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En Punta Alta había un ciber-café, como se le decía en ese entonces, que se llamaba “4x4”. Fui un
par de veces a acompañar a mi hermana, que era más grande que yo y tenía una casilla de correo.
Yo tendría unos 10 años y era de las pocas veces que podía salir del barrio e ir al centro de la
ciudad. Era todo un evento. A pesar de que lo único que hacíamos era ir al ciber, sentarnos en una
cabina “personalizada” y esperar. Yo esperaba: una o dos horas mientras Natalia leía cosas en la
pantalla, miraba, sonreía, escribía con el teclado. No podía escribir como ella, no entendía todos
esos símbolos en las teclas ni porque no estaban ordenadas alfabéticamente. Debía de haber un
mensaje oculto en esa dispersión de caracteres. No entendía mucho cómo se usaban las
computadoras pero me daban miedo, porque sentía que con solo mirarlas podría llegar a
romperlas. Siempre fui muy torpe y atolondrado. Eran máquinas raras, que hacían cosas que no
me interesaban y que costaban mucho dinero.
Cuando estábamos en el ciber, pasaba una chica repartiendo vacitos con café. Me gustaba ir por
eso: café y galletitas gratis. Mientras esperaba a mi hermana, sentado a su lado, miraba a todos
lados y me sorprendía la atención que la gente le prestaba a las pantallas. A veces, si ella no se
daba cuenta, me paraba y recorría el local. Ahí había algo que yo no llegaba a entender.
Cuando estaba mal y tenía plata, iba al ciber. Lo único que hacía era revisar Facebook y
conectarme al Mirc. Chateaba con mucha gente, muchos tipos. Llegué a estar 36 horas conectado
en el chat, chateando con desconocidos. Conversaciones extremadamente largas, con pibes que
nunca conocí en persona. Charlas breves e inconclusas. Muchas eran extremadamente parecidas,
incluso yo tendía a repetir los mismos motivos en las primeras frases: Hola, ¿cómo estas? ¿De
donde sos? ¿Cómo sos? ¿Vivís solo? ¿Qué te gusta?
Los días en que tenía suerte pegaba onda con alguien. Nos pasábamos fotos por mail,
coordinábamos un punto de encuentro y nos veíamos. Dábamos unas vueltas por ahí, nos íbamos
en auto, tomábamos algo, caminábamos. Y después cogíamos en donde pintaba: una casa, un
campo baldío, una escuela cerrada, un galpón, la playa, el parque San Martín, el chanchodromo, el
cementerio. A veces estaba bueno, otras veces era un bajón. Algunas veces era una aventura. Una
vez cogí cerca del puente negro con un tipo casado. Nos bajamos del auto y cogimos en el
campito, contra el auto, de parados. No nos hablamos en todo el viaje, ni de ida ni de vuelta, no
tenía idea de cómo era el tono de su voz. Otra vez, con un chico cogimos en el techo de unos
nichos del cementerio. A medio polvo cayó la policía. Nos vestimos rapidísimo y bajamos. Nos
pasamos toda la noche en una celda. Tiempo más tarde caí en la cuenta de que tuvimos sexo
sobre un montón de cadáveres.