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LIBRO IV
CAPÍTULO I
2. Lo primero que prevengo en este prólogo a mis lectores, los que quizá
piensen que he de darles los preceptos retóricos que aprendí y enseñé en
las escuelas del siglo, es que no esperen de mí tal cosa, no porque no
tengan alguna utilidad, sino porque, si la tienen, deben aprenderse
aparte. Si por casualidad a algún buen hombre le sobra tiempo para
aprenderlas, no debe requerírmelas ni en ésta ni en otra obra mía.
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
4. Sin embargo, todas las reglas y observancias que sobre este asunto
prescribe la retórica, a las cuales, si se añade el hábito diligentísimo de
explicarse con abundancia de voces escogidas y de adornos de palabras,
constituyen aquella que se llama facundia o elocuencia, han de
aprenderlas aquellos que puedan aprender con brevedad, fuera de esta
obra mía, en edad apta y competente y escogiendo para ello el espacio de
tiempo conveniente. Pues los mismos príncipes de la elocuencia romana
no dudaron afirmar que quien no puede aprender este arte con
prontitud, jamás lo aprenderá perfectamente (cf. Cicero, De Oratore 3,
146). Que sea verdad esto no tenemos necesidad de averiguarlo. Pues,
aunque también puedan aprender después de tiempo estas reglas los más
tardos de ingenio, sin embargo, no las tenemos en tanto que queramos
malgastar en aprenderlas la edad madura y grave de los hombres (cf.
Vergilius, Eneida 12, 437-438). Basta que éste sea el cuidado de los
jóvenes, mas no de todos los que deseamos instruir para provecho de la
Iglesia, sino de aquellos que todavía no están ocupados en cosa que
siendo más urgente se deba anteponer sin duda a ésta. Porque si hay
ingenio agudo y entusiasta, más fácilmente se consigue la elocuencia
leyendo y oyendo a los que hablan elocuentemente, que siguiendo los
preceptos de la elocuencia. No deja de haber escritos eclesiásticos, aun
fuera del canon, colocados saludablemente en la atalaya de la autoridad,
que leyéndolos un hombre capaz, aunque él no lo procure, sino sólo con
estar atento a las cosas que allí lee se irá imbuyendo, mientras se
entretiene en su lectura, en el estilo con que están escritas, y sobre todo si
se junta a esto el ejercicio de escribir, o de dictar, o finalmente de recitar
lo que siente según la norma de la piedad y de la fe. Si falta un tal
ingenio, ni se aprenderán aquellos preceptos retóricos, ni aprovecharán
para nada si después de grandes y machacones trabajos llegan a
entenderse en algo. Pues también de los mismos que los aprendieron y
que hablan copiosa y elegantemente, no todos cuando hablan pueden
pensar en los preceptos, para hablar conforme a ellos, a no ser que traten
de los mismos; aún más, creo que apenas habrá alguno de ellos que al
mismo tiempo sea capaz de hablar bien y de pensar mientras habla en
aquellos preceptos que es menester observar para hablar bien. Se ha de
pensar evitar que escapen de la memoria las cosas que han de decirse por
atender a decirlas con arte. Sin embargo, en los discursos y charlas de los
oradores, se hallan empleadas las reglas de la elocuencia, de las cuales ni
se acordaron para hablar, ni cuando hablaban, ya las hubieran aprendido,
ya ni siquiera las hubieran saludado. Puesto que las observan porque son
elocuentes, no es que las empleen para serlo.
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
8. A éste, pues, que está obligado a decir con sabiduría lo que no puede
expresar con elocuencia, le es en sumo grado necesario retener las
palabras de las Escrituras, porque, cuanto mas pobre se ve en las suyas,
tanto más debe enriquecerse en aquéllas, a fin de que lo que dijere con las
propias lo pruebe con aquéllas, y así el que era pequeño con las propias
crezca en cierto modo con el testimonio de las grandes. Deleitará
probando el que no puede deleitar diciendo. Ahora bien, el que quiera
hablar no sólo con sabiduría, sino también con elocuencia, y hará sin
duda más provecho si pudiera adunar una y otra cosa, con más gusto le
remito a que lea, oiga o imite con el ejercicio a los elocuentes, que le
mande entregarse a profesores de elocuencia, con tal que los autores que
se lean o se oigan sean alabados con motivo verdadero de que hablaron o
hablan no sólo elocuente, sino sabiamente. Los que hablan con
elocuencia son oídos con gusto. Los que hablan sabiamente, con
provecho. Por eso no dice la Escritura que la multitud de los elocuentes,
sino que la multitud de los sabios es la salud del universo (Sap. 6, 26).
Pues así como muchas veces deben tomarse las cosas amargas por ser
saludables, así también siempre debe evitarse lo dulce que es pernicioso.
¿Y qué cosa mejor que una saludable suavidad o una suave salubridad?
En este caso, cuanto más se apetece la suavidad, tanto más fácilmente
aprovecha la salubridad. Hay varones eclesiásticos que trataron las
palabras divinas no sólo sabia sino también elocuentemente, y para
leerlos, antes faltará tiempo que pueden faltar sus escritos a los
estudiosos y dedicados a ellos.
CAPÍTULO VI
10. Bien pudiera, si tuviese tiempo, hacer ver a los que anteponen su
lenguaje al de nuestros autores no por su grandeza, sino por la
hinchazón, que todas las gracias y adornos de la elocuencia de los que se
jactan se hallan en los escritos sagrados de estos que la divina
Providencia destinó para nuestra enseñanza y para conducirnos de este
depravado siglo al siglo bienaventurado. Pero lo que en esta elocuencia
me deleita más de lo que puede ponderarse, no es lo que tienen de
común nuestros autores con los oradores y poetas gentiles; lo que más
me aturde y maravilla es que de tal modo usaron de la elocuencia
nuestra, moldeándola con otra cierta y propia suya, que ni faltó en ellos
ni tampoco descolló; pues no era conveniente que desaprobasen la
mundana ni que hicieran ostentación de ella; y hubiera sucedido lo
primero si la hubieran evitado, y pudiera pensarse lo segundo si se
hubiera visto fácilmente en sus escritos. En los pasajes en que los doctos
la descubren, se dicen tales cosas que las palabras con que se dicen no
parecen empleadas por el que las dice, sino como naturalmente unidas a
las cosas, como si se nos quisiera dar a entender que la sabiduría sale de
su misma casa, es decir, del corazón del sabio, y que la elocuencia, como
criada inseparable, la sigue aun sin ser llamada.
CAPÍTULO VII
13. Pues bien, el que entiende conocerá que cuando se entrevean con
variedad convenientísima aquellos incisos que los griegos llaman
cómmata, y los miembros y períodos de los cuales tratamos poco antes,
se forma esta especie y como semblante hermoso de dicción que
conmueve y deleita también a los indoctos. Porque, desde que
comenzamos a insertar el pasaje arriba citado, comienzan los períodos; el
primero es el más pequeño, pues consta de dos miembros que es lo
menos que puede tener, aunque puede tener más. El primero es os vuelvo
a decir que ninguno me tenga por necio. A éste sigue otro período de tres
miembros, y sino aunque sea como necio toleradme que yo también me
gloríe un poquito. El tercero que sigue tiene cuatro miembros: Lo que
digo (ahora) no lo digo según el Señor, sino como con fatuidad, en este
asunto de gloriarme. El período cuarto tiene dos: Muchos ciertamente se
glorían según la carne, yo también me gloriaré. El quinto tiene también
dos: Pues sufrís de buena gana a los fatuos, siendo vosotros cuerdos. El
sexto tiene asimismo dos: Pues toleráis si alguno os reduce a servidumbre.
A esto siguen tres incisos: Si alguno os devora, si alguno toma lo
(vuestro), si alguno se engríe. Después vienen otros tres miembros: Si
alguno os hiere en el rostro, por deshonra lo digo, como si nosotros
hubiéramos sido débiles. A esto se añade un período con otros tres
miembros, a lo que alguien se atreva, con fatuidad lo digo, también yo me
atrevo. Desde aquí, a tres incisos que pone preguntando, corresponden
otros tres respondiendo: ¿Son hebreos?, también yo lo soy; ¿son israelitas?,
también yo; ¿son del linaje de Abraham?, yo también. Al cuarto inciso,
puesto también en forma de interrogación, no responde con otro inciso,
sino con la oposición de un miembro: ¿Son ministros de Cristo?, como
necio hablo, yo por encima. A esto siguen otros cuatro incisos, habiendo
suprimido con gran primor la interrogación: En trabajos los excedo
muchísimo, en cárceles mucho más, en recibir golpes muchísimo más, en
peligros de muerte muchas veces. Luego se pone un corto período
distinguiendo con entonación cortada: Por cinco veces recibí de los judíos,
siendo este miembro el primero a quien se enlaza el segundo, cuarenta
azotes menos uno. De aquí vuelve a los incisos y se ponen tres diciendo:
Tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué.
A esto sigue un miembro solo: Un día y una noche pasé en lo profundo
del mar. Luego, con graciosísimo ímpetu, fluyen catorce incisos: Muchas
veces en caminos (he tenido) peligros de los gentiles, peligros en la ciudad,
peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos
hermanos. He pasado por toda suerte de trabajos y miserias, por vigilias
frecuentes, por hambre y sed, por no tener qué comer muchas veces, por
frío y desnudez. Después de estos incisos interpone un período de tres
miembros, y, aparte de estas cosas exteriores, el combate diario sobre mí,
el cuidado de todas las Iglesias. A este período añade dos miembros
preguntando: ¿Quién se enferma que yo no me enferme?, ¿quién se
escandaliza que yo no me abrase? Finalmente, todo este pasaje se termina,
como anhelando el descanso, con un período de dos miembros: Si
conviene gloriarse, en estas cosas que pertenecen a mi debilidad me
gloriaré. No puede explicarse cuál sea la elegancia y cuál sea el deleite que
tenga el que después de un impetuoso torrente de elocuencia,
interponiendo una narracioncilla, descanse por decirlo así, y haga
descansar al auditorio. Pues sigue diciendo: El Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, el que es bendito por todos los siglos sabe que no miento
(2 Cor. 11, 31). A seguida narra con suma brevedad cómo estuvo en un
grave peligro y la forma como se libró de él.
14. Sería muy largo analizar los demás adornos literarios, o exponer estos
mismos en otros pasajes de las Santas Escrituras. ¿Qué no diría si
quisiera ir señalando, a lo menos en todo este pasaje apostólico, las
figuras de dicción que enseña el arte de la retórica? ¿No me tendrían los
hombres serios por meticuloso en lugar de poder satisfacer el deseo de
algún estudioso? Cuando todas estas cosas se enseñan por los maestros
del arte, se tienen por grandes, se compran a precio elevado y se venden
con harta jactancia; la que yo mismo temo también exhalar al tratar de
estas cosas. Pero debí responder a hombres malamente doctos, que
juzgan que nuestros autores deben ser despreciados, no porque carezcan,
sino porque no ostentan la elocuencia, que ellos estiman más de la
cuenta.
15. Quizá piense alguno que yo elegí al apóstol San Pablo como el único
elocuente de nuestros autores. Porque donde dice aunque yo soy
ignorante en el discurso, pero no lo soy en ciencia (2 Cor. 11, 6), parece
que habló de tal manera como quien concede a los detractores, no como
quien confiesa que él lo tiene por verdad. Si hubiera dicho soy
ciertamente ignorante en el discurso, pero en la ciencia no lo soy, de
ningún modo hubiera podido entenderse otra cosa. No vaciló en confesar
llanamente su ciencia, sin la cual no hubiera podido ser el Doctor de las
Gentes. Ciertamente que, si presentamos algo de él para ejemplo de
elocuencia, lo tomamos de las cartas que sus mismos detractores,
despreciando su palabra cuando les hablaba, confesaron que eran eficaces
y graves (2 Cor. 10, 10). Veo, por lo tanto, que tengo que decir algo sobre
la elocuencia de los profetas en quienes, por medio de locuciones
figuradas, se ocultan muchísimas cosas, las cuales, cuanto más ocultas
aparecen bajo palabras metafóricas, tanto más agradan al ser
descubiertas. Pero lo que debo mencionar aquí ha de ser tal que no me
obligue a explicar, sino sólo recordar de qué forma está dicho. Y lo voy a
tomar principalmente del libro de aquel profeta que dice de sí mismo
haber sido pastor o vaquero, el cual fue divinamente sacado de aquel
menester y enviado a profetizar al pueblo de Dios (Amos 7, 14-15). Pero
no haré la cita conforme a la versión de los Setenta, pues como ellos
tradujeron con espíritu divino, parece que por esto dijeron algunas cosas
de distinta manera, a fin de que la atención del lector se previniese para ir
más bien en busca del sentido espiritual, lo cual hace que algunos pasajes
de ellos sean más obscuros, porque son más trópicos y figurados; haré,
pues, la cita de la versión latina hecha del hebreo por el presbítero
Jerónimo, instruido en una y otra lengua.
16. Cuando este profeta rústico o hijo de rústicos arguye a los impíos, a
los soberbios, a los lujuriosos, y, por tanto, descuidadísimos de la caridad
fraterna, exclama diciendo: Ay de los que sois opulentos en Sión, y confiáis
en el monte de Samaria, Nobles, cabezas de los pueblos, los que entráis
pomposamente en la casa de Israel. Pasad a Calanna y contemplad, y
desde allí marchad a Emath la grande, y bajad a Geth la de los palestinos,
y a sus mejores reinos, por si el territorio de ellos es más dilatado que el
vuestro. Los que estáis separados para el día malo y os acercáis al solio de
la iniquidad. Los que dormís en lechos de marfil, y os holgáis
libidinosamente en vuestros aposentos, los que coméis el cordero del
rebaño y los novillos de en medio de la vacada; los que cantáis al sonido
del salterio. Juzgaron que, como David, tenían instrumentos musicales,
bebiendo el vino en tazas, y ungiéndose con el más precioso ungüento, y
permanecían impasibles ante el aplastamiento de José (Amos 6, 1-6). ¿Por
ventura aquellos que, teniéndose por sabios y elocuentes, desprecian a
nuestros profetas por indoctos e ignorantes del lenguaje, si hubieran
tenido que decir algo semejante y a semejantes hombres, hubieran
deseado decirlo de otro modo, sin querer ser tenidos por necios?
17. Porque, a la verdad, ¿qué más pueden desear unos prudentes oídos
que la locución transcrita? En primer lugar, ¡con qué ímpetu la invectiva
golpea los sentidos como adormecidos para que despierten. ¡Ay de los
que sois opulentos en Sión y confiáis en el monte de Samaría, Nobles,
cabezas de los pueblos, los que entráis pomposamente en la casa de Israel!
Después, para demostrar que eran ingratos a los beneficios de Dios que
les había dado un extenso reino, pues confiaban en el monte de Samaría
donde se adoraban los ídolos, dice: Pasad a Calanna y contemplad, y
desde allí marchad a Emath la grande, y bajad a Geth la de los palestinos,
y a sus mejores reinos, por si el territorio de ellos es más dilatado que el
vuestro. Al mismo tiempoque se dicen estas cosas, se adorna el discurso
como con antorchas con los nombres de los sitios de Sión, Samaría,
Calanna, Emath la grande y Geth de Palestina. Además los verbos que se
juntan a estos nombres se varían bellamente; sois opulentos, confiáis,
pasad, marchad, bajad.
19. Después reprende el placer desenfrenado del oído, cuando allí dijo:
Los que cantáis al sonido del salterio. Pero como la música puede
ejecutarse sabiamente por sabios, refrenando el ímpetu de la invectiva
con admirable primor de elocuencia, y hablando ya no con ellos, sino de
ellos, para enseñarnos a distinguir la música del sabio de la del lujurioso,
no dice los que cantáis al sonido del salterio, y pensáis como David tener
instrumentos de música; sino que habiéndoles dicho aquello que como
lujuriosos debían oír: Los que cantáis al sonido del salterio, también
indicó en cierto modo a otros la poca destreza de ellos, diciendo:
Juzgaron que, como David, tenían instrumentos musicales. Esas tres
sentencias se pronuncian mejor, si dejando en suspenso los dos primeros
miembros, se termina el período con el tercero.
CAPÍTULO VIII
22. Pero si hemos tomado por vía de ejemplo de los autores sagrados
algunos pasajes de elocuencia que se entienden sin dificultad, sin
embargo, de ningún modo se ha de pensar que debemos imitarlos en
aquellos pasajes que escribieron con útil y saludable obscuridad con el fin
de ejercitar y en cierto modo aguzar las mentes de los lectores y al mismo
tiempo quebrantar el fastidio y avivar el deseo de los que quieren
aprender; o también para ocultarlos a los ánimos de los impíos con el fin
de que se conviertan a la piedad o se aparten de los misterios. Aquéllos
hablaron de esta manera para que los sucesores que los entendieren y
explicaren rectamente hallasen en la Iglesia de Dios otra gracia, desigual
ciertamente, pero subsecuente a la de ellos. Luego los expositores de los
autores sagrados no deben hablar de tal modo que se propongan a sí
mismos, como si ellos debieran ser explicados con igual autoridad a la de
aquéllos; antes bien, en todos sus discursos han de procurar ante todo y
sobre todo que se les entienda, hablando en lo posible con tal claridad
que, o ha de ser muy rudo el que no entienda, o que en la dificultad y
sutileza de las cosas que pretendemos manifestar y explicar no sea
nuestra locución la causa de que pueda ser entendido menos y con más
tardanza.
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
POR QUÉ EL QUE INTENTA ENSEÑAR HA DE HABLAR CON CLARIDAD Y DE
MODO QUE AGRADE
CAPÍTULO XII
28. Mas si todavía lo ignoran, sin duda antes hay que enseñarlos que
moverlos. Y puede ser que con sólo conocer las cosas, de tal modo se
muevan, que ya no sea necesario recurrir a otros mayores esfuerzos de
elocuencia para moverlos. Sin embargo, esto último hay que hacerlo
cuando sea necesario, y no hay duda que lo es cuando, sabiendo lo que
hay que hacer, no lo hacen. Por eso se dijo que enseñar es de necesidad.
Los hombres pueden hacer o no hacer lo que saben, mas ¿quién dirá que
deben hacer lo que ignoran? Por esto, el persuadir o mover no es de
necesidad, porque no siempre es menester, cuando el auditorio da su
asentimiento al que enseña o al que deleita. Se dice que el mover es obra
de la victoria, porque puede suceder que se enseñe y se deleite, y, sin
embargo, no asienta el oyente. ¿Y de qué servirían en tal caso las dos
primeras diligencias de enseñar y deleitar, si falta esta tercera? Tampoco
el deleitar es de necesidad, ya que cuando en la oración se pone la verdad
de manifiesto, lo que pertenece al oficio de enseñar, no se hace por medio
del discurso ni se atiende a que deleite el discurso o la verdad, sino que
por sí misma, porque es verdad, deleita ya patente. De aquí nace que
muchas veces deleitan también las cosas falsas cuando se descubre y se
convence que lo son; no deleitan porque sean falsas, sino porque se
aclaró que eran falsas; deleita, pues, el raciocinio con el cual se demostró
esta verdad.
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
30. Tanto empeño han puesto los hombres en esta suavidad o amenidad,
que tantas y tan malas y torpes acciones, que han sido aconsejadas con
elocuencia extremada a los malos y torpes, las cuales no sólo no deben
hacerse, sino que deben huirse y detestarse, se leen y releen no con el fin
de imitarlas, sino únicamente para deleitarse con el estilo de ellas. Aleje
Dios de su Iglesia lo que de la sinagoga recuerda Jeremías, profeta,
diciendo: Cosas pavorosas y horrendas se han hecho sobre la tierra; los
profetas profetizaban iniquidades, y los sacerdotes aplaudieron con sus
manos, y mi pueblo amó esto mismo. ¿Y qué haréis en adelante? (Ier. 5,
30-31) ¡Oh elocuencia, tanto más terrible cuanto más pura, y tanto más
vehemente cuanto más sólida! ¡Oh hacha, que parte verdaderamente las
piedras! A un hacha dijo Dios mismo por este profeta que era semejante
su palabra, que habla por los santos profetas (Ier. 46, 22). Aparte, aparte
Dios de nosotros que los sacerdotes aplaudan a los que dicen cosas
inicuas, y que el pueblo de Dios ame esto mismo. Lejos de nosotros,
vuelvo a decir, tanta locura, porque ¿qué haríamos en lo venidero?
Concediendo que las cosas que se dicen se entiendan, deleiten y muevan
menos, no obstante díganse cosas verdaderas y justas y no se oigan con
agrado cosas inicuas, lo que no sucedería si no se dijeran con elegancia.
31. En un pueblo grave, como del que se dijo a Dios ante un pueblo grave
te alabaré (Ps. 34, 18), no es deleitable la afectada elocuencia, no ya la que
embellece las cosas inicuas, sino tampoco la que adorna con tan
espumoso ornato de palabras las buenas, pequeñas y caducas, cual no
engalanaría con majestad y decoro las grandes y estables. Algo de esto se
encuentra en una carta del beatísimo Cipriano, lo cual me parece que, o
sucedió casualmente, o se hizo de intento, para demostrar a la posteridad
qué lengua apartó de esta redundancia la pureza de la doctrina cristiana,
reduciéndola a una elocuencia más grave y modesta, cual es la que en sus
cartas posteriores con seguridad se ama, con veneración se apetece, pero
con mucha dificultad se alcanza. Dice, pues, en cierto lugar de la epístola
«vayamos a este asiento; la vecina soledad nos ofrece lugar de retiro,
donde trepando los vagabundos sarmientos con sus colgantes zarcillos
por los enrejados de cañas, han formado un emparrado pórtico con
bóveda de verdes pámpanos» (Cypr., Ad Donatum 1). No es posible
hablar de este modo, sino por una admirable y afluentísima fecundidad
de facundia, pero por la excesiva profusión desagrada a la gravedad.
Los que gustan de esta afluencia pomposa piensan sin duda que los que
no hablan así, sino más sobriamente, no es porque de intento lo eviten,
sino porque no pueden hacerlo. Por eso, este santo varón demostró que
podía hablar de aquel modo, como lo hizo en el citado lugar; y que no
quiso, porque jamás en adelante lo hizo.
CAPÍTULO XV
32. Ciertamente este nuestro orador, cuando habla cosas justas, santas y
buenas, y no debe hablar otras, ejecuta aldecirlas cuanto puede para que
se le oiga con inteligencia, con gusto y con docilidad. Pero no dude que si
lo puede, y en la medida que lo puede, más lo podrá por el fervor de sus
oraciones que por habilidad de la oratoria. Por tanto, orando por sí y por
aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de
peroración. Cuando ya se acerque la hora de hablar, antes de soltar la
lengua una palabra, eleve a Dios su alma sedienta para derramar lo que
bebió y exhalar de lo que se llenó. Pero, como de cada tema que deba ser
tratado conforme a la fe y a la caridad haya muchas cosas que decir y
puedan expresarse de modos muy diferentes por aquellos que las saben,
¿quién se dará cuenta perfecta de lo que conviene se diga por nosotros y
se oiga por el auditorio en el momento de la locución, sino Él que conoce
los corazones de todos? ¿Quién es el que hace que digamos lo que
conviene y como conviene, sino Aquel en cuyas manos estamos nosotros
y nuestras palabras? (Sap. 7, 16). Por tanto, el que quiere saber y enseñar
aprenda todas las cosas que deben ser enseñadas. Adquiera el arte de
decir que conviene al orador sagrado, pero, al tiempo mismo de hablar,
piense que a una mente buena le conviene más lo que dice el Señor: No
queráis pensar qué o cómo habléis; porque se os dará en aquella hora lo
que hayáis de hablar, pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu
del Padre que habla en vosotros (Mt. 10, 19-20). Pues bien, si el Espíritu
Santo habla en aquellos que son entregados a sus perseguidores por amor
a Cristo, ¿por qué no ha de hablar también en aquellos que entregan a
Cristo a sus oyentes?
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
41. Pues bien, debemos confesar que este adorno de estilo que se hace
con cláusulas cadenciosas falta en nuestros autores sagrados. Que esto
sea debido a los traductores, o que fueron los mismos autores los que de
intento evitaron estas locuciones de aplauso, aunque lo juzgo más cierto,
no me atrevo a afirmarlo, pues confieso que lo ignoro. Lo que sé es que si
algún perito en esta armonía compusiera las cláusulas de nuestros
autores conforme a las reglas de la misma armonía, lo que fácilmente se
hace cambiando algunas palabras que significan lo mismo, o mudando el
orden en que se hallan, conocería que ninguno de aquellos primores que
aprendió como cosas grandes en las escuelas de los gramáticos o
retóricos, faltan en los escritos de aquellos divinos varones. Es más,
encontrará muchos géneros de locución de tanta belleza, que siendo
sobremanera bellos en su propia lengua, también lo son en la nuestra, de
los que no hallará rastro en los escritos de los gramáticos de quienes tan
vanamente se ufana. Pero se ha de evitar que al añadir armonía a estas
sentencias divinas y graves se les disminuya de peso. Tampoco aquel arte
de la música, donde se aprende de modo completo esta armonía, faltó en
nuestros profetas de tal suerte que Jerónimo, varón doctísimo, cita versos
de algunos, en hebreo únicamente (Hier., Prologus in Iob), y no los
tradujo de aquel idioma por conservar mejor la verdad de las palabras
originales. Yo, expresando mi pensamiento, el que sin duda conozco
mejor que otros, y también mejor que el de otros, digo que así como en
mi estilo no dejo de usar de números o cadencias de cláusulas en cuanto
que juzgo que puede hacerse con moderación, así me agrada mucho más
en nuestros autores encontrarlos en ellos rarísima vez.
44. Aunque toda la carta a los Gálatas está escrita en estilo sencillo, a
excepción de lo último donde emplea el moderado, sin embargo, inserta
en cierto lugar un pasaje con tal afecto de ánimo que, a pesar de no tener
tales adornos que existen en aquellos que acabamos de citar, no pudiera
decirse sino en estilo elevado: Observáis, dice, los días, los meses, los años
y los tiempos. Temo que haya trabajado en vano en vosotros. Haceos como
yo, pues yo me hice como vosotros, oh hermanos, os lo ruego. En nada me
habéis agraviado. Sabéis que en la debilidad de la carne os evangelicé ha
tiempo y no despreciasteis ni desechasteis vuestras pruebas en mi carne,
sino que me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Jesucristo. ¿Qué se
hizo de vuestra alegría? Os doy testimonio que si hubiera sido posible os
hubieseis sacado los ojos y me los hubieseis dado. Luego, ¿predicándoos la
verdad me he hecho vuestro enemigo? Tienen celo por vosotros, pero no
bueno, sino que quieren separaros de mí, para que tengáis celo por ellos.
Bueno es emular siempre lo bueno y no sólo cuando estoy yo presente entre
vosotros. Hijitos míos, a quienes de nuevo doy a luz hasta que se forme
Cristo en vosotros. Quisiera estar ahora entre vosotros y cambiar mi voz,
porque estoy perplejo acerca de vosotros (Gal. 4, 10-20). ¿Acaso en este
pasaje se hallan antítesis, es decir, se oponen contrarios a contrarios, o se
enlazan los pensamientos con alguna gradación, o aparecen incisos,
miembros o períodos? Y, sin embargo, no por eso se entibia el gran
afecto con que sentimos que hierve el discurso.
CAPÍTULO XXI
45. Estos pasajes apostólicos, de tal modo son claros, que son al mismo
tiempo profundos. Por esto, cuando se hallan escritos o se han aprendido
de memoria, requieren no sólo un lector u oyente, sino también un
expositor, si alguno busca la profundidad y no quiere contentarse
únicamente con la corteza de la letra. Por lo cual, veamos estos tres
géneros de estilo en aquellos que con la lectura de los libros inspirados
adelantaron en la ciencia de las cosas saludables y divinas y la
comunicaron a la Iglesia. El bienaventurado Cipriano, en el libro en que
trata del «sacramento del cáliz» usa del estilo llano. Allí resuelve la
cuestión sobre la que se pregunta si el cáliz del Señor debe contener agua
sola, o mezclada con vino. Pero es preciso que pongamos por vía de
ejemplo algo de él. Después de empezada la carta, cuando comienza a
resolver la cuestión dice: «Has de saber que estamos advertidos que en el
ofrecimiento del cáliz se observa la tradición del Señor, y que no hemos
de hacer nosotros sino lo que primero hizo el Señor por nosotros, a
saber, que el cáliz que en memoria suya se ofrece, se ofrezca mezclado
con vino. Pues, diciendo Cristo yo soy la vid verdadera (Io. 15, 5), no es el
agua sino el vino la sangre de Cristo, ni puede parecer que se halla en el
cáliz su sangre con la que fuimos redimidos y vivificados si falta el vino
del cáliz, con que se muestra la sangre de Cristo, que es anunciada por el
sacramento y testimonio de todas las Escrituras. Así hallamos en el
Génesis que esto mismo se anticipó en el suceso misterioso de Noé y que
existió igualmente allí una figura de la pasión del Señor en aquello de que
bebió vino y se embriagó, que se desnudó en su casa, que se recostó con
los muslos desnudos y al descubierto, que la desnudez del padre fue dada
a conocer por el hijo segundo, y cubierta por el mayor (Gen. 9, 20-23), y
todo lo demás que se dice y que no es necesario estamparlo, por ser
suficiente únicamente deducir que Noé, mostrando una figura de la
verdad venidera, no bebió agua sino vino; y de este modo expresó la
imagen de la pasión del Señor. Asimismo en el sacerdote Melquisedec
vemos prefigurado el sacramento del Señor conforme lo atestigua la
divina Escritura diciendo: Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino.
Pues fue sacerdote del Altísimo Dios, y bendijo a Abraham (Gen. 14, 18);
que Melquisedec era imagen de Cristo, lo declara el Espíritu Santo en el
salmo, al decir al Hijo en persona del Padre: Antes del lucero te engendré.
Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec (Ps. 109, 4)»
(Cypr., ep. 63, 2-4). Todo esto y lo restante de esta carta guarda el estilo
sencillo, como fácilmente lo pueden advertir los que la lean.
50. San Ambrosio, dirigiéndose a las mismas dice: «De aquí nacen los
incentivos de los vicios, pues, cuando se pintan la cara con colores
postizos por temor de no agradar a los hombres, traman con el adulterio
del rostro el adulterio de la castidad. ¡Cuánta locura no es pretender
cambiar el semblante natural buscando otro pintado! Mientras recelan
del juicio que de su belleza pueden dar sus maridos, traicionan el suyo
propio. La primera que contra sí pronuncia sentencia es la que desea
cambiar el color natural, porque mientras intenta agradar a otros, ella
primeramente se desagrada a sí misma. ¿Qué juez más veraz, oh mujer,
buscaremos de tu fealdad que a ti misma, que temes ser vista? Si eres
hermosa, ¿por qué te escondes? Si fea, ¿por qué te finges hermosa, si no
has de tener el consuelo de engañarte a ti misma, ni al conocimiento de
nadie? Tu marido ama de este modo a otra, y tú quieres agradar a otro;
no te irrites, pues, si ama a otra, porque en ti aprendió a adulterar. Mala
maestra eres de tu agravio. Rehúye ser alcahuete aun la misma que toleró
al alcahuete, y por vil que sea una mujer, para sí misma peca, no para
otro. Casi son más tolerables los crímenes de adulterio pues allí se
adultera la honestidad, aquí la misma naturaleza» (Ambr., De virginibus
1, 6, 28). A mi parecer, bastante claro se ve que, con esta arrebatadora
elocuencia, se excita a las mujeres al pudor y al temor para que no
adulteren con afeites su cara. Por eso reconocemos que este estilo de
elocuencia no pertenece al sencillo ni al moderado, sino al sublime. Estos
tres modos de hablar pueden encontrarse en muchos escritos y dichos no
sólo de estos dos que entre todos quise poner por vía de ejemplo, sino
también en otros varones eclesiásticos que han dicho cosas buenas y
bien, es decir, que las han dicho con agudeza, con elegancia y con
vehemencia conforme pedía el asunto, y que pueden servir a los
estudiosos para connaturalizarse con ellos leyéndolos y oyéndolos con
frecuencia, uniendo a esto el ejercicio de imitación.
CAPÍTULO XXII
51. Nadie piense que el mezclar esta clase de estilos sea opuesto a las
reglas de la retórica; es más, siempre que pueda convenientemente
ejecutarse, se ha de variar la dicción con las tres clases de estilos. Pues,
cuando se alarga el discurso en un solo estilo, conserva al auditorio
menos atento. En cambio, si se pasa de uno a otro, aun cuando se
prolongue el discurso, continúa más bellamente, si bien es verdad que
cada clase tiene sus propias variantes en el discurso de los elocuentes, por
las que se impide que languidezca y se entibie la atención de los oyentes.
Sin embargo, más fácilmente puede tolerarse por largo tiempo el estilo
sencillo solo, que el elevado. Porque, cuanto más debe ser excitada la
emoción de los ánimos para que preste asentimiento el oyente, tanto
menos tiempo se le puede tener en esta tensión, una vez que fue excitada
lo conveniente. Por tanto, se ha de evitar que no decaiga el ánimo de
donde por la excitación había sido elevado, al querer levantarle más alto
de lo que estaba elevado. Pero mezclando el estilo sencillo en algunas
cosas que deben decirse, se vuelve bien a las que hay necesidad de decir
con el sublime, para que así el ímpetu de la dicción vaya alternando
como el flujo y reflujo del mar. De donde se sigue que el estilo elevado, si
ha de prolongarse por mucho tiempo, no debe usarse solo en él, sino
variándole con la intercalación de los otros dos géneros. Mas el discurso
completo llevará el nombre del estilo que en él prevalece.
CAPÍTULO XXII
52. Importa saber qué género se mezcla con otro, o cuál deba emplearse
en determinados y precisos lugares. En el género elevado, siempre o casi
siempre, conviene que el principio sea de estilo moderado, quedando al
arbitrio del orador el decir no pocas cosas en estilo sencillo, aun de las
que pudiera decir en estilo elevado, a fin de que así las cosas que se dicen
en estilo sublime aparezcan, en comparación con las otras, mucho más
elevadas y se truequen en más luminosas con las sombras de aquéllas. En
cualquiera clase de estilo donde haya que resolver las dificultades de
algunas cuestiones, es necesario echar mano de la claridad y agudeza de
ingenio, lo que es peculiar y reclama para sí el estilo sencillo. Por eso, se
ha de usar de este género en los otros dos géneros cuando en ellos, por
incidencia, ocurran algunas de estas cuestiones; al parigual, es necesario
emplear o intercalar el moderado, en cualquier otro género que ocurra
alguna cosa digna de ser alabada o vituperada, siempre que allí no se
trate de condenar y absolver a alguno ni de exigir a cualquiera el
asentimiento para obrar. Luego en el estilo sublime tienen su asiento
propio los otros dos géneros, igualmente que en el sencillo. Sin embargo,
el moderado necesita no siempre, pero sí algunas veces, el sencillo; si,
como dije, se presenta alguna cuestión cuyo nudo es necesario soltar, o
cuando algunas cosas que pueden ser adornadas no se adornan sino que
se dicen en estilo sencillo para que sirvan como de boceles o pedestales
que hagan resaltar más los adornos. En cambio, el estilo moderado no
exige el sublime, ya que se emplea para recrear, no para mover los
ánimos.
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
55. De lo cual se deduce que lo que intentaban conseguir los otros dos
géneros es lo más necesario para los que desean hablar sabia y
elocuentemente. Mas lo que se pretende con el estilo moderado, a saber,
que la elocuencia misma deleite, no se ha de intentar precisamente sólo
por él, sino que por el mismo placer del discurso se determine a obrar
más prontamente o se adhiera la mente más tenazmente a las cosas que
honesta y útilmente se dicen, si los oyentes no necesitan de un discurso
que mueva o enseñe por estar ya enterados y conmovidos. Como el oficio
general de la elocuencia es, en cualquiera de estos tres géneros, hablar
aptamente para persuadir, y el fin es persuadir con la palabra lo que se
intenta, en cualquiera de estos tres géneros, habla sin duda el elocuente
como conviene para persuadir, pero, a no ser que persuada, no consigue
el fin de la elocuencia. Persuade el orador en el estilo sencillo, que es
verdad lo que dice; persuade en el sublime para que se hagan las cosas
que se conocen deben ser hechas y no se ponen en práctica; persuade en
el moderado, que habla bella y elegantemente; pero ¿qué necesidad
tenemos de este fin? Deséenle los que se glorían de su buen lenguaje y se
jactan en los panegíricos y en otros semejantes discursos, donde no se
trata de enseñar ni de mover a obrar, sino únicamente de deleitar al
oyente. Nosotros ordenamos este fin a otro fin, es decir, que lo que
pretendemos hacer cuando empleamos el elevado, esto mismo lo
pretendemos en éste, a saber, que se amen las buenas costumbres y se
eviten las malas; a no ser que los hombres se hallen tan alejados de este
modo de obrar que sea preciso urgirlos a obrar con el estilo elevado; o si
lo hacen, para que lo ejecuten con más interés y perseveren en ello más
firmemente. Así se logra el que usemos del adorno del estilo moderado
no con jactancia, sino con prudencia, no contentándonos con su propio
fin que es únicamente deleitar al oyente, sino procurando más bien que
este fin sirva de medio para ayudar al bien que intentamos persuadir.
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
59. Para que al orador se le oiga obedientemente, más peso tiene su vida
que toda cuanta grandilocuencia de estilo posea. Porque el que habla con
sabiduría y con elocuencia, pero lleva vida perversa, enseña sin duda a
muchos que tienen empeño en saber, aunque para su alma, es inútil (Sir.
37, 22), según está escrito. Por eso también dijo el Apóstol: Siendo Cristo
anunciado, no importa que sea por fingimiento o por celo de la verdad
(Phil. 1, 18). Cristo es la verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la
verdad con lo que no sea verdad, es decir, pueden predicarse las cosas
rectas y verdaderas con un corazón depravado y falaz. De este modo es
Jesucristo anunciado por aquellos que buscan su propio interés y no el de
Jesucristo. Mas como los verdaderos fieles no oyen con sumisión a
cualquiera clase de hombres, sino al mismo Señor que dice: Haced lo que
dicen, mas no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen, por eso oyen
útilmente a los que no obran con utilidad. Procuran buscar sus intereses,
pero no se atreven a enseñar sus procederes, a lo menos desde el alto
puesto de la cátedra eclesiástica, que ha fundado la sana doctrina. Por eso
el mismo Señor antes que dijese de estos tales lo que acabo de
conmemorar, había dicho: Sobre la cátedra de Moisés se sentaron (Mt. 23,
2-3). Luego aquella cátedra, que era de Moisés, mas no de ellos, les
obligaba a pronunciar cosas buenas aun a los que no las hacían.
Ejecutaban en su vida obras suyas, pero la cátedra ajena no les permitía
enseñarlas.
CAPÍTULO XXVIII
61. Un orador que posee tales cualidades, para que se le oiga con
obediencia, habla con toda razón no sólo en estilo sencillo y moderado,
sino también en el sublime, por no vivir despreciablemente. Porque, de
tal suerte elige la vida buena, que al mismo tiempo no descuida la buena
fama, sino que, en cuanto puede, provee al bien delante de Dios y de los
hombres (2 Cor. 8, 21), temiendo a Dios y mirando por el bien de los
hombres. En su mismo sermón, ha de querer agradar más con la doctrina
que con las palabras, y ha de juzgar que sólo habla mejor cuando dice la
verdad, sin consentir que el orador sea un mero lacayo de las palabras,
sino que las palabras sirvan al orador. Esto es lo que dice el Apóstol: No
en sabiduría de palabras, no sea que quede vacía la cruz de Jesucristo (1
Cor. 1, 17). Para esto sirve también lo que dice a Timoteo: No disputes
con palabrería, pues no sirve para nada, sino para trastornar a los oyentes
(2 Tim. 2, 14). Mas esto no se dijo de tal modo que al combatir los
enemigos la verdad nos callemos nosotros sin salir en su defensa, pues
entonces, ¿a dónde queda lo que entre otras cosas dice cuando expone lo
que el obispo debe ser, a saber, que sea poderoso en la sana doctrina, y
replique a los que la contradicen? (Tit. 1, 9). Contender en palabras es no
procurar que la verdad venza al error, sino que tu lenguaje se prefiera al
del otro. Ahora bien, el que no contiende por palabras, ya hable con
estilo sencillo, moderado o sublime, lo que intenta es que la verdad se
patentice, que la verdad deleite, que la verdad conmueva; porque ni aun
la misma caridad que es el fin del precepto y la plenitud de la ley (Rom.
13, 10; 1 Tim. 1, 5), puede ser en modo alguno recta, si las cosas que se
aman no son verdaderas, sino falsas. Así como el que tiene el cuerpo
hermoso y el alma fea es más digno de que se le compadezca que si
tuviera también el cuerpo feo, de igual modo los que hablan
elocuentemente cosas falsas son más dignos de conmiseración que si
hablasen tales cosas chabacanamente. ¿Qué es, pues, hablar no sólo con
elocuencia, sino también con sabiduría, sino emplear palabras adecuadas
en el estilo llano, brillantes en el moderado y vehementes en el sublime,
pero aplicadas siempre a cosas verdaderas que convengan ser oídas? El
que no pueda las dos cosas diga con sabiduría lo que no pueda decir con
elocuencia, antes que decir con elocuencia lo que no dice sabiamente.
CAPÍTULO XXIX
Y si ni aun esto puede, viva de tal modo que no sólo granjee para sí el
premio divino, sino que también sea ejemplo para otros, siendo de esta
manera su modo de vida como la exuberancia de su elocuencia.
62. Hay algunos que pueden muy bien declamar, pero son incapaces de
componer lo que han de decir. Por lo tanto, si éstos, al tomar lo que sabia
y elocuentemente fue escrito por otros, lo aprenden al pie de la letra y lo
declaman al pueblo, no obran mal representando este papel. Pues de esta
manera se constituyen muchos predicadores de la verdad y no muchos
maestros, lo que sin duda es cosa útil, pero siempre que todos digan lo
mismo del único y verdadero Maestro, y no haya división entre ellos (1
Cor. 1, 10). Estos no se han de aterrar por las palabras del profeta
Jeremías, por quien Dios reprende a los que usurpaban las palabras de su
prójimo (Ier. 23, 30). Porque los que hurtan toman lo ajeno, mas la
palabra de Dios no es ajena para los que la obedecen. Más bien el que
habla con palabras ajenas es el que habla bien y vive mal, pues todas las
cosas buenas que dice parecen extraídas de su propio ingenio, pero son
ajenas a sus costumbres. El Señor dijo que robaban sus palabras los que
intentaban aparecer buenos hablando las cosas de Dios, siendo en
realidad malos haciendo las obras de ellos. Pero si bien reflexionas, éstos
no dicen las cosas que dicen, porque ¿cómo dirán con palabras lo que
niegan con obras? No en vano el Apóstol dijo de éstos: Confiesan que
conocen a Dios, pero lo niegan con hechos (Tit. 1, 16). Luego ellos en
cierto sentido lo dicen y en otro cierto sentido no son ellos los que lo
dicen, y lo uno y lo otro es verdadero, como lo dice la misma Verdad.
Pues hablando de los tales dice: Las cosas que dicen hacedlas; las que
hacen, no las hagáis; es decir, haced lo que oís de su boca, mas lo que veis
en sus obras no lo hagáis, pues dicen y no hacen (Mt. 23, 3). Luego,
aunque no lo hagan, sin embargo lo dicen. Pero reprendiendo a éstos en
otro lugar: Hipócritas, les dice, ¿cómo podéis hablar cosas buenas siendo
malos? (Mt. 12, 34). Por lo tanto, las cosas buenas que dicen cuando las
dicen, no son ellos los que las dicen, porque con su voluntad y con sus
obras niegan lo que dicen. De aquí se deduce que, si un hombre
elocuente y malo compone un sermón en el que se anuncia la verdad, el
cual ha de ser predicado por otro no elocuente pero bueno, se verifique
entonces que el uno da lo que era ajeno de él, y el otro recibe del ajeno lo
suyo. Mas cuando los buenos fieles prestan este trabajo a otros buenos
fieles, ambos dicen cosas propias de ellos, porque Dios, de quien son las
cosas que dicen, es igualmente de ellos y hacen suyas las cosas que no
pudieron componer los que viven con arreglo a ellas.
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
64. Este libro ha salido más extenso de lo que quería y pensé. Pero, para
el oyente o lector que le resulte grato, no es largo. Al que le sea largo,
léalo por partes, si quiere conocerlo. El que tiene pereza por conocerlo no
se queje de su extensión. Yo doy gracias a Dios por haber tratado en estos
cuatro libros, según mi poca capacidad, no sobre lo que yo soy, pues me
faltan muchas cualidades para orador, sino sobre lo que debe ser el que se
dedica a trabajar en la sana doctrina, es decir, en la cristiana, no sólo para
sí, sino también para otros.