esclavos, fue el ergástulum,
el cual correspondía á las dependencias del recinto doméstico. La
tradición, aunque algo confusa, nos dice que la primera cárcel públi-
ca fué edificada en el Mercado ó sea en el carcer, siendo lo probable
que de aquí tornase su nombre, como lo tomó de tullius que era una
fuente en la roca, el tullianun que fué el lugar destinado para los
suplicios; dándose también el nombre de lautunuae que eran unas
canteras inmediatas á las prisiones, las que sirvieron también para
esos fines.
Sea lo que fuese sobre el verdadero origen y significado de la cárcel,
lo que no admite duda es, que en el tullianun tenían lugar los supli-
cios que no se ejecutaban públicamente, y que entre el carcer: y
lautunuae existía la diferencia de que en el primero el preso perma-
necía separado y encadenado en la obscuridad del calabozo y en com-
pleta incomunicación, mientras que en las segundas se gozaba de
más libertad, pudiendo el preso ser visto por terceras personas y sin

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386 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

estar sujeto á los rigores del primer sistema de aprisionamiento. Es


lo probable que por estas causas más tarde se diese á la prisión el
nombre de interna ó externa. Ya que en otro lugar hemos dicho que
también en los cuarteles se guardaba á los presos, principalmente en
aquellos donde residía la corte del emperador. En la legislación espa-
ñola encontramos las leyes 15, tít. 29, partida VII y las 1 y 3, tít. 35, lib.
V de la Novísima Recopilación, en las que se prevenía que las cárceles
sólo podían tener el carácter de públicas, castigándose con la pena de
muerte al particular que de propia autoridad las estableciese.
No conocemos en el Procedimiento Penal Romano ninguna dispo-
sición especial, para que sólo hubiese lugar á prisión por delito que
mereciese pena corporal; de modo que nos inclinamos á creer que la
facultad de decretarla en todo caso quedó al arbitrio de los deposita-
rios del imperium, el cual, como ya tenemos indicado, más que una
institución del derecho penal, era una manifestación del poder que
se tenía para mandar á toda persona.
Respecto á la constitución de la fianza padimonium, sí encontra-
mos su origen en la propia naturaleza del juicio privado para la libera-
ción del arrestado, teniendo más adelante aplicación en el juicio
público, precisamente cuando los tribunos del pueblo constriñeron á
los magistrados patricios para que fuese admitida. La protección
tribunicia llegó al extremo de dejar al acusado en libertad, sin efecto
el arresto provisional y sin constituirse fianza; con la excepción de
que no gozasen de esas franquicias los delincuentes comunes. En el
último siglo de la República los privilegios de los ciudadanos roma-
nos fueron tales, que los responsables de homicidio gozaban de su
libertad sin constitución de fianza; y á partir de la ley “Julia de vi” por
el hecho de que por ella no se podía imponer el arresto provisional,
hizo innecesaria la constitución de la fianza. Durante el Principado
aparece de nuevo la constitución de la fianza en los procesos contra
los ciudadanos, siendo lo más notable que ese procedimiento se fun-
daba precisamente en la ley de César que antes hemos citado;
interpretándose una de sus cláusulas en el sentido de que los magis-
trados estaban facultados para arrestar á los desobedientes y
promovedores de desórdenes: esto hizo que desde esta época, la cons-
titución de la fianza quedase comprendida en el orden jurídico del
Derecho romano.
La tradición y los efectos de la legislación romana natural fue
que pasaran á los pueblos conquistados; de modo que, así como
España hizo suyo “el Corpus Juris-Civiles,” en igual sentido acep-
tó, salvo algunas modificaciones, el Sistema Penal y los Procedi-
mientos romanos.

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CAP. VII.— DE LAS CONDICIONES PARA LA PRISION 387

Respecto á las fianzas autorizadas por la legislación española, en-


contramos la de “la haz,” á la cual se refieren las leyes 17 y 18, título
12 de la partida V, la carcelera ó comentariense” de la cual nos hablan
las 24, tit. 18, part. 3ª, 19, tit. 12, part. 5ª y 16, tit. 1º, 10, tit. 29 de la 7ª:
siendo la disposición más moderna sobre el particular la contenida
en la ley 6ª , tit. 12, Lib. 5º de la Novísima Recopilación, conociéndose
á la vez la caución juratoria y la de “non offendendo.”
Diremos en concreto, que lo que se quiso al autorizarse el otorga-
miento de esas fianzas, fué que por los delitos que no merecieran la
aplicación de una pena grave no se procediese á la prisión del reo,
previniéndose en general en las leyes citadas, que no se procediese á
la prisión, siempre que se diese fiador, lego, llano y abonado que se
obligase á presentar al acusado, estar en juicio y pagar lo que se deter-
minase en la sentencia. También para el caso de que el inculpado
preso por un delito de importancia resultara después de la publica-
ción de probanzas ser inocente ó leve su responsabilidad. La caución
juratoria producía los mismos efectos que la fianza de “la haz,” con la
diferencia de que la primera la prestaba el mismo inculpado, pudién-
dose acompañar de la conminación de alguna pena para el caso de
incumplimiento al mandato judicial. Por ultimo, la fianza de “non
offendendo” consistía en la obligación que el propio acusado ó un
tercero prestaba bajo juramento á efecto de no ofender á la persona á
cuyo favor se extendía la garantía; quedando los primeros formal-
mente responsables de los males que sobreviniesen á la segunda con
motivo de las amenazas.
Examinando con detención la primera parte del artículo constitu-
cional, en que se dice que, “sólo habrá lugar a prisión por delito que
merezca pena corporal” y relacionándola con la segunda en que se
prescribe que “en cualquier estado del proceso en que aparezca que
al acusado no se le puede imponer una pena, se pondrá en libertad
bajo de fianza”; tenemos que si el delito no merece pena corporal, de
su peso se cae que la libertad del que lo hubiese cometido se impone
decretarla de estricto derecho; siendo entonces la fianza un acto ac-
cidental que servirá más ó menos para asegurar el éxito del juicio;
pero nunca la falta de su otorgamiento como lo veremos adelante,
puede impedir la liberación del reo. Antes de pasar adelante, pensa-
mos que, representando la fianza una limitación del derecho de pro-
piedad, sólo debe otorgarse en cambio ó en subrogación de una pena
corporal. Creemos en tal virtud, que al hablarse de la fianza para los
delitos que no ameritan una pena corporal, debe entenderse no pre-
cisamente la que afecta la propiedad, sino, únicamente la simple pro-
testa de estar á las resultas del juicio y obedecer en cualquier

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388 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

momento los mandatos de la autoridad. Cualquiera duda que sobre


el particular pudiera existir, se desvanece con el hecho de que en la
fracción I del art. 438 de la ley procesal, se previene: “También podrá
ser puesto el inculpado en libertad bajo protesta, siempre que el de-
lito no tenga señalada pena corporal ó que si la tuviese no exceda de 5
meses de arresto mayor.” En el sistema penal italiano que, considera-
mos como uno de los más adelantados, por mucho que más liberal
sea el nuestro, encontramos: que “el procesado debe ser puesto en
libertad provisional con la simple obligación de presentarse cuando
fuese requerido y sin necesidad de fianza, siempre que se trate de
delitos punibles, con la sola pena de interdicción de cargos públicos
ó con la de cárcel no mayor de tres meses ú otra inferior.”
Hablando en general sobre la constitución de la fianza cuando el
delito anterita pena corporal y por más que esta cuestión sea del do-
minio de los procedimientos penales, diremos que, según el art. 440
de la ley relativa, “toda persona detenida ó presa por un delito que el
máximo de la pena no exceda de 7 años de prisión, podrá obtener su
libertad bajo caución, siempre que conforme al art. 438, tenga domi-
cilio fijo y conocido en el lugar en que se siga el proceso, buenos
antecedentes de moralidad, profesión, oficio ó modo honesto de vivir
y que á juicio del juez no haya temor de que se fugue.” Se prescribe
también en el art. 441 que, “si el delito que se persigue debiere ser
castigado con pena alternativa pecuniaria ó corporal, el inculpado pres-
tará caución por el máximo de la pena pecuniaria y si fuese solamente
corporal, la caución se prestará por una cantidad que nunca podrá ser
menor de $300, ni mayor de $30,000, teniendo en consideración la
clase y los antecedentes de la persona detenida ó presa, la gravedad y
circunstancias del delito y el mayor interés que pueda tener el incul-
pado, en substraerse á la acción de la justicia.” Por último, también se
previene que la caución se preste depositándose en el Banco Nacio-
nal ó en el establecimiento destinado al efecto, si lo hay, ó en caso
contrario, donde el juez lo ordene, la cantidad que este señale ó cons-
tituyendo por ella prenda ú otorgando hipoteca sobre bienes cuyo
valor libre sea cuando menos igual al importe de la caución más una
mitad de éste. Puede prestarse también la misma, dando fianza de
persona de probidad y arraigo notorios en quien concurran las cir-
cunstancias que para el fiador exige el Código Civil, el que se obligará
á presentar al inculpado, siempre que el juez lo ordene, y á pagar, si no
cumple, la cantidad que se hubiere fijado. Diremos aquí de paso que
en la práctica de los tribunales existen sus dudas sobre si el juez ó el
inculpado, respectivamente, son los que tienen la facultad de deter-
minar la forma de la caución. Pensamos nosotros que, siendo la fianza

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CAP. VII.— DE LAS CONDICIONES PARA LA PRISION 389

una garantía concedida a en favor de los acusados, éstos son los que
tienen la facultad de optar por cualquiera de las formas que para la
caución autoriza la ley; debiendo el juez únicamente cuidar que aqué-
lla se preste conforme á las prescripciones de la misma, sí pudiendo
fijar el monto; sin que por esto se entienda que pueda ser de un modo
arbitrario, sino con arreglo a las prescripciones que antes quedan cita-
das, debiendo á la vez el juicio á que se refiere la ley para fundar que
el inculpado pueda fugarse, estar apoyado en un criterio jurídico, pues
de otro modo la negación de la libertad en otras condiciones pudiera
suceder que sólo se inspirase en uno arbitrario, el que no haría otra
cosa que hacer ilusorio el respeto que se debe tener á la libertad.
En lo referente á la pérdida de las fianzas y al modo de prestarlas, la
ley italiana previene respecto á lo segundo, que se determine la can-
tidad según las circunstancias, teniendo en cuenta las condiciones
del procesado y la naturaleza y calidad del delito; haciéndose el depó-
sito en la caja de “Préstamos de dinero ó de efectos de la Deuda
Pública” ó constituyendo hipoteca de bienes raíces ó de rentas del
Estado.
En lo relativo á la cancelación de la fianza, si el delincuente ha
cumplido con las obligaciones de la ley, se le manda restituir á su
fiador; si por el contrario el reo hubiera hecho el depósito por sí ó
constituido la hipoteca y la sentencia fuese condenatoria, en tal caso
puede ser retenida para el pago de multas é indemnizaciones ó por
los gastos, daños y perjuicios provenientes del delito. En nuestra
legislación el inculpado que estando en libertad bajo caución, des-
obedece sin causa justa y probada la orden de presentarse al juez ó
tribunal que conoce del proceso, pierde por ese hecho la cantidad que
importa la fianza, aplicándose una tercera parte para el pago de las
indemnizaciones que deba hacer el Erario por responsabilidad civil,
otra á la mejora material de las prisiones de la municipalidad en que
se cometió el delito y al establecimiento y fomento de las escuelas
que debe haber en dichas prisiones; aplicándose la tercera, al esta-
blecimiento de beneficencia designado por el gobierno y que esté
igualmente dentro del municipio donde se hubiere cometido la in-
fracción de la ley penal.
Según las leyes Belga y Francesa, la fianza se divide en dos partes:
Una destinada á garantir la presentación del reo á todos los actos para
los que es requerido y para la ejecución de la sentencia, y la segunda
asegura el pago de las multas, los gastos y las reparaciones civiles. En
Inglaterra, según the writ of habeas corpus, llamado así porque co-
mienza: habeas corpus ad subjiciendum, hay grandes facilidades para
el otorgamiento de las cauciones, conciliándose de la mejor manera

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390 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la libertad personal con los derechos de la sociedad. De desear es que


las instituciones de que hablamos fueran implantadas en nuestro
país; desgraciadamente hay que convenir que por buenas que sean,
no se pueden acomodar aún á nuestro modo de ser por impedirlo
nuestras condiciones históricas, nuestra cultura y educación civil. Es
necesario, pues, si queremos llegar á ese grado de perfeccionamiento
que caracteriza á los ingleses, que primero se eduque los ciudadanos
en la observancia de las leyes; cuando así sea, the writ of main prise,
que es la orden de entregar al detenido á un amigo, ofreciendo cau-
ción por su presentación ante el juez que lo cite, tomándolo única-
mente de la mano en señal de fianza, el de “otio et atia” para neutralizar
las instigaciones hechas por pasión sobre los jueces, el de homine
replegiando para poner en libertad al procesado, en virtud de la cau-
ción frank pledge, en fin, todo lo contenido en el act de 1679, no serían
como lo son aún entre nosotros principios de un derecho ideal, sino
verdades reconocidas por el derecho positivo.
Pasando á otro orden de ideas, y habiendo de la libertad bajo pro-
testa, se ha discutido si cuando el delito no merece pena corporal,
aquélla se debe decretar de oficio ó si es necesario que la solicite el
reo ó su defensor. Piensan algunos que siendo esa libertad un dere-
cho, es renunciable. Por nuestra parte, aceptamos que en los casos en
que cabe la libertad bajo protesta ó bajo fianza, mereciendo el reo
pena corporal, es indispensable la promoción respectiva; pero no su-
cede lo mismo cuando el reo no merece pena corporal, porque en este
caso lo que procede, es que se le ponga inmediatamente en libertad.
Pero aquí precisamente se presenta la dificultad. Pongamos, por ejem-
plo, que se trata de la libertad bajo protesta que es la procedente,
cuando el reo no merece pena corporal. Según el art. 438 del Código
de Procedimientos Penales, está prevenido para el otorgamiento de
la libertad bajo protesta, que el delito no tenga señalada pena corpo-
ral ó que si la tuviere, no exceda de cinco meses de arresto mayor, que
el acusado tenga domicilio fijo y conocido en el lugar en que se sigue
el proceso, buenos antecedentes de moralidad, profesión, oficio ó
modo honesto de vivir, que no haya sido condenado en otro juicio
criminal por delito de la misma naturaleza, y que á juicio del juez no,
haya temor de que se fugue el inculpado. Ahora bien, supongamos
que falten esos requisitos ó solamente alguno, y que por tal motivo se
niegue la libertad. Preguntamos: ¿en qué se funda la prolongación de
una prisión que en definitiva no se puede imponer? ¿Acaso en la
ficción de que la prisión provisional no es pena? ¿O en la falta de
cumplimiento de las reglas antes mencionadas? Tanto importaría
entonces como que el principio constitucional quedase subordinado

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CAP. VII.— DE LAS CONDICIONES PARA LA PRISION 391

á una cuestión de forma. Creemos, por lo tanto, que en casos como el


presente lo más justo y conforme á la Constitución, es que se ponga
de oficio libertad al inculpado, aun faltando los requisitos del artículo
438 que hemos citado. Tanto más cuanto que en la segunda parte del
artículo constitucional, se previene que en cualquier estado del pro-
ceso, en que aparezca que al acusado no se le puede imponer tal pena,
se pondrá en libertad bajo fianza; siendo mayores las razones que
existen cuando cabe la simple libertad bajo protesta. ¿Pero cuál es
ese estado del proceso a que se refiere la Constitución? Si nos atene-
mos al tecnicismo jurídico, tenemos que por proceso se debe enten-
der el conjunto agregado de los actos y demás escritos en cualquiera
causa civil ó criminal; de modo que siendo esto así, el estado a que
nos referimos y para los efectos de la ley fundamental, debiera enten-
derse desde las diligencias informativas una vez comprobado el deli-
to, hasta el momento de la sentencia. No sin razón, por lo tanto, en el
art. 440 del Código de Procedimientos citado, se previene que: “Toda
persona detenida ó presa por un delito en que el maximum de la pena
no exceda de siete años de prisión, podrá obtener su libertad bajo
caución;” es decir, esta disposición nos viene á aclarar por completo la
idea de que el reo puede obtener su libertad en las condiciones en
que venimos hablando dentro del término de la detención ó desde la
prisión preventiva hasta la sentencia. En nuestro concepto, lo dis-
puesto en el art. 440 no excluye la facultad del juez para negar la
libertad provisional durante el término de la detención, cuando así lo
exige el proceso mismo para el esclarecimiento de la verdad ó por el
secreto de la instrucción, no sucediendo lo mismo cuando se ha dic-
tado el auto de prisión formal en que necesariamente se ha compro-
bado el cuerpo del delito, existiendo ya datos suficientes respecto á la
responsabilidad; en este caso no hay razón para negar la libertad, con
tanta más razón cuanto que las primeras diligencias ya se hacen pú-
blicas, comenzando desde entonces á intervenir la defensa.
Aunque nuestros sistemas carcelarios, y en la práctica no se puede
decir que sean de los más perfectos, y aun por mucho que se cometan
abusos por sus directores, y más que todo, por los agentes subalter-
nos y por los mismos presos que ejercen alguna autoridad en el inte-
rior de las prisiones, tales abusos no llegan al extremo de que la prisión
se prolongue por falta de honorarios ó de cualquiera otra administra-
ción de dinero, con tanta mayor razón cuanto que estos hechos en el
caso de que llegaran á consumarse, importan el delito de ataques á la
libertad individual que en el Código Penal se castiga severamente.
La prolongación, por lo tanto, de la prisión, sólo es admitida cuando
en la sentencia, además de la pena corporal impuesta, también se

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392 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

impone la de multa y que por no cubrirse se tienen que sufrir los días
de arresto equivalentes á su monto, sin que dicho arresto pueda exce-
der de noventa días. En conclusión, pues, se puede decir: que la ga-
rantía consignada en la parte final del artículo constitucional, por regla
general, no se dá el caso de ser violada. En el capítulo siguiente, se-
guiremos tratando de este asunto, especialmente cuando hablemos
del tratamiento que al preso se debe dar en las cárceles.

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IV.— DEL TERMINO DE LA DETENCION

Artículo 19.— Ninguna detención po-


drá exceder del término de tres días, sin
que se justifique con un auto motivado de
prisión y los demás requisitos que esta-
blezca la ley. El solo lapso de este término,
constituye responsables á la autoridad que
la ordena ó consiente, y á los agentes, mi-
nistros, alcaides ó carceleros que la ejecu-
tan. Todo mal tratamiento en la
aprehensión ó en las prisiones, toda mo-
lestia que se infiera sin motivo legal, toda
gabela ó contribución en las cárceles, es
un abuso que deben corregir las leyes y
castigar severamente las autoridades.

La prolongación de la detención por un término incierto é indeter-


minado sin motivo legal justificado, se puede decir que fué una he-
rencia del poder ilimitado de los gobiernos despóticos á los cuales se
vió el hombre sometido cuando las leyes del derecho, público sólo
fueron instrumentos para que satisficiesen sus caprichos, haciendo
que dominara la teoría, de que no hay ley alguna que valga más, que en
cuanto sirva á aquellos que tienen el poder. Ya la legislación española,
de que nos ocuparemos más adelante, reaccionó contra esa opresora
teoría, para que más tarde la legislación llegase á realizar ese estado
de derecho, del cual estamos en posesión y por el que se sigue el
principio de que todo deba hacerse con arreglo á la ley y nada en
contradicción con sus preceptos; afirmándose con más intensidad
esta idea á medida que las garantías individuales se hacen más efec-
tivas, al mismo tiempo que se dulcifican los choques absolutamente
necesarios entre las exigencias del procedimiento penal y los dere-
chos del procesado.

393

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394 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Nuestra ley procesal distingue tres formas bajo las cuales se pude
restringir la libertad del hombre, dándole la denominación de apre-
hensión, detención y prisión formal ó preventiva. Habiendo estudia-
do las dos primeras, únicamente nos ocuparemos de la última, que
es, en todo rigor, la confirmación de la procedencia de las otras.
En el derecho romano, si no estamos engañados, el arresto á modo
de prisión preventiva no requería el cumplimiento de los requisitos
que en la actualidad son necesarios para decretarla; de modo que se
confundía en la idea común de la restricción de la libertad todas las
formas antes expresadas.
Los tratadistas que hemos consultado, mencionan el arresto de un
modo general, decretándolo el magistrado según tenemos dicho, sin
limitaciones obligatorias y por lo común hasta nueva orden, lo que
implicaba que pudiera cesar en cualquier momento ó dilatarse inde-
finidamente. Este procedimiento nos hace creer que una vez decre-
tado el arresto no era necesario dictar el auto de prisión formal.
Con mejores datos sí podemos afirmar que el arresto lo mismo que la
cárcel estando comprendidos en la esfera de la coerción no fueron con-
siderados con pena. Hemos dicho también antes, que el propio arresto
estando regulado por la ley, sólo se preguntaba por el motivo no exis-
tiendo obligación de expresar los fundamentos jurídicos que se tenían
para decretarle. Se puede concluir, por lo visto, que entre los romanos
no se dictaba el auto de prisión formal, bastando con las consecuencias
que consigo traía el arresto, las cuales no eran otras, que las medidas de
seguridad para con el procesado, á efecto de continuar la instrucción, ó
en otros términos,como medio auxiliador para la instrucción del suma-
rio, y en fin, para la ejecución de las sentencias.
Así, como en otros puntos no hemos estado de acuerdo con la legis-
lación española, formada para un pueblo con costumbres, educación,
índole y tradiciones tan diferentes a las nuestras, y aunque como dice
Montesquieu: “Solamente por una casualidad muy rara podrá suce-
der que la legislación de un pueblo convenga al otro,” debemos reco-
nocer que las leyes relativas á la restricción de la libertad no sólo se
acomodaron a nuestro modo de ser, sino que fueron más liberales de
lo que era de esperarse de aquella época, como puede verse por las
que pasamos á citar.
La ley I, tit 1º, Partida 7ª, declaró... “infamado seyendo algún ome
de hierro que obiese fecho, puédele luego mandar recabdar el juez
ordinario, ante quien fuese fecho el acusamiento.”
En la Cédula de 17 de Agosto de 1784, se previno “...para evitar la
facilidad y abuso de los procedimientos y arresto de personas de otro
sexo (esto es las mujeres) castigaré (habla el rey) á los jueces que

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 395

carecieren de fundamentos prudentes para haber procedido, hasta


con la privación de oficio, y otras penas mayores, según la calidad del
abuso y del exceso...” Cuatro años después, el 25 de Mayo de 1788 se
expidió la Instrucción para Corregidores, en la cual en lo conducente
se dice... “la estancia en la cárcel trae consigo indispensablemente
incomodidades y molestias y causa también nota á los que están de-
tenidos en ella. Por esta razón, los corregidores y demás justicias
procederán con toda prudencia, no debiendo ser demasiado fáciles
en decretar autos de formal prisión en causas ó delitos que no sean
graves, ni se tema la fuga ú ocultación del reo; lo que principalmente
debe entenderse respecto á las mujeres por ser esto muy conforme á
las leyes del Reino, y también respecto á los que ganan la vida con su
jornal y trabajo, pues no pueden ejercerlo en la cárcel, lo que puede
ser causa del atrazo de sus familias y muchas veces de su perdición.”
La Constitución de 18 de Marzo de 1812 prescribió en el art. 287
que “ningún preso español podía ser preso, sin que precediera infor-
mación sumaria del hecho y por el que mereciera ser castigado con
pena corporal y así mismo un mandamiento del juez por escrito que
se notificaba en el acto de la prisión”, los decretos del 11 de Septiem-
bre de 1820 y 17 de Abril de 1821, tuvieron por objeto idénticos fines
á los de las leyes citadas.
Consumada la Independencia Nacional, por decreto de 28 de Agos-
to de 1823, se previno “que se tuviese muy presente el de 11 de
Septiembre 1820,” en el que se prescribía: 1º Para proceder á la pri-
sión de cualquier español, previa siempre información sumaria del
hecho, no se necesita que ésta produzca una prueba plena, ni semi-
plena del delito, ni quién sea el verdadero delincuente. Solo se re-
quiere, agrega el art. 2º “que por cualquier medio resulte de dicha
información sumaria:” “1º El haber acaecido un hecho que merezca,
según la ley, ser castigado con pena corporal;” y “2º que resulte igual-
mente algún motivo ó indicio suficiente, según las leyes para creer
que tal ó cual persona ha cometido aquel hecho.”
La Constitución de 4 de Octubre de 1824 prescribía en el art. 150
que, “nadie podrá ser detenido sin que haya semi-plena prueba, ó
indicio de que es delincuente.” El 29 de Diciembre de 1836 se expi-
dió la 5ª Ley Constitucional, en la que se dice: “Para proceder á la
prisión se requiere: 1º que proceda información sumaria de que re-
sulte haber sucedido un hecho que merezca, según las leyes, ser
castigado con pena corporal; 2º que resulte también algún indicio
suficiente para creer que tal persona ha cometido el hecho criminal.”
Agregándose en la parte final del art. 44: “Una ley fijará las penas para
reprimir la arbitrariedad de los jueces en esta materia.”

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396 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Tales fueron las disposiciones que precedieron al art. 19 de la Cons-


titución vigente, derivándose de él el art. 233 del Código de Procedi-
mientos Penales, que esta en vigor, así como antes el relativo del de
1880. Dice el articulo citado: “La prisión formal ó preventiva, solo
podrá decretarse, cuando medien los requisitos siguientes: 1º Que
este comprobada la existencia de un hecho ilícito que merezca pena
corporal; 2º Que al detenido se le haya tornado declaración preparato-
ria é impuesto de la causa de su prisión y de quién es su acusador, si lo
hubiere; y 3º Que contra el inculpado haya datos suficientes a juicio
del juez para suponerlo responsable del hecho.”
Como se comprende por lo expuesto, el primer requisito indispen-
sable para poderse decretar la prisión formal, es que esté comprobado
el cuerpo del delito y además, que éste merezca la aplicación de pena
corporal. Antes de pasar adelante, nos parece conveniente expresar
algunas ideas sobre el modo como esa comprobación puede y debe
tener lugar.
Framarino en su Lógica de las Pruebas, dice: “Una ley que en
materia penal, dijese: No se reconocerán para la averiguación del
delito sino éstas ó aquéllas pruebas, sería el colmo del absurdo y la
garantía de la impunidad: el ofendido no podría elegir las pruebas
prescriptas y el delincuente adoptaría todos los medios para que no
se produjesen.”
“El delito debe ser legalmente probable con toda prueba que ma-
terialmente sea capaz de probarlo. Las limitaciones legales de la efi-
cacia de las pruebas, si son admisibles en lo civil, no lo son en lo penal.
En lo penal no pueden admitirse más que limitaciones materiales,
esto es, las que nacen de la relación de la prueba con lo probado, y que
consisten en la incapacidad natural de la prueba. Aparte, pues, estas
limitaciones naturales que la Lógica debe tratar con más razón que la
ley positiva, no pueden admitirse en lo penal limitaciones legales”...
En el cap. 2º, tit. 1º de la Ley Procesal y por el estilo en las correspon-
dientes de los Estados, se establecen las reglas cómo debe compro-
barse cada hecho delictuoso; prescribiéndose igualmente que dicha
comprobación sea la base del procedimiento sin la cual no cabe nin-
guno ulterior.
En nuestra práctica hemos podido observar, que no siempre es cosa
fácil comprobar el cuerpo de algunos delitos, dando lugar á que con
más frecuencia de la que era de esperarse, se confunda el cuerpo de
que hablamos con la prueba. Siguiendo á los autores más caracteriza-
dos, se debe entender por cuerpo del delito, todo aquello que repre-
senta su manifestación material y aparición física, no pudiendo
consistir más que en aquello que esté enteramente ligado á su con-

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 397

sumación. No por lo dicho se deba entender que todo lo material


constituya el cuerpo del delito, sino lo que está inmediatamente uni-
do al hecho delictuoso.
Algunos tratadistas, hablando del cuerpo del delito, le dan la deno-
minación de permanente y transitorio; pero los más sólo dan impor-
tancia al primero, fundándose en que únicamente la tiene la figura
física constituida por lo material permanente inmediato ligado á la
consumación criminosa; agregando que, cuando la figura física por su
naturaleza esencial, se restringe exclusivamente á la materialidad de
la acción humana, resulta el verdadero delito de hecho transitorio, el
cual en todo rigor sólo la constituye una pasajera y humana acción.
Otros criminalistas, tratando del mismo asunto, nos hablan del
delito material, diciendo que “es aquel que no se consuma si no se ha
logrado el daño efectivo del derecho concreto;” llamado formal, “al
que se consuma, aunque sea sin el daño efectivo del derecho concre-
to.” Hacen notar también para uno y otro caso, que ni todo delito de
hecho formal es de hecho permanente, teniendo cada cual el valor
propio que lo distingue.
Decíamos antes, que es muy fácil confundir la prueba material del
delito con su propio cuerpo, lo que nos obliga á decir que todo lo que
como causa ó como efecto, no está ligado inmediatamente con la
consumación del hecho criminoso, constituye la prueba material; casi
muy distinta á aquello que representa la manifestación material y
aparición física del delito.
Se nos presenta otra cuestión y es la relativa á la causa del hecho
delictuoso, debiéndose decir que cuando de ella se habla, no es la
moral que está en el individuo, sino lo que se llama medio, en cuanto
sirve á la finalidad de la intención delictuosa, al decirse, pues, medio
ó efecto del delito, es que se quiere que se entienda por causa mate-
rial y efecto del mismo.
Los autores modernos distinguen con los nombres de evento ma-
terial, huellas eventuales y hechos materiales permanentes que cons-
tituyen la prosecución del evento criminoso, de las otras especies del
cuerpo del delito. Lo primero lo explican por lo material permanente
y natural producido por el mismo delito, es decir, lo que forma parte
de la esencia del hecho criminoso mismo; de modo, que, faltando
estas condiciones no puede haber infracción de la ley, ó si la hay, no es
en toda su específica gravedad. Las huellas eventuales, como es fácil
comprender, no constituyen el elemento criminoso, son la conse-
cuencia inmediata del delito consumado y la última especie en que
se mantienen vivos los objetos del delito ya perpetrado; prosiguien-
do, aunque sea de un modo negativo, la acción sobre la cosa ó la per-

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398 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sona que haya sido el objeto pasivo de la consumación delictuosa.


Los autores á que nos referimos comprenden en esta especie de cuer-
po del delito el llamado continuo, designando otros con la denomi-
nación de medio, todo lo consistente en lo material criminoso que
inmediata y efectivamente sirve para la consumación del hecho
delictuoso.
Lo expuesto basta para dar, aunque sea una idea, de toda la impor-
tancia que en sí tiene el que se defina y quede bien comprobado el
cuerpo del delito, para que con toda justificación se pueda dictar el
auto de prisión formal ó preventiva.
El segundo requisito para el mismo fin, es de que al procesado se le
tome su declaración preparatoria, imponiéndosele de la causa de su
prisión y de quién es su acusador, si lo hubiere. La Ley Procesal,
sobre el particular, previene que “el interrogatorio comience por las
generales del inculpado, en las que se harán constar también los apo-
dos que tuviere; después se le impondrá el motivo de su detención,
leyéndose la querella, si la hubiere; se le hará saber el nombre del
acusador, cuando lo haya, y se le interrogará sobre los hechos que se le
imputan y sobre el conocimiento que tuviere del delito, y en el caso
que niegue su participación en él, sobre el lugar en ,que se encontra-
ba, el día y la hora en que aquél se consumó y personas que lo hayan
visto allí; sobre el conocimiento que puede tener sobre los demás
individuos, de quienes se sospeche tengan alguna responsabilidad, y
sobre la .última vez que los hubiera ,visto; interrogándosele, además
sobre aquellos hechos y pormenores que se crea pueden servir para el
esclarecimiento completo de la verdad.”
El Dr. Gross, en su “Manual del Juez,” dice: “Aunque á la manera
de tomar las declaraciones, el Juez debe señirse exclusivamente á las
prescripciones de la ley; pero como ésta sólo establece preceptos ge-
nerales, es necesario que aquél interprete convenientemente su sen-
tido y lo amplifique cuando sea necesario. Para llenar cumplidamente
esta misión, se requiere gran suma de inteligencia; vastos conoci-
mientos y ese sentido práctico necesario para salvar los obstáculos,
que la realidad nos ofrece.
“El tacto es condición tan indispensable en el Juez, que de no
tener esta cualidad innata, aunque reuniera las demás que pueden
exigírsele, nunca podrá llenar cumplidamente su misión, no obte-
niendo resultado de las declaraciones... La inducción y generaliza-
ción que son fáciles al funcionario judicial dotado de inapreciable
cualidad del tacto, se hacen imposibles para el que carece de ella, no
pudiendo, por tanto, dar un sólo paso acertado en la dirección del
proceso.”

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 399

Si á lo expuesto agregamos en el juez la carencia de una buena


orientación, el conocimiento de los hombres, la falta de educación,
habilidad, perspicacia y conocimiento jurídicos extensos, no solamente
en el orden penal, sino también en el civil, ya se comprenderá toda la
gravedad que para el reo puede tener el que en estas condiciones se
le tome su declaración preparatoria ó se le sujete á cualquier otro
interrogatorio. Es sensible que se puedan citar numerosos ejemplos
de inexperiencia y abandono de la actividad en el ejercicio de las
funciones judiciales ó de manifiestos deseos de que el inculpado
resulte condenado á todo trance. No es extraño ver cómo en esa lucha
moral que entabla el juez con el delincuente, aquél se vale de cuan-
tos medios tiene á su alcance para arrancar al segundo la confesión de
su delito, empleando para este efecto los más raros argumentos ó
deduciendo de los hechos declarados, las consecuencias más ilógi-
cas, al grado de que los jurados, no ha mucho tiempo, con mejor crite-
rio preferían dictar un veredicto absolutorio, antes que hacerse, por
uno condenatorio, cómplice de tamaños escándalos.
En el art. 6º de la Adición y Enmiendas á la Constitución de las
Estados Unidos, se dice en lo relativo á las garantía del acusado:
“...también se le informará de la naturaleza y causa de la acusación,”
de modo que sólo se le hace saber los cargos que le resultan,
preguntándosele si quiere ó no contestarlos. El objeto de esta prácti-
ca es el de evitar el que se obligue al acusado á declarar sobre hechos
propios, razón por la que también se prescribe que “no podrá
obligársele a declarar contra sí mismo en una causa criminal.”
Estos mismos principios han sido consagrados en nuestras leyes,
no permitiendo aun declarar, sin su consentimiento, á los que con el
reo están ligados con algún vínculo de parentesco, en la línea que
marca la ley. No se necesita demostrar que esta práctica no sólo es
conveniente, sino que también implica el reconocimiento de la ley
moral y el ejercicio del derecho de defensa personal que le corres-
ponda á todo inculpado. Si, pues, confesar expontáneamente el delito
con todas sus circunstancias sirve para atenuar en su caso el rigor de
la pena, y si, por el contrario es un agravante faltar á ella, declarando
circunstancias ó hechos falsos, á fin de engañar a la justicia y hacer
difícil la averiguación, se debe entender que esto no es lo mismo que
hacer que el reo declare contra sí mismo.
El último requisito exigido por la ley para poderse decretar el auto
de prisión formal, es el de que existan datos suficientes, á juicio del
juez, para suponer al acusado responsable del hecho delictuoso. No
porque esta disposición queda al arbitrio del juez aplicarla —según
su criterio— deba entenderse que no tiene límites ni reglas á que

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400 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

sujetarse; debiéndolas tener muy presentes, precisamente en los


momentos de decretar el auto de formal prisión; pues, aunque en
estos momentos no siempre se encuentran pruebas directas y reales
de la responsabilidad, sí necesariamente para dictar el indicado auto
se deben tener, por lo menos, presunciones ó indicios que, si en últi-
mo extremo no son bastantes para fundar una condena, sí ayudan de
mucho para la instrucción; á efecto de que no por la falta de una prue-
ba completa, imposible de recoger durante el angustioso término de
la detención, el reo lograse su impunidad. Para evitar estos males, la
ley deja que el juez se aproveche de cualquiera luz, que por vaga ó
poco extensa que sea, siempre guiará al espíritu, en su marcha de lo
conocido á lo desconocido. Entendemos, por lo visto, que el juicio á
que se refiere la ley, es aquél que está normalizado por la razón, sir-
viendo de instrumento el raciocinio á la reflexión, basado en la expe-
riencia externa del mundo físico y en la interna del mundo moral de
la conciencia.
Como en muchos casos la responsabilidad se presenta demasiado
obscura, haciéndose difícil averiguarla, no siendo dable que en el
término constitucional se encuentre ese enlace ideológico entre la
verdad conocida y la que se busca; tal es la causa por la que basta
para dictar el auto de referencia con un simple indicio con tal de que
sea verosímil, y aun con el simple conocimiento moral quo se tenga
del individuo, no obstante lo incierto y equívoco de esos elementos
probatorios.
Definidos los requisitos exigidos por la ley para poderse decretar el
auto de prisión formal, no nos detendremos mucho para demostrar
que tales atribuciones corresponden á los funcionarios del orden ju-
dicial, según sus respectivas competencias y jurisdicciones. En efec-
to, estando éstas basadas, no sólo en la ley, sino también en la teoría
de la división de los poderes públicos, es claro que al judicial, corres-
pondiéndole perseguir y castigar los delitos, es también á quien co-
rresponde por medio de los jueces respectivos, decretar la prisión de
referencia, en la forma y con los requisitos que tenemos indicados.
No conociendo, en tal virtud; las autoridades administrativas de
sino únicamente las faltas, es claro que no les corresponde dictar
ningún auto de prisión formal, ni aun cuando procedan, con el carác-
ter de miembros de la policía judicial. No ha mucho para los mismos
funcionarios judiciales del orden civil, estaban vigentes las siguien-
tes disposiciones del código del ramo: “Art. 388.— Cuando durante
un juicio civil aparezca un incidente criminal, el juez de los autos
remitirá al del ramo penal las constancias necesarias, originales ó en
copia certificada, para que éste proceda conforme a sus atribuciones”...

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 401

Art. 389: “Cuando el juez del ramo civil, en los casos del artículo
anterior estimare que podrá perjudicarse la administración de justi-
cia por no comenzarse desde luego la averiguación, deberá practicar
las diligencias más urgentes y aún mandar aprehender al inculpado,
pero en ningún caso podrá tomarle su declaración indagatoria ni dic-
tar el auto motivado de prisión.” Por último, en el art. 232 se previene
que, “sólo pueden decretar la prisión preventiva, los jueces del ramo
penal, el que funcione como juez instructor en los jurados de respon-
sabilidad y los menores y de paz, en su caso.” Es decir, hablando de
estos últimos, debe entenderse que la ley se refiere á los foráneos del
Distrito Federal que tienen jurisdicción mixta, aunque limitada.
Últimamente en la ley de Organización Judicial de 9 de Septiem-
bre de 1903, se dice en el art. 39: “Los jueces de lo civil de México,
conocerán en el Partido Judicial del mismo nombre... frac. III: De los
incidentes criminales que surjan en los asuntos civiles de que estén
conociendo, siempre que aquellos tengan necesaria y exacta conexión
con éstos y la pena no exceda de dos años de prisión.—IV. De los
demás asuntos que determinen las leyes.—En los incidentes de que
trata la frac. III de este artículo, los jueces de lo civil tendrán las
facultades que la ley da á los jueces de instrucción, y observarán los
procedimientos que para estos funcionarios determina la misma.”
Siguiendo nuestro estudio en lo relativo al auto de prisión formal,
piensan algunos que, no existiendo en muchos casos una prueba com-
pleta y bastante de la responsabilidad de alguien, y presumiéndose
por la ley que es inocente mientras no se prueba lo contrario, sujetar-
lo á prisión en esas condiciones importa una irreparable violación de
la libertad, que se acentúa más, cuando en el curso del proceso, el
representante de la sociedad, por falta de elementos probatorios, no
ejercita su acción, declara que no existe, que se ha extinguido, ó en
fin, cuando se llega á descubrir que es otra la persona responsable del
delito. Por estos motivos opinan que para evitar esos males, se debe
esperar hasta la sentencia para proceder con toda justicia al aprisiona-
miento; reforzando sus argumentos con el hecho de ser cierto, por
mucho que sea alarmante, el sinnúmero de tardías sentencias
absolutorias.
El sistema, por lo mismo, que proponen, según los principios del
derecho individual, es el más apropiado para que las garantías del
hombre no sufran violencia ninguna. No cabe duda, por lo tanto, que
tal sistema sería el mejor siempre que los ciudadanos hubiesen lle-
gado á ese alto grado de perfectibilidad, para que de una manera vo-
luntaria acatasen los preceptos de la ley, inspirándose siempre en el
sentimiento de que todo mal causado exige una reparación. Desgra-

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402 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ciadamente, y por lo visto especialmente en los delitos que revisten


alguna gravedad, la experiencia acredita que muy lejos de expeditarse
la acción de la justicia, lo común sea que los delincuentes se
substraigan á ella para desviarla después de su objeto todo le que les
es posible.
Los partidarios del orden social, por su parte, no obstante que com-
prenden los inconvenientes y dificultades con que tropieza la liber-
tad individual, frente á la prisión preventiva, dicen, para defender la
conveniencia de ésta, que los acusados, no restringiéndoles su liber-
tad, buscarán la impunidad en la fuga ó pondrán todo género de obs-
táculos para entorpecer la instrucción, haciéndola difícil y hasta
ineficaz; no siendo pocos los casos en que la sociedad resulte vencida
y el criminal victorioso.
Examinadas con detención una y otra de las teorías antes citadas,
hay que convenir que ambas tienen sus defectos; pero, en la necesi-
dad de optar por alguna, aceptamos la de los partidarios del orden
social, por ser indiscutible que, entre dos males, se debe, preferir el
menor. Así, pues, tratándose por una parte de los derechos de la so-
ciedad, y por la otra de los del individuo, es claro que éstos deben
ceder: ante aquéllos, por mucho que importen algún sacrificio.
Las legislaciones modernas, conciliando los efectos de .ambos sis-
temas para que no sufra el orden social, ni tampoco se lastimen los
derechos del individuo, con la restricción de su libertad, tienen in-
troducida en las leyes de procedimientos el sistema de las fianzas y
cauciones para los procesados, garantizando su libertad provisional,
hasta entretanto se declara su inocencia ó culpabilidad.
Decíamos antes, que el auto de prisión formal es la confirmación
del de detención; de modo que al no decretarse en el término cons-
titucional; tal acto se convierte en un delito contra las garantías indi-
viduales. En tal virtud se dice en el artículo constitucional: “El solo
lapso de este término [72 horas], constituye responsable á la autori-
dad que la ordena ó consiente, y á los agentes, ministros, alcaldes ó
carceleros que la ejecuten.” Esta disposición, igualmente está san-
cionada en el cap. 6°, tít. X, lib. III del Código Penal. Debemos hacer
constar que el término de las 72 horas á que nos hemos referido, se
cuenta de momento á momento; desde que el detenido está a dispo-
sición de su juez.
Por su importancia, y por tener relación con el asunto que nos ocupa,
mencionaremos algunos hechos que hemos presenciado en la prácti-
ca; tales son: en un proceso no se dictó el auto de prisión formal, no
obstante que en el término constitucional se hicieron las notificacio-
nes respectivas, como si ese acto hubiese tenido lugar. Consulte nues-

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 403

tra opinión por aquel entonces, sobre si esa omisión importaba una
violación de la garantía constitucional, desde luego opinamos por la
afirmativa, dando por razón, que malamente podía ser motivado y fun-
dado el auto de referencia cuando no tenía existencia, supuesto que
no se había dictado, tanto más, cuanto que el verbo dictar debe enten-
derse en su sentido estricto, es decir: “ir diciendo á otro lo que ha de
escribir; pronunciar poco á poco las palabras para que alguno tenga
tiempo de escribirlas. Inspirar, sugerir, ordenar, mandar, disponer, acon-
sejar, advertir, amonestar, enseñar, prevenir ó avisar, según el caso,
etc.;” requisitos todos que no se cumplieron en el hecho á que nos
referimos, el cual nos lleva á otras consideraciones. ¿Qué sucede, por
el contrario, cuando el auto de prisión formal se ha dictado, pero en
cambio no se notifica? Es evidente que en este caso la falta de notifi-
cación equivale á que el auto no se hubiese dictado, incurriéndose en
las mismas responsabilidades á que antes nos referíamos. Se puede
objetar, que comprobado el cuerpo del delito, y aun la responsabili-
dad del procesado, sería escandaloso que sólo por la falta de notifica-
ción y por la obligación en que están las autoridades para poner en
libertad en estas condiciones al reo, el delito quedara impune. Igual-
mente se puede decir, que no habiendo sido el reo juzgado ni sen-
tenciado y habiéndosele puesto en libertad por el motivo expresado,
se le debe aprehender de nuevo a efecto de continuar la averiguación.
Nosotros pensamos que ese procedimiento sería absurdo, haciéndo-
se ilusoria la garantía constitucional, la que precisamente: exige que
al expirar las 72 horas se dicte el auto en que se prolonga la detención.
No faltan algunos también que piensen que dictado el auto de formal
prisión, por un delito determinado, precisamente fundado en él, se
debe ejercitar la acción pública. Se da por razón para tan extraño argu-
mento, que de no ser así, el reo quedará sin defensa; una vez, que no
habiendo rendido sus pruebas, la acusación se puede formular libre-
mente con perjuicio del mismo. Diremos en contestación, que aparte
de que el auto de prisión formal no causa estado, teniendo por objeto
únicamente el aseguramiento del reo para el éxito de la instrucción,
y no siendo ésta secreta, desde el nombramiento de defensor, éste,
como el mismo reo, se pueden ir enterando de los delitos que se
vayan averiguando, preparando al mismo tiempo sus descargos y de-
fensas. También se ha pretendido, que en el curso de la instrucción,
se dicten tantos autos de prisión formal, cuantos son los delitos que
se persiguen. Estas pretensiones embarazosas de por sí, pecan por
innecesarias, supuesto que como tenemos dicho, la restricción de la
libertad en estas condiciones, sólo es una medida provisional ó un
medio auxiliador para el esclarecimiento de la verdad. Por último, se

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404 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

dice, que al no dictarse tantos autos cuantos son los delitos que se
presumen cometidos, importa el que no se pueda recurrir contra aque-
llos que no se consienten. Este argumento, como los otros, no des-
cansa en nada sólido, pues si un delito por sí sólo basta para restringir
la libertad, y si en la sentencia se condena por uno no cometido ó en
el que no hay prueba de su perpetración, y por último, si contra estos
fallos se puede recurrir ante los tribunales superiores, no hay razón
para que tenga fundamento el argumento que de contrario se aduce.
*
**

En la parte final del artículo constitucional, se agrega que “todo mal


tratamiento en la aprehensión ó en las prisiones, toda molestia que
se infiera sin motivo legal, toda gabela ó contribución en las cárceles,
es un abuso que deben corregir las leyes y castigar severamente las
autoridades.”
En las instituciones romanas vigentes por el año 465-289, se puede
ver que entre las facultades concedidas á los cónsules, se contaba la
de nombrar á los triunviros capitales tres veri capitales, los que tenían
á su cargo la inspección de las prisiones públicas, siendo más tarde
elegidos los mismos por el pueblo como magistrados menores. En el
año 320, Constantino I, prescribió por primera vez, que se tratase
humanamente á los presos, refiriéndose esta disposición, en primer
término, á los procesados que estaban en prisión provisional y separa-
dos por lo mismo de aquéllos reclusos que ya estuviesen sufriendo
una verdadera pena. En esta época también es cuando se estableció la
separación de sexos, el encadenamiento sin torturas innecesarias; la
facultad, hasta cierto punto, de moverse en la cárcel externa y el pago
por el Erario del coste de sostenimiento de los presos notablemente
pobres. El historiador Mommsen, escribiendo sobre el particular, dice:
“Difícilmente fue más lejos la legislación, pues aun las disposiciones
mencionadas, es seguro que sólo se aplicaron de un modo incomple-
to. Regularmente, aun en el caso de estar mandado hacer uso de las
ligaduras, se desataban éstas durante el proceso, pero acontecía a
veces lo contrario.”
Sin hablar del sistema carcelario de la Época Feudal, supuesto que
con tantos horrores nos lo pinta la Historia, veamos cuál era el que
regía en, la legislación española; si debiendo decir, que durante la
anarquía feudal, del pueblo ibérico, según las leyes XV, tit. 29, part. 7ª
y I, III, tit. 35, lib. V de la Novísima Recopilación, se castigaba con la
pena de muerte al particular que por su propia autoridad hiciere cár-
cel, cepo ó cadena, reputándose esos hechos como delitos de lesa

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 405

magestad. En la ley IV, tit. 29, part. 7ª, se previno cómo debían ser
tratados los individuos que fueran conducidos á la cárcel, prohibién-
dose que se les insultase ó sufriesen violencia, excusándolos en lo
posible de cualquiera afrenta. En general, se puede decir, que las
leyes posteriores á las citadas, tendieron al mismo fin de que los
presos fuesen tratados con toda humanidad; estableciéndose el prin-
cipio de que las cárceles se establecen para guardar á los presos, y no
para castigarlos.
Desde muy lejanos tiempos, pues, el legislador fijó su atención en
la conveniencia de que los presos estuviesen separados según su sexo,
educación, y condiciones sociales, á efecto de que no fuesen ator-
mentados por otros, ni se infeccionasen con la presencia y con los
hábitos de los más degradados y perversos; señalándose igualmente,
local especial para los menores de edad, por ser éstos, subsceptibles
de volver al buen camino de la virtud y el bien. Desgraciadamente,
muchas de estas disposiciones no se hicieron efectivas en la práctica,
resultando que las cárceles, muy lejos de llenar su objeto, en la mayo-
ría de casos no servían más que para corromper al individuo, entorpe-
cerle y enervarle sus facultades á fuerza de no usarlas; ó alimentándole
un odio á la sociedad para lanzarse de nuevo en la senda del crimen,
por tener pervertidos todos sus sentimientos.
En otras ocasiones se hacían sufrir mil penas desconocidas, hacien-
do difícil ó imposible el arrepentimiento, dando lugar á todas las
perversiones para no ver en la justicia sino una enemiga de sus pasio-
nes provocadas de instante en instante, por las agresiones brutales
de carceleros sin corazón y sin conciencia.
Por orden de 24 de Abril de 1823, se mandó que fuesen demolidos
los calabozos angostos, dándoles las comodidades y limpieza con-
venientes para que los presos no sufriesen en su salud. Posterior-
mente, en la ley de 27 de Enero de 1840, y las Bases de organización
política de 12 de Junio de 1843, respectivamente, se mandó que las
cárceles fuesen reformadas, debiendo tener los departamentos ne-
cesarios para los detenidos, presos, incomunicados y sentenciados, lo
mismo que para aquéllos que teniendo un arte ú oficio pudiesen ejer-
cerlo, atendiendo así á su subsistencia. Estas reformas parecían que
debieran haber hecho que las cárceles sólo fuesen lugares de seguri-
dad y no de tormento; sin embargo, poco se había adelantado, su-
puesto que no faltaron medios para que los reos sufriesen todo género
de molestias, principalmente cuando se trataba de arrancarles la con-
fesión de su delito, no obstante ser ésta nula desde que se dictaron
las leyes del título 30 de la partida 7ª. Se puede afirmar, que ni aun
vigente el precepto constitucional, se corrigieron prontamente los

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406 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

innumerables abusos de los que miraban á los reos como seres indig-
nos de alguna consideración. Ha sido necesario emplear un trabajo
civilizador, ayudado por el tiempo, para que al criminal no se le vea ya
como si fuera un animal dañino despojado de su personalidad; consi-
derándolo al presente el derecho moderno como un ser que aunque
caído y mereciendo castigo, siempre es un hombre, que no por el
delito pierde su carácter de tal.
La experiencia acredita que las molestias y los malos tratamientos
en las prisiones, sublevan el ánimo de los presos y los irritan, siendo
la consecuencia que, muy lejos de regenerarse con el castigo, se sien-
ten predispuestos para la reincidencia ó para cometer crímenes más
graves; observándose, por el contrario, cuando se cumple con el pre-
cepto constitucional, que se despiertan en ellos los buenos senti-
mientos. Se puede decir, pues, que aunque es legítimo el horror que
se siente por el delito cometido, esto no autoriza para desconocer la
dignidad de la naturaleza humana, supuesto que, aunque esté degra-
dada por el crimen, no por tal motivo, el hombre deja de formar parte
de la humanidad. Además, es indiscutible que los malos tratamien-
tos acaban por endurecer los corazones, perdiendo la pena su eficacia:
tal es la razón por la que, obedeciendo el legislador á la conciencia
pública y teniendo en cuenta la de los mismos reos, rechazan toda
idea y sentimiento que pudieran hacer que no se les viese como per-
sonas; pensándose muy acertadamente cuando se afirma que, si el
delito modifica la naturaleza de los reos, en ningún concepto se la
suprime.
Pasando á otras consideraciones, diremos que en la parte final del
art. 233 del Código de Procedimientos Penales, se previene que, “tan
luego como sea dictado el auto de prisión preventiva contra alguna
persona, se procederá para asegurar su identidad á retratarlo y a tomar
sus medidas antropométricas conforme al procedimiento de Bertilón,
cuando quede establecido este servicio;” haciéndose lo mismo, con-
forme al art. 453, para otorgarse á algún procesado su libertad caución.
Establecido ya el sistema mencionado, se ha discutido si él importa
una molestia sin motivo legal, y, sobre todo, inferida antes de que
haya recaído una sentencia condenatoria, y cuando aún se presume
que el acusado es inocente. Para dar contestación a la observación
que nos hacemos, hay que recordar que el sistema que nos ocupa, fue
organizado en la Prefectura de París para demostrar la identidad de
los detenidos que usan nombres supuestos. Pensamos, por lo tanto,
pero siempre dejando á salvo mejores juicios, que si el presunto cul-
pable esta completamente identificado, no hay razón para que se le
sujete á un procedimiento, que hemos podido observar, hiere más

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CAP. VII.— DEL TERMINO DE LA DETENCION 407

que una dilatada prisión. En otro sentido: no encontramos razón fun-


dada ninguna para que se proceda á tomarles sus medidas á los dete-
nidos, cuando aún no se sabe si son culpables. Si esto, pues, se tiene
que resolver en la sentencia y el reo ha resultado identificado por
otros medios, siempre veremos el sistema como una molestia inferi-
da en momento que no son estrictamente necesarios y en muchos
casos contra personas que pueden resultar inocentes.
Para terminar el asunto que nos ocupa, agregaremos, que según el
artículo constitucional, “toda gabela ó contribución en las cárceles,
es un abuso que deben corregir las leyes y castigar severamente las
autoridades.” No se ha descuidado el cumplimiento de tan impor-
tante disposición, teniendo especial empeño las autoridades guber-
nativas y las juntas de vigilancias de cárceles, para poner límites á los
abusos que antes en ellas se cometían. No faltan tampoco leyes y
reglamentos para prevenir los males posibles. Desgraciadamente,
aunque se ha llegado á conseguir que en las prisiones no se cobren
contribuciones, no se han podido extirpar por completo otros tráficos
escandalosos de los que son víctimas muchos de los detenidos ó
sentenciados, prefiriendo sufrir mejor en su patrimonio, antes que
malquistarse con los presidentes ó carceleros de los distintos depar-
tamentos. Así se explica que muchos de ellos, después de una conde-
na más ó menos larga, ó de permanecer en un puesto de esta
naturaleza, obtienen un patrimonio producto de una explotación vi-
ciosa ó criminal. Fatalmente estos males no siempre se pueden co-
rregir, porque los mismos presos, por las mismas franquicias que
reciben, son los primeros en encubrirlos, mientras que otros por te-
mor de empeorar su situación, no se atreven a denunciarlos. Sin em-
bargo, mucho se ha adelantado en los sistemas carcelarios con el
nombramiento de directores probos y honrados, y más se adelantará
cuando por ningún motivo sean seducidos por el interés, las influen-
cias y otras tantas causas con las cuales pueden ser halagados.

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CAPITULO VIII
DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO EN EL JUICIO CRIMINAL

Artículo 20.— En todo juicio criminal el


acusado tendrá las siguientes garantías:
I. Que se le haga saber el motivo del
procedimiento y el nombre del acusador si
lo hubiere.
II. Que se le tome su declaración prepa-
ratoria dentro de cuarenta y ocho horas,
contadas desde que esté á disposición de
su juez.
III. Que se le caree con los testigos que
depongan en su contra.
IV. Que se le faciliten los datos que ne-
cesite y consten en el proceso, para prepa-
rar sus descargos.
V. Que se le oiga en defensa por sí ó por
persona de su confianza ó por ambos, se-
gún su voluntad. En caso de no tener
quien lo defienda, se le presentará lista de
los defensores de oficio, para que elija el
que ó los que le convengan.

Se ha dicho, y con razón, que no basta que una sentencia sea justa
sino también que al dictarse se hayan seguido en el proceso todas las
normas del procedimiento, teniendo éstas decidida influencia para
que el acusado disfrute de las garantías á que se refiere el artículo
constitucional, y que tan indispensables son para el esclarecimiento
de la verdad, y para que los derechos de los presuntos culpables no
sean violentados ó heridos.
Sabido es todo el vacío y todas las incertidumbres que en la con-
ciencia de los hombres del pasado dejaban el juicio de Dios, las

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410 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Ordalias, las compensaciones, el fuego, el agua de los Hebreos y la can-


tidad de la pena según la de la prueba, etc.,etc.
En otros tiempos, relativamente adelantados, quedó establecido el
sistema inquisitorio, el cual adolecía del defecto de que, por regla
general, se buscaba, antes que una convicción íntima de la culpabili-
dad, elementos que sirviesen para el seguro éxito de una condena: á
este fin se practicaban las diligencias judiciales en el más profundo
secreto, sin saberse, en muchas ocasiones, quién era el acusador ni
cuál el delito cometido, siendo lo más grave, que antes que éste se
hubiese averiguado, ya al reo se le había restringido su libertad, em-
pleándose para con él tormentos y torturas para hacerle confesar, en
no pocos casos, delitos imaginarios, lo cual era preferible á los marti-
rios puestos en juego para juzgarlo; y más, cuando era casi imposible
que en el sumario contase con una defensa oportuna que lo librase de
los dolores y penalidades usados en la práctica. En el Derecho Penal
Romano fueron conocidas dos formas fundamentales para el procedi-
miento, siendo éstas el juicio arbitral y el inquisitorio: por el primero,
se resolvían las contiendas entre los particulares, requiriendo nece-
sariamente la ley la existencia de las partes, fallándose el asunto, bien
por jueces profesionales ó bien por el jurado. Otras veces los tribuna-
les procedían de oficio á la instrucción del proceso, sin excitación
ajena, no habiendo en el sentido jurídico más que un representante
de la comunidad frente á frente del acusado.
En otro sentido, el enjuiciamiento revistió la forma de la interven-
ción de oficio, ó sea la cognitio; y posteriormente la de la inculpación ó
acussatio: en el primer caso, el proceso lo instruía un magistrado, en
nombre y representación del Estado, formulando él la acusación; en el
segundo, ésta última función, la podía ejercer libremente cualquier
particular, y, aunque tenía un carácter público, quedaba limitada al caso
concreto de que se tratase. Es de notar que en el procedimiento por
cognision, no se seguían ningunas formalidades legales, siendo esta
circunstancia de la que dependía su principio esencial; la ley, por lo
tanto, no señalaba ninguna regla exacta para la apertura del juicio y su
conclusión, pudiéndose sobreserer y abandonar la causa en todo mo-
mento como abrirla de nuevo, no pudiendo negarse el acusado á dar
contestación al interrogatorio, admitiéndose testimonios sin limita-
ción ninguna, lo mismo que denuncias anticipadas por cualquier con-
ducto que se hiciesen. Por último, si la defensa tenía lugar, tal acto se
apoyaba, más bien en la costumbre de dejar oír al acusado, por si ó por
tercera persona, que como el reconocimiento de un derecho, supuesto
que la defensa se consideraba como una concesión permitida hasta
donde lo consentía el magistrado que verificaba la inquisición.

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 411

El sistema acusatorio se puso en vigor en el siglo último de la Repú-


blica, con motivo de las tendencias democráticas de los tribunos, y
principalmente, con el fin de ponerles trabas á los derechos de los
magistrados cuando intervenían en los procesos por delitos políticos.
Este procedimiento tuvo la consecuencia de que se les privase de las
facultades de instruir las causas, las cuales se les concedieron al re-
presentante de la comunidad que era quien pronunciaba las senten-
cias, ya cuando figuraba como presidente dentro de la capital de un
collegium en el juicio por jurados; en el que intervenían los cónsules
y el senado ó cuando resolvía personalmente sobre la responsabili-
dad del procesado, previo el nombramiento de un concilium que le
daba su dictamen. Esta nueva concepción del derecho inspirada en el
procedimiento privado, hizo que se fijara con exactitud cuál era la
acción deducida al modo de la litils-contestación del derecho civil
castigándose al que hacía mal uso de las facultades concedidas por la
ley, del mismo modo que á aquél que en la acción privada formulaba
una acusación calumniosa.
En épocas posteriores se admitieron en el enjuiciamiento, tanto de
la forma de la cognision como la de la acusación, predominando la
primera, por la obligación en que estaba el Estado de perseguir
penalmente á los responsables de los delitos; empleándose la se-
gunda para aquellos hechos excluidos por la ley y como un medio de
corrección, para convertir al denunciante en acusador.
La legislación española, al principio aceptó las dos formas indica-
das, predominando la inquisitoria como heredera legítima de la idea
que por entonces se tenía del delincuente.
Hecha la anterior exposición, ya podemos entrar al estudio del
artículo constitucional, á cuyo efecto diremos que, si nos atenemos
estrictamente á lo que en el tecnicismo jurídico se entiende por
juicio, habría que reconocer indispensablemente que ya ante el jura-
do ó ante los jueces de hecho y de derecho, aquél se abriría con la
calificación del delito, la acusación y la defensa, en cuyas condiciones,
y hasta ese momento, seria cuando el acusado gozase de los derechos
que se le garantizan. No es necesario discurrir mucho para compren-
der que, aunque en el artículo constitucional se habla de juicio, las
garantías deben entenderse, tanto para gozar de ellas durante la ins-
trucción, ó dentro del juicio mismo. Al decirse, por lo visto, que el
acusado tendrá las garantías á que se refiere el art. 20, y por más que
sea demasiado claro lo que se quiso decir, debe entenderse que tales
garantías se refieren al acusado durante la averiguación, y respectiva-
mente hasta que la sentencia cause ejecutoria, pudiendo hacer uso
de ellas, según lo permitan las leyes del procedimiento.

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412 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Como es fácil ver y á efecto de que no sean ilusorias las garantías


que debe tener el acusado, es indispensable que en la instrucción no
se preparen únicamente los elementos probatorios de la responsabi-
lidad, haciendo intencionalmente infructuosos los esfuerzos, de la
defensa para los descargos; en tal virtud, debe el juez fijar toda su
atención para poner en claro el hecho delictuoso con todas sus cir-
cunstancias, aspirando siempre á formarse una convicción firme de la
verdad, una vez que cualquiera preocupación ó prejuicio puede signi-
ficar un agravio para el acusado. Por tales motivos, se previene en el
artículo constitucional que se haga saber al mismo, la causa del pro-
cedimiento y el nombre del acusador, si lo hubiere, supuesto que,
cuando éste no existe, la incoación del procedimiento es de oficio.
Debemos advertir, que para la imposición de la pena, no debe enten-
derse como acusador al querellante, al denunciante ó al ofendido,
sino al representante de la sociedad que es el encargado por la ley
para ejercitar la acción pública en nombre de la sociedad, siendo los
otros únicamente, partes coadyuvantes para auxiliar á la administra-
ción de justicia, por mucho que algunos de ellos sean en quien se ha
realizado la violación de la ley.
En lo referente á que al reo se le tome su declaración preparatoria
dentro de las 24 horas, contadas desde que esté á disposición de su
juez, todas las legislaciones están de acuerdo en que este acto tenga
lugar lo más pronto posible; ya para que el reo sepa la causa de su
detención, para que el juez pueda tomar el hilo de sus investigacio-
nes, ó ya porque del exámen resulte que no hay razón para que el
individuo sea inculpado, se desvanezcan los datos que sirvieron para
la detención, no merezca pena corporal, esté en condiciones de que
desde luego se le otorgue su libertad provisional, ó en fin, porque por
error se le haya aprehendido y detenido, etc. Se explica lo perentorio
del término indicado, por el hecho de que, aunque la ley dá al concep-
to de la detención el carácter de simple custodia y no de pena, siem-
pre importa una molestia, que aunque necesaria, se convierte en un
exceso injustificable, cuando no se toma la declaración en el término
prescripto por la ley; debiendo ser la garantía de que hablamos más
respetada cuanto mayor sea la estimación que se deba á las libertades
del hombre en una sociedad civil: además, no es bastante con que al
acusado se le tome su declaración preparatoria dentro del término
indicado; por lo que, ya que ella es la piedra de toque, como si dijéra-
mos, de la instrucción, el juez, por tal motivo, debe proceder al exámen
siempre con demasiada circunspección, sin acudir en sus
interrogatorios á argucias, reprobadas artes, ó preguntas sugestivas,
que no hacen más que engendrar la desconfianza por la justicia oca-

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 413

sionando el descrédito de los jueces. Es un error también pretender


desde el primer momento, obtener el esclarecimiento de la respon-
sabilidad criminal, arrancar confesiones por medio de medidas coac-
tivas, sólo propias del régimen inquisitorial. La más sagrada misión,
por lo tanto, del juez, al tomar declaración preparatoria, se reduce á
averiguar los hechos del sumario, debiendo dirigir al procesado pre-
guntas hábiles que faciliten aclarar el fondo de su intención, para que
el por sí mismo, conociendo su culpa procure atenuarla con una con-
fesión franca que le sirva como lenitivo moral para desahogo de su
conciencia. Cualquiera otra medida opuesta á la discreción y buen
criterio judicial, como la aspiración de conseguir éxitos efímeros, el
crédito profesional y hasta una mejor posición en las funciones, han
conducido á no pocos jueces al extremo de tomar declaraciones pre-
paratorias, de un modo tal, que no son otra cosa que una lucha des-
igual, en que siempre la peor parte toca al delincuente con agravio de
sus derechos, dándose por contentos si terminan prontamente un
proceso, y más si logran una condena, aunque esto sea con despresti-
gio de la ley.
Ya dijimos anteriormente, cuáles son los requisitos exigidos por la
ley procesal, para tomar la declaración preparatoria.
Entre los elementos probatorios que se pueden traer al proceso,
figuran las declaraciones de los testigos, razón por la cual nos ocu-
paremos de este punto por lo que ellas importan, para los anteceden-
tes del delito, á las circunstancias que concurren en su perpetración,
y á los móviles que impulsaron al delincuente. Esta tarea tan indis-
pensable para el esclarecimiento de la verdad, también debe ocupar
la atención del juez; una vez que los más mínimos detalles pueden
influir poderosamente en la suerte del acusado para que se excluya,
atenúe ó agrave su responsabilidad; no descuidándose tampoco que
los testigos no siempre se producen con verdad, y aunque así fuera,
no es posible juzgar á priori de que su testimonio sea falso ó verdade-
ro, supuesto que pueden declarar por temor, interés, por estar enga-
ñados, porque quieran mentir, por alguna sobreexcitación causada
por la misma gravedad del hecho sobre que deponen, por su grado de
cultura, por abatimiento de su espíritu, ó en fin, por cualquiera otra
causa; todo lo cual hace fundar la necesidad, para la mejor garantía de
los derechos del acusado, que esos testigos se careen con éste, lo-
grando el juez apreciar de un modo mejor, las diferencias de las de-
claraciones, mediante su exámen en conjunto y aisladamente cosa
cuya calificación principalmente á él queda confinada.
El careo, por lo visto, del acusado, con los testigos que deponen en
su contra, reviste un doble aspecto: hace en primer lugar, que se fije

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414 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

el hecho con más exactitud, aclarándose muchas circunstancias que


en las declaraciones pudieran pasar desapercibidas; y en segundo,
que los testimonios contradictorios pueden ser sometidos á un tra-
bajo de depuración, á fin de determinar la veracidad de cada uno y el
motivo de la tergiversación de la verdad.
En el cap. IX del tít. 2° del Código de Procedimientos Penales, se
establecen las reglas á las que se deben sujetar los careos de los
testigos entre sí y con el procesado, ó de aquéllos y éste con el ofendi-
do, fijándose el modo, tiempo y requisitos como esa diligencia debe
tener lugar.
Ya dejamos dicho, que como en materia penal no se pueden poner
obstáculos para el descubrimiento de la verdad, sería absurdo que al
menos en un período de la instrucción, únicamente al juez y al ofen-
dido les sea permitido procurarse libremente las pruebas de cargo,
negándose al acusado el que rinda las de descargo, como acontecía
con el odioso sistema del antiguo procedimiento en que existía el
sumario y el plenario, abriéndose éste, por regla general, cuando ya
existían pruebas abrumadoras de la delincuencia, acumuladas en el
silencio, y por lo tanto, muy, trabajosas de destruir, y más cuando por
su propia naturaleza se perdían muchas, no quedando más que las
constancias de lo actuado, en muchas ocasiones no contradichas por
otros elementos. Por tal razón, se reconoce en el artículo constitucio-
nal, como otra de las garantías del acusado “que se le faciliten los
datos para preparar sus descargos.” Esta disposición comprende, tan-
to el derecho de conocer las constancias del proceso, —y sin el cual la
defensa sería inútil por lo tardía,— como también el derecho de ren-
dir las pruebas que sean necesarias para preparar los descargos en
vista del conocimiento del proceso.
Hemos dicho también, que si el delito y la responsabilidad deben
ser legalmente probables con toda prueba, que naturalmente sea ca-
paz de probarlos, la misma razón existe para que al acusado se le
proporcionen los medios para poner sus excepciones, sin que sea da-
ble tampoco que en la averiguación únicamente se le reconociese el
derecho de elegir tal ó cual genero de prueba.
Por tal razón hemos dejado expuesto, que el delito, la responsabili-
dad, las excepciones ó las circunstancias que acompañan á la infrac-
ción de la ley, pueden probarse por todos los medios capaces de
probarlas, sin más limitación que la que nace de la incapacidad natu-
ral para averiguar un hecho dado. Esta libertad para rendir las pruebas
que por una mala inteligencia parece que pugna con el fin de la ins-
trucción, tiene la ventaja que ni el acusado queda á merced del juez ó
del ofendido por no poder elegir otras pruebas que las prescriptas

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 415

para hacer constar su responsabilidad, ni á él tampoco se le autoriza á


gozar, de la garantía de la impunidad, por la facilidad de poder desvir-
tuar las recogidas por los primeros, en caso de que no fuesen de su
elección. Buscándose, por lo tanto, en los procesos criminales la ver-
dad substancial, la admisión de las pruebas de cargo y de descargo,
debe ser bajo el régimen de la más completa igualdad para que no se
hieran, ni los derechos de la sociedad, ni los del individuo.
Otra de las garantías del acusado, es la de que se le oiga en defensa
por si ó por persona de su confianza, ó por ambas, según su voluntad,
y que en caso de no tener quién lo defienda, se le presente la lista de
los defensores de oficio, para que elija el ó los que le convengan. Es
notable por lo liberal el art. 107 del Código de Procedimientos Pena-
les, en el cual se previene, que “terminado el interrogatorio, —es
decir, después de la declaración preparatoria, —se haga saber al dete-
nido que puede nombrar defensor, y que si no hiciese el nombra-
miento, por no tener persona de su confianza, se le muestre la lista de
los defensores de oficio, para que de entre ellos, elija el que ó los que
quisiere.”
“Tratándose de menores de 14 años, el juez hará el nombramiento,
que subsistirá mientras no haga otro el representante legitimo del
inculpado. Además, se previene en el art.109, que “inmediatamente
después de hecho el nombramiento, para que manifieste si acepta ó
no la defensa, si es lo primero, para que proteste su fiel desempeño, y
si es lo segundo, para que el acusado deposite con toda oportunidad
en otra persona su confianza.”
No se necesita grande esfuerzo para comprender que estos requisi-
tos no obedecen á una simple fórmula, una vez que, lo que se quiere
para que la garantía del acusado sea real y efectiva, es que los benefi-
cios de la defensa se hagan sentir desde el instante mismo que si-
guen á la declaración indagatoria; pues de otro modo, no se explica, ni
conduce á nada, el que se nombre un defensor que en determinado
momento no puede ejercer sus funciones, ni mucho menos, ser opor-
tuno al reo. Es un error, por lo tanto, el de algunas legislaciones que
admiten que después de haberse acumulado todos los elementos
probatorios de cargo, sea cuando la defensa comience á ejercer sus
funciones, dando motivo á que las pruebas por el hecho de ser rendi-
das con demasiada posterioridad, se miren como sospechosas, y más
si tienen que ser apreciadas por el tribunal popular donde esté esta-
blecido. Estos defectos son perjudiciales para el reo, por crear prejui-
cios en su contra, siendo muy comunes en donde el sistema de
enjuiciamiento aún prescribe la confesión con cargos, lo que no es
otra cosa que el funcionario judicial sea juez y parte.

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416 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Hemos dicho arriba, que la misión de la defensa, comienza inme-


diatamente después de la declaración preparatoria; pero su tarea más
difícil tiene lugar durante el juicio, siendo su labor más eficaz á me-
dida que en la instrucción ha acumulado los elementos probatorios
necesarios para los descargos del reo. Si, pues, durante la averigua-
ción es tan necesaria una oportuna defensa, mayores razones existen
para que cuando la acción pública se ha ejercitado, teniendo verificativo
el juicio, el procesado esté asistido de su defensor, no consintiendo la
ley, el que se dicte una sentencia condenatoria con la falta de ese
requisito.
Antes de pasar adelante, debemos decir, que opinan algunos que
siendo la defensa un derecho del acusado puede ser renunciado;
opinando otros que, aunque así sea, y por el hecho de ser un bien que
no puede causar perjuicio, siempre debe tener lugar. Nosotros discu-
rrimos que, dejando la Constitución en libertad al individuo para que
se defienda por sí ó por persona de su confianza, imponerle la defensa
precisamente cuando la ha renunciado, no es otra cosa que faltar al
precepto constitucional, supuesto que el reo no deposita su confian-
za en nadie, haciéndolo el que verifica el nombramiento.
En otro sentido se dice en el precepto constitucional que “cuando
el acusado no tenga quien lo defienda se le presentará lista de los
defensores de oficio, para que elija el que ó los que le convengan.”
Esta disposición á la vez que tiende á que el procesado no se quede
sin defensa, viene á ayudar á aquellos que, por falta de recursos, están
en la imposibilidad de sufragar la remuneración de los servicios pro-
fesionales prestados sin que esto importe el que no estén exentos de
responsabilidad, lo mismo que los particulares, una vez que en el
artículo 115 de la ley procesal se previene que “los defensores son
responsables para con los procesados, de todos los daños y perjuicios
que se les originen por no haber hecho las promociones convenien-
tes, por no haber intentado los recursos que procedían, ó por haberse
desistido ó abandonado los promovidos.” También se dice en el 366,
que “los defensores de oficio pueden excusarse: 1° Cuando inter-
venga un defensor particular; 2° cuando el ofendido ó perjudicado
por el delito lo sea el mismo defensor, su cónyuge, sus parientes en
línea recta sin limitación de grados, ó los colaterales, consanguíneos
ó afines dentro del cuarto grado civil.”
Tratándose del primer punto, basta que el artículo 566 se emplee la
palabra pueden, para que por este hecho no sea estrictamente obliga-
toria la excusa de un defensor cuando interviene en el proceso otro
particular, con tanta mayor razón cuanto que el artículo constitucio-
nal al garantizar que el reo sea defendido por personas de su confian-

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 417

za, ésta necesariamente tiene que comprender ya al defensor particu-


lar, ya al de oficio ó á ambos.
Tratándose de la defensa en juicio ante los jueces de hecho y de
derecho, encontramos en el Código de Procedimientos las siguien-
tes disposiciones que en nuestro concepto merecen ser estudiadas.
Dice el artículo 253: “Devuelta la causa con conclusiones, el juez
citará á una audiencia dentro de tercero día que se verificará, aunque
las partes no concurran. En ella se dará, cuenta de la causa y cada una
de las partes si estuviesen presentes, podrá libremente exponer lo
que á su derecho convenga. Concluida la audiencia el juez pronun-
ciará la parte resolutiva de su fallo.” No encontramos dificultad algu-
na en esta disposición, siempre que las partes, y sobre todo, la defensa,
se remitan, para no asistir á la audiencia, á la justificación de los tribu-
nales; pero sí la vemos muy grave, cuando por causas verdaderamente
fortuitas, el defensor no concurre á la indicada audiencia, lo que im-
plica que el reo se quede sin defensa; no cabiendo más recuerso que
reponer por medio del amparo las cosas al estado que antes tenían;
una vez que la apelación en muchos casos no procede por la poca
intensidad de la pena, y en otros aunque procediera la reposición del
procedimiento, no cabe de oficio. Previniéndose en el artículo 481
del Código citado: “La reposición del procedimiento no se decretará
de oficio, Cuando se pida deberá expresarse el agravio en que se apoya
la petición, no pudiendo alegarse aquel con que la parte agraviada se
hubiere conformado expresamente ó contra el que no se hubiere
intentado el recurso que la ley concede, ó si no hay recurso, si no se
protestó contra dicho agravio en la instancia en que se causó.” Y como
el agravio lo constituye precisamente la falta de defensa en la audien-
cia respectiva, de todas maneras resulta que dados los términos del
artículo citado, nada se puede reclamar, supuesto que reproducida la
acusación del Ministerio Público y debiéndose contestar en este
momento por la defensa, que es lo que constituye el juicio, inconti-
nenti se tiene que dictar la parte resolutiva del fallo.
Tratándose del juicio ante el Jurado, dice el artículo 275 del Código
á que nos venimos refiriendo: “Si el defensor ó la parte civil no quie-
ren concurrir á la audiencia, podrán manifestarlo así expresamente
antes de la celebración ó simplemente dejar de asistir, pues por esta
sola circunstancia se entenderá que renuncian su derecho.
Los defensores de oficio no podrán renunciar la audiencia, sino por
consentimiento del acusado, que éste manifestará al juez verbalmen-
te ó por escrito, haciéndose constar esta circunstancia en el proceso.”
En el artículo 276 se agrega: “Siempre que el defensor manifieste
que no concurrirá á la audiencia ó dejare de asistir á ella, si no es de

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418 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

oficio, el juez lo hará saber al acusado y le presentara la lista de los


defensores de oficio para que elija al que ó los que le convengan. Si
eligiere, será defendido por el electo, si no eligiere ó la elección recae
sobre persona extraña que este ausente ó no aceptase, la audiencia se
celebrara sin defensor.”
Por estas disposiciones se ve que en estos casos se pueden presen-
tar las mismas dificultades que antes hemos mencionado; además
de que la ley supone que es bastante la lectura del proceso durante el
juicio, para que el defensor de oficio pueda con conciencia y jurídica-
mente desempeñar su encargo. Nosotros por experiencia pensamos,
que una defensa hecha en esas condiciones, es decir, sin el estudio
previo del proceso, sin conocer la índole moral del reo, la causa deter-
minante del delito, los móviles que se tuvieron para su consumación
y aun el objeto y fin de tales ó cuales pruebas, necesariamente dicha
defensa tiene que ser imperfecta y defectuosa; pues aunque posible
es que haya defensores que todo lo sepan y todo lo puedan en un
momento dado, esta es la excepción y no la regla general.
Para corregir en lo posible el vicio de que el reo quede sin defensa
cuando ha nombrado un defensor particular y hay temores de que
no concurra á la audiencia, se dice en el artículo que venimos co-
mentando: “Para cumplir con lo prevenido siempre que el defensor
no fuere de oficio y el juez lo estimare conveniente, citará á los
defensores de oficio para que concurran á la audiencia.” Esta dispo-
sición como es fácil comprender, no importa el que el juez tenga la
facultad de imponer al reo, tal ó cual defensor; porque entonces no
sería de su confianza, lo que se quiere es que no por dolo ó malicia
se entorpezca el curso del juicio. Si esto, pues, tiene lugar, la falta de
defensa tiene que ser, la consecuencia forzosa de la propia culpa del
delincuente, pero no sucede lo mismo cuando la ausencia del de-
fensor es debida á un caso fortuito, siendo injusto entonces que se
lleve adelante un juicio sin su asistencia.
Los jueces, por regla general, con el conocimiento que tienen de
los reos, de sus recursos, de la gravedad del delito, de las aptitudes y
capacidades de la defensa y de tantos hechos y circunstancias confia-
das á su discreción, harmonizan las leyes del procedimiento con el
precepto constitucional determinando hasta qué punto es convenien-
te llevar adelante un juicio en las condiciones antes dichas, ó cuando
es preferible diferirlo, á efecto de no causar perjuicios al reo sin causa
justificada.
Hablando en términos generales de los defensores, diremos que
con demasiada frecuencia creen cumplir con su misión cuando tras-
pasan los límites de lo racional y de lo justo salvando á verdaderos

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 419

criminales ó valiéndose de todos los medios que están á su alcance,


con el objeto de desfigurar los hechos ó sorprendiendo á los encarga-
dos de apreciarlos como acontece en los jurados, lo que por estar poco
avezados en la ciencia del derecho, no son pocas las veces que se
dejan seducir, siendo demasiado tarde cuando llegan á comprender
los errores cometidos en sus veredictos. Esas practicas desgraciada-
mente tan comunes en la defensa y más desarrolladas aún á medida
que es mayor su aptitud, es sensible que no se les haya puesto eficaz
remedio, sino que al contrario, produzcan perjudiciales enseñanzas,
que á larga tienen que ocasionar la decadencia del Foro.
Desde muy antiguo se comprendió todos los peligros á que queda
expuesta la sociedad por los abusos de los defensores, dictándose
para corregirlo distintas disposiciones. Vemos en tal virtud que en
España estaba prevenido que la defensa fuere breve y concisa; en
Egipto el acusador podía acusar, y el reo defenderse, pero era necesa-
rio que lo hiciera por escrito; en el Aréopago de Atenas primitivamen-
te se prohibió á los oradores hacer uso de la palabra en defensa de los
reos, permitiéndose más tarde ese derecho á los defensores, pero con
la condición de que no empleasen ninguna digresión, exordio ni nada
que pudiese contribuir á mover los sentimientos; en Roma, con la
introducción de los jueces populares, se originó el funesto abuso de
censurables prácticas consumadas por los oradores, ya cuando defen-
dían ó cuando acusaban, empleándose desde entonces como medios
de defensa, la acción estudiada, los cambios de tono en la voz, el
énfasis en el modo de hablar, las lagrimas, los suspiros, la presencia
de las mujeres y de los hijos de los reos en el lugar del juicio, la
compasión, las humildes súplicas, la superstición, los servicios pres-
tados ó que se podían prestar, la excitación al furor, la lástima en ha-
blar al corazón y no al entendimiento, la substitución de la razón y la
calma por el acaloramiento de una vehemente improvisación, las se-
ducciones de la elocuencia, las narraciones exageradas, el falseamiento
de los hechos, la corrupción de los jueces y otras más causas que
pudiéramos mencionar, cooperando todo para que con demasiada fre-
cuencia en aquellos grandes comicios en que el pueblo se presentaba
como legislador soberano y juez al mismo tiempo, se traicionase á la
justicia.
Otra cosa sucedió cuando el conocimiento de las causas fueron de
la competencia de los pretores y los tribunales; aconteciendo enton-
ces no poderse absolver cuando era necesario condenar, ni disminuir
la pena cuando estaba fijada por la ley. En esta época, necesariamente
tuvieron que refrenarse por esas causas las libertades que anterior-
mente se habían tomado los defensores al cumplir con su encargo.

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420 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Fatalmente, los vicios que hemos mencionado, han producido en to-


dos los tiempos abundantes frutos, al grado de que hoy los veamos,
salvo algunas excepciones, en el desorden que reina en los debates
ante los jueces populares: siendo de desear que á defensor y acusa-
dor, antes de comenzar á hablar, y como dice Arístides Quintil, se les
recordase la ley y se les impusiese silencio luego que se apartasen de
la cuestión.
Guiriati, hablando de los abusos á que nos estamos refiriendo,
transcribe lo escrito por Filangeri, el cual se expresa de la siguiente
manera: “No sé por que se ha de castigar al defensor que trata de
corromper al juez con el dinero, y en cambio se le ha de permitir
seducirle con los rasgos de una elocuencia patética.” El mismo au-
tor, primeramente citado, y hablando del libro de Williams
Montagud, señala el influjo personal que puede adquirir un defen-
sor sobre los jurados, exclamando: “¡Hechos singulares, á menudo
dominan veredictos!” En otro lugar de su obra indica como en defi-
nitiva, la debilidad de los jurados cede á los medios de que los
defensores suelen acudir, la insuficiencia de las precauciones y la
de los resortes legislativos.
Brougham, hablando de los límites de la defensa y de su libertad,
se expresa de la siguiente manera: “Si el solo objeto del defensor es
librar al preso, á todo riesgo, ¿por qué no hacer entonces por él cier-
tas cosas, que el haría si estuviese en libertad? Muchos homicidas
acusados se desembarazarían de un testigo peligroso, si la prisión
no se los impidiese. ¿Por qué entonces no lo habría de hacer el
abogado por él? ¿Porque sería un asesinato? ¿Porque no lo sería? Si
el abogado ha de hacer y decir todo lo que haría y diría el mismo, sin
tener en cuenta la moral, el caso supuesto es ciertamente más es-
candaloso, pero es en principio lo mismo que muchos de los que
ahora pasan... No habría una posición tan degradante que la de dar
en alquiler sus talentos y conocimientos, no importa si es para em-
plearlos en objetos justos, morales ó inmorales. A la verdad ¿por
qué esa ciencia alquilona había de empezar á emplear sus recursos
sólamente durante el juicio, si el único objeto es que el preso esca-
pe? ¿Por qué no tratar de burlar las pesquisas de la policía? ¿Es
solamente porque no se ha pagado el honorario para asegurar el
servicio, y porque tan pronto como el abogado lo tiene en su mano,
tiene derecho de decir como el poeta antiguo: “¿creo que no hay mal
hablar de que resulta ganancia?” Esto no puede ser. Todos hemos
aprendido á venerar á Sócrates, á quien Lord Mansfield llama el
más grande de los abogados; por haber hecho una guerra victoriosa
á los sofistas y haber establecido la ética sobre los principios más

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 421

puros, y ahora se nos convida á sancionar todo, sin consideración á la


moral y á la verdad...”
En tal sentido contrario, el Sr. D. Manuel Pérez de Molina, hablan-
do de los errores judiciales cometidos en contra de los reos, por la
impericia ó falta de práctica de los abogados defensores, se expresa de
la siguiente manera: “Sin ánimo de agraviar á ninguno de mis compa-
ñeros de profesión, no puedo dejar de hacer una observación sobre
este punto.
“En las grandes ciudades, especialmente en Madrid, los jóvenes
Letrados que acaban de recibir la investidura y se dedican al ejercicio
de la abogacía, ganosos de fama y de lauros en el foro, solicitan la
defensa de los reos acusados de graves delitos, cuyos procesos desde
luego se consideran en la categoría de causas célebres, aunque ningu-
na circunstancia relativa al delincuente, al crimen ni á la víctima, jus-
tifique semejante calificación. Procuran estos inexpertas defensores,
hacer alarde de sus conocimientos teóricos y de su elocuencia, escri-
biendo ó perorando, y consiguen ser aplaudidos; pero, faltos de prác-
tica, aunque animados de los mejores deseos, y desconociendo el
mundo y los misterios del corazón humano no siempre saben dete-
nerse á escudriñar en las páginas del proceso, la causa secreta del
delito ó la circunstancia, á veces pequeñísima en apariencia, que, bien
meditada y desenvuelta á la luz de la filosofía y del derecho penal,
podría bastar para la salvación del acusado ó para la atenuación de su
responsabilidad.”
“Oportuno sería, que en los pueblos donde hay colegios de aboga-
dos, no se encomendasen las defensas de reos graves, sino á los que
llevaran diez años de práctica y notoriamente gozasen de buen con-
cepto por su ilustración.”
Estas observaciones, por mucho que sean ventajosas para los delin-
cuentes, no pueden tener aplicación entre nosotros, desde el mo-
mento en que la libertad de la defensa deja al arbitrio del reo, el
derecho de designar para esos fines, á la persona en quien tenga
confianza.
El Dr. Lieber, hablando del abogado, expresa de la siguiente mane-
ra: “El abogado es parte y porción de toda la máquina de administrar
justicia; tanto como el jurado, el juez ó el acusador. Forma una parte
integral de toda combinación llamada juicio, y el sólo objeto del jui-
cio, es hallar la verdad legal, de manera que pueda administrarse jus-
ticia... El abogado es esencialmente un amicus curae; ayuda á hallar la
verdad y para esto es preciso que todo lo que pueda decirse en favor
de su cliente, ó para mitigar la acción de la ley, sea dicho; porque la
parte contraria hace lo opuesto y porque el caso y la ley deben ser

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422 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

vistas para todos lados, antes de que se pronuncie una decisión. El


abogado debe decir, no sólamente lo que su cliente podría decir, si
tuviese la ciencia y pericia necesarias, sino aún más; pero el cliente ó
preso no tiene derecho para decir mentira en su favor, ni el abogado la
tiene para decirla por él.
El mismo autor, recordando al juez Hale, se expresa así: “Los jui-
cios no se han establecido para que los abogados muestren su pericia
ó ganen sus honorarios, ni para que los presos encausados escapen.
Se han establecido como medio de averiguar la verdad é impartir la
justicia; no para promover la injusticia ó la inmoralidad. El deber del
abogado es entonces decir todo lo que sea posible en favor de su
causa ó cliente, aun cuando no tenga muy grande confianza en su
argumento, porque las razones que á él le parezcan débiles pueden
no parecer tales á otros ó pueden contener alguna verdad que modi-
ficará el resultado del todo. Permitirle esto no sería darle indepen-
dencia, sino una posición arbitrariamente privilegiada, tiránica hacía
el resto de la sociedad. Permitir supercherías á toda una profesión ó
pretenderlas en derecho, sería monstruoso. No hay decálogo separa-
do para los abogados, como no lo hay para el rey, el partidario ó el
alguacil.”
En concreto se puede decir, que el objeto de la Constitución al
asegurar las garantías del acusado, es el de borrar el sistema inquisi-
tivo, secreto é inmoral de los sumarios; destruir la ignorancia, la rutia
y la mala fé, que hacían que los procesos fueran interminables; poner
un dique á esas distinciones odiosas entre las pruebas de cargo y de
descargo ó de justificación, lo que no es otra cosa, que el afán de
apurar la criminalidad, prescindiendo de los derechos de la inocen-
cia, y más cuando únicamente con las pruebas materiales, se preten-
de sujetar al espíritu reglas matemáticas ó haciendo de la convicción
un cálculo, si no es que la apreciación de dichas pruebas, queda aban-
donada al criterio de jueces no siempre ilustrados é imparciales.
Por lo que importa á la defensa, diremos en conclusión, que su ob-
jeto es el de comprobar la inocencia, atenuar la culpa, sin pretender la
derrota de la justicia con la protección de la impunidad ó la victoria
contra el derecho.
Creemos, por lo tanto, que el defensor y el acusador cumplirán con
su deber, cuando en un proceso uno y otro busquen la verdad y sólo la
verdad, sin necesidad de vencer la circunstancias imprevistas ni de
realizar grandes empresas por caminos inesperados y tortuosos, de-
seando que el arte de la palabra, se ponga al servicio de los conoci-
mientos extensos y profundos, á efecto de que las defensas, las
requisitorias y las exposiciones sean claras y elegantes, á fin de llevar

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CAP. VIII.— DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO 423

al ánimo la convicción y no el enojo y la fatiga. Creemos también


oportuno decir á la juventud que se dedique al serio estudio de la
jurisprudencia, que los discursos pronunciados en Atenas ó en el
Foro Romano, en favor de los acusados, no tendrían hoy el efecto que
en aquellos tiempos produjeron. No sin razón, dice el sabio
Holtzendorff: “Es necesario decirlo: el ideal de la elocuencia de un
Demóstenes y de un Cicerón ha hecho su camino, porque en materia
política y judicial, por consecuencia de los progresos de la teoría, los
oyentes son cada vez más independientes de los oradores que á ellos
se dirigen. En un tribunal prusiano, la oratoria ciceroniana del aboga-
do sería perjudicial al cliente, y acaso le produciría una llamada al
orden.”
Nosotros por experiencia, y á la vez siguiendo á Tácito, pensamos,
que las malas defensas, por regla general, ejercen influencias perni-
ciosas, y las buenas, en muchos casos, son ineficaces, porque antes de
ser pronunciadas, la opinión está formada. Sin embargo, para cumplir
con el requisito constitucional, y cumplir el defensor con su encargo,
ante todo debe concretarse al exámen metódico de los hechos y al
estudio de las pruebas, analizando con todo escrúpulo los varios esta-
dos del alma del delincuente al consumarse la violación de la ley,
relacionándolo con el conocimiento de la realidad; si así lo hacen, y si
nuestra apreciaciones no son engañosas, creemos que entonces la
verdad quedará comprobada, realzando más y más la fé en la justicia.

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CAPITULO IX
I.— LA APLICACION DE LAS PENAS

Art. 21. — La aplicación de las penas


propiamente tales, es exclusivamente de
la autoridad judicial. La política ó adminis-
trativa sólo podrá imponer como correc-
ción, hasta quinientos pesos de multa ó
hasta un mes de reclusión, en los casos y
modo que expresamente determina la ley.

En la infancia de los pueblos, la primitiva y necesaria forma de la


penalidad fué la venganza de sangre; inspirada en el derecho de
defensa que arranca espontáneamente del instinto de la propia con-
servación, para extenderse luego á la familia y á la tribu; resultando
que el sentimiento de la justicia no fue reclamado por los encarga-
dos del poder, lo que hizo que dicha forma de penalidad se aplicase
sin limitación ni cortapisas. Platón decía: “El verdadero castigo es
la venganza que sigue á la injusticia… el castigo que forma parte de
la justicia, es bello, porque bello es todo lo que es justo. No por lo
expuesto, se debe creer que la venganza se ejercitaba no obstante
sus peligros, sin freno alguno; una vez que lo que se quería expresar
con ella, era la idea moral de que el culpable merecía castigo. Tan es
así, que el mismo filósofo llevado del más ardiente celo porque nin-
gún delito quedase impune, decía: “Si el más próximo pariente no
persigue al homicida, le alcanzará la mancha del crimen y el muerto
volverá contra él su enojo, pudiendo el primer advenedizo acusarle,
debiendo ser condenado al destierro por cinco años, según las dis-
posición de la ley.”
En la antigua Escandinavia, los que no vengaban la muerte de un
amigo ó de un pariente, perdían en seguida la reputación, la que
formaba parte de su principal seguridad. Como era de esperarse,
un derecho tan amplio tenía que corromperse bien pronto, dando

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426 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

motivo á grandes abusos, siendo la justicia el patrimonio del más


fuerte.
Los legisladores, comprendiendo la necesidad de que el Estado
interviniese en la aplicación de las penas, prescribían la obligación de
probar que la venganza se había ejercido legítimamente; previnién-
dose posteriormente que nadie pudiese hacerse justicia por sí, sino
mediante una sentencia de culpabilidad. Á pesar de esta progresiva
evolución de la ley, bastaba que el derecho de que venimos hablando
quedase reconocido en la legislación, para que por su ejercicio, los
individuos, las familias y los pueblos, se mantuviesen en un estado
de agresión continua ó de guerra permanente; siendo la sociedad
impotente para corregir estos males. La iglesia cristiana, con sus ideas
humanitarias y sus sentimientos de mansedumbre y benignidad, lo
mismo que la nobleza con el saludable propósito de poner término ó
al menos de contener los resentimientos que dejaba tras de sí la
venganza idearon y pusieron en práctica, aunque luchando con nu-
merosos obstáculos, el sistema de las composiciones, cuya taza se
graduaba según las circunstancias, siendo acompañadas algunas ve-
ces, de alguna pena corporal, aparte de que en otros casos no tenían
lugar porque la gravedad del delito hacía que en lo absoluto fuese
irredimible.
Se puede afirmar por lo visto, que en la mayoría de los pueblos,
primitivamente la aplicación de las penas quedó encomendada al
propio auxilio por el ejercicio de la justa venganza, teniendo las com-
posiciones la ventaja de haber mitigado la inflexibilidad de la ley del
Talión que era forma de penalidad, y de la cual dice Kant, ser “la de
la igualdad, porque es la que mejor determina la cualidad y la canti-
dad de la pena;” y Spencer “porque supone la igualdad de derechos
entre las personas interesadas, siendo el principio de la primitiva
justicia.” Según la ciencia jurídica de los Romanos, disponiendo el
rey de un poder completo é ilimitado, á él le correspondía originaria-
mente la facultad de imponer las penas por las infracciones del or-
den religioso, militar, civil. Acontecía algunas veces que habiendo
dictado una sentencia por sí mismo, ó por medio de sus delegados,
se recurriese á la comunidad á efecto de que fuese reformada ó revo-
cada; pero para emplear este recurso, era indispensable contar con
su permiso, una vez que todo el procedimiento penal dependía de
su arbitro soberano.
No nos es dable, en los estrechos limites de nuestro trabajo deter-
minar las distintas penas que podían imponer los funcionarios, afir-
mando únicamente que cuando ya se tuvo una idea más perfecta del
delito, de la pena y del procedimiento, el castigo lo imponían los

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 427

magistrados, quedando encomendado al tribunal senatorio consular,


el conocimiento de los asuntos relacionados con el estado de guerra.
Nos ha sido difícil describir con toda exactitud la órbita de las facul-
tades judiciales de los romanos por lo muy complicado de la estruc-
tura del Estado y por los muchos cambios de sus instituciones. Vemos
por lo mismo, durante el Principado, que á los más altos tribunales
libres, se les concedió un poder ilimitado para imponer las penas; en
otro sentido, vemos también que el pueblo concedió el derecho de
vida y muerte á los tribunales quedando en las mismas condiciones
que los magistrados patricios y con las facultades que originariamen-
te tuvieron los cónsules.
Al lado de estos funcionarios existían los magistrados extraordina-
rios, ejerciendo determinadas atribuciones que les eran delegadas
en virtud del Imperium y otros de categoría diversa, entre los que
podemos citar á los censores y á los ediles, los que podían imponer
multas á los ciudadanos, lo mismo que al Pontífice Máximo y á los
sacerdotes.
Sosteniéndose la pesada mole del estado feudal sobre la base de la
servidumbre y el llamado derecho señorial, era de esperarse que los
ciudadanos quedasen expuestos á los malos tratamientos de sus amos,
aplicándoseles por los señores las penas más arbitrarias, una vez que
se les consideraba poco más ó menos como objetos ó mercancías que
se podían trocar, vender ó regalar.
Durante la Edad Media fué introducido en la legislación, el código
bárbaro y ridículo del honor, para resolver por medio del duelo los
agravios entre los hombres nobles y libres.
Según nos enseña Wachter, hasta el siglo XV, en los procesos crimi-
nales, no correspondía al denunciante probar la culpabilidad, sino al
denunciado probar su inocencia. Esta prueba podía hacerse por jura-
mento de la inocencia, para el cual eran precisos testigos
consacramentales que jurasen estar convencidos de que era incapaz
de un perjuicio; si no encontraba á éstos, ó si el acusador los recusaba,
entonces intervenía el juicio de Dios, convirtiéndose el denunciado
en insultado, debiendo lavar el insulto; lo que daba lugar á que los
procesos judiciales, aún los más delicados se decidiesen por los com-
bates singulares, los cuales eran una instancia superior en la cual se
podía apelar de todo fallo judicial, siendo el resultado final que en vez
de la razón para aplicar la pena, se erigía en tribunal á la destreza y á
la fuerza física ó á la astucia , ó en otros términos, á la naturaleza
animal. Más tarde, cuando la nobleza quedó sujeta a la autoridad de
los reyes, sintiéndose el peso del poder central, comenzaron á esta-
blecerse los tribunales de justicia bajo bases mucho más seguras, á

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428 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

efecto de prestar garantías á los ciudadanos; por mucho también que


la administración de justicia no fuese perfecta desde el instante en
que podían ser enagenados los oficios de los jueces y magistrados.
Trayendo á nuestra memoria la Legislación Española, que entre
nosotros estuvo vigente, sólo diremos que la aplicación de las penas
fue encargada á las diversas jurisdicciones que á que pertenecían los
ciudadanos, por el goce de sus distintos fueros y privilegios impo-
niéndolas únicamente los tribunales ordinarios á los desheredados
de todo derecho; siendo de advertir que toda la esfera de la legisla-
ción en la infinita confusión jurídica que nos rodeaba, fué absorbida
hábil y enérgicamente por el derecho canónico de la Iglesia, cual no
contenta con mantener la deshonrosa servidumbre corporal, aún re-
clamaba la del espíritu.
Antes de entrar al estudio del artículo constitucional, debemos
decir que la administración de justicia, es el resumen de la civiliza-
ción de la respectiva época, siendo por lo tanto cierto que en todos los
tiempos, las pasiones y los sentimientos de los hombres han repre-
sentado y representan su papel, siendo esta la causa de que premedi-
tadamente la justicia se convierta en injusticia. Por tales causas
también se puede afirmar que la aplicación de las penas, su intensi-
dad y su barbarie; no han sido una cosa arbitraria, supuesto que han
respondido á una necesidad histórica; por tal motivo siempre el dere-
cho penal será la fatal expresión de la civilización, siendo la pena y los
medios disponibles par hacerla efectiva, el termómetro fiel de la ilus-
tración de los pueblos.
Al estudiar el artículo 5º trataremos con toda amplitud de los moti-
vos que se han tenido para que el supremo poder de, la Federación se
divida para su ejercicio en Ejecutivo, Legislativo y Judicial;
concretándonos por lo, pronto á hacer presente la conveniencia que
el último sea el que aplique la ley, haga prácticos los derechos y obli-
gaciones y castigue los crímenes y delitos. Si los otros poderes tuvie-
ron alguna ingerencia directa en esas atribuciones, y sobre todo, si
pretendieran sujetar á los hombres á la,obediencia, nada tan fácil en-
tonces como el que sufriesen algo en sus libertades por las tenden-
cias políticas que tienen por su propia organización y de las cuales
carece el judicial, cuando el Estado sigue su marcha regular sin que
se entienda cuando se habla de la independencia de los poderes que
cada uno de ellos la tiene en un sentido tan absoluto que se pueda
encerrar dentro de su propio círculo sin mantener entre si relaciones,
sino obrando de concierto para alcanzar un fin común.
La constitución, por lo tanto, al decir que las penas sean exclusi-
vamente aplicadas por la autoridad judicial, no quiso únicamente

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 429

esto, sino también que jueces y magistrados al aplicar la ley se deja-


sen llevar por las influencias de los otros poderes convirtiéndose en
sus ciegos instrumentos, con perjuicio de las garantías de las ciu-
dadanos.
Los señores Buylla y Posada hablando de la indebida ingerencia de
los políticos (no de la política) en la administración justicia se expre-
san en los siguientes términos: “Ayudan á ello á aparte de las causas
generales de educación y de carácter, la dependencia casi absoluta en
que viven funcionarios del orden judicial ante el Poder Ejecutivo, ó
sea ante el Gabinete. Nuestros jueces no constituyen un poder inde-
pendiente, dada su función en el Estado, sino una dependencia del
Ministerio de Gracia y Justicia. A pesar de las limitaciones teóricas
interpuestas á las facultades discrecionales del ministro por la cons-
titución, cuenta ese funcionario con medios poderosos para hacer
que los tribunales no se expresen con independencia de criterio;
sobre todo, en las risibles causas electorales.” El Sr. Salmerón en un
debate en las Cortes, se expresaba en parecidos términos diciendo:
“Es indudable que si la administración de justicia ha de alcanzar la
independencia que requiere por ser función específica é innegable,
igual en importancia que cualquiera otra en el Estado, no puede
cumplir su especial finalidad organizada como hoy lo está,como una
dependencia ú oficina del Poder Ejecutivo. Su jefe no debe ser nun-
ca el miembro del Gabinete, que por razones de la política circuns-
tancial en que obra, no tiene otro remedio sino influir
perniciosamente en la marcha de la administración.”
Se comprende que los señores citados se refieren á España; por lo
que á nosotros toca, y á cualquiera sociedad bien organizada, la ne-
cesidad de librarnos de cualquiera violencia es la que nos ha obliga-
do á organizar un poder encargado de la aplicación de la ley y de las
penas, una vez que el orden social se mantiene por la primera, de-
pendiendo la segunda en lo relativo á su fuerza ó debilidad de la
sanción que le dan los tribunales. Es evidente, en tal concepto que
quitar esta facultad con la ingerencia de los otros poderes, no sería
otra cosa que una perturbación del orden social, haciéndose iluso-
rio el propósito de obtener justicia y protección que es lo que ha
determinado la organización del poder judicial. Con sobrada razón
el canciller Kent y el juez Story, dicen: “Todo gobierno es en su
esencia inseguro e impropio para un pueblo libre, cuando el depar-
tamento judiciario no existe con poderes coexistentes con el
Legislatitvo. En donde no hay departamento judiciario que inter-
prete, pronuncie y aplique la ley, que decida las controversias y haga
efectivos los derechos, ó el gobierno tiene que perecer por su propia

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430 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

imbecilidad ó los otros departamentos tienen qué usurpar poderes


para el objeto de hacerse obedecer, destruyendo la libertad.
“La libertad de los que gobiernan vendría á ser en tales circunstan-

cias, absoluta y despótica, y nada importa entonces que el poder esté


en manos de un sólo tirano ó en los de una asamblea de tiranos.”
Se comprende por lo expuesto, que si se quiere que los derechos de
los ciudadanos sean protegidos y castigados los autores de los críme-
nes y delitos, la necesidad absoluta de que esas funciones queden
encomendadas á la autoridad judicial, pues de no ser así, los dere-
chos del hombre serían con frecuencia burlados, una vez que, como
dice Montesquie: “Donde el Poder Judiciario no esta separado el
Ejecutivo y el Legislativo no hay libertad.”
Pasemos ahora á dar aunque sea una simple idea de lo que en sí
constituyen las penas. En el sentido primitivo, griego ó latino, la pala-
bra pena significaba compensación é indemnización material; repu-
tándose el delito como un simple perjuicio; de análoga manera piensa
Lombroso en su obra “El Hombre Criminal” y Lubbok en la suya “El
Origen de la Civilización,” siendo del mismo sentir el Dr. Le Bon, en
su tratado “El Hombre y la Sociedad.” En el siglo XVIII el filósofo
alemán Schulz, decia: “Toda vez que no hay libertad, todas las penas
que tienen por objeto el castigo son injustas, sobre todo, la pena
capital; todas deben ser remplazadas por la reparacón y la reforma.”
Agregando Spencer que: “las agresiones directas son formas de ac-
ciones desiguales.” Fouillée, inspirándose en las teorías de este filó-
sofo, afirma igualmente que el fundamento de la penalidad es única y
exclusivamente el derecho de reparación que consiste en volver las
cosas al estado anterior y restablecer la justicia entre los hombres.
Otros tratadistas dicen, que si bien es cierto que las anteriores teo-
rías satisfacen por completo á los principios de la justicia civil, no
sucede lo mismo con la vindicativa, por no resisitir á las teorías del
derecho penal, comprobando su tesis con el hecho de que no todos
los delitos admiten reparación, por mucho que sí quepa la .responsa-
bilidad civil y el pago de los daños y perjuicios derivados de la viola-
ción de algún derecho. Issot en su tratado sobre el Derecho Penal,
dice que “la justicia exige una exacta proporción entre el delito y la
pena.”
Son muchas las teorías y doctrinas que se tienen sobre la pena, por
lo cual aceptando la definición en su acepción más lata, diremos con
el Sr. Molina, “que es todo disgusto moral ó material, que el indivi-
duo experimenta como consecuencia inmediata de una causa fortui-
ta, ó bien como expiación á que la sociedad le condena por haber
ejecutado un hecho perjudicial y prohibido. Pueden ser materia de

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 431

castigo, no solamente los bienes materiales del individuo, sino tam-


bién los derechos sociales, civiles y políticos que disfruta; de manera
que la pena puede consisitir, tanto en la imposición de un mal, como en
la privación de un bien, supuesto que de ambas causas resulta el dis-
gusto físico y moral, que es lo que constituye la realidad del castigo.” A
lo dicho agregaremos, que, siendo una verdad reconocida que la misión
de la justicia social, es mantener el orden con la protección de los dere-
chos individuales, y siendo el delito una violación del deber social, de
aquí depende que las verdaderas penas tengan que ser la demostración
evidente del poder coactivo ejercido por el Estado para reprimir los
delitos, debiendo tener las cualidades que pasamos á indicar, para que
llenen su objeto; tales son: la personalidad, la igualdad, la divisibilidad,
la certeza, la analogía y la popularidad. Exigiendo otros autores el que
sean comensurables, reparables, remisibles, ejemplares, reformadoras,
económicas, supresoras del poder de dañar, instructivas y
tranquilizadoras; requisitos todos indispensables para que se haga pal-
pable la justicia y moralidad del castigo.
En nuestra legislación penal se han llenado todos estos requisitos,
manifestándose claro el deseo del legislador de armonizar el castigo
con la intimidación, la ejemplaridad y la corrección salvo sea dicho
respecto á la pena de muerte, la que está muy lejos de reunir para su
aplicación tales condiciones. Diremos, por último, que la materia de la
pena ó sea los medios con que el derecho obra para castigar los delitos,
recaen en nuestro ,sistema penal sobre la vida del reo, sobre su liber-
tad, su propiedad y su honor, clasificándose en el Código Penal, desde
el más grave hasta aquellos que ameritan únicamente una reprensión
privada.
Como es de suponer, no es bastante .para la seguridad de los indivi-
duos, el que las penas las apliquen los tribunales, sino que también es
necesario que lo sean exactamente en los términos del artículo 14 cons-
titucional. Diremos por último, que según el artículo 1° del Código de
Procedimientos Penales, la facultad de declarar que un hecho es ó no
delito, corresponde exclusivamente á los tribunales, tocando á ellos
también exclusivamente declarar la inocencia y la culpabilidad de las
personas y aplicar las penas que las leyes señalan.
*
**

Se preceptúa además en el artículo constitucional “que la autoridad


política ó administrativa sólo podrá imponer como corrección hasta
quinientos pesos de multa ó hasta un mes de reclusión en los casos
que expresamente determina la ley.”

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432 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Si bien se examinan esas penas, la primera por el carácter privativo


que tiene de la propiedad, y la otra, por el aflictivo y doloroso con que
en la actualidad se ejecuta por la falta de estableciomientos
correccionales, en nuestro concepto distan mucho de podérseles dar
el carácter que la Constitución quiere que tengan. Por otra parte, el
modo de aplicarlas ha dado lugar á que se les mire como el resultado
de un poder sin freno y por tanto arbitrario, si se compara con los
procedimientos claros y precisos establecidos para la administración
de justicia, cuando tiene que imponer una pena correccional muchas
veces menor de un mes de arresto.
No queremos entrar en detalles sobre la verdadera causa donde
nace la desconfianza para los procedimientos administrativos, ni so-
bre la inconveniencia como piensan algunos, de que las autoridades
de ese orden impongan las penas expresadas concretándonos única-
mente á decir que basta que se apliquen por vía de corrección, cual-
quiera que sea su materia, para que necesariamente sea la consecuencia,
de una cuestión jurídica, la que indispensablemente tiene que ser de
abatida para que la pena en sí sea justa. No creemos aventurado decir
que la reclusión, tal como hoy se aplica, no puede dársele el nombre
de una verdadera pena correccional, bastando para demostrarlo, con-
templar el estado de las prisiones, y más que todo, el desproporciona-
do número de reincidentes condenados por las autoridades políticas,
comparados con la masa de la población.
En el libro IV del Código Penal, se enumeran y clasifican las faltas
punibles, previniéndose en el artículo 1145 que se castiguen gu-
bernativamente mientras no disponga otra cosa el Código de Proce-
dimientos, previniendo éste en el artículo 3° que “corresponde á las
autoridades administrativas la aplicación de las penas por infrac-
ción de las leyes, bandos o reglamentos en materia de policía y buen
gobierno,” sujetándose á las reglas siguientes: 1° Sólo puede impo-
ner la pena el funcionario o autoridad á quien la ley, bando o regla-
mento diere expresamente esa facultad. Si no la concediere
expresamente á determinado funcionario, se entenderá que puede
usar de ella, aquel á quien conforme las leyes administrativas, co-
rresponde el cuidado inmediato del ramo de que se trate y la auto-
ridad política local. 2° Sólo pueden imponerse á los infractores de
las leyes, bandos ó reglamentos en materia de policía, las penas que
señalan éstos y el Libro IV del Código Penal. 3° En todo caso de
imposición de penas por las autoridades políticas ó administrativas,
se harán constar por escrito los hechos que motiven la pena, así
como su justificación, y se citará la ley, bando ó reglamento cuya
infracción se castigue.” Se ve por esta última disposición, que las

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 433

tendencias de la ley son las de que no se impongan penas arbitra-


rias, por mucho que se les llame correccionales.
Denominándose según el derecho positivo, delitos o faltas, todas
las perturbaciones jurídicas originadas por acciones u omisiones vo-
luntarias, penadas por la ley; en general se puede decir, que el castigo
de los primeros, corresponde á la autoridad judicial y el de las segun-
das á la política ó administrativa. Llamamos la atención sobre éste
último punto una vez que en el artículo 17 del Código Penal se pre-
viene que las faltas sólo se castiguen cuando han sido consumadas,
sin atender más que al hecho material y no á si hubo intención ó
culpa, es decir, no hay esos distintos grados de intencionalidad que la
ley reconoce en algunos delitos, pero en cambio, tampoco en las faltas
se reconoce la capacidad de conocer ó la libertad para obrar ó no obrar,
que tan necesarias son en los delitos para que alguien incurra en
responsabilidad.
En todo rigor, por lo tanto, se puede decir que en las faltas por su
poca importancia, sólo se cuestiona sobre el hecho en sí que las
constituye y no sobre el estado del alma que guarda el individuo al
cometerlas.
Nos parece oportuno decir que según el artículo 6° del Código Pe-
nal, “no se estima como penas la restricción de la libertad de una
persona, ya sea por arraigo ó por detención ó prisión formal; su inco-
municación, la separación de los empleados públicos de sus cargos ni
la suspensión en el ejercicio de ellos decretados por los tribunales ó
por las autoridades gubernativas, cuando esto se haga para instruir
un proceso.” También se dice en el artículo 236 del Código de Proce-
dimientos Penales que la instrucción se practicará con toda la breve-
dad posible, procurando que á más tardar esté concluida dentro de
seis meses, cuando se trate de delitos de la competencia de los jue-
ces de lo criminal, y de tres cuando el delito sea de la competencia del
juez correccional.”
“El tiempo que exceda del señalado en este artículo se imputara á
la pena, observándose lo dispuesto en los artículos 192, 193 y 194 del
Código Penal.”
“No se practicarán durante la instrucción más diligencias que las
que sean estrictamente conducentes á la averiguación de la verdad.”
Aunque el artículo 236 antes citado, ha sido reformado en lo relati-
vo al tiempo en que los jueces correccionales deben terminar sus
procesos, sin embargo, véamos las dificultades á que puede dar lugar
la aplicación del repetido artículo relacionado con el 6o, que también
hemos citado, debiendo decir antes que los artículos 192, 193, y 194
del Código Penal, respectivamente prescriben: “Si la duración del

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434 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

proceso excediere del tiempo que la ley señala para terminarlo, po-
drán los jueces imputar el exceso si creyeren justo hacerlo en la pena
que impongan en la sentencia, cuando ésta consista en un sufrimien-
to de la misma especie, ó de mayor gravedad que el que haya tenido el
reo durante el juicio. Si el sufrimiento del reo durante el proceso,
fuere de distinta especie y menor que el que la pena le ha de causar,
podrá el juez rebajarla en su sentencia hasta la mitad del exceso. En
los casos de que hablan los dos artículos anteriores son requisitos
indispensables para que el reo goce del beneficio que conceden: 1°
Que no hayan tenido él ni sus defensores culpa alguna en la demora
del juicio; 2° que durante éste haya tenido el reo buena conducta.”
Ahora bien, pongamos la cuestión que tratamos de resolver en las
mejores condiciones, es decir, cuando se deba imputar en la senten-
cia la mitad del exceso del tiempo transcurrido durante la instruc-
ción; á la vez, pongamos por ejemplo, que se trata de dos reos que han
incurrido en la misma responsabilidad, pero á uno desde el auto de
prisión formal, le fué otorgada su libertad bajo caución; pongamos
también otro ejemplo, que la pena que se tiene que aplicar es la seña-
lada por la ley, sin tener un maximum ni un minimun: en tales condi-
ciones, es claro que el juez tiene que aplicar la pena señalada por la
ley; pero como ambos reos han incurrido en la misma responsabili-
dad, resulta que aún imputándose al que continuó detenido la mitad
del exceso, siempre sufre una pena mayor que el que goza de libertad
bajo caución, sin que á éste se le pueda aumentar este exceso para
que el castigo, sea igual, supuesto que la única pena aplicable, es la
señalada por la ley al delito.
Creemos por estas razones que, por mucho que en la ley se diga que
no se estima como pena la detención para instruir un proceso de
hecho y de derecho lo es, desde el instante que constituye una res-
tricción de la libertad. Pensamos, por lo mismo, pesando los inconve-
nientes y las ventajas, que las penal, principalmente las privativas de
la libertad, se deben contar desde el auto de prisión formal que es
como generalmente las aplican la mayoría de los tribunales, y no se
diga que el objeto de los artículos que tenemos invocados, es el de
evitar diligencias ó recursos ociosos é impertinentes, una vez que la
ley prevé el caso, para que no se practiquen más diligencias que las
absolutamente necesarias para el esclarecimiento de la verdad.
Dado lo que tenemos dicho sobre la teoría de la pena, no creemos
necesario detenernos á explicar que si los particulares impusiesen
alguna, tal acto importaría un verdadero atentado, el que necesaria-
mente tiene que caer bajo el dominio de la sanción penal. No se
deben reputar por lo mismo como penas las multas impuestas por los

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 435

particulares por causas de omisiones ó comisiones en el desempeño


de algún trabajo, una vez que en estos casos, á lo que se obedece es á
la ley del contrato. Tampoco se debe considerar como pena, para los
efectos del artículo constitucional, las correcciones disciplinarias y
justas que, dentro de ciertos límites, se pueden imponer por aquellos
que tienen el derecho de castigar por motivo de enseñanza ó en vir-
tud de una legítima potestad.
Hablando, en general, de las otras penas que las autoridades, admi-
nistrativas pueden imponer por las diferentes infracciones, en sus
respectivos ramos, diremos que son revisables por el superior
gerárquico respectivo, cuando son reclamadas por el penado. Cual-
quiera pena, pues, aplicada en este sentido, necesariamente tiene
que estar regulada por la ley y por la garantía ante ella de los derechos
individuales. No podía ser de otra manera si se piensa que toda fun-
ción administrativa tiene su lado jurídico requerido por la finalidad
del Estado, en el que todo es vida de derecho, de lo que resulta, que
cualesquiera que sean las funciones de las autoridades para que se les
reconozcan como legítimas, deben tener su aspecto jurídico. Es cier-
to, como hemos dicho en otro lugar, que las reglas del derecho admi-
nistrativo no siempre tienen la precisión que era de desearse; lo que
da lugar á que los funcionarios al dictar sus resoluciones, se inspiren
en razones de conveniencia ó eficacia, mirando los asuntos mejor
desde el punto de vista de su carácter político que desde el jurídico.
Esto acontece muy especialmente, cuando no se tiene una idea clara
de lo que es la política, desconociéndose que una buena administra-
ción para que merezca el nombre de tal, tiene que ser necesariamen-
te una rama de aquella, no pudiendo llenar su objeto si de cualquier
modo estuviese en pugna con el derecho, que es la base donde debe
descansar toda política.
En cuanto á las otras penas impuestas por los distintos funcionarios
de la administración, por infracciones fiscales, ellas se justifican no
solamente por lo que importan al sostenimiento del Estado, sino
también al mejor éxito de su sistema económico. Lo mismo decimos
de aquellas que tienen por objeto prevenir que á la sociedad ó al
individuo, se le ocasionen algunos males por infringirse las disposi-
ciones de sanidad y salubridad pública Todas estas causas son las que
han determinado el que los funcionarios administrativos cuenten
oportunamente con los medios coactivos necesarios para reprimir
ciertos hechos que sin ser verdaderamente delitos, sin embargo, de-
ben ser castigados.
Hablando en general de las penas correccionales, cumple á nuestro
deber señalar su ninguna eficacia, en vista de la alarmante cifra de los

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436 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que son condenados. En efecto, sin contar con los 130,722 individuos
consignados á las autoridades judiciales desde el 1° de Enero de
1899 al 20 de Julio de 1904, fueron castigados gubernativamente des-
de igual fecha hasta fines de 1903, otros 191,237 individuos: resul-
tando que en un periodo de cinco años han ingresado á la prisión, solo
á disposición del gobierno, más de la mitad de la población de la
ciudad. Y si esto es muy grave, lo es más aún que en el periodo de
Octubre de 1900 á Junio de 1904, se ha gastado en la manutención de
los presos, la enorme suma de $454,986.00 es lo que importa que la
sociedad pague una cuota proporcional para mantener á los mismos
individuos que infringen sus disposiciones. Nada importaría esto si
la pena realmente corrigiese á los detenidos, pero desgraciadamente
se ha podido observar que los establecimientos correccionales no
satisfacen, provocando en la mayoría de casos la reincidencia, y no
puede ser de otra manera si se piensa que en esos establecimientos,
por regla general, reina la ociosidad, y si en alguno hay trabajo, basta
que sea obligatorio, para que ya se le vea como pena accesoria á la
privación de la libertad: de lo que resulta que dicho trabajo, ni eleva al
individuo, ni le presta atractivo alguno. No queremos hablar de todos
los males inherentes á los establecimientos correccionales, bastan-
do únicamente señalar que también son frecuentes las trasgresiones
á la moral y á las leyes de la naturaleza.
Como se nos pudiera objetar, por lo mucho que desdice para nues-
tra cultura, que si es enorme la cifra de detenidos que dejamos apunta-
da, es porque en su mayor número son reincidentes, la consecuencia
siempre es la misma, es decir, la pena correccional, tal como la tene-
mos establecida, no satisface ni llena su objeto, quedando comproba-
da nuestra afirmación, no sólo con el hecho de que el reincidente
comúnmente vuelve á la prisión por una infracción mayor, sino tam-
bién porque muchos vuelven á ella en busca de comodidades y de un
bienestar que no encuentran en su degradada vida social, lo que no es
otra cosa, que los que infringen las leyes sociales, viven á expensas de
los hombres honrados, sin corregirse.
Hemos entrado en estas consideraciones, no porque pretende-
mos poner el remedio á las enfermedades sociales y morales que
apenas hemos apuntado; nuestro fin únicamente ha sido el de
descubrir un mal, una vez que, cuando permanece oculto, es más
difícil curarlo. Toca á la administración, lo mismo que al legislador,
fijar toda su atención en la delicada cuestión de las prisiones; ya
que es una de aquellas que tanto importan al gobierno y al Estado.
De desear es que cuando se toque este importante asunto, al que
necesariamente le debe llegar su turno en el periodo de reorgani-

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CAP. IX.— APLICACION DE LAS PENAS 437

zación en que vivimos, se oiga la opinión verdaderamente autori-


zada de los hombres que por su experiencia y saber puedan darla,
para que no se vean esos lamentables ejemplos de leyes que no
satisfacen ni producen los bienes que con tanto anhelo de ellas se
esperaban, convirtiéndose en una desconsoladora idea ó en una
amarga y tristísima descepción.

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II.— DE LAS PENAS CORPORALES E INFAMANTES

Artículo 22. — Quedan para siempre


prohibidas las penas de mutilación y de in-
famia, los azotes, los palos, el tormento de
cualquiera especie, la multa excesiva, la
confiscación de bienes y cualesquiera otras
penas inusitadas ó trascendentales.

Limitado el derecho venganza de que hemos hablado por ley del


Talión, ya por tal causa se dispuso en las legislaciones de los pueblos,
que las penas estuviesen en analogía con los delitos. En la Biblia se
dice que el día siguiente al Diluvio, Dios dijo á Noé: “Cualquiera que
haya derramado sangre del hombre, será castigado con la efusión de
su propia sangre.” (Génesis IX-6.)
Y en el Deuteronomio, XIX-21: “Tomaréis vida por vida, ojo por ojo,
diente por diente, mano por mano, pie por pie.” Entre los Griegos y
los Egipcios estuvieron en observancia las mismas prácticas; dicien-
do posteriormente Mahoma: “Cuando ejerzas represalias, que sean
iguales á las ofensas que hayais sufrido.” Entre los Romanos, primiti-
vamente no se conocieron más penas que la ejecución del culpable, ó
sea el suplicium; pero á éste le acompañaba la flagelación, empleán-
dose este procedimiento ante los Comicios con el Magistrado. Du-
rante la vigencia de las Doce Tablas, la flagelación se pudo imponer
independientemente de la otra pena, hasta que por un acuerdo del
pueblo promovido por Catón, la facultad de dictarla, se fue limitando,
denegándose después por completo, quedando únicamente viva para
los comediantes. En los tiempos de César, la flagelación y el tormen-
to se consideraron como delitos de violencia grave. Minucioso sería
enumerar las distintas formas de penalidad usadas en las legislacio-
nes de los pueblos, por lo que únicamente señalamos las más comu-
nes: tales como la mutilación, para el que seducía á la mujer ajena:
arrancar la lengua al que comunicaba los secretos de Estado; cortar la

439

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440 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

mano al falsario ó al monedero falso, etc., etc. En general se puede


decir, que la idea predominante para la imposición de las penas corpo-
rales, era la de que el delincuente fuese tratado de un modo análogo
al sufrimiento de su víctima.
Respecto á las penas infamantes, tales como la pérdida del honor,
del derecho de optar á los cargos públicos, del de representar á otro
en juicio, del de petición, etc., fueron aplicadas entre los Romanos
durante la Monarquía y el Principado, incluyéndose en la Compila-
ción de Justiniano: no sucedió lo mismo con la marcación, pues aun-
que existió una ley remia que la autorizaba, no hay datos históricos de
que fuese aplicada, por lo que se debe creer que si así fué, muy pronto
cayó en desuso en la práctica de los tribunales. No sucedió lo mismo
con el tormento, pues aunque como antes dijimos, fué prohibido por
César, lo cierto fué que las legislaciones posteriores lo aceptaron con
verdadero lujo de ferocidad. Antes de pasar adelante debemos decir,
que en los Estados Griegos, no obstante su elevada civilización, los
castigos corporales y toda clase de martirios, eran medios ordinarios,
á que se acudía para hacer declarar ó confesar en un proceso, é igual-
mente como materia de la pena. Repetiremos que aunque desde muy
antiguo el tormento en Roma, quedó prohibido, no sólo para los ciu-
dadanos sino para todos los hombres libres, al constituirse el Impe-
rio, ni unos ni otros se escaparon de dicha pena; una vez que la
omnipotencia de los Comicios no reconoció traba ninguna legal.
Durante los primeros tiempos del Principado, la, repetida pena no
tuvo aplicación, al grado de que el emperador Claudio, al ascender al
poder, prometió que no se impondría á los hombres libres: desgracia-
damente tenía que llevar la época de Tiberio, del cual dice Suetonio:
“Su crueldad no tuvo freno alguno, multiplicó horriblemente los su-
plicios, aún se enseña en Capri el lugar de las ejecuciones, en una
roca desde la cual los condenados, á una señal suya, eran arrojados al
mar, donde los remataban á golpes de remo los marineros apostados
para recibirlos.” El Senado, que antes había sido garantía de las liber-
tades romanas, con ese hombre asociado á la muerte de Cristo, como
si fuera una venganza de la historia, se transformó en arma de tiranía,
cubriendo con la majestad de su nombre, no sólo el absolutismo de
un príncipe, sino también de los perversos sentimientos y sanguina-
rias pasiones del déspota. Con la muerte de este monstruo parecía
que los tormentos deberían tener término, pero otra desilusión más
grande, tenía que sufrir el mundo romano con los otros emperadores:
pudiéndose afirmar que durante dos siglos, los tormentos fueron
prohibidos y permitidos, según las tendencias que reinaban en los
gobiernos. En la época de Marco y de Vero, fueron aplicados y regula-

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CAP. IX.— DE LAS PENAS CORPORALES E INFAMANTES 441

dos, según eran las clases sociales; resultando que los hombres supe-
riores, estaban libres de ellos, mientras los inferiores quedaron equi-
parados á los esclavos. En cambio, no existía distinción alguna ni valían
tampoco los privilegios y categorías sociales cuando se trataba de los
delitos de lesa-majestad, en las causas de magia y en las de falsedad.
Respecto á la aplicación del tormento á los testigos, esta práctica ya
estuvo en uso en la época de Severo, teniendo lugar por una declara-
ción contradictoria consigo misma: no habiendo diferencias desde
Constantino en adelante, para que en los procesos de lesa-majestad,
se aplicase, tanto á los procesados como á los testigos.
En épocas posteriores, parecía que los elementos, de progreso y los
hechos científicos debían influir en la existencia política, religiosa y
social de los pueblos; fatalmente los hombres de esos tiempos, con
su ciega fé, no sintieron mucho el yugo de bronce de la Ortodoxia,
asociada con la Teología y la Jurisprudencia, procediendo una y otra
con igual barbarie y aunque el emperador Carlos V, intentó hacer del
caos de leyes penales existentes una cola para su imperio, lo cierto es,
que en su código, el tormento era el medio de prueba para la averi-
guación de los delitos; estimulando ese cuerpo de la legislación para
la invención de refinadas artes de tortura, complaciéndose los jueces
con la aplicación de crueles castigos de mutilación y de muerte. Por el
sentido era el sistema penal de los otros pueblos, llegándose al extre-
mo de no ser cosa fácil la aplicación de las penas, supuesto que esto
debía tener lugar conforme á las reglas del arte, los que se aplicaban
en los servicios de los calabozos, cámaras de tormento y en los
cadalzos. Era en tal virtud preciso aprender los diversos sistemas de
ahorcar y decapitar; quemar y hervir en aceite; enrodar; meter á los
infanticidas en un saco para ahogarlos; descuartizar por medio de
caballos; atravesar el cuerpo del reo con una estacar; enterrarle vivo;
azotar; marcar con hierros candentes; emplumar á las prostitutas;
atenacear; cortar manos, orejas y narices; en fin, al verdugo, por mu-
cho que su oficio fuese deshonroso, le proporcionaba una existencia
provechosa, y más cuando sabía como se prolongaba por días enteros
la agonía de los delincuentes. Á este sistema penal correspondía uno
idéntico de procedimientos, así el interrogatorio llamado criminal,
tenía lugar en presencia del juez, del escribano y de los asesores,
enseñándose desde luego al reo, por el maestro de los corchetes,
todos los instrumentos de tormento, explicándoles el uso y el efecto
que debían producir desde los torniquetes del pulgar, las botas espa-
ñolas, la liebre engrasada, el torno, el azufre y el aceite ardiente, el
plomo derretido, hasta los que producían las más crueles torturas, al
grado de que con sólo verlos erizaban los cabellos, una vez que mu-

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442 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

chos de ellos destrozaban la carne, retorcían los miembros y rompían


los huesos. Los tribunales de la fe no vacilaron tampoco en ofrecer al
Moloch de su dogma, tormentos y sacrificios sangrientos; haciendo
lo mismo los protestantes, castigando al igual que los católicos, con
brutal fiereza en un sin número de hechos considerados como deli-
tos, y que en la actualidad no se miran, ni como simples faltas.
Tal era el sistema penal que regía á las sociedades y el cual fué
aceptado por la jurisprudencia española, no siendo sino hasta época
reciente, cuando se comenzó á notar alguna humanidad y otros senti-
mientos, para que se reformase el procedimiento y el método de eje-
cución de las penas.
Hablando de los palos, sistema de castigo aplicado en el antiguo
derecho militar, tan ultrajante coma deshonroso para la dignidad del
soldado, se puede decir que ya no está en uso, constituyendo el apli-
carlos, un delito que cae bajo la sanción de la ley penal militar; tanto
más, cuanto que la disciplina no debe descansar en el temor de la
pena, si no en el estricto cumplimiento del deber. De desear es que
ese sistema de corrección no impere en las prisiones ni en los esta-
blecimientos penales, ya que por experiencia vemos, que los palos, en
esos lugares, figuran como el principal elemento de persuasión.
Hecha la breve reseña de la aplicación del tormento y las penas
corporales, tales como se aplicaban antiguamente, pasemos ahora al
estudio de las multas, que es otro de los medios coactivos de que
hace uso el poder social. Esa palabra, ó lo que es lo mismo, “multipli-
cación,” tiene, su origen en el aumento progresivo que se iban dando
de algunas cosas ó cantidades por cada infracción ó por nuevas des-
obediencias.
Según el derecho romano, las primeras multas que se impusieron
por los cónsules y sucesivamente por los pretores, los censores y los
municipios consistieron en animales y posteriormente en dinero, sin
que hubiese un limite que coartase ese arbitrio. En las leyes de las
Doce Tablas, se dispuso que en el desprovisto de fortuna, que no
poseyera ninguna cabeza de ganado mayor, no se le debía imponer en
un mismo día, una multa que excediera á dos ovejas; siendo el
maximum en general para los ciudadanos, el de dos de esos animales,
más treinta terneras. Inventada después la moneda, cada oveja equi-
valió á diez ases, y cada ternera á ciento; siendo en consecuencia el
pago de la multa llamada “mínima el de diez ases ó sextercios y el de
la multa “máxima ó suprema” el de 20 más 3,000.
También estaba muy ligada y aún confundida la facultad de impo-
ner multas en dinero con la de cosas, o sea la prendación pignoris
capio, la cual consistía en la aprehensión y en la destrucción de una

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CAP. IX.— DE LAS PENAS CORPORALES E INFAMANTES 443

parte de los bienes del multado, al grado de poderse demoler su casa,


poniéndose posteriormente límite durante el Imperio á este ruinoso
sistema. Haremos advertir, además que principalmente cuando, las
multas se imponían en dinero, se podía apelar ante la autoridad supe-
rior administrativa, al Senado del Reino, al Municipio y aún á la Co-
munidad, ya pidiendo su disminución ó su condonación,
considerándose la multa, según la jurisprudencia, como un medio
coercitivo empleado por el arbitrio administrativo, estimándose en
tal virtud como un término opuesto al de la pena que era el resultado
de un delito. Diremos por último, que según el derecho romano,
estuvo en vigor la facultad de confiscar los bienes, acompañándose
esta pena á la coerción capital, ingresando los bienes al fisco ó apli-
cándose en beneficio de algún templo público, siendo un hecho co-
rriente que la confiscación tuviese lugar para los delitos políticos, y
como retorsión en los casos de conflictos, ó como medios violentos
para resolver las cuestiones internacionales.
Dados estos antecedentes, nos ocuparemos ya de las razones que
se tuvieron para prohibir para siempre la aplicación de las penas á que
se refiere el artículo constitucional. Diremos, por lo tanto, que inde-
pendientemente de los casos en que dicha imposición tenía lugar sin
justificación ninguna, no estando por lo mismo siquiera en analogía
con el delito, para que así se pudiera decir que en la apariencia tenían
un carácter simpático; lo cierto es que al presente no se puede aceptar
ni reputar como bueno y eficaz el antiguo sistema penal. Benthan,
inspirándose en la doctrina del utilitarismo, propone que el culpable
de lesiones, sea á su vez apaleado ó azotado; que al calumniador se le
perfore la lengua; y al falsario, se le traspase la mano con un instru-
mento en forma de pluma, etc., etc. Del mismo modo de pensar era
Aristóteles, diciendo Becaria y Montesquieu, que es de suponer á
que infinita variedad de suplicios llegarían esas ideas, si tuviesen
aceptación en los preceptos de los códigos penales. En otro sentido,
por la evolución que ha venido obteniendo la legislación, se ha llega-
do al conocimiento de que el excesivo rigor de las penas por mucho
que se invoque en su favor la conveniencia y el interés sociales, se
vuelven contra las mismas, siendo indiscutible que su dureza hace
que pierdan, toda su eficacia jurídica no satisfaciendo su objeto, des-
de el momento que son rechazadas por la conciencia del propio reo y
por la pública.
Los palos, la mutilación y el tormento, son penas que se encontra-
ban en esas condiciones, acreditando la experiencia, ser más lo que
viciaron los actos y acciones de los hombres que lo que los reprimie-
ron: pensándose en la actualidad, que no es la excesiva severidad la

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444 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

que da resultados benéficos, sino la certeza de la aplicación. La filo-


sofía, lo mismo que la jurisprudencia, nos han hecho comprender que
el individuo aunque libre y voluntario, es siempre el fruto de los
influjos bajo los cuales ha formado su carácter; comprendiendo por lo
mismo los legisladores que el hombre es susceptible de regenera-
ción; tal es la causa de que en los códigos modernos se hallan borrado
aquellas penas que únicamente entrañaban el deseo de venganza,
produciendo las mayores aflicciones y los dolores más intensos, pu-
diéndose decir que en la actualidad la sociedad mira al delincuente
con un sentido de conmiseración y caridad, habiéndose perdido el
odio y la animosidad con que antes se le miraba: razones todas por las
que hoy se exige que la acción de la pena sea tutelar, y el padecimiento
producida por la misma moral y jurídico, siendo así un verdadero
remedio para el culpable. Respecto á las multas, la ley señala para su
aplicación y en determinados delitos, cantidades fijas, dejando en
otros casos al arbitrio del juez, la facultad de decretarlas dentro de un
maximum ó de un minimum. No siempre es cosa fácil imponerlas
con completa equidad, por lo que su eficacia consiste en que estén en
proporción con los recursos del reo. Será por lo mismo excesiva una
multa cuando absorba una gran parte del capital del multado ó cuan-
do no esté en relación con los productos de su trabajo. En la práctica
de los tribunales para fijar el monto de las multas con la mayor exac-
titud posible, se tiene por regla, cuando cabe el arbitrio judicial, el
conocimiento del reo, su posición social y su conducta pública y priva-
da. No está resuelto aún, pero es de esperarse que en lo adelante así
suceda, que las multas que al presente no se pueden hacer efectivas
por la insolvencia de los culpables, sean pagadas de un modo regular,
contando con una buena distribución de los jornales del trabajo. En
otro sentido, obligada la administración pública á fomentar la indus-
tria nacional, á sostener los servicios públicos para garantía del Esta-
do y para su mejor desarrollo, tiene establecido el sistema de
impuestos y derechos, conminándose con multas la violación de las
leyes fiscales; siendo de advertir, que aunque muchas de esas multas
parecen excesivas, siempre recaen sobre el capital ó su producto,
presumiéndose que el agente que incurre en ellas obra voluntaria-
mente con el deliberado fin de defraudar los intereses fiscales.
Diremos por último, que en el Código Penal, se le conceden fa-
cultades discrecionales á los jueces para substituir la pena corporal
con multa. La misma facultad tiene el Ejecutivo cuando cabe la
conmutación, lo que no importa para que los jueces, tratándose del
primer caso y por mucho que la pena sea disyuntiva, únicamente im-
pongan la corporal, pues de otro modo podía resultar que el hombre

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CAP. IX.— DE LAS PENAS CORPORALES E INFAMANTES 445

rico pagando pequeñas multas, continuamente estuviese cometien-


do infracciones, asemejándose á aquel romano á quien seguía un es-
clavo, llevando consigo las cantidades que por vía de multa debía
enterar por las bofetadas que á su paso iba repartiendo.
Respecto á las penas infamantes aún cuando están clasificadas en
los códigos penales, ya como principales ó como accesorias, es única-
mente para aquellos delitos que por su propia naturaleza causan infa-
mia. Benthan dice: “La infamia es uno de los ingredientes más
saludables de la farmacia penal.” Convenimos que se castigue al cul-
pable moralmente por donde ha delinquido; pero esto no excluye
que para que sea eficaz la pena, sea necesario que esté conforme con
la opinión pública sin que se multiplique demasiado su aplicación,
como aconteció en Atenas, donde fueron tantos los declarados infa-
mes que Solón se vió obligado á integrarlos en su honor. Lo mismo
sucedió en Roma, bastando para persuadirse del exceso de tal multi-
plicación de penas con leer en el Digesto, el título de “his qui notantur
infamia.”
No se debe usar por lo tanto de las penas de infamia, sino en los
delitos que por su propia naturaleza la causen, y esto sin desconocer-
se que el que se ha rebelado contra la ley en estas condiciones, puede
ser sometido, á un tratamiento especial para desarraigarle sus, ten-
dencias criminosas, tanto más, cuanto pensamos como Melschott,
que “la más noble, la más generosa, la más santa, en una palabra, la
más hermosa de nuestras aspiraciones, es librar al delincuente de la
ignominia delito.” (Actas del Congreso de Roma.)
Si las penas, pues, y hablamos en general, tuviesen únicamente por
exclusivo objeto, reparar el daño causado y defender al organismo
social, abandonando al delincuente á su suerte, es evidente que la
medicina del castigo, lejos de reputarse como tal, no haría otra cosa
más que fomentar la enfermedad del delito. Lo mismo se puede
decir de las penas infamantes, comprendiéndose que, si el desgracia-
do á quien alguna de ellas se le hubiese impuesto, no pudiese con la
expiación lavar su culpa, si perpetuamente fuese infame de derecho,
sería tanto como que la ley lo empujase irremisiblemente á la reinci-
dencia; una vez que la sociedad, lo tendría que ver siempre como un
incurable apestado moral, siendo inútil los deseos que la misma tie-
ne de corregir, lo que sería imposible si el delincuente eternamente
estuviese abrumado bajo el peso de la pena.
En nuestro Código Penal, se concilia el que el culpable sienta los
efectos, de las penas infamantes para aquellos delitos que igualmen-
te tienen ese carácter; pero esto se hace por tiempo limitado y á efec-
to de que el hecho delictuoso y aún castigado con otras penas, no

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446 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

proporcione más ventajas que perjuicios, exigiendo la sociedad como


antes hemos dicho, que haya seguridad en el castigo; el alcance pues,
de las penas infamantes no debe ser otro que el de producir un pade-
cimiento moral jurídico, si se quiere hasta fisiológico: tal es la causa
también de que las penas inusitadas e irreparables, se salgan de un
objeto, cuando entrañan un sentimiento de venganza; producen un
dolor innecesario, lastiman la dignidad ó marcan, en fin, al delin-
cuente y á su familia, con el estigma de la deshonra.
Siendo un hecho indiscutible que la ley penal se refiere á la ley
moral, por tal motivo sólo se debe buscar la responsabilidad personal,
es decir, la criminalidad subjetiva, para que así la pena se aplique al
que la merezca, único medio para que la justicia quede satisfecha y la
seguridad personal protegida. Si no fuese así, porque la expiación
fuese transmisible, volveríamos á los tiempos de los Griegos y
Babilonios, en que la iniquidad de un delincuente recaía sobre toda
la nación, ó como refiere Hesiodo, como cuando una ciudad entera
sufría la pena de los delitos de un solo hombre. En parecidas condi-
ciones se encontrarían las familias de los delincuentes, si de una
manera inmediata y directa trascendiese á ellas los efectos de la pena,
siendo pues ésta, necesariamente personal e intransmisible; razón
sobrada ha existido para que en la ley constitucional, las llamadas
trascendentales hayan sido prohibidas para siempre.
Muy poco tenemos que decir respecto á la confiscación de bienes,
una vez que en la práctica esa pena no tiene aplicación, salvo en los
casos de infracción de las leyes fiscales. Únicamente pues, diremos,
que entre las razones que en los tiempos pasados se tuvieron para la
confiscación de los bienes, figuran las exigencias de partido, los inte-
reses momentáneos, y en general, los odios políticos ó religiosos;
habiendo producido ese sistema penal más males que bienes. No es
de extrañar, por lo tanto, que Inocencio III, enriqueciera á su familia,
lo mismo que otros Papas, con los despojos de los desgraciados, ad-
quiridos por el tribunal de la Inquisición, haciendo lo propio los
inquisidores y los gobernantes.
Al presente, se ha venido al perfecto conocimiento de que la confis-
cación no puede justificarse, por no apoyarse en condiciones legales,
supuesto que no reúne las condiciones de la pena; no ser tampoco
económica, porque mata la producción, impidiendo el empleo y la
distribución de la riqueza, y en fin, porque no teniendo ningún as-
pecto ni referirse á la vida toda del Estado, se opone al derecho políti-
co, á lo que se puede agregar, además, que trae consigo la perdida de
un capital, del cual es copropietario la familia. No sin razón, las cortes
españolas prohibieron la pena de que hablamos desde el año de 1812.

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CAP. IX.— DE LAS PENAS CORPORALES E INFAMANTES 447

En otro lugar hemos dicho que la guerra es un estado violento y


anormal, fuera del derecho ó para restablecerlo, dando lugar á que
aún exista el sistema de la retorción autorizada por el derecho inter-
nacional, por más que se le estime injusto, una vez que su objeto es
reparar una injusticia con otra injusticia. Por fortuna el propio dere-
cho día á día viene aclarando los horizontes, siendo de esperar que en
la guerra del porvenir, en lo absoluto no se castiguen en los particula-
res los actos ejecutados por los Estados.

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III. — D E L A P E N A D E M U E R T E

Artículo 23. — Para la abolición de la pena


de muerte, queda á cargo del poder admi-
nistrativo, el establecer á la mayor breve-
dad, el régimen penitenciario. Entre tanto,
queda abolida para los delitos políticos, y
no podrá extenderse á otros casos más que
al traidor á la patria en guerra extranjera,
al salteador de caminos, al incendiario, al
parricida, al homicida con alevosía, preme-
ditación ó ventaja, á los delitos graves del
orden militar y á los de piratería que defi-
niera la ley. [Véase la ley de 13 de Diciem-
bre de 1897, sobre establecimientos
penales del Distrito Federal, la de 8 del
propio mes, reglamentaria de la libertad
preparatoria y de la retención, y decreto de
3 de Junio de 1898 que reformó á aquella.]

La cuestión de la pena de muerte, es una de aquellas que por el


hecho de herir tan directamente á la personalidad humana, ha ocupa-
do la atención de los legisladores y de los sabios de todos los tiempos
y lugares.
En el Oriente, desde muy antiguo, la pena indicada precedida de
los más crueles y bárbaros padecimientos, estuvo en vigor en su le-
gislación. Lo mismo sucedió en Roma, manteniéndose igualmente
viva, durante la Edad Media. La iglesia, por su parte, fundándose en
el derecho canónico, heredero de las mejores instituciones romanas,
también reconoció la pena de muerte, considerándola legal y apli-
cándola en innumerables casos. Á fines del siglo XVIII, ya se comen-
zaron á sentir los primeros síntomas abolicionistas: limitando la
revolución dicha pena, á la simple privación de la vida.

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450 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

El 1° de Junio de 1790, Robespierre, Duport y Petion, propusieron á


la Asamblea la supresión de la pena de muerte, considerándola ini-
cua, peligrosa é impotente. No obstante esto, sabido es, que cuando
la montaña, por boca de Saint-Juste, pidió que Luís XVI fuese juzga-
do como enemigo de la patria, el primero de los personajes antes
citados agregó: “Luís fué rey, la República esta establecida: la famosa
cuestión que os ocupa está resuelta con estas solas palabras. Luis no
puede ser juzgado: ya lo está y sentenciado, ó la República no esta
absuelta. Pido que Luis XVI, declarado traidor á los franceses y crimi-
nal respecto de la humanidad, sea condenado inmediatamente á
muerte en virtud de la insurrección.” En efecto, así fue, no haciéndo-
se esperar la terrible sentencia. Siendo impotente la Gironda cuando
por boca de Lanjuinais dijo: “Yo no soy su juez, puesto que es mi
huésped. No olvidaré que ha venido á este recinto para pediros asilo.
Á mis ojos le adorna el primero de los derechos, el de suplicante. No
debe deshonrarse la Asamblea haciéndola juzgar Luís XVI, nadie
tiene derecho á ello, y la Asamblea particularmente ninguno tiene
para hacerlo. Sabido es también, que después de la ejecución de Luís
XVI, la vida de los franceses estuvo amenazada á cada momento, no
siendo pocos los hombres ilustres inmolados por la Revolución,
siendo de lamentar que la primera República que tanto abrasó é
iluminó al mundo, se deshonrase con la muerte de muchos de sus
hijos, y sin embargo, no se puede negar que en esta época y á pesar
de estar la sociedad envuelta en tantos vapores de sangre, se refor-
mase el antiguo derecho Penal, substituyéndose las penas positivas
corporales con las negativas, que sólo privan de la libertad; prepa-
rándose desde entonces el camino para el establecimiento del régi-
men penitenciario.
Como un tributo de respeto y veneración al ilustre César Becaria,
debemos decir, que ya desde el año de 1774, fué victima como todos
los grandes reveladores, de la calumnia y de la ignorancia; siendo
acusado ante los tribunales de Venecia, como enemigo de la Religión
y de la autoridad soberana, y todo por haber publicado un libro que ha
llegado hasta nosotros, titulado: “Dei delliti e delle pene,” y con el
cual provocó una reacción contra el antiguo rigor de las penas, tenien-
do el valor de proclamar los derechos del individuo frente al absolu-
tismo absorvente del gobierno, y el de decir, que la pena de muerte
no es otra cosa que “la lucha de la sociedad contra el delincuente para
desembarazarse de él.”
Véamos ahora cuáles han sido las razones que se han tenido para
que subsista en la legislación de algunos pueblos la pena en cuestión,
no obstante que ella debía haber pasado como otras por las maravillo-

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 451

sas transformaciones de la idea humana, sufriendo las distintas in-


terpretaciones que otras generaciones les han venido dando, debién-
dose ver como una reminiscencia de los tiempos bárbaros.
Opinan algunos que la privación de la vida se funda en la tradición,
y al efecto citan como argumento, el hecho de que en todos los pue-
blos desde muy antiguo se la viene aplicando. Si esto fuera cierto, la
misma razón existe para que todo el sistema penal no sufriera ningu-
na evolución: lo cual está demostrado ser lo contrario si se conside-
ran los distintos cambios y modificaciones que han tenido las
instituciones jurídicas. Tan es así que la misma pena de que habla-
mos, es evidente que no se aplica con la crueldad de los tiempos
pasados, ni tampoco siguen al ajusticiado la afrenta y la maldición
después de su muerte, estando aceptado en la legislación de muchos
pueblos y entre otros en la del nuestro, el principio de que el ultimo
suplicio se reduce á la simple privación de la vida, no pudiéndose
agravar con circunstancia alguna que aumente los padecimientos del
reo, antes o en el acto de verificarse la ejecución, habiéndose dado un
gran paso para que la propia pena no se aplique á las mujeres, ni á los
varones que hayan cumplido setenta años, substituyéndose en otros
casos, con la mayor extraordinaria, cuando concurren determinadas
condiciones.
Otros afirman que la pena de que hablamos, se funda en el derecho
que asiste á la sociedad para defenderse contra el individuo y sus
agresiones. No negamos ese derecho, siempre que se nos demuestre
la necesidad de su aplicación y siempre que se justifique que el ejer-
cicio de la legítima defensa, lo mismo que en el individuo, es decir,
porque concurran las circunstancias de ser la agresión inminente,
violenta y sin derecho; cosas todas, al menos las dos primeras, que no
pueden presentarse cuando el criminal, completamente desarmado,
se encuentra bajo la acción de la justicia.
Algunos penalistas, no encontrando en la pena de muerte las con-
diciones que debe tener toda pena, la estiman como un mal necesa-
rio, olvidándose que la necesidad que se invoca, no puede servir de
fundamento á ningún derecho. Otros más francos sólo quieren su
aplicación en los casos del jus belli, pero aún así, reconocen que la
privación de la vida no se puede fundar en los preceptos del derecho
penal.
Filangieri, lo mismo que otros autores, apoyándose en los princi-
pios de la antigua escuela del derecho natural, dice: “El hombre en
el estado natural tiene derecho á la vida, y aunque no puede renun-
ciar este derecho, puede perderle por sus delitos. Todos los hombres
tienen en aquel estado el derecho de castigar la violación de las leyes

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452 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

naturales, y si esta violación hizo digno de muerte el transgresor,


todo hombre tiene derecho de quitarle la vida. Este derecho que en
estado de la natural independencia tenía cada uno sobre todos y,
todos sobre uno, es el que en el contrato social se transfirió en manos
del soberano. Así pues, el derecho que tiene el soberano, ya sea para
imponer la pena de muerte á cualquiera otra, no depende de la cesión
de derechos que tenía cada uno sobre sí mismo, sino de la cesión de
los derechos que tenía cada uno sobre los demás. Al mismo tiempo
que yo he depositado en sus manos el derecho que tenía sobre la vida,
estamos igualmente expuestos á perderla, cuando caemos en aque-
llos excesos contra los cuales está decretada la pena de muerte por la
autoridad legislativa.”
No obstante estas ideas de Filangieri, adelante se expresa de la
siguiente manera: “Quitar la vida á un hombre, inmolar á la tranqui-
lidad pública la existencia de un individuo, emplear la misma fuerza,
que defiende nuestra vida en privar de ella al que con sus atentados
ha perdido el derecho de conservarla, es un remedio violento que
solo puede ser útil cuando se aplica con la mayor economía, pero que
por poco que se abuse de él degenera en un veneno mortífero, que
puede conducir insensiblemente al cuerpo político la disolución y á
la muerte. Lo que sucede en algunas naciones de Europa, es una
triste prueba de esta verdad.” (Se refiere á épocas pasadas.)
En la “Teoría de las Penas y, Recompensas” de Bentham, se dice:
“Las calidades ventajosas de la pena de muerte como las que le fal-
tan, son que posee completamente la de quitar el poder de dañar; ser
análoga en el caso de homicidio, causar escarmiento más que otra
cualquiera, en los países donde se impone pocas veces, por dejar por
mucho tiempo la impresión del terror.” En sentido contrario se afir-
ma “no ser convertible en provecho, porque nada compensa á la parte
perjudicada y aún el poder de la compensación, es el delincuente,
quien, con su trabajo podía reparar el mal causado: que lejos de ser
convertible en provecho, es una pérdida, porque es un gasto, por lo
que importa al número de los que componen la nación: que el capítu-
lo más importante por el que es sobremanera defectuosa, es la igual-
dad; porque siendo muy desigual, es por consiguiente muy incierta
en su operación preventiva; que no es remisible, pues aunque mu-
chas penas aflictivas, son irremisibles no son irreparables, no dejan-
do la muerte recurso alguno, y por último que no es popular siéndolo
cada día menos á proporción que se instruyen los hombres y las cos-
tumbres se suavizan. La conclusión á que se llega en la obra citada,
es que sólo hay un caso en que la pena de muerte podría justificarse
por necesaria, y es de alta traición ó de rebelión , y sólo en ciertas

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 453

condiciones esto es, cuando se trata de una cabeza de partido, con


cuya muerte acaba una facción ó cuando atendida la disposición ge-
neral del pueblo, podría temerse que la cárcel no fuese lo bastante
segura; pero estos casos debe advertirse, que son extraordinarios y de
excepción.
Podríamos citar á otros autores que han estudiado el importante
asunto que estudiamos, pero siendo la doctrina de la escuela italia-
na de antropología criminal la que separa la responsabilidad penal
de la responsabilidad moral, ella de preferencia ocupará nuestra
atención. Diremos pues, que el objeto de dicha escuela es aplicar
los principios generales del darvinismo á la legislación penal: quie-
re reemplazar la responsabilidad moral por las leyes naturales de la
selección y la adaptación: considera en tal virtud que la pena de
muerte es el medio más eficaz de eliminación y el más apropiado
para la defensa social.
Lombroso afirma que con el último suplicio se obtiene la elimina-
ción absoluta y la selección artificial del delincuente, que así como la
naturaleza biológica elimina por sí misma los organismos débiles ó
defectuosos, la sociedad debe buscar por un medio artificial como es
la muerte, la expulsión de su seno de los individuos que no puede
acomodarse á las leyes de aquella.
El Dr. Thompson propone, para impedir la herencia del crimen, el
que se evite la procreación de los delincuentes; afirmando que de la
misma manera; que una víbora engendra una víbora, el criminal en-
gendra un criminal Similia ex similibus nascuntur. Siendo del mismo
sentir Garófalo cuando dice: “Sólo por la muerte por la muerte ó el
destierro se puede impedir la procreación.”
Para comprender mejor la teoría de la escuela italiana, diremos que
Ferri, que es uno de sus más entusiastas defensores, clasifica á los
criminales en cinco clases: los instintivos, los apasionados, los ocasio-
nales, los habituales y los locos. Otros antropólogos hacen otra clasifi-
cación en la que figuran los criminales que presentan los caracteres
anatómicos que reproducen los de las razas inferiores, los que pre-
sentan á los congénitos mórbidos, y por último, los que igualmente
presentan á los mórbidos adquiridos.
Banchi por su parte distingue: los delincuentes natos, los
neuropáticos y los que no pertenecen á ninguna de estas dos clases.
Garófalo, antes citado, solo establece dos categorías de delincuen-
tes: una en la que comprende á los locos ó cuerdos, en los cuales se
puede comprobar una anomalía psíquica que conduce al delito, y la
otra que abraza todos aquellos en quienes no existe anomalía notable
de este género, pero que van al delito por circunstancias exteriores.

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454 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Cualquiera que sea la clasificación que se adopte entre las antes


citadas, la conclusión á que á que llega es la misma: que el criminal
es un monstruo á quien se debe aplicar la pena de muerte. Fundan
esta teoría en que las sociedades humanas sin organismos que
tienden, al igual de los organismos individuales, á su conserva-
ción, y en virtud que tienen el derecho de defensa contra todos
aquellos elementos que le son perjudiciales ó dañosos; cuyo dere-
cho lleva consigo el de eliminar dichos elementos, á fin de hacer
posible la propia conservación y el propio perfeccionamiento. Á
reserva de lo que después diremos, desde luego estamos confor-
mes en que la sociedad se defienda eliminando, pero no por me-
dio de la pena de muerte, pues si así es, sólo revelará su debilidad
é impotencia.
Garófalo, con motivo de la abolición de la pena de muerte propues-
ta en el nuevo Código Penal Italiano, expone entre otros argumentos
para demostrar como la pena indicada está justificada por la antropo-
logía y por la psicología criminal lo siguiente: “Los progresos de la
antropología moderna á la vez que destruyen las utopías de la escuela
racionalista, han demostrado que la frase bestia feroz con rostro huma-
no, no es una metáfora popular, sino una realidad comprobada por la
observación científica.”
Ribot comentando las ideas de la nueva escuela italiana, ha defi-
nido perfectamente la armonía de los grandes criminales, diciendo
“que ellos representan un lusus naturae una desviación del tipo,
una monstruosidad en el orden moral, desde que el individuo en
cuestión ha nacido psíquicamente incompleto, esto es, inadecuado
para la vida social y moral.” En el “organismo moral puede haber
vacíos semejantes á la privación de un miembro ó de un órgano, son
seres que la naturaleza ó las circunstancias han deshumanizado.”
Entre estos vacíos, el más grave, el más irreparable, es el del senti-
miento ultimístico, el de la compasión, derivado de las simpatías
instintivas del hombre por sus semejantes y la repugnancia natural
de todo acto cruel, mediante la representación anticipada del dolor
que aquel acto le produciría.
“Este sentimiento está estrechamente ligado al organismo del in-
dividuo cualquiera que sea la raza á que pertenece, excepto de unas
pocas tribus salvajes, en las cuales parece absolutamente extraño en
todas las clases sociales, tanto en las inferiores como en las elevadas.
Es un sentimiento innato que nos viene hereditariamente; muéstrase
á veces en los niños tan luego como sus facultades intelectuales se
han desarrollado hasta el punto de hacerle representar el dolor ajeno
y calcular su intensidad...”

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 455

“Los otros sentimientos altruísticos pueden atribuirse en harto


más amplia medida á las influencias externas: los que estamos ha-
bituados á llamar instinto de propiedad, es en realidad fruto en
mucha parte de los ejemplos recibidos en la primera infancia, del
ambiente en que se creó el individuo, durante el período de evolu-
ción de su carácter, y digo en gran parte porque sin duda hay tam-
bién en eso, algo de congénito y hereditario; sólo que se hace mucho
más difícil distinguir lo que se debe al organismo de lo que es obra
del ambiente...”
“He dicho que la difusión del sentimiento compasivo se observa en
todas las clases de la sociedad aún en las más humildes é incultas. Ni
valga el decir que en esta clase ínfima, sean más frecuentes los actos
que á las personas de las clases superiores parecen groseros y brutales.
Lo que falta en las capas inferiores de la sociedad, es la parte más deli-
cada y fina del sentido moral que no ha podido en ellas producirse
todavía por ser ahí más lento y laborioso el procedimiento evolutivo...”
“Puede, pues, deducirse de esto, que el instinto de la compasión es
congénito y no obtiene de la educación, sino un mayor desarrollo, mien-
tras que el instinto de la propiedad menos fundamental, menos inherente
al organismo, no se transmite de padres á hijos, sino como un germen que
para fructificar exige condiciones de ambiente que le sean favorables.”
“De esto deduzco que los hombres en quienes no existe ninguna
excitación simpática por los dolores ajenos, esos hombre en los cua-
les puede reconocerse la ausencia de toda piedad con sus semejan-
tes, son casos psíquica y orgánicamente, es decir, sin posibilidad de
adquirir los instintos morales que hemos hablado, ni mediante la
educación ni por la enseñanza...
“Cuando se ha podido probar que un hombre está completamente
desprovisto de ese minimum de sentido moral que consiste en el
sentimiento más común y universal de la compasión, puede decirse,
sin vacilar, que es imposible adaptar ese individuo á la vida social y
que es incapaz de formar parte de un centro civilizado.
“Como la existencia de semejante individuo es un peligro constan-
te contra los demás, el poder social tiene derecho y hasta deber de
eliminarlo. Todo castigo temporal, toda tentativa de corrección debe
dejarse á un lado, si se llega á probar que el criminal lo es por un vacío
moral orgánico, imposible de remediar.
“Naturalmente esta necesidad de eliminación absoluta del reo, no
existe sino cuando se observa una tendencia á producir el mal más
grave é irreparable, es decir, la muerte...
“Los motivos externos nacidos de preocupaciones locales, religio-
sas, políticas, unidos tal vez á la excitación producida por la tempera-

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456 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

tura, por el uso de bebidas alcohólicas, etc. obran en esos casos de


una manera dominadora en el carácter y producen las resoluciones
criminales. Pueden ahí resultar entonces homicidios, heridas y otras
clases de actos, crueles sin que se pueda atribuir á esos actotes una
disposición voluntaria permanente para delitos de esa clase. Por el
contrario, hay delitos que por su naturaleza intrínseca revelan en el
culpable una crueldad innata ó instintiva, porque en cualquiera clase
que sea ó en cualquier centro que lo suponga, no son concebibles sin
una profunda anomalía psíquica...
Una vez reconocido, pues, en un homicida el tipo de “criminal ins-
tintivo y privado de todo sentimiento de compasión,” ó adoptando una
palabra sansional por el uso, el tipo asesino; ¿qué otra cosa, podrá;
hacer la sociedad sino rechazarlo de su seno? El quererlo conservar
por humanidad, sería más bien un delito contra la misma humani-
dad. La clemencia dice el gran trágico inglés, “es mala cuando perdo-
na al homicida.”
“La eliminación se impone, pues, de la manera más absoluta. Tra-
tase aquí de una bandera de fuerza social contra un individuo peli-
groso, porque es incapaz de todo sentimiento que hace posible la
existencia común; precisamente porque supone la imposibilidad de
ciertos actos despiadados. Cuando este vínculo se ha roto entre la
sociedad y un individuo, este último debe ser suprimido. Lo anormal
debe desaparecer, porque si existe significa guerra á muerte á los
hombres tranquilos, y es menester que en estos últimos sean salva-
dos por la sociedad que sólo existe en virtud del sentimiento de sim-
patía “Y da también en mi nombre, dice Platón en el Protágoras, una
ley que mate como un miserable enemigo de la sociedad á aquel que
es incapaz de vergüenza y de rectitud.”
“¿Cuál era la manera de realizar en lo absoluto la eliminación? No
más que una sola, la muerte...”
Agrega el mismo Garófalo, que la abolición de la pena indicada “im-
porta la supresión casi total de los medios de eliminación siendo un
deber del Estado, el de cooperar á la selección” Llega también á la
conclusión de que los presidios y las penitenciarías, según las distin-
tas naturalezas de los delincuentes, no tienen ningún poder intimi-
dante, ó por lo menos, muy poco, en los hombres que se preparan para
ejecutar un delito: lo contrario de lo que acontece con la pena capital,
que tiene la virtud de poseer en proporción inmensamente superior
ese poder atemorizador. Dice el mismo autor: “ahí donde la pena de
muerte no existe, el criminal verá ante sí como el mayor de los riesgos
que se dispone á desafiar la prisión perpetua, donde la pena de muer-
te existe, el vera además de la prisión perpetua la muerte también, y

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 457

de tal manera que por remota que sea esta última probabilidad, junto
con no suprimir ninguna de las otras, añade de una nueva perspectiva
de un peligro mucho mayor. Dice también que entre el riesgo de la
perdida de la libertad y la de la vida, es mas fácil desechar la primera,
afirmando que el criminal de nacimiento no reconoce otra pena que
la de muerte. Holtzendorff, después de manifestar extensamente las
dificultades para que sea aplicada la pena indicada, deduce de ello,
que esa pena no puede intimidar. Spencer también dice en otro sen-
tido, que “en los países donde los hombres no dan importancia, sino
á las cosas presentes, precisas concretas, donde no se calculan las
remotas probabilidades del porvenir, son necesarias para contener al
criminal, penas severas, rápidas, precisas, capaces de conmover fuerte-
mente la imaginación. Para el hombre civilizado bastará el temor de
la, disciplina larga y monótona de los prisioneros, para los menos cul-
tos son indispensables las penas aflictivas y la de muerte.”
Véamos ahora si lo infructuoso de los sistemas correccionalista y
penitenciario para algunos criminales natos es una realidad compro-
bada por la observación científica. Á este efecto diremos que los cape-
llanes de la penitenciaria de Lisboa, creen en la incorregibilidad de
algunos criminales, afirmando que ni la instrucción moral, literaria y
religiosa, el trabajo, el estudio, las prácticas y conferencias y las visitas
del personal superior confortando y dándoles buenos consejos, pu-
dieron corregir su alma completamente pervertida. En sentido con-
trario, M. Herbette dice: “Cuando se tiene una noción clara del deber,
penetración y experiencia bastantes, no se dice ni se afirma, que tal ó
cual penado, es sujeto del cual nada hay que esperar... Después de
mucha observación, después de haber tratado millares y millares de
hombres habituados á delinquir un penitenciario práctico, se guar-
dará muy bien de decir de uno sólo de ellos: “Nada hay que hacer con
este individuo.”
En confirmación de lo expuesto podemos citar el caso que nos re-
fiere Proal es de un director de prisión, que aunque conservaba una
disciplina severa, supo hacerse querer de los penados, obteniendo
resultados admirables. En efecto, dice el escritor mencionado: “Un
antiguo director del presidio de Rochefort, M. Mercier, fué traslada-
do á otro destino, lo cual dió lugar á que los penados se dirigiesen á M.
Appert, para que se le conservase en su puesto, á cuyo fin emplearon
las siguientes palabras: “Hemos acudido á vos, ¿nos negareis vuestro
apoyo? nó: porque aunque sujetos por cadenas, no dejamos de ser
hombres. Perdemos á nuestro padre, á nuestro bienhechor… Por cul-
pable que un hombre sea, siempre le queda alguno de los dones que
le dio la naturaleza. Si en vez de envilecerle y degradarle con palabras

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458 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

y tratamientos bárbaros, se educa su alma (que no es insensible sino


por la desesperación) renacerá, revivirá lo que le es innato. M. Mercier,
ha practicado esta teoría; dedicándose á conocer la moral de los
reclusos... ¡oh! Señor, no hubierais dejado de admirarle, al ver la pena
que se daba para dominar trescientos penados, que los otros presi-
dios habían enviado al de Rochefort, por no poder subyugar á hom-
bres á quienes nada les decía el corazón... Sin embargo, á fuerza de
paciencia y de trabajo, el ha conseguido regenerar á hombres de quie-
nes se había perdido toda esperanza.”
Si esto es así, necesariamente tendremos que convenir que el sis-
tema de eliminación por la muerte, defendido por la escuela
antropológica, no tiene tan sólidos fundamentos, como á primera vis-
ta parece; aparte también de que si fuese una verdad confirmada y
reconocida, por la ciencia, la fatalidad fisiológica del criminal que lle-
vase en su fisonomía el sello de sus depravados instintos, pregunta-
mos ¿por qué no eliminarlo desde luego sacrificándolo, desde el
primer momento, de su existencia? ¿á qué esperar que viva cuando
necesariamente se sabe que su único destino es el crimen? Por últi-
mo, ¿á qué conduce el aparato de la justicia, el sistema de las circuns-
tancias atenuantes y agravantes y la defensa misma? Nosotros, no
tenemos autoridad para dar contestación á esas preguntas, y más cuan-
do sabios antropólogos, por las razones que dejamos expuestas, di-
cen: ¡Al criminal el cadalso! Apenas, pues, si nos atrevernos á contestar:
que se suprima también al maestro, al educador, los buenos consejos,
el ejemplo, los preceptos de la moral, de la religión, en fin, todo aque-
llo que hace al hombre humano, supuesto que según las doctrinas
antropológicas no hay remedio ninguno siendo imposible toda espe-
ranza de rehabilitación, no abrigándose en el alma mas que la feroci-
dad de los instintos. Diremos más suponiendo que existan criminales
incorregibles, ajenos en lo absoluto á toda buena idea y á todo senti-
miento de regeneración, preguntamos nuevamente: ¿Por qué sabién-
dose su fatal destino no se les priva de su existencia sin prueba
ninguna? No creemos, sin embargo, que haya uno sólo de sus parti-
darios que firme una sentencia de muerte en esas condiciones, ni
nadie que pueda formar una convicción de la criminalidad innata ó
hereditaria y que castigue por esto, cuando ni siquiera ha intentado el
remedio para la corrección y enmienda.
Llevando las ideas á sus últimos extremos, convengamos en que el
criminal en la sociedad es un miembro enfermo, sin remedio alguno;
volvemos á preguntar: ¿es necesario para salvar á aquélla, matar al
individuo? ¿Es está la única eliminación que puede existir? Pensa-
mos coma Silió cuando dice: “Elimínese para siempre del cuerpo

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 459

social, á esa clase de delincuentes instintivos, en absoluto


inadaptables media en que nacieron, pero no se responda, nó, al pu-
ñal con la cuchilla, teniendo en nuestra mano la, posibilidad de des-
armarlos con una perpetua privación de libertad, porque si bien se
objeta que tal sistema es menos eficaz que la pena de muerte, en
cuanto hace posible la vuelta del condenado á la vida común y libre de
que es forzoso alejarle para siempre, mediante la fuga ó el indulto, tal
argumento cae por tierra al mas ligero esfuerzo; la gracia del indulto
puede ser limitada por una ley, la fuga puede hacerse casi imposible
con una buena organización penitenciaria, y el hecho de la mera posi-
bilidad de una evación que pudiera ocurrir entre cientos de casos, no
me parece razón bastante para que debamos aplicar todos esos seres
detenidos con razón por incorregibles, una pena cruel é innecesaria;
ni vaya á creerse tampoco como dice Puglia, “que delincuentes natos
son bestias feroces, que entrando en la vida social hayan de llevar por
todas partes la ruina y la devastación.”
Garófalo, opinando en sentido contrario, dice: “Por otra parte, si fuera
posible imaginar una forma de reclusión que hiciera al reo en absoluto
y perpetuamente incapaz de dañar, sería aquello un martirio sin nom-
bre, una serie de torturas, que nadie se atrevería á proponer, ni ninguna
civilización podría aceptar. Con la pena de muerte la reacción social
comienza y acaba en un solo punto, antes que el sufrir del condenado
pueda dar nacimiento á la compasión. Mas un suplicio prolongado no
puede ni ordenarse ni cumplirse. Aquellos calabozos destinados á ser-
vir de tumba á los vivos quedan como una fantástica y lúgubre conce-
sión. Aun el mismo aislamiento perpetuo repugna á nuestra cultura...”
Dice además... “desde el momento en que el recluso está sometido á la
vida común con los otros prisioneros no puede hablarse de eliminación
absoluta. Estará en contacto con sus compañeros de castigo, con los
guardianes de la cárcel, con los filántropos que se permiten el visitar la
prisión...” Agrega por último: “Es evidente por lo demás y dígase lo que
se quiera que si las probabilidades de fuga de un prisionero se pueden
disminuir, jamás podrán reprimirse del todo. Y por esto es que la elimi-
nación no podrá ser absoluta, si no es irrevocable ¡la irrevocabilidad!
Esta palabra de la cual los abolicionistas se sirven como de una arma
terrible en contra nuestra, es por nosotros recogida y adoptada. Si, es
realmente la irrevocabilidad la que nosotros queremos y sin la cual
todo medio eliminativo tendrá que ser efímero. La irrevocabilidad, es
el mayor mérito de la pena de muerte.”
Véamos ahora, cuáles son las razones que nuestros legisladores
tuvieron presentes para mantener en el Código Penal, viva la pena de
que hablamos para los casos especificados en el artículo constitucional.

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460 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

El muy ilustrado jurisconsulto Martínez de Castro, dice en la parte


expositiva del cuerpo de derecho á que nos referimos: “Cuando estén
ya en practica las prevenciones que tienen por objeto la corrección moral
de los criminales, cuando por su trabajo honesto en la prisión puedan
salir de ella instruidos en algún arte ú oficio, y con un fondo bastante á
proporcionarse los recursos necesarios para subsistir; cuando en las
prisiones se les instruya en su religión, en la moral y en las primeras
letras; y por último, cuando nuestras cárceles se conviertan en verda-
deras penitenciarias, de donde los presos no puedan fugarse, entonces
podrá abolirse sin peligro la pena capital. Hacerlo antes sería á mi juicio
comprometer la seguridad pública y tal vez reducir á nuestra sociedad
al extremo peligroso de hacerse justicia por sí misma, adoptando la
bárbara ley de linch.”
No pensaron del mismo modo los demás miembros de la comisión que
formó el Código Penal, decidiéndose por la inmediata abolición de la pena
de muerte. Por lo que dice el Sr. Martínez de Castro, “Como ellos veo con
horror el derramamiento de sangre humana, y anhelo con ellos vivamente
que desaparezcan de entre nosotros esos suplicios sangrientos; pero á
mi juicio no ha llegado ese suspirado día, y todo lo que podemos hacer
es trabajar empeñosamente, hasta hacer innecesaria la pena capital.”
Agrega el jurisconsulto citado: “Los enemigos de ella la tachan de
ilegítima, de injusta, de que no es ejemplar, de indivisible e irrevoca-
ble; y, por ultimo, de innecesaria. Y á la verdad, si tales tachas fueran
ciertas, habría que confesar desde luego que no debía durar un día
mas esa terrible pena; pero semejantes objeciones están muy distan-
tes de la realidad, y hay en ellas no poco de alucinación.”
En resumen se puede decir que el Sr. Martínez de Castro, sólo
estimo como necesario el mantenimiento de la penal capital, debido
al estado social: por lo que no sin razón dice con Carlos Lucas: “Sea
cual fuere el talento de los hombres ilustrados que defienden la sub-
sistencia de la pena de muerte, no podrán luchar largo tiempo contra
la irresistible fuerza de la civilización cristiana, que debe borrar de
nuestros códigos criminales esa última huella del Talión. La causa
de la abolición de la pena de muerte está ganada ya para lo futuro, si
apoyándose en el progreso de la razón pública, en la dulcificación de
las costumbres y en el desarrollo de la reforma penitenciaria, que
libra de la temeridad de los impacientes.”
Vemos pues, por todo lo expuesto que la pena de muerte únicamente
se mantiene como una medida provisional á efecto de que no se com-
prometa la seguridad pública y privada y por no tener en toda la Repú-
blica establecido el régimen penitenciario, único medio para alcanzar
los dos grandes fines de las penas, el ejemplo y la corrección moral.

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 461

Con perdón de aquellos que no piensen como nosotros, diremos


que, la pena de muerte no se puede justificar ni aun en el caso en que
se invoque como áncora de salvación de la sociedad, ni por causas de
utilidad pública: no bastando tampoco que la ley autorice su aplica-
ción y que sea obra del legislador para que sea justa. Afirmamos esto
último en vista de que los hechos históricos nos demuestran que
infinidad de leyes dictadas para la salvación y utilidad del Estado, no
han sido otra cosa que disposiciones monstruosas opuestas á la justi-
cia y al buen sentido, de modo que se puede decir, que no porque la
pena en cuestión esté establecida por la ley, sea legítima, siendo al
contrario la violación de la legalidad.
Proal, citando á Grocio, dice: “Los políticos en general son poco
cuidadosos de la justicia, y se creen muy hábiles cuando violan el
derecho en interés del Estado; poco les importa lo justo y lo legítimo,
no atienden sino á la utilidad y no tienen otra palabra en los labios.”
Son muy aficionados á decir como Caifás: “Es necesario que muera
un hombre por el pueblo para que la nación se salve.”
Además, desde el momento en que la justicia es independiente de
la utilidad, es claro que esta no puede hacer justa la pena capital, sería
necesario para que lo fuera, que estuviese regulada por la ley y preci-
samente esta ley, es la que se opone á la teoría de aquella.
En otro sentido, confesamos ingenuamente que no encontramos,
por más esfuerzos que hacemos, cuál sea la utilidad que puede resul-
tar á la sociedad con la privación de la vida. ¿Será acaso con el fin de
prevenir los delitos, ó que por el terror que infunde dicha pena no se
cometan? Desde luego encontramos que este principio no sería otra
cosa que la aplicación de la inmoral teoría de que “el fin justifica los
medios”: lo que implica que al hombre se le convierta en instrumen-
to de terror en interés de la misma sociedad, lo cual estimamos no
ser necesario, desde el instante en que la mencionada pena, puede
sustituirse por otra que reúna todos los caracteres para ser legítima y
no opuesta á la razón.
Y como la ciencia penal necesariamente se tiene que fundar en la
razón, en la justicia y en la necesidad de conservar en armonía los
intereses y derechos del hombre, de la familia y de la sociedad; de
aquí depende que nos declaremos en favor de la abolición de la pena
de muerte, pensando, que la suprema facultad que tienen los pode-
res del Estado para castigar á los criminales, nunca se deben ejercer
de una manera incondicional y absoluta, sino mediante ciertas con-
diciones que en el terreno del derecho, se resuelven en cualidades ó
requisitos que hagan palpable la justicia y la moralidad de las penas.
No creemos necesario detenernos á explicar cuáles son estas cualida-

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462 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

des; por lo que sólo diremos, en general, que los criminalistas á quie-
nes seguimos exigen para toda pena, el que se sea personal, igual,
divisible, cierta, análoga y popular; aparte también de ser comensurable,
reparable, remisible, ejemplar, reformadora, económica, supresora del
poder de dañar, instructiva y tranquilizadora: cosas todas que faltan á
la pena de muerte.
Para concluir nuestro imperfecto estudio, por lo que remitimos á
nuestros lectores á los tratados especiales, creemos oportuno trans-
cribir los elevados conceptos de Víctor Hugo, á efecto de que les den
contestación los que no piensen como él, dicen así:
“¡De este modo tratais la vida! ¡De este modo manejais la muerte
sin conocerla! Soís perversos ó alucinados! Dios reservó para Él la
vida del hombre y se la arrebatais! Sin haber construido os atreveis á
destruir! Sólo teneis derecho para decir al hombre criminal!” Ya que
eres culpable, vive, pero sabiendo que has de morir.”
“El cielo se avergüenza cuando os ve obrar así en vuestra obscuri-
dad cuando confronta el crimen con el patíbulo. Derramais sangre en
nombre del crimen y en nombre de la ley creyendo establecer así,
fatal equilibrio y dando al criminal el contra peso del verdugo. ¡De ese
modo desenvainais la espada de la muerte! De ese modo manoseais
un fenómeno incomprensible! ¡Dios produce la muerte divina y vo-
sotros producís la muerte humana!
“Esta usurpación estremece al pensador. Dios vive y traspasando el
espesor del infinito, trocais al culpable en víctima. Teneis ante voso-
tros á un hombre que es monstruo, y le imitais queriendo con un
crimen corregir otro, haciendo que la ley continúe el mal que aquel
produjo. ¿Con qué derecho despojais al alma de la corteza del cuerpo,
para presentarla con su espantosa desnudez ante la Eternidad? Ese
brusco despojo está vedado al juez ¿Con qué derecho trocais el refu-
gio en escollo? El hombre es ciego y Dios lo lleva de la mano; pero la
obscuridad en nuestra faz, no nos hizo trasparentes, nos cubrió con
un sudario de carne que se entreabre cuando Él quiere, sólo cuando
Él indica el momento. La muerte desgarra ese sudario; hasta enton-
ces somos desconocidos. ¡Desgraciados de nosotros si precipitamos
ese, fatal momento!
“Dios, que es impenetrable, que abra el precipicio cuando le plazca;
quien quiera que caiga en él, siempre es Dios quien lo recibe.
“Privar de la vida á un hombre, no está permitido á los demás hom-
bres: con qué derecho dais esta sorpresa á Dios. ¿Con qué derecho
poneis el fin de la vida en el medio? ¿Cómo os atreveis á abrir y á
cerrar la fatal ventana? ¡A ciegas! Es menester que sepais que morir es
nacer en otra parte. ¿Comprendeis la espantosa frase en otra parte?

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CAP. IX.— DE LA PENA DE MUERTE 463

Quizas el hombre cometió un delito por dar pan á su mujer y á sus


hijos, pero vosotros á quienes no ciega el hambre, le matais. ¿Por qué?
¿Encontrais que es conveniente, que es digno de loa, que el crimen y
la justicia ofrezcan el mismo aspecto? Muerte, ave de rapiña ¿quién
conoce de tus alas? Quizás podrán cubrir el horizonte del mar: una
de ellas es blanca y llega al cielo; la otra es negra y desciende hasta el
infierno.
“¡Qué sabemos! Nuestra alma sólo puede deslizarse por el borde
siniestro de lo posible. La conciencia humana habita en una caverna;
lo que hacemos en ella ¿lo comprendeis acaso? Nó ¿Habeis visto al-
guna vez caer á alguno en la sombra? ¿Os representáis en la imagina-
ción la profunda caída en el abismo, al infinito lleno de vaga cólera y al
sentenciado cayendo?
“Causa horror pensar que el hombre interrumpe el silencio subli-
me, el hombre, á quien Dios puso en el mundo para que allí esperase.
La justicia de la tierra toma la palabra y dice: “Justicia divina, yo soy la
verdadera...!”
“Me asusta que maten á un hombre, porque ese hombre no nos
pertenece. ¿Quien es él? Solo Dios lo sabe. ¿Habeis meditado lo
que vais hacer? Juez y pueblo, podeis comprender acaso las extrañas
alas que puede desplegar bruscamente el ser que salga de súbito de
la violación de la tumba? Quizás será buitre. Quizás será paloma
¿Algunas veces no os atormenta ésta pregunta que os haceis en voz,
baja: ¿Será acaso inocente? Quizás asciende cuando creemos que
desciende. Entonces, ¿que valdría nuestro fallo ante la sentencia
divina? Las tinieblas pueden hacer reproche á nuestras leyes fúne-
bres. Seámos prudentes ante lo que ignoramos. La Tierra es un
punto sombrío con alrededores ilimitados de bruma y de espacio;
todo el infinito se estremece cuando tocamos un átomo ¿No es
monstruoso pensar que la ley y el hombre, en esta lucha que sobre-
salta, mezclan cantidades desiguales de crimen? Os están contem-
plando desde las alturas. No hagais que lloren los invisibles ojos
que lo presencian todo desde el cielo. No los indigneis, no les hagais
exclamar: “El hombre mata á ciegas, y víctima de sus delirios, arroja
lo ignorado en lo desconocido.”
Dignos y elevados son los conceptos que dejamos expuestos, no
encontrando otros mejores para querer la abolición de la pena de
muerte. Siendo tranquilizador que en la época actual, cualquiera que
sean las razones que se expongan para que aún esté vigente en nues-
tra legislación, sea borrada de ella lo mas pronto posible. Abrigamos
la esperanza de que así sea, confirmándonos más en nuestra convic-
ción, cuando vemos que el gobierno haciendo uso de su clemencia no

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464 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

la hace efectiva en innumerables casos, y cuando vemos también que,


los patíbulos y los cadalsos, ya no cuentan con la aprobación siendo
inútil en consecuencia, todo suplicio que no es ratificado por el voto
público.
Toca á la juventud, de la cual se entresacará para mañana á los legis-
ladores, borrar de los códigos penales una pena que ni corrige ni repa-
ra, sino que sólo arroja sangre sobre sangre; convirtiendo la ley —que
únicamente debe ser la salva-guardia de la vida y de los derechos de
los hombres,— en instrumentos de muerte para arrojar á aquellos,
sin derecho ninguno, al silencio y lobreguez de la tumba.
A los nuevos legisladores, pues, toca demostrar que la sociedad no
necesita para vivir ó defenderse, alimentarse con la sangre de nadie.
Que si la justicia divina no es implacable, permitiendo la esperanza al
desgraciado; ¿por qué se la ha de quitar la justicia humana, y más
cuando solo Dios es el dueño absoluto de la vida, no debiendo consi-
derarse como uno de tantos bienes sociales, cuya privación constitu-
ye la pena? Diremos pues, en conclusión, á los partidarios de la pena
de muerte, las siguientes palabras de Silió: “Si el matar es un crimen,
dime tú, sociedad, ¿por qué matas también?”
Diremos por último con el Sr. Pérez de Molina: “Concluyamos re-
pitiendo que cuando la educación religiosa se haya difundido entre
los hombres; cuando las pasiones tengan freno y las ambiciones lími-
te, cuando no se proclamen ciertos derechos sin haber cumplido exac-
tamente todos los deberes: en una palabra, cuando el sentimiento
religioso se haya desarrollado en toda la sociedad; compuesta de ver-
daderos cristianos, perfectos con la perfección que sea posible, los
crímenes se disminuirán considerablemente, los graves atentados
contra la existencia de los individuos serán poco frecuentes. Y si,
abolida la pena de muerte, tuviéramos noticia de un parricidio ó de
un asesinato horroroso, no los atribuyamos, nó, á la falta de aquella
terrible institución penal, sino reflexionemos sobre la miseria y co-
rrupción de nuestra naturaleza, nos convenceremos con dolor de que
esos aterradores crímenes que de tarde en tarde vienen á turbar nues-
tra alegría, son enteramente inevitables, como consecuencias nece-
sarias de la tragedia que comenzo en el Paraíso y no terminará
mientras haya hombres en el mundo.”

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CAPITULO X
DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS

Artículo 24.— Ningún juicio criminal


puede tener más de tres instancias. Nadie
puede ser juzgado dos veces por el mismo
delito, ya sea que en el juicio se le absuelva
ó se le condene. Queda abolida la práctica
de absolver de la instancia.

Sabido es que el procedimiento penal corresponden varias opera-


ciones: la averiguación del hecho delictuoso, la determinación, ó
descubrimiento del delincuente, el juicio y la sentencia. No nos de-
tendremos á explicar estos trámites, supuesto que damos por adelan-
tado que nuestros lectores entienden jurídicamente lo que es el juicio,
lo mismo que sus instancias.
En el Derecho Romano, desde el siglo III de la fundación de la
ciudad, y posteriormente, decidida la cuestión pendiente por medio
de sentencia, ya estuvo en uso la práctica de abrir la segunda instan-
cia para lo cual se empleaban formas y requisitos. En tal virtud, las
circunstancias de que en muchos casos la autoridad suprema dele-
gase la jurisdicción en los particulares ó en los lugar-tenientes index
pedaneus, para que tomaran conocimiento de los negocios de poca
importancia, sin estar por esto privados para intervenir en los proce-
sos criminales, la diferencia de las atribuciones consistentes en que
los segundos podían subdelegar sus facultades, mientras los prime-
ros cumplían su encargo como mandatarios, el hecho también de
que los gobernadores de las provincias, podían subdelegar sus atri-
buciones, no obstante el deseo de que personalmente administra-
sen justicia y no que tal encargo se confiase á los asesores ó á los
oficiales romanos; todo hizo que, se pudiese apelar de las resolucio-
nes para ante el que hubiese dado el mandato ó delegado la jurisdic-
ción. Lo mismo que acontecía con las resoluciones de los delegados

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466 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

imperiales las cuales podían ser recurridas para ante el Emperador,


pero cuando éste dictaba sus mandatos, lo común fué, que contra la
resolución que recaía, no cupiese recurso alguno, una vez que el
principal fin de este procedimiento, era el de descargarse del conoci-
miento del negocio.
En otros casos, cuando los jueces funcionaban por delegación es-
pecial, también podían subdelegar su jurisdicción, pero en estas con-
diciones, no se podía apelar ante ellos, sino ante el Emperador,
principalmente contra las sentencias graves, entre las que figuraban
las de deportación, la confiscación de bienes y la de trabajos forza-
dos. Es de advertir, que, tratándose de la pena capital ó de la aplica-
ción del tormento, los funcionarios ya tuviesen jurisdicción propia ó
delegada, estaban en la obligación de consultar el parecer imperial
antes de proceder.
En general se puede decir, que entre los Romanos, el recurso de
apelación se podía interponer contra todas las sentencias que impo-
nían penas indebidas, pero para que el recurso prosperase era indis-
pensable que el fallo lo hubiera dictado el magistrado, con imperium
siendo improcedente interponerlo contra las resoluciones dictadas
por los Tribunales del pueblo, las de los Cónsules con el Senado y las
dimanadas del veredicto del Jurado.
No está por demás decir que era procedente la apelación contra las
sentencias interlocutorias, cuando causaban un perjuicio que no se
podía reparar en la sentencia definitiva.
Entre otra particularidad del procedimiento penal romano, men-
cionaremos, la de que los jueces inferiores, cuando el reo estaba con-
feso ó resultaba suficientemente comprobada su culpabilidad,
rechazaban á su arbitrio la apelación, sucediendo lo mismo cuando se
consideraba que la seguridad pública corría peligro con que se difirie-
se la ejecución de la pena. Es de advertir, que en estos casos, si la
sentencia se llevaba adelante, era bajo la responsabilidad de quien la
hubiese dictado. También debemos decir, que en los procesos espe-
ciales, como en los de falsificación de moneda, los de coacciones y
raptos, lo común fué que las sentencias de primera instancia causa-
sen ejecutoria. Por último haremos presente, que en el procedimien-
to, en que intervenían el magistrado y los comicios, se podía recurrir
contra sus fallos por ante la comunidad, por medio de la provocatio, la
que tenía lugar antes de que se llegase á la parte final del juicio
indicium populi.
No siendo nuestro propósito hacer un estudio completo de los re-
cursos admitidos en el derecho romano contra las sentencias, sino
únicamente el de dar á conocer los que se usaban en la práctica, sólo

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 467

agregaremos que les eran admitidos, tanto al inculpado como á la parte


contraria. Por excepción, los extraños también podían apelar en repre-
sentación del reo, en las causas que afectaban al derecho privado y en
las no capitales. Siendo de advertir, que cuando las sentencias no resol-
vían asuntos de esa naturaleza, todo el mundo podía recurrir contra
ellas, sin necesidad de poder del condenado y aun contra su voluntad.
Respecto á la forma y tiempo en que se habían de interponer los
recursos, los únicos datos de que tenernos noticia, son de que el
agraviado ó su representante se dirigía al tribunal sentenciador, ma-
nifestando su oposición, á efecto de que elevase la causa al conoci-
miento del superior. Podía suceder algunas veces que los jueces se
opusiesen á estas peticiones en cuyo caso el apelante podía presentar
su queja á la autoridad inmediata, considerándose entonces esto como
si fuera la interposición del recurso.
Primitivamente, el tiempo concedido para apelar, fué el de dos días,
contados desde el siguiente á la fecha de la sentencia, ampliándose á
diez en la legislación establecida por Justiniano. Debemos hacer notar,
que teniendo que ir los extranjeros á Roma para continuar sus causas ó
mejorar sus recursos, gozaron del plazo de un año, el que después se
ampleó á 18 meses. En lo referente á los habitantes de Italia, primera-
mente el propio término fué el de 6 meses, prorrogándose á 9 con
posterioridad.
Para terminar nuestra reseña histórica, diremos, que los tribunales
romanos castigaron en todo tiempo el abuso de las apelaciones, cuan-
do no eran fundadas ó no había razón ni motivo para interponerlos.
La legislación española desde muy antiguo se ocupó de la materia
que estudiamos, tratando ya de ella la ley 1ª, título XV, Lib. II del Fuero
Real, la 1ª á la 29ª del título XXIII de la Partida III, y muy especialmente,
la 1ª á la 24ª, título XX, libro XI de la Novísima Recopilación. Debemos
decir que esta Legislación en gran parte siguió la tradición Romana,
una vez que denegó la apelación para los delitos graves, los notorios y
para las sentencias dictadas por comisión del Tribunal, ante el cual se
tenía que recurrir. Podíamos citar otras disposiciones, bastando las enun-
ciadas para que quede demostrado que en la legislación española esta-
ba autorizada la segunda instancia. Respecto á la tercera ó sea el recurso
llamado de súplica, nos habla de él, la Ley XXII, título XXI, Lib. XI de
la Novísima Recopilación; la XIII, título XXII, del mismo Lib. Es de
advertir que desde la vigencia de estas disposiciones, ya en las causas
criminales, la segunda suplicación no fué admitida, pensándose muy
acertadamente, que tal procedimiento importaba un grave perjuicio
para la administración, de justicia por dilatarse el castigo de los delitos
y el ejemplo para los malhechores.

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468 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En la época actual, no está uniformidad la legislación de los Esta-


dos de la Federación, en lo relativo á los recursos. En unos, la apela-
ción se puede interponer libremente, mientras que en otros la
revisión de los fallos es completamente forzosa, principalmente,
tratándose de las penas que revisten alguna gravedad, abriéndose la
tercer instancia por lo común, aunque no lo solicite al reo, cuando la
sentencia de vista no es conforme con la dictada por el juez inferior,
la pena impuesta es la capital ú otra de menos importancia en dura-
ción é intensidad.
Según lo dispuesto en capítulo I, título I del Lib. V. del Código de
Procedimientos Penales del Distrito Federal, son apelables todos
los fallos en que se impone una pena mayor de dos meses de arresto
ó doscientos pesos de multa. Lo esencial de esta disposición es,
que la revisión de los fallos, no era forzosa, sino en los casos expre-
samente determinados en la ley; es decir, cuando se decreta la li-
bertad absoluta de un reo, por estar comprobada alguna circunstancia
exculpante, de aquellas que la ley reserva al conocimiento de los
jueces, por tratarse de un punto científico, ó cuando se trata de la
libertad provisional, cuando la resolución es favorable, siendo el
caso, el de la legítima defensa acreditada por prueba jurídica que no
sea sólamente testimonial.
Por lo expuesto se ve que por graves que sean las penas, si no se
apela de las sentencias en que dicho recurso es admisible, causan
ejecutoria, y no es bastante la simple apelación, sino que conforme al
artículo 481 del código citado, no se repone el procedimiento si no se
expresó el agravio en que se apoya la petición, no pudiéndose alegar
aquel con que la parte agraviada se hubiese conformado expresamen-
te ó contra el que no se hubiere intentado el recurso que la ley conce-
de, ó si no hay recurso, si no se protestó contra dicho agravio en la
instancia en que se causó.
Según la última ley de organización judicial, son revisables todos
los procesos cuya resolución les pone término, siendo el objeto el de
corregir disciplinariamente las faltas que en los mismos aparezcan
comprobadas ó en su caso, exigir la responsabilidad penal. De modo
que resulta, que en todo rigor, esta revisión no tiene por objeto repa-
rar cualquier agravio cometido en contra del reo, sino sólo exigir la
responsabilidad á los funcionarios judiciales. Sea lo que fuese, dire-
mos en conclusión, que todas las tendencias de la legislación son las
de disminuir, ó por lo menos de las no aumentar á más de tres, las
instancias de los juicios. Desgraciadamente, algunas veces con los
recursos extraordinarios, y aunque éstos no sean verdaderas instan-
cias, por vicio en la práctica resulta que de hecho le son, pudiendo,

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 469

tener los negocios hasta cinco con la casación, el recurso de amparo y


el de revisión.
*
**

Es la consecuencia de que una sentencia quede firme, la de que


nadie pueda ser juzgado ni sentenciado otra vez por el mismo delito,
ya sea que antes hubiese sido absuelto ó condenado, reconociéndose
este principio en las legislaciones más antiguas. En la India Brahamá-
nica, según las leyes de Manou, existían en todas las ciudades cierto
número de magistrados, encargados de administrar justicia median-
te debates políticos y contradictorios recurriéndose á las pruebas ju-
diciales del agua y del fuego, como medio supremo para llegar al
conocimiento de la verdad. El espíritu religioso y supersticioso del
pueblo, dió á esos procedimientos tanta importancia que revestian
los carácteres de una solemne ceremonia en la que, tomaban parte el
rey y los sacerdotes más respetables; dando por resultado, que todas
las decisiones produjesen los efectos de la cosa juzgada, con la excep-
ción de que cuando el magistrado dictaba una sentencia injusta, en-
tonces el rey estaba en el deber de juzgar el hecho nuevamente.
Aunque son pocos los datos que tenemos del procedimiento criminal
de los Egipcios, sí podemos decir que las defensas y las acusaciones
lugar por escrito, á fin de que los jueces no fueran influenciados por el
talento de los oradores. En cuanto á las sentencias, por el hecho de
tener una forma solemne y religiosa, se les revistió con todos los ca-
racteres de un oráculo, reconociéndoseles la autoridad de un fallo
divino. Entre los Hebreos, según las noticias que nos proporciona el
Antiguo Testamento, toda sentencia absolutoria tenía la fuerza de
definitiva, razón por la que nadie podía ser perseguido en virtud del
mismo hecho. No sucedía lo mismo con los fallos condenatorios, y
muy especialmente cuando se trataba de aplicar la pena capital, una
vez que entonces fué permitido á todo ciudadano presentarse en el
momento de la ejecución y sostener que el acusado era inocente, lo
que importaba que el fallo fuese anulado, comenzando de nuevo el
juicio, pudiendo tener lugar cinco veces esta oposición para que la
sentencia causase ejecutoria.
Hablando de Grecia, según los autores más caracterizados, no se
cuenta con ningún documento especial que se refiera á su primitiva
legislación, sí apareciendo de los poemas de Homero, que la idea de
la venganza individual, fué el medio empleado para la represión de
los delitos comunes, la que se ejercitaba, tanto contra las personas
como contra sus bienes; siendo también lo común que las ofensas

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470 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

demandasen una simple reparación pecuniaria. Afirman algunos que


Solón reemplazó estos procedimientos por otros más precisos, esta-
bleciendo diversas órdenes de tribunales para proteger los intereses
privados y los sociales.
Samuel Petit, fundándose en los escritos de Platón, Critón,
Demóstenes y Timocrato, afirma que entre los Griegos fué reconoci-
do el principio de la cosa juzgada, atribuyéndose á Sólon ser su autor,
encontrando su base más sólida en el orden político y social. Es así
como autor el citado dice que Sócrates proclamaba con fuerza y elo-
cuencia: que, “Quitar á la cosa juzgada su carácter irrevocable, me-
noscabando así mismo á la ley ó á un decreto del pueblo, es un crimen
afrentoso, un acto limpío, un atentado á los principios fundamentales
del gobierno democrático.” No obstante estos saludables principios,
y á pesar de que las sentencias, como, hemos dicho, tenían un carác-
ter sagrado, considerándose como un sacrilegio no darles cumpli-
miento, lo cierto es que los Romanos, durante los últimos tiempos de
la República, vieron con desdén la impotente pequeñez y el desme-
nuzamiento de los estados helénicos, supuesto que consideraron
como cosa llana el que á cada cambio ó vaivén político, quedaran anu-
ladas las sentencias que desagradaban al nuevo efímero soberano.
Según Laurent, entre los medios que producían idénticos efectos a
los de la cosa juzgada y en los delitos privados, se contaban el perdón
del ofendido y la transacción mediante una cantidad de dinero. Pero
en estos casos, como es de pensarse, la acción contra el culpable no
quedaba extinguida, por razón de la rex judicata, sino en virtud del
principio superior non bis in idem. El mismo autor refiere, que el
Senado de Esparta, facultado á estatuir sobre la generalidad de los
delitos, no pronunciaba ninguna sentencia condenatoria, sin tener
pruebas absolutamente ciertas de la culpabilidad. Obedecía esta prác-
tica á que siendo en esa República muy limitado el número de los
ciudadanos, no se quiso emplear el castigo sino como último extre-
mo. Tenemos pues, que si la legislación no permitió la aplicación de
las penas con la ausencia de pruebas suficientes, en cambio esta cir-
cunstancia, no impidió á los magistrados el que ejercitasen el dere-
cho de volver á perseguir al acusado, cuando nuevos elementos
probatorios venían á acreditar su culpabilidad: todo lo cual nos hace
creer que en Esparta una sentencia absolutoria, en las condiciones
indicadas, no tuvo el carácter de definitiva.
En el procedimiento penal de los Romanos, el principio de la rex
judicata se consideró como excepción, esplicando Laurens, con gran
acopio de datos, como dicho principio fué reconocido desde muy
antiguo, lo mismo que durante el período de las quœstiones perpetuæ

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 471

y en el de las cognitiones extraordinariæ. No siendo nuestro objeto


reproducir tan vasto estudio, nos limitamos únicamente á extractar
lo que nos enseña Mommsen: en tal virtud dice que la sentencia
ponía fin al proceso, tanto al seguido por el procedimiento, en que
intervenía el magistrado únicamente, en el que intervenía éste y los
comicios, como al substanciado por medio de la cognition. En el pro-
cedimiento en que sólo conocía el magistrado, por el hecho de tratar-
se de asuntos que tenían un carácter público, se volvía á hacer cargo
de la primera inculpación con el fin de modificar la pena, dándose por
razón que las relaciones de la comunidad con el individuo no podían
referirse al concepto privado que revestía el fallo. No obstante esto, el
autor citado, asegura que no hay duda que semejante revisión se con-
sideró desde bien pronto como inadmisible. Igualmente afirma que
fueron inatacables los acuerdos de los comicios, á efecto de que no se
aplicase una sentencia penal.
En el procedimiento por congnition, en que se podía imponer la
pena sin que existiese acusador, encontramos una novedad sobre la
cual llamamos la atención; esta consiste en que la absolución, muy al
contrario del significado y efectos que hoy tiene y producen, era úni-
camente la suspensión del procedimiento, de modo que cuando se
decretaba, no había obstáculo legal para que el proceso se renovase
por la misma causa. Se puede decir por lo tanto que la irreformabilidad
de los fallos entre los Romanos, no fué obra de su antiguo derecho:
encontrándose su origen en la naturaleza del juicio arbitral derivado
del procedimiento privado. Introducido en la legislación el juicio por
jurados, la firmeza de las sentencias pasó á las quœstiones, las que
diremos de paso, que eran todo proceso penal público, en que no
intervenía más que el magistrado; también se llamaba así á los proce-
dimientos en que presidía el Jurado ó intervenía con los comicios.
En la ley de repetundis se previno de una manera expresa que la
sentencia que se hubiese dado, era para siempre, teniendo toda su
fuerza y valor definitivo. En consecuencia de dicha ley, todo el que
fuese condenado, no podía ser juzgado á causa del mismo hecho. En
tal virtud se puede afirmar que el principio de la irreformabilidad de
los fallos fué respetado durante todo el período de la República, lle-
gándose al extremo durante el Principado, de no ser permitido anular
una sentencia, aunque se evidenciase que sus fundamentos eran erró-
neos ó que violaban los preceptos legales. La irreformabilidad, pues,
de los fallos, se conservó en Roma, durante todo el tiempo de su
existencia, comprendiéndose desde entonces, que los principios en
que descansa, necesariamente tienen que ser el sostén de todo Esta-
do organizado jurídicamente.

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472 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Sin embargo, de lo expuesto, el principio de la cosa juzgada tenía


sus excepciones para los casos en que las sentencias se dictaban su-
brepticiamente ó en virtud de coacción; en estas condiciones las co-
sas se reponían al estado que antes tenían. De idéntica manera en el
procedimiento privado ó en el seguido por questiones, era revisable el
proceso cuando la sentencia se imponía con dolo ó violencia. Es de
advertir, que en estos casos, la nueva instrucción se encargaba á los
mismos jurados que habían votado el primer veredicto. Ocurría tam-
bién algunas veces que la Legislatura anulase algunas sentencias de
los Comicios ó del Jurado, por medio de alguna ley especial; pero esta
práctica únicamente se justificó desde el punto de vista político, aparte
de que se hizo un uso muy parco de tales facultades. Se fundaba la
Legislatura, en que teniendo derecho teórica y prácticamente, para
modificar ó anular las sentencias, del mismo modo podían conceder
por medio de una ley especial una gracia ó un favor personal; cosas
que también podían otorgar ó conceder los emperadores.
Habiendo sido Roma la dominadora del mundo, necesariamente
impuso á los pueblos su legislación, realizando de este modo la idea
de su unidad, por mucho que en las razas vencidas á aún no tuviese
lugar la fusión de sus costumbres. No es de extrañar por lo tanto, que
las naciones conquistadas aceptasen rápidamente por su voluntad ó
por la imposición de la fuerza, el sistema penal y de procedimientos
de los Romanos, en el que se reconocía, entre otras cosas, la autoridad
de la cosa juzgada, la acusación por todos los ciudadanos, el juicio por
jurados, la publicidad de los debates y el procedimiento acusatorio,
dándose en general, al derecho, un nuevo concepto.
Durante el período feudal, reinando en las leyes el mismo desor-
den en que estaba ó vivía la sociedad, muy pocos datos hemos podido
encontrar en lo relativo á cómo fué reconocido el principio de la cosa
juzgada.
Thonissen, en su “Estude sur les droit criminel des peuples
anciens,” hablando del juicio de Dios, dice que “los pueblos indo
europeos tomaron del Asia esta institución, importándola á Europa
precisamente cuando partieron de la Mesa Central para realizar sus
invasiones.” Ya hemos dicho antes que en ese juicio, los elementos
probatorios para acreditar la inocencia ó la culpabilidad, consistían en
la aplicación del agua hirviendo, las sumersiones en la fría y muy
especialmente, en el duelo judicial. Hemos dicho también que la
ignorancia y la superstición de esa época, dieron entera fé á esos ele-
mentos probatorios, una vez que en el espíritu popular estaba en
extremo arraigada la creencia de que la Divinidad intervenía en los
juicios verificados de esa manera, ya para proteger al inocente contra

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 473

una acusación injusta, como para abandonar al culpable á su suerte.


Por muy desacertados que hoy veamos esos procedimientos, no se
puede negar que vinieron á reglamentar y moralizar de alguna mane-
ra, el antiguo derecho de venganza. De todos modos, lo que nos im-
porta saber es, que el carácter religioso que en general tenían todas
las pruebas en los juicios, probablemente hicieron que las sentencias
en ellas fundadas tuviesen toda la autoridad de la cosa juzgada.
Durante los primeros tiempos del período real, se puede decir,
que muy poco adelantó la administración de justicia, tratándose
más que de otra cosa, de fortalecer el poder monárquico. Sí llama
la atención que el procedimiento inquisitorial, fundado en 1205
por Inocencio III y reformado por los papas Bonifacio VIII, Cle-
mente V y Juan XXII, estuviese más regularizado y fuése en su
método más científico que el procedimiento ordinario. De esto
dependió que la justicia real, para mejorar su sistema penal, amol-
dase sus primeras ordenanzas á las disposiciones de la iglesia. De
cualquiera manera que se juzgue el período indicado, no se puede
negar que en él se realizaron algunas reformas en la legislación; y
aunque no encontramos disposición especial relativa al principio
de la cosa juzgada, de suponer es, que cuestión tan importante no
pudo pasar desapercibida para el legislador. Comprendiéndose más
tarde que el principio que nos ocupa no tenía aplicación en la prác-
tica por las diversas excepciones, requisitos y formalidades que
eran necesarios, para hacerlo efectivo; el hecho de que muchas
sentencias temporal ó indefinidamente, tenían el carácter de pro-
visionales y en general, la inseguridad del derecho; todo hizo que
en el siglo XVIII, que se puede llamar período de crítica y examen,
los filósofos y jurisconsultos fijasen su atención en el deplorable
estado de la legislación y muy particularmente en las pocas garan-
tías que ofrecía la rex judicata. En esta época M. de Tourbet, decía
hablando de la legislación: “Que ella fué puesta en acusación”.
Montesquieu, Voltaire, Beccaria, Beaumarchais, trabajadores in-
fatigables de los nuevos conceptos del derecho, fueron los prime-
ros en zapar el edificio del antiguo régimen; siendo secundados
por Bernardi, Vermeil, Lacretelle, Zervan, Dupaty, Bucher de Argis
y otros filósofos, jurisconsultos y magistrados, entre los que se
distingue Brissot de Warvil, quien demandó en términos enérgi-
cos la irrevocabilidad de las sentencias criminales, protestando
igualmente contra la institución del más amplio informe, el que en
rigor no era otra cosa que la absolución de la instancia.
Diremos por lo mismo, que la autoridad de la cosa juzgada, si es
cierto que tuvo existencia en el período que llamaremos intermedia-

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474 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

rio, casi fué de nombre, no siendo de extrañar que la Revolución Fran-


cesa comprendiese en su programa el principio que nos ocupa, y más
estando tan relacionado con las garantías de la libertad individual.
Por tal motivo se previno en la Constitución de 14 de Septiembre de
1791 que “todo hombre absuelto por un jurado legal, no puede ser
perseguido ni acusado por razón del mismo hecho.” Quedando á su
vez consagrado el propio principio en los preceptos del Código Penal
expedido poco después.
A partir, por lo tanto de esta época, la rex judicata constituyó un
precepto para la sociedad y una garantía jurídica y legal para los indi-
viduos. Fatalmente las convulsiones políticas que tanto agitaron á
Francia y el terror que por algún tiempo dominó en sus habitantes,
hizo que en la práctica de ese tiempo, la rex judicata no correspon-
diese á los deseos del legislador; sirviéndonos de ejemplo el citado
por Campardon, de una familia entera condenada á la deportación
dos días después de haber sido guillotinada. De cualquier modo
que esto sea, como la concepción del nuevo derecho ya se había
arraigado en la conciencia popular, lo natural fué que, no pereciese
en los sangrientos cataclismos de la Revolución y tan fué así, que
cual si fuese una alborada de mejores días, fué expedido el decreto
que abría el recurso de revisión, para enmendar los errores judicia-
les, suprimiéndose en los procedimientos los obstáculos y dificul-
tades con que se tropezaba para que el principio de la cosa juzgada
se hiciese efectivo.
En 1808 se expidió el Código de Instrucción criminal, siendo esta
obra la más perdurable de las glorias napoleónicas, afirmándose en el
art. 360 el principio de la rex judicata, el cual por su sabiduría ha sido
aceptado en todos los códigos de los pueblos civilizados.
En los Estados Unidos se ha dado al repetido principio su verda-
dero carácter en la fórmula siguiente de la Constitución. “Ninguna
persona será sometida á juicio por la misma ofensa dos veces ó en-
carcelada;” reconociéndose igualmente en la de la Luisiana, de 1879
y en la de California de 7 de Mayo del mismo año. Los códigos de
procedimientos penales de Alemania, de Austria y de la Croasia,
expedidos respectivamente, el 1º de Febrero de 1877, el 23 de Mayo
de 1873 y 17 del mismo mes de 1875, no contienen disposición
alguna expresa respecto de la cosa juzgada; pero esto no impide que
el principio tenga aplicación en la práctica. Ocurriendo lo mismo
entre los Ingleses y Escoceses, donde está garantizada por el dere-
cho común. Diremos por último, que en la legislación musulmana,
no se descuidó preceptuar el repetido principio; estando prescripto
hasta en las leyes de los Howas en el Continente Africano.

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 475

Por la exposición que tenemos hecha, se viene en conocimiento de


toda la importancia que encierra el precepto constitucional para que
nadie pueda ser juzgado dos veces por el mismo delito, ya sea que en
el juicio se le absuelva ó se le condene.
Aunque muchas cuestiones hemos omitido que se relacionan con
este asunto, nos ocuparemos por ahora de las condiciones generales
que debe tener una decisión judicial para producir los efectos, de la
cosa juzgada. En tal virtud, dicha decisión debe tener los caracteres
de una sentencia ó mejor dicho, debe ser la obra de la autoridad
judicial, estatuyendo sobre la decisión pública; debe ser definitiva,
resolviendo sobre el fondo mismo de la demanda, siendo á la vez
subsceptible de ejecución; y por último, debe ser irrevocable, por no
podérsele atacar ya por las vías legales. En cuanto á las condiciones de
aplicación para que se pueda invocar la excepción de que nos venimos
ocupando contra una decisión posterior, todos los autores están de
acuerdo en que deben concurrir los requisitos de identidad en la
persona, en la cosa y en la acción. Nos ocuparemos aunque sea breve-
mente de este asunto, remitiendo al lector á las importantes obras de
Hipólito Laurens. “De l’ Autorité de la Chose Jugeé considerée
comme mode d’extinction de l’ accion publique,” á la autoridad de la
“Cosa Juzgada” por F. Laurent, pues aunque este autor únicamente
trata la cuestión desde el punto de vista civil, enseña importantes
doctrinas, lo mismo que el Sr. Francisco Ricci en su “Tratado de las
Pruebas.”
Estudiando, pues, las condiciones de aplicación de la cosa juzgada
diremos que en el derecho romano, eran las mismas para los negocios
civiles y para los penales, una vez que la acción represiva tenía los
mismos caracteres que la acción privada. En la actualidad no acontece
lo mismo, una vez que como dice Framarino: “El juicio civil atiende á
un fin distinto del que es propio del juicio penal, el primero conténtase
con alcanzar la verdad formal, el segundo busca la verdad substancial.
El juicio civil se funda así sobre pruebas que no siempre pueden
tener el mismo valor en el penal; según hemos visto que pasa con las
pruebas indirectas “jures et de jure civiles.” La diferencia de fines y
de valor de las pruebas en los dos juicios, lleva claramente á afirmar
que la presunción jures et de jure de la verdad de la cosa juzgada civil
no puede tener en el penal más fuerza que cualquiera otra presun-
ción civil del mismo género.”
Hecha esta explicación ya podemos decir que la primera condición
de las indicadas ó sea la de “eæden personæ,” se funda en que en los
juicios penales, contrae el acusador con el acusado; de lo que resulta
que la sentencia no puede tener efectos sino respecto de los que han

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476 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

intervenido en el juicio como actores ó como reos, siendo indiscuti-


ble que entonces la cosa juzgada solo puede causar estado con relacion
á las partes.
La segunda condición, ó sea la de “eæden rex,” tiene por objeto el
que se juzgue sobre el hecho material que constituye el delito y en el
instante mismo de su perpetración, no siendo dable que con poste-
rioridad á la sentencia se pretenda con nuevos elementos probato-
rios modificar la cualidad del mismo; porque en tal caso, el principio
de la cosa juzgada dejaría de tener el carácter de garantía que la ley ha
acordado á los ciudadanos, protegiéndolos contra la multiplicidad de
los juicios. Por tal causa nuestra ley conciliando el hecho posible de
que durante la instrucción el delito no sea debidamente clasificado,
lo mismo que sus circunstancias, el grado de responsabilidad ó las
condiciones morales que acompañan á su ejecución, permite modifi-
car en el juicio, tanto la acusación como las excepciones de la defensa;
pero para poder hacer esto, es requisito indispensable que sobreven-
gan hechos supervinientes para que puedan ser fijados en la senten-
cia definitiva; en cuyo caso, de su peso se cae que ya no es dable un
nuevo juicio, dar otra clasificación al hecho delictuoso, ni aumentar
ni disminuir el grado de la responsabilidad, una vez, que la acción y la
excepción están definitivamente fijadas.
Pudiera suceder, en los casos de delitos conexos, que por ser juzga-
do y sentenciado un delincuente se pretendiese invocar para otro la
excepción de la cosa juzgada; lo que es inadmisible, una vez que la
conexión no significa la unidad del hecho ó hechos punibles: lo mis-
mo se dice de los delitos en que la intención se manifiesta en diver-
sos actos, de modo que sometidos á la acción de la justicia, unos no se
pueden perseguir por los otros sin dejar de violar el principio, “non
vis in idem,” por otra persecución contraria a la propia intención.
En los delitos continuos ó en los complexos se puede observar que
aunque consisten en la reiteración de un hecho determinado, y, aun-
que se trata de la misma persona y de la misma acción, siempre im-
porta una nueva infracción de la ley. Lo expuesto, por lo tanto, nos
autoriza á concluir, que la última condición de aplicación de las que
hemos mencionado ó sea la referente á la eæden causa pretende, tie-
ne que ser la que se deriva del mismo hecho material y contra la
misma persona como consecuencia de la violación de la ley.
Agregaremos, para terminar la exposición de las teorías que deja-
mos expuestas, lo que nos enseña Laurens: “Toda decisión rendida
por una jurisdicción legalmente instituida es susceptible de produ-
cir la autoridad de la cosa juzgada, á pesar de las irregularidades que
puedan viciar esta desición... La solución que presentamos ha sido

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 477

adoptada por la gran mayoría de los autores: F. Helie, tomo III, p. 177;
Trebutien, tome II, p. 639; Rodiére, p. 289 et 283; Griolet, Rev. Prac.
de Droit Francais, tome 23, p. 501; Leselyer, tome IV, p. 66I y siguien-
tes; Dallos, R. U° Chose Judgée núm. 445. Por su lado la jurispruden-
cia muchas veces ha hecho la aplicación de este sistema acordando la
autoridad de la cosa juzgada. 1° á la desición emanada de un juez
incompetente. 2° á la desición rendida por un tribunal irregularmen-
te compuesto; 3º á la desición pronunciada sin la observancia de las
formas legales.”
Otros autores, entre los que figuran Manguiy le Gravereud, no han
adoptado en lo absoluto las doctrinas antes citadas. Por nuestra parte,
humildemente creemos que, basta que la cosa juzgada proceda de
una jurisdicción legalmente constituida, sin estar libre de toda irre-
gularidad, para que adquiera toda su autoridad.
Framarino, dice: “Si la justicia penal no tuviere una sentencia últi-
ma, segura y definitiva, á cuya sombra pueda descansar tranquila la
conciencia social, lejos de ser instrumento de tranquilidad, sería cau-
sa de interminables perturbaciones.”
Pero también aquí conviene distinguir. Si las razones políticas
expuestas inducen á considerar absoluta é inquebrantable la pre-
sunción de verdad de la cosa juzgada, en cuanto á la absolución, no
tiene, sin embargo, la misma fuerza para rechazar todo límite en
cuanto á la condena. Que por razones políticas se deje impune, aun-
que sea al reo, cuando ha sido legítimamente absuelto, cosa es que
no repugna á la conciencia social, que ve en todo ello el fin de la
tranquilidad civil y de la estabilidad del derecho. Pero que se deba
seguir atormentando con una pena á aquél que es evidentemente
inocente, sólo porque ha sido condenado por error, no puede admi-
tirse tranquilamente por la misma conciencia social. Las razones
políticas pueden legítimamente valer, cuando se trata de la absolu-
ción, nunca, cuando se trata de la condena. No puede haber conde-
na legítima sin justicia intrínseca.
Sí, pues, la presunción de verdad conviene que sea absoluta para la
cosa juzgada absolutoria, debe en cambio tener límites cuando es
condenatoria... Cuando la verdad real y evidente, es contraría á la
verdad presunta de la cosa juzgada condenatoria, obstinarse en sos-
tener la inviolabilidad ésta, sería contrariar los fines mismos de la
justicia penal. La verdad presunta debe ceder entonces su puesto á la
verdad real; la ficción jurídica debe en ese caso, ser substituída, por la
verdad del derecho.
Ricci, por su parte dice: “Cuando la sentencia del juez ha pasa-
do en autoridad de cosa juzgada, pro veritate habetur sea cual

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478 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

fuere. Mientras la contienda está abierta, es lícito discutir sobre


el fundamento de las pretensiones respectivas, pero una vez ter-
minada la contienda con sentencia firme, ya no puede volver á
discutirse lo que ha sido irrevocablemente decidido, sea justo ó
injusto.
“Aunque sea nula la sentencia irrevocable, no por esto desaparece
la cosa juzgada. La ley concede los medios para impugnar la senten-
cia nula, si la parte interesada no ha creído necesario valerse de seme-
jantes medios, permitiendo así que la sentencia pasara á ser cosa
juzgada “sibi imputet,” no tiene derecho á quejarse luego.
“Si la sentencia fuere contraria á la ley, ó hubiere emanado de juez
incompetente, habiendo llegado á ser firme, adquiere la autoridad de
cosa juzgada.”
Ahora bien, no encontramos inconveniente en estas doctrinas, tra-
tándose de las sentencias absolutorias, pero sí creemos que lo hay
respecto de las condenatorias dictadas por error, supuesto que, como
dice Framarino, “se sublevaría la conciencia social, si por mantener la
autoridad de la cosa juzgada y sólo por esta causa se mantuviese una
sentencia dictada en contra de un inocente.” Para corregir estos ma-
les, nuestra ley tiene introducido el indulto, llamado necesario, el
cual, sin herir á la cosa juzgada, concilia los derechos y garantías del
condenado por error.
En Francia está aceptado el sistema de revisión de las sentencias
ejecutorias, diciendo Lorens: “La autoridad de la cosa juzgada cons-
tituye un principio de orden público, donde hay que asegurar el
respeto: así no se deben establecer excepciones, más que en los
casos de absoluta necesidad. Desde luego, cuando un ciudadano
haya sido condenado injustamente, se le deberá dar la facultad de
volver á comenzar el proceso para llegar á la demostración de la
verdad. Porque si el ciudadano sufriera las consecuencias de los
errores cometidos en su perjuicio, la autoridad de la cosa juzgada
cesaría de ser un principio respetado y respetable, para volverse una
regla completamente odiosa. Pero cuando se trata de una sentencia
injusta, la situación es muy diferente: que importa que en estos
casos excepcionales, un culpado sea beneficiado con una solución
que no se merecía. La sociedad es bastante poderosa para no tener
duda de las consecuencias de estos errores y no es necesario esta-
blecer excepciones de esta hipótesis; porque estas excepciones da-
rían por resultado único debilitar la idea del principio sin dar mayor
fuerza á la sociedad ”

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 479

*
**

Con las doctrinas que dejamos expuestas creemos que quedan su-
ficientemente demostradas las razones en que descansa el precepto
constitucional para que nadie pueda ser juzgado dos veces por el
mismo delito, ya sea que en el juicio se le absuelva ó se le condene.
En el libro I, título VI, cap. V del Código Penal, se cuenta entre los
medios para extinguir la acción penal, el de la sentencia irrevocable;
previniéndose en el artículo 278, que pronunciada una de esta natu-
raleza, sea condenatoria ó absolutoria, no se podrá intentar de nuevo
la acción criminal por el mismo delito contra la misma persona. Estas
disposiciones igualmente están consagradas en los códigos de Espa-
ña, Friburgo, Italia, Japón, Mónaco y Neufchatel y en el de procedi-
mientos penales de los Países Bajos, el Balais, Vaud, el reino de
Bélgica, el gran ducado de Luxemburgo y el Cantón de Génova, con-
servándose sobre el punto que nos ocupa, las disposiciones del Códi-
go Penal Francés tales como estaban formuladas en 1808. También
se previene en el art. 187 de nuestro Código Penal que, si un reo
juzgado en el extranjero quebrantare su condena en los casos á que
se refiere el art. 186, se le impondrá en la República la pena que las
leyes de ésta señalen, abonándole el tiempo que haya sufrido en el
extranjero. Además, en el artículo 706 del Código de Procedimientos
Penales, se dice que “se entiende por sentencia irrevocable, aquella
contra la cual la ley no concede ningún recurso ante los tribunales
que pueda producir su revocación en todo ó en parte. Diciéndose á la
vez en el artículo 279 del Código Penal antes citado que “la sentencia
pronunciada en un proceso seguido contra alguno de los autores de
un delito, no perjudicará á los demás responsables no juzgados, cuando
sea condenatoria; pero sí les aprovechará la absolutoria si tuvieren á
su favor las mismas excepciones que sirvieron de fundamento á la
absolución.” Por estos preceptos se ve que en nuestra legislación está
reconocida por completo toda la autoridad de que debe estar revestida
la rex judicata, de la cual dice Molinier “ser la decisión que pone fin á
una demanda estableciendo definitivamente sobre un punto en liti-
gio. La autoridad que se le fija es probabilidad erigida por la ley por un
interés social, es una presunción según la cual lo que ha sido decidido
por los jurados ó por los jueces se considera como la expresión de la
verdad en relación al hecho y al derecho y no puede ponerse en cues-
tión.” La ley fundamental, á efecto de asegurar por completo las ga-
rantías de los ciudadanos, en lo relativo á las sentencias y sus
consecuencias, consigna el principio de que queda prohibida la prácti-

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480 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

ca de absolver de la instancia. No podía ser de otra manera si se piensa


todo lo odioso del sistema contrario, cuando los ciudadanos continua-
mente estaban amenazados por un nuevo juicio, esperando indefini-
damente el resultado de una sentencia definitiva, la prescripción del
delito ó la de la acción penal, viviendo siempre en la intranquilidad y
hasta señalados como culpables por la conciencia pública, una vez que
la sentencia definitiva es la única que puede definir la situación jurídi-
ca reivindicándolos en sus derechos por la comprobación de su ino-
cencia ó sufriendo el castigo si resulten culpables.
Con sobrada justicia las legislaciones modernas han establecido
para las Jurisdicciones de Juicio la obligación de terminar todo proce-
so por una solución definitiva, es decir, por una sentencia favorable ó
una condenación; viéndose completamente como antijurídicos, y por
lo mismo inaceptables, los fallos revocables que con el nombre de la
más amplia información ó de la absolutio ab instantia, estuvieron en
uso en los últimos tiempos. Toca á los legisladores franceses el honor
de haber prohibido esas prácticas, secundándolas nuestros constitu-
yentes. Por vía de ilustración diremos que en el procedimiento penal
de Escocia, se encuentra al lado del veredicto guilty, culpable, y del
non guilty, no culpable, el not proven, sin pruebas, siendo de advertir,
que aunque este último procedimiento no está derogado, no se hace
uso de él en la práctica.
Es de sentirse que en algunos Estados civilizados, los jueces em-
pleen aún las palabras del derecho romano non liquet, con las cuales
se daba á entender que había lugar á abrir de nuevo los procedimien-
tos, y, por consiguiente, sobreseer la sentencia definitiva ó como en
los tribunales espirituales de la Edad Media, donde se empleaba la
fórmula especial absolutio rebus sic stantibus ó absolutio ab instantia;
lo que significaba que se podía abrir en todo tiempo la instancia con-
tra el acusado absuelto, una vez que la absolución se decretaba por
falta de pruebas plenas.
Los efectos inmediatos de la absolución de la instancia eran los de
que se podía abrir de nuevo la instrucción en virtud de otros cargos,
en todo tiempo, por el mismo tribunal y sin necesidad de autoriza-
ción emanada del tribunal superior, quedando el acusado absuelto
de la instancia sujeto á la vigilancia de la policía. Aparte pues, de estos
perjuicios que necesariamente tendría que sufrir el acusado y otros
más que de ellos se derivan en el orden social y en el político, el
procedimiento que nos ocupa tiene el grave inconveniente de que
con él se viola el sagrado principio que prohíbe aplicar á un ciudadano
la sanción penal, impuesta por la ley á tal ó cual hecho punible, cuan-
do éste no ha podido demostrarse.

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 481

En nuestra práctica es muy común que comprobado un hecho


delictuoso, y estando el juez al espirar el término constitucional en la
obligación de decretar la prisión formal ó la libertad del acusado, haga
esto último, por falta de méritos, pudiendo hacer lo mismo cuando
en el curso de la instrucción se desvanecen los datos que sirvieron
para decretar la prisión formal. Se comprende que estos procedimien-
tos nunca se pueden confundir con la absolución de la instancia, su-
puesto que ésta solo la pueden decretar los jueces definitivos, previo
el juicio respectivo; los procedimientos indicados pues, sólo signifi-
can, que pueden entablarse de nuevo las diligencias ó informaciones
sobre nuevos cargos, pero todo esto se hace durante la instrucción
preliminar, de modo que concluida ésta y fijada definitivamente la
acción, el proceso tiene que terminar invariablemente con una sen-
tencia absolutoria ó condenatoria.
Sí nos permitimos llamar la atención sobre un punto descuidado
por los mismos acusados, el cual se refiere á la libertad por falta de
méritos y á la por desvanecimientos de datos. Es claro que teniendo
una como la otra el carácter de provisionales, se puede abrir de nuevo
el procedimiento en cualquier momento, una vez que en el proceso
está comprobada la existencia de un hecho delictuoso; pero aquí se
presentan las dificultades, no habiendo ningunas siempre que la ins-
trucción continuase hasta ponerse la causa en estado de sentencia;
pero no sucede así, de lo que resulta que el que ha sido puesto en
libertad en las condiciones indicadas, tiene que esperar el término
de la prescripción para que realmente no pueda ser objeto de ningu-
na persecución, pudiendo acontecer que siendo inocente y por falta
de una sentencia definitiva no se determine su situación jurídica.
Aun cuando en otro lugar debiamos haber tratado del asunto que
pasamos á estudiar, lo hacemos aquí por estar en relación con el que
nos ocupa.
En tal virtud, es muy frecuente que, en el juicio ante el jurado
popular, el representante de la sociedad, no obstante que en el proce-
so formula acusación, en la audiencia respectiva la retira ó expone que
no tiene elementos probatorios para sostenerla. Á pesar de esto, la
práctica autoriza que se sometan á la deliberación del jurado las con-
clusiones ó acusación primeramente formuladas. Creemos en nues-
tro muy humilde concepto, que este procedimiento es opuesto al
orden jurídico, pudiéndose dar el caso que sin juicio, sin una acción
clara y bien definida y sin la defensa misma por ser innecesaria desde
el momento en que no hay demanda, se condene á un presunto cul-
pable por la primera acusación no sostenida ó retirada en el curso de
los debates.

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482 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Preguntamos: ¿Es esto regular; no es tal procedimiento atentatorio


á la seguridad individual de un presunto culpable? Entendemos que
sí: en primer lugar, porque ante todo, para que haya juicio es indis-
pensable que se deduzca una acción ante el juez ó tribunal compe-
tente, es necesaria una controversia, una lucha por decirlo así, entre
la acción y la excepción y dentro de la cual el período principal tiene
que ser el de la exposición y calificación de las pruebas rendidas. Si
pues el Ministerio Público, no cuenta con ningunos elementos pro-
batorios en que fundar la culpabilidad, sobre todo, si á él única y
exclusivamente le corresponde ejercitar la acción pública ¿cómo es
qué sin ésta se puede llegar á una condenación y hasta la pérdida de la
existencia? ¿Esta práctica obedece á algún principio racional, no está
en abierta contradicción con la disposición que obliga al Ministerio
Público para que en su acusación, defina no solamente el hecho puni-
ble que atribuya al acusado; sino también todas las circunstancias
que la ley exija para castigarlo, entre las cuales indispensablemente
tiene que figurar la de que de algún modo esté comprobada la res-
ponsabilidad? Sin embargo de estos sanos principios está prevenido
en la fracción III del art. 308 del Código de Procedimientos Penales,
qué las conclusiones que se sometan al jurado cuando el Ministerio
Público retira su acusación, sean las que obren en el proceso, lo que
equivale á que no sean las definitivamente formuladas en el juicio,
implicando tal acto, una vez que esto es así, ser preferible que se
suprima al Ministerio Público, quedando abandonado el reo á su suerte
sin contar ni siquiera con el auxilio de la defensa, puesto que no ha-
biéndose interpuesto ninguna acción, no hay razón para oponer la
excepción. Y no se diga, que el jurado queda á cubierto al dictar su
veredicto de esa manera, obedeciendo á la servil prevención copiada
del Código Italiano y la cual dice: “La ley no pide cuenta á los jurados
de los medios por los cuales se han llegado á convencer: no les señala
ninguna regla, de la cual deban hacer depender la prueba plena y
suficiente”. Pues aun cuando como dice Giuriati: “Lo que he tradu-
cido en lengua vulgar vale tanto, como decir: “seguid a vuestras im-
presiones y no á las razones, desconfiad en quien invoca el precepto
de que todo hombre debe ser considerado inocente hasta que se
pruebe que es culpable, ninguna prueba, ningún indicio, ninguna
apariencia lógica, hay que condenar; ¿podéis condenar sin saber por
qué? Y para que este subvertir del Derecho Natural, esta fuerte nega-
ción de las reglas probatorias no se marche en su memoria y se disipe
todo su efecto medicinal, se ha dispuesto que aquel catecismo se
encuentre siempre impreso en grandes caracteres, en tantos ejem-
plares cuantos son los jurados, distribuyéndose por sobre la mesa en

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 483

la sala en donde se reunen los jurados á deliberar.” Aun con los vicios
que tiene la instrucción indicada, también se previene que “sólo les
manda interrogarse así mismo y examinar con la sinceridad de su
conciencia la impresión que sobre ella hayan causado las pruebas
rendidas en favor y en contra del acusado.” Lo que importa la impres-
cindible necesidad de que de algún modo exista alguna prueba, sien-
do evidente que sin ella ninguna impresión se puede causar. Si pues
el Ministerio Público; ingenua y honradamente confiesa que no tie-
ne ningún elemento probatorio y, por lo mismo, no formula acusa-
ción, lo que se impone desde luego, es que se suspenda el jurado,
supuesto que ya no hay razón para juicio ninguno; pero desgraciada-
mente como hemos visto, las cosas no suceden de esa manera, por-
que cuando el Ministerio Público retira su acusación por hechos
supervinientes ocurridos en el curso de los debates y aun dando por
aceptado otro absurdo, cual és que según la ley, al presidente de los
debates le corresponde según su criterio calificar si han sobrevenido
ó nó tales hechos, toda esto nada significaría, si después de la ficción
de un juicio; pues no es otra cosa lo que se hace, recayese una senten-
cia absolutoria; pero ¿qué hacer cuando es condenatoria y sobre todo,
cuando según el art. 329 del Código citado de Procedimientos, “las
declaraciones hechas por el jurado son irrevocables, salvo el caso que
en el mismo se expresa?
¿Es esto racional; obedece la práctica que combatimos á algún prin-
cipio de justicia; no es el trastorno del orden jurídico, supuesto que
se rompe con el imperio del Derecho? Creemos que sí. Montesquieu,
dice: “La libertad política consiste en la seguridad, ó al menos en la
opinión que uno tiene de su seguridad.” Continúa después: “Esta
seguridad nunca es más atacada que en las acusaciones públicas y
privadas.” Agregando el Dr. Lieber: “Por tanto, es de la excelencia de
las leyes criminales, que depende principalmente la libertad del ciu-
dadano.”
En otro lugar dice el escritor últimamente citado: “Otra garantía de
la última importancia, es un juicio penal bien seguro, en que haya
eficiente protección de la persona acusada, certidumbre de su defen-
sa, acusación clara que haga cargo de un hecho determinado con pre-
cisión, deber de probar este acto por parte del gobierno, y no deber de
probar su inocencia por parte del preso; juzgamiento leal, solidez de
las reglas de probanza, publicidad del juicio, procedimiento acusato-
rio (y no inquisitorio), ley cierta que aplicar, junto con la prontitud y
absoluta imparcialidad, y un veredicto absoluto...
Cuando un persona es criminalmente acusada, ella forma indivi-
dualmente una parte, y la sociedad, el Estado, el gobierno, forma la

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484 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

otra. Es claro que, á menos que se dén al procesado fuertes y distintas


garantías de protección, de que sea sometido á un juicio leal, y de que
no se le sentencie sino á lo que una ley preexistente exija y permita,
no puede haber seguridad contra la opresión. Porque él gobierno es
un poder, y como todo poder existente, desea salir triunfante en la
cuestión, deseo que aumenta en intensidad á medida que son mayo-
res las dificultades que encuentra en su camino. De aquí es que en las
naciones libres, modernas, adscriben tan grande importancia á un
juicio penal bien reglado y cuidadosamente elaborado...
Dados estos antecedentes ¿es justo, es leal, es digno condenar á un
reo cuando el que ejerce la acción pública reconoce que no tiene
prueba ninguna de la responsabilidad, ó cuando en lo absoluto retira
su acusación? ¿Se puede castigar cuando no hay cargo ninguno, y más
que todo puede existir algún veredicto sin la prueba, sin la acusación
y sin la defensa? Creemos que sí, pero sólo echando á un lado los
principios que determinan lo que es el verdadero juicio, no oyendo ni
las leyes de la humanidad ni las reglas de la lógica.
Dejar por lo visto, el Ministerio Público á un reo abandonado al voto
del jurado cuando no tiene pruebas para acusar y ser condenado en
estas circunstancias, equivale su conducta á la de Pilatos, siendo la de
éste tal vez más disculpable, una vez que al entregar á Jesús á la furia
de la plebe farisea, lo hizo no porque lo, considerase culpable, sino por
el temor de que se le imputace no ser amigo del Cesar. ¡“Non es
amicus Coesaris!
Si pues los inconvenientes antes citados, se presentan cuando el
Ministerio Público no cuenta con elementos probatorios para fundar
su acción, no cabe duda que son mayores cuando francamente retira su
acusación, condenar por lo mismo en estas condiciones no es fomentar
un error judicial, sino á sabiendas, con pleno conocimiento de cometer
una gran iniquidad; pero como se pudiera objetar que de algún modo
cuando el Ministerio Público retira su acusación, siempre hay que de-
finir la situación jurídica del presunto culpable, siendo necesario por lo
mismo el veredicto, decimos que para evitar los inconvenientes antes
indicados, y para salvar la dificultad de que se falle sin previo juicio y sin
formalidades, lo que procede en tales casos es, que se dicte un auto de
sobreceimiento, el que necesariamente tiene que, producir los efectos
de la cosa juzgada; en la inteligencia que siempre pensamos que hacer
lo contrario, no es otra cosa que apoyar la condenación sin acción; es
tomar como real un juicio que sólo lo ha sido en la apariencia, es permi-
tir hacer cosas ó adquirir derechos por la sociedad que no son posibles
bajo el proceso positivo reglado por las formalidades jurídicas de cual-
quier país que en algo estime y respete las garantías individuales.

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CAP. X.— DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS 485

Aunque es muy distinta la rex judicata de la extinción de la respon-


sabilidad penal, nos parece conveniente decir que como la palabra lo
dice, extinguida la responsabilidad, no hay pena que aplicar, lo que
importa que esa declaración haga que no se pueda abrir ninguna ave-
riguación por el mismo hecho.
Diremos por último, que siendo la cosa juzgada un principio de
orden público, puede ser invocado en cualquier estado del proceso,
debiendo suplirse de oficio si por acaso fuese abandonado expresa ó
tácitamente, una vez que las cuestiones de derecho público deben
ser resueltas expontáneamente por exigirlo así las condiciones de la
sociedad en su vida moderna.

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CAPITULO XI
DE LA INVIOLABILIDAD DE LA CORRESPONDENCIA

Artículo 25.—La correspondencia que


bajo cubierta circula por las estafetas, está
libre de todo registro. La violación de esta
garantía es un atentado que la ley castigará
severamente.

En todos los países de alguna cultura, el secreto de la correspon-


dencia no sólo ha visto como una prueba de lealtad, sino también
como, una de las más sagradas garantías del individuo: y no podía
ser de otra manera, si un poco se reflexiona que con las cartas se
establecen y desarrollan las relaciones entre los hombres: por ese
medio se manifiestan y comunican los afectos y los sentimientos;
propalando y realizándose los negocios; se confían los intereses
morales ó materiales; constituyendo, en fin, la correspondencia, un
inviolable depósito.
Ya en la ley 1ª, párrafo 38 D. Depositi; Ulpiano opinó qué, contra el
violador de una carta se podía emplear, la actio iniririarium y en la 1ª,
párrafo 5° De ad legen Corneliande falsis, Marciano, piensa ser un
delito de falsedad el hecho de abrir el testamento de un vivo, dedu-
ciendo que era reo del propio delito, el que abría las cartas de otro.
Por estas disposiciones se puede ver que desde muy antiguo, el
secreto de la correspondencia, fué considerado como un derecho con-
tra el cual no se podía atentar impunemente. Por tal motivo, cuando
los gobiernos apenas tuvieron alguna cultura, desde luego estable-
cieron el sistema de Correos, á efecto de que la correspondencia fue-
se, no sólamente custodiada con todo esmero, sino celosamente
entregada á quien fuese dirigida.
No sin razón en la ley fundamental se dice, que la violación de la
correspondencia es un atentado, que la ley castigará severamente;
tratándose de este asunto en el cap. VI, título 6° del Código Postal,

487

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488 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

dónde se expresa, cuando se comete el delito de que hablamos, ya por


los particulares ó ya por los empleados del ramo de Correos; señalán-
dose á la vez las penas que en cada caso se deban aplicar, lo mismo que
la estricta obligación en que están los empleados y agentes del ramo
indicado, para hacer efectiva la garantía constitucional; castigándose
cualquiera negligencia, complicidad ó encubrimiento; reputándose
delictuoso, el simple hecho de hacer saber maliciosamente los em-
pleados, qué personas mantienen entre sí relaciones, imponerse del
contenido de las tarjetas postales ó por no impedir que otras personas
se impongan de su contenido.
Debemos llamar aquí la atención que, según el artículo 387 del
indicado Código, los delitos que se cometan infringiendo sus dispo-
siciones son de la competencia de los tribunales de la Federación, y si
alguno de ellos no estuviere prescripto en ese Código, ó en las leyes
que en lo sucesivo se expidieren, se castigará con las penas que esta-
blezca el Código Penal. Diciéndose en el art. 389: “Cuando en la
averiguación de un delito que á primera vista apareciere ser del orden
común, resultare que tuvo el delincuente por principal objeto perju-
dicar de alguna manera el servicio de Correos, pasará desde luego su
conocimiento á los tribunales federales.” Por estas disposiciones se
vé, que mientras la correspondencia circule por las estafetas, siendo
abierta ó registrada por los empleados ó por los particulares, el delito
es federal; y común, cuando los mismos hechos sean consumados, ya
interceptada la correspondencia; prescribiéndose en el capítulo V,
título 10° del Libro III del Código Penal, las penas respectivas por la
violación de la correspondencia de estafeta, de los despachos telegrá-
ficos, así como la supresión de éstos.
Celoso el legislador para garantizar la inviolabilidad de la co-
rrespondencia, nó sólamenté se contentó con esto sino que tam-
bién tiene dictadas disposiciones para castigar la revelación de los
secretos contenidos en los despachos telegráficos, en cartas ó plie-
gos indebidamente abiertos, sabiéndose esa circunstancia, ó pu-
blicando ó divulgando su contenido, sin consentimiento y con
perjuicio de aquel á quien pertenezca su poseción legal; cuidando
también la ley de castigar al empleado en la estafeta, que entregue
maliciosamente una carta ó un pliego cerrados ó abiertos, á perso-
na distinta de aquella á quien estén dirigidos; diciéndose lo mis-
mo respecto de los empleados de telégrafo en lo referente á los
despachos recibidos de otra oficina, ó que se les hayan confiado
para su trasmisión.
En Inglaterra, á despecho de la libertad de los súbditos, todavía á
mediados del siglo pasado, fué corriente que el gobierno expidiese

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CAP. XI.— DE LA INVIOLABILIDAD DE LA CORRESPONDENCIA 489

órdenes para la apertura de las cartas; siendo lo más curioso que


Cronwell, desde 1657 estableciese el correo; pero con el propósito
más bien de descubrir las tramas que se urdían en contra del Estado,
que para la utilidad de los ciudadanos.
En Francia, desde fines del siglo XVIII, se declaró ser inviolable el
secreto de la correspondencia, ya para las autoridades administrativas
como para los particulares; exigiéndose en la ley de 29 de Agosto de
1790, que los agentes de Correos jurasen guardar y observar fielmente
la fé debida al secreto de las cartas; disponiéndose en el Código Penal
de 1791 y en el de 3 de Brumario del año IV, que “cualquiera que sea
convicto de haber substraído voluntariamente una carta confiada al
Correo ó de haber roto los sellos y violado el secreto, será condenado á
la pena de la degradación cívica. Si el delito ha sido cometido ó en
virtud de una orden emanada del Poder Ejecutivo, ó por un agente de
las oficinas de Correos, los miembros del Directorio Ejecutivo y los
ministros que hayan dado la orden, cualquiera que la haya ejecutado, ó
el agente de la oficina de Correos que la haya cometido sin orden, serán
castigados con dos años de cárcel con aislamiento.
Napoleón, en el Código de 1810, estableció la simple multa para los
funcionarios que violasen la correspondencia, hasta que en 1832, en
vista de las innumerables infracciones á que dió lugar la suavidad de
la anterior disposición, hubo necesidad de establecer de nuevo la
pena de prisión y la de interdicción de todo cargo, por un tiempo no
menor de cinco años ni mayor de diez.
El secreto de la correspondencia, en la legislación italiana, también
se le mira como una garantía de la inviolabilidad individual y un dere-
cho de propiedad, previniéndose en el art. 237 del Código Penal, que
“el empleado de los Correos reales que, sin especial autorización de
la ley, abra ó deje abrir cualquier carta ó pliego depositado en el Co-
rreo, ó deje en cualquier forma tomar conocimiento de su contenido,
será castigado con la pena de cárcel no menor de seis meses, extensi-
va hasta dos años; y en caso de supresión de la carta ó pliego, con la
pena de cárcel por dos años.
“A la pena de cárcel irá siempre unida la de suspensión de empleo.
En ningún caso podrá servir de excusa una orden superior.”
Sansonetti, estudiando esta disposición, se expresa en los siguien-
tes términos: “Esto, á mi juicio se explica, porque los particulares no
pueden por sí, en modo alguno, tocar las cartas que están depositadas
en el Correo, desde el momento que son dejadas en él hasta aquel en
que se entregan á la persona que van dirigidas, y que, si también los
particulares llegan á abrirlas ó suprimirlas necesitan toda la coopera-
ción de los funcionarios de Correo.”

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490 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En resumen, podemos decir que, en todos los pueblos donde está


reconocido el derecho individual, la violación de la correspondencia
importa un delito castigado por las leyes penales. No sin razón, Cicero
llamaba culpables de lesa humanidad, á aquellos mismos á quienes
iban dirigidas las cartas familiares, por no conservar el secreto ó por
propalarlo imprudentemente.
Así decía: “At etian literas, quas me sibi misisse dicis recitaris homo et
humanitatæ espers, et vitae communis ignarus. Quis enim unguan,
quipillum módo bonorun consuctudinen nosset, literas ad se ab amico
missus offensiones aliqua inter posita, in medium protubet, palanque
recitavit? Quid es aluid tollere in vita vitæ es cietatem?; tollere amicorum
collo quia absentium? quam multae ioca solent essc in epistolis, quae
prolata si sint, inepta esse vidiantur?; quan multa seria, ne que tamen
ulo modo divulganda?; sit hic inhumanitatis tua”
Pasando á otras consideraciones, diremos que, en el artículo 1° del
Título preliminar del Código Penal, se previene en la fracción prime-
ra, la obligación en que estan los ciudadanos de “procurar por los
medios lícitos que estén á su alcance, impedir que se consumen los
delitos que saben van á cometerse, ó que se están cometiendo, si son
de los que se castigan de oficio.” Previniéndose igualmente en el
artículo 7° del Código de Procedimientos Penales, lo siguiente: “La
policía judicial tiene por objeto la investigación de todos los delitos,
la reunión de sus pruebas y el descubrimiento de los autores, cóm-
plices y encubridores.” Ahora bien, es fuera de duda que en las cartas
se pueden contener revelaciones de hechos delictuosos cometidos ó
que estén por cometerse, instrucciones para que se consumen, el que
se pongan los reos á cubierto de la acción de la justicia, preparar sus
descargos ó acordar, por esos medios, el delito ó todo aquello que con
él se relacione, etc., etc. Es evidente que á primera vista, en estos
casos, aparentemente el interés público reclama el que el individuo
sacrifique de alguna manera la garantía constitucional, para que pue-
da ser registrada su correspondencia. Pero, como precisamente, este
sistema preventivo, apoyado en el interés social, es el que ha dado
lugar á que sea violado el secreto de la correspondencia, por tal causa
se ha puesto en vigor el precepto constitucional, sin tener en cuenta
el sistema preventivo, del cual diremos de paso, ser según la opinión
del Sr. Correa y Zafrilla, “lo más injusto y perturbador que puede
darse. A nombre de la justicia se infringen todas las leyes; á nombre
de la libertad se encadena y se esclaviza. No está seguro el hombre,
porque un criminal cualquiera no pueda atentar contra su persona, su
propiedad, su honor, su libertad; sino que debe estar á cubierto tam-
bién de los atropellos del gobierno ó de sus agentes.

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CAP. XI.— DE LA INVIOLABILIDAD DE LA CORRESPONDENCIA 491

“De un criminal me puedo defender; más, ¿cómo me defiendo del


rey, del ministro, de la llamada autoridad, de la fuerza pública? Cuan-
do el gobierno desciende á hacer un espionaje indigno que persigue
al ciudadano, acechando todos sus movimientos y penetrando hasta
en el secreto de las intenciones; cuando nada está vedado á la malé-
vola suspicacia de los déspotas; cuando todas nuestras relaciones so-
ciales y todos nuestros negocios y los sentimientos más delicados
del corazón están fiscalizados; cuando ninguna garantía es bastante
para librarnos de los crímenes del Poder, la desconfianza y la inquie-
tud se apoderan de la sociedad, se retrae el espíritu de asociación; se
entibia el genio de las empresas; la idealidad artística se apaga; se
contiene, se cierra y se asfixia el pensamiento; la razón enmudece; la
verdad se viste con el traje faláz de la mentira astuta, hipócrita y ma-
lévola; á la franqueza noble y severa sustituye la sátira mordáz, la
punzante y sangrienta ironía y la cobarde reticencia; se debilita la
iniciativa del individuo; la industria, la ciencia y el arte, arrastran una
vida servil y miserable; la ruina es universal y las naciones se envile-
cen. No hay seguridad personal donde reinan las pasiones de los go-
bernantes en lugar de la virtud, salvadora de las leyes ”
Si aceptásemos en tal virtud, los preceptos de los códigos penales
de procedimientos antes citados, para darles aplicación, en lo refe-
rente á la apertura de las cartas; es evidente que se incurriría en todos
los vicios del sistema preventivo, siendo lícito en ese concepto, lo que
en otro, importaría una infracción de la ley. Pero se dirá que, en tal
caso, como ya lo indicamos en otro lugar, la sociedad quedaría inde-
fensa si sólo se abriesen las cartas cuando ya se hubiese consumado
el delito. Este argumento carece por completo de fundamento, si se
piensa que, cuando los particulares ó la policía tienen noticia de que
se va á cometer una infracción legal, basta por sí sólo este conoci-
miento para que ya lo impidan, sin que haya necesidad de que, por
una simple sospecha, una presunción ó un indicio, por lo común muy
falibles, se hiera un derecho perfecto; y esto en momentos en que
realmente no hay ningún delito comprobado. Más confirmamos nues-
tra idea, para que las cartas sólo puedan ser abiertas como medida
represiva, y en los casos expresamente determinados por la ley, cuan-
do recordamos que en el art. 52 del Código de Procedimientos Pena-
les, se previene que “para incoar una instrucción la ley solo autoriza
dos medios; él de oficio y él de querella necesaria. Quedando prohi-
bidos los de pesquisa general y de delación secreta ó anónima.”
Establecido, por lo tanto, que únicamente en el caso de un delito
cometido, se puede interceptar la correspondencia de un delincuen-
te ó de la que éste dirija á otra persona, y, sin embargo, de que esta

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492 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

excepción parece que pugna con el principio constitucional, tiene su


fundamento en que siendo lícitas la visita domiciliaria y el registro de
papeles, como consecuencia de un delito, tiene que serlo abrir una
carta; y más cuando se sospecha que tenga relación su contenido con
el hecho delictuoso ó con la responsabilidad del culpable. “Este po-
der extraordinario, dicen los señores Chauveau y Hélie, es concedido
en el interés general de la sociedad, la cual coloca la represión de los
delitos, condición de su existencia, bien por cima de la inviolabilidad
de las cartas. Cómo, pues, motivar nunca una excepción á esta regla
en favor de las cartas? ¿de qué modo justificarla? No puede constituir,
como en materia de falsedad, la prueba general del hecho punible?
Sería cosa rara salvar al depósito de las cartas de las investigaciones
judiciales, cuando el domicilio de los ciudadanos, ciertamente más
sagrado y más inviolable, no está inmune de tales investigaciones.
Por lo visto, conforme con la doctrina anterior, la facultad de abrir
las cartas es excepcional, correspondiendo á los funcionarios judi-
ciales, y de ninguna manera á las autoridades políticas ó adminis-
trativas; sí teniendo éstas la obligación de entregar á los primeros
la correspondencia de un tercero, cuando legalmente fuesen re-
queridos.
Esta facultad reviste un carácter doble, siendo una garantía para la
sociedad y para el presunto culpable, puesto que, si las cartas abier-
tas por el juez no tienen relación ninguna con el proceso, la honora-
bilidad judicial y lo inútil de ese medio para el proceso, harán que
tales documentos sean devueltos á su propietario ó á quien van
dirigidos; siendo también altamente conveniente, que no porque
una carta en parte tenga relación con una instrucción criminal, se
divulgue todo su contenido, violándose de este modo secretos que
puedan comprometer, sin razón y sin motivo, al reo y á sus intere-
ses: no debiéndose olvidar que el presunto culpable, no por estar
bajo la acción de la justicia, deja de tener derechos que deben ser
protegidos y garantizados.

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CAPITULO XII
DE LOS SERVICOS REALES Y PERSONALES

Artículo 26.— En tiempo de paz ningún


militar puede exigir alojamiento, bagaje,
ni otro servicio real ó personal, sin el con-
sentimiento del propietario.
En tiempo de guerra sólo podrá hacerlo
en los términos que establezca la ley.

Repetiremos una vez más, que antes que las distintas tribus despa-
rramadas en los continentes, llegaran á formar naciones, es lo proba-
ble que el empleo del trabajo, el de las personas y la distribución de
los productos, fuese común, dando por resultado que los servicios
tales como aquellos á que se refiere la ley fundamental, muy lejos de
verse como una carga, se considerasen como un deber de socorro
mutuo y protección recíproca. Pero á medida que esas agrupaciones ó
pequeñas sociedades se fueron integrando, perdiendo su antigua
sencillez, lo natural fué que entonces ya apareciesen otros intereses.
En fin, cuando por tal causa y otras más que pudiéramos citar, la co-
munidad primitiva perdió su antiguo carácter, necesariamente tenía
que desarrollarse el sentimiento del derecho individual para que gra-
dualmente desde esa época hasta nuestros días, no se puedan exigir
los servicios reales y personales, sino en determinadas condiciones.
Creemos haber dicho que entre los Romanos, no obstante el home-
naje de respeto que rindieron á sus libertades, la coerción militar exigía
que se la ejercitase con justicia ó sin ella; no siendo dable discutir si se
tenía ó no derecho. Las necesidades imperiosas de la disciplina, la
conveniencia y utilidad militar, eran las únicas reglas que predomina-
ban, siendo cuestión secundaria determinar el horizonte de las garan-
tías individuales. De este modo queda explicado el origen legal de los
abusos del poder militar y el de las inauditas violencias consumadas
por los funcionarios durante los últimos siglos de la República.

493

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494 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Reinando durante la Edad Media un gran desorden en la sociedad,


acompañado de los exhorbitantes gastos y de la penuria en que se
encontraban las clases llamadas superiores, ya se explica la triste con-
dición en que se encontraban los siervos y los vasallos sujetos á los
castillos; no siendo mejor la suerte de los habitantes de las ciudades,
expuestas como todos, á la brutalidad de una soldadesca aventurera y
mercenaria en quien se había ahogado todo sentimiento de respeto
al derecho ajeno.
Representando más tarde los militares un elemento necesario para
el sostenimiento de los gobiernos y apoyados en sus fueros y privile-
gios, bien pronto se consideraron como seres superiores á quienes se
debían guardar todo género de consideraciones, no pudiéndose re-
chazar sus exigencias por injustificadas que fuesen.
Tales abusos son los que en la Constitución se han corregido,
estableciéndose, como tenemos expuesto, la inviolabilidad del do-
micilio, el respeto á la propiedad, al trabajo personal y, en fin, á todo
aquello que puede herir ó lastimar á la libertad civil. En Inglaterra,
que, como hemos dicho, tan respetada es la libertad de los súbdi-
tos, ya desde 1688 se tenían garantizados sus derechos para que los
soldados no pudiesen ser acuartelados en sus casas. Diciéndose en
el Preámbulo del Bill, declarando los derechos y libertades del súb-
dito: “Como una de las pruebas que Jacobo III trataba de subvertir
y extirpar... las leyes y libertades del Reino... el levantar y mantener
un ejército permanente dentro del reino en tiempo de paz, sin con-
sentimiento del Parlamento y el acuartelar soldados en contra de la
ley. Por tanto, en Inglaterra, es un gran crimen acuartelar soldados
sin consentimiento del Parlamento.”
En la Constitución de los Estados Unidos se dispone que, “ningún
soldado será acuartelado, en tiempo de paz en casa alguna, sin con-
sentimiento de su dueño, ni en tiempo de guerra sino de la ma-
nera que se haya prescripto por la ley.” Este principio, como se puede
ver, es completamente el mismo que en nuestra Constitución está
reconocido, el cual, á primera vista parece, que no es necesario, su-
puesto que en otros preceptos está comprendida la misma idea; pero
no es así, si se piensa que, precisamente por las condiciones especia-
les en que antiguamente estaban colocados los militares, y dadas sus
tradiciones, era indispensable una disposición de un orden superior,
á efecto de prevenir é impedir los abusos posibles. No pasó en el
Constituyente sin discusión el precepto de que hablamos, fundán-
dose la minoría en “ser imposible y embarazoso el sistema de los
campamentos; calificándose de cruel é inhumano el negar el techo á
los soldados, creyéndose ser bastante la prohibición de los bagajes.”

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CAP. XII — DE LOS SERVICIOS REALES Y PERSONALES 495

Sin embargo, predominó la idea contraria, la que tuvo por fundamen-


to principal, la mira de librar al pueblo de los atropellamientos de los
militares; quedando en píe en consecuencia el principio de que, en
tiempo de paz, ningún militar puede exigir ningún servido real ni
personal sin el consentimiento del propietario. Veamos el caso de
excepción para que esos servicios puedan ser exigibles, cuando la paz
sea alterada por la guerra; permitásenos antes una digresión. En la
guerra del 70, entre Francia y Alemania, los prusianos, después de
tomar posesión de un pueblo francés, hacían comparecer al alcalde
para notificarle las requisas que en dinero y en especies debía afron-
tar bajo amenaza de muerte. A continuación se esparcían por las ca-
lles, preguntando en las casas principales, cuántos hombres y caballos
podían alojar, inscribiendo en las puertas de las mismas el número de
alojados; siendo pasados por las armas los propietarios que borrasen
esa señal; entregándose al saqueo, las fincas que se encontraban sin
llave ó deshabitadas. Como se comprende, estas prácticas del ejérci-
to alemán, si estaban autorizadas, era por tratarse de un pueblo con el
cual se estaba en guerra; por lo demás, tratándose de ellos mismos,
con su magnífico sistema de administración y con el sentimiento tan
arraigado que tienen del honor militar, acompañado del más acendra-
do amor á la patria, todo hace que los habitantes nada tengan que
temer en lo relativo á sus derechos: tanto más cuanto que, siendo el
servicio militar obligatorio están reunidas, por este motivo, todas las
clases de la nación en un terreno común con iguales aspiraciones y
deberes, lo que hace que lejos de verse los servicios reales y persona-
les en tiempo de guerra, como un mal, se considera como un deber, el
que no cabe duda que ha fortalecido al pueblo alemán.
Se dijo á la vez en el Constituyente, que el servicio de las armas no
debía verse bajo su aspecto odioso, cuando se trata de combatir á los
enemigos de la patria; siendo menester entonces que todos los ciu-
dadanos presten su ayuda al ejército. Sin embargo, basta que la gue-
rra en muchos casos sea la fuerza del derecho, su garantía y última
defensa, para que las medidas violentas tengan que ser necesaria-
mente la consecuencia de la misma situación anormal porque atra-
viesa el Estado; siendo el resultado que muchos hechos, relacionados
con el rompimiento de las hostilidades sean incompatibles con las
garantías de los ciudadanos. Estas ideas nos llevan á otro género de
consideraciones. Así, pues, ya se examine la guerra bajo su aspecto
ofensivo ó defensivo, puesto que esta es una cuestión de estrategia,
como también la de quién es el que comete el primer acto de hostili-
dad; lo que á nosotros nos importa resolver, desde el punto de vista
de la ciencia constitucional, es cómo se entiende el que se puedan

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496 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

exigir los servicios reales y personales en los casos de guerra, con-


forme á los términos que marque la ley. La cuestión, á nuestro modo
de entender, sólo puede resolverse satisfactoriamente en el senti-
do de que la ley á que se refiere la Constitución sea la militar; pues,
si como dice Pomeroy, “la declaración de guerra, significa, que todo
el tren minucioso de males que son su consecuencia habían de
venir... ella concede que los derechos de vida, libertad y propiedad
por muy cuidadosamente resguardados que estén por disposicio-
nes constitucionales adoptadas al curso común de los acontecimien-
tos, deben en ocasiones ceder á las imperiosas necesidades de un
estado de hostilidades.” Inter arma silent leges. Y como precisa-
mente cuando la paz pública está alterada, es cuando dentro de la
órbita constitucional, se suspenden las garantías individuales; po-
niéndose desde ese momento en vigor la ley marcial quedando á
ella sujeta los ciudadanos, es claro que á ésta es á la que se refiere el
precepto constitucional; definiéndose y siendo aceptada esta idea
por los profesores de la Universidad de Haruard, cuando dicen: “La
ley marcial es aquella regla y autoridad militar que existe en tiempo
de guerra y es conferida por las leyes de la guerra con respecto á las
personas y á las cosas que se hallan bajo y dentro del designio de las
operaciones militares activas para hacer la guerra, quedando la parte
que la pone en práctica responsable por cualquier abuso de la auto-
ridad que así se le confiere. Es la aplicación del gobierno militar, el
gobierno de la fuerza —á las personas y propiedades dentro del
objeto de ella, según las leyes y usos de la guerra, con exclusión del
gobierno municipal, en todos los respetos en que éste enerve la
eficiencia de la regla y acción militares.”
Como se puede ver, no es dable conciliar, durante el período de hos-
tilidades, el que estén en vigor las leyes civiles y las militares; pues,
aunque el juez Woodbury dice hablando de las últimas, “que todo
ciudadano, en vez de descansar bajo leyes conocidas y fijas respecto de
su libertad, propiedad y vida, viva con una cuerda al cuello, sujeto á ser
ahorcado por un déspota militar en el primer poste de lámpara, por
sentencia de algún Consejo de Guerra, pronunciada sobre un tam-
bor.” Lo cierto es, que también las operaciones militares se harían
ineficaces si no se contase con medidas enérgicas y hasta violentas si se
quiere; siendo hasta absurdo que durante un período de guerra que de
por sí implica el gobierno de la fuerza, el individuo reclamase el goce
de sus garantías, ó los tribunales, el conocimineto de asuntos que, por
el mismo estado de guerra están substraídas á su competencia.
Lo expuesto nos lleva á la conclusión de que, tratándose de aloja-
mientos y de los servicios que tenemos indicados, la ley militar du-

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CAP. XII — DE LOS SERVICIOS REALES Y PERSONALES 497

rante la guerra misma es á la que se refiere el precepto constitucional;


siendo indiscutible que á las autoridades del mismo ramo toca apli-
carla, puesto que de hecho ese estado presupone la subordinación de
todo aquello que con el mismo se relaciona, lo que no por ser así
implica que los actos militares no tengan límites racionales ni el que
queden exentos de responsabilidad los jefes por hechos ó acciones
innecesarios é injustificados.
Hemos dicho en otro lugar que no es fácil prever cuáles serán los
resultados exactos de una guerra; la cual, según dice el Marqués de
Olivar: “es un litigio entre las naciones que defienden sus derechos
en el cual es el juez, la fuerza y sirve de sentencia la victoria.” De
modo que siendo esto así, la responsabilidad de una campaña ó el
éxito de una batalla, necesariamente recaen y dependen de los co-
mandantes militares; siendo inaceptable que en estas condiciones
las leyes civiles les marcasen los límites y el modo como pueden
exigir los servicios reales y personales. Tanto importaría como que
las mismas leyes estableciesen las reglas para la ocupación de las
tierras y casas privadas, el uso de los correos, guías, espías y hasta
para las posiciones para una batalla. De desearse es que de ningún
modo se trastorne el orden jurídico como consecuencia del rompi-
miento de las hostilidades; pero ya que fatalmente la guerra es la
última razón de las naciones, por mucho que no se deba acudir á ella,
sino en los casos extremos; de todos modos la dignidad nacional y el
bien público, exigen en estas condiciones el que se presten los ser-
vicios reales y personales; tanto más, cuanto que la lucha, cuando es
justa y legítima, eleva el sentimiento de los ciudadanos con la defen-
sa común del Estado; procura al mismo tiempo la austeridad de las
costumbres, y sirve para la gloria y engrandecimiento de la patria.
Ojalá que sin necesidad de exigir los servicios de que hablamos, se
prestasen voluntariamente para que se pudiera decir, como Vitali
afirma de los Romanos: “Su gran virtud moral y social fué la negación
y sacrificio completo del individuo al cuerpo social, el clan, la gens
constituía un cuerpo del cual los individuos eran tan sólo miem-
bros.” Atribuyendo Fouillée estas costumbres al rigor de su unidad
política y á la creciente universalidad de su dominación; ó en otros
términos: “Si la fuerza viril virtus fué la primera cualidad de Roma, la
segunda fué el orden. Nunca pueblo alguno supo organizar mejor la
fuerza. Su espíritu ordenador concilió la tradición con el progreso.
Su destino fué trazar en el mundo y en todos sentidos caminos eter-
nos... Ella llevaba el orden y con él la seguridad de las personas, el
sentimiento de la disciplina, el respeto á la autoridad, una especie
de autoridad fundamental.”

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498 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Creemos fundadamente que, á medida que más se arraiguen no-


bles y grandes sentimientos por la patria, los servicios reales y perso-
nales, cuando aquella peligre ó esté amenazada, serán prestados con
toda expontaneidad; no temiéndose los abusos de la fuerza, porque
persiguiendo militares y paisanos un fin común, todos avanzarán fir-
mes y confiados hacia sus futuros destinos incansables en sus servi-
cios, justos en sus actos y firmes en sus derechos, por haber alcanzado
todos el mismo nivel de cultura intelectual y moral; obteniendo en-
tonces moderación en la fortuna y abnegación en la desgracia ya que
tan propicias son después de las batallas, como para el goce tranquilo
de las libertades, aseguradas por el restablecimiento del derecho.
Pero como el egoísmo lleva aun á los hombres á la expoliación, se
debe procurar que reine el orden, una vez que los intereses desenca-
denados conducen al antagonismo y no á la armonía, de aquí la conve-
niencia de mantener vivo el precepto constitucional, en su doble
carácter de garantía para los ciudadanos, para que no se exijan los
servicios en tiempo de paz, á que él mismo se refiere, y el de obliga-
ción para los tiempos de guerra en que los mismos pueden ser exigi-
dos en interés del Estado.
Aun cuando en su lugar debíamos haber tratado de la reforma del
art. 5° constitucional, en la parte que dice: “En cuanto á los servicios
públicos, sólo podrán ser en los términos que establezcan las leyes
respectivas, obligatorio el de armas y obligatorias y gratuitas las fun-
ciones electorales, los cargos consejiles y los de jurado,” nos reserva-
mos hacerlo aquí por mucho que después trataremos del mismo
asunto en otros capítulos.
Como el servicio militar y aun cuando se presta por tiempo determi-
nado; importa para el individuo el que por completo se entregue á él,
por tal motivo no es gratuito, por lo demás, siendo un deber nacional
servir á la Patria, sí, tiene que ser obligatorio, debiéndose sacrificar
todos los ciudadanos sin distinción ninguna en pró de las institucio-
nes militares, debiéndose tener presente que una nación en armas, á la
vez que asegura el respeto en el exterior, y las libertades y derechos en
el interior, constituye un ejército de paz con el fin de garantizarla.
Ya desde muy antiguo á Servio Tulio, uno de los últimos y más
grandes reyes de la ciudad de Roma, le pareció prudente nó sólo
aumentar la fuerza pública, sino también hacer del servicio militar
una posición y hasta un privilegio para los plebeyos, siendo la mejor
de sus reformas el establecimiento obligatorio de ese servicio para
todos los ciudadanos de diecisiete años á cincuenta, lográndose con
esto hacer servir en el ejército á todas las fuerzas en la ciudad, y
someter al pago de la tasa militar á toda la riqueza.

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CAP. XII — DE LOS SERVICIOS REALES Y PERSONALES 499

En la época moderna la mayor parte de los pueblos tienen establecido


el servicio militar obligatorio, siendo Alemania uno de los que lo tienen
mejor organizado, siendo reclutadas las tropas con los contingentes
que dan los Estados, salvo Baviera, Wurtemberg, Brunswick y Sajonia
que han conservado sus administraciones militares especiales. Sin em-
bargo, el Emperador es el jefe supremo de todas las tropas, siendo él, el
que establece las reglas para el reclutamiento, equipo y disciplina, obli-
gando á todos los Estados del Imperio á su cumplimiento.
No hay ya nadie que ponga en duda la conveniencia del servicio
militar obligatorio, esforzándose cada Estado para darle la mejor or-
ganización posible, considerándose ya ese servicio nó cómo una car-
ga, sino como una institución nacional tan digna como honrosa. En el
tomo II nos volveremos á ocupar con más extensión de este impor-
tante asunto.
En cuanto á las funciones electorales, á los cargos consejiles y á los
de jurado, aparte de ser obligatorios, son gratuitos: lo primero como
consecuencia del sistema político que nos rige, supuesto que, el pue-
blo debe tomar parte nó sólo en los negocios locales y vecinales, sino
en la elección de sus mandatarios, cooperando así á la formación de la
ley, siendo igualmente esas funciones una consecuencia del régimen
democrático, para que el pueblo sea el que se administre justicia. Lo
segundo: porque no requiere ese ejercicio más que un tiempo limita-
do, si se quiere inapreciable, comparado con la alta honra que en sí
encierra. Por desgracia no son pocos los que se excusan ó miran con
desprecio, esos cargos, pero son los hombres egoistas, negligentes,
descuidados, y los malos é indignos ciudadanos.

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CAPITULO XIII
DE LA SUSPENSION DE LAS GARANTIAS

Artículo 29.— En los casos de invasión,


perturbación grave de la paz pública, ó cual-
quiera otros que pongan á la sociedad en
grave peligro ó conflicto, solamente el Pre-
sidente de la República, de acuerdo con el
Consejo de Ministros y aprobación, del
Congreso de la Unión y en los recesos de
éste, de la Diputación permanente, puede
suspender las garantías otorgadas en esta
Constitución, con excepción de las que
aseguran la vida del hombre; pero deberá
hacerlo por un tiempo limitado, por medio
de prevenciones generales, y sin que la
suspensión pueda contraerse á determi-
nado individuo.
Si la suspensión tuviere lugar hallándo-
se el Congreso reunido, éste concederá
las autorizaciones que estime necesarias
para que el Ejecutivo haga frente á la si-
tuación. Si la suspensión se verificare en
tiempo de receso, la Diputación perma-
nente convocará, sin demora, al Congreso
para que las acuerde.

Se ha dicho en el artículo 1° Constitucional, que “el Pueblo Mexi-


cano reconoce que los “Derechos del Hombre” son la base y el obje-
to de las instituciones sociales: que en consecuencia todas las leyes y
todas las autoridades del país, deben respetar y sostener las garantías
que otorga la Constitución.” Sabido es también, que, aunque lo ex-
puesto es una verdad axiomática, hay condiciones dentro de las cua-

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502 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

les es posible la vida individual, sin necesidad de organización algu-


na política, ocurriendo esto cuando un reducido número de personas
viven dispersas á largas distancias sin que nada las obligue á la mutua
dependencia, una vez que sólo persiguen fines de interés privado. No
acontece lo mismo cuando las mismas se encuentran asociadas, su-
puesto que entonces se impone la necesidad de una organización
que sirva de garantía á los intereses comunes y de seguridad para el
derecho.
Esa misma organización da lugar á que cuando la tranquilidad pú-
blica corra peligro de lastimarse ó de cualquier manera el bienestar
social se encuentre amenazado, á que el jefe de Estado, en nombre
de los intereses generales, exija á los particulares el sacrificio de algu-
na de sus garantías con excepción de aquellas á que se refiere el pre-
cepto constitucional, justificándose el empleo de medidas coactivas
extraordinarias, principalmente cuando se trata de refrenar cualquie-
ra resistencia que ponga obstáculos para salvar una situación peligro-
sa para la sociedad. En tales condiciones la suspensión de garantías
se impone como una imperiosa necesidad, por mucho que importe
tal procedimiento, el que el gobierno central asuma un poder absolu-
to por ejercitarse por completo la soberanía. Piensan algunos que la
suspensión á que nos referimos puede ocasionar irremediables abu-
sos, si no es que también por eso pueda perpetuarse las dictaduras: á
lo que contestamos: que, aunque la historia nos suministra numero-
sos ejemplos que sirven de fundamento á tales afirmaciones, en la
época moderna, son tan características las circunstancias en que se
suspenden las garantías y tan peculiares los medios que se emplean
para que la acción del Ejecutivo sea eficaz, que tanto unas como otros
indican por sí solos, cuando es necesario interrumpir el régimen cons-
titucional, figurando en primera línea esos períodos de crisis agudos
en que se pueden disolver ó perturbar gravemente los organismos
del Estado.
No creemos que haya nadie que niegue la conveniencia de que el
gobierno, en estos periodos anormales, emplee sus recursos defensi-
vos y hasta violentos si se quiere en defensa del Estado, del mismo
modo como cuando el médico emplea los suyos para salvar la vida del
enfermo, viéndose obligado á emplear remedios que, aunque nocivos
para un organismo sano, se hacen indispensables para uno enfermo.
Precisamente como no esta en lo imposible, que por el dominio de
bastardos intereses y con la suspensión de garantías, se cometan abu-
sos en contra del individuo ó contra la soberanía é independencia de
los Estados, tal es la causa por la qué, en la Constitución, se han puesto
limitaciones al Ejecutivo, á efecto de que sin enervar su acción, y conci-

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CAP. XIII.— DE LA SUSPENSION DE LAS GARANTIAS 503

liando los intereses generales haya seguridad en el derecho. Por este


motivo se prescribe en el artículo constitucional, que cuando la sus-
pensión que nos ocupa sea necesaria decretarla, sea mediante acuerdo
con el Consejo de Ministros y con aprobación del Congreso de la Unión,
y en los recesos de éste, de la Diputación permanente.
Antes de pesar adelante, creemos oportuno transcribir las cláusu-
las constitucionales de los Estados Unidos, que tienen relación con
el asunto que nos ocupa, dicen así: “El Congreso podrá proveer á la
organización, armamento y disciplina de la milicia, y disponer de la
parte de ella que deba estar al servicio de los Estados Unidos, podrá
ordenar el llamamiento de la milicia para ejecutar las leyes de la Unión,
reprimir las insurrecciones y rechazar las invasiones; podrá levantar y
mantener ejércitos; crear y sostener una armada, dictar reglas para el
régimen y gobierno de las fuerzas de mar y tierra.
No se suspenderá el privilegio del habeas corpus, sino cuando lo
exija la seguridad pública; en casos de rebelión ó invasión. El Presi-
dente será el jefe supremo del ejercito y de la Armada de los Estados
Unidos, y de la milicia de los varios Estados; cuando sea llamada.
Por estas disposiciones se vé, que no se ponen limitaciones ningu-
nas á las atribuciones del Congreso, concentrándose todo el poder
del Estado en el gobierno.
Por lo que respecta á nuestro artículo constitucional, obedece al
mismo principio, una vez que no habría una acción concertada en el
tiempo, la cantidad y la especie para salvar una crítica posición social,
si el Ejecutivo no fuese el director de las fuerzas públicas para arrollar
con todos los obstáculos opuestos al mantenimiento del Estado, lo
mismo que para defender sus intereses. La única limitación pues,
que la Constitución establece para que el Presidente de la República
pueda suspender las garantías individuales, con excepción de las que
privan de la vida, y naturalmente aquellas que dependen del organis-
mo meramente humano, es que sea mediante el acuerdo del Consejo
de Ministros y con aprobación del Congreso. Algunos piensan que
estas trámites previos, en muchos casos pueden ser inconvenientes,
ya porque enerven la acción del Ejecutivo, no obstante su necesidad,
ó ya porque se le quite su eficacia y oportunidad en un momento
dado, por lo que opinan que, cuando la urgencia de una situación
aflictiva lo exija, el Presidente debe obrar libremente, dando cuenta
después al Congreso. Así lo hizo el Presidente de los Estados Uni-
dos, el 10 de Mayo de 1861, fecha en que suspendió el privilegio del
habeas corpus en algunas islas de la Florida; no siendo, sino hasta el 4
de Julio del mismo cuando dió cuenta al Congreso en el mensaje
respectivo.

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504 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

Sin afirmar nada respecto de la convivencia ó inconveniencia de


estas prácticas, sólo diremos que, aunque no es lo común que en los
casos de perturbación de la paz pública ó cualquiera otro peligro ó
conflicto, hay alguna oposición por parte de la Legislatura, esto no
esta en lo imposible, ni mucho menos el que la misma no aprecie
debidamente las medidas ó medios reclamados por el Ejecutivo para
hacer frente á la situación, dando por resultado que por estas causas
muchos males que al principio eran corregibles, después se hagan
irremediables. En sentido contrario, otros opinan que, sino se cum-
ple con los requisitos á que se refiere el articulo constitucional, y
desde el momento en que los hechos en que se funda la suspensión
no son fijados, examinados ni discutidos, la acción ejecutiva, con el
pretexto de salvar una situación anormal, puede convertirse en
despótica y arbitraria.
No falta también quien diga que, por la circunstancia de estar cons-
tituido teóricamente el poder Legislativo como el más alto organis-
mo del Estado, su preponderancia engendra celos y rivalidades,
haciendo imposible que él y el Ejecutivo obren de acuerdo; por lo que
creen que el jefe del Estado en todo caso y en lo absoluto debe estar
subordinado á la Legislatura. De esta opinión era Roger Sherman en
la Convención Americana cuando decía: “Que era necesario hacer
omnipotente al Congreso Nacional que la Convención iba á crear;” á
cuyo efecto consideraba la magistratura ejecutiva, como una institu-
ción destinada á hacer ejecutar la voluntad de la Legislatura. Tam-
bién quiso que la persona y las personas que constituyen el Ejecutivo,
debían ser nombradas y responsables ante la misma, por ser la depo-
sitaria de la voluntad suprema de la sociedad.
No fueron aceptadas por los Convencionales estas ideas; pero sí con
posterioridad se creó un Consejo de Estado, con el objeto de relacionar
la legislación con la ejecución. Nos parece que este sistema salva todas
las dificultades que se pudieran presentar en aquellos casos en que el
Presidente decreta la suspensión de garantías y luego da cuenta al
Congreso, pero siempre que una necesidad imperiosa así lo exija. Por lo
demás en otros casos, y por lo que toca á nuestro régimen constitucio-
nal, es indudable que el Consejo Ministerial para la tantas veces repe-
tida suspensión, no obedece á una simple fórmula, supuesto que el
acuerdo ministerial, necesariamente tiene que revestir una influencia
decisiva ante la representación nacional; tanto más, cuanto que si las
indicaciones fueran desechadas negándose la aquiescencia á su san-
ción, la política aconseja que el gabinete, dimita, lo que importa otra
garantía más para el buen consejo y un elemento de confianza para que
el Congreso atienda las observaciones é indicaciones del Ejecutivo.

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CAP. XIII.— DE LA SUSPENSION DE LAS GARANTIAS 505

En otro concepto diremos que á medida que la noción del derecho


se va apoyando en fundamentos mas sólidos, indispensablemente
los actos del Ejecutivo y los de la Legislatura, deben tener por base la
armonía del orden político. En estas condiciones es indudable, que la
acción del Ejecutivo no infunda temores de que se convierta en actos
atentatorios para los ciudadanos, creyendo que entonces sí puede
obrar libremente, dando después cuenta de su proceder. Más conve-
niente creemos este excepcional procedimiento para los casos ur-
gentes, si se piensa que el Ejecutivo es el más apto para preveer todas
las contingencias posibles siempre que cuente con fuerzas indepen-
dientes y sin más restricciones que las exigidas por la conveniencia y
la necesidad públicas. Si no fuese así, es indudable que el Gobierno
se convertiría en un agente mecánico sujeto á la voluntad legislativa,
la que por la propia naturaleza de su manifestación, quitaría á la acción
administrativa su oportunidad y eficacia. Sin embargo, que en el caso
que nos ocupa, podrá obrar el Ejecutivo libremente, siempre que,
como dice el Profesor Secley, se Ilenen tres condiciones exigidas
por la ciencia del gobierno para sus obras mas elevadas: “un gran
poder del ministerio; el deseo de dar consejo y apoyo al gobierno; y
un Parlamento capaz de apreciar sus proyectos y de decidir de su
suerte.”
Repetimos pues, que solo por excepción, admitimos que el Ejecu-
tivo pueda suspender las garantías individuales, dando después cuenta
al Congreso. Se funda nuestra opinión en que muchas veces la inmi-
nencia y gravedad de que la sociedad peligre, exigen un remedio pronto
é inmediato para que los males que se presenten por cualquier tar-
danza no se hagan irremediables.
Apegándonos por completo á la Constitución, no conocemos un
sólo caso en que el Ejecutivo haya suspendido las garantías constitu-
cionales, sin contar previamente con la aprobación del Congreso. Es
conveniente esta medida, salvo lo que tenemos expuesto, si se re-
flexiona que correspondiendo á la Legislatura regular los impuestos
y proveer á los gastos que exija la acción gubernamental, lo mismo
que al sostenimiento del crédito público, es claro que, cuando una
situación anormal lo exija, debe intervenir no solo para dar la autori-
zación de referencia; sino también proporcionando al Ejecutivo to-
dos los elementos para hacer frente á la situación; no siendo dable, ó
por lo menos difícil, tal cosa, si sólo contase con los medios corrientes
autorizados de antemano para otros fines. Uno y otro poder, pues,
deben inspirarse en el sentimiento nacional, único que puede servir
de base sólida para decretar ó nó la suspensión pensándose siempre,
que el gobierno es la emanación genuina de la voluntad popular.

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506 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En los Estados Unidos, los Tribunales han decidido que la suspen-


sión de garantías, no equivale á la proclamación de la ley marcial: así
se dice: la suspensión del habeas corpus, tratándose por ejemplo de la
detención, no autoriza ésta, sino que se limita á negar al detenido el
recurso de aquel privilegio. Respecto de la ley marcial se piensa que
durante una invasión extranjera ó una guerra civil, están cerrados de
hecho los tribunales, siendo imposible administrar justicia con arre-
glo á la ley; razón por la que, no quedando más poder que el militar,
éste es el que necesariamente tiene que suplir á la autoridad civil,
velando por medio de la ley indicada por la seguridad del ejercito y de
la sociedad. De lo que se desprende, que dicha ley no puede existir
donde los Tribunales están en el pleno y libre ejercicio de su juris-
dicción, estimándose en otro sentido que se ha de circunscribir ne-
cesariamente al teatro de la guerra; de lo que resulta que puede estar
en vigor en un Estado, mientras que en otro no sea más que una
violencia ilegal. También se pretende en los Estados Unidos que
cada juez sea el que decida cuándo y dónde está la guerra. Esta opi-
nión, que en muchos casos estimamos que es impracticable, ha sido
sostenida por dicho tribunal, por mucho que fuese combatida por
Shase y por los Magistrados Wayne, Swayne y Miller, expresándose
de la siguiente manera: “Cuando la nación se vé envuelta en una
guerra y algunas partes del país se hallan invadidas, y todas expuestas
á la invasión, al Congreso corresponde decidir en qué Estados ó Dis-
tritos existe un peligro público tan grande é inminente, que justifi-
que la intervención de los tribunales militares para juzgar los
crímenes y delitos contra la disciplina y seguridad del ejercito y con-
tra la seguridad pública.” Dicen también los mismos funcionarios
que la ley marcial “puede ser puesta en vigor por el Congreso y en
caso de peligro que lo justifique y disculpe por el Presidente, en tiem-
pos de insurrección ó de invasión, de guerra civil ó de guerra extran-
jera, en distritos ó localidades donde las leyes comunes no garanticen
ya eficazmente la seguridad pública y los derechos privados... La cir-
cunstancia de estar abiertos los tribunales federales no puede privar
al Congreso del derecho de utilizar la ley marcial. Esos tribunales
pueden estar abiertos y en el libre ejercicio sus funciones, y, sin em-
bargo, ser absolutamente incompetentes para conjurar el peligro que
amenace y para castigar con la necesaria prontitud y eficacia á los
conspiradores... En épocas de rebelión y de guerra civil puede aconte-
cer á menudo que los jueces simpaticen con los rebeldes, y que los
tribunales sean sus más eficaces aliados... No asentiremos nosotros
con nuestro silencio á una opinión que nos parece destinada, aunque
no intencionalmente á debilitar las facultades constitucionales del

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CAP. XIII.— DE LA SUSPENSION DE LAS GARANTIAS 507

gobierno y á aumentar los peligros públicos en épocas de invasión y


rebelión.”
No obstante estas poderosas razones, la decisión del tribunal está
en vigor; pero dice Burgess: “que si llegase el caso de una guerra,
puede predecirse que sería forzosamente desatendida.” En cuanto á
nosotros invariablemente se puede afirmar que siempre que se ha
tratado de una guerra ó de cualquier otro peligro, el Gobierno ha
podido disponer de todos los elementos del poder para la defensa de
la sociedad, pero siempre mediante la aprobación del Congreso, ya
suspendiendo determinadas garantías, en algún lugar ó territorio ó
ya en toda la República, en casos excepcionales.
Esta cuestión nos lleva al estudio de la parte del artículo constitu-
cional en que se previene que: “la suspensión de garantías sea por
tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que pue-
dan contraerse á determinado individuo.”
Desde el punto de vista histórico, se puede observar que, muchas
de las dictaduras de que se tiene noticia han sido reclamadas por las
exigencias de la guerra ó por la amenaza de un peligro público; pero
siempre por un tiempo limitado. Los mismos pueblos germanos, que
tan celosos fueron de sus libertades, no vacilaron en suspender á las
asambleas sus facultades, sujetándose voluntariamente á la autori-
dad militar, cuando así convenía al bien social.
En concreto se puede decir que, la suspensión de que venimos
hablando, solamente se justifica en vista de una, situación peligrosa
para la sociedad: de modo que, faltando esta condición, necesaria-
mente se tiene que restablecer el orden, reintegrándose á los ciuda-
danos en sus garantías, como á los tribunales en sus funciones; pues
si no fuese así, prolongándose sin necesidad la suspensión, el gobier-
no incurriría en una usurpación de atribuciones que no sería otra cosa
que el reinado del despotismo.
Diremos además que, aun cuando en la Constitución se dice, que la
suspensión se decrete por medio de prevenciones generales, enten-
demos que esto se refiere para los individuos de una circunscripción
determinada, es decir, para aquellos donde las leyes comunes no ga-
rantizan la seguridad pública y los derechos de los particulares, sien-
do injusto dictar una disposición general que abrace Estados ó regiones
donde los tribunales están abiertos sin haber necesidad de alterar el
orden constitucional. Esto no quiere decir que haya condiciones en
que la suspensión se decrete para todo el territorio; pero entonces se
supone que el peligro, aparte de ser inminente, amenaza á todo el
organismo social, en cuyo caso el gobierno debe ejercer su acción
sobre toda la sociedad.

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508 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL

En cuanto á que la suspensión se contraiga á determinado indivi-


duo, en ningún caso puede justificarse la necesidad y conveniencia
de esa medida, una vez que la sociedad, por medio de las leyes comu-
nes, es bastante fuerte para defenderse; siendo odioso un procedi-
miento, que no sería más que una lucha desigual entre el gobierno y
un particular.
Muy extensas como delicadas, son las cuestiones que, por mi parte,
apenas he podido indicar, habiéndome sido muy difícil satisfacer to-
dos mis deseos, precisamente por impedírmelo la debilidad de mis
fuerzas. Soy por lo mismo, el primero en reconocer todas las deficien-
cias de que adolece mi estudio, pero abrigo la esperanza de que ellas
serán suplidas con el sano juicio de aquellos que me honren con su
crítica benévola, con su crítica generosa. Sobre todo, si piensan, que
mis únicos móviles son estimular á la juventud para que emprenda
nuevos y más útiles trabajos, ya que á ella le corresponde proseguir
esa majestuosa peregrinación que la humanidad emprende á través
de los siglos, á fin de obtener todos los bienes que en si encierra la
libre manifestación de la actividad humana, para satisfacer las necesi-
dades del hombre social.
Debo manifestar igualmente que no abrigo la vana presunción de
que lo bueno que contenga mi estudio, sea producto exclusivamente
mío. He consultado los pensamientos sociales y políticos de los escri-
tores y publicistas más autorizados, y las ideas de la prensa, así como
las vertidas en las crónicas parlamentarias, tales como han sido recla-
madas en la práctica; mi único mérito, pues, si alguno tengo, consiste
en haber seguido á los hombres leales y generosos que, sin disimular
sus conceptos y sin atenuar la trascendencia de sus afirmaciones,
únicamente se han preocupado por los intereses de la verdad. Que
esto se realice es nuestra esperanza; que se hagan efectivos los idea-
les políticos y sociales, por los que tantos hombres se han sacrificado,
es lo único que ambicionamos.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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Esta obra se terminó de imprimir en diciembre de 2006
en la Coordinación de Documentación y Apoyo Técnico
del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación
Carlota Armero 5000, Col. CTM Culhuacán, CP 04480,
Del. Coyoacán, México, DF

Su tiraje fue de 1000 ejemplares

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