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CAPÍTULO 8

(Mateo 16, 17)

EL CRISTO Y LA ROCA

“Pedro, tomándole aparte, comenzó a reconvenirlo” (Mateo 16:22)

D
igamos que usted le pide a doscientos cincuenta personas que formen
un círculo y respondan estas preguntas: ¿A quién me parezco? ¿Cuáles
son los rasgos distintivos de mi carácter?
¿Le gusta esa idea, doscientos cincuenta personas hablando de usted?
¿Qué piensa que dirían? ¿Se sentiría animado o desanimado? ¿Encantado o
desolado?
Ahora tratemos una actividad diferente. Conéctese a Internet y busque las
palabras “arena magnificada doscientas cincuenta veces”. Luego haga clic en
las “imágenes”.
¿Qué le parece? Bastante bien, ¿eh? ¿Quién habría pensado que tales teso-
ros estuvieran escondidos en la arena, que cuando uno recogía un puñado
de arena, estaba recogiendo miles de diminutas conchas preciosas? Todo lo
que necesitábamos es la capacidad de verlas.
Cuando Dios nos mira, él ve mucho más de lo que todo el mundo ve. Él
ve un tesoro escondido que nada más necesita ser expuesto. Veamos un
hermoso ejemplo de esto en la relación de Jesús con un discípulo y amigo.
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AUDAZ POR CRISTO


Después de Jesús, el personaje más citado en los Evangelios es Simón Pe-
dro. Durante el tiempo que pasó junto al Maestro, Pedro experimentó la ale-
gría de estar con el Hijo de Dios. Pedro desayunó con Jesús; caminó de pue-
blo en pueblo con Jesús; bromeó con Jesús; intercambió ideas con Jesús; se
convirtió en amigo cercano de Jesús.
Una noche, hasta caminaron juntos sobre el agua.
Pedro vio a Jesús restaurar lo que el pecado había dañado: viejos saltando
como jóvenes, mujeres enfermas que fueron sanadas, ciegos que recibían la
vista, endemoniados que fueron liberados, tormentas apaciguadas con una
palabra...
Después de alimentar a cuatro mil gentiles en las colinas orientales del
Mar de Galilea, Jesús navegó hacia el oeste, a Magdala, donde vivía María
Magdalena. Desafiado por los fariseos y los saduceos para “que les mostrara
una señal del cielo” (Mateo 16:1), Jesús prometió solo la “señal de Jonás”
(versículo 4), que él ya había explicado como estar “tres días y tres noches
en el corazón de la tierra” (Mateo 12:40). Esa misteriosa profecía de su resu-
rrección dejó a sus oyentes desconcertados.
Navegando de nuevo a Betsaida, donde había alimentado a los cinco mil,
Jesús advirtió a los discípulos respecto a la “levadura de los fariseos y de los
saduceos” (Mateo 16:6). Los discípulos, de alguna manera, pensaron que
Jesús se refería a la falta de pan. Les explicó que no se refería a eso. Les pre-
guntó: “¿No entendéis aún, ni os acordáis de los cinco panes entre cinco mil
hombres?... ¿Ni de los siete panes entre cuatro mil?” (versículos 9, 10). No le
preocupaba que hubieran subido sin pan. Su preocupación era la influencia
de los que buscaban solamente el pan, señales externas y milagros, y que no
entendían la naturaleza espiritual de su misión.
La levadura de los fariseos, escribe Elena de White, significaba una actitud
impregnada de egoísmo.
“La glorificación propia era el objeto de su vida. Esto era lo que los indu-
cía a pervertir y aplicar mal las Escrituras, y los cegaba en cuanto al propósito
de la misión de Cristo. Aun los discípulos de Cristo estaban en peligro de al-
bergar este mal sutil. Los que decían seguir a Cristo, pero no lo habían dejado

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todo para ser sus discípulos, sentían profundamente la influencia del racio-
cinio de los fariseos. Con frecuencia vacilaban entre la fe y la incredulidad, y
no discernían los tesoros de sabiduría escondidos en Cristo. Los mismos dis-
cípulos, aunque exteriormente lo habían abandonado todo por amor a Jesús,
no habían cesado en su corazón de desear grandes cosas para sí”. 1

La advertencia de Jesús tal vez tuvo un impacto perdurable en Pedro,


porque cuando el grupo llegó a las regiones del norte de Israel, él estaba
dotado de un gran discernimiento. No mucho antes de esto, Jesús había di-
cho: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque verán a Dios” (Mateo
5:8). Eso estaba sucediendo en Pedro.
“Al llegar Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos,
diciendo: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’. Ellos dijeron:
‘Unos, Juan el Bautista; otros, Elias; y otros, Jeremías o alguno de los profetas’.
Él les preguntó: ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’. Respondiendo Simón
Pedro, dijo: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente’ ” (Mateo 16:13-16).
Había una diferencia del Cielo a la Tierra en la forma en que Pedro identi-
ficó a Jesús, en comparación con la forma en que todos los demás lo hicie-
ron. Todos los personajes mencionados, Juan el Bautista, Elias, Jeremías, los
profetas, eran humanos. En cambio, Pedro reconoció que Jesús era más que
humano, un Nombre sobre todo nombre. Donde todos habían esperado solo
un mesías humano, Jesús era un personaje divino.
Para un pescador judío, al que se le enseñó que Dios era uno, esta fue una
revelación estremecedora: Dios tenía un Hijo.
“Entonces le respondió Jesús: ‘Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás,
porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y
yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y
las puertas del Hades no la dominarán. Y a ti te daré las llaves del reino de
los cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que
desates en la tierra será desatado en los cielos’ ’’ (versículos 17-19).
En su respuesta, Jesús afirmó lo que Pedro ya era, y lo que un día llegaría
a ser. Pero, ¿qué quiso decir Jesús en ese pasaje?
La frase “sobre esta roca” ha generado mucha controversia dentro del cris-

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tianismo. Los católicos suponen que la “roca" se refiere a Pedro mismo, y


aseguraran que Pedro fue el primer papa. Los protestantes creen que la “ro-
ca” se refiere a “Cristo”. Jesús usó la palabra petros para referirse a Pedro, y la
palabra petra para referirse a la roca sobre la cual él edificaría su iglesia, por
tanto él estaba haciendo una distinción entre las dos.
El versículo 19 es aún más difícil. Jesús dijo: “Y a ti te daré las llaves del
reino de los cielos”. La palabra ti está en singular aquí, por lo que claramente
Jesús estaba hablándole específicamente a Pedro. ¿Qué significa esa decla-
ración?
En primer lugar, quería decir que Jesús usaría un día a este humilde pes-
cador para abrir las puertas del reino, primeramente, a los judíos (ver Hechos
2) a quienes Pedro predicaría el evangelio en Pentecostés.
En segundo lugar, que Jesús usaría a Pedro para desbloquear el evangelio
en Samaría (ver Hechos 8:14-25), donde Pedro y los otros discípulos una vez
habían visto cómo Jesús conversaba con una mujer junto al pozo.
En tercer lugar, que Jesús utilizaría a Pedro para llevar el evangelio a los
gentiles (ver Hechos 10) por medio de la visita de Pedro a Cornelio en Cesá-
rea.
Darle “las llaves del reino” no se trataba de Pedro. Se trataba de que Je-
sucristo confiaba en Pedro, y en nosotros, para llevar a cabo sus propósitos.

ESTRELLARSE DURO
Ser un instrumento de Cristo, sin embargo, no significa que Cristo de-
penda de nosotros. Dios no depende de nadie para llevar a cabo sus pla-
nes.
Siglos antes, en una zarza ardiente, el Señor le entregó a Moisés las “lla-
ves” para sacar a su pueblo de Egipto. Pocos días más tarde, mientras Moi-
sés se dirigía a Egipto con su esposa e hijos, el Señor estuvo a punto de po-
ner fin a la vida de Moisés. “Aconteció que, en el camino, Jehová le salió al
encuentro en una posada y quiso matarlo. Entonces Séfora tomó un peder-
nal afilado, cortó el prepucio de su hijo y lo echó a los pies de Moisés, di-
ciendo: A la verdad, tú eres mi esposo de sangre’ ” (Éxodo 4:24, 25).
¿Qué pasó? La respuesta simple es que Moisés ya estaba confiando en la

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carne, no en Dios. El pacto de la circuncisión conllevaba la eliminación de


la carne y la plena confianza en Dios. Al no circuncidar a su hijo, tal como
Dios había ordenado, Moisés demostró falta de confianza en el Señor.
La historia estaba a punto de repetirse.
“Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era ne-
cesario ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los prin-
cipales sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día.
Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirlo, diciendo: ‘Se-
ñor, ten compasión de ti mismo. ¡En ninguna manera esto te acontezca!’ Pero
él, volviéndose, dijo a Pedro: ‘¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres
tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los
hombres’ ” (Mateo 16:21-23).
¡De tener las llaves del reino, a ser llamado Satanás! ¿Por qué, de un mo-
mento a otro, Jesús fue tan duro con Pedro?
Pedro estaba tentando a Jesús, tratando de desviar a Cristo de su misión.
Al tomar a Jesús aparte y reprenderle, Pedro ya no estaba siguiendo a Jesús;
él le estaba diciendo a Jesús que lo siguiera.
Jesús le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”, porque al igual que el
mismo Satanás en el desierto, Pedro se había convertido en una amenaza
para la misión del Salvador.
Aunque Simón Pedro había crecido en su caminar con Jesús, todavía es-
taba tratando de controlar las cosas a su manera. En este sentido, Pedro no
era tan diferente de Judas, que también trató de dirigir a Jesús.
“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘Si alguien quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque todo el que quiera
salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la
hallará. ¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su al-
ma? ¿O qué dará el hombre a cambio de su alma?’ ” (Mateo 16:24-26).
Vivimos en una sociedad que nos dice que debemos seguir nuestros
sueños, sacrificarlo todo por lo que queremos. Pero Jesús nos dice que
tenemos que hacer exactamente lo contrario, nos invita a renunciar a nues-
tros planes y confiar en él. Pedro y los discípulos estaban aprendiendo po-
co a poco lo que es la verdadera fe. La verdadera fe no es la emocionante

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experiencia de perseguir lo que más nos interesa. La verdadera fe es la do-


lorosa experiencia de liberarse de lo que más nos interesa. Al perder nues-
tra vida, la encontramos.

EXALTADOS
Lo mejor de ser humillado es que nada más nos queda ir hacia arriba. Je-
sús estaba a punto de exaltar a Pedro, a Santiago y a Juan, más alto de lo que
podrían haber imaginado.
“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan, y
los llevó aparte a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos, y res-
plandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la
luz. Y se les aparecieron Moisés y Elias, que hablaban con él” (Mateo 17:1-3).
La palabra griega traducida como “transfiguró” es metamorfous, de donde
proviene nuestra palabra “metamorfosis”.
La respuesta de Pedro a la escena fue un divagar nervioso: “Si quieres, ha-
remos aquí tres enramadas”, tal vez porque se acercaba la fiesta de los Taber-
náculos, en la que los judíos conmemoraban el éxodo morando en tiendas.
Mientras Pedro “aún hablaba, una nube de luz los cubrió y se oyó una voz
desde la nube, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, en quien tengo com-
placencia; a él oíd’ ” (versículo 5).
La declaración de Pedro, que Jesús era “Hijo del Dios viviente”, ahora la
confirmó el mismísimo Dios viviente. La “nube de luz” desde la que Dios
habló encierra un gran significado. Tan solo pregúntele a Moisés, que él lo
habría recordado.
Éxodo 13 describe una misteriosa “nube” en la que se hallaba la presencia
de Dios. “Jehová iba delante de ellos, de día en una columna de nube para
guiarlos por el camino” (Éxodo 13:21). Más tarde, en Levítico, esta nube vino
a descansar no solo encima del recién edificado tabernáculo, sino en su inte-
rior: “Y Jehová dijo a Moisés: ‘Di a Aarón, tu hermano, que no entre en todo
tiempo en el santuario detrás del velo, delante del propiciatorio que está
sobre el Arca, para que no muera, pues yo apareceré en la nube sobre el
propiciatorio’ ” (Levítico 16:2).

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Esta misteriosa columna de nube sigue apareciendo en las Escrituras. En


Números 9:15 se asoció con el período de tiempo “tarde hasta la mañana”.
En Daniel 7:13 esta nube acompaña a “uno como un hijo de hombre" que se
acerca al Anciano de días.
Lo màis sorprendente de todo, en Mateo 26:64, Jesús de Nazaret estaba de
pie ante el sumo sacerdote, Caifás, y dijo: “Veréis al Hijo del hombre sentado
a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo”. Caifás supo
con exactitud lo que Jesús estaba diciendo: se estaba equiparando a sí mis-
mo con Yahvé, el que había dirigido a Israel a través del desierto en la “nu-
be”. Ante esto, Caifás hizo algo que el sumo sacerdote no estaba supuesto a
hacer nunca, rasgó sus vestiduras (ver Levítico 21:10). Al hacerlo, anuló el
sacerdocio, dando paso al nuevo Sumo Sacerdote que estaba delante de él.
Algún día Caifás contemplará a Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, regre-
sando a la Tierra de una manera que dará escalofríos: “He aquí que viene
con las nubes: Todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron” (Apocalipsis 1:7). 2

DE REGRESO A LA NORMALIDAD
Después de su experiencia en la cima de la montaña, Jesús, Pedro, San-
tiago y Juan descendieron al valle. Allá se encontraron con el resto de los
discípulos, los que habían fracasado en su intento de curar a un muchacho
que se hallaba bajo los efectos de una posesión demoníaca. Cuán frustrados
deben de haber estado los nueve que quedaron al pie de la montaña. No
solo no subieron al monte, tampoco fueron capaces de resolver el problema
de ese muchacho. Estaban desalentados y avergonzados.
Mientras que Mateo explica que los discípulos no tuvieron suficiente fe
para exorcizar los demonios del muchacho, Marcos añade esta declaración
de Jesús: “Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno” (Mar-
cos 9:29). Como Pedro, estos discípulos, también, habían llegado a confiar
demasiado en sí mismos.
Al llegar de nuevo a Capernaúm, Jesús y los discípulos entraron en la casa
de Pedro. Los que cobraban el impuesto del templo detuvieron a Pedro y le
preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?”.

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“Si”, mintió Pedro.


Aunque era obligatorio que todos los judíos pagaran el impuesto del tem-
plo, los sacerdotes, levitas y rabinos estaban exentos. Así que al tomar la po-
sición de que Jesús estaba sujeto al impuesto del templo era, en esencia, un
voto de “no confianza” a su ministerio.
De acuerdo con lo dicho por Elena de White, Pedro perdió una gran opor-
tunidad de dar testimonio de la autoridad absoluta de Cristo: “Por su respues-
ta al cobrador, de que Jesús pagaría el tributo, sancionó virtualmente el falso
concepto de él que estaban tratando de difundir los sacerdotes y gobernan-
tes... Si los sacerdotes y levitas estaban exentos por su relación con el templo,
con cuánta más razón Aquel para quien el templo era la casa de su Padre”. 3
Podemos aprender mucho de la amable respuesta de Jesús a Pedro. En
lugar de humillarlo, Jesús le explicó su error, con delicadeza. Le explicó que
así como los hijos de los reyes están exentos de impuestos, igualmente lo
estaba el Hijo del Dios viviente. Tal vez, lo más interesante es la forma en que
Jesús siguió la ruta que Pedro había tomado. En lugar de limitarse a pagar el
impuesto, Jesús realizó un milagro y obtuvo el dinero de la boca de un pez.
El milagro es inusual. Es la única vez que Jesús realizó un milagro apa-
rentemente para su propio beneficio. Pero ese no era el propósito del mi-
lagro. ¡Al sacar el dinero del impuesto de la boca del pez, Jesús y Pedro satis-
ficieron el requisito del impuesto, sin realmente pagarlo ellos mismos! El mi-
lagro fue también una demostración de la autoridad de Jesús sobre el templo
y sobre toda la creación.
¿Por qué Jesús no se resistió a pagar el impuesto? No valía la pena perder
tiempo en eso. Tenía otra colina en la cual morir

1
Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Bs. As.: ACES, 2008), cap. 44, p. 376.
2
(Más referencias a la “nube” de la presencia de Dios se encuentran en estos textos: Ezequiel
30:3; Mateo 24:30; Hechos 1:9-11; 1 Tes.4:16,17; Apocalipsis 14:14-16.)
3
White, El Deseado de todas las gentes, cap. 48, pp. 400, 401.

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