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dos factores: tradición y novedad. Jesús recibe una tradición
religiosa. No la crea totalmente. Pero tampoco es un simple re-
petidor. La renueva, la reformula dentro del horizonte de su
conciencia propia y original. Con la articulación de estos dos
datos podemos acercarnos al mensaje mismo de Jesús con
mayor conocimiento.
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tuando bajo la forma de juicio, y sobre todo de salvación en
nuestra historia; pero cuya realización plena se manifestará so-
lamente al final de los tiempos con la victoria definitiva sobre
todos los enemigos -incluso la muerte-, mediante un domi-
nio eterno sobre todo y sobre todos. «Vendrá finalmente el
fin, cuando él (Jesucristo) entregue el reino a Dios Padre, des-
pués de haber destruido todo principado, toda potestad y toda
fuerza... El último enemigo destruido será la muerte... y
cuando todo le esté sometido, entonces también el Hijo se so-
meterá a quien todo lo sometió, para que sea Dios todo en
todas las cosas» (1 Cor 15,24.26.28).
«La soberanía de Dios y el reino de Dios son, por consi-
guiente, dos aspectos de una sola realidad. Aquélla indica el
carácter dinámico, presente, del dominio de Dios; el reino de
Dios indica más bien el estadio definitivo a que apunta la ac-
ción salvífica de Dios. Presente y futuro están, pues, íntima-
mente relacionados... Dios es señor de la historia y otorga so-
beranamente la salvación a los hombres: tal es el contenido de
la noción bíblica del reino de Dios», observa atinadamente
E. Schillebeeckx 21.
La expresión reino de Dios tuvo vigencia en la tradición re-
ligiosa de Israel porque pudo arraigar profundamente en la ex-
periencia espiritual del pueblo. Israel nació como pueblo al ex-
perimentar el «brazo poderoso de Yahvé»; su dominio activo,
que lo liberó de la esclavitud de Egipto, aniquilando a los ene-
migos bajo el ímpetu de las aguas del mar, como proclama Is-
rael en su himno de alabanza a Yahvé (Ex 15,1-21). Este cán-
tico de Moisés sirve de telón de fondo para el reconocimiento
de la soberanía de Yahvé sobre Israel y sobre sus enemigos.
La alianza que hizo Dios con su pueblo se expresa bajo la ca-
tegoría de reino: «Vosotros seréis para mí un reino de sacer-
dotes. un pueblo santo» (Ex 19,6). La experiencia de la mo-
narquía oodrí3 oscurecer a primera vi"t:J b ,,()hpr~ní~ ~' p)
dominio de Yahvé. Pero la Escritura, por el contrario, la pre-
senta como mediación, manifestación, señal, sacramento de
este reino de Yahvé, hasta el punto de que el mismo Yahvé
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quiso garantizar un descendiente al rey David por labios del
profeta Natán: él afianzará su realeza y mantendrá con él rela-
ciones de padre e hijo (2 Sam 7,1-17).
Nada más evidente para Israel que el poderoso dominio de
Yahvé sobre la creación, sobre todos los pueblos y sobre su
pueblo escogido. Pero a medida que los acontecimientos histó-
ricos fueron mostrando la vulnerabilidad político-social de Is-
rael a través de innumerables fracasos militares y de derrotas
cada vez más dolorosas, que culminaron en la toma de Jerusa-
lén y en la deportación a Babilonia en el siglo VI a. c., se mo-
dificó también la naturaleza de la experiencia del dominio de
Yahvé. Los ojos se vuelven más hacia el futuro, hacia las pro-
mesas de una nueva y maravillosa intervención de Yahvé. Se
vive en la esperanza de un nuevo éxodo, más grandioso y estu-
pendo todavía. En este contexto, los profetas elaboran verda-
deras escatologías, que constituyen un marco político-religioso
para entender más profundamente el contenido de la idea de
reino de Dios, aunque ellos no usen mucho esta expresión y
prefieran otras imágenes. Todo este contexto profético-escato-
lógico es el que resulta fundamental para entender el espacio
religioso en que vivió Jesús y dentro del cual predicó la venida
del reino de Dios.
Los profetas trabajan al mismo tiempo en dos planos. Tie-
nen delante de sí los acontecimientos históricos presentes y los
de un futuro previsible, según su capacidad de vislumbrar y de
prever los sucesos. Pero van más allá del discurso meramente
socio-político en virtud de su fe, de su adhesión a la tradición
religiosa de Israel, de la afirmación de un orden trascendente.
Los acontecimientos históricos son la expresión, la señal, el sa-
cramento de ese orden. En el horizonte de los profetas hay
una instauración de orden definitivo, escatológico, en el sen-
tido fuerte de la palabra. Y hablan de él a partir de los tér-
minos v de las realidades históricas presentes o futuras previsi-
bles 22.
En contraste con la aguda conciencia de su situación de
pueblo libre, por ser posesión exclusiva de Yahvé, Israel pa-
1m
sará, por así decirlo, de mano en mano, de imperio en impe-
rio, sufriendo una terrible dominación de todos ellos. Libre
como pueblo de Dios, dominado en la práctica por los grandes
imperios que lo rodean. Desde dentro de esta amarga expe-
riencia, los discursos proféticos insistieron en dos puntos cen-
trales: no tardará el juicio de Dios sobre esos pueblos ene-
migos y quedará establecido un nuevo orden social-religioso.
Los dos ejes básicos son el juicio y el anuncio de un nuevo or-
den escatológico. En torno a estos dos puntos se organizan
otros, que constituyen el núcleo de las profecías escatológicas.
Viendo cómo quedaba diezmado el pueblo y comprobando
la llegada del enemigo dentro de la misma tierra de Israel, los
profetas garantizan la supervivencia de un «resto", que supe-
rará las pruebas del destierro. Castigado en el cautiverio, vol-
verá al país de origen, en un maravilloso nuevo éxodo. Los
grandes imperios no conseguirán destruir a Israel. «y será el
resto de Jacob, en medio de la multitud de los pueblos, como
rocío que viene de Yahvé, como lluvia sobre la hierba, que no
aguarda a los hombres ni espera nada de los mortales. Será en-
tonces el resto de Jacob entre las naciones, en medio de la
multitud de los pueblos, como el león entre las fieras, que
pasa, pisotea y arrebata, sin que nadie pueda arrancar su
presa» (Miq 5,6-7).
El reino de Dios es la mano de Yahvé que aplasta a los
enemigos (Miq 5,8), que se irrita «contra todas las naciones»
(Is 34,2), que castiga a todos los reyes de la tierra (ls 24,21-
22). Pero, sobre todo, el reino de Dios es promesa de libera-
ción (Is 27,12.13; 35,10), de bienes en abundancia (JI 4,18), de
victoria sobre el dolor y sobre la muerte (ls 25,8; 26,19), Y más
aún de reconocimiento de la soberanía de Yahvé por todos los
pueblos (Zac 14,9; Miq 4,2).
Los profetas juegan con unos rasgos a veces propios de la
realidad terrena, y a veces claramente trascendentes. Este do-
ble Juego de características, unas terrenas y otras trascen-
dentes, permitirá concepciones diferentes del reino de Dios,
que se formarán de modo especial en el judaísmo tardío.
El judaísmo tardío conoció diversas tendencias en la com-
prensión del reino de Dios, que naturalmente encontraron su
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inspiraclOn en la experiencia religiosa pasada de Israel. en las
profecías, bajo el impacto de los nuevos factores socio-reli-
giosos. En ese clima vivió Jesús. Y dentro de él anunció el
reino de Dios, en continuidad y en ruptura con el mismo.
Los modelos de reino de Dios presentes en aquel momento
histórico se influyeron mutuamente y se mezclaron en la mente
de los judíos. A pesar de eso, es posible hacer algunos cortes
didácticos que distinguen tendencias profundas diferentes.
R. Schnackenburg elabora una triple expectativa del reino de
Dios en medio del judaísmo tardío 23, que sintetiza muy bien
el maremagnum ideológico-religioso de aquel período.
Estaba fuertemente asentada la esperanza en un reino polí-
tico-mesiánico de un retoño de la casa de David. Reino mesiá-
nico terreno, en el que el mesías davídico ejercería un papel
decisivo, creando una situación de paz, de prosperidad, de fe-
cundidad, de longevidad, sin sufrimiento, en donde se practica-
ría la justicia, la santidad, la piedad, la adoración de Dios.
Para ello habrían de ser exterminados los enemigos, especial-
mente los dominadores romanos. Jerusalén sería purificada, los
israelitas se reunirían, de forma que Dios podría reinar por
medio de su ungido sobre Israel, sobre los pueblos, sobre el
mundo. Los paganos acudirían desde lejos a adorar a Yahvé y
a cumplir su ley. Estas aspiraciones aparecen con claridad no
sólo en los escritos del judaísmo (Salmos de Salomón 17; Jubi-
leos 1,17s.28; 23,26-31; Testamento de Judá 22,2s; 24,5;
etc... ), sino también en las reacciones espontáneas de los discí-
pulos de Jesús (Mc 10,37; 8,32; 11,10; Lc 19,11; 22,38; 24,21;
He 1,6). Los zelates llevaban estas aspiraciones hasta el ex-
tremo de organizarse en un movimiento de rebelión armada
contra los romanos, con la esperanza de traer a la tierra la rea-
lidad del reino mesiánico, contando siempre con la ayuda de
alguna intervención milagrosa de Dios. Se trataba, sin duda,
de una esperanza popular de carácter religioso-nacionalista muy
OltunOICla en el amDlente oe este penado.
Otro modelo era el que se expresaba en la doctrina rabínica
del ocultamiento presente y la manifestación futura del reino de
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Dios, de modo especial por la fidelidad en el cumplimiento de
la Torah. El reino de Dios estaría oculto fundamentalmente
debido a la culpa de Israel. Tuvo sus momentos de esplendor
en el pasado: la liberación de Egipto y la promulgación de la
Ley. Ahora estaría a la espera de otros momentos futuros, es-
pecialmente de los días del mesías. La Ley quedaría restable-
cida en todo su esplendor. Israel se convertiría a la observancia
exacta de la Ley, y así se haría visible el dominio de Yahvé no
sólo sobre Israel, sino también sobre el mundo y la historia. La
dimensión ético-religiosa se prolongaría hacia dentro de lo so-
cial-escatológico. Se impondría una conversión a la Ley, ya
que Dios no podría seguir permitiendo que los hombres des-
preciasen los derechos divinos. Algún día lo reconocerían
como Rey. Incluso otros pueblos reconocerían el monoteísmo
y asumirían sus consecuencias. En una palabra, el reino de
Dios se establecería en todo su esplendor. Obra sobrenatural,
de dimensión individual y social, de cumplimiento de la Ley y
de salvación por medio de ella.
El clima apocalíptico llevaba ya más de dos siglos in-
fluyendo en la mentalidad judía. Dentro de ese horizonte des-
punta la expectación apocalíptica del reino cósmico y universal
de Dios. En resumen, el período del tiempo terreno, malo,
viejo e insanable, sucumbiría dejando sitio a un período
bueno, nuevo y diferente, en virtud de la exclusiva interven-
ción de Dios. Ese reino escatológico de Dios irrumpía sobre
las ruinas del tiempo presente y de las realidades terrenas. La
figura del Hijo del hombre estaría íntimamente ligada a esta
acción de Dios. Esta concepción del reino exigiría de los judíos
una actitud de expectativa pasiva en relación con su acontecer
-pura y absoluta iniciativa de Dios-; pero también de severi-
dad ética para escapar del juicio de Dios, que podría sobreve-
nir a cada instante. Se abriría la posibilidad de salvación para
los gentiles iustos, que estarían incluidos entre los elegidos.
Todos pasarían por terribles angustias, que caracterizarían a la
venida del reino. Los escritos del libro de Daniel (capítulos 2
y 7) y de Henoc etíope (capítulos 37-41) ofrecerían muchos
elementos para esta expectativa. El lugar de su lIegada no sería
ya Israel, sino toda la tierra renovada, purificada, junto con la
Jerusalén celestial o el paraíso. Un carácter salvífico, indivi-
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dualista, espiritualizante, supramundano, marcaría esa venida
del reino de Dios.
En todos estos modelos se escondía la expectativa de que
estaba a punto de acontecer algo importante por parte de
Dios. La situación presente del pueblo contrastaba demasiado
con las promesas de Yahvé en la Escritura. Se vivía en un te-
rreno bien abonado para que surgieran revolucionarios ar-
mados (zelotes), grupos carismáticos espirituales (Qumrfm), es-
cuelas doctrinales (fariseos), grupos acomodaticios (herodianos
y otros) en medio de las fuerzas de dominación. En este remo-
lino de ideas, de proyectos, de expectativas, de movimientos.
de tendencias, surgió un hombre lleno del Espíritu de Dios que
predicaba: «Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios es in-
minente. Arrepentíos y creed en el avengelio» (Me 1,15).
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Dios vuelto hacia los hombres, con un rostro de amor, como
gracia y como don. Es cercanía salvífica de Dios.
Esta cercanía de Dios está, en primera línea, cargada de
alegría, de paz, de felicidad. En este sentido Jesús muestra
cierta ruptura con su precursor Juan Bautista. Juan carga las
tintas en el juicio: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los ár-
boles. Y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arro-
jado al fuego» (Mt 3,10). Lucas da la impresión de que quiere
mostrar la ruptura de la predicación de Jesús en relación con la
de Juan en dos momentos. Sólo pone la proclamación solemne
de Jesús por el bautismo después de que Juan está ya encarce-
lado, dejando por tanto el bautismo de Jesús sin un bautizador
(Lc 3,19-20; 3,21-22); Y en otro momento hace terminar en
Juan la ley y los profetas, par:¡ indicar que desde entonces el
reino de Dios está siendo anunciado (por Jesús) y todos se es-
fuerzan en entrar en él (LcJ6,16). Así pues, si Juan hablaba
del juicio inminente, Jesús habla de misericordia (Lc 15). Si
Juan habla de una cercanía amenazadora de Dios, Jesús ha-
blaba un signo de alegría (Lc 1,14; 2,10; 10,17; 15,7.10;
24,41.52). En el fondo, para Lucas, la presencia de Jesús es se-
ñal de alegría. Es señal del amor benevolente de Dios a los
hombres.
A pesar de este aspecto luminoso del reino de Dios, es
también discernimiento, juicio. El que rechaza la invitación al
banquete, no podrá gozar de él; quedará eliminado (Lc 14,24).
El que no tenga el traje nupcial, será apartado del festín y
echado a las tinieblas exteriores, donde habrá gemidos y rechi-
nar de dientes (Mt 22,13). El que resulte que es cizaña en la
cosecha, será atado en haces para ser quemado (Mt 13,30). El
que sea mal terreno, no dará frutos para la vida (Mt 13,3-23).
El que no sea un buen pez, será echado fuera (Mt 13,48). Por
tanto, el reino de Dios es esa cercanía de Dios que discierne.
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Dios es inminente. Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc
1,15). Presencia desprovista del ropaje apocalíptico de una ac-
ción repentina de Dios que transforma el cosmos. Unida a la
conversión, está la actitud de fe en la buena nueva, en la ac-
ción salvífica de Dios.
Jesús apela al signo de Jonás. En la versión de Mateo, el
signo se relaciona con la muerte y resurrección de Jesús, en
alusión a los tres días que estuvo Jonás en el vientre de la ba-
llena. Pero en la versión lucana el signo de Jonás relaciona la
presencia del reino con la conversión, con la penitencia. Nínive
se convierte con la simple predicación de Jonás; con la presen-
cia del reino en la persona de Jesús esta generación no se con-
vierte. El reino de Dios es exigencia de conversión (Lc 11,29-
32).
La cercanía de Dios es exigencia, es llamada. De nuevo, los
preferidos de Jesús en el anuncio de este reino son los peca-
dores, los pobres, los marginados social y religiosamente. Los
que veían la presencia del reino irrumpir a través de la obser-
vancia estricta de la Ley, creando un Israel de puros, se escan-
dalizaban del Hijo del hombre que era «amigo de publicanos y
pecadores» (Mt 11,19). «No necesitan de médico los sanos,
sino los enfermos; ni he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores» (Mc 2,17). Hablando de modo plástico e imagina-
tivo, Jesús señala que hay «más alegría en el cielo por un peca-
dor que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan penitencia» (Lc 15,7). Dios, por así decirlo, deja las
noventa y nueve ovejas en el desierto y sale a buscar a la única
perdida.
El reino de Dios es cercanía salvífica de Dios, pero es tam-
bién decisión radical del hombre; es compromiso con un nuevo
modo de ser. En un contexto fuertemente legalista, en el que
los fariseos ejercían una enorme influencia, el reino de Dios
anuncIado por Jesus eXIge actitudes mteriores prorunúas. Si el
estilo de Jesús es provocativo y hasta hiperbólico, el sentido de
sus palabras está claro. «Si tu ojo derecho te escandaliza,
arráncatelo y arrójalo de ti, porque te conviene perder uno de
tus miembros antes que todo tu cuerpo sea arrojado a la ge-
henna. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arró-
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jala de ti, porque te conviene perder uno de tus miembros
antes que todo tu cuerpo vaya a la gehenna» (Mt 5,29-30). No
hay nada tan importante como el reino. Por él se sacrifica
todo. No tolera detenciones en el camino, ya que «nadie que
ponga la mano en el arado y mire atrás es apto para el reino
de Dios» (Lc 9,62). Reino que exige la disponibilidad de no te-
ner donde reposar la cabeza, de no volver a sepultar a sus
muertos (Lc 9,58.60), de dejar la familia y todo lo que se po-
see (Lc 14,26; Mc 1,20), de llevar cada día la cruz (Lc 14,27;
Mt 10,37-38; Mc 8,34-27; etc.), de renunciar a las riquezas
-que en una larga tradición bíblica eran consideradas como
signo de la bendición de Dios (2 Crón 27,29; Gén 13,2; 26,12s;
30,43)- en una actitud de desprendimiento (Lc 5,11.28;
14,33).
Las exigencias del reino en la predicación de Jesús podrían
parecer a primera vista vueltas hacia una concepción individua-
lista e interior del reino. Así una larga tradición, que arranca
desde Orígenes, entendió que el reino de Dios no viene osten-
siblemente ni se puede percibir en su visibilidad, sino que está
en el interior del hombre (Lc 17,20). Conversión interior, per-
sonal, individual, cuya única exteriorización serían los actos
que se derivan de esa actitud interna. Versión todavía más
acentuada por el imperio del individualismo a partir del triunfo
del capitalismo y su ideología. El occidente se sumergió en las
olas de la subjetividad plenamente, con consecuencias en todos
los terrenos, no excluido el religioso.
Sin embargo, Jesús predicaba a un pueblo, cuya conciencia
de pertenencia y de solidaridad colectiva era enorme. Israel se
constituyó en pueblo experimentando la acción salvífica de
Dios. Y la intervención soberana de Dios, el reino de Dios,
sólo se entendía en Israel en relación con la nación, con el
pueblo. Y sólo dentro de esa comunidad nacional es como se
pensaba en los individuos. Por tanto, las transformaciones y exi-
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tendidas en Israel una vez articuladas con la idea de un nuevo
orden social-religioso. Por tanto, el reino de Dios es la instau-
ración de un nuevo universo de relaciones sociales y religiosas.
Lo abarca todo: el hombre, la sociedad, el mundo. La totali-
dad de la realidad debe transformarse con la entrada del reino,
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con la acción salvífica de Dios, con las respuestas de los hom-
bres.
La predicación de Jesús no se presenta en forma de alterna-
tiva rígida entre «conversión interior» y creación del «nuevo
orden socio-religioso». Esta doble dimensión es asumida seria-
mente por Jesús, de modo que incurrimos en un imperdonable
unilateralismo si reducimos el reino de Dios a sólo una de
ellas. El nuevo orden socio-religioso implica necesariamente
cambio de estructuras, pero también conversión personal de
cada miembro del «nuevo pueblo de Dios». Cuanto más cons-
ciente fuere la pertenencia a ese nuevo orden, más garantía ha-
brá de que se realizará ese orden una vez que esa conciencia se
traduzca en prácticas, en caridad operativa, en construcción ac-
tiva del reino.
Al indicar el reino de Dios como un orden nuevo en favor
sobre todo de los pecadores, de los pobres, de los ham-
brientos, de los perseguidos, fácilmente podríamos imaginar
que ya somos capaces de identificar en nuestra historia la pre-
sencia del reino en los acontecimientos. En el fondo, el reino
se convertiría en algo detectable por nosotros con los instru-
mentos de nuestros análisis sociales, culturales o, tal vez, in-
cluso teológicos. Contra esa pretensión Jesús nos amonesta en
numerosas parábolas y dichos sobre el carácter oculto y miste-
rioso del reino de Dios.
Nadie ve crecer la semilla; la planta surge de repente. Na-
die ve actuar a la levadura, pero de pronto la masa queda fer-
mentada. Tened cuidado -dice Jesús-; si alguien os dice que
el reino está aquí o está allí, no lo creáis; no viene ostensible-
mente; está actuando en medio de nosotros, pero bajo el velo
del misterio (Lc 17,20-21). El mismo Jesús sudó sangre para
entender que el reino de Dios pasaba por su pasión. «Padre,
no se haga mi voluntad, sino la tuya». Esa voluntad exigía del
mi<;mo Tp<;ú<; ohpriipnri;¡ y ;¡(';¡t;¡miento. en la oscuridad v en la
fe.
Todos los modelos del reino presentes en tiempos de Jesús
impedían a sus contemporáneos captar la presencia del reino
de Dios en medio de ellos. Al final Jesús, predicador del
reino, fue condenado por todos, precisamente por causa de ese
JJI
reino no percibido, no identificado por sus enemigos. En todos
los modelos del reino había elementos de verdad, elementos de
realidad en relación con el reino auténtico de Dios. Pero tam-
bién había en todos ellos una zona de oscuridad, de opacidad,
que les impedía el acceso al reino. Al querer tener la absoluta
y dogmática certeza de poder identificar el reino, no consiguie-
ron hacerlo. La cercanía salvífica de Dios conserva siempre el
carácter de absoluta libertad y soberanía de Dios, que no
puede encuadrarse dentro de ningún esquema previo.
Si la práctica de Jesús es la gran reveladora de la presencia
del reino, estuvo rodeada de humildad y de ocultamiento. El
origen humilde y oscuro de Jesús sirve de pretexto para no
acoger su predicación y su persona (Jn 9,29; 7,40-44). Tal vez
el punto crucial y decisivo fuera el fracaso de la pretensión de
Jesús con su condena a muerte. ¿Cómo puede ser auténtico
aquel reino predicado por uno que acaba su vida en el repudio
vergonzoso de la cruz?
Este carácter oculto y misterioso del reino nos obliga a una
postura de humildad y de prudente cautela ante toda preten-
sión de identificar apocalípticamente alguna realidad histórica
con el reino o de querer señalar con absoluta certeza su pre-
sencia en algún acontecimiento. Los criterios negativos -ahí
no está el reino-- parecen más fáciles que los criterios posi-
tivos -ahí debe estar presente el reino--. En todos esos casos
hay una cierta suspensión de juicio, ya que su presencia miste-
riosa nos impide una aprensión total. ¡Cuántas veces una
iniciativa, un movimiento, una actividad llenos de vida, de jus-
ticia y de caridad, signos inequívocos de la presencia del reino,
quedan rotos abruptamente por la persecución, por la prohibi-
ción. por la represión! En un primer momento, parece la
muerte de aquella semilla viva del reino. ¿Y quién sabe si
precisamente de esa muerte estará naciendo más vida? ¿Quién
podrá afirmar o negar que exactamente en esos momentos de
cruz el reino de Dios está todavía más activo y presente?
Cuando a primera vista parece que todo se está hundiendo, el
reino -la cercanía salvífica de Dios- se sumerge más en me-
dio de los hombres.
El pueblo de Israel nació de una experiencia política, en-
112
tendida e interpretada a la luz de la fe en Yahvé. Por eso estas
dos dimensiones -política y religiosa- se interpenetran tan
profundamente en la conciencia del pueblo judío. Así, la pre-
gunta que hoy nos hacemos sobre el carácter religioso y político
del reino de Dios predicado por Jesús es en cierto modo ana-
crónica. Sólo a través de ciertos giros hermenéuticos conse-
guimos tratar de la cuestión.
Todos los modelos del reino de Dios existentes en tiempos
de Jesús eran profundamente religiosos en su inspiración, moti-
vación y horizonte, aun cuando asumían formas de acción polí-
tica. Tal era el caso de los zelotes.
El partido de los zelotes se remonta a Judas el galileo y a
Sadoc el fariseo, que con ocasión del censo ordenado por Qui-
rino en tiempos del emperador Augusto el año 6 p.e., movili-
zaron al pueblo para que reaccionara contra el censo y contra
el pago de impuestos a los romanos. Los zelotes promovieron
acciones violentas, revolucionarias, desencadenando una oposi-
ción armada a los romanos y a los judíos colaboracionistas.
Sin desconocer que muchos fanáticos, criminales, tipos
amigos de la violencia por sistema se refugiaban en las huestes
zelotas, no se les puede negar cierta atracción e influencia so-
bre el alma judía del siglo primero. De hecho, el partido zelote
se inspiraba en una limpia tradición judía y proponía ideales
atractivos para el judío ufano de su religión y de su nación. La
radicalidad de los medios violentos podía chocar a algunos y la
exigencia de pureza cultual unida a un nacionalismo intransi-
gente ahuyentaba a todos los grupos judíos que se beneficiaban
de la situación de dominación romana.
Tenía delante de sí como modelos ejemplares a Fineés, hijo
de Eleazar, y a los Macabeos. El primero mató a un judío con
el madianita que había introducido en los campamentos de Is-
rael, en un gesto de puro celo por la Torah, apartando así de
su pueblo la Ira oe Yahve ~¡~um 2.3,i.í). LUI> lvlé1uiÍJtul> iu\"ild-
ron contra las profanaciones de los seléucidas hasta el he-
roísmo de dar su vida por la restauración de la pureza de la re-
ligión de Israel (1 Mac 7). Formulaban como ideal el
reconocimiento de la soberanía absoluta de Yahvé sobre Israel,
y consiguientemente la autonomía libre del pueblo. En efecto,
113
Escatología ..
sin esa autonomía quedaba lesionada la misma soberanía de
Yahvé. Por eso defendían la necesidad de luchar contra toda
esclavitud socio-política. Y concretamente, contra los romanos.
Este ideal encontraba ecos entre los fariseos y los esenios, de
modo que el partido de los zelotes pudo contar con un amplio
apoyo también en esos grupos religiosos.
Los zelotes creían en la inminencia del reino de Dios, en
una intervención maravillosa de Yahvé, que vendría a secundar
la lucha contra los enemigos invasores. Representaban, por
tanto, un modelo de reino de Dios, religioso en la inspiración,
político en la realización: lucha armada para expulsar a los ro-
manos y crear una nación libre, en donde reinase plenamente
Yahvé con su ley 24.
¿ y Jesús? No cabe duda de que atrajo a algunos zelotes,
que llegaron a ser discípulos suyos. Algunos rasgos de su pre-
dicación presentaban resonancias zelotas. Algunos de sus
actos, como la expulsión de los vendedores del templo, concre-
taban varios de los postulados zelotes de purificar el templo de
Yahvé contra las profanaciones, incluso de la casta sacerdotal
decadente y colaboracionista. Pero el horizonte zelote era de-
masiado estrecho. Se reducía al nacionalismo judío. Jesús
anuncia un reino universal de salvación; en un primer mo-
mento, en relación con las divisiones y segregaciones internas
de Israel; luego, bien directamente por Jesús o bien por la in-
terpretación de las comunidades primitivas, un reino que se ex-
tiende a los paganos. La principal contradicción entre el mo-
delo zelote y la predicación de Jesús no se refería ante todo
directamente al cuño religioso o político de la cuestión. Porque
los zelotes nunca se reconocieron como movimiento puramente
político. Querían un Israel libre para que diera culto a Yahvé,
para que cumpliera la Ley sin constricciones, para que guar-
dara la pureza religiosa judía. Jesús anuncia un reino que no se
basa ni en la restricción del culto a Yahvé en Jerusalén, ya que
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114
soberana de Dios, que «hace salir el sol sobre buenos y malos
y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45), que se inclina
en favor de los marginados, de los pecadores, de los excluidos
por la pureza legal religiosa y que no vendrá por la fuerza de
las armas (Mt 26,52ss). Pasa por el fracaso y la muerte de
Jesús; se realiza en cierto modo en el misterio y el oculta-
miento. Es amor, es servicio mutuo, es perdón, es conversión.
La crítica de Jesús a los zelotes no va en la línea de la espiri-
tualización, sino en la de la radicalización, esto es, yendo a la
raíz última no sólo de la dominación romana, de la profana-
ción de la tierra santa de Israel, sino de todas las dominaciones
y profanaciones a lo largo de la historia. Si por un lado es más
religioso que el modelo zelote, ya que arranca de la experien-
cia de Jesús de la soberana y absoluta libertad gratuita de Dios
Padre, es también más político, ya que introduce en la historia
un germen que ha de barrer todos los imperios y todas las do-
minaciones de todos los tiempos, pues todas ellas se basan en
último análisis en la negación de Dios y del servicio a los her-
manos, centrándose en intereses egoístas de naciones, de clases
y de individuos.
La aproximación interpretativa del reino de Dios a partir
del corte religioso político no ilumina las cosas. Más bien las
confunde. En última instancia, el verdadero corte viene de la
experiencia de Dios hecha por los zelotes y hecha por Jesús.
Los zelotes quedaron presos dentro del problema de la samari-
tana: en qué templo hay que adorar a Yahvé. Jesús tenía otro
problema. Jesús experimentó el amor universal y salvífico del
Padre, con su predilección por los marginados, social y religio-
samente. Cuando lo político está en contradicción con esta ex-
periencia de Dios, no puede ser una concreción o mediación
del reino. Pero, al contrario, cuando responde a esa experien-
cia, entonces manifestará su presencia entre nosotros.
En el reino de Dios anunciado por Jesús no valen los crite-
rios mundanos de la honra, de la búsqueda de los primeros si-
tios (Mc 10,38; 10,42-44; Lc 14,7-11), ni tampoco los de la ex-
pectativa de sucesos milagrosos para resolver los problemas
(Mt 4,3-4). Mejor que por los términos «religioso o político»,
el reino de Dios se puede entender a partir del Dios experi-
mentado y anunciado por Jesús. Un Dios de amor universal y
lIS
salvífica. Un Dios que se hace presente en el pobre, en el
hambriento, en el desnudo, en el preso, servido por los demás
hermanos (Mt 25,35ss).
En toda esta predicación del reino de Dios por Jesús, lo
más chocante hoy para nosotros es la expectativa inmediata de
su venida. Jesús esperaba la «cercanía de Dios», la venida del
reino de Dios, para dentro de la generación de sus oyentes.
Jesús anuncia la inmediata cercanía temporal del reino de
Dios. Más aún, afirma que se manificsta ya ahora y que irrum-
pirá de forma dcfinitiva y última incluso en vida de sus
oyentes. Este dato básico es el que brota de una primera lec-
tura de los sinópticos en una serie de afirmaciones 25.
El reino de Dios es la cercanía salvífica de ese Dios al hom-
bre pecador, llamándolo a la conversión y a la construcción de
un nuevo orden, como veíamos anteriormente. La tensión que
surge en el Nuevo Testamento, iniciada ya durante la vida te-
rrena de Jesús y continuada en la vida de la comunidad primi-
tiva, se da entre el reino de Dios ya presente en señales y su
irrupción última y definitiva para dentro de un breve tiempo.
En el esquema espacio-temporal tradicional, el reino de Dios
venía de arriba, del cielo -espacio-, y ponía punto final tem-
poral a la historia humana ---esquema temporal-o
El reino de Dios está ya presente a través de los signos ma-
ravillosos, de los milagros, de las expulsiones del demonio que
Jesús realiza (Lc 11,20; Mt 12,28; Lc 10,23-24; Mt 13,16-17).
Las dificultades de Juan Bautista en reconocer en la predica-
ción de Jesús la presencia del reino quedan resueltas con la
apelación a la señal de los milagros y de la evangelización de
los pobres, en una clara alusión a 1s 26,19; 35,5-6; 29,18-19;
61,1. La parábola de la higuera (Mc 13,28-32) alude a la cerca-
nía del reino, aunque termine con la alusión al desconoci-
miento del día; su conocimiento está reservado al Padre.
el sermon de las Olenaventuranzas ~Lc b,LU-LJ) no pasaria
de ser una serie de frases piadosas, engañosas y demagógicas,
si no se tratase de una venida del reino para aquellos pobres a
1] 6
los que se dirigía el sermón. Por tanto, en el horizonte de las
bienaventuranzas está una intervención de Dios en favor de los
pobres, de los hambrientos, de los que sufren, de los perse-
guidos.
La entrada de Jesús en escena en el evangelio de Marcos
refleja claramente ese carácter proclamativo y escatológico de
su anuncio. No se trata de enseñar una doctrina, sino de pro-
clamar un acontecimiento con sus exigencias de conversión y
de adhesión a la buena nueva (Me 1,15). El envío de los discí-
pulos a misionar revela ese carácter de urgencia y de prisa:
nada de grandes preparaciones materiales -ni bolsa ni al-
forja-, nada de perder el tiempo en saludos. Lo importante es
decir enseguida que el reino de Dios está cerca, confirmando
este anuncio con la atención a los enfermos (Lc 10,1-12; Mt
10,7-6).
Hay una serie de dichos de Jesús en torno al tema de la
sorpresa de la venida del reino, y por tanto de la actitud de vi-
gilancia. Vendrá como un rayo (Le 17,24); sorprenderá a los
hombres como el diluvio en tiempos de Noé (Lc 17,27), o
como el fuego en Sodoma (Lc 17,29) fulminando a la mujer de
Lot (Le 17,32); arrebatará a una persona de la cama o del le-
cho de muerte, dejando a la que estaba a su lado (Lc 17,34-
35); vendrá como el ladrón de noche y sin avisar (Lc 12,39), o
como el amo que sorprende a sus criados (Lc 12,35-38) o como
un lazo que cae de improviso (Lc 21.35). Este aspecto de sor-
presa sólo tiene algún significado si de hecho el horizonte de la
venida del reino en su expresión definitiva no está tan lejos.
Jesús apela incluso al sentido de discernimiento: si lo tenemos
para el tiempo material -la lluvia o el calor-, ¿por qué
somos tan obtusos para interpretar el tiempo presente. o sea,
la venida-presencia del reino (Lc 12.54-56)?
En otros momentos se alude a acontecimientos escatoló-
gicus uc ia Vt:UiÚd Jc~ l~~Hu, \.0üh.J "i é.;tu tü",,·i~~G. qllc 0;::U:-:::
en esta generación. Se pedirá cuenta de la sangre derramada
por tantos profetas asesinados desde el comienzo del mundo.
desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías (Lc 11,50-51). Es
un rasgo típico de un juicio último, una de las formas bajo las
que vendrá el reino. La parábola de la higuera, mencionada
117
anteriormente, insiste en que el reino descrito bajo forma apo-
calíptica acontecerá antes de que pase esta generación (Mc
13,29-30).
Abundantes textos -sin querer entrar en la tecnicidad exe-
gética de cada uno de ellos- revelan a un Jesús envuelto en la
conciencia de que pronto tendría lugar la venida definitiva y
última del reino. Y él mismo manifestó esta conciencia en sus
predicaciones y acciones para la generación de sus oyentes y
fue objeto de la reflexión de la comunidad primitiva. A partir
de esto podremos entender mejor el significado de la inminen-
cia del reino de Dios.
118
en su comportamiento, para ver si no se encuentran ya allí las
señales y la base para esa interpretación de la comunidad pri-
mitiva respecto a Jesús. Evidentemente, el hecho de la muerte
y resurrección fue el momento de la combustión. Pero cierta-
mente había ya mucho material inflamable acumulado en la
memoria de los que conocieron a Jesús y que, en contacto con
la fuerza explosiva de los acontecimientos pascuales, ardió en
relámpagos escatológicos. Se dio el paso de una soteriología
escatológica -venida inminente del reino de Dios- a una so-
teriología cristológica -Jesús es nuestra única salvación (He
4,12)-. Confesar a Jesús es salvarse (Rom 10,9): afirmación
que resultará central en la predicación paulina y del Nuevo
Testamento (l Jn 5,13; Jn 1,17; He 1323; 15,11; etc ... ).
Para los testigos de los acontecimientos pascuales, la resu-
rrección y la exaltación de Jesús por la fuerza de Dios pusieron
de relieve el verdadero sentido de la persona y de la obra de
Jesús. Señor, príncipe, salvador (He 2,32-36; Flp 2,9-11; He
13,33; Rom 1,4), establecido en poder, recibe del Padre todo
poder sobre la tierra y sobre los cielos (Mt 28,18). El reino de
Dios anunciado por los profetas y predicado por Jesús asumía
la forma de juicio y de salvación. El Cristo glorioso ejerce esta
doble función de juez y de salvador (1 Tim 4,1.18; Jn 5,22.27).
En una palabra, el reino de Dios se identifica con el reino de
Jesús (Ef 5,5; Col 1,13; 1 Cor 15,24s; 2 Pe 1,11).
Acordándose de Jesús, los cristianos pudieron percibir
cómo de hecho irradiaba de su persona una «autoridad»
-exousía- única, original. Con poder y autoridad manda a los
demonios (Lc 4,36). Marcos nos presenta a Jesús en lucha vic-
toriosa contra los espíritus malos. Y si entramos en la mentali-
dad popular de antaño -y tal vez también de hoy en algunos
ambientes-, entenderemos con mayor claridad lo que significa
vencer, derrotar, tener dominio sobre los demonios. La fuerza
diabólica se extendía ampliamente por los sectores de la enfer-
medad, de las catástrofes, de los castigos, de las amenazas, de
los peligros, de los maleficios. Y Jesús se presenta como al-
guien que es más poderoso que ese terrible poder maligno.
Marcos dramatiza este poder de Jesús, haciéndole dialogar con
el demonio. Este lo confiesa como «Santo de Dios». A su vez
suena la voz autoritativa de Jesús: «¡Cállate y sal de este hom-
11 t)
bre!» (Mc 1,21-28). Estas escenas promueven la admiración de
las muchedumbres. Reflejo del poder de Jesús que lleva la vic-
toria sobre el demonio hasta el terreno absolutamente reser-
vado a Dios: el perdón de los pecados (Mt 9,2-6; Mc 2,5-10;
Lc 7,48).
Israel reconocía en la Torah un don inmenso de Dios. A
través de ella podía vivir la alianza sellada en el Sinaí. Esta ex-
periencia primigenia se fue cubriendo con el correr de la tradi-
ción histórica judía de una ganga impura de prescripciones
cada vez más detalladas y contaminadas de intereses diversos,
hasta trasformarse en fuerza opresiva al servicio de la domina-
ción de grupos religiosos en Israel. El pueblo sencillo sufría
bajo el peso de las innumerables determinaciones legales, con
la imposibilidad física y cultural de cumplirlas. Y de ahí nacía
su conciencia de ser pecador.
Quizás fue en este terreno religioso legal donde Jesús mos-
tró lo más alto de su exousía, de su libertad gigantesca, nacida
de una autoridad singular. Con la parábola del publicano in-
vierte simplemente el juego de la legalidad orgullosa y de la
humildad arrepentida, haciendo que la balanza de la justifica-
ción se incline del lado del publicano y dejando al fariseo en la
injustificación del cumplimiento legal y convencido de las pres-
cripciones. Acostumbrados a oír esta parábola, apenas nos
damos cuenta del atrevimiento enorme de Jesús. ¿De dónde
podría venirle esta libertad autoritativa? Este enigma de Jesús
tuvo intrigados a sus interlocutores hasta el día en que los
acontecimientos pascuales lanzaron su luz definitiva sobre él.
La práctica de Jesús pone en jaque a las instituciones más
sagradas de Israel. El sábado no lo detiene ante la acción de
ayudar al hombre de la mano seca, ni le impide mandar al pa-
ralítico que se cargue con su camilla (Jn 5,2-9). Cuando pone
al sábado en función del hombre, no lo antropologiza en el
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122
4. La continua cercanía escatológica de Dios
123
vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Incluso Pa-
blo, que reconoce la posibilidad de un conocimiento natural de
Dios (Rom 1,20), no se sitúa fuera de la perspectiva de la con-
sideración concreta de la historia, vista en su unidad salvífica.
En otras palabras, el hombre es visto como un ser llamado por
Dios para una salvación que consiste en la participación de la
propia vida íntima eterna de Dios. El reino de Dios es realidad
que afecta a todos los hombres. Nadie puede dejar de tomar
posición delante de él. Y cualquier posición que tome es de
consecuencias salvíficas o condenatorias.
Este horizonte histórico-salvífico judío se encontró con la
filosofía griega, de corte esencialista y sustancialista. Surgie-
ron entonces cuestiones sobre las posibilidades del ser humano,
simplemente en cuanto animal racional, prescindiendo de su
condición histórico-salvífica. ¿Cuáles son las posibilidades de
un orden natural, en el que los hombres utilizasen simplemente
su capacidad racional, su libertad, su voluntad, poniendo entre
paréntesis el orden de la gracia. el orden sobrenatural?
Sin referirse directamente a la problemática natural-sobre-
natural, en la medida en que crece la conciencia de la autono-
mía en el ser humano, surge implícitamente una problemática
sobre la relación entre ese hombre moderno, maduro, autó-
nomo y la proximidad salvífica de Dios. Más todavía. ¿Qué es
lo que ocurre con ese hombre autónomo que en nombre de su
mayoría rechaza cualquier dependencia en relación con un ser
trascendente? ¿Habrá posibilidades de contacto con la cercanía
salvífica de Dios? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cómo entenderla den-
tro de ese horizonte de autonomía?
En otras palabras, ¿está el hombre autónomo excluido de
la salvación? ¿Está privado de toda relación con la cercanía
salvífica de Dios? ¿Está totalmente fuera del reino de Dios? Si
hay una cercanía salvífica de Dios, ¿cómo no se viola esa auto-
lIU1U;a ~ (,D0üJ~ fni-.:.JC Cú\::0iJ~i'üi' -:I pülJ.~v ~c ~~üt¿¡~tc ~:;u. .:c;'
124
tra ese hombre», exclama Júpiter al captar toda la pretensión
de Orestes a la libertad. Orestes es libre. Asume con coraje el
crimen de parricidio y matricidio. No es débil con su hermana
Electra, que se refugia bajo la protección de los dioses, por no
soportar su libertad, por no tener coraje para asumir su partici-
pación en el crimen de su hermano. Este Orestes moderno de-
safía a todos los dioses. Lucha para que las Electras no huyan
de su libertad al seno de las divinidades. No teme las «moscas»
del remordimiento. La justicia es un problema de los hombres.
«No tengo necesidad de un Dios que nos enseñe», protesta
Orestes en una de sus autoafirmaciones más radicales. En-
tonces, ¿qué posibilidad y qué manera hay de entender la cer-
canía de Dios en relación con los Orestes de hoy?
La cercanía salvífica de Dios sólo puede comprenderse de-
bidamente si se parte de una cercanía de Dios primera -en el
sentido metafísico, y no en el temporal- respecto a la crea-
ción. Para hablar de la última palabra de Dios sobre el hombre
-eschaton + logía-, tenemos que empezar por la creación
-proto + logía-: primera palabra. Y esta primera palabra
sólo nos resultará clara cuando hablemos de la última palabra.
Hay una relación fundamental entre la protología y la escatolo-
gía. Querer entender las primeras páginas de la Biblia sobre la
creación, sobre el paraíso terrenal, sobre el pecado, sobre el
castigo, sobre la promesa de salvación, bien como dato pura-
mente primero y pasado, bien como palabra futura de espe-
ranza, en su unilateral exclusividad, es falsear el sentido de las
mismas. No se puede entender la palabra primera de la crea-
ción, con sus relatos figurados, exclusivamente como un dato
histórico pasado; como tampoco se le puede negar cualquier
referencia al pasado y transformarla únicamente en utopía, en
proyecto de vida, en esperanza de realización histórica.
Ya en las primeras páginas de la Biblia aparece la cercanía
creadora de Dios. El hace que sea el «sen>, él hace que exista
el «sen> en su consistencia propia. Y si el ser es el hombre de
la autonomía de su libertad, Dios no se acerca al hombre des-
pojándolo de sus cualidades, de sus potencialidades, de su li-
bertad, para que en ese estado alienado el hombre mismo cree
a su dios. El acto creativo es por excelencia un don que res-
peta la alteridad, absoluta en cierto sentido, del hombre en re-
125
lación con el mismo Dios. Dios, al crear al hombre en su liber-
tad, lo hace poseedor de la facultad de autocrearse en su
relación con el propio Dios, con los demás hombres y con la
naturaleza. Esta cercanía creativa de Dios, primera, que cons-
tituye al hombre en libertad, posibilita la dimensión escatoló-
gica de la acción humana, es decir, una aproximación a Dios
que sea decisiva, última, en relación con el hombre. La liber-
tad es el fuego que no fue robado por los hombres a los
dioses, sino dado al hombre por Dios en el acto creativo. Ni
cayó del cielo como un rayo, ni se conquista por el coraje de
asumir el asesinato de su padre y de su madre, como el Orestes
de Las moscas. La libertad humana sólo existe porque hay una
libertad divina que la llama a la existencia, que la constituye
en su relación dialogal. El hombre como razón y libertad es la
manifestación de esa primera \Jalabra de Dios, protología. En
términos bíblicos, el hombre es un se/cm clohim, esto es,
creado a imagen y semejanza de Dios. Sin esa primera pala-
bra, la última, la escatología, se hace ininteligible. La primera
anuncia ya lo que será la última; y la última ilumina, explicita
y plenifica a la primera. Las dos, por tanto, se iluminan mu-
tuamente.
El lenguaje simbólico del Génesis va más allá de una sim-
ple creación de un ser libre, racional, que responde ante su
Creador en libertad y responsabilidad. Hace nacer a todos los
hombres de Adán y Eva, la madre de los vivientes. Los hom-
bres constituyen una unidad. Son libertades que sólo se entien-
den dentro de una humanidad. Y de hecho Dios trata desde el
comienzo al hombre como una unidad, corno humanidad. Hu-
manidad en una relación de amistad. Humanidad en el pecado.
Humanidad en el castigo. Humanidad en la promesa de salva-
ción. En cierto modo, anterior a la misma libertad individual,
el hombre se encuentra ante esa unidad del género humano.
Ya por el proyecto creativo de Dios, el hombre es pensado en
orrlf'n :l ('on<:titllir<:f' pn hllm:'lni,hrl P ..... hnt... , inr:t~l~'" ~~t'.?~ d'.?
sus decisiones libres, está ya referido a esa unidad colectiva hu-
mana. En su seno, se revela y se realiza corno persona 27.
126
En una perspectiva teilhardiana, la evolución y la socializa-
ción son dos leyes que rigen nuestro universo físico y humano.
Lo real, la naturaleza y la historia, sólo tienen consistencia en
el movimiento y por el movimiento. El universo está sujeto a
un gran proceso de complejidad creciente, de psiquismo ascen-
sional e interdependencia progresiva. Y la humanidad toma
conciencia de su unidad y de su responsabilidad de todo el uni-
verso. Por el proceso de socialización crece la unión de los
seres vivos, autónomos e independientes, en una participación
de vida común y en una actividad en orden al bien del con-
junto. Este proceso de socialización afecta a todos los hombres
y los conduce a una unidad total, libre y profunda. Se caracte-
riza por la libertad, el grado de intimidad y la universalidad 28.
La cercanía creativa de Dios hace al hombre un ser libre y
soberano, una persona llamada a vivir en unidad con los demás
hombres. Esa llamada llega hasta la misma estructura de su ser
y antecede a sus mismas decisiones; y por eso, en respuesta a
ella, se dará su verdadera realización humana. Y esta estruc-
tura básica creativa se convierte a su vez en el espacio de posi-
bilidad para lo gratuito, lo sobrenatural, para la llamada de
Dios a que ese hombre no sólo constituya una humanidad, sino
el mismo pueblo de Dios. Aunque esa llamada no se distinga
históricamente en el tiempo de la misma llamada creativa, im-
plica una gratuidad por parte de Dios que no se incluye nece-
sariamente en el acto creativo. Con toda justicia se le puede
denominar una nueva llamada de Dios, una nueva presencia,
una nueva cercanía de Dios.
En la conciencia del pueblo de Israel estuvo la experiencia
de esa segunda cercanía de Dios, que lo constituyó en pueblo
de Dios, haciéndose así primera. La cercanía de Dios es funda-
mentalmente para Israel aquella que lo constituye como pueblo
de Dios, para gozar de la intimidad de Dios. Por tanto, es una
cercanía salvífica. El profeta Deuteroisaías entendió que esta
127
aguas con el cuenco de sus manos y ha determinado con su
palmo la medida del cielo? ¿Quién ha medido toda la tierra
con el tercio, en la balanza ha pesado los montes y en los plati-
llos las colinas?» (Is 40,12); Dios es el «que creó los cielos y los
desplegó, el que asentó la tierra y sus productos, el que da
aliento al pueblo que la habita y sopló a los seres que se mue-
ven en ella» (Is 42,5). Así Yahvé formó y redimió a Israel, pero
también creó todas las cosas (Is 44,24).
128
ordenado a ser una humanidad, e incluso el pueblo mismo de
Dios, no termina en un silencio absoluto después de esta pri-
mera palabra. Siguen otras palabras suyas. Cada nueva palabra
de Dios, pronunciada dentro de la historia de cada persona,
envolviéndola en su singularidad y en sus relaciones sociales,
es la presencia del reino de Dios. Y el reino surge para esa
persona con las características apuntadas por Jesús. Es siempre
una sorpresa. Nunca se puede predeterminar, condicionar de
antemano esa nueva palabra. Es de Dios. Por ser de Dios
tiene una dimensión de absoluto, de infinito, de definitivo. Por
ir dirigida a un ser corpóreo-espiritual, que vive dentro de las
coordenadas del espacio y del tiempo, pasa por las más di-
versas mediaciones. Incluso cuando surge como desde dentro
del hombre, en lo más profundo de su silencio interior, casi
dispensándose de una mediación humana, interfieren de hecho
elementos imaginativos, material sedimentado en las capas pro-
fundas del inconsciente, reliquias afectivas del pasado, imá-
genes y símbolos aprendidos en determinados universos cultu-
rales. Todos estos elementos que ha estudiado la psicología se
convierten en mediaciones de la cercanía salvífica de Dios.
Frecuentemente nos interpela el otro en su libertad, bien
en espera de amor y de ayuda, bien llevando la tensión hu-
mana a tal extremo que la única posibilidad salvífica es el per-
dón. De nuevo se presenta el reino de Dios en su cercanía
inesperada, en su carácter absoluto y universal; absoluto, por-
que el amor y el perdón viven de la misma eternidad de Dios;
universal, porque allí convergen todas las líneas de lo humano,
de lo histórico. En otras ocasiones se trata de acontecimientos
históricos, de sucesos cósmicos, que fuera de una percepción
interpelativa de la libertad humana caerían en el mutismo de la
materia o de los automatismos, pero que asumidos en la res-
ponsabilidad libre se convierten en otras tantas señales del
reino.
SIempre que la libertad humana, hIstonca, construIda en las
relaciones con los demás, con el mundo, se encuentra con
Dios, se construye algo definitivo. Ha tenido lugar la cercanía
de Dios. Sabemos afirmar, basándonos en la predicación del
anuncio de Jesús, que él estaba cerca, que su venida estaba
aconteciendo. Pero se nos escapa cuál es el elemento de ese
129
9. ~ Escatología ...
reino que se está realizando. «No será espectacular la llegada
del reino de Dios. Ni se dirá: Helo aquí o allí» (Lc 17,21). La
predicación de Jesús nos da el criterio para indicar la presencia
del reino, pero nunca lo identifica totalmente. Conserva siem-
pre su carácter de misterio, de fermento escondido, de semilla
enterrada.
A medida que los hombres, en conciencia y libertad, van
respondiendo a través de sus acciones, de su compromiso en la
historia, a esas interpelaciones de Dios, se inicia ya la eternali-
zación del reino. Lo que el hombre va construyendo en la his-
toria no madura definitiva y universalmente en el momento
simple de la muerte; ya dentro de la historia se da esa madu-
rez, desde que el hombre se coloca en libertad ante la interpe-
lación de lo infinito de Dios, naturalmente a través de innume-
rables mediaciones. Por eso es única la seriedad de las
decisiones históricas. Con ello no se niega el carácter de futuro
ni el de sorpresa del reino de Dios. Porque nadie sabe, a no
ser el Padre, aquello que aconteció de hecho como realmente
definitivo, es decir, como reino de Dios. Nuestra mirada es
muy superficial. Nuestra condición de pecado, de ambigüedad,
de naturaleza concupiscente, de ser corpóreo-material, sujeto a
las condiciones espacio-temporales, impide percibir la transpa-
rencia de la presencia del reino, incluso respecto a nuestras
propias experiencias, y mucho menos respecto a otros aconteci-
mientos más complejos. Tenemos criterios aproximativos dados
por Jesús y codificados en el Nuevo Testamento. Pero éstos
tienen una función exclusiva más que inclusiva. Sirven más
para evitar ilusiones de identificar el reino en donde está
que para afirmar apodícticamente dónde se sitúa.
Por un lado, siempre que pasamos al margen de Dios, no
acontece nada y no madura nada para la eternidad gloriosa.
Por otro, el absoluto de Dios se hace presente en el más pe-
queño acto de caridad, de justicia, de servicio, de perdón, per-
miticnGG )' pv51tilitcinJü ~a g~úilf¡\..-a~¡~H UC ~~d d\';l.iúu UUt:SUd,
de ese trozo de historia, de esa migaja del mundo. Porque en
todo acto libre nos construimos a nosotros mismos, como red
de relaciones con los demás, con el mundo. Y en ese cons-
truirnos se va haciendo definitivo aquello que recibe el don de
lo Absoluto de Dios. Sólo porque de hecho Dios está presente,
130
una realidad histórica y humana explota dentro de la misma
eternidad de Dios. Allí llegó ya el reino de Dios. Por tanto,
éste está siempre presente y futuro. Presente, porque hace ya
eterno todo lo que el hombre, cargado de historia y de mundo,
hace y construye de amor, de justicia, de servicio y de perdón.
Futuro, porque esa cercanía de Dios siempre nos sorprende y
nunca sabemos de hecho que el reino se está construyendo.
Solamente en el momento de la muerte de cada uno de noso-
tros se hará claro y totalmente irreversible ese trozo de mundo
definitivamente construido.
En la muerte no se hace definitivo aquello que durante la
historia humana no pasaba de ser relativo y transitorio. La
muerte no es ninguna varita mágica que lo transforme todo en
oro. Pero hace explotar hacia la luminosa eternidad lo defini-
tivo que está ya construido en la historia, es decir, siempre que
el hombre en su libertad se encontró positivamente con la li-
bertad gratuita de Dios. El hombre glorificado, la historia glo-
rificada serán el hombre construido y la historia construida no
a través de una voluntad prometeica, sino en diálogo libre con
Dios y únicamente porque Dios con su cercanía creativa y sal-
vífica hace definitivos los actos de los hombres, su historia y su
mundo. Nada del hombre, de la historia, del mundo que haya
sido tocado por el Absoluto de Dios volverá a la nada. Pero la
verdad es que se nos escapa determinar in specie cuáles son los
elementos que se harán definitivos.
La glorificación del hombre, de su historia y de su mundo
supone necesariamente que ese hombre, esa historia y ese
mundo son realidades ya construidas en una relación con el
Absoluto, creador y salvador. Aunque se vista con los andrajos
del pobre, o se esconda en una prisión o llore de hambre, es
siempre el absoluto de Dios el que se pone en contacto con
nosotros de modo salvífico, esto es, en forma de apertura y de
acogida. La vida glorificada es fundamentalmente el universo
de relaciones que se construye en la hIstona. Cada persona es
un nudo de relaciones, un centro de irradiaciones, un ovillo de
donde salen innumerables hilos. Esas relaciones e irradiaciones
se prolongan hacia atrás y hacia adelante en la historia. Y a
medida que participan del absoluto de Dios, bien sea en la his-
toria de cada uno de nosotros, bien en el momento de nuestra
131
muerte, van construyendo la trama de la humanidad y de la
historia glorificada. La relación con Dios no es una relación
más en la serie de nuestras relaciones. Es la relación constitu-
tiva básica, presente en todas las demás, de la que son media-
ciones -aceptación o rechazo-- todas las demás. Y en virtud
de ella es como todas las otras relaciones serán nuestra eterni-
dad.
No se trata de un actualismo exagerado, como si todo estu-
viera decidido en el presente de la historia personal y social,
como si no hubiese espacio para la esperanza. Esperar es estar
abierto a la glorificación de la persona y de su historia por
parte de Dios. Es estar cierto de que eso acontecerá, porque
en un punto de la historia humana eso ya ha acontecido: en Je-
sucristo muerto y resucitado. Esperar es renunciar a imaginarse
el cómo de esa transformación, creyendo en el hecho y po-
niendo en manos de la soberana libertad de Dios y de su omni-
potencia su realización. Por consiguiente, estaría equivocado el
que interpretase las imágenes apocalípticas de la Escritura en
la línea del «cómo» y del «contenido» de la glorificación, en
vez de restringirse a la verdad del hecho.
En el contexto latinoamericano se vive, sin duda, una
aguda tensión entre los movimientos de liberación y las fuerzas
de dominación. Esos movimientos son históricos; por tanto, so-
ciológicamente identificables. Tienen nombre, lugar, fecha.
Unos pocos consiguen triunfar políticamente alcanzando el po-
der. La mayor parte de ellos siguen luchando, o en una peli-
grosa clandestinidad, o en libertad a veces legal, pero casi
siempre reprimida. Se acusa a los teólogos de su prisa en idelt-
tificar a dichos movimientos con la cercanía de Dios, con el
reino de Dios, tal como lo vamos presentando. ¿Hasta dónde
se puede de hecho hablar con exactitud teológica de esa cerca-
nía salvífica de Dios en tales movimientos? Ante todo hay que
tener en cuenta la cautela de Jesús. El reino no viene aparato-
samente. No se podrá decir: «Está aquí o está allí» (Lc 17,20-
21), como hemos visto varias veces. Por tanto, no hay ninguna
transparencia en un movimiento de liberación de modo que se
perciba, por así decirlo, a través de sus aguas la imagen limpia
y perfecta del reino de Dios. Eso sería un atrevimiento y una
presunción humana. Pero, por otro lado, a partir de los crite-
132
rios de caridad, de justicia, de libertad, de amor a los pobres,
y de los demás que nos ofrece el evangelio, podemos «esperar»
que en esos movimientos se dé esa cercanía de Dios. Y en esa
esperanza y fe nos acercamos a ellos, bien sea para analizarlos
teóricamente, bien para comprometernos políticamente con
ellos. Y con esa esperanza confiamos a Dios a los que mueren
en ellos. En esa esperanza vemos a monseñor Romero eterni-
zando su historia personal y toda la historia de su pueblo que
sufre, por la fuerza del amor infinito de Dios. Ese trozo de la
historia del pueblo salvadoreño, asumida por monseñor Ro-
mero, se glorifica en su muerte hacia dentro de la eternidad de
Dios. Es la historia que él construyó durante su vida y que se
fue haciendo definitiva hasta acabar en la muerte. En ese sen-
tido, los movimientos de liberación, en cuanto traducción his-
tórica de respuestas libres, responsables ante las llamadas del
Dios cercano, y en cuanto que lo son, constituyen el reino de-
finitivo de Dios. Pero sólo el Padre sabe de hecho qué ele-
mentos de ese proceso de liberación serán eternidad y, por
tanto, son ya el reino de Dios.
Los movimientos de liberación no son una especie de sus-
tancia que tenga existencia e hipóstasis propia. Son las per-
sonas que lo viven y que lo hacen. Y esas personas, como rela-
ciones de liberación, los hacen definitivos. Porque ellas son
solamente tales relaciones de liberación si se encuentran con el
absoluto de Dios, principio y fin último de toda liberación. Y
debido a esa relación con Dios, esos movimientos asumen la
dimensión absoluta y universal del reino. Y se convertirán en
historia glorificada a medida que esas mismas personas mueran
en esa relación de acogida de la provocación liberadora de
Dios.
No es la intención subjetiva, como tal, la que da consisten-
cia a esta relación con el absoluto de Dios. En otras palabras,
no es porque yo piense que el reino de Dios está en un movi-
micllLu oc liucla¡;iúu pUl iu 4UC; I>t ll;;elii¿el an¡ d ll;;lov el Lldve"
de mi «buena intencióo». La presencia de Dios es de Dios; por
tanto, depende de él, y no de nuestra mera intención. No se
encuentra a Dios donde él no está, aunque se piense que está.
Es lo contrario lo que vale. Aun sin saber que Dios está en
movimiento, lo encontramos siempre que nos comprometemos
133
libre y responsablemente con ese movimiento. Por tanto, siem-
pre puede hacerse con l,a criteriología que nos ofrece el evan-
gelio el discernimiento objetivo de las mediaciones históricas
del reino. Pero, incluso con los criterios evangélicos, nunca
tendremos absoluta certeza de la presencia del reino en un de-
terminado acontecimiento histórico. Siempre queda espacio
para la esperanza y para la fe por un lado, y para la conversión
y la humildad por otro.
La cercanía de Dios siempre ha de acogerse con esperanza
y humildad. Esperanza, en el sentido de que nunca sabemos de
hecho, nunca nos es transparente la cercanía de Dios de forma
que no nos quepa ninguna duda sobre ella. Humildad, porque
nunca sabemos hasta cuándo y hasta dónde se hace definitivo
ese encuentro con la cercanía de Dios o hasta dónde se ve en-
vuelto por nuestra debilidad hasta el punto de que podamos
rechazarlo más adelante. Por tanto, el elemento de definitivi-
dad sólo lo sabe Dios y sólo él le da consistencia, ya que siem-
pre es posible por nuestra parte una pérdida y una vuelta al
pecado. Y cuanto más necesitamos la humildad, tanto más
equilibrio nos da también la esperanza. La humildad se vuelve
hacia nuestra fragilidad e ignorancia. La esperanza, hacia la
misericordia gratuita de Dios.
Todo encuentro con Dios está marcado con la dimensión de
lo definitivo. Pero no siempre sabemos cuándo tenemos de he-
cho este encuentro -¡es muy grande el espacio para la ilu-
sión!- ni en qué medida establecemos esta relación definitiva.
Hablando más en concreto, no sabemos exactamente qué reali-
dades son realmente expresión de la presencia del reino, ni en
qué medida lo son y gozan ya por tanto del carácter definitivo,
o si por el contrario el fuego habrá de consumir el heno o la
paja de esas realidades (1 Cor 3,12-15).
Este grado de inseguridad e incertidumbre resnecto ~ I~
identificación de la presencia del reino por un lado, y el re-
curso a su carácter de misterio y de silencio por otro no puede
ser un pretexto para desligamos de todo compromiso con las
mediaciones históricas. Nada nos exime del deber de discernir
y de decidir. Porque la omisión es siempre pasar al margen del
reino. Omitir es ya errar antes de discernir, es privar a todos
134
de aquella parte de historia que ha de ser glorificada, que no
existió por no habernos empeñado nosotros en ella. De forma
incisiva G. Greshake afirma que «lo que se dejó de hacer en el
tiempo y las oportunidades y posibilidades que se rehusaron,
que se perdieron o malbarataron, permanecen también per-
didas y fracasadas en el mundo nuevo. Lo que se construyó en
el tiempo, está construido para siempre; lo que se omitió, per-
manece omitido» 30. En este sentido, los movimientos de libe-
ración construyen en la medida en que expresan de hecho la
cercanía de Dios en la historia, el mundo nuevo; su no-existen-
cia sería un menoscabo para el reino de Dios. Por tanto, no se
trata de modas transitorias. Está en juego el reino definitivo.
y cada ocasión es una sorpresa de esa cercanía de Dios, que
urge, que es como el ladrón que viene sin avisar. Lo que ga-
rantiza la definitividad de las realidades históricas no es la so-
berbia, la pretensión humana, sino el hecho de que ese hom-
bre, por la cercanía creativa de Dios, ha sido constituido en
libertad y en responsabilidad dialogal con el mismo Dios y ha
sido llamado por él a ser un pueblo de Dios, en el tiempo te-
rreno y glorificado. Esa presencia del reino que penetra en la
historia es la que la lleva a su culminación, a su definitividad.
Pero, por otro lado, sólo es historia humana porque los hom-
bres construyen una trama de relaciones entre sí y con el
mundo. Y cada persona cristaliza en sí esa historia y ese
mundo, llevándolos hacia la definitividad gloriosa del reino con
su muerte.
La referencia a la cercanía de Dios en las acciones humanas
se hace en libertad y conciencia, y no por la simple materiali-
dad de actuar. Evidentemente, esta libertad y esta conciencia
no necesitan tener la claridad explícita de su referencia a la
cercanía de Dios; pero de cualquier modo tienen que percibir
la gravedad, la seriedad de su carácter absoluto, definitivo y
universal. La predicación de esta proximidad de Dios, del
remo (fe 01OS, consIste entre alfas cosas en expiiciLar la pre-
sencia interpelante del reino en los acontecimientos históricos,
tal como lo hizo Jesús cuando expulsaba demonios, curaba en-
fermos, anunciaba el evangelio a los pobres.
135
El hombre puede construir una historia definitiva y eterni-
zable. Es una posibilidad que la teología escolástica designa
como potentia oboedientialis; esto es, el hombre por su propia
naturaleza de ser libre y ser corpóreo-espiritual está abierto a
ser compañero de Dios en una alianza definitiva. De este
modo, los actos que realice en ese diálogo de alianza asumirán
esa dimensión de eternidad. Como son acciones de un ser cor-
póreo-espiritual, incorporan dentro de sí al propio cosmos. Y
en ellas ese cosmos encuentra su perpetuidad. El concilio Vati-
cano II afirma este hecho de la perpetuación de nuestras reali-
dades terrenas, dejando naturalmente abierto el espacio de
misterio que todo esto envuelve. «Los valores de la dignidad
humana, de la unión fraterna y de la libertad, a saber, todos
los hienes que son fruto de la naturaleza y de nuestro trabajo,
después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del
Señor según su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de
toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entre-
gue al Padre 'el reino eterno y universal, reino de verdad y de
vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor
y de paz'. Este reino está ya misteriosamente presente en nues-
tra tierra; con la venida del Señor se consumará su perfección»
(GS 39). Los frutos de la naturaleza y del trabajo son más que
nuestra simple espiritualidad. Son historia y mundo. La histo-
ria y el mundo quedarán glorificados en la medida que los
hombres que construyen esa historia y que transforman y hu-
manizan ese mundo maduren en orden a la eternidad glo-
riosa :ll.
La certeza en la fe y en la esperanza de que la historia y el
cosmos participarán del mundo definitivo y que por eso ya es-
tán en cierto modo envueltos en el toque de lo definitivo du-
rante la existencia terrena, se fundamenta en la resurrección
del hombre Jesús. Jesús hizo madurar para la eternidad de
136
vida toda su existencia terrena, corpóreo-espiritual, y todas las
relaciones que fue creando a lo largo de sus breves treinta
años.
Una vez que sabemos en la fe esa posibilidad prometida al
hombre, nos resulta fácil entender las aspiraciones de eterni-
dad del corazón humano, no tanto como prueba, sino como
signo y manifestación. Desde las alturas espirituales de un san
Agustín hasta las músicas del carnaval, toda la literatura hu-
mana impregna ese deseo imperecedero de seguir existiendo
para siempre, no solamente como un «yo», sino en las rela-
ciones de amor con las personas, con las cosas, con todo el
cosmos. San Agustín siente la inquietud de un corazón que
sólo encontrará en Dios su descanso. Los cantores del carnaval
aspiran a que la fiesta no acabe o sufren callados la amargura
de una situación de dureza, de represión, esperando una nueva
realidad de fiesta y alegría:
137
y señal fundamental para reconocer que están ante restos hu-
manos y no simplemente ante la frialdad irracional de preho-
mínidos, el hecho de que los hombres entierran a sus muertos.
El animal queda tendido en donde muere. El hombre cuida de
sus muertos. ¿Por qué? Se resiste a la totalidad de la muerte.
Aspira a perpetuar algo de sí.
Las situaciones pueden ser terribles. La opresión que pesa
sobre nuestros sectores populares resulta a veces difícil de con-
cebir. A pesar de eso resisten, festejan, celebran, conservan
reservas de alegría. En unos momentos de recorte salarial el
presidente de la República se vio sorprendido por la pregunta
de un niño sobre qué es lo que haría si ganase tan sólo un mí-
sero salario mínimo; el presidente no vaciló en darle una res-
puesta desconcertante: «Me suicidaría». Y la mayoría de nues-
tro pueblo que vive del salario mínimo no lo hace. Vive.
Resiste. Canta. Desborda de alegría en los estadios de fútbol.
¿Alienación? ¡No! Está ahí esa base antropológica para que, al
toque de la llamada de Dios, pueda responder con acciones a
la existencia ya del reino de Dios.
En relación con el reino de Dios, el cristiano debe tener
dos ojos. Un ojo mirando hacia el futuro. El reino está siem-
pre por venir, imprevisible. La libertad de Dios no puede verse
coartada por nada. Nada la limita. Y la creatividad de Dios es
infinita para poder hacerse presente en mediaciones históricas
imprevisibles e incontables. Un ojo vuelto hacia el futuro ya
iniciado en la glorificación de Jesús: el reino de Dios será lo
que Jesús ya es. Y el otro ojo vuelto hacia el presente, para no
dejar escapar las mediaciones, los acontecimientos, las pruebas
de la cercanía de Dios ya presentes; vuelto hacia el presente
como tarea, como responsabilidad insustituible, inalienable;
vuelto hacia el presente, sin el cual el mismo futuro se vería
comprometido. El futuro como posibilidad de Dios presupone
el presente como respllest;¡ ;¡1 mismo Oios FI Oios flltllrn po~ poI
Dios ya presente. La experiencia del Dios ya presente nos per-
mite hablar del Dios futuro. El Dios futuro revelará al Dios
presente. El Dios presente en Jesús glorificado es el criterio
definitivo para discernir cómo está actuando él y esperar cómo
habrá de ser en el futuro. Jesús glorificado es el futuro último
y acabado de Dios. Sólo se habla responsablemente del futuro
si éste, en cierto modo, se inició ya y está siendo actuado. La
experiencia de Israel respecto al futuro se alimentaba continua-
mente de la experiencia de la presencia viva de Dios en medio
de él.
Esa relación profunda entre el presente y el futuro no debe
llevarnos a pensar que el presente es la medida del futuro. El
reino de Dios futuro no será medido todo él y por completo
por el éxito del hombre. Por eso no entenderíamos a Pablo
cuando nos promete «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se
le antojó al corazón del hombre, sino que Dios preparó para
los que lo aman» (1 Cor 2,9). Ante todo, no hemos de olvidar
que el presente construido por el hombre no se hace sin Dios.
Además, la glorificación del hombre, de la historia, del mundo
es acción única y exclusiva de Dios. Con el término de «glorifi-
cación» hablamos de una nueva existencia del hombre, del
mundo. El propio Pablo no eludió este problema de comparar
las dos formas de existencia. Recurrió a varias imágenes para
dejar bien claro que hay una poderosa acción transformadora
de Dios en el paso del modo terreno de existir al modo celes-
tial: «Se siembra en corrupción, y resucita en gloria. Se siem-
bra en flaqueza, y resucita en gloria. Se siembra cuerpo ani-
mal, y resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44). La imagen
central está en la diferencia entre la semilla y el fruto. La se-
milla está en el lado de la corrupción, de la humillación, de la
fragilidad, de la animalidad; el fruto a su vez refleja la nueva
vida: la incorruptibilidad, la gloria, la fuerza, la espiritualidad
--en el sentido de estar dentro de la esfera de lo divino-. Por
consiguiente, hay una ruptura, una discontinuidad, pese al dato
indiscutible de que se constituyen ya unas realidades definitivas
en el interior de la historia humana.
La dimensión de purificación, que está implicada en toda
glorificación de una realidad humana marcada por el pecado,
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del purgatorio. Por tanto, este silencio no es desconocimiento
de que lo definitivo creado por el hombre, incluso en su rela-
ción con Dios, no se encuentra todavía desvinculado de las li-
mitaciones, no sólo espacio-temporales, sino del propio pe-
cado, de la imperfección moral y del egoísmo, como se verá
más adelante.
139
La relación entre la historia presente ya salvífica, debido a
la presencia de Dios salvador, y el reino definitivo glorificado
no se puede entender bien a partir de la categoría de la crea-
ción. El salto creativo se da entre la nada y el ser. La glorifica-
ción supone la existencia de la historia humana. No se hace,
por tanto, de la nada, sino más bien de un dato que es asu-
mido en una nueva manera de ser. El término «novedad» da
cuenta más claramente de lo que se intenta decir. 0, si nos pa-
rece mejor, la experiencia de nuestra libertad creativa puede
ayudarnos a percibir algo de lo que habrá de pasar. Como ocu-
rre con todo conocimiento analógico, se afirma un elemento,
pero inmediatamente se niega el límite de lo que se acaba de
afirmar. Y ya santo Tomás nos hizo conscientes de que de
Dios no podemos saber nunca lO que es, su esencia, y de que
lo que afirmamos de él tiene Irás elementos de disconformidad
que de conformidad 32. Así pues, cuando hablamos de que ya
construimos aquí algunos elementos de la nueva tierra y de los
nuevos cielos, del nuevo hombre y de la nueva historia, y tam-
bién cuando hablamos de que Dios transformará nuestro
cuerpo, nuestra historia y nuestro mundo, estamos diciendo
mucho menos de lo que sucederá en realidad. Una aproxima-
ción a esa realidad puede venirnos de la experiencia de lo que
es amar en libertad. Podemos decir que nuestro hermano nos
crea con su amor; de esta manera, Dios nos creará eterna-
mente con su amor. Es una creación que no consiste en hacer
a un ser de la nada, sino en permitir, tal vez más, que una li-
bertad sea libertad en relación con la persona que ama. En la
eternidad gloriosa, la libertad de Dios que nos ama está lla-
mándonos al diálogo de amor, a la respuesta de amor. Y, a su
vez, ese amor-respuesta somos nosotros, nuestra historia, el
mundo que existe desde la eternidad de Dios y que es glorifi-
cado.
y la pregunta del pobre parece cuestionar este tipo de re-
flf'xión ; rómn <;f'.r~ O'lnrifir::1rln 'lnJlf'I (]11f' tl1vn t'ln .1noro p<;n'l-
v u 1.1 1:
140
En este contexto puede aparecer el sentido profundo de la
opción por los pobres. Pues bien, precisamente por causa de su
condición de pobre, por causa de esa pobreza también de li-
bertad y de espacio de responsabilidad, el pobre es privilegiado
en el amor de Dios y de sus hermanos. Y ese amor de Dios y
de los hermanos, esa inmensa Iglesia que se vuelve con tanta
solicitud y cariño hacia el pobre, se eternizará como amor
constructivo de ese pobre. Este se verá eternamente amparado
por tal amor, que le servirá de eterno gozo. Aquí es donde
aparece el misterio del amor de Dios que, sin prescindir de la
libertad humana, suple con la abundancia de su amor y del
amor de la Iglesia a los pobres lo que a éstos les falta, precisa-
mente por causa de su condición de pobreza. La opción por los
pobres vivida por la Iglesia y por los hombres en general signi-
fica ya la cercanía salvífica de Dios a los pobres, es el reino de
Dios que viene a ellos, pues los asume en la definitividad de
ese amor. Por eso son ya felices, porque de ellos es el reino de
los cielos (Lc 6,20).
141
5. Conclusión
142
ser, sino una nueva manera de ser. La historia no se vuelve de-
finitiva con la muerte de cada ser humano. Lo era ya antes
-no en todos sus elementos, como es lógico--, en la medida
en que sirvió de expresión a la relación con Dios. En la muerte
lo que se da es la glorificación de la historia. Y cada uno de
los hombres que muere y entra en la gloria lo hace como un
sujeto histórico, llevando consigo todos los hilos del entramado
de la historia y del cosmos, que están ligados con él. Pues
bien, todo esto asume una nueva forma de existir, puesto que
ya pertenecía al mundo definitivo y participa ahora de la resu-
rrección de Jesucristo. Y por detrás de él, el hombre deja otros
muchos hilos que otros tendrán que utilizar para ir tejiendo la
historia definitiva, y que va siendo glorificada a medida que la
muerte alcanza a cada individuo.
Acentuamos a propósito la importancia que tiene la acción
humana, como respuesta a las llamadas de Dios y sustentada
por su fuerza maravillosa, en la construcción del reino defini-
tivo. Un lector con demasiadas prisas podría sacar la conclu-
sión, de forma naturalmente equivocada, de que la realidad del
reino de Dios definitivo no sería nada más que una mera reve-
lación de lo ya construido. Los términos que se emplean con
frecuencia de «glorificación», de «madurar para la eternidad»,
quieren significar mucho más que una simple «revelación de lo
ya construido» por el hombre. Hay una acción de Dios, que
asume las acciones y la historia humana en una relación perso-
nal y única con él. Dios lo envuelve todo ello en una unidad
inimaginable. El eje de la eternidad es el propio Dios, y nues-
tro mundo definitivo -nuestro cielo-- sólo puede entenderse
en esta relación única y transformadora de Dios.
Más que cualquier otro, un teólogo latinoamericano tiene
que ser sensible a la novedad transformadora de esta acción di-
vina. Vivimos en el reverso de la historia, en la que los her-
mosos bordados de los países ricos se sostienen sobre una ma-
r?!1? ~"t1fUS<l rlp Hnp<l': T <l <l~~ión rlpo Oio<: ron<:i<;tiriÍ no tanto
en conservar todos esos bordados, tejidos con la trama de la
explotación, sino en arrancar de esa trenza enredada de los
hilos del revés ese tejido esplendoroso de la glorificación del
sufrimiento, de la lucha, de la esperanza, de la solidaridad de
los pobres. El «todavía no» del tejido brillante de la eternidad
143
conserva toda su novedad. Porque por mucho que afirmemos
la presencia de lo definitivo en el interior de la historia. la ma-
nera con que Dios habrá de glorificarla supera por completo
los horizontes de nuestra imaginación y de nuestra compren-
sión. Y el modelo de esta transformación ha sido ya experi-
mentado por aquellos que conocieron la fragilidad de la carne
de Jesús, flagelada y crucificada, y que luego lo vivieron en la
maravillosa aurora de la resurrección. Ese salto tan sólo puede
ser realizado por el Espíritu vivificador (Rom 1.4; 8,11).
144