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Los Argopautas PDF
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El viaje de
Los Argopautas
o qué aburridos son los humanos
Alicia Gutiérrez Muñoz
Prólogo
De la obra de William Shakespeare El Sueño de una Noche de
Verano yo soy Puck.
Me recordáis, ¿verdad? Veo que algunos no. Os refrescaré la
memoria: soy un duende de la corte de Oberón y Titania, Reyes de
las Hadas. Un duende, no un duendecillo. El jovial, vivaracho,
buena gente y amigo de Oberón.
Aunque no son ellos ni su corte quienes me traen a vosotros.
Llego aquí por orden superior y no he tenido más remedio que
aceptar el encargo. La causa de mi elección es la habilidad que
adquirí en los bosques para usar cierta planta de la que hablaré en
su momento. (No deben de tener a mano a nadie más que la conozca
porque yo no la usé con mucha eficacia. Pero aquí estoy).
Mi papel, en realidad, es muy corto en esta historia. De hecho,
apenas si la ocupo un minuto, casi al final. ¿Por qué tomarse la
molestia de mezclarme en la vida de los humanos para tan poco
uso? Aunque importante, como ya se verá. Mas no fui llamado sólo
para eso: me quisieron también como testigo y tuve que estar
presente desde el principio y no sólo al final del asunto. Ha sido mi
deber observar, comprobar, vigilar e informar sin que nadie se diera
cuenta, pero también sin que se me escapara nada. Y ahora vengo a
contároslo a vosotros, ninfas, duendes, sátiros, silvanos, sílfides,
ondinas, rusalcas, carriones, peris, elfos, nereidas, apsaras, silfos,
náyades, gnomos, hadas y todos los demás para que os sirva en
vuestro futuro trato con ellos. Con los humanos, me refiero.
Para llevar a cabo tan delicada misión me dieron una gran
capacidad de mimetismo y el don de la ubicuidad (aunque yo
hubiera preferido una moto).
Por lo tanto, escuchadme. No perdáis palabra, pues seguro
que habrá algo en esta crónica que pueda seros útil en el futuro.
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La historia empezó el mismo día en que, de repente, fui
ubicado en la costa de Tarifa, España. De pronto me vi
contemplando el mar desde lo alto de un acantilado y al lado de una
pareja de la Guardia Civil.
Nada más verla comprendí que lo que tenía frente a mí, al otro
lado del mar, era África. Deduje, pues, de inmediato, el lugar donde
estaba. Sin duda me hubiera sido algo más familiar el peñón que
está un poco más al este, pero no me dieron a elegir.
Miré a los humanos que había a mi lado. Como no aprecié en
ellos nada especial, me volví a mirar al mar, hacia donde ellos tenían
dirigidos los prismáticos. Estaban pendientes de una patera que
intentaba llegar a tierra. Por sus comentarios comprendí que
llevaban algún rato observándola y que querían comprobar el lugar
exacto en donde los emigrantes pondrían los pies.
Ya en aquel momento se me hizo patente el grado de
penetración mimética e impregnación humana que me habían dado
los dioses. Supe instantáneamente que, de aquella pareja, el más
joven era nuevo en el Cuerpo y que el otro, que debía andar cerca de
los cuarenta, era su jefe. Supe también que el jefe no quería causar
mala impresión al subalterno y por ello dio la orden de salir pitando
al encuentro con los emigrantes, aunque él no se hubiera molestado
en correr hacia la playa porque sabía que llegarían tarde. (¿Lo veis?
Me enteraba de todo quisiera o no quisiera).
Así pues, subieron al todoterreno y, levantando la polvareda
infernal, los dos guardias se fueron a la búsqueda de los recién
llegados.
Cuando estuvieron a la altura de la playa donde debían de
estar los emigrantes, a lo lejos vieron el polvo que otro coche
levantaba en el camino.
Jose, el jefe (sus compañeros lo llamaban así, sin acento en la
“e” y con la “o” algo más pesada de lo normal), ordenó al joven que
intentara alcanzarlo o al menos tomar la matrícula. Él, casi tirándose
del coche, se dirigió al camino que bajaba hacia el mar.
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un par de días estaría en Madrid tomando posesión como inspector
y allí se iban a quedar las pateras con la madre que parió al Levante
y la que parió al Poniente.
Y para celebrarlo le dio una patada a la barca, que respondió
rechinando en la arena. Fue una vibración fuerte con un ruido
metálico o, mejor, entre reptil y crustáceo. La patera se empezó a
enterrar como un cangrejo, chirriando y vibrando como si estuviera
viva: se hundía, se hundía, se hundía, se hundía…, se hundió.
Completamente. Sin dejar rastro. Y con un último espasmo
vibratorio que sonó por lo menos a tres metros de profundidad, la
arena se colocó quedando plana e impoluta, como si no se hubiera
movido nunca desde el día de la creación. Todo en seis segundos.
Jose, que había dado un salto hacia atrás con la movida, se
quedó anclado en la arena mirando el paisaje de los miles de granos
colocados meticulosamente (si parecía que lo habían hecho
conscientes, como si supiera cada uno de antemano el lugar que
tenía que ocupar) para dar la impresión de que allí no había nada ni
tampoco había pasado.
Entonces llegó el compañero. Le dijo que tenía la matrícula del
coche. Bueno, de la furgoneta, porque era una furgoneta. Que era
vieja y la podía haber alcanzado, pero que como iba solo…
-‐‑ ¿Qué matrícula? –preguntó el Jose sin levantar todavía los
ojos de la arena.
-‐‑ ¿Y la patera? –preguntó el compañero.
-‐‑ No hay patera –respondió Jose con poca voz.
-‐‑ ¿Cómo que no hay patera? ¿Y cómo han venido ésos?
-‐‑ He dicho que no la hay.
-‐‑ ¿Cómo que no la hay?
-‐‑ ¿Tú la ves? Pues no la hay. Se la habrá tragado la tierra.
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Seis horas después, la furgoneta cargada de emigrantes
acababa de dejar atrás Valdepeñas. Despeñaperros le había costado
porque tenía más de quince años y, de hecho, había llegado de
milagro hasta Tarifa. Pero llegar a Tarifa era lo único importante.
Apolo sabía que en cuanto Hefestos se metiera dentro se le
reajustarían solos engranajes y tuercas, que tendrían de nuevo
coordinación suficiente para volver a Madrid antes de que fuera de
día. Luego, el mismo Hefestos se ocuparía de ella e iría como la
seda. Pero Despeñaperros le había costado a la pobre, a tope y con
Heracles pesando por dos.
Miró hacia él por el espejo retrovisor. Qué leeeeeento era.
Todavía casi una masa informe. En cambio Hilas ya pudo sonreírle.
Jasón iba delante con él. Les había colocado unos antifaces de tela
sobre lo que luego serían los ojos, pues no quería que las luces
largas de algún descuidado o cualquier otro fogonazo se los abriera
antes de tiempo.
Jasón estaba ya casi perfecto. Claro que él, en lo de
humanizarse, tenía ventaja. Atenea, que iba en el asiento detrás de
él, no. La había envuelto en un edredón y pronto la oyó respirar. La
respiración era lo primero. Dos horas más tarde ya había podido
balbucear un comentario:
-‐‑ Lo peor al humanizarse es la coagulación y el reduccionismo.
-‐‑ Sí –le había contestado Apolo-‐‑, hacerse tan concreto,
¿verdad?
-‐‑ Me refería al mental –murmuró ella con cierta dificultad-‐‑. Y
la entrada al tiempo humano, esta simpleza determinista con los
sucesos colocados unos detrás de otros. La realidad casi congelada.
Y la estrechez de las tres dimensiones.
Luego no había vuelto a abrir la boca. ¿Era ya boca? La miró:
sí, ya tenía boca y todo lo demás.
-‐‑ Bienvenida al mundo de Newton –dijo Apolo entre dientes.
Apolo estaba algo preocupado por aquella misión. En realidad
no hacía más de una semana (¿una semana?) que habían estado
juntos todos los dioses en el Olimpo, pero no era lo mismo. Él tenía
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En el piso de enfrente (no de la calle, de la planta) Julia se
preparaba el desayuno cuando se dio cuenta de que todas las luces
del piso vecino, deshabitado al menos desde que ella vivía allí,
estaban encendidas. Tenía las cortinas corridas, pero vio en las
ventanas las siluetas a contraluz. Siempre habían pensado que el
piso estaba abandonado. Bueno, medio abandonado, porque el
dueño, donde quiera que estuviese, seguía pagando los gastos de
comunidad. Se fijó en las raras sombras mientras esperaba a que se
hicieran la tostadas.
Vaya, había un montón de gente. También oyó voces, pero no
entendió nada. Se inquietó: emigrantes. Un piso patera. Claro que
en las condiciones en que estaba, ¿quién sino emigrantes iba a
meterse en él?
Sara apareció y se sirvió un café.
-‐‑ Tenemos vecinos –le dijo Julia.
-‐‑ Si, ya me había dado cuenta. Uno me saludó en el rellano el
otro día; estaba metiendo cosas.
-‐‑ ¿Emigrante? –preguntó Julia.
-‐‑ Era extranjero, desde luego. Y muy guapo, por cierto -‐‑
contestó Sara-‐‑. Pero no tenía pinta de emigrante. ¿Has visto a más?
-‐‑ ¿Más? Para mí que han atiborrado el piso. Asómate.
Pero justo cuando Sara iba a hacerlo, las luces de las ventanas
se apagaron una tras otra.
Os diré que Julia y Sara eran primas. Y Sara la dueña del piso.
Julia apareció un día pidiéndole asilo mientras encontraba otra casa,
pues acababa de romper con el novio. Su presencia fue como un
milagro, ya que a los pocos días pasó lo que pasó (no vale la pena
entrar en detalles de momento) y sin ella Sara se habría sentido
irremediablemente perdida y sola. Fue Julia quien la animó a pedir
la hipoteca y, para ayudarla, se quedó con ella. Más tarde se trajo a
una amiga que también buscaba casa, Tonya, quien a su vez arrastró
a otra, Justa. Total, que el piso se llenó y Sara pudo conservarlo.
Además, la compañía le ayudó a salir del agujero, del otro también,
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del mental. Buscó trabajo y lo encontró en la privada, en un colegio
no lejos de allí.
Vivían bien. En la crisis de turno (los humanos suelen tenerlas
cada siete años según uno de sus libros más famosos, La Biblia, y,
aunque la Ciencia no está de acuerdo con tanta precisión, lo cierto es
que cada generación conoce varias sin saber por qué empiezan ni
cómo acaban, si es que acaban, pues hay muchos humanos que
viven en crisis permanente). Como os decía, en la crisis de turno
nadie había perdido el trabajo. ¿Qué más se podía pedir? Más que
un piso compartido era un hogar confortable y céntrico donde se
encontraban bien, incluida Milagros, a quien Justa se había traído
del pueblo algún tiempo después para que les echara una mano.
Milagros había resultado ser la mujer perfecta que tenía la casa
impecable y cocinaba que daba gloria. Por edad y carácter se sentía
la matriarca de la casa. Sara, que era dulce y tranquila, con gusto
había dejado la administración en sus manos. La única pega de
Milagros era que jamás apagaba la radio y, si la apagaba, era para
encender la tele, por lo que siempre estaba rodeada de voces con las
que convivía, es decir, a las que respondía, preguntaba o insultaba
como si sus dueños estuvieran presentes. Así pues, la realidad
virtual la vivía con plenitud. Sabía como nadie lo que pasaba en el
país (según los medios) y había aprendido de buena fe todo lo
políticamente correcto.
Era raro que Milagros no hubiera aparecido todavía. La
verdad es que era muy temprano. Julia, que daba clases en la
Autónoma a primera hora, salía de casa antes que nadie.
A Sara le gustaba estar en la cocina. A pesar de lo sucedido,
adoraba aquel piso antiguo con habitaciones grandes y cocina
donde se podía tener una buena mesa. El comedor había pasado a
ser el cuarto de Milagros y, como había sustituido la puerta de
cristales por una pared de pladur, ella estaba también al tanto de
todo lo que se decía en la sala de estar cuando iban amigos o ligues,
pues se sentía la conciencia moral de la casa. Aquellas mujeres -‐‑se
decía-‐‑ habían estado muy desatadas, aunque últimamente aquello
parecía un convento; y ni tanto ni tan calvo.
Quien apareció fue Justa.
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Justa era de esas personas a las que no se les puede dirigir la
palabra antes de que se hayan tomado un café. Y, después del café,
con mucho tiento. Aquel día, los ruidos la habían despertado y se
había levantado protestando. A pesar de ser tan temprano, se montó
un diálogo matinal en la cocina que más bien parecía nocturno, y
más o menos de este modo:
(Permitidme que haga el diálogo como si fuera uno de teatro.
Para mí es mucho más cómodo y los pocos y rudimentarios gestos
de los humanos los podéis imaginar con facilidad sin necesidad de
que yo los explique. Permitidme también que os recuerde la virtud
del mimetismo que me han adjudicado los dioses, la que hace que
me identifique con ellos hasta sentirme, a veces y sin poderlo evitar,
como un humano más. Nada disgusta más al mundo de las hadas, el
mío, que escribir literalmente la forma usual con la que hablan
muchos de estos humanos y, por ello, procuraré evitarla. Pero este
diálogo lo contaré como fue para mostraros sus formas tal cual son,
aunque, posteriormente, pasaré de ellas salvo que sea
imprescindible).
JUSTA:
¿Quiénes serán los cabrones que se han puesto a hacer ruido
precisamente en la cabecera de mi cama a las seis de la mañana?
SARA:
Julia cree que son emigrantes.
JUSTA:
¡No me jodas!
MILAGROS (entrando):
Te estás jodiendo tú sola. ¡Si te pasas la vida defendiéndolos!
¡Menudos discursos te gastas!
JUSTA:
Pero a emigrantes normales y corrientes, no a los que se ponen
a hacer ruido a las seis de la mañana.
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MILAGROS:
Pues si son emigrantes se tendrán que levantar a esas horas. ¿Y
cómo se van a mover sin hacer ruido?
TONYA (que acababa de entrar e iba derecha a la cafetera):
¿Cómo podéis poneros a discutir tan temprano? Y esta vez,
¿por qué?
JUSTA:
Porque el piso de al lado se nos ha llenado de rumanos.
SARA:
¿Y por qué sabes que son rumanos?
JUSTA:
Porque no se les entiende. Sudacas no son.
MILAGROS:
No digas sudacas, Justa, que eso no está bien; que es lo mismo
que si a ti te dijeran españolaca cuando estuvieras en sus países.
JUSTA:
¡Coooño! Sabes que los respeto como nadie y me preocupo por
ellos lo que no os preocupáis todas vosotras juntas. Así que no me
toquéis los cojones. Yo hablo como hablo y al que no le guste que se
joda.
MILAGROS (entre dientes):
¡Vaya por Dios!
TONYA:
No las resisto.
JUSTA:
Ni falta que hace. Ya me voy.
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Con una tostada en la boca, Justa se levantó, dejó la taza en el
fregadero y salió.
MILAGROS (refiriéndose a Justa):
Es tan bruta hablando como su padre, que era incapaz de decir
dos cosas seguidas sin poner los cojones delante o detrás, la cosa era
ponerlos; pero se caía de bueno. ¿De qué os reís?
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El primero que se levantó fue Hefestos. La última Afrodita,
casi día y medio después, y no estaba rematada. Bebió un litro de
agua, cogió una magdalena y se metió en la bañera. Antes de
hacerlo abrió la ventana, no muy grande y un poco alta, por la que
se veía el cielo y entraba el sol.
El gel de baño y las sales que Apolo le había llevado le
parecieron buenísimos. Sacó los pies de entre la espuma y los apoyó
al fondo de la bañera. Le estaban quedando preciosos. Volvió a
sumergirlos. Necesitaba agua como nadie. También metió la cabeza
y la larga melena ondulada quedó flotando entre la espuma.
Cuando emergió, escuchó a los primeros pájaros. Había tres en la
ventana. Sal, sal, le gritaban cantando y dando saltos como locos.
Todavía no, contestó ella con una sonrisa, aunque sin mirarlos, y
volvió a sumergirse.
Apolo le había dicho que los humanos habían inventado una
pintura para las uñas que no desaparecía por mucho que se bañara o
calzara. Tenía que probarla. Sí, en los pies. En las uñitas. En las
manos parecía excesivo y a Hefestos no le gustaría y se pondría
pesado. En los pies tal vez ni la viera.
Afrodita no entendía para qué la habían hecho ir. Siempre
había tenido problemas con los humanos. Bueno, problemas
problemas no, pero parecían medio bobos y se quedaban quietos si
les decía algo. La cosa es que de lejos parecían ágiles y casi
normales. De hecho, ella los había visto actuar muchas veces como
si fueran hasta inteligentes, pero con los que había visto de cerca
había tenido muy mala suerte. Eran unos simples. Sin embargo, ella
se veía bien con forma humana, le gustaba. Y el agua le fascinaba,
por eso había aceptado volver. Además, le habían dicho que ella no
tendría mucho que hacer.
¿Le traería Apolo un jacuzzi? También le había hablado de
ellos, pero dependían de Hefestos para montarlo. Se portaría bien
con su esposo, se dijo, a ver si lo conseguía.
Dos mariposas le revolotearon alrededor de la cabeza. ¿Cómo
se habrían enterado? Y los pájaros llenaban ya la ventana gritándole
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como locos que saliera del baño. Ella sonreía sin hacerles caso. ¡Qué
tontos!
No le apetecía nada salir del agua. Y menos cuando sabía que
Atenea y Dionisos iban a hablar de cosas importantes. Qué serios se
ponían a veces. Sobre todo Atenea. Se preocupaba demasiado por
cualquier cosa.
Apolo entró en el piso y, antes de cerrar la puerta, ya había
visto a Atenea sentada en el salón mirando por la ventana.
Respiró hondo y la contempló, pues hacía siglos que no veía
algo tan bello y sereno. Perfecta como una idea platónica. Como la
idea platónica de Atenea que tienen los humanos, quiero decir. Se
había envuelto en una sábana a modo de peplo. Llevaba el pelo
recogido en la nuca y se abrazaba una de las rodillas, pues se había
sentado en el brazo del sofá, en el mismo que también había
colocado un pie.
-‐‑ No puedes vestir el peplo –le dijo Apolo-‐‑, ya no se usa.
-‐‑ ¿Ni siquiera en casa? No me gusta esa ropa ajustada que
llevan los humanos –dijo la diosa volviendo a mirar por la ventana-‐‑.
Parece que no les importa que se les ciña a las formas como si las
tuvieran perfectas, y el resultado... ¿Cómo has podido
acostumbrarte? –preguntó volviéndose hacia él-‐‑. Bueno, a ti no te
queda mal.
Apolo puso en el suelo el bulto que traía y se miró en el espejo
de la entrada. Llevaba vaqueros y una camisa suelta de mangas
largas que había recogido por encima de las muñecas. A simple
vista era un hombre alto y más o menos normal, pues intentaba
ocultar todos sus rasgos de cuello para abajo. Decidió afeitarse la
cabeza porque los rizos, aunque cortos, se le movían levemente
reajustándoseles de forma perfecta a cada expresión, lo que distraía
a sus interlocutores. Pelarse no solucionó el problema, así que
llevaba una gorra que algo le camuflaba el esplendor. O eso creía él.
Pero volveré a donde estaba.
El bulto que traía Apolo era de ropa: monos para Hefestos,
chándales para Heracles y para Hermes, Jasón e Hilas vaqueros y
camisetas. También ropa interior.
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Les enseñó cómo se ponía cada cosa pero Heracles fue incapaz
de aprender la lazada para atarse las deportivas. Hilas lo hizo por él.
Todos se encontraron incómodos dentro de la ropa ajustada.
Al poco rato llegó Dionisos. Él no tenía ningún problema con
la ropa, dijo. Sus pantalones eran muy anchos y blandos, y muy
usados. Una camisa amplia y llena de colores le disimulaba bien la
tripa. Y sandalias. Su pinta variaba entre la de vagabundo y la de
millonario excéntrico. Dependiendo del sitio donde estuviera, se le
veía de una forma u otra, es decir, se mimetizaba tanto con el
ambiente que, sin cambiar de ropa, aparecía con el aspecto
adecuado para el lugar o las gentes con quienes estuviera. Pero
siempre de forma completamente relajada, la del tipo que mejor
vivía.
Dionisos era el único que no había estado en la reunión del
Olimpo debido a sus muchos compromisos por la moda cocinera de
los humanos. Tenía la agenda apretadísima. Sólo sabía por Apolo
que había que echar una mano, no mucho más. Como os dije, Apolo,
Eros y él compartían otro piso desde hacía tiempo, aunque se
ignoraban. Él y Apolo. Con Eros, Dionisos se llevaba mucho mejor,
de hecho salían juntos con frecuencia.
Mientras Apolo y los demás salían a dar una vuelta para
conocer el barrio e ir acostumbrándose a las ropas, Dionisos se
sentó frente Atenea en espera del argumento que explicara su
presencia en la tierra.
Como sabéis, Atenea siempre ha sido seria, preocupada y
responsable. Era, por mandato de Zeus, la encargada de aquella
misión, si bien Apolo había resuelto la logística e intendencia del
asunto antes de que llegaran.
Había sido Atenea quien había sugerido a Zeus que tenían que
hacer algo por los humanos. Él lo aceptó sin mucho entusiasmo, la
verdad, pero Atenea era su hija favorita.
Así pues, Dionisos y Atenea se sentaron frente a frente y,
después de algunos pormenores sin importancia para vosotros,
Atenea expuso sus preocupaciones, es decir, las causas y los medios
para cumplir aquel encargo:
-‐‑ Los humanos han olvidado a los Argonautas –comenzó
Atenea-‐‑. Sólo unos pocos estudiosos los recuerdan, y son tan escasos
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-‐‑ Pero acabas de decir que Hefestos está lleno de vigor –objetó
Dionisos-‐‑. Y yo tampoco estoy mal.
-‐‑ Los humanos ignoran hasta su nombre. Adoran la técnica y
últimamente la tecnología los tiene cautivados, pero no saben que él
es quien los inspira, que él es su motor…
-‐‑ ¡Qué bueno! –interrumpió Dionisos riendo-‐‑. Disculpa, es por
el chiste.
-‐‑ Creen que todo se les ocurre a ellos –siguió Atenea sin
prestar atención a lo del chiste-‐‑ aunque, por supuesto, no pueden
explicar cómo. Han olvidado que somos nosotros quienes les
damos las ideas, quienes les inspira. De todos los pueblos, los
humanos han sido siempre los más tontos y los más ruidosos. Y
todavía se creen únicos en el universo.
-‐‑ Si, algo tontos sí son –volvió a sonreír Dionisos-‐‑. Pero me
caen bien, no puedo evitarlo. Reconoce que si no fuera por mí los
habríamos exterminado hace tiempo.
-‐‑ ¿Por ti? –sonrió Atenea escéptica.
-‐‑ Yo los calmo.
-‐‑ O los idiotizas. Se dice que te has vulgarizado mucho y que
tus orgías se van reduciendo al colocón o banquetazos sin
trascendencia -‐‑en el sentido profundo ya me entiendes-‐‑, eso sí
multitudinarios. Parece que tus humanos confunden la cantidad con
la calidad.
-‐‑ Bueno, ellos no dan para mucho más. ¿Me dirás cuál es el
plan? –pidió Dionisos esquivando el tema.
-‐‑ Encontrar el Vellocino de Oro, cosa que hará Jasón. Nosotros
lo ayudaremos como entonces hicieron los Argonautas. Los estamos
sustituyendo.
-‐‑ ¿Por qué? ¿Para qué el Vellocino?
-‐‑ Cuestión de hybris, la desmesura. Todo se ha desmedido,
sobre todo su ego. El de los humanos, me refiero. Hasta el punto de
que nosotros apenas existimos para ellos, bien lo sabes. De hecho, ya
sólo aparecemos como mitos o formas estéticas. Yahvé y los
orientales resisten mejor, pero la impiedad se extiende cada día más.
Y, por otro lado, como siempre, los fanáticos siguen masacrando en
nombre de los dioses. Otra desmesura típicamente humana. Y
cuando no masacran por los dioses masacran por las ideas. Es decir,
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sustituyen al dios del bien por la idea del bien, pero siguen
masacrando. ¿Qué pasará si nos borran definitivamente y se quedan
solos? ¿Cómo entenderán sin nosotros la némesis, la corrección de la
desmesura, lo que han de sufrir por haber excedido su medida? ¡Si
ya ni lo entienden!
-‐‑ Tienes razón –dijo Dionisos-‐‑, creen que es el mundo el que
está mal hecho.
-‐‑ La pérdida de la mesura –siguió Atenea-‐‑, empezó más o
menos cuando que se perdió el Vellocino y ha llegado a límites muy
peligrosos; hasta el punto de que han fabricado bombas atómicas
suficientes para exterminarse cientos de veces cuando bastaría con
una.
Dionisos rio.
-‐‑ Así son los humanos –dijo-‐‑. Y luego se preocupan por el
calentamiento global, con el calentamiento atómico que tienen
disponible. Hace años que nadie se queja de esto, no sé por qué,
cuando las bombas siguen dispuestas. Pero por su forma de razonar
pregúntale a Apolo. Bastante hago yo relajándolos, divirtiéndolos y
contrarrestando las malas ideas.
-‐‑ ¡Vamos, Dionisos! Es Ares quien los fustiga, no Apolo. Pero a
lo que nos ocupa: todos ayudaremos a Jasón, aunque ha de ser él el
único que se dedique a la búsqueda del Vellocino. Los demás
estaremos al tanto para echar una mano con nuestros pocos
recursos. Y como humanos vulgares trabajaréis para mantenernos.
-‐‑ Ya me ha dicho Apolo lo de los trabajos de Heracles.
-‐‑ Sí –confirmó Atenea-‐‑, en Cobo Calleja descargando camiones
de los chinos. Hilas estará con él. Hermes en una empresa de
mensajería y Hefestos ha preferido un taller de coches mejor que
altos hornos. Una vez que se adapten, Zeus sabrá lo que se traerán
entre manos. Y Apolo con sus clases.
-‐‑ ¡Bah! Todo saldrá bien. Yo soy rico, no tenéis que
preocuparos.
-‐‑ Algo he oído.
-‐‑ Es lo que se me ocurrió, Atenea. Me haces reproches, pero no
sé qué pasa con las ideas de Hermes, Apolo, Ares y los demás
porque, sin entrar en detalles, el único afán de los humanos es
dinero, dinero, dinero, poder y dinero. Bueno, les di la idea de la
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que mundo y universo son tal y como lo ven sus ojos. Y la minoría
estudiosa cree que es lo que ven sus ojos con ayuda de las máquinas
y las matemáticas, a las que han quitado toda trascendencia y
reducido a mero instrumento. Una miopía pasmosa. Sólo saben
mirarse el ombligo y, ¿qué puede caber en su ombligo?
-‐‑ ¿Pelusa? –Dionisos sonrió de nuevo-‐‑. Sí, tienes razón. Para la
mayoría lo que no ven no existe.
-‐‑ Ni siquiera se han dado cuenta de que las demás especies, en
su medida, también son conscientes. Todo lo que les interesa de un
caracol es que es muy débil y que pueden pisarlo sin más temor que
el asco.
-‐‑ Así es –dijo Dionisos.
-‐‑ Los preocupados por la violencia han llegado a la
simplicidad de creer que si no se tienen armas no se puede matar,
cuando son las malas ideas y la carencia de ética las que matan, no
las armas. ¿Acaso necesitó Caín una ametralladora? Pero se vuelcan
en enseñar técnica y se olvidan de la filosofía, que ya apenas se
enseña.
-‐‑ Tienes razón –confirmó Dionisos-‐‑, pero eso es porque sus
dirigentes quieren que produzcan, no que piensen.
-‐‑ A lo largo de toda su historia siempre han tenido abiertos
puntos de exterminio, no solo contra las demás especies, sino contra
ellos mismos, pero conseguíamos sujetarlos –siguió Atenea que iba
lanzada-‐‑. Zeus tiene razón, es una especie antipática. Malinterpretan
los consejos, las leyes, los ejemplos. Nos inventamos a los profetas
para poderlos asesorar con más proximidad y los malinterpretan
también a ellos cuando no los matan. ¡Incluso a Sócrates! Y ya ni nos
oyen. Ni siquiera tienen conciencia de su desmesura. Sólo hay
palabras infladas por demagogos, repetidas miles de veces por sus
miles de medios, gracias a los cuales han cambiado las ideas por las
noticias, y últimamente están sustituyendo las noticias por los
sucesos. Si no recuperan la mesura, al paso que van, tendremos que
exterminarlos antes de que lo hagan ellos. Nosotros, al menos, lo
hacemos con más limpieza.
-‐‑ ¿Quieres que os deje hechas unas albóndigas? –preguntó
Dionisos una vez que comprendió que Atenea había terminado su
discurso.
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Algunos días después coincidió que, precisamente en el
mismo momento en que Julia abría la puerta para ir al trabajo,
Heracles, Hilas, Hermes y Hefestos acababan de salir del piso para
ir al suyo.
Julia se asustó, pues no esperaba encontrar a nadie en el
descansillo, y también porque sus ojos se detuvieron en Hefestos,
que era el que tenía más cerca y, en efecto, Hefestos le hizo muy mal
efecto (disculpad, no he podido evitarlo). El dios daba un poco de
miedo: llevaba barba de varios días –sin cuidar, por supuesto-‐‑, no se
había peinado, los ojos vidriosos y afilados (siempre los tenía así, no
porque hiciera nada malo, sino por la costumbre de medirlo todo a
golpe de vista, -‐‑de hecho, nada más ver a Julia la midió-‐‑), el mono
desabrochado y, como no llevaba nada debajo, le asomaba la
pelambrera del pecho. Era un hombre muy feo, de talante
impaciente y malhumorado, y las manchas que tenía en la piel
completaban el cuadro. No abrió la boca y, cojeando (era cojitranco
por una historia que no es cosa de contar ahora) empezó a bajar la
escalera. Al marcharse, como si hubiera sido un biombo de humo
infernal que impidiera ver al resto de los presentes y al irse él se
plegara, del susto pasó Julia al encuentro con Hermes, Heracles e
Hilas, que le sonreían un poco pasmarotes para contrarrestar el
efecto que su compañero le había causado. Julia no estaba
preparada para aquel encuentro.
El aspecto de Heracles estaba más cerca de la estatua de
bronce dorado de los Museos Capitolinos (la que tiene la maza
como la del Rey de Bastos en una mano y las manzanas de las
Hespérides en la otra) que del Hércules Farnesio; es decir, tenía más
el gran aspecto de hombretón griego clásico, alto y bello, que del
fornido luchador barbudo cuyos músculos exagerados empiezan a
reblandecerse. Hilas era un efebo algo más niño que el de Maratón,
pero muy parecido. Al igual que Hermes, vestía vaqueros, camiseta
y deportivas. Y Hermes era, sin dudarlo, el de Praxíteles. Como era
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Jasón iba a salir en el mismo momento que Julia, pero oyó las
voces de sus vecinas y prefirió esperar, precavidamente, para no
encontrarse con nadie. No se le ocurrió que podía ver por la mirilla
para controlar la situación, porque todavía la palabra mirilla no
había despertado en su vocabulario.
Volvió a su cuarto sin saber por qué y comprobó que todo allí
estaba en orden. Jasón siempre había sido un hombre ordenado. Le
daba seguridad saber dónde estaban la espada, la pica, las lanzas y
el broquel cuando no los llevaba encima, y odiaba, si tenía que
correr a buscarlos, que alguien se los hubiera cambiado de sitio. Allí
no usaba nada de aquello y sin las armas se sentía como desnudo.
Pero las manías son las manías y comprobó que la ropa que le había
llevado Apolo estaba en orden, incluso las de dormir que, por
supuesto, no había usado como ninguno de ellos. Así pues, una vez
que comprobó que todo estaba colocado se marchó a la calle.
Jasón estaba perdido. Con los pocos días que llevaba en
Madrid ya había cogido el hábito de andar por la calle Fuencarral
en dirección a Gran Vía hasta llegar a una placita que tiene un
quiosco y algunos arbolitos, entre ellos y en el medio, un olivo. Allí
se detenía. Se sentaba frente al olivo buscando su amparo (no podía
debajo porque estaba prohibido y, además, había cacas de perro).
Aquel olivito era lo único familiar que había encontrado en la
ciudad, lo único que le daba algo de calma para intentar pensar,
aunque fuera despacio. Allí pasaba las horas sin tener noción de que
el tiempo sucediera hasta que le entraba hambre y volvía a la casa.
Con el paso de los días amplió su alcance: después de la visita
al olivo volvía a la calle y, cabizbajo, llegaba a la Gran Vía. Tenía, sin
saber por qué, la inclinación de ir hacia el oeste (tal vez porque en su
anterior viaje todo su afán fue ir hacia el este y, como la cosa le salió
medio regular, su instinto lo puso en dirección contraria), aunque
era una inclinación poco consciente, porque estaba tan preocupado
por la misión que habían puesto en sus manos, y a la que no sabía
cómo hincar el diente, que no tenía ni idea de por dónde andaba. La
cosa es que su instinto hacia el oeste lo llevó a la Plaza de España,
exactamente hasta los olivos que rodean el monumento a Cervantes.
Cuando los vio se le hinchió el alma y, agradecido, buscó su amparo
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forma ágil? A algunos humanos a veces les pasa. Pero a él, nunca.
Los dioses no querían poner sus ojos en él. ¿Cómo que no? Si vivía
con ellos y habían venido para ayudarle. Entonces, ¿por qué no lo
hacían?
Días más tarde, su inclinación hacia el oeste lo llevó a la Casa
de Campo. La dehesa de Madrid le resultó más familiar y, al fin,
pudo descalzarse sobre la tierra. Aquello era lo más parecido al
Bosque de Ares que había visto por allí. Pero no había pastores ni
rebaños. Nadie le entendió cuando preguntó por el Vellocino de
Oro, es más, hasta se alejaron de él a toda prisa sin responderle.
Sin nada más que con su preocupación, pasaba el tiempo
inútilmente. Se dijo que tendría que hablar con Atenea, aunque
seguramente ella ya se imaginaba su estado de desesperación,
parejo al de su ignorancia. Pero ¿por qué no era capaz de hacer las
cosas por sí mismo?
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Confío en vuestra inteligencia para no tener que entrar en
detalles del día a día y voy a saltarme un mes pues nada de él
merece ser contado. Simplemente haré mención de que ellos estaban
con toda normalidad en sus trabajos y ellas, las diosas, sin la menor
necesidad de salir de casa.
Bueno, tal vez deba decir que a los pocos días de estar en
Madrid sí hubo un problema a causa de las labores del hogar, pero
lo resolvieron con facilidad. Ellos, los dioses, muy humanoidemente,
le dijeron a Atenea que por qué no hacía las comidas y limpiaba la
casa. Que la sala de estar estaba llena de cajas de pizzas y platos
sucios y que en la cocina era mejor no entrar.
Atenea dijo que a ella le daba igual. Que no era su papel. Que
ella no era ama de casa. Que bastante responsabilidad tenía con ser
Pallas, diosa de la civilización y la sabiduría; o Polias, protectora de
las acrópolis y guardiana de las ciudades; o Ergane, la industriosa
obrera que igual había discurrido el peplo que el chitón. Y que era la
diosa de arquitectos, escultores, pintores y alfareros; y para resumir,
como bien dijo Aristóteles, la diosa de la inteligencia en todas sus
manifestaciones. Así que, se pusieran como se pusieran, no pensaba
hacer la comida ni barrer ni limpiar el polvo. Que si las humanas lo
hacían compatibilizando trabajos de inteligencia con habilidades
caseras y atendían a sus esposos como a dioses, debía ser
precisamente por eso por lo que seguían siendo humanas y no
divinas.
Afrodita sugirió que se llevaran los dos esclavos de oro que
Hefestos le había hecho para limpiar su casa en el Olimpo (por
supuesto, daba por hecho que a nadie se le ocurriría pedirle que
hiciera las labores del hogar dado que su esposo le había tenido que
hacer los robots porque ella nunca estuvo dispuesta a dar palo al
agua al respecto). Pero hacerse con los robots era cosa muy
complicada en aquel momento. Ellos argumentaron que se pasaban
el día trabajando mientras ella, Atenea, no hacía nada (a la Lucero
del Alba no se la tenía en cuenta, no quiero indagar la causa), a lo
que Atenea respondió que ella iba a pasar el tiempo mirando al
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mundo, es decir, entrando en todas las bibliotecas vía internet para
leer de primera mano lo que habían hecho los humanos en los
últimos siglos. Que no se perdería ni un telediario de nación en
nación, ni programa de opinión. Que se leería a diario la prensa
mundial y echaría un vistazo a las últimas publicaciones, fueran de
la materia que fuese, y que comprobaría especialmente cómo iba la
cosa en mecánica cuántica y astrofísica. Que no le sobraría un
minuto, vaya; y que parecía mentira que le sugirieran siquiera que
abandonara la sabiduría que se traería entre manos a favor del filete
y el trapo del polvo. Que eran unos completos irresponsables.
Con las orejas gachas (en parte también porque ella podía ser
temible) los chicos se miraron de reojo esperando a algún voluntario
para ocuparse del marrón, pero fue infructuoso. Así pues, sin abrir
la boca y huyendo de la quema, se fueron a tomar unas cañas.
Dionisos solucionó el problema: ¿qué trabajo le costaba a él
hacerles la comida? Ninguno. Y cuando no pudiera, se la mandaría
con un camarero del restaurante u hotel que aquel día gozara de su
presencia. Si era muy fácil.
Lo del polvo y demás acabaron repartiéndoselo entre Hilas y
Jasón. Este último por su inclinación natural al orden y, sobre todo,
porque se sentía culpable de no haber encontrado todavía ni una
pista del Vellocino. Pensó que al menos haría algo útil. Así pues,
ponía orden y limpiaba antes de salir de casa, y cada día fue
haciéndolo con más perfección y gusto, como si dominar una
actividad que siempre era igual, en lugar de producirle un
agotamiento aburridísimo, le diera paz y tranquilidad a su alma.
Antes de salir dejaba la casa como los chorros del oro. La limpieza y
el fútbol lo consolaron mucho hasta que su misión se encarriló.
En cuanto a Hilas, que empezó poniendo la lavadora porque
no hubo esposa, madre, hermana o amiga que recogiera sus ropas y
las de Heracles tiradas por los suelos, acabó responsabilizándose de
la de todos y era habilísimo colgándola para planchar lo menos
posible.
La paz volvió al hogar.
Bueno, no del todo, porque Hefestos seguía dejando sus cosas
por cualquier sitio sin tener piedad de Jasón y, con el mono
manchado, se sentaba a veces en el sofá importándole tres pitos que
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la grasa se cambiara de lugar. Jasón le recordaba lo costoso que era
quitar esas manchas y le pedía, por favor, que lo tuviera en cuenta,
cosa que el dios hacía si se acordaba, o sea, casi nunca. Lo de recoger
las tazas de café repartidas por la casa, igual que los platos
(Hefestos tenía la costumbre de comer en cualquier sitio), le costaba
menos, pero las manchas en el sofá era lo que peor llevaba Jasón.
Heracles era más cuidadoso, aunque, como le gustan tanto las
nueces y las comía constantemente, tiraba las cáscaras por todas
partes sin darse cuenta. Lo peor de Heracles era que se manchaba
mucho al comer, pero eso era cosa de Hilas, que hasta tenía la
precaución de ponerle una servilleta al cuello, mas cuando se la
arrancaba para limpiarse la boca ya no volvía a su lugar. Y si el
chico le pedía que volviera a ponérsela, el semidiós entraba en
cólera, pues se veía ridículo haciendo el nudo detrás del cuello
cuando el único nudo que había hecho en su vida era el de la piel
del león de Nemea. ¿Cómo iba a atarse una servilleta para no
mancharse? No se veía mal con la servilleta puesta, era el hecho de
atársela lo que no le gustaba, porque tal gesto para él simbolizaba el
triunfo y no quería usar el mismo gesto para una deficiencia. Pero
como le costaba explicarlo, optaba por el mal humor; así que Hilas
no volvió a insistir.
Son, como veis, menudencias corrientes de la vida cotidiana.
Además, posteriormente Hefestos dejó el taller (y con él las
manchas), porque se pasó al diseño de piezas por ordenador y
trabajaba en casa. Empezó con piezas para coches; ignoro qué llegó
a diseñar porque apenas salía de su dormitorio, donde instaló una
mesa de trabajo, y jamás decía lo que se traía entre manos. Pero no
olvidéis que ya había construido en el Olimpo dos autómatas para
que le hicieran la limpieza a Afrodita, así que yo creo que por ahí
iban los tiros.
Así pues, Dionisos iba cada día a la casa para dejar la comida
hecha si tenía otro compromiso y, cuando no lo tenía se quedaba a
comer, al igual que Apolo y Eros, dado que compartían el mismo
cocinero; por lo tanto, todos acabaron comiendo allí.
Vuelvo a lo que os comentaba al principio respecto a las
diosas, que no tenían la menor necesidad de salir de casa.
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para las humanas encerrar la parte afrodisiaca que había en ellas. Lo
malo para las humanas era que el modelo seguido había sido el
griego, es decir, el de los dioses del Olimpo y, desde luego, a
Afrodita no le parecía el mejor ni en sueños, porque ellas siempre en
casa y los dioses, particularmente Zeus que era el dios padre, todo
el día persiguiendo ninfas, incluso humanas, o cualquier cosa que se
le pusiera por delante. Pero eso que lo pensaran otros.
De hecho, para pensar y discurrir ya estaba Atenea. Y Atenea
andaba perezosa en lo de salir a echarle un vistazo a aquel Madrid
tan grande y lleno de cosas, de gente y de ruido. Aunque se pusiera
el pretexto de controlar a Afrodita, sabía que a ella no se le antojaría
salir de casa mientras el jacuzzi siguiera funcionando. Tenía,
además, esmalte de uñas de todos los colores. Y quitaesmalte, claro.
Pero no le gustaba estar sola. Estaban las mariposas y los pájaros
con ella, desde luego. Y los sabinos -‐‑con su famoso y predicado
olfato-‐‑ quizá la habrían barruntado y andarían por los alrededores
como locos detrás de su intuición, pero como no serían capaces de
desarrollar alas no alcanzarían a la diosa y, como siempre, acabarían
conformándose con cualquier cosa.
Apolo y Eros los visitaban a la hora de comer. Ellos tampoco
podían abandonar sus deberes.
Pensaréis que qué suerte para los alumnos contar con Apolo
para enseñarles música. Pero él decía que no, que en el
conservatorio le habían adjudicado las clases que no quería nadie:
los pequeños que no mostraban gran inclinación y los mayores que
a trancas y barrancas, y por empeño de los padres, seguían allí. Eso
sí, colaboraba generosamente para que la conciencia de los padres se
quedara tranquila, porque habían dado al hijo todo lo que estaba a
su alcance, aunque fuera un balbuceo musical a altísimo precio (no
tanto de matrícula como de tiempo y sacrificios).
Apolo había seguido las normas del país para el rito de
acomodo profesional en la enseñanza, el cual señala que no porque
seas el Dios de la Música puedes ocupar plaza en un conservatorio.
En realidad, él metió cabeza a la primera, aunque con un poco de lío
porque su expediente estaba en griego, que confundieron con
cirílico, y creyeron por ello que procedía de algún país del este
donde, según estos humanos, todos los músicos son buenos. La cosa
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Cuando Apolo llegó al piso encontró la puerta abierta porque
el vecino de abajo había ido a quejarse de que debían de tener una
avería en el baño, dado que el techo del suyo se estaba calando.
Al pasar, precisamente, por el piso del vecino, Apolo había
visto a tres mujeres asomadas a la puerta con cara de no querer
perder ripio de lo que se dijera en la casa de los rumanos cuando
Jorge llegara con la queja.
Jorge -‐‑el vecino de abajo-‐‑, había tardado en subir. No le
apetecía nada. De hecho, habían notado la humedad desde el primer
día que oyeron ruidos en el piso de arriba, pero había estado
esquivando el problema más de un mes. Su tía Carmen se pasaba el
día observando el techo del baño donde, decía, que hasta oía
chapoteos. Aquel uso desmedido del agua le resultaba extraño
porque, en su esquema mental de emigrantes, estaba el que debían
lavarse poco, incluso oler mal, y no aquella obsesión que tenían por
el agua, que tampoco era normal, y vete a saber con tanta agua lo
que se traían entre manos.
El chapoteo se detuvo día y medio. Además, ellas vieron por la
mirilla que habían subido otra bañera, luego Jorge concluyó que
aquello arreglaría la avería y evitó subir, preguntar y dar la cara.
Pero la avería no cesó. Le daba la razón a su madre en que no era la
típica mancha que se va extendiendo cada vez más húmeda y más
fea, sino una forma de leve impregnación casi simultánea por todo
el techo, como las gotitas mínimas que aparecen cuando hay mucha
evaporación. Cuando les daba el sol se ponían preciosas, como
brillantitos, que desaparecían completamente por la noche hasta el
punto de estar seco por la mañana. Pero de nuevo ponían el baño en
marcha y al techo volvía el brillo; de nada servía que dejaran la
ventana abierta, porque el agua se comportaba igual que si no lo
hubieran hecho. Y, además, entraban mariposas –luego aquello
estaba atrayendo insectos-‐‑. Bueno, entraban y salían como si se
hubieran equivocado. Era una avería y era una avería.
Jorge esperó todavía -‐‑para subir a quejarse-‐‑ a que se le fueran
las pocas décimas que había tenido por culpa del catarro, que no se
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explicaba dónde lo habría pillado, porque hacía casi tres meses que
no salía de casa por una depresión. En realidad, la depresión la
había tenido desde que nació, o más bien era una tendencia a la
melancolía y falta de fuerzas que en él era un estado (como una
convicción con la ayuda de Kierkegaard, Schopenhauer, Kafka y su
trabajo en Hacienda) en el que había llegado a un punto del que, tal
vez pudiera, pero no quería salir. Y tres meses atrás se dijo que no
quería volver al Ministerio. Que no aguantaba más (se entiende,
porque para alguien que gustaba de la Filosofía, enfrentarse cada
día al roce de Hacienda debía de hacer temblar los cimientos de la
Lógica, la Ética y la Estética por muy fortalecidas que se tuvieran).
Además, gracias a su dominio de la Lógica –y no tanto de la
Economía-‐‑, había hecho vaticinios tan certeros que habían
molestado a los Asesores (que tenían másteres carísimos sin por ello
dar una en el clavo aunque sabían explicar muy bien los “no
aciertos”), por lo que habían ido dejando a Jorge olvidado en su
despacho.
Así pues, entre unas cosas y otras, Jorge se vio igual que a los
doce años cuando dijo llorando que no quería volver al colegio (a
pesar de las buenas notas), porque cada vez que intentaba hacer
cualquier deporte era un perfecto inútil con todas sus consecuencias.
Su madre lo solucionó entonces y su madre lo había solucionado
ahora. Entonces, porque un amigo de su padre, médico, le hizo un
certificado diciendo que tenía asma (lo cual era cierto y de hecho se
le acentuó a partir de entonces) y ya no tuvo que hacer gimnasia ni
jugar a nada nunca más. Ahora, su madre llamó a Miguel Rosas,
médico amigo de Jorge -‐‑e hijo del médico amigo de su padre-‐‑, que lo
vio tan decaído que le dio la baja por depresión, y en ello estaba,
porque desde que tenía la baja se sentía más deprimido todavía.
Miguel Rosas iba a verlo todas las semanas para darle un poco
de conversación sin conseguir nunca hacer plan alguno con él ni
para dar un paseo. A Miguel, que era hombre bueno y serio, su
conciencia le daba un toque de vez en cuando preguntándole si
estaba haciendo bien dejándolo en casa, pues, después de un rato de
conversación no lo veía tan mal y el abandono del trabajo le pesaba
a él más que a Jorge, a quien no le importaba nada la altísima
estadística de bajas por enchufe -‐‑o por desidia-‐‑ que padecía el país.
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Rosas quería pensar que aquel no era el caso. Por otro lado, ¿no
debería tener la gente derecho a aburrirse de su vida y quedarse en
casa una temporada? Había enfermos por aburrimiento, él lo sabía.
Aburridos del trabajo, del matrimonio, de los amigos, de todo.
Sentirse enfermos es uno de los mecanismos de defensa de los
humanos aburridos de la vida.
¿Qué podía hacer Miguel Rosas con aquel pobre Jorge? Había
aprovechado la circunstancia para ponerle un régimen de
adelgazamiento y al menos eso estaba bien, pues era evidente que
las tres cocas (como él llamaba a su madre y a sus tías) se lo estaban
aplicando a rajatabla, y, a pesar de no hacer nada de ejercicio
(dudaba de lo de la bicicleta estática pues no hay mayor contradiós
que tal artefacto), había perdido treinta kilos, lo que tal vez le
ayudara a levantarse con más facilidad.
¡Pobre Jorge! Era el típico tío bien dotado para la vida al que
tres locas dominan y desquician (tres esclavas tiranas). Eso sí, con
tantos cuidados y atenciones que no se daba ni cuenta. Su madre y
las dos hermanas solteras de su padre. El padre se murió antes de
tiempo. Mientras vivió no salió del despacho y se murió cuando
Jorge tenía catorce años y ya estaba gordo. ¡Más la ropa que le
ponían encima para que no se acatarrara! Y pensar que, a veces,
Miguel Rosas lo había envidiado. Cuando volvía del colegio
siempre le tenían la merienda esperándole y le quitaban el abrigo y
le cogían la cartera para que no perdiera el tiempo en llegar a la
mesa e hincarle el diente. El cuarto se lo tenían ordenadísimo, y
daba gusto abrir el armario con todo planchado y oliendo a
suavizante, con la zorrera que había en el suyo que compartía con
dos hermanos y apestaba a deportivas.
Jorge fue el primero de su promoción en Filosofía y podría
haberse quedado en la facultad o irse como investigador a
Alemania, que era lo que él quería. Pero, -‐‑como él mismo le dijo a
Rosas-‐‑ ¿cómo iba a dejar solas a su madre y a sus tías? ¿Qué harían
sin él? Que estaban indefensas. Indefensas… Hizo lo que era su
ilusión (la de ellas): oposiciones a Hacienda. Con tan buena nota que
pronto estuvo en Madrid. Pero, incluso el tiempo que estuvo fuera
hasta que obtuvo la plaza, ellas lo acompañaron.
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Además de lo de Hacienda, Jorge leía, leía, leía (hasta en latín
y en griego) y comía, comía, comía, en no se sabe cuántos idiomas y
más desde que estaban de moda los programas de cocina. Publicaba
en revistas de Filosofía y como tenía un apellido extranjero (porque
su antepasado había venido de Inglaterra a la explotación de las
minas de Huelva), los que lo leían siempre pensaron que era un
foráneo, que entre estos humanos suele dar más prestigio. Así pues,
entre Hacienda por la mañana y luego pensar, escribir, leer y comer
entretenía la vida salvo aquellos últimos tres meses.
Miguel tuvo que decirles a las cocas que o Jorge hacía régimen
o podía darle un infarto, porque tenía el colesterol por las nubes (no
era para tanto). Tenía la esperanza de que cuando se viera delgado y
atractivo (de hecho era guapo) saldría de aquel sopor y desgana. Así
pues, perdió los treinta kilos a golpe de hambre y melancolía. Ahora
parecía más alto todavía, más guapo, era inteligente, culto, apocado,
retraído, pusilánime e hipocondriaco y, si conseguía verse con la
buena pinta que se le había puesto, tal vez le cambiara la vida.
Le cambió, pero no por adelgazar, sino porque subió al piso de
los rumanos.
Le abrió Hilas medio desnudo y, como si lo conociera de toda
la vida, sin preguntar qué quería, lo saludó y le dejó la puerta
abierta para que entrara.
Llegó hasta el salón y sintió el mismo destello que había
sentido Julia el día que se los encontró en el descansillo, pero la
imagen que él vio sí era el friso del Partenón. Aunque tampoco los
reconoció. Atenea estaba sentada –iba siendo costumbre-‐‑ sobre el
brazo del sofá, el codo izquierdo en lo alto del respaldo, la cabeza
apoyada en la mano, un pie en el asiento, el otro en el suelo.
Hojeaba una propaganda de las ofertas de un supermercado y
seguía vistiendo el peplo. A su lado estaba Hermes medio tirado,
vistiendo solo un calzón de deporte. Jasón, sentado en el suelo, tenía
la espalda apoyada en el sofá y lo que llevaba puesto no llegaba a
calzón de deporte. Heracles llevaba el pantalón del chándal e Hilas
sólo la camiseta.
Estaban cenando y había tres o cuatro pizzas abiertas y medio
amontonadas por la mesa baja. Y latas de cerveza en el suelo, así
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como platos con higos y otros frutos secos, aceitunas negras, quesos
y una bandeja llena de fruta.
En cualquier otro lugar, semejante distribución de cena habría
sido un espectáculo desagradable, pero Jorge comprendió de
inmediato que aquello tenía algo de banquete clásico. A pesar del
desorden, subyacía una armonía, un equilibrio natural entre las
cosas, su distribución y el modo en que iban y venían, pues
guardaban una equidistancia entre ellas tan perfecta como si se
hubiera tenido en cuenta la dimensión, el volumen, el color, e
incluso, la temperatura de cada alimento para adjudicarles el
espacio y el movimiento perfectos. De hecho, nunca había visto tan
graciosa una fracción de pizza ni se le había ocurrido que las latas
de cerveza fueran una figura geométrica tan exacta o el blanco tan
hermoso de un triángulo de queso, incluso la cuadratura del círculo
sugerida por una pizza metida en su caja.
Se oyó decir “¡Ja!” con auténtica alegría. No se atrevió a
moverse porque pensó que no podía estar a la altura de la
circunstancia y que seguramente su presencia estaría rompiendo
algo de aquella armonía. Pero la estaba viendo. La sentía. Existía, sí,
existía. Mirando a los objetos en la mesa, las piernas, los rizos, la
fruta, los hombros, los torsos, la actividad de los miembros, de las
cosas, no se había dado cuenta de que con su “¡Ja!”, Atenea había
levantado los ojos para ponerlos en él, pero cuando, siguiendo el
movimiento del torso de Hermes, que se había adelantado para
alcanzar un racimo de uvas y volvía a apoyarse en el sofá, se
encontró con el pie de Atenea, que salía bajo el peplo, el tobillo, los
pliegues de la tela, fue (sin necesidad de respirar) subiendo la vista
hasta que se encontró con los ojos glaucos de la diosa que lo
miraban con sorpresa y curiosidad. Eran los ojos verdes más sabios,
más lúcidos, más serenos y más bellos que había dado el tiempo.
Jorge lo comprendió y se desmayó.
Afortunadamente no sufrió el golpe porque Apolo, que había
entrado detrás de él, lo cogió a tiempo y, con delicadeza, lo apoyó
en el suelo.
Cuando Jorge despertó, fue la cara de Hefestos la que intentó
sonreírle, pero no pudo por falta de práctica. Jorge no se asustó.
Supo de forma instintiva que aquel ser desagradable formaba parte
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La conexión entre las dos casas del mismo rellano la hicieron
los dos seres en los que menos se habría pensado: Milagros y
Afrodita. Y la causa, algo muy simple: el azúcar.
A Afrodita le encantó el café. Azucarado. Tanto que hasta lo
compartió con los pájaros, pero sólo una vez, porque se pusieron
nerviosos y, aunque cantaron muchísimo, lo hicieron
atropelladamente y no quisieron volver a probarlo.
Una tarde, la misma que Atenea quiso probar el jacuzzi,
Afrodita tuvo tal urgencia de café que no dudó, dado que se había
acabado, en ir a pedir azúcar a las vecinas.
Milagros le abrió la puerta y supo nada más verla que aquella
era la mujer más guapa que vería en su vida. Y, además, a pesar de
todo lo que había despotricado en contra de los vecinos (a causa de
Julia, que buscaba sin éxito un pretexto para conocerlos y no
hablaba de otra cosa), supo también de inmediato que aquella
criatura no tenía ningún peligro. Tal vez fue por la forma que tuvo
de pedir las cosas:
-‐‑ Café. Por favor, azúcar –y puso el azucarero boca abajo para
dejar claro que no tenía ni un grano.
-‐‑ Sí hija, ahora mismo. Anda entra, que precisamente iba a
hacer uno para mí y ya lo hago para las dos.
Fue el comienzo de una gran amistad.
Con el café en una bandeja, Milagros se llevó a Afrodita a su
cuarto porque era la hora de la telenovela de la que le puso en
antecedentes, largos y complejos; pero la rumana era muy lista y no
sólo se enteró, sino que se enganchó y, a partir de aquel día,
Afrodita pasaba cada tarde a las cinco y media a tomar un café con
Milagros y ver el siguiente capítulo de “Los secretos de Puente
Viejo”.
Y de paso, Milagros indagó y se enteró de que a las dos
muchachas los hombres las tenían en casa sin obligarlas a trabajar ni
nada, lo cual decía mucho en su favor. Que ella, además, estaba
casada con el más feo y que no salían mucho, o casi nada, o nada,
porque no conocían Madrid y sin ellos les daba reparo. Lo cual se
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entendía, porque no sabía cómo sería la otra, pero ésta, si salía sola a
la calle, desde luego, era un peligro y, con lo que había por Madrid
mucho mejor que se quedara en casa.
Esto fue lo que les contó, dedujo y concluyó Milagros al resto
de la casa a la hora de la cena. Y lo que siguió fue más o menos así:
JUSTA:
Vamos, que entre lo que vio Julia y lo que has visto tú, se han
venido de vecinos los rumanos más guapos del país.
MILAGROS:
Ésta, desde luego, no es normal. Ni en las películas. Os lo digo
yo que tengo mucho visto. Y un peligro para los hombres. La cosa es
que tiene cara de inocente, como si no se diera cuenta de cómo es;
vamos, que no se la ve picardeá. Pero, encima, se presentó sólo con
una bata de ná y no llevaba nada debajo ni falta que le hacía. Ya le
he dicho yo que así no se puede andar por este país. Que tiene que
aprender cuanto antes nuestras costumbres. Que hay que respetar
para que te respeten. Y que allí donde fueres haz lo que vieres.
JUSTA:
¿Es que en Rumanía va la gente en pelotas por la calle?
MILAGROS:
En las casas, vete a saber. Y esta muchacha es un pocooo…
como simple. Lista es, desde luego, porque se le entiende todo
perfectamente. Y la novela la ha pillado al vuelo. Pero también es…
como inocente.
JUSTA:
¿Cómo la va a pillar al vuelo si a mí, por más que me explicas,
no me entero?
MILAGROS:
Porque no pones atención, Justa. En cambio ella enseguida
dijo que los humanos son siempre iguales y que en todos los
tiempos cuecen habas. Y cuando le repetía algo para por si acaso no
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A Tonya se la podía llevar a cualquier sitio porque hacía muy
buen papel (él lo pensaba con una especie de orgullo acomodado).
Igual que él, había aprendido pronto a estar como se tiene que estar,
donde se tiene que estar y con quien se tiene que estar para ser
alguien en la vida. No era tan entusiasta como él del buen comer o
de conocer buenos hoteles y sitios famosos, pero hablaba inglés (él
no) y quedaban los dos divinamente, ya fuera en un restaurante de
moda, en una exposición o en una cena con los importantes de la
empresa. Pero le daba rabia que siguiera viviendo allí, porque un
piso compartido ya no era cosa para ellos, era para gente que estaba
empezando o que no va a llegar nunca. Además, ella debía de tener
dinero de sobra para un piso propio, pero no soltaba prenda.
Poli seguía mirando el trozo de magdalena y, por momentos,
estaba a punto de dar el salto a por él, pero no lo hacía porque
¿cómo se iba a comer una magdalena empezada? Bueno,
pensándolo bien, hasta podía ser un gesto elegante que él se comiera
la magdalena para que no tuvieran que hacerlo ellas; pero, ¿qué
bobadas estaba pensando? Claro que nadie se comería un trozo de
magdalena ajeno cuyo destino era, sin duda, la basura. Entonces,
¿qué más daba si se la comía él? Que estaría feo. ¿Cómo iba a
comerse una magdalena usada? Tampoco era para tanto…
TONYA (entrando):
Poli…
POLI:
Mira qué zapatos me he comprado.
TONYA:
Preciosos. No tardo un minuto.
Poli dio un sorbo a la cerveza y le rodeó de nuevo el murmullo
de voces de la conversación de la mesa. Ya no tenía la menor idea de
qué se hablaba porque su atención se volvió a clavar en el trozo de
magdalena con un tirón extraño, como si fuera una oportunidad
única para probar un manjar que no volvería a encontrar en la vida.
Se estaba empezado a poner casi nervioso, porque era consciente, al
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mismo tiempo que del deseo, de que éste era exagerado y ridículo.
Ridículo porque lo que le tentaba era un vulgar dulce de pueblo. Y,
sin embargo…
TONYA:
Poli, vamos.
POLI:
Voy.
Dio el último sorbo a la cerveza, se levantó, se encaminó hacia
la puerta mientras decía adiós a las demás y, al pasar junto al plato,
con un movimiento de rapidez en él inaudita, agarró el trozo de
magdalena y se lo metió en la boca con papel y todo.
A partir de aquel momento, Poli sintió una querencia por
aquella casa -‐‑a la que creía tener manía-‐‑, que allí donde estuviera se
le venía a las mientes con un algo que no sabía definir pero que lo
llamaba a gritos a una esplendidez desconocida, a un estado de
satisfacción inaudito que era virtualmente saboreado en cuanto
recordaba la magdalena.
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El Inspector de la Guardia Civil de Costas y Fronteras, José
Manuel Pérez Espinosa, al que los compañeros llamaban Jose, sin
acento en la “e” y con la “o” algo más pesada de lo normal,
reconoció la furgoneta que se les escapó en Tarifa, no por la
furgoneta en sí, que nunca vio, sino porque se sabía la matrícula de
memoria. El compañero se la había dado anotada en un papel y
cuando lo tiró, ya se la había aprendido.
No le había contado a nadie la desaparición de la patera en la
arena ante sus propios ojos, porque no estaba tan loco y porque a los
dos días volvió a Madrid y su vida tomó un nuevo rumbo. Aunque
la imagen de la patera tragándosela la tierra le venía a la cabeza de
vez en cuando, sobre todo por la noche, no le había descarrilado la
vida. Atribuyó el hecho a algún pozo o socavón que hubiera al lado
del terraplén, pero, al recordarlo, no dejaba de padecer cierta
inquietud. Más que nada por el movimiento de la patera, que
parecía un bicho con vida propia.
Así pues, cuando vio la furgoneta aparcada delante de una
nave de los chinos en Cobo Calleja, la única cosa relacionada con
aquel asunto (con la patera, me refiero), se impresionó más de la
cuenta, pero no quiso decirle al compañero que parara pues iban a
lo suyo. Además, que la furgoneta estuviera allí no quería decir
nada, sólo que era la misma que habían usado los emigrantes para
subir desde el sur, pero seguro que ya no tenía más relación con
ellos. Decidió, pues, que no valía la pena detenerse.
No había pasado una semana cuando la volvió a ver, esta vez
aparcada en la calle Fuencarral. Esta segunda vez casi se asustó.
¡Qué casualidad! Entonces sí se acercó y le echó un vistazo. No le
vio nada especial. Hasta tenía en el cristal la pegatina de haber
pasado la ITV.
Lo que le dijo su instinto al verla de cerca –y que, por
supuesto, no pudo justificar con un mínimo de lógica-‐‑ era que la
furgoneta seguía en manos de los mismos a los que había
transportado desde Tarifa. Y que tenía algo especial, no sabía qué.
Era un trasto viejo y, sin embargo, no parecía cansada, sino
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menos quince, que iba a verla a diario. Pero tampoco era para
ponerse así. Él pensaba irse a su casa, pero algo le impedía alejarse
tan deprisa. Entró en el bar de enfrente que nunca había pisado.
Pidió un Vega Sicilia, que no fue posible y, la verdad, ni se fijó
ni notó lo que estaba bebiendo. Justa lo vio desde la calle y entró a
tomarse una caña.
Que Justa, Poli y Jose (que había cogido la costumbre de ir a
tomar algo todos los días cuando terminaba el servicio), a través de
Manolo, prendieran la hebra fue fácil. Y acabar hablando de los
rumanos también.
Justa les dijo que sí, que había mujeres, pero que no debían de
salir mucho. Que a su casa pasaban y habían hecho buenas migas.
Que no trabajaban –las mujeres-‐‑ y que, cada una en su estilo, las dos
eran de una belleza espectacular. Luego, clavando los tacos en los
espacios pertinentes, los llamó cotillas. Les dijo que las mujeres
tenían la fama, pero que ellos cardaban la lana y tal cosa le sacó una
sonrisa al Jose que a ella le encantó.
Mientras tanto, la familiaridad empezaba a abrirse paso entre
Milagros y Afrodita. Aquella misma tarde, una vez terminada la
novela, hubo entre ellas este diálogo:
MILAGROS:
Oye, Afrodita, ¿no te da apuro de que Jasón haga las cosas por
ti?
AFRODITA:
¿Por mí? Jasón no hace nada por mí.
MILAGROS:
¿Cómo que no? La limpieza.
AFRODITA:
¡Ah! Eso no lo hace por mí. A él le gusta y a mí no. A Atenea
tampoco.
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MILAGROS:
Yo, no es por meterme, mujer, pero un hombre haciendo las
cosas de la casa cuando hay dos mujeres mano sobre mano…
AFRODITA:
Pues, como tú dirías, te has metido hasta las trancas. A él le
gusta hacerlo más que a nosotras y no hay más que decir. ¿Por qué
quieres impedirle que lo haga?
Milagros detuvo la plancha un momento pues había algo
inesperado en la pregunta de Afrodita. Le había dado la vuelta a su
argumento, así, como si nada. ¿Por qué no? –pensó.
MILAGROS:
Tienes razón. A ver si por ser varón no va a tener el hombre
derecho a poner orden en la casa y dejarla limpia. Son las
costumbres, hija. Una no se da cuenta de todas las cosas que se
dicen y se hacen automáticas, sin pensar. Y, claro, a ver por qué a un
hombre no le va a gustar tener su casa limpia como una patena y a
vosotras importaros tres pitos.
AFRODITA:
¿Lo ves? A veces basta con detenerse un momento para ver
otros mundos.
MILAGROS:
A mí también me gusta tener las cosas limpias, la verdad. Una
casa limpia y ordenada da gusto. Hombre, no soy de las que pone la
conciencia en el polvo, pero las casas limpias me gustan.
AFRODITA (agitando el frasco de esmalte):
¿Y qué tiene que ver el polvo con la conciencia?
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MILAGROS:
Mucho. Hay mujeres que lo único que les preocupa tener
limpio es la casa. Como si al limpiar el polvo se limpiaran ellas. Eso
pasa mucho en los pueblos, que es donde más se mira. Las casas
relimpias y luego, ellas, menudas harpías.
AFRODITA (sorprendida):
¿Conoces a las Harpías?
MILAGROS:
¿Y quién no? Ésas están por todas partes. ¿A que tú también
las conoces?
AFRODITA:
Bueno, yo conozco a las que no dejaban comer a Fineo, que no
sólo le quitaban la comida de la boca, sino que al mismo tiempo lo
cagaban todo y dejaban su mierda y peste por donde quiera que
pasaran.
MILAGROS:
Ésas. Estamos hablando de las mismas. Pues ellas llenan de
mierda todo lo que tocan, pero tienen sus casas limpísimas.
AFRODITA:
¿No te estarás refiriendo a humanas cuyo aseo moral lo han
transferido al orden y la limpieza de su casa? Ahora lo entiendo, que
asimilan sus faltas al polvo.
MILAGROS:
Eso es. Que en vez de preocuparse por quitarle el polvo al
alma, que a veces la tienen hasta pringosa, se lo quitan a las casas.
Eso sí, después de haber ensuciado todo lo ajeno, como bien has
dicho antes. Luego limpian sus cosas como si así se limpiaran ellas.
Y bien poco les importa limpiarse a ellas mismas, pero no aguantan
tener la casa sucia. Porque la casa sucia habla mal de ellas. Y ellas
hablan mal de todo el mundo, pero, por lo visto, eso no las ensucia a
ellas.
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única que sabe qué pintamos aquí tanto las hormigas como nosotros
es la naturaleza. Antes era Dios, pero qué más nos da.
AFRODITA:
¿Cuándo te has dado cuenta de eso?
MILAGROS:
¿Yo? Mientras plancho. Y es más gordo de lo que parece, lo
que pasa es que yo no te lo sé explicar bien.
AFRODITA:
¿Y de qué más te has dado cuenta?
MILAGROS:
De que no saben na de na. Los ves por la tele o los escuchas
por la radio y hablan como si supieran algo. Aquí, cualquiera habla
como si lo supiera todo. ¿Cómo se llama eso?
AFRODITA:
¿Ciencia infusa?
MILAGROS:
Eso. Ni pajolera idea tienen, te lo digo yo. Y menudos embolaos
hay por ahí a los que no hay nadie que les meta el diente.
AFRODITA:
¿Por ejemplo?
MILAGROS:
Por ejemplo los extraterrestres.
Afrodita se volvió a ella de nuevo, volvió a sonreír y se
dispuso a escuchar con mucha atención.
AFRODITA:
¿Tú crees en ellos?
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MILAGROS:
¿Y tú?
AFRODITA:
Pues no sé qué decirte… Un día escuché a Hermes que le decía
a Asclepio que había dioses en la tierra y que estaban en una
montaña de Libia. Y que algún día se irían y dejarían a la tierra
desasistida. Pero, ¿tú crees en ellos?
MILAGROS:
Yo creo en la Virgen de Fátima. Y en que aquello no fue como
nos lo han contado.
AFRODITA:
Y, ¿cómo fue?
MILAGROS:
¿Tú sabes lo primero que le dijo la Virgen a los pastorcitos?
Que tenían que aprender a leer. Y luego me he enterado de que la
Virgen de Lourdes, cuando se apareció, dijo lo mismo. Es más,
aquella dijo que había que cambiar el sistema de enseñanza en
Francia. ¿Tú te imaginas a la Virgen preocupada por esas cosas?
AFRODITA:
Sería Atenea.
MILAGROS:
No, no te lo tomes a broma que esto es muy serio. Que mi
bisabuelo estuvo allí.
AFRODITA:
¿Y vio a la Virgen?
MILAGROS:
Vio lo del sol. Y eso lo vieron miles y miles de personas,
porque la Virgen lo avisó con muchos días, que salió en los
periódicos y medio Portugal estuvo allí. En el pueblo los tengo,
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hablar todo. Me haces hablar, y hablar, y hablar. Con el poco tiempo
que hace que te conozco y soy capaz de decirte cosas que no le he
dicho a nadie. Pues ahora te voy a decir otra muy rara. ¿Sabes lo que
se me ocurre pensar a veces?
AFRODITA:
No, dímelo.
MILAGROS:
¿Estarán los demás vivos como yo o solamente lo parecen? No,
no te rías, que esto es muy serio. Y no se lo digas a nadie, que van a
pensar que estoy loca. Pero, ¿a ti no se te ha ocurrido nunca pensar
que esto es como un teatro donde todo el mundo representa un
papel y la única que es de verdad eres tú? Y que los demás sólo
existen en el momento que están contigo haciendo el papel que les
toque, que luego desaparecen. Tú misma podrías desaparecer en
cualquier momento igual que has aparecido.
AFRODITA (interesadísima):
¿Qué te hace pensar eso?
MILAGROS:
Que nunca puede una tocar el alma de los otros. El cuerpo sí, y
ves dónde empieza y dónde acaba, pero, ¿el alma? Nunca se puede
ver. Vemos lo que ellos nos dejan ver. O lo que se les escapa sin
querer, que es muy poco. O lo que tengan que representar. Sabemos
muy poco los unos de los otros. ¿Por qué? Porque llegan y
representan su papel el rato que están contigo. Y ya.
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Que Jorge hablara griego clásico a los rumanos les pareció
normal. De hecho, no entendían por qué no lo hablaba todo el
mundo, dado que –decían-‐‑, hacía mucho que se conocía en el país.
Y lo que Jorge contó a su amigo Rosas (el médico), porque así
lo creía, era que su magnífico estado de ánimo, casi euforia, se debía
a la posibilidad de conocer y aprender el acento griego de la época
de Pericles.
Cuando Miguel Rosas le preguntó por qué sabía que el acento
del que hablaba era precisamente el de Pericles –con lo perdido que
debía de estar-‐‑, Jorge le contestó que, al oírlo, había visto encajar de
maravilla las piezas del idioma; que su música y ondulación, los
altibajos de los tonos en las expresiones, las cadencias, consonancias
y medidas eran de una sonoridad y facilidad admirables y, en
consecuencia, de una elegancia y una belleza pasmosas. Y eso sólo
era posible cuando un idioma estaba en su expresión absoluta.
Rosas lo miró y, desde luego, no le cupo duda de que debía
decir la verdad. Y de que nunca lo había visto tan saludable. Por
supuesto –pues no tenía un pelo de tonto-‐‑, también intuía que sería
imposible que alguien conociera el acento griego clásico. Que,
además, fueran unos emigrantes rumanos quienes lo supieran se le
antojaba particularmente curioso. Pero tenía tanta fe en su amigo
que se dijo que quién sabe si, por extrañas circunstancias, los
rumanos hubieran conservado dicho acento ignorándolo el resto del
mundo. Las razones de Jorge acabaron pareciéndole convincentes,
porque su amigo, en lo que tocaba a Letras, lo sabía todo.
Lo mejor era que estaba animadísimo y parecía
completamente recuperado. Tanto, que le suplicó que no le diera el
alta porque no tenía tiempo de ir al Ministerio. Que aprender aquel
acento era una oportunidad importantísima para él –y para el resto
del mundo, dijo-‐‑ y que aprovecharía todos los minutos que Atenea
le permitiera estar con él, ya fuera por la mañana, por la tarde o por
la noche. Y que si le daba el alta estaba dispuesto a pedir la
excedencia, pues no podía permitirse el lujo de perder aquella
oportunidad.
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Rosas se vio atrapado entre la euforia de su amigo, su salud, la
estafa, la alegría, su conciencia (la de él), su responsabilidad
(también la de él), la supervivencia de Jorge y sus tres cocas, y la
posibilidad de devolver al mundo un acento perdido, y optó por
esto último porque (y aquí fue donde patinó y se le cuarteó la ética)
porque había quien tenía amigos dados de baja por motivos mucho
menos culturales. De hecho, para tranquilizarse, pensó que tal vez
estaba colaborando en un asunto tan capital como para justificarlo.
Y que, desde luego, había otros que no le darían tanta importancia.
Bueno, pero él siempre se la había dado. Los abusos del sistema le
repugnaban. ¿Entonces? Entonces, se dijo, era mucho más fácil
juzgar a los demás que juzgarse a sí mismo.
Efectivamente, Atenea había sido elegida para practicar con
Jorge el idioma porque, ¿quién tenía más tiempo? (Afrodita dijo que
a ella ni la miraran). Pero Atenea fue quisquillosa al respecto.
Cuando escuchó hablar a Jorge el griego de Aristófanes con fallos
macarrónicos y acento de Malasaña, se le pusieron los pelos de
punta. Dañaba al idioma. Lo corrompía, lo afeaba, dijo. Hermes le
hizo caer en la cuenta de que era gracias a la gente como Jorge que
ellos podían seguir siendo posibles, que había que ayudarlo. Y
Atenea aceptó que el vecino subiera a practicar la lengua y, de paso,
él le enseñaría a ella cultura griega. Por supuesto, esto último era
idea sólo de Jorge.
Al día siguiente, Jorge se presentó en el piso de arriba con uno
de los Diálogos de Platón para leer, entonar y comentarlo. Atenea
empezó a escuchar con placer aquella dosis de remembranza, a
pesar del mal acento y de que Platón fuera una de las primeras
causas por las que ellos comenzaron a desaparecer del mapa
(aunque no los apagara definitivamente por su manía de no
abandonar la trascendencia). Atenea habría preferido a Homero, por
supuesto, pero, ¿cómo iba a saber aquello Jorge? ¿Cómo iba un
humano a dar en el clavo sin un ápice de inspiración? Un humano
que, además, daba por hecho que quien tenía los conocimientos era
él. Pero Hermes tenía razón: si además de hablar con perfección el
griego clásico, Atenea le explicaba a Jorge por qué prefería a
Homero, puede que se mosqueara y sospechara algo. Tuvo que
conformarse con Platón.
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la tele a lo que hubiera, la cosa era que algún humano moviera las
patas.
A Jasón también le atrapó el deporte. Era su único momento
amable del día, las únicas horas (dos o tres a veces) en que la vida
tenía sentido y emoción, y él sabía discernir sin problema lo que
había que hacer: meter un balón entre dos palos.
Así pues, cada día fueron viendo con más claridad y dando
más importancia a la dificultad, complejidad y emoción que
suponía el hecho de que once jugadores quisieran meter el balón en
la portería y otros once trataran de impedirlo. Porque, como bien
decía Hefestos que decían sus compañeros del taller, el rodar de la
pelota provocaba momentos tan enrevesados, inspirados, difíciles o
portentosos, que, al parecer, estaban pendientes de ellos más de
media humanidad.
Y Atenea, por fin, se enteró de en qué consistía el principal
foco de atención de los humanos.
Decepción aparte, aquella simpleza de las pelotas Atenea la
llevó bien, porque era capaz de aislarse y no escuchar del entorno
más que lo que le convenía (además, le habían dejado para ella la
tele pequeña). Pero sus compañeros empezaron a gritar, cosa que
aprendieron de otros aficionados en el bar. Total, que cuando jugaba
el Atleti se bajaban al bar con la clientela, pues era mucho más
entretenido, y se ponían ciegos a cañas, y los demás días los veían
en casa (para dar gusto a Atenea, de forma comedida), donde Poli
había cogido la costumbre de pasar un rato después de hacer una
corta visita a Tonya y, a veces, entraba directamente con ellos y,
cuando terminaba el partido, ya era tarde para pasar a ver a su
novia. Le estaba cogiendo un gusto especial a aquella casa. Bueno,
más que gusto era una leve calma a su incontrolada y novedosa
ansiedad que, no sabía por qué, se sosegaba al mismo tiempo que
alimentaba con la proximidad de aquellas gentes.
Pero voy a volver a lo del deporte porque, dada la importancia
que tiene entre los humanos, creo que merece más atención.
A Atenea, como os he dicho, le daba igual y procuró prestarle
la atención justa, que fue poca, pero hubo uno que le resultó
particularmente insulso por su monotonía: el tenis. Ellos trataron de
educarla, de abrirle la mente, de mostrarle los caminos para que
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Atenea sabía lo que le estaba pasando a Jasón. Los demás
vivían su humanidad con normalidad pero, precisamente el único
humano entre ellos, estaba perdido en su propio mundo.
Antes de entrar a ello debo hablaros de Dionisos, pues su
presencia estaba siendo trascendente en el piso de al lado:
Milagros notó enseguida el perfume de la comida del dios, que
le llegaba por el patio de luces. Y tembló ante aquella percepción. Le
preguntó a Afrodita por las cosas que cocinaba Atenea (¡qué manía!)
y la diosa le dijo que quien cocinaba era otro amigo rumano. Y no
consiguió sacarle qué cosas cocinaba ni cómo porque Afrodita no se
había fijado nunca, y Atenea menos, cosa que comprobó Milagros.
Así pues, se quedó con las ganas de saber algo más, porque todavía
no tenía suficiente confianza con los otros para preguntar. Pero
cuando se ponía a cocinar dejaba un pelín abierta la puerta que daba
a la terracita del patio de luces con la esperanza de que el otro
abriera la suya y a ella le llegara la quinta esencia de lo que allí se
cocía. Y suspiraba hondamente cuando, al fin, un hilo del efluvio le
rozaba la membrana pituitaria colándose entre la densidad y
volumen de los que ella estaba elaborando, y podía diferenciarlo
porque era tan sabroso, tan nítido y perfecto que ni siquiera se
mezclaba con los suyos, manteniéndose aislado y claramente
definido en medio de los demás vapores que impregnaban su
cocina.
Un día le pareció que el otro se había colocado muy quieto y
atento detrás de la otra puerta, como si quisiera percibir lo que
Milagros cocinaba. Ella no se atrevió a acercarse al cristal para que él
no la viera, pero, disimuladamente, con el pie abrió un poco más la
puerta para favorecer el tránsito. Unos minutos estuvo el otro allí
aquel día y ella se sintió emocionada por haber sido capaz de
despertar su curiosidad. A partir de entonces, Milagros conoció la
calidad de su comida por la quietud de su vecino y por el tiempo
que se mantenía próximo a la puerta, lo que consiguió que le
pusiera aún más atención. Y cada día percibía ella la novedad, el
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ido emergiendo hasta aflorarle en la cara. Estaba perdido. ¿Por qué
nunca se les podía ocurrir algo a los humanos sin ayuda de los
dioses? Zeus tenía razón: eran un desastre. Y cuando se sentían mal
o querían algo se volvían suplicantes suplicantes suplicantes hasta
la extenuación. Les ayudabas y, con el menor éxito en la mano, te
olvidaban y pasaban a pensar que la ocurrencia había sido suya.
Y allí estaba Jasón hecho una pena. ¿Cuánto tiempo le faltaba
para pedirle ayuda? Pedirle una idea. Una simple idea. Una pista.
Lo malo era que ellos tampoco las tenían. Pero Atenea sabía que la
realidad en ciernes está en la cabeza de una y es de ahí de donde
surge toda idea, y de toda idea, toda materia. ¿No era ella acaso una
idea de su padre de cuya cabeza salió hecha y derecha tal como él la
concibió? Creía que sí, no lo recordaba muy bien, pues la
humanización le había dejado gran parte de la sabiduría maltrecha.
Incluso la memoria.
Jasón se levantó, volvió a Fuencarral y enfiló hacia la Gran Vía.
Ella lo siguió sin prestar gran atención ni a la ciudad ni a su ruido
atronador, y tampoco la ciudad se la prestó a ella pues, ocultos los
ojos, afortunadamente su caso no era el de Afrodita y su forma de
belleza a la mayor parte de los humanos le pasaba inadvertida.
Bueno, completamente inadvertida, no. En realidad llamaba la
atención, pero su andar era tan elegante (es decir, discreto) que a los
humanos se les deslizaba la mirada (o sea, no la grapaban en ella),
aunque al cruzarse notaban un repentino bienestar causado por la
sensación de equilibrio, como si, de pronto, todas las geometrías
deformes, erradas, descuidadas (y especuladas) que los rodeaban se
hubieran armonizado con eficacia. Y era tan evidente que, incluso,
se volvían a mirarla, pero ya sólo veían una trenza preciosa.
Vio a Jasón sentarse bajo los olivos de la Plaza de España como
si se acogiera a sagrado. Se llenó de compasión y no dudó en
sentarse a su lado. Cuando él la vio, ocultó la cara entre los brazos y
se echó a llorar.
Tenía que pedírselo. Tenía que hacerlo. Ella estaba
acostumbrada a que los humanos le pidieran las cosas; no podía
repartir gracias sin que se lo rogaran. ¿Por qué Jasón había olvidado
hacerlo? Además, sólo si él se lo pedía podría ocurrírsele algo.
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¿Cómo se iba a decidir el suceso si no había una intención? Si no se
lo pedía, tal y como estaba su estado, sería imposible.
Pero Jasón levantó la cabeza, miró al infinito lleno de casas y
coches, y se puso a hablarle de sí mismo, la maldita costumbre de
los humanos:
-‐‑ Siempre he sido un inútil, ya lo sé. Al ser tú una diosa,
¿puedes entender, Atenea, la sensación de ser un fracaso? Cuando
tuve algo fue gracias a los dioses y, a pesar de vuestra ayuda, no
supe administrarlo. Por más que, en la infancia, Quirón me advirtió
e insistió en tantas cosas, nunca dejé de ser un ofuscado, aunque
esforzado, eso no puedes negármelo.
Atenea no contestó y Jasón, después de esperar sin éxito algún
comentario, siguió hablando.
-‐‑ ¿Cómo conseguí entonces el Vellocino de Oro? Gracias a
mucha gente. Gracias a ti y a Argos se construyó el Argo. Gracias a
Hipsípila y las mujeres de Lemnos que nos acogieron sobrevivimos
(os recuerdo que los maridos de las mujeres de Lemnos se pasaban
el día y la noche con las esclavas que habían raptado por aquellas
islas, por lo que las esposas se los quitaron de encima y no quedó un
solo hombre en aquella tierra). Gracias a Fineo pude saber el camino
a seguir hacia la Cólquide y gracias también a él pude librarme de
las piedras flotantes que impedían el paso al Helesponto. Gracias a
Medea superé las pruebas que me impuso su padre para darme el
Vellocino, desde vencer a los cientos de Espartos hasta librarme de
la serpiente. Y, ¿cómo pagué a Medea? Matamos a su hermano, que
no cedía en perseguirnos, y, después de dar tumbos por media
Europa, llegamos por fin a Yolko donde, a pesar de entregar el
Vellocino a mi tío, tal como pidió para devolverme el trono, no lo
hizo y hubo que matarlo, pero ni aún así lo obtuve porque su hijo
Acasto consiguió echarnos a Medea y a mí del reino. Fuimos a
Corinto, pero Medea no quiso entender que, para recuperar mi
trono de Yolko, tenía que repudiarla y casarme con Glauca, la hija
de Creonte, Rey de Corinto, porque si no, no tendría su ayuda. Y,
¿qué hizo Medea? Mató a nuestros hijos y mató a Glauca. Anduvo
errante -‐‑ya conoces sus aventuras-‐‑ pero acabó inmortal. ¿Y yo? Yo
perdí a mis hijos, perdí a Medea, perdí a Glauca, saqueé Yolko, y ni
siquiera tengo claro si llegué a reinar, pues creo más bien que quien
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-‐‑ ¿El Vellocino de Oro? ¡Por supuesto! ¿Cómo no iba a saber lo
que es? Te llevaré a donde puedes verlo –Jorge se puso animadísimo
ante la posibilidad de salir con Atenea a la calle y pasear con ella por
Madrid.
Atenea, con un rasgo bien humano y muy poco divino, se dijo
que no podía ser tan fácil. No le explicó a Jorge, por supuesto, el
motivo de su curiosidad.
Y más o menos a las once de la mañana del día siguiente,
cuando andaban por la gran galería del Museo del Prado, Atenea
posó los ojos glaucos en un cuadro, comprendió la escena, y le
preguntó a Jorge:
-‐‑ ¿Es el rapto de Perséfone?
-‐‑ Sí, aunque aquí llamada por el nombre romano de
Proserpina y pintada por Rubens…
Jorge tuvo que callar, porque a Atenea le dio tal ataque de risa
que de los ojos glaucos caían unas lágrimas bellas como los
brillantes de un príncipe mogol. Y no podía controlarlas. Ni
tampoco el gorjeo de su garganta que, aunque no era muy fuerte,
fue lo suficiente para que lo oyeran todos los oídos de la sala y
algunos de las adyacentes, que se pusieron a buscar su origen como
si un canto de sirena anunciara que las bellezas muertas de los
cuadros habían resucitado y se mostraban manifiestas.
Jorge no pudo resistir las lágrimas ni la risa y se privó. Cayó
redondo sin sentido todo lo largo que era a los pies de Atenea. La
caída paralizó la risa y lágrimas de la diosa y, cuando la gente llegó
a su lado, había tenido hasta la precaución de ponerse las gafas
ahumadas.
Le ayudaron a levantar a Jorge quien, lleno de vitalidad, no
sabía decir qué le había pasado.
-‐‑ ¿Por qué te reíste de ese modo?
Atenea volvió a mirar el cuadro y, de nuevo, casi se le saltan
las lágrimas.
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Atenea le pidió que la llevara ante un cuadro donde estuviera
Hefestos y Jorge la colocó ante La fragua de Vulcano de Velázquez y le
explicó la escena:
-‐‑ El dios Apolo le está diciendo a Vulcano, o Hefestos, como
quieras llamarlo, que su esposa Afrodita le está siendo infiel con
Ares, el Dios de la Guerra. Ésa es la escena.
Atenea sonrió con lástima. También con ternura y
conmiseración. ¿No sabrían los humanos que la fragua de Hefestos
era un volcán? ¡Qué pobres! Aquello no era más que una vulgar
fragua humana con personajes humanos, uno de ellos disfrazado del
dios Apolo. En el otro pintor –Rubens-‐‑, a pesar de la desmesura y
pesadez de las diosas, todo era más sublime, pues el pintor había
intentado otra dimensión. Pero aquel Velázquez no se había tomado
la molestia de salir de su propia casa y había convertido su cocina
en la fragua de un dios. Era de una vulgaridad humana pasmosa.
Ni le interesaban los dioses ni se le había ocurrido pensar en ellos.
Además, el cuerpo de Hefestos era el de un humano hermoso, si
bien, para afearlo, le había colocado la cabeza de un humano feote
que ni siquiera llegaba a horrible y que no se correspondía con el
cuerpo y parecía postiza. ¿Dónde estaba la tragedia de Hefestos?
¿La grandeza de su horror por ser un dios y deforme? ¿Y el espanto
que afloraba por cada poro de su piel, porque su madre, recién
nacido, lo despeñó del Olimpo a causa de su fealdad, que le era tan
repulsiva que no quería volver a verlo? Esa era la esencia de
Hefestos, su inmensa imperfección unida al desprecio. Su gran
tragedia. Nunca lo llevaría allí. Le habían robado toda la dignidad y
dimensión de su horror para convertirlo en un ser vulgar y, si viera
el cuadro, sería capaz de buscar al pintor en el Hades para
aterrorizarlo con su simple presencia por toda la eternidad. Si
supieran los humanos cómo era de verdad Hefestos… A Apolo lo
había pintado blandito y con cara -‐‑lo poco que podía apreciarse-‐‑
también vulgar. Era el disfraz, no su perfección, lo que decía que era
un dios. Sin embargo, le había pintado aura. Los humanos no
podían ver el aura ni siquiera la propia, ¿por qué sabían que tenía
aura? Pero Hefestos carecía de ella, no se la había pintado, ¿por qué?
Si también era un dios. ¡Y con qué aura!
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pero que algo se traían entre manos, seguro. O no era él quien era.
Ya sabía donde trabajaba cada uno y hasta ahí todo normal. Bueno,
normal normal… Porque el grandón se descargaba él solo un
camión en el mismo tiempo que, para otro igual, se necesitaban
diez tíos.
Como cada día cuando terminaba el trabajo, Jose se había
acercado al bar de Manolo a tomar una caña y a echar un vistazo.
Estaba como obsesionado con ellos. ¿Con ellos o con Justa?
Se había dicho que ella podía ser el modo de que él entrara en
la casa de los rumanos, como lo hacía Poli, pero todavía no lo había
conseguido. Justa era lista y estaba con él con la mosca detrás de la
oreja, por lo que tenía que andar con cuidado.
Estaba seguro de que él le gustaba. A Justa, claro. Por lo
menos le reía las gracias y más cuando tonteaba con ella. Bueno, eso
no quería decir nada. Precisamente cuando él le tiraba los tejos, ella
siempre tenía a mano un quite, un parapeto con la advertencia de
que anduviera con tiento, pues no pensaba dejarse engatusar como
si nada. Era recia, sí, por eso le gustaba. De esas mujeres que parece
que no le tienen miedo a nada o que están tan seguras de sí mismas
que se muestran a las claras tal cual son, porque ni tienen intención
de engañar a nadie, ni quieren que nadie les engañe a ellas. Al pan
pan y al vino vino. Y de bobás, las justas. ¡Vaya, hombre! –sonrió.
Ése era el problema. Si se enteraba de que era inspector, y no
precisamente de seguros, como le había dicho, y de que su tonteo
con ella sólo iba detrás de los rumanos, no le volvería a dirigir la
palabra. Y entonces él la miraría fijamente a los ojos, la agarraría por
la cintura, se la ceñiría bien ceñida y la besaría dejándola temblando.
Sí, eso era lo que él se creía como un gilipollas –se dijo-‐‑. Igual,
después del beso, le cruzaba la cara y no la volvía a ver. Eso si era
capaz de llegar a dárselo porque, con los arrestos que ella tenía,
igual el que se quedaba temblando era él por temor a disgustarla.
Salió a la calle y encendió un cigarro.
Pero, ¿qué le estaba pasando? ¡Era un tontaina! ¿Temor a
disgustarla? ¿Temor a disgustar? ¿Desde cuándo se preocupaba él
por semejante cosa? Con lo que tenía visto… ¡Y vivido! A la hora de
la verdad ya veríamos por dónde saldría. Pues ¿por dónde iba a
salir? Por donde todas. Si lo que les gustaba era eso. Decían que no,
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¡Pobres humanos! El tiempo lo manejan tan mal que necesitan
cuadricularlo y, tomando como modelo las salidas y puestas de su
sol, han fabricado instrumentos donde cada día viene señalado con
un número, cada siete números lo llaman semana, pero no cada siete
semanas un mes, que es la agrupación de días superior, sino cada
treinta o treinta y un días, depende, y, por último, cada doce meses
un año. Este tipo de instrumentos que los humanos diseñan con
formas muy diferentes, en esencia, son todos iguales y los llaman
calendarios.
Ya sé que es un lío bastante inútil (sobre todo tratándose del
tiempo en una dimensión) y, aunque para ellos los calendarios sean
imprescindibles porque si no, no saben el día en el que viven, no
hace falta que vosotros los entendáis. Simplemente que los tengáis
en cuenta como constancia de que, si no fuera con ayuda, el humano
no sabría nunca el momento en el que está.
Esto viene a colación porque cayó en las manos de Afrodita
uno de los calendarios de Milagros, uno bastante peculiar llamado
taco. Para más precisión, taco del Corazón de Jesús. Sí, taco, como
las palabras malsonantes que usaban con frecuencia Justa y Jose.
Pero el idioma de los humanos es así, tan escaso que necesitan la
misma palabra para un montón de cosas. Esta misma, taco, es
cualquier pedazo de madera u otra materia que encaja en algún
hueco, o un conjunto de hojas sujetas en un solo bloque -‐‑que es el
caso que nos ocupa-‐‑, o los pedazos de jamón o queso con cierto
grosor que se toman como aperitivo, o las piezas cónicas que tienen
en las suelas algunos zapatos deportivos, etc. En fin, digo estos
ejemplos como demostración de lo pobre que es este idioma, pues
necesita usar la misma palabra para un montón de entes diferentes.
Por cierto, para explicaros esto he consultado el diccionario de su
institución más importante al respecto y no he encontrado,
precisamente, la acepción de palabra malsonante, pero figura como
tercera: “Cilindro de trapo, papel, estopa o cosa parecida, que se
coloca entre la pólvora y el proyectil en algunas armas de fuego,
para que el tiro salga con fuerza”, que debe ser de cotidiano uso.
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días, para servir de apoyo a la tesis del Big Bang. Se lo comentaría a
Atenea por si quería darle vueltas al asunto. Ella, desde luego, no
pensaba ir más allá.
MILAGROS:
Afrodita, estás muy pensativa.
AFRODITA:
Los humanos decís muchas bobadas.
MILAGROS:
Y más que vamos a decir, porque las criaturas de ahora tienen
muy claro lo que les pide el cuerpo, pero no lo que les pide el alma.
AFRODITA:
¿Por qué?
MILAGROS.-‐‑:
Porque casi todos son hijos únicos de padres temerosos.
Afrodita la miró como si no entendiera qué quería decir con lo
de temerosos. ¿Temerosos de qué? parecía preguntarse.
MILAGROS:
Mira, hija, tú vienes de un país que no debe de estar muy
desarrollado todavía, como era éste hace tiempo. Y entonces las
cosas ¿cómo eran? Los hijos ¿para qué estaban? Para ayudar.
Apenas se tenían en pie y ya, antes de irse a la escuela, le llevaban el
almuerzo a su padre, que estaba segando desde el amanecer. Nadie
dudaba de que podían andar dos kilómetros con una cesta sin
necesidad de perderse. O de que no se iban a morir de sed. ¿Llevar
una botella de agua? Pues ni que tuvieran que cruzar el desierto. Si
les entraba sed se aguantaban. ¿Que se les olvidaba el sombrero o la
gorra y se les calentaban los sesos? Peor para ellos, así aprendían
para la próxima. Los niños son muy fuertes y muy responsables.
Siempre y cuando se les trate como a personas, claro. Es igual que
con los perros. ¿Para qué estaban los perros? Para ayudar. Cazaban
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y ayudaban con la alimentación. Vigilaban el ganado, la casa. En los
campos se dormía tranquilo porque los perros avisaban de cualquier
cosa que se moviera. Se ganaban el pan con dignidad. Sabían que
eran importantes, que se les necesitaba. Y eran muy buenos
profesionales. Bueno, y lo siguen siendo los que todavía andan con
las ovejas. Pero ¿ahora? Todo son caprichos y carantoñas a unos y a
otros sin pedirles ningún oficio. Y están todos desquiciaditos, perros
y niños, brincando por los sofás.
AFRODITA:
¿Tú no has tenido hijos?
MILAGROS:
Mucha pena es lo que he tenido. Hijos no me dio tiempo
como aquel que dice.
AFRODITA:
¿Qué te pasó?
MILAGROS (suspirando):
¿Para qué hablar de cosas tristes?
AFRODITA:
Bueno, si no quieres no me lo cuentes.
MILAGROS:
Te lo contaré. Y total a estas alturas ya qué más me da. Él tenía
muchas prisas. Prisas para todo. ¿Qué necesidad habría, ya ves tú?
Si podíamos tirar bien. Pero tenía el pío ese que tienen algunos
hombres de no conformarse con lo que tienen. Ni siquiera conmigo.
Encontró la manera de ganar cuanto antes. Y lo que es peor, de
probarlo. Menos mal que tuve luces y me dije que, mientras
anduviera con aquello, desde luego a mí no me preñaba. ¡Cuántos
disgustos, Dios mío! Y mira, ahora no sé si hice bien o mal. La cosa
es que él se lió se lió… Primero que si le hacía un favor a uno, luego
que si total ya lo hice una vez y no pasó nada… Empezó a faltar de
casa. Tres días pacá, otros tres pallá… Lo nuestro, abandonao. Llegó
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un momento en que yo ya no sabía ni por dónde andaba. Total, que
al final se quedó con la portuguesa. En Portugal, claro. ¡Anda y que
le den! Después de tantos descalientos, fue un buen mochuelo el que
me quité de encima. Lo pasé muy mal, hija. Y eso que nunca supe
exactamente qué era lo que se traía entre manos; pero, como sabía
que lo probaba, pues ya te puedes figurar. Eso sí, conseguí que me
firmara los papeles.
AFRODITA:
¿Te divorciaste?
MILAGROS:
Sí, señora. ¡Tú verás! Y me quedé con la casa. Él con la tierra,
pero, para entonces, creo yo que ya la tenía perdida. O vendida.
¿Qué sé yo? Tonta no iba a ser y, menos, después de todo lo pasado.
AFRODITA:
¿Y no has vuelto a saber nada de él?
MILAGROS:
¡Pues cómo no! Siempre hay alguna enterada en el pueblo que
cuando voy le falta tiempo para ponerme al tanto. Como si a mí me
importara algo a estas alturas. Por lo visto dejó a la portuguesa y
ahora anda por el Brasil. Por mí, cuanto más lejos mejor.
AFRODITA:
No has vuelto a casarte.
MILAGROS:
Sufrí mucho, hija. Yo era muy joven, estaba mu enamorá y,
como cualquier muchacha de entonces, creía que él lo sabía todo y
que yo sólo tenía que estar a lo que él quisiera y cuando quisiera.
Pues ya ves. Pero hasta que te convences… Y, mira, gracias a la
portuguesa, porque si ella no hubiera estado por medio igual estoy
todavía allí con el alma en vilo. ¡Pero hasta ahí podíamos llegar!
Cuando me enteré, me planté y que te aguante Rita.
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AFRODITA:
¿La portuguesa?
MILAGROS:
Que no, mujer, que eso es un decir. Pero estuve muy mala. ¡Lo
que habré llorado! No te lo puedes figurar. Porque tú no quieres que
las cosas sean como son, no quieres verlas. Y las colocas y recolocas
con tal de que te parezca que todo está bien, que todo es normal,
que son manías tuyas o envidias y habladurías de la gente, que
tampoco es para tanto. Lo de hacer de tripas corazón, eso me lo sé
yo muy bien. Hasta que llega el día en que por fin se te abren los
ojos y te das cuenta de que ya no le interesas. Que ya no te quiere.
Aunque él te diga que sí, la verdad es que no, que sólo va a lo suyo
sin dar cuartos al pregonero. ¡Y no se le podía decir na! Se ponía
hecho un bicho. Cuando lo entiendes y te dices que las cosas son
como son, se te rompe el alma, pero la cabeza se te vuelve a colocar
en su sitio. Y aquí paz y después gloria. La verdad es que yo creo
que a él también se le quitó un peso de encima, porque malo no era.
Había veces que tenía muchas perras y eso a mí me ponía nerviosita
y, claro, preguntaba y preguntaba. Entonces se ponía mu alborotao.
Que lo sacaba de quicio, decía. Y que sus cosas eran sus cosas y que
yo no tenía por qué meterme. Pero a ciegas no se puede vivir. Total,
lo dejé. Pero era mu macho y los machos no quieren que una mujer
los deje. Aunque tuviera otra. Si ellos son pa dos, pa tres, pa las que
les echen. Cuantas más mejor. ¡Puf! Si vieras cómo se puso cuando
en plena calle uno le dijo de lejos: “¡Que tan dao la patá!” Creí que me
quitaba la casa. Menuda le entró. Porque, ya ves, yo creo que al
librarse de mí se quitaba un peso de encima, pero que hubiera sido
yo, y no él, la de la patá… Eso no lo podía resistir. A él no le daba la
patá nadie. Y si no hubiera sido porque tenía mucha prisa -‐‑que pa mí
que por lo que fuera, le andaban a la zaga-‐‑, todavía estaría yo allí a
verlas venir.
En aquel momento, Milagros tenía los ojos llenos de lágrimas.
Por supuesto, sin necesidad de mirarla, Afrodita sabía cuánto dolor
había detrás de aquellas palabras que querían ser despegadas.
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AFRODITA:
Ya pasó, Milagros. No vuelvas a pensar en ello.
MILAGROS:
Hay cosas que no pasan nunca. Las ilusiones rotas. Por más
que rehagas tu vida, como dicen ahora. ¿Rehacer? Remendar más
bien. Te la recoses como puedes. Justa, que había sido vecina toda la
vida, me vio tan mal que tiró de mí y me trajo a Madrid poco menos
que a la fuerza. Pues eso me ha salvado. Porque yo no levantaba
cabeza. Ella me convenció. Bueno, ni eso, porque hasta me hizo la
maleta y no me dejó ni pensar. No era capaz ni de pensar, esa es la
verdad. Ni sabía qué tenía que hacer o qué podía hacer de mí.
AFRODITA:
¿Nunca has pensado en volver a casarte?
MILAGROS:
¿Yo? ¡Ni muerta! Oye, ese muchacho, el que os hace las
comidas…
AFRODITA:
¿Dionisos?
MILAGROS:
¿Dionisio se llama? Anda, como un hermano de mi madre.
AFRODITA:
Dionisos, no Dionisio.
MILAGROS:
¡Qué bien cocina! Está un poco gordito.
AFRODITA (sonriendo):
Igual que tú, ¿no?
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Cuando volvió del Prado, Atenea le dijo a Jasón que el
Vellocino lo tenía el Rey de España y que debía buscar su palacio y
ver el modo de entrar en él.
Jasón se limitó a asentir con la cabeza y a darle las gracias con
el mal sabor de boca de no haber sido capaz de averiguarlo por sí
mismo. A continuación se marchó a su cuarto.
Se quitó las deportivas y los vaqueros, los colocó, y se tiró en
la cama mirando al techo.
Debería estar contento, pues Atenea le había resuelto el
problema y había dado un paso importante, pero… No era capaz de
estarlo. No le apetecía nada volver a empezar a buscar el palacio del
rey.
¿Y si huyera? Refugiarse en alguna montaña. ¿Sería capaz de
sobrevivir en aquel mundo donde todo le era desconocido? Por más
que supiera el idioma y viera de forma inmediata para qué servía
cada cosa, le era tan ajeno que no sentía el menor interés por
integrarse en él. Sin embargo, ¿cómo puede uno huir de los dioses?
Te ponen en el mundo y no puedes hacer otra cosa que obedecerles
y seguir adelante desde el lugar donde te han colocado. ¿Te
preguntan? No te dan opción. Te auxilian de vez en cuando, pero
también te pueden dejar colgado cuando menos te lo esperas y, lo
peor de todo, nunca sabes con seguridad qué intención tenían
cuando te pusieron aquí. Sí, buscar el Vellocino para conseguir tu
reino. ¿Qué reino? ¿Había otra alternativa? No, no la había: tendría
que buscar aquel maldito palacio y ver la forma de entrar en él. ¿Por
qué no iba a ser capaz de hacerlo? Solo. Sí, él solo.
Se levantó a colocar las deportivas, pues no habían quedado
paralelas. Luego volvió a tumbarse.
¿Cómo podía ser tan ingenuo? Ellos lo manejaban todo y no se
movía una brizna de hierba sin que se dieran cuenta. ¿Cómo se le
había ocurrido pensar en huir? ¿Huir de los dioses? ¿Engañarlos?
Parecía mentira que hubiera sido tan tonto y pensar semejante cosa
después de lo de Prometeo. Puede que a él no le ataran a una
montaña del Cáucaso para que un águila le comiera el hígado
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-‐‑ ¡Una peonza de plástico con luces! ¡Sí, sí, sííííííííí. ¡La quiero!
¡La quiero! ¡Dámela ya! –gritó alborozado Eros.
-‐‑ Cuando me hagas el favor.
-‐‑ ¡Ahora! ¡Ya! ¡La quiero ya!
-‐‑ Primero el favor. Mañana sigue a Jasón. El resto es cosa tuya.
Afrodita había pensado darle la maravillosa pelota de costuras
ocultas que a Zeus le hizo su nodriza, la que tenía los círculos
hechos con oro y que volando parecía una estrella. Menos mal que
Milagros sabía que las peonzas de moda podían comprarse en un
chino a dos manzanas de allí.
A la mañana siguiente, cuando Eros vio salir a Jasón, corrió
hasta su madre y en el regazo le dejó las tabas para que se las
guardara, no sin antes haberlas contado cuidadosamente. Luego se
cruzó el carcaj, cogió el arco y salió a la calle.
Fue el primer día que Jasón no se detuvo ante el olivito y se
conformó con echarle una mirada agradecida. Tampoco se detuvo
en los del monumento a Cervantes de la Plaza de España. Tenía la
remota idea de alguna indicación con la palabra palacio en su
recorrido habitual. La buscó y encontró.
Desde la Plaza de España subió la calle Bailén y enseguida se
topó con el palacio. Estaba allí mismo, ¿cómo era posible? Y no lo
había visto. Ni siquiera cuando iba hasta la Casa de Campo desde
donde, a la fuerza, se tenía que ver completo. Pero, ¿a dónde había
estado mirando? ¡Lo había tenido tan cerca y durante tanto tiempo!
Su instinto lo había llevado diariamente casi a las puertas. ¿Por qué
no lo había visto? ¿Por qué no había levantado los ojos? ¿Qué le
había faltado? ¡Lo podía haber encontrado él solo! ¿Quién iba a
tener el Vellocino sino el rey? Y, ¿dónde iba a vivir el rey? Le dieron
ganas de llorar y la nueva comprensión de su inutilidad le hizo
andar casi arrastrando los pies.
Cuando llegó a la Plaza de Oriente, se detuvo a echarle un
vistazo al palacio. Aquel rey era poderoso, sin duda. Vio a la
Guardia Real ante la puerta. Hombres altos, fuertes y tiesos como
rocas. Allí empezaban los problemas.
Por supuesto, no tenía la menor idea de que Eros lo iba
siguiendo. Eros tenía la habilidad de no ser visto, menos aún
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enemigo se le antojó prodigioso. Pero fueron las armaduras las que
de verdad lo dejaron pasmado. Aquellos reyes se vestían enteros de
metal articulado. ¡Qué maravilla! Así, cualquiera aguantaba una
batalla. Hasta los caballos vestían armaduras. Los hombres habían
evolucionado mucho más de lo que él pensaba. Y Heracles estaba
por todas partes, grabado o repujado en muchos de los petos,
rodeado de ninfas, siempre vencedor de sus trabajos o gestas. No
vio, sin embargo, a ningún otro de los héroes grabados para que los
reyes adornaran sus pechos. Claro que, ¿a qué rey le interesaría lucir
a Aquiles, que murió en una batalla? ¿O a quién interesaría Ulises
dando vueltas por medio mundo sin ser capaz de encontrar su casa?
¿O Eneas, emigrante vencido y exiliado, dando tumbos? Él también
habría elegido a Heracles, pues no había quien lo venciera. Luego
para pensar y eso, ya se buscaría a otros.
Salió con gran pesar de la armería y, para preguntar por
dónde se entraba a visitar el palacio, se acercó a una joven que al
lado de un cenicero fumaba un cigarrillo.
Fue entonces, justo en el momento en que la joven levantó los
ojos para mirar al desconocido, cuando Eros, sin perder un instante,
disparó su arco desde tan cerca que la flecha se incrustó en el pecho
de la joven hasta las remeras.
LA JOVEN:
Sí, sí. Para entrar tienes que ir… Mira, ¿ves aquella puerta?
No, no. Aquella otra. (¡Madre mía!) Espera, mejor te acompaño.
Tenía colgada una tarjeta de identificación donde enganchaba
un rotulador de punta fina y un cascabel. Sin saber por qué se puso
a mover el cascabel.
LA JOVEN:
Vas a tener suerte porque hoy no hay mucha gente. Si
hubieras venido ayer no habrías podido entrar. El primer miércoles
del mes es cuando se hace el cambio de guardia y siempre hay
mucho público.
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JASÓN:
Es un palacio muy grande.
LA JOVEN:
Enorme. Más de tres mil habitaciones. Pero no te preocupes,
no te lo van a enseñar todo, sólo lo importante. (Por Dios, qué ojos
tan bonitos).
JASÓN:
¿No me lo podrías enseñar tú?
LA JOVEN:
¿Yo? ¡Uy! ¡Qué gracioso! ¡No puedo! (Qué más quisiera). Eres
extranjero ¿verdad?
JASÓN:
Sí. Soy rumano.
LA JOVEN:
Hablas muy bien (y no me importa nada la pinta guarrera que
traes). ¿Llevas mucho tiempo en España?
JASÓN:
Casi dos meses.
LA JOVEN:
Y en dos meses, ¿ya hablas así? (¡Qué bárbaro!).
JASÓN (sonriendo):
Ya conocía el idioma.
LA JOVEN (sonriendo también):
¿Has venido a España a trabajar?
JASÓN:
No. He venido de visita. Estoy con unos amigos que sí
trabajan aquí.
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LA JOVEN:
¡Ah…! Mira, ésa es la cola. No tardará mucho.
JASÓN (sonriendo otra vez):
Muchas gracias.
LA JOVEN (igual):
De nada (monada… uff). Me tengo que ir, estoy trabajando.
JASÓN:
¿Trabajas aquí?
LA JOVEN:
En el Archivo y la Real Botica. Soy Ayudante de Archivos,
Bibliotecas y Museos. Y Farmacéutica (¡seré boba!).
JASÓN:
Entonces, ¿por qué no me enseñas tú el palacio?
LA JOVEN (sonriendo mucho):
Porque no puedo. Ya te lo he dicho.
JASÓN:
Pues a mí me gustaría que me lo enseñaras tú.
LA JOVEN:
Que no puedo (ríe). ¿Cómo te llamas?
JASÓN:
Jasón. ¿Y tú?
LA JOVEN:
Medea. ¡Uy! ¡Qué tonta! (coloradísima). Inés. Pero, ¿qué he
dicho? Me llamo Inés. No sé por qué he dicho lo de Medea, será por
lo de Jasón, supongo… (¡seré idiota!).
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JASÓN:
¿Estarás por aquí cuando termine la visita?
INÉS:
No creo. Estaré trabajando.
JASÓN:
¿Y si te espero?
INÉS:
No, no (me encantaría). Pero igual nos vemos otro día si
vuelves. Adiós.
JASÓN:
Adiós. Gracias.
INÉS:
(¡Qué boba, qué boba y qué boba! Le tenía que haber dicho
que sí. ¿Si vuelves? ¿Cómo va a volver? ¿Para qué? ¡Qué cosa más
encantadora, por favor! ¿Y si me vuelvo y le digo que sí, que me
espere?).
Se volvió a mirarle pero Jasón estaba de espaldas a punto de
entrar. Le faltó ese pequeño detalle, el de haberse quedado
mirándola mientras se iba, pero era el tipo de cosas en las que Jasón
siempre fallaba. No el quedarse mirándole el culo como los bordeline
(que sólo miran cuando saben que hay otro macho cerca o para por
si acaso), sino el mero hecho de ver cómo se alejaba para conservar
el contacto con ella mientras fuera posible.
Ella, al verlo de espaldas, sintió demasiada decepción dadas
las circunstancias. ¡Por Dios, si sólo había estado con él tres minutos!
Pero es que tuvo la impresión de que se separaba de algo… vivo.
¿Vivo? Sí, vivo. Él era algo que estaba más vivo que todo lo demás.
Triste pero muy vivo. O ella estaba más viva de repente. Siguió su
camino y no le consoló en absoluto el pensar que él era un rumano
de paso. Ni tampoco le consoló el decirse que había que estar loca
para tener la sensación de haber encontrado a alguien que estaba
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Guardia civil. Jose era guardia civil. Inspector de la Guardia
Civil de Fronteras y no sé qué más –pensaba Justa queriendo tener
una decepción enorme. Pero no la tenía. No, no la tenía. Tenía un
poco de decepción, sí, pero quedaba completamente solapada por el
gusto de que no fuera un cotilla, ni estuviera casado ni tuviera
pareja. No lo podía evitar. Estos detalles le daban una alegría
enorme, la suficiente para que el hecho de que fuera guardia civil
casi le importara tres pitos, cuando debería estar completamente
escandalizada de sí misma. ¿Hasta ahí iba a llegar? ¡Coño, un
guardia civil! –se dijo de pronto con una expresión equivalente a
“Ya es mala suerte”, pero se rió a continuación, no pudo evitarlo. Le
dio igual. Además, de perdidos al río. Y estaba coladito por ella.
¿Sabéis por qué se decía Justa tal cosa? Porque llevaba mucho
tiempo sola. No sola sentimentalmente, sino sola en la forma de
mirar las cosas.
No sé si os he dicho en otro momento que a los humanos les
cuesta mucho cambiar de forma de pensar. La mayor parte de las
veces, sin meditar en absoluto, se agarran a lo que tienen como a un
clavo ardiendo. Por costumbre.
Me diréis que no hay más que hacer un análisis de los
elementos que conforman el pensamiento propio, contrastarlo con
otras opiniones e ideas, estudiar qué debe cambiarse o ajustarse y, si
las conclusiones son coherentes, empezar a pensar de otra manera. Y
que tal cosa es lo más sano y deseable. Pero no es el caso de los
humanos, porque la mayor parte de ellos ni meditan ni comparan ni
piensan. O, mejor dicho, piensan de repente, con la emoción y a
bocajarro. Y lo que es más sentimiento que pensamiento se les
arraiga de forma tan profunda que lo convierten en inamovible.
Pues bien, los cimientos que forman el pensamiento petrificado de
los humanos no son otros que la seguridad de estar en posesión de
la verdad (aunque todos jurarían no padecer tal pretensión). Y
alguien que está en posesión de la verdad ni quiere ni puede
cambiar. Ni tiene por qué, dirían ellos.
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Todos los profetas. La mayoría de los filósofos. Todas las religiones.
Todas las iglesias, de la católica a la marxista. Y aquí empieza la fe:
los buenos somos nosotros. Y la fe era lo que le había fallado a Justa.
La razón por la que un humano pierde la fe (cualquiera que
sea la fe) es simple: empieza a pensar por sí mismo. Le da por
comparar. Por evaluar. Por contrastar. Por relacionar la teoría con
los hechos que de ella se han derivado y sacar conclusiones. Si
aceptas los principios sin dudar, tienes fe. Si empiezas a darle
vueltas… Mal asunto.
Las iglesias de los humanos siempre dicen que sus tesis son
buenas, cuando no perfectas. Que si de sus tesis se han derivado
hechos espantosos ha sido debido a que sus administradores son
humanos y pueden equivocarse una y mil veces (no importan la
categoría ni la cantidad de aberraciones o asesinatos). O que sus
enemigos se lo han puesto tan difícil que se han visto obligados a
saltarse los principios para defenderse y no han podido poner en
práctica sus ideas. Los hechos espantosos derivados, por horribles
que hayan sido, no manchan las ideas. Es simple mala praxis. A
cualquiera le puede pasar. Las ideas son buenas y hay que seguir
intentándolo.
Justa se dio cuenta del escalón entre la fe y los hechos por
culpa o gracias a Sebas, su exnovio. Y la causa fue una norma que
suelen aplicar todas las iglesias: que el fin justifica los medios. Sebas
le dijo que pensando en el todo había que sacrificar la parte. Y la
parte eran unos compañeros de trabajo que se quedaron a verlas
venir porque en la empresa había negociaciones más arriba y de más
calado que debían ser prioritarias por encima de todo.
La fe de los humanos es así con frecuencia, que por salvar a la
humanidad tienen, a veces, que cargarse a parte de la misma. Y
normalmente es la parte que no piensa como ellos.
Justa no lo entendió. Lo de que había que sacrificar la parte
por el todo. Que no y que no. Y entonces Sebas la miró con
desconfianza (porque hay otra ley primordial en todas las iglesias
que dice: “El que no está conmigo está contra mí”. Comprobadlo. Si
un humano duda de la fe de otro (o no la comparte), el creyente lo
convertirá en sospechoso, enemigo potencial, desconfiará de él y lo
colocará, en el mejor de los casos, en el limbo de los tibios, que es un
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sitio malísimo. Pero estas son las características de la fe. Si fuera cosa
de razón la duda se vería sana y nadie se sentiría agredido ni débil
por ella, ni se desconfiaría del que no está convencido).
Vuelvo a Sebas: miró a Justa con cara de ¿quién eres tú para
poner algo en duda? Que eran decisiones de arriba y había que
mantener la disciplina. Pero ella volvió a combatir y entonces ya se
convirtió en rebelde y definitivamente sospechosa. Porque sus
argumentos generaban dudas entre los compañeros y crear
confusión, interpretar, vacilar, mostrar dudas (vamos, minar la fe)
hacía perder fuerzas y cohesión al grupo. Había que confiar y
obedecer. Pero para Justa los hechos tenían que ser coherentes con
los principios, no con las estrategias.
Los buenos somos nosotros. Nosotros queremos el bien para
todos, la justicia, la equidad. Los malos son los otros. Esto es lo que
piensan todos los humanos, de hecho, ningún humano conoce a otro
humano (me refiero, os repito, a humanos normales y corrientes, es
decir, sin ansias de poder o poderío) que quiera el mal o la
injusticia: todos quieren el bien. La única diferencia entre ellos
radica en que, unos más que otros, no quieren que el bien de los
otros sea a costa de su propio bien.
Pero, ¿cómo se diferenciarán unos de otros? ¿No tendría que
haber una correspondencia entre lo que se predica y lo que se vive?
Las dos iglesias humanas que Justa conocía de cerca buscaban el
bien. Una decía que era más difícil que un rico entrara en el reino de
los cielos que un camello por el ojo de una aguja. La otra que nadie
tenía que tener derecho a una casa hasta que la tuvieran todos los
pobres de la tierra. En el primer caso, los ricos debían haber llevado
una tuneladora para ampliar el ojo de la aguja. En el segundo,
defenderían a capa y espada la casa propia que con el esfuerzo de
muchos años de trabajo habían conseguido, aunque más de la mitad
de la humanidad no tuviera ninguna. Pero, eso sí, los discursos los
seguían manteniendo, unos y otros, como si todos cumplieran sus
principios a rajatabla.
Esto fue lo que Justa le dijo a Sebas la última vez que salieron
y en la que quedó definitivamente defenestrada. Le dijo que la única
diferencia entre ellos (ella se incluyó) y los otros era que, para
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La que más tiempo tardó en tener contacto con los rumanos
fue Tonya. Su exceso de trabajo no le permitía volver a casa hasta la
hora en que ya hacía rato que Afrodita había vuelto a la suya. Y los
días que no salía tarde se iba al gimnasio, pues le preocupaba
mucho que se le acumulara algo de grasa en sitio indebido.
Escuchaba las conversaciones de las demás a la hora de la cena
y estaba sorprendida por el efecto que los vecinos causaban en sus
compañeras. Los comentarios le parecían algo exagerados. Pero
estaban contentas y, sin duda, la presencia de los otros tenía algo
que ver, dado que eran prácticamente el único tema de
conversación.
Hasta que una noche Atenea llamó a su casa –da igual el
motivo-‐‑ y fue ella, Tonya, quien abrió la puerta.
Sí, era cierto lo de la belleza pasmosa de su vecina, no habían
exagerado. Atenea se presentó –dado que no se conocían-‐‑ y lo hizo
de tal modo que, con todo gusto, Tonya la invitó a entrar y con ella
llegó hasta la cocina, donde estaba el resto. La diosa se unió a la
sobremesa. Más bien hubo un recomienzo de la tertulia, pues con su
presencia el tema de conversación se convirtió en un diálogo donde
Atenea preguntaba acerca de todo lo que sucedía en el país, ya fuera
economía, política o cualquier otra cosa. Fue una conversación
ordenada e interesantísima –según se dijeron luego entre ellas-‐‑, pues
aunque Atenea no sabía nada de nada, encauzaba las preguntas de
tal modo que acabaron sorprendidas: no se dijeron topicazos ni se
quitaron las frases de la boca ni hablaron a la vez. Ni subieron el
tono cuando comentaron lo que tenía indignado al país. Ni siquiera
Justa tuvo necesidad de soltar tacos. Ellas parecían expertas en
cualquier tema que tocasen y Tonya habló de economía y política
empresarial sin que ella y Justa discutieran cuando era uno de sus
puntos espinosos.
¿Qué llevaba puesto Atenea? -‐‑se preguntó Tonya cuando ya
estaba en la cama-‐‑. ¿Una bata? ¿Un bubú africano? ¿Una bata podía
hacerla parecer tan elegante? ¿Qué era lo elegante en ella? Habría
dado igual que hubiera sido una bata o un mono: aquella sí que era
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una mujer elegante. Y lo era porque, sin importar lo que se pusiera,
siempre sería elegante. Y ella acababa de gastarse un pastón para
parecer simplemente un traje elegante con patas.
No, no era para tanto. Ya sabía ella, y de hecho lo decían en la
empresa, que vestía muy bien. Caro le costaba. ¿Vestir bien? No
habían visto a su vecina. ¿Cómo se podían mover las manos así? ¿Y
la forma de atender? ¿Y la de torcer la cabeza? ¿Y la de preguntar?
¿Y la de deducir? ¡Si era elegante deduciendo! Ya no le extrañó lo
que le contaban del vecino de abajo, que se había vuelto loco por
ella. No sabía nada de nada, pero lo sabía todo. Lo que había hecho
era darles a ellas la oportunidad de explicarlo –por cierto, se dijo,
habían estado irreconocibles-‐‑; y de explicarlo de tal modo que
acabaron completamente satisfechas de sí mismas, sin la frustración
habitual, porque la mayor parte de los humanos lo que desean es
que se les escuche, y tal cosa y en grupo, casi nunca lo logran.
Tonya se dijo que aquella mujer ni siquiera pensaba en su
aspecto. No fingía. Se dio cuenta de que el resto del mundo tiene
necesidad de autoexhibirse y lo hace representándose a sí mismo
para parecer de la forma como le gustaría ser. Nos interpretamos a
nosotros mismos –concluyó. En la forma de actuar, en la ropa que
usamos, en las cosas que hacemos. Continuamente buscamos ser lo
que creemos que deberíamos ser. Y, como ser es más difícil que
estar, fingimos que somos intentando estar de la forma que nos
gusta que nos vean.
Después de ver a aquella mujer y de pensar lo que acababa de
pensar, Tonya se dijo que ella era un fraude. ¿Lo sería de verdad?
¿Se había pasado la vida representando papeles? El de lista, papel
que ya aprendió –o le enseñaron-‐‑ en la infancia (recordó incluso los
cambios de su nombre, Antonia, Toñi en su pueblo, y cuando llegó a
Madrid, a la universidad, Tonya como la de Doctor Zivago). No
podía sino tener buenas notas, estudiar dos carreras de forma
brillante con vistas al futuro buen trabajo. Y lo consiguió. Pero cada
día tenía que volver a representar en la empresa que estaba al tanto
de todo, que no se le escapaba nada, que ya lo había previsto, que lo
tenía todo en cuenta. Y lo representaba de forma impecable: afable
pero con autoridad; seria, pero con sentido del humor en el
momento oportuno; astuta, pero comedida, de modo que todos
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vieran que no se le escapaba nada pero que se contenía para jugar su
baza en el mejor momento y, además, vestida con trajes caros que la
hicieran elegante e intentando no darle importancia llevándolos con
naturalidad, sin mirarse de reojo en los cristales por si llevaba algo
mal puesto, sin pensar en el pelo, sin reajustarse la chaqueta.
Además, tenía que representar que había llegado a donde quería
llegar y que, por lo tanto, era feliz. No importaba el no estar arriba
del todo como merecía, aquel asiento seguía siendo de varón. Pero a
su jefe se lo comía con toda facilidad y dependía tanto de ella que
solo ya no era capaz de dar un paso. Eso sí, era él quien,
aparentemente, llevaba las riendas, quien le cedía la palabra como
dándole una oportunidad a la hora de defender o corregir lo que
ella misma había planeado, aunque él remataba siempre gracias a
las directrices que ella, discretamente, le había puesto sobre la mesa.
Así eran las cosas. Le dolía más la diferencia de sueldo. ¿Cómo lo
había llamado Justa? Ah, sí, el precio de la picha -‐‑se rio-‐‑. Porque
ambos tenían la misma categoría, pero a él le habían dado la jefatura
por el mero hecho de ser varón y de la casa. Sabía que estaba segura
en aquel puesto precisamente por eso, porque él no la soltaría
nunca, y él seguiría siempre allí: tenía el apellido y, gracias a ella,
parecía algo. Y no era mala gente, ¿qué más daba el precio de la
picha? Tenía más dinero que hubiera soñado nunca y bien invertido.
Un cochazo. Comía en los mejores restaurantes, se alojaba en los
mejores hoteles, conocía las grandes ciudades, los paisajes exóticos,
las playas de ensueño, hablaba con gente que relataba como ella
todos los sitios caros que conocían y lo bien que lo habían pasado
comiendo cosas exquisitas o disfrutando de conciertos inolvidables.
Y todo aquello que tanto esfuerzo le había costado, y seguía
costándole cada día, no llegaba, no era nada, no tenía un gramo de
la elegancia que había visto en aquella emigrante rumana hablando
en la mesa de su cocina. ¿Ella nunca conseguiría tal cosa?
Se dijo que ella no había conseguido nada. Y no era sólo
cuestión de elegancia. En aquella mujer la elegancia era lo que
afloraba por una forma de ser, de comprender, de sentir y de
aceptar la vida. La elegancia no era el barniz de lo aparente –se daba
cuenta en aquel momento-‐‑. El barniz era lo que ella había conocido.
¿No era precisamente aquello lo que había buscado? ¿Aquel mundo
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con clase? Un mundo que sabía y poseía algo, ese algo que ella había
visto desde la distancia en las revistas o en el cine. Codearte con la
gente bien, la que sabe estar, la que está en determinados sitios
porque menos no vale la pena. ¿Era eso? Aquella noche había
aprendido que saber estar en el mundo era cuando una estaba tan
cómoda que el mundo desaparecía. Saber estar en el mundo era no
preocuparse de nada, salvo de prestar atención y sentir curiosidad
por quien tienes enfrente. Pero para ella, para sentirse segura,
siempre le había sido imprescindible controlar a quien tenía a su
alrededor, como iban vestidos, si estaban haciendo buen papel, si
estaban a la altura, si sabían de lo que hablaba o hacían como si
supieran, si conocían el vino. ¿Era por eso por lo que necesitaba a
Poli? ¿Porque siempre sabía el vino que había que tomar, el sitio al
que había que ir y qué ropa había que ponerse? Era listo Poli: todo
lo había aprendido en las películas antiguas y en el suplemento de
El País o revistas similares. Bueno, y en otras algo más caras.
Hasta aquel día, ese saber estar en el mundo era el orgullo de
su vida. El inmenso trabajo de ser alguien y saber estar. Se había
mostrado, se había exhibido de la forma que deseaba ser. El noventa
por ciento de su vida estaba lleno de aquella intención. Había
triunfado. Sólo un diez por ciento dentro de sí era rebelde, el que no
quería marcharse de aquella casa. Incluso había dado la dirección de
Poli en la empresa como si viviera con él, porque el vivir allí al otro
noventa por ciento de sí misma le daba vergüenza. ¿Qué habrían
dicho los de la empresa si supieran que compartía un piso con
amigas? ¿Qué la había retenido allí? ¿Qué grado de seguridad, qué
refugio, qué bienestar, qué comodidad, qué tranquilidad le daba
aquella casa? ¿Porque tenía su medida? ¿Era un fraude para ella o
para el mundo? Lo que había intentado ser toda su vida no lo había
visto en El Bulli, lo había visto aquella noche en la cocina de su casa
en una emigrante rumana.
¿Y Poli? Pensaba en Poli y la realidad volvía a reducirse. Era
como si saliera de un ámbito amplio para entrar en uno estrecho de
perfiles nítidos y bien definidos, es decir, de límites próximos.
Tonya no entendía que Atenea había transformado durante un
par de horas la realidad y la había configurado a su manera. Atenea
había sido un vórtice y la acción se había centrado en ella tomando
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casa, pero no moría nunca. Incluso en los viajes que hacía con cierta
frecuencia por el país a causa del trabajo. Entonces sentía una
añoranza desmedida, como un abandono de sí (que ya era raro…),
tanto que llamaba a Tonya, pero hablaban poco rato porque, no
sabía por qué, Tonya no lo consolaba en absoluto. ¿Y qué hacía a
continuación? Comía magdalenas. Tampoco lo consolaban. Una
noche llegó a comerse una bolsa entera porque, cada vez que
terminaba una, vislumbraba que sería la siguiente la que le calmara
aquel hambre singular. Y añoraba el bar; no podía creérselo. Sus
nuevos amigos le venían muchas veces a la cabeza. Sobre todo la
casa, lo bien que se estaba en aquella casa. ¡Pero si era horrible!
Jose le caía bien, que era con quien, al fin y al cabo, prendía la
hebra si no estaban los rumanos. ¿Qué hacía él tomando cañas con
un guardia civil y unos emigrantes? Bueno, así podía decir que
estaba en contacto con la realidad social del país. De hecho, se
estaba enterando de muchas cosas que le venían muy bien. A la que
no conocía todavía era a la mujer de Hefestos, que decía Justa que
era guapísima. ¿Más que Atenea? Eso era imposible. Lo que pasa,
pensó, es que Atenea era algo fría. Bueno, fría no, porque era
delicioso hablar con ella, pero lo único que querías era eso, sólo
mirarla y seguir hablando. Pero la mujer de Hefestos era muy
reservada, nunca andaba por la casa, siempre en su cuarto o
tomando un baño. Parece que era muy aficionada al jacuzzi. Igual
era de buena familia, porque una emigrante rumana aficionada al
jacuzzi… Le gustaría conocerla, pero no se atrevió a decirle a
Hefestos que se la presentara, nunca encontró el momento
oportuno. Y es que Hefestos era para pocas bromas. No invitaba,
precisamente, a que le preguntaras por su mujer. Si no lo cogías de
buenas parecía capaz de incendiarte con la mirada. Un auténtico
lanzallamas. La cosa es que luego parecía buena gente, pero el pobre
lo tenía todo en contra. Aunque pobre pobre no era precisamente la
palabra. Porque era un tío muy inteligente. Lástima que fuera un
emigrante; con una carrera habría llegado a donde hubiera querido.
Bueno, el físico no lo habría ayudado mucho, lo que pasa es que
bien pelado y afeitado y con un buen traje no sería igual, ¿qué no?
¿Dónde habría comprado Milagros aquellas magdalenas?
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Julia procuraba volver un poco antes de la universidad para
pasar un rato con Afrodita y Milagros. La causa era mirar a
Afrodita. La que tenía no era una curiosidad normal y corriente. Era
una curiosidad trascendente. Aquella extraña sensación de haberla
visto antes no era de la misma naturaleza que cuando te
presentaron a alguien que no has vuelto a ver y de pronto aparece.
O alguien que no conoces pero con quien te cruzas con frecuencia.
La cosa tenía otra dimensión. Era una curiosidad sublimada. Más
allá de los límites de los puntos cardinales. Otra geografía, vaya. A
la realidad le estaba pasando algo desde que estaban allí los
rumanos o ella la estaba percibiendo de forma mucho más intensa.
Sin embargo, era incapaz de llegar a conclusión alguna ni de
colocar, digamos, de forma racional lo que veía. ¿Y qué veía? Ése era
el problema, que no lo sabía. Estaba más allá de lo normal, en esa
zona que tienen los humanos de la que nunca hablan y que les
permite ver, o sentir, mucha más realidad que la visible, más de la
que está para todos y de forma general al alcance de la mano. La que
es sustancia de percepción única, propia y difícilmente transferible
si no es de forma metafórica (o con figuras semejantes) para que la
reconozcan quienes tienen similar experiencia. Pero ni siquiera esto
lo tenía Julia claro. Luchaba por encontrar en su cabeza la neurona
que guardaba la imagen de Afrodita o, tal vez, luchaba por un
pensamiento coherente que ella sabía que lo tenía aunque,
obviamente, en algún lugar que su conciencia no pisaba con
frecuencia pero que, sin embargo, sentía casi a diario. Un lío
inconcreto, vaya. Como, por otro lado, a los humanos les es
costosísimo ver más allá del paradigma establecido y, cuando lo
hacen intentan que sea por la vía de la racionalidad porque, si no,
dicen que no vale, este desenfoque mantenía a Julia en un callejón
sin salida. En su búsqueda de luz se unía a Milagros y a Afrodita en
la novela y el punto.
(Por cierto, Milagros había conseguido lo que nunca pudo
Penélope: enseñar a tejer a la diosa. Se entiende que Penélope
tuviera poca paciencia, pues la tenía toda invertida. La verdad es
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Aquel hombre, pensó Sara, tenía fe en los humanos, cosa que
parecía no tener nadie. Como si la propia cualidad humana tuviera
un componente de regeneración que le hiciera sobrevivir y buscar
equilibrios y belleza a pesar de los desastres que continuamente
provocaba. Tenía un discurso de esperanza.
Sara lo miró y se dijo que podría estar escuchándole durante
horas, porque supo que de cualquier cosa que hablara tendría la
misma eficacia para generar algo así como verdades estables.
Hermes y Julia estaban en la casa de enfrente, algo aislados
entre las exclamaciones de los otros por el fútbol. Picoteaban de los
aperitivos puestos en la mesa, sobre todo Hermes unas croquetas
que les acababa de pasar Milagros casi tan ricas como los pasteles de
incienso y miel, que eran su perdición.
Hermes era algo distante y Julia no sabía cómo abordarle. No
se había quitado el traje –por cierto, elegante-‐‑ y se había limitado a
aflojarse la corbata. Sin embargo seguía llevando las botas de
baloncesto doradas y, si uno se fijaba bien, plegaditas al lado de los
tobillos, asomaba el bulto de las alas, razón por la que no usaba
zapatos porque entonces serían muy evidentes.
A los pocos días de estar en la empresa de mensajería, Hermes
había hecho algunas sugerencias tan eficaces que lo habían sacado
del camión y metido en la oficina. Al mes ya era el logista y, además,
asesoraba al presidente sobre inversión en bolsa con tanta eficacia
que lo había hecho del Consejo de Dirección. Por eso se había tenido
que comprar trajes. Mas no cedió en lo del calzado y en la empresa
entendieron que era una cuestión de estilo, como los de Google,
Facebook y otras empresas punteras de California donde, para
hacerse notar como cerebritos, les encanta ir desaliñados, con
camisetas de codos rotos o cualquier otra excentricidad (y el mismo
estilo era imitado en todas las partes del mundo por los que
aspiraban al mismo papel), mientras los comerciales iban
impecables y, como mínimo, de Versace. Entendieron que las botas
de baloncesto -‐‑horteras y doradas-‐‑ eran una concesión a la rebeldía
del joven genio que había mejorado tanto las ganancias de la
empresa en tan poco tiempo, teniendo, además, a la gente contenta,
lo cual era un milagro.
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cuando no lo fue ni más ni menos que el resto. Más bien menos. Y,
además, lo habían convertido en mártir. Porque, al fin y al cabo, la
muerte de Aquiles era la tragedia a cambio de la gloria y, como tal,
él la había aceptado. Pero Héctor -‐‑según la película-‐‑ no quería
morirse y le tocó por responsable. Un héroe perfecto: noble y lleno
de virtudes que se veía obligado a abandonar a su hermosa esposa y
a su precioso niño (para el que incluso había tallado con amor un
animalito de madera a ratos perdidos), todo por defender la patria.
Un héroe en toda regla lleno de valor. ¿Valor? Se habían callado que
Héctor, del miedo que le tenía a Aquiles, había corrido a toda mecha
huyendo de él hasta darle tres vueltas a Troya.
Para evitar a Apolo, Atenea hizo aquel comentario
dirigiéndose a Jorge. Por supuesto Jorge había leído la Ilíada, de
hecho había sido en la infancia su libro favorito. Pero no le dio
importancia a la forma defectuosa en que había sido relatada allí. Le
dijo a Atenea que una película era una película, como una novela
era una novela y nunca se les puede hacer caso ni tomar en serio
respecto a la Historia. Que seguramente los autores de ambas cosas
siempre sacrificarían la Historia a favor de su argumento, porque
era esto último lo sustancial para ellos. Que lo importante era que la
gente no confundiera la Literatura o el Cine con la Historia y que
cuando quisieran conocer la Historia en serio, no fueran al cine ni
leyeran una novela, sino que leyeran a un historiador.
-‐‑ Aunque hay historiadores que quieren hacer pasar por
Historia auténticas novelas –dijo Julia irónica.
-‐‑ ¿Por qué no inventan, entonces, los novelistas sus propios
argumentos? –preguntó Atenea.
-‐‑ Ya lo hacen. Pero los argumentos de la Historia son a veces
insuperables y reúnen todos los requisitos para ser una buena
novela o una buena película. Y tienen, además, el atractivo de que
han ocurrido. La verosimilitud es irresistible, pero lo real es el no va
más –contestó Jorge.
-‐‑ Siempre habrá gente que al ver esta película creerá que se lo
han contado tal y como sucedió, y eso es un error –argumentó
Atenea.
Jorge rio. Nunca había visto a Atenea insistir en algo con
vehemencia. Era tan serena, inteligente y comprensiva que le llamó
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De todos es sabido que el dios Hermes tiene la habilidad de
colarse por el ojo de las cerraduras. Tal cosa fue lo que hizo aquella
noche: salió de su piso, entró en el de las vecinas y, también por la
cerradura de la puerta, se coló en el dormitorio de Julia.
Ni que decir tiene que Julia ni gritó ni nada. Juzgó que era una
buena aparición, como si la estuviera esperando. Tampoco le hizo
falta preguntarse cómo había entrado. O, mejor dicho, no quiso
hacerse la pregunta, no fuera a ser que desapareciera. Es decir,
aceptó plenamente la presencia. Pero, al mismo tiempo, conservaba
íntegros su pudor y la timidez de a quien se le ha colado en el cuarto
un hombre con quien apenas ha cruzado dos palabras. Vaya, que no
sintió ningún recelo, pero se sintió muy discreta.
¿Os preguntáis si no tendría ni una pizca de miedo? Os
aseguro que no, a pesar de su experiencia. No, no se trata de nada
malo. Bueno, tampoco es que sea agradable, pero nada fuera de lo
normal. Julia había sido pareja de un compañero del Departamento
de Arte durante tres años. No había sido la misma clase de
enamoramiento que sentía por Hermes, sino uno más o menos
normal y corriente. Él era un hombre asaz brillante, desde luego.
Algo mayor que ella. Y puso ahínco en conquistarla: exhibió la
erudición, el ingenio, la ironía, la listeza, el talento, la perspicacia, la
mordacidad, el humor. Y como tenía un poco de todo ello, la mezcla
a Julia le resultó atractiva. Él le decía -‐‑con cierto grado de
admiración y sorpresa-‐‑ que ella era la primera mujer que lo
entendía. Y justo este pequeño detalle era lo único de él que no
entendía Julia. La cosa funcionó porque eran de esas parejas en las
que ella habla poco y él continuamente. Decía cosas muy
importantes (como si estuviera dando de todo la versión original),
cosas que Julia conocía bien, porque eran de su propio mundo y le
resultaban tanto útiles como interesantes. Se sentía cómoda con él,
vaya.
Hasta la sorpresa: lo pilló con la Morritos. Ella lo habría
entendido si hubiera sido una alumna (incluso hasta un alumno)
brillante, o audaz, o bella, lúcida, ingeniosa u ocurrente; pero la
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Hermes se tumbó vestido al lado de Julia. Bueno, había dejado
en su casa la chaqueta y la corbata, pero conservaba la camisa
blanca, el pantalón del traje y las botas de baloncesto. Apoyó aquella
cabeza increíble en la mano (recordad que la belleza de Hermes no
era un reflejo de la realidad, era mucho más, era un reflejo de la idea
de belleza de Praxíteles), pues había colocado el codo sobre la
almohada y en la otra mano llevaba el caduceo (por si alguien duda,
os recuerdo que es el báculo que Apolo había regalado a Hermes y
que, entre otras muchas cosas, sirve para abrir los ojos a los
humanos o, lo que es lo mismo, el entendimiento, y que por
prudencia Hermes lo había reducido a un palillo chino). Y mirando
a Julia –que a su vez lo miraba arrobada pero conservando íntegra
su discreción-‐‑, con una sonrisa deliciosa y belleza insuperable le
dijo:
-‐‑ Te escucho.
Para alguien como Julia, que necesitaba que le enamoraran
siempre el alma antes que el cuerpo, difícilmente podría oírse algo
que fuera más erótico (en el sentido amplio, no en el vulgar), pues
supo al instante que podría hablar con él de todas las cosas que
nunca había podido hablar con nadie y que además la entendería.
De pronto la vida se reajustó con toda precisión. El puzle no
tenía ni una grieta, era un paisaje sin fisuras.
No es extraño para los humanos tener el goce de esta
experiencia, la de la vida neta, pero es más raro vivirlo con otro ser
humano, ni siquiera en los momentos de enamoramiento
incandescente, cuando llegan a creer que el otro es casi uno mismo y
que se les acopla hasta llegar a ser uno solo y compacto (bien sabéis
que esa sensación es sólo un espejismo, un recurso del que se vale la
naturaleza para lograr sus fines). Lo que le estaba sucediendo a Julia
era otra cosa. No había rozado el punto de urgencia emocional, sino
que estaba sumergida en el inmenso placer de ser escuchada y
comprendida en su propia medida y comprobaba que no había
límites para el entendimiento. Que su capacidad de comprensión se
expandía con fluidez porque estaba siendo preguntada, tanto como
respondida, de modo perfecto. Veía que todo lo que había pensado,
incluso intuido, era posible. No sólo era posible, era cierto. Su forma
de ver, de percibir, de entender, era una puerta que Hermes conocía
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muy bien y abrirla no le suponía el menor esfuerzo. De hecho, ya no
había puerta, sino un paisaje muy amplio.
Evaluar el tiempo en ese estado sería como cazar nubes. Pero
como de algún modo tengo que explicarlo, después de largo rato de
conversación, que ella no habría podido valorar pues perdió tal
noción (la del tiempo, me refiero), se volvió completamente hacia él
y, con toda naturalidad lo abrazó. Se quedó pegada a su pecho, con
la cabeza debajo de su barbilla. Se sintió tan bien que su mente
volvió a fluir.
¿De qué hablaron? Permitidme que no lo concrete o al menos
no del todo, pues se me escaparía la esencia de la cosa. Además,
fuera de contexto perdería frescura y entusiasmo. Os podría decir
que, en este caso, sería difícil separar lenguaje de emoción. Dad pues
el salto, poned con vuestra intuición precisamente aquello que yo no
seré capaz de repetir. No es difícil imaginarlo: alguien a quien améis
y que os entienda plenamente, que os ilumine hasta la última célula,
que entre amor y entendimiento no quepa distancia, que no podáis
diferenciar una cosa de otra.
Sé que precisamente hablaron de poder hablar con perfección
(¿veis? dicho por mí todo se derrumba; y, aunque tal vez no lo
notéis, yo estuve allí y sé la enorme distancia que hay entre lo que os
digo y lo que escuché; vosotros podréis poner lo que me falta).
Hablaron de que no hubiera huecos entre lo que se conoce y lo que
se expresa. De que tampoco los hubiera entre lo que se siente y lo
que se dice. Ni entre quien habla y quien escucha. Que percibir,
sentir y definir tuvieran la misma causa o fueran la misma cosa.
No os conformáis, lo sé. Pues hablaron muchísimo. Intentaré
otras referencias: sé que Hermes le confirmó que tal vez no hubiera
ni pasado ni futuro, sino un continuo presente. Que todo era posible
y simultáneo, pero que es la percepción humana quien lo ordena de
la forma que ellos lo ven. Que la realidad es muchas más cosas y de
otro modo que las que ellos pueden percibir. O que el pensamiento
es una singularidad dentro del mundo físico y no se mueve sujeto a
las mismas leyes que todo lo demás. Que maneja otras realidades.
Que entra en otros tiempos. Que circula en espacios muy amplios y
a muy distinta velocidad. Que al pensamiento no le cuesta ir y venir
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o indagar ni en el tiempo ni en el espacio. Todo le es posible porque
su percepción es la comunicación, el contacto con otros presentes.
-‐‑ Entonces, ¿todo se sabe ya? –preguntó Julia. Y se sentía tan
cómoda con lo que le estaba pasando, con lo que iba sabiendo,
comprobando, gozando, que estaba apretadita a él sin ningún
pudor, completamente confiada mientras Hermes le acariciaba la
cabeza con los dedos entre el pelo.
-‐‑ Todo en todas las posibilidades. En todas las dimensiones. –
Hermes rió-‐‑. Piensa. Si todo estuviera ya ahí, si ya todo hubiera
sucedido, no por pasado, sino por presentes simultáneos, si ya todo
se supiera, lo único que harían falta son unas buenas antenas para
captarlo.
-‐‑ Y, ¿cómo podríamos hacerlo real, presente? ¿Cómo definirlo,
nombrarlo?
-‐‑ Presente es –dijo Hermes-‐‑. Lo que quieres es hacerlo
temporal. Pero el tiempo no tiene nada de permanente. No hay
traslación posible. Para eso no hay lenguaje.
-‐‑ Pero hay atisbos, ¿verdad?
-‐‑ Atisbos y atajos.
Mientras tanto…
En la sala de estar Apolo y Sara seguían conversando. Se
habían quedado tranquilamente sin que ninguno de los dos tuviera
intención de moverse cuando los demás se fueron a sus casas o
cuartos. Habían tenido una interrupción, eso sí: Dionisos había
llamado poco después de que se fueran los demás y había
preguntado por Milagros. Venía cargado con una de las antiguas
cestas de pícnic del Ritz.
Milagros salió del cuarto en un estado de excitación que me
sería muy difícil explicaros. Y, sin decirse una sola palabra, les bastó
con la mirada, Milagros y Dionisos se fueron a la cocina.
Pero volveré a Apolo y Sara.
Con aquella conversación plácida y sugerente, tan calmada
como entretenida, tan personal (por las inquietudes de ambos) como
general (por la amplitud de sus preocupaciones) y aquella
demostración de confianza sin ningún afán de deslumbramiento o
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Los humanos pueden ser muy ostentosos, mas gran parte de
sus excesos suelen darse como respuesta a una restricción
desmedida. Esto Atenea lo comprendía bien: que la hybris, la
desmesura, puede ser respuesta a una desmesura anterior pero en
sentido contrario. Es decir, la desmesura genera desmesura.
Y un buen ejemplo en los humanos actuales lo vio Atenea por
la televisión: el Carnaval de Río de Janeiro.
¿Qué clase de prohibición y negación habrían sufrido aquellas
gentes para provocar semejante estallido de exceso? Les habían
robado y luego negado la entidad, la condición, la libertad, la
religión, la cultura, las costumbres, el país. Pero restos de todo ello
lo habían conservado y habían encontrado el modo de mostrarlo, de
hablar de sí mismos, y sacrificaban por tal demostración hasta el
alimento. El que ya fuera permitido, incluso fomentado y
potenciado, no mermaba el estallido, al contrario, más bien era una
reivindicación con la mayor ostentación posible, porque su memoria
guardaba sin menoscabo el daño sufrido y aquella era la manera de
mostrar y reivindicar su condición.
En otros muchos casos similares, a los humanos, en lugar de
vestirse de pavo real y ponerse a bailar, les da por liarse a tiros
contra sus opresores.
Cuando le hablaron del Día del Orgullo Gay, a Atenea le costó
comprender que tal cosa tuviera que existir. Y es que pedirle a un
dios griego que entendiera que había existido la prohibición de la
homosexualidad, sería lo mismo que pedirle a Sócrates que aceptara
la prohibición de las aceitunas o el queso de cabra. Simplemente
carecía del mecanismo para admitir tal cosa (la prohibición) y, por
absurda, no le prestó atención.
Hizo, eso sí, la observación de que ella era una diosa virgen
por convicción y apetencia. Y que a nadie se le ocurriera decirle
cómo debería ser o lo que ella debería querer o sentir. Por supuesto,
le daba igual que a la mayoría de los humanos, incluidos los del
Orgullo Gay (que ella no diferenciaba del resto), dirían que por
querer ser virgen estaba medio tonta. Pero ya sabéis lo qué pasa con
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los humanos, que los que son distintos a ellos les causan inquietud,
inseguridad, y cuando no los entienden les achacan idioteces (como
en este caso) o malignidades. Incluso a veces los exterminan.
La idea de ir a ver el desfile del Día del Orgullo Gay fue de
Julia. Era tan feliz que le apetecía hacer todo con tal de ir con
Hermes. Jorge también se animó, pues no lo había visto nunca, y
animó a Atenea que, aunque seguía pensando que con quien se
acostara cada cual no podía ser motivo de la desmesura de un
desfile, no le pareció mal darse un paseo. Justa había quedado con
Jose e irían por su cuenta. Y Julia animó a Sara que, a su vez, animó
a Apolo. Dionisos y Eros participaban en el desfile desde la primera
vez que se celebró; era uno de los días del año más entretenidos
para ellos (aunque Dionisos decía que, para él, lo único serio eran el
Rocío y la Semana Santa de Sevilla). Jasón había quedado para ir con
Inés. Hefestos dijo que tenía mucho trabajo y Afrodita encantada.
En el último minuto, al verlos tan animados, Heracles e Hilas
se unieron al grupo.
No se fueron así como así. Fue Milagros quien les dijo que
tenían que vestirse de algo porque a aquel desfile iban todos como
unos adefesios y unas adefesias, y cuanto más exagerados y
exageradas mejor. Luego aclaró que ella no tenía nada en contra,
que constara, pero que allí todos y todas iban hechos y hechas unos
adanes y unas evas o unos esperpentos y esperpentas.
El primero que abrió los ojos como platos fue Jasón. Al minuto
estaba en la puerta con el casco de bronce, el broquel, la espada, la
lanza, y, por supuesto, vestido con el quitón corto a la altura de los
muslos, cubierto el tronco con la coraza de dos piezas y las
cménidas en las piernas. Y su célebre manto. Llevaba cara de
satisfacción (como si por fin se encontrara cómodo) mientras corría
por Fuencarral con paso atlético-‐‑militar para coger el metro e ir a
buscar a Inés quien, por cierto, al verlo de tal guisa se dijo que qué le
importaría a ella el desfile gay, lo metió en casa y fue retirándole las
piezas una a una.
Cuando vio a Jasón, Heracles no dudó en sustituir vaqueros y
camiseta por el quitón y, con satisfacción, habilidad y orgullo, se ató
la piel del león de Nemea al cuello y cogió la maza. El éxito que tuvo
Heracles en el desfile fue indescriptible, pero él ni siquiera se dio
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pensó que era una ninfa del estanque. Era tan bella que el muchacho
enrojeció, y la ninfa, que no obedecía ningún recato y menos aquel
día y en aquel desfile, se acercó a él y, delicadamente, le echó el
brazo por el cuello para llevarlo hacia ella deseando besar a tan
hermosa criatura.
La cabecera del desfile llegaba a Cibeles. El ruido era
atronador, los colores incontables, la multitud bailaba al ritmo de la
música y era casi imposible moverse del montón de gente que
ocupaba ya todo el paseo. Nadie se acordó en aquel momento de
Hilas.
Heracles se inquietó poco después. Hacía rato que el
muchacho se había ido. Entendió que le sería difícil volver con aquel
gentío y no dio demasiada importancia a su ausencia.
Cuando el ruido, la música y la gente disminuyeron, la
inquietud de Heracles creció. Les preguntó a los otros si lo habían
visto. No. Echó un vistazo a su alrededor y no lo vio; y era ya mucho
el espacio libre que había entre la gente. Hilas no solía ir a ninguna
parte sin él. Se movió un poco por los alrededores, hacia el centro de
la plaza. Nada.
Les dijo a los demás que Hilas había desaparecido. Su cara de
temor y desesperación era tal que los otros intentaron tranquilizarlo.
Seguramente estaría siguiendo el desfile andando a su paso o, tal
vez, incluso con ellos. Que no se preocupara, que volvería. Pero
Heracles estaba ya demudado. Recogió la maza, que había dejado
apoyada en un árbol, y les dijo que no volvería a casa hasta que lo
encontrara. Con la maza al hombro y con la piel del león de Nemea,
cuya cabeza asomaba por encima de la suya, provocando alaridos
de entusiasmo, Heracles se metió en el desfile buscando a Hilas.
Ninguno de los dos volvió a la casa. Qué sucedió y cómo
ambos consiguieron regresar al Olimpo es asunto de otra historia
que no tiene aquí su lugar.
Mientras tanto, otro hecho simultáneo ocurría en el piso de los
dioses.
Jorge había llamado a su amigo Miguel Rosas (el médico),
para que fuera con ellos a ver el desfile. Rosas no confirmó su
asistencia porque tenía algo entre manos y dudaba de si llegaría a
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La verdad es que aquella vez Jasón estuvo lúcido para elegir el
momento: Inés dormitaba entre sus brazos con la satisfacción y
placidez que le correspondían, aunque él siempre se precipitaba un
poco, pero no importaba. Y cuando él le dijo que tenía que ayudarle,
el “Por supuesto” le salió a Inés de lo más profundo de su alma y de
su cuerpo entero. Aquel era el hombre de su vida y lo que él
necesitara, pidiera y exigiera era para ella el único objeto de su
existencia. Ella, cuando amaba, lo hacía entregada y sin reservas.
Sin embargo, cuando él le dijo que tenía que ayudarlo a robar
el Vellocino de Oro que poseía el Rey de España –Toisón de Oro,
dijo ella, el nombre de Vellocino ya no se usa-‐‑, fue perfectamente
lúcida para saber en el lío que iba a meterse. Consciente de ello supo
que aquel era el precio de su amor, pues la vida no daba nada
gratuito, y bien sabía ella lo difícil que era encontrar un hombre
como Jasón, tan guapo como bueno. Y con aquel cuerpo.
Por supuesto que le preguntó por qué quería robar el Toisón,
aunque bien claro tenía Inés de antemano que no sería un robo sin
más, sino que se trataría de un robo con causa. Con otra causa que
robar por robar, quiero decir. Cuando él le contestó que cuanto
menos supiera mejor, ella supo que la estaba protegiendo, por lo
que lo amó más aún.
No dejó de pensar en ello cuando se quedó sola, enroscada en
la cama y palpando su ausencia. Abrazada a la nada se puso a
discurrir las razones por las que su novio tenía necesidad, nada más
y nada menos, de robar el collar de la Orden del Toisón de Oro, el
mismo que se encontraba –bien lo sabía Inés-‐‑ en una dependencia
del palacio real CASI al alcance de su mano.
Y ella que había pensado que era un emigrante… Claro, ahora
le empezaban a cuadrar las cosas. Esa belleza en semejante estado
físico, y una vez limpio la buena pinta que tenía, no se
correspondían con las de un emigrante que se viera obligado a
abandonar su país, muerto de hambre, para buscarse la vida en otro.
Él era otra cosa. En el peor de los casos, un espía a quien su gobierno
había enviado, por la razón que fuera, a robar el Toisón. ¡Ay Dios
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pasa con el Toisón? ¡Claro! Hoy los Habsburgo en Austria ni reinan
ni nada, pero herederos, haylos y se considerarán herederos del
Toisón, como siempre, con la agravante en contra de que nuestra
heredera es ¡chica! Y los toisoneros deben seguir siendo unos
machistas de mierda y quieren robar el Toisón como demostración
de sus claras intenciones de que la Princesa de Asturias no tiene
derecho a él porque es ¡hembra! ¡Anda que…! O sea, que todo debía
ser cosa de los Austro-‐‑Húngaros, el Imperio zombi (por lo de lo
vitalicio en lo que al Toisón se refiere).
Le tenía que preguntar a Jasón si era transilvano pues, si mal
no recordaba, la Transilvania, que ahora era rumana, formó parte
del Imperio Austro-‐‑Húngaro. Seguro que era transilvano. ¡Uy, como
Drácula! Inés sonrió enternecida.
¿Y ella iba a ayudarlos? ¡Se iba a convertir en una traidora a la
patria! Por Dios, cómo sonaba aquello... ¿Se puede hoy día en
España ser traidor a la patria? El problema no era la patria, sino las
patrias. Quién iba delante y quién detrás, o sea, a quién se
traicionaba antes o después. De las patrias, se entiende. Ella, ¿qué
era más, castellano-‐‑manchega o española? ¿Sería posible la doble
naturaleza? Los del bachillerato antiguo y la mitad de los de la EGB
lo tenían más o menos claro, pero los que habían venido después…
En cualquier caso, ella iba a ser traidora a todas las patrias de la
patria. Porque el rey había heredado todas las patrias de la patria y
el Toisón pertenecía al rey por ser rey, eso estaba claro, aunque
muchos quisieran ponerlo en duda. Lo de la patria y el rey, no lo del
rey y el Toisón. Claro que, igual para los republicanos, ella se
convertía en una heroína. Pero como funcionaria había jurado
fidelidad al rey y a la Constitución. ¿Sería ese juramento más fuerte
que el amor? ¡De ninguna manera! En tiempos de Franco puede,
pero, ¿ahora? ¿No juraban los políticos de todo? Pues ya ves…
¡Se iba a cargar su carrera! Bueno, de hecho si la cogían la
meterían en la cárcel. ¡Por Dios, qué disgusto para su familia! Pero,
¿qué era más importante, Jasón, que era el hombre de su vida, o la
familia? Y ella había jurado, además de la Constitución, proteger y
cuidar del Patrimonio Nacional, eso también le dolía mucho. Porque
ella era por vocación una Conservadora de Patrimonio y se había
quemado las pestañas recuperando y clasificando recetas de la Real
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Botica, que se las conocía como nadie y, lo que era mejor, sabía
usarlas y algunas las había puesto en práctica. ¿Cómo iba a tirar
todo aquello por la borda?
No, no pudo pegar ojo en toda la noche. Por una parte se decía
que era una locura participar en aquel plan, pero, cuando pensaba
en Jasón haciéndolo solo, sin conocer el palacio ni sus medidas de
seguridad, él, que era como inocente, a la primera se le echarían
encima y no podría dar ni dos pasos. Y cuando supieran que era un
espía… Aunque aspecto de 007 no tenía. Guapo era muchísimo,
pero ágil de mente y eso, no. Media vida en la cárcel.
Empezó a llorar. ¡Para una vez que se enamoraba hasta los
huesos y la cosa parecía duradera aunque él fuera extranjero! Desde
luego lo malo de las penas de amores es que te nacen en las
mismísimas entrañas. Las otras penas son como laterales. A ratos se
decía que no, que no lo ayudaría, que intentaría convencerlo para
que abandonara el plan. Que se fuera a vivir con ella. Ella lo
escondería para que no lo encontraran los suyos. Ganaba suficiente
para los dos. Además, él tendría que estar meses sin poder salir de
casa, así que no podría gastar nada. ¿Por qué lo habría conocido? Y
si lo pillaban en el palacio por la noche, le daban el alto y corría,
podrían matarlo allí mismo. ¿Cómo podía ser tan desgraciada? Si él
muriera, ¿cómo superaría semejante drama? Eso sí que serían años
con la psicóloga. ¿Y sus padres? ¿Cómo iba a dar semejante disgusto
a sus padres? Y luego ella toda la vida perseguida sin poder volver a
pisar España, eso si no la perseguían en el extranjero con una orden
de la Interpol, pero, en ese caso, ya se encargarían Jasón y los
rumanos, o los Habsburgo, de protegerla. Le harían una identidad
falsa. ¿Y qué dirían sus amigos o los compañeros de trabajo?¿Y los
del gimnasio o las del club de lectura? Eso sí que no se lo esperaban.
Era una desgraciada: si él seguía viviendo era porque ambos –él solo
lo veía imposible-‐‑ habían cumplido el plan y sería una desterrada
toda su vida. Y si moría él, ella moriría de pena a continuación.
Ojalá la que recibiera la bala fuera ella. Le quitarían el título de
funcionaria. ¡Dios mío, qué vergüenza! Si eso no se lo quitan a
nadie.
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¿Es que eres de una ONG? –le preguntó Inés-‐‑. Él le dijo que no
y con esta negativa ella confirmó la tesis austro-‐‑húngara. Y no
preguntó más porque lo que quería oír era lo que él le decía en aquel
instante: que la haría suya para siempre y sería la madre de sus
hijos y la reina de… (aquí dudó Jasón) de todo lo que él tenía, dijo
por fin.
Ella dijo que sí, que sí, que sí, que lo ayudaría. Pero que le
dejara pensar en el plan. Que tenía que concentrarse en ello y
estudiarlo meticulosamente porque no podían fallar. Que ella lo
protegería y lo volvería poco menos que invisible para que pudiera
hacer lo que quisiera en el palacio. Pero que le dijera que la quería
intensamente, como nunca había querido ni volvería a querer a
nadie más en su vida. Y luego que la dejara pensar. Y que si era de
una ONG, o lo que fuera, y a ella le pasaba algo que, por favor, le
pusieran su nombre. A la ONG.
Desbordada por la intensidad de sus emociones, Inés se
dirigió al trabajo aquella mañana sin haber pegado ojo en toda la
noche y después de haber librado tremenda batalla entre las fuerzas
contradictorias de sí misma.
Demudada, ojerosa, fané y descangallada, exhausta, pero con
un brillo en los ojos que ríete tú de Anna Karenina en brazos de la
fatalidad y de la intrepidez de Angelina Jolie como Lara Croft (en
tal amalgama se sentía Inés de forma intensa), que cuando entró en
la oficina miró a los compañeros como si ella misma fuera el 007 con
la red de nervios de acero en tensión y dispuesta para cualquier
acción intrépida por amor.
Y, sin saber por qué, le vino a la cabeza una frase de la Ilíada
(que nunca había leído) y que tomó como lema para que le diera
fuerzas: “Nunca estaremos aquí otra vez” (es probable que en ella,
dadas las circunstancias, tuviera más el sentido de “París bien vale
una misa” o “Más vale pájaro en mano que ciento volando” que el
de oportunidad única para actos heroicos, pero la ósmosis con el ser
amado es lo que tiene, que acaba impregnando de todo).
Mientras tanto Jasón, por fin tranquilo, dormía plácidamente.
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A la hora del café y como quien no quiere la cosa, Inés se colgó
su tarjeta de identificación, cogió un bloc, la tabla agarrapapel con
un plano encima, el rotulador de punta fina y salió del Archivo para
otear por el palacio.
Saludó a todo el que se encontraba, cosa que hacía siempre,
pero esta vez con más intensidad. Tenía que procurar, se dijo, que
su comportamiento no difiriera en absoluto del habitual por lo que,
al observarse y controlarse, sonreía algo más de lo normal y miraba
fijamente a los ojos de todos los saludados.
No era frecuente que ella se paseara por los salones del
palacio, pero tampoco extraño. Con los trastos en la mano y, como
todo el personal se conocía, al menos de vista, no llamaba la
atención.
Fue señalando en el plano dónde estaban los de vigilancia y
dónde estaban las cámaras. A veces le costaba encontrarlas y
entonces, ayudada por la fuerte emoción intrépida que le brotaba de
forma espontánea, le pedía al de vigilancia que estuviera más cerca
que se fijara por si podía ver alguna grieta en el techo o cualquier
otro desperfecto que a ella se le pasara por alto (como si estuviera
revisando escayolas o estucos) y podía quedarse el rato que quisiera
hasta dar con ellas (con las cámaras, me refiero).
Su objetivo era hacer el recorrido que hacían los turistas,
porque era el más amplio y el más fácil hasta llegar a la sala donde
se exhibía el Toisón. De paso, tanteaba las puertas laterales, las que
pasaban inadvertidas y que se abrían a los pasillos para el tránsito
del servicio o a otros cuartos. Comprobaba las que estaban abiertas,
pues conocer los caminos no evidentes era la mejor garantía para la
huida o para esconderse en un momento dado. Ése podía ser un
buen plan, pensó. Robar el collar y esconderlo en uno de esos
cuartos no visitables. Los lugares y muebles que había allí para
esconder cualquier cosa eran infinitos; si mal no recordaba, tres mil
cuatrocientas dieciocho habitaciones, casi el doble que el palacio de
Buckingham o el de Versalles. Y días más tarde ella lo recogería y
podría sacarlo, como si nada, cuando ya hubiera pasado todo el
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los turistas estuvieran allí, no extrañaría que ella no se moviera para
no molestar. Pero al retirar la vista de las piedras duras y ponerla en
los visitantes observó que sus miembros volvían a tener vida.
Se retiró de la mesa recuperando con ello agilidad y, para no
estorbar (la sala era pequeña y con muebles en el centro), se colocó
junto a la vitrina que exhibía la Abdicación de Juan Carlos I y el
Discurso de Proclamación de Felipe VI. Se le había pasado. Sí, ya
podía moverse con naturalidad otra vez. Con muchos nervios
también, pero menos. Cuando se fueran los turistas se acercaría al
mueble donde se guardaba el Toisón. Daría cualquier cosa por un
cigarro, aunque, hasta que saliera al patio, imposible. ¡Lo que se
llegaba a hacer por amor!
El grupo se fue, pero ella no se acercó al Toisón. Pensó que
debía volver a la Mesa de las Esfinges y revisarla bien pues eso era
lo que habrían hecho, sin duda, las compañeras de Patrimonio. Lo
revisaban todo. ¿Otra vez? ¿No lo había hecho ya? No, no, casi no.
Volvió a la mesa y, de nuevo, se quedó pegada a ella. Como no
sabía bien qué tenía que mirar, le echó un vistazo a su memoria y se
puso a relatar en voz baja los datos que tenía, como si nombrar las
peculiaridades de la mesa garantizara su estado de salubridad y
pervivencia. Así pues, se echó un poco hacia atrás para ganar
perspectiva y, haciendo equivalentes recitar y revisar, dijo que era
de estilo Imperio, con el alma de raíz de olmo, y sus patas seis
esfinges aladas, cinceladas en bronce sobredorado y coronadas con
un kalf egipcio que soportaban el famoso tablero de piedras duras.
¿Todo estaba bien? Sí, se dijo que sí, puesto que las patas seguían
siendo esfinges, el bronce sobredorado sobredorado, las piedras
duras seguían duras y no había perdido el estilo Imperio. Se la había
regalado Justina Madalena Prevost, viuda del Relojero de Cámara, a
Carlos IV en 1803. Y sobre ella se firmó el Acta de Adhesión de
España a la Comunidad Europea en 1985, la Cumbre de la Otan y
los Acuerdos de Paz entre israelitas y palestinos. ¿Sobre una mesa
de esfinges? ¿No daban mala suerte las esfinges, como pájaros de
mal agüero? ¡Anda! ¿Sería por eso que las cosas seguían como
seguían? Ni paz ni nada. En semejante palacio, ¿no habían tenido
otra mesa a mano? ¡Eh, eh, eeeeh…! ¿Por qué se le ocurría ahora
pensar en aquello? ¿Quién creía hoy día en tales bobadas? En lo de
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las esfinges y la mala suerte, se refería. Y eso que ella le tenía mucho
respeto al Tarot. Y al I Ching. Pero estaba desvariando. Si es que
estaba muy cansada. Por Dios, tenía que centrarse en lo suyo. ¡Y lo
que daría por un cigarro! Volvió a lo que estaba: aunque los datos
era imposible que se deterioraran como tal, estaba bien revisarlos
porque si no se podían deteriorar, sí se podían perder y entonces ya
la cosa tenía más que ver con ella que con los de restauración. Pues
sí, afortunadamente, los datos sobre la mesa estaban bien. Lo había
comprobado. Nada los había alterado. ¿Y los relojes daban para
tanto? Por muchos relojes que tuviera el rey, que era una colección
tremenda, bien lo sabía ella, aun así y todo, ¿calibrarlos o arreglarlos
daba para tanto? ¿Tanto dinero podía llegar a tener un relojero para
regalar semejante mesa? ¿Pero qué más daba? ¿Por qué perdía el
tiempo pensando en cosas que nada tenían que ver con su misión?
¿Cuánto rato llevaba delante de aquella mesa, pegada a las esfinges?
Afortunadamente entró otro grupo de turistas y volvió a
suceder lo mismo que la vez anterior: debido a la distracción, Inés
pudo moverse de nuevo. Aprovechó la soltura y se acercó al mueble
que guardaba el Toisón de Oro.
Nunca le había prestado atención a aquel mueble. Como
cualquier otra persona, en lo que se había fijado siempre era en el
tesoro que guardaba, pero ahora tenía que fijarse bien en él. Era una
mesa de tablero partido cuyas mitades se desplazaban lateralmente
para que, del interior, emergiera la caja que guardaba el collar del
que pendía el Toisón. E igual que emergía, obviamente, la caja podía
sumergirse y los tableros desplazados se cerraban sobre ella. Sobre
la caja. No debía de ser cualquier cosa. Había sido hecha, claro está,
para proteger a la joya. Y aparentemente era una mesa bastante
normal, pero seguro que era una caja fuerte forrada de maderas
preciosas. Y, respecto a la caja interior, la del collar, el cristal, sin
duda, sería a prueba de balas. ¿Cómo iban a poder romperlo?
Porque a tiros no se iban a liar, la cosa tenía que ser silenciosa.
Además, tiros, ¿con qué? Bueno, tal vez Jasón tuviera… ¡Ay Dios
mío! No, por favor, a tiros no. Tendrían que buscar el modo de abrir
el mueble, cuya cerradura no veía por ninguna parte. Y luego
romper el cristal a prueba de balas. Además, si era a prueba de
balas, ¿para qué pegarle un tiro? Sería una estupidez. Las balas
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Que Jasón se fuera de casa les pareció bien a los demás, dadas
las circunstancias, pero no abandonó sus responsabilidades en el
piso; además, se había hecho cargo de las de Hilas. (Heracles e Hilas
seguían desparecidos y, como os dije, no aparecieron nunca más).
Así pues, cada día después de acompañar a Inés al trabajo, se iba él
al suyo en la calle Fuencarral.
No penséis que los planes entre Jasón e Inés para robar el
Toisón fueron inmediatos. Ella intentó evaporar, o por lo menos
distraer, el proyecto. Dio prioridad a lo mucho que había que ver en
Madrid, que Jasón no conocía, y a otros entretenimientos. Los fines
de semana solían salir con amigos y, además, se levantaban muy
tarde y con pocas ganas de pensar. Aunque se negó a lo del club de
lectura, Jasón sí tuvo que acompañar a Inés cada día al gimnasio
para gran satisfacción de ella. Luego iban juntos a hacer la compra,
juntos al cine, juntos a dar un paseo, a tomar una caña, a tal o cual
exposición, al zoo, etc. Y, además, a ella le hacía una ilusión enorme
que la estuviera esperando cuando salía del trabajo, igual que el día
que se conocieron, o a la salida del club de lectura. Es decir,
practicaron plena e intensamente los ritos humanos de efervescencia
amorosa y apareamiento en una de sus versiones más intensas.
Incluso fueron un domingo a ver un partido del Atleti, lo que
provocó tal emoción en Jasón que ella sintió celos y cierto mosqueo.
Pero el equipo perdió, así que Inés tuvo que consolarlo volviendo a
ser la única diana de sus atenciones.
Mas no consiguió Inés que Jasón se centrara en su felicidad y
se olvidara del robo del Toisón. Cuando él lo nombraba, ella
esquivaba el tema, pero no hubo modo. Inés intuía (de hecho
siempre lo supo, aunque intentó por todos los medios quitarse
aquella certeza de la cabeza) que su futuro estaba unido al de él a
causa del Toisón. Es más, sin saber por qué, le dio por recorrer el
palacio, hablar con unos y con otros o fijarse en cosas a las que
nunca había prestado atención. Y lo hacía por una fuerza extraña,
como si la moviera un hado, un destino, cuya intención estuviera en
la dichosa joya. Y cuando salía, digamos, de expedición ciega por el
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acababan de salir de su boca sin pensar y las que luego había dicho
su novio. Para ello necesitaba sentarse tranquilamente sin tener a
nadie delante.
Así que aquél era el plan -‐‑se dijo Inés como si hubiera oído a
su subconsciente como si hubiera sido el de un extraño-‐‑. Y no era un
mal plan. Efectivamente, no habría necesidad de hacer las cosas
como los de Misión imposible, era mucho más simple. Empezó a darle
vueltas a la cabeza: el día de la Fiesta Nacional primero era el desfile
militar y, después, la recepción en el palacio real. El rey presidía el
desfile vestido de uniforme y llevaba el Toisón. Luego, de civil, con
traje y corbata, saludaba a todo el mundo en la recepción del
palacio. Y sin el Toisón. Entre un momento y otro, el rey pasaba a
sus habitaciones privadas del palacio para cambiarse de ropa. ¡Ahí!
La única dificultad consistía en colarse y permanecer escondidos en
algún lugar de las habitaciones del rey. Y una vez que él las
abandonara vestido de civil para ir a la recepción del Salón del
Trono, y sin Toisón, robar la joya.
Pero, un momento… El rey no llevaba puesto en esos actos el
collar del Toisón que estaba en la Sala de la Corona, sino otra joya.
Una imagen pequeña del cordero que colgaba de su cuello como
una medalla o una insignia. ¿Y qué más daba? El asunto era quitarle
el Toisón al Rey de España, ¿no? Y el que estaba expuesto no se lo
ponía nunca, ni siquiera lo echaría de menos. El hecho importante
en sí era robarle el Toisón al rey y mucho más mérito tenía quitarle
el que llevaba encima que el otro.
Salió del baño y le dijo a Jasón que todo lo tenía resuelto. Que
se lo fuera diciendo a su equipo, al que no le hacían falta los
pormenores pues si lo que ellos pensaran hacer no se lo contaban a
él, él tampoco tenía por qué contarle los suyos. Y que se vistiera,
porque se iban al curso de cocina.
A la mañana siguiente, Jasón apareció triunfal en el piso de
Fuencarral dando fecha, lugar, circunstancia y modo del robo del
Vellocino.
El plan les gustó a todos, salvo, ¡qué coincidencia! porque era
el mismo día que el cumpleaños de Sara y, como era fiesta, 12 de
octubre, los habían invitado a comer. Habían quedado en ir, desde
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luego. Dionisos y Milagros se iban a encargar de la comida y nadie
quería perdérsela.
Poli y Tonya llegarían tarde porque estaban invitados,
precisamente, a la recepción del palacio real, y el acontecimiento era
para ellos el no va más. Aquel era el tercer año que iban. Pero, como
tampoco querían perderse la comida de Sara, se unirían a los demás
después de la recepción.
La cosa es que Poli tenía pocas ganas de ir. Decía que le
apetecía mucho más estar en la comida de Sara desde los aperitivos,
pero la verdad es que la invitación era por su empresa y no podía
faltar al saludo real.
Todos los dioses asistirían a la comida, por supuesto.
Mientras Jasón explicaba el plan en la calle Fuencarral, Inés
entraba en la zona de los vestuarios del personal de mantenimiento
del palacio y robaba un mono. Lo llevó hasta su propio armario y
allí lo guardó. Al día siguiente fue una bolsa llena de cables (lo de
los cables fue circunstancial, lo importante era la bolsa, también de
los de mantenimiento).
Volvió a estudiar los planos del palacio.
Efectivamente, al lado de las habitaciones privadas del rey
había un cuarto de las escobas. Bueno, así lo llamaban, pero en
realidad era una habitación pequeña donde estaban los
instrumentos de limpieza y otros enseres que servían para mantener
impecables aquellos cuartos de forma autónoma respecto a la
limpieza general del palacio. Allí se esconderían.
Con el bloc y la tabla agarrapapel, de nuevo simulando buscar
grietas, otro día Inés llegó a la zona de servicio y pudo hacerse con
la planilla del equipo de limpieza. Así conoció su horario y a partir
de qué momento no se acercaría nadie a las habitaciones reales,
salvo los de seguridad y el propio equipo del rey. En el cuarto de las
escobas no entrarían a menos que hubiera una emergencia y, para
subsanarla, avisarían primero al retén de limpieza que estaría en su
propia zona, no precisamente cerca. La cosa era meterse en aquel
cuarto una vez el equipo de limpieza hubiera terminado.
Entre unos detalles y otros, el tiempo a Inés se le pasaba
volando. La emoción intrépida mezclada con el amor más la
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El día 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional en aquel país,
según su calendario, pasó muy deprisa. Fue el último día de esta
misión. Pero antes he de ir al día anterior, pues entonces
comenzaron los acontecimientos.
Después del trabajo, Inés y Jasón comieron juntos en la
cafetería que el palacio tiene disponible para el público. Inés llevaba
consigo la bolsa de los cables que había robado y guardado en su
armario y en cuyo interior había metido el mono, también robado.
Él estaba guapísimo. Llevaba un traje negro impecable, con
camisa blanca y corbata con el nudo flojo. Inés casi se derritió nada
mas verlo. Y tenía Jasón, además, aspecto de experto relacionado
con la medicina o la farmacia, de investigación o algo; de modo que
todos los que lo vieron pensaron que Inés había quedado con un
especialista en los temas que profesionalmente a ella le atañían y no
que aquél fuera su novio el rumano.
Después de una larga sobremesa para quemar el tiempo, Jasón
entró con la bolsa de los cables en los servicios que están próximos a
la cafetería y salió convertido en personal de mantenimiento con tal
perfección que hasta andaba lento y como arrastrando un poco los
pies, diferencia que caracteriza al personal que tiene un contrato
permanente o plaza fija en la Administración del autónomo o
empresa contratada, que siempre van con prisas y hablando muy
alto. Llevaba la bolsa colgando con cierta desgana y se detuvo a
hablar con un compañero, también de mantenimiento, que estaba
fumando un cigarro en el Plaza de la Armería. El otro lo había
reconocido enseguida como de su equipo (estaban empezado los
milagros), aunque no recordaba cómo se llamaba ni había
coincidido muchas veces con él. Pero vamos, compañero sabía que
era. La misma Inés se sorprendió, pues habría jurado que estaba
harta de ver a Jasón con el mono de mantenimiento por el palacio.
Más sorprendida quedó Inés cuando también los de seguridad
saludaron a Jasón como si estuvieran hartos de verlo y, bromeando
con él, ni siquiera miraron el escáner mientras pasaba la bolsa. La
bolsa no llevaba nada peligroso, pero habría chocado la presencia de
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Aquella misma tarde, Dionisos le había dicho a Milagros que
tenían que adelantar un poco la hora de la comida del día siguiente
a causa de sus compromisos. La razón, como ya imagináis, no era
otra que la colaboración de los dioses en la misión. A Milagros no le
extrañó, porque los humanos están muy acostumbrados al
apelotonamiento de los sucesos. La causa, ya lo sabéis, es porque
van colocados unos detrás de otros, es decir, en una sola dirección y
dimensión, y cuando se les juntan, apelmazan o solapan no pueden
atenderlo todo al mismo tiempo y se les complica mucho la vida.
De hecho, surgió otro inconveniente: Jose, según dijo Justa, iba a
llegar un poco tarde, porque le iba a hacer un favor a un compañero
que tenía una boda y lo sustituiría en una guardia. Como Tonya y
Poli también iban a llegar tarde, no importaba. O sea, que los
dioses hubieran querido adelantar la hora de la comida y algunos
humanos retrasarla, así que la dejaron como estaba. Estas cosas en
aquel país eran normales, pues todo el mundo sabía por experiencia
que poner de acuerdo a los amigos para un evento era costosísimo,
poco menos que imposible, pero como, al mismo tiempo, una
comida podía empezar a mediodía pero podía durar hasta la noche,
los desajustes horarios no eran importantes.
Mientras Dionisos y Milagros hablaban tranquilamente en la
cocina, el astuto y silencioso Hermes recorría cuarto por cuarto de la
casa de las chicas abriendo los armarios y mirando su contenido. Y,
además, en el cuarto de Tonya buscó la invitación para asistir a la
recepción del día siguiente en el palacio real. Y la robó.
No vale la pena explayarse en la búsqueda infructuosa de
Tonya y Poli porque la invitación no aparecía. Él juraba que se la
había dado a ella, como siempre, precisamente por miedo a
perderla. Ella creía que sí, pero que, de haberla tenido la habría
puesto, como las veces anteriores, apoyada en la lámpara de su
mesa, bien a la vista. Y allí no estaba, luego no se la había dado.
La buscaron por todas partes sin éxito para gran disgusto de
Tonya, pero no tanto de Poli, que se quedó tan contento pensando
en la comida del día siguiente donde, por fin, podría conocer a la
mujer de Hefestos.
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Desde las primeras horas de la mañana, el palacio se puso en
marcha para preparar el acontecimiento. Además de la Guardia
Real, la salida de los de la seguridad nocturna y llegada del turno
siguiente, más el personal extra correspondiente tanto a seguridad
como a los demás servicios, el palacio parecía un hormiguero. Y
mucho más lo sería algunas horas más tarde cuando se reunieran
allí más de dos mil personas.
Lo único que seguía inmutable era el apartamento del rey.
En su interior, Inés se moría por un café y un cigarro. Tentada
estuvo de usar la cafetera de capsulas y hacerse uno, pero pensó que
era mejor no dejar huellas. En cuanto a lo del cigarro, había sido
capaz de no fumar en toda la noche, aunque con momentos de
desesperación, pero ya no podía aguantar más: necesitaba salir a
fumar y tomarse un café como fuera. Jasón le dijo que para qué
correr riesgos, pero ella le contestó que si no salía a fumar y a tomar
un café no aguantaría toda la mañana y podría echar a perder toda
la misión. Pero si no podían salir porque no tenían llave –objetó
Jasón. Era verdad.
Se asearon con toallitas húmedas que ella había previsto. Jasón
estaba guapísimo con barba de un día (el detalle de la barba se les
había olvidado, pero les pareció feo usar la maquinilla real). Cuando
Jasón se puso el traje, camisa y corbata impecables, además de un
pinganillo en la oreja como los de seguridad, estaba de morir. Ella
vestía el traje de chaqueta oscuro que había llevado el día anterior y
que, junto al de Jasón, había colgado durante la noche para que
estuvieran perfectos. Se puso su tarjeta de identificación, pero no
cogió el bloc ni la tabla agarrapapel que eran instrumentos de
trabajo.
De pronto oyeron la cerradura de la puerta. Inés vio el cielo
abierto. Uno de los Ayudantes de Campo del rey y dos de los de
seguridad entraron para revisar las habitaciones y de paso abrir las
ventanas. Inés, con el corazón desbocado, miraba por el ojo de la
cerradura del cuarto de las escobas. Cuando vio que, atravesando el
salón, los tres individuos pasaban al resto de las habitaciones, tiró
de Jasón y, con toda naturalidad, salieron tan tranquilos. Jasón
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saludó al de seguridad que había quedado fuera, junto a la puerta,
quien lo reconoció enseguida como compañero (aunque no
recordaba el nombre), así pues, no extrañó su presencia. Se fueron
camino de la cafetería sin que nadie se fijara en ellos.
Nadie salvo Carlos III, que los caló en cuanto los vio bajar la
escalera. Y Jasón se dio cuenta. Cuando se lo dijo a Inés, ya saliendo
a la Plaza de la Armería, cuando le dijo que los habían descubierto,
Inés tuvo que salir corriendo a los servicios que están al lado del
Archivo. Una vez allí no quiso salir. Todos los arrepentimientos le
cayeron a plomo sobre la conciencia. Sus nervios estallaron y se
puso a llorar y fumar como loca. El pequeño cubículo se llenó de
humo a tal velocidad que estuvo a punto de ser un suicidio
inconsciente por asfixia.
Pero oyó la voz Jasón a lo lejos: “Inés… Inés… Inés…”. Era
una voz desamparada a la que era imposible no acudir a socorrer.
¿Cómo iba a dejarlo solo? Se dijo que de perdidos al río y salió
dispuesta a correr por la escalera que daba a los jardines del Campo
del Moro, porque tal vez por allí, usando uno de los túneles secretos
que conducían fuera del palacio, tuvieran más posibilidades de
escape (también los había estudiado para por si acaso).
Pero Jasón estaba tan tranquilo. Bueno, preocupado por su
tardanza, cosa que decía mientras agitaba el aire con una mano para
quitarle la nube de tabaco que Inés había arrastrado consigo.
Cuando le dijo que quien los había descubierto era la estatua
de Carlos III vestido de romano que está frente a la escalera, Inés
casi se cayó de espaldas. Si es que estaban en ayunas, claro, ésa era
la causa. Y había sido una noche muy inquieta y también con mucho
ajetreo y eso desgasta mucho. Y, además, la pesadilla. Y los días
tensísimos que llevaban, que no sabía cómo habían podido
aguantarlos.
Sin decir una sola palabra, tiró de él hacia la cafetería.
Una vez calmada el hambre, Jasón le dijo que no se
preocupara, porque Carlos III no podía hacer nada. Se podía dar el
caso de que se comunicara con sus descendientes (¿recordáis lo de
Fernando VII?), pero que los descendientes aceptaran tal cosa era
muy extraño; lo cual era una pena, porque desaprovechaban una
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oportunidad magnífica para seguir los consejos de un hombre sabio
y experimentado que les serían muy útiles –razonó Jasón.
Cuando escuchó esto, Inés dijo que tenía necesidad de ir a ver
a la Mesa de las Esfinges. Pero lo dijo como sin querer, sin pensar,
como si las palabras se le hubieran vertido de la boca. A
continuación, tuvo un destello con la imagen del rey actual sentado
en la escalera frente a la estatua de Carlos III que le contaba de
primera mano la Guerra de los Siete Años.
INÉS:
¿Y si pudiera? Estaríamos perdidos. El rey escuchar a Carlos
III, me refiero.
JASÓN:
Es muy difícil, ya te lo he dicho. Porque, aunque el rey actual
lo notara, se lo negaría a sí mismo. ¿Tienes alguna amiga que siga
los consejos de alguien desaparecido de su familia por una foto?
INÉS (pensativa):
Pues no sé qué decirte…
JASÓN:
Inés, hoy es un día muy agitado para tu rey. Sería el peor día
para que pudiera fijarse en la estatua de su antepasado. No tendrá
tiempo.
INÉS:
Pero no todos los días le están robando el Toisón. Igual el otro
lo llama con más intensidad.
(Como veis, Inés iba comprendiendo cada vez más).
JASÓN:
Aunque así fuera, ¿crees que le haría caso? Además, si
sucediera, mi equipo lo evitaría.
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INÉS:
¿Tu equipo? Pero, ¿existe?
JASÓN:
Existe para lo más sutil y difícil. Precisamente para aquello
que no está al alcance ni de los Servicios Secretos.
Volvieron a cruzar la Plaza de la Armería camino del cuerpo
principal del palacio. El público comenzaba a colocarse al otro lado
de la verja para ver la llegada de los reyes, en aquel momento en el
desfile militar, y la de los políticos y demás invitados a la recepción,
que ya empezaban a hacer su entrada.
Los imponentes Guardias Reales Alabarderos, con uniforme
de gala, ocupaban ya su lugar a ambos lados de la escalera a lo largo
de los tramos.
Apenas subidos dos o tres escalones, Inés sintió en su espalda
una quemazón helada. Tal incoherencia sólo podía provenir de un
muerto viviente, de una agitación inmóvil, de una conciencia pétrea,
de un grito mudo. ¿Quién podía reunir tales condiciones? Carlos III.
Se volvió para comprobarlo y aguantó la mirada pétrea. Se sintió
horrible al recibir la palabra TRAIDORA como un dardo certero, tan
granítico como etéreo. Porque no era sólo un TRAIDORA repleto
del concepto de patria en general y sin especificar, era un
TRAIDORA entreverado de LADRONA lo que le lanzó el rey,
exactamente TRAIDOLARADRONA, y la culpabilidad la percibió
Inés con gran intensidad y consciencia, es decir, la asumió sobre un
escalón de mármol de cinco metros de una sola pieza, cubierto por
una magnífica alfombra de la Real Fábrica, en la escalera de
Sabatini, bajo la bóveda de Giaquinto, iluminada por cuatro
inmensas farolas estilo Imperio, en el Palacio de Oriente de Madrid,
que es muchísima realidad. (Los humanos son incapaces de percibir
la totalidad de la realidad –de la que ahora apenas he dado mínimos
datos como referencia-‐‑ y tienen que aislarse del contexto para
centrarse en lo que se les está diciendo. Y algunos se aíslan tanto que
no ven diferencia si los llaman mentirosos en la calle, en las Cortes o
en el Ave, y han llegado al Consenso de pelillos a la mar porque la
frecuencia del Donde dije digo, digo Diego, o lo de dentro o fuera de
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una infusión que haría que la comida les sentara de maravilla: ahí
entraba yo.
Llegó la hora de mi papel: las hierbas. Ya sabéis, las hierbas de
los bosques en las que soy experto, aunque, como ya os dije al
principio de esta historia, la otra vez no las usé con mucha eficacia,
pero ahora, creo, las tenía mucho más controladas.
Me hice visible un instante con Dionisos en la cocina. De mi
bolsita de cuero extraje un puñado de plantas y les puse el agua
hirviendo. Había elegido una tetera transparente para que el
hermoso líquido fuera apreciado en toda su belleza y ser así más
atractivo. Puse la tetera sobre la bandeja que Dionisos sostenía y
volví a desaparecer.
Les encantó mi infusión. Un minuto más tarde cayeron
profundamente dormidos. Los humanos, claro. (Os recuerdo que la
virtud de mis plantas consiste en hacer caer a los que la toman en un
profundo y delicioso sueño del que, una vez despiertos, se
enamorarán perdidamente del primer ser que vean).
Con todo cuidado, los dioses se levantaron dejando a los
humanos repartidos por sillones y sofás y se dispusieron a cumplir
su deber con diligencia:
Hermes entró al cuarto de Tonya y cogió del armario un traje
que ya había elegido el día anterior y unos zapatos de tacón, y se los
llevó a Afrodita que estaba esperando.
Apolo estaba cambiándose, abandonaba el vaquero por traje y
corbata.
Dionisos y Hermes habían cogido un taxi e iban hacia el
palacio real.
Hefestos estaba ya esperando con la furgoneta en marcha.
Atenea controlaba para que todo saliera según lo previsto.
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Jose cumplía el servicio del compañero al que estaba
sustituyendo frente al palacio real, en la esquina que forman los
jardines de Lepanto y la calle Bailén. Estaba mezclado entre los
ciudadanos que curioseaban la llegada a la recepción de autoridades
y otros personajes públicos. Ya casi a punto de terminar el servicio y
pensando en la comida que le esperaba, tenía un hambre que se
moría.
De pronto, a lo lejos, entre los cochazos que transportaban a
los invitados, Jose vio que, como una carraca contenta, venía la
furgoneta de los rumanos. Cuando llegó al primer control,
comprobó que Hefestos enseñaba la invitación por la ventanilla,
que le daban el visto bueno y que seguía adelante. No podía creerlo.
¿Cómo era posible? ¿Cómo se podía conseguir una invitación a
semejante acto recién llegados de Rumanía y siendo unos vulgares
emigrantes? ¿De dónde la habían sacado? Todavía pudo ver a lo
lejos cómo descendía de la furgo una pareja con una pinta
alucinante y empezaba el pequeño paseo hasta la entrada del
palacio. El hombre parecía Apolo, pero como lo había visto pocas
veces y nunca sin gorra ni con traje, no estaba seguro. Era un tío
elegantísimo. Llevaba el pelo muy corto y hacia adelante, como las
estatuas. ¿Y ella? Pero, ¿quién era aquella criatura, Dios mío? ¿Sería
una de las vecinas? Imposible. Sería gente de la embajada de
Rumanía que habrían tenido problema con los coches y… ¿Estaba
tonto o qué? ¿Era Apolo o no? ¿Quién era aquella gente y qué
podían pintar allí? ¡Terroristas! ¡Eso podría explicarlo todo! Pero
algo no le cuadraba; si aquellos dos eran terroristas, por él que
explotara el mundo. Tenía una forma de comprobarlo: llamó a Justa.
Por más que insistió, no le cogió el teléfono. Entonces llamó a
Manolo el del bar y le dijo que era muy importante que, por favor,
subiera a casa de Justa y mirara si estaban los rumanos, que los
habían invitado a comer y tenían que estar allí. Que era muy
importante, que luego se lo explicaría. Y que, cuando lo
comprobara, que lo llamara enseguida.
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Así pues, ya sabéis a dónde se fue Inés mientras Jasón salió al
encuentro de la larga fila de invitados que se dirigía al Salón del
Trono. El saludo a los reyes había comenzado.
Allí estaba la serpiente de ojos insomnes, se dijo. Oía su siseo,
comprobaba su vigilancia. La fila se empinaba sinuosa subiendo la
escalera y luego se retorcía de salón en salón en dirección al del
trono. Jasón sabía que había que vencer a la serpiente, pero no sabía
cómo. Pensó que, en aquel momento, la astucia sería su mejor
aliada. Así pues, como si fuera una más de sus escamas, se pegó a
ella y, a su paso, como cualquier otro invitado, fue acercándose a su
objetivo.
Cuando llegó a la puerta del Salón del Trono, vio que Zeus y
Hermes lo miraban desde sus respectivas estatuas, aunque sin
inmutarse. ¡Nada menos que Zeus! Qué tranquilidad le dio. Y,
mirando al dios, entendió que debía ir a la puerta más próxima a él
y al estrado real, no a aquella por la que entraba la fila de invitados.
Tal cosa hizo Jasón, quedando oculto un paso más allá del dintel de
la otra puerta.
Apolo y Afrodita habían pasado los controles de seguridad
con una pasividad pasmosa por parte de los responsables. Afrodita
volvía a comprobar que los humanos eran pánfilos. Y, como iba
acompañada de Apolo, comprobó que las humanas también. Era
una experiencia nueva, pues, como siempre iba acompañada de
Hefestos, las féminas solían fijarse sobre todo en ella, dado que su
esposo les producía cierta inquietud en la boca del estómago. Así
pues, para Afrodita era inevitable percibir el tipo de mirada de las
que era receptora en el Olimpo, que podían ser desde la admiración
más sincera y absoluta a la envidia más retorcida y perniciosa, cosa
que le sucedía siempre con las habitantes de cabeza de Medusa de la
lejana, heladora y culebreante constelación de Hidra. Entonces, que
no se fijaran tanto en ella era una novedad, pero el abobamiento de
las de su especie era otra. ¡Bah, los humanos!
Sin embargo, como podéis imaginar, la presencia de ambos
dioses estaba siendo conmovedora. Nunca los humanos habían
sentido tantas emociones a la vez y todas positivas, lo que justificaba
su paralización y su pasmo.
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Dentro, Jasón abrió la mano y le mostró a Inés el Toisón.
INÉS (asombrada):
¡Lo has conseguido!
JASÓN:
¿El qué?
INÉS:
¡El Vellocino! Eso que tienes en la mano es el Vellocino. ¿Cómo
has podido? ¿Con tu equipo?
JASÓN:
¿El Vellocino? ¿Esto es el Vellocino? Me lo ha dado el rey para
que se lo entregue a su Ayudante de Campo, pero no sé quién es.
Así que he pensado dejarlo yo mismo en su caja. Sé muy bien cómo
es el Vellocino y el rey no lo llevaba.
INÉS:
Jasón, eso que tienes en la mano es el Vellocino de Oro. Es lo
que has venido a robar. ¡Ya lo tienes!
JASÓN (extrañadísimo):
¿Esto? ¿Esto es el Vellocino?
INÉS:
¡Eso! Y se lo has quitado al mismísimo rey.
JASÓN:
¿Esto? ¡Esto no es más que un pin!
INÉS:
¡Es el Vellocino!
Entonces Jasón la cogió de la mano, la llevó hasta el tapiz y le
señaló la piel del cordero con los rizos de oro que colgaba del árbol
en el bosque de Ares.
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JASÓN:
¡Aquello es el Vellocino!
INÉS:
¡Pero ése ya no existe! Sólo está ahí en el tapiz.
JASÓN:
Entonces, ¿qué hago yo aquí fuera?
INÉS:
Vamos a ver, Jasón, ponte las pilas. El Vellocino de Oro
desapareció hace miles de años y deberías acordarte porque tú fuiste
el que lo robó (¿os dais cuenta de la transmutación de Inés?). El
único Vellocino que existe ahora es el que tú tienes en la mano,
bueno, y otro que tienen en Austria, pero ese nos da lo mismo. ¡No
hay más Vellocino!
JASÓN:
Entonces nos hemos equivocado. Tengo que llevárselo a
Atenea para que lo vea por sí misma. Y tú vendrás también para
explicarle todo eso que me has dicho.
INÉS:
¿Llevárselo a Atenea para qué? ¡De eso nada! Si no es lo que
habías venido a robar, eso no sale de aquí, que es Patrimonio
Nacional. O Real.
JASON:
Pero Atenea tiene que verlo, tengo que enseñarle cómo es el
único Vellocino que hay aquí.
INÉS:
Hazle una foto, ¡joder!
Y eso hizo Jasón, con el teléfono le hizo una foto.
Luego entró en las habitaciones y colocó la joya en su caja.
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Salieron del apartamento real, luego del palacio y, justo en la
puerta coincidieron con Apolo y Afrodita. Hefestos con la furgo
llegaba a recogerlos en aquel instante.
INÉS:
Afrodita, estás guapísima. Te sienta todo de maravilla.
AFRODITA (sonriendo y dándole un par de besos de saludo):
Gracias, Medea.
(Por supuesto que no se habían visto nunca antes. ¿O sí?)
Con la foto en el teléfono pasando de mano en mano, era fácil
ponerse de acuerdo en que aquello no era el Vellocino de Oro.
Desde el último resquicio por el que cabía una duda, Hefestos
preguntó:
-‐‑ Estamos en Iberia, ¿no?
-‐‑ Sí, sin duda en Iberia –respondió Apolo.
-‐‑ ¡Un momento! –exclamó Hermes-‐‑. Había otra Iberia, si mal
no recuerdo.
-‐‑ ¿Dónde?
-‐‑ Al lado de la Cólquide.
Se miraron todos un instante, sólo un instante.
-‐‑ ¡Vamos! –dijo Hefestos-‐‑. Si salimos ahora mismo podremos
llegar a Tarifa antes de que amanezca.
Y hacia la mitad de Despeñaperros:
MEDEA:
Jasón.
JASÓN:
Dime.
MEDEA:
Estoy embarazada.
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Epílogo
Recordad que el poder de mis plantas no es sólo procurar un
delicioso sueño, también lo es enamorarse perdidamente del primer
ser a quien se vea una vez despierto. ¡Ah! Y esta vez, borrar de la
memoria de los humanos todo aquello que tenga que ver con los
dioses.
Como sabéis, dejé plácidamente dormidos a la mitad de los
protagonistas de esta historia, cosa que salió muy bien. Pero no me
preocupé del lugar que ocupaban y tal vez debiera haberlo hecho. Si
no recuerdo mal estaban colocados de este modo: Tonya frente a
Manolo el del bar. Milagros frente a Jorge. Julia frente a Jose. Poli
frente a Justa. Y, ¡menos mal!, Sara frente a Miguel el médico.
Ya os dije que nunca fui muy hábil en esto. De hecho, la otra
vez que usé las plantas fue mucho peor.
Creo que tampoco manejé bien la parte de olvidar a los dioses.
Por ello, debido a mi deficiencia, puede que alguna vez los humanos
tengan una intuición, una sensación, un aroma o una percepción
que les diga que los dioses los han tocado o los han tenido muy
cerca. No podrán ver mucho más porque, como todo el universo
sabe, dado su deficiente estado, los dioses nunca conceden todo a
los humanos ni les permiten ver con exactitud.
FIN
A Pilar y Douglas Badillo Crane por su especial vínculo con el
palacio real y por comprender tan bien mi “pereza” para volver a
California. A Lucía Vázquez Cerrato agradecida.
M. 2016. Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual
Otros libros de la autora:
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