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¿Se derrumbará el

capitalismo como un castillo


de naipes?
El novelista Douglas Kennedy denunció la gestión de Trump
en este “crepúsculo de los dioses virológico” y vaticina una
pesadilla para millones de estadounidenses

La sede de la Bolsa neoyorquina de Wall Street, el 22 de marzo. JONATHAN ALPEYRIE EUROPA PRESS

DOUGLAS KENNEDY, , 02 abril de 2020


Hace una semana, juré que no volvería a ver las noticias en la
televisión. Llegué a la conclusión de que, en tiempos de crisis, el flujo
constante de información se convierte en una especie de rueda de
hámster en tu cabeza.
Gira y gira y gira, abrumándote con imágenes de un presente
catastrófico, repitiéndote indefinidamente lo que ya sabes, causando
pánico existencial en todas las direcciones. Y, como una rueda de
hámster, no te lleva a ninguna parte. Es el mito de Sísifo en versión
electrónica, exacerbado por nuestra edad sobre conectada.
Pero hace unos días, rompí mi promesa cuando un escritor amigo mío
me envió un mensaje desde Nueva York: “Enciende la televisión.
Trump está batiendo sus propios récords de locura”.
Treinta segundos después, estaba de pie frente al único televisor de
mi casa en Maine (donde estoy confinado –para usar la nueva palabra
de moda– con mi hija de 23 años, Amelia, y su novio Zach desde que
la epidemia se extendió por nuestras vidas).
Y allí, en la CNN, mantenía su discurso ese promotor inmobiliario
charlatán, convertido en estrella de telerrealidad y, más tarde, jefe
nominal del así llamado mundo libre.
En este caso, parecía un presentador de un concurso con maquillaje
muy malo y pelucas aún peores. Intentaba asegurar a la nación que a
este episodio viral se lo llevaría el viento antes del Domingo de Pascua.
Esperaba que las iglesias de todo el país estuvieran llenas para la
celebración anual de la resurrección de Cristo, después de su horrible
episodio en la cruz.
Incluso para los estándares de locura de Trump, esta declaración era
totalmente irracional. Trump es neoyorquino como yo. El implacable
avance de la Covid-19 ha hecho de nuestra ciudad natal el epicentro
estadounidense del virus, con nuevos casos que se duplican cada tres
días.
El gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, cuya voz
lleva un realismo furioso y un poderoso liderazgo local en estos
tiempos vertiginosos, advirtió ese mismo día de una inminente
catástrofe sanitaria para la ciudad.
Explicó que Nueva York necesitaba 30.000 respiradores artificiales,
pero solo tenían 400 y se estaban esperando 7.000, prometidos por el
Gobierno federal. También dijo que los 3.800 millones de dólares
asignados a Nueva York en el plan de emergencia del Senado eran
insuficientes, dada la devastación que se estaba produciendo en la
ciudad. Se necesitaban, según él, 15.000 millones.

"En Estados Unidos, donde no queda casi nada


de la red de Seguridad Social, la pesadilla que
aguarda a millones de personas será terrible"
Lo más fascinante de la fantasía pascual de Trump es la forma en que
se dirigió hábilmente a los evangelistas que adoptaron a este hombre
ferozmente venal y corrupto como uno de sus compañeros de cruzada.
Se ha acusado a Trump de violación. Las amantes de Trump eran
estrellas porno; hasta una de ellas describió el sexo con él como “los
peores noventa segundos de mi vida”.
Trump trata a las mujeres como objetos desechables pero se presentó
a las elecciones de 2016 como un conservador social y eligió a Mike
Pence como vicepresidente: un fundamentalista cristiano, homófobo
y declarado antifeminista, que tiene el encantador hábito de llamar a
su esposa “Madre”.
La elección de Pence fue un golpe de genialidad, uniendo la base
evangélica a la causa de Trump. La aventura amorosa de Trump con
este encantador inveterado, de dudoso matiz cristiano, alcanzó
nuevos niveles cuando nombró para el Tribunal Supremo a dos jueces
profundamente conservadores: Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh,
acusado de agresión sexual.
Estos hombres no escondieron su oposición al aborto, lo que significa
que la mayoría republicana que lo legalizó a nivel nacional en 1973 –
el llamado caso Roe contra Wade– podría ser revocada en los
próximos años. Pero la erradicación de Roe contra Wade es el Santo
Grial de los evangélicos en la guerra cultural que ha dividido a los
Estados Unidos desde 1968.
En realidad, la necesidad de Trump de vincular la Pascua a la promesa
de un renacimiento comercial fue un guiño a los conservadores
cristianos y blancos que ayudaron a que fuera elegido contra toda
lógica hace casi cuatro años.
Estos hombres seguirán siendo fieles, aun sabiendo que es un
completo hipócrita, si las próximas elecciones se celebran en
noviembre de este año (pero como todo está sujeto a una cancelación
estos días, no me sorprendería si este último símbolo de la elección
democrática también se suspendiera pronto).
Sin embargo, también fue un recordatorio de que, incluso en este
momento de grave crisis mundial –que reveló la total falta de
preparación del Gobierno federal de los Estados Unidos para ayudar
a sus ciudadanos a sobrevivir a este crepúsculo de los dioses
virológico–, Trump sigue cultivando en nuestro discurso nacional las
profundas divisiones que él mismo ha amplificado y profundizado.
Una lección de historia: Richard Nixon ganó la Casa Blanca en 1968
gracias a su estrategia sureña, basada en el odio de los Estados del sur
contra la legislación de derechos civiles (que garantizaban los
derechos de los afroamericanos como ciudadanos en igualdad de
condiciones) aprobada por el Congreso bajo el liderazgo del
demócrata tejano Lyndon Johnson.
Nixon también había jugado con el miedo de los hombres blancos a
las minorías: las mujeres, los radicales y los hippies por el amor libre
(era el año 68, después de todo), afirmando que existía una “mayoría
silenciosa” en los Estados Unidos que rechazaba el progresismo
educado de Nueva York, California y las principales ciudades del
norte.
También denunció públicamente todo lo que pudiera ser percibido
como intelectual y culto (aunque en privado era un fanático del jazz y
un aficionado a la Historia). Despreciar las cosas del intelecto es un
viejo hábito americano… especialmente entre los populistas.
Ronald Reagan, a su vez, cortejó a la derecha cristiana en 1980, que,
de repente, adquirió un inmenso capital político durante su
presidencia. Y los dos Bush –el propio Junior se convirtió en cristiano
renacido para curar su alcoholismo– también dieron a los evangélicos
lo que querían.
Así es como Trump hablaba a sus bases cuando jugó la carta de “volver
al trabajo por Pascua”. De la misma manera que intentaba convencer
a Wall Street y a las grandes empresas de que el “business as usual”
[la normalidad en los negocios] no estaba lejos.
Unas horas antes de escribir este artículo, hablé por teléfono con un
amigo del Instituto Pasteur de París. Me dijo: “Nuestro actual estado
de confinamiento, el cierre de las fronteras, el cese de la vida cotidiana
(salvo por estrictas necesidades dietéticas o médicas) durará, en el
mejor de los casos, otras seis semanas… y esa es la estimación
optimista”. El daño económico será colosal y con la devastación fiscal
vendrá la devastación personal.
En Estados Unidos, donde no queda casi nada de la red de Seguridad
Social después de décadas de recortes y donde el Obamacare es un
sistema nacional de salud no del todo aceptable (aunque esencial), la
pesadilla que aguarda a millones de personas será terrible.
Desde las reaganomics de los ochenta [la política económica de
inspiración neoliberal del entonces presidente], la otrora próspera y
estable clase media americana ha sido destruida. Manhattan, mi isla
natal, estuvo habitada en su día por familias de clase obrera. En mi
familia éramos cuatro y vivíamos en un apartamento de 60 metros
cuadrados.
Ahora mismo, Manhattan solo es accesible para los ricos. Hoy, para
vivir como un joven artista en cualquier ciudad importante de
América, tienes que vivir de rentas o tener dos o tres trabajos a la vez.
Y, en lo más profundo de Estados Unidos, la lucha por la
supervivencia económica es dura en el contexto del monocultivo
hipermercantil.
¿Se derrumbará el capitalismo estadounidense como un castillo de
naipes cuando sea atenuado el Covid-19? Mis amigos de la izquierda
estadounidense ven una esperanza en la inminente carnicería; la
esperanza que puede provocar un cambio radical, un New Deal para
sacar al país de una inmensa depresión.
Por supuesto, a mí también me encantaría ver semejante cambio de
rumbo a nivel nacional, igual que vi con consternación cómo la
mayoría republicana en el Senado trató de torcer el plan de rescate de
las grandes multinacionales a expensas de los trabajadores que ahora
están en plena caída libre económica.

"No voy a hacer de politólogo y afirmar que el


único efecto colateral positivo será el fin de
Trump. Él es el Rasputín de la política
moderna"
No voy a hacer de politólogo y afirmar que el único efecto colateral
positivo de la Covid-19 será el fin del presidente Trump. Sobre todo
porque es el Rasputín de la política moderna. ¿Recuerdas cómo ese
místico charlatán ruso, disparado por enemigos que querían poner fin
a su infamia, se las arregló para levantarse y abalanzarse sobre ellos?
Trump posee la misma resistencia tóxica de Rasputín. Dado que
ahora existen dos Américas, que se odian con sinceridad, no sería
sorprendente que la base de Trump continuase apoyándolo… aunque
eso signifique votar en contra de sus propios intereses.
Escribo estas palabras a pocos metros de un hermoso litoral en un
Estado gobernado por una maravillosa mujer progresista, Janet Mills,
donde el matrimonio gay y el cannabis están legalizados, donde
puedes conseguir toda la cerveza casera que quieras, ir a festivales
impresionantes de música clásica y de cine de autor, prestigiosas
universidades y restaurantes de alimentos locales y frescos.
Maine, a lo largo de su majestuosa costa atlántica, encarna todo lo que
aprecian los americanos educados en la izquierda. Del mismo modo,
hay una parte del Estado rural, conservadora y económicamente
escabrosa, que vota a Trump y ve a los residentes de la costa como la
encarnación del elitismo esnobista.
La guerra cultural nunca está lejos de tu puerta en la América
contemporánea. Desde ahora, tampoco lo está la perspectiva de
terribles dificultades. Justo antes de dejar Nueva York, fui a escuchar
a un amigo pianista en un pequeño club de jazz. Divorciado y padre
de dos hijos, vive de concierto en concierto, completando sus ingresos
con lecciones de música.
“Estamos a pocos días de un encierro general”, me dijo mientras
tomaba un trago entre los sets. “Cuando esto suceda, los clubes de jazz
estarán cerrados, mis estudiantes no podrán venir a mi casa… y el
dinero se secará. Siendo pianista en Nueva York, no tengo ahorros.
¿Cómo voy a sobrevivir?”.
No supe cómo responder a su pregunta desesperada. Sin embargo, en
las últimas dos semanas he escuchado repetidamente esa misma
pregunta en conversaciones con muchos de mis amigos artistas de
Nueva York y de otros lugares. Aunque reciben una ayuda financiera
simbólica del Gobierno federal, saben que, cuando Estados Unidos
vuelva al trabajo, ellos estarán hasta el cuello de deudas. Y una vez
que la moratoria de desalojos termine, corren el riesgo de irse a la
calle.
Gracias a los defensores de la economía de suministro y a los
adoradores de Milton Friedman que han dictado la política fiscal
americana durante los últimos cuarenta años, ahora vivimos en una
versión high-tech del capitalismo del siglo XIX, alimentada por un
poderoso subtexto de darwinismo social.
Dentro de algún tiempo, cuando todos seamos polvo, no me
sorprendería que los historiadores del futuro escribieran: “Cuando
una amenaza viral invisible se extendió por el país a principios de
2020, mostró con despiadada claridad lo moribundo que se había
vuelto el tan elogiado sueño americano”.
Traducción de Miriam Espinar.

Douglas Kennedy es escritor estadounidense, autor de novelas como En busca de la


felicidad y La sinfonía del azar (Arpa). En junio publicará Una relación especial, en la
misma editorial.

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