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Ejercicio Método Científico 2

Por: David Miguel Delgado Córdoba

Debido a las restricciones producto de la pandemia, no he podido hacer

observaciones ni en la iglesia donde me congrego, ni tampoco en otros contextos eclesiales.

Sin embargo, creo que observaciones que he hecho en otras iglesias y en las redes sociales

de cristianos, pueden servirme para formular una hipótesis que me ayude a explicar mi

pregunta ¿cómo se debe involucrarse la iglesia ante la realidad del fenómeno suicida en

Colombia?

A través de los años he encontrado reacciones que me resultan asombrosamente

similares en diferentes congregaciones de diferentes países en relación con el tema del

proceso suicida. Primero, noto que existe un debate teológico que gira, principalmente, en

torno a la salvación de la persona que está experimentando algún momento del proceso.

Para una parte de la iglesia es imposible que una persona salva se suicide, por lo tanto, no

son salvas quiénes lo hacen; para otro sector evangélico, son personas que al cometer el

acto suicida pierden completamente su salvación; para otros creyentes, las personas que

están en las etapas previas al acto suicida (ideación, plan, intento), tienen una lucha

espiritual (contra “espíritus de depresión”) y no tanto emocional o mental ; y un pequeño

sector reconoce que si los potenciales suicidas o suicidas “aceptaron de verdad a Cristo”

son salvos e irán al cielo, pero perderán reconocimientos y serán severamente juzgados.

Pareciera que la actitud es de emitir juicio y condena para las personas que están en el

proceso y también a sus allegados.

Otra reacción que he visto es la de indiferencia de la congregación ante el tema.

Cuando los casos son el seno de familias de la iglesia, se llevan casi de forma clandestina y
matizada con lástima y recelo. Los que ocurren en el ámbito social o comunal casi ni se

mencionan, o se hace desde una actitud de juicio. Además, el acompañamiento a los

familiares y amigos de la persona que enfrenta alguna parte del proceso es prácticamente

nulo, dejándolo para el ámbito de la oración o la consejería profesional (psicólogo o

psiquiatra). Para gran parte de la iglesia se hace más fácil ignorar que enfrentar y

acompañar.

Una tercera reacción es el silencio por parte de pastores y líderes en los ministerios

y púlpitos. Este es un fenómeno que poco se enseña o conversa a nivel teológico,

psicológico o en su dimensión sociocultural. Aunque hay materiales y ministerios

paraeclesiásticos que trabajan el tema y sirven a las personas afectadas, no es común que

los líderes sepan quiénes son o que hacen, y menos aprovechar los recursos que ofrecen.

Por mi observación, se podría pensar que es un tema que los líderes prefieren callar, porque

“no lo estudian bien” y “no quieren entrar en conflictos” (entrecomillo frases oídas de parte

de líderes en diferentes iglesias) y así evitar una posible tormenta congregacional.

Por lo tanto, mi hipótesis es que como la iglesia frente al tema del proceso suicida

pareciera tener prejuicios, ser indiferente y no se muestra como agente social activo,

debería involucrarse informándose y formándose adecuadamente sobre el tema, y que ésta

sea relevante y vinculante, tanto a la comunidad de fe, como a la sociedad. En mi hipótesis

también propongo que esto se pudiese lograr si la iglesia reconoce los errores que ha

cometido con respecto al tema, se atreve a conocerlo desde las diferentes perspectivas que

hay y asume una posición de misericordia, que sea empática y proactiva a la vez.

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