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Antología Remota

Morgan Sagan
A todos los que viven en una soledad irrepetible.

A todos los que he amado.


Gracias a mi hermano y mi hermana, mi madre, mi mejor amiga y esos dos
buenos muchachos, que crearon este libro conmigo.
La laguna de Shauprofen.

Un par de lunas muy redondas y azuladas brillaban allí, encima de la


noche, entre miríadas de estrellas y dos o tres galaxias que danzaban
casi imperceptiblemente. Aquel panorama era tan impresionante que
las personas que se daban cita alrededor de la laguna para disfrutar de
tan increíble paisaje no pensaban en el calor intolerable del verano en
auge, ni en algunos mosquitos literalmente invisibles que amaban
picar a los visitantes, ni en el ronquido tétrico y prolongado que
profería de a ratos la criatura gigantesca que vivía en lo profundo de
las aguas. No, nada de eso importaba realmente: las miradas de todos
se perdían desde un principio en la maravilla del cielo, e incluso las
conversaciones iniciadas o por iniciar se transformaban en puntos
suspensivos y ya no tenían ningún valor. Lo único que valía la pena,
entonces, eran las alturas de Shauprofen.
Esa noche el automóvil celeste de Lina y Pas rodó y encalló como de
costumbre en la costa húmeda de la laguna. Les gustaba estacionarlo
cerca del agua sin ningún motivo; tampoco parecía tener ningún
motivo el hecho de que una vez por semana, desde que hubieran
iniciado su amistad, fuesen a transcurrir unas horas a ese lugar; y, de
hecho, tampoco tenía demasiado sentido su misma relación, dado que
eran un muchacho y una jovencita tan desiguales que no podían evitar
jamás discutir por cualquier cosa, incluyendo, por supuesto, asuntos
sin mucha relevancia. Pero Shauprofen era un sitio especial, y allí iban
ellos, y se sentaban hablando poco en la orilla, y mojaban los pies en el
líquido verdoso, y abandonaban su atención en las espectaculares
cumbres estelares.
-¿Tienes trabajo mañana? –preguntó Pas distraídamente, focalizando
sus pupilas en el paso de un cometa.
-Tengo dieciséis años, por lo cual no me permiten emplearme en
ningún lugar –respondió Lina con un dejo de fastidio, abrazándose las
rodillas-. ¿Qué te ocurre?
-¿Sólo tienes dieciséis años? –repuso Pas con una especie de sorpresa,
aunque seguía distraído-. ¿No creces nunca?
-¿De qué estás hablando? ¿Por qué siempre tienes que prestarle
atención a otra cosa?
-Lina… Mira lo que hay ahí…
La chica miró en la dirección que su acompañante apuntaba, y vio,
como él, como el resto de los pobladores de aquella noche, un destello
blanquecino que resaltaba contra el brazo de una espiral galáctica. De
seguro antes no estaba allí, y cada vez se hacía más potente; quizás,
muy probablemente, se trataba de un astro que estaba atravesando
alguna clase de transformación, acercándose tal vez a una muerte
intensa. Los asombrados espectadores del fenómeno aguardaron
durante varios minutos, casi conteniendo la respiración, sin alterar sus
posiciones, ansiosos de ver qué sería a continuación. El astro no los
hizo esperar demasiado, por fortuna; tras una magnífica e intermitente
introducción, la luz que emitía se incrementó veloz y cuantiosamente,
hasta el punto de hacerse realmente difícil de observar; mientras la
mano de una sorprendida Lina era tomada por un concentrado Pas, la
estrella los fulminó con su ardor, y en un instante confuso y repentino
pareció inundar todo el cielo y quizás las vidas que la observaban, para
al momento siguiente despedir una ola invisible de una fuerza que
sacudió hasta el último átomo de la laguna y sus alrededores. Hubo
una ceguera que duró pocos segundos, y que fue reemplazada, luego,
por el don de una visión de lo más fabulosa.
-Vaya, ¿viste eso? –preguntó Pas entusiasmado, mirándose el pecho y
los brazos, como si no pudiese creer que aún los poseía-. ¿Lo sentiste?
-Pas, querido –contestó Lina, aturdida con algo que sucedía en la
superficie de las aguas-, no te pierdas esto.
Esta vez fue el chico el que dirigió la vista a donde le indicaban, y no se
molestó en no tratar de lucir tonto al abrir ampliamente la boca para
expresar lo que opinaba. Es que en realidad todos por allí estaban
presenciando el mismo extraordinario evento: sobre la laguna,
quietamente, como si fueran (y quizás lo eran) recuerdos de una época
pasada, danzaban con una dulzura sin igual unas figuras
transparentes, que parecían ser hombres y mujeres y una clase de
animal, posiblemente doméstico, al que jamás habían visto en ese
mundo. Esta gente etérea estaba jugando, entre ellos y con la pequeña
criatura, que movía su cola alegremente y saltaba y corría entre los
demás; ninguno parecía creer que fuese anormal encontrarse de pie
encima de una laguna, ni que hubiera por lo menos cincuenta personas
observándolos anonadados, aunque nadie entre éstos últimos pensó
que ellos fueran reales, o por lo menos que coexistieran en su mismo
tiempo. Por alguna razón todos comprendieron que los danzantes y su
mascota debían haber vivido hacía muchos años ya, que
probablemente ahora eran sólo restos ínfimos y que quizás ni siquiera
habían pertenecido alguna vez a aquel lugar. El saber eso hacía la
visión más interesante aún: era posible que la explosión tan lejana de la
estrella hubiese llevado partículas de su entorno hasta Shauprofen, y
que, por un motivo que sin dudas estaba fuera de su alcance, la laguna
hubiera hecho real la representación de una memoria distante impresa
en las partículas de su planeta muerto. Aquello era un milagro, y era
bello; y todavía más bello era contemplar la felicidad de esa gente
extraña que se asemejaba tanto a los nocturnos de Shauprofen, y
entender entonces que quedaban muchas cosas por hacer y muchos
hermanos en el cielo a los cuales conocer.
-Tal vez sea por eso –dijo Lina, deseando sin razón alguna que la visión
nunca se desvaneciera-. Tal vez este sitio es tan especial porque nos
muestra algo que tenemos que ver. Nos invita siempre a mirar más
allá, a querer ir e internarnos en cosas que son ciertas y preciosas. Esta
noche lo hemos visto, estamos percibiéndolo aún; hay tanto esperando
allí afuera…
Ante esas palabras, Pas desvió la mirada, y volvió un poco a ser él
mismo.
-¿Qué fue eso? –dijo en tono de broma-. ¿Acabas de crecer para
contradecirme?
-Oh, cállate –repuso Lina, apoyando la cabeza en el hombro del
muchacho.
Y los dos amigos permanecieron así por un largo rato, aún hasta
después que las figuras sobre la laguna volvieron a ser solamente
polvo de materia y los visitantes de Shauprofen se dedicaron a alguna
otra cosa. Sin embargo, lo que habían presenciado no había resultado
una insignificancia para ninguno de ellos; y era posible que, un tiempo
después, alguno se repitiera mentalmente la verdad que Lina había
descubierto, e intentara, por ello, ir más allá de recios vientos
celestiales, y llegar a lo profundo del solemne hogar cósmico.

Las sensaciones.

¿A qué olía? Bueno, había varios aromas flotando por la calle, pero era
seguro que, repentinamente, uno en particular había resaltado entre la
masa de la cotidianeidad, y se estaba elevando en forma de jirones
para expandirse en delgadas oleadas hasta llegar al olfato de Adriano.
Él levantó la cabeza, sorprendido, y dobló las orejas; algo en ese olor le
asustaba. Olisqueó el aire, y concluyó que se trataba de la peste cálida
y mortecina de un gran trozo de carne cruda que se hallaba al
descubierto en alguna parte; pero, dada su intensidad, no podía estar
muy lejos, probablemente no pasara de la esquina. ¿Debía ir a
investigar? Pues claro; no tenía otra cosa que hacer ni algo que perder.
De modo que se levantó, se desperezó y empezó a ir al trote, siguiendo
la huella del olor a cadáver que comenzaba a inundar profundamente
los alrededores.
¿Qué diablos había pasado? ¿Qué provocaba tanta pestilencia? Era
insoportable incluso para él, para quien la fragancia de la carne cruda
debía ser sumamente atractiva, porque significaba alimento. Pero no,
esta no; esta era terrible, y sólo le causaba una curiosidad inusitada por
el mero hecho de que había sido súbita y era aún potente.
Adriano siguió hasta el cruce con la siguiente calle, y se detuvo a
olfatear otra vez. El hedor se confundía allí, esfumándose, con los
vahos de la humedad sucia de las aceras, la basura de los contenedores
de un callejón cercano y, muy levemente, las frutas y verduras
expuestas afuera de un negocio.
Adriano buscó con la mirada. Por un segundo creyó que era una
broma, que el olor no existía, que lo había imaginado su estómago
solitario y necesitado de una esperanza, por apestosa que fuese. Pero
entonces lo recuperó, como un maremágnum invisible que invadió de
repente sus sentidos, y pudo rastrearlo, contrariamente a lo que había
pensado, hasta la siguiente vereda, cuya longitud, por alguna razón de
arquitectura urbana, constaba de unos metros más que la anterior. El
can se dirigió resueltamente hacia el punto que todavía no lograba ver,
anhelando llegar a él, pero al mismo tiempo sintiendo que una rara
náusea se acrecentaba en su interior. A medida que se aproximaba a su
destino, le pareció singular el grandioso estruendo de sirenas que se
arremolinaba en el ambiente, aglomerándose con otros sonidos, gritos,
pasos apresurados y portazos que surgían por doquier y que parecían
pertenecer a la misma situación. A la vez, percibió un regusto a sangre
que se había impregnado en la atmósfera, aunque quizás sólo los
animales fueran capaces de notarlo. Y había otra cosa, algo más que
también estaba presente y que se palpaba más cuanto menor era la
distancia al sitio del origen de todo. Adriano empezó a agitar la cola,
apuró el paso, aguzó los sentidos, y se encontró al fin allí; y en ese
momento su cola se calmó, sus patas casi se paralizaron, y deseó no ver
ni oír ni oler nada, irse de ese lugar y no permitirse por un tiempo
dejarse llevar por esa curiosidad que podía resultar fatal. Porque la
escena que se presentaba ante él lo era: ambulancias, patrullas
policiales, gente que iba y venía y, en medio de eso que Adriano veía
pero no entendía, dos almas que yacían quietas, muy quietas sobre un
colchón de pavimento teñido de bermejo, y el pobre animal sí supo qué
les pasaba y qué ya no les pasaría nunca, y todo lo que pudo hacer por
los cuerpos cazados por el olor de esa muerte fue ponerse a aullar,
aullar hacia el cielo oscuro por un largo rato, hasta que pudiera
atravesar ese aire lúgubre la sensación penosa que estaba encogiendo
su corazón perruno.

El jardín del horizonte.

Planeamos cubrir una superficie extensa de tierra dorada que llegaba


hasta el borde de nuestra vista con miles de flores, de todo tipo, desde
la más ínfima y silvestre hasta la más pomposa y ornamental.
Quisimos hacerlo simplemente porque teníamos ganas, y era viable, ya
que en realidad no había otra cosa por hacer, durante los años
postreros en que habían pasado un millón de años en el planeta y la
civilización estaba cansada, vieja y un poco aburrida. Éramos gentes
pasivas y calladas; no había más guerras, y las disputas se resolvían
pronto y por medios sencillos, puesto que nadie tenía ánimos reales de
pelear. Eso era un punto a favor de la vejez humana que siempre
recordábamos a los más jóvenes y entusiastas, quienes alguna vez
revivían los ímpetus de antes y trataban de cometer alguna locura.
Pero esto, esto no era una locura; era un emprendimiento bello y
tranquilo, y nadie que no deseara inmiscuirse estaba obligado a
hacerlo, de modo que, cuando hubimos reunido las fuerzas suficientes,
nos pusimos manos a la obra y comenzamos a horadar el suelo
destinado.
El trabajo llevó mucho tiempo, pero ya no lo contábamos demasiado,
así que ninguno de nosotros se preocupó por ello. Todo lo que
importaba era que fuera bien hecho, dado que prácticamente era un
regalo para nosotros mismos, o en cualquier caso para algunos hijos
que tal vez llegaran luego. Podía o no ser una obra sumamente prolija;
lo que en realidad cuidamos fue que cada planta creciera
adecuadamente, y que cada flor fuese magnífica. Bien pudieron
transcurrir años enteros hasta que terminamos; de seguro así fue, pues
poco a poco la gente dejó de venir, no porque se hubiera rendido en
cuanto al significado de lo que hacía, sino porque había vivido mucho
y comenzaba luego de largos siglos a morir.
En los últimos días, cuando los que quedábamos nos dimos cuenta de
la cantidad de terreno que habíamos dejado atrás y de que empezaba a
resultar dificultoso moverse entre las pesadas ramas de los arbustos
enormes y rozagantes, pudimos detenernos en cierto momento y
observar, bajo la penumbra pálida de un eclipse duradero, algo que
todos acordamos sin hablarnos en llamar el jardín del horizonte,
puesto que eso era lo primero que podía pensarse de él al echar un
primer vistazo. Habíamos tomado una porción de tierra antigua y
dormida y habíamos puesto en ella una pintura de vidas tranquilas y
jóvenes, que ahora abarcaban la vista y extrañamente provocaban una
sonrisa de complacencia al que la mirara, como si nuestro legado fuese
el mejor que pudiéramos haber pensado. En ese momento
intercambiamos miradas, asentimos y seguimos trabajando, ya que no
faltaba más que terminar y dedicarse a disfrutar con cada sentido del
pequeño edén que habíamos formulado.
Pasó poco tiempo hasta que decidimos erigirnos, lavar las
herramientas y guardarlas y elegir el mejor lugar para sentarnos y
descansar en ese suelo puramente nuestro. El eclipse llegaba ya a su
fin, y la luz del sol comenzaba tímidamente a reflejarse en cada pétalo
y a hermosear aún más el sinfín de señoritas que se agitaban con sumo
decoro a cada brisa tibia que se paseaba entre ellas. Verdaderamente
era un paisaje que no recordábamos que hubiera existido sobre nuestro
planeta, y pudimos por tanto alegrarnos y perder nuestros ojos en tan
excelsa creación. Y, dos segundos o quizás dos días después,
repentinamente perdimos nuestros ojos en otra cosa, algo que flotaba
ante nosotros y que venía cayendo majestuosa y silenciosamente desde
el cielo.
Nos paramos con curiosidad pero sin prisas, y fuimos hasta el punto
donde creímos que aquello aterrizaría. Era el borde mismo de nuestro
jardín interminable. Cuando llegamos, un cohete plateado y borroso,
como si viniera de un sitio demasiado lejano, nos aguardaba, junto a
dos individuos muy altos y desfigurados por la luz que había ante sus
puertas.
-Hemos venido a saludarlos –dijo uno de ellos con una voz grave que
nos hizo estremecer, algo que hacía mucho tiempo que no sucedía-.
Vimos en la lejanía su tierra de colores y perfumes. No supimos qué
era. Quisimos venir a verla y a llevar un poco de ella a nuestro mundo,
donde tal fenómeno jamás ha existido.
Todos tuvimos lástima de esos seres que nunca habían tenido algo tan
simple y alegre como una flor, fuera de la clase que fuera, y no
tardamos en tomar algunas de las plantas que había a nuestro
alrededor y entregárselas como un regalo que ellos apreciaban más de
lo que podíamos imaginar. Por alguna razón entendimos que estaban
sonriendo, aunque no había forma de que se vieran sus rostros. Los
dos seres se adelantaron y apoyaron una mano en un par de hombros,
y los que fuimos tocados sentimos intensamente su agradecimiento.
-Pueden regresar cuando gusten –dijo alguien-. El jardín estará aquí
para todos.
-Jardín –repitió el otro individuo; seguramente jamás había oído esa
palabra-. Un jardín…
El cohete se fue, llevándolos a su distancia inconmensurable. Muchos
años más tarde, ahora mismo, cuando somos aún menos personas en el
planeta y estamos por desaparecer, los visitantes han venido de nuevo,
y al comprender nuestra extinción nos han prometido cuidar
apropiadamente del planeta, porque es extraordinario y lo aman. Así
que hemos de irnos en paz, luego de una larga historia en la que
debieron pasar cosas terribles; y la piedra celeste de mares en la que
tanto vivimos alcanzará al fin, gracias a una sencilla y pacífica idea, su
propio paraíso.
En esa aventura moriré.

Ramirón salió de su casa haciendo gala de una valentía en extremo


singular, pues se sabía que si ponía un solo pie en la calle cualquier
desgracia podía llegar a ocurrirle, no porque le hubieran amenazado,
sino porque disponía de un especial talento para atraer la mala fortuna.
Él, temeroso, receloso, resignado, o triste, perfectamente lo
comprendía; pero el caso era que necesitaba con prontitud una botella
de salsa de tomate que nadie más podía conseguirle, y entonces tenía
que lanzarse a los infiernos a buscarla.
El primer golpe no fue de hecho un golpe sino una mordida de un
perro viejo y maloliente, que le salió súbitamente al paso cuando el
chico dobló por una esquina, y que luego de hundirle su horrible
dentadura en una mano profirió un aullido agónico y cayó muerto en
la vereda. Ramirón tuvo lástima del pobre animal, pero también de sí
mismo, ya que su extremidad sangraba profusamente y dolía de una
forma pavorosa. Por el animal fenecido no podía hacer nada, y por su
mano solamente algo, que fue meterla en un bolsillo que
imaginariamente debía poseer algunos poderes curativos.
Pues, Ramirón siguió caminando, y poco tiempo después, pasando por
debajo de una serie de balcones, oyó unas intrépidas sirenas de policía,
pertenecientes a unos coches que no tardaron en zumbar velozmente
junto a sus oídos. Ramirón les echó un vistazo despreocupado, y
justamente aquél en el que posó sus ojos sufrió un imperfecto que lo
obligó a estrellarse contra un muro próximo. A Ramirón le llamó la
atención pero no se detuvo, lo cual fue una suerte por vez única,
porque uno de los balcones se despegó de la pared como si hubiera
estado pegado con agua y se hizo trizas contra el espacio que la
espalda del caminante había estado ocupando un segundo antes. Allí,
aunque se sentía realmente dolorido por su mano, Ramirón echó a
correr con terror, y un par de calles después hubo de detenerse y
sentarse durante un rato en el cordón de la vereda, exhausto.
No pasó largo tiempo hasta que un tropel de elefantes irrumpió frente
a su rostro pasando al poderoso trote por el asfalto, de oeste a este.
Ramirón se sintió sorprendido pero no mucho más; cuando un cuarto
de hora después los elefantes dejaron de pasar, se levantó y siguió su
camino, intentando recordar la dirección exacta en la que se emplazaba
el local comercial más próximo, donde pudiese obtener la salsa de
tomate, de modo que le fuera posible regresar de una vez a su hogar.
Lo que no era posible y sin embargo sucedió fue una serie de meteoros
deslizándose raudamente por las alturas y cayendo demasiado cerca,
de forma que el punto al que el intrépido se dirigía se prendió en fuego
y produjo una sarta de gritos lastimeros que generaban un enorme
terror. Quizás Ramirón pudiera tomar un desvío, y así ocurrió; su
derecha fue prometedora por largo tiempo, hasta el penoso momento
en que de súbito una lluvia como piedras empezó a estrellarse contra el
suelo, con tal fuerza que el caminante pronto sufrió de un dolor más, y
vio que varios moretones empezaban a aparecer en distintas partes de
su cuerpo. Cuando ya no pudo soportarlo, y en vista de que el
aguacero no pensaba terminar, Ramirón corrió a refugiarse bajo un
trozo de techo que sobresalía de un muro con el objetivo de proteger
una puerta principal. Desde allí contempló cómo la lluvia terrible
socavaba los alrededores por completo, tanto que tuvieron que
transcurrir diez horas hasta que el muchacho pudiese abandonar su
refugio, y para entonces el mismísimo Apocalipsis parecía haber tenido
lugar por doquier.
Bajo una tenue y tibia llovizna, Ramirón marchó primero
pausadamente y luego con mayor prisa, atemorizado ante la visión de
muerte que se extendía en torno a su existencia. No parecía haber
nadie más con vida en todo el mundo, la ciudad se hallaba en ruinas y
hacía un frío descorazonador; sumado a esto, los moretones y la
mordida del perro dolían más que nunca, y, como si no fuera posible
otra desgracia, probablemente ya no hubiera ninguna tienda de víveres
en la que encontrar salsa de tomate. Ramirón anduvo por calles
desoladas, sin rumbo, mirando el cielo enrarecido y pensando que
aquello era el final y extrañas cosas pasaban. Estaba cansado y
hambriento, y sus heridas eran un suplicio; lenta e
imperceptiblemente, se estaba desangrando, y una fiebre intensa y
atrasada comenzaba a apoderarse de su salud en declive. Quizás,
reflexionó, nada de esto hubiese tenido lugar si nunca hubiera salido
de su casa; por alguna razón, sabiendo que cada vez que lo hacía su
vida corría peligro, parecía que era él el culpable de la devastación que
había tomado al mundo entero de punta. Entonces, tal vez, aún
después de todo lo que le había sucedido merecía un castigo, como una
consecuencia clara y aceptable por haber oficiado de ángel de la
muerte. No era que lo deseara realmente, por supuesto, pero en tanto
ocurriera, tendría que enfrentarlo sin réplica.
El corolario llegó cuando automáticamente decidió cruzar una calle, y
un auto salido de la nada arremetió velozmente y lo lanzó por los aires.
Ramirón cayó unos metros más allá y, pese a que oyó unos huesos
quebrarse, se levantó enseguida y siguió caminando, sintiendo que un
dolor intenso y apelmazado se sumaba a los otros. Sin embargo, antes
que avanzara demasiado percibió un llamado, y se volvió para ver que
quien le había atropellado se había detenido y había bajado del
vehículo para averiguar cómo estaba su víctima. Ramirón trotó hacia el
conductor, sonrió y aseguró que todo estaba bien, pero el individuo no
le creyó e insistió en que subiera al auto para ser llevado a un hospital.
Nuestro muchacho tuvo que aceptar, porque en realidad daba lo
mismo y además sí lo necesitaba, de forma que dos segundos más
tarde se hallaba penosamente aplastado contra el asiento del
acompañante y siendo trasladado rápidamente a algún nosocomio que
pudieran encontrar.
Pero Ramirón empezaba a sentirse ya desfallecer, tenía mucho frío y la
mullida butaca del auto le resultaba muy incómoda a su osamenta
corrompida. Se adormiló de todas maneras, y mientras en una especie
de sueño ligero oía truenos distantes pero igualmente colosales que
anunciaban que la catástrofe no tendría fin, comenzó a alucinar brillos
y voces que de seguro no estaban por allí pero que se hacían cada vez
más grandes. Su mente divagó por una nebulosa de recuerdos
tremendamente confusos, la mitad de los cuales parecían más bien
falsos, y entonces, en un rapto de lucidez, Ramirón advirtió o pensó
que debía estar muriendo. Ése podía ser su castigo final o tal vez,
mejor, el alivio mayor de su vida, puesto que seguramente jamás había
experimentado un malestar similar. Quizás el conductor que lo estaba
llevando intentaba hablarle para mantenerlo despierto, pero él no tenía
ganas de prestarle atención. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Cuántas
cosas podían tener sentido ahora? La muerte estaba llegando y
Ramirón no se iba a resistir en absoluto. Comenzó a pensar que la idea
de conseguir salsa de tomate no debía haber sido la peor que hubiera
formulado nunca, sino, ciertamente, todo lo contrario. Debía atravesar
esa serie de hechos desafortunados para comprender una verdad
fundamental en su existencia, quizás en la de todo mundo: que muchas
cosas podían acaecer en el camino hacia las metas de uno, pero que,
desde el fondo de la confusión y el dolor en el pudiera el personaje
hundirse, cabría siempre esperar que alguien apareciera
repentinamente para ayudarle, y que, si esto no pasaba, pues había que
encontrar las fuerzas propias y seguir adelante hasta cualquier final
posible. Ésa, pensó el casi inconsciente Ramirón, era por demás una
buena idea.
Transcurrió lo que parecieron días hasta que el automóvil empezó a ir
más lento; Ramirón comprendió que, estuvieran arribando o no a un
lugar seguro, ya no había nada que nadie pudiera hacer por él. Hacia el
final de su vida, abrió apenas los ojos, y su rostro pegado contra el
húmedo vidrio de la ventanilla vislumbró un resplandor onírico
recortado contra las nubes rojas del infierno último. El muchacho tosió
un poco de sangre a la cual no le dio importancia, y aguzó la vista
cuanto pudo para ver de qué se trataba. El vehículo marchó con mayor
lentitud. Un silencio triste pesó sobre las almas. Ramirón percibió en la
lejanía la desesperación de su acompañante. Ya estaban cerca; unas
figuras borrosas se movieron hacia ellos para recibirlos. En el filo de la
locura, el joven desventurado alcanzó a distinguir las luces blancas y
refulgentes de un pequeño supermercado, y, por un milagro, unos
carteles que ofrecían con letras amarillas e imágenes de rubí unas
majestuosas botellas de la tan mentada salsa de tomate. Ramirón se
preguntó cómo era que habían llegado a un mercado si estaban yendo
a un hospital; el auto se detuvo por fin, y el persistente viajero cesó de
respirar.

El bello infierno.

Oh, mi amor. Oh, mi amor, mi amor.


La canción era dulce, suave, tranquila. Daba gusto oírla. Aunque de
repente se mezclaba con una tonada distinta, un ritmo que parecía
árabe, alegre, y que danzaba ágilmente, yendo con frescura de un oído
al otro. Y, mientras tanto, la visión se nublaba y Ella creía flotar en un
aire enrarecido, en un mundo ajeno, entre formas y colores que una
vez había conocido pero que ahora apenas existían.
Era como si no pudiera despertar. Pero aquel sueño tan vívido no se
asemejaba a nada que hubiese imaginado antes. Era como una niebla
muy densa y difícil de traspasar con tan sólo una idea, con un
recuerdo, con la voluntad de vivir y el deseo de llevar a cabo tantos de
sus planes.
Quisiera que regresaras a casa... Oh, te extraño.
Sí, definitivamente quería regresar. Y, al mismo tiempo, se le hacía
horrible el pensamiento de convivir con la pesadilla anterior, en que no
había ninguna niebla, no había nada de hecho; todo era una oscuridad
pastosa y repelente que le quitaba el aire, mientras se convertía en una
torre tenebrosa que la elevaba a lo insólito de un cielo inerte. Y
entonces, entonces sucedía eso, era terrible, un aullido silencioso, una
oleada invisible, y Ella quedaba atrapada y ya no podía moverse ni
pensar ni sentir nada.
¿Por qué la depresión? ¿Por qué ese reino de un dolor insoportable que
ni siquiera estaba allí? ¿Por qué los días escurriéndose entre el frío, el
calor y la confusión, y esa vaharada de ecos incomprensibles que le
llegaba desde todas partes, que estaba tan cerca y a la que nunca, por
más que se esforzara, podría alcanzar? ¿Por qué tenía que intentar
sentirse a salvo con un montón de pastillas blancas que un buen doctor
le había recetado, con el único propósito de ayudarla a escapar de la
prisión sin paredes que constituía su entristecida mente?
Ella estaba parada en uno de esos caminos que bordean
peligrosamente las montañas. El cielo era plomizo, y allá abajo se
extendía un conjunto de inhóspitos picos de hierro, que podían llegar a
darle muerte a la muchacha si ocurría que cayera hacia ellos. Pero no
iba a pasar. Ella se encontraba fuertemente amarrada mediante una
gruesa cadena al suelo pétreo, y por más que tirara de ella no podría
soltarse. Era imposible avanzar. Era imposible hacer nada. Era
imposible ser libre.
La chica abrió los ojos. Hubiese querido llorar. Pero se hallaba tan
paralizada que ni siquiera podía convocar el llanto. Tampoco podía
hablar, aunque nadie iba a escucharla. Todos sabían qué le pasaba,
pero no lo comprendían. No era que ella lo deseara. Lo peor que podía
sucederle a alguien era tener un vacío en las neuronas, ser incapaz de
actuar, querer una o más cosas con fervor y aguardar en vano que su
cuerpo y todo lo que sabía reaccionaran en consecuencia. Eso era lo
que experimentaba. La nada. Un espacio sin límites, y también sin
significado. No salir. No salir. No salir.
Y la solución era el bello infierno. Una droga. Una golosina nívea,
pequeña, rectangular. Una vez por día. Con esa pastilla podría volver a
soñar, a escuchar, a cantar, a divertirse, a ser alguien. La pastilla la
tomaría de una mano, le sonreiría sin tener un rostro, abriría una
puerta hecha de luz de sol y le diría que se fuera, que en el mundo
había muchas cosas por hacer. La pastilla aparentaba ser buena.
Iba a ayudarla, porque para eso se la habían prescrito; y sin embargo,
Ella la tragaba día tras día y en un principio no era agradable, no era el
paraíso, no se sentía en absoluto liberada. Y en aquella transición, en
aquel puente inmaterial entre tiempos, mientras la joven esperaba sin
cesar, sosteniendo con firmeza la cadena que debía romperse en
cualquier momento, sus males seguían acechando, unos ojos de
tinieblas seguían vigilándola, y en la tarde metálica de un verano en
llamas sus demonios aún la rodeaban maliciosamente, empezando a
extinguirse, pero sin querer dejarla jamás.

La risa final.

Érase una vez un hombre tremendamente andrajoso y malo, cuya


detestable esencia traspasaba su piel y se transformaba en una cara y
un cuerpo feos y deformes. Este hombre se hallaba parado en la sucia
vereda de una ciudad aciaga, y veía pasar a los cabizbajos transeúntes
esbozando una sonrisa de lo más desagradable en su boca desdentada.
Sólo hacía eso.
Una hora más tarde el andrajoso empezó a reír a carcajadas, sin que
nadie advirtiera un motivo particular para ello. Algunas personas le
miraron al aproximarse y encontrarse a su lado, intentando
comprenderle; pero la mayoría no le prestó atención, y quizás incluso
pudo hacer caso omiso del estruendo que el hombre provocaba.
Él rio durante varios minutos, hasta que la situación alcanzó su punto
álgido e insoportable. Entonces el andrajoso, con los ojos
demencialmente desorbitados, comenzó a exclamar a viva voz:
-¡Van a morir! ¡Van a morir! ¡Todos ustedes van a morir!
Era horrible escucharlo, pero nadie se atrevió a callarle. De todas
maneras, su espectáculo no duró mucho tiempo.
El cielo sobre los edificios se volvió repentinamente negro y
turbulento. Una tormenta terrible comenzó a azotar las calles, a
resquebrajar los vidrios de las ventanas, a aplastar con agua las almas
que encontraba. En tales circunstancias, el hombre cambió sus drásticas
palabras por un grito desesperado que no tardó en ser ahogado por el
cataclismo, junto con el cual también se hundió el resto de la ciudad,
transformándose en un oscuro remolino de sombras. Y en la vorágine
de la destrucción, en el estrépito que lo acababa todo, aún pareció oírse
el eco final de aquella risa que el andrajoso había proferido anticipando
antes que la propia la calamidad de los otros.
La luz del pasado.

Gustav echó un vistazo a Elliot, se acomodó la gorra gris y resopló.


Estaba parado en una escalerilla que se encontraba apoyada contra un
muro en ruinas, uno de los tantos que había desparramados por un
mundo devastado por una tremenda y violenta guerra. Gustav ya se
había cansado, no sólo de la desolación material y psíquica que había
provocado tal conflicto, sino que, en aquel mismo instante, de estar
mirando una y otra vez aquel punto específico del muro sin ver lo que
se suponía que viera.
-¿Estás seguro de que lo estás dirigiendo bien? -le preguntó en voz alta
a Elliot. Él se hallaba ahí abajo, frente al muro, apuntándole con la luz
de una linterna que sostenía con sus dos manos. O al menos tratando
de hacerlo.
-Sí, claro que sí -respondió Elliot, deseando rascarse la cabeza para
expresar su confusión.
-Bueno -dijo Gustav, contemplando otra vez la superficie de ladrillo
destruido-, no hay caso. Ninguno de los dos ve nada.
-¿Y qué vamos a hacer?
-No es posible ninguna solución. Todo quedará en un misterio.
-Pero...
-No somos científicos, Elliot. Sea lo que sea, no podremos explicarlo.
Sólo me atrevería a aventurar... que se trata de alguna clase de
distorsión. Pero es suficiente. Vámonos.
Gustav bajó de la escalerilla y se alejó. Elliot tardó en seguirlo; a ún
intentó, una vez más, ver la luz de la linterna tocando el muro. Pero
aquélla no llegaba. Al menos no en esa época.
Cien años después, dos niños de vestimentas platinadas, de pie sobre
un pasto retinto y escoltados por dos discos flotantes que zumbaban y
que parecían oficiar de mascotas o juguetes, observaban fascinados el
círculo luminoso que se proyectaba sobre el pedazo de pared que aún
se levantaba en ese espacio, y se preguntaban presos de la curiosidad y
la imaginación de dónde provendría, y si podrían hacer algo para
conservarlo, como si fuera un sutil acto de magia de ésos que ya no
existían para nada en un futuro tan robotizado y frío.

Querida mujer de una ilusión.

Querida mujer de una ilusión:


No me conoces y nunca lo harás. Nunca encontrarás mis ojos amando
los tuyos, ni mis manos ansiando tu contacto, ni a mi respiración
tambaleándose al saber que te acercas. No sentirás cómo lucha mi
corazón por sobrevivir al terremoto de tu imagen, ni sabrás qué miedo
abismal puedo sentir cuando el recuerdo de tu ser se vuelve viejo y
difuso en mi mente. Ni tampoco jamás podré yo llevarte en un poema
a lo alto de la gloria, ni rodearte de lo majestuosas que son las estrellas
del reino que te destino. No, nunca tu alma percibirá la terrible
sensación de saber que puede ser con mi compañía por siempre feliz.
Jamás te reunirás con el amor que me causas como quien observa dos
universos chocar.
Y es porque solamente eres un ser divino hecho de música y letras, eres
el personaje de una canción que una señal de radio hizo pasar por mis
oídos, y ni siquiera eres real y lo que siento será eternamente
imposible.
Seré tuyo, en la serenidad de mis sentidos…

Sueño.

¿Qué ves?
Un valle de niebla azul y pálida, vacío, somnoliento. Es como un
amanecer de mundos. Es pura tierra marrón, húmeda, recién nacida.
No hay nadie allí. Ni siquiera mis ojos. Mi ser que lo contempla es
totalmente externo a ese lugar. Es mejor así. Es placentero.
¿Te gusta estar solo?
A veces es lo mejor. A veces el disfrute es sólo el alma y las cosas que
existen, el aire helado, un recuerdo borroso, la calma de una
incertidumbre que no molesta, los segundos que pasan sin
cuestionamientos. Es lo más simple. Como la niñez de la existencia.
¿Percibes eso ahora?
Es todo cuanto hay en mi entendimiento en lo inmediato.
¿Estás soñando?
Sueño que estoy viendo esto y que me hablas de mi sueño.
¿Te gustaría que te dejara?
No sé quién eres, pero no interfieres con mi tranquilidad. Eres
solamente una voz que me arrulla mientras floto y observo. Así que si
quieres puedes quedarte. Preferiría seguir viviendo sin pensamientos y
que me hicieras esas preguntas que no importan. Preferiría descansar
en esta fugaz visión sin memorias que, por ahora, puede continuar
siendo eterna.

El universo dorado.

-¡Oigan! –El niño llegó hasta ellos corriendo y se detuvo entre jadeos-.
¿Lo vieron? ¿Han visto eso?
Mart y Sara se miraron, sin saber de qué hablaba el pequeño.
-¿No lo vieron? –insistió Sam, con las mejillas enrojecidas por la
emoción.
-¿Qué cosa? –preguntó Mart.
-El teléfono funcionó –explicó su hermano-. Ése que armamos con dos
vasos y un hilo… funcionó.
-Es sólo un juego, Sammy –repuso Mart impasible.
-¡No soy un tonto, Marty! –exclamó Sam exasperado-. ¡Ha funcionado
en serio! ¡Ven a verlo! -Se alejó al trote hacia donde estaban los demás
niños aguardándolo.
Mart miró a Sara casi como preguntándole qué hacer; en la misma
mirada, su hermana menor le instó a acompañar al pequeño, al menos
para averiguar qué les había pasado y no desilusionarlo. Así que el
atardecer desplegó su brillo manso alrededor de aquel jardín verde y
esponjoso de hierba, de cercas de madera clara y mesitas desplegables
de plástico, mientras el joven Mart avanzaba incrédulo hacia el rincón
en el que los niñitos cuchicheaban sin cesar. Cuando llegó todos se
volvieron hacia él, expectantes, y Sam le ofreció uno de los extremos
del rústico teléfono. Mart lo tomó con aprensión, como si no supiera
qué tenía que suceder a continuación.
-Ahora aléjate un poco –indicó Sam-, y ponte a oír.
Mart retrocedió unos pasos, obedeciendo los deseos de su pequeño
hermano, y se puso el vaso en un oído, sin esperar absolutamente nada
en el silencio del verano. Vio que Sam, más allá, acercaba el
“micrófono” a su boca, observando al mismo tiempo, ansioso, a su
destinatario.
Por un momento, el mundo entero pareció callarse.
-Hola –dijo Sam entonces, casi temblando-. Hola, Marty.
Los ojos verdes como esmeraldas de Mart se hundieron
irresolublemente en el niño. El desconcierto se apoderó súbitamente de
ellos, de Mart, del aire, del tiempo que se detuvo en ese instante
imposible. Es que la voz de Sam acababa de sonar con una claridad
indudable junto al muchacho, de una forma que no podía ser, a menos
que realmente proviniera del teléfono de juguete como el jovencito
había declarado que podía ocurrir. Mart tragó saliva, estupefacto,
cuando su hermanito volvió a hablarle, y él creyó escucharle casi en su
cerebro.
-¿Me oyes, Marty? –preguntó Sam, con los ojos muy abiertos.
Mart acercó su extremo a sus labios con suavidad.
-Sí, Sammy –respondió-. Aquí estamos.
Miró a Sara, y ella, al verle asentir, fue hacia él apresuradamente, como
si quisiera comprobar de cerca el milagro. Y, de hecho, así fue: la chica
tomó el vaso que Mart le dio e intercambió unas palabras con Sam,
antes que él y sus amigos se agruparan en torno a los dos adultos como
esperando su veredicto.
-No puede ser –dijo Sara asombrada-. No puede ser… -Examinó el
aparatejo.
-¿Algo está mal? –preguntó uno de los amigos de Sam.
-¿Qué puede estar mal con algo mágico? –replicó Sam con firmeza.
-¿Mágico? –repitió Mart observando los dos vasos y el hilo-. Esto no es
magia. Es… -Se calló mientras pensaba qué sería.
-¿Qué es? –inquirió Sam-. ¿De qué más podría tratarse?
-Es… -volvió a decir Mart, sin saber qué contestar. Se miró con Sara,
para confirmar que también ella estaba en ascuas.
-Si tú no sabes, ¿a quién le preguntaremos? –quiso saber otro de los
niños.
-¡Mi abuelo Carl debe saber! –exclamó un tercer pequeño-. ¡Vamos a mi
casa…! –Abrió como platos sus ojos azules de cielo, en dirección a
algún lugar entre las frescas y níveas casas del barrio; los demás se
volvieron, y vieron, demudados por la sorpresa, cómo una muchacha
muy bella llamada Imogen se alejaba del balcón de su habitación de un
primer piso cabalgando aturdida un caballo platinado que batía
furiosamente sus grandes alas. Imogen vislumbró al grupo de niños
que acababan de avistarla y, de alguna manera, logró dirigirse hacia
ellos; pocos segundos después, el pegaso pateaba el césped frente a los
jovencitos, que lo observaban con la boca abierta, e Imogen posaba sus
ojos inundados en confusión en Mart y Sara.
-No sé –balbuceó tras un rato-. No sé qué pasó. Yo sólo estaba leyendo
mis viejos libros de niña… con cuentos de hadas y eso… y de repente
hubo un destello y este… este animal apareció ahí. ¿Qué significa?
¿Qué hice?
Mart negó con la cabeza, enajenado por la falta de respuestas, en tanto
que Sara permaneció callada y quieta, como si estuviera prohibido
moverse o pensar. Pero, de todas maneras, nadie hizo mucho más que
ella por unos minutos, hasta que Sam decidió romper el mutismo del
milagro con su tozuda opinión.
-No puedes negar que esto es magia –dijo sin rodeos, y sin quitar la
vista de la deslumbrante aparición. Luego miró a su hermano mayor. -
¿O has encontrado alguna otra explicación?
-Sam –dijo Mart, dispuesto a repetir algo que comenzaba
paulatinamente a descreer-, la magia no existe.
-¿Y qué es esto? –inquirió Sam, fulminándolo con unos potentes ojos de
explorador-. Tú dímelo, Marty. –Se volvió hacia Sara-. ¿Lo entiendes
tú?
-Es simplemente algo imposible -dijo ella, sin poder, como el resto,
salir de su asombro-. Es algo que jamás esperaría ver.
-¿Por qué ahora? –preguntó Imogen al borde del llanto-. Tuvimos que
olvidarlo cuando éramos pequeños. ¿Por qué tiene que ocurrir ahora?
-¿A qué te refieres, Imogen? –quiso saber uno de los niños.
-Cuando creces te hacen olvidar la magia –respondió la chica-. Te
recuerdan que los castillos encantados y los gigantes y las espadas
mágicas y las brujas no existen, que son únicamente invenciones para
entretenernos durante la infancia. Y, de repente, aquí, en este
momento, ¡algo fantástico existe! ¿Por qué?
-No hallo ningún motivo razonable –dijo Mart-. No aún. Es…
extraordinario. No puede suceder.
-Suenas como si tuvieras miedo –observó Sam.
-¿Por qué iba a tener miedo? –dijo uno de sus amigos-. Vamos a poder
jugar más que nunca. ¡Imagina si tenemos muchos caballeros, y unas
fortalezas! ¡Y dragones!
-Sí –murmuró Mart, y al tiempo que su mirada se reunía con las de
Sara e Imogen entendió por qué él mismo se estaba preocupando-.
Imagina si alguien juega demasiado…

El verano se deslizó con la misma nitidez que los días anteriores por
una semana, hasta que el mundo entero comenzó a diluirse en una
neblina de polvo mágico, un universo dorado en el que reinaron las
criaturas con cuernos de diamante y cabezas ígneas, y los hechizos, y
los sueños que se hacían realidad, y toda clase de eventos que, como
Sara había dicho, eran imposibles, desde la sencillez de un juego de
niños hasta gentes que volaban en grandes y pasmadas bandadas, sin
poder creer lo que estaba pasando. Al principio, todos se convirtieron
en infantes que usaron las nuevas propiedades de su realidad para
llevar a cabo las más diversas travesuras, ninguna de las cuales carecía
de gracia, pues los tornaba en una masa de inocentes que le otorgaba
cierta paz al planeta, como si ya nadie pudiera dañar a nadie. Pero
luego parecieron tomar conciencia de ellos mismos, y tener ciertos
pensamientos, y perder la racionalidad y el sentido; y siguieron
utilizando aquellas increíbles posibilidades para innovar en sus formas
de pelearse y dominarse, y para matar y destruir en un sitio muy
bonito que podría haber sido transformado de un modo más hermoso
y tranquilo de no ser por las circunstancias que albergaba.
Y entonces Mart, Sara y Sam, viendo las noticias en la sala de su casa,
no podían dejar de vivir con terror por el infierno que se había
desatado, y que tal vez no concluyera jamás, no mientras todo lo que
había surgido siguiera allí afuera, persistente y oscurecido. También
vivían con culpa, aunque ellos no habían hecho nada malo; culpa por
recordar aquel día que empezaba a alejarse, aquel jardín que era tan
real justo al otro lado de la puerta, aquel vaso unido a otro por un hilo,
que Sam había usado para hablarle a Mart, según él considerara,
directamente al cerebro.
Aquel instante en que la magia se había iniciado.

Las nubes de Magnolia.

Una burbuja redonda, tranquila y casi tierna producida por detergente


para vajilla se apartó de la masa espumosa que resguardaba platos,
vasos y cubiertos y se elevó, con seguridad y valentía, hacia las alturas
luminosas de una cocina de mármol cuyas paredes se prepararon en
unos segundos para atesorar una historia que fue efímera y eterna a la
vez.
En la minúscula superficie de la burbuja empezó a florecer un hálito de
vida que no tardó en evolucionar y crecer hasta ser un majestuoso y
microscópico ente, con una inteligencia que pronto le permitió
multiplicarse y extenderse por todo su pequeño mundo y construir
pueblos, ciudades, países enteros con sistemas de gobierno, leyes,
ciencias y formas de comportarse. Surgió así la civilización de Atom,
en cuya capital, Magnolia, perduraron los pilares de su intelecto y
sabiduría, mientras la burbuja de detergente continuaba ascendiendo
hacia planos más altos de su reducida existencia.
Avanzó su reluciente desenvolvimiento a medida que lo hacían las
partículas de segundos. Se forjaron caudales de memorias solemnes, de
vidas ilustres y un progreso inigualable; la pequeña raza se convirtió
en un estandarte de entendimiento filosófico, y Magnolia fue un
templo erigido en la plenitud de la maravilla pura.
En sus estudios celestiales descubrieron un universo más bien acotado,
con mundos de figuras extrañas que quizás podían ser visitados o tal
vez pertenecían a alguna otra dimensión de la física, a juzgar por la
materia y la energía de la que estaban compuestos. Les fascinó durante
largos años la Lumbre Monitora que pervivía sobre sus almas,
inalcanzable, fabulosa, lo mismo una divinidad que un cuerpo
ancestral cuya luz les daba el día a sus mentes. Asimismo, el Mar
Inmenso que flotaba incólume allá abajo, mucho más abajo, tan
profundo como el infinito, tan atemorizante y digno de respeto como el
mismo milagro de la vida.
Al llegar a la cumbre de su voracidad científica quisieron lanzarse al
espacio blanquecino que los circundaba, por lo que iniciaron los
preparativos para enviar hacia uno y otro lado, hacia la Lumbre y el
Mar, una nave portadora de ojos y manos que les permitieran ver de
cerca y tocar con euforia la grandeza. Era el plan más colosal y
admirable que Atom en su conjunto se hubiera propuesto, el objetivo
más hermoso, que posiblemente pudiera decirles quiénes eran y cómo
habían nacido.
El problema primero se originó con un tremendo desperfecto en la
estación central de envío que culminó con la explosión de la planta
química que producía la energía de la que se alimentaba. La burbuja
que seguía subiendo por la atmósfera de la cocina osciló ligeramente
ante consideraciones superiores y unas densas nubes amarillas e
irrespirables acecharon, cubriendo una superficie cada vez más extensa
del mundo mínimo. Cuando las nubes llegaron a Magnolia el desastre
fue percibido en pensamientos y espíritus, pues no sólo se percataron
de la fuerte contaminación que Atom estaba experimentando, sino
también de las probabilidades cada vez más decrecientes de realizar el
tan ansiado proyecto. Hubo muchas discusiones y debates a lo largo
del mundillo, altercados menores y enfrentamientos bastante más
serios, puesto que algunos querían seguir adelante y otros se
rehusaban mientras las nubes estuvieran imposibilitando la vida
normal.
Y aquellas nubes aumentaban su tamaño y poder, y no se iban.
La tristeza y la desesperanza empezaron a propagarse por doquier. Las
gentes de Atom eran cada vez más conscientes de que su sitio se
apagaba y ellos se morían, de enfermedad y de impotencia. La gloria y
el gran conocimiento que habían adquirido, y que los habían
convertido en una especie incomparable, ya no parecían servir contra
ese mal sin remedio, algo que repentinamente los estaba atemorizando,
principalmente porque no creían haber hecho nada para merecerlo: la
extinción. El fin de los días de la burbuja estaba demasiado próximo y
era cada vez más incontrolable y aciago.
El mundillo llegó a lo alto de la cocina algunos instantes después de
haber nacido de la espuma que el detergente para lavar vajilla
producía como un océano blanco y oloroso. En esa fragilidad de
tiempo el genio inconmensurable de Atom había resplandecido desde
un espléndido amanecer hasta el terror de su ocaso, inevitable, fugaz,
paralizante y drástico. Una historia de seres increíbles que quizás nadie
podría conocer nunca, demudada por el incógnito de la pequeñez.
Las nubes de Magnolia terminaron de matar el translúcido lugar en el
momento exacto en que la burbuja alcanzaba la cúspide y reventaba.

La teoría del futuro.

En su consideración temprana del universo en el que se localizaban, un


grupo de científicos decidió dedicar sus esfuerzos al estudio de las
dimensiones espaciales y temporales que lo delimitaban. Habían
llegado a un punto tal en su desarrollo que disponían de ciertas
tecnologías que les facilitarían la intromisión en los asuntos más
profundos de su física, a los que hasta entonces sólo habían abordado
en escasas ocasiones, en teoría y sin mayor énfasis. Pero ahora habían
tenido una especie de revelación masiva, a partir de la cual les pareció
adecuado empezar con un análisis exhaustivo de la estructura del sitio
donde vivían.
Eran una raza denodadamente inteligente que sin dudas se superaba a
sí misma a cada paso que daba en su propia historia, y esta vez, como
si eso fuera poco, tuvieron la amabilidad consigo mismos de disponer
del tiempo y los laboratorios requeridos, así como de las mentes más
audaces y preparadas, y de una voluntad iluminada y comunitaria que
afortunadamente no les dejó en paz durante varios años, hasta que, en
vísperas de un importante evento, pudieron descansar pensamientos
sobresalientes y dar entrada a las primeras conclusiones.
El universo local, lograron plantear en ese principio, es una construcción
basada en una consistencia de la realidad, en un espacio en el que se emplaza,
en un tiempo en el cual transcurre, y en cierta cantidad de energía que lo
mantiene en funcionamiento. La consistencia de la realidad no es más que la
constitución de elementos químicos, la materia misma en todas sus facetas. El
espacio es el interuniverso en el que se manifiesta, el vecindario de universos
posibles, el mismo infinito, porque es una expansión espaciotemporal sin
contornos que puedan determinarse pronto. El tiempo es casi lo mismo, es la
eternidad madre de la existencia. Y la energía es el combustible que alimenta la
llama. Dependiendo de la energía que obtenga, el universo fluirá de una
manera u otra.
Todas éstas son variables que pueden ser posicionadas en una fórmula extensa
denominada cálculo de estructura, cuyo resultado serán las fronteras
matemáticas de nuestra dimensión. Es necesaria la aplicación de un gran
talento, una escrupulosa minuciosidad y una precisión lo más absoluta posible
para obtener las coordenadas esperadas. En la práctica se ha iniciado la
elaboración de un dispositivo que permita representar materialmente esta
fórmula, con el objetivo de seguir avanzando en el estudio de las propiedades
de la realidad recientemente descubiertas.
Cabía preguntarse, y muchos, incluidos los mismos especialistas, lo
hicieron, qué sentido tenía lo que estaban llevando adelante, además
de la profundización sin antecedentes en los conocimientos de lo que
comenzaba a llamarse física de universos, algo que de por sí valía
ciertamente la pena. ¿Qué tenía que ver con aquella revelación que
admitían haber recibido, y por la cual investigaban cada vez más, se
devanaban los sesos reflexionando, pensaban y experimentaban hasta
el hartazgo? ¿Por qué era tan tenaz el deseo de llegar a la verdad
indisoluble acerca de aquellas cuestiones? ¿Por qué tenían que saberlo?
Puesto que aún no podían entenderlo, lo único que hicieron fue
continuar con una ardua tarea que entonces apenas consideraron como
una hazaña, ya que sólo la veían, además de un poco incomprensible,
como un sagrado deber científico, una búsqueda del dominio sobre
campos de partículas que habían empezado a tornarse simpáticas y
colaboradoras. Esto siguió por unos meses, hasta el momento crucial
en que un estudiante, atrapado por una curiosidad casi demencial
desde hacía solamente un par de semanas, advirtió que el universo
cuya fisonomía estaban acariciando se hallaba en graves problemas.
¿Qué hay que hacer? La pregunta cruzó el mundo mediano que la raza
ocupaba de un extremo a otro, y en menos de un día estuvo en boca de
académicos, líderes y gente común y corriente. Resultaba ser que aquel
estudiante recientemente fanático se había dado cuenta de que uno de
tantos finales trágicos e hipotéticos del universo habitado empezaba a
volverse real, y no debido a alguna clase de sueño o visión divina, sino
por las mismas investigaciones que se daban en todo el planeta con el
mismo fervor. De modo que, mientras ellos estaban comenzando a
conocer los rasgos materiales del cielo y el infierno, la noche que los
cobijaba se alistaba para irse a dormir en un sinfín de luz, tras el cual
podía haber un renacer, pero nadie podía estar seguro de eso. Y, en
cualquier caso, ¿qué había que hacer?
Si se pudiera viajar en el tiempo…, pensó alguien. ¿Y qué solución
aportaría tal habilidad? Pues, tendríamos la posibilidad de ir hacia el pasado
y refugiarnos allí. Pero el universo seguirá transcurriendo
inevitablemente hacia el estallido final. A menos, sugirió otra voz, que sí
nos refugiemos, pero, precisamente, del otro lado. ¿Del otro lado? Sí. No en el
pasado, sino en el futuro. Luego que lo peor haya sucedido y la realidad haya
resurgido, sana y segura, y sea un sitio donde no debamos preocuparnos por
nuestra propia muerte otra vez, al menos por unos cuantos millones de años
más. ¿Cómo quieren viajar al futuro? ¿Cómo piensan que podrían
hacerlo? Tal vez, respondió el estudiante que se había percatado de la
inminente tragedia en primer lugar, tal vez podamos usar la fórmula. ¿El
cálculo de estructura? ¿Qué tiene que ver? Si conseguimos los parámetros
de existencia del universo actual, quizás… es muy hipotético, es casi una
tontería, pero quizás podamos modificarlos de tal manera que obtengamos los
parámetros de la estructura del nuevo universo, el que se supone, en teoría,
que sobrevendrá de las cenizas de este. Como si pudiéramos saber cómo
evolucionará la materia en el transcurso de esos tremendos cambios que van a
darse. ¿Y entonces? Entonces podríamos establecer las cifras de la fórmula
actual como el universo del presente, y las coordenadas del universo nuevo, y
hacer que todo el cambio se produzca mucho más rápido, de manera que
saltemos directamente de ahora al punto seguro. Consideras adelantar la
transformación completa y colosal de la materia y la energía de un
universo entero a partir de un simple cálculo matemático. Es sólo una
idea. Sin embargo…, dijo alguien más, no perdemos nada con intentarlo. Se
requerirá de una cantidad inusitada de poder, luz probablemente, para
lograr que la aplicación de la fórmula evolucione la estructura. Y algo
más, ¿cómo piensan permanecer inalterados durante el proceso?
Ustedes, nosotros, todos, somos también materia y energía de esta
expansión. Tenemos que aislarnos, propuso alguno de los miembros del
debate. ¿Cómo?, quiso saber otro. Haciéndonos ingrávidos, aportó el
estudiante, cuya mente parecía divagar cada vez más en certezas
fantásticas. ¿Ingrávidos? La fuerza mayor que rige la estructura, y que
determinará bastante su destrucción y retorno, es la gravedad. Si logramos
soportar y resistir esta gravedad, no nos arrastrará con ella. Estaremos a salvo
hasta que lleguemos. Es un plan por demás ambicioso y puede que no
resulte como lo esperarían. ¿Dónde piensan obtener la cantidad
descomunal de luz de la que he hablado? Porque la necesitarán, bueno,
la necesitaremos, para la ingravidez también, aspecto que no deja de
resultar descabellado. Pues pensemos, y sigamos pensando.
Eso fue lo que hicieron. A pesar de que sólo comprobarían la veracidad
de lo que estaban proponiendo cuando realmente funcionara, pusieron
manos y espíritus a la obra, y la inteligencia de la raza se elevó hasta
límites insospechados, y comprendiendo de principio a fin la situación
cada uno de los habitantes del mundo quiso participar, y decidieron
olvidar sus diferencias al menos hasta que estuvieran bien. No faltaba
mucho tiempo para que su universo se colapsara en una explosión que
sería perpetua durante largas miríadas de milenios, pero dispusieron
de lo suficiente como para ajustar milimétricamente y con sudorosa
precisión las dos ecuaciones, la de partida y la de llegada, así como
para crear la maquinaria esplendorosa que daría lugar a la
representación de las fórmulas y por lo tanto del cambio en la realidad,
y para diseñar y construir el campo electromagnético cuya
inmensamente potente onda los resguardaría mientras durara el
proceso.
Y entonces el terrible día llegó. Casi nadie podía comer, dormir o
respirar siquiera, tales eran los nervios que se vivían por doquier ante
el acometimiento de semejante empresa. Los lánguidos brillos del cielo
nocturno se despidieron allá lejos, y cerca, y las siluetas de unos
planetas que no sabían que estaban por morirse se sacudieron
ligeramente en su danza que pronto dejaría de ser perenne. En algún
momento cayó un silencio mortal y global, y a continuación se produjo
el estruendo monumental de los aparatos que ellos querían que los
salvaran. Algunos, incluso los mismos científicos, tragaron saliva, y se
tomaron las manos, aterrorizados por lo que pasaría. La raza cerró los
ojos, el ruido creció velozmente tornándose más y más insoportable, y,
de un segundo a otro, la estructura del universo empezó a variar.
El planeta, efectivamente aislado por un manto transparente y cruzado
de rayos intermitentes y espectaculares, se vio sacudido por un
temblor sin igual que por una gracia divina no lo destrozó de cabo a
rabo. Los habitantes, descontroladamente sorprendidos por el evento
que estaba teniendo lugar, fueron pasmados testigos de oscuridades
absolutas, luces que iban y venían, estallidos enormes, vientos
tenebrosos que parecían estar al límite de arrebatar al pequeño sitio
que no se dejaba someter, y así una larga serie de golpes que estaban
durando miles y miles de siglos, y que se debían no sólo a la naturaleza
misma de la vida y muerte del universo, sino al intento de
supervivencia que provocaban unas sumas y multiplicaciones con
factores muy particulares. Extrañamente, era exactamente lo mismo
que pintar un dibujo: un par de pinceladas rápidas en tal o cual lugar,
y se obtenía algo distinto, y quizás mejor.
Unos minutos y también millones de siglos más tarde, un grupo de
científicos respiró profundamente y miró a su alrededor con
solemnidad, descubriendo la segunda fase conocida de su universo
local, con alguna variación en el sistema estelar que lo rodeaba, y con el
resplandor intenso de una juventud prometedora. La calma y el alivio
reinaron, y entonces pudieron sonreír, suspirar, y preguntarse cómo
seguirían las cosas.
Como eran evidente y admirablemente listos, curiosos y afanosos,
después de muy poco tiempo se dieron cuenta de que podían seguir
trabajando en el cálculo de estructura, y determinar no solamente los
parámetros físicos de su nueva realidad, algo que en verdad habían
resuelto lo suficiente como para estar viviendo en ese futuro ahora,
sino también los de universos que estaban más allá de las fronteras del
propio. Ya podían empezar a averiguar sobre las existencias
gigantescas que los rodeaban, y quizás viajar hacia ellas, y llegar más
lejos aún, a la cúspide del conocimiento en que pudieran entender y
contemplar cómo lucía la vastedad inimaginable de infinito material y
tiempo eterno en el que se erigía el vecindario que oficiaba de
resguardo de los universos.
Trabajo en un agujero negro.

La noche es una masa a veces liviana y a veces extremadamente


pesada, de unas tinieblas imperturbables que cada cierto tiempo se ven
corrompidas por fugaces vistazos resplandecientes o por lluvias
fuertes y brevísimas de partículas luminosas. Lo demás es todo
silencio, con algún pedazo de elemento químico rebotando por ahí de
vez en cuando y desperdigando su eco hueco por el abismo
insondable; y soledad, pura soledad refinada, exquisita y por
momentos tan dolorosa como una condena a muerte.
Pese a esto, pese a que uno llega a creer que está perdido para siempre
y aquí siempre es una medida temible y real, es un sitio muy bonito y
confortable para estar. He vivido en esta estación poco tiempo, pero ha
sido suficiente para acostumbrarme a esa sensación ambiental de
encontrarse en el principio y el fin de las cosas, en un lugar divino, una
especie de purgatorio amable y tranquilo donde realmente uno no
podría permanecer nunca con un gran contingente, por la índole
misma del ámbito. En ocasiones, es cierto, me han acometido una
nostalgia y una desesperación supremas, y pensé en quitarme la vida,
siendo el pensamiento de que ya estaba muerto lo único que lo evitó.
No obstante, la mayor parte de las horas han sido de un sumo placer,
raro y desconocido, algo que por supuesto no podría experimentarse
en ningún otro lugar del universo.
Empecé a trabajar en la estación de observación no sólo como guardia
único e insoslayable sino también como ensayo, pues a través de mí
pretenden averiguar cómo reacciona el humano común a la vida
singular en el interior de un agujero negro. Es algo novedoso y
arriesgado, dado que hasta no hace mucho tiempo estos sitios eran
meras bellezas apenas observables en la lejanía cósmica, y nadie
hubiera imaginado que pudiera meterse en ellos una persona, menos
aún dentro de un armatoste como esta guarida. Pero de repente
encontraron cómo hacerlo, y fui escogido casi al azar para darle la
bienvenida a la exploración quieta pero exhaustiva que mis compadres
llevan a cabo mediante cientos de aparatos de cuyo cuidado me ocupo
cada día.
Acepté el puesto, sabiendo lo peligroso que podía ser (corro el riesgo
de desintegrarme en cualquier momento), porque la verdad es que no
tenía nada mejor que hacer. Había perdido un empleo ridículo de
guardia de seguridad recientemente, y el fracaso en mi vida laboral
debió llamar la atención de alguien, pues poco después me convocaron
sin que yo me hubiese postulado. Tras mi respuesta positiva me
impartieron los lineamientos básicos de distintas ciencias y el
entrenamiento que reciben los exploradores espaciales, y me guiaron
con una tripulación de tres pilotos científicos hasta lo que podría
considerarse como las proximidades del agujero negro. La estación
había sido previamente construida, afuera, y permanecía, expectante y
solitaria, dentro. Allí prácticamente me mataron, ya que me eyectaron
hacia la singularidad a ver si sobrevivía; cuando logré al fin
comunicarme desde mi nuevo hogar, percibí desde mi distancia estelar
el alivio de los tres pilotos y de todo el mundo que tenían detrás.
Luego de que me acomodé, entonces, comenzó una rutina espléndida
de interacciones diarias con el inmenso y plateado control y de oleadas
de sensaciones de todo tipo que comparto conmigo mismo.
Como he dicho, no concibo a mucha gente viviendo aquí. No creo, por
lo menos ahora, que sea posible establecer una colonia. No lo
soportaríamos. A veces se me dibuja en la mente una imagen mía
guiando a intrépidos y perezosos turistas, pero pienso que, si llega a
haberlos alguna vez, no podrían venir muchos, todos juntos. Tal vez si
alguien más viniera y se quedara una temporada comprendería de qué
hablo. No es solamente por la fragilidad de la condición de sano y
salvo que es tan característica de un lugar que normalmente chupa y
destroza cualquier cuerpo que se le acerque (reitero cuán afortunadas
son mi salud y la de la estación). Es porque el agujero negro donde
trabajo es como un monumento a la grandeza del universo, que no se
debería estropear de ningún modo, que tiene que estudiarse con
respeto y pulcritud, que necesita restringir las emociones que a veces
desbordan tanto a los humanos. Este sitio es un cementerio donde la
materia y la luz hallan un descanso tardío y espectacular, para luego,
quizás, despertar del letargo, abandonarlo y resurgir como algún otro
milagro de la existencia.

La ciudad del príncipe.

Kay parpadeó fuertemente con unos ojos cansados de piedra preciosa,


y suspiró como para quitarse toda la tristeza e incertidumbre de
encima. Leyó un par más de páginas de bronce, y luego cerró con
cuidado el libro que había sobre el enorme escritorio de madera
lustrada, sumido, como el resto de la habitación, en una luminosidad
tenue y amarillenta, más adecuada para conciliar el sueño que para
dedicarse a la lectura. El ambiente en esencia era una oficina casi en
penumbra, con muebles hermosos y ordenados, y un hálito de pureza
y comodidad que la hacían óptima para ocuparla en cualquier
momento del día.
Igualmente ahora Kay estaba más allá de sí mismo, y no percibía
demasiado lo que pasaba o no a su alrededor, ni si el cuarto seguía
siendo agradable a aquellas alturas de la noche. El muchacho se
levantó, exhibiendo ante nadie una larga e inmaculada túnica de tela
elástica y dorada que lo hacía todavía más hermoso, y se dirigió
lentamente al balcón, desde el cual se asomó al paso de una brisa
estrellada y gentil. Apoyándose en la baranda, extendió la vista por un
panorama amplio y benigno de edificios delgados y blancos, que,
entrelazados y esbeltos, conformaban una urbe magnífica que en esos
instantes dormitaba junto a los brazos de un río cálido. Kay aspiró el
aire tibio de la primavera acabada de nacer, y aquel simple acto lo
conmovió profundamente, pues recordó por qué y para qué existía la
ciudad, y qué hacía él mismo ahí, en esa hora hundida en la esperanza.
El joven permaneció unos minutos en el balcón, contemplando la
ciudad, amándola y odiándola un poco al mismo tiempo, y después
dio media vuelta y regresó al interior. Parsimoniosamente, como con
cada movimiento, fue hacia el escritorio, abrió una gaveta, revolvió su
contenido y extrajo una pequeña llave. La observó por un momento,
sosteniéndola con la punta de los dedos, y luego se dirigió a un arcón
antiguo que tenía justo enfrente. Se puso de cuclillas, introdujo la llave
en la cerradura y la giró para abrir; levantó la tapa y, casi conteniendo
la respiración, sacó de dentro del arcón una semilla mínima y pálida.
La mantuvo delante de sus ojos unos segundos, y entonces la besó y se
puso a mirarla.
“Eres lo más pequeño y lo más grande que existe”, pensó. “En este
mundo que se ha quedado metálico y falso, tú representas la vida que
no permiten que fluya. Ojalá pudiera plantarte. Pero eres la última de
cualquier lado, y no hay un refugio de tierra nutritiva donde puedas
crecer y desplegar tus alas; y quieren destruirte porque tu ser latente es
un pecado absurdo.”
Recordó la época durante su niñez cuando seguía siendo posible correr
entre campos plagados de verde, de hierba más suave y gruesa que
una gran almohada, y pararse a oler las flores y a recibir en el rostro la
vaharada de sol y viento que también envolvía sus piernas como si
quisiera raptarlo. Era bello y grato, e incluso un chico como él, que no
pasaba demasiado tiempo afuera, gozaba en sumo grado de la caricia
de la naturaleza, admitiendo íntimamente el milagro que esas cosas
simples significaban. Fue una suerte que alcanzara a reconocerlo,
porque no transcurrieron más que unos años veloces hasta que la
sombría plaga llegó, y muchas personas como él tuvieron que empezar
a luchar contra ella sin demasiado éxito. La plaga eran humanos como
ellos, cuyas decisiones, devastadas por los demonios de la codicia y la
insensatez, se cernieron sobre sus mismas vidas, y abrasaron los
bosques y las granjas y los jardines y las selvas y todo, absolutamente
todo lo que fuera parte de algo precioso y otorgado por el planeta de
árboles verdes y perfumados y ánimas de criaturas inocentes que
habían sabido trotar felizmente entre sus autodenominados amos. Por
esa catástrofe Kay no había cesado de llorar siendo un muchachito, y
después sus lágrimas se habían secado y su expresión se había
endurecido, mientras veía cómo se erigían por cada centímetro de
suelo firme las fábricas interminables de productos, miles y miles de
productos sintéticos de todo tipo que obligadamente querían
reemplazar, pero nunca lo harían, los vegetales y otras especies que un
consenso maldito de poderes había eliminado ferozmente.
No obstante, mientras se erigían esas fábricas también se construía en
Kay una voluntad férrea de originar algo espectacular, un cambio
rotundo que no sólo frenara aquella muerte que no parecía terminar
nunca, sino que también la tomara en sus manos y la mancillara y la
humillara, y la arrojara lejos, a una distancia insalvable donde ya no
pudiera dañar a nadie más. Siendo ya un adulto, aunque todavía
bastante joven, halló a otros que pensaban lo mismo, y que tampoco
habían podido soportar nunca los juguetes electrónicos que no eran
perros ni gatos domésticos, ni la carne artificial que los había
convertido en vegetarianos infranqueables, ni los empapelados de
sedosa textura que jamás podrían oficiar de patios de casas. Y junto a
ellos levantó pieza por pieza esa ciudad en la que ahora estaban todos,
que era un oasis en medio de la desolación, que no conseguía cultivar
un solo arbusto porque los otros iban a saberlo y frenarían su
revolución sin que hubiera podido empezar, y a la que amaba por su
unicidad y odiaba por el motivo que la hacía existir; pero que muy
secretamente, y con orgullo y dignidad, era una espléndida fortaleza,
en la que se ocultaba la última semilla que había en el mundo entero.
Sólo Kay y algunos más conocían ese secreto, y eso era suficiente, no
porque no confiaran en ellos mismos, sino porque sabían que se trataba
de un auténtico tesoro, más valioso que la ciudad de cabo a rabo y que
ellos mismos. Kay era el guardián que habían designado, y quizás era
el único que realmente reunía las condiciones para serlo, pues no había
nadie que no le viera y comprendiera de inmediato que era un hombre
especial, alguien destinado en verdad a la más importante misión que
pudiera vislumbrarse en la rareza en que el planeta se había
transformado. Él no solamente protegía una reducida cápsula de la que
podía nacer una sorprendente historia, sino que poseía un don en su
mente, una idea del transcurrir de la vida que alguna vez iba a tornarse
en algo como pura luz.
Él guardaba los sueños de una trascendencia que los suyos iban a
merecer después de un gran sacrificio.
Kay volvió a besar la semilla y la colocó en su lugar. Cerró el arcón y,
al incorporarse, creyó oír el golpeteo de la lluvia en el exterior; las
piedras preciosas de su rostro se encendieron de entusiasmo, y salió
nuevamente al balcón; y sus manos tocaron por segunda vez la
baranda, mientras, sin darse cuenta que las estrellas de la brisa habían
desaparecido, descansaba los párpados en dirección al cielo, y dejaba
que las gotas febriles que caían como una cascada se llevaran el
torrente de su propia alma y sus pensamientos, convertidos en un
derrotero de grandeza elemental y nobleza áurea sin límites posibles.
Quince mil perros.

Estaban en un salón níveo y silencioso, un poco frío, aguardando. En lo


alto de una pared un reloj digital zumbaba a medida que los segundos
pasaban, y las líneas verdes y luminosas parecían contener la
respiración de cada uno de los presentes. La calma mortal que reinaba
era sin dudas un poco escalofriante, pero nadie le prestaba atención a
la tensión que se palpaba en cada milímetro cúbico. Parecían esperar
una ejecución, y tal vez así era.
Venía como desde un sueño o una alucinación borrosa la voz
encantadora de un hombre que los convocaba allí, a esa hora, para un
asunto que tanto ellos como él comprendían que era de gran
importancia. Pronto acontecería un evento de la más encarnizada
índole, justo allí, donde todos lucían serenos pero sabían que se
estaban masacrando mentalmente, y no les importaba en absoluto. La
voz encantadora sólo estaría contenta si luchaban hasta el hartazgo y
merecían el premio que habían ido a perseguir, y por alguna razón
bastante incoherente consideraban un mandato divino no
decepcionarla.
Fueron las cinco y media de la tarde en el salón níveo, y entonces el
reloj digital emitió un chillido, y automáticamente se abrieron en el
cielorraso unas compuertas enormes que dejaron caer
apelotonadamente una cantidad bestial de animales de peluche, que
empezaron a llenar sin esfuerzo cada rincón posible de pisos y muros.
Como si aquel escándalo no fuese suficiente, los que esperaban vieron
cumplida la profecía de la voz encantadora, y se arrojaron como una
masa sosa e inaudita sobre los peluches, que no eran mayor novedad
que quince mil perros de distintos tamaños, formas y colores,
brillantes, tiernos y perfumados, pero no más que eso, sólo unos
juguetes que se precipitaban como un raudo aguacero proveniente de
un grifo que unas manos sin nombre habían abierto desde el incógnito.
Para alimentar la bacanal de gente peleándose por obtener los mejores
peluches, las manos sin nombre abrieron más grifos, e inundaron el
salón de música clara y alegre, de luces de diferentes tonalidades y de
pequeñas cantidades de un aroma que entraba más por los poros que
por el olfato, y que tenía la capacidad maligna de exaltar a quien a él se
expusiera. Todo esto hizo que la batalla recrudeciera, y que aquellos
simples mortales se creyeran honorables guerreros cuya única misión
en la vida era pelear con orgullo hasta morir. Así que comenzaron a
devastarse entre ellos, tan de súbito y apasionadamente que de verdad
los suelos empezaron a temblar.
La escena se convirtió en una grotesca obra que no era nada agradable
de observar, llena de puñetazos, empujones, gritos y dolor, y
extrañamente, al mismo tiempo, aquietada y por lo general callada,
como si estuviera dándose en cámara lenta. Los adornos sensoriales
que les habían puesto siguieron ahí, sin variar en lo más mínimo, como
si se tratara de una fiesta; y los perros de peluche, volando como
tornados acompasados, lograron saturar la atmósfera y constituir la
tormenta más siniestra que se hubiera visto.
Una hora después, a las seis y media en punto y en medio de un éxtasis
angelical de juguetes que habían conseguido permanecer intactos y
seres humanos tornados en muertos vivientes gladiadores sin un
céntimo de sentido, la música, el aromatizador y las luces se acabaron,
el reloj volvió a chillar, las compuertas se cerraron y se produjo una
paz artificial y demasiado repentina. Nadie se inmutó ante los estragos
que el enfrentamiento había causado, que contaban muchos heridos de
distinto tenor, y sólo reunieron su botín y se dirigieron a la puerta de
salida. Allí había una caja de supermercado ante la cual hicieron una
larga fila, apenas murmurando su convalecencia. A medida que una
sonriente señorita de delantal rojo que había surgido de la nada les
cobraba, fueron abandonando el sitio, ahogados en una especie de
gloria insulsa, y a las siete ya no quedaba en el salón blanco y frío
ningún rastro, ni de la caja, ni de la señorita, ni de contrincantes y
peluches, de la parafernalia enfermiza que había tenido lugar.

Una gran semana.

Voy a llevarla de paseo en un gran avión.


¿Puedo llevarte, llevarte más alto?
Big Jet Plane, Angus & Julia Stone.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge.


Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan
como prueba una flor. Al despertarse,
ahí está la flor.
El otro, Jorge Luis Borges.
El lunes por la mañana Gustav cerró la puerta de su casa, guardó las
llaves en el bolsillo y esperó un rato en la acera de un barrio prolijo y
somnoliento en las cenizas límpidas del verano. El autobús plateado no
tardó en llegar, y él no tardó en subir y acomodarse para un viaje
efímero hacia cierto punto en el sur de la ciudad.
Llegó a un complejo en cuyo exterior había una dársena donde otros
autobuses ya estaban descansando. Junto a los otros pasajeros, bajó y
entró a un vestíbulo muy iluminado, en el que una docena de hombres
y mujeres jóvenes, vestidos con sendos uniformes azul oscuro, los
abordaron y los condujeron con amabilidad hacia los pisos superiores.
Después de un paseo por algunos corredores, una galería que daba a
un patio interior con una preciosa fuente de piedra, y un espacioso
ascensor, la comitiva arribó a una sala sin fin que parecía perteneciente
a algún hospital de lujo, aunque nada allí mostraba ningún rastro
posible de enfermedad u otro mal. Había dos hileras de sencillas pero
resplandecientes camas, enfrentadas a lo largo; uno de los chicos de
uniforme, al igual que sus colegas hicieron con el resto, guio a Gustav
hacia una de las camas, le indicó que aguardara y, mientras el hombre
se sentaba a los mullidos pies, se fue y regresó con un vaso con un
líquido celeste. Se lo dio a Gustav para que lo bebiera, le pinchó la sien
con algo que él no pudo ver, y le tocó un hombro. Gustav se volvió
para verle, y vislumbró, hacia el sureste, las desdibujadas luces de
colores de la ciudad de Morleen, que era un mausoleo de memoria y
fastuosidad al que nunca había ido. El hombre miró a su alrededor;
estaba en una plataforma que se extendía por las alturas de algún sitio,
y la cual se encontraba atestada de gente y de vehículos aéreos de las
formas más diversas. Gustav no interactuó con nadie; se volvió y trepó
al avión rojo para un solo tripulante que le esperaba, y después,
palpitando lo que se avecinaba, tomó los olímpicos senderos del aire.
El avión se elevó entre una miríada de helicópteros, globos
aerostáticos, avionetas de todo tipo y otros carruajes bien extraños, y
avanzó hacia el sur primero, pasando por un holograma flotante que
rezaba “Bienvenidos a Autopistas del Cielo. Les deseamos un buen
viaje.” Gustav se movió más bien despacio, echando un vistazo al
bosque de intensa vegetación que había abajo, y luego, según su gusto,
aceleró y viró con fiereza en dirección a Morleen. Varios vehículos le
acompañaron, pero otros se desperdigaron por rumbos diferentes y se
perdieron de vista.
Gustav hubiera deseado abrir la ventanilla para sentir las ráfagas
heladas y a la vez la caricia de la primavera en el rostro, pero sabiendo
que por seguridad no podía hacerse continuó hasta la urbe encerrado
consigo mismo. No tuvo que soportarse demasiado, sin embargo;
pronto la belleza de Morleen estuvo bajo sus pies, y unos segundos
después la Bahía Central, una maravillosa mezcla de cemento e
interminables canteros de arbustos con olor a tierra húmeda, les recibió
en su sonriente seno.
El viajero se apeó, miró en derredor, consultó la hora y decidió que
podía dar un paseo antes de detenerse a almorzar. Dio unos pasos,
escudriñando un túnel que conducía al sector principal de la ciudad, y
cuando se dijo que en realidad no había más que hacer que seguirlo,
como los demás estaban haciendo, fue hacia él y, casualmente, vio a
una jovencita que parecía estar y no estar allí al mismo tiempo. A
medida que se acercaba, Gustav la observó, un poco intrigado. Tenía el
cabello corto y negro, tez clara y ojos castaños, llevaba ropas
apropiadas para practicar algún deporte, y una mochila a la espalda, y
su aura, ciertamente, la depositaba allí mismo, pero como trayéndola
de otro mundo. Vio a Gustav cuando él estuvo a su lado, y por alguna
razón le sonrió y empezó a caminar a su lado.
-Hola –saludó el hombre dubitativo, porque no creía haberse hallado
jamás ante nadie similar.
-¡Hola! –respondió ella alegremente-. ¿Cómo estás?
-¡Bien! –dijo él. Se metió las manos en los bolsillos. -¿Vienes con
nosotros? Es decir, ¿con los que acabamos de llegar?
-¡Sí!
-No te había visto. –Gustav se sintió más tímido que nunca en su vida.
-Yo sí te vi. ¿Cómo te llamas?
-Gustav. ¿Y tú?
-Soy Florence. –La chica le extendió una mano, y él estrechó una
congelada extremidad-. Me llaman Fly, por si te queda más cómodo.
Así que, ¿qué haces? ¿A qué te dedicas en la vida?
-Pues sólo manejo autobuses –contestó Gustav-. Es rutinario, pero está
bien.
-¡Oh!, supongo que puede llegar a ser aburrido.
-Tal vez… pero me encanta conducir, así que no está mal. Incluso
puedo divertirme de vez en cuando.
-¿Ah, sí? ¿Cómo?
-Haciendo amigos, quizás.
Florence esbozó una sonrisa pensativa.
-¿Qué pasa? –preguntó Gustav.
-Me resulta difícil hacer amigos –dijo ella quedamente.
-¿Por qué?
-No lo sé. Tal vez porque soy rara. –Lo miró-. No me digas que no te
diste cuenta. Se nota a la legua.
-¿Rara? Bueno, puede que sí… pero… más raros me parecen esos
bichos. ¿Qué demonios…?
Gustav se detuvo frente a una inmensa vidriera que daba al interior de
un parque sin límites, lleno de estatuas marmoladas, árboles y arbustos
vírgenes, y una cantidad increíble de animales, entre los que se
contaban unos pájaros muy grandes de plumaje verde y lustroso que
cantaban sin cesar, y a los que el hombre estaba señalando en ese
momento. Le llamaron tanto la atención que invitó a Florence a ir a
investigar, y así se pusieron a extraviarse en un fantástico esplendor
adornado con criaturas que no podían verse en ningún otro sitio y
unos puntos luminosos que aparecían por momentos entre el forraje, y
cuyo origen era inexplicable y hermoso.
A cierta hora se percataron de que tenían hambre y que por lo demás
no estaba mal almorzar; Florence sacó unas frutas de su mochila y le
dio un par a Gustav, que las tomó sorprendido.
-Gracias, pero, ¿no prefieres regresar e ir a algún restaurante?
-Yo estoy bien –se encogió ella de hombros-. Si tú quieres, pues… nos
vemos más tarde.
Gustav miró las manzanas relucientes y apetitosas que Florence
acababa de regalarle, y le pareció que eso era suficiente; no tenía por
qué irse de ese parque tan acogedor, ya comería alguna otra cosa
luego. Levantó la vista para decirle a su acompañante que continuaría
con ella, y debió extrañarse y decepcionarse al mismo tiempo al
comprobar que se había esfumado completamente. La llamó por su
apodo durante unos minutos, internándose más entre las estatuas y las
luces, hasta convencerse de que no la encontraría; entonces dio media
vuelta y se marchó de allí sin más.
Pasó el resto del día recorriendo otras zonas de Morleen, una más
sorprendente que la otra, deteniéndose sólo una vez para adquirir un
jarro de café, el que fue a tomar mientras admiraba las avenidas
monumentales y paradisíacas que hubiera querido atravesar a toda
velocidad en algún coche o motocicleta, y las torres y complejos
fenomenales que no parecían hechos por humanos, y las piscinas
públicas que eran como mares y donde la gente nadaba o navegaba a
gusto, y el espectáculo irreal de portales luminosos que distorsionaban
la realidad en distintos puntos de las calles y que transportaban a
destinos visibles a través de ellos, cual más atractivo. Gustav disfrutó
de todo esto más de lo que esperaba, aunque de a ratos seguía
preguntándose por Fly, y aún más cuando, a bordo de un bote solitario
que alquiló para andar por las piscinas, creyó verla a lo lejos, sin que
pudiera asegurarse.
Tuvo una cena tranquila y sencilla en un bar que encontró por ahí,
pensando involuntariamente en Fly, y deseando, por algún motivo,
que ella estuviera allí, dedicándole su sonrisa anormal y sus frutas
deliciosas. Pero Florence no apareció, y Gustav debió irse de Morleen
sin volver a verla; desvelado, cruzó la noche de astros apretujados y
destellantes, y arribó al amanecer al primer extremo del Puente de
Diamante, una estructura grandiosa construida en esa piedra que yacía
a lo largo de un majestuoso campo de rosas retintas cuyo perfume
embriagaba en su cercanía, y que desembocaba en el legendario
Cementerio de los Dioses. Muchas otras personas decidieron pasar por
allí también, de modo que la posada donde el viajero quiso descansar
por unas horas estaba verdaderamente repleta. Por fortuna, no alcanzó
a molestarse, pues se hundió en un sueño reconfortante del cual sólo
resurgió para comprarse otro café y empezar a transcurrir
perezosamente por las fauces del Puente.
La traslúcida construcción disponía de varios paradores, todos con
alguna clase de maravilla para entretener a los visitantes. Entre ellos se
situaban distintos campamentos de tiendas de terciopelo, donde
residía gente permanentemente; la vista del conjunto del paisaje hizo
que Gustav olvidara por algunas horas a su desaparecida amiga, pero
cuando las tinieblas del martes iniciaron su descenso y él retornó a su
avión para marcharse, la imagen de Florence se le presentó
límpidamente en un recuerdo único y reciente, y supo que otra vez no
dormiría por estar llamándola con toda su conciencia.
Pudo aún admirar la frescura cristalina que los rayos de la luna le
otorgaban al Puente de Diamante, y se deleitó en lo bonito que aquello
era mientras su transporte zumbaba hasta el extremo siguiente del
emplazamiento. Horas más tarde Gustav y otros pilotos cayeron en
bandada ante el vestíbulo del gris y antiguo Cementerio de los Dioses,
plagado en gran parte del aroma de las rosas del campo anterior, pero
resguardado en su solemnidad por un frío incorrupto que jamás lo
abandonaba y que no admitía otros sentidos. Los viajeros depositaron
sus vehículos en esa entrada, y partieron a pie como en las otras
ocasiones; cruzando una gigantesca puerta de hierro, Gustav vio los
primeros bustos del tamaño de estadios, y, anonadada contemplando
uno de ellos, a la joven Florence.
-¡Niña! –exclamó el hombre aproximándose. La chica se volvió y sonrió
como sólo parecía hacer al verle.
-¡Gustav! –dijo-. ¿Qué haces?
-¡Yo sigo por aquí! ¿Adónde te habías metido?
-Eso me preguntaba acerca de ti –repuso Florence-. Estabas ante mí, y
un instante después te perdí de vista.
-Vaya… -Gustav miró a su alrededor-. ¿Pues quieres que sigamos
juntos?
-¡Sí! –Se pusieron a caminar entre el aire muerto y las tumbas
impresionantes.
-Y dime, ¿qué es lo que haces tú de tu vida? –quiso saber el piloto-. No
me dijiste.
-Soy estudiante de informática y escritora.
-Ésa es una combinación muy rara.
-Yo soy toda rara. ¿Y cuántos años tienes?
-Seguro que el doble que tú.
-Unos cuarenta y tantos, entonces.
-Pues sí. ¿Qué es lo que escribes?
-Lo que se me ocurra. ¿Te gustaría leer?
-Bueno… prefiero hacer otras cosas.
-¿Como qué?
-Como… ¡correr! ¡Vete o te atraparé!
Se apresuraron, persiguiéndose como niños y riendo, entre las tumbas,
sin ganas de considerar lo místico y sagrado que era el lugar. Al cabo
de un buen rato pararon, exhaustos, y se sentaron en la cima de una
colina que, como casi todo el resto de lo que había ahí, era rocosa.
Gustav estrechó a Florence en un abrazo, y ella se aferró a él como si
no hubiera un mañana, y después empezó, distraídamente, a
acariciarle el pelo poblado de canas, sin que ninguno de los dos
comprendiera por qué les satisfacía tanto la compañía del otro. Se
quedaron durante largos minutos así, admitiendo interiormente que no
querían soltarse jamás, hasta que de mutuo y silencioso acuerdo se
incorporaron y se fueron a algún lado a comer.
-¿No tienes fruta? –preguntó Gustav.
-Ya no –repuso Florence-. Pero vas a ver una enorme un poco más
adelante. Creo que es la siguiente parada.
-¿Adónde vas?
-A la Isla de Roca. ¿Tú?
-Más allá, pero tal vez prefiera fastidiarte un tiempo.
-Un largo tiempo…
Gustav rio, afirmando que estaba completamente dispuesto. Fly rio
también, y echó a correr nuevamente; el hombre, repentinamente
temeroso de perderla, fue tras ella, la encontró y no soltó su mano por
el resto del día, que transcurrió de lo más espléndido.
Las dos jornadas que siguieron fueron aún mejores, y no hubo instante
en que se separasen alrededor de la redondeada y pomposa Manzana
Extraordinaria, un escultural adorno de madera que coronaba el centro
del pintoresco pueblo de Allegra, el cual recorrieron sin prisa y
apreciando el aire soleado y puro y las casitas de postal que se erigían
por doquier; ni tampoco se apartaron de la presencia del otro cuando
tomaron un río profundo y turbulento que discurría con rapidez por
una gran plantación de árboles de copas amarillas, y que los llevaría
finalmente a los canales que surcaban la todavía algo distante Isla de
Roca. O al menos eso pretendió Gustav, y el corazón se le encogió de
disgusto cuando miró al rincón donde Fly estaba sentada tarareando
una canción insensata, y descubrió que había vuelto a desaparecer.
“Fly…”, pensó Gustav, pero no pudo hacer nada más, y, refunfuñando
calladamente, siguió su trayecto tratando de animarse con otra cosa.
Fue extraño, pues, que se sintiera tan mal en una soledad repentina
pero a cuyo ámbito ya estaba acostumbrado, siendo que Fly reapareció
en el muelle al que el bote llegó, aguardando algo o a alguien, quizás a
él, con una mano apoyada en el manubrio de una bicicleta que tenía
unas enormes alas a los costados. Florence vio a Gustav y le sonrió; el
hombre, un tanto confundido, se acercó y le palmeó el hombro, y su
desconcierto fue tal que sólo atinó a preguntar por la bicicleta.
-Es mía –dijo Florence, levantándose-. ¿No la viste antes?
-No. –Empezaron a andar-. ¿Por qué desapareciste de nuevo, escritora?
-Tú lo hiciste. Las cosas aquí funcionan de forma extraña. ¿Acaso me
extrañaste?
Gustav no contestó, y de hecho no habló hasta que se hubieron
adentrado en la Isla, que, tanto como los demás lugares en que habían
estado, era asombroso y se constituía de edificios y pasajes de plata y
zinc azulado, de grandes jardines con copiosa y alucinante flora y
fauna, y, alejándose de esa distinguida belleza y de los canales que
regaban la Isla, unas curvilíneas y altísimas escaleras de oro blanco que
se elevaban por encima de sus cabezas llevando a algún lado
impreciso.
-¡Mira! -dijo Florence señalándolas, y aferrando otra vez el brazo de
Gustav-. ¿Quieres ir?
-No sabes a dónde conducen.
-Lo quiero averiguar. –Fly hundió su mirada castaña y lejana en los
ojos verdes grisáceos de Gustav.
-Bueno –repuso él-. Vamos.
Sintieron una emoción intensa, latidos sobrecogidos, una suave y tibia
brisa en los oídos y además, mientras subían, un simpático pasmo ante
el panorama de nubes colosales de algodones purpúreos, negros y
naranjas que pervivían allí como un auténtico milagro celestial, tan
hermoso que simplemente no había nada que decir. En medio de esa
gloria nublada, se alzaba en el mismo aire una maciza roca que tenía
un aspecto común y corriente, pero que guardaba un espíritu de
antigüedad y divinidad que la hacían ser tremendamente singular.
Gustav volvió a mirar a Fly, sabiendo que ella ansiaría ir hasta la Roca;
le tomó la mano, que seguía estando fría, y la condujo hasta el borde de
la terraza donde se hallaban. Descubrió, por fortuna, que había,
atracadas a ella, una especie de motocicletas con unas delgadas y
aerodinámicas aletas ajustadas a los costados; sin que mediara palabra,
el hombre ayudó a una curiosa y asombrada Florence a montarla, y
subió tras la chica; y se dirigieron así hacia la Roca, vertiginosamente,
ahogados en adrenalina, felices.
Desde la cabina de su avión rojo, Gustav podía ver la bicicleta alada
trotando raudamente por los aires, y sobre ella la sonrisa añeja de Fly,
que le devolvía una mirada tan llena de amor que él no la iba a dejar
nunca; y los dos iban juntos de regreso, por encima de los paisajes
quiméricos que habían experimentado esa semana, volando en un
remanso de verdad absoluta por las nobles Autopistas del Cielo…
La plataforma de partida que ahora era el punto de llegada significó un
nudo en la garganta para ambos, y fue inevitable que lo notaran en el
mutismo triste que envolvió incluso sus transportes cuando bajaron de
ellos. Gustav y Florence se miraron, aislándose en el tiempo y el
espacio, unidos por una complicidad que no admitía preguntas. Él se
acercó un poco a ella, dubitativo; un segundo después dijo:
-Quisiera verte al volver.
-Yo también –dijo Florence en voz baja.
Hubo un silencio.
-¿Eres real? –preguntó Gustav, inseguro como nunca antes.
-¿Lo eres tú? –inquirió Fly a su vez, con los ojos muy abiertos-. Creí
que eras… un personaje del sueño.
-También yo pensé eso de ti –repuso Gustav, con el corazón latiéndole
fuertemente.
-Pero te dije que acababa de llegar con ustedes.
-Sí, pero… No lo sé… Supongo que tenía miedo.
-¿De qué?
-De hacerme amigo de alguien que no existiría más.
-Oh, bueno… Me pasó lo mismo… -Fly sonrió; Gustav se aproximó, le
dio un beso en la frente y la abrazó con toda su alma; y la chica se
fundió plenamente en su ser.
La gente discurría perezosamente por la sala, algunos hablaban entre
sí, y otros simplemente daban vueltas antes de irse. Gustav tenía los
ojos abiertos y aparentemente flotando en un horizonte incierto; se
levantó sin apuro de la cama en la que tal vez había caído dormido, y
se puso a buscar a Florence por todas partes, sin encontrarla. Tragó
saliva, tratando de no preocuparse demasiado; pero las personas
fluían, los pasillos terminaban, los minutos se iban, y Florence no
aparecía por ningún lado. Una hora más tarde Gustav se rindió,
enojado consigo mismo por haberse dejado engañar por una
alucinación, situación que jamás se permitía en esa clase de
experiencias porque se había prometido no establecer lazos con nadie;
se dirigió rápidamente a la dársena para abandonar el lugar, y, al pasar
por la galería que daba al patio interior con la fuente de piedra, vio a
su joven amiga de pie allí, observando con una calma nostálgica el
borboteo del agua.
Gustav bajó hasta el patio, se le acercó despacio, se inclinó y le susurró
al oído:
-Te atrapé.
Florence se volvió, colmando su mirada castaña de un regocijo sincero.
Gustav supo que ya no necesitaba otra cosa en su vida; tomó a la
muchacha por una mano, y salió con ella del edificio, para abordar en
la dársena el autobús que los llevaría al resto de sus vidas.
El sábado al mediodía el vehículo plateado los dejó en la acera
primaveral de la casa de Gustav. Los dos amigos descendieron
riéndose con ganas de alguna broma hecha por Fly, entraron a la
vivienda y empezaron a vivir una aventura que no sería ninguna
especie de ilusión, sino una iluminada historia de una felicidad muy
real y duradera.
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