Está en la página 1de 2

Yo vivo sola y tengo 62 años.

Lo primero que sentí con la cuarentena era que debía transitar la


soledad de otra manera. Lo segundo, que debía verme desde una fragilidad que yo no sentía
mía. La soledad era para mí, antes que nada, ausencia de pareja (quedé viuda hace siete años),
pero no de familia, no de amigas ni de amigos; ni de un montón de trabajo, escritos, colegas,
alumnos, tareas, proyectos. Todo ese andamiaje que hace que vivir, incluso después de una
pena inmensa, sea hermoso, productivo, feliz. Todo eso es como si se fuera desnudando cada
día. No hay voces, nadie llega a casa, no tengo ninguna urgencia. Despertarme no es ya pensar
si tengo tiempo para desayunar o no, si la mañana será de mucho trabajo o no, si tendré que
enfrentar un conflicto o no. Despertarme es volver a vestirme de soledad. No lo rechazo,
aunque padezco sus efectos: estoy persuadida de su necesidad. He tratado de vivirme y vivir la
soledad desde esa dimensión de los vínculos que se llama responsabilidad social. La vida
privada transcurre en soledad, pero es parte activa y esperanzada en la posibilidad de vida
para todos. Lo hace para que quepa la vida de todos aquellos a quienes el aislamiento
impedirá su contagio, su sufrimiento, tal vez su muerte. Yo creo que eso es reafirmar nuestra
pertenencia a una sociedad y nuestra decisión a favor de ella.

Desde ese convencimiento, me levanto muy temprano. Rezo, como si con ello comenzara a
respirar. Escribo algo en las redes, para ayudarme a sentir que la vida es una experiencia
compartida, para no sentirme ahogada por las palabras que no puedo decir a nadie. Escribir es,
para mí, mi decisión de esperanza. Bendigo una pared llena de las fotos de mi familia, a cada
una de mis hijas y yernos, a cada uno de mis nietos; a mi madre y mis hermanos y sus hijos. A
la noche, agradezco a Dios por su salud y su vida. Me comunico con los que amo. La
cuarentena no ha disuelto mis vínculos: les ha cambiado la forma y el modo. Pero están allí,
vivos, fuertes, con inmenso afecto. No temo perderlos, no desconfío del amor. Cuido los
perros, cuido las plantas: necesito sentir que hay vida alrededor de mi vida y no sólo amenazas
de muerte. Trato de extremar la atención lúcida, no sólo a noticias, sino a las reflexiones que
se están haciendo. Pienso, en medio de la incertidumbre y los vaivenes del desasosiego.
Preparo clases. Es mi obligación social y política como intelectual. Es mi forma de obrar a favor
de todos.

Lo segundo, que me ha impactado más que lo primero, es tener que verme frágil, un cuerpo
frágil, una vida frágil. No puedo sentirme así: nunca he puesto mi fuerza en ello. La he puesto
en mis decisiones, en la exigencia de lucidez, en el amor, en el inmenso manantial de vida que
es para mí Dios. Me cuesta mucho leer las preguntas y las acciones sobre la gente mayor,
sobre todo en políticos europeos o norteamericanos, no en los nuestros: la pregunta sobre en
qué momento habrá que dar más valor al declive económico que a la vida y permitir que los
ancianos mueran o pedírselos incluso; la decisión de dejarlos en los geriátricos para que
mueran allí; la propuesta de acelerar el contagio para que la población se inmunice y vuelva a
ser una fuerza productiva, aunque eso suponga la muerte de los más frágiles; la afirmación de
que esto es una guerra y hay que preferir a los que tienen más probabilidades de vida. Cosas
así. Cualquiera de nosotros, creo yo, entregaría su vida por una hija, un nieto o nieta. Pero eso
es una cosa y otra, sentir que nuestra vida o la de nuestros padres ancianos es un fardo que
hay que soltar. Lo dicen en nuestros oídos, con una crueldad implacable. Eso no sé desde
dónde vivirlo.

A todos, creo, el corona virus nos ha caído como un alud que desprende la ladera y echa a
rodar todo; o como una inmensa ola que se ha roto sobre nuestro cuerpo y nos ha llevado a un
lugar desde donde no sabemos cómo volver y sólo sentimos que las olas nos succionan. De ahí
esa cantidad de conductas impensables, que tienen que ver con nuestras identidades sociales
y políticas previas: la pretensión de privilegios, el incumplimiento de la ley, la escasa o nula
importancia dada a la posibilidad de acarrear riesgos fatales a la población de un país y
colapsar su sistema sanitario por la aceleración del contagio, la indiferencia política o su
beligerancia feroz. Identidades que no podían desplazarse, sin advertir que la vida es el
supuesto de todas ellas y que esto se trata de eso: de la vida colectiva, supuesto de la
coexistencia política; de la imposibilidad de la supervivencia individual o por privilegio
socioeconómico. Hay colectivos sociales, instituciones, que están desplazando su lugar en la
conciencia social, por su responsabilidad con la vida de todos. Está adquiriendo otra visibilidad
la dimensión política de las sociedades, porque necesitamos decisiones políticas, conducción
política, regulación de la economía desde lo político y no libre mercado, protección de los
sectores más vulnerables.

No sé si esta pandemia implique que el mundo cambiará de seguro. Implica que el mundo
tiene oportunidad de cambiar: a) pasar de una vida depredatoria del ecosistema a la
experiencia de una austeridad que cuida al mundo de su destrucción, no sólo en la experiencia
individual, sino en las geopolíticas referidas a la industria; b) construir instituciones y acciones
geopolíticas efectivas sobre la salud, los recursos naturales, las catástrofes humanitarias, sin
hegemonías que las pisoteen y las vuelvan impotentes; c) romper la hipertrofia de la diversión
y el dinero y repensar otras formas de vida, capaces de explorar el gozo de la justicia; la alegría
de un saber, una ciencia y una técnica que se vuelven vida para todos; los vínculos que
satisfacen lo más hondo de lo que somos. Ya que esta pandemia nos arrasa a todos por igual,
necesitamos pensar qué de nuestras ideologías permanecerá indemne, qué quedará abolido.
¿Podemos asumir esto sin pensar desde dónde lo asumimos? Creo que no. Se abre entonces
una brecha para abrir de nuevo la pregunta por la espiritualidad y la religión en este tiempo,
no como distracción de los impotentes, no como refugio de los cobardes o los privilegiados, no
como justificación de las ausencias o hasta la oposición en las luchas por la justicia: como
fuerza para luchar a favor de todos, como manantial de una esperanza que no claudica, como
alegría profunda que no rechaza la incertidumbre, la angustia, el error, el dolor. Se abre una
brecha para que el dolor de los hombres se experimente como carne del mismo Dios.

Dra. Ruth María Ramasco

También podría gustarte