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Morgan Sagan
A todos los que viven en una soledad irrepetible.
Las sensaciones.
¿A qué olía? Bueno, había varios aromas flotando por la calle, pero era
seguro que, repentinamente, uno en particular había resaltado entre la
masa de la cotidianeidad, y se estaba elevando en forma de jirones
para expandirse en delgadas oleadas hasta llegar al olfato de Adriano.
Él levantó la cabeza, sorprendido, y dobló las orejas; algo en ese olor le
asustaba. Olisqueó el aire, y concluyó que se trataba de la peste cálida
y mortecina de un gran trozo de carne cruda que se hallaba al
descubierto en alguna parte; pero, dada su intensidad, no podía estar
muy lejos, probablemente no pasara de la esquina. ¿Debía ir a
investigar? Pues claro; no tenía otra cosa que hacer ni algo que perder.
De modo que se levantó, se desperezó y empezó a ir al trote, siguiendo
la huella del olor a cadáver que comenzaba a inundar profundamente
los alrededores.
¿Qué diablos había pasado? ¿Qué provocaba tanta pestilencia? Era
insoportable incluso para él, para quien la fragancia de la carne cruda
debía ser sumamente atractiva, porque significaba alimento. Pero no,
esta no; esta era terrible, y sólo le causaba una curiosidad inusitada por
el mero hecho de que había sido súbita y era aún potente.
Adriano siguió hasta el cruce con la siguiente calle, y se detuvo a
olfatear otra vez. El hedor se confundía allí, esfumándose, con los
vahos de la humedad sucia de las aceras, la basura de los contenedores
de un callejón cercano y, muy levemente, las frutas y verduras
expuestas afuera de un negocio.
Adriano buscó con la mirada. Por un segundo creyó que era una
broma, que el olor no existía, que lo había imaginado su estómago
solitario y necesitado de una esperanza, por apestosa que fuese. Pero
entonces lo recuperó, como un maremágnum invisible que invadió de
repente sus sentidos, y pudo rastrearlo, contrariamente a lo que había
pensado, hasta la siguiente vereda, cuya longitud, por alguna razón de
arquitectura urbana, constaba de unos metros más que la anterior. El
can se dirigió resueltamente hacia el punto que todavía no lograba ver,
anhelando llegar a él, pero al mismo tiempo sintiendo que una rara
náusea se acrecentaba en su interior. A medida que se aproximaba a su
destino, le pareció singular el grandioso estruendo de sirenas que se
arremolinaba en el ambiente, aglomerándose con otros sonidos, gritos,
pasos apresurados y portazos que surgían por doquier y que parecían
pertenecer a la misma situación. A la vez, percibió un regusto a sangre
que se había impregnado en la atmósfera, aunque quizás sólo los
animales fueran capaces de notarlo. Y había otra cosa, algo más que
también estaba presente y que se palpaba más cuanto menor era la
distancia al sitio del origen de todo. Adriano empezó a agitar la cola,
apuró el paso, aguzó los sentidos, y se encontró al fin allí; y en ese
momento su cola se calmó, sus patas casi se paralizaron, y deseó no ver
ni oír ni oler nada, irse de ese lugar y no permitirse por un tiempo
dejarse llevar por esa curiosidad que podía resultar fatal. Porque la
escena que se presentaba ante él lo era: ambulancias, patrullas
policiales, gente que iba y venía y, en medio de eso que Adriano veía
pero no entendía, dos almas que yacían quietas, muy quietas sobre un
colchón de pavimento teñido de bermejo, y el pobre animal sí supo qué
les pasaba y qué ya no les pasaría nunca, y todo lo que pudo hacer por
los cuerpos cazados por el olor de esa muerte fue ponerse a aullar,
aullar hacia el cielo oscuro por un largo rato, hasta que pudiera
atravesar ese aire lúgubre la sensación penosa que estaba encogiendo
su corazón perruno.
El bello infierno.
La risa final.
Sueño.
¿Qué ves?
Un valle de niebla azul y pálida, vacío, somnoliento. Es como un
amanecer de mundos. Es pura tierra marrón, húmeda, recién nacida.
No hay nadie allí. Ni siquiera mis ojos. Mi ser que lo contempla es
totalmente externo a ese lugar. Es mejor así. Es placentero.
¿Te gusta estar solo?
A veces es lo mejor. A veces el disfrute es sólo el alma y las cosas que
existen, el aire helado, un recuerdo borroso, la calma de una
incertidumbre que no molesta, los segundos que pasan sin
cuestionamientos. Es lo más simple. Como la niñez de la existencia.
¿Percibes eso ahora?
Es todo cuanto hay en mi entendimiento en lo inmediato.
¿Estás soñando?
Sueño que estoy viendo esto y que me hablas de mi sueño.
¿Te gustaría que te dejara?
No sé quién eres, pero no interfieres con mi tranquilidad. Eres
solamente una voz que me arrulla mientras floto y observo. Así que si
quieres puedes quedarte. Preferiría seguir viviendo sin pensamientos y
que me hicieras esas preguntas que no importan. Preferiría descansar
en esta fugaz visión sin memorias que, por ahora, puede continuar
siendo eterna.
El universo dorado.
-¡Oigan! –El niño llegó hasta ellos corriendo y se detuvo entre jadeos-.
¿Lo vieron? ¿Han visto eso?
Mart y Sara se miraron, sin saber de qué hablaba el pequeño.
-¿No lo vieron? –insistió Sam, con las mejillas enrojecidas por la
emoción.
-¿Qué cosa? –preguntó Mart.
-El teléfono funcionó –explicó su hermano-. Ése que armamos con dos
vasos y un hilo… funcionó.
-Es sólo un juego, Sammy –repuso Mart impasible.
-¡No soy un tonto, Marty! –exclamó Sam exasperado-. ¡Ha funcionado
en serio! ¡Ven a verlo! -Se alejó al trote hacia donde estaban los demás
niños aguardándolo.
Mart miró a Sara casi como preguntándole qué hacer; en la misma
mirada, su hermana menor le instó a acompañar al pequeño, al menos
para averiguar qué les había pasado y no desilusionarlo. Así que el
atardecer desplegó su brillo manso alrededor de aquel jardín verde y
esponjoso de hierba, de cercas de madera clara y mesitas desplegables
de plástico, mientras el joven Mart avanzaba incrédulo hacia el rincón
en el que los niñitos cuchicheaban sin cesar. Cuando llegó todos se
volvieron hacia él, expectantes, y Sam le ofreció uno de los extremos
del rústico teléfono. Mart lo tomó con aprensión, como si no supiera
qué tenía que suceder a continuación.
-Ahora aléjate un poco –indicó Sam-, y ponte a oír.
Mart retrocedió unos pasos, obedeciendo los deseos de su pequeño
hermano, y se puso el vaso en un oído, sin esperar absolutamente nada
en el silencio del verano. Vio que Sam, más allá, acercaba el
“micrófono” a su boca, observando al mismo tiempo, ansioso, a su
destinatario.
Por un momento, el mundo entero pareció callarse.
-Hola –dijo Sam entonces, casi temblando-. Hola, Marty.
Los ojos verdes como esmeraldas de Mart se hundieron
irresolublemente en el niño. El desconcierto se apoderó súbitamente de
ellos, de Mart, del aire, del tiempo que se detuvo en ese instante
imposible. Es que la voz de Sam acababa de sonar con una claridad
indudable junto al muchacho, de una forma que no podía ser, a menos
que realmente proviniera del teléfono de juguete como el jovencito
había declarado que podía ocurrir. Mart tragó saliva, estupefacto,
cuando su hermanito volvió a hablarle, y él creyó escucharle casi en su
cerebro.
-¿Me oyes, Marty? –preguntó Sam, con los ojos muy abiertos.
Mart acercó su extremo a sus labios con suavidad.
-Sí, Sammy –respondió-. Aquí estamos.
Miró a Sara, y ella, al verle asentir, fue hacia él apresuradamente, como
si quisiera comprobar de cerca el milagro. Y, de hecho, así fue: la chica
tomó el vaso que Mart le dio e intercambió unas palabras con Sam,
antes que él y sus amigos se agruparan en torno a los dos adultos como
esperando su veredicto.
-No puede ser –dijo Sara asombrada-. No puede ser… -Examinó el
aparatejo.
-¿Algo está mal? –preguntó uno de los amigos de Sam.
-¿Qué puede estar mal con algo mágico? –replicó Sam con firmeza.
-¿Mágico? –repitió Mart observando los dos vasos y el hilo-. Esto no es
magia. Es… -Se calló mientras pensaba qué sería.
-¿Qué es? –inquirió Sam-. ¿De qué más podría tratarse?
-Es… -volvió a decir Mart, sin saber qué contestar. Se miró con Sara,
para confirmar que también ella estaba en ascuas.
-Si tú no sabes, ¿a quién le preguntaremos? –quiso saber otro de los
niños.
-¡Mi abuelo Carl debe saber! –exclamó un tercer pequeño-. ¡Vamos a mi
casa…! –Abrió como platos sus ojos azules de cielo, en dirección a
algún lugar entre las frescas y níveas casas del barrio; los demás se
volvieron, y vieron, demudados por la sorpresa, cómo una muchacha
muy bella llamada Imogen se alejaba del balcón de su habitación de un
primer piso cabalgando aturdida un caballo platinado que batía
furiosamente sus grandes alas. Imogen vislumbró al grupo de niños
que acababan de avistarla y, de alguna manera, logró dirigirse hacia
ellos; pocos segundos después, el pegaso pateaba el césped frente a los
jovencitos, que lo observaban con la boca abierta, e Imogen posaba sus
ojos inundados en confusión en Mart y Sara.
-No sé –balbuceó tras un rato-. No sé qué pasó. Yo sólo estaba leyendo
mis viejos libros de niña… con cuentos de hadas y eso… y de repente
hubo un destello y este… este animal apareció ahí. ¿Qué significa?
¿Qué hice?
Mart negó con la cabeza, enajenado por la falta de respuestas, en tanto
que Sara permaneció callada y quieta, como si estuviera prohibido
moverse o pensar. Pero, de todas maneras, nadie hizo mucho más que
ella por unos minutos, hasta que Sam decidió romper el mutismo del
milagro con su tozuda opinión.
-No puedes negar que esto es magia –dijo sin rodeos, y sin quitar la
vista de la deslumbrante aparición. Luego miró a su hermano mayor. -
¿O has encontrado alguna otra explicación?
-Sam –dijo Mart, dispuesto a repetir algo que comenzaba
paulatinamente a descreer-, la magia no existe.
-¿Y qué es esto? –inquirió Sam, fulminándolo con unos potentes ojos de
explorador-. Tú dímelo, Marty. –Se volvió hacia Sara-. ¿Lo entiendes
tú?
-Es simplemente algo imposible -dijo ella, sin poder, como el resto,
salir de su asombro-. Es algo que jamás esperaría ver.
-¿Por qué ahora? –preguntó Imogen al borde del llanto-. Tuvimos que
olvidarlo cuando éramos pequeños. ¿Por qué tiene que ocurrir ahora?
-¿A qué te refieres, Imogen? –quiso saber uno de los niños.
-Cuando creces te hacen olvidar la magia –respondió la chica-. Te
recuerdan que los castillos encantados y los gigantes y las espadas
mágicas y las brujas no existen, que son únicamente invenciones para
entretenernos durante la infancia. Y, de repente, aquí, en este
momento, ¡algo fantástico existe! ¿Por qué?
-No hallo ningún motivo razonable –dijo Mart-. No aún. Es…
extraordinario. No puede suceder.
-Suenas como si tuvieras miedo –observó Sam.
-¿Por qué iba a tener miedo? –dijo uno de sus amigos-. Vamos a poder
jugar más que nunca. ¡Imagina si tenemos muchos caballeros, y unas
fortalezas! ¡Y dragones!
-Sí –murmuró Mart, y al tiempo que su mirada se reunía con las de
Sara e Imogen entendió por qué él mismo se estaba preocupando-.
Imagina si alguien juega demasiado…
El verano se deslizó con la misma nitidez que los días anteriores por
una semana, hasta que el mundo entero comenzó a diluirse en una
neblina de polvo mágico, un universo dorado en el que reinaron las
criaturas con cuernos de diamante y cabezas ígneas, y los hechizos, y
los sueños que se hacían realidad, y toda clase de eventos que, como
Sara había dicho, eran imposibles, desde la sencillez de un juego de
niños hasta gentes que volaban en grandes y pasmadas bandadas, sin
poder creer lo que estaba pasando. Al principio, todos se convirtieron
en infantes que usaron las nuevas propiedades de su realidad para
llevar a cabo las más diversas travesuras, ninguna de las cuales carecía
de gracia, pues los tornaba en una masa de inocentes que le otorgaba
cierta paz al planeta, como si ya nadie pudiera dañar a nadie. Pero
luego parecieron tomar conciencia de ellos mismos, y tener ciertos
pensamientos, y perder la racionalidad y el sentido; y siguieron
utilizando aquellas increíbles posibilidades para innovar en sus formas
de pelearse y dominarse, y para matar y destruir en un sitio muy
bonito que podría haber sido transformado de un modo más hermoso
y tranquilo de no ser por las circunstancias que albergaba.
Y entonces Mart, Sara y Sam, viendo las noticias en la sala de su casa,
no podían dejar de vivir con terror por el infierno que se había
desatado, y que tal vez no concluyera jamás, no mientras todo lo que
había surgido siguiera allí afuera, persistente y oscurecido. También
vivían con culpa, aunque ellos no habían hecho nada malo; culpa por
recordar aquel día que empezaba a alejarse, aquel jardín que era tan
real justo al otro lado de la puerta, aquel vaso unido a otro por un hilo,
que Sam había usado para hablarle a Mart, según él considerara,
directamente al cerebro.
Aquel instante en que la magia se había iniciado.
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