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Ecocidio (Transcripción) PDF
Ecocidio (Transcripción) PDF
Broswimmer
ECOCIDIO
Breve historia de la extinción en masa de las especies
LAETOLI OCEANO
Prólogo a la edición española
Aunque la palabra “ecocidio” no resulte, tal vez, atractiva, es una expresión precisa y de
enorme trascendencia. Alude a los sistemas de mantenimiento de la vida y hace referencia a
aquello que provoca su muerte. Es un término similar al de “genocidio” y, por su etimología, se
remonta al siglo XX. Indica una práctica histórica concreta pero, en realidad, tiene tras sí una
considerable historia. Los seres humanos han contaminado e incendiado zonas de la Tierra y
provocado extinciones en masa desde la Prehistoria y la Antigüedad. La destrucción de
hábitats a gran escala, el cambio climático global y el aumento de la población y el consumo
mundiales son sólo algunos de los numerosos mecanismos y causas que han provocado
extinciones masivas de especies a las que el mundo se ha acostumbrado hoy en día. El
presente libro ofrece, en forma de historia breve, una visión general de la extinción
antropogénica y masiva de ciertas especies, incluidas algunas poco conocidas, y de sus
aspectos sociales, caracterizados por una inmensa irracionalidad.
Ecocidio fue escrito con la intención de contemplar los fenómenos globales desde un ángulo
interdisciplinario e histórico y muestra el poder sin precedentes alcanzado por la capacidad
humana para transformas el medio terrestre.
Sólo en los últimos 50 años, las acciones humanas han introducido en la diversidad de la vida
del planeta cambios mayores que los ocurridos en cualquier otra época de la historia. Nuestras
actividades han sacado a muchas personas de la pobreza, pero al precio de una pérdida masiva
de la biodiversidad. Y “si seguimos por ese camino”, reduciremos la diversidad biológica “con
consecuencias que pondrán en peligro la vida”. Tales eran las cautas palabras de la última
evaluación dada a conocer por el Informe sobre ecosistemas y bienestar humano: síntesis de la
biodiversidad, del Millennium Ecosystem Assessment.
Como observa recientemente Lester Brown, director de investigación y fundador del Earth
Policy Institute, somos, al parecer, una especie “descontrolada que ha puesto en marcha unos
procesos que no entendemos y con consecuencias que no podemos prever”. Según se muestra
en Ecocidio, estos fenómenos son esencialmente sociales, institucionales y culturales. La
relación de los seres humanos con la naturaleza está socialmente condicionada y, por tanto,
puede cambiar, en principio, a lo largo de la historia. Según sostengo en este libro, el ecocidio
y la extinción en masa no son inevitables; pero las extinciones son, por supuesto, definitivas.
La primera edición inglesa de Ecocide. A short history of the mass extinction of species fue
publicada por Pluto press (Londres) en octubre de 2002. El extensor manuscrito de estudio
para la preparación del libro fue elaborado en la Universidad de Hawai en Manoa (Oahu). En
los dos meses siguientes a la aparición de la edición inglesa se firmaron varios contratos de
edición (entre ellos al coreano, griego y rumano), y al año siguiente (2003) se publicaron
sendas ediciones en fracés y en italiano. Así, Ecocidio estuvo a disposición no sólo de
norteamericanos, ingleses y europeos, sino también de un público internacional más amplio.
Algunas universidades norteamericanas y británicas han utilizado Ecocidio para sus cursos
como texto de lectura obligatorio o recomendado y la obra se ha incluido, además, en diversos
programas de cursos por Internet (en algunos casos se recurrió únicamente a apartados o
capítulos concretos). El libro se empleó en programas de disciplinas diversas cuyos temas iban
desde “sociedad y medio ambiente” y “teoría sociológica contemporánea” hasta “política del
movimiento ecologistas”, “antropología de los pueblos indígenas, medio ambiente y economía
mundial” y “ecología industrial” (en cuyo temario se entregó a los estudiantes material de
algún capítulo), e incluso en un curso de ciencias políticas sobre “medio ambiente y gestión
empresarial”.
Algunos de los cursos universitarios que utilizaron Ecocidio como texto obligatorio (a juzgar
por las descripciones dadas en los programas) lo emplearon también para proyectos de
investigación realizados en clase y para debatir sobre asuntos referentes a las “crisis
ecológicas” contemporáneas y las “respuestas políticas mundiales a las mismas”,
“globalización empresarial”, “historia del movimiento ecologista”, “auge de los partidos verdes
en el mundo”, “función de las ideas feministas y del activismo de las mujeres”, “análisis
político de los acontecimientos mundiales” y “diversidad de las filosofías subyacentes que
guían la política medioambiental”.
Un temario de teoría social señalaba que una gran parte de la teoría sociológica
contemporánea se fundamente en el examen de las condiciones de vida vigentes en las
formaciones sociales urbanas, industriales y del capitalismo global. En realidad, son muchos
los teorizadores que consiguen realizar su trabajo sin mirar más allá de los límites de la
sociedad humana. Ecocidio ilustra el carácter erróneo de esta visión y muestra (en forma de
historia breve) que la cuestión clave a la que se enfrenta la teoría social es, quizás, la conexión
entre sociedad y ecología.
Este mismo comentarista británico sostenía que no es un subproducto accidental del progreso
humano sino que está exacerbada por las luchas de clases. La nobleza romana recurría a los
pasatiempos para apaciguar a la plebe y utilizaba las diversas especies animales masacradas en
los espectáculos de gladiadores para mantener el gobierno corrupto de sus tiranos. La
globalización, las guerras modernas y los programas nucleares han acelerado la violencia
ejercida por algunos seres contra el resto de la humanidad y la naturaleza. Una nota al pie de
Ecocidio (que no debería pasarse por alto) recoge una descripción de Herbert Marcuse, teórico
crítico de la Escuela de Frankfurt, en la que habla de las pérdidas de vida animal durante el
conflicto de Vietnam. La destrucción medioambiental, avivada por la creciente expansión
económica –comentaba el mencionado comentarista- genera una desastrosa quiebra social
que da lugar a formas de explotación nuevas y más intensas. El crítico hacía hicapié en que el
rumbo que se debe tomar no consiste en pedir, simplemente, un nuevo mundo verde sino en
debatir la manera de llegar a él. Ecocidio ofrece una panorámica de las posibles opciones en la
sección “Hacia un mundo común equitativo”; además, con el objeto de ilustrar “futuros
alternativos”, el libro propone el concepto analítico de “democracia ecológica”.
Uno de los primero críticos de una revista online del Reino Unido (Social injustice) comentaba:
“Cuando cayó en mi buzón el ejemplar para reseñar Ecocidio, pensé: ¡Ya estamos! Otro
fascículo ecologista dirigido a gente de ciencias, a los profesionales preocupados por la
ecología, que explicará lo que el mundo necesita saber de una manera incomprensible para
quienes no sean especialistas”. Este crítico, sin embargo, vio en Ecocidio “una obra relevante,
que no sólo explica de forma espléndida el desastroso impacto que está ejerciendo la raza
humana sobre el planeta sino que difunde, además, esa información con un estilo fascinante y
sencillo”. “Algunos dirán, quizá, que el autor recorre un camino trillado, pero yo les aconsejo
que vuelvan a meterse en su concha y dejen a este forjador de palabras arremeter contra la
población del planeta, pues en Broswimmer tenemos a un autor que ha formulado
diestramente una advertencia escalofriante y comprensible para cualquier lector acerca de la
extinción en masa de las especies”.
Otra comentarista, que trabajaba con pueblos indígenas para una organización internacional,
analizaba el nexo entre la expansión del turismo y la conservación de la biodiversidad.
Explicaba, por ejemplo, que la rápida pérdida de diversidad biológica estaba vinculada a la de
la diversidad cultural, que ponía en peligro el “equilibrio sagrada”, expresión popularizada por
el ecologista nipo-canadiense David Susuki (Susuki, 1997). Las poblaciones indígenas o las
personas que viven en contacto con la naturaleza dependen, probablemente, de la
supervivencia de todas las especies en su entorno y suelen pertenecer a menudo al grupo de
quienes más se preocupan por los riesgos derivados de la extinción.
Otro reseñador residente en Australia, dedicado profesionalmente al terreno de la ética
medioambiental, señalaba en una recensión publicada online por la revista The philosopher
que Ecocidio “dejaba de lado Australia, una de las naciones más ricas del mundo en cuanto a
biodiversidad”. Según sus comentarios, “Australia cuenta con más especies que América del
Norte y Europa juntas. Además, alrededor de un 85% de las plantas con flores y mamíferos
existentes sólo se pueden encontrar en esta región”. Este reseñador observado que “la mitad
de las especies desaparecidas en la época moderna se han perdido en Australia. En los últimos
150 años, a medida que los habitantes del país arrasaban literalmente los bosques hasta
convertirlos en desiertos con el fin de procurar pastos para sus ovejas y sus vacas, ha dejado
de existir una de cada ocho especies de mamíferos australianos que no vivían en ningún otro
lugar de la Tierra”.
El reseñador australiano fue también el único lector que se refirió a la guerra de Irak posterior
al 11-S y escribió sobre “el desastre ecológico que se desarrolla en segundo plano, aunque
temporalmente nos distraiga el ruido atronador de los bombarderos americanos y británicos
que destruyen hospitales, escuelas, bodas y mercados. Además, según muestra uno de los
numerosos datos del libro que incitan a reflexión, el coste de preservas las especies del
planeta es como una gota en el océano comparado con el de las máquinas de guerra: sólo
5,000 millones de dólares frente a los 900,000 millones calculados en gastos militares en todo
el mundo (la mayoría de los cuales, dicho sea de paso, se deben sólo a Estados Unidos)”.
Una de las recensiones más minuciosas y largas e Ecocidio fue tal vez la publicada en Journal of
Worldsystems Research (número especial sobre “Globalización y medio ambiente”). La reseña
ofrecía también una buena visión general de los temas tratados en el libro (explicaba cómo la
actual tendencia a la extinción en masa y la pérdida de biodiversidad se puede atribuir a la
capacidad de los seres humanos para la cultura (es decir, la inteligencia y el lenguaje, junto con
la aparición del sistema mundial moderno).
El crítico destacaba la función de los Estados nacionales y señalaba que, según Ecocidio, el
sistema de Estados nacionales ha tenido en la última instancia efectos perjudiciales para el
medio ambiente. Ante la alternativa de “democracia ecológica” propuesta por el libro y su
visión de un mundo común equitativo para evitar el ecocidio provocado por el ser humano, el
reseñador se preguntaba por la viabilidad de esa visión. Aducía que el sistema de Estados
nacionales no es dañino en todos los sentidos para el medio ambiente; se trataría de elaborar
o aplicar las medidas apropiadas. El proyecto de un mundo común equitativo requiere
también la participación de los Estados nacionales, al menos en el período intermedio. Según
el crítico, los actuales debates sobre patentes aplicadas a algunos de los conocimientos de los
pueblos indígenas dirigen también nuestra atención hacia las diferencias de poder entre los
distintos Estados nacionales.
Es posible que una de la reseñas más breces y también más concisa escritas en los estados
continentales de EE UU haya sido la publicada en la revista Choice. La copiaré aqué en detalle,
ya que la edición inglesa de Ecocidio fue escogida después para ser incluida en la Choice´s
Outstanding Academic Title List del número de enero de 2004 (lista utilizada por bibliotecas de
todo el mundo como referencia bibliográfica):
En este libro conciso, convincente y vigoroso, Broswimmer ofrece una visión desazonante de los
efectos devastadores de los seres humanos sobre el planeta Tierra, en concreto la pérdida
masiva de especies y hábitats, denominada por el autor con el término "ecocidio". [...] Su
enfoque, amplio y multidisciplinar, transita sin esfuerzo por los distintos campos de la
antropología, la biología, la geografía y la sociología. El autor analiza cómo el capitalismo, la
industrialización, las guerras, la globalización y el crecimiento demográfico contribuyen a la
pérdida de especies en todo el mundo, nos brinda una sólida introducción al tema de la
extinción en masa y es muy probable que tiente a Ios lectores a ahondar en él.
Conclusión:
Su tema y su mensaje deberían ser convenientes y fáciles de captar. El texto de Ecocidio fue
escrito con la idea de ofrecer no sólo un documento explicativo de unos procesos y unos
acontecimientos históricos particulares sino también una útil herramienta educativa.
Este libro no habría sido posible sin la ayuda de muchas personas, demasiadas como para que
puedan ser citadas aquí. Me gustaría agradecer el papel esencial desempeñado por el GRC
(Globalization Research Center, Centro de Investigación sobre la Globalización) de la
Universidad de Hawái en Manoa. En primer lugar, por tener la idea de encajar mi tesis doctoral
entre los objetivos de investigación del GRC. En segundo, por proporcionarme tiempo libre
durante el verano del 2001, liberándome de mis otras tareas como investigador en el GRC,
para poder revisar el manuscrito mientras seguía cobrando mi sueldo. En tercer lugar, por
facilitarme la competencia de Sally Serafim en la preparación del original. Más aún, a petición
mía el GRC me facilitó trabajar con mi buen amigo y colega Manfred B. Steger. Su experiencia
editorial y su intenso trabajo en favor de este libro han sido valiosísimos.
En diversas etapas varias personas han leído todo el manuscrito o partes del mismo y me han
ofrecido sugerencias importantes. Deseo dar las gracias en especial a Peter Manicas por su
incansable apoyo y por los perspicaces comentarios que hizo a lo largo del proceso de
elaboración. Agradezco a los miembros de mi comité de doctorado, Emanuel Drechsel, Leslie
Sponsel, Alvin So, David Swift y al director Herb Barringer, que me permitieron dedicarme a los
temas que me interesaban durante la etapa de investigación para la tesis doctoral, base de
este libro. Quiero enviar también una señal de agradecimiento a mis colegas y amigos de la
Universidad de Hawái por compartir sin reservas nuevas ideas y recursos. Y a Kayomi Kaneda,
cuyo buen ánimo me permitió hacer llevadero el tema más bien deprimente de este estudio.
Introducción
Homo sapiens se ha convertido en la especie dominante de la Tierra. Desgraciadamente,
nuestro impacto es devastador y si seguimos destruyendo el medio como lo estamos haciendo
en la actualidad, la mitad de las especies del mundo se habrá extinguido a principios del siglo
XXI. […] Homo sapiens está convirtiéndose en el agente más catastrófico desde que un
asteroide gigante se estrellara sobre la Tierra hace 65 millones de años aniquilando a la mitad
de las especies del planeta en un instante geológico.
Bertolt Brecht
El problema
Lo que sí sabemos, sin embargo, es que el planeta Tierra pierde especies a una velocidad sin
igual en la experiencia humana. En el mundo contemporáneo, el goteo normal de extinciones
se ha transformado en una hemorragia a borbotones en la que desaparecen diariamente 100
o más especies. La oleada actual de extinción sólo tiene parangón con las tres grandes
extinciones en masa catastróficas del remoto pasado geológico.
La primer extinción masiva se produjo en tierra y en aguas superficiales hace unos 250
millones de años y marcó el final del período Pérmico. Al ser la más antigua, esta extinción es
todavía mal conocida y sus causas se ignoran en gran parte. Los paleontólogos creen que fue
producida por un lento pero inexorable cambio del clima y del nivel del mar, ocurrido cuando
las fuerzas de la deriva continental hicieron que los grandes continentes terrestres se
fundieran en un único y gigantesco supercontinente. Cuando los continentes se separaron
finalmente de su abrazo tectónico, había desaparecido más del 90% de las especies de la
Tierra. Esta gran extinción barrió la mayor parte de la vida animal marina y terrestre y acabó
con una historia evolutiva de 200 millones de años denominada Paleozoico por los geólogos.
La segunda gran crisis se produjo hace unos 200 millones de años, justo cuando los
ecosistemas del planeta se habían reorganizado en una serie de comunidades marinas y
terrestres estables. Antes de este segundo período catastrófico, la fauna terrestre estaba
constituida por una mezcla de dinosaurios de reciente evolución, grandes animales similares a
cocodrilos y algunos reptiles parecidos a mamíferos. La mayoría de estas criaturas
desaparecieron de la Tierra junto a los arrecifes de coral y la mayor parte de los ammonites
con concha. La causa de esta extinción masiva no fue un acontecimiento único y rápido, sino
una serie de catástrofes medioambientales que se sucedieron una tras otra a lo largo de unos
100.000 años o incluso menos. Las dos causas principales fueron probablemente un meteorito
de unos cinco a diez kilómetros de diámetro que colisionó con la Tierra dejando un cráter de
más de 100 kilómetros de diámetro en Quebec, y la erupción de grandes flujos de lava por
debajo de lo que hoy son las selvas del valle Amazonas. Además, el clima del planeta cambió
drásticamente. Todos estos sucesos se conjuntaron para dar lugar a un cambio
medioambiental suficiente como para producir esta segunda oleada de extinción masiva. Con
todo, esta catástrofe dejó abierto el camino a los dinosaurios que finalmente resultaron ser los
grandes vencedores.
La tercera gran extinción masiva tuvo lugar hace 65 millones de años y aniquiló los dinosaurios
y cientos de miles de otras especies acuáticas y terrestres. Al igual que en el caso anterior, este
suceso fue causado por diversos factores, entre ellos cambios climáticos y una súbita variación
del nivel del mar. Pero la culminación de esta extinción masiva, y su elemento más
espectacular, con ventaja, tuvo lugar cuando un asteroide o cometa gigante, de diez
kilómetros de diámetro, chocó con la superficie de la Tierra cerca de la península de Yucatán.
La colisión produjo un infierno abrasador de bosques incendiados en la mayor parte de la
superficie de la Tierra, acompañado de olas gigantes y grandes emisiones de gases venenosos.
Pero aún fueron más letales los meses de oscuridad que envolvieron al planeta tras el impacto
del cometa. Millones de toneladas de tierras y escombros extraterrestres salieron disparados
al aire, obstruyendo el paso de la luz solar y produciendo una interminable noche ecocida.
En tierra, y todavía más en los océanos, murieron las plantas y, como consecuencia,
perecieron muchos animales que se alimentaban de ellas. Desapareció más del 50% de todas
las especies del planeta.
En los 65 millones de años transcurridos desde la desaparición del último dinosaurio, las
especies supervivientes y sus descendientes se han multiplicado hasta niveles de diversidad
nunca vistos en períodos anteriores. Sin embargo, con la aparición de los seres humanos
modernos surgió una nueva crisis de extinción masiva. Se ha desarrollado durante milenios y, a
diferencia del efecto invernadero, del calentamiento global o de los agujeros en la capa de
ozono, se hace visible sin necesidad de imágenes complejas ni de modelos complicados por
ordenador. Es real y se está produciendo en todo el mundo, y del modo más flagrante en los
trópicos.
Escogí el termino ecocidio para referirme a esta recientísima crisis de extinción masiva de
especies. Ecocidio designa el terrible alcance y los efectos acumulativos de esta crisis de
extinción masiva y destrucción de hábitats inducida por la especie humana. El objetivo de este
libro es afinar nuestra comprensión histórica y sociológica del ecocidio y explorar posibles
alternativas liberadoras. Mi objetivo central es examinar los fundamentos sociológicos de este
problema global. Al adoptar un enfoque interdisciplinar para investigar las fuerzas sociales,
políticas e ideológicas que conducen al ecocidio, este libro forma parte de los esfuerzos
recientes por unir las ciencias naturales y sociales. Este marco de trabajo interdisciplinar
contribuye también a una comprensión más holística del ecocidio. Como señala el
paleontólogo Stephen Jay Gould, “necesitamos una perspectiva amplia en el más asombroso
de los desastres ecológicos y evolutivos”.
La extinción es el destino último de toda especie. De la misma manera que un individuo nace,
vive el tiempo que le corresponde sobre la Tierra y luego muere, también la especie nace,
existe durante un número de años (que generalmente se cuentan por millones) y luego
termina por extinguirse. Al igual que la página de necrológicas de un periódico, el registro fósil
refleja cómo se han producido las extinciones de fondo a lo largo del tiempo. Pero el
paleontólogo David Raup y otros investigadores han demostrado que la tasa a la que se ha
producido estas extinciones aleatorias a lo largo del tiempo geológico es notablemente baja.
Según los cálculos de Raup, la tasa de extinciones de fondo durante los últimos 500 millones
de años ha sido de una especie cada cinco años. En cambio, Norman Myers, uno de los
primeros científicos que advirtió acerca de la actual extinción en masa, ha calculado que,
durante los últimos 35 años, se han extinguido cuatro especies al día sólo en Brasil.
El biólogo de Harvard E. O. Wilson calcula que antes de que existieran los seres humanos la
tasa de extinción anual de especies era (sólo aproximadamente) de una especie por millón
(0.0001%). Los cálculos de las actuales tasas de extinción van de 100 a 10, 000 veces esa cifra,
pero la mayoría oscilan en torno a las 1,000 veces los niveles prehumanos (lo que supone un
0.1% anual) con una proyección al alza, probablemente muy brusca. Si se tienen en cuenta que
las selvas y otros hábitats de las 25 zonas biológicas críticas existentes en la Tierra se han
reducido ya hasta el 10% de sus niveles prehumanos, que la mayoría están en riesgo inmediato
de desaparición, y que la extinción de las especies aumenta cada vez más por la
contaminación, el cambio climático y el flujo creciente de especies invasoras, los mencionados
cálculos de extinciones en masa causados por la reducción de sus hábitat son “tristemente,
mínimos y modestos”.
Homo sapiens lleva existiendo poco más de 130, 000 años. Sin embargo, harían falta entre 10 y
25 millones de años para que el proceso natural de evolución de las especies rectificara la
devastación de la biodiversidad de la Tierra desencadenada por las sociedades humanas en los
últimos milenios, y concretamente por las generaciones más recientes. Los cambios inducidos
por el hombre en el conjunto de la biosfera no tienen precedente. Comprenden el trastorno
de los ciclos biogeoquímicos, el rápido cambio climático, la erosión generalizada de los suelos,
la desertificación extensiva y la dispersión incontrolada de toxinas sintéticas y organismos
genéticamente modificados.
El presente estudio se propone, en cambio, dirigir una atención crítica al nexo histórico entre
las relaciones ecológicas y sociales, que ha llevado a un ecocidio progresivo. Sostengo que el
aparente éxito social de los seres humanos en la eliminación de otras especies vivas se está
convirtiendo en un grave problema. Los antecedentes autodestructivos de unas 480
generaciones desde la revolución neolítica merecen un examen más atento a partir de bases
ecológicas y sociales. La tendencia de los humanos a eliminar otras especies vivas –a veces sin
saberlo o de manera accidental- es un indicador de la medida en que transformamos la
naturaleza en contra del objetivo buscado. La economía capitalista globalizadora exacerba
estos problemas amenazando destruir toda la biosfera, infligiendo graves e irreparables daños
a un intrincado sistema que sustenta la vida. Los ecosistemas complejos son socavados hasta
su hundimiento. Las prácticas de pastoreos excesivo, deforestación y desbroce contribuyen a
extender los desiertos, factor acelerado actualmente por el cambio climático. Los humedales
costeros son drenados en provecho de la agricultura, lo que permite que productos químicos
tóxicos se viertan al mar, donde se añaden a los contaminantes industriales y a las aguas
servidas.
Hoy también se han extinguido unas 100 especies animales y vegetales y han desaparecido
otras 50,000 hectáreas de selvas tropicales; los desiertos han avanzado otras 20,000
hectáreas; la economía mundial ha consumido el equivalente a 22 millones de toneladas de
petróleo y, por tanto, durante estas 24 horas habremos liberado a la atmósfera otros 100
millones de toneladas de gases efecto invernadero…
El elefante, el león y el tigre europeos han desaparecido para siempre. El pato del Labrador, el
alca gigante y la cotorra de Carolina no volverán a llenar con su presencia nuestro planeta azul.
El rinoceronte lanudo euroasiático, el buey almizclero y el alce irlandés gigante de la Edad de
Hielo se han perdido para siempre. Han desaparecido los enormes mamuts y más adelante, el
bisonte gigante y el tigre de dientes de sable, los castores gigantes, el perezoso gigante y el
león de media tonelada de Norteamérica. Ya no existen el elefante enano y el hipopótamo
pigmeo de Chipre y Creta y del antiguo Egipto; el cocodrilo de Nueva Caledonia, el ave elefante
de media tonelada, el hipopótamo enano, la iguana gigante, la tortuga gigante y el lémur
gigante de Madagascar grande como un gorila; el perezoso terrestre gigante de las Antillas; el
elefante de Nauman y el ciervo gigante de Japón; el koala gigante de Australia; el ante
espinoso y el cobaya gigante de Sudamérica; la jirafa cornuda de la naciente África; el ciervo
almizclero euroasiático; los rascones, los ibis y varios patos y gansos andantes ápteros y
gigantes de Hawái; las 13 o más especies de moas de Nueva Zelanda, los chochines no
voladores y los petreles pequeños, y el dodo de la isla Mauricio; el pangolín espinoso y el lobo
de Tasmania; la paloma migratoria de Norteamérica, el alca gigante y las ballenas grises del
Atlántico; las ballenas francas vascas y la vaca marina de Steller. Las generaciones futuras
nunca verán el espectáculo del paso del cóndor de California en libertan ni contemplarán a la
mariposa azul de Palos Verde ir de flor en flor.
Hemos olvidado ya que, hace sólo dos siglos, miles de millones de palomas migratorias, que
fueron en tiempos las aves más abundantes del planeta, poblaban el paisaje de lo que hoy es
Estados Unidos; que 60 millones de bisontes vagaban por las llanuras norteamericanas, y que
en otros tiempos las morsas se apareaban y criaban a lo largo de la costa de Nueva Escocia.
Entre 30 y 50 millones de tortugas marinas gigantes de 200 kilos vivían en el mar Caribe. Hace
tan sólo 100 años el oso blanco poblaba los bosques de Nueva Inglaterra y de las provincias
canadienses. Ahora recibe el nombre de oso “polar” porque es en los polos donde tiene su
último refugio. A semejanza de las ruinas de un castillo medieval, la “naturaleza”
contemporánea es un simple vestigio de su gloria pasada.
La anterior lista de megafauna refleja sólo una pequeña fracción del abanico de la diversidad
de especies que hoy está a punto de ser irreversiblemente destruida por las sociedades
humanas. Dada la evidencia cada vez mayor de nuestros catastróficos antecedentes históricos,
puede que sea el momento de rebautizar a nuestra especie como Homo esophagus colossus:
animal de esófago gigante capaz de devorar ecosistemas enteros.
¿Por qué los especialistas en ciencias sociales deberían preocuparse por la extinción en masa
de las especies y la pérdida de la biodiversidad? ¿Por qué molestarse en hallar una explicación
sociológica explicativa de las raíces históricas y sociales del ecocidio? ¿Por qué emplear tanta
energía para salvar las especies? ¿Por qué esta cuestión habría de ser una preocupación
colectiva de los seres humanos? Las respuestas a estas preguntas pueden seguir criterios
diversos. Una respuesta breve haría hincapié en los imperativos y preocupaciones
existenciales colectivas. Como todas las especies, la nuestra depende de otras para su
existencia. Algunas de las dependencias más obvias son que otras especies producen el
oxígeno que respiramos, absorben el dióxido de carbono que exhalamos, descomponen
nuestras heces, producen nuestro alimento, mantienen la fertilidad de nuestro suelo y nos
proporcionan madera y papel. Los humanos no sólo formamos parte de la biodiversidad sino
que somos profundamente dependientes de ella.
Otra buena razón tiene que ver con la irreversibilidad de las extinciones. La pérdida de una
especie es definitiva. Cuando se destruye un ecosistema, es imposible o extremadamente
difícil recrearlo. Ciertos problemas medioambientales, como las crecientes concentraciones de
clorofluorocarbonados o dióxido de carbono en la atmósfera, son susceptibles de remediarse.
Sin embargo, cuando un elemento de la biodiversidad desaparece, está literalmente “tan
muerto como un dodo”. Cada especie y cada ecosistema añaden riqueza y belleza a la vida
sobre la Tierra. Cada especie es única y tiene derecho a existir. Todas son merecedoras de
respeto, independientemente de su valor económico para los seres humanos. Estas
afirmaciones están reconocidas en la Carta Mundial de la Naturaleza, aprobada por las
Naciones Unidas en 1982. Nueve años antes, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley de
especies en peligro (Endangered Species Act) en la que se reconoce que las especies animales
y vegetales “tienen un valor estético, ecológico, educativo, histórico, recreativo y científico
para la nación y sus habitantes”.
De ahí que muchos naturalistas hayan sostenido que el exterminio de especies constituye un
empobrecimiento espiritual e intelectual para la humanidad. Un mundo sin otros compañeros
terrestres no sería sólo un lugar más peligroso, sino también mucho más solitario y desolado.
¿Qué será del espíritu humano cuando hayan desaparecido las criaturas animadas que hemos
invocado durante milenios en nuestras tradiciones culturales más ilustres? El poder de los
sueños humanos está vinculado, como afirma el escritor Elias Canetti, a la multiformidad de
los animales. Con la desaparición de los sueños se agotan también la imaginación y la
creatividad de las personas.
Sin embargo, muchas de las razones principales contra el progresivo ecocidio y la pérdida de
biodiversidad no son estéticas ni sentimentales sino prácticas y utilitarias. Uno de los
argumentos racionales y utilitarios más convincentes es nuestro propio interés colectivo.
Además de los aspectos básicos de alimentación y refugio, el mundo natural proporciona
incontables beneficios médicos, agrícolas y comerciales. Junto con las plantas y animales que
usamos para alimentarnos y protegernos, como materias primas, decoración y compañía, hay
miles de especies cuyos productos naturales nos salvan, literalmente, la vida. Los productos y
procesos biológicos suponen, por ejemplo, el 45% de la economía mundial, y los beneficios
económicos y medioambientales anuales de la biodiversidad suman aproximadamente unos
300,000 millones de dólares sólo en Estados Unidos.
Las especies no contribuyeron sólo al comercio en virtud de sus productos básicos potenciales.
Proporcionan también los llamados “servicios ecológicos”, como depuración del agua, reciclaje
de nutrientes y descomposición de sustancias contaminantes. Las especies constituyen el
tejido de los ecosistemas sanos –estuarios costeros, praderas y bosques antiguos- de los que
dependemos para purificar nuestro aire, limpiar nuestras aguas y obtener alimentos. Que las
especies estén amenazadas es un indicador de que la salud de esos ecosistemas vitales está
empezando a decaer. El Servicio de Fauna Salvaje y Pesca de Estados Unidos calcula que la
pérdida de una sola especie vegetal puede provocar la pérdida de hasta 30 especies de
insectos, plantas y animales superiores. Las especies evolucionan para ocupar nichos o
hábitats concretos. Muchas dependen unas de otras de un modo muy complejo para
sobrevivir. El ejemplo clásico de la extinción de dodo ha servido para ilustrar esta concepción
ecológica. Esta ave no voladora, cuyo nombre es sinónimo de extinción, vivía antaño en la isla
Mauricio. El dodo fue exterminado y desapareció en el siglo XVII, a causa muy probablemente
de la captura de sus huevos, no de la caza directa. Tras la exterminación del dodo al menos se
extinguió una especie de árbol, debido al papel ecológico estratégico de esta ave en la
dispersión y germinación de las semillas del árbol. La exterminación del dodo fue seguida por
la destrucción de la mitad de las especies de aves terrestres y acuáticas de la isla Mauricio tras
su colonización por los europeos.
La primera etapa crucial en la etiología del desastre actual tuvo lugar hace unos 60,000 años.
El indicador determinante del ecocidio fue el desarrollo del lenguaje y una ampliación sin
precedentes de las capacidades culturales humanas. Estos rasgos nuevos de Homo sapiens
sapiens permitieron la aparición de una intencionalidad consciente en los proyectos humanos,
la intencionalidad consciente reflejada en una capacidad de leguaje inmensamente mejorada
condujo a una explosión de la innovación (manifiesta en una proliferación de artefactos) a
finales del Pleistoceno, hace entre 50,000 y 35,000 años. La aparición de la intencionalidad
consciente posibilitó la ampliación de la evolución biológica humana por medios culturales,
entre ellos la capacidad peculiar de la especie para generar cambios conscientes de adaptación
o desadaptación en la organización social. En torno al 13,000 a. C., esta línea de desarrollo
desembocó en la colonización humana de todos los continentes, con la grave consecuencia de
la destrucción mundial de la mayor parte de la megafauna existente.
Los cinco capítulos de este libro exploran las etapas fundamentales y los momentos cruciales
de la evolución social humana, así como los cambios que se han producido en las relaciones
entre la naturaleza y la sociedad, que han conducido a la pérdida de biodiversidad y al ecocidio
progresivo.
El capítulo 4, titulado “El planeta como zona de sacrificio”, explora los procesos sociológicos
que llamo “maremotos de la modernidad” y que reflejan los desarrollos de la moderna era
industrial. El capítulo se abre con un análisis de las consecuencias ecológicas y sociales del
cierre de los terrenos comunales como fenómeno generalizado. En este nuevo concepto, la
naturaleza queda reducida progresivamente a un surtido de recursos explotables que se
negocian en el mercado libre. El movimiento global del cierre de terrenos públicos se analiza
como metáfora que ayuda a la comprensión de los conflictos y contradicciones generados en
la época moderna. La pérdida masiva de biodiversidad y la escalada de la degradación
medioambiental han convertido progresivamente al planeta en una zona de sacrificio de
especies. Este capítulo se centra particularmente en el papel de la moderna economía
industrial de guerra y en el enorme crecimiento de las poblaciones humanas como causas
parciales de la coyuntura ecocida mundial.
El capítulo 5, “Ecocidio y globalización”, analiza los procesos históricos y sociales que explican
la aceleración de la extinción en masa y el carácter progresivamente ecocida de la época
posterior a la Segunda Guerra Mundial. Presto especial atención a las formas neoliberales de
globalización impuestas por las grandes empresas, a los programas de ajuste estructural y a los
mecanismos ideológicos e institucionales por los que tales prácticas sigue reproduciéndose a
escala mundial. Este capítulo esboza a continuación algunos movimientos a contracorriente de
la globalización, especialmente los movimientos en pro de una democracia ecológica y los
intentos por adoptar un reparto equitativo de los recursos comunes. Desde mi punto de vista,
la creación de una democracia ecológica es un imperativo práctico y ético en pos de un
planeta socialmente más justo y ecológicamente sostenible. El libro termina con una
observación final sobre lo que significa vivir en una época de ecocidio.
1
La odisea humana: de la evolución biológica a la cultural.
La humanidad es la naturaleza que llega a la autoconciencia.
Élisée Réclus
Sin algunos conocimientos sobre la evolución no se puede esperar llegar a una representación
auténtica del destino humano.
Julian Huxley
Los comienzos
El relato que liga las diferentes secciones de este capítulo está constituido sobre todo por una
serie de cuestiones históricas que son importantes para nuestra comprensión de los
mecanismos sociales causantes del ecocidio. Por ejemplo, ¿cuándo y cómo comenzaron los
primates a adquirir un lenguaje complejo y la cultura? ¿Cuándo desarrollaron los humanos las
capacidades sociales y tecnológicas tanto para la creación como para la destrucción de
hábitats? ¿Por qué la agricultura y los asentamientos sedentarios reemplazaron la caza, la
recolección y el carroñeo? Una respuesta inteligente a estas cuestiones debe fundarse, por
supuesto, en una clara comprensión de lo que entendemos por “seres humanos”.
Parece obvio que los humanos son diferentes de otros animales. Los estudios de genética
molecular han demostrado que compartimos el 98.4% de nuestro ADN con el chimpancé
bonobo, nuestro pariente más próximo en el reino animal. La distancia genética total entre los
chimpancés y nosotros es incluso menor que la existente entre especies de pájaros tan
relacionados entre sí como los vireos norteamericanos de ojos rojos y de ojos blancos. Los
chimpancés bonobo muestran elementos lingüísticos básicos. Tienen una conducta mucho
más orla que la de cualquier otro de los grandes primates y son mucho más pacíficos que otros
chimpancés. Nunca se les ha visto matar a sus parientes y poseen la capacidad de leer en los
rostros de sus congéneres los estados emocionales básicos, rasgo que comparten todos los
primates superiores. Se dan palmaditas en las manos para mostrarse afecto o se besan y
abrazan entre sí. Tienen la menopausia, establecen amistades de por vida y se lamentan
cuando mueren sus crías llevándolas en brazos durante días o semanas. Son capaces de
realizar cálculos sencillos y se comunican por signos. Los bonobos son también los más
sexuales de todos los primates, un rasgo conductual distintivo que el primatólogo holandés
Frans de Waal ve como una función social importante y no como un mero medio de
reproducción de la especie.
Sin embargo, entre los humanos y los grandes primates se ha abierto un abismo en apariencia
insalvable desde el momento en que nuestra especie se separa de esos “animales”. Esta
diferencia se refleja en las capacidades socioculturales que están en el origen tanto de
nuestros éxitos como de nuestros fracasos biológicos actuales. Los seres humanos son
animales capaces de aprender, dotados de capacidades culturales enormemente
desarrolladas. La flexibilidad y el aprendizaje son las huellas de la evolución biológica y cultura
humana. Hablamos, escribimos y construimos máquinas complicadas. Nuestra supervivencia
depende fundamentalmente de organizaciones e instituciones sociales complejas. Por
ejemplo, podemos cocinar, cocer, estofar, freír, asar, ahumar, conservar o congelar nuestros
alimentos y fabricamos innumerables variantes de bebidas alcohólicas y no alcohólicas. La
mayoría de nosotros lleva ropa, aprecia el arte y muchos tienen una u otra forma de religión.
Estamos dispersos por todo el planeta y hemos empezado incluso a explorar el espacio.
De las musarañas arborícolas a los primates.
Los primates tienen como antepasados evolutivos más primitivos a los protomamíferos del
tamaño de las musarañas arborícolas, que evolucionaron a la sombra de los dinosaurios hace
unos 200 millones de años. Sólo tras la desaparición de éstos hace 65 millones de años, y
cuando eran poco mayores que ratas, nuestros antepasados mamíferos comenzaron a
evolucionar lentamente hasta convertirse en primates. Al comienzo de su historia evolutiva, la
mayoría de los primates se parecía mucho a los actuales tarseros o lémures. Sin embargo, hace
unos 40 millones de años apareció una nueva familia de primates: los monos. A medida que el
mundo se enfriaba y las selvas iban dando paso a las praderas, los monos tuvieron que
adaptarse o desaparecer. Desaparecieron efectivamente de América del Norte y pronto
quedaron prácticamente limitados a los entornos de la selva tropical de las regiones
ecuatoriales. África estuvo extensamente cubierta de bosques hasta hace unos 15 millones de
años, pero, poco después, sus grandes selvas tropicales se redujeron. Hace entre siete y cinco
millones de años, el clima de la Tierra se volvió gradualmente más cálido y seco. Las áreas de
bosque comenzaron a retroceder y dejaron el terreno libre a hábitats como la sabana. El norte
de África se hizo progresivamente más seco, en tanto que las regiones del este y el sur no
tardaron en ver sus paisajes dominados por las sabanas. El Mediterráneo se secó por completo
hace seis millones de años, y durante ese período se produjo un fuerte descenso del nivel del
mar que duro cerca de un millón de años.
Finalmente, los primates africanos que iban a evolucionar hacia Homo sapiens descendieron
de los árboles e hicieron de la sábana abierta su hábitat. Gracias a las investigaciones
paleontológicas llevadas a cabo en las últimas dos o tres décadas, sabemos que los primates
comenzaron a caminar ocasionalmente y erguidos en las sábanas africanas pasé entre seis y
cinco millones de años. Es importante subrayar que el “árbol genealógico” humano no avanza
en línea recta. Los paleoantropólogos Ian Tattersall y Jeffrey Schawarz han presentado
pruebas concluyentes de qué existieron más de quince especies de humanos u homínidos –
muchas de ellas simultáneamente-a lo largo de los seis millones de años de duración de la
familia de los homínidos. Incluso en los inicios de la existencia humana hubo al menos tres
especies distintas de esos lejanos ancestros ya extinguidos.
Así, la diversidad de las especies humanas desaparecidas, y por tanto el número de especies
de homínidos, es mucho mayor de lo que muchos investigadores habían pensado.
Los homínidos más antiguos fueron animales del tamaño de un chimpancé y vivieron en las
selvas de Etiopía hace de 6 a 5 millones de años. Estos primeros homínidos vivían
fundamentalmente en los árboles, pero habían desarrollado una posición erecta: sus brazos y
hombros, al igual que en su cerebro relativamente pequeño, demuestran que seguían llevando
todavía una vida semiarbórea. Con toda probabilidad, nuestros lejanos ancestros pasaban
buena parte del día buscando comida en el suelo vagando por paisajes abiertos semiboscosos,
sin alejarse demasiado de la seguridad de los árboles. Se retiraban a los árboles por la noche al
igual que los modernos chimpancés. Al caminar de vez en cuando erectos y con lentitud, con
un paso un tanto forzado, habrían estado a merced de numerosos depredadores sí se
hubiesen quedado en el suelo durante toda la noche.
Aprender a caminar sobre dos patas les ayudó a recorrer largas distancias en terreno
descubierto hasta el siguiente islote boscoso. La paleontóloga Maeve Leakey, miembro de la
familia de buscadores de fósiles más famosa del mundo, sospechaba que el cambio climático
favoreció el bipedismo, ya que un clima más seco produjo más praderas. Sostiene que
nuestros ancestros pasaban buena parte de su tiempo no en las selvas densas, ni en la sábana,
sino en un entorno con algunos árboles, maleza densa y algo de pradera. Para un animal que
debía moverse en campo abierto con praderas y arbustos, alimentándose de frutos y bayas
cogidos a baja altura, la capacidad de alcanzar cosas más elevadas debió de ser una gran
ventaja. Una tercera explicación la ofrece el antropólogo Owen Lovejoy. Suponen que los
machos más aptos para caminar a dos patas conseguían más relaciones sexuales, lo que llevó a
una descendencia con esas ventajas genéticas. Con el tiempo, las hembras de los simios
habrían escogido sólo a los machos que les llevaban comida, probablemente los mejor
adaptados para caminar erguidos. En resumen, hay diversas explicaciones para el bipedismo.
Las pruebas físicas de estos parientes lejanos de nuestro grupo biológico se encontraron en la
garganta de Olduvai, en Tanzania, donde se descubrieron restos fósiles de unos 20 individuos.
A continuación se descubrieron otras pruebas en un lugar cercano al lago Turkana, en el norte
de Kenia, y otros descubrimientos posteriores en Olduvai nos permitieron comprender más
claramente en las actividades de nuestros antepasados. Sabemos, por ejemplo, que usaban
útiles elementales, lo que constituye una etapa notable de control del entorno. Los útiles
descubiertos en Kenia son las pruebas más antiguas del género y consisten en piedras
modeladas rudimentariamente, de las que se extraían lascas para darles un borde afilado. Con
frecuencia se aprecia que esos guijarros fueron transportados a propósito y de un modo
selectivo a otro lugar, donde se les daba un mejor acabado. En resumidas cuentas, pasé un
millón de años algunos sencillos talladores de guijarros como aquellos se extendieron por toda
áfrica y Eurasia.
Al analizar la evolución de los seres humanos más antiguos, debemos tener presente que los
2.5 millones de años que nos preceden marcan el inicio de las grandes perturbaciones
climáticas que culminaron en las glaciaciones. Para los antropólogos, el periodo se caracteriza
por una gran diversificación de los homínidos. Las pruebas geológicas indican que en la
Antártida empezó o a cubrirse con grandes capas de hielo. Las extensas áreas heladas del polo
norte se formaron también por aquel entonces. Las placas de hielo comenzaron a avanzar por
Norteamérica, Europa y Asia, hasta que una tercera parte de esos continentes quedó
enterrada bajo una capa de hielo de más de kilómetro y medio de espesor. Enormes glaciares
descendieron igualmente desde las cadenas montañosas que iban de norte a sur, y el clima de
la Tierra cambió con rapidez. Se secaron las pluviselvas, los desiertos pasaron a ser húmedos y
las especies comenzaron a desaparecer. Aparte de los efectos evidentes sobre los animales y
las plantas, el intenso frío congeló grandes cantidades de agua marina en capas de hielo: el
nivel de los mares descendió y apareció una conexión por tierra firme entre gran Bretaña y la
Europa continental, así como entré en Indonesia y el continente asiático. Los periodos de
intenso frío eran interrumpidos por periodos interglaciares, generalmente cálidos, que daban
lugar a fuertes lluvias tropicales.
Un nuevo puente terrestre conectó por primera vez América del norte con América del sur,
provocando una importante interrupción del flujo de las corrientes oceánicas y originando
una glaciación todavía más intensa. En áfrica, el clima fue haciéndose cada vez más frío y seco,
y lo que primero eran grandes zonas del bosque abierto comenzaron a desaparecer, lo que
obligó a nuestros antepasados a abandonar a los árboles y convertirse en terrestres. Los
resultados eran previsibles. Australopithecus se extinguió, junto con gran número de otras
especies adaptadas a los bosques. Así como esta crisis eliminó a muchos de los antiguos
homínidos, también los liberó de un callejón sin salida. Como consecuencia, al menos un grupo
de homínidos evolucionó rápidamente hacía algo nuevo: un homínido erguido de gran cerebro
capaz de vivir en el suelo. De ese grupo de limbo el género Homo y, más tarde, los humanos
modernos.
En áfrica aparecieron varias especies nuevas de homínidos que vivían en el suelo. A la vez que
aumentaban de tamaño, desarrollaron un gusto acusado por la carne. Así se llegó a uno de los
estadios más importantes de la evolución humana: la aparición de Homo erectus (“el hombre
que camina erguido”). Hasta este momento, se calcula que los restos más antiguos de Homo
erectus tienen una antigüedad de 1.5 millones de años. Hay muchos indicios que apuntan a su
origen africano y para su posterior expansión por Europa y Asia hace entre un millón y medio
millón de años. Además de los fósiles, hay un útil especial empleado por Homo erectus que
nos ayuda a la cartografiar la distribución de la nueva especie definiendo las áreas de
expansión o ausencia de Homo erectus. Se trata de la llamada “hacha de mano” de piedra, que
pudo ser utilizada principalmente como rasqueta y como herramienta para fabricar otros
materiales. No puede haber duda alguna sobre el éxito histórico de Homo erectus, pero su
impacto ecológico o el de otras especies provocado por sus depredaciones fue
comparativamente mínimo.
Sin embargo, Homo erectus tenía una habilidad sin precedentes para actuar sobre su entorno.
Además de las hachas de mano, Homo erectus ha dejado los rastros más primitivos de
viviendas construidas (cabañas, a veces de más de quince metros de largo, echas de ramas,
con suelos de lajas de piedra o pieles) y las piezas más antiguas de madera trabajaba, la
primera lanza de madera y el recipiente más antiguo, un cuenco de madera. La existencia de
tales objetos es un indicio importante de un nuevo escalón en el desarrollo mental, de una
concepción reflexiva de los objetos y, tal vez, de una idea del proceso de fabricación. Algunos
investigadores han sostenido que la forma más antigua de intencionalidad consciente de
Homo erectus podría considerarse como el primer brote de uno sentido estético. Homo
erectus –considerado proverbialmente como el eslabón perdido entre simios y humanos- era
un animal bípedo, un omnívoro social que podía cazar y matar a sus presas. Como los
humanos modernos, Homo erectus nacía prematuro e indefenso, y por ello el cuidado de las
crías era esencial durante su primer año mientras se desarrollaba el cerebro. Sin embargo, ha
quedado firmemente establecido que Homo erectus sólo poseía unas capacidades lingüísticas
rudimentarias.
La innovación más notable de Homo erectus es, indudablemente, la utilización de una energía
extrasomática con el fin de conseguir los objetivos humanos fuera del cuerpo. La fuente de
energía extrasomática más importante es, con mucho, el fuego. Los homínidos cazadores
recolectores y carroñeros utilizaron la energía del fuego para proporcionarse calor, desbrozar
bosques, cazar, defenderse y cocinar.
Se ha calculado que la utilización per cápita de energía extrasomática en forma de fuego en las
primitivas sociedades de cazadores-recolectores supuso, aproximadamente, la misma cantidad
que circula en los propios organismos humanos en forma de energía somática.
Aprender a manipular el fuego representó un avance técnico y cultural notable para los
homínidos anatómicamente premodernos. Les proporcionó la posibilidad de tener calor y luz,
y por tanto una doble extensión del medio ambiente humano hacia el frío y la oscuridad. Una
expresión concreta de esta realidad en términos físicos fue la ocupación de cuevas. Se podía
expulsar a los animales y mantener los fuera gracias al fuego. Se pudo avanzar la tecnología:
las lanzas podían endurecerse al fuego y fue posible cocinar alimentos, de forma que las
sustancias indigestas, como las semillas, se transformaron en fuentes de alimentación, y las
plantas amargas y de mal sabor resultaron comestibles. Además, la cocción debió de digerir la
atención hacia la variedad y disponibilidad de las plantas.
Por otro lado el uso del fuego influyó en la evolución de una mentalidad reflexiva. En torno a
las hogueras se congregaban en la obscuridad un grupo que casi con certeza debía tener
conciencia de sí mismo como una unidad pequeña y significativa en medio de un escenario
caótico y hostil. El lenguaje, de cuyos orígenes específicos sabemos poco, debió de modelarse
entonces gracias a un nuevo tipo de relaciones grupales. En determinado momento
aparecieron los especialistas en transportar y preparar el fuego, personajes de impresionante
y misteriosa importancia, de quienes dependía la vida y la muerte. Llevaban y custodiaban la
gran herramienta liberadora, y la necesidad de preservarla debió de convertirles en ocasiones
en maestros. El fuego comenzó a quebrar la férrea rigidez del día y la noche e incluso la
disciplina de las estaciones. Por ello ayudó a romper los grandes ritmos naturales objetivos
que limitaban a Homo erectus. Como señala el historiador J. M. Roberts, el comportamiento
de los homínidos podía ser ya menos rutinario y menos automático.
La domesticación del fuego fue también una exigencia previa de la caza mayor, otro de los
éxitos significativos de Homo erectus. El consumo de carne representaba un gran esfuerzo ya
que había que seguir a las piezas para matarlas. Los homínidos pasaron a depender de otras
especies como fuente de alimento entre ellas la megafauna. La caza organizada proporcionaba
proteínas concentradas, lo cual liberó a los carnívoros de su incesante picoteo de un surtido de
productos vegetales. Aunque los elefantes, las jirafas y los búfalos figuraban entre las especies
cuya carne se consumía en Olduvai, los investigadores subrayan que en las excavaciones
arqueológicas son mucho más abundantes los huesos de animales más pequeños.
Con todo, el impacto ecológico de los homínidos anatómicamente premodernos parece haber
sido pequeño. Las herramientas complejas de piedra que aparecen a finales del Pleistoceno
eran todavía desconocidas tanto para Homo erectus como para los primeros Homo sapiens de
hace 130,000 años. No había utensilios de hueso ni cuerdas para fabricar redes ni en anzuelos.
Todos los útiles primitivos de piedra debían de llevarse directamente en la mano. No hay
signos de que se montarán en otros materiales para conseguir un efecto de palanca, tal como
nosotros colocamos las hachas de acero en mangos de madera.
Según la idea sostenida habitualmente, en el pasado durante mucho tiempo habíamos sido
cazadores eficaces de caza mayor. Las supuestas pruebas proceden principalmente de tres
yacimientos arqueológicos ocupados hace unos 500,000 años: una cueva en Chukutián, cerca
de Pekín, que contiene huesos y utensilios de Homo erectus (el “hombre de Pekín”), así como
huesos de muchos animales, y dos yacimientos al aire libre en Torralba y Ambrona, en España,
con útiles de piedras y huesos de elefantes y otros grandes animales. Se suele dar por
supuesto que los mismos individuos que dejaron los útiles fueron quienes mataron los
animales, llevaron allí sus cuerpos y se los comieron. Sin embargo, los tres yacimientos
contienen huesos y excrementos de hiena, lo que significa que las cazadoras pudieron ser muy
bien las hienas. Los huesos de los yacimientos españoles en concreto parecen proceder de un
conjunto de cadáveres desenterrados, lavados y pisoteados, como se pueden encontrar hoy
día alrededor de los bebederos africanos, más que de campamentos de cazadores humanos.
Aunque en los primeros seres humanos comían carne, no sabemos cuánto, ni si la obtenían
mediante caza o carroñeo. Hasta mucho más tarde, hace unos 100,000 años, no tenemos
pruebas concluyentes de técnicas humanas de caza y está claro que los seres humanos seguían
siguiendo, incluso entonces, cazadores muy ineficaces de grandes presas.
Las pruebas arqueológicas de caza mayor o de su eficacia en las poblaciones de Homo erectus
y el primitivo Homo sapiens siguen siendo escasas y, vista la ausencia de tecnologías complejas
en las especies protohumanas, su impacto sobre otras especies y sus equilibrios naturales
debió de ser inapreciable. Sin embargo, esta época tuvo una significación crucial en lo que
respecta a la evolución humana. La cultura y la tradición reemplazaron lentamente a las
mutaciones genéticas y a la selección natural como fuentes principales de cambio entre los
homínidos. Los grupos que mejor conservaran las técnicas adaptativas eficaces resultarían
favorecidos en el proceso evolutivo.
Una vez más, es imposible separar los procesos biológicos y los sociales. Aún con el
refinamiento de las capacidades lingüísticas se desarrollaron durante un largo periodo una
mejor visión, una capacidad física mayor para tratar con un mundo de objetos independientes
y el uso de útiles. Finalmente, esos factores se combinaron para contribuir al avance de la
conceptualización abstracta.
La fulgurante aparición de los seres humanos en áfrica oriental hace cuarto de millón de años
tuvo poco impacto ecológico. Pese a todo, la aparición del primitivo Homo sapiens era
bastante diferente de la de su antecesor Homo erectus. Desde el punto de vista climático la
época se caracterizó por condiciones de glaciación cambiantes.
El origen preciso de Homo sapiens no estaba aun totalmente resuelto. Se han propuesto dos
modelos diferentes. Según el primero, llamado “hipótesis multirregional”, la distribución de
rasgos anatómicos en las poblaciones humanas modernas de diferentes regiones es una
herencia de poblaciones locales de Homo erectus y otras formas “arcaicas” intermedias. Este
modelo sostiene que en todos los humanos modernos evolucionaron en paralelo a partir de
poblaciones anteriores de áfrica, Europa y Asia, con cierto grado de cruzamiento genético
entre esas regiones. Una apoyo a este punto de vista provienen de la similitud de
determinadas estructuras anatómicas secundarias entre las poblaciones humanas modernas y
las poblaciones precedentes de Homo erectus en las mismas zonas.
El segundo modelo propone que de una población pequeña y relativamente aislada de seres
humanos primitivos evolucionó hacía Homo sapiens y que en esa población se expandió con
éxito por África, Europa y Asia, desplazando y finalmente reemplazando a todas las demás
poblaciones humanas anteriores. Este escenario contempla la variación entre las modernas
poblaciones como un fenómeno reciente. Una parte de las pruebas que apoyan esta teoría
proviene de la biología molecular, especialmente de los estudios sobre diversidad y tasa de
mutaciones del ADN nuclear y del ADN mitocondrial en células humanas vivas. A partir de esos
estudios se puede calcular el momento aproximado de divergencia entre el antecesor común y
todas las poblaciones humanas modernas. Estas investigaciones han arrojado habitualmente la
cifra de unos 200,000 años atrás. Los métodos moleculares tienden a apuntar hacia un origen
africano de todos los humanos modernos, lo que implica que la población ancestral común de
todos los seres humanos actuales emigro desde África hacia el resto del mundo. De ahí
procede el nombre de este modelo la hipótesis out of Africa [fuera de África]. La cuestión de
cuál es el modelo correcto no está definitivamente zanjada. De todos modos, parece que la
primera prueba fósil de seres humanos anatómicamente modernos encontrada en África data
de hace unos 130,000 años, y hay pruebas de que seres humanos modernos vivieron ya en
oriente medio algo antes del 90,000 a. C. Dos formas protohumanas estrechamente
relacionadas –el hombre de Cromañón y el hombre de Neandertal u Homo sapiens
nearderthalensis- aparecieron en África durante ese periodo y coexistieron durante cierto
tiempo en diversos lugares.
Los neandertales suelen considerarse como una subespecie de Homo sapiens. Sus restos
fósiles fueron encontrados por primera vez en Neandertal, Alemania, en 1856. Los llamados
hombres de Neandertal clásicos eran robustos y tenía un cráneo grande y grueso, una frente
huidiza y una mandíbula sin barbilla. Sus cerebros eran algo más grandes que los de la mayoría
de los humanos modernos, pero quizá se deba a su mayor envergadura. Los neandertales
fueron los primeros humanos en adaptarse a climas fríos y sus proporciones corporales son
similares a las de los pueblos modernos adaptados al frío: bajos y macizos, con miembros
cortos. Los hombres tenían una estatura media de 168 cm. Sus huesos eran densos y pesados
y muestran señales de inserciones musculares potentes. Debieron de ser extraordinariamente
fuertes, comparados con nuestros estándares modernos, y sus esqueletos muestran que
llevaban vidas muy duras. La cultura de los neandertales incluía herramientas de piedra, fuego
y refugios rupestres. Fueron cazadores formidables y los primeros humanos conocidos que
enterraban a sus muertos.
En un principio se pensó que los neandertales habían estado limitados a Europa Occidental
pero se han descubierto también restos suyos en Marruecos, en el Sahara septentrional, en el
monte Carmelo, Israel, y en otros lugares de Oriente Medio e Irán. Huellas de esta especie de
tanto éxito se han encontrado también en Asia Central y China, donde los especímenes más
antiguos se remontan hasta el 230,000 a. C. Los neandertales debieron de ser criaturas
adaptadas al frío, pero no migraron más al norte de Europa septentrional, Ucrania y el mar
Caspio. La primera incursión en Siberia y el ártico correspondió a seres humanos posteriores,
completamente modernos.
Los hombres de Neandertal fueron la primera especie en dejar pruebas irrefutables del uso
continuado del fuego y los auténticos inventores de la cocción de los alimentos, practica
cultural en que se hizo aún más ambiciosa con la aparición del hombre de Cromañón. El
alimento era probablemente escaso, ya que resultaba difícil cazar en entornos helados. La
primavera y el otoño eran especialmente difíciles para los cazadores por la dificultad de
moverse sobre la nieve semiderretida. No hay pruebas de que los neandertales conocieran las
raquetas o los esquíes para andar sobre la nieve. En los alrededores de sus cuevas invernales,
los arqueólogos han descubierto restos de grandes mamíferos, como osos cavernarios, íbices y
rinocerontes, así como de muchos otros animales de menor tamaño, como aves y caracoles. Es
todo parece indicar que los neandertales andaban escasos de alimentos y comían
prácticamente de lo que hubiera.
En tales condiciones, la cocción de los alimentos adquiere una importancia muy especial.
Después de todo, los métodos avanzados de cocción permiten que los suministros duren. Las
pruebas hacen pensar que los neandertales desarrollaron técnicas culinarias bastante
complejas, que contribuyeron a mantener vivos a miembros del grupo muy ancianos o
inválidos de por vida. Probablemente eran capaces de preparar platos parecidos a sopas,
cocinando la carne en el interior de pieles de animales preparadas para ello, práctica primitiva
existente en muchas partes del mundo que todavía se utilizaba en Irlanda en el siglo XVI. Los
hombres de Neanderthal se extinguieron hace unos 30,000 años, quizás porque carecían de la
capacidad fisiológica requerida para él habla compleja.
Los hombres de Cromañón aparecieron en Europa hace 10,000 a 40,000 años. Son uno de los
ejemplos mejor conocidos de antiguas poblaciones humanas modernas. Los restos de estos
recientes antepasados de finales de la Edad de Piedra se descubrieron por primera vez en
Francia en 1868 y más tarde en otras partes de Europa y Asia Occidental. Los esqueletos
hallados muestran poquísimas diferencias con los humanos modernos, lo cual impiden que se
les suela clasificar como los más antiguos representantes conocidos de la misma subespecie,
Homo sapiens sapiens. Los hombres de Cromañón diferían significativamente de los
neandertales, entre otras cosas por su cráneo elevado, con una cara ancha y vertical, y una
capacidad craneal aproximadamente igual a la de los modernos humanos, aunque menor que
la de los neandertales. Los machos podían llegar a 1,80 m de estatura. Su origen geográfico
sigue siendo desconocido.
La cultura de Cromañón era notablemente más compleja que la de los neandertales. Utilizaban
una mayor variedad de materias primas, como huesos o cuernos, para realizar instrumentos
nuevos con los que fabricar ropas, tallar y esculpir. Dejaron magníficas obras de arte en forma
de útiles decorados, cuentas, esculturas de hombres y animales de marfil, joyas hechas de
conchas, figuras de arcilla, instrumentos musicales y pinturas rupestres policromadas de
excepcional vitalidad. Los hombres de Cromañón fueron, sin duda, hábiles cazadores de
animales de todos los tamaños, que explotaban su medio ambiente todo lo que podían. En
diversos yacimientos de los hombres de Cromañón han aparecido huesos de peces y aves, y
parece evidente que estos pueblos explotaban de forma regular los movimientos migratorios
de otros animales vertebrados. Los campamentos solían ser bastante elaborados, y la
construcción de hogares complejos y la utilización de piedras calientes para calentar el agua en
zanjas recubiertas de pieles muestran que el cocinado de alimentos se había vuelto mucho
más sofisticado. Construían también refugios parecidos a tiendas en los que vivían varias
familias. Fabricaban asimismo armas complejas, como puntas de lanzas, arpones y trampas
para animales. Llegaron incluso a concebir un calendario lunar rudimentario para llevar la
cuenta de los movimientos estacionales de los animales que cazaban. Los hombres de
Cromañón eran esencialmente cazadores y recolectores nómadas con una cultura material
refinada.
Como todos los demás homínidos, Homo sapiens se desarrolló primero en África, emigrando
después. Nuestra especie llegó a Israel hace ya unos 100,000 años y 40,000 años más tarde
había conquistado toda Europa y el continente asiático. Los humanos llegaron a Australia hace
60,000 años, y hace unos 13,000 las variaciones climáticas les permitieron pasar a América, el
último continente deshabitado. Cruzando desde Asia por algún punto de lo que hoy es el
estrecho de Bering, avanzaron hacia el sur durante miles de años siguiendo los grandes
animales. Al estar equipados con habilidades culturales y lingüísticas sin precedentes hasta
entonces, el registro y el impacto que ecológicos de Homo sapiens sobre otras especies fueron
muy distintos a los de otros homínidos. Un nuevo orden de intencionalidad consciente se
expresaba en la creación de medios culturales y tecnológicos nuevos para controlar y
modificar el entorno.
Bastaron unos pocos miles de años para producir arte, comercio, mitología, cuentas,
esculturas, pinturas rupestres y multitud de herramientas. El arte figurativo apareció en forma
de esculturas de arcilla y piedra junto con las pinturas, sencillas pero con frecuencia
sorprendentemente hermosas, de las paredes de las cavernas. Los restos arqueológicos de la
Edad de Hielo de hace unos 30,000 años procedentes de Sungir, en Rusia, muestran a
personas ataviadas con prendas tejidas y decoradas con miles de cuentas de marfil. Al igual
que los humanos contemporáneos, estos pueblos tuvieron arte, religión y estructura social. En
algunas partes de Europa se había creado cierta forma de alfabeto ya hace 32,000 años, tal
como puede verse en las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, en el valle del Ródano.
La extinción de la megafauna
Hemos visto anteriormente que hace aproximadamente entre 100,000 y 50,000 años los seres
humanos anatómicamente estaban confinados en África y en las zonas más cálidas de Europa
y Asia.
Más tarde, nuestra especie emprendió una expansión geográfica generalizada que la llevó a
Australia y Nueva Guinea hace de 60,000 a 50,000 años, después a Siberia y la mayor parte de
Norteamérica y Sudamérica y, por último, a la mayor parte de las islas oceánicas del mundo en
torno al 2000 antes de Cristo. También conocimos un crecimiento numérico impresionante,
pasando de unos pocos millones de personas hace 50,000 años a unos 150 millones en torno
al 2000 antes de Cristo.
Nuestra capacidad como especie social para transformar la naturaleza aumento radicalmente
durante esta primera fase de la evolución social humana gracias al desarrollo del lenguaje y a
la consiguiente expansión de las capacidades organizativas simbólicas y sociales. Este punto de
inflexión decisivo en la evolución biológica y social de la especie humana señala esencialmente
la prolongación de la evolución biológica por medios culturales. Es precisamente en esta
coyuntura cuando los humanos empiezan a constituir un peligro para el medio ambiente en
todo el mundo. Las consecuencias culturales y geográficas de esta profunda transformación
evolutiva se ponen primeramente de manifiesto en lo que Jared Diamond denomina “el gran
salto adelante”, es decir, la expansión terrestre y la colonización por parte de nuestra especie
de todos los principales ecosistemas, y la evolución acelerada de las innovaciones tecnológicas
y artísticas, seguidas pronto por el desarrollo de la horticultura y la ganadería y por la
aparición, hace 10,000 años, de la agricultura sedentaria. La invención de la metalurgia y el uso
de herramientas metálicas se produjo hace unos 6,000 años.
Las relaciones humanas con los animales cambiaron drásticamente. Superando a nuestros
antepasados primitivos tanto desde el punto de vista anatómico como de la conducta, los
humanos modernos de finales del Pleistoceno adquirieron una habilidad sin precedentes como
cazadores de caza mayor. El impresionante testimonio de estos cambios se manifiesta en los
motivos de un arte rupestre floreciente. Leopardos y hienas, hasta entonces desconocidos en
el arte rupestre paleolítico, son representados junto con imágenes de leones, rinocerontes,
osos, búhos, mamuts, bisontes, caballos de la Edad de Hielo, alces irlandeses y los ciervos
extintos de astas gigantes.
Homo sapiens se desarrolló una aguda comprensión de sus nuevas presas. Como señalan los
historiadores de la alimentación, la caza mayor fue la primera aunque no la última “guerra de
subsistencia” de la historia. Las nuevas tecnologías y el aumento de la inteligencia colectiva se
manifestaron en la creación de una nueva cultura material y en armas ingeniosamente
concebidas para atrapar las presas con instrumentos como arpones, anzuelos, arcos y flechas,
impulsores de lanzas, trampas, precipicios mortales y flechas envenenadas.
En el fondo de un barranco de Solutré (Francia), utilizado por los cazadores de caza mayor de
la Edad del Hielo para masacrar a animales que huían, podemos encontrar, por ejemplo, una
gran acumulación de huesos que contiene, según cálculos, los restos de más de 100,000
caballos. Teniendo en incluso en cuenta la duración relativamente larga del Paleolítico, parece
obvio que esos cazadores primitivos mataron más animales de los necesarios. En la región del
noroeste del Pacífico, los humanos premodernos crearon complejos dispositivos para conducir
a las manadas de venados de cola blanca hasta cercados del bosque donde los sacrificaban. De
los pueblos nativos de América se sabe que quemaron bosques para forzar a los alces y los
ciervos a salir de ellos, produciendo ráfagas de viento caliente, hollín y humo lo bastante
fuertes como para que los días templados de octubre parecieran de pleno verano. En las
grandes llanuras, algunas tribus conducían a los bisontes hasta los precipicios y amontonaban
muchas más pieles y carne de las que necesitaban. Los restos de los montones de animales,
descubiertos por los arqueólogos al pie de los precipicios, muestran que se dejaba pudrir a los
animales. Los huesos nos han proporcionado pruebas de que, antes de la extinción de Bison
antiquus, la especie sufría de estrés, que bien pudo estar causado por una casa excesiva.
Los paleontólogos y antropólogos físicos reconocen ahora en general que la extinción en masa
de la megafauna a finales del Cuaternario se produjo sin el impacto de catástrofes globales
como un súbito cambio climático. En la mayoría de los casos, las extinciones de la megafauna
comenzaron poco después de la llegada de los primeros seres humanos prehistóricos. Si
comparamos el número de géneros de grandes mamíferos desaparecidos en los distintos
continentes, hallamos que Australia perdió el 94%, Norteamérica el 73%, Europa el 29% y el
África sub-sahariana el 5%. Los primeros humanos se encontraron con animales que se habían
desarrollado en ausencia de depredadores humanos y eran probablemente fáciles de vencer.
Por ello, la explicación más plausible es que esas extinciones fueron causadas a lo largo de
siglos y milenios por la sobreexplotación de unos cazadores relativamente escasos, aunque
más numerosos cada vez. Examinemos estas extinciones en algunas zonas geográficas.
En África, los primeros humanos no eran tan carnívoros como sus descendientes instalados en
otras partes del mundo. Sin embargo, está bien documentado que las extinciones aceleradas
más recientes de África coincidieron con la aparición de las culturas avanzadas de los
cazadores paleolíticos, los primeros humanos modernos tanto por anatomía como por
conducta. África perdió su búfalo gigante, su ñu gigante y el hiparión, un caballo gigante.
Aunque África sigue teniendo hoy más animales de gran tamaño que ningún otro lugar de la
Tierra, la megafauna que hoy vemos aquí es sólo alrededor del 70% de los géneros presentes a
mediados del Pleistoceno. Hace unos 40,000 años desaparecieron alrededor de 50 géneros.
La llegada de los humanos a Australia dio como resultado la extinción de la mayor parte de los
grandes animales de ese continente. Australia perdió todos sus grandes mamíferos, incluidos
marsupiales mucho más grandes que los actuales, como los wuómbats gigantes, del tamaño
de un oso negro, y los canguros gigantes. También desaparición de Australia las serpientes y
los reptiles gigantes y la mitad de sus aves no voladoras. Desapareció aproximadamente el
85% de los animales australianos que pesaban más de 45 kg. Los humanos quemaron amplias
zonas del interior del continente, una práctica que resultó extremadamente destructiva para
lo que era, ya entonces, un ambiente más bien frágil y seco. Según el paleobiólogo Tim
Flannery, los habitantes originarios de Australia fueron los primeros en sobre explotar sus
recursos medioambientales. Los aborígenes eliminaron el 95% de los grandes mamíferos de su
continente antes del 20,000 a. C., Mucho antes del inicio de la última glaciación.
En las islas de Aotearoa (Nueva Zelanda), la situación nos fue muy diferente. Allí grandes aves
no voladoras dominaban la megafauna y la extinción de especies por parte de los humanos es
un suceso mucho más reciente, iniciado hace unos 1,200 años. Una vez más, los humanos
fueron claramente responsables. Pero no sólo las aves como el moa gigante, los chochines
ápteros y los petreles pequeños sufrieron reducciones en su número o se extinguieron en
época prehistórica. Otras especies afectadas fueron mamíferos marinos, reptiles, anfibios,
insectos y, en menor medida, peces, moluscos y crustáceos.
El empobrecimiento zoológico de la región llegó poco después, tras una segunda oleada de
colonización social, cuando la caza de ballenas y focas por parte de los europeos causó una
enorme degradación medioambiental tanto de la isla Norte, la isla Sur.
De todos los continentes, los datos más claros de la extinción en masa de la megafauna
corresponden a América del Norte, donde 70 especies (el 95% de la megafauna)
desaparecieron hace entre 14,000 y 11,000 años. Esa es exactamente la época en que América
del Norte fue colonizada por los seres humanos, y su llegada y su capacidad como cazadores
está documentada por la aparición de objetos. En algunos casos, los métodos precisos de
datación han mostrado que determinadas especies se extinguieron exactamente en la época
de la llegada de los humanos. Los perezosos terrestres gigantes y las cabras monteses del Gran
Cañón se extinguieron hace 11,000 años, al mismo tiempo que llegaban los cazadores
humanos. Entre los mamíferos desaparecidos en América del Norte y del Sur, se hallaban los
mamuts, mastodontes, diversas especies de caballos, tapires, camellos, antílopes de cuatro
cuernos, perezosos terrestres, pecaríes, castores gigantes, lobos negros, jaguares gigantes y
tigres dientes de sable con. Es posible que no se cazara directamente a los carnívoros de esta
lista pero, al ser muy dependientes de los grandes herbívoros para su alimentación, fueron los
siguientes en extinguirse. Los humanos colonizaron también América del sur hace unos 11,000
años, y desde entonces el subcontinente ha perdido el 80% de los géneros de grandes
mamíferos, entre ellos los perezosos terrestres, los caballos y los mastodontes.
No hay duda razonable de que, en las islas del Pacífico, la llegada de los seres humanos
provocó que extinciones de la megafauna y en particular de las aves. El equipo de arqueólogos
formado por Storrs Olson y Helen James sostiene, por ejemplo, que de las 68 aves endémicas
hawaianas, 44 se extinguieron antes de que los ornitólogos pudieran documentarlas. La
coincidencia de la época de su extinción con la llegada de los primeros humanos es igualmente
convincente en Madagascar y el Caribe. Madagascar nos ha proporcionado huesos subfósiles
de lémures gigantes y aves elefante e hipopótamos del tamaño de una vaca. Se cree que la isla
ha estado habitada por humanos sólo recientemente, a partir del año 500 d. C., Y que todas
esas especies se hallaban ya extinguidas en el siglo XVII, época en que los europeos
comenzaron a describir los animales de Madagascar. En el caso del Caribe es importante
subrayar, que hasta la primera colonización humana, hace 7,000 años, Cuba y las demás islas
que constituyen las grandes Antillas estaban habitadas por mamíferos que no se encontraban
en ninguna otra parte. Según su tamaño iban desde el monstruo de la isla, un perezoso
terrestre con un peso de estimado de unos 180 kilos, hasta monos tan grandes como los que
hoy viven en las selvas de Brasil. Entre los otros grandes vertebrados había lechuzas ápteras
enormes, tortugas gigantes y focas monje. Toda esta megafauna ha desaparecido en su mayor
parte. Nadie ha intentado jamás averiguar el número de plantas, invertebrados y lagartos
exterminados tras la destrucción de sus hábitats por los humanos prehistóricos.
Con todo, el impacto de nuestra especie en los ecosistemas del Pleistoceno tardío fue bastante
pequeño en muchos aspectos, comparado con el catastrófico impacto ecológico y social de la
época moderna. Los cálculos apuntan a que en torno al 30,000 a. C., En la época de los
neandertales, vivían en Francia menos de 20,000 seres humanos. La población preeuropea de
América durante ese periodo se ha calculado en menos de un millón, y la población del
continente australasiático estaba probablemente entre las 300,000 y las 600,000 personas. En
conjunto, no había en todo el mundo más de 5 a 10 millones de seres humanos. El terreno de
juego o, si se prefiere, el escenario de actuación evolutiva de Homo sapiens durante el
Paleolítico era, en palabras de un investigador, “un desierto humano rebosante de caza”. Los
humanos vivían todavía principalmente de la casa y la recolección, pero hacía falta mucho
territorio para atender a las necesidades de un grupo tribal, un clan o una familia.
El impacto cada vez más negativo de Homo sapiens, y su expansión mundial por regiones hasta
entonces no habitadas, es por tanto desde el punto de vista histórico un fenómeno muy
reciente y sin precedentes. Antes de pasar a tratar con más detalle las actividades ecocidas
más recientes de la humanidad, quisiera insistir en el papel fundamental del lenguaje en la
odisea evolutiva de los seres humanos.
Los humanos, desde luego, son animales y por ello todo lo que hacen se ve en cierto sentido
constreñido y a la vez impulsado por su biología. Sin embargo, la cultura ha ampliado
enormemente el abanico de esas posibilidades. Como afirma el filósofo Stephen Toulmin, “la
cultura tiene el poder de imponerse a la naturaleza desde dentro”. En cierto sentido, los
humanos son parte de la naturaleza y se encuentran fuera de ella. Esta paradoja subyace a la
historia de nuestra civilización y a nuestros sueños de progreso y protección del planeta. Las
sociedades humanas cambian del modo más radical por medio de la evolución cultural, y no
sólo como resultado de modificaciones biológicas. No hay pruebas, por ejemplo, de cambios
biológicos en el tamaño o estructura del cerebro desde la aparición del Homo sapiens en el
registro fósil hace más de 50,000 años.
Gilgamesh
Somos los amos absolutos de lo que produce la Tierra. Disfrutamos de las montañas y las
llanuras, y los ríos son nuestros. Sembramos el grano y plantamos los árboles. Fertilizamos la
tierra, […] detenemos, dirigimos y corregimos el curso de los ríos. En resumidas cuentas, con
nuestras manos nos atrevemos, mediante nuestras acciones en el mundo, a crear, por así decir,
otra naturaleza.
Cicerón.
La revolución neolítica
En Oriente Medio, donde la era de los cazadores de caza mayor había terminado mucho antes
que en el norte, el modelo de obtención de alimentos fue mucho más diversificado. Los
humanos pasaron de cazar ungulados salvajes de gran tamaño y ciervos a la depredación de
especies de menor tamaño como ovejas, cabras y antílopes, dedicando una atención creciente
a los peces, los cangrejos, los moluscos, las aves y los caracoles. La extensión de los sistemas
de obtención de alimento a los ecosistemas marinos es, por tanto, un acontecimiento histórico
muy reciente. Además, los hombres del Neolítico recolectaban selectivamente bellotas,
pistachos y otros frutos, legumbres y semillas silvestres, práctica que terminaría por
desembocar en formas de agricultura más intencionales.
La primera domesticación de animales pudo haber seguido un camino similar. Varios tipos de
animales dóciles para su domesticación (entre ellos perros, cabras, ovejas y bueyes salvajes)
eran comunes en todo el Viejo mundo durante el Pleistoceno Superior. En el caso de los
perros, el proceso comenzó probablemente hace al menos 12,000 años. No resulta difícil
imaginar cómo pudo originarse una alianza entre humanos y cánidos. Al final de la glaciación
del Pleistoceno las personas y los cánidos competían por el mismo alimento. Un cachorro de
perro especialmente sumiso o tranquilo que buscaba comida en torno a un campamento
humano pudo haber llegado a la edad adulta aceptando al grupo humano como propio. Los
animales domésticos fueron los “esclavos” originales, sobre los que se basó más tarde el
derecho de propiedad sobre otros seres vivientes.
Las clases superiores con acceso privilegiado al alimento dados sus poderes administrativos es
un rasgo característico de las civilizaciones del Neolítico que hemos conservado hasta hoy.
Está bien documentado que la agricultura sedentaria proporcionó también el marco histórico
de las especialización social, la violencia contra mujeres y animales y la desaparición de las
zonas naturales salvajes. Como vieron claramente los europeos, empezando por Jean Jacques
Rousseau, la aparición en el Neolítico de la propiedad privada, tanto premoderna como
moderna, significó una esclavización mutua:
El primer hombre que, al cercar un trozo de terreno, pensó y dijo “esto es mío”, y encontró
personas tan simples como para creerle, fue el auténtico fundador de la sociedad civil. De
cuántos crímenes, guerras y asesinatos, de cuántos horrores y desgracias no se habría salvado
la humanidad si alguien hubiera arrancado las estacas de la cerca o rellenado las zanjas,
gritando a sus compañeros: “Guardaos de escuchar a ese impostor, ¡estáis perdidos si un día
olvidáis que los frutos de la Tierra nos pertenecen a todos y la Tierra misma a nadie!”
La situación social descrita por Rousseau comenzó históricamente con la revolución neolítica.
Sin embargo, el auténtico desastre en ciernes era mucho más amplio de lo que Rousseau
imaginaba. El problema no fue solamente de naturaleza intrasocial sino, lo que es más
importante, también interespecífica. En resumen, las adaptaciones en los sistemas de
obtención de alimentos reforzaron las tendencias ecocidas humanas, proceso que se reflejó en
todas las grandes civilizaciones de la era premoderna.
Disparates ecológicos de la Antigüedad
La historia de la humanidad está llena de relatos sobre las actividades ecocidas, primitivas de
los grandes imperios, como Babilonia, Egipto, Grecia, Roma, la antigua China y los Mayas,
todos los cuales disminuyeron sus bosques y la fertilidad del suelo cultivable y eliminaron
buena parte de la fauna original por medio de una combinación de “su pensamiento lineal y su
apetito insaciable de riquezas materiales”. Las tierras más florecientes de la Antigüedad fueron
asiento de civilizaciones poderosas y ricas durante largo tiempo, pero hoy se encuentran entre
las regiones más pobres del mundo. Grandes zonas de esas regiones son ahora desiertos
estériles, la mayoría de las antiguas ciudades se han abandonado y la población local suele
tener poca conciencia histórica de su pasado social y ecológico. Bien es cierto que las disputas
civiles, la guerra, el hambre y las enfermedades han contribuido a la desaparición de las
antiguas civilizaciones, pero una de las causas principales de su declive fue el agotamiento de
sus recursos biológicos. La escasez de agua y el cambio climático fueron en muchos casos la
gota que colmó el vaso.
Más al este, el filósofo Mengzi (Mencio) fue muy consciente de la degradación ambiental en
Asia y advirtió a los gobernantes de la China Imperial sobre el uso abusivo de los recursos de la
tierra. Un capítulo del libro de Mengzi describe la degradación medioambiental de la Montaña
del Buey, cercana a su vivienda:
Hubo un tiempo en que los árboles crecían lujuriantes en la Montaña del Buey. Como se
encuentra en las afueras de una gran ciudad, los árboles son cortados constantemente por las
hachas. ¿Es sorprendente que ya no sean hermosos? Con la tregua que tienen durante el día y
la noche, y con la humedad de la lluvia y el rocío, no faltan desde luego los brotes nuevos, pero
entonces llegan el ganado y las ovejas a pastar a la montaña. Por eso está tan desnuda. La
gente, viendo su desnudez, suele pensar que nunca tuvo árboles. Pero, ¿puede ser ésta la
naturaleza de la montaña? […] Cuando se cortan los árboles de día a día, ¿es sorprendente que
ya no sean hermosos? […] De ahí que, si se le proporciona el alimento adecuado, no hay nada
que no crezca; y si no, nada que no se marchite.
Desgraciadamente, no se siguió el consejo de Mengzi. Una causa importante de la diezmación
de la flora y la fauna silvestre en vida de Mengzi fue la expansión de la agricultura por tierras
vírgenes. Dos siglos atrás se había empezado a utilizar el arado de hierro tirado por bueyes,
complementando así la mano de obra humana con una nueva fuente importante de energía.
Se habían inventado las herramientas agrícolas y los métodos de fertilización. Por eso no es
sorprendente que Mengzi hablara del aumento de tierra cultivada a expensas de zonas
vírgenes. Su contemporáneo, el jurista Shang Yang, sugirió a los gobernantes tomar medidas
para cultivar tierras incultivas como política deliberada para aumentar la población. Los
gobernantes solían ordenar que se cultivaran las tierras baldías para incrementar la
producción agrícola y combatir hambrunas. Además, acostumbraban a dilapidar los recursos
de sus Estados en ostentosos palacios nuevos y panteones, en disfrutar de la vida y, por
encima de todo, en campañas militares. A partir del siglo IV a. C., las crisis económicas y
hambrunas asolaron China. La deforestación tuvo consecuencias de degradación ecológica,
como la erosión del suelo generó la pérdida de biodiversidad, fueron factores esenciales en la
degradación de la antigua civilización china. Basándose en textos literarios clásicos, como El
libro de la poesía, algunos historiadores chinos han analizado el medio ambiente y han trazado
la etiología del declive de ese ecosistema antaño tan productivo. La región que fue la cuna de
la civilización china lo fue debido, en parte, a sus virtudes climáticas y agrícolas. La tierra era
predominantemente llana y estaba recubierta por uno de los suelos más fértiles de toda la
Tierra. De ahí que pueda convertirse fácilmente en tierra agrícola y que los cultivos obtenidos
fueran abundantes. Hoy día, la meseta de loess se ha convertido en una de las regiones más
pobres del país y sus habitantes están menos educados que en otras partes de China.
Las tres razones más importantes de deforestación en la historia de China, según el geógrafo
Jin-qi Fang, han sido el uso de las ¿?rras para la agricultura y los caminos, la recogida de leña y
la construcción de casas. Debido a la gruesa capa de loess, la erosión del suelo no afectó en un
principio a la fertilidad. Pero sí convirtió su superficie llana en un paisaje de colinas y
barrancos, lo que hizo más difícil la conservación del agua. En tiempos antiguos hubo en la
región al menos 27 grandes lagos, desaparecidos ahora en su totalidad. Según el geógrafo S. Y.
Tian, numerosos manantiales se secaron también en pocos siglos. En consecuencia, las capas
freáticas descendieron hasta niveles sin precedentes. La fuerte erosión del suelo provocó un
aumento de las inundaciones del rio Amarillo. La limpieza de los pesados sedimentos de los
canales de riego y de los afluentes del río se hizo cada vez más difícil y requirió cientos de
miles de trabajadores. En último extremo, la ampliación de esas obras devoró una enorme
cantidad de recursos económicos y sociales que hubieran tenido mejor uso en otras empresas.
Borgstrom, una autoridad en problemas de alimentación mundial, ha clasificado la
deforestación de las tierras altas de China, en uno de los tres peores disparates ecológicos de
toda la historia, seguido de cerca por la destrucción de la vegetación mediterránea por el
ganado, que transformó tierras fértiles en erosionadas y empobrecidas; y, en época moderna,
el desastre del Dust Bowl en las grandes llanuras meridionales de Estados Unidos a principios
del siglo XX.
Otro filósofo que vivió en el mismo siglo que Mengzi, pero casi a 8,000 km al oeste, usaba un
lenguaje muy similar al describir la deforestación de las colinas del Ática. Se talaron árboles
para obtener maderas y el suelo se erosionó debido a un pastoreo excesivo. En el tiempo de la
antigua Roma se formularon advertencias sobre la erosión del suelo como consecuencia de
prácticas ganaderas insostenibles. La historia de las sociedades premodernas está llena de
ejemplos de desastres sociales causados por una combinación de problemas locales de
ecocidio y conflictos políticos. Esas sociedades primitivas fueron especialmente vulnerables a
degradaciones de su medio ambiente que solían producirse a causa de intervenciones
realizadas con el fin de obtener un excedente de producción. Esas prácticas acumulativas
hacían aparecer el desastre ecológico siempre que se sobrepasaban los escasos límites de la
producción sostenible.
El desastre ecológico de esta civilización se dio durante la Edad de Bronce, hace varios miles de
años, en el afluente de los ríos Tigris y Éufrates, en gran parte del territorio hoy llamado Irak.
La cultura mesopotámica, conocida como civilización sumeria, fue una de las primeras
sociedades humanas que produjo lo que algunos arqueólogos llaman “gran tradición”. Las
civilizaciones mesopotámicas dependieron fundamentalmente del regadío gracias a sus dos
grandes ríos. Con un suministro de agua asegurado y la invención del arado, los primero
agricultores sedentarios pudieron cultivar muchos más alimentos de los que necesitaban para
su propio grupo familiar. La disponibilidad de cereal excedentario abrió las puertas no sólo al
desarrollo de las ciudades sino también con el paso del tiempo, a la desigualdad y la
estratificación sociales.
Sin embargo, la explotación de la tierra y los hombres por medio del regadío condujo al cabo
de los siglos a resultados desastrosos: las presas y canales se encenegaron y la tierra se volvió
infértil debido al encharcamiento y la acumulación de sal. Incluso las sociedades actuales que
disponen de las tecnologías más modernas, tienen dificultades para impedir semejante
deterioro del suelo, como lo saben demasiado bien los agricultores, desde California al mar de
Aral.
Los asentamientos humanos en el valle del Tigris y el Éufrates se remontan por lo menos al
6000 a. C. Como las civilizaciones egipcias más tarde, los primeros habitantes de Mesopotamia
desarrollaron una economía de caza complementada por la recolección de cereal silvestre. En
realidad, los logros culinarios de mesopotámicos y egipcios son muy parecidos. Queso,
mantequilla y suero de leche satisfacían los paladares de las clases altas de ambas sociedades.
Los grandes jardines de Babilonia, algunos de ellos plantados sobre terrazas, contenían
muchas de las hortalizas que más adelante se convirtieron en ingredientes básicos de la cocina
occidental, como las zanahorias o el hinojo. Aunque las cantidades de peces de río en
Mesopotamia no eran las mismas que en Egipto, sí había abundantes aves que cazar en las
zonas pantanosas entre los dos ríos. Ovejas de largas colas pastaban en las fértiles marismas
entre los ríos de Babilonia. Las viñas crecían en abundancia, aunque el vino normalmente sólo
lo consumían los ricos.
La ciudad más antigua de la región era Eridu, de la que se dice que pudo haber sido el lugar
original del bíblico “Jardín del Edén”. Otras ciudades-estado, entre ellas Ur, Lagash, Nippur y
Kish, fueron también fundadas en torno a la misma época. Estas primitivas ciudades-estado
estaban gobernadas por reyes sacerdotes elegidos por el pueblo. Más tarde, ciertos cambios
en la constelación del poder social permitieron a los soberanos acceder al trono
hereditariamente.
El historiador social Karl Wittfogel acuño el término “despotismo oriental” para describir el
modo de producción mesopotámico basado en la esclavitud y el tributo. Las clases altas
estaban compuestas por nobles, sacerdotes, funcionarios del gobierno y guerreros. Más abajo
se hallaban los hombres de negocios, seguidos por los comerciantes y los artesanos, que
componían una estrecha capa de clase media u “hombres libres”. Siervos, esclavos y
agricultores que sólo producían para su subsistencia componían la mayor parte de la población
y eran los encargados de todo el trabajo manual, en particular las labores necesarias para la
construcción y limpieza de los canales de riego, las presas y los embalses. Los altos
rendimientos producidos por el sistema agrícola mesopotámico basado en el regadío hicieron
posible liberar del trabajo agrícola hasta al 10% de la población.
La propiedad de las tierras agrícolas se repartía entre personas privadas, los templos y el
Estado. Lo normal era que los campesinos arrendaran tierras a un templo, que las controlaba
en nombre de los dioses. Las tierras pertenecientes a los templos o el Estado se cultivaban, y
una parte del producto servía de remuneración a las distintas clases de personal del Estado.
Una evolución posterior importante en las ciudades-estado mesopotámicas fue la ampliación
del concepto de propiedad no sólo a la tierra, los objetos materiales y los animales, sino
también a las personas. La esclavitud era una práctica generalizada. Los esclavos eran
capturados en su mayoría durante las incursiones a las colinas que flanquean los valles del
Tigris y el Éufrates, pero otros lo eran en las frecuentes escaramuzas entre ciudades. El
concepto de propiedad llegó incluso a aplicarse a los miembros de la familia de un hombre
casado. En Ur, por ejemplo, un hombre podía eludir la bancarrota (es decir, evitar ser vendido
como esclavo) vendiendo a su esposa o sus hijos para pagar sus deudas.
La agricultura de regadío de Mesopotamia se fue haciendo cada vez más vulnerable conforme
se hacía más dependiente de las “buenas inundaciones”. Las aguas que subían demasiado
destruían los asentamientos y los almacenes de cereal; las demasiado bajas producían
rendimientos pobres, carestía de alimentos y hambre. Además, siempre estaba presente la
amenaza de que el río y los canales de riego cambiaran su curso, cosa que ocurría cada cierto
tiempo, a medida que los sedimentos modificaban la altura de los aliviaderos. La mayor parte
de las aguas del Tigris y Éufrates nunca llegaba al mar sino se evaporaba en las llanuras
pantanosas y aluviales. Esto provocó un problema: la salinización. Cuando se evaporaba el
agua del río, dejaba como residuo sus contenidos minerales, produciendo suelos cada vez más
salinos. Estos suelos reducían los rendimientos de las cosechas y terminaron por hacer
imposible cualquier cultivo.
Al analizar el declive de la producción agrícola a finales del período de Ur III, en 2100 a. C.,
Robert Adams llega a la conclusión de que la abundancia de agua proporcionada por un
extenso sistema de canales dio pie a un riego excesivo, períodos de barbecho más cortos y
salinización. Sin embargo, el hundimiento de la civilización mesopotámica no fue simplemente
producto de la inestabilidad inherente a la agricultura de regadío. La amplia deforestación a lo
largo de milenios de una región conocida por sus extensos bosques de cedros contribuyó a su
degradación, intensificada por el empobrecimiento ecológico resultante de los efectos
secundarios de la erosión y el encenegamiento de los suelos. El efecto exacto de la
deforestación sobre la biodiversidad y la vida salvaje de la región sigue sin estar claro, pero
parece razonable pensar que debió de ser importante.
La deforestación tiene una larga historia en esta región. Las excavaciones arqueológicas
indican que la deforestación fue ya un facto de la desaparición de una comunidad neolítica
sedentaria incluso anterior en la región de Oriente Medio. Según Anne y Paul Ehrlich, la
civilización mesopotámica se dirigía hacia una catástrofe ecológica desde sus inicios. Tenemos,
por ejemplo, muchas pruebas de que la deforestación causó la desaparición de comunidades
del Levante meridional a partir del 6000 a. C. El historiador del medio ambiente Richard Grove
observa que esta desaparición “pudo muy bien haber estado relacionada no sólo con el
cambio climático sino con el efecto de las actividades humanas sobre el medio ambiente”. En
concreto, los árboles se usaban como combustible para producir argamasa de cal, utilizada
como material de construcción. El daño medioambiental se agravó en este caso debido a los
rebaños de cabras que devoraban los brotes, renuevos y arbustos, impidiendo así que los
árboles volvieran a crecer y exponiendo las colinas de pendiente pronunciada a una rápida
erosión del suelo.
Hace unos 4.400 años, las ciudades-estado de la antigua Sumeria se enfrentaron a un dilema
inquietante. Las tierras agrícolas acumulaban cada vez más sales, consecuencia de la
evaporación del agua de riego. Case imperceptiblemente, la sal comenzó a envenenar el rico
suelo y, con el tiempo, las cosechas fueron haciéndose más escasas. Hasta el 2400 a. C. los
sumerios habían resuelto el problema de las cosechas decrecientes gracias al cultivo de nuevas
tierras (trabajos de desmonte), produciendo así los excedentes de alimento necesarios para
sustentar a sus ejércitos y burocracias. Pero en unos pocos siglos alcanzaron los límites de la
expansión agraria. Las sales acumuladas redujeron en más del 40% las cosechas, lo que causó
un descenso de las reservas de alimentos para una población cada vez mayor. La agricultura
sumeria se hundió definitivamente en 1600 a. C., lo que provocó que esta civilización, en otro
tiempo gloriosa, se desvaneciera en la oscuridad.
La aparición de sociedades agrarias complejas relajó y a menudo debilitó los vínculos entre los
humanos y la naturaleza. La naturaleza era para los agricultores menos un “hábitat” que un
conjunto de recursos económicos que el grupo dominante debía administrar y manipular. Eso
fue particularmente cierto en el caso de civilizaciones en las que las clases gobernantes eran
de tipo urbano, como en la Antigüedad grecorromana. Los griegos, como más tarde los
romanos, no tuvieron, desde luego, más éxito que los sumerios en producir una civilización
ecológicamente sostenible. Cuando las civilizaciones mesopotámicas del extremo oriental del
Creciente Fértil se desvanecieron, la cuenca mediterránea estaba formada todavía por tierras
relativamente bien regadas, cubiertas en su mayor parte por espesos bosques. Córcega, por
ejemplo, tenía altos árboles que poblaban sus orillas y cuyas ramas se extendían tanto que en
ocasiones llegaban a romper los mástiles de los barcos de los primeros inmigrantes. Vastos
bosques mediterráneos cubrían los ricos suelos que más tarde aprovisionarían los graneros del
imperio romano. Sin embargo, la abundancia ecológica de esta región resultó efímera. Los
antiguos griegos produjeron la primera civilización de la Antigüedad que infringió daños
ecológicos al paisaje mediterráneo. La expansión demográfica y económica de las ciudades-
estado griegas llevó a la destrucción progresiva de los ricos pinares y robledales que satisfacían
un insaciable apetito de madera, leña y carbón. Además, los griegos destruyeron también los
bosques para crear, sencillamente, más tierras de pasto para sus animales domésticos.
El impacto sobre el entorno natural de las ciudades-estado (poleis) griegas como Atenas
ocasionó problemas medioambientales que prefiguraron muchos de los problemas modernos,
como la destrucción de los ecosistemas de los campos circundantes. Los ciudadanos
atenienses tuvieron que tomar decisiones difíciles sobre el uso de la tierra y el desarrollo
urbano. La ciudadanía democrática de Atenas significaba que los pequeños productores se
hallaran en gran medida libres de las exacciones a las que siempre estuvieron sujetos los
productores directos en las sociedades precapitalistas. Sin embargo, los trabajadores de la
sociedad griega provenían en su mayor parte de un segmento de la población reducido a la
esclavitud que, al igual que las mujeres, estaba excluido de participar en la democracia. Se
reconocían diversas categorías de uso de la tierra y la propiedad, a las que se aplicaban leyes y
disposiciones administrativas específicas.
Atenas había crecido al azar en torno a las majestuosas alturas de la Acrópolis. Las calles eran
un revoltijo de callejuelas que sólo dejaban paso a la Vía Sacra, una amplia calle ceremonial,
así como al espacio abierto de Ágora, en donde se trataban los asuntos comerciales y políticos.
Intramuros de la ciudad vivían unas 100,000 personas, entre ellas un buen número de
extranjeros residentes. Los atenienses disponían de poco espacio y Atenas sufría de
congestión, ruido, contaminación del aire y el agua, acumulación de residuos, epidemias y
otros peligros que amenazaban sus vidas. No es de extrañar que Sócrates prefiriera mantener
sus conversaciones con los jóvenes atenienses junto a las riberas sombreadas por árboles del
arroyo que corría extramuros. Pero los efectos de la urbanización sobre el medio ambiente
natural no se limitaban a los alrededores inmediatos de la ciudad, ya que ésta conseguía sus
recursos de buena parte de Grecia e incluso de tierras tan distantes como Egipto y la costa del
mar Negro.
Filósofos griegos como Platón y Aristóteles pensaban en la polis como una unidad
autosuficiente, que albergaba todos los recursos naturales para su población. Esta idea de
autonomía, sin embargo, no llegó a alcanzarse nunca en la Atenas clásica. Una ciudad sólo
podía ser autosuficiente si conseguía establecer un modo sostenible de subsistencia en el
interior de su ecosistema local. Inclinados a la expansión, los principales dirigentes políticos de
Atenas no podían aceptar semejantes limitaciones espaciales basadas en imperativos
ecológicos. Las necesidades económicas de una ciudad militarmente poderosa sólo podían
satisfacerse yendo más allá de los límites existentes por medio del comercio y las conquistas.
Las ciudades-estado de la Grecia clásica prefiguraban las modernas democracias por el hecho
de garantizar la tranquilidad local al tiempo que imponían políticas imperialistas y
expansionistas a sus vecinos. Estas formas de imperialismo tienen graves consecuencias
ecológicas. Las guerras a gran escala conducen a la destrucción masiva de la naturaleza debido
a la utilización intensiva de recursos con los que fabricar armas y organizar campañas
militares. En la antigua Grecia, la combinación de actividad militar, construcción del Estado y la
deforestación fue todavía más evidente que en Mesopotamia. Por ejemplo, la guerra
aparentemente inacabable del Peloponeso entre Esparta y Atenas consumió enormes
cantidades de madera para la construcción de barcos de guerra. El resultado fue una grave
deforestación de Grecia continental y Asia Menor. Grandes extensiones de campos fueron
transformadas en superficies más o menos yermas y hay indicios de que la erosión del suelo
aumentó fuertemente y se produjeron inundaciones. Estos cambios causaron una
considerable impresión en los observadores contemporáneos, en concreto en Teofrasto de
Ereso, biógrafo de Aristóteles y botánico aficionado. Basándose en observaciones sobre el
deterioro de los bosques locales, Teofrasto desarrolló una teoría que vinculaba la
deforestación a la disminución de las lluvias que, según creía, se estaba produciendo en
Grecia. Sin embargo, hay pocas pruebas de que la notable innovación teórica de Teofrasto
indujera al gobierno a imponer alguna limitación a la tala de bosques.
Hacia mediado del siglo V a. C., las tierras en torno a Atenas estaban ya ampliamente
deforestadas. La erosión había agotado los suelos de la montaña, depositando légamo en las
zonas costeras y cegado muchos manantiales. El resultado fue un declive en la producción
agrícola y una carestía crónica de madera y otros productos forestales. El historiador
ambiental Donald Hughes explica del siguiente modo la agresiva política exterior griega: en sus
tratados con territorios forestales tales como Macedonia los diplomáticos atenienses
buscaban intercambios ventajosos en cuestiones madereras. A las costas pobladas de árboles
de Calcedonia e Italia se despachaban grupos de religiosos o colonos atenienses. Se obligó a
las ciudades con capacidad maderera, como Antadros, a ingresar en el imperio ateniense, y el
comercio maderero se convirtió en un problema en los conflictos con otras ciudades marítimas
como Corinto. El general ateniense Alcibíades mencionó específicamente el acceso a los
bosques de Sicilia como argumento principal en favor de la fallida expedición militar a la isla. A
finales de la Antigüedad, los bosques sicilianos habían sido deforestados. De este modo, el
declive de Atenas puede correlacionarse con su incapacidad para mantener el ecosistema
forestal.
La regeneración de los bosques griegos se hizo imposible al combinarse una fuerte erosión del
suelo con el excesivo pastoreo de las cabras. Esas “langostas con cuernos” resultaron ser los
motores de la destrucción ecológica, acabando con todo, salvo la vegetación más resistente y
menos accesible. Las cabras han causado un impacto calamitoso en la mayor parte de la
Tierra, pero los “paisajes caprinos” que contribuyeron a formar en la cuenca mediterránea son
quizá su mayor monumento. Platón pareció comprender lo que le ocurría a la tierra bajo el
impacto de las actividades ecocidas humanas: “lo que queda, comparado con lo que existió, es
como el esqueleto de un enfermo, toda la tierra grasa y blanda se ha agotado y queda tan sólo
el esqueleto descarnado del país”.
La incapacidad de los antiguos griegos para adaptar de manera sostenible su economía a los
ecosistemas existentes resultó ser una de las causas fundamentales del declive de su
civilización. Al imponer una demanda excesiva sobre los recursos naturales, los ciudadanos
griegos no lograron mantener el equilibrio con el propio medio ambiente, necesario para la
supervivencia a largo plazo de cualquier sociedad humana. El fracaso ecológico, como indica
Hughes, interactuó con las fuerzas sociales, políticas y económicas de modo que la sociedad
griega clásica quedó desfigurada en un proceso que representó en muchos aspectos un
desastroso declive del nivel de civilización alcanzado.
Los romanos fueron aún menos conscientes que los griegos desde el punto de vista
medioambiental y mostraron poquísima preocupación por las consecuencias ecológicas de sus
actividades. Al igual que la civilización cristiana que les sucedió, los romanos manifestaban un
criterio posesivo sobre nuestro planeta: era propiedad del Homo, estaba allí para ser
explotado con fines humanos. En la cúspide de su poder, el imperio romano era inmenso, se
extendía desde los desiertos africanos hasta las fronteras septentrionales de Inglaterra. Más
de un cuarto de la población mundial vivía bajo la férula de los césares. También durante el
imperio romano la deforestación ocasionada por su sistema agrario se extendió desde las
colinas de Galilea hasta las montañas del Tauro, en Turquía, y Sierra Nevada en España. El
imperialismo de la cultura institucional romana prefiguró la época contemporánea de
extinción en masa. El estudio de los textos romanos y la investigación científica de depósitos
producidos por la erosión y de granos de polen antiguos ha llevado a muchos historiadores a la
conclusión de que los factores medioambientales fueron una de las causas esenciales de la
decadencia de la economía y la sociedad romanas. Los resultados del deterioro
medioambiental se hacen evidentes en el paisaje: las impresionantes ruinas romanas están
rodeadas de entornos desolados. Los intelectuales romanos tomaron nota de diversos modos
de la degradación de su entorno. Séneca, por ejemplo, señalaba:
Si evaluamos los beneficios de la naturaleza por la depravación de los que abusan de ella, nada
hay que hayamos recibido que no nos hiera. No encontrarás nada, ni siquiera de utilidad
evidente, que no se convierta en su opuesto por culpa del hombre.
También Plinio el Viejo se dio cuenta de que los seres humanos abusaban a veces de la “madre
Tierra”, pero tanto él como a la mayoría de los romanos veían el abuso simplemente como un
fracaso de una gestión sabia e inteligente. Esta actitud sigue dominando el pensamiento
occidental en relación con el uso y la gestión de las tierras.
En el capítulo 1 indiqué que los pueblos del Paleolítico y principios del Neolítico eran decididos
cazadores de caza mayor, responsables de la extinción de grandes animales como los leones
de Grecia y los hipopótamos pigmeos de Alto Egipto. Pero los romanos superaron con mucho a
sus predecesores en la búsqueda de carne, pieles, plumas y marfil. Por añadidura, los romanos
capturaron una enorme cantidad de animales para su uso en las luchas de gladiadores.
Saquearon el imperio en busca de osos, leones, leopardos, elefantes, rinocerontes,
hipopótamos y otros animales para atormentarlos en vivo y matarlos en escenarios públicos,
hasta que ya no pudieron encontrar más. La escala de esos brutales entretenimientos,
azuzando a los animales unos contra otros o con seres humanos, es difícil de comprendes a
una distancia de dos milenios. El emperador Tito inauguró el Coliseo con una serie de luchas
de gladiadores que duraron tres meses en las que se mataron 9,000 animales. La celebración
de la conquista de Dacia (la moderna Rumanía) por parte de Trajano dio lugar a unos juegos en
los que se sacrificaron 11,000 animales salvajes.
Sin embargo, estas cifras sólo indican una parte de la auténtica extensión de la destrucción.
Las deficientes condiciones de captura, transporte y albergue de esos animales debió significar
que, por cada animal que murió entreteniendo a las masas perecieron docenas o incluso
cientos antes de llegar a la arena. El imperio romano fue seguramente responsable de la
mayor aniquilación de grandes animales desde la extinción en masa de la megafauna del
Pleistoceno.
Ya en el siglo I d. C., el imperio había agotado los suministros de marfil del norte de África, tras
haber diezmado las poblaciones de elefantes de la zona. Regiones tan remotas como el
Sudeste asiático suministraban marfil a los romanos. Y así como no hay pruebas claras de que
alguna especie animal grande fuera barrida de la faz de la tierra por los romanos, sí resultaron
destruidas o diezmadas numerosas poblaciones y, por tanto, quedaron gravemente destruidas
o diezmadas las existencias de muchas especies.
Las decenas de miles de animales cazados con el propósito de servir en las luchas de
gladiadores fueron, por supuesto, una pequeña porción del total que sucumbió en procesos
más corrientes, como la destrucción sistemática de sus hábitats por la expansión de los
asentamientos agrícolas. Con cada especie destruida, el ecosistema se acercaba más a su
desmoronamiento, de modo que los romanos debilitaban a largo plazo su economía mediante
la caza y captura de animales para sacrificarlos en la arena.
La industria no agrícola del imperio romano era minúscula según los criterios actuales, pero
aun así dejó con el tiempo un legado medioambiental sorprendentemente extenso. Las huellas
físicas de la industria de la Antigüedad siguen siendo visibles en el paisaje mediterráneo en
forma de cicatrices dejadas por antiguas minas y canteras. Las presiones ejercidas sobre los
bosques en busca de madera y combustible para la minería, la fundición, la metalurgia y la
cocción de cerámica fueron una fuerza especialmente destructiva en la Antigüedad romana,
que se tradujo no sólo en deforestaciones a gran escala en la cuenca mediterránea sino
también en fantásticos ejemplos premodernos de contaminación. La contaminación por plomo
ha sido uno de los ejemplos mejor documentados de contaminación ecotóxica de época
preindustrial, aunque hay que hacer notar que los romanos no fueron en absoluto el primer
pueblo expuesto a esa situación. Los análisis de testimonios de hielo de Groenlandia muestran
un aumento drástico de los niveles de plomo entre 500 a. C. y el 300 d. C. Estas medidas
reflejan la contaminación troposférica del hemisferio norte ocasionada por la minería del
plomo y la plata y las actividades de fundición de griegos y romanos mucho antes de la
Revolución Industrial. Esos residuos de plomo en el huelo profundo de Groenlandia han
proporcionado pruebas científicas de que la minería y la fundición de plomo alcanzaron su
auge durante la civilización grecorromana, antes de volver a aumentar en épocas más
recientes.
Además, los ríos mediterráneos estaban contaminados por aguas fecales que se filtraban a las
aguas subterráneas y hacían insalubre su consumo, sobre todo en las ciudades romanas. La
cloaca máxima vertía al río Tíbet contaminantes que amenazaban no sólo a quienes vivían
aguas abajo sino a la propia ciudad, sobre todo cuando el río se desbordaba y la porquería sin
tratar se derramaba por las calles. Era habitual que palanganas y orinales se vertieran a la
calle, donde se descomponían hasta formar un fango tan espeso que, en lugares como
Pompeya, se colocaban estriberones para permitir el paso de peatones. Esos residuos atraían
parásitos y servían de terreno abonado a las epidemias, como las graves pestes que se
extendieron en tiempos de los emperadores Marco Aurelio y Justiniano.
¿Por qué los romanos fracasaron en mantener un equilibrio sostenible con los ecosistemas
mediterráneos en los que vivían? Hughes sostiene que la razón principal radica en su actitud
general hacia el mundo natural. En los primero días de la república, los romanos consideraban
la naturaleza como el espacio sagrado de los dioses. Evitaban acciones que pudieran
contrariarles, como matar ciervos en los recintos sagrados de los templos, e intentaban
complacerles plantando árboles. Estas prácticas llevaban en sí cierta sabiduría ecológica pero,
con el desarrollo de la república, las prácticas religiosas romanas tendieron a deteriorarse y
convertirse en rituales vacíos que perdieron sus conexiones íntimas con los procesos
naturales. En nombre de la oportunidad económica, ciudadanos ilustres como Catón el Viejo
advertían a los dioses por medio de oraciones antes de talar árboles o de convertir los bosques
sagrados en tierras agrícolas.
En la época del imperio prevalecieron las filosofías estoica y epicúrea, al menos entre las clases
superiores. Quienes se adherían a ellas rechazaban a los dioses tradicionales como explicación
del mundo, incluso aunque continuaran haciendo ofrendas en los altares oficiales del Estado.
Roma había conquistado el mundo y sometido a los pueblos del mediterráneo. Esos
pensadores se hicieron ciertas preguntas que hoy podrían denominarse ecológicas, pero sus
respuestas se basaron en las doctrinas de las escuelas particulares a las que pertenecían, y su
aplicación a los problemas medioambientales prácticamente era limitada. Era más sencillo
utilizar principalmente la fuerza humana y animal y, hasta cierto punto, la fuerza no
contaminante del agua. Sin embargo, hasta las tecnologías más simples que dependían de la
madera y el carbón para la obtención de energía, solían tener como resultado una pérdida de
la biodiversidad. Irónicamente, los logros tecnológicos romanos que más admiramos son, por
lo general, los más dañinos para el medio ambiente.
Como en el caso de la civilización griega, las guerras frecuentes constituían una amenaza para
el entorno. La bien conocida Paz romana duró casi 200 años, pero no fue continua y no acabo
con las guerras en las fronteras. A aquella paz le siguió poco después la anarquía militar del
siglo III d. C., con 50 años de guerras que no dejaron provincia intacta. Los impuestos para los
gastos militares se recolectaban sobre todo entre los agricultores y reducían su capacidad para
invertir en la producción agrícola. Las campañas militares devastaban los campos, asesinaban
a los agricultores y sus familias y requisaban o destruían cultivos y edificios. Los agentes
reclutaban agricultores, que solían pasar años guerreando en lugar de ocuparse de la tierra,
descuidando inevitablemente los trabajos de bancales y riego. Los generales romanos solían
utilizar a menudo la “guerra medioambiental” deliberada, que destruía los recursos naturales
del enemigo y sus suministros de alimentos.
Siguiendo una pauta sociocultural corriente en otras civilizaciones que nacieron en la estela de
las revoluciones neolíticas, la sociedad romana mostraba de forma destacada un consumo
exhibicionista como señal de rango y prestigio. El estilo de vida suntuoso de las clases altas se
reflejaba en su atracción por los alimentos, como consumidores de alimentos exquisitos y
como gourmands (personas que comen en exceso). La clase social dominante se ganó su
reputación de glotonería, corrupción y falta de moderación.
Pero con la exagerada expansión del imperio romano surgieron problemas relacionados con la
cantidad y calidad de los suministros alimentarios, sobre todo respecto a los cereales,
producidos en gran parte gracias a la mano de obra esclava. Debido a diversas presiones
sociales, militares, ecológicas y climáticas, las principales zonas romanas productoras de cereal
se fueron desplazando con el tiempo de Egipto a Sicilia, y de Sicilia a Marruecos. El cereal era
tan apreciado que los campamentos militares romanos estaban llenos de graneros edificados
de manera especial, construidos con cuidado y provistos de buena ventilación.
De la misma manera que los mesopotámicos pagaron un elevado precio por su incapacidad
para ajustar sus logros culturales y sociales al marco ecológico existente, los romanos sufrieron
las consecuencias de su miope explotación del medio ambiente. La decadencia y caída del
imperio romano fueron consecuencia de una combinación de factores, entre ellos las formas
intrasociales de explotación (esclavitud), la exagerada extensión militar y fiscal, la degradación
medioambiental, en particular la erosión del suelo y la deforestación, y las invasiones
extranjeras. Todas esas variables contribuyeron a la desaparición final del imperio.
Los anasazis del cañón del Chaco, Suroeste de Nuevo México: del 700 al 1300
La antigua civilización anasazi del Suroeste norteamericano fue una sociedad agrícola que creó
uno de los sistemas políticos sociales y regionales más impresionantes de la América del Norte
prehistórica. “Anasazi” es una palabra navajo que suele traducirse románticamente por “los
antiguos”, o también por “los extranjeros antiguos”. Una traducción mejor, según el equipo de
antropólogos de David Stuart y Susan Moczygemba-McKinsey, sería “los ancestros de nuestros
enemigos”, una descripción franca de las relaciones sociales que en tiempos prevalecieron
entre las bandas de navajos de la zona y los agricultores asentados en los pueblos del Suroeste
a fines de la prehistoria. Generalmente, los anasazis vivieron durante siglos en las mesetas.
Algunos se instalaron más tarde en precipicios horados provisto de saledizos protectores,
como el Cliff Palace de Colorado.
Los primeros antepasados norteamericanos de los anasazis fueron los cazadores de Clovis de
hace 10,000 a 5,000 años. Tal como se dijo en el capítulo 1, esos antepasados primitivos
habían cazado en exceso los grandes animales salvajes de las últimas glaciaciones y
contribuyeron a su extinción. La primera gran transformación que condujo a la formación de la
sociedad anasazi se produjo más o menos entre el 5000 y 2000 a. C., cuando sus antepasados
neolíticos adoptaron la agricultura como respuesta adaptativa a un cambio climático, la
pérdida de grandes animales de caza y el crecimiento de la población. Este nuevo modo de
subsistencia estaba basado en más trabajo y almacenamiento de alimentos, más sedentarismo
y cambios tecnológicos acelerados. Esos primitivos antepasados se multiplicaron y se
expandieron asimismo sus formas culturas y su saber. Gracias a su éxito terminaron por
constituir la comunidad abierta e interconectada de los anasazis del cañón del Chaco.
En su punto culminante, durante el siglo XI, la cultura de los anasazis del cañón del Chaco
controló más de 100,000 km2 de una región semiárida, llena de maleza, aproximadamente del
tamaño de Escocia. La civilización anasazi constaba de unas 10,000 a 20,000 aldeas agrícolas y
cerca de un centenar de ciudades espectaculares, llamadas “casas grandes” o “pueblos”,
unidad a las fincas circundantes por vínculos económicos y religiosos. Las áreas pobladas
estaban comunicadas por cientos de caminos bien trazados. El cañón del Chaco, actualmente
un parque nacional de Nuevo México, era a la vez el corazón y el alma de ese territorio. En el
fondo del cañón el pueblo anasazi levantó edificios de hasta cinco pisos de altura, de 215m de
largo por 105 de ancho y 650 habitaciones, los mayores construidos de América del Norte,
superados tan sólo a finales del siglo XIX por los rascacielos de acero. A los agricultores
anasazis les costó más de siete siglos establecer las bases agrícolas, organizativas y
tecnológicas necesarias para la creación de una floreciente civilización que duro unos 200 años
y luego se vino abajo en cuestión de unas pocas décadas. ¿Qué ocurrió para que las cosas
cambiaran tan drásticamente? Los restos arqueológicos cada vez más abundantes apuntan a la
propia cultura anasazi.
En el auge de la civilización anasazi, entre 1075 y 1100, los pueblos utilizaban muchísima
madera para construir sus gigantescas viviendas. A medida que se talaron grandes superficies
de los alrededores, los anasazis se vieron obligados a viajar a distancias cada vez mayores para
procurarse madera. Por añadidura, talaban árboles y arbustos para obtener leña. El uso
intensivo de madera para la construcción y para leña significó una deforestación grave. El
aumento de la población impuso una presión aún mayor sobre los recursos de la región. Y
como la tierra ya no podía sustentar la población, la cultura anasazi se vino abajo junto con el
hábitat ecológico en el que se basaba. Los arqueólogos habían sospechado que el abandono
del cañón del Chaco era el resultado de un cambio climático. Sin embargo, investigaciones más
recientes revelan que el desastre medioambiental que sobrevino a los anasazis fue provocado
en buena medida por ellos mismos. La organización social de su sociedad representó un papel
clave, que a fin de cuentas facilitó su desaparición.
La sociedad del cañón del Chaco estaba dividida en dos grandes clases: los campesinos, que
vivían en las granjas, y las élites, residentes en las casas grandes o pueblos. La vida diaria en las
casas grandes contrastaba drásticamente con el mundo ordinario de las granjas. Para la
mayoría de los anasazis del cañón del Chaco, el día a día estaba hecho de duro trabajo y
escasos lujos. A las élites les iba mucho mejor. Los estudios de las necrópolis indican que tanto
los hombres como las mujeres que vivían en casa grandes median 4,6 cm más de media que
sus congéneres de las casas pequeñas, que residían a no más de medio kilómetro o un
kilómetro de distancia. Las posibilidades de que un niño llegara a los cinco años de edad eran
tres veces mayores en una casa grande que en las granjas que se divisaban desde ella.
El sistema de clases apreció funcionar bien hasta 1090. Pero la sociedad del cañón del Chaco
llevaba en la jerarquía las semillas de su propia destrucción. Tras expandirse rápidamente por
todas las tierras agrícolas posibles después del año 1000, los agricultores anasazis se quedaron
pronto sin nuevas tierras. El auténtico desastre comenzó con una sequía combinada con una
escasez de tierras cultivables frente a una población en crecimiento durante las décadas de
1080 y 1090. Una segunda sequía importante ocurrida unos 30 años después anunció el final
de la civilización del cañón del Chaco. Los anasazis, señala Stuart, se dejaron “seducir por el
crecimiento y el poder”. Fueron demasiado ambiciosos y la sociedad del cañón del Chaco se
volvió tan frágil que unos acontecimientos que hubieran tenido consecuencias mínimas
durante los primeros 8000 años de prehistoria suroccidental –dos sequías en 30 años-, la
deshicieron por completo. ¿Cómo se volvieron tan vulnerables?
Una de las causas decisivas del colapso de los anasazis del cañón del Chaco, según Stuart, fue
el poder de las élites y su respuesta simplista a la crisis: “caminos, rituales y casas”. En un
frenesí constructivo sorprendentemente pero fatal, las élites del Chaco levantaron sus más
grandiosos edificios en un esfuerzo por “revitalizar la economía”. Se talaron muchos cuentos
de miles de pinos ponderosa parar sostener las techumbres de las grandes casas que
proliferaban en el cañón. Madereros inmensos, de hasta diez metros de largo, se
transportaban 30 o 40 kilómetros desde bosques lejanos. También fueron llevados por
caminos construidos después de 1050. Hay documentados unos 650 km de caminos de entre
3,5 y 9 metros de ancho.
Más de 800 años después, los bosques del cañón del Chaco siguen sin regenerarse.
Los mayas, América Central: del 200 al 900
Desde el descubrimiento de las ruinas mayas en la selva hondureña en el siglo XIX, los restos
de esa majestuosa civilización han atraído a arqueólogos, antropólogos y lingüistas de todo el
mundo. Hacia el 900 a. C. la civilización maya se había extendido por la región que hoy
conocemos como península de Yucatán en México, por Belice y por la mitad septentrional de
Guatemala. Entre el 250 y el 900 de nuestra era, la civilización maya llegó a su culmen,
realizado grandes logros en arte, matemáticas y astronomía. Además, los mayas desarrollaron
el único sistema complejo de escritura aparecido en América. Sin herramientas de metal ni
caballos ni bueyes, y ni siquiera la rueda, fueron capaces de construir grandes ciudades en la
selva con un sorprendente grado de perfección y variedad arquitectónicas. Sus enormes
pirámides, que pueden encontrarse por toda América Central, se han convertido en
monumentos a su legado cultural. Sus grandes ciudades estaban dominadas por palacios
reales brillantemente decorados que relucían al sol tropical, y el esplendor del más importante
de los centro mayas, la ciudad de Tikal, de 123 km2, rivalizaba con Roma, Alejandría y las
grandes ciudades chinas. Su legado cultural ha sobrevivido de manera espectacular allí y en
otro lugares como Palenque, Tulum, Chichen Itzá, Copín y Uxmal. Los mayas crearon y
desarrollaron una arquitectura ceremonial muy ornamentada que incluía templos, pirámides,
palacios y observatorios. Fueron también agricultores experimentados que despejaron
grandes superficies de la selva tropical, y allí donde escaseaba el agua construyeron embalses
subterráneos de considerable tamaño para almacenar el agua de lluvia. Los mayas fueron
igualmente hábiles tejedores y ceramistas, y construyeron caminos por la selva y los pantanos
para promover intensas redes comerciales con pueblos lejanos.
Tanto las tierras altas como las bajas representaban un importante valor económico para la
civilización maya. Las tierras bajas se dedicaban principalmente a la producción de cereales
para consumo personal, sobre todo maíz. Pero los mayas de las tierras bajas cultivaban
también calabazas, judías, guindillas, amaranto, mandioca, cacao, algodón (para hacer ropas
ligeras) y sisal (para hacer telas pesadas y cuerdas). Las tierras altas volcánicas eran por su
parte fuente de obsidiana, jade y otros minerales apreciados como el cinabrio y la hematita,
que los mayas usaban para comerciar. En las tierras bajas las precipitaciones llegaban a los
4,000 milímetros anuales, y las aguas corrían hacia el Caribe o el golfo de México por grandes
ríos. Esos ríos vitales para la civilización maya servían para transportar personas y materiales.
La civilización maya sobrevivió como sistema cultural durante más de 1,000 años pero se
extinguió en el siglo IX. Los investigadores han dado varias razones para explicar su repentina
desaparición: tifones, enfermedades y terremotos fueron hechos responsables de ese terrible
“destino”. Otros especularon con la idea de que los mayas hubieran sido derrotados por los
vikingos. Investigadores de la Universidad de Florida han ofrecido una explicación más
convincente, basándose en el análisis de cinco metros de sedimentos del lago Chipancanab, en
la península de Yucatán. Los datos parecen indicar que la región sufrió una prolongada sequía.
Los investigadores han hallado pruebas de que entre los años 800 y 1000, aproximadamente la
época del declive maya, hubo un descenso súbito de las precipitaciones. Según el
paleontólogo Scott Stine, fue una de las más graves alteraciones climáticas producidas en
10,000 años. Stine cita datos recientes según los cuales la sequía se extendió hacia el norte,
llegando hasta California. Con estos descubrimientos, los investigadores pudieron documentar
la aparición de cambios climáticos importantes durante ese período crítico.
La escasez de agua parece haber sido uno de los elementos decisivos de la desaparición de la
civilización maya. Se calcula que en esa época vivían en comunidades densamente pobladas de
las tierras bajas de México unos cinco millones de personas. Su suministro de alimentos
parece haber sido extremadamente escaso durante ese período. Los agricultores debían talar
cada vez más superficie de selva para satisfacer las necesidades de la población creciente. En
el siglo VIII se habían aclarado ya amplias zonas de selva y la mitad de las cosechas se
destinaban a las parásitas clases sociales altas de los centros urbanos. La desaparición de la
vegetación lujuriante fue un factor clave del consiguiente cambio climático.
Como muestra este capítulo, la difícil coyuntura de la civilización maya fue compartida por
muchas otras civilizaciones neolíticas: crecimiento rápido de población, guerras incesantes y
desigualdades sociales profundas, combinadas con prácticas ecológicas poco cuidadosas, lo
que produjo cambios medioambientales fundamentales que provocaron serias crisis sociales y,
finalmente, un hundimiento cultural. Estas condiciones solían exacerbar las tendencias
humanas a la violencia. Como descubrió un equipo de investigación estadounidense, la
población maya cayó en 50 años al 5% de su nivel anterior. El jefe del equipo, el arqueólogo
Arthur Demarest, indica que este hundimiento fue producto de la guerra feroz.
La lección que cabe extraer del declive de la civilización maya es que las sociedades basadas en
el crecimiento económico, con unas élites que demandan niveles cada vez mayores de
bienestar material, terminan por alcanzar siempre sus límites. La civilización maya se vio
atrapada en una espiral de consumo creciente impulsado por las élites sociales y por su
propensión a proyectos de construcción faraónicos y las guerras crónicas. Cuantos más
templos se construían y cuantos más enemigos había que vencer, más cantidad de alimentos
debían producirse para alimentar a los constructores, sacerdotes y soldados. La necesidad de
una producción creciente de alimentos exigía, a su vez, más agricultores. Igualmente, las
guerras constantes estimulaban el crecimiento de la población como respuesta a la necesidad
de más soldados.
Uno de los ejemplos quizá más patéticos del impacto humano negativo sobre el medio
ambiente, y uno de los casos más espectaculares de colapso ecológico y social de los tiempos
premodernos, se produjo entre 700 y 1700 en la isla de Pascua. Conocida por sus primeros
habitantes polinesios como “Rapa Nui”, la isla se encuentra situada en el Pacífico Sur, a más de
3,000 kilómetros de la costa de Chile.
Rapa Nui es uno de los lugares más estudiados del mundo. Los arqueólogos y naturalistas han
especulado largo y tendido sobre la historia de la isla y el destino de sus habitantes. Hoy
tenemos una mejor comprensión del lugar ocupado por Rapa Nui en la prehistoria de la
Polinesia y de los dramáticos cambios medioambientales y sociales que tuvieron lugar en esa
pequeña isla remota.
Cuando los exploradores europeos pisaron su suelo por primera vez en 1722, la primera
impresión no fue la de un paraíso sino la de una tierra baldía: “Al principio, y desde cierta
distancia, habíamos sabido que la dicha isla de Pascua era arenosa. La razón de ello es que
tomamos por arena la hierba marchita, el heno y la vegetación chamuscada y quemada,
porque su apariencia devastada no podía dar otra impresión que la de una pobreza singular y
una completa desolación”
La isla que contemplaban consistía sobre todo en pastos, sin un árbol o arbusto que superara
los tres metros de altura. Los botánicos modernos han identificado únicamente 47 especies de
plantas superiores originales de Rapa Nui, la mayor parte de hierbas, junco y helechos. La lista
comprende dos especies tan sólo de pequeños árboles y otras dos de arbustos leñosos. Tan
escasa flora no proporciona a los marineros europeos ninguna fuente de leña para calentarse
durante los inviernos fríos, húmedos y ventosos de la isla de Pascua. Entre los animales
autóctonos que encontraron no había nada mayor que insectos, y ni siquiera una única
especie de murciélago, ave terrestre, caracol o lagarto. Lo que no sabían esos primero colonos
europeos es que ese paisaje baldío era todo lo que quedaba de una ecosfera antaño
floreciente y rica en biodiversidad.
La característica más famosa de Rapa Nui son sus inmensas estatuas de piedra, algunas de
hasta 20 metros de altura y 270 toneladas de peso. Habías más de 200 situadas sobre
plataformas de piedra bordeando la costa. La mayor parte estaban talladas de una sola pieza y
habían sido transportadas hasta su lugar definitivo desde la cantera, situada a veces a más de
10 kilómetros de distancia. El tamaño y cantidad de esos monumentos hace pensar en una
población mucho mayor de las 2,000 personas que se calculaban habían poblado las islas
durante la época de sus grandes logros culturales. Las excavaciones del paisaje prehistórico de
Rapa Nui mostraron que la isla no era una tierra baldía, ni mucho menos, durante los primero
años de colonización polinesia. Al contrario, era una selva subtropical de árboles y arbustos
leñosos que se erguían por encima de un suelo cubierto de matorrales, gramíneas, helechos y
hierbas. Los árboles de la selva comprendían el hauhau, que producía liana, y el toromiro, que
daba una leña densa parecida al mezquite. El árbol más común de la selva era una especie de
palmera que hoy ya no existe en Rapa Nui pero que fue tan abundante que, según han
descubierto los investigadores, los estratos inferiores de la columna sedimentaria están llenos
de su polen. Esta palmera estaba estrechamente emparentada con la palmera del vino chilena,
existente todavía, que llega a los 28 metros de altura y cinco de diámetros en la base. Los
troncos altos y derechos de las palmeras de la isla de Pascua debieron ser ideales para el
transporte y la erección de estatuas y la construcción de grandes canoas. Las palmeras
debieron constituís también una fuente valiosa de alimento, ya que su pariente chilena da
frutos comestibles así como una sabia utilizada para producir azúcar, almíbar, miel y vino.
Los vestigios del mundo animal original de Rapa Nui proporcionan una imagen tan
sorprendente como la de la abundancia del mundo vegetal de la isla. Además de peces, las
aguas de Rapa Nui albergaban grandes tortugas a las que se capturaba por su carne y sus
conchas. Los arqueólogos han descubierto también que a los pobladores polinesios de Rapa
Nui les encantaban las aves. La lejanía de la isla y la ausencia de depredadores la convertían en
un lugar ideal para anidar, al menos hasta la llegada de los humanos. Entre el prodigioso
número de aves que se reproducían en Rapa Nui había albatros, alcatraces, fragatas, fulmares,
petreles piquianchos, pardeles, paiños, golondrinas de mar y rabijuncos. Con al menos 25
especies criando en su superficie, la isla de Pascua fue en tiempos el lugar de anidamiento de
aves marinas más rico de la Polinesia y probablemente de todo el Pacífico. Los arqueólogos
han identificado también los huesos de al menos otras seis especies de aves terrestres, entre
ellas lechuzas, garzas, loros y el rascones. Los habitantes de Rapa Nui cocinaban estofado de
ave acompañado de carne de las numerosas ratas que los polinesios habían llevado
inadvertidamente con ellos. La isla de Pascua es la única isla de la Polinesia en la que los
huesos de rata superan a los de peces en los listados arqueológicos. Algunos husos parecen
indicar que también pudieron haber existido allí colonias reproductoras de focas. Estas
pruebas señalan que la isla donde desembarcaron los primeros colonos polinesios hace unos
1,600 años era un puro paraíso ecológicamente equilibrado. ¿Qué le ocurrió? Los granos de
polen y los huesos ofrecen una triste respuesta.
La historia de Rapa Nui puede resumirse como un relato demasiado familiar y más bien corto
acerca del auge y la decadencia de una civilización compleja. Los primeros inmigrantes
polinesios disfrutaban de un alto grado de riqueza y empleaban comparativamente poco
tiempo y esfuerzo en las actividades relacionadas con su subsistencia. Bastaban unas pocas
horas para la pesca y el cultico de raíces comestibles, base de su alimentación. Parece que al
principio sus habitantes no se preocupaban por la producción de alimentos de subsitencia ni
por el mantenimiento de los recursos básicos, y disfrutaban de mucho tiempo y espacio libres
para el ocio. Sin embargo, la pequeña comunidad de colonos polinesios no tardó en aumentar.
Conforme la isa se hacía más poblada, ecológicamente limitada y socialmente estratificada, se
dedicaba más tiempo y recursos a organizar actividades religiosas y ceremoniales. Se cree que
el famoso “culto de los constructores de estatuas” de Rapa Nui surgió como un modo de
asegurar la fertilidad y las buenas cosechas. La escultura especializada se hizo cada vez más
compleja y colosal, y se fabricaron estatuas cada vez mayores. Como resultado, el esfuerzo
que había que realizar para mantener a la población se hizo más laborioso.
El drama de Rapa Nui culminó cuando la población creció hasta más de 20,000 personas en el
siglo XVII, mientras los logros de los constructores de estatuas eran cada vez más complejos y
laboriosos. Los recursos ecológicos y los medios de subsistencia fueron escaseando
progresivamente. La tierra ya no producía suficientemente para todos y las selvas de la isla se
fueron talando. Así, la historia de Rapa Nui termina en un desastre social, ecológico y
demográfico, con una escalada de violencia y guerras que nos es ya familiar. Cuando
terminaron los combates, Rapa Nui no era sino una isla gravemente degradada, ecológica y
socialmente. La religión de los constructores de estatuas se vino también abajo cuando se
derribaron las estatuas gigantes, de varias toneladas de peso, colocadas en las áreas
ceremoniales. La suerte de Rapa Nui fue sellada finalmente con la llegada de los europeos y su
recolonización de las tierras, primero por Holanda (1722), luego por España (1770) y después
por más de 120 años de ocupación chilenas. Como consecuencia de ese desastre final, la
población de la isla quedó reducida a 111 personas.
El colapso ecológico y social de Rapa Nui constituye otra advertencia más sobre las relaciones
problemáticas entre sociedad y naturaleza en la era premoderna. Todos los ejemplos ofrecidos
en este capítulo son constataciones de un ecocidio progresivo y del peligro en que se coloca
nuestra propia especie. Con todo, la gravedad de la devastación infligida por las civilizaciones
premodernas no es nada en comparación con la llevada a cabo por las modernas sociedades
industriales. Según muestra el siguiente capítulo, la modernidad ha permitido que el ecocidio
salga de su marco, muy localizado hasta entonces, y se convierta por primera vez en un
fenómeno verdaderamente mundial.
3
La agresión humana a la naturaleza:
La génesis del ecocidio.
Tantas grandes ciudades saqueadas y arrasadas; tantas naciones destruidas y asoladas; tantos
millones de personas inocentes, de cualquier sexo, estado y edad, degollados y asesinados ; y
las partes más ricas, más hermosas y mejores del mundo vueltas del revés, arruinadas y
desfiguradas por el tráfico de perlas y pimienta.
Montaigne
La guerra contra otras especies reflejaba el predominio de los objetivos comerciales. Con todo,
los efectos ecológicos de la época del capitalismo mercantilista se hallaban no sólo en la
destrucción de las especies animales en busca del beneficio, sino en la creación de un sistema
mundial de producción de cosechas basado en la transformación de la naturaleza y en el
sometimiento del trabajo humano.
El nacimiento de la era moderna en el siglo XVI no puede separarse del nacimiento del
capitalismo como modo históricamente nuevo de organización social. El desarrollo triunfal del
capitalismo en cuanto sistema general de relaciones sociales depende fundamentalmente de
la acumulación y la reinversión de los beneficios en un mercado libre. Las nuevas relaciones de
clase basadas en el modo capitalista de producción tomaron forma en primer lugar en Europa,
tras la desintegración del orden feudal de la sociedad medieval.
Partir aproximadamente del siglo V, tras la desaparición del imperio romano, y hasta el siglo
XIV, prevalecieron en Europa las relaciones sociales basadas en la agricultura y la clase social.
El feudalismo puede ser definido como un sistema social y económico centrado en la tierra
trabajada por los siervos, labradores vinculados a la tierra. Ésta era defendida por vasallos que
juraban fidelidad a los señores, miembros de la nobleza. Los señores gobernaban sus estados
féudales y conferían tenencias de tierra a sus vasallos como recompensa por sus servicios
militares. En el feudalismo, que históricamente precedió al capitalismo en Europa occidental,
las relaciones de producción se caracterizaban por el modo en que los señores feudales
utilizaban su poder político y legal para extraer beneficios de los siervos campesinos. Esta
dinámica de las relaciones sociales, junto al desarrollo del comercio y las manufacturas en las
ciudades, fue un elemento importante del modo feudal de producción y de la transición del
feudalismo al capitalismo. Este proceso intensificó los modelos existentes de explotación de
recursos. Los anglosajones de Gran Bretaña continuaron, por ejemplo, la práctica romana de la
deforestación dejando menos de una décima parte del bosque original que cubría la isla. A
finales de la Edad Media, el uso de grandes árboles para fabricar los mástiles de los barcos
comerciales y de guerra provocó la destrucción de bosques en toda Europa.
En el curso de los últimos siglos, el capitalismo ha mostrado muchas caras y adoptado muchas
formas. Los términos que asociamos a la palabra capitalismo reflejan su naturaleza escurridiza:
propiedad privada, negocio, laissez-faire, beneficio, persecución del propio interés, libertad de
empresa, mercado abierto, burguesía. Para Adam Smith, se trataba de un sistema económico
liberado de las ataduras del feudalismo: una libertad natural para fabricar, comprar y vender.
Para Karl Marx era un orden clasista perverso en el que unos pocos poseían los medios de
producción, mientras que los demás vendían su fuerza de trabajo para sobrevivir. Para Max
Weber, el capitalismo era un “espíritu” que valoraba el trabajo duro, la acumulación y la
nacionalidad económica. Lo que diferencia sociológicamente el capitalismo de todos los
sistemas de producción anteriores no es la expansión mundial sin precedentes de las fuerzas
productivas. La diferencia es también cualitativa. El valor se obtiene por un mecanismo
económico impersonal basado en el contrato laboral, mientras que en todas las sociedades
anteriores la obtención de valor se producía bajo la forma de un sistema personalizado de
contribución, basado en unas relaciones sociales tradicionalmente asignadas.
La expansión de la agricultura en Gran Bretaña en el siglo XVII fue uno de los factores
determinantes de los primeros estadios de desarrollo del capitalismo. Sin embargo, las
sociedades atlánticas fueron las únicas donde el capitalismo evolucionó hasta convertirse en
un sistema mundial que dominó los cuatro siglos siguientes. El marco psicológico no careció de
importancia. Como indica el sociólogo oriental Enrique Leff, “la alta capacidad de recuperación
de las zonas templadas permitió que se desarrollara una agricultura intensificada que en las
regiones tropicales habría conducido a un agotamiento prematuro de los suelos y a un
desequilibrio de los ecosistemas nativos bloqueando los cambios estructurales acometidos en
esa fase determinante de la primitiva acumulación de capital.
Los historiadores económicos difieren sobre los factores sociales que estuvieron implicados en
el desarrollo del capitalismo. Marx identifico los factores implicados en la formación del modo
de producción capitalista: en primer lugar, la aparición de la fabricación artesana autóctona en
las ciudades feudales en torno a las que se desarrolló el capital. A continuación, el crecimiento
del comercio en ultramar y en particular el del comercio británico con las Américas en el siglo
XVI, que condujo al crecimiento del capital comercial. En cambio Max Weber insistió mucho en
los cambios políticos del feudalismo europeo occidental, y especialmente en la contradicción
entre las tendencias centralizadoras del absolutismo y las fuerzas centrífugas
correspondientes, y el poder local y regional de los señores feudales.
Sin embargo, tanto Marx como Weber asociaron el capitalismo con una actitud de tipo muy
específico: la acumulación continua de riqueza por sí misma, más que por las satisfacciones
materiales que puede aportar. Weber afirmó que “el hombre está dominado por las ganas de
hacer dinero, por la idea de adquirir, como objetivo último en su vida. La adquisición
económica no está ya subordinada al hombre como medio de satisfacción de sus necesidades
materiales”. Sin embargo, insistió en el papel de la ética protestante como poseedora de la
filosofía y la visión del mundo de la nueva burguesía emergente. Los empresarios asociados al
desarrollo del capitalismo racional combinaban el impulso de acumular con un estilo de vida
frugal. Weber encontró la respuesta en el “ascetismo mundano” del puritanismo, centrado en
el concepto de la “vocación”. Según Weber, el concepto de vocación no existió en la
Antigüedad ni en la Edad Media, fue al Reforma la que lo introdujo.
Finalmente, el feudalismo se vino abajo por la expansión de los mercados y el comercio, junto
con la aparición de una nueva filosofía del individuo emprendedor. Al ser el primero, el
capitalismo inglés planteó un reto competitivo a los demás, obligándoles (también mediante
su fuerza militar) a adaptarse a las nuevas situaciones. Sin embargo, las condiciones en las que
esos países tenían que competir con Inglaterra variaban muchísimo. Para alcanzar a la
Inglaterra, más avanzada y productiva, el resto de Europa se vio obligada a utilizar sus sistemas
absolutistas como motores del desarrollo capitalista. Esto exigió un modelo de desarrollo más
centralizado, concentrado e intervencionista. La aparición del capitalismo había producido el
fenómeno social geopolítico e ideológico del nacionalismo. Las condiciones estaban dadas
para el marco competitivo en el que los Estados nacionales iban a enfrentarse en el “mercado
mundial” capitalista.
Según podemos ver, el sistema capitalista en desarrollo contó con hipótesis científicas y
tecnológicas relativas al universo que estimulaban la explotación de la naturaleza. La época de
la Ilustración veía la naturaleza como un mundo mecánico y muerto, punto de vista que
permitió a los individuos concebir los ecosistemas y sus habitantes como meros recursos para
uso humano. Científicos como Francis Bacon e Isaac Newton, y filósofos como René Descartes,
John Locke y David Hume, sostenían un “método científico” según el cual los ecosistemas vivos
se convertían en objeto de análisis, observación y experimentación practicados con total
distanciamiento. La manipulación tecnológica se convirtió en pieza central del proceso de
extracción de minerales, plantas y animales de sus hábitats con el fin de comprender mejor las
“leyes” que rigen su comportamiento. El objetivo final de este modo de pensamiento es el
control absoluto tanto de los seres vivos como de la naturaleza inerte.
Francis Bacon, por ejemplo, confiaba en conquistar y someter la naturaleza y “sacudirla hasta
sus cimientos”. Lo que se necesitaba era una movilización general contra la que calificaba de
“vulgar ramera”. Para Descartes, los animales eran “autómatas sin alma” y sus gritos agónicos
un mero rechinar de engranajes y mecanismos. Según este modo de pensamiento la
naturaleza no es, por supuesto, más que una máquina. Newton vio el mundo como una obra
de relojería gigante a la que Dios daba cuerda, y en la que el empresario, el comerciante, el
industrial y el científico eran equivalentes a Dios: técnicos expertos que se sirven de las
mismas leyes y principios que funcionan en el universo para organizar los materiales de la
naturaleza y poner en marcha la producción industrial de la edad moderna.
Es de gran importancia no olvidar aquí que todas esas constelaciones de ideas y prácticas
surgieron originalmente en un contexto capitalista. En ese marco, la propiedad privada de la
tierra y de la naturaleza es definida e institucionalizada como un “derecho humano natural e
inalienable”. No sólo los individuos consideran ahora sus cuerpos como “suyos”, sino que
también definen su trabajo como “su propiedad”. Por extensión lógica, lo que uno se apropia
mediante el esfuerzo humano se convierte en un bien privado. Como dijo el filósofo John
Locke, la naturaleza fue dada “a los industriosos y los racionales”. Locke veía el conjunto de la
naturaleza como un mero recurso de explotación comercial, razonando que “la tierra que se
abandona por completo a la naturaleza se considera inútil, y así lo es”. La santificación de la
propiedad privada en manos de los pensadores liberales ha representado un papel crucial en
la aparición del capitalismo mundial. En su mismo núcleo, la filosofía capitalista dominante y el
punto de vista liberal del mundo de la moderna era industrial eran expansionistas e imperiales,
e implicaban una forma calculada de indiferencia hacia el orden social y ecológico.
Efectivamente, desde 1500 tanto la escala como la naturaleza de las transformaciones sociales
y ecológicas carecen de precedente histórico. Es incontestable que el crecimiento económico
desde la Revolución Industrial se ha conseguido gracias a enormes costes para el medio
ambiente natural y para la autonomía de las sociedades. La llegada de la era moderna se ha
descrito en la literatura sociológica crítica como la aparición de un “mundo desbocado” o una
“catástrofe”. Demográficamente, la naturaleza destructiva de la modernidad queda reflejada
en un aumento explosivo de la población mundial. Militarmente, se manifiesta en el maridaje
cada vez más fuerte entre comercio y guerra, que culmina en la configuración mundial
destructora de la moderna guerra industrializada. Económicamente, la catástrofe genera una
desigualdad social global masiva. Las consecuencias ecológicas de esos procesos encuentran
su expresión en la aceleración de la degradación medioambiental y en la extensión y el ritmo
sin precedentes de las actividades ecocidas por todo el mundo.
Como quedo señalado en los capítulos 1 y 2, las depredaciones sociales y ecológicas asociadas
a la modernidad no son ni únicas ni nuevas. Formas parte de un movimiento histórico más
vasto que lleva existiendo milenios. Pero las relaciones sociales capitalistas aceleran el
ecocidio y la degradación medioambiental de dos modos importantes. En primer lugar, llevan
a escala planetaria las catástrofes ambientales que hasta entonces eran sólo de carácter
regional. En segundo lugar, al reducir la naturaleza a la condición de mero bien que se compra
y se vende en el mercado libre, el capitalismo convierte la explotación ecológica en algo
universal.
El capitalismo es un sistema económico en evolución que produce una cultura compleja. Ésta
última consiste en un núcleo de valores y supuestos que proporcionan al sistema una
estabilidad duradera. El historiador del medio ambiente Donal Worster ha resumido los
valores ecológicos que se contienen en el credo capitalista. En primer lugar, la naturaleza debe
ser considerada como un capital. Es un conjunto de activos económicos que pueden
convertirse en fuente de beneficios y ventajas, un medio para crear más riqueza. Árboles,
fauna salvaje, minerales, agua y suelo son bienes que se compran y se venden en el mercado.
En consecuencia, el mundo natural queda desmitificado. Las interdependencias funcionales
apenas figuran en el cálculo económico capitalista. En segundo lugar, los seres humanos
tienen el derecho, e incluso la obligación, de utilizar la naturaleza y sus productos para
asegurar su constante progreso. El capitalismo es una cultura de intensa maximización, que
busca continuamente obtener beneficios de los recursos naturales del mundo.
Hay un par de puntos relacionados con esta filosofía capitalista que merecen una mayor
atención crítica. Uno está relacionado con la naturaleza sistémica del crecimiento exponencial.
Hay muchas razones para creer que el tipo de crecimiento económico rápido que el sistema
ha exigido para sustentar a su misma existencia no es ya ecológicamente sostenible. Muchos
críticos ecologistas estarán de acuerdo en que, de todas las características esenciales del credo
capitalista el crecimiento sistémico obligado es quizás el aspecto más destructivo. Otro punto
que justifica un análisis más detallado se refiere a la centralidad del credo capitalista. Sugiere
que somos criaturas soberanas, independientes de las restricciones medioambientales que
constriñen a otras especies. Pero, como señala Worster, este notable desprecio por la
interdependencia de todos los seres no ha sido el punto de vista adoptado por la mayoría en la
historia del mundo. En la historia humana ha habido pocos cambios de mayor importancia que
el abandono de lo que quedaba del sentido de íntima dependencia de la naturaleza y la
adopción de un exagerado sentimiento de libre albedrío absoluto y autonomía humana.
Según señala Worster, “no es exagerado decir que todo nuestro mundo industrial ha sido
posible gracias a ese cambio de perspectiva”.
En conjunto, el capitalismo implica una filosofía racionalista y bien organizada que expresa una
confianza suprema en el progreso eterno. Es utilitarista y materialista sin ningún reparo, crítica
con quienes fracasan en la carrera de los beneficios e increíblemente derrochadora. En
resumidas cuentas, el credo capitalista respecto a la naturaleza es a la vez imperial y
comercial. Ninguno de sus valores cardinales incluye la humildad medioambiental, la
reverencia por la diversidad de la vida o la sobriedad. El deseo de acumulación de riquezas es
el ímpetu cultural que llevó originalmente a los europeos al Nuevo Mundo, y más tarde a las
empresas a todos los rincones de La Tierra, en busca de nuevos mercados y nuevos recursos.
“Si me pidieran elegir una fecha que marque el nacimiento del mundo moderno –afirmaba el
economista político Samir Amin con ocasión de las celebraciones americanas del siglo V
centenario del descubrimiento de América por Colón-, elegiría 1492, el año en que los
europeos comenzaron su conquista del planeta, una conquista militar, económica, política,
ideológica, cultural/ecológica e incluso, en cierto sentido, étnica”. Desde el punto de vista
sociológico, el mundo al que se refiere Amin es también ya el mundo del capitalismo primitivo.
Durante los siglos siguientes, miles de kilómetros de costas quedaron fijados en los mapas
europeos, se dio nombre a los océanos y América quedó dividida entre los conquistadores
europeos. Las intersecciones culturales y ecológicas subsiguientes, conocidas como
“intercambio colombino”, tuvieron una importancia fundamental en la formación de la
catástrofe ecológica de la modernidad. El beneficio aparente de esos intercambios consistió en
una mejora mundial en la diversidad de alimentos. En palabras del historiador de la ecología
Alfred Crosby, proporcionó “un segundo milagro de los panes y los peces”. Pero así como el
viaje de Colón proporcionó la base de partida para una auténtica revolución mundial de los
hábitos dietéticos, sus consecuencias sociales y ecológicas problemáticas supusieron una
ruptura sin precedentes en las poblaciones y los ecosistemas indígenas.
El éxito del imperialismo europeo residió a menudo en los gérmenes que los europeos llevaron
consigo. Los microbios fueron las armas más devastadoras de los conquistadores: las
poblaciones locales fueron tan asediadas por las enfermedades que pudieron ofrecer poca
resistencia a la conquista europea. Los europeos difundieron enfermedades infecciosas que se
habían desarrollado sólo en los últimos 10,000 años, como la viruela, la varicela y el
sarampión, y enfermedades treponémicas como la tuberculosis, la sífilis y las fiebres tifoideas.
Según el lúgubre y convincente cuadro de Crosby, la conquista imperial europea del Nuevo
Mundo consistió en una serie de violentos intercambios biológicos. La expansión europea fue,
tal como lo demuestra él mismo, una forma de “imperialismo ecológico”. Por ejemplo, la
varicela y la gripe llegaron a Centroamérica con los europeos y desde allí se extendieron por
toda la región, matando a millones de indígenas.
Además de los microbios mortales, otras especies introducidas por los europeos acabaron
teniendo consecuencias involuntariamente devastadoras. Las especies alóctonas comenzaron
a transformar profundamente los ecosistemas locales. Al cabo de un siglo de la llegada de los
españoles a América, centenares de miles de caballos competían por la hierba con los rebaños
de ganado y cabras, cerdos y ovejas introducidos por los europeos. Como las plantas
autóctonas americanas no habían evolucionado conjuntamente con estos nuevos animales
ramoneadores, los paisajes nunca pudieron recuperarse. El impacto ecológico sufrido en
Australia, Nueva Zelanda y otras islas de Oceanía fue de efectos comparables. La flora indígena
fue remplazada en gran parte por las plantas del Viejo Mundo que habían evolucionado
durante de miles de años junto con los animales ramoneadores. Hasta el día de hoy, la mayor
parte de las especie de malas hierbas de Estados Unidos son de origen europeo.
Más aún, la reintroducción del caballo marcó el inicio de una profunda transformación de la
vida de los amerindios. Ciertas tribus, como los cheyenes, habían sido en el pasado
poblaciones agrícolas sedentarias. Pero cuando llegó el caballo abandonaron la agricultura. Los
caballos y los rifles hicieron de los amerindios unos cazadores mucho más eficientes de la
megafauna superviviente, y en especial del bisonte norteamericano. Hoy mucha gente cree
que los caballos y los amerindios han ido siempre juntos. Pero esta ingenua imagen del
amerindio a caballo es sólo un fenómeno muy reciente. Por ejemplo, el apogeo de la caza del
búfalo en las Grandes Llanuras por parte de los indios duró sólo cerca de medio siglo,
aproximadamente de 1780 a 1830.
El azúcar había arrasado el nordeste [de Brasil]. […] Esta región de bosques tropicales se
convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida para
producir alimentos, pasó a ser una región de hambre. Donde todo brotaba con vigor
exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y avasallador, dejó rocas estériles, suelos
lavados, tierras erosionadas. Se había hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos,
que “fueron abandonadas a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa
del duelo del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco”. Los
incendios que abrían tierras a los cañaverales devastaron la floresta y con ella la fauna;
desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los tapires, los conejos, las pacas y los armadillos. La
alfombra vegetal, la flora y la fauna fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la
caña de azúcar.
La creación del monocultivo de la caña de azúcar hizo a esas colonias dependientes de Europa,
Norteamérica y el interior de Sudamérica en cuanto a su alimentación. El abate Raynal
observaba irónicamente en 1775 que “para alimentar una colonia en América es necesario
cultivar una provincia en Europa. A finales del siglo XVI, según señala Galeano, “había en Brasil
no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero
sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como
importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los
esclavos y las bolsas de sal”. La exportación de azúcar creció rápidamente. Después de 1660,
las importaciones de azúcar superaban en Inglaterra el conjunto de las importaciones de los
demás productos coloniales. En 1800, la población inglesa consumía 15 veces más azúcar que
en 1700.
Sin embargo, y a pesar de su importancia, el azúcar sólo era uno de los pilares de un comercio
triangular que vinculaba Europa, África y las Américas. El primer lado del triángulo conectaba
los puertos europeos con África. Los barcos europeos llevaban cargamentos de sal, tejidos,
armas de fuego, quincallería, cuentas y ron. En África se trocaban esos productos por esclavos
que se llevaban a América en barcos, donde cada individuo disponía de un espacio que no
superaba 1,65 m de largo por 40 cm de anchos. En el Nuevo Mundo, los esclavos
supervivientes se subastaban entre los propietarios de las plantaciones y –tercer lado del
triángulo- se compraba azúcar, plata, melaza, tabaco y algodón (producidos todos ellos gracias
al trabajo esclavo) que eran enviados por barco a Europa. En Gran Bretaña, puertos
importantes como Liverpool, Bristol y Glasgow debieron su rápido crecimiento en el siglo XVIII
sobre todo a este comercio triangular. En resumen, en la primera búsqueda moderna de la
riqueza, los territorios nuevamente colonizados se saquearon para satisfacer la necesidad de
nuevas tierras, y se utilizaron sistemas de trabajo esclavista para obtener mano de obra
barata. La expansión del capitalismo y el desarrollo de las correspondientes formas de
comercio aceleraron en gran manera el ritmo del ecocidio causando la muerte de cientos de
millones de grandes animales a manos de cazadores y comerciantes.
La depredación de las especies con el fin de comerciar con sus pieles tenía ya una larga historia
en Europa y Asia cuando los primeros comerciantes de pieles comenzaron sus actividades en
el continente norteamericano. Escandinavia había proporcionado pieles a la antigua Roma, así
como ámbar, marfil marino y esclavos, recibiendo a cambio oro, plata y otros tesoros. A finales
del siglo IX, señores comerciantes como Ottar, procedente de los fiordos noruegos cercanos a
la moderna Tromso, recibían pieles de marta, reno, oso y otros animales como tributo de los
cazadores lapones y las vendía después en Noruega, Dinamarca e Inglaterra. A principios de
siglo XI, los vikingos rus enviaba martas cibelinas, ardillas, armiños, zorros blancos y negros,
martas, castores y esclavos a Bulgaria, en la curva del Volga. En el año 922, el árabe Ibn Fadlan
describió gráficamente el viaje de los mercaderes rus Volga abajo con cibelinas y esclavas para
los mercados del Levante islámico. Tras los vikingos, la Liga Hanseática alemana se hizo con el
control del comercio de pieles del norte. Desde una avanzadilla comercial en Bergen,
explotaba sin piedad a los noruegos, obligándoles a enviar grandes cantidades de pieles y
pescado a cambio de pagos anticipados.
En lo que hoy es Rusia, las operaciones de los vikingos rus impulsaron el desarrollo de los
Estados de Kiev y Nóvgorod en los siglos IX y X. Para esos Estados, al igual que para sus
sucesores, las pieles se convirtieron en la mercancía más valiosa para el comercio hasta el siglo
XVIII e incluso más tarde. De hecho, la voluntad de dominación y expansión ha sido descrita
como “una búsqueda prolongada de la dominación de sucesivas cuencas hidrográficas
mediante el control de las comunicaciones entre una y otra, estando determinada la velocidad
de expansión por el agotamiento (o extinción local) en cada cuenca de los animales que
proporcionan pieles”. Los rusos, como antes de Ottar, recolectaban las pieles mediante
impuestos colectivos (iasak) a las poblaciones de la zona y por medio de un diezmo sobre
todas las pieles obtenidas por cada individuo. Las pieles así recolectadas se convirtieron más
tarde en uno de los ingresos más importantes de los Estados rusos, que aumentaron desde el
3,8% de sus ingresos del Estado en 1589 al 10% en 1644.
Se calcula que en pleno auge del comercio de ardillas, entre los siglos XIV y XVI, la región de
Nóvgorod exportaba medio millón de pieles de ardilla al año. Los animales de piel de los
inmensos bosques siberianos habían quedado ya prácticamente eliminados hacia fines del
siglo XVIII. Cuando los comerciantes rusos acabaron con los animales terrestres, se fijaron en
las nutrias marinas del Pacífico Norte. Entre 1750 y 1790, se mataron unas 250,000. Más tarde
las nutrias comenzaron a escasear y no merecía la pena cazarlas, por lo que el comercio se
vino abajo. Sólo cuando el zar Pedro el Grande puso a Rusia en la vía de la industrialización,
decreció la importancia del comercio de pieles. E incluso así, la “guerra de las pieles” librada
con fines comerciales contra los animales siguió siendo la principal contribución siberiana a la
economía rusa hasta el siglo XIX.
A medida que prosperaban, las sociedades amerindias elaboraron nuevas formas culturales
que combinaban objetos y modelos indígenas y europeos. Esto fue posible gracias al flujo de
mercancías europeas, nuevas y valiosas inyectadas en una economía india, todavía
autorregulada. Para garantizar su subsistencia, los indios tenían la costumbre de emplear la
mayor parte de la fuerza de trabajo comunitario, disponible gracias a relaciones de
parentesco. Mientras fue posible, las mercancías obtenidas mediante la caza de pieles a ratos
perdidos complementaban sus propios medios de producción sin llegar a suplantarlos. Pero
cuando los comerciantes europeos consolidaron sus posiciones económicas y políticas, el
equilibrio de las relaciones entre los tramperos nativos y europeos se rompió. Los propios
indios empezaron a necesitar cada vez más de los puestos comerciales, no sólo para proveerse
de las herramientas propias del negocio de las pieles sino también de los medios para su
propia subsistencia. Esta dependencia creciente llevó a los cazadores de pieles indios a dedicar
todavía más esfuerzos a esa actividad para poder pagar las mercancías que los comerciantes
les adelantaban. Abandonando sus propias actividades de subsistencia, se convirtieron en
trabajadores especializados en un sistema a plazos en el que los empresarios les adelantaban
tanto los bienes de producción como los de consumo en espera de mercancías que debían
entregarse en el futuro. Esta especialización ligó más firmemente a los indios norteamericanos
con las redes de intercambio del continente y el mundo, y más como productores subalternos
que como socios.
A principios del siglo XIX, el comercio de pieles en Norteamérica se desplazó hacia su última
frontera, las regiones situadas al Oeste del Misisipí. En 1805, cuando Lewis y Clark, los
primeros exploradores de la zona, cruzaron las Montañas Rocosas y llegaron hasta la costa del
Pacífico, informaron de que la región era más rica en castores y nutrias que ninguna otra del
mundo. Cuando esos animales fueron cazados, los tramperos ya no supieron a dónde ir, pero
sí pudieron dirigir su atención hacia especies menos buscadas. Durante algunos años el
comercio se sostuvo gracias a las pieles de rata almizclera y marta, pero éstas se agotaron más
bien pronto.
Como los comerciantes pedían pieles a un grupo tras otro, pagándolas con artículos europeos,
cada grupo adaptó su modo de vida a las necesidades de los fabricantes europeos. Al mismo
tiempo, la demanda de pieles por parte de los europeos intensificó la competencia entre los
diversos grupos de indios. La competencia por nuevos territorios de caza y por el acceso a las
mercancías europeas pasaron a ser enseguida componentes esenciales de la vida india, y la
tecnología obtenida se convirtió en un indicador de posición social. De este modo, el comercio
de pieles cambió el carácter de las guerras entre las poblaciones indias y aumentó su
intensidad y alcance. Condujo a la masacre de poblaciones enteras y al desplazamiento de
otras, forzadas a abandonar sus hábitats anteriores. Por otra parte, las pieles no fueron las
únicas mercancías proporcionadas por los indios. El creciente comercio requería también
suministros, y cuando el comercio de pieles se extendió hacia el Oeste alteró e intensificó los
modos de producción de alimentos tanto para los cazadores como para los comerciantes.
Una de las presas más buscadas en Norteamérica fue el castor, el más grande de los roedores
supervivientes del continente. En otros tiempos había sido muy abundante en la mayor parte
de América del Norte, pero había empezado su declive en la década de 1630, cuando el rey
Carlos I de Inglaterra decretó el uso obligatorio de la piel de castor en la fabricación de los
sombreros que debían llevar los miembros de la alta sociedad. En 1720 se habían matado a
más de dos millones de castores en el Este de Norteamérica. Los sombreros de castor
estuvieron de moda hasta principios del siglo XIX, cuando los castores habían sido ya
prácticamente barridos al Este del Misisipí.
En el siglo XIX, cuando el castor perdió importancia, fue reemplazado por la nutria marina y la
foca, exportadas principalmente desde América del Norte a los mercados de China. Rusia
perdió también su papel dominante en el mercado europeo hacia finales del siglo XVII y buscó
la salida para sus pieles en China y otros países asiáticos. Lo que los europeos buscaban en la
costa noroeste del Nuevo Mundo eran, sobre todo, pieles de nutria marina. Entre 1785 y 1825
visitaron esa costa unos 330 barcos, de los que cerca de dos tercios permanecieron
comerciando dos o más temporadas. Las pieles de nutria marina se obtenían primero a cambio
de hierro y otros metales, después se cambiaban por tejidos y mantas y más tarde por ron,
tabaco, melaza y mosquetones. Los comerciantes nativos norteamericanos eran
principalmente “jefes” que movilizaban a sus seguidores y contactos personales para que les
entregaran pieles de nutria, y su poder creció a una con el desarrollo del comercio.
Durante más de tres siglos, el comercio de pieles prosperó y se extendió por América del
Norte, atrayendo a nuevos grupos de indios a los circuitos cada vez más amplios de
intercambio de mercancías que se abrían entre los europeos que llegaban y sus socios
comerciales nativos. El comerció afectó primero a los agricultores de las regiones boscosas
orientales y subárticas. Después, con la expulsión de los franceses y la partición del norte entre
el Canadá británico y Estados Unidos, llegó más allá de los Grandes Lagos hasta la zona
subártica occidental, creando al mismo tiempo una nueva zona de suministro en la región de
las Llanuras. Por último, al terminar el siglo XVIII, estableció una cabeza de playa en el
Noroeste del Pacífico, que finalmente conectó, a través de las montañas costeras, con las
avanzadillas comerciales del interior.
Allí donde iba, el comercio de pieles lleva consigo enfermedades contagiosas y guerras.
Muchos grupos autóctonos fueron destruidos y desaparecieron; otros quedaron diezmados,
separados o desplazados de sus hábitats originales. Las poblaciones restantes buscaron
refugio en aliados o se reagruparon con otras poblaciones, adoptando a menudo nombres e
identidades étnicas nuevas. Unos pocos, como los iroqueses, se expandieron a expensas de
sus vecinos. Otros grupos, situados estratégicamente y militarmente poderosos, se
convirtieron en los primeros beneficiarios del comercio de pieles.
En el mar de Bering, los cazadores rusos pasaron a la caza del oso marino del norte de las islas
Príbilof después de haber exterminado a las nutrias marinas. El número de osos marinos
exterminados anualmente cayó de 127,000 en 1791 a 7000 en la década de 1820. En ese breve
período de tiempo se mataron dos millones y medio de animales. La población se recuperó
cuando los cazadores rusos se marcharon a otras regiones, pero tras la venta de Alaska a
Estados Unidos en 1867, el total de animales muertos volvió a subir a 250,000 al año. Con el
cambio de siglo, la población de osos volvió a disminuir radicalmente.
En América del Norte, los únicos herbívoros que sobrevivieron a la extinción de la megafauna a
finales del Pleistoceno fueron los osos, ciervos, alces y bisontes. Sin embargo, todas estas
especies pasaron por un rápido declive debido a las transformaciones subsiguientes de sus
hábitats producidas por los seres humanos y a la depredación. Como la guerra contra los
animales de piel, la matanza masiva y el casi exterminio del bisonte norteamericano es un
ejemplo especialmente llamativo de los cambios trascendentales producidos por el
capitalismo a principios de la era moderna en las relaciones entre naturaleza y sociedad.
El bisonte pertenece a la misma familia que el ganado bovino moderno. Son rumiantes de
pezuñas hendidas y cuernos huevos y sin ramificar. Un macho normal mide 1,80 m de alto,
tiene tres metros de largo y pesa más de una tonelada. Su vida media es de unos 30 años. Los
bisontes migraban estacionalmente y solían seguir las mismas rutas año tras año, buscando
siempre los caminos más fáciles, rodeando obstáculos y las dificultades del terreno. Sus pistas
fueron después utilizadas como base para la mayor parte de los ferrocarriles y autopistas
modernas. Apreciados por su carne y su piel, así como por su valor simbólico de trofeo, los
bisontes se cazaron casi hasta su extinción. Hacia 1891, la población de bisontes de Estados
Unidos había quedado reducida a sólo 541 animales.
Cuando llegaron los primeros europeos, pastaban en las llanuras de un tercio de Norteamérica
de 40 a 75 millones de bisontes. Su caza comercial para obtener carne comenzó en la década
de 1830 y pronto alcanzó los dos millones de animales al año. Después de 1870, cuando las
pieles de bisonte empezaron a transformarse en cueros comerciales, la cifra ascendió a tres
millones. Al concluirse en 1880 la vía férrea Union Pacific Railroad dividió a los bisontes en
manadas septentrionales y meridionales, haciéndolos más fáciles de cazar. La manada
meridional quedó prácticamente exterminada a principios de los años 1870. Tras finalizarse el
Northern Pacific Railroad en 1880, la matanza de las manadas septentrionales avanzó a pasos
agigantados. Como indica el historiador ambiental William Cronon, el bisonte llegó a su fin
“porque su ecosistema se había visto ligado de una forma nueva a un mercado urbano”.
Además, la matanza masiva de bisontes fue “una calculada estrategia militar diseñada para
forzar a los indios a vivir en las reservas”. Los cazadores profesionales como Buffalo Bill Cody
mataban animales por “entretenimiento” y a menudo dejaban pudrirse los cadáveres.
Alrededor de dos millones y medio de búfalos fueron matados anualmente entre 1870 y 1875.
Los indios se dieron cuenta rápidamente de que la llegada de los europeos a América del
Norte no era sólo una cuestión de conquista, brutalidad y esclavitud, sino también una
amenaza a su propio modo de vida. Muchos indios de las praderas, por ejemplo,
comprendieron que matar las manadas de bisontes constituía una grave amenaza para su
supervivencia. A finales del siglo XIX, ya no había ni indios ni animales que se desplazaran
libremente, y la destrucción del medio ambiente norteamericano prosiguió durante el nuevo
siglo.
Los esquimales, amerindios y vikingos solían también cazar cetáceos, pero sus actividades no
amenazaban a especies o grupos enteros. Las innovaciones técnicas, el crecimiento de los
mercados y los incentivos económicos del capitalismo primitivo aceleraron pronto la
depredación de esos majestuosos animales. A finales del siglo XVIII, la caza comercial vivió su
edad dorada. Originalmente fueron muy buscados los cetáceos con alto contenido en aceites.
Una especie subártica de ballenas de Groenlandia era la que mejor cumplía con el requisito, y
por eso se llamó “ballenas francas”.
Las mejoras tecnológicas del siglo XVIII condujeron al desarrollo de sistemas más rápidos, lo
que permitió que empezara a despegar la caza comercial de cetáceos. Los empresarios
balleneros persiguieron a esta especie de tal modo que las poblaciones de ballenas francas
septentrionales se hallaron al borde de la extinción al cabo de unas pocas décadas. Con todo,
la industria ballenera avanzó a toda máquina impulsada por los altos precios de los productos
balleneros. Se llegó a un punto cúspide en esta industria en 1868, cuando se inventó el cañón
lanzaarpones. Estos cañones se montaban en barcos de vapor, lo que facilitaba la captura de
las ballenas más veloces, como el rorcual azul, el rorcual aliblanco, el franco y el norteño. La
construcción de inmensos “buques factoría” hizo posible que los balleneros permanecieran en
alta mar largos períodos, lo que aumentaba drásticamente el número de ballenas que podían
cazar y preparar. Esta caza excesiva tuvo como resultado un declive brutal hacia 1860. La flota
ballenera inglesa, por ejemplo, disminuyó debido a la caza excesiva y a la introducción de
aceites vegetales, corsés con ballenas de acero y lámparas alimentadas por gas. Hacia 1908, la
población del océano Ártico había caído hasta el punto de que su caza no era ya una industria
viable importante, ni siquiera en las aguas de Alaska, anteriormente tan ricas. Con todo, las
matanzas de ballenas prosiguieron con una eficacia cada vez mayor. La United States Whaling
Corporation utilizaba, por ejemplo, lo que se conocía como “barcos asesinos”. Se usaba un
cañón de siete centímetros que se cargaba por la boca. Parte del arpón llevaba un explosivo
preparado para detonar en el interior de la ballena. Hacia 1925, la invención de la rampa de
popa permitió subir a bordo de los barcos factoría los cuerpos enteros de los cetáceos para su
elaboración. En las décadas siguientes se extendió: cada año se mataban varias decenas de
miles de cetáceos, que proporcionaban millones de barriles de aceite. Sólo durante el invierno
de 1930-1931 se mataron 29,000 rorcuales azules.
Se calcula que entre 1946 y 1985 unos dos millones de grandes cetáceos fueron víctimas del
desigual enfrentamiento entre la especie y los intereses comerciales de las más importantes
naciones balleneras (Noruega, la antigua Unión Soviética y Japón). La caza comercial fue
detenida en 1986, cuando los miembros de la Comisión Ballenera Internacional (IWC) llegaorn
a un acuerdo para prohibir la caza de esos gigantescos mamíferos marinos (que llegan a pesar
hasta 130 toneladas). Pero la decisión de prohibir o reducir la caza de las grandes especies de
cetáceos no estuvo basada en la “biofilia” o en una revolución ética de sentimientos hacia las
demás especies por parte de la IWC. Lejos de eso, hubo dos causas mucho más inmediatas. De
una parte, el número de grandes cetáceos se había reducido tanto que ya no era
comercialmente lucrativo cazarlas. De otra, la IWC se vio obligada a ceder ante la campaña
mundial de ecologistas, que protestaban por esas matanzas ecocidas en masa.
En la actualidad, sólo quedan unas 300 ballenas francas en el Atlántico Norte y unas 250 en el
Pacífico Norte, y la especie no muestra signos de recuperación. La supervivencia de unos
pocos rorcuales azules que quedan en el Antártico se halla ahora en peligro debido al
calentamiento global. Una especie relacionada con la ballena franca, la ballena jorobada o
yubarta, se cazó hasta su extinción en el Atlántico pero sigue existiendo en el Pacífico Norte.
Aunque sus cifras son minúsculas, esas ballenas siguen siendo cazadas por los pueblos
esquimales de Alaska. Los balleneros norteamericanos también cazaron el cachalote, primero
en el Atlántico, desde sus bases en Nueva Inglaterra, y luego en el Pacífico desde sus bases en
Hawai. También cazaron la ballena gris de California en las lagunas de Baja California, adonde
acudían para reproducirse, desde 16 estaciones balleneras repartidas a lo largo de la costa
californiana. A fines del siglo XIX, la ballena gris de California fue cazada casi hasta su extinción
y después se recuperó; los buques factoría la cazaron de nuevo en los años 30 y 40 hasta casi
extinguirla, y otra vez volvió a recuperarse.
El progreso, bajo cuyos pies la hierba llora y el bosque se convierte en papel, del que crecen
plantas de periódicos, ha subordinado el sentido de la vida a los medios de subsistencia y nos
ha convertido en los tornillos y tuercas de nuestras herramientas
Karl Krauss
Hemos creado un monstruo industrial que, despertado fácilmente por el olor del dinero,
continúa devorando a su voluntad nuestros paisajes vírgenes que desaparecen a toda
velocidad, excretando progreso.
Peter Marks
Desde el siglo XVII hasta nuestros días, diversas maniobras políticas y legales se han
emprendido en todo el mundo para cercar los terrenos comunales, alterando así de manera
fundamental las relaciones económicas entre las poblaciones y su entorno natural, y abriendo
camino a las revoluciones industrial y urbana. En toda la Europa medieval coexistieron formas
de propiedad colectiva de la tierra con la propiedad privada. Generación tras generación, se
cultivaban las mismas fincas, se andaba por los mismos caminos y la gente se organizaba
comunalmente para sustentar su existencia. La nueva práctica social de cercar los terrenos
comunales apareció en primer lugar en la Inglaterra de los Tudor. La clase capitalista
emergente se unió a la aristocracia en sus esfuerzos por expulsar de los terrenos comunales a
millones de personas con el fin de dejar campo libre a las ovejas. A fin de cuentas, la lana se
había convertido en un producto básico en los mercados textiles en plena expansión de
comienzos de la Revolución Industrial. Se desalojó a los campesinos de sus tierras y se les forzó
a emigrar a las ciudades para que trabajaran en las fábricas, proceso que ha seguido
produciéndose hoy en día. El movimiento del mercado, que a veces se ha llamado “revolución
de los ricos contra los pobres”, causó incontables penalidades a los propietarios más pequeños
y a los ocupantes sin tierra que sólo poseían una minúscula cabaña y una pequeña huerta.
En los siglos XVIII y XIX, el movimiento del cercado pasó a ser cada vez más global. Los pueblos
indígenas fueron expulsados de sus tierras mediante subterfugios legales e ilegales desde
Australasia y Oceanía hasta las Américas y África. Su resistencia estuvo acompañada
frecuentemente por asesinatos en masa. Pero las clases dominantes no se contentaban sólo
con cercar las tierras. Según observa Jeremy Rifkin:
La naturaleza, que en tiempo era una fuerza independiente tan reverenciada como temida, ha
quedado reducida a un surtido de recursos explotables, negociables todos ellos en el mercado.
La privatización y mercantilización de la Tierra ha elevado a la humanidad del papel de
sirviente al de soberano, y ha hecho de la naturaleza un objeto de puro intercambio comercial.
Los grandes continentes, los vastos océanos, la atmósfera, el espectro electromagnético, y
ahora el acervo genético, se han desacralizado y racionalizado, y su valor se mide
exclusivamente en términos monetarios.
Los efectos de estos cambios sobre la vida humana, por no mencionar al resto de la biosfera,
son profundos e incalculables. Todas nuestras ideas modernas de seguridad, tanto personal
como nacional, proceden de la privatización del mundo. El paso de un mundo medieval de
acuerdos comunales y sagrados trajo consigo la caída del hombre público y el ascenso
meteórico del individuo privado. La vida humana alienada, cercada ahora también ella, se
convierte en una lucha por la autonomía individual, donde la vida se retrae tras los muros, y
las cuentas bancarias personales y la riqueza privada vienen a definir la valía humana.
Psicológicamente, esto ha significado “un repliegue sistemático de la participación grupal en el
mundo exterior y su retirada entusiasta a un nuevo mundo psíquico de autorreflexión y
autoconcentración”.
La destrucción de los terrenos comunales fue esencial para la Revolución Industrial a fin de
proporcionar un suministro de recursos naturales como materia prima para la industria. Pero
el movimiento del cercado no debe verse sólo como un mero episodio histórico ocurrido en
los inicios de la Inglaterra moderna. Se trata, por el contrario, de un fenómeno global: la
metáfora que aclara los conflictos y contradicciones generados por la expansión de la
colonización humana del planeta. De este modo, el cercado de los terrenos comunales
representa el mecanismo moderno que ha producido unas relaciones cada vez más violentas y
ecocidas entre las sociedades industriales modernas y la naturaleza.
La revolución industrial
El pleno impacto de la Revolución Industrial a mediados del siglo XIX aceleró el ritmo de
destrucción ecológica global. La Revolución Industrial representa un hito en la historia del
ecocidio y la degradación medioambiental. Las máquinas, y no la tierra, pasaron a ser los
principales medios de producción. Sociológicamente, el proceso supuso la proletarización de
grandes capas de la población, que perdieron el control directo sobre sus medios de vida y no
tuvieron otra posibilidad de ganarse la vida que vender su fuerza de trabajo. Carreteras,
ferrocarriles, fábricas y chimeneas aparecieron por todas partes. La expansión caótica de las
ciudades fue un fenómeno corriente. Los alrededores de las nuevas fábricas se transformaron
en tierras baldías. El nivel de vida de la mayor parte de los trabajadores en las fábricas era
mucho más bajo que el de un pequeño propietario rural. Pero trabajar en una fábrica era
mejor que morirse de hambre en el campo superpoblado. El historiador Donald Worster
describe el industrialismo de la siguiente manera:
Los capitalistas […] prometían que, gracias a la dominación tecnológica de la Tierra, podrían
proporcionar a todos una vida más justa, racional, eficiente y productiva […]. Su método
consistía en liberar a la libre empresa individual de los lazos tradicionales de jerarquía y
comunidad, se debieran a otros seres humanos o a la Tierra. Esto significaba que había que
enseñar a todos a tratar la Tierra, lo mismo que a los demás, con una firmeza enérgica y franca
[…]. La gente debía […] pensar siempre desde el punto de vista de los beneficios. Debía ver todo
a su alrededor –la tierra, los recursos naturales y su propio trabajo- como bienes potenciales
que podían dar beneficios al mercado. Debía exigir el derecho a producir, comprar y vender
esos bienes sin regulaciones ni interferencias externas […]. Conforme se multiplicaban las
necesidades, y los mercados se hacían mayores y más extensos, los lazos entre los seres
humanos y el resto de la naturaleza se redujeron al instrumentalismo más descarnado.
Este “instrumentalismo descarnado” condujo a una gran productividad material, así como a
una explotación medioambiental sin precedentes. Con la invención de la máquina de vapor y
la escasez de madera, la minería de carbón aumentó enormemente. El uso del carbón planteó
de inmediato problemas prácticos de construcción minera: cómo bombear agua, transportar
carbón y controlar su combustión. Exigió grandes concentraciones de mano de obra en torno a
las minas y los molinos, y llevó la ciencia y la tecnología a lugares prominentes de la sociedad.
El sistema de fábricas modeló la ciudad moderna tal como la conocemos, y creó al mismo
tiempo peligros medioambientales locales, regionales y globales. Los Estados se presentaron
como reguladores de la economía y administradores de los conflictos sociales. Para el resto del
mundo, la era moderna se caracterizó por la consolidación del colonialismo gracias a un
extenso conjunto de imperialistas competidores, donde los imperios europeos se lanzaron a la
rebatiña en busca de “territorios” y mercados por todo el planeta.
Con la Revolución Industrial se hizo evidente la conexión causal entre la economía de guerra
moderna –en particular la carrera industrial de armamento que llega a su culminación en el
siglo XX- y el progresivo ecocidio mundial. La industrialización de la guerra apareció como uno
de los rasgos institucionales más dañinos de la modernidad, ecológica y socialmente, y fue
descrita por el gran pintor español Francisco de Goya como “la tradición humana más maligna
y peligrosa”. Desde su inicio, la guerra mecanizada fue puesta al servicio de los intereses
comerciales. La confiscación del control sobre sus medios de vida a una gran parte de la
población es de hecho uno de los constituyentes fundamentales del capitalismo. En otras
palabras, la falta por parte de la población trabajadora y de los productos primarios de un
control directo sobre las condiciones de vida se convierte en causa y factor críticos del carácter
cada vez más mortal y brutal de la moderna guerra industrial.
En lugar de utilizar la tecnología para hacer la Tierra habitable, la guerra imperialista la utiliza
para la destrucción. La tecnología hacía posible practicar ese inmenso cortejo del cosmos a
escala planetaria. Pero como el afán de lucro de las clases dirigentes buscó beneficiarse por
medio de ella, la tecnología traicionó al hombre y transformó al tálamo nupcial en un baño de
sangre. La codicia del hombre conduce a un dominio unilateral de la naturaleza. En vez de
dotarla con la capacidad de devolverle sus atenciones, el hombre la convierte en un objeto
listo para el consumo. La autoalienación de la humanidad ha llegado a tal punto que se puede
experimentar su propia destrucción como un placer estético de primer orden.
La historia de la guerra industrial moderna es la historia del paso de una guerra limitada a una
guerra ilimitada o “total”: una guerra sin piedad. Esto es cierto también para las relaciones
entre sociedad y naturaleza. Para la mayor parte de las personas de hoy, las dos guerras
mundiales parecen haber ocurrido hace mucho tiempo. Sin embargo, esos conflictos fueron
las primeras guerras internacionales que movilizaron los recursos sociales y ecológicos de las
naciones. Las dos guerras mundiales sentaron un precedente ominoso para el resto del siglo
XX. Entre otras cosas, reflejaron la faz brutal de la modernidad con la aceptación tácita de la
guerra química y biológica, por no hablar de la nuclear. La Guerra Fría representó el paso
lógico siguiente de una modernidad capitalista que producía complejos militares industriales y
una carrera de armamentos de proporciones inconcebibles hasta entonces. Según un médico
del ejército norteamericano que supervisó los historiales clínicos de los indígenas irradiados en
el atolón Rongelap, lugar de pruebas nucleares de Micronesia, “los años de la Guerra Fría
fueron tiempos extraños, porque a las bombas de neutrones se las consideraba con una
reverencia casi espiritual, por lo menos en Washington, donde se decretó que eran los
instrumentos que introducirían para siempre las celestiales trompetas de la paz que
proclamaba su Verdad. De modo que me presenté voluntario…”
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de una agresión mundial contra el medio ambiente
de una magnitud sin precedentes. En términos ecológicos, en el período de posguerra
entramos en un mundo destructor auténticamente ecocida. El primer reconocimiento inquieto
de esa situación apareció en plena Guerra Fría, con la publicación del informe Los límites del
crecimiento del Club de Roma. Desde entonces, resulta aún más difícil pasar por alto el hecho
de que los desarrollos económicos y políticos mundiales han empujado a la humanidad en una
dirección social y ecológicamente insostenible, ampliando así las tendencias ecocidas
existentes. Además de exigir un peaje exorbitante en vidas humanas, la guerra industrial y la
carrera de armamentos del siglo XX han infligido graves daños al medio ambiente. El sistema
de la guerra moderna ha acelerado enormemente la destrucción de la vida salvaje y de los
ecosistemas vírgenes en todo el mundo. En el apartado siguiente analizaré algunos ejemplos
concretos de actividades ecocidas modernas como estrategia deliberada de guerra.
El ejemplo documentado más antiguo de destrucción sistemática del medio ambiente por
parte de ejércitos en guerra podría ser la destrucción de la ciudad de Cartago por los romanos.
Después de que las tropas romanas arrasaran la ciudad, cubrieron las tierras circundantes con
sal para destruir los medios de subsistencia del enemigo. No hay pruebas arqueológicas de
que después de la destrucción, por Roma, el lugar de la antigua Cartago fuera habitado a
escala significativa hasta finales del siglo I. Sin embargo, la historia moderna de la guerra
industrializada arroja un cuadro mucho más cruel en lo que se refiere al alcance de las
devastaciones ecológicas.
Tal como lo utilizo en este libro, el término de ecocidio hace referencia a ciertos actos que
pretenden perturbar o destruir el desarrollo de una especie o un ecosistema completo. Los
actos de guerra asociados al ecocidio comprenden el uso de armas de destrucción masiva,
sean nucleares, biológicas o químicas, y los intentos de provocar desastres naturales tales
como erupciones volcánicas, terremotos e inundaciones. Además, los actos de guerra ecocidas
incluyen el uso militar de defoliantes, el empleo de explosivos para disminuir la calidad de los
suelos y aumentar el riesgo de enfermedades, el arrasamiento de bosques o cultivos con fines
militares, los intentos de modificar el clima y el desplazamiento forzoso y permanente de
personas o animales de sus lugares de residencia con objetivos militares o de otro tipo.
La Segunda Guerra Mundial ofrece otros ejemplos. Además de las dos ciudades japonesas
borradas del mapa por armas atómicas, una serie de paradisíacos atolones del Pacífico fueron
bombardeados, quemados y pulverizados bajo bombardeos intensivos aéreos y navales. Más
de 182,000 hectáreas de tierras agrícolas libias quedaron sembradas con cinco millones de
minas terrestres. Las tropas nazis infectaron con agua de mar el 17% de las tierras agrícolas
holandesas (cerca de 200,000 hectáreas). El bisonte europeo fue sacrificado casi hasta su
extinción para proporcionar suministro a los comedores de oficinas de las tropas alemanas y
soviéticas en Polonia oriental. Los administradores civiles alemanes a las órdenes de las tropas
de ocupación en Polonia explotaron en exceso la madera de los bosques polácos, amputando
así significativamente en recurso básico de Polonia. A finales de la Segunda Guerra Mundial,
las fuerzas armadas soviéticas llevaron a cabo expediciones de deforestación como represalia
a las zonas ocupadas de Europa occidental, dañando la ecología de las regiones e impidiendo
el desarrollo social de postguerra.
Sin embargo, hasta la guerra entre EEUU y Vietnam no hubo un acto ofensivo que utilizara de
forma deliberada tecnologías ecocidas ampliamente destructivas a gran escala. Al transportar
20 toneladas de bombas hasta la estratosfera, un avión B-52 podía bombardear sin problemas
desde 9,000 metros de altura, convirtiendo los pueblos enteros en explosiones repentinas de
llamas, miembros humanos y deshechos. La fulminación de la que era capaz el B-52 podía
borrar del mapa una “sección” de aproximadamente un kilómetro de ancho por tres de largo.
Estos monstruos andantes dejaron caer 13 millones de toneladas de bombas sobre Vietnam
del norte y del sur, Camboya y Laos: el triple del total de bombas lanzadas durante la Segunda
Guerra Mundial. Como indica el historiador William Thompson, este feroz alfombrado de
bombas dejó al menos 25 millones de cráteres (cada uno de unos 50 metro cuadrados de
superficie) en un país que tiene aproximadamente la superficie del estado de Washington.
Cuando el dosel arbóreo de selva tropical –que puede tener un espesor de hasta 15 metros-
resistió el asalto de las bombas, morteros y balas, las fuerzas estadounidenses desarrollaron la
bomba Daisycutter (cortadora de margaritas) de casi siete toneladas, que explotaba con una
onda de choque que mataba hasta las lombrices de tierra situadas a 100 metros del lugar del
impacto. Los bombardeos aéreos y terrestres hicieron explotar sobre Vietnam el equivalente a
una bomba de ocho kilotones cada 24 horas.
Los bombardeos masivos y el rociado con herbicidas contribuyeron al rápido declive del langur
duque de patas rojas, mono que es uno de los once mamíferos existentes sólo en el Sureste
asiáticos. Los gases venenosos y los potentes explosivos lanzados desde el aire llevaron
también al borde de la extinción al lémur, al gibón pileado, a la civeta de bandas de Owston y
al buey salvaje. La industria de la langosta del sur de Vietnam se hundió a causa de la
sobreproducción destinada a satisfacer a los miembros del ejército imperial de ocupación. La
población de tigres quedó reducida igualmente a causa del comercio de recuerdos. Los
elefantes y búfalos acuáticos utilizados por el Vietcong para transportar recursos fueron
atacados por los pilotos y las tropas de tierra de EEUU, igual que los romanos tuvieron en su
punto de mira a los elefantes de Aníbal.
Los vertidos deliberados y a gran escala de ecotoxinas sobre Vietnam habían comenzado poco
después del inicio de la guerra, a principios de los años 60, fomentados por la obsesión oficial
en buscar soluciones tecnológicas. Según Thompson, se esparció un total de 71 millones de
litros de plaguicidas sobre el 20% de las selvas de Vietnam del Sur. A lo largo de una década,
quedaron envenenadas 400,000 hectáreas de tierras agrícolas de primera calidad. El agente
naranja, el defoliante “comeselvas” más empleado en Vietnam, esparció mutágenos dañinos
para el ADN por todo el medio ambiente biológico afectado por la guerra. El resultado fue que
la tasa de abortos y malformaciones congénitas empezó a aumentar entre las vietnamitas.
Hermosas y antiguas selvas tropicales cayeron bajo las palas de gigantescas excavadoras de
casi tres toneladas. Estas máquinas devoradoras de selva y destructoras de la Tierra, apodadas
“arados romanos” por sus conductores aficionados a la historia, araron por completo el pueblo
de Ben Suc y dejaron limpias 570 hectáreas de fértiles arrozales que cultivaba esa localidad de
3,000 habitantes.
Al sur de Saigón, en la Llanura de los Carrizos, las grullas sarús, de metro y medio de altura,
fueron atacadas por las fuerzas estadounidenses que cavaban centenares de zanjas de drenaje
por las más de 16,000 hectáreas de zonas pantanosas de juncos. Cuando los manglares de la
costa se secaron, los soldados dirigieron sus lanzallamas contra la maleza. Al final de la guerra,
más de la mitad de los manglares de las marismas de Vietnam del Sur habían quedado
destruidas por el envenenamiento químico y el napalm. En conjunto, se calculó que más de
2,000,000 de hectáreas de selvas tropicales del interior fueron gravemente dañadas por
bombas, obuses, excavadoras y defoliantes tóxicos.
Después de Vietnam, las recientes guerras civiles de la antigua Yugoslavia y Ruanda ilustran
todavía más los devastadores efectos medioambientales de la guerra moderna de última
generación y de su capacidad para provocar graves daños ecológicos. Casi todos los parques
nacionales de Yugoslavia situados en las zonas de guerra quedaron destruidos, entre ellos los
lagos Plitcic, Biokovo, el arboreto de Trsteno, el río Krka, la reserva ornitológica de Kopack Rit y
el zoo de Osijek. Ciervos, animales de caza y domésticos murieron de hambre, enfermedades o
abatidos por las balas de las ametralladoras. Las plantas químicas y las centrales eléctricas
quedaron destruidas y los productos químicos se difuminaron por el ecosistema.
Según Ruth Leger Sivard, estudiosa del medio ambiente, las fuerzas armadas del mundo “son
el mayor contaminante de la Tierra”.
Un informe del Canadian Peace Report señala que los ejércitos actuales son responsables del
10% al 30% del daño medioambiental mundial, del 6% al 10% de la contaminación mundial del
aire y del 20% del uso de todos los clorofluorocarbonos destructores de la capa de ozono. La
GAO señala que el Departamento de Defensa genera 50,000 toneladas de residuos tóxicos
cada año: más que las cinco mayores empresas químicas en conjunto. La producción, prueba,
mantenimiento y despliegue de armas nucleares, electromagnéticas, biológicas, químicas y
convencionales generaría enormes cantidades de residuos tóxicos y radioactivos aunque se
aplicaran las normativas más estrictas. Cada etapa de la preparación de una guerra supone
daños ecológicos significativos. Excavar la Tierra para extraer uranio y metales raros para
producir más armas, envenena grandes superficies de terreno y preciadas aguas subterráneas.
Las minas a cielo abierto de las multinacionales explotan también a los pueblos indígenas,
cuyas tierras sagradas suelen ser expropiadas por los señores de la guerra, que les niegan sus
derechos y costumbres.
Muchos ecologistas han tendido a subestimar u olvidar hasta hace poco los impactos de la
guerra y la producción de armas en la historia natural. Y sin embargo, tal como sostiene Mike
Davis, la Guerra Fría no ha sido sólo un desastre social moderno sin paliativos, sino también “el
peor ecodesastre de la Tierra en los últimos 10,000 años”. Hoy hay pruebas incontrovertibles
de que inmensas superficies de Eurasia y Norteamérica, sobre todo los desiertos militarizados
de Asia Central y de la Gran Cuenca norteamericana, se han vuelto inhabitables para los seres
humanos quizás por miles de años, como resultado directo de las pruebas armamentísticas de
la Unión Soviética, China y Estados Unidos. En EE UU, estas “zonas nacionales de sacrificio”,
apenas reconocibles hoy como parte de la biosfera, son también las tierras natales de pueblos
indígenas que, además, han sufrido seguramente daños genéticos irreversibles.
Si se ha desentrañado la historia oculta de las zonas nacionales de sacrificio (desde los
“holocaustos secretos” de Siberia a los atolones de coral pulverizados e irradiados de las islas
del Pacífico, pasando por los millones de muertos por radiación o dañados genéticamente en
los países implicados en la Guerra Fría), se ha debido sobre todo a los esfuerzos de resistencia
de los nuevos movimientos sociales. Mike Davis ha cartografiado el impacto devastador del
militarismo en buena parte del Oeste norteamericano y lo compara con los desastres
ecológicos que afectan a buena parte de la antigua Unión Soviética. En ésta, la historia oculta
de la Guerra Fría salió a la luz de forma espectacular cuando le movimiento ecologista y
antinuclear, estimulado primero por la catástrofe de Chernóbil en 1986, apareció
masivamente durante la crisis de 1990-1991. Las protestas de mineros, estudiantes,
trabajadores de la salud y pueblos indígenas obligaron a descubrir cosas como los
escalofriantes relatos de la catástrofe nuclear de 1957 en la ciudad militar secreta de
Cheliabinsk-40, así como el envenenamiento del lago Baikal por un complejo de fábricas
militares. Poco después cayó el muro de silencio levantado en torno a los accidentes
radioactivos en el “polígono” de Semipalatinsk (Kazajistán), principal campo de pruebas
nucleares soviético. La relación entre los desastres ecológicos y la desintegración de la URSS es
más que metafórica. Como indica el historiador Murray Felsbach, “cuando los historiadores
hagan finalmente la autopsia de la Unión Soviética y del comunismo soviético, tal vez lleguen
al veredicto de “muerte por ecocidio””.
Pocos norteamericanos son conscientes del papel del Pentágono en la conversión de la Gran
Cuenca en un desierto tóxico y silencioso. De momento, tampoco hemos tenido que
reflexionar sobre cómo la “desmilitarización” puede ser una nueva y perversa excusa para
continuar el ecocidio y el colonialismo internos. Tal como muestra lo expuesto hasta ahora, la
moderna carrera de armamentos y la aparición de la guerra industrial representan una
configuración político-ecológica extremadamente dañina. Cualquier tentativa de estudiar en
su conjunto la moderna extinción en masa debe considerarse muy deficiente si no tiene en
cuenta los costes sociales y ecológicos vertiginosos de la moderna carrera de armamentos y de
la guerra industrial del siglo XX. Esto muestra bien a las claras que, desde una perspectiva
ecológica, cualquier división del ecosistema global en Estados nacionales es a fin de cuentas
ecocida. La imagen que aparece aquí es la de una catástrofe formidable y característica de la
época. Es evidente que la propiedad privada y las economías orientadas sólo hacia el
beneficio, integradas en un sistema de naciones-empresas, no permiten conservar la herencia
natural del planeta como un recurso común para toda la humanidad. Los recursos comunes no
se comparten en tanto que fuente comunitaria de bienestar para todos y bajo la
responsabilidad de todos.
La lección de la evolución social de las civilizaciones a lo largo del Holoceno nos dice que la
invención institucional neolítica de la guerra es tremendamente costosa, no sólo en términos
sociales inmediatos sino también en términos ecológicos a largo plazo, y tal vez de modo
irreversible. La escala contemporánea de los gastos militares en todo el mundo y de sus
corolarios sociales no es simplemente, como reconocía el economista John Kennet Galbraith,
“estúpida y cruel”, sino “una forma social de locura fuertemente condicionada”, Jacob
Uexkuell y Bernd Jost han calculado, por ejemplo, que “todos los programas conocidos para la
salvaguarda del medio ambiente y para la erradicación de la pobreza podrían llevarse a cabo
fácilmente con el presupuesto militar mundial de sólo un año”. Durante el punto álgido de la
Guerra Fría, el billón de dólares que el mudo gastaba cada año en armas habría bastado para
eliminar casi toda la deuda del Tercer mundo.
En plena Guerra Fría, habrían hecho falta sólo 9,000 millones de dólares cada año (una parte
de los gastos militares anuales mundiales) para asegurar la conservación de los suelos arables
del mundo, solo 3,000 millones para reforestar los bosques, 4,000 millones para detener la
desertización, 18,000 millones para proporcionar anticonceptivos fácilmente accesibles a todo
el mundo y 30,000 millones para suministrar agua limpia a todos. Como observó Immanuel
Wallerstein, esas prioridades invertidas no son elecciones indiferentes del mercado, sino
prioridades de personas poderosas de naciones poderosas, en su mayor parte hombres, cuyos
intereses de sexo, raza y clase impulsan el sistema político y económico capitalista y su sistema
mundial de acumulación y privación.
La moderna carrera de armamentos, que surgió a la par que aparecían los modernos Estados
nacionales y el capitalismo en el curso de los pasados cinco siglos, y que ha sido especialmente
ruinosa en su manifestación más reciente, ha sido sobre todo un proceso por el que, como
indica Alan During:
Hemos saqueado nuestras casas para edificar muros a su alrededor. Lo que nos queda,
tristemente, son unos muros impresionantes y una casa empobrecida: un planeta con el aire,
el agua y el suelo envenenados, con granjas desechas, colinas despojadas y, a cada hora que
pasa, menos especies vivas.
Los investigadores del ecocidio han identificado al menos media docena de causas
subyacentes importantes que pueden explicar el actual declive de las especies y la devastación
de los ecosistemas naturales que observamos en la actualidad. La mayoría está de acuerdo en
que el crecimiento de la población –incluyendo su aumento tanto mundial como local, tanto
natural como debido a migraciones- es una de las causas fundamentales del ecocidio. En
suma, a más individuos, menos especies. Esta obviedad nunca ha tenido tantas consecuencias
como en la época moderna. Desde que las economías agrícolas empezaron a existir, hace 480
generaciones, la población humana se ha multiplicado por 1,000, hasta llegar a más de 7,000
millones de personas. La mitad de este incremento se ha producido en los últimos 30 años. El
enorme aumento de la población del planeta está ejerciendo fuertes presiones sobre sus
ecosistemas, sobre todo como consecuencia de las actividades relacionadas con la producción
de alimentos el uso de fibras y maderas. Extensas zonas de la superficie terrestre, sobre todo
en regiones áridas o semiáridas, han dejado casi de ser biológicamente productivas. Según la
FAO, si las tasas de degradación de las tierras continúan al ritmo actual, dentro de 200 años no
habrá una sola hectáreas de terreno cultivable completamente productiva sobre el planeta.
Dos de los ejemplos que ilustran las amenazas demográficas a la biodiversidad son, tal vez, la
expansión de la biomasa mundial humana y animal, que sigue aumentando prácticamente a
tasas exponenciales en un mundo de dimensiones finitas, y la apropiación consiguiente de la
producción primaria neta de fotosíntesis (PPN) sobre tierra firme. En 1850, los humanos y su
ganado podían representar el 5% de la biomasa terrestre animal total. Un siglo después, ese
valor suponía más del 10%, y actualmente algo más del 25%. De aquí (2005) a diez años es
seguro que rondará el 30%. Este incremento de la biomasa humana y animal doméstica se
produce a expensas de la biomasa silvestre, pérdida mensurable tanto en términos cualitativos
como cuantitativos, es decir, tanto en pérdidas numéricas de individuos de cada especie como
en pérdidas de especies.
Algunos indicadores señalan que ya se han alcanzado los límites del ecosistema y los recursos.
Las capturas pesqueras mundiales llegaron al máximo de 100 millones de toneladas en 1989.
En 1993, habían caído un 7% desde esos niveles de 1989. La producción de cereales se ha
frenado a partir de 1984, y la producción per capita ha caído un 11% en 1993. El crecimiento
económico del mundo se ha desacelerado desde más del 3% anual en la década de 1950-1960
hasta poco más del 1% entre 1980 y 1990 y a menos del 1% entre 1990 y 1993. El Worldwatch
Institute, extrapolando datos históricos, pronostica que, si prosiguen las tendencias en el uso
de los recursos y el crecimiento de la población mundial es tal como se predice, la
disponibilidad per capita de tierras de pasto disminuirá para el año 2010 en 22%, y la captura
pesquera en un 10%. La superficie per capita de tierras de regadío, que ahora proporcionan un
tercio de las cosechas mundiales, se reducirá en un 12%. Y las superficies cultivadas y
forestales por persona retrocederán un 21% y un 30% respectivamente.
La conversión del hábitat natural en hábitat de uso humano reduce todavía más el valor de las
zonas salvajes restantes para la mayor parte de la fauna. Cuando el desarrollo fragmenta las
tierras vírgenes, las especies autóctonas suelen disminuir por la sencilla razón de que las pocas
zonas naturales que quedan no pueden satisfacer sus necesidades biológicas. Estudios sobre
las aves de los bosques norteamericanos indican, por ejemplo, que las especies que prefieren
anidar al interior de los bosques son más propensas a la depredación y ponen menos huevos
cuando la fragmentación de su hábitat les obliga a anidar cerca de los linderos. Un estudio
llevado a cabo en el sur de California mostró que la mayoría de los cañones perdieron
aproximadamente la mitad de las especies autóctonas de aves que dependían de los
chaparrales de 20 a 40 años después de que quedaran aislados por el desarrollo de la zona,
incluso aunque los chaparrales sigan existiendo. Un estudio realizado en 1987 por el biólogo
William Newmark sobre 14 parques nacionales estadounidenses y canadienses mostró que 13
de los parques habían perdido algunas de sus especies de mamíferos, al menos en parte,
debido a que los animales no habían podido adaptarse al confinamiento en parques rodeados
de terrenos cultivados. El Breeding Bird Survey, un grupo de voluntarios que realiza
inventarios de las aves nidificantes todos los meses de junio, descubrió que el 70% de las
especies migratorias neotropicales observadas al Este de Estados Unidos había disminuido
entre 1978 y 1987. Lo mismo sucede con el 69% de las aves que anidan en las regiones de las
praderas. Las especies en declive son pájaros tan conocidos como los paraulatas, los zorzales
de bosque, las currucas estriadas y los picogordos rosados. A medida que la población humana
siga aumentando, y continúe haciendo presión sobre las áreas salvajes, aumentará la
fragmentación y se intensificará su efecto negativo global sobre la supervivencia de la fauna.
Las presiones ejercidas sobre esos ricos recursos naturales y sistemas ambientales, en
particular sobre las regiones del Pacífico asiático ricas en biodiversidad, han crecido de manera
continua a lo largo de las décadas pasadas. La población actual del mundo (2005), 6,100
millones de habitantes, será seguramente de 8,000 millones en 2025, el 97% de los cuales
vivirá en países del Sur. Lo más preocupante para los biólogos conservacionistas es, quizá, que
parte del crecimiento más rápido de la población se está produciendo en las proximidades de
algunos de los hábitats biológicamente más ricos pero también más vulnerables. Las elevadas
tasas de crecimiento en los 25 “puntos salientes de la biodiversidad” –identificados por
Conservation International como especialmente ricos en especies endémicas- han
experimentado ya drásticas reducciones en la cantidad de vegetación original que siguen
albergando.
El siglo XX estuvo marcado por un desarrollo histórico profundo: una evolución involuntaria de
la capacidad de dañar gravemente los ecosistemas mundiales. La guerra constituye una de sus
fuentes. Sin embargo, hasta las complejidades del control mundial de armamentos se ven
ahora empequeñecidas por los cambios inherentes al desbocado crecimiento de la población,
otra causa más de ecocidio moderno. Disminuir la amenaza ecológica que supone la guerra
implica un número de partes implicadas relativamente reducido, unos protocolos
internacionales bien establecidos, unas estrategias alternativas cuyos costes y beneficios son
fáciles de calcular y un reconocimiento general de la gravedad de la amenaza. En cambio,
poner freno al impacto devastador mundial del crecimiento de la población es más difícil, ya
que supone una coordinación de las decisiones vitales más personales de cada habitante del
planeta en un contexto en el que los incentivos socioeconómicos para sacrificar el futuro en
provecho del presento son a menudo irresistibles.
El crecimiento de la población parece afectar a todo, pero, por una serie de razones, los
cambios de tendencia demográficos sólo se dan con mucha lentitud. En primer lugar, los
cambios son en sí mismos un proceso gradual que no tiene lugar en meses o años sino en
generaciones. En un mundo en el que los políticos se ven enfrentados a crisis a corto plazo que
exigen respuestas inmediatas, abordar el espinoso asunto del crecimiento de la población
comporta obstáculos prácticos enormes. En según lugar, el crecimiento demográfico no
genera una cobertura continua de noticias que pueda atraer una mayor atención pública. En
tercer lugar, las reuniones internacionales sobre la población y mujer han encontrado una
acérrima oposición religiosa, sobre todo por parte del Vaticano y de ciertas comunidades
musulmanas. Grupos religiosos y políticos de muchos países pueden intentar bloquear la
puesta en marcha de programas públicos si consideran que socavan la moral o fomentar la
promiscuidad. De todos modos, bastarían sólo 20,000 millones de dólares al año para
proporcionar anticonceptivos a cualquier mujer que los quisiera, lo que permitiría reducir
voluntariamente la natalidad a las familias de todo el mundo. En cuarto lugar, será inevitable
que se produzcan tensiones en torno al reparto de recursos, porque la mejor estrategia para
abordar el crecimiento de la población implica inversiones simultáneas en sanidad, educación
y emancipación femenina, además de proporcionar servicios anticonceptivos y ginecológicos.
Algunos sociólogos han expresado su decepción al observar que la nueva atención prestada al
desarrollo humano hacía olvidar la importancia de reducir la fertilidad.
La moraleja del cuento es que nos reproducimos a escala mundial sin tener en cuenta un
futuro de pérdida acelerada de los bosques, agotamiento del agua dulce y pobreza. La
privación ecológica y social mundial ha aumentado en números absolutos. En 2025, la mayor
parte de la población de los países en desarrollo sufrirá escasez de agua, dos de cada tres
personas sobre la Tierra vivirán en condiciones de estrés hídrico, y los mares subirán de nivel y
podrían inundar grandes regiones, lo que sólo en China puede desplazar a 70 millones de
personas. Es evidente que las causas de todo ello son múltiples, pero, sin un programa
demográfico, los esfuerzos para un desarrollo social alternativo y una restauración ecológica
mundial son como “intentar secar el suelo con el grifo abierto”. El crecimiento cero de la
población en el curso de la próxima generación es uno de los requisitos críticos para reducir la
degradación progresiva del medio ambiente mundial y la extinción de las especies.
5
Ecocidio y globalización
Para atraer empresas como la suya […] hemos derribado montañas, arrasado selvas, secado
zonas pantanosas, movido ríos, desplazado ciudades, […] todo para facilitarles, a usted y su
empresa, hacer negocios aquí.
David Goldblatt
Los países ricos del Norte se han embarcado en un proyecto neoliberal de desregulación y
mercantilización globales. Ese gigantesco esfuerzo ideológico por “liberalizar” los mercados
mundiales ha sido calificado como “globalismo” por el politólogo Manfred B. Steger. Coincide
con el proceso social de “globalización neoliberal”, fenómeno caracterizado por la
transnacionalización de la producción, el estímulo del rendimiento, la permeabilidad de las
fronteras nacionales, la compresión de espacio y tiempo propiciada por la revolución de las
tecnologías de la comunicación y el transporte y la aparición de compañías transnacionales
como motores principales del poder económico.
Los mercados mundiales están dominados en la actualidad por multinacionales que se cuentan
entre las instituciones menos democráticas y que menos cuentas rinden. Por su naturaleza,
esas compañías crean una concentración legal de poder al tiempo que protegen a quienes lo
ejercen sin que tengan que responder de las consecuencias de su uso. Muchas multinacionales
disponen de mayor poder económico que la mayoría de los Estados y dominan los procesos
políticos de casi todos ellos. Su creciente poder, junto con su falta de transparencia, constituye
una seria amenaza para los derechos políticos y económicos básicos de las personas en todo el
mundo. Sus cifras de negocios internacionales suelen dejar en ridículo el producto interno
bruto de naciones enteras. De los 100 sistemas económicos más importantes del mundo, 47
son multinacionales, cada una de ellas más rica que 130 países. De hecho, sólo 17 países
pueden exhibir un PIB mayo que el de General Motors. El PIB de Israel en 1992 fue de 69,800
millones de dólares; las ventas Exxon durante ese mismo año fueron de 103,500 millones de
dólares. El PIB de Egipto en 1992 fue de 33,600 millones de dólares; las ventas de Philip Morris
durante ese mismo año fueron de 50,200 millones de dólares. Unas 200 empresas que poseen
más de la cuarta parte de los activos productivos del mundo, ejercen enormes presiones
políticas sobre Estados relativamente débiles.
Esas compañías son claramente parte integrante del desastre ecocida moderno. Las
compañías multinacionales definen de muchas maneras nuestro mundo cada vez más ecocida
y lo hacen silenciando, trivializando o legitimizando eficazmente sus prácticas sociales y
ecológicas tremendamente dañinas. La naturaleza organizativa de las multinacionales,
profundamente antidemocrática, desempeña un papel en la línea de conducta y en la política
del capitalismo global, que ha llevado a nuestro planeta al borde del colapso social y ecológico.
Esas compañías no sólo persiguen los beneficios en los mercados de bajos salarios sino que
buscan también eludir los marcos normativos más estrictos de los países del Norte, acelerando
así la destrucción de los ecosistemas y la biodiversidad en el Sur. Además, la industria agraria
del siglo XXI ha optado por unas técnicas manipuladoras sin precedentes en el campo de la
ingeniería genética alimentaria y por el desarrollo de nuevos fertilizantes, plaguicidas y
herbicidas sintéticos. Cada vez son más las zonas del paisaje mundial empujadas a la órbita
exclusiva de la globalización mercantil, acelerando así 500 años de degradación ecológica y de
ecocidio progresivo.
Pobreza y ecocidio
Ghana, Filipinas e Indonesia pueden servir como ejemplo para advertir de las consecuencias
medioambientales perjudiciales de los programas de ajuste estructural que obligan a
intensificar la producción para la exportación con el fin de obtener divisas. Ghana aumentó su
producción de cacao para tratar de pagar su deuda, pero, desgraciadamente, las condiciones
mercantiles se deterioraron ya que al aumento de producción se le unió un descenso del 48%
de los precios mundiales del cacao entre 1986 y 1989. Abrumada por ese deterioro de las
condiciones de intercambio, Ghana se vio obligada a endeudarse todavía más para cubrir el
aumento de su déficit comercial, con una deuda externa que ascendió de 1,100 millones de
dólares en 1978 a 3,400 millones en 1988. Para hacer frente al descenso de las ganancias en
divisas del cacao, el gobierno ghanés relanzó la explotación industrial de la selva con el apoyo
del Banco Mundial. La producción de madera aumentó de 147,000 m3 a 413,000 m3 por año
entre 1984 y 1987, acelerando la destrucción de la ya reducida cubierta forestal del país. Al
ritmo de deforestación de los años 90, el economista político Fantu Cheru predijo que Ghana
se quedaría sin selvas en el año 2000. Las mismas fuerzas que en los años 80 aceleraron la
devastación de sus selvas ha agravado desde entonces la degradación de los bosques y han
afectado a la vida salvaje, el agua, la biodiversidad y la salud de sus poblaciones realizando
operaciones agresivas de extracción de oro, lo que supone la conversión masiva de tierras
indígenas en zonas mineras e instalaciones industriales.
Al igual que Ghana, Filipinas ha sido un fiel cumplidor de la formula neoliberal de ajuste
estructural. El país ha estado dedicando entre el 25% y el 30% de sus ingresos en divisas a
pagar el servicio de su deuda. De los casi 50,000 millones de dólares que valían los productos
exportados por Filipinas entre 1981 y 1989, las exportaciones tradicionales basadas en sus
recursos representaron casi 23,000 millones, es decir, más del 45%. La proporción del país
cubierta de selva ha descendido del 50% en la década de 1950 al 18% a finales de los 90, y la
mayor parte de la madera es exportada a Japón. Sus recursos pesqueros de bajura ya se
habían agotado a finales de la década de 1980. De sus 500,000 hectáreas originales de
manglar, zonas de desove de peces costeros, quedaban menos de 30,000 a finales del siglo XX.
La mayor parte de esos importantes hábitats se ha convertido en piscifactorías o criaderos de
camarones dirigidos especialmente a la producción para los mercados extranjeros. De hecho,
la “revolución azul” de la acuicultura, y en concreto el cultivo de camarones en países como
Filipinas, Malasia, Tailandia, Vietnam, Bangladesh, Ecuador y México, revela el impacto
medioambiental devastador de una producción orientada hacia la exportación y empujada por
la deuda. La construcción de criaderos de camarones para servir a los mercados japonés,
estadounidense y europeo no sólo ha supuesto la destrucción de los manglares y las zonas de
desove de los peces costeros, sino también ha perturbado la agricultura tradicional. La
afluencia de agua salada hacia el interior debido a la eliminación de los manglares amenaza
con disminuir la productividad de los arrozales adyacentes. La alta demanda de agua dulce
deja poco de este preciado recurso para el cultivo del arroz. En algunas zonas, los suministros
de agua han caído en picado, lo que ha llevado a su racionamiento por parte de las
autoridades.
En consecuencia, las selvas indonesias han estado sometidas desde los años 80 a los incendios
forestales provocados mayores de la historia de la humanidad, que han destruido
irreparablemente gran parte de los vestigios evolutivos de la red de ecosistemas y los hábitats
biológicamente más diversificados del planeta. Esos incendios apocalípticos han expuesto a
unos 100 millones de habitantes a una neblina de humo espeso (que podía verse en
fotografías tomadas desde satélites y colgadas en internet). La poca visibilidad debida al humo
produjo accidentes mortales de aviación y colisiones de barcos en la zona comprendida entre
Borneo y Singapur. La calidad de aire llegó a ser tan mala que los gobiernos de la región se
vieron obligados a declarar un estado de emergencia temporal. En determinado momento, el
primer ministro malayo Mahathir Mohamad llegó a llevar en público una mascarilla quirúrgica
y recomendó a sus compatriotas hicieran lo mismo. Mike Davis hizo este incisivo comentario:
“Los incendiarios billonarios pegaron fuego por codicia a casi todo el archipiélago malayo”.
Los daños ecológicos son, en gran medida, irreversibles. Por ejemplo, el 80% de los hábitats de
orangutanes de Indonesia han sido destruidos y sólo ha quedado un 2% de sus hábitats
originales. En la actualidad el mundo está perdiendo en conjunto cubierta forestal a un ritmo
sin precedentes: durante los últimos 15 años del siglo XX, la cubierta forestal total disminuyó
en unos 180 millones de hectáreas, una superficie casi tan grande como México.
El nuevo orden mundial creado por la globalización neoliberal se manifiesta quizás del modo
más descarnado en el hecho escalofriante de que hubo más incendios forestales en cada uno
de los años de la última década del siglo XX que en toda la historia de la humanidad. Esos
incendios han destruido irreparablemente una preciosa biodiversidad, resultado de millones
de años de evolución.
Entre las voces críticas procedentes del campo de la ecología social hay un consenso
abrumador sobre el hecho de que la actual situación es básicamente insostenible. Diversos
autores han acuñado diferentes expresiones para esta situación: algunos lo llaman “ecocidio”
o “terracidio”, otros se refieren a ella como “planetacidio”. Desgraciadamente el abismo entre
esta clarividencia y las prácticas sociales y ecológicas existentes se han agrandado aún más
durante los últimos años. El crecimiento de la población durante la década de 1990 ha
superado el experimentado en los 10,000 años precedentes. Con un crecimiento del 40% en
los últimos 30 años y un consumo cuadriplicado, ¿cómo podemos cambiar el sentido de la
pérdida de biodiversidad, el daño producido a la atmósfera del planeta y la degradación del
medio ambiente? Es evidente que el modo dominante de desarrollo mundial no es
“sostenible”; es decir, estamos comprometiendo la capacidad de las futuras generaciones para
satisfacer sus necesidades.
William Catton fue el primer sociólogo medioambiental que diagnosticó en época moderna
reciente la trayectoria global de las relaciones humanas sociales y ecológicas en términos de
ecocidio progresivo o de exterminio de especies, que calificó como “extralimitación”. Tal como
escribió ya a principios de los años 80, “resulta evidente que la naturaleza debe entablar en un
futuro no muy lejano algún proceso por bancarrota contra la civilización industrial y quizás
contra la actual cosecha de carne humana”, como lo ha hecho tantas veces en respuesta a
episodios anteriores de extralimitación. Esta “extralimitación” significa simplemente que
hemos superado la capacidad de carga del planeta Tierra. Si la actual población mundial de
6.100 millones de personas (2005) tuviera que vivir según los niveles ecológicos actuales de
Estados Unidos, una primera aproximación razonable de la superficie total de tierras
productivas requeridas sería de más de 26,000 millones de km2 (en función de la tecnología
actual). Pero toda la Tierra no tiene más que 13,000 millones de km2, de los que sólo unos
8,000 millones son tierras ecológicamente productivas de campos, pastos y bosques. En
resumen, necesitaríamos al menos dos planetas más del tamaño de la Tierra para satisfacer las
crecientes exigencias ecológicas, puesto que hay límites evidentes a las capacidades
regenerativas de la naturaleza. La pérdida de especies y la consiguiente reducción de la
biodiversidad son, a todos los efectos prácticos, irreversibles y definitivas.
La extralimitación disminuye la capacidad de carga: transgredirla desencadena una espiral
ecocida hacia la nada. El clásico estudio del biólogo David Klein sobre los renos de la isla de Sr
Matthew en Alaska nos sirve para ilustrar la cuestión. En 1944 se llevó a la isla una población
de 29 renos, sin tener en cuenta su impacto sobre el ecosistema local. Al cabo de dos décadas,
la población llegó a las 6,000 cabezas, sólo para caer a pico al cabo de tres años hasta una
población de 41 hembras y un único macho, todos ellos en una situación penosa. Klein calcula
que la capacidad de carga de la isla era de unos cinco renos por km2. En el punto máximo, llegó
a haber 18 renos por km2. Después del colapso, sólo quedaron 0.126 animales por km2. La
recuperación de los recursos alimentarios agotados llevará décadas pero, como una población
de renos continúa residiendo en la isla, podría no producirse jamás.
El ejemplo muestra que la extralimitación es una situación temporal a la que sigue un drástico
declive de la población. Un posible colapso humano en el siglo XXI es una posibilidad nada
desdeñable. De momento, los gobiernos del mundo han hecho poquísimo por evitarlo. Así, por
ejemplo, el fracaso de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente,
celebrado en Río de Janeiro en 1992, se debió sobre todo a la resistencia de las grandes
empresas. La única superpotencia que queda en el mundo, Estados Unidos, no ha suscrito
varios tratados importantes sobre biodiversidad y cambio climáticos redactados durante la
década de 1990.
Lo que importa es la escala y la naturaleza del consumo, y buena parte del practicado en los
países del Norte es extremadamente dañino para el medio ambiente. Por ejemplo, el carbón
que quemamos para generar electricidad produce partículas, compuestos ácidos, mercurio y
otras materias tóxicas que contaminan el aire, el suelo y el agua. La gasolina que utilizamos
para hacer correr nuestros coches por las congestionadas autopistas produce humos y gases
perjudiciales. Para satisfacer la demanda mundial de productos madereros, la industria de la
madera aclara y tala anualmente millones de hectáreas de bosques tanto públicos como
privados. Hasta nuestro apetito de carne se ha convertido en un grave problema, ya que la
cantidad de cereales necesarios para alimentar el ganado multiplica el impacto de los métodos
de agricultura intensiva sobre el aire, el suelo y el agua. En consecuencia, reducir el consumo
de combustibles fósiles, cambiar nuestras prácticas agrícolas y distribuir los riesgos
medioambientales de modo más equilibrado son pasos fundamentales hacia la supervivencia
colectiva de nuestra especie.
Quienes reclaman la parte del león en este gran festín residen en su mayor parte en los países
ricos del hemisferio Norte, sobre todo en EE UU. Comparados con quienes viven en los países
más pobres del Sur, los miembros de ese grupo consumen enormes cantidades de energía,
metales, minerales, productos forestales, agua potable, peces, cereales y carne. Según el
Worldwatch Institute, un ciudadano medio de un país desarrollado gasta tres veces más agua
potable, diez veces más energía y 19 veces más aluminio que un ciudadano medio de un país
en desarrollo. El ciudadano medio norteamericano quema dos veces más combustibles fósiles
que el británico medio y dos veces y media más que el japonés medio. EE UU produce y
consume un tercio del papel del mundo, pese a tener sólo el 5% de la población mundial y el
6% de su cubierta forestal. El simple derroche de materiales que realiza esta “clase planetaria”
es pasmoso: el norteamericano medio tira casi una tonelada de basura al año, de dos a tres
veces más que el europeo medio, por no hablar de los ciudadanos menos privilegiados del Sur.
Por supuesto, no todos los estadounidenses entran en la misma categoría de consumidores,
dadas las tremendas desigualdades existentes en el país más rico de la Tierra. Es evidente que
los ricos tienden a consumir mucho más. Suelen viajar más e ir más lejos y conducir coches,
como los todoterreno, que consumen más gasolina. Del mismo modo, hay mucha riqueza
incluso en los países más pobres en desarrollo. Las élites indígenas están ansiosas por gastar
su dinero del mismo modo ecocida que lo hacen los norteamericanos ricos. El consumismo no
es una fama de la vida estadounidense sino una tendencia mundial floreciente y muy
diversificada. El término Homo esophagus colossus va bien a esta clase mundial de
consumidores, dado su enorme impacto negativo sobre las especies y la biodiversidad del
planeta.
El ecocidio y la noria global de la producción
EL concepto de “noria de la producción” es una expresión acuñada por Galbraith para mostrar
cómo funciona nuestra moderna sociedad materialista “orientada hacia el consumidor”. El
sistema global de noria de trabajo, ampliamente responsable del acelerado ritmo de ecocidio,
constituye una “especie de jaula gigante para ardillas”. Todos nos hallamos dentro de esa
noria gigante y no podemos o no queremos salir de ella. Los invasores y directivos se ven en la
necesidad de acumular riqueza y ampliar la escala de sus operaciones para poder prosperar en
un medio globalmente competitivo. Para la inmensa mayoría de los habitantes del mundo, el
encarcelamiento dentro de la noria es más limitado e indirecto: deben simplemente obtener
un empleo que les procure un salario decente. Pero para conservar ese empleo y mantener un
nivel de vida aceptable es necesario correr cada vez más deprisa, como la Reina de Corazones
en Alicia a través del espejo, para seguir en el mismo sitio. Una proporción cada vez mayor de
personas dentro de este sistema mundial de noria de trabajo -en la actualidad se calcula en
más de 850 millones- están subempleadas o no tienen empleo.
Teniendo en cuenta esas grandes fuerzas estructurales, el principal culpable del fin de partida
ecocida no son ya simplemente los individuos que actúan de acuerdo con sus necesidades tal
como las perciben y con sus deseos adquiridos, sino la propia noria global de la producción.
Como hemos analizado en los capítulos anteriores, esta noria lleva girando bastante tiempo y
ha creado una lamentable situación que se enfrenta a la salud ecológica básica del planeta.
Según señala John Bellamy Foster, una tasa de crecimiento continua del 3% anual de la
producción industrial, como la habida entre 1970 y 1990, significaría que la industria mundial
doblaría su tamaño cada 25 años, se multiplicaría 16 veces cada siglo, 250 veces cada dos
siglos, 4,000 veces cada tres siglos, y así sucesivamente…
El paisaje del mundo está cada vez más lleno de detritus y bombas de relojería microtóxicas y
radiológicas. El grado de toxicidad del entorno ha ido aumentando de manera regular a lo
largo del último medio siglo. Algunos de los 100,000 productos químicos sintéticos
introducidos en el último siglo están afectando a los sistemas reproductores de humanos y
animales, incluso generaciones después de haber sufrido la exposición. Por ejemplo, a fines
del siglo XX se habían producido en todo el mundo más de 1,000 toneladas de plutonio. La
radiación anual del plutonio utilizado en las 424 centrales nucleares del mundo bastaría ella
sola para destruir todos los organismos vivos de la tierra. En suma, la noria global de
producción ha formado una configuración social mundial extremadamente dañina. Escribe
Foster: “Desde una perspectiva medioambiental no nos queda, al parecer, más remedio que
oponernos a la noria de la producción”.
Los defensores del medio ambiente más activos han explicado hace ya tiempo que la oposición
al ecocidio debe adoptar la forma de una revolución moral de mayor alcance. Si se trata de
llevar a cabo una “transformación moral”, no parece, sin embargo, que vayamos a tener éxito
en realizarla si no nos enfrentamos a lo que el sociólogo C. Wright Mills ha llamado “la
inmoralidad mayor”, es decir, las formas de “inmoralidad estructural” edificadas sobre las
instituciones de poder y sobre la propia noria de la producción. La inmoralidad estructural
produce sociedades caracterizadas por la pérdida de la capacidad de indignación, el
crecimiento del cinismo, la disminución de los niveles de participación política y la aparición de
una existencia atomizada centrada en lo comercial.
Bajo las condiciones de una cultura empresarial global, con una industria orientada hacia una
producción y un comercio lucrativos, cabe esperar que la gente esté más interesada en los
precios de las mercancías que en el estado cada vez más precario del medio ambiente del
planeta y en el alcance cada vez más ecocida de la crisis de la actual extinción en masa.
Cada lucha medioambiental actual es también una lucha contra la expansión de la noria global,
como ocurre en el caso de los campesinos sin tierra o de las grandes empresas que buscan
aumentar sus beneficios sin preocuparse gran cosa por la devastación ecocida y social que
dejan a su paso. Mostrarse comprensivo con los débiles significa abrazar una moral común que
constituye una base sólida desde la que combatir la inmoralidad de la noria de producción. Por
encima de todo, debemos admitir que aumentar la producción no eliminará la pobreza. Según
muestra la historia del siglo XX, la expansión y el crecimiento económicos elevan,
simplemente, los riesgos ecocidas.
La mayor parte de las instituciones modernas forman parte integral de la noria global de la
producción. El equivalente de la “noria de la producción” es en el campo educativo la “noria
de diplomas” de la reproducción ideológica. La educación moderna ha desempeñado un papel
decisivo en la reproducción ideológica de la situación mundial progresivamente ecocida.
Después de todo, como escribe el lingüista y crítico social Noam Chomsky:
Allan Schnaiberg, uno de los principales sociólogos ambientales norteamericanos, fue uno de
los primeros universitarios que llamó la atención sobre el lamentable estado de la educación
ambiental en las instituciones de enseñanza superior tanto en EE UU como de otros países.
Schnaiberg sostiene que “son pocos los estudiantes a quienes se hace pensar realmente de
manera sistemática y con cierta amplitud en cuestiones medioambientales del campo de su
experiencia cotidiana”. Lo que pasa por “educación ambiental” es, en palabras de Schnaiberg,
“gravemente deficiente en todos los niveles del sistema educativo”. Y concluye de manera
pesimista: “He descubierto repetidas veces, en clases y reuniones (incluso en reuniones
profesionales), que los estudiantes y hasta mis colegas carecen verdaderamente de cualquier
perspectiva sistemática de los sistemas ecológicos y sociales y, especialmente, de la relación
sistemática entre ambos”. En suma, las instituciones dominantes –la industria de la cultura, la
educación y los medios de comunicación- no han logrado desarrollar una iniciativa educativa
seria porque están demasiado arraigadas en las estructuras económico-políticas de la noria
global de la producción.
El giro ideológico
Las cuestiones relativas a la actuación humana, es decir, a los procesos sociales y económicos
por los que llegamos a una situación de árboles calcinados, nutrias muertas, cetáceos
envenenados, rara vez aparecen en el discurso oficial. Ni la educación ni la cobertura de los
medios de masas nos estimulan a plantear preguntas históricas sobre los actores, las
instituciones y los procesos que se hallan tras las playas impregnadas de petróleo, las selvas
tropicales destruidas o las sustancias tóxicas en nuestras sociedades. Los teóricos críticos y los
activistas de base que insisten en afirmar que el ecocidio progresivo y los demás “problemas
medioambientales” son cuestiones existenciales colectivas que no pueden ser reducidas a
asuntos técnicos, suelen recibir los calificativos de “alborotadores” o “agoreros”. En cambio,
esas personas se limitan simplemente a señalar que nuestros “problemas medioambientales”
están profundamente arraigados en los cimientos de la propia sociedad moderna.
Los sociólogos críticos han exigido más de una vez una ampliación y una extensión radicales de
la democracia en dirección a una nueva “democracia ecológica”. Crear nuevas instituciones,
nuevas relaciones sociales y una nueva cultura permitiría establecer entre los seres humanos,
y entre los humanos y las demás especies, unas relaciones más comprometidas con la vida.
Por tanto, una ecología política emancipatoria debería comenzar por una crítica implacable del
ecocidio, la pérdida de la biodiversidad y la globalización de la degradación medioambiental. El
resto de este capítulo desarrolla con más detalle algunos de los elementos esenciales de esta
visión de la emancipación de la especie.
¿Qué piensan sobre la relación entre el capitalismo y la crisis ecológica los movimientos de
base partidarios de la justicia social y medioambiental? Los teóricos críticos de la ecología
social han sostenido generalmente que, como el capitalismo se basa en el principio de
“crecimiento o muerte”, un capitalismo “verde” es insostenible y, por tanto, imposible. Dada
su lógica institucional, el capitalismo debe expandirse continuamente creando al mismo
tiempo nuevos mercados, aumentando la producción y el consumo, invadiendo más
ecosistemas y utilizando más recursos. El sociólogo Takis Fotopoulos ha explicado que la razón
principal de que el proyecto de “volver verde” el capitalismo no sea sino una “utopía” radica
en que “existe una contradicción fundamental entre la lógica y la dinámica del crecimiento
económico, por una parte, y el intento de someter esa dinámica a intereses cualitativos, por
otra”.
Además, los partidarios de la democracia ecológica afirman que la competencia global entre
los Estados nacionales es otro elemento responsable del ecocidio. A medida que la
competencia internacional se hace más intensa y se extienden las armas de destrucción
masiva, se siembran las semillas de una guerra global catastrófica con armas nucleares,
químicas y biológicas. Como esa guerra sería el desastre ecológico definitivo, los movimientos
pacifistas y ecologistas no son sino aspectos de un mismo proyecto básico. De igual modo, los
demócratas ecologistas admiten que la dominación de la naturaleza y la dominación de la
mujer por el hombre han ido históricamente de la mano a lo largo de la historia. De ahí que el
llamado “ecofeminismo” no sea sino un aspecto más de la democracia ecológica.
Los expertos continúan debatiendo si existen límites a las reservas de los recursos naturales.
Sea como sea, el alcance mundial de la televisión occidental, las películas, videos y anuncios
publicitarios significa que hay un número sin precedentes de personas que están
constantemente informadas de todos los bienes que no poseen. Dar por hecho que los pobres
aceptarán indefinidamente su posición subordinada sería una ingenuidad. Los movimientos
nacionalistas, fundamentalistas y paramilitares crecen en muchos países y sus dirigentes
tendrán cada vez más posibilidades de acceso a armamento nuclear, químico y biológico. Por
tanto, proporcionar un desarrollo sostenible para todos sobrepasa la mera cuestión de
proteger el medio ambiente: es fundamental para la seguridad regional y global.
Moderar el flujo de mercancías imponiendo tasas aduaneras urgentes para rectificar los
déficits comerciales, cambiar las prácticas laborales de los países en desarrollo y
permitir a los trabajadores tener una participación en el capital.
Restablecer los controles nacionales y regionales sobre el capital global.
Establecer un sistema fiscal progresivo.
Estimular una forma ecológicamente responsable de crecimiento global impulsando la
demanda del consumidor desde la base.
Presionar a las naciones para que acepten unas relacionas comerciales más equilibradas
y absorban más excedentes de producción.
Condonar la deuda de los países más pobres del Sur.
Reorganizar la política monetaria para afrontar las realidades de una oferta monetaria
global a fin de alcanzar una mayor estabilidad y abrir camino a un mayor crecimiento.
Defender los derechos de los trabajadores en todos los mercados y prohibir los talleres
clandestinos.
Replantear el concepto de crecimiento económico para evitar el carácter derrochador
del consumo.
Defender las políticas sociales contra el fundamentalismo del mercado.
Wangari Maathai, una feminista defensora de los derechos humanos y fundadora del Kenyan
Greenbelt Movement [Premio Nobel de la paz en 2004], ha esbozado también algunos
principios de la democracia ecológica. Al hacer hincapié en las “cuestiones vitales para
construir sociedades medioambientalmente sanas y socialmente equitativas”, retó a su
público para realizar las siguientes tareas:
Eliminar la pobreza.
Establecer un comercio justo y respetuoso con el medio ambiente.
Invertir el flujo neto de recursos entre el Sur y el Norte.
Reconocer las responsabilidades del mundo de los negocios y la industria.
Modificar los modelos de consumo derrochadores.
Internalizar los costes medioambientales y sociales del uso de los recursos naturales.
Asegurar un acceso equitativo a tecnologías medioambientalmente sanas y a sus
beneficios.
Redirigir los gastos militares hacia objetivos sociales y medioambientales.
Democratizar las instituciones políticas y las estructuras de toma de decisiones locales,
nacionales e internacionales.
De modo similar, la lista siguiente de amplias directrices establecida por el Movimiento Verde
Internacional basado en una coalición variopinta puede servir también como una visión útil
para los esfuerzos que los movimientos sociales mundiales dedican para conseguir una
democracia ecológica global.
Sabiduría ecológica.
Responsabilidades personal y social.
Valores pospatriarcales.
Descentralización.
Perspectivas de futuro.
Democracia de base.
Respeto a la diversidad.
Economía basada en la sociedad.
No violencia.
Responsabilidad mundial.
Subsistencia
Afecto
Comprensión
Participación
Ocio
Creación
Identidad
Sentido
Libertad
Incluso desde una perspectiva puramente pragmática, hay varias razones que explican por qué
las naciones desarrolladas tienen grandes intereses en cerrar radicalmente el abismo entre
ricos y pobres. En primer lugar, ayudará a que los países del Sur protejan lo que queda de sus
enormes reservas de biodiversidad, cuya destrucción afecta al menos a dos elementos
importantes de la capacidad de resistencia de la Tierra. La necesidad de plantas silvestres y
microorganismos, que ya aportan hoy los ingredientes activos de más del 25% de los
modernos productos farmacéuticos, puede agudizarse conforme la población humana vaya
siendo más proclive a las enfermedades. La biodiversidad es también crucial para mantener la
resistencia de los cultivos a las plagas y la sequía y proporciona la materia prima para la
ingeniería genética, ayudando así –como es de esperar- a que se produzca un enorme
aumento de los rendimientos agrícolas requeridos para alimentar a una población en
crecimiento exponencial.
En segundo lugar, las naciones en desarrollo han ido muy lejos en la demostración de su
capacidad para degradar gravemente los sistemas que soportan la vida en todo el planeta,
siguiendo simplemente las mismas vías de desarrollo recorridas por los países ricos. Unos
cálculos elementales indican que la explotación de las reservas de carbón para alimentar el
desarrollo, por modesto que fuera, podría ahogar cualquier esfuerzo realizado por las naciones
industrializadas para reducir sus propias emisiones de gases de efecto invernadero. De modo
parecido, un nuevo e importante aumento de las emisiones de metano y óxido nitroso
acompañaría a la expansión actualmente prevista de la agricultura y la continua destrucción de
las selvas tropicales. Se sabe desde hace tiempo que sólo para asegurar ese elemento
atmosférico de la propiedad común mundial es necesario el despliegue en las naciones
desarrolladas de tecnologías menos perjudiciales, como las tecnologías energéticas basadas en
el hidrogeno y el Sol, y una transferencia al resto del mundo.
En tercer lugar, la disparidad siempre creciente entre ricos y pobres acarrea graves
consecuencias para la capacidad de carga social, entre otras una desorganización económica y
conflicto sociales cada vez mayores a medida que se aceleren las transferencias de capital,
mano de obra y refugiados, ahondando las diferencias sociales y económicas. Los desafíos
políticos parecen también inminentes según aumentan las filas de quienes tienen muy poco
que perder, prolifera la capacidad nuclear en el mundo en desarrollo y se incrementa la
vulnerabilidad ante el terrorismo.
En resumen, la lección de esta historia es que no hay salida por donde escapar en un bote
salvavidas, ni siquiera para los más ricos. Todas las naciones tendrán que asumir los límites de
la capacidad de resistencia del planeta, y reconocer que no sólo hay penurias de origen social,
o “limites sociales al crecimiento”, sino también penurias absolutas o límites ecológicos al
crecimientos. A menos que se tomen medidas por parte de los ricos para fomentar un
desarrollo sostenible, está prácticamente garantizada la continua destrucción de los sistemas
que sustentan la vida de la humanidad. Sin embargo, las premisas de este libro son que el
colapso civilizatorio y ecológico no son un fait accompli: no es inevitable una catástrofe
mundial y existe la posibilidad tecnológica y económica de una sociedad sostenible y
socialmente justa. Como propone el sociólogo Anthony Giddens, la humanidad debe “buscar
una teoría de la sociedad que sea una sociedad globalizadora, donde los mercados son muy
importantes pero pueden conciliarse con la cohesión social y con cierto grado de justicia
social, así como con una comunidad cosmopolita y abierta”.
Una tarea crucial de los ecologistas debe consistir en examinar cómo definen e impulsan las
instituciones las diferentes concepciones de intereses. Las preferencias y las concepciones que
tienen los individuos de sus intereses deben ser el punto de llegada del análisis, no su punto
de partida. La economía debe dejar de preocuparse de las equivalencias y los precios (reales o
ficticios) e ir “hacia una búsqueda de las condiciones institucionales en que los individuos
puedan desarrollar su preocupación por el medio ambiente de un modo racional y sensible”.
Algunas cuestiones centrales que deben plantearse son las siguientes. ¿Qué marcos
institucionales se preocupan por las futuras generaciones y el mundo no humano? ¿Qué
marcos estimulan el debate racional sobre cuestiones medioambientales? ¿Cuáles son las
condiciones institucionales de las prácticas económicas sostenibles? ¿Qué instituciones y
relaciones de poder socavan tales concepciones? Interrogantes de este tipo, aunque sean
ignorados por las tradiciones económicas neoclásicas, forman parte crucial de una tradición
más antigua: la aristotélica. El filósofo ambiental John O´Neill señala que una tarea de esa
tradición es:
Formar asociaciones políticas y sociales que permitan a cada persona actuar virtuosamente y
vivir felizmente, al tiempo que se limita el poder de las instituciones del mercado, que
estimula una acumulación ilimitada y, por tanto, el vicio de la pleonexia: el deseo de tener más
de lo que es necesario.
A pesar de las alegaciones de los economistas ortodoxos, tales asociaciones tratarían los
deseos individuales con muchísimo más respeto que las burocracias basadas en el ideario de
costes y beneficio. Las instituciones ecológicamente sanas reconocerían, por ejemplo, que los
problemas de extinción masiva, inundación de zonas húmedas o contaminación de los océanos
pueden comprenderse y tratarse adecuadamente sólo si se tiene en cuenta la historia
económica y la irreductible pluralidad de las prácticas sociales y de las comunidades locales.
Las próximas décadas ofrecen a la humanidad un período en el que hay una oportunidad para
poner los fundamentos institucionales de una propiedad común global y equitativa. Aquí es
crucial “la libertad de hacer uso público de la propia razón en todos los asuntos”, como dijo
Immanuel Kant.
Epílogo
A comienzos del siglo XXI es ya evidente que, por primera vez desde la extinción de los
dinosaurios, hace 65 millones de años, se están produciendo en nuestro planeta cambio de
enorme importancia ecológica. Esos cambios son consecuencia de las actuaciones de una sola
especie animal, Homo sapiens sapiens. La capa de ozono de la estratosfera, que ha protegido
la vida terrestre durante cientos de millones de años de la radiación ultravioleta del Sol, está
empezando a desintegrarse. Sólo ahora comienzan a reconocerse, aunque con reticencias, los
cambios progresivos en el clima del planeta como resultado de las emisiones de gases de
efecto invernadero. Otros cambios significativos comprenden los importantes cambios
ecológicos producidos en los océanos, los graves daños en los bosques del hemisferio Norte
debido a la lluvia ácida y la rápida desaparición de las selvas tropicales. Desde 1970, los
bosques del mundo han pasado de 11.4 km2 a 7.3 km2 por cada 1,000 personas. Se han
agotado la cuarta parte de las poblaciones de peces del mundo y otro 44% se está pescando al
límite de su capacidad biológica.
Como escribe el biólogo Stephen Hubbell en una de las contribuciones científicas recientes
más importantes en ecología y biogeografía, “podemos decir realmente y sin exagerar que
apenas tenemos tiempo para salvar gran cosa de la diversidad de la vida sobre la Tierra”. Los
humanos acaparamos ya un sorprendente 40% de la producción primaria terrestre para
nuestro propio uso egoísta. Acaparar una parte tan enorme de la capacidad natural productiva
de la Tierra tiene un coste inmenso en pérdida de hábitats naturales, reducción de la viabilidad
o extinción pura y simple de las especies.
Más que ninguna otra situación ecológica difícil, la moderna crisis de extinción en masa es un
indicativo de la desincronización de la vida en nuestro planeta. La extinción de especies es
irreversible, sobre todo si se mide a escala del tiempo evolutivo humano. Que su ritmo se
acelere debería considerase como un problema medioambiental de mayor importancia aún
que la desaparición de la capa de ozono, el calentamiento global o la contaminación. La
sinergia y la actuación conjunta de las depredaciones contemporáneas de origen militar,
demográfico y socioeconómico indican que las fuerzas destructivas de la época moderna
reciente han entrado en una fase cada vez más ecocida.
Como seña el premio Nobel, novelista y filósofo Elias Canetti, “la supervivencia del planeta se
ha hecho tan incierta que cualquier esfuerzo, cualquier idea que dé por hecho un futuro
seguro equivale a una apuesta de locos”. Una vez más, sin embargo, los resultados de la
historia no están predeterminados. Ninguna de las tendencias sociales esbozadas más atrás
son “inevitables” en un sentido fatalista. Al contrario, esas tendencias son el resultado
históricamente contingente de la evolución social y cultural humana: el resultado conjunto de
la acción humana operando bajo diversos conjuntos de condiciones posibles y de restricciones
impuestas históricamente por las instituciones sociales y el medio ambiente. Los seres
humanos ocupan en el universo un lugar que no es ni centra ni insignificante. Quizá seamos la
única especie de nuestro tipo en toda la galaxia, pero sólo representamos una entre una
miríada de formas de vida que han evolucionado en el planeta Tierra en los últimos 4,000
millones de años. Aunque compartamos el 98,3% de nuestros genes con los chimpancés,
nuestra especie ha evolucionado en una dirección muy diferente. Menos del 2% de nuestros
genes nos ha permitido, para bien o para mal, fundar civilizaciones y religiones, desarrollar
lenguajes intrincados, crear arte y fundamentar los principios científicos. Sin embargo, ese
mismo potencial nos ha proporcionado la capacidad de destruir todos nuestros logros de la
noche a la mañana.
La amarga ironía de este peligro ecocida es que nuestra especie constituye la más adaptable
de las criaturas conocidas que hayan existido jamás sobre la Tierra. Como afirmaba el escritor
científico Colin Tudge, los seres humanos somos “un animal todoterreno capaz de resolver en
principio cualquier problema. La adquisición del lenguaje –que permitió a nuestra especie
enfrentarnos al medio ambiente de un modo completamente diferente de cualquier otra
especie- fue tal vez el factor más decisivo. La razón y la introspección, los grandes rasgos
humanos, nos han proporcionado la capacidad de forjar un mundo que se ajusta a nuestras
comodidades. Unidos y divididos a la vez, grabamos sobre la superficie del planeta campos y
calles, centros comerciales y aparcamientos, sin preocuparnos gran cosa de lo que hubo antes
allí. Reemplazamos las “soledades salvajes” por estructuras que nos ofrecen un beneficio más
inmediato, a corto plazo.
Si la historia nos enseña algo es que nuestro impacto global sobre otras especies y sus hábitats
sólo puede ignorarse a nuestra costa. Los seres humanos representamos una parte compleja
de la biodiversidad, y tanto la historia medioambiental comparada como la sociología de la
civilización muestran claramente que al destruir nuestro entorno nos destruimos a nosotros
mismos. La extinción en masa de fines del Cuaternario y la introducción de la agricultura
pusieron en marcha una montaña rusa histórica que oscilaba entre la explosión económica y la
ruptura de los ciclos ecológicos. Ello condujo al ascenso meteórico de las civilizaciones y a su
hundimiento a menudo violento. La modernidad ha elevado los riesgos sociales y ecológicos
globales a un nivel monumental, ampliando masivamente la escala del ecocidio. Los humanos
tenemos una sorprendente capacidad para creer que la prosperidad económica durará por
siempre. Pero jamás ha sido así. El mundo moderno reciente se parece a una especie de noria
suspendida en la que las personas se afanan por todo, excepto por lo que está a punto de
destruirlas. La represión y la negación no adoptan sólo la forma psicológica de evasión de una
auténtica vida interior. Como ya he indicado en capítulos anteriores, el rechazo tan extendido
a admitir la amplitud de los problemas medioambientales globales tiene unas raíces sociales,
institucionales e ideológicas más profundas.
El hecho de que el mundo se convierta finalmente en una tierra baldía ecológica de especies
exterminadas, hombres expulsados de sus bosques, urbanizaciones atestadas y millones de
hectáreas de pastos degradados y ríos envenenados dependerá del resultado histórico de las
luchas humanas emancipatorias. La lucha actual por la conservación de los ecosistemas aún
existentes se unirá a la lucha por una justicia social y medioambiental. Pero el resultado futuro
de esas luchas emancipatorias no se decidirá en los círculos de las instituciones políticas
establecidas. Lo más probable es que quienes lo determinen formen una asamblea de
coaliciones activas de ciudadanos, organismos gubernamentales y organizaciones no
gubernamentales.
Vivimos en una era de ecocidio, atrapados en algún punto entre un pasado industrial
destructivo sin parangón y un futuro incierto que nos ofrece tanto el espectro de la
aniquilación como la promesa de la democracia ecológica. El desafío planteado por el ecocidio
es enorme. Si fracasamos en las responsabilidades colectivas para con nuestro planeta, cada
vez más pobre en especies, habremos fracasado en hacer honor a la noble pretensión de
sabiduría contenida en el nombre de nuestra especie: Homo sapiens sapiens. Entonces, sólo
nosotros seremos culpables. Stephen Jay Gould dijo una vez que “dinosaurio debería de ser un
término elogioso, no de oprobio. Fueron los amos durante más de 120 millones de años, y si
murieron, no fue por su culpa”. A menos que actuemos enseguida para invertir radicalmente
nuestro curso ecocida actual, habremos habitado en este planeta durante un tiempo bastante
más breve que nuestros predecesores reptilianos.