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Discurso,

teoría y análisis
2 CÉSAR GONZÁLEZ OCHOA

Directores de la Revista

FERNANDO CASTAÑOS
Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
RAÚL QUESADA
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México

Comité Editorial
FERNANDO CASTAÑOS
Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
CÉSAR GONZÁLEZ OCHOA
Instituto de Investigaciones Filológicas
Universidad Nacional Autónoma de México
RAÚL QUESADA
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México
DANIELLE ZASLAVSKY
El Colegio de México

ROSALBA CASAS GUERRERO


Directora del Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México

GLORIA VILLEGAS MORENO


Directora de la Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México

Discurso, teoría y análisis 28 (invierno, 2007): ?-??.


INTRODUCCIÓN

Discurso,
teoría y análisis
Núm. 31 Año 2011

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


Instituto de Investigaciones Sociales
Facultad de Filosofía y Letras

México, 2011

Discurso, teoría y análisis 28 (invierno, 2007): ?-??.


4 CÉSAR GONZÁLEZ OCHOA

CD 410 / D3
LC P302/ D3

Discurso, teoría y análisis / ed. por el Instituto de Investigaciones Sociales.


- -Año.1, No.1 (Mayo- Agosto de 1983). – México: Universidad
Nacional Autónoma de México, IIS, 1983- V-.
Anual
ISSN 0188-1825

DR © 2011. Universidad Nacional Autónoma de México


Instituto de Investigaciones Sociales
Circuito Mario de la Cueva s/n
Zona Cultural, Ciudad Universitaria
C.P. 04510, México, D.F.
Facultad de Filosofía y Letras
Circuito Interior
Ciudad Universitaria
C.P. 04510, México D.F.

Certificado de Licitud de Título 8045


Certificado de Licitud de Contenido 5696
Reserva de título 04-2007-062809485900-102

Coordinación editorial: Berenise Hernández Alanís


Cuidado de la edición: Mauro Chávez Rodríguez
Composición tipográfica: María G. Escoto Rivas
Diseño de la portada: Cynthia Trigos Susán

ISSN: 0188-1825

Impreso y hecho en México por Editorial Color, S.A. de C.V., Naranjo núm. 96 bis,
colonia Santa María la Ribera, delegación Cuauhtémoc, C.P. 06400, México D.F.
El tiraje consta de 750 ejemplares. Se terminó de imprimir en marzo de 2011.

Discurso, teoría y análisis 28 (invierno, 2007): ?-??.


INTRODUCCIÓN

Contenido

Presentación
MARISA BELAUSTEGUIGOITIA Y RAÚL QUESADA . . . . . . . . . . . 7

El imperio del género. La ambigua historia política


de una herramienta conceptual
ÉRIC FASSIN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

La teoría literaria feminista y sus lectoras nómadas


NATTIE GOLUBOV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

Pensamiento en resistencia
ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

De la “economía política del sexo” al “género”:


los retos heurísticos del feminismo contemporáneo
MÁRGARA MILLÁN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Textos clásicos y sus aportes al canon, o un texto clásico


no nace, se hace
LUCÍA RAYAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

“Hacer y deshacer” el género: Reconceptualización,


politización y deconstrucción de la categoría
de género
MARISA BELAUSTEGUIGOITIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

Discurso, teoría y análisis 28 (invierno, 2007): ?-??.


6 CÉSAR GONZÁLEZ OCHOA
INTRODUCCIÓN

Presentación

En este número se reúnen textos para celebrar los 25 años de la publica-


ción de dos artículos que transformaron las formas de percibir y trabajar
los estudios de género y el feminismo. Nos referimos a “El género: una
categoría útil para el análisis histórico”, de Joan W. Scott, y “Reflexio-
nando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad”, de
Gayle Rubin.1 Nuestro objetivo es ofrecer una lectura de las formas
en que estas autoras transformaron el valor interpretativo y las lógicas
de intervención sociocultural, política y jurídica del feminismo desde
los llamados estudios de género, un registro analítico de las dinámicas
discursivas que inauguraron.
Queremos subrayar la vigencia y actualidad de ambos artículos
después de un cuarto de siglo a partir de seis ensayos que analizan y de-
baten con Scott y Rubin. Así, Éric Fassin, Nattie Golubov, Ana María
Martínez de la Escalera, Márgara Millán, Lucía Rayas y Marisa Belaus-
teguigoitia hablan desde distintos lugares disciplinarios, temáticos y
políticos de la importancia de estas intervenciones y sus formas de posi-
bilitar que el género “cuente”. Sobre todo nos invitan a reflexionar acerca
de cómo los sujetos en resistencia o que están en la frontera del poder
—mujeres, migrantes, indígenas, grupos minoritarios— han encontrado
en los discursos sobre la construcción y deconstrucción de la diferencia
una forma de hacer el género (construir sujetos ideales, esencializados o
víctimas supremas) o deshacerlo (preguntarse sobre el significado de los
conceptos “mujer”, “indígena”, “migrante”). Las tensiones producidas por
esta operación de hacer (esencializar) y deshacer (deconstruir) el género,
1
El artículo de Joan W. Scott fue publicado en inglés como “Gender: a useful category
of historical analysis”, en 1986, en American Historical Review, 91, pp. 1053-1075; y en espa-
ñol apareció en Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, editado
por James S. Amelang y Mary Nash en 1990. El texto de Gayle Rubin “Thinking sex: notes
for a radical theory of the politics of sexuality” apareció en el libro Pleasure and Danger: Explo-
ring Female Sexuality de Carole S. Vance, que fue traducido al español en 1989.
8 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA Y RAÚL QUESADA

esta producción de significado entre operaciones que fijan las nociones


de diferencia entre hombres o mujeres, o las desestabilizan, nos permi-
ten preguntar desde dónde se construye la diferencia y qué es lo que ha
permitido la visibilidad de nuevos sujetos que escapan a definiciones
dicotómicas de la identidad.
En su ensayo, Fassin narra el género como nos lo dibuja Scott,
aludiendo a sistemas de dominación diversos, engarzando sus distintos
vectores, los sexuales, los políticos, los públicos y los privados, recor-
dando el fármaco derridariano al establecer el género como veneno o
como remedio, vaciándolo así de su carga esencialista. Lo más impor-
tante es que interviene performativamente: el género puede ser una
categoría semivacía que se carga de contenidos y direcciones políticas
según las intenciones de hacerlo o deshacerlo, es decir, transformarlo o
sostener su normativización. Así, Fassin narra los avatares de la libertad
y la democracia sexual en los marcos legales, de perversión y exclusión
delineados por Rubin, y hace que el género cuente (hable) en los tér-
minos deconstructivos que propone Scott.
El texto de Nattie Golubov analiza los contextos discursivos
específicos de las categorías “mujer” y “mujeres”; así, se desplaza del
reduccionismo esencialista al postestructuralismo para proponernos una
interpretación distinta de las teorías de género y de los sujetos a que da
lugar. Este nuevo sujeto surge a partir del locus de la feminista como
sujeto lector, específicamente. Al trabajar al sujeto femenino como lec-
tora, la constituye en entidad nómada, situada en un espacio de enun-
ciación que logra una lectura dual simultáneamente situada: sujeta a
las restricciones sociales e institucionales y, a la par, productora de un
sujeto (una lectora) activo(a), un usuario de la cultura definido por su
conciencia de opresión. Es aquí donde ofrece el potencial interpreta-
tivo de los estudios de género y las teorías literarias feministas, doble
puntal de sitio y saber situado.
Ana María Martínez de la Escalera nos invita a pensar en las
palabras, en su contenido, en la manera en que se hacen y deshacen sus
significados, y con ellos los sujetos, que son su efecto. Parece iluminar
el primer párrafo del artículo de Scott:

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PRESENTACIÓN 9

Quienes quisieran codificar los significados de las palabras librarían una


batalla perdida, porque las palabras, como las ideas y las cosas que están
destinadas a significar, tienen historia. Ni los profesores de Oxford ni
la academia francesa han sido capaces de contener por completo la marea,
de capturar y fijar los significados libres del juego de la invención y la
imaginación humanas (Scott, 1996: 265).

Martínez de la Escalera nos encara con la palabra que nos ocupa, fe-
minismo; una palabra molesta, dice, también para muchas mujeres.
Feminismo como proceso de significación que se resiste a ser aplanado
y vaciado. ¿Cómo se forja una palabra, cómo circula? ¿Cómo se regulan
sus excesos? ¿Cómo interrogar la noción de feminismo? ¿Qué fines políticos
pueden perseguirse al esencializar aún más a la mujer? Martínez también
llama a declarar al feminismo. Nos ofrece una definición de crítica vinculada
a la forma de rellenar o reactualizar el contenido de esta noción. Nos
propone un mecanismo deconstructivo, una genealogía, como trabajo
de descubrimiento del porqué algo se convierte en invisible o inaudible.
Llama a declarar a otra palabra: resistencia. Ambas, feminismo y resisten-
cia, producen el efecto crítico que buscamos.
Márgara Millán releva las aportaciones centrales del feminismo y
los estudios de género a partir de una clave epistemológica: la com-
prensión de las implicaciones de la construcción histórica y simbólica
de la diferencia. Entrelaza los trabajos de Scott y Rubin al remarcar la
producción de lo social a partir de la construcción y el reforzamiento del
sistema sexo/género y de la categoría de género. Recorre, de esta manera,
escenarios constitutivos de los feminismos contemporáneos, a los que
llama derivas epistémicas. Así, muestra cómo la aportación que encierra
la categoría de género (pensar y comprender su construcción histórica y
simbólica) ilustra procesos de construcción de la semiosis social.
Lucía Rayas plantea preguntas que resuenan con las de Scott y su
impulso reconstructor: ¿Cómo se genera un texto clásico en estudios
como los de género, que no son hegemónicos? Un clásico, nos dice Ra-
yas, adquiere tal carácter a partir de la propia comunidad de estudiosos
y estudiosas que fortalecen una comunidad epistémica. Su formación es
un asunto aparte. Este contingente crítico enfrenta muchas dificultades;
Scott misma narra la hostilidad ante su teorización postestructural de la

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 7-10


10 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA Y RAÚL QUESADA

historia, una historia desde abajo. Rayas nos ofrece un debate con los
autores clásicos en el que se subraya el concepto de experiencia desde
las elaboraciones de Scott como un conjunto de mediaciones. Aquí
aborda una de las deudas conceptuales de Scott al perfilar el uso de
este concepto desde las elaboraciones de Thompson y su definición del
concepto de experiencia como “puente”, aludiendo al acto de cruzar y
a su construcción simbólica. Rayas muestra cómo cava Thompson la
trinchera y cómo es útil la categoría de experiencia para la construcción
de un sujeto social. Lo hace problematizando la noción de experiencia
en vivida y percibida, con lo que critica las expresiones acartonadas del
materialismo histórico. Muestra cómo se aleja Scott del empirismo y
busca un pilar postestructural para entender la experiencia no reducida
desde el quehacer histórico.
Marisa Belausteguigoitia comenta los artículos de Scott y Rubin
en tres dimensiones: la primera aborda las tesis de las autoras enfocán-
dose a un efecto central, el narrativo y discursivo, es decir, la manera
distinta de hacer sentido, su particular contribución discursiva para
hacer que el género “cuente” (de forma esencializada al hacer el género
y desconstructiva al mostrar cómo puede ser deshecho) y así posibilitar
que hablen sus distintos sujetos. La segunda apunta a la forma en que
entendieron la diferencia, no sólo como un atentado a “la mujer” sino
como un elemento estructural que, desde luego, atraviesa a las mujeres,
pero que va más allá del género. Es este “más allá del género”, entendido
deconstructivamente, lo que ha permitido generar el valor interpretati-
vo y teórico estratégico de los estudios de género, lugar de enunciación
de ambos ensayos. La tercera pretende acercarse a la elaboración del
término queer desde estas dos autoras, no con el fin de sentar un
“origen” sino con el objetivo de localizar algunas de las reflexiones
fundacionales de esta categoría.
Con estos textos esperamos favorecer la posición académica y crí-
tica de los estudios de género y la forma en que se han transformado
durante este último cuarto de siglo.

Marisa Belausteguigoitia y Raúl Quesada

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El imperio del género. La ambigua historia política
de una herramienta conceptual
Éric Fassin*

RESUMEN
El género fue creado en los años cincuenta y sesenta por psicólogos estado-
unidenses para medicalizar la intersexualidad y la transexualidad. En los
años setenta, las feministas se apropiaron el término para desnaturalizar la
feminidad, transformando esta categoría normativa en herramienta crítica.
En los años ochenta, mientras los estudios feministas gozan en Estados Uni-
dos de un reconocimiento institucional, en Francia no son aceptados por las
académicas feministas en el campo universitario. Cuando estas cuestiones
vuelven a debatirse a partir de 1989, esta politización se ve rechazada en nom-
bre de la República: el concepto de género se convierte en un reto nacional.
A finales de los años noventa los debates públicos se reactivan alrededor de
las cuestiones sexuales, y después del 11 de septiembre la nueva legitimidad
del género es tomada como un imperialismo nuevo de la democracia sexual.
La naturaleza ambigua del género, a la vez normativo y crítico, es hoy en día
una tensión que define los estudios feministas.
Palabras clave: género, transexualidad, feminismo, cultura nacional, imperialismo.

ABSTRACT
“Gender” was created in the 1950s and 60s by American psychologists in
order to medicalize intersexuality and transsexuality. In the 1970s, feminists
in the U.S. appropriated the term to denaturalize femininity, while trans-
forming this normative category into a critical tool. In the 1980s, while
in the U.S. women’s studies benefited from an institutional recognition,
feminists were not welcomed in French academia. When feminist issues got
a new start after 1989, this politicization was rejected in the name of the
Republic: the concept of gender became a matter of national culture. In
the late 1990s, public debates about sexual issues were rekindled, and since

* École Normale Supérieure (París), Institut de Recherche Interdisciplinaire sur les Enjeux
Sociaux (Iris, Centre National de la Recherche Scientifique/L’École des Hautes Études en
Sciences Sociales). La traducción de este texto es de Karine Tinat.
12 ÉRIC FASSIN

9/11, the newfound legitimacy of gender has become entangled in the new
imperialism of sexual democracy. Gender’s ambiguous nature, both norma-
tive and critical, is today a defining tension in feminist studies.
Key words: gender, transsexuality, feminism, national culture, imperialism.

UN ARMA DE DOBLE FILO

No es al feminismo al que debemos la invención del concepto género. A


partir de 1955, al comenzar varios decenios de trabajo en la Universidad
Johns Hopkins, John Money reformula los acercamientos heredados de
la antropóloga Margaret Mead sobre la socialización de los niños y las
niñas; por su parte, en vez de hablar de sex roles, el psicólogo médico
opta por el término gender roles. Él se interesa, en efecto, por lo que
solemos llamar “hermafroditismo”, y que hoy en día calificamos de
“intersexualidad” (Money y Ehrhardt, 1972). Cuando la anatomía es
ambigua al momento del nacimiento, la noción de género no tiene otro
objetivo que desarticular la evidencia natural del sexo: más allá de que,
en este caso, los roles vienen a confirmar las asignaciones biológicas,
el género permite nombrar el sesgo entre los dos. Sin duda, la cirugía
más precoz parece necesaria para resolver toda incertidumbre, pero es
solamente en una lógica behaviorista, para facilitar el aprendizaje del rol
sexual. Para John Money —quien participa de una visión progresista de
la ciencia constituida después de la segunda guerra mundial en reacción
contra las desviaciones del biologismo—, la educación es la que hace al
hombre, o a la mujer (Fausto-Sterling, 2000; Redick, 2004).
El psiquiatra y psicoanalista Robert Stoller sigue esta misma lógi-
ca en la Universidad de California, en Los Ángeles, y se interesa más
específicamente por la transexualidad —condición, en el léxico pato-
logizante del “transexualismo”, de las personas que no se identifican
con su sexo de nacimiento—. Conocemos bien la expresión de Karl
Heinrich Ulrichs, pionero del movimiento homosexual en 1860: ani-
ma muliebris virile corpore inclusa. Esta “alma de mujer en un cuerpo
de hombre” remite al conjunto de lo que se llamaba “psicopatologías
sexuales”, que alteran a la vez el orden de los sexos y las sexualidades. En
aquella época la cuestión del género se asimila con la de la sexualidad:

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EL IMPERIO DEL GÉNERO 13

de la misma manera, se confunde la homosexualidad masculina con el


afeminamiento. En cambio, un siglo más tarde, cuando Robert Stoller
usa la expresión gender identity, en 1964, lo hace con la intención de
separar a los transexuales de los homosexuales, en términos de identi-
dad de género o de orientación sexual, dependiendo de si su deseo es
ser o tener un hombre, o una mujer (Stoller, 1968). Si John Money
había hecho anteriormente la distinción entre sexo y género, Robert
Stoller opone, por su parte, el género a la sexualidad. El contexto no es
menos político: aunque la homofobia de Estado causa estragos bajo el
macarthismo, la transexualidad, al autonomizarse, escapa del estigma
homosexual (Meyerowitz, 2002; Califia, 2003).
La invención psi del género —es decir, desde la psicología— va a
encontrarse con la tarea feminista de desnaturalización del sexo, que
resume la famosa frase de Simone de Beauvoir en El segundo sexo,
publicado en 1949: “no se nace mujer, se hace”. Es, de hecho, a Robert
Stoller a quien la socióloga británica Ann Oakley pide prestada la dis-
tinción (1972) al plantear que “el género no tiene origen biológico, que
las conexiones entre sexo y género no tienen realmente nada ‘natural’”;
así, ella introduce el término en un campo de estudios feministas que
va a constituirse a partir de los años setenta (Jami, 2003; Bassin, 2004).
No es casual que sea en la antropología donde va a encontrar primero
su campo de aplicación en Estados Unidos: al igual que Simone de
Beauvoir, con quien se identifican justamente, jóvenes antropólogas van
a apoyarse en la distinción entre naturaleza y cultura que hace Claude
Lévi-Strauss a partir del primer capítulo de Las estructuras elementales del
parentesco, aunque este último, como era de esperarse, no se encuentra
con De Beauvoir en el Panteón feminista.
Esta herencia reivindicada se manifiesta en las dos obras fundadoras
de la antropología feminista en Estados Unidos, publicadas ambas en
1975. Así, en la primera, Sherry Ortner se pregunta: “¿Será la mujer al
hombre lo que la naturaleza es a la cultura?” Para entender la univer-
salidad de la dominación masculina, fundada en la división sexual de
los roles sociales, ella pone la mirada en la constante relegación de las
mujeres al polo, supuestamente natural, de la reproducción —hacien-
do eco de los análisis de Michelle Rosaldo y de la psicoanalista Nancy
Chodorow en la misma obra, pero también en consonancia con los

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14 ÉRIC FASSIN

trabajos que desarrolla Nicole-Claude Mathieu en Francia en la misma


época (1991)—. La antropología cultural de los roles sexuales encuentra
así su prolongación en una antropología feminista de la asignación de
las mujeres a roles “naturales”.
En la segunda obra, publicada simultáneamente, Gayle Rubin pro-
pone una relectura femenista de los análisis del parentesco, conjugando
a Lévi-Strauss y Lacan, a Engels y Freud. La misma Nicole-Claude
Mathieu traducirá ese texto fundador sobre “la ‘economía política’
del sexo”, que lejos de hacer del género el reflejo del sexo biológico
recuerda que con el matrimonio los sistemas de parentesco “convierten
a los machos y a las hembras en ‘hombres’ y en ‘mujeres’, siendo cada
categoría una mitad incompleta que sólo puede encontrar la plenitud
en la unión con el otro”. Hoy en día vemos mejor cómo la “valencia
diferencial de los sexos”, tan estimada por Françoise Héritier, se alejará
de las vías del género releyendo a Gayle Rubin: “Hombres y mujeres
son, por supuesto, diferentes. Pero no son tan diferentes como el día
y la noche”. La perspectiva naturalista, entonces, se invierte: “lejos de
ser la expresión de diferencias naturales, la identidad de género es la
supresión de similitudes naturales” (1975: 159, 179-180).
Sin embargo, al apropiarse del género para desnaturalizar el sexo,
los estudios feministas van a oponerse a los trabajos de John Money y
Robert Stoller en un punto decisivo: el imperio médico sobre el género
no es solamente un saber; es también, inseparablemente, un poder.
Dos historias emblemáticas lo muestran simétricamente. Primero, el
caso (tristemente) célebre de “John/Joan” proporciona una ilustración
espectacular: a este niño le fue amputado el pene después de un acci-
dente ocurrido durante una cirugía en su primer año de vida; luego,
por consejo de John Money, le hicieron la ablación de los testículos y
lo educaron como niña —el triunfo aparente de esta teoría behaviorista
tuvo que ser desmentido en los años ochenta por la persistencia de su
identidad masculina en la adolescencia—. Fue solamente a través del
suicidio, en 2004, que el hombre casado, que reivindicaba llamarse
David Reimer, pudo definitivamente escaparse del dominio médico
sobre su identidad de género (Butler, 2006a).
Un segundo caso, no menos emblemático, puede ser leído en rela-
ción con este primero. El sociólogo Harold Garfinkel, gran figura de

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EL IMPERIO DEL GÉNERO 15

la etnometodología, relató la siguiente historia en un texto escrito en


colaboración con Robert Stoller (Garfinkel y Stoller, 1967). En 1958,
Agnès acudió a una consulta: la joven mujer había nacido con sexo
masculino, pero declaraba haber visto su cuerpo feminizarse espon-
táneamente en la pubertad, con excepción de los órganos genitales. En
otras palabras, se habría tratado, fenómeno raro, de una intersexualidad
tardíamente revelada. Psicólogos, psiquiatras y médicos se pusieron de
acuerdo para armonizar, por cirugía, su anatomía con su nueva con-
dición —tanto más porque como mujer era perfectamente “convin-
cente”—. Este artículo sobre el passing, es decir, sobre la capacidad de
(hacerse) pasar por, sin ser descubierto, demuestra que el género es una
construcción social que se elabora en una serie de interacciones. Ser
una mujer (o un hombre) requiere de todo un trabajo que implica, en
este caso, a médicos y pacientes: se trata, pues, de una “ejecución”. Así,
la lectura sociológica se reencuentra con el acercamiento psiquiátrico.
Pero el apéndice, publicado al final del volumen, reserva una sorpresa:
ocho años más tarde, después de la operación, y una vez tranquilizada
por un especialista sobre la normalidad de su nueva vagina, Agnès
reveló que, a escondidas de todos, había estado tomando estrógenos
desde los doce años.
Agnès es la imagen en espejo de John/Joan. Su caso, finalmente, no
se trataba de intersexualidad padecida al momento del nacimiento, sino
de transexualidad elegida en la pubertad. En cuanto a David Reimer,
aunque su caso sirvió efectivamente para justificar los protocolos apli-
cados a la intersexualidad, atañe en realidad a una transexualidad acci-
dental. Pero la simetría viene aún más del hecho de que, en su relación
con la medicina, Agnès invierte la relación de poder que el segundo
padece: lejos de ver que se le asigna una identidad como John/Joan, es
Agnès quien consigue imponerla como algo evidente. Sin embargo, lo
que las dos historias demuestran también es que los sujetos no tienen
el poder de cambiar las reglas del juego. A lo mucho pueden desem-
peñar su papel, bien o mal, e incluso burlar el control médico a fuerza
de saber-hacer, pero sin redefinir los términos. Nunca es replanteada
la norma de género. De hecho, tanto John Money, en la universidad
Johns Hopkins, como Robert Stoller, en la Universidad de California,
en Los Ángeles, están al principio en “clínicas de identidad de género”:

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16 ÉRIC FASSIN

el trabajo médico no consiste en absoluto en cuestionar la norma sexual,


sino en ayudar a los individuos rechazados por su anomalía a que ac-
cedan a la normalidad ajustándose a las expectativas sociales, incluidas
las más estereotipadas.
Sin duda el género permitió desnaturalizar el sexo, pero el discurso
psi, heredado de los años cincuenta y sesenta, lejos de denunciar las
convenciones, participa en un trabajo médico de normalización. El
objetivo es el passing, conformidad que refuerza la evidencia de la fe-
minidad (como, por supuesto, la de la masculinidad). Así se explica, en
respuesta, la virulencia del panfleto que publica en 1979 la feminista
Janice Raymond contra “el imperio transexual” —a riesgo de confundir
en su crítica el poder médico y la demanda de los pacientes, la categoría
psi y los sujetos a los que se impone (1981)—: esta polémica alimen-
tará de manera duradera las tensiones políticas con un movimiento
“trans”, definido de la misma manera por la cuestión del género. Más
allá, sin embargo, el feminismo va a intentar no sólo perseguir la lógica
de desnaturalización establecida desde John Money y Robert Stoller
alrededor de la categoría del género, sino invertir su perspectiva, para
sustituir la tarea de normalización por una operación crítica. Para el
feminismo, a diferencia de lo que sucede en el discurso psico-médico,
el género no es tanto lo que se debe hacer, como lo sugiere la lectura
de Harold Garfinkel, sino sobre todo lo que conviene deshacer, para
retomar un título de la filósofa Judith Butler. Dicho de otro modo,
importa menos jugar el juego que desbaratarlo.
No obstante, esta inversión no implica forzosamente hoy en día,
como al final de los años setenta, una oposición a la transexualidad.
Al contrario, lejos de sostener los clichés de género, los transgéneros
manifestarían, por excelencia, un “trastorno en el género”: es que ellos
o ellas —y tal vez la partición de género pierde entonces, al mismo
tiempo que su pertinencia, su evidencia— pueden hacer visible la
norma, regularmente invisible a fuerza de jugarla, incluso de burlarla
para apropiársela (Butler, 2006b). Sin embargo, la noción de género
no escapará nunca de manera definitiva de esta ambigüedad fundado-
ra: todavía hoy en día sigue presa en una doble lógica, potencialmente
contradictoria, entre categoría normativa y herramienta crítica. Dicho
de otro modo, el género es, si no por naturaleza por lo menos de origen,

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EL IMPERIO DEL GÉNERO 17

un arma de doble filo. Es lo que nunca hay que perder de vista para
entender la historia de su circulación, como lo vemos cuando pasamos
de la transferencia disciplinaria entre discurso médico y feminista a la
transferencia nacional, de una orilla a otra del Atlántico.

LA NACIONALIZACIÓN DEL GÉNERO

A lo largo de los años setenta la apropiación feminista del género se


desarrolla sobre un fondo de convergencias transatlánticas. En Estados
Unidos la gente se basaba en autores franceses, mientras que en Francia
la gente no dudaba en inspirarse en lecturas estadounidenses. Claude
Lévi-Strauss encarna bien este doble movimiento: es a partir de la an-
tropología cultural estadounidense que define primero su manera de
proceder, y a cambio su obra proporciona un punto de partida a nu-
merosos trabajos en lengua inglesa. Sin embargo, no se trataba sólo de
antropología, como ya vimos, sino también de historia y de “nueva
historia” —de hecho, más allá del feminismo, las dos disciplinas se
cruzaban entonces fácilmente en un intercambio transatlántico entre
la historia cultural y la antropología histórica, entre Princeton y la
nueva École des Hautes Études en Sciences Sociales—. En cuanto a las
pioneras americanas de la historia feminista, ¿no eran frecuentemente
especialistas de Francia, donde gozaban de un pleno reconocimiento,
como Natalie Zemon Davis? El espacio de los estudios feministas está
construido de inicio, por lo tanto, sobre el modelo de las investigaciones
interdisciplinarias en ciencias humanas; no en la oposición entre mo-
delos nacionales sino en una circulación internacional. Así es como
la revista Le Débat invita, en 1981, poco después de su lanzamiento,
a la historiadora Joan W. Scott a realizar el balance de “diez años de
historia de las mujeres en Estados Unidos”, antes de abrir sus columnas
a Arlette Farge, en 1983, para llevar a cabo “Diez años de historia de
las mujeres en Francia”.
Esta comunidad intelectual transatlántica nacida en los años setenta
va a deshacerse primero de manera casi invisible a lo largo de los años
ochenta, y luego a partir del bicentenario de la Revolución francesa, y
en particular alrededor de la disciplina histórica de manera visible —in-

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18 ÉRIC FASSIN

cluso espectacular— a mediados de los años noventa. Por lo tanto, lo


que ahora importa explicar, después de la convergencia, es la divergencia
franco-estadounidense.
En Estados Unidos los estudios de género se constituyeron como
un verdadero campo durante los años ochenta. De hecho, se institu-
cionalizaron en los campi no solamente a través de artículos y libros,
coloquios y números especiales, sino también de revistas y congresos,
carreras y programas universitarios. Si podemos hablar de campo es
porque durante aquel periodo no solamente se desarrollaron referen-
cias comunes, es decir, una cultura científica que se compartía, sino
también controversias que lo dividen. Es así como el entusiasmo mi-
litante por el descubrimiento de una historia de mujeres se encuentra
rápidamente interrogado: en 1983, Joan W. Scott reivindica que “la
historia feminista se convierte no en el relato de la gesta de las muje-
res, sino en la actualización de las operaciones del género, a menudo
silenciosas y escondidas, que no por eso dejan de ser fuerzas bien
presentes que definen la organización de la mayoría de las sociedades”
(1988a: 27).
En cambio, en Francia, durante el mismo periodo, los estudios
feministas no encontraron realmente un derecho de ciudadanía en
el mundo universitario, a pesar del ATP “Investigaciones sobre las
mujeres e investigaciones feministas” lanzado por el Centre National
de la Recherche Scientifique (CNRS) después del coloquio de 1982
en Toulouse sobre Mujeres, Feminismo e Investigación. En el ámbito
de la edición, la excepción monumental que constituye la Historia de
las mujeres en Occidente —publicada a principios de los años noventa
con la dirección de Michelle Perrot y Georges Duby, y aclamada en
un coloquio que publica los Annales— no debe disfrazar la ausencia de
reconocimiento institucional a los estudios feministas en su conjunto.
Para progresar en la carrera universitaria más vale renunciar a este ám-
bito de investigaciones; en todo caso, es mejor comprometerse en este
campo cuando ya se tiene un puesto: a diferencia de lo que constata-
mos en la misma época al otro lado del Atlántico, no se construye de
manera ordinaria un itinerario profesional en los estudios feministas.
Un informe del CNRS expone esta preocupación en 1992: “Uno de
los talones de Aquiles más visibles de la investigación francesa sigue

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


EL IMPERIO DEL GÉNERO 19

siendo el estudio de las mujeres, y más generalmente el de las relaciones


sociales de sexo” (Hurtig, Kail y Rouch, 1991: 6).
El desfase entre la institucionalización en Estados Unidos y la falta
de reconocimiento en Francia no implica, sin embargo, un divorcio en-
tre los dos lados del Atlántico. Sin duda la mayoría de las investigadoras
francesas ven el término gender con prudencia, incluso con desconfian-
za, prefiriendo justamente el de “relaciones sociales de sexo”. Temen,
de hecho, que el género oculte a las mujeres, o, más precisamente, las
relaciones de dominación que constituyen la diferencia de los sexos. La
reticencia es, entonces, ante todo, de orden político. Se encuentran más
cercanas de sus orígenes militantes que sus colegas estadounidenses por-
que están más alejadas de la constitución de un campo autónomo que
está redefiniendo los términos del otro lado del Atlántico. El género, sin
embargo, no está ausente de la discusión francesa —como lo prueban el
coloquio Sexo y Género, organizado con el auspicio del CNRS en 1989
(Hurtig, Kail y Rouch, 1991), el número de Cahiers du Grif sobre “el
género de la historia” (1988) y un expediente de la revista Genèses sobre
“Mujeres, género, historia” (1991)—, el diálogo no está roto.
Esto se debe a que la cuestión del género no se ha nacionalizado
(todavía): aunque el artículo fundador de Joan W. Scott sobre “el géne-
ro: una categoría útil para el análisis histórico”, publicado por primera
vez en 1986, se tradujo muy pronto al francés (1988b), la crítica que
se puede leer en esta lengua contra esta nueva aproximación, que se
aleja de la historia social clásica, no proviene en un primer momento
de los lectores y lectoras francesas, sino de Louise Tilly, quien traduce
la revista Genèses (1990). Es en la víspera del bicentenario de la Revo-
lución francesa que el sesgo va a empezar a aparecer a la vista de todos
—y de manera aún más significativa porque se trataba de un campo
historiográfico donde, hasta entonces, coincidían los investigadores
de los dos países en una complicidad intelectual sin problemas—. En
Francia la crítica feminista a la “democracia exclusiva”, según la expre-
sión de Geneviève Fraisse, se encuentra relegada a los márgenes de la
conmemoración, pero también de la institución. Más allá del Atlántico,
en cambio, los estudios feministas van a aprovechar el lugar que han
conquistado para cuestionar la consagración de una visión liberal de la
Revolución francesa, recordando, como lo hizo Joan W. Scott, que su

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


20 ÉRIC FASSIN

universalismo reivindicado instituyó, al mismo tiempo que la partición


entre lo público y lo privado, la segregación entre los sexos, la relega-
ción de las mujeres.
No es sino hasta 1995 que un “ensayo sobre la singularidad france-
sa” publicado por Mona Ozouf, que bosqueja un cuadro del feminismo
en blanco y negro y opone rasgo por rasgo a las dos orillas del Atlánti-
co, expone abiertamente una verdadera nacionalización de la cuestión
de las relaciones entre los sexos —al mismo tiempo que contribuye
a cristalizarlas, bajo el efecto de la controversia (Ezekiel, 1995; Bassin,
1999)—. Para aprehender la genialidad francesa de la feminidad, la
historiadora de la Revolución francesa propone, en efecto, una serie
de retratos de grandes figuras femeninas —de Madame du Deffand a
Simone de Beauvoir— que vinculan una misma interrogación: “¿Por
qué el feminismo, cuando lo comparamos con las formas que toma
bajo otros cielos, tiene en Francia un aire de tranquilidad, de mesura o
de timidez según lo que tenemos?” Los otros cielos son, por supuesto,
“anglosajones”: por ejemplo, de la violación atribuiríamos “a los Estados
Unidos una definición bastante elástica, para ya no estar compuesta sólo
por el uso de la fuerza o la amenaza, y para englobar toda tentativa de
seducción, aunque esté reducida a la insistencia verbal”. Estaríamos,
entonces, en las antípodas del “comercio feliz entre los sexos” —hereda-
do en Francia de los salones aristocráticos— para moderar una “demo-
cracia extrema” que del otro lado del Atlántico “no pone ningún límite
a la idea igualitaria” (Ozouf, 1995: 11, 389, 395).
No obstante, este ensayo que tuvo tanta influencia en el espacio
público estuvo lejos de generar unanimidad entre los especialistas
—aunque muchos admiren su calidad literaria, otros (a veces los mis-
mos) lo acusan de ignorar la historia de Estados Unidos, y, del lado
francés, de mantener la ilusión de una “historia sin enfrentamientos”,
según Michelle Perrot (Le Débat: 130), mientras favorece “la ocultación
de la cuestión de la igualdad” para Geneviève Fraisse (1995: 340)—.
Esto, sin embargo, merece ser analizado. Las reacciones no se reparten
de ninguna manera según divisiones nacionales: la estadounidense
Lynn Hunt y la francesa Elisabeth Badinter aplauden el ensayo, mien-
tras que la francesa Michelle Perrot y la estadounidense Joan W. Scott
coinciden en la crítica política. Podemos, entonces, preguntarnos: ¿Por

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


EL IMPERIO DEL GÉNERO 21

qué el género se ha convertido hoy en día en un asunto de interés na-


cional? Es justamente lo que confirma la respuesta de Mona Ozouf a sus
críticas: lo que se le reprocharía es que “no usa esta noción de ‘género’
convertida en el concepto multiusos de la historia de las mujeres”; ahora
bien, el gender sería “una palabra casi intraducible en francés” (Le Débat,
1995: 139, 143).
No obstante, ni siquiera es necesario importarla: desde la escuela
primaria todos los niños de Francia escuchan hablar de género, al mis-
mo tiempo que de número. Y este uso gramatical no está tan alejado
del concepto feminista: después de todo, para no tomar más que un
ejemplo, si la luna y el sol cambian de género al pasar del francés al
alemán se debe a que lo arbitrario del signo no remite a la naturaleza
de las cosas, sino a una convención social. Si para Mona Ozouf la pa-
labra es “intraducible” es porque así la hizo, no en función de alguna
propiedad lingüística esencial del francés o del inglés, ni de algún rasgo
inmemorial de la cultura nacional de un país u otro, sino en razón de
una nacionalización de los retos científicos y políticos del género; en
resumen, debido a una historia. ¿Cómo comprender lo que se impuso
en el transcurso de los años noventa como una evidencia compartida
tanto en el mundo universitario como en el debate público: a saber,
que el gender se reduciría a su origen para no tener sentido más que en
el contexto de la cultura política estadounidense, donde fue formulado
por primera vez?
La génesis de este lugar común debe menos a las controversias en el
mundo universitario —es importante anotarlo— que a los debates en
el espacio público. De hecho, más allá de las conmemoraciones histó-
ricas, el año del bicentenario de la Revolución francesa fue también el
de la caída del muro de Berlín y el de la primera disputa sobre el velo
islámico en Francia. Dicho de otra manera, el del final del marxismo
como “horizonte insuperable”, según la famosa expresión de Sartre, y
el del principio de las polémicas que oponen la Francia republicana al
multiculturalismo considerado “estadounidense”. De hecho, es precisa-
mente en 1989 cuando se invierte el sentido de la “retórica de América”
(Mathy, 1993), particularmente en el discurso liberal que dominaba el
paisaje intelectual francés desde los años ochenta. Durante este decenio
“América” había proporcionado el modelo de una Revolución liberal, en

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22 ÉRIC FASSIN

contraste con el Terror francés y sus prolongaciones marxistas; a partir de


1989 iba a encarnar, en materia de política minoritaria, los excesos de las
“pasiones democráticas”; en otras palabras, los de una igualdad sin freno.
Resumiendo, “en las polémicas, el ‘PC’ de lo ‘políticamente correcto’
reemplazó al PC del partido comunista: a partir de entonces ‘América’
encarnaba el antiliberalismo” (Bassin, 1993a; 1994; 2001: 82).
En efecto, la disputa de lo “políticamente correcto” es importada
a Francia por intelectuales liberales neotocquevilianos, antes fervientes
admiradores de América, quienes de repente se convirtieron al antiame-
ricanismo —como François Furet y Philippe Raynaud, especialistas en
historia política— en Le Débat y en las Notas de la fundación Saint-
Simon, pero también en Le Nouvel Observateur y Libération. Así fue
como la ofensiva lanzada en 1990 en Estados Unidos por intelectuales
neoconservadores contra la izquierda radical de los campi encontró un
relevo en Francia a partir de 1991, no solamente a la derecha sino tam-
bién a la izquierda. En otras palabras, la batalla política entablada en la
vida intelectual al otro lado del Atlántico se transforma, en su versión
francesa, en un contraste nacional entre dos culturas políticas.
Esta nacionalización culturalista de las divisiones políticas fija la
mirada sobre el conjunto de las políticas minoritarias, prohibiendo en
particular a los descendientes de inmigrantes existir como sujetos polí-
ticos, so pena de contravenir el universalismo que supuestamente define
la República: hacía falta prevenir a la nación francesa contra todo comu-
nitarismo “a la gringa”. La polémica contra lo “políticamente correcto”
encontrará, sin embargo, una prolongación específica en los ataques
contra lo “sexualmente correcto” (Fassin, 1991, 1993b, 1997). Aunque
esta expresión, utilizada para denunciar la politización del género y la
sexualidad, en particular en las violencias hacia las mujeres, data de 1993
tanto en francés como en inglés, la carga es lanzada por primera vez en
1991, cuando el juez negro Clarence Thomas es acusado de acoso sexual
por la jurista negra Anita Hill, su antigua subordinada, en la víspera de
ser confirmado por el Senado para llegar a la Corte Suprema.
La resonancia de las audiencias supera ampliamente las fronteras
de Estados Unidos: en Francia nos escandalizamos fácilmente no por
el acoso sino por la denuncia. La ensayista Elisabeth Badinter se rebela
en Le Nouvel Observateur (1991) contra una verdadera “cacería de

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


EL IMPERIO DEL GÉNERO 23

brujas” que sería imputable a una herencia puritana —antes de utilizar


los análisis de Michèle Sarde, universitaria francesa emigrada a Esta-
dos Unidos, para alabar los encantos de la mixidad francesa—: “las
feministas estadounidenses reprochan con frecuencia a las francesas su
connivencia con los hombres. Es cierto que, más allá de las polémicas
y críticas que opusieron a hombres y mujeres, la francesa nunca ha roto
totalmente el diálogo con su cómplice” (Badinter, 1992; Sarde, 1984,
2007). Según Elisabeth Badinter, la singularidad francesa prepara así el
terreno de la excepción francesa para Mona Ozouf.
Aunque la tesis de Ozouf es discutida, sus críticas se inscribían,
incluso antes de la publicación de su ensayo, en una perspectiva sobre
el género formulada en términos nacionales. Sucede lo mismo con
Michelle Perrot en un balance sobre la historia de las mujeres que
publica un año antes en Estados Unidos. La historiadora justifica en
estos términos la mixidad constantemente reivindicada de la Historia
de las mujeres en Occidente, incluso en la dirección del proyecto com-
partido con Georges Duby: “debilidad objetiva”, “falta de ambición”,
pero “nuestra actitud ilustra también la vía que, por coacción y por
elección, hemos seguido: la de la integración, más que de la secesión,
que caracteriza, de una manera general, la del feminismo francés”. Y
vuelve sobre esta hipótesis: “En Francia las mujeres tienen más bien el
deseo de evitar todo enfrentamiento con el otro sexo, incluso la volun-
tad de estar de acuerdo con él”. Esto sería por razones que vienen de la
cultura política: “La ‘conciencia de género’, el ‘nosotras’ de las mujeres
francesas no puede, en esta democracia individualista, alcanzar el nivel o
por lo menos tomar las mismas formas que en la sociedad comunitarista
estadounidense” (1994: 55-56).
Si Michelle Perrot hace aquí aparentemente la promoción de Mona
Ozouf, a quien no dejará de criticar poco después, no es sólo porque
cada una retoma el argumento reconfortante propuesto por el histo-
riador de las ideas Pierre Rosanvallon (1993) sobre otra especificidad
francesa, menos halagadora, casi embarazosa a la hora en que emergen
justamente las reivindicaciones paritarias: el retraso en materia de su-
fragio femenino. Es también porque ambas se inscriben en un mismo
espacio público, francés, definido por la importación de las contro-
versias sobre lo “políticamente correcto” y lo “sexualmente correcto”.

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24 ÉRIC FASSIN

Porque el rechazo a los estudios feministas es también el rechazo al


feminismo: si el gender es relegado como una extrañeza extranjera intra-
ducible, que calificamos de buena gana de “anglosajona”, es porque, en
un contexto de fuerte politización de las cuestiones sexuales al otro lado
del Atlántico, aparece como portador de un proyecto crítico que pone
en duda la visión consensual de una armonía entre los sexos inherente
a la cultura francesa.
Es entonces, al final de un proceso político, que el mundo culto
francés cierra la puerta al género. El rechazo a establecer un diálogo con
los trabajos de lengua inglesa sobre el gender, a pesar de una retórica de
cientificidad, se debía menos a las exigencias del campo científico que
a las lógicas del debate público, ya que el culturalismo de la “retórica
de América” remitía a un nacionalismo que estaba en el aire del tiempo
republicano. Si el género no tenía derecho de ciudadanía en Francia, y
particularmente en el campo universitario, es porque aparecía como una
herramienta crítica. Asimismo, cabe subrayar la ironía de esta naciona-
lización del género con espejismo transatlántico en la primera mitad de
los años noventa. Si en Francia el mundo universitario, más deseoso
de autonomía científica después de las contrariedades ideológicas de
los años setenta y las renuncias de los ochenta, acusaba a los estudios
feministas de ser aun menos científicos que comprometidos (Lagrave,
1990), es precisamente la debilidad institucional en este ámbito de
investigación lo que los hacía más vulnerables a las órdenes del espacio
público. Si en Estados Unidos el reconocimiento permitió la constitu-
ción de un campo autónomo, en Francia, paradójicamente, la falta de
reconocimiento hizo el juego de la heteronomía, y la distancia se mide,
entonces, con la fortuna (o el infortunio) del concepto género.

¿UN IMPERIALISMO DEMOCRÁTICO?

En 1997, la historiadora Françoise Thébaud, quien había dirigido el


quinto y último volumen de la Historia de las mujeres, publicó una
síntesis particularmente rica sobre este campo historiográfico. La
autora inscribía su obra en reacción al ensayo de Mona Ozouf y en
el “nuevo empuje de antiamericanismo centrado en la denuncia de la

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EL IMPERIO DEL GÉNERO 25

political correctness y de los prejuicios del feminismo del otro lado del
Atlántico en la sociedad y la universidad”. De hecho, si la tercera parte,
sobre “El tiempo del gender”, conservaba el término en inglés, al lado
de una historiografía estadounidense, los volúmenes de Historia de las
mujeres fueron presentados como “El gender a la francesa”. Françoise
Thébaud terminaba su introducción confesando haber vacilado mu-
cho sobre la elección del título, con variantes en particular sobre una
versión “cronológica: ‘De la historia de las mujeres a la historia de las
relaciones entre los sexos’, o: ‘De la historia de las mujeres a una lectura
sexuada de la historia’, o incluso: ‘De la historia de las mujeres a una
historia del género’” (Thébaud, 1997: 22). La historiadora había op-
tado finalmente por Ecrire l’ histoire des femmes, pero en 2007, para la
reedición, esta solución más neutra se ve completada por et du genre.
Diez años antes todavía había que disculparse por hablar de género: el
mismo historiador Alain Corbin, ¿no evocaba en el prefacio “el debate
que opone una historia anglosajona dominante a una historia nacio-
nal que clama su diferencia”, para preocuparse de la eventual “desapa-
rición de la especificidad francesa”? (1997: 11).
De la ocultación al alarde: éste es el itinerario del género en Francia
durante el último decenio, que resume este ejemplo editorial. Al con-
trario de lo que sucedía ayer, hoy en día la palabra se escribe fácilmente
en francés y sin comillas: desde los años 2000, se le encuentra, cada día
más, en el campo universitario en títulos de artículos y libros, así como
en los de revistas y colecciones editoriales; incluso en categorías insti-
tucionales del mundo de la investigación. Las traducciones constituyen
un buen indicador. Después de su artículo inaugural sobre el género,
publicado en 1988, la historiadora Joan W. Scott no fue muy traducida
al francés, hasta la aparición, en 1998, de La citoyenne paradoxale, en
donde, en tanto respuesta a Mona Ozouf, establece un vínculo entre la
crítica feminista a la Revolución francesa y la actualidad de la reivin-
dicación paritaria (Scott, 1998, 2005). En cuanto a Gender Trouble, la
obra que la filósofa Judith Butler publica en Estados Unidos en 1990,
hubo que esperar hasta 2005 para contar con una traducción al francés,
aun cuando esta obra ya había sido traducida a otras dieciséis lenguas
(Butler, 2005).

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26 ÉRIC FASSIN

¿En qué contexto social se inscribe la entrada del género, concepto


crítico, en la caja de herramientas científicas? Desde finales de los años
noventa, y aún más en la primera década del siglo XXI, en Francia el
género ya no se esconde, se reivindica. Ya no es un estigma; hasta pue-
de rendir beneficios simbólicos. Empezamos a hacer una carrera
profesional en el género, como lo atestiguan las tesis y subvenciones de
investigación, que esperan la confirmación de puestos. Por supuesto en-
contramos todavía reacciones muy significativas por su hostilidad: van
de la Comisión General de Terminología y Genealogía, que publica en
2005 una “recomendación sobre los equivalentes franceses del gender”
en el Journal officiel, al Consejo Pontifical para la Familia, del que
podemos leer el mismo año un Léxico de los términos ambiguos y con-
trovertidos, donde el género es objeto de tres artículos hostiles; en otros
términos, del Estado francés al Vaticano (Fassin, 2008).
No importa: ayer vilipendiado, el género es hoy más legítimo, inclu-
so a la moda, como lo demuestran las revistas… Lo que no ocurre sin
una banalización, con el riesgo de debilitar lo que Joan W. Scott llamaba
su “filo crítico”: en 1999, en un nuevo prefacio a su compilación fun-
dadora, la historiadora se muestra preocupada por semejante evolución
en la lengua inglesa: “mientras que nos acercamos al final de los años
noventa, el ‘género’ parece haber perdido su capacidad de asombrarnos
y provocarnos. En Estados Unidos ya forma parte del ‘uso ordinario’:
lo proponemos comúnmente como sinónimo de mujeres, de diferencia
entre los sexos, de sexo. A veces significa las reglas sociales impuestas
a hombres y mujeres, pero raras veces se remite al saber que organiza
nuestras percepciones de la ‘naturaleza’” (Scott, 1999: xiii).
¿Cómo entender este notable cambio de la ilegitimidad a la banali-
zación? Precisémoslo primero: por supuesto, no hace falta deducir que
no es que las preguntas sexuales no se plantearan en la Francia de prin-
cipios de los años noventa; es más bien que no eran externadas —era
más difícil hacerlo a causa de esta ilegitimidad—. No atormentaban
menos a la sociedad francesa. Después de todo, es justamente durante
este periodo de antifeminismo que emerge, con la toma de conciencia
de una exclusión política, la reivindicación paritaria, pero también es
cuando se vota la primera ley sobre acoso sexual, en 1992, mientras
que el mismo año una encuesta sobre sexualidad —que anuncia la gran

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


EL IMPERIO DEL GÉNERO 27

Encuesta sobre las violencias hacia las mujeres que publican el Institut
National d’Études Démographiques (INED) y el Institut National de
la Statistique et des Études Économiques (INSEE) en 2003— revela,
de paso, un problema que contribuye también a cuestionar la visión
conciliadora de un “suave comercio” entre los sexos. Es necesario,
entonces, invertir la perspectiva: la nacionalización del género no
debe interpretarse como el signo de una armonía preestablecida que
la amenaza extranjera de una americanización vendría a perturbar; es,
al contrario, en reacción contra un malestar en “el orden simbólico”
—cuyos síntomas empiezan a aparecer en la sociedad— que la cultura
nacional es invocada con la esperanza de conjurarlo. El culturalismo
tiene como objetivo prevenir la politización de las cuestiones sexuales
en el momento mismo que ésta emerge, remitiéndola fuera de Francia,
hacia la extrañeza o singularidad de “América”. En otros términos, se
trata otra vez de hacer política.
Lo que cambia a finales de los años noventa no es, entonces, la poli-
tización, ya inscrita en el paisaje francés a principios del decenio, sino
la legitimidad de esta politización. Una vez más, el contexto político
viene a aclarar las condiciones sociales de la conceptualización. En
efecto, es debido a que las cuestiones sexuales se vuelven de actualidad
en el debate público que la cuestión del género se convierte en “buena
para pensar”, incluso en el campo universitario. En 1997, la inespera-
da llegada al poder de la “izquierda plural” lanza un doble debate, a la
vez, sobre lo que será en 1999 el PaCS —o pacto civil de solidaridad
destinado a las parejas, del mismo sexo o no— y sobre la paridad en los
mandatos electorales y las funciones electivas, lo que da lugar el mismo
año a una revisión de la Constitución. Mientras que, anteriormente,
y como lo vimos, desde 1989 las políticas minoritarias eran recusadas
para evitar toda americanización de la cultura francesa, actualmente
son las cuestiones de sexualidad y género las que irrumpen en el de-
bate público, con la prostitución y la pornografía, el acoso sexual y la
violencia hacia las mujeres. Luego, entonces, es el turno de Francia: lo
que se veía como extraño para su cultura ahora define el debate público.
La politización de las cuestiones sexuales se convierte en un asunto de
actualidad (Fassin, 2006c).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


28 ÉRIC FASSIN

Este cambio se acompaña de un vaivén fuera de la lógica estric-


tamente nacional. El rechazo al género significaba ayer la excepción
francesa; la suscripción al género señala hoy en día la inscripción en la
modernidad occidental. El género ya no es el síntoma de un malestar en
la cultura americana; se ha convertido en el emblema de la democracia.
De hecho, convendría hablar de internacionalización más que de ame-
ricanización —como lo demuestra la influencia en este ámbito, en el
caso de la ley francesa sobre el acoso sexual, de la Unión Europea, pero
también de organizaciones internacionales—, y es así como en 1995,
en el marco de la conferencia de Pekín sobre las mujeres, auspiciada
por la Organización de las Naciones Unidas, muchos, al igual que el
Vaticano, toman conciencia de que el género está a punto de ser un
lenguaje privilegiado de la modernidad democrática.
Sin embargo, después del 11 de septiembre de 2001 la nueva geopo-
lítica del género no avanza sin traer, también, nuevos problemas. De
hecho, lo que he propuesto llamar la “democracia sexual”, es decir, la
desnaturalización del orden de los sexos y de las sexualidades en nombre
de los principios políticos de libertad e igualdad, se encuentra inserto en
la retórica del “conflicto de las civilizaciones” (Fassin, 2006a, 2007): el
argumento propuesto por el experto conservador Samuel Huntington
(1993) después del final de la guerra fría es revisado por los politólogos
Ronald Inglehart y Pippa Norris (2003), para quienes el “verdadero
conflicto de las civilizaciones” sería sexual, y estaría fundado sobre un
abismo irreducible entre las culturas “occidental” y “musulmana” que
se manifiesta en los desafíos alrededor del velo islámico, de los matri-
monios forzados y de la poligamia, de la mutilación de los genitales
y, más generalmente, de la condición de las mujeres, pero también de
los homosexuales, de la despenalización de la sodomía al principio del
matrimonio: se trata, a la vez, de igualdad entre los sexos y de libertad
sexual. En nombre de la democracia sexual se pone en marcha el nuevo
orden internacional y, efecto perverso que se concibe fácilmente, la crí-
tica al imperialismo se acompaña a menudo hoy en día, y no solamente
en el mundo musulmán, de una politización reaccionaria contra el
imperio de la democracia sexual.
Por supuesto el reto no concierne solamente al ámbito académico,
pero es en este amplio contexto donde se despliega en la actualidad la

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


EL IMPERIO DEL GÉNERO 29

política científica del género. Figuras centrales en la historia de este


concepto no se equivocaron: hoy en día toman por objeto de reflexión
los usos imperialistas del género en el escenario internacional, como lo
hace Judith Butler (2008) en un recorrido que la lleva de Guantánamo
al Vaticano, pasando por los Países Bajos de Pim Fortuyn y Theo van
Gogh, o en Francia, al igual que Joan W. Scott (2007) en su ensayo
histórico sobre el velo islámico; después de todo, ¿la igualdad entre los
sexos no se ha convertido, durante la campaña presidencial de Francia
en 2007, en un ejemplar de la identidad francesa, si escuchamos a
Nicolas Sarkozy?
Lejos de las supuestas incompatibilidades entre culturas nacionales,
estas teóricas estadounidenses coinciden con una feminista igualmente
comprometida desde hace mucho tiempo con la tarea de pensar el gé-
nero, como lo es Christine Delphy (2006), quien intenta desmontar la
oposición entre “antisexismo” y “antirracismo” como “un falso dilema”
(Fassin, 2006b), o con una socióloga como Nacira Guénif-Souilamas
(2004), quien trata de pensar los términos de una resistencia de las
beurettes (jóvenes mujeres árabes) en el manifiesto feminista contra
“el muchacho árabe” (Butler et al., 2007). Esta conciencia del nuevo
contexto afecta también a la antropología, como sucede con Ann L.
Stoler (2008), cuyo trabajo histórico sobre la política colonial de la inti-
midad aclara la actualidad del biopoder sexual, y con Saba Mahmood
(2005), feminista pakistaní establecida en Berkeley que ha teorizado su
etnografía de la piedad femenina en Egipto a la luz de la intervención
estadounidense en Afganistán —que la esposa del presidente Bush
justificaba en nombre de la emancipación de las mujeres—, lo mismo
que los análisis de Nilüfer Göle (2003), profesora-investigadora turca
en París, sobre el velo en Turquía, releídos bajo una nueva luz después
del 11 de septiembre.
En resumen, el abismo transatlántico se reduce hoy en día no sólo
porque Francia finalmente, renunciando a reivindicar una singularidad,
se suma con las otras naciones al género, sino también porque el
feminismo, tanto en su versión universitaria como en sus prácticas
militantes, es atravesado, en los dos lados del Atlántico, por una misma
tensión que resulta de los usos imperialistas del género. Esta cuestión
fue planteada desde finales de los años noventa en Francia: ¿Qué es lo

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


30 ÉRIC FASSIN

que la legitimidad hace al género? Pero puede ser reformulada, y el rasgo


se endurece después del 11 de septiembre de 2001: ¿en qué se convierte
una herramienta crítica cuando es utilizada con fines normativos?
Como ya vimos, la tensión entre los dos proyectos está inscrita en la
historia del género: en los años setenta las feministas estadounidenses
lo tomaron del discurso psicomédico, que lo desarrollaba desde los
años cincuenta, para conservar sólo la desnaturalización, invirtiendo
su perspectiva normativa para privilegiar una interrogación crítica. La
coyuntura histórica en la cual se inscribe nuestra actualidad es la de
la imagen en el espejo: la nueva retórica de la democracia sexual es,
sin duda, explícitamente política, y el supuesto anclaje en una cultura
“occidental” no nos hace volver a alguna naturaleza de la diferencia de
los sexos, pero esta vez las políticas de los Estados se apropian el con-
cepto que el feminismo había desviado con la intención de transformar
la mirada crítica en proyecto normativo.
En cualquier caso, observamos, sin embargo, que la ambigüedad
del género proviene del contexto político. ¿Estará la autonomía cientí-
fica constantemente amenazada por la heteronimia? Sin duda, algunos
verán la confirmación de su desconfianza ante un concepto “impuro”,
en tanto que es tachado de político, pero la historia que acabamos de
reconstruir podría, a la inversa, incitar, por lo menos es la intención
que la guía, a la toma de conciencia de que no hay concepto “puro”,
independiente del contexto de su emergencia o importación. Las herra-
mientas con las cuales trabajan las ciencias sociales no escapan nunca a
su naturaleza social. La ventaja de los conceptos politizados abiertamen-
te, desde el mismo punto de vista de la cientificidad, es que no permiten
que nos ceguemos sobre esta verdad. El género nos compromete, así,
a no ocultar la historicidad de las nociones con las que trabajamos. Al
contrario de las ciencias “duras”, es en el terreno de la historia donde
se construye la arquitectura de las ciencias sociales, y en este paisaje
movedizo, casi surrealista, nuestras herramientas conceptuales se revelan
como escaparates flexibles impregnados de historia.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 11-35


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La teoría literaria feminista y sus lectoras nómadas
Nattie Golubov*

RESUMEN
En este texto se presenta una breve recapitulación acerca de cómo, en las
teorías literarias feministas que más influencia han tenido en los estudios
literarios académicos, las categorías mujeres y mujer han dejado de ser
conceptos esencialistas y se han convertido en signos que adquieren sen-
tido en contextos discursivos específicos. Para realizar este recorrido, primero
se traza esta trayectoria como se ha hecho convencionalmente, una historia
lineal que va del reduccionismo esencialista al postestructuralismo, para
proponer después una interpretación distinta que destaca la ubicación y el
papel de la lectora feminista. En el ensayo se propone que esta lectora es
una entidad nómada y un locus de enunciación producto de la teorización
feminista en general, una lectora que transita libre pero intencionadamente
entre muchas perspectivas interpretativas, que incluyen al lector implícito en
el texto y a la lectora situada contextualmente.
Palabras clave: teoría literaria feminista, esencialismo, locus de enunciación, interpretación
feminista.

ABSTRACT
This paper revisits two foundational essays that have reshaped the field of
feminism, gender and literary studies. I show how the category of woman has
been unpacked and the ways it has shifted to become a contested sign that
acquires meaning in specific discursive contexts. The essay maps a conven-
tional trajectory that begins with essentialist reductionism, ends with posts-
tructuralism, and continues to offer another interpretation of this history,
which underlines the role of the feminist reader. This essay proposes that this
reader is a nomadic entity and a locus of enunciation, a product of feminist
theory in general, a reader that freely though intentionally moves between
many interpretive perspectives that include that of the reader implicit in the
text as well as that of the contextually situated reader.
Key words: feminist literary theory, essentialism, locus of enunciation, feminist interpretation.

* Centro de Investigaciones sobre América del Norte, Universidad Nacional Autónoma


de México. Correo electrónico: <ngolubov@servidor.unam.mx>.
38 NATTIE GOLUBOV

En este ensayo voy a presentar una breve recapitulación acerca de cómo,


en las teorías literarias feministas que más influencia han tenido en
los estudios literarios académicos, las categorías mujeres y mujer han
dejado de ser conceptos esencialistas y se han convertido en signos que
adquieren sentido en contextos discursivos específicos.1 Para efectuar
este recorrido trazaré primero esta trayectoria tal y como se ha hecho
convencionalmente, como una historia lineal que va desde el reduccio-
nismo esencialista hasta el postestructuralismo, para proponer después
una interpretación distinta de esta historia que destaca la ubicación
y el papel de la lectora feminista específicamente. Propongo que esta
lectora es una entidad nómada y un locus de enunciación producto de
la teorización feminista en general, una lectora que transita libre pero
intencionadamente entre muchas perspectivas interpretativas, que inclu-
yen al lector implícito en el texto y a la lectora situada contextualmente.
Aunque esta lectora puede construirse de muchas maneras, quiero
sugerir que el sujeto lector feminista es semejante al sujeto femenino
del feminismo, “un sujeto genérico, heterogéneo y heterónomo” que
está atado simultáneamente, según Teresa de Lauretis, a las restricciones
sociales e institucionales; es un sujeto (una lectora) activo(a), un usuario
de la cultura “definido desde el inicio por su conciencia de opresión —de
opresión múltiple—” (Lauretis, 1991: 179). Si ponemos atención a la
posición que ha ocupado la lectora feminista ante el texto literario en

1
Por esencialismo entiendo “el modo de pensar que supone que todas las manifestaciones
de la diferencia de género son innatas, transculturales y ahistóricas. En esta formulación el esen-
cialismo constantemente hace referencia a las diferencias biológicas entre los sexos, empleando
esta lógica para explicar las manifestaciones más amplias de la diferencia sexual. Este tipo
de esencialismo biológico fue rechazado por la mayoría de las feministas a favor de una pers-
pectiva socio-constructivista de las relaciones de género. Más recientemente, las feministas
han cuestionado la naturaleza de la relación entre sexo y género y la prudencia de replicar
implícitamente la oposición binaria entre naturaleza y cultura. También se han preguntado si
la manera en que comprendemos a la naturaleza ha sido suficientemente investigada. Desde
el punto de vista del posmodernismo, algunas feministas han cuestionado la validez de las
categorías de género argumentando que sólo pueden definirse en relación unas con otras sin
hacer referencia a una verdad exterior” (Pilcher y Whelehan, 2004: 41). Diana Fuss ha señalado
que el esencialismo en sí mismo no es “ni malo ni bueno, progresivo o reaccionario, benéfico o
peligroso”, el problema es su uso. Además, la idea del esencialismo como “creencia en la esencia
real y verdadera de las cosas” (Fuss, 1989: xi) puede utilizarse en contextos muy diversos y con
distintos propósitos. De lo que se ocupa una lectora feminista es de analizar y explicar estos
usos de las categorías, los procesos de significación.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 39

los tres momentos convencionales identificados más adelante, éstos


pueden reorganizarse en dos: aquellos que usan el texto literario como
fuente de información sobre la ideología del autor o la experiencia de la
autora y aquel en el que se reconocen las restricciones que el texto litera-
rio impone a su potencial semiosis ilimitada, al tiempo que atiende no
sólo las diferencias entre una lectora y otra, sino en cada una de ellas.
Pero antes de extenderme quisiera hacer algunas acotaciones. Desde
hace ya varios años se ha reiterado el hecho de que la teoría literaria
feminista no es —ni ha sido nunca— una teoría unificada con un
cuerpo finito de obras que ofrezcan un conjunto de técnicas y conoci-
mientos necesarios para el análisis de las características, propiedades
y funciones formales y temáticas de los distintos tipos de texto que
hay y de los procedimientos, modelos y estrategias para darles sentido
con “perspectiva feminista”, puesto que hay teoría literaria feminista
marxista, postestructuralista, narratológica, estructuralista, poscolonial,
psicoanalítica, bajtiniana, queer, deconstruccionista, neohistoricista,
entre muchas otras.2 No obstante esta diversidad, cabe señalar que las
teorías literarias feministas son teorías de la interpretación y la lectura,
aunque difieren de otras teorías de la interpretación por las tres eleccio-
nes interpretativas que se explican en los puntos 2, 3 y 4 que se tratan
a continuación.
El primer elemento lo comparten las teorías literarias feministas con
la teoría literaria en general:

1. Para empezar, son semejantes a la teoría literaria que, en su for-


mulación más simple, puede definirse como “el proceso de reflexionar
sobre los marcos, principios y supuestos subyacentes que conforman
nuestros actos de interpretación” (Felski, 2008: 2).3 Esta tarea incluye
el análisis y la discusión autorreflexiva de los supuestos y criterios con
los que operan las diferentes escuelas teóricas y críticas, como la nueva

2
Véase, por ejemplo, Ambiguous Discourse: Feminist Narratology and British Women Writers,
de Kathy Mezei; Feminism, Bakhtin, and the Dialogic, de Dale Bauer y Susan McKinstry; las
obras neohistoricistas de Catherine Gallagher, como Nobody’s Story: The Vanishing Acts of Women
Writers in the Maerketplace, 1670-1820, y Feminism and Deconstruction, de Diane Elam; Colo-
nial Fantasies: Towards a Reading of Orientalism, de Meyda Yegenoglu, entre muchos otras.
3
Todas las citas que en el original están en inglés han sido traducidas por mí.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


40 NATTIE GOLUBOV

crítica, el formalismo ruso, la mitocrítica, la estética de la recepción, la


semiótica y el estructuralismo, por mencionar sólo algunas.
2. Las teorías literarias feministas suponen que existe una relación
compleja entre los textos que se analizan y el entorno sociocultural y
geográfico en el que fueron escritos y son leídos. Esta relación nunca es
transparente (la literatura no refleja una situación o condición extralite-
raria, sino que la representa), ya que la obra literaria se concibe como
(inter)texto, una instancia en la que se entretejen e integran los sistemas
de significado a los que se refiere. Esto significa que las teorías literarias
feministas rechazan el proyecto inmanentista de la literatura, que plan-
tea que “cada texto será su propio marco de referencia […] y la tarea del
crítico ajena a todo juicio de valor se agotará en el esclarecimiento de
su sentido, en la descripción de las normas y los funcionamientos tex-
tuales” (Todorov, 1991: 139). En cambio, sostienen que el sentido de
cada texto sólo puede ser establecido en relación a sus contextos parti-
culares de escritura y recepción. Incluso, aquel análisis que parezca más
inocente, por limitarse a rasgos intrínsecos y textuales, como metáforas,
aliteraciones, tramas, tipos de narrador, etc., favorece una concepción
de la literatura que fomenta, a su vez, una cierta cosmovisión. Desde el
feminismo, no puede disociarse la interpretación de la evaluación, así
como tampoco pueden divorciarse los elementos formales de la obra
literaria del entorno sociocultural y geográfico en el que ésta se concibe,
puesto que también son fenómenos históricos. Por supuesto, en este
aspecto las teorías literarias feministas son comparables a las posturas
marxistas, neohistoricistas y materialistas de la literatura y mantienen
un diálogo con ellas.
3. Del punto anterior se deriva el tercer eje de la interpretación: las
relaciones entre los textos literarios y los discursos que se encuentran en
ellos y los disponibles para un público lector o una comunidad interpre-
tativa son necesariamente políticas, porque implican relaciones de poder.
Como bien han señalado autores como Teun A. van Dijk, Mary Talbot,
Norman Fairclough, Ann Weatherall, los discursos como sucesos de la
comunicación “son cuerpos de conocimiento y de prácticas histórica-
mente constituidos que otorgan lugares de poder a unos y no a otros.
Pero sólo pueden existir en la interacción social y en situaciones espe-
cíficas. Así que el discurso es tanto acción como convención” (Talbot,

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 41

2001: 154). Entre otras cosas, esto implica que los discursos producen
activamente lugares de enunciación y posiciones subjetivas que tienen
consecuencias materiales y simbólicas, individuales y colectivas. Las
teorías literarias feministas están atentas en un primer momento a las
formas androcéntricas (por ejemplo, en el uso del género masculino
como neutro) de la propia lengua y las consecuencias que esto tiene en
los procesos de significación, pero sobre todo analizan las condiciones
histórico-sociales de la producción y las condiciones histórico-sociales
de la interpretación de los discursos, entendidos como sistemas de
representación, y su relación con las prácticas sociales no discursivas,
considerando que los textos literarios participan activamente en estos
procesos de interacción social. A raíz de la reciente revisión del concepto
de cultura en los estudios culturales, las teorías literarias feministas han
ampliado su campo de acción para abarcar otros fenómenos culturales
(el cine, la moda, la comida, la corporalidad), sin perder de vista que
los productos culturales tienen una lógica y un funcionamiento pro-
pios, que no pueden ser reducidos a otros fenómenos (como el modo
de producción o el patriarcado) y que algunas dimensiones sociales o
económicas que anteriormente se pensaban independientes de la cultura
tienen aspectos culturales (Barker y Galasinski, 2001: 1).
4. La cuarta y última propuesta es quizá la más importante: lo que
comparten todas las teorías literarias feministas es su preocupación por
las mujeres como escritoras, lectoras y objetos de representación. El
marxismo argumenta que la subjetividad es resultado de las relaciones
sociales de producción y el psicoanálisis sugiere que es producto del
lenguaje; a estos procesos estructurantes de la subjetividad el feminismo
añade otros, las “tecnologías del género”, para usar la frase de Teresa de
Lauretis, que “tienen el poder para controlar el campo del significado
social y, por ello, para producir, promover e ‘implantar’ representaciones
del género” (1991a: 259). De Lauretis retoma el término “tecnología”
de Michel Foucault para mostrar cómo las representaciones del género
se construyen por medio de todo tipo de prácticas discursivas y no-
discursivas (desde los medios de comunicación hasta lo que Althusser
llamó los aparatos ideológicos del Estado, y el propio feminismo, por
supuesto) que organizan las maneras de “hacer” género, con el propósito
de transformarlas.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


42 NATTIE GOLUBOV

Tenemos, entonces, que es posible reunir las diversas teorías litera-


rias feministas porque son teorías de la lectura: revelan que ninguna
interpretación es inocente y, tras reconocer este sesgo, responden con
un ejercicio de lectura intencionado, “entre líneas, o ‘a contrapelo’”
(Lauretis, 1991a: 272), desde otro espacio discursivo. Dicho de otro
modo, estudian el texto literario como un proceso que incluye la pro-
ducción y la interpretación para investigar cómo incide el género en
ambos, y en la medida en que el objeto de estudio se construye como
dinámico, la recepción crítica del texto también lo hace. Este tipo
de ejercicio interpretativo sugiere que toda instancia de crítica litera-
ria feminista —la discusión razonada y el análisis textual de obras
literarias concretas— supone implícitamente la existencia de un tipo
particular de sujeto, que, en mi opinión, es un sujeto (teórico) del fe-
minismo, una lectora feminista. Esta lectora no es la lectora empírica
del texto literario (objeto de análisis de la sociología de la lectura) ni
la narrataria, la lectora ideal o la lectora implícita (aunque la teoría
feminista atiende todas estas instancias), sino un lugar desde donde se
practica la crítica literaria feminista y que es resultado de la teorización
feminista.
Lo que me interesa destacar son las características de este locus de
enunciación que se deriva de algunas teorías literarias feministas, un
locus que cambia conforme cambian los textos que se leen y las con-
diciones institucionales donde se practica la crítica literaria, así como
por la transformación de la teoría feminista en su conjunto como re-
sultado de la revisión e incorporación de ideas, conceptos y métodos
provenientes de otras disciplinas, como la filosofía, la antropología, la
historia, la sociología, el psicoanálisis. No intentaré elaborar una teoría
de la lectura, sino destacar algunos de los rasgos que las teorías literarias
feministas le adjudican a una lectora feminista. Este sujeto lector es un
derivado de las teorías literarias feministas que han elaborado, en su
conjunto, una posición de lectura feminista —una posición discur-
siva producto tanto del propio texto como del contexto y del campo
semántico feminista—, que esencialmente se ha dado a la ambiciosa
tarea de establecer “el fundamento semiótico de una producción di-
ferente de referencias y significados”, una reescritura de la cultura
(Lauretis, 1991: 179).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 43

Dado que el feminismo está siempre atento a las formas en que las
circunstancias sociales y culturales, políticas y económicas sujetan/subje-
tivan a las mujeres, y que, por tanto, la crítica literaria feminista atiende
específicamente a las prácticas significantes que producen a “la mujer” en
textos específicos, la lectora feminista ocupa una posición frente al texto
literario que podría describirse como nómada, incómoda, distinta de
lo que podríamos denominar una lectora femenina o una mujer lectora,
porque supone una autoconciencia y una actividad reflexiva que exige
una postura móvil ante el texto literario y un exilio metafórico con
respecto a la literaturidad. Si pensamos en la teoría literaria feminista
como una forma de “toma de conciencia del carácter discursivo, es
decir, histórico-político, de lo que llamamos realidad” (Colaizzi, 1990:
20), que en la práctica constantemente se enfrenta a la necesidad de
reemplazar las representaciones dominantes y preferentes de “la mujer”
—un sujeto colectivo esencializado y homogéneo— para reemplazarlas
con “las mujeres” —sujetos materialmente engendrados con identi-
dades múltiples, cambiantes y contradictorias—, la lectora feminista
no sería simplemente una “lectora resistente” (Schweickart, 1986: 42),
atrincherada en una posición ideológica, sino un lugar de enunciación
necesariamente inestable que coopera irreverentemente con el texto.
Quizá, como sugiere Ruth Robbins, sería más atinado describir los
muchos análisis textuales feministas como una serie continua de inter-
venciones en aquellas prácticas de lectura que no contemplan el género
como elemento constitutivo de los discursos literarios y no literarios,
intervenciones orientadas a politizar la lectura (2001: 47).
Como señalé anteriormente, las teorías literarias feministas, al igual
que aquello conocido simplemente como teoría feminista, se resisten a
toda generalización, debido, en parte, a que ha sido una empresa inte-
lectual exitosa y prolífica de gran diversidad —metodológica, temática,
ideológica— que ha transformado radicalmente el estudio académico
de la literatura porque ha demostrado que la escritura, publicación,
circulación y recepción de las obras literarias están inevitablemente mar-
cadas por el género. Sin embargo, a juzgar por el volumen de artículos,
libros y antologías revisionistas publicados en años recientes, parecería
que esta empresa colectiva ha llegado a su fin, puesto que ha cumplido
con el objetivo de revisar los criterios con que se constituyó el canon

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literario, recuperar la obra de autoras que habían sido excluidas de él


y leer críticamente la literatura escrita por hombres. Asimismo, pare-
cería que metodológica y conceptualmente se ha agotado la empresa
teórica: ahora se trata de emplear sus propuestas y contrapropuestas
para analizar obras literarias de todas las épocas escritas por hombres y
mujeres, revisar los criterios valorativos que sustentan el canon literario
y los géneros literarios que éste privilegia y replantear teorías literarias
(teoría de la recepción, narratología, semiótica, etc.) con el género como
eje de análisis.
Podría pensarse que el éxito de las teorías literarias feministas ha
precipitado su fin, al menos en lo que respecta a sus propuestas teóricas.
En este sentido, las teorías literarias feministas comparten el mismo
destino que las de la época de oro de la teoría cultural, que, según Terry
Eagleton, ya terminó: “la generación posterior a la de [las] figuras inno-
vadoras hizo lo que las generaciones posteriores hacen habitualmente.
Desarrollaron las ideas originales, las ampliaron, las criticaron y las
aplicaron. Los que pueden, reelaboran el feminismo o el estructuralismo;
los que no, aplican estos puntos de vista a Moby Dick o a El gato gara-
bato” (2005: 14). El resultado es que existe una plétora de inventarios
y balances que reconstruyen una genealogía continua de la teoría lite-
raria feminista (en singular), por lo general con fines pedagógicos, que
implícitamente sugieren una progresión que va desde la intensamente
política pero teórica y conceptualmente ingenua crítica a la década de
los años setenta hasta la sofisticación postestructuralista de los ochenta
en adelante.4 Esta historia, engañosamente progresiva (que en ocasiones
también se describe con un dejo de nostalgia por las certezas pasadas y
el vigor del compromiso político), va más o menos como sigue.
Empezamos con la madre fundadora, Virginia Woolf, y seguimos
con la época posterior a 1968, identificada con el feminismo de la se-
gunda ola (aunque en ocasiones se menciona a Simone de Beauvoir),
que proliferó en el contexto del movimiento de liberación femenina.
Este periodo se asocia con un conjunto de textos fundacionales como
Thinking about Women, de Mary Ellman (1968); Patriarcal Attitudes, de
Eva Figes (1970); El eunuco femenino, de Germaine Greer (1970), y el

4
Véanse Guerra, LeBihan y Gallop como ejemplos de esta tendencia revisionista.

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 45

más conocido de todos, Política sexual, de Kate Millett (1970), que son
clasificados por su análisis crítico del “patriarcado”, el deseo masculino y
el cuerpo objetivado y cosificado de las mujeres. Suponían que las mu-
jeres eran condicionadas para cumplir con las normas internalizadas de
una feminidad pasiva, dependiente, sumisa, cuyo deseo está orientado
exclusivamente a satisfacer el deseo masculino. Basta una cita de Millett
para ejemplificar el tono y la actitud de esta perspectiva:

En nuestro orden social, apenas se discute y, en frecuentes casos, ni si-


quiera se reconoce (pese a ser una institución) la prioridad natural del
macho sobre la hembra. Se ha alcanzado en él una ingeniosísima forma de
“colonización interior”, más resistente que cualquier tipo de segregación,
y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de las clases. Aun
cuando hoy día resulte casi imperceptible, el dominio sexual es, tal vez,
la ideología que más profundamente arraigada se halla en nuestra cultura,
por cristalizar en ella el concepto más elemental del poder. Ello se debe
al carácter patriarcal de nuestra sociedad y de todas las civilizaciones
históricas (1975: 33).

Millett, como las demás críticas de esta época, suponía una relación
transparente entre las imágenes literarias de las mujeres y la realidad, y
entre el género del autor y el narrador, además de que se pasaron por
alto las particularidades de la literaturidad y la textualidad. En términos
del feminismo, tampoco fue muy útil este tipo de lectura porque no se
formularon propuestas alternativas a los estereotipos negativos que
se identificaron y que tanto se criticaron.
Sin embargo, la idea de que el proceso de lectura puede ser diferente
para hombres y mujeres fue revolucionaria porque denunció el supuesto
tácito subyacente a toda crítica y teoría de la época de que los lectores
eran hombres. Por ejemplo, Judith Fetterley postuló en The Resisting
Reader (1978) que, como el lector implícito de los textos literarios es
varón, las obras “cooptan” a la lectora mujer, produciendo “un reconoci-
miento contrario a ella misma” (Littau, 2006: 201). Según Littau, esto
significó que era de importancia política para una mujer “encarar esos
textos ‘como lectora resistente en lugar de aquiescente’” a fin de inver-
tir el proceso de “inmasculación de las mujeres que llevan a cabo los
hombres” (2006: 201). Este enfoque supone dos cosas: que todas las

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mujeres decodifican los textos de la misma manera porque sus sistemas


de significación son semejantes, en tanto que están determinados por
el patriarcado, y que los textos no permiten otras lecturas porque son
“sistemas clausurados y monolíticos” (2006: 201) carentes de indetermi-
naciones. No obstante, una aportación importante de esta crítica es que
pudo establecer una distinción entre la lectora feminista que se resiste
a ser interpelada —“cooptada”— por la estructura apelativa del texto,
al proclamar la libertad de la intérprete, y las destinatarias ideales que
colaboran en la realización del texto en los términos que éste impone.
Una segunda etapa inicia a finales de la década de los setenta, cuan-
do aparecieron libros como The Female Imagination, de Patricia Meyer
Spacks (1976); Literary Women, de Ellen Moers (1978); A Literature of
Their Own, de Elaine Showalter (1977), y The Madwoman in the Attic
(1979), de Sandra Gilbert y Susan Gubar. Este conjunto de obras se
clasifican como pertenecientes a la fase ginocrítica de la teoría literaria
feminista porque, a diferencia de autoras como Millett o Figes, que des-
tacaron las imágenes negativas de las mujeres en la literatura escrita por
hombres (se analizaban los estereotipos y roles femeninos y el posible
efecto negativo que tenían cuando se internalizaban), se enfocaron en
las imágenes y experiencias de las mujeres y la feminidad en la literatura
escrita por mujeres. Algunas de las preguntas que se plantearon fueron
las siguientes: ¿Qué escritoras habían sido excluidas de las historias lite-
rarias y cuáles fueron los criterios estéticos que explicaban esta exclusión
del canon? ¿Eran apropiados los periodos literarios para dar cuenta de
la escritura femenina? ¿Bajo qué condiciones materiales y culturales
escribieron estas mujeres? ¿Hay temas o preocupaciones comunes que
emergen de su situación compartida de opresión y explotación? ¿Hay
rasgos comunes a la literatura de mujeres que justifiquen la creación
de una tradición literaria femenina? ¿Hay un “estilo femenino” o una
“escritura femenina” que exprese una “conciencia femenina”? Se resca-
taron y visibilizaron dimensiones otrora devaluadas de la vida de las
mujeres, como las relaciones entre madres e hijas, la experiencia de
la maternidad y el matrimonio, la amistad entre mujeres; se analizaron
estrategias de resistencia y transformación de tramas y estereotipos
convencionales para ver cómo incide el género en el género literario (los
géneros populares, el Bildungsroman, el Kunstleroman, los cuentos de

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 47

hadas, la autobiografía): “debemos tener en mente —explica Annette


Kolodny en un artículo de 1975— que hasta ahora en la literatura las
mujeres han expresado lo que han podido expresar, como resultado del
juego complejo entre determinaciones biológicas, talento y oportuni-
dades individuales, y los efectos más amplios de la socialización que,
en algunos casos, pueden gobernar los límites de la expresión o hasta de
la percepción o de la experiencia misma” (1975: 76).
Según Mary Eagleton, esta perspectiva, aunque muy productiva
y prolífica, eventualmente perdió fuerza debido a que su posición
era inherentemente contradictoria: “criticaba la historia literaria y el
pensamiento canónico pero deseaba formar parte de él; buscaba las
convergencias entre mujeres pero no quería imponer la uniformi-
dad; dudaba de los valores estéticos tradicionales pero los usaba para
valorar a las escritoras; deseaba hablar en nombre de todas las mu-
jeres pero mostraba un interés particular en un grupo perteneciente a
cierta clase y raza en un momento particular” (2007: 110). La diferencia
entre hombres y mujeres era entendida exclusivamente en términos
de la diferencia sexual, además de que esta oposición era el único eje de
la opresión de las mujeres: aprendían a mirarse y evaluarse a sí mismas
con la mirada masculina porque no había manera de ubicarse fuera del
entramado de representaciones simbólicas y culturales dominantes, por
lo que su identidad estaba constituida principalmente por el género,
“el elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferen-
cias que distinguen los sexos” (Scott, 1999: 61). Sin embargo, el lugar
que ocuparon las críticas que contribuyeron al corpus de obras ginocríti-
cas es interesante porque aquéllas postularon la existencia de un mundo
femenino en el que de alguna forma participaban todas las mujeres
porque sus circunstancias socioculturales les permitían otra perspectiva
sobre el mundo. Tenemos, entonces, que la primera vertiente teórica
planteó que todas las mujeres compartían la experiencia de la opresión
como consecuencia de la valoración negativa de la feminidad; en esta
segunda etapa la diferencia se revaloró, la especificidad femenina dejó
de ser un rasgo esencial de las mujeres para volverse un fenómeno cul-
tural; ya no fuente de inferioridad sino de fortaleza.
A esta etapa siguió un cambio de paradigma, un periodo en que “el
significado de ‘mujer’ como término significante fue sometido a sus más

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radicales desestabilizaciones y, por ende, se transformó lo que significa


ser feminista y practicar crítica literaria feminista” (Plain y Sellers, 2009:
210). En este periodo confluyeron dos corrientes teóricas: por una
parte la de muchas mujeres cuya experiencia había sido ignorada por
la reflexión feminista previa, que partía del supuesto de que todas las
mujeres vivían el patriarcado de forma similar, y por la otra el postes-
tructuralismo. El ámbito circunscrito de la crítica feminista precedente
—interesada principalmente en la literatura de escritoras y escritores
canónicos de Occidente— se amplió para incorporar la diversidad de la
experiencia y creatividad de otras mujeres —mujeres de color, lesbianas,
inmigrantes, las provenientes de la “periferia” metropolitana—, además
de que resultó evidente que era necesario reflexionar sobre la masculini-
dad cuando se incorporó la teorización sobre el género: “Pocas mujeres
blancas están dispuestas a reconocer que el movimiento de liberación
femenina se estructuró consciente y deliberadamente para excluir a
mujeres negras y no blancas y sirvió principalmente a los intereses de
las mujeres blancas de la clase media y alta con educación superior que
buscaban igualdad con hombres blancos de la clase media y alta”, dijo
bell hooks en 1981 (hooks, 1992: 147).
Las “múltiples opresiones” se volvieron tema de análisis como resul-
tado de que “las otras”, las excluidas por lo que se llegó a conocer como
el feminismo blanco heterosexual, introdujeron a la discusión la idea
de que el género interactúa con otras categorías identitarias, como la
clase, la etnia, la orientación sexual, la raza, que, de maneras complejas,
situadas, constituyen una “matriz de la dominación”, para usar la frase
de Patricia Hill Collins. Esta perspectiva busca reemplazar los modelos
aditivos de la opresión (que están arraigados en el pensamiento dico-
tómico) con un modelo antirracista, antisexista y anticolonialista de
análisis que entiende la raza, la clase y el género como sistemas de opre-
sión entrelazados:

La raza, la clase y el género representan los tres sistemas de opresión que


más afectan a las mujeres afroamericanas. Pero estos sistemas y las con-
diciones económicas, políticas e ideológicas que los sostienen podrían no
ser las opresiones más fundamentales, y definitivamente afectan a más
grupos. Otras personas de color, los judíos, los pobres, las mujeres blancas

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 49

y los gays y lesbianas han obtenido todos justificaciones ideológicas simila-


res de su subordinación. Todas las categorías de humanos etiquetados
como Otros han sido equiparados entre sí, a los animales y a la naturaleza
(Collins, 1991: 225).

Este tipo de reflexión dio pie, posteriormente, a la noción de intersec-


cionalidad, término acuñado por Kimberlé Crenshaw en 1989 para
señalar que la subjetividad está constituida por los vectores de la raza,
el género, la clase y la sexualidad, que se refuerzan mutuamente (Nash,
2008: 2).
Como resultado de la influencia del postestructuralismo,5 mucha de
la teoría literaria feminista se vio en la necesidad de descartar la idea
de que la literatura refleja una experiencia o una conciencia femenina,
porque este supuesto ubica el significado fuera del texto, en la vida y
conciencia de la autora, más que en la interacción situada entre lectora
y texto: la legendaria “muerte del autor” eliminó la posibilidad de que
los textos literarios pudieran leerse como expresión auténtica de la
experiencia preexistente de una escritora con acceso a su interioridad
porque está plenamente presente y es transparente a sí misma. Se sigue
que cuando el texto se lee como evidencia de la experiencia, la lectora
feminista busca en él imágenes de la feminidad y la experiencia feme-
nina que también existen fuera del texto. En cambio, la teoría literaria
feminista postestructuralista interpreta textos como sitios sin fronteras
donde se produce el género, cuyos significados están relacionados con y
cobran sentido cuando se articulan con los discursos disponibles en el
momento histórico de su producción y con el entramado discursivo dis-
ponible en el momento de su recepción. Para usar el ejemplo de Chris

5
Como señala Judith Butler, una amplia y muy diversa gama de posiciones se reúnen
—equivocadamente— bajo el rubro del posmodernismo, o el postestructuralismo, “como
si fuera el tipo de cosa que pudiera ser la portadora de un conjunto de posiciones”, “que son
mezclados entre sí y a veces mezclados con la deconstrucción, y a veces entendidos como
un ensamblaje indiscriminado del feminismo francés, la deconstrucción, el psicoanálisis
lacaniano, el análisis foucaultiano, el conversacionalismo de Rorty y los estudios culturales”
(2001: 10). Comparto la preocupación de Butler, por lo que únicamente retomo del postes-
tructuralismo la noción de que, en palabras de Seyla Benhabib, “una subjetividad que no
estuviera estructurada por un lenguaje, por una narración y por las estructuras simbólicas
del relato disponible en una cultura, sería impensable. Hablamos de quienes somos, del ‘yo’
que somos, por medio de una narración” (Benhabib, 1).

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Weedon, si el lenguaje ya no es pensado como un medio transparente


para la expresión de significados estables ya constituidos en el mundo,
las imágenes masoquistas de las mujeres, por ejemplo, no reflejan muje-
res reales, así como los héroes de las novelas de James Bond no reflejan
hombres reales (1987: 148); lo que ofrecen los textos son construcciones
de posibles formas de feminidad y masculinidad, culturalmente disponi-
bles —legibles, imaginables— y sujetas a las normas de la literaturidad
y a las restricciones de los géneros literarios vigentes en el momento de
la producción y la recepción.
Para este tipo de análisis literario la diferencia hombre/mujer deja de
entenderse como fija y se analiza como resultado de un proceso conti-
nuo y fluido de identificación y desidentificación. También lo femenino
y lo masculino, así como otros vectores de la identidad, se analizan
como resultado de un proceso de producción de significados, más que
como esencias de las personas o los grupos sociales. La identidad es re-
lacional, esto es, constituida en el juego de la semejanza y la diferencia
entre distintos grupos sociales, por lo que es inherentemente cambiante
y contradictoria. Es decir, aparte de ser una forma “primaria de rela-
ciones significantes de poder” (Scott, 1999: 61), el género comprende
los símbolos culturalmente disponibles que evocan representaciones,
mitos, narrativas culturalmente aceptadas de las mujeres y “conceptos nor-
mativos” que se despliegan en un intento por fijar el sentido de estas
representaciones por parte de distintas instituciones y organizaciones
religiosas, políticas, legales, civiles, educativas, etc. (Scott, 1999: 62).
Es en esta fase de la reflexión feminista donde la intervención de Joan
W. Scott fue decisiva, puesto que su ensayo invita a las historiadoras a
analizar cómo se produce el género de formas contradictorias en el cruce
de múltiples factores, desde las representaciones hasta la economía, la
política, las relaciones internacionales, las relaciones de parentesco, etc.
Esta estrategia de lectura dio pie a que el análisis textual estudiara cómo
se figura lo femenino en el texto; esto es, no deben estudiarse única-
mente la masculinidad y la feminidad de personajes y narradores, sino
la forma en que el género marca (genders) los espacios y el tiempo, los
símbolos y las imágenes, las narrativas culturales inscritas en el texto y
la descripción de la alteridad, las nociones de nación y hogar, las prác-

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 51

ticas cotidianas y la corporalidad, y permite que se vinculen distintas


esferas de la vida social y cultural con la particularidad.
Según el recuento anterior, parecería que antes del momento postes-
tructural no había conciencia de que “las mujeres” o “la mujer” fueran
signos que cobran sentido en contextos discursivos y socio-históricos
específicos. No obstante, en el innovador ensayo “El tráfico de mujeres:
notas sobre la ‘economía política’ del sexo” (1975), de Gayle Rubin, así
como en “El género: una categoría útil para el análisis”, de Joan Scott
(1986), ya se percibía esta idea porque ambos textos ubican sucinta-
mente el principal problema y objeto de la reflexión teórica feminista,
y es a partir de esta idea que es posible elaborar una propuesta para
el análisis textual que no sea ni prescriptiva ni suponga una relación
transparente —no mediada/producida por el lenguaje— entre el texto
literario y la experiencia narrada o la realidad. Mi punto de partida son
estas dos citas:

“En alguna ocasión, Marx preguntó: ¿Qué es un esclavo negro? Un hom-


bre de raza negra. Sólo se convierte en esclavo en determinadas relaciones”.
[…] Podríamos parafrasear: ¿Qué es una mujer domesticada? Una hem-
bra de la especie. Una explicación es tan buena como la otra. Una mujer
es una mujer. Sólo se convierte en doméstica, esposa, mercancía, conejita
de playboy, prostituta o dictáfono humano en determinadas relaciones
(Rubin, 1986: 96).

…varón y mujer son al mismo tiempo categorías vacías y rebosantes.


Vacías porque carecen de un significado último, trascendente. Rebosan-
tes porque, aun cuando parecen estables, contienen en su seno definiciones
alternativas, negadas o suprimidas (Scott, 1999: 73).

La categoría sexo/género de Rubin no ha sido superada en el uso más


común de la categoría de género: cuando se sostiene que el sexo es
dado y el género es socialmente construido se está haciendo eco de la
categoría sexo/género elaborada por ella. Cuando el sexo es entendido
como una característica biológica natural e insustituible sobre la cual se
construye el género, que, a diferencia del sexo, varía según tiempo, con-
texto y cultura (porque es la organización sistemática de la diferencia
sexual), y por lo tanto puede ser transformado mediante procesos de

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52 NATTIE GOLUBOV

concientización, estamos ante la herencia de Rubin, quien rechaza el


determinismo biológico al argumentar que el género es el resultado de
un proceso social productivo, de la interacción entre estructura y cultu-
ra. Pero el artículo de Rubin hace más que sólo desarrollar herramientas
conceptuales que explican por qué y cómo se mantiene la opresión de
las mujeres por medio de normas y prácticas sociales sistémicas: mues-
tra cómo puede el feminismo hacer un uso crítico de la obra de otros
—Stoller, Marx, Lévi-Strauss, Freud, Lacan— para explicar la ubicación
social y cultural de las mujeres y nos ofrece, quizá su contribución más
importante para las teorías literarias feministas, un modelo para com-
prender cómo es que las mujeres circulan como objetos semióticos: el
tráfico de mujeres.
Las mujeres circulan como mercancía, como objeto de intercambio,
como don, como cuerpos deseados y deseantes, como signos de una
plétora de otredades feminizadas, signos “al mismo tiempo vacíos y rebo-
santes de significado”. A partir de esta idea es factible recuperar la pro-
puesta central del artículo de Rubin para el estudio de la literatura y
hacer un intento por soslayar la historia de la teoría literaria feminista,
que se narra como un tipo de Bildungsroman colectivo, para emplear un
término de Mary Eagleton (1996: 4), que empieza con la ingenuidad
de la primera crítica a la sofisticación teórica actual, de la concepción
ingenua de la experiencia como inmediata y accesible a la conciencia y
sujeta de ser expresada en la literatura, a la densidad teórica que des-
confía de toda certeza y se adhiere a “las tesis de la muerte del hombre,
de la Historia y de la Metafísica” (Benhabib, 1). Otra manera de trazar
esta historia, y que me parece más útil, es tomar en cuenta que en una
primera etapa se creía que el texto literario reflejaba la condición de
las mujeres y la opinión del autor: el “contexto” socio-cultural era un
trasfondo inerte y la figura del autor “permite explicar tanto la presencia
de ciertos acontecimientos en una obra como sus transformaciones, sus
deformaciones, sus modificaciones diversas (y esto por la biografía del
autor, la ubicación de su perspectiva individual, el análisis de su perte-
nencia social o de su posición de clase, la puesta al día de su proyecto
fundamental)” (Foucault, 1984: 51). Posteriormente, el contexto dejó
de ser un trasfondo para transformarse en un entramado discursivo
que guarda una relación dinámica con el texto literario, porque éste se

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 53

postuló como un lugar de articulación —digamos que un momento de


clausura arbitraria— de significaciones. A su vez, el autor se convirtió
en una función discursiva del texto, en una estrategia textual. Luego la
crítica feminista se da a la tarea de investigar y explicar las conexiones,
las correspondencias entre discursos jerárquicamente organizados por
relaciones de dominación como parte de un proceso continuo e ilimita-
do de producción de significado. Utilizando una tipología de la lectura
elaborada por Umberto Eco, podríamos decir que el énfasis ha pasado
de la interpretación como investigación o búsqueda de la intentio auc-
toris (lo que el autor quiere decir) a la interpretación como imposición
de la intentio lectoris (la intención de la lectora), para culminar con la
interpretación de la intentio operis (la intención del texto).
El resultado de la teorización del género y de las teorías literarias fe-
ministas es la propuesta de que los signos —“hombres”, “mujeres”— no
circulan ni significan en el vacío: es esto lo que aprendemos de los en-
sayos de Scott y Rubin. El vínculo entre significado y significante no es
causal —ni casual—, así que los signos deben interpretarse como parte
de un sistema de convenciones para comprender el mecanismo de su
significación, que no es otra cosa que el efecto de la relación entre signi-
ficantes que, en cuanto tales, no significan. De esta manera, se pueden
estudiar tanto los signos convencionales basados en códigos explícitos
como las prácticas sociales que no son primordialmente actos comuni-
cativos pero que desencadenan distinciones que tienen significado para
los miembros de una cultura. Si se recupera la idea de que las identidades
—aun aquellas que son más cómodas, más transparentes y familiares,
incluso las formas en que reflexionamos sobre nuestra persona—
son función del lenguaje, de una organización particular del deseo,
de la disposición subjetiva, de una articulación discursiva específica
que nos ubica en determinado lugar social y cultural que da forma a
nuestra autopercepción, historizar lo femenino y la feminidad implica
entender y explicar cómo se naturalizaron y legitimaron para adquirir
estatuto de verdad, como propone Scott cuando señala la necesidad de
“romper con la noción de fijeza, descubrir la naturaleza del debate o la
represión que conduce a la aparición de una permanencia atemporal en
la representación binaria del género” (1999: 62). Las diferencias —no
únicamente la diferencia sexual— no pueden saberse ni conocerse de

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antemano, no existen más allá de sus representaciones, se (re)conocen


en el proceso de lectura conforme transcurre la realización del texto.
En este sentido, las representaciones son productivas, como bien han
mostrado los estudios culturales, porque no reflejan diferencias prede-
terminadas, sino que las crean. Además, puesto que en un momento
dado pueden existir representaciones contradictorias de la feminidad
y las mujeres, la diferencia ahora se entiende también como una dife-
rencia interior —por ejemplo, el sujeto que habla y el yo del que habla
no son idénticos ni coincidentes—, además de que se abre la posibili-
dad de analizar las diferencias entre mujeres. Esto es, si anteriormente
la diferencia significaba la diferencia entre hombres y mujeres, ya fuera
en términos ahistóricos o desde una perspectiva constructivista, aho-
ra se “destacan las diferencias tanto dentro de la propia categoría de
mujer como dentro de las existencias sociales específicas de las mujeres”
(Barrett, 1990: 314).
Si vinculamos el ensayo de Scott con el de Rubin podemos esbozar
una práctica de la lectura feminista que se basa en la noción de un su-
jeto teórico del feminismo, una figura “nómada”, para emplear el tér-
mino de Braidotti, que sería un lugar de interpretación y enunciación.
Si adaptamos la descripción que esta autora hace de la feminista como
nómada a las teorías literarias, para interpretar textos literarios la lecto-
ra nómada transita entre lenguajes, artefactos culturales y medios, dis-
ciplinas y espacios (lo público y lo privado); está atenta a los procesos
discursivos y no discursivos que fijan y estabilizan identidades y signi-
ficados, consciente de la geopolítica del conocimiento y de la naturaleza
encarnada y situada de los sujetos: “el nuevo sujeto feminista nómada
que sostiene este proyecto es una entidad epistemológica y política que
será definida y afirmada por las mujeres en la confrontación de sus
múltiples diferencias de clase, raza, edad, estilo de vida y preferencia
sexual”. La práctica interpretativa feminista está orientada a articular los
temas de la identidad individual, corporeizada, marcada por el género
con asuntos relacionados con la subjetividad política, vinculando a am-
bos con el problema del conocimiento y la legitimación epistemológica
(Braidotti, 1994: 30).
Teresa de Lauretis argumenta que el punto de partida de la teoría
feminista es una paradoja derivada de dos preguntas que formuló el fe-

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LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 55

minismo de los años setenta: “¿Quién o qué es una mujer? ¿Qué o quién
soy yo?” Como se partía del supuesto de que el lenguaje era el lenguaje
de otro, androcéntrico, ¿cómo se pueden decir las mujeres mediante lo
que estructuralmente no las dice? Las mujeres, según Cavarero, no son
sujetos de su lenguaje, la mujer “se dice y se representa en un lenguaje
ajeno, es decir, mediante las categorías de lenguaje del otro. Se piensa
en tanto es pensada por el otro” (1995: 157). Al buscar respuesta a estas
preguntas, dice de Lauretis, se develó:

la paradoja de un ser que se encuentra al mismo tiempo cautivo y ausente


del discurso, constantemente hablado pero inaudible o inexpresable, des-
plegado como espectáculo y todavía sin representación o irrepresentable,
invisible pero constituido como el objeto y la garantía de la mirada; un ser
cuya existencia y especificidad son simultáneamente aseverados y negados,
invalidados y controlados (Lauretis, 1990: 115).

Esta paradoja da pie a varias preguntas, pero la más importante para


nuestros propósitos es la siguiente: ¿desde dónde habla/escribe el sujeto
feminista?
Esta pregunta ha permitido una reconceptualización del sujeto
como efecto y proceso, un ensamblaje discordante organizado y pro-
ducido en el cruce de múltiples ejes de diferencia y semejanza. Así,
es posible replantear la manera en que reflexionamos la marginalidad
para transformarla en una ubicación tanto de identificación como de
desidentificación que permite la posibilidad del autodesplazamiento
entre un lugar fijado en y por un sistema de representación y otros,
una posición de enunciación sesgada y coyuntural que es un lugar de
lectura, lo que podríamos llamar el lugar del exilio, entendido como
lugar metafórico y semejante a la condición del exiliado descrita por
Edward Said como:

el estado de no considerarse nunca plenamente adaptado, sintiendo


siempre como algo exterior el mundo locuaz y familiar habitado por los
nativos, tendiendo siempre —por decirlo de alguna manera— a evitar e
incluso mostrar antipatía a los adornos de la acomodación y el bienestar
nacional. En este sentido metafísico, el exilio para el intelectual es inquie-
tud, movimiento, estado de inestabilidad permanente y que desestabiliza a

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otros. Te ves imposibilitado para retroceder a una determinada condición


anterior y tal vez más estable de sentirte en casa, y, por desgracia, tampoco
puedes llegar nunca a sentirte plenamente a gusto con tu nuevo hogar o
situación (Said, 1994: 64).

La lectora nómada comparte con el exiliado la sensación de no estar


“plenamente adaptada” a las prácticas interpretativas y a los procedi-
mientos metodológicos de la crítica literaria institucionalizada, ni puede
volver a su condición anterior de lectora respetuosa del “principio de
cooperatividad” (Culler, 2002: 50) que sostiene y posibilita la comu-
nicación porque lee a contrapelo, de acuerdo con otro código, que es
feminista. Consciente de que la estructura apelativa del texto “provoca
una actitud participativa, cooperativa” por parte del lector, y de que el
lector implícito es un constructo “intratextual en tanto que es la suma
de requisitos que deben cumplirse para hacer posible una lectura plena”
(Vital, 1995: 249), es una lectora que navega los textos literarios como
nómada porque simultáneamente obedece y desobedece las marcas
textuales que orientan la lectura, además de que el punto de visión
móvil que tiene todo lector se exacerba porque ella se ubica entre, al
menos, dos códigos semánticos: el arraigado profundamente en una
cultura, y sugerido por el texto literario, y el del discurso feminista que
opera con otro mapa de significación. Si la posición del lector es un
efecto de la lectura, el sujeto que lee está consciente de que:

La “posición” sexual del texto sólo puede discernirse contextualmente y


en términos de la posición desde la que habla el sujeto hablante (el “yo”
implícito o explícito del texto); el tipo de sujeto (implícitamente) supuesto
como el sujeto (o público) a quien se habla, y el tipo de sujeto (u objeto)
de quien se habla. Al igual que la gama diversa de sujetos situados en
todo texto, la posición del texto también depende del tipo de relaciones
afirmado entre estos distintos sujetos (Grosz, 1995: 99).

En el peor de los casos, mucha crítica literaria que pretende estudiar el


género no hace más que analizar las imágenes literarias de las mujeres
y los tropos asociados a lo femenino, y aquellos intentos por historizar
el mundo diegético suelen suponer una relación directa y transparente
entre la realidad de la ficción y el contexto en el que fue escrito. Esta

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


LA TEORÍA LITERARIA FEMINISTA Y SUS LECTORAS NÓMADAS 57

aproximación es sin duda valiosa porque desenmascara el sexismo de


muchas de nuestras representaciones y géneros literarios, pero como
supone que cualquier identidad tiene cierto contenido intrínseco y
esencial definido por un origen común, por una estructura común de
experiencia o por ambas cosas, el resultado es que se “adopta la forma
de la recusación de las imágenes negativas por medio de otras positivas”,
e implícitamente sugiere que hay otras que se postulan como auténticas
y originales y apropiadas (Grossberg, 2003: 151): es en este sentido que
la crítica es prescriptiva. No obstante, supone una simplificación tanto
de las operaciones de significación propias de la literatura como de las
estrategias de lectura desarrolladas por las teorías literarias feministas.
¿Qué es una mujer? es una pregunta que no tiene respuesta. Además,
cualquier definición marca un límite y empobrece nuestras figuraciones
de la experiencia y la actividad de la lectura y la interpretación, por
lo que el ámbito propio de la teoría y la crítica literaria feministas es
precisamente la paradoja identificada por Lauretis. En este sentido, vale
la pena recordar la frase célebre de Virginia Woolf en Una habitación
propia: “y pensé en lo desagradable que era que la dejaran a una fuera;
y pensé que quizás era peor que la encerraran a una dentro”.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 37-61


58 NATTIE GOLUBOV

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Pensamiento en resistencia
Ana María Martínez de la Escalera*

RESUMEN
El problema de la catacresis, de las expresiones que pierden su precisión refe-
rencial y comunicativa, es ampliamente conocido. Este impulso, sin embargo,
no es natural, y debe ser integrado a nuestro esfuerzo colectivo para analizar
el discurso. En este artículo se examina la palabra feminismo a través de sus
usos por la academia y el activismo.
Palabras clave: análisis del discurso, feminismo, crítica, resistencia.

ABSTRACT
The problem of catachresis, of expressions losing their referential precision
and communicative force, is widely known. This impulse, however, is not
natural, and it must be integrated in our collective effort to analyze the ex-
perience of discourse. This article examines the word feminism through its
use by academia and activism.
Key words: discourse analysis, feminism, critical, resistance.

Cada cierto periodo de tiempo el vocabulario de la vida cotidiana


experimenta modificaciones diversas, tanto o más que el de las jergas
técnicas en circulación a través de las comunidades de sabios y especia-
listas. Cualquier región de la experiencia puede apropiarse secretamente
de signos y códigos y decidir no compartirlos con el resto de los hu-
manos; reproduce así su singularidad y la actualiza poniéndola al día1
del debate y practicando nuevos usos sobre viejos significantes. En su

* Profesora de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad


Nacional Autónoma de México (UNAM) y coordinadora de la línea de investigación “Alteridades
de género, memoria y testimonio”, en el Programa Universitario de Estudios de Género, de la
propia UNAM. Correo electrónico: <ammel@unam.mx>.
1
Sobre los significados críticos de esta expresión, véase Jacques Derrida, El otro cabo. La
democracia, para otro día, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1992.
64 ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA

Curso de lingüística general (1901), Ferdinand de Saussure se admiraba


con razón del desmesurado número de significados que debían encajar
en el reducido coto de significantes, y agregaba que algún día haríamos
bien en extraer provechosas consecuencias de esta situación natural.2
Estas transformaciones se deben en su mayoría al uso de la lengua, y a
través de él a las fuerzas que entrando en juego durante el intercambio
de palabras, gestos y silencios entre los hablantes proponen un nuevo
standard comunicativo. Es preciso que las describamos como fuerzas
de intromisión porque no son puramente lingüísticas; su naturaleza o
talante es muy otro. Proceden de la economía, de la política y de la
academia con sus mandatos o llamados a la irresistible uniformización
global de la escritura de papers, a la claridad o la conveniencia de adop-
tar una terminología mainstream. Una activista china (Marcos y Waller,
2008: 57-98, 99-136) se quejaba en un congreso internacional feminis-
ta de la imposición etnocentrista de conceptos descriptivos por parte de
las colegas europeas, quienes así reproducían las prácticas colonialistas
impositivas que decían criticar. De esta manera, también las palabras
envejecen, se gastan, perdiendo precisión y especificidad en la función
referencial y descriptiva: en este caso la fuerza que modifica el discurso
es retórica y la operación producida es la catacresis 3 (Beristáin, 1985:
86). Pero el envejecimiento de una palabra nunca es un hecho natural:
es producido o inducido por acontecimientos o manipulaciones en los
medios globales, o mediante el discreto uso del rumor en corrillos, cotos
o vedados académicos tan propios del régimen de repartos del saber en
nuestras instituciones. Éste ha sido el caso de la expresión feminismo,
que ha sido vaciada de referencia, puesta en cuestión, vilipendiada por
propios y ajenos, usándola de manera irrisoria en nombre de purezas
idiomáticas y políticas. Por tal motivo, estas últimas deben ser llamadas
a declarar, deben ser examinadas puesto que su exigencia de claridad no
es sino un golpe efectista de sexismo, aún en vigor después de tantos

2
Lo que Saussure comentaba a los asistentes a sus cursos no parece haber interesado a sus
discípulos. Hoy, sin embargo, podría ser útil para legitimar una lectura crítica del libro saussu-
riano en función precisamente de la “naturalización” de la esfera de producción del discurso.
Lévi-Strauss lo comenta en Antropología estructural, México, Siglo XXI Editores, 1981.
3
La catacresis es una figura retórica que ha dejado de serlo al perder originalidad por su
uso excesivo, lo que a su vez hace olvidar su eficacia y su historia semántica. Es un cliché.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


PENSAMIENTO EN RESISTENCIA 65

años de supervivencia exitosa de la crítica feminista. Según Nelly


Richard (2007), crítica cultural y ensayista, la conmoción que causa la
palabra feminismo sigue tan viva como siempre, por lo que ella suele
usarla de manera discrecional para incomodar siempre que se enfrenta
a un público académico conservador. La mera enunciación pública del
compromiso con el feminismo se traduce de inmediato en un acto
crítico contra las sensibilidades regidas por el sexismo. La crítica es,
en este sentido, una actualización de la controversia o del conflicto
por las interpretaciones sobre cómo son “las cosas”, es decir, sobre los
referentes sociales que son puestos en cuestión por la expresión femi-
nismo y el efecto poderoso del shock de la experiencia y la memoria
(Benjamin)4 cuando no nos reconocemos como parte de la tradición de
las exclusiones (lo peor de nuestra herencia de género, de clase, de raza,
etcétera).
Debemos tomar en cuenta que, en el caso de los vocabularios a
través de los cuales se genera y comunica el conocimiento, las actua-
lizaciones del significado responden a factores internos de las propias
disciplinas y su comunicación. Michel Foucault dedicó El orden del
discurso (1970) a mostrar esos factores. Por nuestra parte, podríamos
hablar de resignificación en resistencia en los intercambios coloquiales
públicos, o de resignificación normada en el caso de los saberes cien-
tíficos. Para la reflexión que nutre el debate político al introducir la
perspectiva de género, los procesos de transformación del significado
y la referencia de los léxicos son sumamente importantes. Sobre todo
cuando esta reflexión asume el examen crítico5 de las implicaciones
éticas y políticas de los vocabularios del disenso político, sin descontar
las prácticas de desujetación de los individuos que él mismo produce, y
así los ofrece al más amplio debate y a la discusión abierta. Condición

4
El shock fue trabajado por Walter Benjamin a partir de ciertas intuiciones tomadas de
la traducción de las vanguardias surrealistas, de manera particularmente interesante en su
presentación en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
5
Para acercarse al problema de la práctica crítica, a la importancia que concede a la
contingencia y a la oportunidad, así como a su fuerza política desujetante, véase Foucault
(1995); para los procedimientos retóricos como parte fundamental del accionar de la puesta en
cuestión crítica, véase Judith Butler (2007). Además, habrá que relacionar los procedimientos
de la crítica con la idea kantiana del “uso público” de la razón en ¿Qué es la Ilustración? (Kant,
1987: 25-38).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


66 ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA

insuperable esta última, en su calidad interdisciplinaria, del carácter


público del debate, en el que se esperan razones y argumentos plura-
les en lugar de la resignación que produce el consenso. De hecho, la
apertura resulta una condición indispensable del pensamiento ejercido
colectivamente si se le entiende como una práctica que interroga sobre
lo oportuno de reescribir las reglas mínimas del debate en cada ocasión
para defender la pluralidad y la responsabilidad (la alteridad) que
le atañe.
En efecto, la condición de apertura introduce la práctica en per-
petua y contingente renovación de la transdisciplina,6 la cual rehace el
vocabulario utilizado para el intercambio entre saberes y prácticas; por
ejemplo, entre feministas de academia y activistas. Este intercambio no
busca, por tanto, imponer un orden jerárquico o asimétrico entre las
dos esferas y sus agentes, sino que se suscita a través de las preguntas,
mediante la práctica de cuestionar las fronteras disciplinares de los sa-
beres, fortificando opciones indóciles para el examen de conceptos, de
argumentos y de debate. La primera cuestión, el examen, no compete
únicamente al significado o connotación del léxico del debate; tampoco
a la corrección de la referencia o lo adecuado del significante, como,
por ejemplo, en la desperdiciada discusión sobre la pertinencia de la
traducción “femicidio” sobre “feminicidio”,7 aunque nunca está de más
6
Por transdisciplina habría que entender una operación antes que un producto; así, más
bien hablaríamos de “transdisciplinar el discurso” como una práctica que pertenece a los
procedimientos de la crítica del discurso y a su genealogía inscrita en las humanidades actua-
les y su “incondicionalidad” de proposición y de crítica. Para incondicionalidad y su fuerza, y
su paradójica vulnerabilidad performativa, véase Universidad sin condición, de Derrida. Por otra
parte, para transdisciplina, entendida como ejercicio, véase Martínez de la Escalera, Alteridad
y exclusiones: Diccionario para el debate, en proceso de edición. Hay además una discusión
anterior (2004: 25-47).
7
Esta discusión comenzó cuando se tradujo, a iniciativa de Marcela Lagarde, para el
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (de la Universidad
Nacional Autónoma de México) el texto de Diana E. Russell y Roberta A. Harmes (2001): lo
que entonces se discutía era si la traducción del neologismo femicide en inglés debía ser “fe-
micidio” o “feminicidio” en español. Sin embargo, lo que el tono subido de la argumentación
no dejó ver fue lo que realmente estaba en juego: la vulnerabilidad o la fuerza de los usos de la
expresión y sus efectos performativos, antes que la justeza y adecuación a un supuesto referente.
En realidad la referencia se produce en el acto mismo del uso en el debate; no es, desde luego,
una relación natural entre palabra y mundo. Para la noción de performatividad que aquí uso
puede consultarse Cómo hacer cosas con palabras, de J.L. Austin, así como la discusión derridiana
respecto a la no adecuación entre contenido, significado y performatividad en Limited Inc.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


PENSAMIENTO EN RESISTENCIA 67

establecer los elementos de una discusión, siempre que esto se haga con
brevedad y puntualidad. El examen no debe ser confundido con una
práctica cuyo sentido pudiera ser la interpretación de una palabra o
discurso, lo que por regla general implica postular una finalidad cau-
sal de la expresión (ya sea referencial o comunicativa) y una función
privilegiada del lenguaje. Brevemente diremos que el examen es un
ejercicio de lectura que está atento tanto al discurso analizado filológica
y retóricamente como a la tecnología que lo hace posible. Esta tecno-
logía no es sólo instrumental: tiene efectos de aplicación y de sentido
que son contingentes pero decisivos. Significado no debe entenderse
simplemente como lo que puede predicarse de algo, es decir, como
un discurso sobre un término, que en principio progresa hacia una
meta o función preestablecida. Es importante recordar que distinguir
la dimensión del significado de una palabra en uso y luego dotarla de
existencia autónoma propia crea confusiones más que resolverlas. Una
vez establecida la relación entre significado y significante su separación
sólo consigue deificar la noción en cuestión, provocando excesos me-
tafísicos. Las palabras —como el ejemplo propuesto de “feminismo”, y
la discusión que ocultó los efectos pragmáticos de su uso en contextos
académicos, jurídicos y del activismo— son ante todo palabras, no es-
pejos de cosas o relaciones, sino, por encima de todo lo demás, pasajes
a la acción propios del discurso. En efecto, las palabras actúan sobre los
seres humanos, con ellos y mediante ellos. Se hacen cosas con palabras,
cosas sociales, políticas, éticas, singulares o colectivas (Austin, 1990;
Butler, 2006: 281-282, 296, 308). Son prácticas de apropiación del
sentido, de las fuerzas de la contingencia y de los individuos, que de
ser simples usuarios de la lengua se tornan agentes. Esto es así porque
la palabra no es el elemento de una función semántica, comunicativa o
referencial, o, más bien, no lo es exclusivamente: la palabra dicha, es-
cuchada o leída sucede como un evento, como algo que tiene lugar y
acarrea efectos. Es pronunciamiento, acontecimiento y acto. Se diría que
tiene relación con una secuencia de procesos vinculados más o menos
estrechamente por contigüidad en el tiempo y el espacio. La palabra
es, después de todo, actividad, proceso de lo sensible; es la conmoción
que provoca, por ejemplo, el uso de “feminismo” en un contexto
conservador y reaccionario. Este proceso de lo sensible no responde

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


68 ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA

a una finalidad hermenéutica o referencial, sino a la propia fuerza de


realización del discurso, de lo hablado —eficacia que Spinoza llamaba
conatus y que Nietzsche llamó fuerza en La genealogía de la moral—.
Esta fuerza es una más entre aquellas espontáneas, atacantes, asaltantes,
re-interpretadoras, re-directoras y conformadoras (Nietzsche, 1983: 88).
Es una fuerza resignificante, y re-significar no es introducir una causa-
lidad en el discurso sobre el acto o nombre (acción de nombrar) que se
describe; es decir, no es un sentido determinado haciendo prevalecer
entre muchos significados (polisemia) uno de ellos (no necesariamente
el más adecuado, en el caso de que creamos que hay adecuación entre
significados y lo que es nombrado). Resignificar puede entenderse
como el movimiento contrario de la catacresis retórica, generadora
del lugar común y del olvido de la vida de las palabras: es una de las
fuerzas del usus analizado por Quintiliano en la Institutio, o de aquella
dimensión de la enunciación que la retórica llama actio. Entendida de
esta manera, la acción de resignificar parece el movimiento contrario
a ubicar la palabra en su historia, en su vida de palabra: resignificar
sería olvidar. Por el contrario, siempre es conveniente hacer la historia
de la confusión entre acto y función del feminismo, en tanto palabra,
siguiendo nuestro ejemplo analítico. No será, por lo tanto, su capacidad
descriptiva, acertada, adecuada o pertinente, la que nos interese, sino las
conmociones ligadas a su uso, el régimen estético —régimen de la sen-
sibilidad que gobierna lo que es audible y lo que no— que se la apropia,
quizás incluso las intensidades deleuzianas (Deleuze y Parnet, 1980) que
despierta en quien escucha. El procedimiento —acción de leer en clave
feminista, como regreso de lo excluido— no ha sido inventado para
cumplir el destino de una finalidad semántica, sino que se ha vinculado
a ella mediante cierta fuerza, la cual vuelve invisibles su misma acción
y sus efectos. Sólo una lectura histórica o genealógica muestra cómo y
de qué manera algo se vuelve invisible o inaudible.
Volvamos al ejemplo del feminismo. Hoy 8 la noción es práctica-
mente indefinible, no sólo a causa de una exagerada proliferación de
su polisemia sino por el peso de los efectos prácticos —intimidación,
8
Hoy presupone la fecha de la lectura, y por lo tanto indica el espacio en el que se desa-
rrolla, así como las fuerzas que entran en juego al leer, interpretar o decodificar la noción de
feminismo y sus efectos (comenzando por la incomodidad que produce en los públicos).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


PENSAMIENTO EN RESISTENCIA 69

puesta en entredicho, asombro, etc.— que produce en el orden del


saber y fuera de él, por encima de consideraciones estrictamente se-
mánticas o de definición. Éste es justo el momento para dedicarse no
al abandono, sino a la formulación de un acercamiento genealógico.
La genealogía es histórica, pero no se agota en la cronología; no trata
a las palabras, al menos no a los sustantivos como feminismo, como
cosa abstracta, como artefacto de anticuario en el discurrir inexorable
y sin concesiones del tiempo. No se priva, sin embargo, del placer de
tratarlas como positividad, esto es, como cosa, antes que como idea o
generalidad. Le interesan las palabras en su accionar, en su proceder, el
cual siempre se había considerado secundario, irrelevante o, al menos,
derivado: a la genealogía le importa el trabajo de las palabras sobre los
hablantes presentes y futuros. Según J.L. Austin en How to do things
with words (1962), la genealogía trabaja a su vez sobre las palabras, que
al actuar sobre los hablantes y su circunstancia los describe, los inserta;
los inscribe ideológica, social y culturalmente; también sexual y polí-
ticamente. Si decimos trabaja es porque se trata precisamente de una
labor, de un quehacer, del trabajo del genealogista (nietzscheano), que
procura descubrir qué, quién y cómo se forjaron las palabras con las
cuales nos describimos a nosotros mismos, para eventualmente sentar
así las bases de la interpelación (por la que se realiza la subjetivación
como sujetación) o la resistencia (la que realiza la subjetivación en la
libertad y la decisión).
Entonces: ¿Cómo se forja una palabra? ¿Cómo se pone en circula-
ción? ¿Cuál es esa economía de intercambio y apropiación de la palabra
que se nos escamotea cuando somos hablantes o usuarios del lenguaje?
¿Quién es el prestidigitador que logra esto último? ¿Cuál el juego de es-
pejos comprometido? Lo que las interrogantes destacan es el cómo de esta
economía de la descripción. Se trata, desde luego, de procedimientos,
de operaciones realizadas por agentes hablantes, tanto más anónimos
cuanto más eficaces son. Diríamos que la genealogía descubre máqui-
nas de discurso para las cuales los hablantes mismos son el resultado y
no los operadores anteriores y exteriores del sentido.
En un párrafo anterior introdujimos la noción de resistencia. Debe-
mos recordar que ésta es solidaria de la noción de crítica y ambas lo son
de lo que llamaremos práctica genealógica. En este sentido, el examen

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


70 ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA

genealógico (Nietzsche, 1983) puede dar cuenta del pasado uso distri-
butivo de una palabra, mientras que la crítica aspira a pasar a la acción.
Los dos son recursos estratégicos imprescindibles para los ejercicios
de resistencia ante la eficacia de las máquinas discursivas que dotan de
sentido a nuestras experiencias. Máquinas u operaciones que constituyen
aquello de lo que dicen ser prolongación o simple reproducción, como
el género, la etnia, la diferencia de clases, las jerarquías, las asimetrías;
en fin, las exclusiones que capitalizan las diferencias, afiliándolas a un
régimen supuestamente natural e inevitablemente ahistórico de domi-
nación. Y la capitalización, como sabemos, siempre produce excesos.
Son los excesos aquello que las prácticas en resistencia evitan y tienen
como función desarmar. La resistencia en el mundo de las palabras y
los discursos toma la figura de la crítica feminista, que transforma, en
primerísima instancia, el sentido de la noción de crítica, luego el del
feminismo, en cuyo nombre opera la anterior, y después el de política,
que, a su manera, subvierte los anteriores.
En esta perspectiva, las palabras de un vocabulario para el debate
político en clave feminista son el enclave resistente y, a la vez, la ocasión
(kairós) donde se entabla el conflicto de interpretaciones y donde las
artes genealógicas y críticas rinden sus mejores frutos al tomar la for-
ma de problematizaciones. Una problematización pone en relación las
descripciones con las relaciones de fuerza de postulación y pronun-
ciamiento, lo mismo que las relaciones de poder (jerarquías) que las
trabajan, sin olvidar las formas de subjetividad que producen. No debe
confundirse con el término problema, cuya función sería ir en busca de
solución o de clarificación. La anterior expresión “feminista” en aquel
contexto es un ejemplo preciso de cómo ha sido redescrita su polisemia
mediante una problematización de carácter crítico, como un conflicto
de interpretación. Todo conflicto demanda una política de la interpre-
tación y una responsabilidad con el porvenir. Esta responsabilidad es
para con las generaciones y el mundo futuros, para evitar cancelarles
la posibilidad de redescripción del feminismo; una palabra molesta
—incluso para las mujeres— cuya fuerza crítica aún habrá de ser ex-
plotada hasta sus últimas consecuencias. Para el conflicto interpretativo
no precisamos de un vigilante que regule y administre el uso y el abuso
del sentido, sino del oficio del debate público, plural y argumentado,

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


PENSAMIENTO EN RESISTENCIA 71

en el cual debe prevalecer, no obstante la intensidad de la discusión, el


libre intercambio de ideas. Siendo la libertad la clave del intercambio
de opiniones podemos esperar que se realice no tanto con la finalidad de
llegar a un acuerdo o consenso, sino de dar curso a la pluralidad, que no
a la asimetría. Llamamos política al ejercicio del debate porque organiza
campañas de intervención contra la maquinaria discursiva mediática,
académica o disciplinaria, contra sus apropiaciones del sentido y sus
efectos de exclusión y clausura institucional. Y esta particular política
es estratégica: no se opone al poder sino que hace aparecer otras inten-
sidades, otras conmociones, otras solidaridades. Éstas tres le pertenecen
por derecho propio al debate y a las comunidades que lo sostienen y lo
hacen posible ante la apropiación de los escenarios del discurso, de sus
órdenes, de sus formas de transmisión e intercambio, y de las jerarquías
de las que se hacen acompañar: la figura del sabio y su comunidad.
¿Qué se problematiza?, o bien ¿de qué tipo de problematizaciones
hablamos cuando nos referimos a la noción de feminismo? Contes-
temos: Problematizar es poner en relación lo diferente: la etimología
con la filología de la palabra, la cronología de sus usos y abusos con su
contraria, la genealogía, que muestra su relación con las prácticas de
subordinación de las mujeres y sus resistencias, que relaciona también
el significado crítico con la historia subordinada del significante y de
esa manera pone a prueba la crítica, la historia y el debate a través de sus
efectos políticos sobre la experiencia. Es también, como escribió Walter
Benjamin (1980, 175-192), un modo de pasarle el cepillo a contrapelo
a la historia (oficial) evidenciando que las finalidades (esto es, el pro-
greso moral) no revelan las alturas del espíritu humano, como podría
suponerse. Más bien, el verdadero espíritu humano debería buscarse
en el trabajo de resistencia de innumerables generaciones de mujeres,
conducido a través del dolor y la humillación por la carencia de nombre
propio para sus luchas. Benjamin gustaba de reconocer positivamen-
te la valía de este trabajo anónimo con el sustantivo, resignificado, de
barbarie.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


72 ANA MARÍA MARTÍNEZ DE LA ESCALERA

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Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 63-73


De la “economía política del sexo” al “género”:
los retos heurísticos del feminismo contemporáneo
Márgara Millán*

RESUMEN
Este ensayo propone una lectura de intervenciones canónicas en el femi-
nismo contemporáneo, la de Gayle Rubin y Joan W. Scott, con el objetivo
de mostrar el potencial crítico y heurístico del género como un concepto que
enfatiza la producción de sentido que el mundo de lo humano realiza a través
de la significación de la diferencia. Estas intervenciones teóricas hacen visible
que lo que ocurre en y a través del género es semiosis social, revelando siempre
algo más de lo que está en juego en la producción propia del género.
Palabras clave: género, semiosis, discurso crítico, epistemología feminista.

ABSTRACT
This essay proposes a “reading” of canonical interventions on contemporary
feminisms, those of Gayle Rubin and Joan W. Scott, with the aim to expose
the critical and heuristic potential of gender as a concept that enhances the
human production of meaning through the elaboration of difference. These
feminisms make social semiosis in general visible, and not only reveal that
which is at work in the production of gender.
Key words: gender, semiotics, critical discourse, feminist epistemology.

SISTEMA SEXO-GÉNERO

La publicación, en 1975, del influyente ensayo “El tráfico de mujeres:


notas sobre la ‘economía política’ del sexo”,1 de Gayle Rubin, marcó
el rumbo de los feminismos angloamericanos de los años setenta.
En él se delineaba la definición de un concepto que vendría a orientar
* Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma
de México. Correo electrónico: <sermara@aol.com>.
1
“The traffic in women: notes on the ‘political economy’ of sex”, publicado por Reyna
Reiter en la compilación Toward an Antropology of Women, Nueva York, Monthly Review
76 MÁRGARA MILLÁN

el desarrollo teórico del feminismo, contribuyendo a consolidar lo que


podemos denominar como una revolución heurística del conocimiento
social, una aportación que desde la experiencia de las mujeres es teori-
zada al punto de abrir un campo específico multidisciplinario que sería
denominado estudios de género.
No cabe duda de que la aportación de Rubin a los estudios femi-
nistas es producto de la interdisciplinariedad que va a caracterizar a la crí-
tica feminista en tanto producción de conocimiento. Una lectura
crítica y postestructuralista de Marx, Freud y Lévi-Strauss, es decir, a
través de Foucault y Lacan, irá delineando el campo del feminismo
teórico contemporáneo.2 Diez años más tarde, en 1985, el concepto de
género y el campo disciplinar de su estudio serán llamados a cuentas por
la historiadora Joan W. Scott en un ensayo que cierra, desde mi punto
de vista, el ciclo abierto por Rubin, dando un contenido multidimen-
sional y procesal al concepto de género en el sentido de desarrollar su
capacidad heurística.
El ensayo de Rubin propone una lectura“idiosincrática y exegética”,
en sus palabras, de Freud y Lévi-Strauss frente a un reduccionismo del
feminismo socialista, que de diversas maneras señalaba el origen de la
opresión de las mujeres como un derivado de la opresión de clase. El
papel insuficientemente explorado por el marxismo de la sexualidad en la
constitución de lo social era relevado en la antropología y el psicoanálisis.
El feminismo de los años setenta en Estados Unidos era parte de la
nueva izquierda. Encuadraba la opresión de las mujeres como fuerza de
trabajo hiperexplotada, como consumidoras que sirven a la economía
del capital o, en sus intentos más ambiciosos, como parte del proceso de
reproducción material del capitalismo. El develamiento del trabajo do-
méstico como necesidad de la reproducción de la fuerza de trabajo y,

Press, 1975, y en español en la revista Nueva Antropología (1986) y en Marta Lamas (comp.), El
género: la construcción cultural de la diferencia sexual, México, Universidad Nacional Autónoma
de México-PUEG/M.Á. Porrúa, 1996.
2
Por feminismo entiendo un movimiento multidimensional (político y epistémico) que
ocurre tanto en la acción como en el pensamiento social, que se constituye en las luchas de
las mujeres por reivindicaciones en el ámbito del reconocimiento, pero también, y de manera
simultánea, en el terreno heurístico y epistémico, que funda las representaciones sociales y el
conocimiento en general. Como movimiento político y epistémico es parte también de tradi-
ciones teóricas y culturales locales.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 77

simultáneamente, como una actividad (no remunerada) realizada siem-


pre y sólo por mujeres constituía, vale decir que entonces como ahora,
uno de los puntos más importantes de este análisis feminista marxista.
Pero lo que permanecía oculto en las más ricas propuestas de este femi-
nismo era la “producción social” del sexo.
Rubin supera el horizonte explicativo hasta entonces presente, sin-
tetizado de alguna forma en la primacía del concepto de “patriarcado”
en el feminismo de la época. Si bien es cierto que su movimiento con-
ceptual busca sortear los escollos que presenta el análisis materialista,
esto es sólo para abogar por un trabajo más profundamente marxista.
Éste es el papel que juega Engels en el texto de Rubin, para quien es
claro que “El reino del sexo, el género y la procreación humanos ha
estado sometido a, y ha sido modificado por, una incesante actividad
humana durante milenios. El sexo tal como lo conocemos —identidad
de géneros, deseo y fantasías sexuales, conceptos de la infancia— es en
sí un producto social”.3 Es, sin embargo, una indicación de Engels la
que resalta Rubin como la sugerencia que no ha sido desarrollada a pro-
fundidad, y es la que señala “la existencia y la importancia del campo
de la vida social que quiero llamar sistema de sexo-género”.4
Ni “patriarcado” ni “modo de reproducción” dan cuenta de lo que
Rubin desea describir y descubrir, aunque la primera definición de “sis-
tema sexo-género” sea deudora de un paradigma basado en la dicotomía
naturaleza-cultura, necesidad-satisfacción: “un conjunto de disposiciones
por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humanas
son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en
una forma convencional”.5 La idea de sistema sexo-género apuntaba
ya hacia el contenido semiótico del género, en el sentido de señalar la
construcción significativa de la diferencia sexual.

3
Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, en El
género: la construcción cultural de la diferencia sexual, p. 45.
4
Idem. El concepto de género es usado con anterioridad en el contexto médico psicológico.
Marta Lamas señala, siguiendo el trabajo de H.A. Katchadourian, que John Money (1955) es
el primero en usar el término “papel genérico” y Robert Stoller (1968) en proponerlo como
“identidad genérica”. Véase “La antropología feminista y la categoría de ‘género’”, en El género:
la construcción cultural de la diferencia sexual, compilado por Marta Lamas, México, UNAM-
PUEG/M.Á. Porrúa, 1996, p. 112.
5
Gayle Rubin, op. cit., p. 44.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


78 MÁRGARA MILLÁN

A Rubin le interesan dos aspectos de esa construcción significa-


tiva-discursiva del sistema sexo-género: el que elabora Lévi-Strauss en
Las estructuras elementales del parentesco, donde se plantea que el inter-
cambio de mujeres por los hombres es lo que fundamenta el lazo social,
y, seguidamente, la concatenación de la construcción del lazo social con
la heteronormatividad compulsiva, cuya explicación se encuentra en
Freud.
La teoría de la reciprocidad primitiva ampliada al matrimonio pre-
senta una explicación del lugar real y simbólico de la mujer en la cadena
de mediaciones que dan como resultado el lazo social. La noción del
“intercambio de mujeres” resulta, oblicuamente, una explicación de la
opresión de las mujeres, ya que describe el hecho de que son los varones
quienes pueden intercambiar a sus hijas o hermanas, sin que aparezca
nunca en la historia el derecho inverso.
Tanto el sexo como el género son producidos en y a través de rela-
ciones de intercambio entre varones. Sexo y género superan, bajo estas
premisas, cualquier contenido biologicista y esencializante para ser
visualizados como efectos de relaciones asimétricas.
La necesidad de construir significativamente la diferencia sexual
como heteronormativa aparece como correlato del parentesco, como
leyes de intercambio (de mujeres) entre varones. Lévi-Strauss y Freud
corroboran el mismo entramado material y simbólico, donde lo que se
devela es la construcción de la diferencia y su sentido.
“La idea de que los hombres y las mujeres son más diferentes entre sí
que cada uno de ellos de cualquier otra cosa tiene que provenir de algo
distinto de la naturaleza […]. Lejos de ser una expresión de diferencias
naturales, la identidad de género exclusiva es la supresión de semejan-
zas naturales. Requiere represión”.6 Es aquí donde aparece Freud para
explicar la necesidad (cultural en general para Freud, cultural en par-
ticular para Rubin) de la identidad de género exclusiva como supresión
de semejanzas naturales.
La construcción de la diferencia (sexual) por sobre las semejanzas
aparece, entonces, como heteronormatividad apareada con el tabú del
incesto, las reglas del parentesco y, subsidiariamente, la desposesión de

6
Ibidem, p. 59.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 79

las mujeres de su propia subjetividad por quedar normadas por la ley


del intercambio sexual, que es, a su vez, la del vínculo social. La hetero-
normatividad busca garantizar claramente la procreación; es también
la forma propia de la cultura.
Françoise Héritier,7 antropóloga discípula de Lévi-Strauss, plantea
que la construcción social del género es pensada como parte de un
“orden más general de representaciones”, donde Masculino/Femenino
se desdobla de múltiples maneras (caliente/frío, arriba/abajo, cerrado/
abierto, activo/pasivo), haciendo significativo el cosmos y equilibran-
do sus elementos contrarios. Sin embargo, al realizar esta obra de sen-
tido y equilibrio, intercambio y reciprocidad, se produce una valencia
diferencial, o imparidad, que da sustento a lo que Bourdieu denomina
la dominación masculina.8
Héritier constata que el primer objeto de reflexión del hombre al
emerger de la animalidad es el propio cuerpo y el lugar que ocupa en
relación con lo otro: especies animales y vegetales. Reconocer estas
fronteras de lo idéntico y lo diferente constituye el núcleo de todo pen-
samiento humano:

En lo idéntico y lo diferente veo la base objetiva e indiscutible de un


sistema global de clasificación desde el punto de vista del sujeto hablante.
Esta categorización de base dualista es en mi opinión el resultado de la
observación preliminar de la diferencia sexuada sobre la cual la voluntad
humana no tiene influencia. Está en el núcleo de todos los sistemas de
pensamiento, en todas las sociedades… La aprehensión intelectual de la
diferencia sexuada sería así concomitante con la expresión misma de todo
pensamiento.9

Este núcleo primordial de observaciones sobre la naturaleza humana


se traducirá en una serie abierta y compleja de ordenamientos sim-
bólicos cuya característica será dual. La clasificación dualista es, así,
uno de los primeros anclajes del pensamiento simbólico, es decir, del

7
Françoise Héritier, Masculin/Féminin: La pensée de la difference, París, Editions Odile
Jacob, 1996, y Masculin/Féminin II: Dissoudre la hiérarchie, París, Editions Odile Jacob, 2002.
8
Véase Pierre Bourdieu, La dominación masculina, Barcelona, Anagrama, 2000.
9
Françoise Héritier, Masculino/Femenino II: Disolver la jerarquía, México, Fondo de
Cultura Económica, 2007, p. 16.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


80 MÁRGARA MILLÁN

pensamiento humano. “No hay sociedad alguna que haya sido capaz de
constituir un discurso coherente sin haber recurrido a las clasificaciones
dualistas”.10 Pero la clasificación dualista no deviene naturalmente en
la jerarquización, y menos aún en la jerarquización positiva sistemática
de lo masculino.
El parentesco y la filiación no son hechos “naturales”, salidos entera-
mente de los lazos biológicos. En los grupos humanos la consanguinidad
es una cuestión de elección, manipulación y reconocimiento social. La
filiación es la regla social que define la pertenencia a un grupo. “No se
encuentra ningún sistema de parentesco que en su lógica interna y en
los detalles de sus reglas de derivaciones pudiera ser establecido como
una relación que va de mujeres a hombres, de hermanas a hermanos,
que fuese traducible en relaciones donde las mujeres serían las mayores
o pertenecieran estructuralmente a la generación superior”.11
Es esta ausencia la que reafirma que todo sistema de parentesco
es una manipulación simbólica, una lógica de lo social. Para Héritier,
como para Rubin, resulta evidente que a partir del entramado arcaico
del parentesco y las reglas del matrimonio se instaura una experiencia
subjetiva distinta para hombres y mujeres, donde el derecho que tiene el
primero sobre su prójimo mujer (hija o hermana) es diferente al derecho
que tiene la mujer sobre su prójimo varón (hijo o hermano).
Pero lo que inquieta a Rubin, más que mostrar la imparidad de la
“lógica de lo social” y la construcción distinta de las subjetividades entre
hombres y mujeres, es la idea de la construcción de la diferencia como
mandato cultural. Nuevamente Lévi-Strauss proporciona el análisis de
las condiciones previas para que funcionen los sistemas de matrimonio
mediante el análisis de la división sexual del trabajo, concluyendo que

10
Ibidem, p. 130.
11
Traducción mía del texto Masculin/Féminin. La pensée de la différence, París, Editions
Odile Jacob, 1996, p. 67. Héritier se interesa en los sistemas matrilineales crow, que deberían
mostrar la figura inversa al sistema patrilineal omaha (ambos de los indios de Norteamérica),
donde hermano/hermana se vuelve padre/hermana. La lógica de la apelación inversa que tra-
duciría hermana/hermano como madre/hijo no llega a formularse plenamente. Interviene el
orden generacional. Un hermano mayor no puede ser considerado como hijo de la hermana.
Entre los iroqueses el derecho matrilineal le da a las matronas (mujeres maduras ya en la me-
nopausia), poderes considerables, sobre todo ante las mujeres jóvenes. Pero esto no las lleva al
ejercicio de la igualdad en los procesos de decisión.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 81

no se trata de una especialización biológica, sino de una diferenciación


con un propósito, el de “asegurar la unión de hombres y mujeres ha-
ciendo que la mínima unidad económica viable contenga por lo menos
un hombre y una mujer”.12 Desde esta perspectiva, afirma, la división
sexual del trabajo es un tabú contra la igualdad de hombres y mujeres,
que divide a los sexos en dos categorías mutuamente excluyentes, “un
tabú que exacerba las diferencias biológicas y así crea el género”.13 En
esta afirmación se encuentra in nuce el desarrollo performativo que hace
Judith Butler,14 donde el sexo es un efecto del género y no al contrario,
como generalmente se entiende.
Si las estructuras elementales del parentesco y la división sexual
del trabajo lo que hacen es crear la diferencia excluyente entre mascu-
lino-femenino, la introyección de esta división en términos de identidad
monolítica y totalitaria es descrita por el psicoanálisis. Freud da cuenta
del proceso de “adquisición de género”, revelándolo como un proceso
necesario y a la vez traumático para ambos sexos, pero especialmente
para el sexo femenino. Rubin lee a Freud con Lacan para superar la
interpretación biologicista que domina en el psicoanálisis clínico nor-
teamericano y buena parte del feminismo. El guiño aquí es hacia “el
lenguaje y los significados culturales” de la anatomía, es decir, de las
diferencias.
Para Rubin, el psicoanálisis según Lacan es “el estudio de las hue-
llas que deja en la psique del individuo su conscripción en sistemas de
parentesco”.15 Estructuras del lenguaje, leyes del matrimonio y paren-
tesco e inconsciente como un mismo territorio, lo cual da cabal sentido
al “complejo de Edipo”.
De esta forma, antropología y psicoanálisis (franceses) son herra-
mientas básicas para la crítica feminista interesada en la emancipación

12
Gayle Rubin, op. cit., p. 57. Rubin se refiere en esta parte al trabajo “The family”,
de Lévi-Strauss, publicado en H. Shapiro (ed.), Man, Culture and Society, Londres, Oxford
University Press, 1971.
13
Gayle Rubin, op. cit., p. 58.
14
Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, México,
Universidad Nacional Autónoma de México-Programa Universitario de Estudios de Género/
Paidós, 2001, y Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”, Buenos
Aires, Paidós, 2005.
15
Gayle Rubin, op. cit., p. 68.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


82 MÁRGARA MILLÁN

no sólo de las mujeres, sino de la humanidad. Rubin apunta con esta


intencionalidad crítica del feminismo hacia el desbordamiento de lo
que hasta ese momento (y parcialmente en la actualidad) había sido su
objeto: la opresión de las mujeres, y bellamente afirma:

Personalmente, pienso que el movimiento feminista tiene que soñar con


algo más que la eliminación de la opresión de las mujeres: tiene que soñar
con la eliminación de las sexualidades y los papeles sexuales obligatorios.
El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y
sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ningu-
na importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor.16

En estas palabras de Rubin se presenta el excedente no conmensurable


de la persona, es decir, del sujeto, aquello que escapa a los discursos a
pesar de ser construido-contenido por ellos. La aportación teórica de
Rubin es en sí misma parte de lo que indica: deconstrucción de género
(como diferencia excluyente) para liberar sus efectos sobre las sexua-
lidades humanas y las personas. El sistema sexo-género es perfectible,
tendiendo hacia el horizonte de la no patologización de las sexualidades,
a la eliminación del “residuo edípico” de la cultura.
En este punto, la utopía de Rubin muestra su confianza en lo que
denomina “la evolución cultural”. En el cierre de su ensayo se ancla en
la idea de la modernidad, rinde una cierta “superfluidad” a la organiza-
ción del sexo y del género, que habiéndose establecido como necesidad
arcaica se reprodujo de manera automática hasta la actualidad.

FEMINISMO(S) Y SEXUALIDADES. EMERGENCIA DE LA TEORÍA QUEER

El horizonte emancipatorio de los setenta dará paso al estudio de las


emergencias discursivas, ya anunciado con el concepto de sistema sexo-gé-
nero. “Thinking sex”17 es un ensayo tan importante como “El tráfico de
mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”. Si el primero es

16
Ibidem, p. 85. Las cursivas son mías.
17
Gayle Rubin, “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexuali-
dad”, publicado en Carole S. Vance (comp.), Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina,
Madrid, Ediciones Revolución, 1989.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 83

considerado como el que da las bases del feminismo postestructuralista,


el segundo se piensa como el que abre el campo de la llamada teoría queer.
Lo cierto es que en este ensayo Rubin se lanza con la más clara vena
foucaultiana a analizar las formas discursivas, en este caso el discurso mé-
dico y legal sobre la sexualidad en Estados Unidos, mostrando cómo
opera una jerarquía sexual que estratifica (sexo bueno versus sexo malo)
en una escala históricamente cambiante, entendiendo claramente “la es-
pecificidad del discurso como objeto de estudio”: “Tarea que consiste
en no tratar —dejar de tratar— los discursos como conjuntos de signos
(de elementos significantes que envían a contenidos o representaciones)
sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que
hablan”.18
El discurso, entendido de esta forma, es más (siempre más) que
“lengua y palabra”. Si son objeto de “legitimidad”, si en ellos se juega
la construcción de la “verdad”, es por su peligrosidad:

objeto de sofisticados mecanismos de control, históricamente renovados.


Estos procedimientos combinan sistemas de exclusión que obturan sen-
tidos y recortan los límites de lo decible (las temáticas y los conceptos
legítimos), pero también sistemas altamente productivos que ofrecen en
cada espacio, en cada disciplina, en cada situación, las modalidades, sus
retóricas y estrategias de enunciación.19

Rubin es una autora eminentemente política. En esta segunda contri-


bución al debate del feminismo plantea la idea, a contrapelo de lo que
se puede leer en el ensayo de 1975, de que la sexualidad humana es un
vector de opresión distinto aunque confluyente con el género que se
posiciona muy fuerte. La estratificación sexual es algo que puede ser
aminorado por la pertenencia a cierta clase, raza o grupo étnico, pero
no reducida a esta pertenencia. Rubin considera que no contamos con

18
Michel Foucault, La arqueología del saber, México, Siglo XXI Editores, 1985, p. 81,
citado por July Cháneton en Género, poder y discursos sociales, Buenos Aires, Eudeba, 2007,
p. 50.
19
July Cháneton, Género, poder y discursos sociales, p. 50. En este extraordinario volumen
la autora explicita la idea de la semiosis de género, retomando los estudios de Eliseo Verón, La
semiosis social, Buenos Aires, Gedisa, 1987, concepto particularmente atinado al enfatizar el
carácter procesual y abierto del género.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


84 MÁRGARA MILLÁN

un concepto de “variedad sexual benigna”, que es la base para desarrollar


una “ética sexual pluralista”. Cito in extenso:

La variedad es una parte fundamental de toda forma de vida, desde los


organismos biológicos más simples hasta las formaciones sociales humanas
más complejas y, sin embargo, se supone que la sexualidad debe adap-
tarse a un modelo único […]. Esta idea de una única sexualidad ideal es
característica de la mayoría de los sistemas de pensamiento sobre el sexo.
Para la religión el ideal es el matrimonio procreador. Para la psicología
la heterosexualidad madura. Aunque su contenido varía, el formato de
una única norma sexual se reconstituye continuamente en otros marcos
retóricos, incluidos el feminismo y el socialismo. Es igualmente objetable
insistir en que todo el mundo deba ser lesbiana, no monógamo, como
creer que todo el mundo deba ser heterosexual o estar casado, aunque
este último grupo de opiniones está respaldado por un poder de coerción
considerablemente mayor que el primero.

Y más adelante: “Hemos aprendido a amar las diferentes culturas


como expresiones únicas de la inventiva humana, no como los hábitos
inferiores y repulsivos de los salvajes. Necesitamos una comprensión
antropológica similar de las diferentes culturas sexuales”.20
La vuelta a la biología que sugiere Rubin es justamente en el orden
de la diversidad, la pluralidad, contra un trabajo homogeneizador que
hace la cultura. La diversidad erótica es, sin embargo, contextual, cons-
truida, aprendida, al igual que el modelo dominante. La experiencia
erótica humana que ocurre a pesar de o como resultado de los discursos
normativos que la provocan es el área a investigar.21
Para Rubin el feminismo muestra un claro límite en su tratamiento
de la sexualidad humana, ya que la sexualidad es un elemento comple-
jo de las relaciones entre los géneros: “una parte importante de la opre-
sión de las mujeres está contenida en y mediada por la sexualidad”.22

20
Gayle Rubin, “Reflexionando sobre el sexo…”, pp. 142 y 143.
21
Este acercamiento antropológico, fresco y franco, de Rubin a la sexualidad humana
recupera estudios como los de Alfred Kinsley, Guardell Pomeroy, Clyde Martin y Paul Gebhard,
Conducta sexual del hombre, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1967, y Conducta sexual de la
mujer, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1967, entre otros.
22
Gayle Rubin, “Reflexionando sobre el sexo…”, p. 171.

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DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 85

Con la idea de que las sexualidades, desviadas o no, son construc-


ciones sociales, Rubin cuestiona

la suposición de que el feminismo es o deba ser el privilegiado asiento de


una teoría sobre la sexualidad. El feminismo es la teoría de la opresión
de los géneros, y suponer automáticamente que ello la convierte en la
teoría de la opresión sexual es no distinguir entre género y deseo erótico…
La fusión cultural de género con sexualidad ha dado paso a la idea de que
una teoría de la sexualidad puede derivarse directamente de una teoría
de género […]. El género afecta el funcionamiento del sistema sexual
y éste ha poseído siempre manifestaciones de género específicas. Pero
aunque el sexo y el género están relacionados, no son la misma cosa,
y constituyen la base de dos áreas distintas de la práctica social. En con-
traste con las opiniones que expresé en “The traffic in women”, afirmo
ahora que es absolutamente esencial analizar separadamente género y
sexualidad si se desea reflejar con mayor fidelidad sus existencias sociales
distintas. Esto se opone a gran parte del pensamiento feminista actual,
que trata la sexualidad como simple derivación del género.23

El feminismo tiene mucho que decir sobre la sexualidad y viceversa,


pero sus saberes, discursos y prácticas tienen una autonomía relativa.
El sistema sexo-género muestra una parte de la imbricación de estos dos
vectores. Sin embargo, es necesario contar con una teoría radical de la
liberación sexual (y no de la opresión de género) para comprender y
articular adecuadamente el terreno de la “creatividad erótica”, así como
las relaciones de poder que la contienen. En el tardo capitalismo, esta
teoría se presenta como la teoría queer.

EL GÉNERO COMO “CATEGORÍA ÚTIL PARA EL ANÁLISIS HISTÓRICO”

La vuelta hacia lo discursivo en el entendimiento de lo que es el género


y cómo opera tiene una segunda inflexión en el trabajo de la historiado-
ra Joan W. Scott.24 Luego de una década de poner a circular la idea de

23
Ibidem, pp. 182 y ss.
24
Joan W. Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Marta Lamas
(comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual, México, Universidad Nacional
Autónoma de México-Programa Universitario de Estudios de Género/M.Á. Porrúa, 1996.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


86 MÁRGARA MILLÁN

sistema sexo-género como intento de reflexión al interior de los feminis-


mos anglos para superar el determinismo biológico y para comprender
la imbricación de la construcción de la diferencia sexual con el todo
social, Scott puede hacer un balance de la utilidad y los límites de esta
apropiación y renovación teórica.
El uso del concepto de género es variado. Scott se refiere a su
campo, el de la historia, para indicar usos descriptivos o causales como
modelos de su empleo limitado. También señala que la década de los
ochenta puede ser caracterizada como la de la “búsqueda de legitimi-
dad” académica por las “estudiosas feministas”, en el sentido de que
sustituyó a la palabra “mujeres”; el concepto de género tuvo desde el
origen una doble función: ser una entrada “neutra” para dar legitimi-
dad académica y de alguna forma “oficializar” los estudios feministas
en el contexto académico, pero también abrir el campo para develar
la complejidad de la constitución discursiva de la sociedad a partir de la
diferencia.
Incluso el entendimiento del género como relacional, constructo
que atañe tanto a hombres como a mujeres y se refiere a “un sistema
completo de relaciones que puede incluir el sexo, pero no está directa-
mente determinado por el sexo o es directamente determinante de la
sexualidad”,25 no sobrepasa el horizonte descriptivo del concepto. “El
género es un tema nuevo, un nuevo departamento de investigación
histórica, pero carece de capacidad analítica para enfrentar (y cambiar)
los paradigmas históricos existentes”,26 concluye Scott.
Esta evaluación sobre el impacto de la categoría en el análisis de lo
social sigue vigente, al igual que la ambivalencia contenida en el concep-
to; por un lado su capacidad heurística y por el otro su uso institucio-
nal, es decir, su capacidad deconstructiva y su capacidad normativa.
¿Cómo fortalecer un uso del concepto que releve su capacidad
analítica, como sugiere Scott? Se trata de visualizar el género como “cons-
trucción de verdad”, es decir, como proceso sociopolítico basado en un
ejercicio de significación. Representaciones y prácticas de género apare-
cen, entonces, como nudos centrales en un uso analítico del concepto.

25
Joan W. Scott, op. cit., 271.
26
Idem.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 87

El concepto de género tiende a ser “fijado” en el “sujeto” y reificado


en tanto “antagonismo que se origina subjetivamente entre varones y
mujeres como hecho central del género”.27 Es necesario salir del centra-
miento heterosexual y subjetivante de una cierta concepción de género
para convertirlo en una categoría analítica de la vida social. Se trata de
un desbordamiento que recurre a la especificidad y variabilidad histó-
ricas como estrategia, ya que “al insistir en las diferencias fijas… las
feministas contribuyen al tipo de pensamiento al que desean oponerse”,
lo cual es necesario evitar, y para ello propone “rechazar la calidad fija
y permanente de la oposición binaria, lograr una historicidad y una
deconstrucción genuina de los términos de la diferencia sexual”.28
Así, el concepto es útil analíticamente si aspira a concebir la “reali-
dad social” en términos de género, desplazando la polaridad hombre/
mujer como objeto de estudio para colocar en su lugar la construcción
misma de la alteridad, el pensamiento binario, como mecanismo de pro-
ducción-reproducción social en la dimensión estructural del sentido.
El ejercicio crítico contenido en el concepto de género es, entonces,
“exceder” el contenido fáctico de la bipolaridad masculino/femenino
para comprender cómo da forma esta dualidad a la cultura en su di-
mensión simbólica, material-institucional y subjetiva.
El dilema de la sociología y las ciencias sociales tradicionales, enun-
ciado como la tensión entre individuo y sociedad, que también es una
tensión del campo político (formulado, por ejemplo, como la disyun-
tiva liberalismo/comunitarismo), se encuentra en el centro de la crítica
que hace posible el “género”, entendido y analizado como proceso que
estructura y vincula estos ámbitos, es decir, como la “naturaleza de

27
Ibidem, p. 283. Scott establece un posicionamiento crítico al horizonte explicativo laca-
niano al implicar que en esta teoría “El falo es el único significante: el proceso de construcción
del sujeto genérico es predecible, en definitiva, porque siempre es el mismo. Si como sugiere…
Teresa de Lauretis necesitamos pensar en términos de construcción de la subjetividad en con-
textos sociales e históricos, no hay forma de especificar estos contextos dentro de los términos
propuestos por Lacan”, p. 284.
28
Joan W. Scott, op. cit., p. 286. Acá Scott toma la idea de Jacques Derrida de decon-
strucción, entendiéndola como “el análisis contextualizado de la forma en que opera cualquier
oposición binaria. Invirtiendo y desplazando su construcción jerárquica, en lugar de aceptarla
como real o palmaria, o propia de la naturaleza de las cosas”, p. 286. Ese movimiento decons-
tructivo estaría ausente en la teoría freudiana y levistraussiana regresando a la lectura “exegética”
de Gayle Rubin, y bajo esta mirada de Scott también en la teoría lacaniana.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


88 MÁRGARA MILLÁN

las interrelaciones” entre sujetos individuales y la organización social:


“Cuando los historiadores buscan caminos por los que el concepto de
género legitima y construye las relaciones sociales, desarrollan la com-
prensión de la naturaleza recíproca de género y sociedad, y de las formas
particulares y contextualmente específicas en que la política construye
al género y el género a la política”.29
Lo más importante en este concepto, y por ello es de utilidad
analítica para la historia, es la comprensión de que el género “actúa”.
Teresa de Lauretis, semióloga feminista, aplicará francamente la idea
foucaultiana de “tecnologías de género” para expresar esto mismo.30
El género actúa en distintas dimensiones constitutivas de lo social de
manera simultánea y relativamente autónoma. Estas dimensiones cons-
titutivas de lo social son “campos de fuerza” discursivos donde ocurren
las relaciones de poder, entendiendo el poder social como “constelaciones
dispersas de relaciones desiguales”.
El problema de la estructura y la agencia del sujeto, el dilema del
cambio social y la reproducción de las fuerzas tendientes a evitarlo, es
encuadrado por Scott como el terreno de la lucha discursiva. Parte de
esa lucha, agregaríamos, es comprender de esta forma el mismo con-
cepto de género sin esencialismos reificantes que lo que provocan es la
reinscripción de la dicotomía excluyente y totalizante de género.
La agencia es colocada significativamente:31 “Dentro de estos proce-
sos y estructuras [refiriéndose a los campos de fuerza sociales] hay lugar
para un concepto de agencia humana como intento (al menos parcial-
mente racional) de construir una identidad, una vida, un entramado de
relaciones, una sociedad con ciertos límites y con un lenguaje, lenguaje
conceptual que a la vez establece fronteras y contiene la posibilidad
de negación, resistencia, reinterpretación y el juego de la invención e
imaginación metafórica”.32

29
Joan W. Scott, op. cit. p. 294.
30
Teresa de Lauretis, Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, Blooming-
ton, Indiana, University Press, 1987.
31
Scott recupera esta noción de agencia presente en la obra de Michel Foucault y Pierre
Bourdieu.
32
Joan W. Scott, op. cit., p. 289.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 89

El género pasa entonces a ser parte de las “artes de hacer”,33 tanto


de la identidad (la subjetividad) como de lo social, tanto de lo social
instituido como de lo social instituyente. El género se hace desde abajo
y desde arriba, y como “forma primaria de relaciones significantes de
poder”34 es una reserva de sentido para toda relación de poder, para
el universo de sentido de lo humano, porque, recordando a Héritier,
“No hay sociedad alguna que haya sido capaz de constituir un discurso
coherente sin haber recurrido a las clasificaciones dualistas”. El género
es, entonces, una codificación que aparece dando forma y significa-
do de múltiples formas (sexualidad, economía, política) a las relaciones
sociales en cualquier ámbito. “Se refiere al significado de la oposición
varón/mujer, pero también lo establece”, dice Scott.35 Y lo que es más, el
género es una clave metafórica que reinscribe la subordinación, relación
de dependencia, de fuerza o debilidad, en el ámbito del poder políti-
co. Es así como la guerra, la conquista, la colonización, las relaciones
entre las naciones, recurren al arsenal significativo de las analogías y
las metáforas de género. Feminizar al indio es parte de la construcción
de la hegemonía del blanco o mestizo, por ejemplo. América es sub-
yugada y penetrada como mujer, connotando la virilidad y el dominio
del conquistador. La historia puede ser leída desde este mirador de
construcción de sentido, y es alterada y transformada, resistida y resig-
nificada también desde ese posicionamiento: “En esa vía, la oposición
binaria y el proceso social de relaciones de género forman parte del
significado del propio poder; cuestionar o alterar cualquiera de sus
aspectos amenaza la totalidad del sistema”.36
La teoría de género enunciada por Scott se hace cargo también de
una nueva concepción de “cambio social”. Se trata de una concepción
que trasciende la idea moderna de “revolución”, donde por un aconte-
cimiento histórico, señalado como la “toma del poder”, desaparecerían
las relaciones de poder enmarcadas en la subordinación, y apunta más

33
Como es desarrollado en los trabajos de Michel de Certeau, véase La invención de lo coti-
diano 1. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico y de Estudios
Superiores de Occidente/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 1996.
34
Joan W. Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, op. cit., p. 289.
35
Ibidem, p. 299.
36
Ibidem, pp. 299-300.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


90 MÁRGARA MILLÁN

bien a la escala micro de un cambio que se origina en muchos lugares,


a veces en los más insospechados, como apuntan los estudios de las fe-
ministas árabes sobre la resignificación crítica del Corán,37 o los estudios
poscoloniales que interrogan los procesos de construcción de sentido de
las mujeres en Asia,38 que cuestionan la construcción de las mujeres del
“tercer mundo” por un cierto feminismo académico hegemónico,39 y la
reciente reivindicación de los llamados feminismos emergentes, como
el feminismo indígena.40 Todo ello para señalar el campo referido a la
“emancipación” de las mujeres y su diversidad en términos de contex-
tualización y horizonte de sentido.
El género como concepto “útil para el análisis histórico” trasciende,
entonces, la descripción de las políticas públicas relativas a las mujeres
para dar cuenta de la forma en que esas políticas reinscriben o alteran una
determinada concepción de género en el horizonte del poder político.
Su utilidad histórica también está relacionada con el hecho de no fijar la
heteronormatividad como lo central del género, y comprender, con una
mirada más amplia, que el género regula también las relaciones entre
mujeres y entre varones, y cómo las analogías y metáforas discursivas y
simbólicas no se agotan en la heterosexualidad y el matrimonio. De esta
forma, el sexo es más que biología, y el género es más que diferencia
sexual. En palabras de Scott, podemos dar cuenta de la naturaleza del
proceso de cambio sólo si “reconocemos que ‘hombre’ y ‘mujer’ son al
mismo tiempo categorías vacías y rebosantes. Vacías porque carecen de

37
Saba Mahmood, “Teoría feminista y el agente dócil: algunas reflexiones sobre el renaci-
miento islámico en Egipto”, en Liliana Suárez y Rosalva Aída Hernández (eds.), Descolonizando
el feminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes, Valencia, Cátedra, 2008.
38
Como los trabajos de Vandana Shiva y Maria Mies, conocidos como el ecofeminismo,
Ecofeminism, Australia/Nueva Zelandia, Zed Books, 1993; Uma Narayan en Dislocating Cul-
tures: Identities, Traditions, and Third World Feminism, Nueva York/Londres, Routledge, 1997,
y la compilación editada por Sylvia Marcos y Marguerite Waller, Diálogo y diferencia. Retos
feministas a la globalización, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Centro de
Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, 2008.
39
Chandra T. Mohanty, “Bajo los ojos de Occidente: academia feminista y discursos
coloniales”, en Liliana Suárez y Rosalva Aída Hernández (eds.), Descolonizando el feminismo.
Teorías y prácticas desde los márgenes, Valencia, Cátedra, 2008.
40
Aída Hernández, “Feminismos poscoloniales: reflexiones desde el sur del río Bravo”, en
Liliana Suárez y Rosalva Aída Hernández (eds.), Descolonizando el feminismo. Teorías y prácticas
desde los márgenes, Valencia, Cátedra, 2008.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


DE LA “ÉCONOMÍA POLÍTICA DEL SEXO” AL “GÉNERO” 91

un significado último. Rebosantes porque aun cuando parecen estables,


contienen en su seno definiciones alternativas, negadas o eliminadas”.41
He revisado las aportaciones de dos autoras feministas en tres textos
canónicos de un feminismo que al hablar de las mujeres quiere hablar
del todo social. Espero haber mostrado cómo, en sus teorizaciones, el
movimiento postestructuralista, que hace del lenguaje, el discurso y
las prácticas los objetos centrales de la investigación social, encuentra
un reto heurístico importante. Este reto puede ser enunciado como el
movimiento antiesencializante, siempre contingente, pleno de acción,
antiuniversalizante de la categoría dicotómica y excluyente de género,
anclado en y formando parte de otros vectores de organización material
y simbólica de lo social, como la raza y la clase, la generación y la pre-
ferencia sexual.
Este concepto de género enriquece, sin duda, el discurso crítico con-
temporáneo, pero no es el único, y ni siquiera el más extendido entre
los estudios académicos y las formulaciones políticas del mismo. El
reto heurístico que propone se da, sobre todo, al interior de los fe-
minismos actuales. Para ello la crítica va a la par de la autocrítica. La
deconstrucción del sujeto ilustrado moderno del cual surge el feminis-
mo contemporáneo está aún en proceso. Y no sólo para el sujeto del
feminismo. Ha sido, sin embargo, el feminismo el que ha mostrado una
capacidad de descentramiento que amplía al sujeto de la enunciación,
y es esa capacidad —tanto práctica como discursiva— la que está en
cuestión.

41
Joan W. Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, op. cit., p. 301.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


92 MÁRGARA MILLÁN

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Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 75-93


Textos clásicos y sus aportes al canon,
o un texto clásico no nace, se hace*
Lucía Rayas**

RESUMEN
En este artículo se analizan las importantes contribuciones de Gayle Rubin
y Joan Scott a los estudios de género y por qué se han vuelto clásicos. Se ex-
ploran también algunas coincidencias en cuanto a la integración del género
y la historia social a los estudios académicos. Asimismo, se analiza la forma
en que Joan Scott y E.P. Thompson utilizan “experiencia”, como categoría de
análisis y estrategia para hacer otro tipo de historia, de género o clase, como
evidencia para cuestionar las viejas narrativas de la historia normativa.
Palabras clave: género, canon, experiencia, clase.

ABSTRACT
This article discusses how and why seminal contributions by Joan Scott
and Gayle Rubin became gender studies classics. Some coincidences in the
reception of work by E.P. Thompson and Joan Scott within the academic
community of historians are explored. An analysis of the use of “experience”
as a category serving the purpose of expanding the range of historically rele-
vant subjects in Thompson and Scott is presented. Finally, the article argues
that the inclusion of gender perspective as a legitimate academic approach is
indebted to the avenues opened, a few decades prior, by social history.
Key words: gender, canon, experience, class.

EL CANON DEL GÉNERO

El año 2009 marca dos conmemoraciones clave para los estudios de


género y las luchas feministas: se cumplen 25 años de la publicación
* A Marisa Belausteguigoitia en su cumpleaños, con agradecimiento. A Hilda Iparraguirre,
historiadora, maestra. Agradezco las lecturas, comentarios, sugerencias, observaciones y cariño
de Federico, Andrés, Iván y Pamela.
** Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Correo electrónico: <lrayas@
colmex.mx>.
96 LUCÍA RAYAS

de “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la


sexualidad”, de Gayle Rubin,1 y “El género: una categoría útil para el
análisis histórico”, de Joan W. Scott.2 El aniversario de las dos publica-
ciones que convocan a estos escritos invita a hacer algunas reflexiones
en torno a sus aportes. En primer lugar, ambas autoras contribuyen
de manera muy importante a explicitar y desnaturalizar dos categorías
fundamentales: género y sexo, o mejor, la sexualidad y sus prácticas. La
maestría de Scott al desmenuzar los usos que se le habían dado hasta
entonces al género, pero sobre todo su propuesta de usarlo como cate-
goría analítica, ha sido fundamental, me atrevo a decir, para un número
importantísimo de estudios, trabajos y deliberaciones. Rubin, por su
parte, se adelantó con su texto a los planteamientos de Beijing (1995)3
en cuanto a la importancia de separar la defensa de las sexualidades
de la jerga del género y de los conceptos atados a éste. Sus aportes
fundamentales, a mi juicio, no se quedan allí. Su texto “El tráfico de
mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” es también básico
para el estudio del género, así haya revisado en “Reflexionando sobre
el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad” una de sus ideas
fundamentales (el sistema sexo-género). Ambas ofrecen postes —en
su doble sentido, de apoyo y de señal—4 que han ido apuntalando los
saberes tanto de las personas de “ingreso reciente” al campo como de
quienes ya llevan un camino recorrido. Son, en el amplio sentido del
término, textos clásicos.
En su artículo “La centralidad de los clásicos”,5 Jeffrey C. Alexander
anota que sólo se dan cambios en las ciencias cuando éstos van acom-
pañados de alternativas teóricas convincentes. Los planteamientos que

1
En Carol Vance (comp.), Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina, Madrid,
Editorial Revolución, 1989, pp. 113-190 (colección Hablan las Mujeres).
2
En Marta Lamas (comp.), El género. La construcción cultural de la diferencia sexual,
México, Universidad Nacional Autónoma de México-Programa Universitario de Estudios de
Género/M.Á. Porrúa, 1996, pp. 265-302.
3
Me refiero a la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres, cuya plataforma de acción
dedica un apartado a la defensa de los derechos sexuales en el tema general “Salud de las mu-
jeres”. Véase el inciso C de la plataforma de acción en <http://www.un.org/womenwatch/daw/
beijing/pdf/BDPfA%20E.pdf>.
4
Diccionario de la Real Academia Española, versión electrónica, 1997.
5
Jeffrey C. Alexander, “La centralidad de los clásicos”, en Anthony Giddens et al., La
teoría social hoy, Madrid, Alianza, 1990 [1987].

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 97

generan transformaciones cumplen con la necesidad de integrar al campo


de estudio elementos discursivos explicativos, delimitándolos con ello.
Su contribución a la sociedad es singular y permanente, y no son sólo
referentes históricos, aunque puedan ser estudiados como documentos
históricos en sí mismos. Resultan relevantes para el avance del pensa-
miento y el desarrollo de nuevas teorías al gestar generalizaciones sobre
la estructura o las causas de un fenómeno social. Su aporte trasciende
el tiempo y constituye los fundamentos de líneas de pensamiento. Un
clásico adquiere tal carácter a partir de la propia comunidad estudiosa;
la apropiación de los textos para la construcción de consensos conduce a
emplear conceptos y lenguajes en común que fortalecen a la comunidad
epistémica.6
De esta importancia son los aportes de Rubin y Scott. Los estudios
de género construyen conocimiento no sólo para su área específica,
sino para la evolución de los postulados en ciencias sociales y, necesa-
riamente, para objetivos políticos de deconstrucción del sexismo y otras
discriminaciones, así como para crear nuevos referentes que tomen
en cuenta la experiencia y, con ella, las subjetividades como punto de
partida para formular expresiones teóricas.
Veinticinco años después es posible hacer estas aseveraciones gracias
no sólo a la mirada retrospectiva, que tanto suele aclarar los panoramas,
sino también a que la escritura, hasta entonces considerada “marginal”,
comenzó a colocarse firmemente en lugares protagónicos más o menos
al mismo tiempo en que Scott y Rubin publicaron sus textos. No sólo
las ciencias sociales y las humanidades dieron esa batalla. El campo de las
letras fue probablemente el primero en sostenerla, o por lo menos don-
de se dio de maneras más elocuentes: tomemos como ejemplo el revuelo
que causó Harold Bloom al presentar en El canon occidental (1994) una
lista de autores7 (no de obras) y una serie de criterios para estar en “el

6
Una comunidad epistémica se define como un grupo de personas que comparten un
conjunto de definiciones de problemas, dispositivos y vocabularios (el término episteme remite
al de conocimiento), en UNED, Glosario de ecología humana y sociología del medio ambiente
<http://www.uned.es/122049/p207-glosario-a-l.htm#comunidad%20epistemica> [Consulta:
enero del 2010].
7
Sí, en masculino. Hay en la lista algunas mujeres, poquísimas, y también muy pocas per-
sonas distintas de “los hombres blancos”. Sin entrar en una discusión pormenorizada, sólo quie-
ro decir que las razones de algo así tienen su origen, todas, en la discriminación y la exclusión

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


98 LUCÍA RAYAS

canon”, en reacción a lo que él consideraba “el resentimiento” de las


minorías y su afán por pertenecer a la academia. Aunque ésta es una
discusión interesante y aleccionadora, lo que me importa resaltar aquí,
por su relevancia, es que esta discusión contribuyó en su momento al
reconocimiento de que el canon se construye también sobre bases po-
líticas y no sólo estéticas (estamos hablando de obras literarias). Esto es
de suma importancia para otros campos del conocimiento humano, por
supuesto, ya que deja en claro que hay sujetos y motivaciones políticas
en la creación del pensamiento.
Por otro lado, Italo Calvino, en Por qué leer los clásicos, provee,
también desde las letras, un ejercicio rico en imágenes que refuerza
desde dónde y por qué las obras del pensamiento en ciencias sociales y
humanidades se vuelven clásicas. Llama la atención, antes que nada, la
afirmación de que, dice Calvino, un texto clásico ejerce una influencia
especial (establece una relación personal con quien lo lee) porque, ade-
más de imponerse como “inolvidable” (aquí interpreto: porque produjo
una sinapsis particular, significativa, en la persona lectora), “se esconde
en los pliegues de la memoria, mimetizándose con el inconsciente
colectivo o individual”.8 Esto resulta totalmente cierto si vemos cómo,
en la comunidad estudiosa del género, los planteamientos de Scott y
Rubin se ven como de “sentido común”, como trasfondo de estudios
e investigaciones, e incluso de acción política reivindicativa; dejan su
huella en el lenguaje. La relectura de sus textos es de redescubrimien-
to, no sólo porque somos capaces de examinarlos contando con otros
objetos de investigación, sino porque nosotras mismas cambiamos y
porque, frecuentemente, una obra clásica “nunca termina de decir lo
que tiene que decir”.9
De este modo, Scott y Rubin, como tantas autoras más, proveen un
canon. Irrumpieron en estructuras académicas hasta entonces considera-
das “intocables” al hacer teoría respecto a objetos de estudio inequívocos
y representativos de sujetos sociales y de sus experiencias. De estas auto-
ras clásicas se deriva una tradición que se expresa en diversas corrientes

tanto histórico-social (invisibilidad de los sujetos que producen las obras) como estructural
(condiciones de posibilidad para la creación).
8
Italo Calvino, postulado III en la sección de definiciones.
9
Postulado VI en la sección de definiciones de Italo Calvino.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 99

y en distintas disciplinas. Estimulan e inspiran el análisis de fenómenos


sociales con una perspectiva de género. Legitiman las investigaciones
y los postulados que las toman como punto de partida o como sustrato
de las ideas a desarrollar. Parafraseando al mismo Bloom (1994), las
lecturas clásicas ayudan a ordenar las lecturas y las ideas de toda una
vida y su producción.

LA INTERSECCIÓN DE DOS HISTORIAS10

Una de las disciplinas fortalecidas por los esfuerzos de una de las autoras
que nos reclaman, Joan Scott, es la historia. Ella misma recuerda, en
“Unanswered questions”, el artículo que escribió para el último número
de la American Historical Review —la revista académica de la Asociación
de Historiadores Estadounidenses, del 2009—, la recepción que tuvo su
clásico “El género: una categoría útil para el análisis histórico” en 1985.
Habla de una respuesta fría, descalificadora, de una audiencia com-
puesta sólo por varones que interpretaron su intervención como algo
“que no era historia”. Tanto el planteamiento sobre el tema como la
teoría postestructuralista que sirve de base para las reflexiones de Scott
les parecían filosofía y no historia a los integrantes del Instituto de Es-
tudios Avanzados de Princeton, probablemente con algo de razón en
ese momento, pues una buena parte de la academia de los años ochenta
aún no entendía del todo la idea de la interdisciplinariedad y la histo-
ria social11 era poco aceptada aún en muchos círculos tradicionales. No
sólo eso, sino que incluso hubo, en algunos medios de profesionales
de la historia, hostilidad ante la teoría como parte constitutiva de la
disciplina,12 y una cómoda aceptación de que “existe un cuerpo de

10
En adelante me referiré sólo a los aportes de Joan Scott.
11
Adjudico la obra de Scott a la historia social por oposición a la historia “tradicional”,
de grandes narrativas, aunque sé que no es la única forma de catalogar sus contribuciones (por
ejemplo, podría también tratarse de historia de las ideas). Sin embargo, sus preocupaciones
coinciden más con las academias comprometidas políticamente, como la historia social.
12
Véanse las discusiones en torno al estructuralismo francés representado por Althusser
en Raphael Samuel (ed.), People’s History and Socialist Theory, en especial las contribuciones de
Stuart Hall y E.P. Thompson, entre otras.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


100 LUCÍA RAYAS

conocimientos aceptados que se espera se acumulen con el paso del


tiempo [y que se volverán] historia consistente y usual”.13
La historia de la integración del género como tema de análisis
“legítimo” de la historia, entendida como objeto de estudio y herra-
mienta heurística, tiene semejanzas —así como una deuda— con los
esfuerzos previos de algunos historiadores por lograr que la histo-
ria social se incluyera en la academia, debido a que consideraron que
había sujetos de análisis histórico subalternos tan valiosos y relevantes
para el entendimiento de los procesos sociales como los que se habían
considerado tradicionalmente en las narrativas históricas. La hostilidad
con la que se toparon los historiadores fundadores de la historia social
tuvo un pico durante los años de la guerra fría, cuando gran parte
de la intelectualidad conservadora se opuso de manera frontal a las
interpretaciones marxistas de la historia como parte de su gran lucha
anticomunista. La idea de que la historia respondiera a “leyes del
desarrollo” y de que se interpretara como un choque entre modos de
producción recibió ataques constantes y exaltados.
El nacimiento de la historia social, o “historia desde abajo”, como
le llamaron a finales de los años cincuenta algunos historiadores britá-
nicos, se da en una circunstancia particular, en la que algunos pensa-
dores socialistas cuestionan las certidumbres con las que habían trazado
sus reflexiones. A saber, los soviéticos invadieron Budapest (1954) y
un conflicto nuclear era, en apariencia, inminente. Estos hechos, más
la contienda que se dio en torno a la crítica a Stalin, condujeron a rutas
distintas de imaginar la historia. Dice Edward Palmer Thompson,
pionero, clásico él mismo, de esos nuevos senderos: “El ser social había
hecho una entrada agitada y tardía sobre la conciencia social, incluyen-
do a la conciencia marxista, y el momento nos colocaba enfrente no
sólo ciertas interrogantes, sino indicaciones sobre cómo esclarecerlas”.14
Estos historiadores se encontraban, además, en un momento álgido de
la guerra fría ideológica (sic), por lo que padecieron tremendos ataques.

13
Raphael Samuel, “History and theory”, en People’s History and Socialist Theory, Londres/
Boston/Henley, Routledge & Kegan Paul, pp. XL-LVI. La traducción es mía.
14
E.P. Thompson, “The politics of theory”, en Raphael Samuel (ed.), People’s History
and Socialist Theory, Londres/Boston/Henley, Routledge & Kegan Paul, 1981, pp. 396-408,
passim. La traducción es mía.

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TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 101

Thompson reconoce críticamente que no se puede discutir la teoría


marxista en ese lapso ocultando el hecho de que en grandes territorios
del poder mundial el marxismo, o lo que pasa por éste, es avalado por
una ortodoxia estatal profundamente autoritaria y hostil para los
valores libertarios.15 La formación de la clase obrera en Inglaterra, de
Thompson, obra sumamente importante para la historia social, cuyo
objeto de estudio central fue un momento en la formación de la clase,
le abrió la puerta a la historia social dentro de una tradición académica
crítica, comprometida con valores socialistas. Desde entonces, algunas
y algunos historiadores, “ocasionando una crisis en la historia ortodoxa,
han alumbrado el devenir de múltiples sujetos y temas usualmente con-
siderados marginales; sus perspectivas parten de sitios esencialmente
diferentes, desde donde ningún relato es completo o completamen-
te ‘verdadero’”,16 pero sin ellos la historia permanecería parcial.
En sus orígenes, la historia social debió afrontar severas críticas
dentro y fuera de los círculos de tendencia socialista en la academia
(cuyos integrantes eran, a la vez, militantes), en medio de los ataques
ideológicos —y a veces concretos— surgidos de la pugna entre los dos
superpoderes mundiales.

Sobre la “experiencia”

En su “The evidence of experience”,17 Joan Scott apunta que los relatos


y análisis en torno a nuevos sujetos y temas han provisto evidencia sobre
valores y prácticas alternativos que retan no sólo a la historia normativa,
sino también a las construcciones hegemónicas de los mundos sociales,
ampliando con ello nuestra visión. Estas aproximaciones han apoyado
su reclamo de legitimidad en la autoridad de la experiencia. Es así que
quienes se han dedicado a escribir la historia de los grupos minoritarios,
marginales, subalternos o diferentes (por usar la terminología de Scott)
han documentado la experiencia de otros como estrategia para hacer

15
Idem.
16
Joan Scott, “The evidence of experience”, Critical Inquiry, vol. 17, núm. 4 (verano de
1991), Chicago, University of Chicago Press, pp. 773-797.
17
Ibid., p. 776.

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102 LUCÍA RAYAS

otro tipo de historia. La experiencia se usa como evidencia que puede


cuestionar las viejas narrativas,18 pero el concepto mismo no es una
categoría fija ni ha estado al margen de las contiendas académicas, ya
sea como categoría heurística o como categoría analítica.
Para E.P. Thompson dicho concepto fue fundamental en La for-
mación de la clase obrera en Inglaterra; usado, entre otras cosas, para
cambiar el punto de partida en cuanto al sujeto histórico —aquel que
tiene agencia—, su forma de utilizarlo suscitó debates y críticas duran-
te largos años. La misma Joan Scott lo trata con detenimiento en “The
evidence of experience”.19 Resulta interesante discutir las propuestas
de uso que ambos clásicos hacen del concepto, en vista de su preemi-
nencia para los estudios de género, para la historia y para reconocer el
legado conceptual de ambos historiadores, que, a diferencia de muchos
y muchas otras, teorizan sobre sus pesquisas, interrogan paradigmas y
amplían el canon.
Thompson usa la experiencia como aquello que funciona como
puente entre la mera existencia de la lucha de clases —como situación
objetiva— y la constitución de la clase como sujeto histórico. Dice
Thompson en “Tradición, revuelta y conciencia de clase, ¿lucha de
clases sin clases?”:

no hay examen de determinantes objetivos […] que pueda ofrecer una


clase o conciencia de clase en una ecuación simple. Las clases acaecen al
vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experi-
mentar sus situaciones determinantes, dentro “del conjunto de relaciones
sociales”, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas
experiencias en formas culturales.20

18
El estatus de la evidencia en la historia es, por lo demás, ambiguo, pero ésta es una
discusión a la que no entraré.
19
Scott critica que parta de una experiencia unificada, dada por la relación de los obreros
con los medios de producción, sin prever distinciones de otra naturaleza, como, por ejemplo,
étnicas, religiosas, de origen geográfico… lo que excluye, tácitamente, aspectos completos de la
organización social que producen experiencias, luego subjetividades, no uniformes. Concluye
su crítica al observar que, debido a la manera en que Thompson esencializa las experiencias
de la clase obrera, el uso de “experiencia” se vuelve la fundación ontológica de la identidad, la
política y la historia de la clase (p. 786, véanse también las páginas 784-785).
20
E.P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la
sociedad preindustrial, Barcelona, Editorial Crítica, 1979, p. 38.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 103

Después, en 1981, en la compilación que hace Raphael Samuel, donde


aparecen, entre otras contribuciones, varias que versan sobre la obra
de Thompson, en particular sobre Miseria de la teoría, y algunas que
discuten críticamente el concepto de experiencia, aclara que lo utiliza
con doble significación: experiencia I, o experiencia vivida, y experien-
cia II, o experiencia percibida, que muchos conectan de inmediato con
conciencia social (en el sentido marxista, por supuesto). Thompson
aclara:

aquello que vemos —y estudiamos— son sucesos repetidos dentro del


“ser social” —eventos que con frecuencia son, en efecto, consecuencias
de causas materiales que suceden de espaldas a la conciencia o a la inten-
ción— que inevitablemente dan pie, y deben hacerlo, a una experiencia
vivida, experiencia I, que no se manifiesta instantáneamente como un
“reflejo” en la experiencia II [percibida], pero cuya presión sobre el campo
completo de la conciencia no puede alejarse, posponerse, falsificarse o
suprimirse por la ideología de manera indefinida.21

Thompson, crítico de las expresiones rígidas del materialismo histórico,


sigue siendo materialista en sus aproximaciones al sujeto, que recu-
pera en su análisis de la clase obrera inglesa en los siglos XVIII y XIX.
Congruente con su meta explicativa, hace confluir el ser social con la
experiencia colectiva —en la gesta de adquirir conciencia de clase—
“de muerte, crisis de subsistencia, desempleo, inflación, genocidio. La
gente muere de hambre; sus sobrevivientes conciben el mercado de
otra manera. Se les aprisiona; piensan en la ley de otros modos”.22 De
este modo, sostiene Thompson, se llevan a cabo cambios en el ser social
que dan paso a una experiencia mutada que resulta determinante, ya que
ejerce presión sobre la conciencia social y propone nuevas preguntas.
Se trata, en suma, como ya se apuntó, de una especie de sustancia que
ata la situación objetiva —pertenencia a la clase— a la conciencia
de ello.
Desde el título de su texto, “The evidence of experience”, Joan Scott
alude a una discusión medular para la academia dedicada a la historia,
21
Thompson “The politics of theory”, en Raphael Samuel (ed.), People’s History and Socia-
list Theory, Londres/Boston/Henley, Routledge & Kegan Paul, p. 406. La traducción es mía.
22
Idem.

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104 LUCÍA RAYAS

la cual tiene que ver con las pruebas materiales; un empirismo que se
obstina en dejar las discusiones teóricas lejos del quehacer historiador.
A tono con los diferentes momentos en que ambos autores producen
su obra, Scott anota rápidamente tanto la fortaleza como la debilidad
del uso de la experiencia como evidencia. Por un lado, su fortaleza al
aceptarla —por su naturaleza individual, subjetiva— como evidencia
y como punto de partida para cualquier explicación y, por el otro, su
debilidad cuando se trata de sujetos “diferentes” (léase “el otro”: sabe-
mos que siempre es el otro aunque se trate de minorías femeninas),
lo que mella el filo crítico de los estudios sobre la diferencia, al tomar
como dadas las identidades de aquéllas y aquéllos cuyas experiencias
se documentan, naturalizando de este modo su diferencia.23 Es nece-
sario desestabilizar los términos —lingüísticos y del análisis— como
condición para hacer frente a la ideología —o historia— hegemónica
y normativa, pero también hay que preguntarse, sugiere Scott, sobre la
constitución de los sujetos “diferentes”, sobre cómo se llega a tener un
punto de vista diferenciado(o posición de sujeto) y sobre la naturaleza
construida de las experiencias de dichos sujetos, antes de correr el ries-
go de reificar tanto la diferencia como la experiencia. Hay que prestar
atención, entonces, a los proceso históricos que mediante el discurso
dan un lugar a los sujetos (producen subjetividad) y originan sus ex-
periencias, y, con esto, también generan identidad(es). De este modo,
Scott no tiene que justificar, a diferencia de Thompson, lo válido del
uso de “experiencia”, sino que advierte de qué maneras puede invalidar
o hacer superfluas las indagaciones históricas.
No debe sorprendernos, me parece, que ambos encuentren en la
experiencia —como fenomenología— un elemento detonador de la ac-
ción política. Sin decirlo de esta manera, pareciera que E.P. Thomp-
son intuye —o sabe— que la experiencia vivida forma subjetividades
(o posiciones de sujeto) y sugiere que éstas son capaces de producir
respuestas contra las condiciones que padecen; en este caso los obreros
ingleses al despegar el capitalismo. Parece afirmar que experimentar estas
condiciones de vida conduce a una percepción de experiencia (colectiva)

23
Véase Scott, “The evidence of experience”, Critical Inquiry, vol. 17, núm. 4 (verano de
1991), Chicago, University of Chicago Press, pp. 773-797, y passim.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 105

que va a llevar a la conciencia social de clase (al actuar como “clase


para sí”). La novedad —en ese momento, a finales de los cincuenta del
siglo pasado y un par de décadas después— de reivindicar categorías
que aluden a los individuos como parámetros motivacionales colecti-
vos planteaba un reto ante una academia mayormente acostumbrada a
avalar o trabajar dentro de las premisas de la gran narrativa estructura-
lista de los modos de producción (sin sujeto actuante). Con Thompson,
los sujetos entran a la historia.
Si bien a lo largo de su discusión sobre la experiencia Scott ha se-
ñalado que ésta se refiere tanto a la de los sujetos que se estudian como
a la de la historiadora que analiza, menciona que, en el caso de las his-
toriadoras feministas, su uso ha ayudado a legitimar la crítica contra el
sesgo masculinista, que pretende objetividad, de las narrativas históricas
tradicionales.

Pero, ¿cómo damos autoridad al nuevo conocimiento si la posibilidad de


toda objetividad histórica se ha cuestionado? Al apelar a la experiencia que,
en esta acepción, connota tanto la realidad como su aprehensión subjetiva
—la experiencia de las mujeres en el pasado y de las mujeres historiadoras
que pueden reconocer algo de sí mismas en sus antepasadas.24

La historia social permite este paso. La experiencia vale siempre que las
fuentes y las “evidencias” se expliquen y se haga una presentación del
punto de vista desde el que parte el análisis, incluyendo la experiencia
que parte de las representaciones (de las mujeres, los indígenas, las
minorías políticas). Y como se supone que la experiencia compartida
de las mujeres encauza la resistencia contra la opresión, esto es, el femi-
nismo, la posibilidad de una acción política descansa o se sigue de una
experiencia común preexistente.25
La experiencia, como categoría de análisis y como herramienta
metodológica de la historia, es algo que también defienden ambos autores.
Scott desde una trinchera más probada, y señalando la cautela que

24
Ibidem, p. 786.
25
Siempre historizada, esto es, cuestionada, relativizada y matizada por el contexto en que
se ubique. Aquí, me parece, viene al caso recordar que independientemente de las formas
que asuma en diferentes momentos y lugares, la condición subordinada de las mujeres (por
hablar de ellas) ha sido y es común.

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106 LUCÍA RAYAS

requiere el caso: tomar las categorías de análisis, tal como “experiencia”,


como categorías inestables —esto es, que requieren de contextualización
y relativización, que son discursivas26 y contingentes, pero también po-
líticas—. Thompson cava la trinchera; debe defender su punto de vista
acerca de por qué la categorización con la que innova en su magistral
texto (“experiencia” no es más que uno de los frentes por los que se le
ataca) es útil para la historia, para la historia social (o cualquier otro
nombre) y para los fines políticos que motivan sus escritos.27

CODA

La historia con perspectiva de género y la historia de la incorporación


del género al canon —reconociendo que en ciertos ámbitos se sigue
luchando por lograrla— están en deuda con la historia social y con la
corriente progresista que le da nacimiento en la segunda mitad del siglo
XX. Ambas debieron enfrentar posturas cerradas y hasta intransigentes;
pero no sólo eso, sino que si se lee o relee a autores clásicos de la historia
social encontramos paralelismos —entre éstos y las autoras feministas,
o historiadoras del género— en las categorías de análisis y hasta en
los modelos argumentativos. El recorrido que hice de la “experiencia”
en Thompson y en Scott es un ejemplo de ello, aunque queda clara
la distancia entre ambos usos (podemos decir que hay que verlos en
contexto, como recomienda y reitera Joan Scott). Por lo demás, no es
gratuito que tanto género como clase sean categorías ordenadoras del
mundo a nivel simbólico, ni es tampoco gratuita la influencia del post-
estructuralismo en E.P. Thompson y en Joan Scott, pese a que muchas
de sus otras influencias no coincidan
Resta hacer algunos comentarios importantes: por un lado, que el
canon del pensamiento en torno al género cuenta también con pen-
sadoras y pensadores provenientes de otras latitudes (francesas por su-
puesto, italianas, españolas, latinoamericanas) y que Gayle Rubin y Joan
Scott son, a su vez, herederas de ideas y elaboraciones previas. Por otro,
retomando una vez más a Scott, que el género como categoría es útil

26
Tanto una interpretación como algo que requiere ser interpretado.
27
Véase Thompson, Miseria de la teoría.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


TEXTOS CLÁSICOS Y SUS APORTES AL CANON 107

cuando se trata de una pregunta abierta “que sólo se responde gradual-


mente, a través de las investigaciones de las estudiosas, las historiadoras
entre ellas”.28 Repasar la historia de la historia traza mapas que amplían
horizontes. En palabras de Ortega y Gasset: “el pensamiento para no
perderse tiene que buscar la orientación en sí mismo volviendo de
tiempo en tiempo la mirada a la estela que su propio movimiento ha
formado”.29

28
“Unanswered questions”.
29
José Ortega y Gasset, “Tercera conferencia”, en Meditación de nuestro tiempo, México,
Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 6.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


108 LUCÍA RAYAS

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Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 95-109


“Hacer y deshacer” el género:
Reconceptualización, politización
y deconstrucción de la categoría de género*
Marisa Belausteguigoitia**

RESUMEN
En este texto se comentan dos artículos que constituyen un punto de inflexión
para los estudios de género y el feminismo: “El género: una categoría útil para
el análisis histórico” (de Joan Scott) y “Reflexionando sobre el sexo: notas
para una teoría radical de la sexualidad” (de Gayle Rubin). El potencial
deconstructivo de éstos se subraya en tres dimensiones: la primera aborda
las tesis de las autoras, enfocándose en sus efectos narrativos y discursivos; la
segunda apunta a su forma de entender la diferencia, no sólo como un aten-
tado a “la mujer” sino como elemento estructural que atraviesa a las mujeres
pero va más allá del género, y la tercera busca acercarse a la elaboración del
término queer con el objetivo de localizar algunas reflexiones fundacionales
de esta categoría.
Palabras clave: género, diferencia, discurso, mujer, mujeres, queer.

ABSTRACT
This text discusses two articles which constitute a turning point for gender
studies and feminism: "Gender: a useful category of historical analysis" (Joan
Scott) and “Thinking sex: notes for a radical theory of the politics of sexuality”
(Gayle Rubin). It stresses their deconstructive potential in three dimensions:
the first deals with the authors’ theses, focusing on narrative and discursive
effects; the second points to their understanding of difference, not only as an
assail on “woman” but as a structural element that runs through women and
goes beyond gender; and the third seeks to approach the development of the
term queer in order to locate some foundational ideas in this category.
Key words: gender, difference, discourse, woman, women, queer.

* Agradezco a Gerardo Mejía el apoyo en las búsquedas bibliográficas y la revisión de este


artículo.
** Directora del Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM. Profesora de
la Facultad de Filosofía y Letras. Correo electrónico: <maria.isabel@servidor.unam.mx>.
112 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

Actualmente los estudios de género constituyen un amplísimo mundo


conceptual y metodológico. Los campos de estudio, análisis y acción
que involucran la equidad, la democratización y la teorización de los
sistemas de dominación se han expandido, a la vez que sus límites y
promesas se han fragmentado y complejizado. ¿Qué prometen los estu-
dios de género hoy? ¿Qué sujetos nuevos han integrado? ¿Cómo se han
vaciado y recargado de contenido teórico y político? ¿Cuándo y cómo
se transforman en imprescindibles categorías para el trabajo político?
¿A partir de qué operaciones han incrementado su influencia intelectual
y político-pedagógica (intervención en las relaciones inequitativas de
poder y en la necesidad de generar nuevos campos de estudio)?
Desde la antropología de Margaret Mead en los años veinte, los
avances de la medicina y la psiquiatría de los años cincuenta en la rea-
signación de sexo (Money) hasta la convicción de que no se nace mujer,
que el género es una construcción (Beauvoir) que se elabora a base de
interacciones y que puede no sólo “hacerse” desde la medicina, sino “des-
hacerse” desde la convicción subjetiva o política (Butler), la investigación
y la producción de conocimiento sobre lo que llamamos género ha ido
aumentado y diversificándose. La producción ininterrumpida de saber
sobre la diferencia sexual y de género, desde su maleabilidad médica, su
potencialidad teórica y su vitalidad política, ha propiciado una acepta-
ción de su función académica que va desde la tolerancia políticamente
correcta hasta un verdadero reconocimiento de sus posibilidades críticas,
pedagógicas y políticas.
Este ensayo ofrece una visión de las formas en que los artículos
fundacionales “El género: una categoría útil para el análisis histórico”,
de Joan Scott, y “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría
radical de la sexualidad”, de Gayle Rubin, contribuyeron a conformar
el campo de los estudios de género.
Las perspectivas de género se derivan de una dimensión óptica y
lingüística; se construyen con el fin de enfocar, significar y representar
esa otredad dentro o en el límite de los engranajes, los sistemas y las re-
laciones de poder. Scott y Rubin miraron y generaron planteamientos
que han permitido hacer política, así como deshacer teoría y contro-
les que limitan los derechos y las libertades sexuales. Esto lo han rea-
lizado desde lugares tan diversos como el cuestionamiento al Estado y

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 113

sus formas de control, a los propios estudios de género y al feminismo


y sus formas de “hacer” y “deshacer” el género”, así como a las relaciones
de poder que fundan los sistemas de dominación económica, sexual
y de género.
Scott y Rubin intervienen en la construcción de una crítica al fe-
minismo fundamentada en la noción de diferencia como constitutiva
y constituyente de todas las relaciones de poder; más allá de hacerla
recaer sobre “la mujer”, haciéndola la incuestionable víctima, deshacen
esta diferencia básica, es decir, se preguntan más por un lugar del défi-
cit que por un sujeto específico (“la mujer”). Así, ambas critican a los
propios estudios de género por querer situar y sitiar en una variable (la
de ser mujer) la máxima de las opresiones y la mínima de las agencias,
sin calibrar ni historizar sistemas de dominación, significación y resis-
tencia distintos.
Los ensayos que analizo reclamaron la importancia del discurso y su
construcción de significado no como un referente transparente e inhe-
rente a la realidad, sino como constitutivo de ésta. Scott y Rubin han
hecho que el género “cuente” como no se había logrado; narran y evi-
dencian sus vínculos con sistemas de significación jurídica, política y
crítica, y las maneras en que es posible que las diferencias que se vincu-
lan al género hagan sentido. Es en este terreno deconstructivo donde,
desde nuestra perspectiva, el feminismo ha contribuido mayormente al
campo político y académico.
Hacer y deshacer el género, como operaciones opuestas en sus fines,
ha permitido subrayar el carácter discursivo de la subjetividad. A partir
de este carácter, entendido como “posmoderno”, pretendemos revisitar
las formas en que el sujeto teórico y político del feminismo se ha ido
reconfigurando y ha ido más allá de “la Mujer”, que en ocasiones es “la
mujer”, esencializada como víctima ideal, en otras se convierte en un
plural “las mujeres”, desdibujándose en el sujeto global, y en otras más es
el sujeto que se desplaza al transgénero o lo transexual, y en muchas otras
se convierte en una otredad discriminada, subalterna, vaga y abarcante.1

1
En este número proponemos que la contribución de ambas autoras es de carácter
deconstructivo, y aunque estamos atentas a las diferencias entre posmodernidad y decons-
trucción, no es un objetivo de nuestro análisis marcar con detalle dichas diferencias. Diremos
que la operación que queremos hacer resaltar en ambas autoras es deconstructiva y se asienta

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


114 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

Los estudios de género han modificado su discurso y, en consecuencia,


sus sujetos.
A continuación comento ambas intervenciones: “El género: una
categoría crítica útil para el análisis histórico”, de Joan W. Scott, y
“Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexua-
lidad”, de Gayle Rubin, en tres dimensiones: La primera aborda las tesis
de las autoras, pero enfocándose en un aspecto central, el narrativo y
discursivo, es decir, la manera distinta de hacer sentido, su particular
contribución discursiva para hacer que el género “cuente” —de forma
esencializada al hacer el género y deconstructiva al mostrar cómo pue-
de ser deshecho— y así permitir que hablen sus distintos sujetos. La
segunda apunta a la forma en que entendieron la diferencia, no sólo
como un atentado a “la mujer” sino como un elemento estructural que,
desde luego, atraviesa a las mujeres, pero va más allá del género. Es este
“más allá del género”, entendido deconstructivamente —más differénce
que opresión de “la mujer”—, lo que ha permitido generar el valor in-
terpretativo y teórico estratégico de los estudios de género, desde donde
se enuncian ambos ensayos. A este enfoque se le ha llamado enfoque
interseccional del género. La tercera pretende acercarse a la elaboración
del término queer desde estas dos autoras, no con el fin de establecer
un “origen”, sino con el objetivo de localizar algunas de las reflexiones
fundacionales de esta categoría.
Estas dimensiones en las contribuciones de Rubin y Scott centran
la necesidad, apuntada hace más de un cuarto de siglo, de abandonar
posiciones esencialistas o utilizarlas, a la manera de Gayatri Spivak, de
forma estratégica (esencialismo estratégico). Subrayan, además, las pre-
guntas que hemos tratado de responder incitadas por Scott y Rubin,
quienes indagaron en el carácter deconstructivo de nuestros estudios:
¿Cuáles son los nuevos sujetos del feminismo? ¿Existe un más allá de

más o menos holgadamente en un feminismo entendido a veces como posmoderno y en otras


como postestructural. En realidad, lo que nos interesa resaltar es el valor político y teórico que
ganaron nuestros estudios cuando Scott y Rubin los trataron discursivamente y a partir de
operaciones deconstructivas. Para profundizar más en las relaciones entre el posmodernismo,
la deconstrucción y los estudios de género, véase Judith Butler y Joan W. Scott, Feminists
Theorize the Political (1992).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 115

“la mujer”? ¿Cómo moviliza este “más allá” los terrenos académicos,
teóricos y políticos?2
No es evidente ya que los sujetos del feminismo y los estudios de
género sean sólo las mujeres, aun en su diversidad; con ellas y en ellas
nos sigue arrobando la pregunta tan antigua y tan vigente: ¿qué es una
mujer? Una pregunta que hoy no es sólo de carácter retórico, poético
o psicoanalítico, sino material, jurídico y pedagógico. Pensemos en
el juicio que se le siguió a la deportista sudafricana Mokgadi Caster
Semenya, pues se pensaba que, siendo mujer, era hombre… sólo para
empezar.

NARRAR EL GÉNERO: “HACER Y DESHACER” EL GÉNERO


DESDE LAS RELACIONES DE PODER Y LOS SISTEMAS DE DOMINACIÓN

El ensayo “El género: una categoría útil al análisis histórico” propone


una tesis central: la comprensión de las relaciones de poder entre hom-
bres y mujeres —su delimitación y estructura— ha visibilizado otras
relaciones fundacionales de poder entre naciones, sujetos coloniales y
poscoloniales; entre clases, razas y otros tipos de diferencias en des-
igualdad. En palabras de Scott: “El género es una de las referencias
recurrentes más significativa por las que se ha concebido, legitimado
y criticado el poder político. Se refiere al significado de la oposición
varón/mujer, pero también la establece” (Scott, 1996: 298). Así, marca
que la diferencia fundamental es la del género; no la única, pero sí
la que fundamenta y da cuerpo —es decir, materialidad— a las demás.
Scott responde a la pregunta: ¿Cómo se engarza un sistema complejo
de inequidades desde una diferencia fundacional: la de género? ¿Cómo
articular esta diferencia sin borrarla o sin ocultar las demás?
Hacer sentido, narrar desde lo que se excluyó, marca un tono
deconstructivo en su recuento. Joan Scott trabaja en denotar al género
como una categoría de análisis cuyo fin primordial es historizar, “contar”
desde el género con historia, una historia desde abajo o desde el espacio
vencido. En vez de buscar orígenes sencillos y predeterminados es im-

2
Para profundizar en la noción de esencialismo estratégico, véase Gayatri Ch. Spivak,
“Can the subaltern speak?” (1988).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


116 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

prescindible distinguir las interrelaciones que dan cuenta de los procesos


de dominación y cambio. “Debemos perseguir no la causalidad uni-
versal, sino la explicación significativa” (Scott, 1996: 301). ¿Qué hace
significativa a una explicación? El descubrimiento de su imbricación
con un conjunto de sistemas. La explicación significativa no necesaria-
mente sería dada al describir las cosas que las mujeres pueden “hacer”
como los hombres (escribir, crear, dirigir un ejército), sino el sentido
que adquieren dentro de un conjunto de sistemas de dominación y
creación de significados (así dejamos claro que las mujeres no sólo se
“hacen”, sino que también pueden “deshacerse”, es decir, dejar de serlo
o encarnar ese cuerpo de distinta manera). Las cosas, entonces, pueden
ser vistas desde el discurso que hace a las mujeres y al significado de lo
que ellas critican y producen. Estos sistemas de significación están cons-
tituidos como “constelaciones discursivas” que forman distintos campos
de fuerza sociales (a la manera de Foucault). Surge una pregunta central:
si las significaciones de género y poder se constituyen una a la otra,
¿cómo pueden modificar las relaciones desiguales? Es decir: ¿cómo
cambiar las cosas?
Si tratamos la oposición entre hombre y mujer como algo que se
reinventa, construye y protege, y no como algo dado, natural, tenemos
una plataforma segura para empezar a producir algunos cambios, el
primero de ellos de orden discursivo. Scott y Rubin nos invitan a pre-
guntarnos qué es lo que está en juego en los debates, proclamas, refor-
mas y leyes que invocan el género (por ejemplo, la despenalización del
aborto, el matrimonio entre homosexuales y la adopción, el cambio de
identidad sexual, las leyes del cuidado). ¿Qué discursos y prácticas se
movilizan cuando se invoca el género? ¿Qué poderes se transforman?
¿Qué prácticas y qué sujetos se modifican? Estas legislaciones y prácti-
cas modificadas afectan “más allá del género”. Así, nos colocan al filo
de una de las preguntas fundamentales que más claridad arrojan al
vínculo entre género y poder: ¿Cuál es la relación entre las reformas y
las transformaciones realizadas a favor de los grupos minoritarios y el
poder del Estado?
Uno de los objetivos fundamentales de ambas autoras es demostrar
cómo hacen comprensible los estudios de género el comportamiento
regulador, escatimador, reductor del Estado y de los poderes que retan,

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 117

motivan o afrentan a la sociedad y sus opciones de transformación o


conservación. La sociedad no siempre quiere transformarse, por lo que
también se invoca el género y su condición “en construcción” para con-
servar a un sujeto mujer, para continuar “haciéndola” (naturalizándola)
mujer-madre, compañera sacrificada, restringiendo sus posibilidades de
transformación.
Entender la categoría de género como paso previo para comprender
nuestra historia y los procesos que dan forma al presente lleva a Scott a
relevar la importancia del proceso de narración de lo que entendemos
como “nuestra” historia. ¿Cómo contar para que “cuente” lo que ha
sido descartado, invisibilizado, y con ello sancionar el modelo de orga-
nización de “datos” y la definición de “experiencia” como transparentes
que la historia ha favorecido? ¿Qué y cómo “contar” con el fin de hacer
visible no sólo lo excluido, sino el mismo sistema que organiza lo que
se entiende como verdad?
El núcleo de la definición de Scott —que permite contar, narrar
desde “la diferencia” más que desde la victimización de la mujer— es-
tablece que el género es una forma primaria de relaciones significantes
de poder.
El género es el campo primario —no el único— dentro del cual y
por medio del cual se articulan el poder y las relaciones de poder. Esta
interrelación de niveles nos lleva a plantearnos los problemas vinculados
al género de distinta manera, a partir de preguntas como: ¿Cuál es la
relación entre las leyes sobre las mujeres y el poder del Estado?, ¿y cuál
entre la libertad de las mujeres, la despenalización del aborto y el avance
democrático? ¿Hay sexualización en las materias que se imparten en las
carreras de ciencias?
Estas preguntas vinculan las diferencias de género, la matriz de
desigualdades construidas a partir de la diferencia sexual con temas
de poder, laborales, institucionales, cuya estructura no se vincula visi-
blemente con la de las diferencias entre hombres y mujeres.
La idea no sólo es dar nuevas perspectivas a viejos problemas, es
decir, introducir una perspectiva que cambie las coordenadas de las
explicaciones y de la historia, de la mirada y la narración, sino hacerlo
construyendo teoría y no sólo causas y más causas que hacen de las mu-
jeres las víctimas ideales. Scott permite pasar de considerar el género

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


118 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

como una fuerza causal, un efecto del voluntarismo político, para con-
siderarla una propuesta teórica.
Por su parte, Rubin obliga a dimensionar en “Thinking sex: notes
for a radical theory of the politics of sexuality” los horizontes estériles
y escandalizados que el Estado y las sociedades conservadoras imponen
a los reclamos de libertad sexual, ya sea en cuanto al debate sobre el
supuesto carácter “vicioso” de toda pornografía, de la prostitución o
el deseo sexual liberado del cuerpo heterosexual. Rubin analiza en su
ensayo las cruzadas de la moralidad de un Estado que controla a sus
ciudadanos a partir de restricciones a su libertad sexual (leyes antimas-
turbación, la homosexualidad como delincuencia, penalización de la
sodomía como delito más grave que el asesinato, leyes antipornografía,
entre una lista verdaderamente abrumadora de fobias a todo lo que no
es sexualidad dentro del matrimonio).
Con su ensayo Rubin nos reta, anunciando: “Ha llegado el mo-
mento de pensar en el sexo”. Con esta frase inicia sus notas para una
teoría radical de la sexualidad. ¿Cómo podemos pensar en el sexo?
Sólo desde una posición radical. Otras posturas las considera formas
de control y compulsión hacia la sexualidad. ¿Qué significa pensar en
el sexo desde la radicalidad? Por lo pronto la única manera de hacerlo;
sin esta localización la crítica y el pensamiento quedan sepultados en
medidas coercitivas, legislaciones, interdicciones, culpas y desbordantes
pedagogías del control. La radicalidad estaría perfilada, justamente, en
el recuento histórico de las censuras, restricciones, fobias, ansiedades (a
los besos, a las caricias, al cuerpo); en la reducción de todas las libertades
del deseo sexual, en la conducta “indecente”, las fobias al cuerpo (des-
nudo y vestido), las leyes antiobscenidad, en la homosexualidad como
delincuencia, que se han llevado a cabo en Estados Unidos y algunas
otras partes del mundo, sobre todo desde el siglo XIX hasta nuestros
días. Rubin narra la historia de la fobia al cuerpo, de la ansiedad frente
al deseo por parte del Estado, y las estrategias, formas de lucha y resis-
tencia a que dieron lugar las demandas de libertad, y particularmente
las demandas de libertad sexual; en una palabra, a la radicalidad de la
sexualidad.3
3
Un ejemplo de esto es la definición de homosexual en los estados de Nueva York y
Michigan, entre otros, como delincuente sexual. Los delincuentes sexuales eran los pederas-

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 119

La historia de Estados Unidos está colmada de campañas, persecu-


ciones, olas de violencia y encarcelamiento a homosexuales, comunistas,
prostitutas, “viciosos”. El vicio y sus significados toman un lugar esencial;
por ejemplo, la compulsión a proteger a los niños de la perversión y la
violación sexual. Esta paranoia llegó al absurdo de legislar sobre todo tipo
de desnudez infantil como acto delictivo. “Esto significa que las foto-
grafías de niños desnudos en los textos escolares de antropología y mu-
chas de las películas etnográficas que se proyectan en las universidades
son técnicamente ilegales” (Rubin, 1990: 8). Rubin señala un “nuevo”
proyecto de la época que pretendía legislar sobre la pornografía infan-
til: “cuando el proyecto se convierta en ley, la simple posesión de una
diapositiva de un amigo o amante de 17 años de edad desnudo puede
llevar consigo una condena de 15 años de cárcel y una multa de 100 mil
dólares. El proyecto recibió la aprobación del Congreso por 400 votos
a favor y uno en contra” (Rubin, 1990: 10).
Estas leyes enturbian las definiciones de pederastia y propician
cacerías de brujas que restringen las libertades de todo tipo. Rubin de-
muestra con claridad la vinculación de la ideología de derecha con el
sexo fuera de la familia, el comunismo y la debilidad política.4

NARRAR EL GÉNERO COMO ACTO DE SIGNIFICACIÓN:


DE LA ADICIÓN DE OPRESIONES A LA INTERSECCIONALIDAD

El reconocimiento del género como elemento constitutivo de las rela-


ciones sociales basadas en las diferencias que distinguen a los sexos y
el género como forma primaria de las relaciones significantes de poder
llevan a Scott a abogar por una forma distinta de organizar la tarea na-
rrativa de las opresiones.

tas y los violadores. Los homosexuales, además de haber sido definidos como delincuentes
sexuales, fueron objeto de purgas y cacerías de brujas, junto con los comunistas. Señala Rubin:
“miles de ellos perdieron sus trabajos y las restricciones a la contratación estatal de homosexuales
perdura hasta hoy día”. Véase “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de
la sexualidad” (Rubin, 1990: 5).
4
Rubin describe cómo, durante el macarthismo, el Instituto de Investigaciones sobre el
Sexo (Institute for Sex Research) fue “atacado por debilitar la fibra moral de los norteamerica-
nos, haciéndolos así más vulnerables a la influencia comunista” (Rubin, 1990: 10).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


120 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

El hecho de renarrar la historia desde la crítica y el conocimiento


que ofrecen las teorías del género va más allá del reconocimiento de que
las mujeres participaron en la Revolución mexicana, por ejemplo. Si
este reconocimiento no lleva a una transformación de los métodos y la
práctica de la historia nos enfrentamos a un reconocimiento menor, del
tipo: “si existe una historia de las mujeres, otra que no es la de los hom-
bres, pues que la hagan ellas, que sean las mujeres las que construyan
su historia”.
La pregunta que Scott busca generar es otra: ¿Cómo cambia el
significado del conocimiento histórico el suplemento del género? El
género se transforma, así, en una categoría analítica; no es una di-
mensión aparte que deba ser estudiada y acuñada por mujeres. Esta
forma de plantearse el problema cuestiona la idea de que las teorías del
género deben servir para estudiar a las mujeres, las familias, el mundo
privado, las emociones y todos los mundos interiores (temas sustanciales
que son estudiados por las ciencias sociales y las humanidades, y, de
hecho, se encuentran hoy en auge, borrando su origen en los estudios
de género).
Scott lleva a cabo una revisión de las formas en las que la categoría
de género ha permitido explicar las relaciones humanas y, sobre todo,
cómo puede dar otro significado a la organización y percepción del co-
nocimiento histórico como intervención que autoriza un nosotros, como
relación que posibilita un nosotras articulado a horizontes de equidad.
Para esto es importante redimensionar la interseccionalidad (simultanei-
dad de las opresiones como sistema de dominación) de las categorías de
raza, género, sexualidad y clase, y formular la complejidad del poder y
las formas de resistencia de otra manera.
Esto obliga a cambiar lo que nos hemos venido preguntado. En
lugar de buscar orígenes puros o ideologizados debemos concebir
procesos que estén tan interrelacionados que no puedan deshacerse.
La interseccionalidad de raza, sexualidad, clase y género sustituye la
compulsión de engarzar eslabones a la creciente cadena de discrimina-
ciones y marginaciones de “la mujer”; esta operación permite otra lucha,
distinta a la suma de disminuciones; autoriza una explicación significa-
tiva que hace visibles —a partir de la deconstrucción—, los procesos de
mediación, traducción y exclusión que erigen relaciones de poder como

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 121

si fueran naturales.5 La interseccionalidad dará entrada a los aportes y


ajustes parciales en cuanto a la determinación de la discriminación de
cada vector (raza, sexo, clase, etc.). Este enfoque abandona las cansadas
luchas teóricas y de poder de las políticas de identidad.
Con el fin de consolidar un análisis deconstructivo desde la in-
terseccionalidad, Scott da cuenta de las intervenciones (en forma de
aportaciones y reducciones) llevadas a cabo por las teorías de género
basadas en el concepto de patriarcado, en las de clase (marxistas) y en
las derivadas del psicoanálisis. Ni el patriarcado (que crea y subraya
a “La Mujer” globalmente) ni el marxismo (privilegiando la clase) ni
el psicoanálisis (y su teorización sobre la represión y el inconsciente)
han logrado convertir el género en una variable analítica, vinculante y
articuladora. Scott llega a una última fase, la postestructural, desde la
cual sí es posible hablar del género como categoría. Veamos las cuatro
fases analizadas por Scott: teorías sobre el patriarcado, el marxismo, el
psicoanálisis y el postestructuralismo.
La primera fase del feminismo trabajó con insistencia en la gene-
ración de teorías del patriarcado, buscando orígenes universales que se
reducen a la necesidad de los hombres de dominar a las mujeres, es de-
cir, se centran en la subordinación femenina. Esta dominación a ultranza
limita las posibilidades de narrar y mirar (Scott, 1996: 272-273).
La segunda fase, la tradición marxista, también limita, pues supedita
cualquier comprensión a una base material. La dominación desde la tra-
dición marxista se basa en la apropiación del varón (patrón) de la fuerza
de trabajo de la mujer, de su trabajo como reproductora.
Scott también deja claro que las teóricas del patriarcado no han de-
mostrado cómo la desigualdad entre los géneros estructura las otras des-
igualdades, es decir, no han podido demostrar que de esta desigualdad
parten todas las otras (Scott, 1996: 275). Las teóricas marxistas han
demostrado cómo interactúan el sexismo y el capitalismo, a partir de la
división sexual del trabajo, pero no su condición de únicas variables ge-
neradoras de la inequidad. Tampoco han probado satisfactoriamente la
forma en que el sistema de división sexual del trabajo preside el sistema
5
Kimberly Crenshaw es una de las primeras feministas en articular cabalmente el tema
de la interseccionalidad; véase “Mapping the margins: intersectionality, identity politics, and
violence against women of color” (1991).

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122 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

económico (analogía de las relaciones de producción y reproducción).


La dominación del varón parece clara, pero, ¿cómo explicarla científi-
camente en todos los casos? ¿Puede el debate marxista extenderse para
acoger factores y sistemas psicológicos, cultuales, políticos, raciales?
(Scott, 1996: 278).
La fase marxista presenta ventajas narrativas y de visibilización,
como, por ejemplo, la posibilidad de considerar los sistemas económi-
cos como los que determinan directamente las relaciones de género. Hay
teorizaciones fascinantes, como la reconversión del deseo en un bien
material; se da, entonces, un vínculo entre la estructuración psíquica y
la económica (deseo y política). De aquí la relación entre psicoanálisis
y marxismo, que analiza una forma de liberación y emancipación desde
lo psíquico y lo económico.6 Hoy parece haber un renacimiento de la in-
terpretación de los vínculos entre deseo, política y discurso (Scott, 1996:
275-286). En estas décadas se han construido sistemas duales desde la
categoría analítica de género que vinculan capitalismo y patriarcado,
psicoanálisis y feminismo, pero siguen siendo restrictivos.
Scott señala que la última fase, la postestructural, también tuvo sus
problemas de ahistoricidad, como sucedió, por ejemplo, con el trabajo
teórico de Lacan. Lo que acaba proponiendo Scott es una reapropiación
del método deconstructivo de Derrida; esto es, un pensamiento que
se construye en torno a la visibilización del proceso de significación a
partir de lo que se oculta y lo que se excluye para sostener una verdad.
En palabras de Scott:

Debemos buscar vías (aunque sean imperfectas) para someter continua-


mente nuestras categorías a [la] crítica y nuestros análisis a la autocrítica. Si
empleamos la definición de deconstrucción de Jacques Derrida, esta crí-
tica significa el análisis contextualizado de cualquier oposición binaria,
invirtiendo y desplazando su construcción jerárquica, en lugar de acep-
tarla como real o palmaria, o propia de la naturaleza de las cosas. En
cierto sentido las feministas han estado haciendo esto durante años (Scott,
1990: 286).

6
Slavoj Zizek ha sido uno de los teóricos que han producido ampliamente desde las
intersecciones entre deseo, política, materialidad y discurso. Véase The Sublime Object of
Ideology (1997).

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 123

Como ejemplo de esta forma de análisis podemos mencionar las exclu-


siones necesarias para fundamentar como verdad ineludible la guerra
contra Irak, o la exclusión de mujeres y sujetos coloniales del contrato
social fruto de la Revolución francesa, o la forma en que los regímenes
autoritarios se sostienen, fundamentando su razón de ser en el control
de las mujeres, como sucede con las reformas constitucionales en 18 esta-
dos de la República Mexicana que consideran la vida desde la concep-
ción y que han motivado que dos partidos opuestos, el Partido Acción
Nacional (PAN) y Partido Revolucionario Institucional (PRI), se alíen.
Como bien dice Scott, toda teoría de género conlleva operaciones
deconstructivas que deberían redundar en formas de narrar y mirar (ar-
ticular) aquello que de otra manera permanecería invisible, para poder
naturalizar un régimen de verdades. Dicho desde Scott: la verdadera
utilidad, estatuto teórico del género como categoría de análisis, sólo se
da completamente en la fase postestructural, una fase que sigue a dos
anteriores: la teorización sobre el patriarcado y la que se hace desde una
tradición marxista (con intentos de vinculación con el psicoanálisis).
Con la deconstrucción como método, Scott concibe la teoría como
un mecanismo que permite rearticular las relaciones de poder —de cons-
trucción de significado— que fueron nubladas y silenciadas. ¿Cómo se
explican los feminicidios, la violación de Ernestina Ascencio Rosario,
la violación y el encarcelamiento de las mujeres vinculadas a Atenco, la
eliminación de las voces de Tere y Felícitas, locutoras triquis? ¿Qué re-
laciones de poder entre lo que se ve y lo que se narra, entre quien ve y
quien narra, dan cuerpo a lo que entendemos como realidad, problema,
conflicto? ¿Quién se queda sin cuerpo y sin voz en esta distribución de
poderes de la representación? Éstas son algunas de las preguntas que
utilizan de manera distinta el conocimiento producido por los estudios
de género desde la deconstrucción.
No puedo dejar de mencionar un enlace crítico estratégico releído
también desde la deconstrucción que propone Joan Scott, un artículo
que analiza el carácter mediador de la experiencia. En “La experiencia”,
Scott llama a hacer una lectura literaria de la materialidad y la experien-
cia recabada desde nuestros estudios y hecha fundación inobjetable de
“La Mujer”. Se refiere, más que a una materialidad incuestionable, a una
apropiación de la ficción como constitutiva de la verdad. Esto no parece

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


124 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

en absoluto inapropiado para los historiadores o para quienes se dedican


al estudio del cambio. Plantea una manera de cambiar el enfoque y la filo-
sofía de nuestra historia, “el empeño por naturalizar la ‘experiencia’
mediante la creencia de una relación no mediada entre las palabras y las
imágenes, a una relación que tome todas las categorías de análisis como
disputadas, contextuales y contingentes” (Scott, 2001: 71).
Scott plantea en “La experiencia” la forma más adecuada de narrar
las exclusiones, las relaciones de poder; establece que es desde la litera-
tura —desde la narración, integrando lo que “se deja fuera”— más que
desde la historia, que sólo narra desde la experiencia, desde donde pode-
mos dar mejor “cuenta” de otros relatos, de otras historias y verdades.
La literatura como narración es capaz de ofrecer el encuadre, la
perspectiva desde la cual miramos y no miramos. Lo que propone Scott
es colocar la literatura en el centro como forma de evidenciar; sugiere
un análisis deconstructivo, centrado en dilucidar cómo se han creado
los efectos de verdades hegemónicas.7
Lo que entendemos con Scott no es poca cosa: la naturaleza de la
experiencia es discursiva: “Lo que es útil es insistir en la naturaleza de
la ‘experiencia’ y en la política de su construcción. Lo que cuenta como
experiencia no es ni evidente ni claro y directo: está siempre en disputa,
y por lo tanto siempre es político” (Scott, 2001: 72-73).
Concluimos esta sección con nuestra pregunta original: ¿Qué
modifica, en el campo de la construcción de las representaciones de
verdad, lograr la representación de la experiencia de las mujeres? Desde
hace 25 años estamos construyendo respuestas a esta pregunta central
en el desarrollo de los estudios de género. Nuestras invitadas articulan
respuestas diferentes a esta tan productiva interrogante.

7
La experiencia y su estatus originario en la explicación histórica, y de esta manera la
defensa de lo “visto” como evidencia suficiente, que no es otra cosa que una forma de no ver,
debe ser puesta en cuestión. Esto, según Scott, ocurrirá cuando los historiadores tengan como
proyecto no la reproducción y transmisión del conocimiento al que, se dice, se llegó a través de
la experiencia, sino el análisis de la producción de ese conocimiento. Así, es posible interrogar,
más que la experiencia, los procesos de creación de los sujetos.

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 125

LA DIFERENCIA COMO SUPLEMENTO: LAS SIMIENTES


DE LO QUEER, LO TORCIDO O TORSIONADO

Actualmente las perspectivas en relación al género (no hablamos ya


de perspectiva, en singular, sino de perspectivas) han multiplicado los
ángulos de la mirada, que ya no sólo develan dónde se ubican las mu-
jeres en las relaciones de poder, sino también los grupos minoritarios
sociales y sexuales (migrantes, marginados, transexuales, transgénero).
La emergencia de la categoría queer se sitúa en la coyuntura de estos
dos artículos, que problematizaron hace 25 años las categorías esencia-
listas de mujer y de género. Podemos intentar una definición preliminar
de queer y señalarlo como un tipo de torsión corporal y conceptual
que permite vislumbrar la diversidad y magnitud de las operaciones que
“hacen” aparecer los géneros como un producto de la naturaleza sin me-
diación discursiva. Una traducción como saberes y prácticas “torcidas”
o torsionadas podría acercarse a una definición preliminar.
La dimensión posmoderna de estos artículos nos sitúa ante una mul-
tiplicidad de miradas, teorías y metodologías: se habla de una condición
donde prevalece el fragmento, el suplemento. Esto quiere decir que para
que podamos hablar de producción teórica, a la categoría de mujer se
le engarza un “suplemento” de clase, racial, sexual, que complica, pro-
positivamente, su sujeción a la categoría única de “mujer”.
Encontramos en Scott un señalamiento de la condición ambigua del
suplemento y del fragmento —de la diferencia, más que de la mujer—,
pero a la vez observamos un límite a esta condición posmoderna de
desplazamiento. Una forma particular de historizar, de entender la
función de la política, del materialismo y del psicoanálisis, da a las pers-
pectivas de género, por un lado, un punto de fuga y, por otro, un límite,
que invitan a concebir los estudios de género como un dispositivo teó-
rico que permite indagar estructuralmente en los sistemas de domina-
ción, ya sea disciplinaria, médica, psiquiátrica o de la propia trayectoria
ideológica de los estudios de género.
Ambas teóricas, Scott y Rubin, hacen del feminismo y los estudios
de género —a veces armadura, otras trinchera— un reto, una aventura
epistemológica, una incógnita estratégica, al devolverle su valor inter-
pretativo basado en su carácter de dispositivo —de suplemento, de

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


126 MARISA BELAUSTEGUIGOITIA

fragmento, de diferencia— para comprender las bases de la discrimina-


ción social, cultural y sexual.
Nos interesa el ensayo de Scott por su compromiso con la categoría
de género como herramienta para deconstruir la realidad. Un ejem-
plo de ello es que propone lo femenino y lo masculino como catego-
rías abiertas a la construcción de significados que operen como sostén
de un régimen autoritario o democrático. No se trata solamente de in-
crementar la letanía de las opresiones y agregarle a la categoría de mujer
las de raza, sexualidad o clase, y las que se vayan acumulando, como la
edad, el peso, la altura; se trata de hacer visible su articulación como
elemento constitutivo de las relaciones significantes de poder, de estu-
diar las estructuras de dominación “en la propia casa”.
De esta forma, Scott lleva a cabo la transformación de la diferen-
cia como suplemento, es decir, como esencia de la significación, no
sólo como accidente; nos devuelve el género más como categoría vacía
que como adelanto de exclusiones simplistas, más como figura que
visibiliza las atrocidades en nombre de las buenas conciencias y el
statu quo.
Este quiebre permite a la categoría de género girar teóricamente
hacia el lado oculto de las cosas, el lado complejo, el lado frágil, ende-
ble, oblicuo (torcido). El mayor impacto de la categoría de género se
da cuando la academia y el saber están cambiando de paradigmas y
adoptan un enfoque más posmoderno y postestructual; esto es, viran
hacia la lógica de la representación, hacia el estudiante, las emociones, la
recepción, el carácter construido de las identidades, las nuevas nociones
de espacio; en una palabra, hacia lo que funda una crítica al empirismo,
al positivismo, una ruptura epistemológica (Scott, 1996: 287).
Scott contribuye a la construcción del término queer al desestabi-
lizar la categoría de “mujer”, en singular, pero es Rubin quien señala
la ruptura fundamental con el género. La elaboración de Rubin en
“Thinking sex: notes for a radical theory of the politics of sexuality”,
con respecto a las compulsiones contra la “perversion” y el deseo sexual,
constituye una de las plataformas más importantes de los estudios
queer, es decir, de la importancia política, psíquica y subjetiva de la
alternancia y la ambigüedad, en lugar de los esencialismos producto
de la categoría “mujer”. Lo que Rubin señala como impostergable en

Discurso, teoría y análisis 31, 2011: 111-134


“HACER Y DESHACER” EL GÉNERO 127

este texto es la necesidad de separar el género del sexo. Muestra que es


imposible leer en el género lo que se lee en la sexualidad. Pueden partir
de una explicación con respecto a la significación de poder primordial
desde la diferencia entre los géneros, pero constituyen dos sistemas de
representación, de dominación y control, y por lo tanto dos propuestas
de emancipación.
Como ya señalé en las anotaciones sobre Scott, es importante decir
cómo cuentan los distintos sistemas de dominación y sus resistencias.
Hay que distinguir entre la creación de cuerpos y subjetividades mascu-
linas y femeninas y la construcción del deseo sexual.
Algunas feministas hicieron una lectura del término “perversión”
(utilizándolo a veces como sinónimo de deseo sexual) que no facilitó
para nada la liberación de las categorías sexuales vinculadas al deseo
más allá de las divisiones de masculino y femenino. Las categorías de
sexo (sexualidad) y género tienen una existencia social, política y teórica
distinta. Las alianzas políticas varían y para las mujeres homosexuales
o queer no se establecen necesariamente con mujeres, y es aquí donde
se quiebra la idea de “mujer” y dominación. Rubin señala que, aunque
muchas lesbianas no lo acepten, han padecido también las sanciones y
opresiones que han sufrido los hombres gay, las prostitutas y los transexua-
les, tal vez más que por ser mujeres (Segal y MacIntosh, 1993: 237).
Rubin argumenta en favor de una teoría radical de la sexualidad que
parta de los estudios de género y su significación frente a la diferencia
en desigualdad, como dice Scott, pero con la libertad de señalar las teo-
rizaciones y los problemas particulares del deseo sexual. La teoría radical
de la sexualidad tiene para Rubin dos componentes esenciales:

1. La idea de “normalidad” debe ponerse entre comillas. Rescatando


a Teresa de Lauretis en su relectura de Freud podemos recordar
que toda teoría de la sexualidad es inherentemente una teoría de
las perversiones.
2. El concepto de deseo se basa en la premisa de que el deseo sexual
está fundado en el encuentro con la falta, que sólo puede provenir
de la diferencia entre los sexos. Esta diferencia debe ser significada
alrededor del falo, no del pene. El deseo se divide, entonces, entre
ser o no ser el falo, tenerlo o no tenerlo, y no necesariamente el

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pene como órgano. Así narrado, el deseo es el producto del en-


cuentro con la diferencia, no con un órgano en específico.

Estas dos premisas obligan a construir un cuerpo político-teórico distin-


to al del feminismo y los estudios de género. No se trata sólo de mujeres
y de las múltiples formas con que se les discrimina, sino de repensar en
qué radica el hecho de ser mujer. Es evidente que una parte importante
de las teorías construccionistas y postestructuralistas del género es útil a
esta cuestión, pero la radicalidad del deseo va más allá. Es importante
desarrollar, entonces, una plataforma discursiva que defienda las múl-
tiples posibilidades de posicionamiento frente al deseo, más allá de las
heterosexuales y de las lésbico-gay.
Rubin cuestiona que sea el feminismo el único experto reconocido
respecto a la teoría de la sexualidad. La fusión del género con la sexua-
lidad ha dado paso a la idea de que una teoría de la sexualidad puede
derivarse directamente de una teoría del género; esta fusión no ha
beneficiado en nada a ninguno de los dos sistemas, ni al de género ni
al de sexualidad.
En un artículo anterior (“The traffic in women: notes on the ‘poli-
tical economy’ of sex”), Rubin utiliza el sistema sexo/género y lo define
como “una serie de acuerdos por los que una sociedad transforma la
sexualidad biológica en productos de la actividad humana”.8 En este
trabajo no distingue entre sexo y género, ni tampoco entre deseo sexual
y género, sino que los trata como modalidades del mismo fenómeno
social.
Aunque el sexo y el género están relacionados no son la misma
cosa; constituyen la base de dos áreas distintas de la práctica social.
Por ejemplo, las lesbianas no son reprimidas sólo por ser mujeres, sino
por ser homosexuales y “pervertidas”, y desde ese lugar han compartido
con hombres gay, transexuales y prostitutas la misma discriminación.
Rubin muestra que el pensamiento feminista carece de ángulos de
visión que puedan abarcar cabalmente la organización social de la sexua-
lidad. Los criterios fundamentales de su pensamiento no le permiten

8
En español “El tráfico de mujeres: notas sobre una ‘economía política’ del sexo”, en Marta
Lamas (comp.), El género. La construcción cultural de la diferencia sexual (1996).

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ver ni valorar las relaciones de poder básicas en el terreno de lo sexual


(Rubin, 1990: 55).
Una de las secciones que más sentido y utilidad tienen es la que se
refiere a la legislación obsesiva sobre el sexo. Esta obsesión explica las
constantes regulaciones de la sexualidad por parte del poder estatal,
jurídico-político. En sus palabras: “Las leyes sobre el sexo son el ins-
trumento más preciado para la estratificación sexual y la persecución
erótica. La modernidad legal ha creado un Estado que ha intervenido
constantemente en la regulación de la vida sexual” (Rubin, 1990: 28).
Rubin describe las batallas legales —muchas de ellas actuales, como
el aborto y la homosexualidad— por las definiciones del significado de
las identidades sexuales femeninas y masculinas que tanto nos ocupan
en la actualidad (Rubin, 1990: 37).
El Estado y los sectores conservadores de la sociedad estadounidense
invierten mucha energía y recursos para delinear una frontera especial:
la que divide el sexo bueno del malo. El papa Juan Pablo II, por ejem-
plo, utilizó abundante retórica feminista sobre la objetivación sexual
para proteger a las mujeres y, de paso, reafirmar sus compromisos con
los sectores más conservadores de la sociedad que condenan el aborto,
el divorcio, la pornografía, la prostitución, el control de la natalidad, el
hedonismo, de una forma similar a Julia Penélope, activista feminista.
Su Santidad explicaba que “contemplar a alguien de modo lascivo con-
vierte a esa persona en un objeto sexual, más que un ser humano me-
recedor de dignidad” (Rubin, 1990: 42).
Rubin explica maravillosamente el fenómeno de la “modernización
del sexo”, que organiza sus contactos y estas fronteras. Centra su re-
flexión en la modernización como un intento de regulación del exceso
de lo que desborda una sexualidad “normal” y heterosexual, a lo que
se denomina “perversión”. Explica la compulsiva elaboración de leyes
sobre el sexo y los encarcelamientos, los castigos, las sentencias, los tri-
bunales, y el aislamiento de aquellos que exhiben impulsos excesivos
o extravagantes.
El Estado legisla y controla los gestos del amor y la pasión, persiste
una voluntad legislativa frente a cualquier exceso sexual. Denuncia
cómo los besos, las caricias y sobre todo colocar los labios en los genita-
les es castigado con mucho más severidad que un robo, un crimen o una

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violación. Cada uno de estos gestos de amor y pasión es considerado


un acto criminal. Es posible ser considerado un criminal reincidente al
tener una relación homosexual dos veces. Rubin señala la facilidad con
que la legislación controla los gestos y actos sexuales, ya que tiene que
ver con aquello que los políticos quieren desaparecer: el vicio.9
Rubin impulsó definitivamente la transformación del discurso del
vicio, de la perturbación sexual, hacia el reconocimiento de la domina-
ción heterosexual y de género. Analizada en conjunto con Scott, señala
la importancia de entender el género como la forma primordial de la di-
ferencia en desigualdad, y a la vez muestra la necesidad de investigar y
producir conocimiento desde bases conceptuales propias.
Quiero cerrar este análisis con un ejemplo fundamental de lo que
es posible ver desde el trabajo de Rubin en un tema muy delicado y
complejo: la trata de mujeres, en particular en su forma de exponer
otras formas de narrar el género, es decir, de lo que puede ir más allá del
género y su concepción de “mujer” como ser que requiere protección,
sobre todo en el terreno de la sexualidad y la autonomía. Debatir este
tema desde la autonomía de las mujeres puede resultar riesgoso, dado
el aumento de la violencia contra ellas y el reforzamiento de teorías fe-
ministas sobre la protección a las mujeres (sorprendentemente parecidas
a las del patriarcado), sobre todo las migrantes pobres; sin embargo,
considero necesario rescatar algunas de las elaboraciones de Rubin que
pueden ser útiles en un tema tan complejo y muchas veces abordado
con un imaginario de mujer muy reducido.
Rubin demuestra en su artículo que la legislación que supuestamen-
te protege a las mujeres de ser “tratadas sexualmente” acaba dando más
poder a la policía y perjudicando a las que trabajan voluntariamente en
la industria del sexo. El tema de “trata de mujeres” y la compulsión por
salvarlas que despierta olvidan que existen muchas mujeres que se “tra-
tan” ellas mismas, que han incursionado en el negocio y el mundo del
sexo de manera voluntaria; aunque llevadas por penurias económicas,
la voluntad tiene un lugar. Se les complica la vida con las autoridades
(policías, ministerios públicos) debido a las legislaciones “protectoras”
9
Este artículo es imprescindible para escribir sobre el escándalo del fundador de los
Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, tema central en el terreno de los estudios queer, de
género y sexualidad.

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que intentan salvarlas de desempeñar un trabajo que ellas han elegido


y que les reditúa más que el de empleadas domésticas o de limpieza en
las empresas multinacionales.10
Defender la libertad de las mujeres para “tratarse” es una de las cosas
que son inaudibles en los congresos de la Organización de la Naciones
Unidas (ONU) y en todo tipo de eventos —incluyendo los feministas—
organizados para buscar la protección de las mujeres (que piden otras
cosas, mejores sueldos, oportunidades de trabajo). Esta develación de
Rubin hecha hace ya un cuarto de siglo permite hoy contar la historia
de la “trata” desde otro lugar, no muy aceptado ni bienvenido, ni si-
quiera por la academia. Esta defensa de la capacidad de las mujeres de
negociar sobre su propio cuerpo, aun cuando estas negociaciones sean
riesgosas (limpiar y cocinar en residencias que se encuentran muy ale-
jadas de sus hogares lo es también), ha sido muy criticada por quienes
consideran siempre a las mujeres como víctimas pasivas.
Con estas elaboraciones teórico-políticas y pedagógicas, Scott y
Rubin señalan la importancia de ir más allá del género y ubican sus
estudios en el marco de un pensamiento deconstructor que permite “va-
ciar de contenido las categorías de hombre y de mujer”, es decir, “hacer
y deshacer” el género. Estos artículos permiten pensar a las mujeres más
allá de las trincheras esencialistas de algunas corrientes del feminismo
y de la naturalización de los sistemas de dominación como el patriarca-
do. Las mujeres se hacen y deshacen, vacían y rellenan su significado;
es posible institucionalizar la feminidad para defender la vida desde
la concepción o construir un cuerpo ciudadano para defender su con-
cepción de la vida. Scott y Rubin nos demuestran de forma iluminadora
cómo transitar de las posturas más esencialistas y reductoras a aquellas
que demuestran el valor académico, político y teórico de una categoría
analítica, como lo es el género.

10
Para conocer más sobre las penurias y dificultades que las organizaciones no guberna-
mentales (ONG), la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y las “buenas conciencias” han
causado a las trabajadoras sexuales migrantes, véase Laura Agustín, “New research directions:
the cultural study of commercial sex” (2005).

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