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Se ha aducido este dato para defender que la presión fiscal en España todavía tiene posibilidades de ser incrementada, para

llegar hasta la media


europea.

Contra tal argumento se han defendido dos posiciones complementarias. De una parte, se ha hecho uso del índice de Frank, para poner de
manifiesto que el esfuerzo fiscal de los contribuyentes españoles, como los portugueses o los griegos, no es inferior al de otros europeos, cuando
se pondera la presión fiscal con el producto per cápita del país; y que, cuando se toma en cuenta este factor, se observaría cómo nuestro país
presenta un índice superior de esfuerzo tributario al detectado en Francia, Alemania o Austria.

De otra, se ha señalado que, en el caso de España, la presión fiscal ha aumentado a un ritmo muy superior al de los demás países europeos, por la
sencilla razón de que su nivel de partida era muy bajo, y que este crecimiento rápido ha causado efectos muy negativos sobre las decisiones de
los agentes económicos, en materias tales como el ahorro, el esfuerzo laboral, la adopción de riesgos o la inversión privada. 4) Un último dato
relevante que se desprende del contenido de la Tabla 1.3 se refiere a la situación de déficit o superávit de las cuentas públicas de los distintos
países miembros de la Unión.

En trabajos anteriores he puesto de manifiesto la incapacidad de los diferentes estados para liquidar su presupuesto de un modo equilibrado. Ello
se comprobaba no sólo por los datos de déficit sobre PIB, sino, sobre todo, por las cifras de la deuda acumulada sobre el PIB. En efecto, esta
última cifra señalaba las consecuencias de haber ido acumulando, ejercicio tras ejercicio, un déficit en las cuentas del sector público, de tal modo
que la deuda que se ha ido acumulando había llegado a representar en algunos casos una cifra verdaderamente extraordinaria.
Piénsese, en ese sentido, que, en 1997 Bélgica debía el 126,7% del PIB e Italia un 122,4% de su producción total de bienes y servicios. No es de
extrañar que el problema del déficit público y de su control hubieran adquirido el protagonismo que tenía en la segunda mitad de los años 90, y
que se propusieran, incluso, la adopción de una reforma constitucional que obligara al sector público a la moderación de sus gastos y a liquidar el
presupuesto en equilibrio. Tales normas de autolimitación se imponen a los miembros de la Unión Monetaria a través del Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, y los datos de 2007, por ejemplo, demostraban los efectos positivos que había tenido en el nivel de déficit público y de
endeudamiento acumulado.

Dentro de ellos se podía hacer notar el caso de España que llego a cerrar sus cuentas en superávit los ejercicios de 2005, 2006 y 2007.
Paralelamente, se apreció en ese periodo una paulatina disminución de la deuda acumulada.

La crisis económica que sufrieron las economías occidentales a partir de 2008 cambiaron las cosas sustancialmente con una reaparición de los
déficits que alcanzaron cifras importantes. Ello se debió no solo a la reducción de ingresos al contraerse la actividad económica sino también a la
presión sobre los gastos públicos (pagos por desempleo por citar el ejemplo más evidente).

En más de un país se supera, durante 2009, el 10% de déficit sobre PIB y además la situación no mejora sustancialmente en los ejercicios
siguientes, cuando por ejemplo Irlanda alcanza un nivel del 30,6% sobre el PIB.

Esto explica porqué pese a los esfuerzos de consolidación fiscal que se han llevado a cabo, las cifras de deuda acumulada sean particularmente
altas en aquellos países como Grecia, Portugal, Irlanda, Italia, España y Francia, donde el déficit fue particularmente elevado (algo
asimismo observable en el caso del Reino Unido y de los Estados Unidos).

Nuestro país refleja la evolución que acabamos de describir, en 2008 se trunca la serie de tres años liquidados con superávit y se alcanza un
déficit del 4,5% sobre PIB, que se acrecienta en 2009 (11,1%) se mantiene en cifras muy altas durante los años 2010 y 2011 (9,6% en ambos) y
llega hasta el 10,6% en 2012.

A partir de ese ejercicio se logra una senda de reducción paulatina del déficit (7,1 en 2013, 5,5 previsto para 2014, y 4,5 para 2015) debido al
esfuerzo realizado por la sociedad española tanto en materia de ingresos (elevación tanto de la imposición directa como de la indirecta) y de
gastos (recortes importantes en todas las partidas sobre las que el ejecutivo tenía capacidad de acción). A pesar de la mejora en las cifras de
déficit, la persistencia de éste (y su cuantía en los años citados) explican sin dificultad alguna el aumento extraordinaria de la deuda acumulada,
que se estima que alcanzará en 2015 el 111,5% del PIB
VI. EL PAPEL DEL SECTOR PÚBLICO EN LA REDISTRIBUCIÓN: JUSTIFICACIÓN Y MEDIOS

A. LA JUSTIFICACIÓN TEÓRICA DEL PROCESO REDISTRIBUTIVO


Aunque las perspectivas ofrecidas por los economistas, en esta materia, son muy variadas, trataremos de presentar, tan sólo, las que nos parecen
más relevantes. En esta dirección comentamos, brevemente, las opiniones sustentadas por STUART MILL, NOZICK y RAWLS.

El planteamiento de STUART MILL parte de la observación de las enormes diferencias sociales existentes en la Gran Bretaña del siglo XIX.
Estas desigualdades, inaceptables moralmente, le llevan a afirmar que si se trata de elegir entre ese tipo de sociedad y el comunismo, todas las
deficiencias o dificultades de éste último sistema no harían inclinar la balanza del otro lado. Sin embargo, en opinión del autor británico, la
elección no debe plantearse, necesariamente, entre capitalismo y comunismo, sino que el primero de los sistemas puede incorporar reformas que
le permitan subsistir. Entre ellas, la reforma en la distribución de la propiedad y de los ingresos resulta particularmente urgente, y, además
generará efectos beneficiosos para el conjunto.

La conclusión citada al final del párrafo anterior se entiende mejor, cuando consideramos que la argumentación utilizada por STUART MILL se
basa en las nociones de utilidad total y utilidad marginal. La persona que obtiene ingresos observa que su satisfacción aumenta, pero lo hace a un
ritmo cada vez más lento, o en los citados términos de utilidad, el valor total es creciente, pero el marginal es decreciente.

Imaginemos, entonces que en la sociedad hay dos grupos de personas, unos, ricos, con un nivel de utilidad muy alto, y otros, pobres, con una
utilidad total muy baja. Si le quitamos un poco de renta a los primeros para dársela a los segundos, el sacrificio sufrido, en términos de utilidad
marginal perdida, es muy inferior al beneficio percibido, en utilidad marginal ganada. En conjunto, el nivel de bienestar total de la sociedad
habrá aumentado como consecuencia de la redistribución realizada.
Llevando hasta sus últimas consecuencias la argumentación, es fácil comprobar que el nivel máximo de satisfacción social, o, si se quiere, de
bienestar, se alcanzará cuando todos los individuos tengan el mismo nivel de renta, pues se habrán agotado todas las posibilidades de ganancia
en el bienestar colectivo.

No resulta extraño, entonces, que STUART MILL afirme que su programa sea revolucionario.

El segundo planteamiento al que hacíamos referencia es el seguido por NOZICK, quien niega al sector público cualquier prerrogativa para privar
a unos ciudadanos de sus ingresos para entregárselos a otros. El monopolio de la violencia es concebido como procedente de una evolución en el
propio mercado de servicios de seguridad, mercado que aparece para salvaguardar los derechos de propiedad de los ciudadanos. Esta forma de
originarse impide que el monopolio de la violencia se utilice para que se les prive de ellos. Por eso, del mismo modo que este monopolio nace de
la voluntad de los individuos, expresada en el mercado, sólo una voluntad unánime de éstos puede justificar cualquier redistribución de los
recursos.

Dicho en otros términos, el sector público puede actuar cuando mejore la situación de algún miembro de la colectividad, sin empeorar la de
ningún otro.

Si limitamos el campo de intervención pública a aquellos casos que obtengan un consenso unánime, las posibilidades de acción redistribuidora
son nulas en el caso de posiciones iniciales que sean óptimos en el sentido de Pareto, pues recordemos que un óptimo de Pareto es aquella
situación en la que no podemos mejorar la posición de un individuo, sin empeorar la de otro. Si el mercado, en condiciones de competencia
perfecta, nos acerca a situaciones de óptimo de Pareto, el papel redistributivo del sector público es imposible.

Por último, debemos hacer referencia al análisis de esta cuestión tal y como fue planteada por RAWLS, para quien resulta imposible desvincular
las actitudes sobre la redistribución de las posiciones iniciales de renta de cada uno de los individuos. En efecto, si exigimos una votación
unánime para llevar adelante un proceso de reparto, nos encontraremos con el veto efectivo de quienes, al poseer un alto nivel de ingresos se
verán perjudicados en el proceso. Si nos basta el voto mayoritario, y los que perciben un nivel de ingresos más bajo constituyen un número
superior a los privilegiados, los sistemas electorales garantizarán que se lleve a cabo esa redistribución.

Estas dificultades llevan a RAWLS a plantear el problema, como si pudiera suscitarse antes de conocer cuál será nuestra posición en la sociedad.
Imaginemos que preguntamos a los diversos individuos qué regla de distribución aceptarían, antes de conocer cuál será su futuro, o como dice el
propio autor, bajo el velo de la ignorancia. En estas circunstancias, ninguno puede excluir que le corresponda ocupar la peor posición posible en
la escala social o económica, y, por tanto, propondrá, en su propio interés, que se ayude al máximo a quien se encuentre en la peor situación. A
esta propuesta, que todos aceptarían unánimemente, se le denomina criterio maximin.

Es importante resaltar que el acuerdo unánime no procede de una aplicación de principios de solidaridad, ni de que en las preferencias de los
individuos se encuentre, como algo deseable, una mayor igualdad; sino que es una simple consecuencia de la búsqueda del propio interés.

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