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La solidaridad y la subsidiariedad auténticas

La solidaridad y la subsidiariedad
auténticas
Discurso que Benedicto XVI dirigió a los participantes de la 14ª
Sesión Plenaria (Vaticano, 2-6 mayo) de la Pontificia Academia de las
Ciencias Sociales, al recibirles en audiencia.

Por: Benedicto XVI | Fuente: fluvium.org

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,


señoras y señores:

Me alegra tener la ocasión de encontraros durante vuestra


14ª Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias
Sociales. En los últimos veinte años, la Academia ha ofrecido
una preciosa contribución en la profundización y en el
desarrollo de la doctrina social de la! Iglesia y en su
aplicación en las áreas del derecho, de la economía, de la
política y de otras ciencias sociales. Agradezco a la profesora
Margaret Archer las amables palabras de saludo que me ha
dirigido y os expreso mi sincero aprecio por el profuso
compromiso en la investigación, en el diálogo y en la
enseñanza para que el Evangelio de Jesucristo pueda seguir
iluminando situaciones complejas de este mundo en veloz
cambio.

En la elección del tema «Perseguir el bien común: cómo


solidaridad y subsidiariedad pueden trabajar juntas», habéis
decidido examinar la interrelación de cuatro principios
fundamentales de la doctrina social católica: la dignidad de la
persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la
solidaridad (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
160-163). Estas realidades clave, que emergen del contacto
directo entre el Evangelio y las circunstancias sociales
concretas, constituyen una base para identificar y afrontar los
imperativos de la humanidad al alba del siglo XXI, como la
reducción de las desigualdades en la distribución de los
bienes, la extensión de las oportunidades de educación, la
promoción de un crecimiento y de un desarrollo sostenible y
la protección del medio ambiente.

¿Cómo pueden trabajar juntas la solidaridad y la


subsidiariedad en la búsqueda del bien común de un modo
que no sólo respete la dignidad humana, sino que le permita
también prosperar? Éste es el punto principal que os interesa.
Como ya han demostrado vuestros debates preliminares, una
respuesta satisfactoria podrá surgir sólo después de un atento
examen del significado de los términos (cfr. Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, capítulo 4). La dignidad humana
es un va! lor intrínseco de la persona creada a imagen y
semejanza de Dios y redimida en Cristo. El conjunto de las
condiciones sociales que permiten a las personas realizarse
colectiva e individualmente es el bien común.

La solidaridad es la virtud que permite a la familia humana


compartir en plenitud el tesoro de los bienes materiales y
espirituales y la subsidiariedad es la coordinación de las
actividades de la sociedad en apoyo de la vida interna de las
comunidades locales.

Con todo, estas definiciones no son más que el comienzo y


sólo pueden comprenderse adecuadamente si se vinculan
orgánicamente unas a otras y se consideran como apoyo
recíproco. Al inicio podemos esbozar las interconexiones entre
estos cuatro principios situando la dignidad de la persona en
el punto de intersección de dos ejes, uno horizontal, que
representa la "solidaridad" y la "subsidiariedad", y! uno
vertical, que representa el "bien común". Ello crea un campo
en el que podemos trazar los diversos puntos de la doctrina
social católica que forman el bien común.

Si bien esta analogía gráfica nos ofrece una imagen


aproximada de cómo estos principios son imprescindibles los
unos de los otros y están necesariamente interconectados,
sabemos que la realidad es más compleja. En efecto, las
profundidades insondables de la persona humana y la
maravillosa capacidad de la humanidad de comunión
espiritual, realidades éstas plenamente desveladas sólo a
través de la revelación divina, superan con mucho la
posibilidad de representación esquemática. En cualquier caso,
la solidaridad que une a la familia humana y los niveles de
subsidiariedad que la refuerzan desde dentro deben situarse
siempre en el horizonte de la vida misteriosa del Dios Uno y
Trino (cfr. Jn ! 5, 26; 6, 57), en quien percibimos un amor
inefable compartido por personas iguales, aunque distintas
(cfr. Summa Theologiae, I, q. 42).

Amigos: os invito a permitir que estas verdades


fundamentales empapen vuestras reflexiones: no sólo en el
sentido de que los principios de solidaridad y subsidiariedad
sean indudablemente enriquecidos por nuestra fe en la
Trinidad, sino en particular en el sentido de que tales
principios tienen la potencialidad de situar a los hombres y a
las mujeres en el camino que conduce al descubrimiento de
su destino último y sobrenatural. La natural inclinación
humana a vivir en comunidad es confirmada y transformada
por la "unidad del Espíritu" que Dios ha conferido a sus hijas e
hijos adoptivos (cfr. Ef 4, 3; 1 P 3, 8). En consecuencia, la
responsabilidad de los cristianos de trabajar por la paz y por
la justicia y su compromiso irrevocable por el bien común son
inseparables d! e su misión de proclamar el don de la vida
eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y mujer. Al
respecto, la tranquillitas ordinis [tranquilidad en el orden.
Ndt] de la que habla san Agustín se refiere a "todas las
cosas", tanto a la "paz civil", que es "concordia entre los
ciudadanos", como a la "paz de la ciudad celeste", que es
"disfrute armonioso y ordenado de Dios, y recíproco en Dios"
(De Civitate Dei, XIX, 13).

Los ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y


celeste se compenetran y están intrínsecamente ordenadas la
una a la otra en cuanto pertenecen ambas a Dios, el Padre,
que está "por encima de todos, actúa por medio de todos y
está presente en todos" (Ef 4, 6). Al mismo tiempo, la fe
evidencia más la legítima autonomía de las realidades
terrenas que han recibido "la propia estabilidad, verdad,
bondad, sus leyes propias y su orden" (Gaudium et spes, n.
36).

Por lo tanto estad seguros de que vuestros debates estarán al


servicio de todas las personas de buena voluntad y de que
contemporáneamente inspirarán a los cristianos a cumplir con
mayor prontitud su deber de mejorar la solidaridad con sus
propios conciudadanos y entre sí y a actuar basándose en el
principio de solidaridad, promoviendo la vida familiar, las
asociaciones de voluntariado, la iniciativa privada y el orden
público que facilita el correcto funcionamiento de las
comunidades básicas de la sociedad (cfr. Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, n. 187).

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