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DE
DERECHO CONSTITUCIONAL
TOMO PRIMERO
342.017209 Espinosa, Gonzalo
M6
E578p2 Principios de derecho constitucional: garantías
individuales / Gonzalo Espinosa, pról. Flavio Galván
Rivera, est. introd. Manuel González Oropeza. — México
: Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación,
2006.
T. I; XXXII, 510 p.
ISBN 970-671-244-5
Derechos Reservados ©
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . V
Estudio Introductorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
A la Juventud Mexicana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Título preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
TITULO PRIMERO
De los derechos del hombre
CAPITULO I
De las garantías individuales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
CAPITULO II
De la libertad en sus distintas acepciones
I.— Libertad física . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
II.— De la libertad de Enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
III.— Libertad del Trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
IV.— Trabajo personal forzoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
V.— Libertad de la palabra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
VI.— De la libertad de imprenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
VII.— De la libertad de locomoción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
VIII.— De la libertad de Comercio y de Industria . . . . . . . . . 157
IX.— De la libertad religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
CAPITULO III
De los derechos garantizados por la Constitución
I.— Del derecho de petición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
II.— Del derecho de asociación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233
III.— Del derecho de portar armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
IV.— Del derecho de propiedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
509
510 PRINCIPIOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL
CAPITULO IV
De la igualdad
I.— De la igualdad social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287
II.— De la igualdad ante la ley . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
CAPITULO V
De la retroactividad de las leyes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 319
CAPITULO VI
De la extradición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 329
CAPITULO VII
I.— De la seguridad individual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 355
II.— De la prisión por deudas y de las costas judiciales . . . . . 375
III.— De los casos en que ha lugar á prisión
y de la libertad bajo de fianza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
IV.— Del término de la detención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393
CAPITULO VIII
De las garantías del acusado en el juicio criminal . . . . . . . . . . 409
CAPITULO IX
I.—Aplicación de las penas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 425
II.—De las penas corporales é infamantes . . . . . . . . . . . . . . . . 439
III.—De la pena de muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 449
CAPITULO X
De las instancias en los juicios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465
CAPITULO XI
De la inviolabilidad de la correspondencia . . . . . . . . . . . . . . . . 487
CAPITULO XII
De los servicios reales y personales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 493
CAPITULO XIII
De la suspensión de las garantías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 501
Esta obra forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
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PRÓLOGO
PROLOGO VII
PROLOGO IX
ESTUDIO INTRODUCTORIO
Don Gonzalo Espinosa provino de la judicatura y su formación de
buen juez se reflejó en este libro publicado hacia 1905 sobre los
derechos del hombre, escrito dentro de la gran tradición de los
tratadistas como José María Lozano con su obra Los Derechos del
Hombre publicado hacia fines del siglo XIX. El interés por hacer obras
exegéticas sobre la Constitución de 1857 continuó con la obra de
Miguel Bolaños Cacho de 1914 sobre Los Derechos de Hombre.
En la época, Gonzalo Espinosa era Juez Segundo de Instrucción en
el ramo penal, lo cual implicaba que la reforma porfirista de concen-
trar las labores del procedimiento de investigación penal en un fun-
cionario designado por el Presidente de la República, efectuada el 11
de Mayo de 1900, estaban en proceso de implementación.
En tal carácter, el juez Espinosa participó en la Comisión Revisora
del Código Penal para el Distrito Federal de 1871 que se integró en el
año de 1904, aunque no propuso reformas de gran alcance,1 muestra
su interés por llevar a cabo reformas legislativas que incidan en los
derechos humanos.2
Con fines pedagógicos obvios, Don Gonzalo Espinosa comienza su
libro con un mensaje a la juventud mexicana: A esa juventud “que es
la que encierra todo lo bueno, todo lo útil, todo lo bienhechor; a la
que tiene en sí las grandes fuerzas innovadoras del porvenir…”
1 Elisa Speckman Guerra. “Reforma Legal, cambio social y opinón pública: Los
XI
Madrid. s/f. La edición original inglesa de este libro clásico se había publicado en
1890-1.
ESTUDIO INTRODUCTORIO XV
vida, por apoyarse en leyes que no tienen ya razón de ser por haber
caído en desuso, o en fin, por ser defectuosas, ya entonces el empleo
de la fuerza se justifica, por más que esto importe el sacrificio del
orden público en aras del Derecho”.
Un aspecto por demás interesante sobre el derecho de petición,
resulta el que lleva a cabo Gonzalo Espinosa sobre la prohibición a
que lo ejerzan los extranjeros en materia política, en virtud de que,
muchos actos de la vida social del individuo pueden convertirse en
actos políticos sin que necesariamente se tenga la calidad de ciuda-
dano. De esta forma, el derecho de petición que resulta exclusivo para
los ciudadanos, es aquel que se encuentra vinculado con los organis-
mos del Estado, de tal manera que si, se amplía la restricción a todas
las materias políticas, “tanto importaría como aceptar el absurdo de
que en nombre de los derechos individuales, cuyo reconocimiento
es un signo de cultura y uno de los fines de la política que persigue el
Estado, nada se podría pedir por faltar la condición de la ciudadanía,
perjudicándose con esa limitación el interés de todos, una vez que la
opresión de la libre personalidad acarrea la ruina de la colectividad
política”.
El Estado no debe considerarse un árbitro del progreso colectivo,
sino que el motor del mismo debe recaer en la fuerza humana por lo
que la Constitución tiene por objeto permitir, entre otros, el princi-
pio asociativo con fines lícitos que posibilite a los ciudadanos formar
asociaciones políticas, religiosas, científicas, artísticas, económicas.
En el apartado dedicado al Derecho de Asociación, el autor se intere-
sa en el tema de la asociación laboral haciendo un extenso comenta-
rio sobre el papel de la organización obrera en el mundo, y en especial
del derecho a la huelga en donde se pregunta sobre el papel que debe
desempeñar el Estado y que no es otro que el de garantizar las liber-
tades de trabajo, de comercio y de industria, así como el derecho que
tienen los capitalistas de arriesgar su patrimonio como el de los obre-
ros de reclamar una justa retribución a su empleo.
Apunta que la libertad de asociación y la de reunión espontánea de
los hombres, constituyen la obra capital del siglo, “pudiéndose ob-
servar que cuando los gobierno intervienen en las asociaciones, y
sobre todo, de un modo indebido, bien pronto se ve que las grandes
aplastan a las pequeñas, se constituyen los monopolios, se paraliza la
iniciativa…”
En una sociedad bien organizada y con la consolidación del Estado,
las funciones de la seguridad pública deben quedar en manos de la
autoridad. No obstante, el derecho de portar armas, en este sentido
tiene como finalidad el que tenga por causa unan necesidad, es decir,
Estado puede vender su alma para encontrar una venganza sin razón.
El alma del Estado, la sociedad, podría caer en el frenesí que la ven-
ganza provoca cuando no existe sentido en aplicarla.
Regresemos con nuestro autor, quien encuentra en la escuela ita-
liana la doctrina más sólida sobre la justificación de la pena de muer-
te, misma que desde el punto de vista de la antropología criminal que
separa la responsabilidad penal de la moral, estableciendo las leyes
de la selección y la adaptación, considerando que la pena de muerte
es el medio más eficaz de eliminación y apropiado para la defensa
social. Lombroso afirma que con el último suplicio se obtiene la eli-
minación absoluta.
El criminal es un monstruo a quien se le debe aplicar la pena de
muerte; las sociedades humanas como organismos vivos, tienden a
su conservación por lo tanto, tienen el derecho de defenderse en
contra de los elementos que le son perjudiciales y eliminarlos de ser
necesario. Sin embargo, el creador del libro que comentamos se pre-
gunta si es indispensable matar al trasgresor de la ley para salvar a la
sociedad. Para responderse recurre a Silió quien argumenta que a los
delincuentes instintivos se les puede desarmar condenándolos con
la perpetua privación de libertad y que de objetarse tal medida argu-
mentando su ineficacia, debe considerarse que la cadena perpetua
aleja de la vida común al delincuente y que las posibilidades del in-
dulto o la fuga se aminoran en cuanto que la gracia del indulto se
limita legalmente y las posibilidades de fuga se eliminan con una
eficaz organización penitenciaria.
“Con perdón de aquellos que no piensen como nosotros, diremos
que, la pena de muerte no se puede justificar ni aun en el caso en que
se invoque como áncora de salvación de la sociedad, ni por causa de
utilidad pública: no bastando tampoco que la ley autorice su aplica-
ción y que sea obra del legislador para que sea justa… A los nuevos
legisladores, pues, toca demostrar que la sociedad no necesita para
vivir o defenderse, alimentarse con la sangre de nadie… Diremos,
pues, en conclusión, a los partidarios de la pena de muerte, las si-
guientes palabras de Silió; Si el matar es un crimen, dime tú, sociedad,
¿porqué matas también?”
Nuestro autor analiza con sobriedad los temas de las instancias en
los juicios, la inviolabilidad de la correspondencia y los servicios rea-
les y personales para concluir el primer tomo de su obra con el tema
correspondiente a la suspensión de las garantías.
En ese último tema señala que la organización política cuando ve
amenazada la tranquilidad pública, permite que el Jefe de Estado, en
nombre de los intereses generales, exija a los particulares el sacrificio
PRINCIPIOS
DE
DERECHO CONSTITUCIONAL
TOMO PRIMERO
A LA JUVENTUD MEXICANA
He necesitado un gran esfuerzo de voluntad para decidirme á dar pu-
blicidad á mis estudios y más cuando en la calma de mi pensamiento, he
llegado á profundizar que ellos por su sola importancia y por el hecho de
relacionarse con las grandes agitaciones de la Historia y con la serie de
los sucesos que se han verificado en el mundo, debían ser el producto
mental de los espíritus superiores, ya que á ellos corresponde difundir los
principios diamantinos del Derecho y las fórmulas, en el fondo inmuta-
bles, de la organización social.
No obstante, pues, que reconozco mi insuficiencia é incompetencia cien-
tífica; á la Juventud, que es la que encierra todo lo bueno, todo lo útil,
todo lo bienhechor; á la que tiene en sí las grandes fuerzas innovadoras
del porvenir, en fin, de la que espero, debido á su benevolencia, que excu-
sará los errores en que haya incurrido, siquiera sea por lo sano de mis
propósitos, tengo la honra de dedicar mi humilde trabajo.
El autor
México, de 1905.
TITULO PRELIMINAR
Está aceptado por todos los publicistas el principio de que cuando
los pueblos adquieren la conciencia de sus derechos, tienden á fijar-
los en una Constitución escrita que sea la fórmula precisa de la con-
ciencia nacional donde se establezcan los fundamentos del Estado y
las garantías y obligaciones de todos los ciudadanos. Ahrens dice:
“que debe entenderse por una Constitución la unidad y la estabili-
dad; que en las existencias colectivas la primera es la base, no
comprendiéndose sin sufragio universal, ó por lo menos sin un sufra-
gio amplio, no pudiendo adaptarse sí no tiene caracteres de estabili-
dad.” El Sr. Aldama, por su parte, escribe: “Que en los países muy
adelantados, cuanto más extenso es el sufragio y mejor y más claro se
manifiesta, la Constitución es más sólida.” Burgess, en su Ciencia
Política, dice: “Una Constitución rara vez se forma con arreglo á los
procedimientos legales existentes, fuerzas históricas y revoluciona-
rias son los factores más importantes de la obra, y éstos no se prestan
á ser tratados por métodos jurídicos. Si se intentara, se llegaría á
conclusiones erróneas y á veces peligrosas.” Stirner dice: “La revolu-
ción ordena instituir, instaurar; la insurrección quiere que uno se
subleve ó que se alce. La elección de una Constitución, tal era el
problema que preocupaba á los cerebros revolucionarios; toda la his-
toria política de la Revolución está llena por luchas y cuestiones cons-
titucionales... Por el contrario, á libertarse de toda Constitución es á
lo que tiende el insurrecto.” Holtzendorff dice: “Que el valor real de
las Constituciones depende de la penetración de los encargados de
aplicar en la vida pública las ideas fundamentales jurídicas. También
por largo tiempo se ha imaginado que la igualdad de los ciudadanos
no resultaba sino en donde se hallase establecido el sufragio univer-
sal, considerado como la única garantía contra todo atentado á las
libertades públicas; sin pensar en que puede servir también de ayu-
da á un despotismo militar ó para determinar la guerra social, y que
por lo tanto, no produce sus efectos ideales más que en donde todas
TITULO PREIMINAR 9
TITULO PREIMINAR 11
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TITULO PREIMINAR 19
TITULO PRIMERO
DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE
CAPITULO I
DE LAS GARANTIAS INDIVIDUALES
21
ral. Y puesto que no existen derechos divinos, esta noción debe bo-
rrarse por completo, como puramente relativa al régimen preliminar
y directamente incompatible con el estado final de la humanidad,
que no admite más que deberes con arreglo á las funciones.” Como se
ve, esta teoría es la negación del derecho del individuo en beneficio
del poder social; Fourier, funda todo Derecho, como toda Economía
política, en la asociación libre.
Frente á estas teorías, que bien podemos decir que fueron el legado
de la Revolución, se levanta la de Proudhon, quien dice: “El hombre,
por virtud de la razón, tiene la facultad de sentir su dignidad en la
persona de sus semejantes como en su propia persona, y de afirmar
bajo este concepto su identidad con ellos. El Derecho es para cada
uno la facultad de exigir de los demás el respeto á la dignidad huma-
na en su persona.” Esta teoría, según el sentir de los críticos, no es
aceptable, porque funda el Derecho sobre un hecho, y sobre un he-
cho de conciencia, “el sentimiento de la dignidad,” sin ser éste bas-
tante para explicar el carácter de obligación y de necesidad de que
aquel debe estar revestido.
Según la escuela histórica, el Derecho no es una creación reflexiva
de la voluntad humana, es un desenvolvimiento espontáneo y fatal
de las tendencias de un pueblo, de aquí que se presente en la fuerza
organizada por el tiempo y la ciencia en el poder acumulado por las
generaciones.
Ihering, escribe: “La noción del Derecho es puramente práctica,
pues encierra en sí la antítesis del fin y del medio. El fin del Derecho
es la paz, y el medio del Derecho para asegurar la paz es la lucha, la
guerra, la fuerza. La lucha durará tanto como el mundo. La lucha no
es, por tanto, extraña al Derecho, sino que está ligada íntimamente á
la ciencia del Derecho, es un elemento de la noción del Derecho.
Todo derecho, en el mundo, ha sido conquistado con ayuda de la
lucha, pues la noción del Derecho es una concepción lógica, es una
concepción pura de la fuerza. El Derecho es la lucha, continua, no sólo
del Estado, sino también de cada individuo en particular. La vida
legal en su conjunto, nos ofrece el mismo espectáculo de actividad y
de combate que la vida económica é intelectual.”
Schopenhauer, dice: “en el mundo humano, como en el mundo
animal, lo que reina es la fuerza y no el derecho;” opinando del mis-
mo modo Ecker.
Según las doctrinas de la escuela socialista, el Derecho correspon-
de al mayor número. Feuerbach, escribe: “Hágase la voluntad del
hombre, he aquí la ley única; el culto de la humanidad es el único
culto, y el poder final de la humanidad el único Derecho.”
nar. Idéntico modo de pensar tiene aplicación para que las autorida-
des respeten y sostengan las garantías individuales, porque estando
esas autoridades constituidas por la voluntad de la sociedad, sería
disolvente para ésta que aquéllas fueran las que en tales condiciones
violaran la ley, desconociendo los principios mismos en virtud de los
cuales fueron creadas, minando la base única en que jurídica y legal-
mente pueden sostenerse.
Por último, no es bastante que en la Constitución se definan con
claridad y precisión los derechos del hombre y de igual manera que
se marquen sus límites, es necesario, además, que el poder público
organizando por el Estado tenga la fuerza suficiente para hacerlos
efectivos, por la acción combinada del esfuerzo individual, por la co-
operación, el desenvolvimiento del derecho en el espíritu popular,
por el predominio de las instituciones en toda la colectividad y él
auxilio que para la defensa y protección de la libertad prestan los
tribunales, la policía y la fuerza pública. En este sentido es como la
conciencia popular reconoce que esté representada la autoridad del
derecho.
La preocupación por la humanidad entera fué el rasgo principal y
manifiesto de los constituyentes franceses.
Dupont, desde lo alto de la tribuna francesa, decía: “No se puede
menos de hacer declaraciones de derechos, porque la sociedad cam-
bia. Si no estuviera sujeta á revoluciones bastaría decir que está so-
metida á leyes; pero habeis dirigido más alto vuestras miras, habeis
tratado de proveer todas las contingencias; habeis querido, finalmente,
una declaración que convenga á todos los hombres, á todas las naciones.
Es el compromiso que habeis adquirido á la faz de Europa; no hay que
temer el decir aquí verdades de todos los tiempos y de todos los
países.”
El programa de la Revolución francesa fué, pues, el de restituir á la
humanidad sus derechos, quedando asegurados en el seno de la so-
ciedad con la idea y el sentimiento de que todos los hombres se vean
como hermanos.
La misma profunda intuición animó á nuestros legisladores, de-
pendiendo de sus sentimientos humanitarios el que á la Constitu-
ción no se le haya podido arrebatar su majestad, no obstante tantos
errores, faltas é injusticias mantenidos y consumadas contra ella
por aquellos que recibiendo sus beneficios, se obstinan en ser sus
enemigos.
Se ha reprochado que á los derechos del hombre en algunas consti-
tuciones como en la nuestra, se les reconozca un carácter de univer-
salidad, cual si el Constituyente hubiese podido legislar para el
mundo; pero los que así discurren, olvidan que esos derechos tienen
un alcance como el de la razón y que por lo mismo son comunes á
todos los hombres, esto es lo que motiva precisamente que la liber-
tad se convierta en igualdad. Hablando de esta fórmula aceptada por
la confederación de los Estados Unidos, fué la de colocar en primer
lugar á la igualdad y después á la libertad, á pesar de que el reconoci-
miento de aquella es por lo que necesariamente se tiene que aceptar
que es la consecuencia de ésta. En nuestra Constitución, al igual del
espíritu francés, completamente desinteresado por la humanidad, al
reconocer que los derechos del hombre son la base y el objeto de las
instituciones sociales, se puso á la libertad en su lugar, no siendo
pocos nuestros sacrificios por el triunfo de esa grande idea, no limita-
da para que favoreciese exclusivamente al mexicano, sino al hombre
en general. Algo hemos hecho pues, en beneficio de la humanidad, y
si no podemos decir todo lo que Michelet en un arranque de noble
orgullo contesta á los detractores de la Revolución: “Si se quisiera
amontonar lo que cada nación ha gastado en sangre, en oro y en es-
fuerzos de todas clases por las cosas desinteresadas que sólo debían
aprovechar al mundo, la pirámide de Francia iría subiendo hasta el
cielo y la vuestra, el montón de vuestros sacrificios, ¡oh naciones! á
pesar de ser tantas como sois, llegaría á la rodilla de un niño.” Repe-
timos, sí podemos afirmar que todas nuestras luchas, nuestros in-
mensos sacrificios y hasta nuestras desgracias no tuvieron por objeto
el que el sentimiento de la libertad latiese únicamente en el espíritu
de la Nación, sino en el de la humanidad, y muy principalmente para
que nuestra patria sea el Capitolio de ella, donde todos los hombres
tengan su asiento bajo el régimen de la más completa igualdad, al
abrigo de las leyes y al de la fraternidad universal.
CAPITULO II
DE LA LIBERTAD EN SUS DISTINTA S ACEPCIONES
37
á hacer esclavos á los indígenas, sino que llegaron á tratarlos con exce-
siva crueldad, sin ninguna conmiseración, puesto que se les veía pla
gados de incurable y diabólica idolatría. A esto debía ayudar la “idea
fatal” fomentada por Alejandro VI, de ser lícito despojar de sus bie-
nes á los indios infieles y hasta el de disponer de sus vidas.
Tratóse en España, el año 1525, de declararlos libres; pero Fray
Tomás Ortiz, por cierto uno de los eclesiásticos que fueran más favo-
rables á los conquistados, se opuso á ello, como se puede ver por el
memorial que á nombre propio, en el de algunos otros dominicos y en
el de los religiosos de San Francisco, fué presentado bajo el título:
“Estas son las propiedades de los indios, por donde no merecen li-
bertades.” El obispo de Osma, Fray Francisco de Loaysa, Presidente
del Consejo, fué de parecer que no se tocase á los indios en su liber-
tad; pero prevaleció la opinión de Ortiz, que aconsejó la servidumbre,
por lo cual el Emperador declaró “que estos indios fuesen Esclavos,
con acuerdo de los del Consejo,” siendo la consecuencia de tan inhu-
mana declaración, según refiere Oviedo, que los repetidos indios “fue-
ran repartidos á los pobladores, á los caballeros é privados, personas
aptas y que estaban cerca de la persona del Rey Cathólico, que eran
del Consejo Real de Castilla é Indias é á otras.”
No se abolió, por lo visto, la esclavitud durante el Gobierno español,
siendo la condición del mexicano en su propio suelo, más infeliz que la
de los no menos desgraciados negros arrebatados de las costas africa-
nas, por entonces rico mercado de carne humana, donde se proveían
Inglaterra y la católica España para sus inhumanas especulaciones, ha-
ciendo que por largo tiempo fuese estéril la sangre redentora vertida
por Cristo en la cumbre del Calvario.
Diremos de paso, que se ha discutido si á la Religión Cristiana se
debe la abolición de la esclavitud. Algunas lo creen así, fundándose
en que su doctrina se basa en el amor y en la paz que debe reinar
entre los hombres. Nosotros discurrimos: que aunque esas doctri-
nas, lo mismo que la filosofía, la literatura y los principios morales,
ayudaron mucho para esos fines, es al Derecho á quien se debe la
victoria alcanzada sobre esa institución, puesto que la Religión no
es la que origina ni la que limita la obligación de respetar ese Dere-
cho. Más adelante volveremos á tratar este asunto al estudiar el
artículo 15.
*
**
45
ren recibir los grados, porque estos son los estudios generales y
públicos que el gobierno instituye y aprueba con exclusión de los
demás.”
Nos hemos extendido más de lo que deseábamos para hacer pre-
sentes los vicios que tenía la enseñanza y las sanas intenciones que
inspiraron á Carlos III para corregirlos. Todo hacía creer, que con esas
disposiciones, las luces se difundiesen en México, dejándose oír la
voz de la razón; desgraciadamente no fué así, porque lo mismo que
en España, la Instrucción y los métodos de estudios estaban á discre-
ción de clérigos y frailes, siendo muy trabajoso arrancarles una inter-
vención tan importante en un ramo del que tan mañosamente se
habían apoderado.
Según los escritores de esa época, la instrucción primaria quedó
encomendada en su mayor parte á la pobre y anémica iniciativa priva-
da, quedando reducida á enseñar á deletrear penosamente las pala-
bras, á pintar más que á escribir las letras, leer algún manuscrito, á
aprender de memoria el catecismo sin entenderlo, y á los primeros
rudimentos del cálculo; respecto á la secundaria ó profesional, aparte
de ser mala estaba sujeta á todo género de trabas y restricciones,
estando por lo común al cuidado de las comunidades y muy especial-
mente al de los jesuitas.
Para que se comprenda el pésimo estado de la instrucción, basta
decir que los hombres doctos de España, salvo honrosas excepcio-
nes, todavía á fines del siglo XVIII no tenían inconveniente en decir
públicamente: “que más querían errar con San Basilio y San Agustín,
que acertar con Descartés y Newton;” los mismos miembros de la
Compañía de Jesús, que eran los más ilustrados, conocidas son sus
doctrinas, no admitiendo otras ni en las conversaciones públicas, ni
por escrito en los libros, los que además no se podían dar á luz sin
aprobación del general, debiendo ser en esto la conformidad tal,
que si alguno tuviere dictamen que se apartase de la Iglesia y sus
doctores tendría que sujetar su parecer á lo que fuere definido por la
compañía, y como la Iglesia y los doctores estaban en oposición con
la ciencia, es de suponer cuál era el estado de la instrucción; pero
aún hay más, que se podía esperar, cuando se dejó oír en las univer-
sidades y en los establecimientos literarios “ser permitido á todo el
mundo matar á un príncipe legítimo por derecho de sucesión ó elec-
ción, como pasara á tirano por su conducta. Palencia, Disp. 5 y 8, § 3°”
Siendo del mismo modo de pensar los padres Hay, Berade, Gueret,
Guignard, Endemon y otros. “Que si el príncipe legítimo se apode-
ra de los bienes públicos y particulares, ó desprecia la religión, ó
carga á sus vasallos con impuestos injustos, ó hace leyes que le sean
vez que éste ni la Iglesia deben pensar y obrar por los ciudadanos;
pero si está el primero en la obligación de inspeccionar que no se
quebrante la iniciativa, la independencia y la voluntad del alumno;
pero se dirá que esa intervención precisamente es lo que contraría á
la libertad de enseñanza; á lo que contestamos, que sin entrometer-
se en los programas de las escuelas clericales, lo que se quiere es, que
sus métodos se sepan utilizar y no que con el pretexto de la instruc-
ción se prepare una influencia política para el porvenir, más que una
instrucción práctica y científica, ni que en esos establecimientos se
maldiga de toda idea de libertad y tolerancia, ya que por experiencia
sabemos, y lo diremos sin temor ninguno, puesto que nos apoya la
historia, que no pocos católicos han sido y son los adversarios de todo
progreso, habiendo perseguido con una ferocidad salvaje y sanguina-
ria á los hombres eminentes, propagandistas y revolucionarios de
nuevas ideas, aunque éstas no tengan ninguna relación con la reli-
gión y la moral, pudiéndose afirmar que sus escuelas son las
aportadoras de la inmovilidad y de la rigidez cadavérica de las nacio-
nes, donde fatalmente tienen influjo y donde las fuerzas activas de
los individuos, sin tomar nuevas direcciones ni transformarse, se aban-
donan ó se pierden, ocasionando si no la muerte del Estado, sí su
infalible decadencia.
Ernesto Picard, profesor de la escuela de Roches, en su importantante
libro “¿Cómo debe ser tratado el niño en la escuela?” se expresa de la
siguiente manera: “Si se quiere hacer del niño un hombre, es preciso
educarle como hombre y tratarle como ser libre.
¿Cómo ha podido concederse que la actitud de un niño en la escue-
la sea la de un ser pasivo; cuya vida “esté distribuída regular y mecá-
nicamente; ser á quien se lleva de un ejercicio á otro; máquina que se
fabrica para obedecer? La actitud del religioso, que pasa en silencio
por los corredores del claustro, dócil á la menor voluntad de su supe-
rior, ¿será la actitud propuesta al aprendiz de hombre? No es el vasa-
llo ni al esclavo al que es preciso formar, sino al hombre independiente
y libre; no es el ser que obedezca, sino al hombre apto para mandar,
no es al hombre que ejecute, sino al hombre que deba crear. Si tratais
al niño como ser pasivo, como cosa, ¿con que golpe de varita mágica
vais á transformarlo en persona? Qué sea un ser activo, un agente
responsable, un miembro libre de la ciudad escolar. No se trata de
renunciar al régimen de la libertad, so pretexto de que esa manera de
gobernar ofrece dificultades; se trata de decidir si ese privilegio de la
libertad es ó no un derecho del niño. Si en la base de la sociedad
moderna está la declaración de los derechos del hombre, la base de la
obra de la educación debe ser una declaración de los derechos del
ella salen tienen ideas idénticas sobre todas las cosas y una manera
no menos idéntica de expresarlas. La página comenzada por uno de
ellos puede indiferentemente continuarla otro sin ningún cambio
en las ideas ni en el estilo. Sólo los jesuitas habían sabido inventar
procedimientos tan perfectos de disciplina.
Comparando los métodos ingleses con los latinos, dice el mismo
autor: “El joven inglés, al salir del colegio, no tiene ninguna dificul-
tad para encontrar su camino en la industria, la agricultura ó el co-
mercio. Mientras que nuestros bachilleres, nuestros licenciados,
nuestros ingenieros no sirven más que para hacer demostraciones en
el encerado. Algunos años después de haber terminado su educación
han olvidado totalmente su inútil ciencia. Si el Estado no los coloca,
son desclasificados. Si se dedican á la industria, sólo los aceptarán en
los destinos más ínfimos, hasta que hayan encontrado tiempo para
rehacer su educación, lo cual apenas lograrán.”
Atribuye Le Bon estos males, á que el latino por su herencia y edu-
cación, tiene muy poca disciplina interna, necesita una disciplina ex-
terna. Esta se la impone el Estado y por esto es por lo que está
aprisionado, en una red estrecha de reglamentos, que son innumera-
bles porque deben dirigirle en todas las circunstancias de la vida. El
inglés, por el contrario, habiendo adquirido el self-ncotrol, de donde
se deriva el self-government, sale del colegio hecho un hombre que
sabe guiarse en la vida, no contando más que consigo mismo.
Ante estos hechos que no se pueden desmentir, preguntamos: ¿Qué
utilidad puede resultar de que se expida un título que sólo acredita
conocimientos inútiles é incompletos para la vida práctica?
Pensamos, que sobre el particular, la intervención del Estado no
debe ser siempre rechazada ni siempre admitida; cada caso debe ser
examinado aparte, teniendo en cuenta las necesidades por satisfacer
y los recursos de la iniciativa privada, siendo un error que el papel del
Estado se aminore á medida que la civilización progresa; por muchos
vicios, pues, que tengan nuestros exámenes, porque en realidad los
tienen, no hay que dudar que la sociedad avanza bajo la acción combi-
nada del espíritu de reforma que anima á nuestros gobiernos. Preten-
der comprimirlos, sería tanto como provocar alternativamente
revoluciones y reacciones; por el contrario, dándoles vuelo el progre-
so se realiza por una serie de transacciones y de mejoras.
Volviendo á nuestro discurso, algunos piensan, por lo que tenemos
expuesto sobre el concepto latino de la instrucción, que los títulos
profesionales que la debían acreditar son superfluos si no es que in-
útiles y por lo mismo consideran innecesaria la tutela del Estado;
otros, por el contrario, estiman que la carencia de título puede ser
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de Lelis, una vez que cualquiera puede llenar estos oficios con bue-
na voluntad.
Solamente la imaginación acalorada de algunos puede interpretar
como amonestación de Jesucristo la existencia de frailes, sacerdotes
para auxiliar á San Pedro, á los apóstoles, á los obispos y á los otros
discípulos para predicar su doctrina, deduciendo de aquí el por qué
de la fundación de las comunidades. En los primeros tiempos del
Cristianismo, nadie lo comprendió así, puesto que todos entendie-
ron seguir á Jesús con los pies y con la voluntad, acompañándole en
las expediciones de predicar contra el vicio en favor de la virtud. Bus-
que quien quiera un solo texto en que insinuase la más mínima, espe-
cie de que la perfección cristiana consiste en retirarse á los desiertos,
á las cavernas ó recluirse dentro de las murallas de un convento. Por
el contrario, Jesucristo dijo á sus apóstoles: “Sed perfectos, porque lo
es también vuestro padre celestial” y esta persuasión, justa como la
de recorrer el mundo predicando necesariamente es incompatible
con la interpretación de los fundadores de órdenes religiosas sólo
explicables en los primeros tiempos por el temor de no caer en idola-
tría, por falta de fuerzas para resistir la tentación, el miedo á las perse-
cuciones, la fama de santidad, la ambición de riquezas y de poder y
más que todo la manía del tiempo disfrazada con el vestido de la
inspiración.
En consecuencia de todo lo dicho, se tiene que convenir que el indi-
viduo, con el hecho de contraer un voto religioso ó con el de pertenecer
á tal ó cuál instituto de la misma naturaleza, queda subordinado al
estado eclesiástico por medio de la doctrina, dando por resultado que
ya no quiera depender más que de su jefe, desconociendo el poder de
su respectivo soberano, excitando las ideas contra todo lo que no esté
de acuerdo con sus teorías, persiguiendo con título de religión todo
aquello, que á su entender se opone á los intereses ó prerrogativas de la
corporación á que pertenece, desconociendo por completo los benefi-
cios de la sociedad civil en que vive y queriendo extender el dominio
espiritual sobre la tierra que pisa, como si ella tuviese una alma capaz
de salvación ó condenación. Omitimos señalar otros graves males que
traen consigo los votos y las comunidades religiosas, bastándonos por
hoy, para comprender su inconveniencia, un solo hecho, aparten de los
indicados, y es, que consagrando el individuo su voluntad á la corpora-
ción de que se reconoce miembro, desea con ansia la elevación del que
hace veces de cabeza moral, creyendo que cuanta más honra, más po-
der y más riquezas tenga, tanto más han de refluir estas ventajas en
cada uno de sus miembros, acreditando la experiencia que estas máxi-
mas independientemente de ser altamente perjudiciales al bien, co-
*
**
Esta ley que parece que fué dictada con una mezcla de valor y de
timidez, que más bien parece una especie de transacción entre el
poder temporal y el espiritual, hay que reconocerle su mérito, puesto
que sin duda influyó como las lecciones de la experiencia, para que
después se fuesen dictando, aunque en medio de reacciones, las le-
yes de Reforma.
Por decreto de 26 de Abril de 1856, quedó derogado el de 26 de
Julio de 54, restableciéndose la ley de Noviembre de 33. Es decir,
se abolía nuevamente todo género de coacción directa ó indirecta
sobre el cumplimiento de los votos. La de 25 de Junio de 1856,
dejó subsistentes las comunidades religiosas; pero en la de 12 de
Julio de 59, se suprimieron por completo, previniéndose en el art.
15 “que los eclesiásticos regulares, que se reuniesen en cualquier
lugar para aparentar que siguen la vida común, fuesen expulsados
de la República; las religiosas quedaron exceptuadas de esta dis-
posición según el art. 14, pero según el 21, se cerraron perpetua-
mente los noviciados, prohibiéndose nuevas profesiones de ese
género, prescribiéndose, finalmente, que fueran expulsados ó con-
signados a la autoridad judicial á juicio del Gobierno, los que di-
recta ó indirectamente se opusiesen ó enervasen el cumplimiento
de esa ley.”
El 2I de Mayo de 61, se expidió una circular para que las Hermanas
de la Caridad, que aun vivían en comunidad, se encargasen de la
dirección y asistencia de las Casas de Beneficencia; pero debían ha-
cerlo con sujeción á los reglamentos civiles previamente aprobados
por el Gobierno, y caso de que así no fuese, no podían continuar. En la
misma época, se suprimió la comunidad de los padres Paulinos, y más
tarde, por decreto de 26 de Febrero de 1863, todas las religiosas que
había en la República, fijándoseles el perentorio plazo, de ocho días
para que abandonasen sus conventos.
Teniendo las disposiciones citadas, en su mayor número, el carác-
ter de medidas administrativas, el Congreso de la Unión las elevó á la
categoría de leyes Constitucionales, reconociéndoselas así, desde el
25 de Septiembre de 1873, previniéndose desde entonces de un modo
general, qué la ley no reconoce órdenes monásticas ni puede permitir
su establecimiento, cualquiera que sea la denominación ú objetó con
que pretendan erigirse...
Por último, por ley de 14 de Diciembre de 1874, se previno en el art.
19 “que el Estado no reconoce Ordenes Monásticas, ni puede permi-
tir su establecimiento, cualquiera que sea la denominación ú objeto
con que pretendan erigirse. Las órdenes clandestinas que se esta-
blezcan, se considerarán como reuniones ilícitas que la autoridad
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sus ideas, se divulgasen por todos los vientos, justo fué, pues, como
racional, que las sociedades presentes, avergonzadas de los errores
del pasado, hayan dado al pensamiento el lugar que le corresponde,
siendo reconocida su libertad ante el derecho.
No se necesita probar, por ser hechos notorios, el progreso alcanza-
do desde mediados del siglo pasado comparado con el que prevaleció
en las épocas anteriores, haciéndose sentir el adelanto y la cultura
social, cuando los hombres pensadores comenzaron á reemplazar las
preocupaciones y la fe ciega con los principios de la ciencia positiva,
pudiéndose decir que desde entonces data la libre manifestación de
las ideas, abrumadas antes ó sofocadas por las intransigencias religio-
sas, políticas y sociales.
Sin culpar á nadie de los errores de otras épocas, pensamos que
éstos tuvieron su origen en el mismo atraso de la sociedad, la que
marcha como la humanidad, de etapa en etapa, siendo lenta su trans-
formación, no siendo de extrañar que hoy veamos con positiva admi-
ración cómo pudo soportar el Estado con paciencia y aun gustoso
durante los tres siglos de la dominación española, la tutela eclesiásti-
ca viéndose en otro período, histórico, á raíz de consumada nuestra
independencia nacional, uno que otro hombre pensador, proponien-
do con timidez las nuevas ideas y los principios de otro derecho; para
que más tarde, casi en nuestros días, ya contemplemos á los
reformadores en guerra abierta con las tradiciones sostenidas antes
por la influencia eclesiástica, para que al fin en la edad presente se
abran al espíritu nuevos horizontes, pudiéndose dilatar con toda li-
bertad; pero para llegar aquí y como es sabido, fué necesaria una revo-
lución, en que de un modo áspero y rudo se pusieron frente á frente
los pretendidos derechos que sobre la conciencia ha sostenido la
Iglesia, y los que el Estado reconoce al individuo ya que dependen de
su organismo racional y humano.
La conciencia y las doctrinas políticas modernas, á medida que poco
á poco se han ido separando de los principios religiosos, han fundado
una idea puramente humana y por consiguiente meramente positiva,
alumbrando al trabajo y al pensamiento, siendo de esperar que sus
luces muy pronto alumbren esas llanuras donde se agita el pueblo
que precisamente para el que se ha legislado, los filósofos pensado y
los sabios estudiado y escrito para lo que hay que imponer una nueva
tarea á la sociedad que no es tan fácil que se realice en el tiempo que
era de desearse, una vez que no se puede cortar bruscamente la cade-
na que une lo pasado con lo presente y éste con lo porvenir, supuesto
que innumerables eslabones enlazan estrechamente lo que era con
lo que es no sabiéndose con certeza sino de un modo apenas proba-
ble lo que será, siendo todo en la vida pasajero y por lo mismo sujeto
á perpetuos cambios.
Así vemos á las sociedades empujadas por las distintas corrientes
de las ideas cambiando de tiempo en tiempo el espíritu del mundo,
debiéndose á esos movimientos, los adelantos en las ciencias y en las
artes, las reformas en la legislación, la reivindicación del trabajo y el
mejoramiento de las instituciones; impedid al pensamiento que
depliegue sus alas, dejad á la sociedad en completo reposo bien y
pronto la encontraréis corrompida como esas aguas que faltas de mo-
vimiento forman los pantanos.
La misma iglesia que tan refractaria es á las innovaciones, com-
prendió en remotos tiempos la conveniencia y la necesidad de una
reforma en su cabeza y en sus miembros, y aunque fueron desastro-
sos los resuItados de los Concilios de Pisa, Constanza y Basilea, que
con tantas esperanzas se habían inaugurado, por lo menos se dejaron
sentir los primeros síntomas de la libre manifestación del pensa-
miento con las proposiciones de enmienda presentadas por algunos
teólogos de buena fe, sin qué importara ya que el primer paso se había
dado, el que la curia romana les contestase encendiendo la hoguera
en que fué sacrificado Juan Hus, amontonando Alejandro VI, más
tarde, la leña con que fué quemado Savonarola, alumbrándose por
último la cristiandad con la lúgubre luz de ese fuego, el que por fortu-
na, también iluminó todos los crímenes de los Borgias.
Pero la intransigencia de la Iglesia; ha tenido en sí propia su castigo
una vez que de su seno han brotado todas las sectas, siendo sus miem-
bros los que han incurrido en todas las heregías. Ha hecho más, con-
vertir el pensamiento en violenta tempestad revolucionaria,
sirviéndonos de ejemplo el mismo protestantismo, sin que éste de-
jara también de ser menos intransigente, supuesto que Lutero de-
cía: “Un cristiano no es otra cosa que un ser pasivo nacido sólo para
sufrir. El cristiano debe dejarse aniquilar, descuartizar si es preciso,
sin intentar la más mínima resistencia. No le importan nada las cosas
mundanas, debe dejar á su contrario que robe, veje, oprima, esquilme,
atropelle y haga cuanto quiera.” Hizo más, su servil ortodoxia se coligó
con la aristocracia para oprimir á los pueblos de Alemania, de modo
que esa religión como la católica también, encendió sus hogueras,
siendo adversaria de la libre manifestación del pensamiento.
Sabido es que á los estudios físicos y naturales de Kopérnico, Kepler
y Galileo, á quien se le forzó en los calabozos de la inquisición á
cambiar de opinión, se debe el descubrimiento del sol como centro
del sistema planetario, destruyéndose la falsa creencia del Universo
Geo-Céntrico, derrumbándose con este descubrimiento toda la teo-
Para cumplir con ese propósito, séanos dable, antes de exponer nues-
tras propias ideas, estudiar aquellas en que descansan los principios
morales tal como se han entendido en los diferentes tiempos y tal
como han sido los motivos de las acciones humanas. Se ha discutido
mucho si desde el principio de las sociedades, y hasta nuestros días,
en las relaciones de los individuos ha prevalecido un sentimiento
que dé á la moral un carácter permanente é inmutable ó, si por el
contrario, es por su naturaleza necesariamente variable. Opinan al-
gunos escritores que esas relaciones de individuo á individuo se han
conservado de un modo inalterable, igual y permanente en el trans-
curso del tiempo; otros discurren que han sufrido sus modificacio-
nes al tenor que cambian las ideas y con ellas el espíritu del mundo,
dando con esto lugar á que el sentimiento moral y el sentido filosófi-
co y jurídico de él sea apreciado de diferentes maneras. Por nuestra
parte y antes de exponer nuestra opinión tenemos que establecer, y
no dudamos que con nosotros estarán los que comprendan la verda-
dera realidad, que las relaciones de los hombres en lo que á la mora-
lidad se refiere, son permanentes y variables, al menos lo primero en
un período de tiempo dado, sufriendo modificaciones aun las consi-
deradas como más firmes é inmutables.
La constitución de la familia nos proporciona datos importantes
para comprobar, nuestra al parecer contradictoria afirmación; en los
tiempos primitivos y entre los griegos y asiáticos ya se encuentran las
relaciones sexuales no sólo de un hombre con varias mujeres, sino de
una sola con varios hombres, sin que esas costumbres se vieran como
contrarias á la moral, por el contrario en la imposibilidad de reconocer
los derechos de la paternidad y la filiación, la mujer como madre
cierta de los hijos, llegó á obtener una condición social más elevada
como al presente tal vez no la tiene. La poligamía, la poliandría y
monogamía eran formas de matrimonio que nadie consideró como
contrarias á la moral, no faltando casos en algunos pueblos en que una
serie de hombres poseían en común á una serie de mujeres; en la
actualidad es indiscutible que ese modo de vivir encerraría todos los
gérmenes de la más descarada prostitución, siendo la familia en in-
finidad de casos el producto asqueroso del incesto. Muchos han com-
batido estas costumbres del pasado sin duda por la vergüenza que
causa á la humanidad recordar su origen; pero la verdad histórica se
impone y lo cierto es que esos hábitos pasaron desapercibidos. A
medida, pues, que la humanidad ha ido avanzando, el sentimiento
moral ha impuesto sus reglas al comercio ó unión sexual, hasta llegar
al presente á la indisolubilidad del matrimonio de un sólo hombre
con sólo una mujer, resultado del misticismo de la Iglesia, lentamen-
sino cuando la moral del fin es más potente que la inmoralidad del
medio, ó cuando el bien supera al mal. Por último, Bagehot, dice:
“Que en las clases incultas se manifiesta la falta de disernimiento
entre el medio y el fin.”
Volviendo al estudio de la aparente diferencia entre la moral del
Estado y la del individuo, principalmente se manifiesta la primera en
los usos de la guerra, en las evoluciones de la propiedad, en la política
y en los cambios de la legislación; en todo rigor no encontramos dife-
rencias entre una y otra, bastando para comprobar nuestra afirmación
la circunstancia de que el Estado nada puede realizar por sí solo, una
vez que cuando obra ó ejercita su acción no puede hacerlo más que
por sus órganos y estos no son otros que los mismos individuos suje-
tos á la ley moral, siendo los responsables de sus actos ante la misma.
No hay, por lo expuesto, oposición material entre la moral pública y la
moral privada, ni entre el derecho público y el privado, pues como
dice Schäffles: “El conflicto únicamente existiría cuando la razón de
Estado, no la moral del Estado, pretenda cerrar los ojos á la moral
privada, ó cuando la razón privada, no el derecho privado, quiera cerrar
los ojos á la moral pública.”
No se debe tampoco confundir la idea moral con la política, pues
aunque ambas son inseparables teniendo como sujeto al hombre,
éste obra moral ó inmoralmente, según es la noción de su conciencia
y de su libertad.
Podemos, por lo visto, concluir, que los límites marcados por la moral
comienzan sin que precisemos todos los casos, por lo que hablamos
en sentido general, donde por un consentimiento mutuo se obedece
á los usos y á las costumbres establecidas, siendo su importancia tal,
que las mismas leyes escritas tienden á reemplazarlas ejerciendo
decidida influencia en la administración de justicia, sobre todo cuan-
do se trata de definir las reglas que rigen la conducta del hombre en
el sentido humano: en estas ocasiones, á semejanza del “Common
Law” que es en resumen la expresión de la costumbre del Reino
Inglés, la única norma para esas reglas son los usos establecidos, los
antecedentes invocados por las partes y los procedimientos puestos
en práctica por los tribunales. Es tan poderosa la fuerza de las cos-
tumbres y encierran en sí tal importancia que son nada menos que el
factor principal en la formación y progresiva evolución de la ley.
Muy incompletamente hemos tratado lo relativo á los principios de
la moral, por lo que remitimos al lector que desee obtener más am-
plios datos, á las importantes obras de Garnier, “Morale Sociale; ou
Devoirs de l’Etat,” Paris, 1850; Malver, “Histories des doctrines mo-
rales et politiques destrois derniers siecles,” Paris, 1836; Varnie, “La
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yas alturas Alejandro VI lanzó su Bula en 1501 para cortar las alas á la
prensa apenas desplegadas, haciendo lo mismo Carlos V en 1529 y
1530, cuando dictó el primer decreto de censura: ambas disposicio-
nes impotentes, por mucho que dominasen más de 300 años, para
que el pensamiento franquease todos los obstáculos, se escapase de
las húmedas obscuridades de los calabozos, desprendiéndose puro y
limpio de las hogueras y de los cadalsos, más lleno de fe y de aliento
con el tormento; más creído y amado mientras más perseguido; hasta
que al fin, la libertad, prestó á la prensa sus alas para que sus hojas se
esparciesen por todos los vientos!
La libertad es la compañera inseparable de la imprenta; por tal
motivo, esta última ha derribado en el polvo las frágiles coronas de los
déspotas; destruido todas las supersticiones; aniquilado los absolu-
tismos; es la defensora de los débiles contra los ataques y las violen-
cias de los poderosos; ella eleva al espíritu desde las regiones malsanas
y sombrías de la ignorancia á esas diáfanas y luminosas, donde brilla
la ciencia con todos sus fulgores y donde la conciencia se manifiesta
con toda la fe y la pureza de las virtudes!
Mucho y muy bueno se ha escrito sobre la libertad de la prensa, por
lo cual todo lo que digamos será pálido ante las palabras de Víctor
Hugo, las que no podemos dejar de transcribir:
“La prensa es la claridad del mundo social; y en todo lo que es
claridad hay algo de la Providencia. El pensamiento es más que un
secreto, es aliento mismo del hombre. Quien pone obstáculos al
pensamiento atenta al hombre mismo. Hablar, escribir, imprimir,
publicar, son identidades bajo el concepto del derecho; son círculos
que se ensanchan sin cesar de la inteligencia en acción; son las ondas
sonoras del pensamiento. De todos esos círculos, de todas esas
irradiaciones del espíritu humano, el más grande es la prensa. El
diámetro de la prensa, es el diámetro mismo de la civilización. A toda
diminución de la libertad de la prensa corresponde una disminución
de la civilización; allí donde está interceptada la prensa libre, se pue-
de decir que está interrumpida la nutrición del género humano. La
misión de nuestro tiempo es cambiar los antiguos fundamentos de la
sociedad, crear el orden verdadero y substituir por todas las realida-
des á las ficciones. En este cambio de las bases sociales, que es el colosal
trabajo de nuestro siglo, nada resiste á la prensa aplicando fuerza de
tracción á la ignorancia, á las aglomeraciones de hecho y de ideas más
refractarias. La prensa es la fuerza. ¿Por qué? Porque es la inteligencia. Es
la trompeta viva que toca la diana á los pueblos, que anuncia en alta voz el
advenimiento del derecho, que no toma en cuenta la noche, sino para
saludar la aurora, que adivina el día y advierte el invierno.
cosa más grave aún que una censura en toda forma, una vez que los
escritos quedarían sujetos á la calificación de su exclusivo criterio
cuya infalibilidad sería absurdo reconocer.
Además, se ha podido observar que en los pueblos donde la liber-
tad de imprenta se le ha dejado con más amplitud, ella misma se
marca sus límites; mientras que por el contrario, donde es perse-
guida, bien pronto se corrompe y desenfrena, no teniendo ya otro
objeto que el ultraje y el escándalo, consecuencia obligada de la
explosión de las malas pasiones, de la perversidad de los sentimien-
tos y también de la falta de cultura política. Todo lo cual, constitu-
yendo verdaderos abusos, es por lo que la Constitución le marca sus
límites cuando se ataca al individuo en su vida privada, á la moral y
á la paz pública.
No encontramos una definición que satisfaga, en toda la exten-
sión de la palabra, lo que se debe entender por vida privada. Si en el
hombre no estuviese tan arraigado como lo está, en la generalidad,
el sentimiento de su amor propio, ni su existencia tan llena de
engañadoras apariencias, nada sería tan fácil como encontrar alguna
que satisfaciese á todas las exigencias, ya que muchas obligaciones y
deberes, aunque imperfectos y por lo mismo inexigibles, tendrían
que obedecer á una regla común; pero desde el instante en que las
costumbres, las necesidades y la cultura intelectual y moral son tan
distintas, las dificultades suben de punto y más cuando tan fácil-
mente se confunde el honor aparente con el real.
Entendemos por lo tanto que los actos que corresponden á la vida
privada, aunque comprenden obligaciones y deberes por el hecho
de no ofender á nadie, ni causar perjuicio social, sólo puede ser juez
de ellos el que los realiza, sin que nadie igualmente pueda impedir-
los ó impulsarlos, pues teniendo, como la palabra lo indica, la vida
privada relaciones limitadísimas y sin que por ellas se ofenda á na-
die, es claro que ninguno está autorizado á turbar al individuo en su
reposo y en su tranquilidad. Por mucho, pues, que se pretenda hacer
que los hombres sean mejores, el convencimiento debe venir por sí
solo, por la satisfacción que resulta del deber cumplido, por el bien
mismo; pero nada que el individuo, las autoridades ó poder alguno
se intruse sin razón y sin motivo donde nadie puede penetrar, por-
que esto sería una violación injustificable de los más sagrados dere-
chos del hombre, quedando expuesta su familia, sus secretos, sus
debilidades y todo cuanto, en fin, constituye lo privado de la vida, á
ser divulgado, criticado ó censurado, ocasionando el desprecio, la
burla ó la deshonra, tal vez amargando perpetuamente la existencia
de seres inocentes á quienes les tendría que tocar una herencia que
moral sin ser las masas más instruídas y por último, que en el caso
desgraciado de que como angustioso recurso se tenga que alterar
la paz, el tono de las publicaciones esté exento de presunción y
vanagloria, siendo la crítica fría, por mucho que sea severa por lo
justa, sin que por ningún motivo se sienta aguijonear por las ren-
cillas personales, desvirtuándose una causa que tiene que ser tan
noble como generosa. Cuando esto sea así, la conducta de la pren-
sa será digna de una gran nación, será el verdadero representante
del pueblo, ó como dice el publicista Florentino González, “El
cuarto Poder.”
Hay un punto que aunque antes debíamos haberlo tocado, nos ocu-
rre en estos momentos y es la publicación de sumarios que pueden
lastimar la reputación y la de extractos de causas muchas veces con-
trarios á la moral.
En Alemania estas publicaciones sólo se pueden hacer mediante la
autorización de los tribunales y de la censura de los mismos por el
abogado de Estado, y aunque esta autoridad se ha mirado como algo
de arbitraria en el fondo, para la libertad de la prensa, lo cierto es que
el carácter recto de los funcionarios oficiales y lo elevado de las miras
del periodismo han hecho que sobre la materia no se registren sino
pequeñísimos abusos. Entre nosotros mucho se ha descuidado este
asunto, una vez que apenas se inicia un proceso más ó menos de
importancia, cuando ya se mencionan un sinnúmero de detalles y
circunstancias que debían permanecer en secreto, no siendo igual-
mente pocos los casos en que inconscientemente y otros maliciosos
en que, no obstante que la ley presume inocente á un inculpado mien-
tras no se prueba lo contrario ya se le destroza en su reputación sin
caridad ni misericordia, con el pretexto de una buena información.
No son pocas también las veces en que se publican hechos y actos
inmorales circulando por todas partes, sin preveerse que el veneno se
infiltra en muchas almas sin distinción de sexos ni de edades.
¿Se podrá decir que todo esto sea conforme á la libertad de la
prensa? No lo creemos así, y por lo mismo pensamos que, sobre el
particular, se deben establecer algunas restricciones, sin que dis-
curramos que se impongan á los periódicos técnicos, donde con las
reservas debidas, tales hechos si se deben dar á conocer á aquellos
que les interesen sin riesgo de lastimar los intereses privados ni á la
moral pública.
El Dr. Gross, dice: “Es evidente que dada la importancia, mayor
cada día, que en nuestros tiempos ha adquirido la prensa periódica,
palanca poderosísima, sin cuyo apoyo nada puede hacerse en la época
moderna, que el juez no podrá tampoco prescindir de su cooperación.
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Como también pudiera decirse que una rápida inmigración nos pon-
dría en mejores aptitudes para defendernos contra las agresiones
posibles, nos permitimos hacer observar que según el general ale-
mán vander Golz, “la experiencia ha demostrado, que las hordas de
soldados semidisciplinados, sin educación militar real, sin resisten-
cia posible, de que se componen los ejércitos actuales, serán á escape
destruidas por un pequeño ejército de soldados profesionales
aguerridos, como en otra época los millones de hombres de Jerges y
de Darío fueron derrotados por un puñado de griegos disciplinados
y acostumbrados á todos los ejercicios y á todas las fatigas.”
Es notable en los tiempos modernos el triste ejemplo de algunos
generales españoles cuando con 250,000 hombres no pudieron ven-
cer la insurrección de Cuba mantenida por unos cuantos miles de
hombres, siendo la mejor de sus victorias la muerte de Maceo.
Por el contrario, sabido es que Roma con sus legiones relativamen-
te poco numerosas dominó á los pueblos.
En el Transvaal, con admiración del mundo civilizado, vimos que
generales experimentados, con tropas bien alimentadas y mejor ar-
madas, con la superioridad en todo sobre los boers, cuando todas
condiciones les eran favorables para la victoria, cómo sufrieron esas
grandes derrotas y desastres de todo género, demostrándose todo lo
que vale un pueblo cuando lucha por su vida libre é independiente.
Es por lo tanto evidente que no son los ejércitos los que dan á mi país
el poder, debiéndosele obtener por medio de su agricultura, su in-
dustria y su comercio.
Continuando el estudio del art. II constitucional, pensamos que,
cualquiera que sean las razones que se invoquen en tiempos norma-
les para exigir el pasaporte, el salvo-conducto, etc., nunca serán supe-
riores á las ventajas de que el hombre pueda viajar libremente; así lo
han reconocido todas las naciones cultas, sin que por esto se hayan
perjudicado los intereses sociales.
En Alemania, la única limitación impuesta por el derecho público á
la libertad del inmigrante, consiste en la obligación de cumplir con el
servicio militar y defender la patria, revistiendo esa limitación sólo
un carácter dilatorio; en Inglaterra y los Estados Unidos, la libertad
locomotiva es completa, no viéndose con ojos celosos al inmigrante;
en Italia y otros pueblos europeos, la necesidad del pasaporte es po-
testativa para viajar en el interior de los Estados, pero siempre como
título de identidad y obligatorio y con el mismo fin para el exterior.
Según nuestra Constitución, la abolición es absoluta para los nacio-
nales y para los extranjeros, sin que por esto deje de ser potestativo
para el que lo solicite, principalmente para viajar por el exterior y más
que todo como medida preventiva para la seguridad personal del que
lo solicita.
Es por lo tanto pleno y perfecto el derecho para que los hombres
puedan entrar y salir de la República, y para viajar por su territorio sin
necesidad de pasaporte ó requisito alguno, Si siendo una de las prin-
cipales tareas de la Administración y el de la política económica, la
protección real y efectiva de los derechos individuales, á efecto de
que facilitando el libre tránsito no por él se lesionen otros derechos,
sin descuidar tampoco que la prudencia aconseja la organización de
una policía especial encargada directamente de defender al inmi-
grante contra la explotación y el fraude, que tantas víctimas ha causa-
do especialmente entre los trabajadores de la tierra caliente á quienes
se les ofrece mucho por sus servicios y poco se les cumple.
*
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es otra cosa que establecer privilegios en favor de aquel que por sus
recursos puede cumplimentar con esos requisitos, no sucediendo lo
mismos con aquel que en otras condiciones y por no contar con ele-
mentos pecuniarios se le pueda restringir su libertad aun por una
exigencia injusta.
Aunque no ha sido nuestro objeto hacer un estudio completo de la
providencia de arraigo, si nos inclinamos por lo que tenemos dicho, á
seguir la opinión de los que afirman que es anticonstitucional. No
explicándonos que en la legislación de las Partidas sólo se exigiese
fianza al demandado y en su defecto caución juratoria, declarándose
más tarde la improcedencia del arraigo, si no se justificaba la deuda y
la insolvencia del deudor, por creer que nuestra legislación en mate-
ria del respeto á la libertad está muy distante del espíritu que anima-
ba al legislador del siglo XIII.
Se puede concluir, pues, que las legítimas facultades que la autori-
dad tiene para hacer efectiva la responsabilidad civil no pueden herir
á la libertad de transito, esas facultades únicamente se refieren á
poderse embargar, retener o prohibir la venta de los bienes del deu-
dor, á decretar el secuestro de los litigiosos concurriendo la circuns-
tancia de constar la deuda y no tener arraigo el demandado, por último,
para el otorgamiento de fianzas á intervenciones que autorizan las
leyes civiles para los arrendatarios de fincas rústicas.
Y no se diga que lo que se castiga cuando se quebranta el arraigo es
la desobediencia al mandato legítimo de la autoridad y que por esto
sea necesaria la aplicación de la pena; tal argumento carece de funda-
mento, porque en primer lugar; esa desobediencia tiene por origen
un acto contrario á la honradez y á la buena fé, y en segundo, el in-
cumplimiento de lo convenido, no constituye de por sí una vez que el
interesado con una poca de prudencia se hubiera evitado el perjuicio
causado, y como la seguridad pública no ha podido ser perturbada por
un acto privado, es fuera de duda que el quebrantamiento del arraigo
no puede alcanzar en sus efectos al orden social. Por lo mismo, la
prevención para que el individuo no se ausente, faltando los requisi-
tos expresados, no puede ser legítima, ni por el propio motivo, moti-
vada ni fundada. Tampoco se diga que la violación de un precepto por
el hecho solo de que lo sea, es bastante para que se cometa un delito;
no es así, porque para que esto sea, es necesario que la seguridad
pública este amenazada por un enemigo común; mientras esto no
acontezca, por mucho que algunos actos sean perjudiciales á los inte-
reses del individuo, no por tal causa quedan sujetos á la persecución
pública, no debiéndose confundir los efectos de, la justicia distributiva
con los de la vindicativa.
157
tener presente que para que produzca todos sus frutos la debe
acompañar la libertad del trabajo y de los contratos á efecto de au-
mentar y facilitar la producción y la riqueza.
Veamos ahora como pudieron subsistir en tiempos pasados los
monopolios y las instituciones de ese género sin que se lastimase el
derecho individual. Para dar solución á este problema que hoy lo ve-
ríamos como un verdadero atentado, tenemos que hacer presente
que las distintas civilizaciones siempre han tenido por base para el
desarrollo de las naciones, aparte de un corto número de ideas direc-
toras, otros elementos, entre los que figuran los político, los econó-
micos y los psicológicos; no teniendo en tiempos pasados el pueblo
ninguna ingerencia en la vida política ni ninguna representación en
los asuntos públicos, la industria no sufrió ninguna transformación
precisamente por la carencia de nuevas ideas y la de otras necesida-
des, por lo que necesariamente tenía que girar dentro del tercer
elemento cuyos factores eran las razas, la subordinación completa á
determinadas creencias, el respeto absoluto á la autoridad y á sus
opiniones cualesquiera que ellas fuesen, y como estas ideas eran las
preponderantes sin que fuera dable discutirlas por estar la conciencia
sujeta á esa disciplina, ya se explica el por qué, del mantenimiento de
los monopolios y de los estancos sin que ocasionaran trastorno algu-
no ni se sientiese lastimado en sus derechos, con tanta mayor razón,
cuanto que esas instituciones estaban apoyadas por el Estado y la
iniciativa individual era incompleta ó casi nula.
En la actualidad, cambiadas esas instituciones por otras completa-
mente liberales y estando los pueblos convencidos de que su felici-
dad depende de ellas, ya el elemento psicológico, es de escasa
influencia, sí teniéndolo cada día mayor el económico, supuesto que
en el día nadie se atreverá á negar lo que han variado las industrias, al
contrario de lo que sucedía antes, en que, no tenían transformación
de un siglo á otro. Hoy se puede afirmar porque está á la vista, que los
descubrimientos científicos é industriales han transformado todas
las condiciones de la existencia, sabiéndose por experiencia que una
simple reacción química descubierta en el silencio de un laboratorio
arruina á un pueblo y enriquece á otro, que el cultivo de un producto
en tal ó cual región obliga á otras á renunciar á su agricultura y en fin,
todo lo que los progresos de las máquinas trastornan la vida de los
pueblos civilizados.
Ante estos hechos, preguntamos: ¿que valor pueden tener todas
las teorías para defender el sistema de los monopolios, de los estan-
cos y el de las leyes prohibitivas á título de protección á la industria,
invocándose los factores psicológicos? Sobre todo, ¿cómo llenar con
no hay por qué pensar en los tiempos en que el Estado era su protec-
tor ó el que amparaba á los “débiles” y desheredados. En nuestra
época reina sin trabas en el mundo económico, la ley de “la lucha por
la vida,” imponiéndose é impulsando por todas partes la competen-
cia. Es cierto, como ya lo hemos dicho, que en otras edades las in-
dustrias no eran tan inciertas y variables, no estando en consecuencia
los obreros expuestos á ninguna de esas crisis que no podía ni pre-
venir ni preveer, estando protegidos contra la competencia por los
privilegios de los oficios, sin temor á los paros ni á nada, supuesto
que casi siempre era para la industria en grande la misma la situa-
ción de los mercados, y la misma clientela para la pequeña, resul-
tando que la suerte de aquellos estuviese así asegurada como la de
los obreros y artesanos. Por esta razón, no son pocos los que comba-
ten esa incesante agitación, esa inquietud permanente, y esa
instabilidad universal producida por la libertad del comercio y de la
industria, razón por la que á cada momento exigen la tutela del
Estado para que los protejan en sus para ellos lastimados derechos,
sin comprender, que la competencia universal y sin restricción, es la
única que hace que el individuo obtenga el puesto que mejor le
conviene y la justa retribución de su trabajo. Con sobrada razón
dice montesquieu que, “la competencia es la que pone un precio
justo á las mercancías.” Agregando Lavelaye: “Es el regulador infa-
lible del mundo industrial.” Es como una ley providencial que, en
las relaciones tan complicadas de los hombres reunidos en socie-
dad, hace reinar el orden y la justicia. Que el Estado se abstenga de
toda inmistión en las transacciones humanas, que deje libertad
entera á la propiedad, al capital, al trabajo, á los cambios, á las voca-
ciones y la producción de la riqueza se llevará al colmo, y así el bien-
estar general llegará á ser todo lo grande posible. El legislador no
tiene que ocuparse en la distribución de la riqueza; ella se hará
conforme á las leyes naturales y á los libres convenios. Una frase
dicha por Gournay en el siglo XVIII, resume toda la doctrina: “dejad
hacer, dejad pasar” (laissez fair, laissez passer) Como es de le pen-
sarse el autor antes citado, no acepta en un sentido tan absoluto la
no ingerencia del Estado.
Veamos, en tal virtud, cuándo y cómo la legislación debe interve-
nir en los asuntos comerciales é industriales. Para dar solución á
este problema se hace preciso explicar, que invocar únicamente la
libertad, es desconocer que la cuestión propuesta se relaciona, con
la religión, la psicología, la moral, el derecho, las costumbres y la
historia de los pueblos, en todo lo cual necesariamente interviene
el Estado, sobre todo, siendo como es, el órgano de la justicia. Si
189
aquellos momentos tenía que ser infructuoso, una vez que la Iglesia
ya se preparaba á tener su existencia sobre el Estado, lo que consi-
guió, luego que con su poder absorbente dominó todas las concien-
cias, marcando la ruta que debía seguir el catolicismo.
De modo, que en resumen, podemos decir que losprimeros cris-
tianos fueron tolerantes, no deseando más que los miembros de
otros cultos lo fueran para con ellos. Así, decía Tertuliano: “¿Noso-
tros somos, decís, delincuentes? Pues bien, tratadnos como delin-
cuentes, no nos condeneis por el nombre que se nos dá; informaos
de los hechos; examinad las pruebas, escuchad la defensa. ¿No en-
señamos nosotros, decís además, nada más que vuestros filósofos?
Tratadnos, pues, como á vuestros filósofos, dejadnos como á aqué-
llos, formar sectas y abrir nuestras escuelas al mundo romano.”
Hasta aquí la religión cristiana reconoció la libertad de conciencia:
pero apenas dominó á los Césares, cuando puso fin al espíritu de
tolerancia, mostrándolo con evidencia las leyes de Justiniano, espe-
cialmente las contenidas en el Libro I de su Código Tít. XI. De
Paganis et sacrificüs et temples.
Dividida la Iglesia Cristiana en diversas sectas, ya se dieron leyes
para castigar á los herexiarcas, declarados tales, á los arrianos, en el
Concilio de Nicea, igualmente se consideraron heréticos á los icono-
clastas, á los maniqueos, etc., etc.
Pero repetimos, la Iglesia había avanzado mucho. Rossi dice: “los
hombres abusaban de todo; la Roma religiosa y cristiana se embriagó
con su poder como había hecho la Roma política y pagana; comenzó á
obedecer á sus pasiones y no tardó en usurpar el poder episcopal y
después el poder civil; poco á poco llegó á transformar á la república
cristina en una monarquía perfectamente absoluta, y por uno de aque-
llos instintos que el genio sigue á pesar suyo con frecuencia, se cir-
cundó de una milicia fuerte, numerosa, obediente, que no reconocía
otra cabeza que el Papa, otra sociedad que la Iglesia, otras leyes que
sus decretos, otra familia que el convento; y ella se rodeó de órdenes
monásticas que pospusieron á todas las dulzuras de la vida social, una
vida solitaria y trabajosa. Ningún afecto de familia, ningún ligamen
de patria tenían estos hombres que, á una simple señal de su cabeza,
tomaban su cayado é iban á una región extraña. Ningún respeto por
las autoridades civiles tenían ellos, que habían visto al Emperador de
Alemania tiritar de frío y lleno de vergüenza en el Atrio del Castillo
de la Condesa Matilde, aguardando la licencia de postrarse á los pies
del Pontífice.”
No es de extrañar que ante estos hechos el poder de la Iglesia se
agigantase tomando colosales proporciones su intolerancia; ya
*
**
ejercicio de todo culto está prohibido fuera del lugar elegido para
ello. La ley no reconoce á ningún ministro del culto, y nadie puede
mostrarse en público con hábitos sacerdotales. Toda reunión de ciu-
dadanos para ejercer un culto cualquiera, está sometida á la vigilancia
de las autoridades constituidas, para las medidas de policía y seguri-
dad pública. Ningún culto puede hacer poner señales externas sobre
ningún lugar, ninguna inscripción puede ser colocada allí, ni hecha
ninguna proclama ni convocación pública de los ciudadanos... Cual-
quiera que turbe usando violencia, las creencias religiosas de un cul-
to cualquiera ó destruya sus objetos, será castigado según la ley de
1791 sobre la policía correccional.” Con esta ley y con la de Septiem-
bre del mismo año, quedó reconocido el principio de la libertad reli-
giosa; siendo en concreto el fundamento de las relativas de nuestra
Reforma.
Durante el Consulado, y aunque bien sabido es, cuán militarmente
trató Napoleón al Pontífice de Roma, se celebraron varios concorda-
tos con la Santa Sede, publicándose unos y protestándose contra otros,
poniéndose luego en vigor las franquicias constitucionales al restau-
rarse la monarquía.
En la Carta Constitucional del 14, se volvió á reconocer la libertad
religiosa; pero á la vez se dijo que la religión del Estado era la Católica
Apostólica Romana, se subvencionó á los ministros de este culto y á
los demás cristianos. En tiempo de la monarquía, en 1830, se desco-
noció el principio de que la Religión Católica fuese la del Estado,
quedando como antes subvencionados los ministros de todos los
cultos cristianos, autorizándose por la ley de 9 de Febrero de 1831, la
propia subvención para los ministros israelitas. La Carta Constitu-
cional del 48, dejó subsistentes los mismos, pero estableció la sub-
vención no sólo para los ministros de los cultos existentes, sino aun
más para los que se establecieran en el porvenir.
Napoleón III, siendo Presidente de la República, promulgó el 14 de
Enero de 1852 otra Constitución, y aunque no se habla implícita-
mente de la libertad religiosa, sí se vuelven á proclamar los principios
reconocidos en el 80, pudiéndose decir que ellos son la base del de-
recho público de los franceses y los mismos que en la actualidad con
tanto vigor como justicia se han estado poniendo en la práctica, con
aplauso de todos los pueblos libres.
Respecto de otras Naciones, haremos una breve reseña de las insti-
tuciones que sobre el particular las rigen. La Constitución prusiana
de 31 de Enero de 1850, reconoce la plena libertad religiosa, sin que
estorbe, como entre nosotros, ser ministro de tal ó cual culto, para
gozar de los derechos políticos, dejando á las instituciones religiosas
nan á esta cuestión “El ateismo del Estado,” deduciendo por tal causa,
las más absurdas consecuencias, entraremos en otras consideraciones.
Ahrens, en su “Curso de Derecho Natural ó de Filosofía del De-
recho,” se expresa sobre el particular en los siguientes términos:
“El Estado no es ateo, ni en sí mismo, ni en sus leyes; por su objeto,
el principio divino de la justicia es un orden divino de la vida y
favorece también por todos los medios que el derecho permite
emplear á la religión, como á todos los objetos divinos de cultura
humana. Su fundamento es, pues, igualmente la idea de Dios, pero
no tiene confesión, no profesa ningún culto particular, por la justicia
igual que ejerza para con todos los cultos; contribuye, por su parte,
á enseñar á todas las confesiones particulares á vivir en paz, á respe-
tar igualmente en la comunidad política y á recordar, quizás, más
fácilmente que hay también fundamentos religiosos comunes so-
bre los que ellos reposan.”
El error capital de los que piensan que el Estado pueda ser ateo,
radica esencialmente en que tienen de él un concepto exacto ó mejor
dicho, por mantener la falsa idea de los tiempos pasados, en que en
teórica y prácticamente, tal idea se encarnaba en la persona que
ocupaba un puesto social preeminente, cualquiera que fuera su tí-
tulo, ya por razón de herencia, por elección ó como resultado de una
guerra victoriosa.
Pero el Estado en la actualidad no se personifica en nadie, lo forma
el conjunto de los individuos, no es, por lo tanto, una, persona sola; su
origen está en la sociedad; no tiene un título histórico patrimonial,
reside de derecho en sus miembros y se ejerce por los ciudadanos.
Stahl, nos dice: “El Estado debe ser un Gobierno de derecho; tal
es la tendencia instintiva de la Edad Moderna. El Estado debe de-
terminar la dirección y los límites de su acción propia con precisión
jurídica, asegurar la inviolable ejecución de la ley, garantir la liber-
tad de los ciudadanos.”
Max Stirner, escribe: “Lo que se llama Estado es un tejido, un
enlazamiento de dependencias y de adhesiones; es una solidari-
dad, una reciprocidad que tiene por efecto que todos aquellos entre
los cuales se establece esa coordinación se concilien entre sí y de-
pendan los unos de los otros. El Estado es el orden, el régimen de
esa dependencia mútua. Aunque el Rey, cuya autoridad repercute
sobre los que tienen el menor empleo, hasta sobre el criado del
verdugo, llegue á desaparecer, no por eso será el orden menos man-
tenido enfrente del desorden de la bestialidad por todos aquellos
en quienes vela el sentido del orden. Si el desorden triunfara, el
Estado había cesado de vivir.”
*
**
que mira al desarrollo de su propia vida, cualquiera que sea el rito que
empleen. El Estado queda guardián de su libertad, ofrece aquella
tutela y aquella garantía que tiene el deber de prestar; contiene, cuan-
do se efectúan, las extralimitaciones; les impide hacer todo lo que
puede en algún modo ofender la paz y la moralidad pública. Es el
sistema del derecho común, en el cual vienen á reunirse tres altos
conceptos: coexistencia de las dos potestades, su armonía y coordina-
ción de la Iglesia á la ley suprema de la sociedad civil.”
Entre nosotros, estos principios de los que es el resumen la fórmu-
la cavouriana, se puede decir que han llegado á ser un hecho positivo,
pues aunque algunos miembros de la Iglesia católica, de vez en cuan-
do pretender remover el osario de las antiguas tradiciones, á fin de
que se les reconozcan sus antiguos fueros y privilegios, no hacen más
que ponerse de relieve descubriendo sus ambiciones. Por otra parte,
en la conciencia popular se ha ido despertando aunque lentamente el
sentimiento de que el catolicismo de algunos con sus formas
sistematizadas, dice un autor, “no es desemejante en sus influencias
y en su gobierno de las grandes monarquías del Valle Mesopotánico y
del Nilo: impide toda libre manifestación, como una enorme máqui-
na pneumática impide la respiración y asfixia mente y sentimiento
que no se dirija hacia él y no le obedezca; terrible hipnotizador, ador-
mece toda energía que no sea explicada en provecho suyo y á su incre-
mento... Cuán distante está de los orígenes religiosos de Jesús de
Nazareth.”
Sergi, hablando de Italia y de su Iglesia dice: “Si en Italia por ahora
el catolicismo no ha llevado hasta el extremo las consecuencias, como
en España, se debe al hecho de la lucha con el Vaticano que no quiere
ceder y llegar á una conciliación con el Estado. Esta es la última fortu-
na de Italia, debida á los propios enemigos. ¡Fenómeno singular! Por-
que por tal resistencia queda todavía algún carácter independiente,
nace además alguna débil reacción que tiene visos de independen-
cia. ¡Guay si el Vaticano cediese! Su flexibilidad sería su victoria defi-
nitiva, y la nación italiana llegaría á ser un país indiano, en el cual el
budhismo ha cristalizado todas las energías, y el budhismo católico
sería tal vez más fatal y más soporífico.”
En nuestro concepto, y á fin de que la sociedad no quede expuesta
á los abusos de un clero ambicioso é ignorante y más que todo, conci-
liando sus libertades con los intereses del Estado, pensamos siguien-
do á Sergi ser preferible su fórmula, “Culto libre en el Estado libre,
Dice así: Me parece la fórmula verdadera y práctica; no Iglesia libre,
como se ha dicho en la época de Cavour, tal expresión habría tenido
un significado limitado y vano en donde no existiese un poder absor-
No debemos dar por concluído el estudio que nos ocupa, sin que
antes hagamos una manifestación tan leal como sincera. Como es
muy posible que algunos espíritus intolerantes ó demasiado es-
crupulosos crean ó pretendan hacer creer que nuestros conceptos
antes expuestos hieran ó lastimen á tal ó cual comunión, diremos
que en el terreno de la libre discusión, nuestro único objeto para
fundar el precepto constitucional ha sido hacer patentes las venta-
jas de la libertad religiosa, lo mismo que los inconvenientes y
males que resultan de la intolerancia. No nos revelamos, pues, ni
combatimos ninguna creencia y más cuando no nos podemos subs-
traer de las que nos enseñaron en nuestra infancia al calor del
hogar, en medio de las caricias y ternuras maternales; precisamen-
te, inspirados en esos sentimientos es por lo que queremos que
todas las religiones conciliables con el orden social, vivan dentro
de la atmósfera de la libertad, reinando como soberano absoluto
el criterio individual.
No nos cansaremos, por lo tanto, de repetir, y será la única con-
testación que daremos á los que por acaso no piensen como noso-
tros: “Dios para el gobierno de las almas, para la fé y para las
creencias. La libertad para las mismas; pero dentro de los límites
marcados por las leyes y el derecho, sin olvidarse que el supremo
Gobierno es y debe ser el custodio fiel de la inviolabilidad de la
conciencia, sin descuidarse que aun aceptando los principios del
derecho natural, el Sér Supremo al conceder al hombre el privile-
gio de la libertad, fué con el fin de emancipar al espíritu para que
no fuese turbado por violencias á imposiciones en ningún tiempo
de nuestra existencia.”
Habiendo estudiado en este capítulo la libertad en el orden que
la reconoce la Constitución, sólo nos falta decir que Oudat afirma
que ella en sus distintas manifestaciones “no es más que la direc-
ción de la voluntad por la inteligencia hacia el destino trazado por el
Creador al hombre;” ó como dice Ahrens: “la facultad de disponer
racionalmente de los diversos medios de desenvolvimiento que nos
permiten llenar, en el orden general de las cosas, el fin de nuestra
existencia.” Nosotros, y para terminar nuestros ya largos apuntes,
siguiendo nuestra tesis de no reconocer una libertad natural y ab-
soluta, pensamos que, ella lo mismo que el Gobierno son una crea-
ción del Estado, siendo evidente ante la historia que la humanidad
al igual que el individuo no comienza siendo libre, sino que ad-
quieren la libertad mediante la civilización; por esta razón á me-
dida que ésta es más avanzada, mejor se armoniza la ley con aquélla,
tanto en la teoría como en la práctica.
CAPITULO III
DE LOS DERECHOS GARANTIZADOS
POR LA CONSTITUCION
225
que no hay razón para que las peticiones, que en la vida privada consti-
tuyen un derecho, en los militares se convierta en una obligación para
no hacerlas, sino mediante ciertos requisitos. Es claro que en el primer
caso el individuo obra libremente, procurando por sus intereses, mien-
tras que en el segundo está sujeto voluntariamente á las exigencias de
la institución á que pertenece, teniendo que sacrificar sus intereses
personales en aras de los del público á quien presta sus servicios.
Decíamos antes que, la Constitución previene, que las peticiones
tengan lugar por escrito, esta al parecer exigencia, tiene su razón de
ser y es la de conocerse mejor y con más exactitud lo que se solicita,
facilitando el acuerdo que les recaiga, sin quedar expuestas á una
mala inteligencia ó á una negativa infundada; motivos por los que las
respuestas tienen también que ser en esa forma.
En los asuntos judiciales, cuyo formulismo es muy rígido, no sola-
mente se exige la mayoría de casos la forma escrita, sino que se está
obligado á seguir las normas del procedimiento principalmente en
los asuntos civiles, dando muchas veces por resultado que por esas
formas y por no cumplirse se sacrifique la cuestión de fondo. Como es
de suponer, en estos casos las autoridades no están obligadas á cuidar
los intereses privados de las partes y más cuanto que su objeto en los
asuntos en que intervienen, es el de buscar la verdad formal, según
los elementos probatorios propuestos; no sucede lo mismo en los
negocios de orden penal, en que el fin es encontrar la verdad subs-
tancial, para lo cual, los interesados sólo coadyuvan con las autorida-
des, teniendo estas toda la iniciativa, exceptuando contadísimos casos
como en aquellos en que es necesaria la querella para incoar el proce-
dimiento. Las peticiones, por lo tanto, en materia criminal, aunque
necesariamente tienen que obedecer á las leyes del procedimiento,
su principal objeto es el indicado, estando autorizado solicitar todo
género de prueba que sea capaz de mostrar la verdad que se busca por
todos los medios apropiados á ese fin.
La fórmula más clara, que reúne todos las condiciones para que las
peticiones llenen su objeto, es la de los versos latinos, que la tradi-
ción ha venido conservando de una manera invariable: “Quis, quid,
coran quo, quo jure petatur et á quo, ordi confectus quique libelun
habet.” Ó en otros términos: Quien pide, ante quien, y por qué ra-
zón.” Lo que hecho así, dá por resultado que, en cualquiera solicitud
se fije con claridad, presición, exactitud y buena fé lo que se pretende,
lo mismo que los fundamentos que para ello se tienen, facilitando al
mismo tiempo la resolución que en justicia proceda, la que como
antes tenemos dicho, tiene que ser también escrita y comunicada al
recurrente á efecto de que las promociones no se hagan ilusorias.
233
¿Se nos dirá vez que los Estados, también suponen algo en esa
organización? Sí, los Estados han puesto la mano para apoderarse de
ella. Las juntas directivas están presididas por esos á quienes los
lacayos llaman príncipes de sangre real. Emperadores y reinas prodi-
gan su patronato á las juntas nacionales. Pero no es á ese patronazgo á
lo que se debe el triunfo de esa organización, sino á las mil juntas
locales de cada nación, á la actividad de sus individuos, á la abnega-
ción de todos los que tratan de aliviar á las víctimas de la guerra, ¡“Y
aun sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no se metiese
absolutamente en nada!”
No sin razón en la Constitución se reconoce la libertad de asocia-
ción y la de reunión espontánea de los hombres, constituyendo esta
garantía la obra capital de nuestro siglo, pudiéndose observar que
cuando los gobiernos intervienen en las asociaciones, y sobre todo,
de un modo indebido, bien pronto se vé que las grandes aplastan las
pequeñas, se constituyen los monopolios, se paraliza la iniciativa, y lo
que es peor aún, según lo que dice Henry Georges hablando de los
Estados Unidos: “Las nueve décimas partes de las colosales fortu-
nas, débense á una gran bribonada hecha con la complicidad del Es-
tado. En Europa, las nueve décimas de las fortunas, en nuestras
monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen.”
“Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso; encontrar cierto
número de hambrientos, pagarles tres pesetas, y hacerles producir
diez pesetas; amontonar así una fortuna, y acrecentarla en seguida
por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado.”
En concreto, aparte de las inmensas ventajas que tiene la libertad
de asociación, su objeto es disputar al Gobierno las funciones que
antes tenía, pensándose en la época moderna que es más fácil y mejor
pasársela sin su intervención, siendo todas las tendencias las de re-
ducir todo lo que sea dable su acción.
Se dice, por último, en la ley fundamental, que el derecho de aso-
ciación y el de reunión cuando tienen por objeto tratar de asuntos
políticos, sólo pueden ser ejercidos por los ciudadanos de la Repú-
blica. Ya digimos al hablar del derecho de petición, que muchos de
los actos de la vida del hombre se rosan con la política, de lo que
resulta que aunque las reuniones y las asociaciones necesariamen-
te tienen algo que se relaciona con la política, no son éstas las prohi-
bidas por la ley para los que no tienen el carácter de ciudadanos,
sino aquellas que tienen por objeto ingerirse directa á inmediata-
mente en los asuntos públicos, mejor dicho, en la formación y mar-
cha del Estado, en sus instituciones políticas y en su sistema
gubernamental.
249
No, sin razón, pues, en una sociedad bien organizada, las funciones
de la seguridad pública giran en una esfera mucho más de lo que fué
antes, cuando se dejaba al individuo un grado mayor en la defensa de
su persona é intereses, interviniendo el poder público solamente en
casos absolutamente necesarios y en éstos no obrando tanto por cuenta
propia, sino más bien apoyando ó defendiendo. Como era de esperar-
se, los individuos en estas condiciones, necesariamente estaban en
el caso de poseer y portar, armas aun en los centros de las poblacio-
nes: lo que no impidió que esta garantía se convirtiese en un privile-
gio para determinadas personas.
Mayor razón existió para que se reconociese la garantía que nos
ocupa, cuando sabido es, que no ha mucho tiempo, no se disfrutaba
de seguridad, no sólo en los largos y solitarios caminos de la Repúbli-
ca, sino también en las ciudades; siendo infructuosas todas las medi-
das puestas en práctica por el poder público, para prestar seguridad á
los ciudadanos, sucediendo lo mismo como cuando en la Rumania y
la Umbría los regimientos austriacos, antes del año de 59, no pudie-
ron reprimir el bandidaje, lo mismo que en los alrededores de Bolonia;
siendo igualmente vanos los esfuerzos de la fuerza pública, emplea-
dos con el mismo fin en la campiña de Roma, en las montañas
napolitanas; en las de la Grecia Central; en las llanuras poco pobladas
de Hungría, y en las costas de Andalucía. Los mismos Estados Uni-
dos no pudieron evitar los males de que hablamos, siendo frecuente
que sus ciudadanos, á cada momento, tuviesen que defender sus
derechos con las armas. Siendo notable el ejemplo que nos suminis-
tra Alemania, cuando tardó más de 200 años para limpiar las cuadri-
llas de ladrones que la infestaban como consecuencia de la guerra de
treinta años.
Esto que decimos, demuestra hasta la evidencia, la necesidad de
poseer y portar armas; por mucho que también sea cierto que verda-
dero auxilio para la defensa de los ciudadanos está en su mútua co-
operación, y más cuando obran ó persiguen el mismo fin que los
agentes del poder para la seguridad pública y privada. Siendo indis-
cutible que se hacen infructuosos los esfuerzos de los gobiernos,
cuando los ciudadanos no les prestan su ayuda siendo, por el contra-
rio, los hombres perjudiciales y nocivos, objeto de sus simpatías se-
cretas, ó favoreciéndolos de alguna manera, temerosos de sufrir
mayores males de esos enemigos sociales.
Con verdadera satisfacción podemos afirmar que en un tiempo re-
lativamente corto, comparado con el transcurrido en otros pueblos
para mejorar sus condiciones sociales, hallamos conseguido de una
manera notable el que disminuya el cobarde y alevoso asesinato de
259
dores, que después de haber sido indultados en España por sus crí-
menes y delitos, se les enviaba á América, no siendo pocos los que, no
obstante esas circunstancias, se les recompensaron con títulos
nobiliarios en premio de sus monstruosos atentados.
Urquinoa en su obra “España bajo el poder arbitrario de la Congre-
gación Apostólica,” hablando de la riqueza de la Iglesia, se expresa en
los siguientes términos: “Así es que cuando no conocía el poder de
riqueza que le añadieron los príncipes seculares, cuando los fieles no
podían reunirse á tributar el culto al Sér Supremo sin exponer su vida
al cuchillo de los Dioclecianos y Galerios, cuando los subterráneos
eran sus templos, su corazón los altares y las persecuciones sus vigi-
lias: la inmaculada Esposa de Cristo no se presentaba con los atavíos
de nuestras suntuosas catedrales; pero tampoco sufría las
reconvenciones de los pobres, ni los insultos de la irreverencia. Los
adornos de la vanidad mundana no brillaban en la humilde túnica de
sus ministros; pero ardía en su pecho el fuego de la caridad. No te-
nían palacios ni carrozas; pero eran más venerados en las cárceles y
suplicios. No necesitaban pajes ni caudatarios; porque ellos mismos
llevaban, no la cola como bajaes, sino la palma del martirio. No tenían
templos; pero cada casa era uno consagrado á la practica de las virtu-
des evangélicas: sus congregaciones eran más reducidas; pero com-
puestas de los que profesaban la verdadera doctrina. No participaban
con la frecuencia que nosotros de los misterios inefables de la reli-
gión; pero eran más dignos de aproximarse á ellos. La cruz de Jesu-
cristo no salía á ver la confusión, desórdenes y escándalos de nuestras
divertidas procesiones: no se hallaba en las plazas y en los campos
expuesta á profanaciones y al culto artero de la hipocresía; pero estaba
en el corazón de los cristianos. Ellos se distinguían en integridad y
pureza de sus costumbres: en el espíritu de la caridad, desinterés y
amor al bien público; en el respeto y veneración á los príncipes cris-
tianos ó gentiles; en la sumisión á las leyes de sus Estados; por fin, en
la práctica de las virtudes sociales amalgamadas con la religión y man-
sedumbre, como se ve en la Apología de Tertuliano.”
Se explica por lo mismo, que Adriano VI, maestro de Carlos V, le
declarase los abusos de la administración eclesiástica; valiéndole tal
declaración el que el Cardenal Pallavicini dijese de él en la Historia
del Concilio Tridentino, “ser un excelente sacerdote; pero nada más
que mediano pontífice;” á lo que contesta Ladvocat, que la causa de
esta calificación no era otra que la de que tal pontífice quiso reprimir
los abusos de la Corte de Roma, expresándose con los siguientes
conceptos: “Sabemos que en esta Santa Sede hay, hace algunos años,
muchas cosas abominables; abusos en las espirituales, excesos en los
secuencias lógicas sin parar mientes en los escollos que en “la practi-
ca presentan los hechos, es lo mismo que viajar sobre un
“mapa–mundi.” Apliquemos, como no pueden menos de aplicarse,
estas reflexiones á todas las Comunidades Religiosas, y nos conven-
ceremos de que las leyes contra ellas promulgadas y ejecutadas en
nuestro país, han sido la consecuencia del estado de atraso y falta de
cultura en que los legisladores constituyentes veían á la Nación, con-
trarias al principio de libertad y á la teoría de lo justo; el grito, en fin,
demagógico de un partido dominante y como la turbia espuma de
una época rebotada y tumultuosa; mas no la expresión de la verdad y
CAPITULO IV
DE LA IGUALDAD
En la mayor parte de los períodos históricos por los que han pasado
las diversas sociedades, los derechos concedidos á los ciudadanos se
graduaban con arreglo á sus honores y fortuna: así vemos que el Esta-
do antiguo fué el de los poseedores de esclavos; el feudal, el órgano
de la nobleza, á la que estaban sujetos los esclavos, los siervos y los
vasallos; hoy se puede afirmar que el moderno es el del asalariamiento
sujeto al capital. Como es fácil comprender, todos estos distintos
órdenes de cosas, necesariamente tienen que traer consigo las des-
igualdades sociales, por acompañarlas los privilegios y las prerrogati-
vas otorgadas á favor de los poderosos, no pocas veces con grave
perjuicio de los débiles y de los desheredados.
Debemos decir aquí que en la época moderna las tendencias de
todos los hombres son las de que el verdadero Estado surja del seno
de la misma sociedad; por esto ya no se le considera como una impor-
tancia venida del exterior, no consintiéndose tampoco que se caracte-
rice por el ejercicio de un poder absoluto y arbitrario, sino ejerciéndose
por todos los ciudadanos y residiendo derecho entre los miembros
de la comunidad política.
El pueblo mexicano, sin tener apegarse á ningunas tradiciones his-
tóricas y sin respetar ningunas jerarquías, necesariamente tenía que
287
Debiéndose decir, además, que antes como ahora, nunca han des-
lumbrado la imaginación popular por sus ideas liberales, por su gene-
rosidad de miras desligadas de los intereses de clase, sino que por el
contrario, ella misma debilitó su autoridad, atrayendo sobre sí en los
tiempos pasados la burla de los mismos, no quedándole á la nobleza,
ni siquiera como á la antigua, los buenos modales ni los sentimientos
caballerosos.
Fouillée, dice: “La nobleza no tiene ya prestigio alguno; la burgue-
sía no tiene mucho más del que puede deber á la fortuna, y este
prestigio es cada vez menos popular desde que el pueblo mismo se
opone á la clase burguesa. Hay en esto una tendencia al allanamiento
social que no tiene por fin hacer la nivelación intelectual y moral, sino
suprimir por el contrario, los escalones artificiales para reemplazarlos
por una escala natural.” En otra parte de sus importantes obras, se
expresa, así: “Soñar con abolir toda competencia verdaderamente li-
bre y que se ejerciera en condiciones equitativas, sería renunciar al
ideal de justicia para perseguir la quimera de la igualdad absoluta;
pero no es quimérico, aunque así se diga, disminuir la competencia,
sobre todo hacerla equitativa, es decir, en definitiva, igual en sus con-
diciones exteriores, para permitir á diferencias interiores, manifes-
tarse y medirse en sus verdaderos efectos, no en los de media
circunstancias extrañas. Para esto Francia después de haber perse-
guido la igualdad jurídica; más tarde la política; persigue hoy la social,
no en la forma de una nivelación absoluta, sino en la de una nivela-
ción de las condiciones más esenciales de competencia entre los hom-
bres dentro de la sociedad.”
Stinter, escribe: “La burguesía se desarrolló en el curso de la lucha
contra las clases privilegiadas, por las cuales, bajo el nombre de “Ter-
cer Estado” era sin consideración tratado y confundido con la “cana-
lla.” Hasta entonces había prevalecido en el Estado el principio de la
desigualdad de las personas. El hijo de un noble estaba llamado, de
derecho, á ocupar cargos á que aspiraban en vano los burgueses más
instruídos. El sentimiento de la burguesía se sublevó contra esta
situación; ¡basta de prerrogativas personales, basta de privilegios, basta
de jerarquías de clases! ¡Qué todos sean iguales! Ningún interés pri-
vado puede ponerse en la misma línea que el interés general. El Esta-
do debe ser una reunión de hombres libres é iguales, y cada cual
debe consagrarse al bien público, solidarisarse con el Estado, hacer
del Estado su fin y su ideal. El Estado...! ¡El Estado! Tal fué el grito
general, y desde entonces se procuró organizar bien el Estado y se
inquirió la mejor constitución, es decir, la mejor forma que darle. El
pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en
libertad, tiene que llegar á la misma conclusión; más claro, las conse-
cuencias de las desigualdades necesariamente tienen que ser condi-
ciones inevitables de progreso. No cabría más que un remedio para
salvar el conflicto; sacrificar no sólo el progreso, sino también á los
seres superiores en favor de los débiles y de los desheredados; pero
aun así nadie se atreverá á sostener el que de entre ellos mismos no
surja un ser superior. No habrá tampoco quien afirme, que la natura-
leza no se obstina en repetir á cada generación las desigualdades.
Hemos dicho en el Título I, que no nacemos ni libres ni iguales,
sino para ser lo uno y lo otro; sólo nos toca agregar que la energía
intelectual, constituye la verdadera é incontrastable superioridad
humana, no la fuerza bruta ni ninguna institución. En tal concepto, ni
los parlamentos con la elaboración de sus leyes y reglamentos, ni el
empleo de las medidas más arbitrarias, podrán hacer que desaparez-
can las desigualdades naturales; creemos por lo mismo que al borrar-
se de la Constitución las artificiales, lo que se garantiza es el derecho
á ser igual o mejor, sin que ese derecho se detenga en donde el hom-
bre comienza á hacerse superior y donde á la vez comienza la des-
igualdad, la cual en los individuos, como en los pueblos, nunca puede
ser perspectiva cuando se emplea en fines nobles y generosos, sí
siéndolo la igualdad que muchos reclaman por imitación de grande-
za por mera envidia ó por imitación de alientos y energías para disi-
mular la debilidad.
No nos preocupamos por lo visto, de que la suerte de los individuos
débiles ó mal adaptados, sea en verdad, infinitamente más dura en
los países de libertad, que los que no están en esas condiciones, de
este mal únicamente se tienen que quejar los individuos, cuyas cua-
lidades no les permitan tener miras más altas. Dice Gustavo le Bon,
“Suprimamos el capital, la competencia y la inteligencia. Para satisfa-
cer las teorías igualitarias, pongamos á un pueblo en el estado de
debilidad en que estaría á merced de la primera invasión que ocurrie-
ra. ¿Ganaría el pueblo con esto alguna cosa, aun cuando solo fuera por
el momento? ¡Ay! No, nada ganaría en primer término y muy pronto
lo perdería todo... Llegaría á ser lo que el navío privado de sus oficia-
les, cosa perdida, á merced de las olas, que se estrella contra la prime-
ra roca que encuentra. Sin los poderosos y los fuertes, el porvenir de
los medianos y débiles sería más miserable que lo fué nunca”
Nadie, por lo tanto, debe extrañar el que se diga que en el orden
social como en el civil y político, si bien es cierto que siempre apare-
cen inseparables la igualdad y la libertad es en el espíritu, tal vez
debido á esto es por lo que los americanos lo mismo que Robespierre
pusieron en primer término a la igualdad al enumerar los derechos
297
en el mundo, porque ella es dada por la salud del príncipe é del pue-
blo é reluce cuemo el sol.” En la ley I, tít. 6º, Lib. I del Fuero Real, se
dice: “...fuente de enseñanza é muestra de derecho é de justicia é de
ordenamiento é de buenas costumbres é guiamiento del pueblo é de
su vida... ella es aplicable lo mismo á los homes como á las mujeres, á
los mancebos como á los viejos, á los sabios como á los non sabios, á
los ciudadanos como á los extranjeros.” Por último, en la ley III, tít. 1º
de la Partida I y en la I, tít. 2° del Lib. III de la Novísima Recopilación,
también se habla de la igualdad de los hombres ante la ley. No obs-
tante que tales disposiciones eran emanación de la justicia, lo cierto
es, que muy imperfectamente fueron elevadas a la categoría de pre-
ceptos obligatorios, puesto que tenían que oponerse á las institucio-
nes reinantes, y más cuando todavía aún y á pesar de los trabajos de
los jurisconsultos, se puede observar que en las sociedades organiza-
das bajo el régimen de la cooperación obligatoria, la principal mira del
legislador, es imponer la autoridad de la ley con el fin principal de
asegurar la desigualdad, ocupándose en consecuencia, muy secunda-
riamente, de los intereses individuales; por el contrario se puede ver,
que en los pueblos donde la asociación y la unión son libres, y por lo
mismo la cooperación voluntaria, las condiciones fundamentales de
la ley son iguales para todos, prestando la misma eficacia a las accio-
nes de los hombres, modificando en idéntico sentido el carácter so-
cial, garantizando el castigo de los delitos y la trasmisión de las
herencias, etc. Como se puede calcular, todos estos hechos, sólo se
pueden realizar de una manera perfecta, cuando una voluntad colec-
tiva investida tiene un poder superior, impide ó anula la oposición
que pudiera hacerse; pues se ha observado que cuando la ley es el
producto de una autoridad personal, necesariamente trae por princi-
pio la desigualdad, y por sanción la voluntad de esa autoridad dando
lugar á la aplicación de la doctrina de que los actos son buenos ó
malos, según están ó no conformes con dicha voluntad. Es evidente
que el Cristianismo con sus doctrinas, estableció una igualdad místi-
ca nacida del hecho de considerar á los hombres como hijos de un
mismo Padre celestial; pero como esa igualdad no fuera bastante, fué
necesario declarar la de los derechos en la tierra y en la sociedad; pero
en nombre de la justicia humana, que es la noción que nos vino del
Derecho Romano al tratar a los hombres como iguales por la aplica-
ción á todos de las mismas leyes, y por la igual y común, considera-
ción. El desarrollo de la idea que venimos estudiando, fué el, gran
trabajo de los filósofos del siglo XVIII y de los hombres de la Revolu-
ción, tomando para elevar á precepto obligatorio el principio que nos
ocupa, de los ingleses, las ideas de libertad, y de los americanos, las
sino las desigualdades que son las injusticias que paralizan nuestro
derecho inicial y natural a desarrollar nuestras facultades, la libertad,
fuente de la igualdad...” porque la libertad, y sólo la libertad, dice V.
Cousin, es igual á sí misma. La diversidad y la diferencia, son tanto
como la armonía la ley de la creación. La falsa igualdad es el ídolo de
los espíritus y de los corazones malhechores, del egoísmo inquieto y
ambiciones. La noble libertad no tiene nada que disputar con los
furores del orgullo y la envidia. Como no aspira á la dominación, y en
virtud, por lo tanto del mismo principio, no aspira conseguir una igual-
dad quimérica de talento, de belleza, de fortuna, de posesión. Por
otra parte, si esta igualdad fuera posible, aparecería á sus ojos de poco
valor, ella pide algo bueno y de una grandeza distinta que el placer, la
fortuna y la categoría, á saber: el respeto. El respeto, un respeto igual
del sagrado derecho de ser libre en todo lo que constituye al indivi-
duo, individuo que es verdaderamente el hombre, hé aquí lo que la
libertad y con ella la verdadera igualdad, reclaman, ó mejor dicho,
mandan imperiosamente.
Es preciso no confundir el respeto con la sumisión. Yo rindo ho-
menaje al genio y á la belleza. Solo respeto á la humanidad, y por
eso, comprendo á todas las naturalezas libres, porque todo lo que no
es libre en el hombre, le es extraño. El hombre es, pues, el igual del
hombre, por todo lo que le hace hombre y el reino de la igualdad
verdadera no exige de parte de todos, sino el respeto mismo de
aquello que cada uno posee igualmente en sí, los mismos el joven
que el viejo, el feo que el hermoso, el rico que el pobre, el genio y la
medianía, la mujer y el hombre, todo aquello que tiene la concien-
cia de ser una persona y no una cosa. El respeto igual de la libertad
común es el principio á la vez del deber y el derecho; es la virtud de
cada uno, y la seguridad de todos, por un pacto admirable; es la
dignidad entre los hombres y es también la paz, sobre la tierra. Tal
es la grandiosa y santa imagen de la libertad y de la igualdad, que
han hecho latir el corazón de nuestros padres, de todo aquel lugar
en donde haya habido hombres virtuosos é inteligentes, verdade-
ros amigos de la humanidad.
Tal es el ideal que la verdadera filosofía persigue á través de los
siglos, desde los sueños generosos de un Platón hasta las sólidas
concepciones de un Montesquieu, desde la primera legislación libe-
ral de la más pequeña ciudad de la Grecia hasta nuestra inmortal
Declaración de los derechos.
Los principios de la declaración no son los del Manifieste des Egaux,
porque el espíritu de la Revolución no es el Gracchus Babeuf. El
igualitarismo moral, suponiendo el valor de todo individuo, como
soldado con el oficial, y entre éste con su jefe, estando todos subordi-
nados y á disposición del superior. La obediencia absoluta, la pronti-
tud en cumplir lo que se ordena, el sacrificio voluntario de la vida en
beneficio de la patria, la pérdida de la libertad para todo lo que sea
incompatible con los deberes militares; por último, la sujeción á to-
das horas, á cada instante á la voluntad pública, son condiciones que
no se amoldan con las cortapisas de las libertades populares. He aquí
la razón de que se mantenga el fuero de guerra para los delitos mili-
tares, sin el cual la subordinación y la disciplina, continuamente sería
relajada, haciéndose imposible la centralización del mando sobre la
acción colectiva.
En la legislación romana encontramos, que el magistrado, por el
derecho de la guerra era el jefe militar, tanto más, cuanto que la
guerra era el estado permanente fuera de la Ciudad, teniendo ese
funcionario las atribuciones de su cargo y además las derivadas del
hecho de que estuviesen sometidas á él todos los que servían en
las legiones, lo mismo que todo el mundo, una vez que en realidad
no había diferencias entre las personas. El rigor de la disciplina
llegó al extremo de no ser permitido discutir si algo se ejercitaba
con derecho ó sin él, estando los procedimientos penales sujetos á
reglas que en muchos puntos en nada estaban de acuerdo con el
derecho común. En general los delitos del orden militar revestían
ese carácter según las conveniencias y las utilidades, imponiendo
la pena el superior ó sus delegados sin más requisitos que su leal
saber y entender, con la particularidad de que también se juzgaba
de los delitos privados de los soldados y aun de los contratos por
ellos celebrados; subsistiendo estas reglas en los tiempos de la
República, modificándose más tarde por otras instituciones du-
rante el Imperio.
Las leyes españolas concedieron grandes franquicias á los milita-
res, tales entre otras, como la exención del hospedaje, la de bagajes y
cargos concejiles, no poder ser presos por deudas de carácter civil,
salvo las del rey y las provenientes de delito y el uso de armas en los
caminos públicos. Esto dio lugar á que los militares en las causas
civiles y criminales, no quedasen sujetos á la jurisdicción ordinaria,
sino á la de su fuero particular, gozando de estas prerrogativas todos
los que directa ó indirectamente se rozaran con el fuero militar, al-
canzándoles hasta los criados entre tanto estuviesen al servicio de
sus amos, siendo juzgados los delitos de que hablamos por los capi-
tanes generales, los auditores de guerra y por los consejos particula-
res de cada regimiento, con distintas facultades según eran las
personas y los hechos sujetos á juicio. En las propias leyes se prescri-
bían los casos en que el fuero no tenía valor, lo mismo que cuando se
perdía, conociendo además las autoridades militares, como acontece
al presente, de los delitos de ese orden, aunque los perpetradores
perteneciesen al fuero común. Otras distintas disposiciones relacio-
nadas con las mencionadas, formaban la legislación militar española
vigente por algún tiempo entre nosotros, bastando lo que tenemos
expuesto, para dar, aunque sea una idea, de la extensión que tuvo el
fuero militar.
Opinan algunos que las instituciones militares, por su misma cons-
titución, hacen que en muchos casos por el hecho de que los soldados
están regidos por la voluntad de sus jefes, pretender hacerse inde-
pendientes del poder civil, una vez que sus hábitos y sus costumbres
se tienen que inspirar en el espíritu de obediencia á las órdenes y al
mando, que tan contrarios son según se afirma, á la confianza que en
sí mismo tiene un pueblo libre, diciéndose también que creyéndose
el militar, superior al ciudadano, termina por despreciarlo, teniendo
por otra parte una idea tristísima del gobierno cuando no lo represen-
tan hombres salidos de las filas, ocasionando estas creencias y senti-
mientos un antagonismo entre el elemento popular y el espíritu de
cuerpo del soldado, cosa que algunas administraciones se han encar-
gado cuidadosamente de fomentar, ya que su estabilidad reposa en la
confianza y en la fidelidad de las tropas.
En los tiempos modernos, esas creencias y sentimientos, podemos
afirmar que son exageradas, y lo serán más, á medida que se compren-
da que servir al ejército, es una alta honra personal y un deber nacio-
nal, siendo más exactamente cumplido á proporción que más se
mantenga la subordinación y la disciplina, no teniendo entonces que
temer los ciudadanos ninguna violencia, puesto que el ejército nece-
sariamente en estas condiciones, no sólo será un elemento para la
potencia nacional, sino también el más firme y seguro sostén para el
aseguramiento de la paz.
En la misma Alemania, que podemos decir es la potencia militar
por excelencia, ya uno de los Hohengollerns dijo: “He sabido con gran
disgusto que los oficiales, principalmente los jóvenes, pretenden te-
ner superioridad sobre las clases civiles, y he de advertirles que el
ejército tiene un sitio preferente, sí, pero es en la guerra, su propio
lugar, donde expone su vida por su país. De suerte que ningún militar,
cual fuese su graduación, ha de osar maltratar al más humilde de mis
súbditos, que ellos y no yo, son los que sostienen el ejército: á su
servicio está la tropa, cuyo mando me han encomendado; y la pena de
arresto, degradación y la misma vida, se juega el que contravenga mis
órdenes.”
sobre sus empleos, sin pensar que su desempeño, más que otra cosa,
es un deber para con el Estado. También se cree que la antigüedad de
los servicios públicos da un título perfecto para los ascensos, sin dis-
currir que sobre esto el único legítimo, es el de las aptitudes; pero lo
que es más común, dando lugar á la intriga y al favoritismo, es la
perniciosa costumbre de los que, haciendo alarde de cumplir con su
deber, no perdonan medios para distinguirse para exigir después, la
recompensa. Estos individuos no descuidan poner en juego ningu-
nos artificios por extraviados que sean, principalmente para tener á su
servicio á la opinión pública, por más que ésta, tarde ó temprano, les
tenga que retirar sus favores, en vista de los resultados que invaria-
blemente son de esperarse, cuando se llega á descubrir cuál ha sido
el verdadero objeto del fingido cumplimiento del deber. Para otros, y
por fortuna son los menos, la remuneración legítima de sus servicios
es poca coca comparada con otros beneficios que de aquellos les re-
sultan. Acontece también que son recompensados muchos indivi-
duos, que sin merito propio, se aprovechan del esfuerzo ajeno. Y por
último, aquéllos á quienes si tener que agradecérseles nada, hay que
contentarlos, con la participación en los presupuestos para sofocar su
sistemática oposición.
Así como estos males, deben ser censurados, por el contrario, es
de equidad que los servicios públicos desinteresados, y todo aque-
llo que redunde en bien de la sociedad, sean recompensados como
merecen, pero no más allá de los justos límites, ni tampoco que por
un servicio de poca importancia y de por sí ya remunerado, se ponga
al individuo en camino de recoger mayores honores y distinciones
inmerecidas. Whitman, hablando de Alemania, y principalmente
del ejército, se expresa en los siguientes términos: “En el ejército
prusiano son desconocidas las propuestas de recompensas recla-
madas por el público y los ascensos debidos al favoritismo. Un ofi-
cial puede llegar á disfrutar de la amistad íntima personal del joven
emperador sin que esto ejerza la más pequeña influencia para ser
preferido. Y si se le juzga incapaz de desempeñar un mando más
elevado esa íntima amistad será infructuosa, hasta para cuando se
trate de reclamar su retiro prematuro... El servicio en el ejército
prusiano es un deber nacional, y de ningún modo una carrera para
sus individuos... “En el ejército alemán no hay miramientos para la
sensibilidad individual. Allí la arrancan de raíz en interés del país.
El parentesco inmediato de general prusiano, es más bien un en-
torpecimiento, toda vez que el espíritu de la rígida imparcialidad
hace á los amigos y parientes de uno, el medio de entorpecer el
ascenso de un oficial.”
CAPITULO V
DE LA RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES
319
der que un hecho tenga su existencia bajo el imperio de una ley anti-
gua, á la vez, que sus consecuencias jurídicas tengan que resolverse
bajo el de una nueva. En este caso, natural es que se provoque un
aparente conflicto, que necesariamente se tiene que resolver, supues-
to que, si se aplica la primera ley, es evidente que se le tiene que dar
efecto retroactivo, y si no es así, la segunda tiene que perder su efica-
cia y su oportunidad, haciendo ilusorio é infructuoso el fin propuesto
por el legislador. Duvergier, dice: “Cuando es cierto, que el interés
general, exige que la nueva ley sea inmediatamente aplicada, cuando
está demostrado que vale más para la sociedad sufrir alguna pertur-
bación, el principio de no retroactividad debe ceder ante las conside-
raciones de orden público.” Expresándose Dalloz en idénticos
conceptos: “Las leyes rigen el pasado, cuando el interés general exi-
ge que sean inmediatamente aplicadas, porque no hay derecho ad-
quirido contra la mayor felicidad del Estado.” Como se comprende,
no obstante la bondad de las ideas expresadas por los autores citados,
son, peligrosas en su aplicación, cuando no las acompaña la exacta
idea de lo que es el bien público, para que así se quite á la ley retroac-
tiva su carácter odioso y anticonstitucional.
Se considera de tal importancia el principio que nos ocupa, que aun
á las leyes políticas que no son del dominio del individuo, puesto que
el poder público puede quitarlas ó modificarlas, cuando por ellas se
han adquirido algunos derechos, ya por tal motivo no pueden
retrotraerse por ninguna ley, pues como dice Benjamín Constand:
“La retroactividad, aun en materias políticas aplicada á derechos ad-
quiridos ó hechos consumados, sería el desgarramiento del pacto
social, la anulación de las condiciones, en virtud de las cuales, la so-
ciedad tiene el derecho de exigir la obediencia del individuo.”
Consecuente el legislador con el principio constitucional, prescri-
bió en el art. 5° del Código civil, que, ninguna ley ni disposición gu-
bernativa, tenga efecto retroactivo; estableciéndose en las fracs. I, II y
III del art. 182 del Penal, las reglas á que queda sujeto un delincuen-
te, cuando entre la perpetración del delito y la sentencia que se le
debiera aplicar, se pone en vigor una nueva ley que mejore su condi-
ción: es claro que en estas condiciones la ley nunca puede tener el
carácter de retroactiva en el sentido constitucional, ni tampoco las
aclaratorias de otras anteriores, supuesto que en rigor estas no alte-
ran su concepto, sino que únicamente lo explican. Sin que esto obste
para que las sentencias y las transacciones sean válidas aun estando
en contradicción con las disposiciones aclaratorias, una vez que tal
validez es exigida por el interés público á efecto de mantener la
irrevocabilidad de los fallos y la firmeza y solidez de los pactos.
En concreto se puede decir, que las leyes sustantivas, salvo los casos
de excepción que hemos mencionado, no pueden ni deben tener efec-
to retroactivo; no sucediendo lo mismo con las adjetivas cuando su
objeto es reglar el procedimiento en los juicios; modificándose según
las circunstancias y necesidades de cada época, sin que por esto se
entienda que la nueva ley pueda modificar los hechos consumados ó
herir los derechos adquiridos, entendiéndose por esto, según la opi-
nión de Meyer, aquéllos que se han hecho la propiedad del que los
ejerce. Hay por lo tanto que distinguir en las leyes de procedimientos
aquéllas que se refieren únicamente á la forma ó simple tramitación de
los juicios, de aquéllas que establecen la jurisdicción, fijan la compe-
tencia ó las llamadas á decidir una cuestión de fondo. Siendo indiscu-
tible que en muchos casos no sería posible mantener procedimientos
ni tribunales reformados ó suprimidos frente á los nuevos, sólo para
conocer de los negocios pendientes. No acontece lo mismo cuando la
nueva ley viene á decidir algún punto del fondo mismo de un negocio,
supuesto que entonces sí se afectan los derechos adquiridos, no pu-
diendo en tal caso la ley adjetiva, tener efecto retroactivo.
Se presenta otra cuestión cual es la de que, no obstante el principio
constitucional y sin que el interés general lo exija, por cualquier motivo
se expida una ley retroactiva. ¿Qué deben hacer los jueces y magistra-
dos colocados ante esta situación? Es indiscutible que si se erigen en
órganos del derecho y juzgan á la misma ley, necesariamente tienen
que invadir la soberanía de los parlamentos, constituyéndose arbitra-
riamente en legisladores al abrogarse facultades substraídas á su com-
petencia; y si por el contrario, le dan aplicación á la ley retroactiva, es
evidente como manifiesto que se tienen que poner en abierta oposi-
ción con el precepto constitucional. Para salvar este conflicto no cabe
más recurso que resolver el problema por medio de una pronta é inme-
diata reforma legislativa; pero si esa reforma no es posible, por haber
verdadero empeño en mantener la ley, á pesar de conocerse su ilegiti-
midad y la ninguna relación de su contenido con el sentimiento domi-
nante del derecho, ¿qué hacer entonces? En este caso, es indiscutible
que la violación de la ley está sancionada por su propia ilegitimidad; en
la inteligencia que al hacerlo así, se acata en primer lugar el principio de
la ley fundamental, no pudiendo otras leyes estar en contradicción con
ella, supuesto que todas de la misma tienen que emanar.
*
**
tribunales aun en los del orden más elevado los diversos criterios con
que se juzga y sentencia. Nos aventuramos por lo mismo á decir, que,
salvo el caso de contradicciones manifiestas entre la ley y las senten-
cias, la exacta aplicación de la primera sólo de un modo relativo tiene
lugar, lo que no se debe ver como opuesto á la justicia si se discurre,
que si siempre se le opusiesen grandes resistencias para que no su-
friese las variaciones necesarias, no se modificaría el espíritu que en
ella debe dominar, según el criterio que las nuevas generaciones le
van dando. Desde el momento, pues, en que la voluntad del legisla-
dor se impone para el porvenir sólo aproximadamente se puede pre-
ver el modo como se aplicará la ley, ya que las apreciaciones que de la
idea jurídica se van teniendo son distintas, viéndose arrastradas por
las corrientes de los cambios incesantes que como el de tiempo na-
die puede detener, produciendo irremisiblemente esas evoluciones
de la sociedad, lo mismo que las de la ciencia y las de la conciencia.
Por lo que dejamos expuesto, parece que declaramos ser imposible
que la ley sea exactamente aplicada al hecho que la motiva. No es eso
lo que queremos demostrar, sino únicamente, que á medida que la
promulgación se aleja, la incongruencia de pareceres tiene que dar
por resultado el que se aplique inexactamente. Entendemos, en tal
concepto, que para cumplir con el precepto constitucional es indis-
pensable que los encargados de administrar justicia, se acomoden á
las necesidades dominantes, apareciendo en todas sus determina-
ciones clara é indudable la idea del derecho. Esta es la razón por la
que el legislador, no debe descuidar medio para que la ley, en lo futu-
ro, tenga la flexibilidad bastante para adaptare á cada época á efecto de
que cada generación la vea como su propia obra.
EI olvido de estas apreciaciones ha dada lugar á que muchas leyes
que al principio fueron buenas y eficaces, con el transcurso del tiem-
po se hagan detestables.
Ocurre preguntar, aunque parezca ocioso, dada nuestras formas ju-
rídicas, si la exacta aplicación de la ley debe referirse al hecho tal
como se ha realizado ó como resulta de de lo juzgado y probado. A lo
que contestamos que, aunque el sistema judicial más perfecto sería
aquél que lograse obtener la verdad substancial, no siempre se puede
llegar á este convencimiento, ya por las resistencias que ponen los
procesados, los testigos y tantos innumerables accidentes que se pre-
sentan en los procesos. Así, pues, aunque en materia civil se busca la
verdad formal como en lo criminal la substancial, la base para la sen-
tencia tiene que ser los elementos probatorias acumulados y recogi-
dos en el juicio; siendo al hecho, como resulte probado, al que se
tiene que aplicar exactamente la ley.
CAPITULO VI
DE LA EXTRADICION
329
Antes de pasar adelante, nos parece oportuno dar aunque sea una
idea de lo que es la política, á efecto de entender mejor los funda-
mentos en que descansa el principio constitucional, que prohíbe la
extradición de los reos políticos.
Aristóteles, la considera como Teoría del Estado, ciencia del mis-
mo, y en nuestros tiempos Bluntschle, Flöbel, Escher, dicen que
“es la teoría de la vida del Estado en sus cambios, por oposición al
derecho, que es la teoría de las instituciones del Estado.” Mohl, la
define como “la ciencia de los medios en virtud de los cuales los
Estados, realizan, tan cumplidamente como es posible sus fines.”
Agregando, Holtzendorff: “Es el cumplimiento de la múltiple mi-
sión del Estado, teniendo en cuenta la naturaleza de las cosas tal
como se presentan y dejando aparte la administración de justicia.”
Los primeros autores modernos que hemos citado, como se puede
ver, consideran á la política como la ciencia que trata de las corrien-
tes é inflexiones de la vida del Estado; mientras los últimos la esti-
man “como prudencia del mismo, cálculo político.” Sin entrar
nosotros al terreno de una controversia sobre cuáles son sobre el
particular las mejores teorías, si pensamos, por más que nuestra
opinión sea desautorizada, que las mejores teorías son aquellas que
más satisfacen y las que más de acuerdo estén con nuestros propó-
pena capital, actos que hoy se ven como simples faltas, siendo no
pocos los que no han merecido como antes, la atención del legislador.
La comisión encargada de escribir nuestro Código Penal, no quiso
obrar por su cuenta al redactar los artículos que definen los delitos
políticos, sino hasta entre tanto que el Gobierno se sirvió aprobarlos.
A reserva de lo que después diremos, y dada nuestra organización
política, resulta que sólo la traición á la patria debiera ser el delito
político, supuesto que el hecho que la constituye, es el único que
tiende á impedir ó anular la acción constantemente ejercida en inte-
rés del Estado. De modo que tenemos que ese delito, siempre visto
como el más grave, al grado de que según una ley de Rómulo, al que lo
cometía se le inmolaba á las furias infernales, pudiendo cualquiera
quitarle impunemente la vida, no amerita la extradición. De lo que
resulta quedar en peor condición el que solamente atenta á la vida, al
honor ó la propiedad de las personas, etc., que aquél que rompiendo
con todos los vínculos sociales destruye y acaba con las autoridades
constituidas, lastimando la soberanía popular y tal vez hasta aniqui-
lando al Estado. Si en otro sentido se deben reputar como delitos
políticos esas perturbaciones momentáneas que trastornan la segu-
ridad interior, la manifestación de teorías más ó menos peligrosas y
disolventes para el régimen social, las tendencias de los partidos para
substituir unas personas á otras en el poder, ó los que tienen por
objeto el cambio de las instituciones ó las formas de gobierno, ya se
allanan en mucho las dificultades para definir en qué consiste el de-
lito político. En la exposición de motivos del Código Penal, tampoco
se encuentra esa definición, limitándose únicamente el legislador á
clasificarlos. “La ley inglesa —dice Liever— no conoce el término
delitos políticos entre los cuales figura como mayor la traición; delito
político es un término perteneciente al derecho moderno de algunos
países del Continente Europeo.” El publicista Fiorentino González,
por su parte, reconoce “ser difícil dar una definición del delito políti-
co que fuese suficientemente clara y aceptable una administración
de justicia que se ajuste á la ley.”
Comprendiendo la necesidad de encontrar una definición exacta
que se acomode á nuestros principios constitucionales para así jus-
tificar la negociación de la extradición á los reos por delitos políti-
cos, tenemos, que Beauchet, citando á los autores que pasamos á
mencionar, se expresa de la siguiente manera: “Por infracciones
políticas dice —Haus— se deben entender los crímenes y delitos
que sólo atenten al orden político. De modo, que para que este adje-
tivo sea aplicable á los hechos delictuosos que se trata de apreciar,
no basta que el interés de su represión toque al orden político, que
tos puntos entre las diversas partes, consideradas como justas por
unos, como inicuas por otros, y consagradas según los azares de la
fortuna, en un país ó en otro, en un tiempo ó en otro.” (Elém. de dr.
pén. to. I. núm. 702). Los crímenes políticos no presentan pues, en el
agente, sino una criminalidad relativa. Por otra parte, á pesar de su
criminalidad, proceden muy á menudo de un sentimiento muy res-
petable. Sin duda, pueden tener algunas veces su origen en las pasio-
nes malvadas; pero ordinariamente son provocadas por móviles
desinteresados, por la devoción á las personas ó los principios, por el
amor á la libertad ó por otros motivos no menos loables. Las infrac-
ciones políticas no presentan pues, en sí mismas, la misma inmorali-
dad que los delitos ordinarios. Aun para el más grave de los atentados
políticos, aquel que tiene por objeto cambiar el gobierno establecido,
no se puede decir, como para el robo ó la falsedad, por ejemplo, que
sea un crimen que conserva siempre su carácter culpable á los ojos de
la conciencia y los teólogos más severos admiten que pueden presen-
tarse ciertas circunstancias en que el gobierno en cuestión, viola de
una manera tan injusta los derechos más naturales del hombre, que
llega á ser legítimo tratar de cambiarlo. Por estos diversos motivos, la
extradición no parece tan junta como si se tratara de un crimen de
derecho común.
La historia nos muestra, en otro sentido, multitud de casos de
extradición por delitos políticos; en la antigüedad clásica, se ve á los
Atenienses proclamar que ellos entregarían á aquellos, que se refu-
giaran en su territorio después de haber atentado á la vida de Filipo
de Macedonia; uno de los primeros tratados de extradición de la edad
media, si no el primero, aquel que fué terminado en 1174 entre Enri-
que II, rey de Inglaterra, y Guillermo, rey de Escocia, tenía por objeto
la remisión recíproca de los traidores y de los felones de los dos paí-
ses. En 1303, el tratado de París establece las mismas obligaciones
entre Francia é Inglaterra. Durante los siglos que siguen se encuen-
tran numerosos ejemplos de individuos extradicionados por actos
que tienen carácter principalmente político. Así, en 1413, el rey de
Francia, Carlos VI, pedía á Inglaterra le entregara á los fautores de los
disturbios de París. Enrique VII, rey de Inglaterra, exigía de Fernando
de España y obtuvo de él, la extradición del duque de Suffolk, acusa-
do de alta traición y condenado á muerte bajo Enrique VIII. Se recor-
dará aún la extradición de los individuos que se habían complicado
en el asesinato de Carlos I, concedida al rey de Inglaterra, Carlos II,
por Dinamarca (tratado del 23 de Feb. de 1661) y por Holanda (trata-
do de 14 de Sep. de 1662); la de Bernardo Bandini de Baroncelli,
concedida en 1479 por el sultán Mahomed II, con motivo de la parte
sería nulo y sin valor, una vez que alteradas las garantías del hombre
ó los derechos que la Constitución otorga a los ciudadanos, equival-
dría en muchos casos á la muerte de uno de los contrayentes, por
mucho que estuviesen representados, siendo imposible adquirir obli-
gaciones cuando se pierde la existencia.
Se explica con más claridad la idea de que no se puedan celebrar las
convenciones de que venimos hablando, con el hecho de que, el cen-
tro de todos los intereses públicos y el objeto de toda la actividad de
los poderes públicos sea la libertad del individuo, y como la funda-
ción del Estado no ha sido más que un acto de la libertad humana y la
autoridad de que los gobiernos se encuentran investidos, les ha sido
sencillamente delegada por los individuos, sería absurdo que se les
emplease para menoscabar sus libertades, siendo esta la razón capi-
tal de la prohibición constitucional.
Sólo en el caso de que no existan entre los Estados una paz verdade-
ra, es explicable el género de convenciones de que hablamos y aunque
entonces parece que se justifica la desconfianza del uno por la mala fé
del otro, ocultándose las intenciones reales, en interés de la propia
defensa y esto aparte de ser excepcional por lo anormal, siempre será la
negación más absoluta de los preceptos morales que deben regir las
relaciones internacionales, pudiéndose llegar al extremo de que al al-
terar las garantías del hombre y los derechos de los ciudadanos se hiera
en sus fundamentos esenciales á la soberanía nacional.
CAPITULO VII
I.— DE LA SEGURIDAD INDIVIDUAL
355
tías de que debe gozar la propiedad, á fin de que los poderes consti-
tuidos no puedan dar disposiciones que destruyan ó hagan incierto el
derecho, no lo es menos el que se asegure del mismo modo la inmu-
nidad de la persona, del domicilio y de la correspondencia de los
ciudadanos.”
Así pues, como decíamos del arresto que solamente debe decretarse
dentro de los límites de la necesidad, el mismo concepto tiene aplica-
ción cuando se trata de allanar el domicilio. Esta violación, por 1o tan-
to, se justifica, cuando en él pueden ser hallados los instrumentos ú
objetos del delito ó para descubrir al ó á los que en el mismo hallan
tenido intervención; comprendiéndose en estos casos que no porque
los derechos del individuo sean sagrados, son superiores á los intere-
ses sociales.
En Inglaterra, y en el reinado de Jorge IV, las visitas domiciliarias no
podían practicarse sin mandamiento del juez, precisándose con toda
exactitud el lugar en que dicha diligencia debiera tener verificativo, y
durante la noche, únicamente en los casos de suma urgencia.
La Constitución francesa del siglo VIII, prescribió que “la casa
de toda persona que habita en el territorio francés es inviolable
durante la noche; ninguno tiene el derecho de entrar en ella, a no
ser en el caso de incendio, de inundación ó de llamamiento hecho
desde el interior; durante el día se puede entrar en ella para un
objeto especial determinado ó por orden emanada de la autoridad
pública.”
En las leyes italianas se requiere la existencia de indicios graves,
de que en la habitación de alguna persona se encuentren objetos
útiles para el descubrimiento de la verdad. También se previene,
entre otras disposiciones, que á las visitas domiciliarias concurra el
juez en persona, ya sea que proceda de oficio, ó á instancia del
ministerio público, teniendo derecho el procesado, si se encuen-
tra detenido, de asistir a esa diligencia ó de hacerse representar
por la persona que indique. En otro sentido, cuando las visitas do-
miciliarias tienen lugar en la casa de un tercero, el juez citará al
dueño ó al que lo represente para que asistan á ella y en su defecto
á dos parientes ó vecinos, llevándose la diligencia adelante sin es-
tos requisitos si los vecinos ó parientes, faltasen; pudiéndose prac-
ticar de noche en los casos de suma urgencia, según lo exijan las
constancias de los autos ó el peligro de que por alguna demora se
pierdan ó desaparezcan los elementos probatorios que se traten de
recoger.
Por lo que tenemos dicho, se ve, pues, que en todos los pueblos
que tienen un régimen constitucional, el domicilio está respetado y
Por lo que importa á la inviolabilidad del domicilio en el cap. IV, tit. 1°,
Lib. II de la indicada ley procesal, se prescribe cómo debe efectuarse el
reconocimiento y exámen dentro de alguna casa, habitación, edificio
público o lugar cerrado; previniéndose también que esas diligencias
en los casos de delito, cuando tiene relación con este ó cuando así lo
exige la instrucción para el esclarecimiento de la verdad. También es
permitido en los casos de quiebra en que dicha correspondencia de
derecho pertenece al concurso; debemos advertir que, si la misma es
dable recogerla, sólo le es permitido abrirla y enterarse de su conte-
nido al juez de los autos, devolviendo aquella que no tenga relación
con el asunto, pues de no ser así, con frecuencia se violaría el secreto
de la misma.
En las leyes mercantiles se previene que, no pueda hacerse pesqui-
sa por el tribunal ni autoridad alguna, para inquirir si los comercian-
tes llevan ó no sus libros arreglados. Deberán, sin embargo, exhibirlos
cuando se les mande para el simple acto de ver si tienen el timbre
correspondiente. Tampoco podrá decretarse á instancia de parte, la
comunicación, entrega ó reconocimiento general de los libros, cartas,
cuentas y documentos de los comerciantes, sino en los casos de su-
cesión universal, liquidación de compañía, dirección ó gestión co-
mercial por cuenta de otro ó de quiebra. Fuera de estos casos, sólo
podrá decretarse la exhibición de los libros y documentos á instancia
de parte ó de oficio, cuando la persona á quien pertenezca tenga inte-
rés ó responsabilidad en el asunto en que proceda la exhibición. El
reconocimiento se hará en el escritorio del comerciante a su presen-
cia ó á la de la persona que comisione y se contraiga exclusivamente á
los puntos que tengan relación directa con la acción deducida, com-
prendiendo en ellos aún los que sean extraños á la cuenta especial del
que ha solicitado el reconocimiento. Por lo que importa á la corres-
pondencia, los tribunales pueden decretar de oficio ó á instancia de
parte legítima, que sea presentada en juicio la que tenga relación con
el asunto del litigio, así como que se compulsen del copiador de car-
tas, aquellas que se hayan escrito los litigantes, fijándose de antema-
no, con precisión, las que hayan de copiarse, cotejarse ó compulsarse
por la parte que lo solicite.
*
**
375
385
una garantía concedida a en favor de los acusados, éstos son los que
tienen la facultad de optar por cualquiera de las formas que para la
caución autoriza la ley; debiendo el juez únicamente cuidar que aqué-
lla se preste conforme á las prescripciones de la misma, sí pudiendo
fijar el monto; sin que por esto se entienda que pueda ser de un modo
arbitrario, sino con arreglo a las prescripciones que antes quedan cita-
das, debiendo á la vez el juicio á que se refiere la ley para fundar que
el inculpado pueda fugarse, estar apoyado en un criterio jurídico, pues
de otro modo la negación de la libertad en otras condiciones pudiera
suceder que sólo se inspirase en uno arbitrario, el que no haría otra
cosa que hacer ilusorio el respeto que se debe tener á la libertad.
En lo referente á la pérdida de las fianzas y al modo de prestarlas, la
ley italiana previene respecto á lo segundo, que se determine la can-
tidad según las circunstancias, teniendo en cuenta las condiciones
del procesado y la naturaleza y calidad del delito; haciéndose el depó-
sito en la caja de “Préstamos de dinero ó de efectos de la Deuda
Pública” ó constituyendo hipoteca de bienes raíces ó de rentas del
Estado.
En lo relativo á la cancelación de la fianza, si el delincuente ha
cumplido con las obligaciones de la ley, se le manda restituir á su
fiador; si por el contrario el reo hubiera hecho el depósito por sí ó
constituido la hipoteca y la sentencia fuese condenatoria, en tal caso
puede ser retenida para el pago de multas é indemnizaciones ó por
los gastos, daños y perjuicios provenientes del delito. En nuestra
legislación el inculpado que estando en libertad bajo caución, des-
obedece sin causa justa y probada la orden de presentarse al juez ó
tribunal que conoce del proceso, pierde por ese hecho la cantidad que
importa la fianza, aplicándose una tercera parte para el pago de las
indemnizaciones que deba hacer el Erario por responsabilidad civil,
otra á la mejora material de las prisiones de la municipalidad en que
se cometió el delito y al establecimiento y fomento de las escuelas
que debe haber en dichas prisiones; aplicándose la tercera, al esta-
blecimiento de beneficencia designado por el gobierno y que esté
igualmente dentro del municipio donde se hubiere cometido la in-
fracción de la ley penal.
Según las leyes Belga y Francesa, la fianza se divide en dos partes:
Una destinada á garantir la presentación del reo á todos los actos para
los que es requerido y para la ejecución de la sentencia, y la segunda
asegura el pago de las multas, los gastos y las reparaciones civiles. En
Inglaterra, según the writ of habeas corpus, llamado así porque co-
mienza: habeas corpus ad subjiciendum, hay grandes facilidades para
el otorgamiento de las cauciones, conciliándose de la mejor manera
impone la de multa y que por no cubrirse se tienen que sufrir los días
de arresto equivalentes á su monto, sin que dicho arresto pueda exce-
der de noventa días. En conclusión, pues, se puede decir: que la ga-
rantía consignada en la parte final del artículo constitucional, por regla
general, no se dá el caso de ser violada. En el capítulo siguiente, se-
guiremos tratando de este asunto, especialmente cuando hablemos
del tratamiento que al preso se debe dar en las cárceles.
393
Nuestra ley procesal distingue tres formas bajo las cuales se pude
restringir la libertad del hombre, dándole la denominación de apre-
hensión, detención y prisión formal ó preventiva. Habiendo estudia-
do las dos primeras, únicamente nos ocuparemos de la última, que
es, en todo rigor, la confirmación de la procedencia de las otras.
En el derecho romano, si no estamos engañados, el arresto á modo
de prisión preventiva no requería el cumplimiento de los requisitos
que en la actualidad son necesarios para decretarla; de modo que se
confundía en la idea común de la restricción de la libertad todas las
formas antes expresadas.
Los tratadistas que hemos consultado, mencionan el arresto de un
modo general, decretándolo el magistrado según tenemos dicho, sin
limitaciones obligatorias y por lo común hasta nueva orden, lo que
implicaba que pudiera cesar en cualquier momento ó dilatarse inde-
finidamente. Este procedimiento nos hace creer que una vez decre-
tado el arresto no era necesario dictar el auto de prisión formal.
Con mejores datos sí podemos afirmar que el arresto lo mismo que la
cárcel estando comprendidos en la esfera de la coerción no fueron con-
siderados con pena. Hemos dicho también antes, que el propio arresto
estando regulado por la ley, sólo se preguntaba por el motivo no exis-
tiendo obligación de expresar los fundamentos jurídicos que se tenían
para decretarle. Se puede concluir, por lo visto, que entre los romanos
no se dictaba el auto de prisión formal, bastando con las consecuencias
que consigo traía el arresto, las cuales no eran otras, que las medidas de
seguridad para con el procesado, á efecto de continuar la instrucción, ó
en otros términos,como medio auxiliador para la instrucción del suma-
rio, y en fin, para la ejecución de las sentencias.
Así, como en otros puntos no hemos estado de acuerdo con la legis-
lación española, formada para un pueblo con costumbres, educación,
índole y tradiciones tan diferentes a las nuestras, y aunque como dice
Montesquieu: “Solamente por una casualidad muy rara podrá suce-
der que la legislación de un pueblo convenga al otro,” debemos reco-
nocer que las leyes relativas á la restricción de la libertad no sólo se
acomodaron a nuestro modo de ser, sino que fueron más liberales de
lo que era de esperarse de aquella época, como puede verse por las
que pasamos á citar.
La ley I, tit 1º, Partida 7ª, declaró... “infamado seyendo algún ome
de hierro que obiese fecho, puédele luego mandar recabdar el juez
ordinario, ante quien fuese fecho el acusamiento.”
En la Cédula de 17 de Agosto de 1784, se previno “...para evitar la
facilidad y abuso de los procedimientos y arresto de personas de otro
sexo (esto es las mujeres) castigaré (habla el rey) á los jueces que
Art. 389: “Cuando el juez del ramo civil, en los casos del artículo
anterior estimare que podrá perjudicarse la administración de justi-
cia por no comenzarse desde luego la averiguación, deberá practicar
las diligencias más urgentes y aún mandar aprehender al inculpado,
pero en ningún caso podrá tomarle su declaración indagatoria ni dic-
tar el auto motivado de prisión.” Por último, en el art. 232 se previene
que, “sólo pueden decretar la prisión preventiva, los jueces del ramo
penal, el que funcione como juez instructor en los jurados de respon-
sabilidad y los menores y de paz, en su caso.” Es decir, hablando de
estos últimos, debe entenderse que la ley se refiere á los foráneos del
Distrito Federal que tienen jurisdicción mixta, aunque limitada.
Últimamente en la ley de Organización Judicial de 9 de Septiem-
bre de 1903, se dice en el art. 39: “Los jueces de lo civil de México,
conocerán en el Partido Judicial del mismo nombre... frac. III: De los
incidentes criminales que surjan en los asuntos civiles de que estén
conociendo, siempre que aquellos tengan necesaria y exacta conexión
con éstos y la pena no exceda de dos años de prisión.—IV. De los
demás asuntos que determinen las leyes.—En los incidentes de que
trata la frac. III de este artículo, los jueces de lo civil tendrán las
facultades que la ley da á los jueces de instrucción, y observarán los
procedimientos que para estos funcionarios determina la misma.”
Siguiendo nuestro estudio en lo relativo al auto de prisión formal,
piensan algunos que, no existiendo en muchos casos una prueba com-
pleta y bastante de la responsabilidad de alguien, y presumiéndose
por la ley que es inocente mientras no se prueba lo contrario, sujetar-
lo á prisión en esas condiciones importa una irreparable violación de
la libertad, que se acentúa más, cuando en el curso del proceso, el
representante de la sociedad, por falta de elementos probatorios, no
ejercita su acción, declara que no existe, que se ha extinguido, ó en
fin, cuando se llega á descubrir que es otra la persona responsable del
delito. Por estos motivos opinan que para evitar esos males, se debe
esperar hasta la sentencia para proceder con toda justicia al aprisiona-
miento; reforzando sus argumentos con el hecho de ser cierto, por
mucho que sea alarmante, el sinnúmero de tardías sentencias
absolutorias.
El sistema, por lo mismo, que proponen, según los principios del
derecho individual, es el más apropiado para que las garantías del
hombre no sufran violencia ninguna. No cabe duda, por lo tanto, que
tal sistema sería el mejor siempre que los ciudadanos hubiesen lle-
gado á ese alto grado de perfectibilidad, para que de una manera vo-
luntaria acatasen los preceptos de la ley, inspirándose siempre en el
sentimiento de que todo mal causado exige una reparación. Desgra-
tra opinión por aquel entonces, sobre si esa omisión importaba una
violación de la garantía constitucional, desde luego opinamos por la
afirmativa, dando por razón, que malamente podía ser motivado y fun-
dado el auto de referencia cuando no tenía existencia, supuesto que
no se había dictado, tanto más, cuanto que el verbo dictar debe enten-
derse en su sentido estricto, es decir: “ir diciendo á otro lo que ha de
escribir; pronunciar poco á poco las palabras para que alguno tenga
tiempo de escribirlas. Inspirar, sugerir, ordenar, mandar, disponer, acon-
sejar, advertir, amonestar, enseñar, prevenir ó avisar, según el caso,
etc.;” requisitos todos que no se cumplieron en el hecho á que nos
referimos, el cual nos lleva á otras consideraciones. ¿Qué sucede, por
el contrario, cuando el auto de prisión formal se ha dictado, pero en
cambio no se notifica? Es evidente que en este caso la falta de notifi-
cación equivale á que el auto no se hubiese dictado, incurriéndose en
las mismas responsabilidades á que antes nos referíamos. Se puede
objetar, que comprobado el cuerpo del delito, y aun la responsabili-
dad del procesado, sería escandaloso que sólo por la falta de notifica-
ción y por la obligación en que están las autoridades para poner en
libertad en estas condiciones al reo, el delito quedara impune. Igual-
mente se puede decir, que no habiendo sido el reo juzgado ni sen-
tenciado y habiéndosele puesto en libertad por el motivo expresado,
se le debe aprehender de nuevo a efecto de continuar la averiguación.
Nosotros pensamos que ese procedimiento sería absurdo, haciéndo-
se ilusoria la garantía constitucional, la que precisamente: exige que
al expirar las 72 horas se dicte el auto en que se prolonga la detención.
No faltan algunos también que piensen que dictado el auto de formal
prisión, por un delito determinado, precisamente fundado en él, se
debe ejercitar la acción pública. Se da por razón para tan extraño argu-
mento, que de no ser así, el reo quedará sin defensa; una vez, que no
habiendo rendido sus pruebas, la acusación se puede formular libre-
mente con perjuicio del mismo. Diremos en contestación, que aparte
de que el auto de prisión formal no causa estado, teniendo por objeto
únicamente el aseguramiento del reo para el éxito de la instrucción,
y no siendo ésta secreta, desde el nombramiento de defensor, éste,
como el mismo reo, se pueden ir enterando de los delitos que se
vayan averiguando, preparando al mismo tiempo sus descargos y de-
fensas. También se ha pretendido, que en el curso de la instrucción,
se dicten tantos autos de prisión formal, cuantos son los delitos que
se persiguen. Estas pretensiones embarazosas de por sí, pecan por
innecesarias, supuesto que como tenemos dicho, la restricción de la
libertad en estas condiciones, sólo es una medida provisional ó un
medio auxiliador para el esclarecimiento de la verdad. Por último, se
dice, que al no dictarse tantos autos cuantos son los delitos que se
presumen cometidos, importa el que no se pueda recurrir contra aque-
llos que no se consienten. Este argumento, como los otros, no des-
cansa en nada sólido, pues si un delito por sí sólo basta para restringir
la libertad, y si en la sentencia se condena por uno no cometido ó en
el que no hay prueba de su perpetración, y por último, si contra estos
fallos se puede recurrir ante los tribunales superiores, no hay razón
para que tenga fundamento el argumento que de contrario se aduce.
*
**
magestad. En la ley IV, tit. 29, part. 7ª, se previno cómo debían ser
tratados los individuos que fueran conducidos á la cárcel, prohibién-
dose que se les insultase ó sufriesen violencia, excusándolos en lo
posible de cualquiera afrenta. En general, se puede decir, que las
leyes posteriores á las citadas, tendieron al mismo fin de que los
presos fuesen tratados con toda humanidad; estableciéndose el prin-
cipio de que las cárceles se establecen para guardar á los presos, y no
para castigarlos.
Desde muy lejanos tiempos, pues, el legislador fijó su atención en
la conveniencia de que los presos estuviesen separados según su sexo,
educación, y condiciones sociales, á efecto de que no fuesen ator-
mentados por otros, ni se infeccionasen con la presencia y con los
hábitos de los más degradados y perversos; señalándose igualmente,
local especial para los menores de edad, por ser éstos, subsceptibles
de volver al buen camino de la virtud y el bien. Desgraciadamente,
muchas de estas disposiciones no se hicieron efectivas en la práctica,
resultando que las cárceles, muy lejos de llenar su objeto, en la mayo-
ría de casos no servían más que para corromper al individuo, entorpe-
cerle y enervarle sus facultades á fuerza de no usarlas; ó alimentándole
un odio á la sociedad para lanzarse de nuevo en la senda del crimen,
por tener pervertidos todos sus sentimientos.
En otras ocasiones se hacían sufrir mil penas desconocidas, hacien-
do difícil ó imposible el arrepentimiento, dando lugar á todas las
perversiones para no ver en la justicia sino una enemiga de sus pasio-
nes provocadas de instante en instante, por las agresiones brutales
de carceleros sin corazón y sin conciencia.
Por orden de 24 de Abril de 1823, se mandó que fuesen demolidos
los calabozos angostos, dándoles las comodidades y limpieza con-
venientes para que los presos no sufriesen en su salud. Posterior-
mente, en la ley de 27 de Enero de 1840, y las Bases de organización
política de 12 de Junio de 1843, respectivamente, se mandó que las
cárceles fuesen reformadas, debiendo tener los departamentos ne-
cesarios para los detenidos, presos, incomunicados y sentenciados, lo
mismo que para aquéllos que teniendo un arte ú oficio pudiesen ejer-
cerlo, atendiendo así á su subsistencia. Estas reformas parecían que
debieran haber hecho que las cárceles sólo fuesen lugares de seguri-
dad y no de tormento; sin embargo, poco se había adelantado, su-
puesto que no faltaron medios para que los reos sufriesen todo género
de molestias, principalmente cuando se trataba de arrancarles la con-
fesión de su delito, no obstante ser ésta nula desde que se dictaron
las leyes del título 30 de la partida 7ª. Se puede afirmar, que ni aun
vigente el precepto constitucional, se corrigieron prontamente los
innumerables abusos de los que miraban á los reos como seres indig-
nos de alguna consideración. Ha sido necesario emplear un trabajo
civilizador, ayudado por el tiempo, para que al criminal no se le vea ya
como si fuera un animal dañino despojado de su personalidad; consi-
derándolo al presente el derecho moderno como un ser que aunque
caído y mereciendo castigo, siempre es un hombre, que no por el
delito pierde su carácter de tal.
La experiencia acredita que las molestias y los malos tratamientos
en las prisiones, sublevan el ánimo de los presos y los irritan, siendo
la consecuencia que, muy lejos de regenerarse con el castigo, se sien-
ten predispuestos para la reincidencia ó para cometer crímenes más
graves; observándose, por el contrario, cuando se cumple con el pre-
cepto constitucional, que se despiertan en ellos los buenos senti-
mientos. Se puede decir, pues, que aunque es legítimo el horror que
se siente por el delito cometido, esto no autoriza para desconocer la
dignidad de la naturaleza humana, supuesto que, aunque esté degra-
dada por el crimen, no por tal motivo, el hombre deja de formar parte
de la humanidad. Además, es indiscutible que los malos tratamien-
tos acaban por endurecer los corazones, perdiendo la pena su eficacia:
tal es la razón por la que, obedeciendo el legislador á la conciencia
pública y teniendo en cuenta la de los mismos reos, rechazan toda
idea y sentimiento que pudieran hacer que no se les viese como per-
sonas; pensándose muy acertadamente cuando se afirma que, si el
delito modifica la naturaleza de los reos, en ningún concepto se la
suprime.
Pasando á otras consideraciones, diremos que en la parte final del
art. 233 del Código de Procedimientos Penales, se previene que, “tan
luego como sea dictado el auto de prisión preventiva contra alguna
persona, se procederá para asegurar su identidad á retratarlo y a tomar
sus medidas antropométricas conforme al procedimiento de Bertilón,
cuando quede establecido este servicio;” haciéndose lo mismo, con-
forme al art. 453, para otorgarse á algún procesado su libertad caución.
Establecido ya el sistema mencionado, se ha discutido si él importa
una molestia sin motivo legal, y, sobre todo, inferida antes de que
haya recaído una sentencia condenatoria, y cuando aún se presume
que el acusado es inocente. Para dar contestación a la observación
que nos hacemos, hay que recordar que el sistema que nos ocupa, fue
organizado en la Prefectura de París para demostrar la identidad de
los detenidos que usan nombres supuestos. Pensamos, por lo tanto,
pero siempre dejando á salvo mejores juicios, que si el presunto cul-
pable esta completamente identificado, no hay razón para que se le
sujete á un procedimiento, que hemos podido observar, hiere más
CAPITULO VIII
DE LAS GARANTIAS DEL ACUSADO EN EL JUICIO CRIMINAL
Se ha dicho, y con razón, que no basta que una sentencia sea justa
sino también que al dictarse se hayan seguido en el proceso todas las
normas del procedimiento, teniendo éstas decidida influencia para
que el acusado disfrute de las garantías á que se refiere el artículo
constitucional, y que tan indispensables son para el esclarecimiento
de la verdad, y para que los derechos de los presuntos culpables no
sean violentados ó heridos.
Sabido es todo el vacío y todas las incertidumbres que en la con-
ciencia de los hombres del pasado dejaban el juicio de Dios, las
409
CAPITULO IX
I.— LA APLICACION DE LAS PENAS
425
proceso excediere del tiempo que la ley señala para terminarlo, po-
drán los jueces imputar el exceso si creyeren justo hacerlo en la pena
que impongan en la sentencia, cuando ésta consista en un sufrimien-
to de la misma especie, ó de mayor gravedad que el que haya tenido el
reo durante el juicio. Si el sufrimiento del reo durante el proceso,
fuere de distinta especie y menor que el que la pena le ha de causar,
podrá el juez rebajarla en su sentencia hasta la mitad del exceso. En
los casos de que hablan los dos artículos anteriores son requisitos
indispensables para que el reo goce del beneficio que conceden: 1°
Que no hayan tenido él ni sus defensores culpa alguna en la demora
del juicio; 2° que durante éste haya tenido el reo buena conducta.”
Ahora bien, pongamos la cuestión que tratamos de resolver en las
mejores condiciones, es decir, cuando se deba imputar en la senten-
cia la mitad del exceso del tiempo transcurrido durante la instruc-
ción; á la vez, pongamos por ejemplo, que se trata de dos reos que han
incurrido en la misma responsabilidad, pero á uno desde el auto de
prisión formal, le fué otorgada su libertad bajo caución; pongamos
también otro ejemplo, que la pena que se tiene que aplicar es la seña-
lada por la ley, sin tener un maximum ni un minimun: en tales condi-
ciones, es claro que el juez tiene que aplicar la pena señalada por la
ley; pero como ambos reos han incurrido en la misma responsabili-
dad, resulta que aún imputándose al que continuó detenido la mitad
del exceso, siempre sufre una pena mayor que el que goza de libertad
bajo caución, sin que á éste se le pueda aumentar este exceso para
que el castigo, sea igual, supuesto que la única pena aplicable, es la
señalada por la ley al delito.
Creemos por estas razones que, por mucho que en la ley se diga que
no se estima como pena la detención para instruir un proceso de
hecho y de derecho lo es, desde el instante que constituye una res-
tricción de la libertad. Pensamos, por lo mismo, pesando los inconve-
nientes y las ventajas, que las penal, principalmente las privativas de
la libertad, se deben contar desde el auto de prisión formal que es
como generalmente las aplican la mayoría de los tribunales, y no se
diga que el objeto de los artículos que tenemos invocados, es el de
evitar diligencias ó recursos ociosos é impertinentes, una vez que la
ley prevé el caso, para que no se practiquen más diligencias que las
absolutamente necesarias para el esclarecimiento de la verdad.
Dado lo que tenemos dicho sobre la teoría de la pena, no creemos
necesario detenernos á explicar que si los particulares impusiesen
alguna, tal acto importaría un verdadero atentado, el que necesaria-
mente tiene que caer bajo el dominio de la sanción penal. No se
deben reputar por lo mismo como penas las multas impuestas por los
que son condenados. En efecto, sin contar con los 130,722 individuos
consignados á las autoridades judiciales desde el 1° de Enero de
1899 al 20 de Julio de 1904, fueron castigados gubernativamente des-
de igual fecha hasta fines de 1903, otros 191,237 individuos: resul-
tando que en un periodo de cinco años han ingresado á la prisión, solo
á disposición del gobierno, más de la mitad de la población de la
ciudad. Y si esto es muy grave, lo es más aún que en el periodo de
Octubre de 1900 á Junio de 1904, se ha gastado en la manutención de
los presos, la enorme suma de $454,986.00 es lo que importa que la
sociedad pague una cuota proporcional para mantener á los mismos
individuos que infringen sus disposiciones. Nada importaría esto si
la pena realmente corrigiese á los detenidos, pero desgraciadamente
se ha podido observar que los establecimientos correccionales no
satisfacen, provocando en la mayoría de casos la reincidencia, y no
puede ser de otra manera si se piensa que en esos establecimientos,
por regla general, reina la ociosidad, y si en alguno hay trabajo, basta
que sea obligatorio, para que ya se le vea como pena accesoria á la
privación de la libertad: de lo que resulta que dicho trabajo, ni eleva al
individuo, ni le presta atractivo alguno. No queremos hablar de todos
los males inherentes á los establecimientos correccionales, bastan-
do únicamente señalar que también son frecuentes las trasgresiones
á la moral y á las leyes de la naturaleza.
Como se nos pudiera objetar, por lo mucho que desdice para nues-
tra cultura, que si es enorme la cifra de detenidos que dejamos apunta-
da, es porque en su mayor número son reincidentes, la consecuencia
siempre es la misma, es decir, la pena correccional, tal como la tene-
mos establecida, no satisface ni llena su objeto, quedando comproba-
da nuestra afirmación, no sólo con el hecho de que el reincidente
comúnmente vuelve á la prisión por una infracción mayor, sino tam-
bién porque muchos vuelven á ella en busca de comodidades y de un
bienestar que no encuentran en su degradada vida social, lo que no es
otra cosa, que los que infringen las leyes sociales, viven á expensas de
los hombres honrados, sin corregirse.
Hemos entrado en estas consideraciones, no porque pretende-
mos poner el remedio á las enfermedades sociales y morales que
apenas hemos apuntado; nuestro fin únicamente ha sido el de
descubrir un mal, una vez que, cuando permanece oculto, es más
difícil curarlo. Toca á la administración, lo mismo que al legislador,
fijar toda su atención en la delicada cuestión de las prisiones; ya
que es una de aquellas que tanto importan al gobierno y al Estado.
De desear es que cuando se toque este importante asunto, al que
necesariamente le debe llegar su turno en el periodo de reorgani-
439
dos, según eran las clases sociales; resultando que los hombres supe-
riores, estaban libres de ellos, mientras los inferiores quedaron equi-
parados á los esclavos. En cambio, no existía distinción alguna ni valían
tampoco los privilegios y categorías sociales cuando se trataba de los
delitos de lesa-majestad, en las causas de magia y en las de falsedad.
Respecto á la aplicación del tormento á los testigos, esta práctica ya
estuvo en uso en la época de Severo, teniendo lugar por una declara-
ción contradictoria consigo misma: no habiendo diferencias desde
Constantino en adelante, para que en los procesos de lesa-majestad,
se aplicase, tanto á los procesados como á los testigos.
En épocas posteriores, parecía que los elementos, de progreso y los
hechos científicos debían influir en la existencia política, religiosa y
social de los pueblos; fatalmente los hombres de esos tiempos, con
su ciega fé, no sintieron mucho el yugo de bronce de la Ortodoxia,
asociada con la Teología y la Jurisprudencia, procediendo una y otra
con igual barbarie y aunque el emperador Carlos V, intentó hacer del
caos de leyes penales existentes una cola para su imperio, lo cierto es,
que en su código, el tormento era el medio de prueba para la averi-
guación de los delitos; estimulando ese cuerpo de la legislación para
la invención de refinadas artes de tortura, complaciéndose los jueces
con la aplicación de crueles castigos de mutilación y de muerte. Por el
sentido era el sistema penal de los otros pueblos, llegándose al extre-
mo de no ser cosa fácil la aplicación de las penas, supuesto que esto
debía tener lugar conforme á las reglas del arte, los que se aplicaban
en los servicios de los calabozos, cámaras de tormento y en los
cadalzos. Era en tal virtud preciso aprender los diversos sistemas de
ahorcar y decapitar; quemar y hervir en aceite; enrodar; meter á los
infanticidas en un saco para ahogarlos; descuartizar por medio de
caballos; atravesar el cuerpo del reo con una estacar; enterrarle vivo;
azotar; marcar con hierros candentes; emplumar á las prostitutas;
atenacear; cortar manos, orejas y narices; en fin, al verdugo, por mu-
cho que su oficio fuese deshonroso, le proporcionaba una existencia
provechosa, y más cuando sabía como se prolongaba por días enteros
la agonía de los delincuentes. Á este sistema penal correspondía uno
idéntico de procedimientos, así el interrogatorio llamado criminal,
tenía lugar en presencia del juez, del escribano y de los asesores,
enseñándose desde luego al reo, por el maestro de los corchetes,
todos los instrumentos de tormento, explicándoles el uso y el efecto
que debían producir desde los torniquetes del pulgar, las botas espa-
ñolas, la liebre engrasada, el torno, el azufre y el aceite ardiente, el
plomo derretido, hasta los que producían las más crueles torturas, al
grado de que con sólo verlos erizaban los cabellos, una vez que mu-
III. — D E L A P E N A D E M U E R T E
449
de tal manera que por remota que sea esta última probabilidad, junto
con no suprimir ninguna de las otras, añade de una nueva perspectiva
de un peligro mucho mayor. Dice también que entre el riesgo de la
perdida de la libertad y la de la vida, es mas fácil desechar la primera,
afirmando que el criminal de nacimiento no reconoce otra pena que
la de muerte. Holtzendorff, después de manifestar extensamente las
dificultades para que sea aplicada la pena indicada, deduce de ello,
que esa pena no puede intimidar. Spencer también dice en otro sen-
tido, que “en los países donde los hombres no dan importancia, sino
á las cosas presentes, precisas concretas, donde no se calculan las
remotas probabilidades del porvenir, son necesarias para contener al
criminal, penas severas, rápidas, precisas, capaces de conmover fuerte-
mente la imaginación. Para el hombre civilizado bastará el temor de
la, disciplina larga y monótona de los prisioneros, para los menos cul-
tos son indispensables las penas aflictivas y la de muerte.”
Véamos ahora si lo infructuoso de los sistemas correccionalista y
penitenciario para algunos criminales natos es una realidad compro-
bada por la observación científica. Á este efecto diremos que los cape-
llanes de la penitenciaria de Lisboa, creen en la incorregibilidad de
algunos criminales, afirmando que ni la instrucción moral, literaria y
religiosa, el trabajo, el estudio, las prácticas y conferencias y las visitas
del personal superior confortando y dándoles buenos consejos, pu-
dieron corregir su alma completamente pervertida. En sentido con-
trario, M. Herbette dice: “Cuando se tiene una noción clara del deber,
penetración y experiencia bastantes, no se dice ni se afirma, que tal ó
cual penado, es sujeto del cual nada hay que esperar... Después de
mucha observación, después de haber tratado millares y millares de
hombres habituados á delinquir un penitenciario práctico, se guar-
dará muy bien de decir de uno sólo de ellos: “Nada hay que hacer con
este individuo.”
En confirmación de lo expuesto podemos citar el caso que nos re-
fiere Proal es de un director de prisión, que aunque conservaba una
disciplina severa, supo hacerse querer de los penados, obteniendo
resultados admirables. En efecto, dice el escritor mencionado: “Un
antiguo director del presidio de Rochefort, M. Mercier, fué traslada-
do á otro destino, lo cual dió lugar á que los penados se dirigiesen á M.
Appert, para que se le conservase en su puesto, á cuyo fin emplearon
las siguientes palabras: “Hemos acudido á vos, ¿nos negareis vuestro
apoyo? nó: porque aunque sujetos por cadenas, no dejamos de ser
hombres. Perdemos á nuestro padre, á nuestro bienhechor… Por cul-
pable que un hombre sea, siempre le queda alguno de los dones que
le dio la naturaleza. Si en vez de envilecerle y degradarle con palabras
des; por lo que sólo diremos, en general, que los criminalistas á quie-
nes seguimos exigen para toda pena, el que se sea personal, igual,
divisible, cierta, análoga y popular; aparte también de ser comensurable,
reparable, remisible, ejemplar, reformadora, económica, supresora del
poder de dañar, instructiva y tranquilizadora: cosas todas que faltan á
la pena de muerte.
Para concluir nuestro imperfecto estudio, por lo que remitimos á
nuestros lectores á los tratados especiales, creemos oportuno trans-
cribir los elevados conceptos de Víctor Hugo, á efecto de que les den
contestación los que no piensen como él, dicen así:
“¡De este modo tratais la vida! ¡De este modo manejais la muerte
sin conocerla! Soís perversos ó alucinados! Dios reservó para Él la
vida del hombre y se la arrebatais! Sin haber construido os atreveis á
destruir! Sólo teneis derecho para decir al hombre criminal!” Ya que
eres culpable, vive, pero sabiendo que has de morir.”
“El cielo se avergüenza cuando os ve obrar así en vuestra obscuri-
dad cuando confronta el crimen con el patíbulo. Derramais sangre en
nombre del crimen y en nombre de la ley creyendo establecer así,
fatal equilibrio y dando al criminal el contra peso del verdugo. ¡De ese
modo desenvainais la espada de la muerte! De ese modo manoseais
un fenómeno incomprensible! ¡Dios produce la muerte divina y vo-
sotros producís la muerte humana!
“Esta usurpación estremece al pensador. Dios vive y traspasando el
espesor del infinito, trocais al culpable en víctima. Teneis ante voso-
tros á un hombre que es monstruo, y le imitais queriendo con un
crimen corregir otro, haciendo que la ley continúe el mal que aquel
produjo. ¿Con qué derecho despojais al alma de la corteza del cuerpo,
para presentarla con su espantosa desnudez ante la Eternidad? Ese
brusco despojo está vedado al juez ¿Con qué derecho trocais el refu-
gio en escollo? El hombre es ciego y Dios lo lleva de la mano; pero la
obscuridad en nuestra faz, no nos hizo trasparentes, nos cubrió con
un sudario de carne que se entreabre cuando Él quiere, sólo cuando
Él indica el momento. La muerte desgarra ese sudario; hasta enton-
ces somos desconocidos. ¡Desgraciados de nosotros si precipitamos
ese, fatal momento!
“Dios, que es impenetrable, que abra el precipicio cuando le plazca;
quien quiera que caiga en él, siempre es Dios quien lo recibe.
“Privar de la vida á un hombre, no está permitido á los demás hom-
bres: con qué derecho dais esta sorpresa á Dios. ¿Con qué derecho
poneis el fin de la vida en el medio? ¿Cómo os atreveis á abrir y á
cerrar la fatal ventana? ¡A ciegas! Es menester que sepais que morir es
nacer en otra parte. ¿Comprendeis la espantosa frase en otra parte?
CAPITULO X
DE LAS INSTANCIAS EN LOS JUICIOS
465
adoptada por la gran mayoría de los autores: F. Helie, tomo III, p. 177;
Trebutien, tome II, p. 639; Rodiére, p. 289 et 283; Griolet, Rev. Prac.
de Droit Francais, tome 23, p. 501; Leselyer, tome IV, p. 66I y siguien-
tes; Dallos, R. U° Chose Judgée núm. 445. Por su lado la jurispruden-
cia muchas veces ha hecho la aplicación de este sistema acordando la
autoridad de la cosa juzgada. 1° á la desición emanada de un juez
incompetente. 2° á la desición rendida por un tribunal irregularmen-
te compuesto; 3º á la desición pronunciada sin la observancia de las
formas legales.”
Otros autores, entre los que figuran Manguiy le Gravereud, no han
adoptado en lo absoluto las doctrinas antes citadas. Por nuestra parte,
humildemente creemos que, basta que la cosa juzgada proceda de
una jurisdicción legalmente constituida, sin estar libre de toda irre-
gularidad, para que adquiera toda su autoridad.
Framarino, dice: “Si la justicia penal no tuviere una sentencia últi-
ma, segura y definitiva, á cuya sombra pueda descansar tranquila la
conciencia social, lejos de ser instrumento de tranquilidad, sería cau-
sa de interminables perturbaciones.”
Pero también aquí conviene distinguir. Si las razones políticas
expuestas inducen á considerar absoluta é inquebrantable la pre-
sunción de verdad de la cosa juzgada, en cuanto á la absolución, no
tiene, sin embargo, la misma fuerza para rechazar todo límite en
cuanto á la condena. Que por razones políticas se deje impune, aun-
que sea al reo, cuando ha sido legítimamente absuelto, cosa es que
no repugna á la conciencia social, que ve en todo ello el fin de la
tranquilidad civil y de la estabilidad del derecho. Pero que se deba
seguir atormentando con una pena á aquél que es evidentemente
inocente, sólo porque ha sido condenado por error, no puede admi-
tirse tranquilamente por la misma conciencia social. Las razones
políticas pueden legítimamente valer, cuando se trata de la absolu-
ción, nunca, cuando se trata de la condena. No puede haber conde-
na legítima sin justicia intrínseca.
Sí, pues, la presunción de verdad conviene que sea absoluta para la
cosa juzgada absolutoria, debe en cambio tener límites cuando es
condenatoria... Cuando la verdad real y evidente, es contraría á la
verdad presunta de la cosa juzgada condenatoria, obstinarse en sos-
tener la inviolabilidad ésta, sería contrariar los fines mismos de la
justicia penal. La verdad presunta debe ceder entonces su puesto á la
verdad real; la ficción jurídica debe en ese caso, ser substituída, por la
verdad del derecho.
Ricci, por su parte dice: “Cuando la sentencia del juez ha pasa-
do en autoridad de cosa juzgada, pro veritate habetur sea cual
*
**
Con las doctrinas que dejamos expuestas creemos que quedan su-
ficientemente demostradas las razones en que descansa el precepto
constitucional para que nadie pueda ser juzgado dos veces por el
mismo delito, ya sea que en el juicio se le absuelva ó se le condene.
En el libro I, título VI, cap. V del Código Penal, se cuenta entre los
medios para extinguir la acción penal, el de la sentencia irrevocable;
previniéndose en el artículo 278, que pronunciada una de esta natu-
raleza, sea condenatoria ó absolutoria, no se podrá intentar de nuevo
la acción criminal por el mismo delito contra la misma persona. Estas
disposiciones igualmente están consagradas en los códigos de Espa-
ña, Friburgo, Italia, Japón, Mónaco y Neufchatel y en el de procedi-
mientos penales de los Países Bajos, el Balais, Vaud, el reino de
Bélgica, el gran ducado de Luxemburgo y el Cantón de Génova, con-
servándose sobre el punto que nos ocupa, las disposiciones del Códi-
go Penal Francés tales como estaban formuladas en 1808. También
se previene en el art. 187 de nuestro Código Penal que, si un reo
juzgado en el extranjero quebrantare su condena en los casos á que
se refiere el art. 186, se le impondrá en la República la pena que las
leyes de ésta señalen, abonándole el tiempo que haya sufrido en el
extranjero. Además, en el artículo 706 del Código de Procedimientos
Penales, se dice que “se entiende por sentencia irrevocable, aquella
contra la cual la ley no concede ningún recurso ante los tribunales
que pueda producir su revocación en todo ó en parte. Diciéndose á la
vez en el artículo 279 del Código Penal antes citado que “la sentencia
pronunciada en un proceso seguido contra alguno de los autores de
un delito, no perjudicará á los demás responsables no juzgados, cuando
sea condenatoria; pero sí les aprovechará la absolutoria si tuvieren á
su favor las mismas excepciones que sirvieron de fundamento á la
absolución.” Por estos preceptos se ve que en nuestra legislación está
reconocida por completo toda la autoridad de que debe estar revestida
la rex judicata, de la cual dice Molinier “ser la decisión que pone fin á
una demanda estableciendo definitivamente sobre un punto en liti-
gio. La autoridad que se le fija es probabilidad erigida por la ley por un
interés social, es una presunción según la cual lo que ha sido decidido
por los jurados ó por los jueces se considera como la expresión de la
verdad en relación al hecho y al derecho y no puede ponerse en cues-
tión.” La ley fundamental, á efecto de asegurar por completo las ga-
rantías de los ciudadanos, en lo relativo á las sentencias y sus
consecuencias, consigna el principio de que queda prohibida la prácti-
la sala en donde se reunen los jurados á deliberar.” Aun con los vicios
que tiene la instrucción indicada, también se previene que “sólo les
manda interrogarse así mismo y examinar con la sinceridad de su
conciencia la impresión que sobre ella hayan causado las pruebas
rendidas en favor y en contra del acusado.” Lo que importa la impres-
cindible necesidad de que de algún modo exista alguna prueba, sien-
do evidente que sin ella ninguna impresión se puede causar. Si pues
el Ministerio Público; ingenua y honradamente confiesa que no tie-
ne ningún elemento probatorio y, por lo mismo, no formula acusa-
ción, lo que se impone desde luego, es que se suspenda el jurado,
supuesto que ya no hay razón para juicio ninguno; pero desgraciada-
mente como hemos visto, las cosas no suceden de esa manera, por-
que cuando el Ministerio Público retira su acusación por hechos
supervinientes ocurridos en el curso de los debates y aun dando por
aceptado otro absurdo, cual és que según la ley, al presidente de los
debates le corresponde según su criterio calificar si han sobrevenido
ó nó tales hechos, toda esto nada significaría, si después de la ficción
de un juicio; pues no es otra cosa lo que se hace, recayese una senten-
cia absolutoria; pero ¿qué hacer cuando es condenatoria y sobre todo,
cuando según el art. 329 del Código citado de Procedimientos, “las
declaraciones hechas por el jurado son irrevocables, salvo el caso que
en el mismo se expresa?
¿Es esto racional; obedece la práctica que combatimos á algún prin-
cipio de justicia; no es el trastorno del orden jurídico, supuesto que
se rompe con el imperio del Derecho? Creemos que sí. Montesquieu,
dice: “La libertad política consiste en la seguridad, ó al menos en la
opinión que uno tiene de su seguridad.” Continúa después: “Esta
seguridad nunca es más atacada que en las acusaciones públicas y
privadas.” Agregando el Dr. Lieber: “Por tanto, es de la excelencia de
las leyes criminales, que depende principalmente la libertad del ciu-
dadano.”
En otro lugar dice el escritor últimamente citado: “Otra garantía de
la última importancia, es un juicio penal bien seguro, en que haya
eficiente protección de la persona acusada, certidumbre de su defen-
sa, acusación clara que haga cargo de un hecho determinado con pre-
cisión, deber de probar este acto por parte del gobierno, y no deber de
probar su inocencia por parte del preso; juzgamiento leal, solidez de
las reglas de probanza, publicidad del juicio, procedimiento acusato-
rio (y no inquisitorio), ley cierta que aplicar, junto con la prontitud y
absoluta imparcialidad, y un veredicto absoluto...
Cuando un persona es criminalmente acusada, ella forma indivi-
dualmente una parte, y la sociedad, el Estado, el gobierno, forma la
CAPITULO XI
DE LA INVIOLABILIDAD DE LA CORRESPONDENCIA
487
CAPITULO XII
DE LOS SERVICOS REALES Y PERSONALES
Repetiremos una vez más, que antes que las distintas tribus despa-
rramadas en los continentes, llegaran á formar naciones, es lo proba-
ble que el empleo del trabajo, el de las personas y la distribución de
los productos, fuese común, dando por resultado que los servicios
tales como aquellos á que se refiere la ley fundamental, muy lejos de
verse como una carga, se considerasen como un deber de socorro
mutuo y protección recíproca. Pero á medida que esas agrupaciones ó
pequeñas sociedades se fueron integrando, perdiendo su antigua
sencillez, lo natural fué que entonces ya apareciesen otros intereses.
En fin, cuando por tal causa y otras más que pudiéramos citar, la co-
munidad primitiva perdió su antiguo carácter, necesariamente tenía
que desarrollarse el sentimiento del derecho individual para que gra-
dualmente desde esa época hasta nuestros días, no se puedan exigir
los servicios reales y personales, sino en determinadas condiciones.
Creemos haber dicho que entre los Romanos, no obstante el home-
naje de respeto que rindieron á sus libertades, la coerción militar exigía
que se la ejercitase con justicia ó sin ella; no siendo dable discutir si se
tenía ó no derecho. Las necesidades imperiosas de la disciplina, la
conveniencia y utilidad militar, eran las únicas reglas que predomina-
ban, siendo cuestión secundaria determinar el horizonte de las garan-
tías individuales. De este modo queda explicado el origen legal de los
abusos del poder militar y el de las inauditas violencias consumadas
por los funcionarios durante los últimos siglos de la República.
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CAPITULO XIII
DE LA SUSPENSION DE LAS GARANTIAS
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