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Roberto Arlt

EL VAGABUNDO
SENTIMENTAL

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Arlt, Roberto
El vagabundo sentimental : selección de veinticinco aguafuertes inéditas de Roberto Arlt / Rober-
to Arlt ; compilado por Laura Juárez ; Pilar Cimadevilla ; editado por Laura Juárez ...
[et al.]. - 1a ed compendiada. - La Plata: Erizo Ediciones , 2018.
121 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-42-8254-5

1. Literatura Argentina. 2. Literatura de la Provincia de Buenos Aires . 3. Crónica


Periodística. I. Juárez, Laura, comp. II. Cimadevilla, Pilar, comp. III. Juárez, Laura,
ed. IV. Título.
CDD 807

Compilación y edición.
Laura Juárez y Pilar Cimadevilla

Corrección y edición general.


Diego M. Aristi, Agustín Jáuregui Lorda y Valentina López Aranguren

Diseño y diagramación.
Agustín Jáuregui Lorda y Lucía López Aranguren

Ilustración de tapa.
Paula Vitale

facebook.com/erizoediciones | erizoediciones@gmail.com

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EL VAGABUNDO
SENTIMENTAL
Selección de veinticinco
aguafuertes inéditas de Roberto Arlt

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ÍNDICE

Prólogo 9
En ómnibus de extramuros 21
El autor cuyo drama no se representó 25
Importancia de una gallina en la calle Cuenca 29
Calles raras 33
La linda agresividad porteña 37
El hombre que va al “centro” 41
El payador de almacén 45
¿Qué se han hecho los organitos? 49
Noches frías 53
Calle Triunvirato 57
El remolino 61
Plaza de Morón 65
Hoteles trasmano 69
Las calles oscuras 73
El bosque de Palermo nocturno 77
Gimnasia obrera en Lanús 81
Acordeón en Dock Sur 85
Barcas en el Riachuelo 89
Mataderos nocturno 93
Puente Alsina 97
Hacia el país de los que no hacen nada 101
Se continúa con los desocupados 105
Calles de Belgrano 109
Refugio romántico 113
Cargando carbón en el puerto 117

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PRÓLOGO

“Estamos en el siglo de los grandes descubrimientos” y “yo he descu-


bierto ahora a Belgrano”. Con estas palabras el escritor periodista Roberto
Arlt (1900-1942) ofrece una mirada sorprendida y novedosa sobre lo que
considera en ese tiempo un “pueblo de provincia que está injertado en la
ciudad”; en este caso, el “maravilloso” barrio de Belgrano, un sitio “incólu-
me contra los avances antipáticos de la civilización” (“Calles de Belgrano”,
p. 109 ). Arlt se muestra como un “descubridor” de parajes y de calles más
o menos alejados, en una urbe transformada y diversa, que es la de fines de
1920 e inicios de los años treinta. De recorrido en recorrido, de caminata
en caminata, el cronista convierte a la ciudad en un prisma multifacético,
de aristas opuestas y conflictivas. Porque en la capital de esos años convi-
ven muchas ciudades dentro de la ciudad y es en el trabajo de la escritura
literaria y periodística de las aguafuertes porteñas que las distintas facetas
van mostrarse en su complejidad.
En el marco de la creciente modernización de Buenos Aires, una mo-
dernización despareja que, sumada al alto impacto de las sucesivas oleadas
inmigratorias, genera desigualdades y conflictos en las primeras décadas
del siglo XX, la metrópolis porteña se vuelve una protagonista indiscutida
en la literatura y también en la prensa. Sobre todo en la poesía y en los
diarios, el gran tema de esos años es la ciudad. Es así que Roberto Arlt,
un escritor hijo de inmigrantes que se suma a los jóvenes autores de la
denominada vanguardia argentina de los años veinte, desde las páginas del
moderno diario El Mundo, ofrece un registro urbano, un mapa articulado
y heterogéneo, en su conocida columna titulada desde 1928, “Aguafuertes
porteñas”. En una prosa rítmica, espontánea y muchas veces apresurada,
sujeta a los vaivenes y a los requerimientos de la colaboración periodística
(que en el caso de Arlt es cotidiana), en Arlt conviven las demandas del ma-
tutino recientemente fundado (también El Mundo aparece en 1928, como

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las contribuciones del escritor, que se inician desde comienzos) con sus
intereses más literarios: novelista incipiente de El juguete rabioso, publicada
en 1926; autor productivo y agitado en Los siete locos y Los lanzallamas (1929
y 1931), sus novelas más discutidas y mentadas por la crítica académica
argentina posterior, que lo caracterizaron como narrador transgresivo y de
impacto, que busca sacudir violentamente a su lector; dramaturgo desde
1932; cuentista y columnista “estrella” del diario a todo lo largo de su ca-
rrera literaria.
En sintonía temática con los textos de otros autores centrales de la
época, pero con diferencias singulares en los modos de mirar, sus notas se
vuelven un examen minucioso y variado de la metrópolis porteña, y Arlt,
un “estudioso de calles” (“Calles raras”, p. 35), como él mismo lo expre-
sa. Escritores de la época muy renombrados también celebran y evocan
distintas zonas (y tiempos) de la Buenos Aires de esos años. Los primeros
poemas de Borges (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925; Cua-
derno San Martín, 1929) que priorizan, en los veinte, las orillas de Palermo,
las esquinas rosadas, y una temporalidad que se vuelca hacia el pasado, casi
sin marcas de la urbe “moderna” que su recorte sobre la ciudad, rechaza;
la poesía fronteriza y vagabunda de Raúl González Tuñón en textos como
El violín del diablo (1926), con su puerto cosmopolita y las formas del brico-
laje; los tangos de su hermano Enrique y las versiones de los márgenes; los
poemas para leer en el tranvía de Oliverio Girondo y las representaciones
vanguardistas auspiciando lo nuevo, entre otros.
Mientras, por ejemplo, Borges, deambula la ciudad casi como un cie-
go (anticipado) que va al encuentro de lo conocido y recordado; una urbe
intimista y propia que casi no lo interpela porque se circunscribe en Pa-
lermo (Buenos Aires es “su casa” y es “su barrio”), en Arlt todo es visión
transformadora. En su perspectiva, una máquina de ver la metrópolis que se pone
en marcha en cada aguafuerte, el espectro urbano es abarcador, a semejanza
de una pintura cubista que puede observarse desde todos los ángulos. Un
cuadro sensible, ciertamente, y muy reactivo a los cambios; atravesado por
el impacto de lo que la ciudad tiene para mostrar y ocultar, descubrir y

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falsear. Atento a la hipocresía y a los dobleces, y por ello, al delito, a lo ex-
traordinario, a lo particular e inusual. Esto es lo que surge en el encuentro
del escritor caminante con una Buenos Aires que se está inventando a cada
momento. La literatura de Arlt va a los extremos, tal como dijo Beatriz
Sarlo, y en estas notas ese carácter es decisivo.
En la selección de textos publicados en El Mundo entre 1928 y 1933
que presentamos en esta edición, que recupera de las páginas del diario
veinticinco crónicas inéditas hasta ahora en libro, se privilegian aguafuertes
que centradas o referidas a las calles alejadas de las arterias principales,
establecen paralelismos (discontinuidades, oposiciones) entre el centro y
las afueras. Con una perspectiva distanciada de la ajetreada y medular calle
Corrientes (el Centro para Arlt en ese entonces, junto con la calle Florida),
también proponen al lector una mirada diversa y distinta (que no podía
encontrarse en otras compilaciones previas) sobre estas calles “oblicuas”,
sus peculiaridades, los márgenes y la periferia:

Hay calles que nos dan la impresión de que tienen encarnada en


la oblicuidad de sus trayectorias, un espíritu raro, cuyo influjo se
ejerce sobre el alma de los hombres que las habitan. Calles que no
parecen pertenecer a una ciudad sino a los territorios de la novela,
o a la geografía de los sueños. Calles estrechas, apropiadas para
crímenes, calles con fachadas de ladrillos rojos que hacen pensar
en albergues de fabricantes de moneda falsa, calles donde uno con-
cibe la existencia de centros espiritistas o de logias de conspirado-
res. Calles que no son como las otras calles, abiertas y francas, sino
que hacen pensar en cosas extrañas, y desequilibran el espíritu en
cuanto se entra a ellas. Estas arterias injertadas en la masa cúbica de
nuestra ciudad, viven una vida más obscura y misteriosa, y de no-
che, en ellas, el desgarrado maullido de los gatos o la trifulca de los
borrachos, resuena más siniestramente, enfermando para siempre
de melancolía a las criaturas que viven allí (“Calles raras”, p. 35).

Como puede verse en el fragmento anterior, son las calles “estrechas”,


“oscuras”, a veces siniestras, semejantes a “los territorios de la novela”, las

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que inspiran la imaginación de Arlt. La ciudad, como un libro, resulta un es-
pectáculo estético, una escena teatral o un texto viviente que el aguafuertista
puede leer para desentrañar las intrigas asombrosas que encierran sus arte-
rias. Lo cotidiano se transforma en historias de novela; los personajes del
barrio, en notas de color que Arlt registra y refiere para el público del diario.
Es así como tropieza con una aventura libresca, peor que la de Ulises y
La Odisea, en un viaje en colectivo, en el “ómnibus de extramuros”. De un
simple traslado urbano surge una descripción irónica y mordaz de tipos
pintorescos y el relato del suceso inverosímil: “la parrilla criolla” que ha
instalado “el carricoche”, donde se “fríen chorizos” y se cocinan “chin-
chulines”, para la venta “a bordo” y el deleite de su afamada “clientela”
(“En ómnibus de extramuros”, p. 21). Esto permite que Arlt encuentre
una tragedia ejemplar, semejante a una obra clásica (con todo el sentido
rimbombante y serio que puede tener el término tragedia), en el “drama” de
una gallina robada a un árabe por su vecino ruso, en una vía alejada y más
o menos marginal de Buenos Aires, como lo es la calle Cuenca. El robo
desemboca en asesinato y así comienza la anécdota y la reflexión socarrona
del cronista. Porque si hasta Nietzsche se hubiera sorprendido al enterarse
de que “el origen de la tragedia pudiera estar en una gallina” (tal como lo
razona Arlt), el furor iracundo del árabe es equiparable a la ira heroica
de Aquiles que “la musa” canta en La Ilíada (se sabe que La Ilíada relata,
entre otras cosas, “la cólera de Aquiles”). “La gallina está en el origen de la
tragedia” y la peripecia cotidiana acerca a Alejandro José (el “muslímico”
encolerizado) al personaje de saga griega (“Importancia de una gallina en la
calle Cuenca”, p. 29). Arlt desarma categorías, compara géneros elevados y
prestigiosos del acervo tradicional (la épica, la tragedia) con los sucesos co-
tidianos, y en una combinación de referencias eruditas y sabiduría popular,
insiste en sus aguafuertes en una estética de mezcla. Mezcla de lo alto y de
lo bajo, de lo prestigioso y lo mundano; de un viaje en ómnibus y las aven-
turas de Ulises, del robo de la gallina en la calle Cuenca, la cultura griega
y una lengua callejera; porque esto, ciertamente, también se expresa en su

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concepción de la lengua: “¡Ah, si en los diarios se pudiera escribir como
se habla! Qué notas sabrosas se dirían!”, sostiene, con ironía y locuacidad
(“Importancia de una gallina en la calle Cuenca”, p. 30).
Efectivamente, lo típico y lo curioso a la vez concentran la atención del
cronista. A veces se trata de derroteros singulares que, como el de la Ca-
lle Triunvirato, encierran en sus trayectos una ciudad en miniatura. Calle
triste y calle alegre, refleja la “existencia múltiple, cosmopolita y nerviosa
de la gran capital”. Triunvirato es, además, la “ruta obligada del dolor de
los pobres” y “el sendero inexorable por el que dan su último paso los que
han dejado de ser”. “La calle más llena de vida en el oeste”, “la `Quinta
Avenida´ de Villa Crespo”, en esta arteria peculiar el cronista encuentra
un micromundo: mezcla de “vida industrial, por lo bulliciosa y febril”, “y
de vida de aldea, por lo sencilla y apacible” (“Calle Triunvirato”, p. 57). Un
todo urbano en una parte. Metrópolis de contrastes y “contradicciones” en
una parcela alejada de los espacios medulares de Buenos Aires.
Otras veces su mirada se detiene en los protagonistas llamativos del
barrio, como “el hombre que nunca sale”. Un honesto ciudadano de Villa
Devoto, “de imaginación de caracol” que, recluido en su espacio, hace un
año y medio que no va a la calle Florida, para asombro y sorpresa del cro-
nista (“El hombre que va al `centro´”, p. 41). En otros casos es la incauta
clientela de los hoteles trasmano lo que capta su atención (o la “fauna” de
estos “antros”, como la llama en sus notas); gente de provincia, “mujeres de
entendimiento sencillo”, “viejas asmáticas y personajes de campo” que, te-
merosos del robo y el embuste (“temerosos de Dios y de los estafadores”)
y en busca de “gastar menos”, se hospedan en hoteles de miseria (“Hoteles
trasmano”, p. 69).
Entre todo este espectro, un tipo pintoresco por el que ciertamente
Arlt se interesa es el payador de almacén. Se trata de Silverio Manco, “un
poeta del arrabal”, del arrabal que “ya pasó”; un personaje casi desapareci-
do que proviene de los boliches de antaño, en el “límite de la provincia”,
pero que el escritor decide recuperar. Un tipo de la urbe que representa el

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pasado, en la aguafuerte se evoca con un innegable acento nostálgico que
marca cierta confluencia con los recorridos y los tonos de los poemas de
Borges. La visión de Arlt de Buenos Aires, atiende, de este modo, a las
tensiones propias de la percepción de la modernidad, la inestabilidad y el
vértigo de sus cambios. Por momentos, como en el ejemplo del payador
que el cronista recupera en sus notas, su mirada se remonta a los persona-
jes y calles de una urbe anterior, lo que quedó del pasado pero permanece
en el presente como residuo viviente, con cierto matiz de añoranza; en
otros, Arlt se centra (gustoso o no) en las transformaciones de la capital
“multifacética”, sus vías ajetreadas y su movimiento constante; lo novedoso
de las mutaciones incesantes y las consecuencias de la “civilización”, que
siempre se leen de modo conflictivo en sus textos. Las notas organizan, así,
distintos recortes sobre el mapa urbano y establecen diferencias y matices
en las calles alejadas del centro que describen.
Cuando predominan los espacios vinculados con la nostalgia (y el tono
rememorativo), las aguafuertes porteñas se enfocan hacia el pasado, como
en “El payador de almacén” o en “¿Qué se han hecho los organitos?”. Y
aunque el movimiento parece semejante a los poemas borgeanos (y en
algunos casos, también a González Tuñón), lo que cambia es la visión, el
punto de vista de la representación desde el que la crónica se sitúa. Con un
vector hacia adelante y el futuro, Arlt siempre lee desde el presente, y su perspec-
tiva se ubica en lo actual: esa es la temporalidad de sus textos periodísticos
y de las notas porteñas (y por ello su mirada difiere de la de Borges, que
escapa al tiempo de la enunciación en sus poemas primeros). Como en el
ejemplo de Silverio Manco, él (el payador) sabe que “el arrabal ya pasó”
y por eso observa “tristemente esta época de nueva sensibilidad que no
entiende, pero que le amarga la inspiración”. O como se lee en la agua-
fuerte “¿Qué se han hecho los organitos?” y su evocación del “arrabal”,
cuya “alma”, “compuesta de elementos de malevo, de bravura, de sueño,
de indolencia”, ha desparecido: “¿Dónde fueron a parar los organilleros,
los órganos, los cojos, los desarrapados? […] Pasaron. La radio, la gomina,

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¿quedarán acaso? ¿A qué llorar por lo que se ha ido? La vida es así”, res-
ponde Arlt en el cierre de una de sus aguafuertes más nostálgicas (“¿Qué
se han hecho los organitos?”, p. 49).
En otros casos, Arlt recorre Mataderos, un espacio criollo todavía, se-
gún su perspectiva, pero lo hace en colectivo, uniendo de este modo, lo
criollo a lo moderno, la pampa y el adoquinado, la llanura y el tren:

Ir de noche a Mataderos, y en colectivo, es algo parecido a sumer-


girse dentro de esta pampa que tiene una ventaja sobre la otra pam-
pa auténtica: sus calles correctamente adoquinadas entre extensísi-
mas hectáreas, barbudas de abrojos y ensombrecidas de sauces. […]
En estas soledades se puede morir heroicamente, y se concibe a
Santos Vega. […]
Luego una curva y un pase a nivel, con su farolito rojo. Otra ex-
tensión interminable de llanura, y nueva barrera. El espacio se des-
peja, instantáneamente iluminado al frío por irregulares lámparas
eléctricas. Empalizadas pintadas de blanco. Bretes encalados. Un
extraordinario olor a tambo. Vagones siniestros en los desvíos, más
sombríos aún.
En estos ángulos de callejón recorrido por rieles, con vagones
inmóviles, en una curva y una locomotora tremenda que jadea con
reflejos rojos que escapan de su boca trasera de horno (“Mataderos
nocturno”, p. 93).

Así como en Mataderos se unen lo nuevo y lo viejo (la pampa y la


locomotora) en una cronología presente que conjuga muchos tiempos, el
periodista y escritor, que también es un flâneur, un caminante urbano en
busca de lo desconocido y lo lejano, lo cambiante y lo ajeno, en sus recorri-
dos encuentra la felicidad en las afueras. Los “pueblos” aledaños, barrios
como Belgrano y Bella Vista, Lanús o Morón, le ofrecen al que transita una
oposición irreconciliable, una alternativa ilusionada, a la vida presurosa y
las “calamidades” de las calles del centro “ultra civilizadas”. Así, “las plazas
benditas” de Morón contrastan con las plazas de la capital, “facinerosas” y
solitarias; la gimnasia de los obreros de Lanús, recupera una mirada espe-
ranzada sobre el trabajo y la comunidad, que se opone a lo que el esfuerzo

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y la faena cotidiana promueve en otros espacios. Belgrano constituye un
otro mundo “maravilloso” que “choca con el resto de la ciudad”; pues, ale-
jado y distante en el barrio, abre a una zona alternativa y de alguna manera,
feliz; las afueras de “Bella vista”, un refugio “poético” y literario, “para
falsificadores de moneda”, “fabricantes de bombas” o un idilio romántico;
“un albergue como para vivir lejos de los ruidos de la revolución” (“Refu-
gio romántico”, p. 113).
En las calles lejos de Corrientes, en el Puente Alsina, en las “Noches
frías” que insisten en la desigualdad, Arlt encuentra, finalmente, sitios que
muestran los contrastes sociales y la injusticia de su tiempo. Desde los
marginados que viven en la miseria y en la desocupación (“Hacia el país
de los que no hacen nada”), hasta las penurias del mundo laboral de esos
años. En una representación que combina cierto registro estético y, en al-
gún casos, pictórico (que recuerda los cuadros de Quinquela Martín sobre
el ámbito portuario) Arlt se centra en las zonas vinculadas con el puerto
y sus aledaños, para narrar la inequidad y también el “formidable” “espec-
táculo del trabajo” (“El remolino”, p. 62. Destacado en el original). En estas
aguafuertes, el escritor social, que también es Arlt en estos años, un autor
que no puede hacer estilo, como sostiene provocativamente en el prólogo a Los
lanzallamas, porque la sociedad se desmorona, apela a la denuncia estilizada y,
si se quiere, pintoresca (porque las notas por momentos parecen cuadros
coloridos que muestran el sacrificio y el esfuerzo) para narrar estos espa-
cios. En Avellaneda, en Barracas, en La Boca, la ciudad abre un “remolino
vertiginoso” que transforma a los hombres y el panorama, porque lo que
allí, prima, según Arlt, es “el trabajo”:

Viene primero el Riachuelo, no el Riachuelo de los poetas y de


los escritores, sino el otro Riachuelo, el del movimiento de chatas
y gabarras areneras y remolcadores arrastrando lanchones cargados
de pieles saladas y maderas. La nota de color está en lo negro de
los puentes, en el desteñido verde de las canoas y en el rojo de los
transatlánticos y paquetes que permanecen días y días a la orilla de
montañas de carbón, donde hombres, pequeños en la distancia, le-

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vantan siempre con sus palas brillantes una neblina obscura y triste.
El agua grasienta y pesada, moteada de violetas de aceite y cár-
denos de grasa, lame silenciosamente el granito, mientras que los
hombres de la orilla trabajan brutalmente, sin alegría, sin esperan-
zas, sin nada. […]
Las mismas chatas, cargadas de fardos enormes, no entonan el
himno del trabajo. Yo no creo que exista ese himno, sino la angustia
de ganarse el pan y la fatiga de las bestias, cuyos pelajes guardan en
las estrías de la piel el rastro de los latigazos crueles. […]
Cuántas veces, merodeando por esos rincones (calles Pedro
Mendoza, Palos y Almirante Brown) me he preguntado, ¿qué es
lo que habrán visto ciertos poetas porteños a esos barrios lúgubres,
para cantarlos como si fueran el paraíso de esta ciudad?
Insisto. No he visto allí nada más que la muestra del sufrimiento
humano, bajo todos los aspectos (“El remolino”, p. 61)

El cronista porteño destaca en estas notas “la fatalidad brutal” que une
a los hombres y el trabajo, a la vez que refiere, lo “roto” y lo “sucio” de
los espacios “taciturnos” como Dock Sud, donde “duermen con modorra
de cadáveres cientos de desdichados” y el acordeón es siempre “viejo” y
“desdentado”. Así, mientras discute y dialoga con representaciones urba-
nas de otros escritores (como por ejemplo, cierta zona de la poesía de Raúl
González Tuñón), Arlt retoma el gesto inaugurado en El Juguete rabioso, su
novela de la “vida puerca”, para referir en estas notas porteñas cómo la
sociedad sí se está desmoronando.

Laura Juárez y Pilar Cimadevilla

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En ómnibus de extramuros

Hoy el cronista se ha despertado con furor profético. Augura males


infinitos, prevé que cualquier día de estos habrá una degollina de guardas
de ómnibus… Sí, tiene ese fatal presentimiento. El de una carnicería que
diezme por completo el gremio forajido y temible. ¿Y por qué el cronista
alberga este fatal presentimiento? Pues porque ha descubierto la “parrilla
criolla” a bordo de los ómnibus de extramuros.
¡Era lo único que faltaba! Que en los ómnibus se instalaran cocinas
portátiles, donde se fríen chorizos y chinchulines.

Viaje extramuros

¿Quién ha viajado en el ómnibus de extramuros? ¿Quién ha tenido


el coraje de recorrerse este circuito que se llama Lope de Vega y Jonte o
Liniers y San Justo? ¿Quién ha tenido el coraje de efectuarlo? ¿Dónde
está ese magnánimo héroe para que el cronista lo felicite e inmortalice?
Aventura ardua y peligrosa. No conoció nada peor Ulises llamado el
Odiseo o el Sutil.
¿Qué quieren los griegos con sus Caribdis y Escila, y con su Quimera
de chafalonía, y con sus medusas de papel pintado? Aquí, en Buenos Ai-
res, en pleno ómnibus quisiéramos verlo a Héctor o Aquiles, o Hércules.
Sí, aquí, a bordo de un ómnibus y entonces se acabaría La Ilíada, a manos
de un barbudo boletero cuyo infatigable grito de guerra es siempre: ¡Có-
rranse más adelante! ¡¡A ver ese primero si se corre!! ¡¡¡Corrrannnsennn!!!
Sí, ¿qué héroe griego hubiera resistido el circuito Lope de Vega – Ri-
vadavia por Jonte, o Liniers – San Justo – Haedo?

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De lo que ocurre en los ómnibus

Admitamos que “eso” sea un ómnibus. Lo admitimos aunque la teoría


lo niega. Lo admitimos. Eso es un ómnibus. Un cajón pintado de color
chocolate o sangre de toro. En el interior una ringlera de asientos. Llamé-
moslos asientos, porque si no ni Dios nos entiende. Pero son asientos de
teoría. Por entre las roturas de los “cueros de cartón piedra” salen brulotes
de alambre de púa. Más que asientos parecen aparatos destinados a tor-
mentos inquisitoriales. El piso está rajado en largas hendiduras, lo cual es
un beneficio que le dispensa la compañía al cliente, para que no se asfixie.
Cierto es que por esa hendidura entran “raudales de polvo”, como diría
un poeta de parroquia, pero no siempre se puede “hermanar el arte con
la industria”. Un facineroso que se roba la mitad de los boletos oficia de
boletero. Pertenece a la escuela estoica.
No habla, sino que a empujones introduce al pueblo en el carricoche.
Esgrime el aparato boleteril como Hércules su clava. ¡Guay del que se le
insolente!
Conduce el ómnibus un sujeto provecto, embufandado hasta los ojos,
catadura de misántropo y escéptico en todo lo que se refiere al motor de
su coche. Y decimos escéptico porque este hombre a mitad del camino
detiene el vehículo, levanta el capot del motor y se queda mirando el es-
perpento como quien asiste a un prodigio. Luego “le da” a la manivela y
el arca arranca otra vez. Así dos cuadras. Luego el mismo juego. ¿Qué es
lo que pasa?
¡Pues que el hombre está asombrado de que el motor funcione!

Los que suben

Suben. Sube una señora. La señora es gorda, pero en los brazos trae
un bulto. La señora es pantalonera. El bulto es negro y grandote. Como el

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pasillo es estrecho, la señora apoya su bulto en la crisma de sus semejantes
y creen que se les viene una casa encima. El facineroso de los boletos se ríe
graciosamente y a empujones enfarda a la señora en el coche.
Viene otra señora a dos cuadras de distancia. Hace más señales que un
semáforo. El coche aguarda. Sube la señora y sube un perro. Un perro que
después que subió se asustó. Y hay que echarlo al perro. Y echarlo al perro
es un problema. El perro muestra los dientes y gruñe razonablemente. El
guarda toca repetidas veces el timbre y el Arca de Noé arranca con perro
y todo. El guarda quiere cobrarle boleto de perro a la señora y se arma allí
una disputa de los mil diablos. Pero al pagar la señora su boleto se le caen
diez centavos al suelo. Y la señora comienza a buscar los diez centavos.
“Permiso señor”, “permiso señora”. La maldita vieja molesta a todo el
mundo. Y sube un manicero. Un manicero con el cachivache que echa
más humo que una locomotora. Nos asfixiamos todos y no se entiende
nadie. El perro inicia un conato de tarascón en la pantorrilla de una mocita
y se produce una algarabía infernal. Por fin desciende del coche maldi-
ciendo a todo el mundo la mujer del can, y el can mostrando tremendos
dientes. Un anarquista silba: “El barquero del Volga” y lo acompaña el
manicero con el cornetín. Dan ganas de implantar el fascismo.

Y ahora es la parrilla criolla

Y esta mañana, amén de un naranjero que se disputaba la clientela, el


cronista ha descubierto a bordo de ese “piccolo navío” a un soberbio gra-
nuja con una parrilla criolla portátil. Y el hombre, junto al motor, con su
cocinilla minúscula hacía freír chorizos y chinchulines, preparaba empare-
dados de ubre y los ofrecía a los tripulantes del Arca. Un rico olor de grasa
se desparramaba en poéticos bucles de humo por el carruaje de satanás. Y
como hacía frío, y el olor a comida insta a alimentarse, pronto ocurrió que
el ómnibus estuvo convertido en un restaurante automóvil. ¿Se dan cuenta

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ustedes? Un naranjero también hacía correr la mercadería, mientras un
ruso vendía cinturones y carteras.
¿Dónde ocurre esto? –nos preguntará el lector. Pues nosotros le con-
testamos: esto ocurre en Buenos Aires a veinte minutos de la Plaza de
Mayo, y a veinte cuadras de Rivadavia, ya tome usted por el Norte o por
el Sur.

23 de julio de 1928

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