Está en la página 1de 155

El Oficio matinal se abre proclamando la Resurrección del

Señor con un salmo del Reino de Yahwé.326 Nosotros, que


hemos recibido la plenitud de la revelación, estamos en
óptimas condiciones para entender tales maravillas: se
trata de la victoria de Cristo, autor de nuestra Redención,
manifestada en su Misterio Pascual: nunca se oyó cosa
semejante.327 Su diestra le ha dado la victoria: es decir,
para salvarnos por medio de su Muerte y Resurrección, el
Señor no necesitó ayuda extraña.328

Y esas maravillas de las que habla el salmo -comenta


Jerónimo-329 responden a aquellas otras del Antiguo
Testamento. De un modo semejante a como Eliseo (4 Reg
4: 34 ss) se contrajo al postrarse sobre el cadáver del hijo
de la viuda -ojos sobre ojos, manos sobre manos, ...- para
resucitarle, así también el Señor ha asumido la forma de
hombre y se ha contraído para constituirnos en hijos de la
Resurrección.

** Tanto la Liturgia como la tradición cristiana,330 nos


invitan a alabar con un cántico nuevo (v. 1) al Niño de
Belén, en quien se manifiesta el amor de Dios Padre en
favor de la Iglesia, el nuevo Israel. La alabanza a Cristo,
aprendida en la escuela de este salmo, es el fruto de la
alegría que suscita su Nacimiento en un corazón admirado
y agradecido de sentirse salvado por su Señor, que
aparece en la verdad de nuestra misma carne. En un
famoso himno navideño de Sedulio (+450), el 'A solis
ortus cárdine',331 se recogen estas palabras: "No rechaza
el pesebre, ni dormir sobre unas pajas; tan solo se
conforma con un poco de leche, el mismo que, en su
providencia, impide que los pájaros sientan hambre."

Venidos desde los confines de la tierra, los Magos


conocieron al Niño Dios. Ellos son los primeros, de entre
todas las naciones, a quienes se les revela la misericordia
divina: la primera epifanía del Unigénito a los gentiles, que
nace de una madre Virgen para salvar al mundo. Una
colecta de la liturgia de Adviento332 sirve para convertir
en oración estos sentimientos: "Suban, Señor, a tu
presencia nuestras súplicas y colma en tus siervos los
deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio
admirable de la Encarnación de tu Hijo. Que vive y reina
contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los
siglos de los siglos. Amén."

*** Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor


de la casa de lsrael (v. 3). Este versículo, que podría haber
inspirado -quizá- el Magníficat, nos sugiere meditar en los
sentimientos de María en la Resurrección de su Hijo:
"Fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y
de la vida, en el que, desvanecida la noche de la muerte,
el mundo entero saltaría de gozo y la Iglesia naciente, al
ver de nuevo a su Señor inmortal, se alegraría
entusiasmada."333

.................
326 E. LOPEZ-TELLO OSB, La liturgia monástica de las Horas - El
esquema B del «Thesaurus» en PHASE (1993), s p. 423: "Los salmos
46 y 92 y los salmos 95 - 99 se llaman salmos del Reino de Yahvé. Los
siete se rezan siempre en Laudes y en ellos se encuentran expresiones
como "el Señor reina" o "el Señor es Dios", que son equivalentes a
decir "el Señor ha resucitado". Estos salmos, además de recordarnos
que Cristo es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre, resultan
especialmente adecuados para santificar toda la mañana, al traer a
todos nuestros actos el recuerdo del Señor.

327 S. ATANASIO, De titulis psalmorum, 97; PG 27

328 S. HILARIO, Tractatus super psalmos. 97 L PL, 9.

329 S. JERONIMO, Breviarium in psalmos, 97; PL 26

330 OLM, Sal resp Misa del 25 XII (Misa del día), y 2 3, y 4 I; MISAL
ROMANO, com Misa del 25-XII, Misa del día; P. SALMON OSB, Les 'Tituli
psalmorum' des manuscrits latins, París 1959, Serie V (Pseudo-
Orígenes), 97, p. 144: 'Psalmus ostendit quod ipse (Christus) per
adventum nativitatis salutare suum omnibus patefecit.'

331 LITURGIA HORARUM, Himno 'A solis ortus cárdine, Laud, Solemn
Natividad del Señor: 'Feno iacére pértulit, / praesépe non abhorruit, /
parvoque lacte pastus est / per quem nec ales ésurit.' (F. AROCENA,
Los himnos de la Liturgia de las Horas, Madrid, 1992, p 120)

332 MISSALE ROMANUM, Coll Feria II, Hebd 2 Adv (Sacr. Veronense,
1344): 'Dirigatur, quasumus, Domine, in conspectu tuo nostrae
petitionis oratio, ut ad magnum incarnationis Unigeniti tui mysterium
nostrae vota servitutis illibata puritate perveniant. Qui vivit.'

333 COLLECTIO MISSARUM DE BEATA MARIA VIRGINE, Missa de Beata


Maria Virgine in Resurrestione Domini, Praef: "...fide munita, diem
prospexit lucis et vitae, quo, mortis nocte dilapsa, universus mundus
exsultaret gaudio et oriens Ecclesia Dominum suum immortalem
revisens trepida laetaretur".

FÉLIX AROCENA
EN ESPÍRITU Y VERDAD, I
Ediciones EGA, Bilbao 1995.Págs. 152-153

2.

PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL

* No olvidemos nunca que el sentido original de los salmos


es aquel querido y orado por el pueblo de Israel. Este es
un "salmo del reino": una vez al año, en la fiesta de las
Tiendas (que recordaban los 40 años del Éxodo de Israel,
de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una gran
fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo,
lugar de culto, sino en toda la ciudad, ya que se
construían "tiendas" con ramajes por todas partes...
Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad admirable
de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya
que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo
tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una
invitación a la fiesta que culminaba en una enorme
"ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el
Señor!" Imaginemos este "Terouah", palabra intraducible,
que significa: "grito"... "ovación"... "aclamación".

Originalmente, grito de guerra del tiempo en que Yahveh,


al frente de los ejércitos de Israel, los conducía a la
victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría,
mientras resonaban las trompetas, los roncos sonidos de
los cuernos, y los aplausos de la muchedumbre exaltada.

¿Por qué tanta alegría? Seis verbos lo indican: ¡seis


"acciones" de Dios! Cinco de ellas están en "pasado" (o
más exactamente en "acabado": porque el hebreo no tiene
sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el
acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho maravillas"...
"Ha salvado con su mano derecha"... "Ha hecho conocer y
revelado su justicia"... "Se acordó de su Hessed"... (Amor-
fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El vino-el
viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no
acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo
mejor (ya que esta última acción de Dios está solamente
sin terminar aunque comenzada): "El regirá el orbe con
Justicia y los pueblos con rectitud"...

Observemos la audaz "universalidad" de este pensamiento


de Israel. La salvación (justicia-fidelidad-amor) de que ha
sido objeto la Casa de Israel... está, efectivamente
destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama
como su único Rey, será un día el rey que gobernará la
humanidad entera. Entonces será poca la potencia de
nuestros gritos! ¡Será poca toda la naturaleza, el mar, los
ríos, las montañas, para "cantar su alegría y aplaudir"!

SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS

** Habiendo leído el salmo en su sentido "literal", tal


como Israel lo leía, es necesario en un segundo tiempo,
leerlo a la luz del "acontecimiento Jesucristo"... Decirlo en
nombre de Jesucristo y con sus sentimientos, y la oración
que encontraba en él para luego aplicarlos a su misión en
los designios del Padre.

No es mera coincidencia que la Iglesia proponga este


salmo de "Dios-Rey que viene", en la fiesta de la
Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, en pleno
Adviento: la "Concepción" de María, es el comienzo del
proceso que culminará en la Navidad... El Dios
"¡Salvador"! El tercer Domingo de Adviento, se canta un
canto de Isaías, que proclama los mismos temas y que
pudo inspirar este salmo 97: "Dios es quien me salva,
tengo confianza, no temo. El Señor es mi refugio y mi
fuerza. El es mi salvador. Dad gracias al Señor e invocad
su nombre, anunciad a los pueblos las maravillas que El ha
hecho: Recordadles que su nombre es sublime. Cantad al
Señor. Porque ha hecho maravillas conocidas en toda la
tierra. Exultad, dad gritos de alegría: Dios está en medio
de vosotros" (Isaías 12).

¡La "venida" de Dios! Israel no podía ni mucho menos


adivinar hasta qué punto esto sería cierto. Lo que celebra
este canto, es realmente la Navidad, la venida del Hijo de
Dios en persona: este salmo 97 se utiliza en la Misa del
día de Navidad... Y en la Misa de media noche,
encontramos un salmo que tiene exactamente el mismo
sentido (salmo 95).

¡La revelación del amor-fiel de Dios! La Encarnación del


Verbo es el acontecimiento histórico que hace visible, que
"levanta el velo" (significado de la palabra revelar) del
amor que Dios tiene a Israel, y que extiende a todos los
pueblos, en Jesús.

¡La "Nueva Alianza", la "Nueva Liberación"! Hay que


cantar un "canto nuevo, porque Dios renueva su Alianza:
la celebración de la "venida" de Dios es un "signo", un
"sacramento" que realiza lo que significa. Cuando se
aclama a Dios como Rey, no se le confiere la realeza (El lo
es desde siempre), sin embargo se "actualiza" esta
"realeza" se "urge la venida del reino escatológico".
Festejar la Navidad, es en un sentido real, sacramental,
"hacer que Dios venga hoy". "¡La salvación que tú
preparaste ante todos los pueblos!" Así se expresa Simeón
en su canto de alabanza (Lucas 2,30) "Atraeré hacia mí a
todos los hombres" (Grita Jesús en proximidad de la
Pascua). (Juan 12,32). "¡Jesús había de morir por el
pueblo de Israel, y no solamente por él, sino para reunir
en uno todos los hijos de Dios que están dispersos!" En
expresión de San Juan (11,52). Y esta visión universal,
realizada en Cristo, era anunciada en la esperanza de todo
un pueblo, que se atrevía a convidar a "toda la tierra",
"todas las naciones", "todos los habitantes del mundo" a
su propio "Terouah". ¡Una fiesta mundial! ¡Vamos hacia
una fiesta en que todos los hombres estarán felices y
cantarán todos juntos, el mismo día, el mismo Dios, el
mismo amor que los habrá salvado ¡Salvado!

Me imagino a Jesús recitando este salmo... Lo recito con


El...

TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO

*** ¡Vamos, no lo dudemos. Dejémonos "invitar" a la


fiesta! ¡Vamos! Saquemos todos los instrumentos,
trompetas, bocinas, guitarras, panderetas, flautas... Y
nuestras voces y aplausos. ¿Hay personas que se
escandalizan por la "alegría" y el "ruido" que hacen los
muchachos de hoy en sus fiestas? Hay un tiempo para la
oración silenciosa. Sí. Hay un tiempo para la meditación y
la oración íntima. ¡Sí. Pero hay también un tiempo para la
oración de aclamación!

Escuchemos a Paul Claudel, que vive a su manera este


salmo: "¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al
compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos.
Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el
mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo
semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier,
brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra,
estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de
todo un pueblo que canta y que llora y que patalea!
¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el
salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido
claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un
hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la
noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la
redondez de la tierra como un canasto que se sacude!
¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha
llegado el momento en que Dios va a "juzgar" a la tierra!
¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante
nivelación de la justicia!".

¡La "justicia"! ¡Un mundo gobernado "según Dios"! ¡Está


por venir! ¡Un mundo gobernado según el amor! Está por
venir, Dios viene. El Reino de Dios ha comenzado...

NOEL QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo I
PAULINAS, 2ª Edición
BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs. 190-193

3. ALABANZA/JÚBILO/SAL-97

CANTAD AL SEÑOR UN CANTO NUEVO

Oración de alabanza
Uno de los temas que más tratan los salmos es el de la
alabanza. Dios merece toda la alabanza por ser él quien
es, por sus obras maravillosas, por la bondad mostrada al
hombre, por la salvación, por su predilección por Israel.

Esta alabanza es el fruto de una experiencia gozosa, de


una alegría que produce la actuación salvadora de Dios: el
salmista siente admiración, entusiasmo y gratitud por este
Dios tan excelso, tan providente, y por esto brota de su
corazón la más sincera alabanza. La fe en Dios lleva aneja
la alabanza, y la alabanza proviene de la alegría. Los
salmos, entre otras muchas otras cosas, nos enseñan
también esta verdad y esta actitud de la alabanza gozosa,
porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido por un
corazón admirado y agradecido, inundado de alegría por
sentirse amado, salvado y protegido por su Dios.

El Antiguo Testamento ha sabido elaborar una serie


copiosísima de cánticos y de himnos que ensalzan la
bondad o las obras de Dios en medio de una atmósfera
exultante: los cánticos de Moisés, de Débora, de Ana, de
Judit, de Ezequías y los profetas, y por supuesto los
salmos: una magnífica panorámica de una oración llena de
alabanza y de gloria.

Entre los documentos del Qumran han aparecido una serie


bellísima de himnos de alabanza, en la misma línea,
algunos de los cuales nada tendrían que envidiar a los
mismos salmos por su profundidad y su belleza, por la
expresión de su alabanza sentida y feliz. En el Nuevo
Testamento, Cristo mismo alaba al Padre en diferentes
ocasiones y se admira de sus obras; su infancia viene
acompañada de grandes cánticos, como el de María
(Magníficat), el de Zacarías (Benedictus), y el mismo
himno de los ángeles en su nacimiento de Belén: "Gloria a
Dios en las alturas...". San Pablo y el Apocalipsis nos
muestran abundante literatura hímnica, y todo ello nos
hace ver la Biblia jalonada de una atmósfera de alabanza y
de júbilo: el hombre mantiene esta relación gozosa con
Dios, consciente de su grandeza y de su bondad,
respondiendo con sus cantos de gratitud y admiración.
Y esta corriente de exultación gozosa ha continuado en la
vida de la Iglesia con el ejemplo de los santos y la
proliferación inacabable de expresiones de alabanza:
recordemos el "Te Deum", el "Cántico de las creaturas" de
san Francisco de Asís. Y sobre todo, la Liturgia de la
Iglesia, con su variadísima gama de alabanzas, desde la
Plegaria Eucarística hasta la Liturgia de las Horas y tantas
y tantas prácticas de piedad cristianas que siguen el
mismo camino de alabanza y gratitud a Dios.

De una manera privilegiada los salmos nos dan esta


enseñanza, y un determinado grupo entre ellos, los
himnos o cánticos a Yahvé (además de otros grupos),
muestran especialmente esta realidad, que no es sino la
necesidad del alma agradecida y admirada ante su Dios.
Muestran una experiencia profunda de Dios, de un Dios
sentido en el fondo del alma: su ayuda se ha dejado ver
en cada paso, se ha recibido toda su solicitud y su
providencia, se ha sentido siempre su presencia.

Así, pues, los himnos a Yahvé cantan la grandeza, la


actuación, el reino de Dios. Son salmos universalistas que,
partiendo de la experiencia histórica de Israel, extienden
su campo de alabanza a todos los pueblos y naciones,
invitando incluso a los seres celestes (ángeles) y a la
naturaleza toda (tierra y mar, árboles y ríos) a sumarse a
esta alabanza grandiosa al Dios del universo, de la historia
y de la salvación, cuyo juicio dará la recompensa a sus
elegidos y permitirá un nuevo orden de cosas. Su
victoriosa actuación le hace superior a todos los dioses y
fuerzas del universo y le da dominio sobre todas las
naciones.

"Cantad al Señor un cántico nuevo"

El Salmo 97, que se reza el miércoles de la 3a. semana en


Laudes, es uno de estos cantos de alabanza a Yahvé, rey
del mundo, cuya actuación no es sino una serie de
maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo
de Israel. Está influenciado, como todos los de su grupo
(salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras
universalistas, en su concepción de las nuevas realidades
que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del
mundo como escena de la actuación de Dios y eco de su
alabanza.

Lo podemos dividir en estas secciones:

- vv. 1-3: cantan la victoria y salvación de Yahvé

- vv. 4-6: la humanidad ensalza a Yahvé

- vv. 7-9: la naturaleza se suma a esta alabanza

Ha hecho maravillas (w. 1-3)

La primera frase del salmo es una invitación a la alabanza


a Dios con un canto nuevo. Las maravillas de Dios son tan
grandes, tan inesperadas, que el pueblo no puede
contentarse con las alabanzas rituales conocidas: parece
que requiere algo nuevo y grandioso. Dios es el obrador
de grandes cosas, y su victoria ha sido total. Su brazo, es
decir, su fuerza invencible, es quien ha actuado (no la
fuerza del hombre).

Ciertamente el salmista piensa en la restauración de Israel


después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un
nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del
templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y
este solo pensamiento produce en el salmista (igual que
en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiamo.
Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su
pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre
presentes su misericordia y su fidelidad. El versículo 3:

"se acordó de su misericordia


y su fidelidad en favor de la casa de Israel"

ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc


1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de
alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los
humildes.

Suenen los instrumentos (vv. 4-6)

Las obras de Dios son contempladas por todo el mundo:


"los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios".

Es una acción de Dios que percibe (o percibirá) el mundo


entero, que conocerán todos los pueblos y por esto
alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo
Isaías superará en grandiosidad al mismo Exodo (Is 49),
será el comienzo de esta justicia de Dios y la celebrarán
todos los pueblos porque en la nueva etapa Israel será
algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.

Por esto ahora el salmista invita a toda la tierra a cantar al


Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de
instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta
sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen
los instrumentos".

Los instrumentos musicales son muy citados en la Biblia


como acompañamiento y complemento de la alegría y
alabanza. Baste recordar el último salmo del salterio con
la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la
liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores,
flautas, platillos sonoros... Todo esto para aclamar al
Señor que es rey sobre su pueblo y sobre el universo, y
para que la alabanza sea más armoniosa, más universal.
La Biblia nos da una muestra más de aprecio por todo
aquello que es bueno, alegre, positivo, humano: todo
colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de
Dios. Los salmos son este eco fiel que van formando la
conciencia del pueblo y le educan en una actitud abierta y
generosa que la ennoblece y dignifica.

Aplaudan los ríos, aclamen los montes (vv. 7-9)

A esta vasta aclamación de la humanidad, acompañada de


la música, se asocia ahora la naturaleza, como si ella
continuase en la misma vibración de la primera creación,
salida de las manos de Dios. Ahora, de un modo
semejante, esta misma naturaleza, siempre solidaria del
hombre (el hombre viene de ella: barro de la tierra), canta
las obras de Yahvé: el mar y cuanto él contiene en su
inmensidad y su misterio, los habitantes de la tierra
(hemos de pensar aquí en el variadísimo reino animal), los
ríos, como si sus bordes, al decir de un antiguo rabino,
fueran largas manos que aplauden mientras tocan sus
orillas. Así, con una mención de estos elementos más
importantes como representantes de toda la tierra, el
salmista asocia a su alabanza el mundo entero.

Y la explicación de esta alabanza alborozada y general nos


la da el salmo: "el Señor viene a regir la tierra", viene a
instaurar un orden nuevo, a reinar sobre el mundo de los
hombres con justicia y equidad, y la rectitud será la marca
de su reinado. Así la esperanza de Israel, y de toda la
humanidad, que aspira a la paz y la justicia y a unos
tiempos mejores, será una realidad con la venida del
Señor.

Alabanza cristiana

Breve salmo, pero entusiasta, que ha sabido mostrar


estupendamente el sentido de la alabanza y dar su
motivación, en un alarde de experiencia divina y de
sentido profético. Escuela de alabanza en la cual se inspiró
el mismo Magníficat de María, y que nos enseña a todos el
sentido de exultación, de admiración, de esperanza y
alegría frente a las obras de Dios, de su providencia, de su
salvación.

Como tantas veces, si el salmista logró componer un


himno tan perfecto y que tan profundamente expresa sus
sentimientos religiosos, cuánto más profundamente lo
pueden comprender y hacer suyo los cristianos, nosotros
que hemos visto la realización completa del plan de Dios,
de su venida a nuestro mundo, que hemos visto su
"victoria" en la redención del hombre, triunfando sobre el
pecado y la muerte, resucitando e inaugurando las nuevas
realidades de su reino entre los hombres. A partir de
entonces, la misma historia de los hombres se ha dividido
en dos, como para indicar con este elemento profano que
realmente Dios ha venido a regir la tierra y a darle los
cauces para una nueva etapa de vida.

El campo de la fe del cristiano es mucho más vasto,


mucho más claro y mucho más grandioso que el campo de
la fe del salmista. Por esto nuestra alabanza debería ser
todavía más intensa, más auténtica y más sentida.

El salmo de hoy es un buen ejemplo para un ejercicio de


admiración y de alabanza frente a las maravillas de Dios,
que culminan en el centro de la fe cristiana, la vida y la
obra de Cristo Jesús, Rey de la paz y Rey del universo.

J. M. VERNET
DOSSIERS-CPL/22

4.

El salmo 97 tiene un claro significado mesiánico y


escatológico. Nos hace contemplar la victoria final de Dios
sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel
para todos los pueblos: El Señor da a conocer su victoria.

En este día cantemos, pues, la victoria anticipada de Dios


sobre el pecado del mundo, gracias a la Pascua de
Jesucristo. Y que, ante esta maravilla, toda nuestra vida
sea un cántico nuevo, proclamado ante los confines de la
tierra. Que los hombres, que con tanta frecuencia viven
faltos de esperanza, comprendan que también a ellos el
Señor les revela su justicia, para que los confines de la
tierra contemplen, como nosotros, la victoria de nuestro
Dios.

Pedro Farnés

5. CANTICO DE VICTORIA

EI Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su


justicia

Creo en tu victoria, Señor, como si ya hubiera llegado, y


lucho por ella en el campo de batalla como si aun hubiera
que ganarla con tu poder y mi esfuerzo a tu lado. Esa es la
paradoja de mi vida: tensión a veces, y certeza siempre.
Tú has proclamado tu victoria ante el mundo entero, y yo
creo en tu palabra con confianza absoluta, contra todo
ataque y toda duda. Tu eres el Señor, y tuya es la victoria.
Sin embargo, Señor, tu tan anunciada victoria no se deja
ver todavía, y mi fe está a prueba. Ese es mi tormento.

Proclamo la victoria con los labios y lucho con las manos


para que venga. Celebro el triunfo y me esfuerzo por que
suceda. Creo en el futuro y sudo en el presente. Me
regocijo cuando pienso en el ultimo día y me echo a
temblar cuando me enfrento a la tarea del día de hoy. Sé
que pertenezco a un ejercito victorioso, que al final,
acabará por derrotar a toda oposición y conquistar todo el
mundo; pero caigo en el campo de batalla con sangre en
el cuerpo y desencanto en el alma. Soy soldado herido de
un ejército triunfador. Mío es el triunfo y mías las heridas.
Piensa en mí, Señor, cuando anuncies tus victorias.

Robustece mi fe y abre mis ojos para hacerme ver que tu


victoria ya ha llegado, aunque quede velada bajo
apariencias humildes que ocultan la gloria de toda realidad
celestial mientras seguimos en la tierra. Tu victoria ha
llegado porque tú has llegado; tú has andado los caminos
del hombre y has hablado su lengua; tú has gustado su
miseria y has llevado a cabo su redención; tú has hallado
la muerte y has restaurado la vida. Sé todo eso, y ahora
quiero hacerlo realidad en mi vida para que yo mismo viva
esa fe y todos sean testigos. Hazme gustar la victoria en el
alma para que pueda proclamarla con los labios.

Entre tanto, gozo viendo en sueño y profecía la victoria


final que te devolverá la tierra entera a ti que la creaste.
Entonces todos lo verán y todos entenderán; la humanidad
se unirá, y todos los hombres reconocerán tu majestad y
aceptarán tu amor. Ese día es ya mío, Señor, en fe y
esperanza.

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro. Orar los Salmos

6. Catequesis del Papa 6-XI-2002


Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo.

El ha Señor da a conocer su victoria,


revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado


la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad:

tañed la cítara para el Señor,


suenen los instrumentos:
con clarines y al son de trompetas,
aclamad al Rey y Señor.

Retumbe el mar y cuanto contiene,


la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos, aclamen los montes
al Señor, que llega para regir la tierra.

Regirá el orbe con justicia


y los pueblos con rectitud.

1. El Salmo 97 que acabamos de proclamar pertenece a


un género de himnos con el que ya nos hemos encontrado
durante el itinerario espiritual que estamos realizando a la
luz del Salterio.

Se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la


historia (Cf. versículo 6). Es definido como un «cántico
nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un
cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por
música festiva. Además del canto del coro, de hecho, se
evoca el sonido melodioso de la cítara (Cf. versículo 5), la
trompeta y el son del cuerno (Cf. versículo 6), así como
una especie de aplauso cósmico (Cf. versículo 8).

Además, incesantemente resuena el nombre del «Señor»


(seis veces), invocado como «nuestro Dios» (versículo 3).
Dios, por tanto, está en el centro del escenario en toda su
majestad, mientras realiza la salvación en la historia y es
esperado para «juzgar» al mundo y los pueblos (versículo
9). El verbo hebreo que indica el «juicio» significa también
«gobernar»: hace referencia por tanto a la acción eficaz
del Soberano de toda la tierra, que traerá paz y justicia.

2. El Salmo se abre con la proclamación de la intervención


divina dentro de la historia de Israel (Cf. versículos 1-3).
Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se
refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto
(Cf. versículo 1). La alianza con el pueblo de la elección es
recordada a través de dos grandes perfecciones divinas:
«amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).

Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y


a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3) para que
toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra
a su palabra y a su obra salvadora.

3. La acogida reservada al Señor que interviene en la


historia está marcada por una alabanza común: además
de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cfr vv.
5-6), participa también el universo, que constituye una
especie de templo cósmico.

Los cantores de este inmenso coro de alabanza son


cuatro. El primero es el mar con su fragor, que parece un
contrabajo de este grandioso acto de alabanza (Cf.
versículo 7). Le siguen la tierra y el mundo (Cf. versículos
4. 7) con todos sus habitantes, unidos en una armonía
solemne. La tercera personificación es la de los ríos que, al
ser considerados como brazos del mar, parecen batir
palmas con su flujo rítmico (Cf. versículo 8). Por último,
aparecen las montañas que parecen bailar de alegría ante
el Señor, a pesar de ser las criaturas más macizas e
imponentes (Cf. versículo 8; Salmo 28, 6; 113, 6).
Un coro colosal, por tanto, que tiene un único objetivo:
exaltar al Señor, rey y juez justo. El final del Salmo, como
se decía, presenta de hecho a Dios «que llega para regir
(juzgar) la tierra... con justicia y los pueblos con rectitud»
(versículo 9).

Esta es nuestra gran esperanza y nuestra invocación:


«¡Venga tu reino!», un reino de paz, de justicia y de
serenidad, que restablezca la armonía originaria de la
creación.

4. En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda


alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo.
Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su
gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de
Dios se ha revelado» (Cf. Romanos 1, 17), «se ha
manifestado» (Cf. Romanos 3, 21).

La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor


plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo
Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo
y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin
embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la
salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo
ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación,
dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la
salvación de todo el que cree: del judío primeramente y
también del griego», es decir el pagano (Romanos 1,16).

Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han


contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3),
sino que la han recibido.

5. En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del


siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo,
interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una
celebración anticipada dela novedad cristiana del Redentor
crucificado. Escuchemos entonces su comentario que
mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico.

«Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado --


algo que nunca antes se había escuchado--. A una nueva
realidad le debe corresponder un cántico nuevo. ―Cantad
al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en
realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor.
Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios‖.
Orígenes continúa: Cristo ―hizo milagros en medio de los
judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó
muertos. Pero también lo hicieron otros profetas.
Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un
innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo.
Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un
cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios
murió como hombre para que los hombres tuvieran la
vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta
el cielo» («74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74
omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 309-310).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final


de la audiencia, el Papa hizo esta síntesis en castellano]

Queridos hermanos y hermanas:

El nombre del Señor es el centro del Salmo que hemos


escuchado. Dios actúa en la historia y al final juzgará al
mundo y a los pueblos. En este contexto, juzgar significa
también gobernar, instaurar la justicia, el orden y la paz.
Esto es lo que el Señor trae consigo, lo que implantará
definitivamente en todo el orbe. Es también el motivo por
el que se le invoca y alaba desde todas partes y con todos
los medios.

En la perspectiva cristiana, esta realidad ha comenzado ya


en Cristo, en el cual "se revela la justicia de Dios", como
dice San Pablo (Romanos 1, 17) y, por eso, el creyente
puede entonar ya ahora el «canto nuevo» del universo y la
humanidad entera redimida por Cristo.

la literatura cristiana. Es la expresión más radical de la


primacía del amor.

Ante todo ofrece una definición más precisa acerca de la


naturaleza de Dios: "Dios es amor". En un segundo paso
expresa el camino a través del cual nosotros hemos
podido llegar a esta conclusión. No es el efecto de una
sabia reflexión, de una ciencia, sino la constatación que se
impone después de la Encarnación: Dios ha tomado la
increíble iniciativa de enviarnos a su Hijo único, y esto nos
hace comprender: "En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y
nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados".

Si los psicólogos nos avisan de las graves consecuencias


que puede tener para el futuro de un niño la falta de amor
familiar... ¿no hay también una inseguridad en la mayoría
de los cristianos, no hay también una especie de
aburrimiento en los que asisten a misa, un pasotismo en el
pueblo cristiano, que proceden de no haber descubierto,
de una manera personal, este amor del Padre que nos
envió a su Hijo único?

El amor no es algo nuestro. Amamos porque antes hemos


sido amados por Él. Nuestro amor es una respuesta a la
obra de Cristo, que manifestó su amor en la entrega total
hasta la cruz.

Y establecido ese principio: que Dios es amor manifestado


en Cristo, se sigue una conclusión extremadamente
original: el camino necesario para tener una experiencia
de cómo es Dios, de "gustar" su ser verdadero, es ponerse
a amar a los hermanos. Quien nunca ha amado no tiene
noción de cómo es Dios "por dentro": "Quien no ama no
ha conocido a Dios, porque Dios es amor".

-"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;


permaneced en mi amor". Jesús ama a los hombres con el
mismo amor con que es amado por su Padre. Y como
único precio de esta donación total sólo pide la obediencia
más estricta a un único mandamiento: que cada cristiano
trate de amar a sus hermanos con esa misma clase de
amor total con que Él se sabe amado por su Salvador.

Esta cadena sin fin que transmite el amor del Padre hasta
el último de los hombres, a través de Jesús, es la que
debemos formar los cristianos. Es estimulante saber que
cada humilde cristiano que acepta el reto del Evangelio y
se dedica a amar sin fijarse previamente en que los
beneficiarios de su amor sean o no dignos de Él, es un
pequeño motor que ayuda a mantener la circulación de la
vida divina.

-"Os he hablado de esto para que mi alegría esté en


vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud". La alegría
perfecta y plena, que deriva del sentirse amados por Dios
y redimidos, que son dos formas de decir lo mismo. Una
vida cristiana que no produzca alegría profunda es siempre
una falsificación; entendiendo que esta alegría es una
fuerza compatible con el dolor y la oscuridad.

"Haría falta que me cantasen cantos mejores para que


pudiera creer en el Salvador; haría falta que sus discípulos
tuvieran un aire más de salvados" (·Nietzsche-F).

Después, la amistad de Jesús. Los cristianos no se sienten


ya esclavos: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no
sabe lo que hace su Señor". Los fieles han sido objeto de
un amor electivo cuya iniciativa está solamente de parte
del Señor. No son ellos los que se han puesto en marcha
hacia Jesús y hacia el Padre, sino que, de repente, se han
visto elegidos para una noble misión que ennoblece sus
vidas: "No sois vosotros los que me habéis elegido; soy yo
quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto dure".

Finalmente, los fieles están bien "recomendados" al Padre


por la amistad que los une a Jesús. Por eso tienen una
especie de "omnipotencia suplicante", una capacidad de
arrancar a Dios los dones más preciosos: "Lo que pidáis al
Padre en mi nombre, os lo daré". Estas son las
características internas del cristiano, siempre que se
mantenga fiel al mandamiento-testamento: "esto os
mando: que os améis unos a otros".

21. FE/ALEGRIA
No hay creyente más contento con su fe, sin que importe
demasiado su estado físico o social, próspero o adverso en
que se encuentre.

El que siente la alegría de creer está de tal manera


poseído por ella, que nada próspero puede aumentar su
gozo, ni nada adverso puede disminuirlo.

Habría que poner unos timbres de alarma en las Iglesias y


en las comunidades cristianas que avisaran de la falta de
alegría.

Cuando estos timbres sonaran habría que suspender


inmediatamente su actividad apostólica y entrarles en un
tiempo de reflexión y conversión al Evangelio de Jesús. La
tristeza y el aburrimiento al lado de la fe es una señal de
que esa fe no está al lado del Evangelio.

¡Atención a este dato! Ha sido el estado de marginación y


de pobreza de las primeras comunidades cristianas el
clima ideal para su profunda vivencia de la fe como amor y
alegría.

Ha sido una situación de burguesía dominante el clima


ideal para unas comunidades e instituciones eclesiales más
sensibles al rigor y al bienestar que al gozo y a la pobreza.
La Historia podría ofrecernos un buen puñado de actitudes
y prácticas religiosas generadoras de miedo, de esclavitud
y de esterilidad. No serviría de disculpa la necesidad de
una ascética dura frente a la corrupción imperante para
que la fe pueda sobrevivir. La fe no es una virtud a
proteger, sino un don a expandir. La fe es lo primero que
se tiene a mano y lo último que perdura siempre frente a
un mundo que hay que vencer: "Esta es la victoria que
vence al mundo, vuestra fe".

Una fe alegre lleva consigo unas garantías que no pueden


suponerse sin más en las conductas religiosas: la fe alegre
es pobre, la fe alegre es libre, la fe alegre es humilde, la fe
alegre es sencilla y atractiva. Y, sin embargo, todos
conocemos conductas religiosas, incluso eclesiales, que
son egoístas, esclavas, soberbias, complicadas...
Jesús habla en el evangelio de hoy de la alegría de la fe y
fundamenta esta alegría en la nueva situación de los
discípulos frente a El: "A partir de ahora ya no vais a ser
esclavos, vosotros vais a ser mis amigos". Esta amistad no
es fruto de unas buenas negociaciones en las que todos
salen ganando. Esta amistad nace de la Misión que van a
compartir: "Como me envió el Padre os envío yo; vosotros
le conocéis igual que yo; vosotros estáis destinados a ir al
mundo y dar fruto".

El gran reto que tienen las religiones y, en concreto, los


cristianos es dar signos rotundos e inconmovibles de la
primacía del amor sobre cualquier otra actitud.

Pero el reto aún mayor está dentro de nosotros mismos:


sentir e irradiar la alegría como distintivo del alma que
ama y del amor que da. Lo dice hoy también el mismo
Juan: "Quien no ama no conoce a Dios".

Si el conocer a Dios, es decir, el amar no produce alegría,


es porque el corazón está enfermo, es decir, en pecado.

JAIME CEIDE
ABC/DIARIO
DOMINGO 5-5-1991

22.

1. La Resurrección: vigencia del amor

Con el inicio de esta semana se cierra el ciclo litúrgico de


la Pascua, y la palabra de Dios concentra nuestra atención
en la perfecta unidad de amor que debe existir en la
comunidad de Cristo.

Durante todos estos domingos hemos reflexionado acerca


de la presencia de Cristo resucitado en medio de su
comunidad y de lo que realmente significa esa presencia.
Y hoy las tres lecturas bíblicas insisten por igual en la
misma y suprema idea: la presencia de Cristo se
manifiesta por encima de todas las cosas en el amor.
Donde alguien ama, allí está Cristo.
El episodio del libro de los Hechos (primera lectura) es
sumamente aleccionador: tanto Pedro como los demás
apóstoles creían en el amor de Cristo, pero, podemos
decir, que restringían ese amor y su presencia liberadora
al ámbito judío. El mismo Pedro se resiste a abrirse a los
paganos como si Dios fuese monopolio de un solo pueblo o
raza. El libro de los Hechos es el testigo de la tremenda
resistencia que opuso la Iglesia de Jerusalén a la apertura
a los paganos y a su inserción con pleno derecho en la
Iglesia.

Fue así como Pedro tuvo aquella visión en la terraza. Allí


se le dijo: «Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú
impuro», refiriéndose al contacto con los paganos, ya
suficientemente purificados, al igual que los judíos, no por
sus buenas obras, sino por la sangre de Cristo.

Al rato llegan los mensajeros del centurión romano


Cornelio, que invitan a Pedro a dirigirse a la casa del
militar romano. Esto estaba prohibido por la ley judaica,
que declaraba impuro a quien tuviese contacto con un
pagano, y por lo tanto, quedaba excluido de la comunidad
cultual, hasta que no hiciese los ritos purificatorios.

El centurión cuenta a Pedro cómo Dios había escuchado


sus oraciones y había tenido en cuenta sus limosnas, y
cómo ahora, él y los suyos «estaban dispuestos a escuchar
todo lo que había ordenado el Señor».

Entonces Pedro, sin salir todavía de su extrañeza, les dice:


"Ahora comprendo realmente que Dios no hace
distinciones entre las personas y que, en cualquier nación,
todo el que ama y practica la justicia, es agradable a El".
Al instante desciende sobre ellos el Espíritu Santo y Pedro
procede a bautizarlos, ya que «¿acaso se puede negar el
agua del bautismo a los que recibieron el Espíritu Santo
como nosotros?»

Debemos subrayar la frase programática de Pedro "Dios


no hace distinción entre las personas...", etc.), porque nos
indica que el amor deja de ser un simple sentimiento
interior más o menos generalizado, para asumir
estructuras concretas y transformar los arcaicos
esquemas, con los que, con buenas maneras e
intenciones, en la práctica mantenemos alejados a muchos
o no los integramos con pleno derecho dentro de la
comunidad. La presencia de Dios no está circunscrita al
ámbito del templo y ni siquiera al ámbito cristiano. El
manifiesta su presencia salvadora allí donde un hombre -
cualquiera que sea su raza, religión o clase social- practica
la justicia y el amor, tal como hacía el militar romano.
Como revela la Carta de Juan: «Dios es amor» y
manifiesta su amor dándonos permanentemente a su Hijo
como garantía de liberación.

La resurrección de Jesús es el triunfo del amor y es la


permanencia del amor. Pero observemos que el amor del
que nos habla Juan es el «ágape», o sea, el amor divino
que -como explica el mismo evangelista- «no consiste en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos
amó primero a nosotros y nos dio a su Hijo como víctima
propiciatoria por nuestros pecados». (Nunca debe
olvidarse que la palabra "amor" o «caridad» tiene en Juan
este sentido especial, distinto del concepto psicológico).

Cristo resucitado es el intermediario por medio del cual


todos los pueblos son llamados a vivir en el perfecto y
total amor. Así lo explica Jesús a sus discípulos: «No sois
vosotros los que me habéis elegido a mí, sino que soy yo
el que os he elegido y os he destinado a dar frutos
duraderos.»

Mientras Jesús vivió en Palestina, él mismo se vio limitado


por el tiempo y el espacio, y muy pocos pudieron recibir su
llamada, pero la resurrección hizo posible el milagro de
que los hombres, de cualquier latitud y tiempo, pudieran
recibir esta invitación a dar los frutos de una vida nueva.
En otros términos: el proyecto de Dios realizado en Cristo,
por ser fruto de un amor extremo y total, no conoce
frontera alguna. Es, por su misma esencia, universal. A los
cristianos nos suele pasar lo que a Pedro: pretendemos
ver a Cristo solamente allí donde alguien lleve el cartel de
cristiano o cumpla determinadas prácticas cultuales. Pero,
¿cómo negar esta presencia de Cristo en tantos hombres
que, movidos por el Espíritu, extienden por el mundo el
Reino de Dios, reino de paz, justicia, amor y libertad?
Creer en la resurrección de Cristo es creer en el amor:
sincero, total y universal. Si nos negamos a creer en la
supervivencia del amor, negamos la supervivencia de Dios
y, por descontado, la de Cristo.

Y si hoy se nos hace cuesta arriba aceptar a Cristo


resucitado, es porque nos resistimos a aceptar la
soberanía absoluta del amor. Si bien lo afirmamos con los
labios, sin embargo en la práctica afirmamos lo contrario,
ya que cuenta más el reinado de la fuerza, de la habilidad
y astucia, de la trampa bien calculada, del dinero, de la
marginación racial y social, etc.

A menudo el amor suele ser en nuestras vidas y en


nuestras estructuras un adorno, una bella expresión, que
se abandona con extrema rapidez cuando dicho amor se
torna exigente y comienza a pedirnos que «demos como
Dios ha dado».

Hoy son muchos los que dudan de la soberanía del amor,


y en parte es comprensible. Los frutos del amor, si bien
son duraderos, no son inmediatos, ya que exigen ese largo
proceso en que la semilla se incuba en la tierra, germina,
brota, sufre los embates de las contradicciones... y quizá
florece y fructifica para quienes no han sembrado.

Otras veces nos cansamos del amor, o decimos que


hicimos la prueba dos o tres veces y que no dio resultado.
O apelamos a las consabidas justificaciones: si tratamos
con amor a los demás, si dialogamos con todos, si nos
abrimos sin prejuicios, los demás se aprovecharán y
sacarán ventaja, o serán unos desagradecidos, o nos
harán perder inútilmente el tiempo... Por eso -se sigue
razonando- es mucho más práctico una buena disciplina,
una mano dura, una cierta dosis de castigos, una prudente
distancia, un cubrirse las espaldas, etc. etc.

Todos estos criterios son muy razonables y muy propios


de la sabiduría humana, pero poco tienen que ver con la
óptica de Cristo resucitado.

También estos argumentos se esgrimieron


abundantemente a lo largo de la historia de la Iglesia, y ya
sabemos cuáles fueron sus frutos. Por algo el viejo Juan
escribió estas páginas mirando al presente y pensando en
el futuro. Si la Iglesia de Jerusalén puso tanta resistencia
al mensaje de amor universal de Cristo -cuyo gran paladín
fue Pablo-, ¡con qué cuidado no hemos hoy de reflexionar
nosotros, no sea que estemos en la misma situación con
protagonistas distintos!

2. El gozo del amor perfecto

Jesús nos dice que sus palabras están encaminadas a que


"su gozo sea el nuestro y que ese gozo sea perfecto".

El programa o proyecto del Señor resucitado está


orientado hacia la alegría total, la alegría del hombre libre;
alegría que es el fruto último y definitivo del amor.

Este gozo no muere con la misma fugacidad con que


fenece el gozo del placer; es permanente y duradero. Es el
gozo de la paz, esa que emana de la justicia y de la
liberación, esencia del Reino.

Mas, ¿cuál es el camino para llegar a ese gozo perfecto?

«Así como el Padre me amó, así también yo os he amado.


Permaneced en mi amor... Este es mi mandato: Amaos
unos a otros como yo os he amado. No hay mayor amor
que dar la vida por los amigos.»

El modelo del amor de Cristo es el amor del Padre.


También ése es nuestro modelo. Hoy, cerrando este ciclo
de reflexiones, se nos invita a «permanecer en el amor»,
de forma tal que la comunidad eclesial se asiente sobre
esta «Constitución», cuyo primer y único artículo es la fe y
la lucha por el amor universal entre los hombres.

Nada ni nadie deberá ser motivo para que se viole este


mandato del Señor. E insistimos: para que ese amor
permanezca y no se lo lleve el viento como a tantas
buenas intenciones, se deben crear en la Iglesia
estructuras orgánicas que surjan de este mandato y que
sean tan eficientes como para que todos los cristianos,
laicos y jerarquía, puedan vivir su fe en un gozo perfecto.
Y permanecer en el amor de Cristo, en el ágape, ese que
toma siempre la iniciativa, el que sale de sí mismo para
adelantarse al gesto del otro; ese que da donde otros
quitan. Jesús promete el gozo perfecto porque ésa es su
experiencia: la resurrección es el gozo perfecto de alguien
que «habiendo amado, amó hasta el extremo».

Muchas veces nos hemos preguntado en estos domingos


de reflexión cómo podemos ahora ver a Cristo resucitado y
dónde encontrarlo. Hoy se nos responde -por si aún
quedaran dudas- que sólo podemos «verlo» con los ojos
del corazón. Sólo la experiencia de un amor puro,
desinteresado, total y permanente nos da esa capacidad
de palpar ese más allá que es la resurrección. El amor es
la puerta de la trascendencia, de la misma forma que es la
llave de la libertad.

Gozar la alegría del amor es adelantar el gozo


escatológico, es pregustar la vida nueva del Espíritu, es
recibir en arras el sello de nuestra propia resurrección.

Gozo de la resurrección y gozo del amor son los sinónimos


de la Pascua.

Aún nos queda una última reflexión. Al darnos a conocer


este secreto, Jesús nos hace sus amigos íntimos:
«Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os he
mandado... Yo os llamo amigos porque os revelé todo lo
que aprendí de mi Padre.»

El domingo pasado aludimos a cierto concepto de «Jesús-


amigo». Hoy es el mismo Jesús el que lo aclara y explica.
Al revelarnos que el amor es la vida del hombre nuevo,
Cristo parece agotar el caudal de sus secretos. Ya lo ha
dicho todo. Por eso no somos sus servidores sino sus
amigos. El servidor es un dependiente, no tiene facultad
para ser alguien por sí mismo, no está al tanto del secreto
del amo, no participa de su poder. Jesús nos transforma
en personas capaces de amar como Dios mismo ama;
ahora somos sus amigos, esos «otros» con quienes puede
tratar de tú a tú, con el mismo lenguaje. Al llamarnos
amigos, Jesús reconoce su obra como terminada: ya nos
dio la conciencia de que somos personas con la plena
libertad que otorga el amor. Ninguna ley nos ata porque
es el impulso del amor el que nos lleva a aceptar esa
voluntad de Dios, camino de alegría y fuente de libertad
interior.

Cristo no solamente resucita, sino que nos resucita: nos


invita a vivir la experiencia de abandonar completamente
el viejo estilo del egoísmo para amarnos «como yo os he
amado». La experiencia de Cristo pasa a ser modelo
ejemplar de la experiencia del cristiano.

Es cierto que Jesús nos da una orden o mandato: «que os


améis unos a otros», pero aquí está la paradoja de la vida
cristiana del hombre nuevo: es la orden que produce gozo
completo. No es la ley que impone el orden y la sumisión
ni la ley que crea dependientes o servidores. Es la ley que
produce amigos. Nadie puede cumplir ese mandato sin
amor, pero desde el momento que ama, el mandato deja
de ser ley.

Hay en el mandato supremo de Jesús cierta angustia no


controlada, como si temiera que nos quedáramos a mitad
de camino...

Concluyendo...

Quien lea el Evangelio de Juan, o sus cartas, podrá


admirarse -y con razón- de la machacona insistencia en el
tema del amor. Es muy posible que cuando fueron
redactados esos escritos, el autor había tomado conciencia
de cómo las expresiones de fe podían permanecer huecas
de contenido humano si la fe no se asentaba sobre el
firme fundamento del amor, esencia de Dios, esencia de
Cristo y, por lo tanto, esencia del cristiano.

No basta una tumba vacía para cerciorarse de la


resurrección de Cristo, ni siquiera escudriñar las
Escrituras.

Menos basta llenarse el cerebro de espesa teología o


encuadrar la conducta en estrictos códigos de moral.
Hay que mirar la vida desde la experiencia única del
Agape, reproduciendo la experiencia de Cristo, experiencia
de entrega, para sentir dentro de uno mismo el gozo de la
Pascua. La fe nos exige arriesgar por el amor, a pesar de
todo y contra toda lógica.

Quizá, al terminar estas reflexiones y después de releer el


capítulo 15 de Juan, tendremos que abrir nuestros
extrañados ojos, como los de Pedro, y decir con él: «Ahora
comprendo que, en cualquier nación, todo el que ama y
vive la justicia es agradable a Dios.» Esto es el principio y
el fin de la fe.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 252 ss.

23.

UNA ALEGRÍA OLVIDADA

para que mi alegría esté en vosotros...

Quien observa con cierta atención a las personas, tiene,


con frecuencia, la impresión de que la alegría ha huido de
muchas vidas y es difícil recuperarla por mucho que se la
busque en escaparates, salas de fiesta, el ambiente
animado de los restaurantes o la compañía de los amigos.

El misterio de cada individuo es demasiado grande y


profundo para que pueda ser explicado desde fuera. Y, sin
duda, pueden ser muchas las raíces de esa tristeza e
insatisfacción que inútilmente pretendemos disimular.

Pero, casi siempre olvidamos que hay en nuestra vida una


tristeza difusa que no es, muchas veces, sino el rostro de
nuestro vacío interior y de nuestra incoherencia personal.
Hemos exaltado la libertad hasta el punto de no aceptar
apenas limitación moral ni norma ética alguna. Hemos
querido borrar de nuestras vidas el rastro de toda
culpabilidad. Nos hemos permitido avanzar por caminos
cada vez menos señalizados. Rara vez nos preguntamos si
somos fieles a nuestras convicciones más profundas. Lo
importante es disfrutar.

Y en esa búsqueda incontrolada de disfrute, confundimos


modernidad con una amoralidad superficial e
irresponsable. Identificamos la «sexualidad adulta» con
frivolidad. Reducimos el goce erótico de la vida a un
consumismo sexual vacío de ternura y fidelidad. Y sin
embargo, no se respira entre nosotros una alegría sana y
gratificante. Son muchos los que viven secretamente
insatisfechos de sí mismos. Muchos los que se atormentan
con pensamientos negativos y frustrantes. Hombres y
mujeres que sienten su vida como una inmensa
equivocación.

Más aún. Hay creyentes que viven su vida tratando de


ocultarla continuamente a sus propios ojos y a los de Dios.
Cristianos a los que una «mala conciencia» más o menos
disimulada, les impide encontrarse con Dios con
espontaneidad y alegría.

Los creyentes hemos olvidado demasiado el deseo


insistente de Jesús de comunicarnos su propia alegría. No
terminamos de creer que el encuentro con Jesucristo
pueda ser para nosotros una fuente de alegría capaz de
renovar nuestra existencia en su misma raíz. Necesitamos
escuchar de nuevo las palabras de Jesús: "Os he hablado
para que mi alegría¿a esté en vosotros y vuestra alegría
llegue a plenitud". Experimentar de nuevo cómo la
tristeza, la mentira, la insatisfacción y el pecado se nos
van lentamente transformando en gozo, luz interior,
reconciliación y acción de gracias, en el encuentro
personal con Jesucristo.

No es una alegría estéril sino una fuerza gozosa que nos


ilumina, nos limpia, nos transforma y nos impulsa a vivir
de otra manera. Una alegría que nos libera de la tristeza
cuando sentimos la tentación de desesperar de los
hombres y de nosotros mismos.

JOSE ANTONIO PAGOLA


BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 175 s.
24.

1. «Permaneced en mi amor».

El evangelio de hoy, el último antes de la ascensión del


Señor, parece un testamento: estas palabras deben
permanecer vivas en los corazones de los creyentes
cuando Jesús no se encuentre ya externamente entre
nosotros y nos hable sólo interiormente, en el corazón y
en la conciencia. Estas palabras de despedida son al
mismo tiempo una promesa inquebrantable, pero una
promesa que incluye en sí una exigencia para nosotros.
Jesús habla de su amor supremo, que consistió en dar su
vida por sus amigos; pero para ser sus amigos nosotros
debemos hacer lo que él nos exige. Promete a sus amigos
que su amor permanecerá en ellos -esto tiene el valor de
un testamento- si ellos permanecen en su amor, si
guardan su mandamiento del amor como él guardó el
mandamiento del amor del Padre. Las promesas de Jesús
cuando está a punto de dejar este mundo son de una
grandeza tan impresionante que, desde su punto de vista,
las exigencias que comportan para nosotros son algo
implícito en ellas. Si ha compartido todo con nosotros,
toda la insondable profundidad del amor de Dios y nos ha
elegido para vivir en ella, ¿no es lo más natural que
nosotros nos conformemos con ese todo, fuera del cual no
hay más que la nada? E incluso este todo compartido es
algo que podemos pedir constantemente al Padre: si
permanecéis en el Hijo «todo lo que pidáis al Padre, os lo
dará». Don y tarea son inseparables; más aún, la tarea es
un puro don de la gracia. Con esto el evangelio anticipa ya
en cierto modo el episodio de Pentecostés: el don es el
Espíritu de Dios que nos ayuda a cumplir la tarea, el
mandamiento del amor.

2. «Los paganos reciben el Espíritu».

La gracia de llegar a ser cristiano y de serlo realmente no


depende de ninguna tradición eclesial puramente terrenal,
sino que es siempre un libre don de Dios, que «no hace
distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia,
sea de la nación que sea». Esto es precisamente lo que
muestra la primera lectura, en la que al centurión pagano
Cornelio y a los de su casa se les confiere el Espíritu antes
incluso de recibir el bautismo. La Iglesia representada aquí
por Pedro, obedece a Dios cuando reconoce esta elección y
acoge sacramentalmente en su seno a los elegidos. La
libertad de Dios, incluso frente a cualquier institución
expresamente fundada por Cristo antes de abandonar este
mundo, es inculcada a Pedro al final del evangelio de
Juan: «Y si quiero... ¿a ti qué te importa? Tú sígueme» (Jn
21,22). La Iglesia no puede pretender para sí las
dimensiones del reino de Dios, aunque sea esencialmente
misionera y tenga que esforzarse por ganarse a todos los
hombres por los que Cristo ha muerto y resucitado. El
amor sobrenatural puede existir perfectamente fuera de la
Iglesia («si quiero»), pero ciertamente es ese mismo amor
el que impulsa al centurión Cornelio a incorporarse a la
Iglesia, en la que el amor del Dios trinitario está en el
centro, como se muestra en la segunda lectura.

3. «Todo el que ama ha nacido de Dios».

En la segunda lectura se nos exhorta al mismo tiempo a


amarnos unos a otros porque Dios es amor, y se nos
recuerda que no debemos creer que sabemos por nosotros
mismos lo que es el amor, que sólo se deja comprender y
definir a partir de lo que Dios ha hecho por nosotros: nos
entregó a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.
Pero esta afirmación (el que no sepamos naturalmente lo
que es el amor) no debe desanimarnos a la hora de
practicar el amor mutuo, pues el amor se nos ha revelado
no solamente para saberlo, para decirlo o para creerlo,
sino para poder imitarlo y practicarlo realmente:
«Queridos hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el
amor es de Dios».

HANS URS von BALTHASAR


LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 158 ss.
25.

DIOS ES AMOR

1. "Dios es amor". En Dios hay voluntad. El objeto de la


voluntad es el bien. El bien siempre es apetecible,
deseable y amable. El bien, por tanto, despierta el amor,
el deseo, el apetito. Como Dios es el Bien infinito, Dios se
ama a sí mismo infinitamente. Ese Amor engendra al Hijo.
Y el Padre y el Hijo, que son el mismo Bien infinito, se
aman. Y esa llama infinita de Amor es el Espíritu Santo.
Pero el Amor de Dios no ha quedado encerrado en esas
Tres Personas. El Amor es difusivo de sí mismo. El Amor
nunca dice basta. Y menos el Amor infinito. Desea
participar su amor a otros seres. De ese manantial divino
nace toda la creación. La teoría del "bing-bang", esa
explosión de la materia que ocurrió al principio de la
creación, hace unos quince mil millones de años, y cuyo
eco aún se puede escuchar, es posterior al Amor de Dios.

2. El Amor de Dios busca crear otros seres, otras


personas. Por eso dice San Juan: "El amor consiste en que
Dios nos ha amado primero" 1 Juan 4, 7. Y creó a los
hombres en familia: "Creced y multiplicaos". Esa explosión
de amor que nace en Dios, llega hasta nosotros. "El amor
no consiste en que nosotros amamos a Dios, sino en que
El nos ama a nosotros". Y no sólo quiere que podamos
cantar como la alondra, o crecer como los rosales, o
perfumar como los cedros, o correr como las gacelas, o
reir y hablar como los hombres, sino que amemos como
El.

3. ¿Cómo puede ser que un hombre pueda amar como


Dios? Los hombres no lo podemos conseguir. La iniciativa
parte de Dios. El nos da su propio Amor. "Nos amó y nos
envió a su Hijo, para que pagara por nuestros pecados".
Para que fuera el "Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo".

4. Para que naciera ese amor eligió una mujer, que fuera
la Madre de su Hijo, y nos la entregó también a nosotros
como Madre. Con ese Amor que El nos da, ya podemos
amar como El. Ya podemos perdonar a los enemigos,
sonreir a los que no nos caen simpáticos, entablar
relaciones con los que no son de nuestra familia o de
nuestro grupo, "pues Dios no hace distinciones" Hechos
10, 25, y soportar y ser pacientes con los defectos y
pecados de los que nos rodean. Con ese amor se acaban
las guerras, se atiende a los enfermos, se socorre el
hambre, se piensa en los otros. Con ese amor reina la paz
de Cristo en el reino de Cristo. Con ese amor podemos
permanecer en su amor, guardar los mandamientos. "Y
eso es amar, guardar los mandamientos" Juan 15, 9.

5. Después de habernos amado y de habernos infundido el


amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
ha dado, ya puede decirnos que nos amemos unos a otros.
"Y por ese amor damos fruto". El egoismo, que es el amor
desordenado de nosotros mismos, es estéril, permanece
solo. El egoista no tiene amigos. El matrimonio egoista,
buscando su bienestar y rehuyendo el sacrificio, no es
fecundo. El que ama crece, se desarrolla, da fruto, se
extiende, se propaga. El amor se entrega, y toda entrega
comporta sacrificio. Pero el amor soporta el sacrificio.

6. "Como yo os he amado". Hasta la muerte, y muerte


cruel y horrible de cruz. Los cristianos tenemos vocación
de cambiar el mundo. No hemos sido llamados a
conformarnos con el mundo, sino a transformar el mundo
por el Amor. Para eso hemos de ser cristianos en la
familia, en el trabajo, en la política, en la comunidad
eclesial; sal y luz, instrumentos de amor.

7. Dios nos ha llamado para extender de un confín a otro


la onda expansiva del amor, que atraviesa la tierra y cruza
los mares y llega hasta el cielo, como Teresita del Niño
Jesús, que quiso pasar su cielo haciendo el bien sobre la
tierra, porque eso es el Amor. Amar, ser amados y hacer
amar al Amor.

8. Dios envía a sus Apóstoles, a sus discípulos, a la


Iglesia, al mundo "para que den fruto que dure". Les ha
preparado para esa misión. El amor que nos manda no es
un amor estático, para que nos quedemos quietos con él,
porque el amor no descansa. Si Jesús destina a los suyos
para que vayan y den fruto, les pone la condición por la
que su envío será eficaz: "Permanecer en su amor;
guardar sus mandamientos, como él guarda el
mandamiento de su Padre y permanece en su amor".
Como el Padre le ha amado a él y le ha enviado, así nos
ama él y nos envía. El amor pues, viene de Dios: El Padre
ama al Hijo; el Hijo ama a los que ha elegido. Amar es
hacer el bien a todos y no sólo a los grupos. Amor a todos,
como Dios ama; lo contrario también lo hacen los
paganos. Y ese es amor egoista e interesado. Pero el amor
es un lirio que crece entre espinas, que le impiden
desarrollarse. Es como un manantial recién alumbrado que
mana agua sucia. Hay que trabajar para sanarlo y esperar
a que se purifique: de soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula,
envidia, pereza. El amor procede de Dios y es limpio, pero
nuestro egoísmo lo hace impuro. Sólo la fe, la esperanza y
la caridad lo pueden purificar.

8. El amor puro: "Esta es la victoria que da a conocer el


Señor. Esta es la justicia que el Señor revela a las
naciones" Salmo 97.

9. Al comer el pan del Amor recibimos al Espíritu que nos


derrama el Amor, sangrante y entregado.

J. MARTI BALLESTER

26.

Nexo entre las lecturas

El tema del amor de Dios concentra hoy nuestro


pensamiento. La primera lectura nos muestra que el amor
de Dios no tiene acepción de personas y que la salvación
tiene un carácter universal, como bien lo demuestran los
hechos sucedidos en la casa del centurión Cornelio. Dios
quiere que todos los hombres se salven y a todos les es
ofrecida el perdón de sus pecados (1L). La segunda
lectura, tomada de la primera carta de san Juan, hace una
afirmación sorprendente: Dios es amor. Quien no ama no
ha conocido a Dios. Por lo tanto, conocer a Dios,
escucharle, seguirle, es sinónimo de vivir en el amor, de
experimentarlo vivamente y hacerlo propio (2L). El
evangelio nos presenta un momento de intimidad entre
Cristo y sus apóstoles: ya no os llamo siervos, sois mis
amigos, permaneced en mi amor. El amor de Cristo es
expresión del amor del Padre. Así como el Padre ha amado
a Cristo, así Cristo nos ha amado a nosotros.

Mensaje doctrinal

1. Dios no tiene acepción de personas. La segunda lectura


nos expone la parte final de la conversión al cristianismo
de Cornelio y su familia. Cornelio era un centurión de la
cohorte itálica que tenía su sede en Cesarea. Era un
hombre que temía a Dios y hacía limosnas, pero no era
judío. Cornelio tiene una visión en la que se le pide que
llame a un tal Simón, llamado Pedro, que se encuentra en
Joppe. Así, envía mensajeros en busca de aquel hombre.
Mientras los mensajeros van de camino, Pedro tiene
también una visión en la que una voz le invita a comer
alimentos que eran retenidos como impuros por los judíos.
La petición se repite hasta tres veces con la subsiguiente
negativa de Pedro. La visión concluye con una afirmación
taxativa: lo que Dios ha purificado, no lo llames tú
profano. Después de esto, Pedro acude a Cesarea para
encontrar a Cornelio y, después de escuchar la narración
de éste, concluye: verdaderamente comprendo que Dios
no hace acepción de personas sino que en cualquier
nación el que le teme y practica la justicia le es grato. El
espíritu desciende sobre los presentes, como si se tratase
de un segundo Pentecostés, el Pentecostés de los gentiles,
y la escena concluye con el bautismo de Cornelio y toda su
familia.

El pasaje es de máxima importancia para comprender el


carácter universal de la salvación. Dios nos hace acepción
de personas en relación con su amor salvífico. Al enviarnos
a su Hijo nos ha expresado un amor que no conoce los
límites de raza, de carácter o dignidades civiles. Dios, el
Buen Pastor de nuestras almas, desea que todas las
ovejas entren en su redil. Al encarnarse el Hijo de Dios se
ha unido de algún modo a todo hombre y lo ha invitado a
la salvación. Éste es el descubrimiento que hace Pedro. Él
no puede llamar a nadie impuro porque todos son hijos de
Dios, todos son imagen de Dios, porque Dios ha creado a
cada hombre por amor, más aún lo ha creado por una
sobreabundancia de amor. La dignidad del hombre se
revela en su vocación a la vida divina. "La razón más alta
de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre
a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo
con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque,
creado por Dios por amor, es conservado siempre por
amor; y no vive plenamente según la verdad si no
reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador
(Gaudium et spes 19,1).

En este texto de los hechos de los apóstoles (no anterior


al año 80), Pedro asienta un principio fundamental: en
Dios no hay acepción de personas. Principio que, a la vez,
él ha recibido por iluminación divina en el caso de
Cornelio. Ya san Pablo en la carta a los romanos (años 54-
59) había establecido el mismo principio: "Tribulación y
angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del
judío primeramente y también del griego; en cambio,
gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío
primeramente y también al griego; que no hay acepción
de personas en Dios. Rm 2, 9-11. Así, los criterios de raza,
temperamento y las distinciones humanas, quedan atrás
para dar lugar a una nueva visión del hombre, del mundo,
de la creación: "Todo aquello que ha sido creado por Dios
es puro". Es el pecado el que introduce el desorden en la
creación y en el ser humano. Por eso, todos estamos
necesitados de salvación y de redención, todos hemos
pecado, todos hemos contraído el pecado original y hay un
desorden interior, una tendencia desordenada al placer.

2. Dios tiene siempre la iniciativa en el camino de la


salvación. Nos amó primero. En la segunda lectura san
Juan repite en dos ocasiones: Dios envió a su Hijo. Dios
envía a su Hijo único para redimirnos del pecado que nos
tenía sojuzgados. Nos encontrábamos en desgracia, como
el "hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en
manos de salteadores" (cf. Lc 10, 30) y Dios, en su infinita
bondad se apiadó de nosotros. El costo de esta piedad
supera toda imaginación: el envío de su Hijo. Dios envía a
su Hijo para que sea nuestra propiciación, para que nos
rescate del pecado y de la "segunda muerte", la eternidad
desgraciada, la pérdida definitiva de Dios. Por eso,
debemos sostener firmemente que Dios nos amó primero.
El amor no consiste, pues, en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él ha querido amarnos a
nosotros cuando estábamos en desgracia.

Al inicio del catecismo de la Iglesia Católica encontramos


un texto admirable: "Dios, infinitamente Perfecto y
Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura
bondad ha creado libremente al hombre para que tenga
parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo
y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le
ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus
fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado
dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace
mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al
llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los
hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción,
y por tanto los herederos de su vida bienaventurada"
(Catecismo de la Iglesia Católica 1).

"No somos, por tanto, nosotros los que primero


observamos los mandamientos y después Dios venga a
amarnos, sino por el contrario: si Él no nos amase,
nosotros no podríamos observar sus mandamientos. Ésta
es la gracia que ha sido revelada a los humildes y
permanece escondida a los soberbios" (San Agustín, De
los Tratados sobre san Juan 82, 2-3; 83).

Es la gracia del amor de Dios que nos precede, prepara y


acompaña nuestras obras. Sin Él o al margen de Él y de su
amor, no podemos nada.

3. El amor de Dios se muestra en su Hijo Jesucristo.El


evangelio nos muestra un momento de intimidad de Cristo
con sus apóstoles: permaneced en mi amor. Es decir,
permaneced en el amor del Padre que se expresa en el
Hijo. Cristo es la revelación del amor del Padre. Y Cristo
nos muestra el camino para llegar a la casa del Padre. Él
es el camino, la verdad y la vida. Así como el Padre lo
envía a Él, así Él nos envía a nosotros los cristianos al
mundo para cumplir una misión de salvación. Esta misión
sólo la podremos cumplir si observamos el mandamiento
principal: el amarnos unos a otros como Cristo nos ha
amado.

Sugerencias pastorales

1. Saber esperar en la providencia de Dios. El mundo que


nos circunda nos hace dudar de la providencia de Dios. Por
una parte, estamos acostumbrados a "asegurar" de algún
modo el futuro. No nos gusta dejar nada en manos de
otro, ni siquiera de Dios. Nos cuesta confiarnos a sus
designios amorosos y buscamos alguna confirmación de
orden natural. Los grandes avances de la ciencia y de la
tecnología han ampliado, casi sin límites, el deseo de
dominar la materia y tenerla bajo estricto control. Todo se
debe programar y nada puede quedar al arbitrio de alguna
fuerza que no sea la del hombre mismo. Esta sed de
dominio y poder sobre la materia no deja lugar en la
sociedad humana a la providencia divina. Por otra parte, la
presencia del mal es siempre un escándalo ante la
providencia de Dios. Si Dios es bueno, ¿cómo es que
existe el mal? Este domingo estamos invitados a ver la
providencia de Dios a la luz de la fe. Es decir, estamos
invitados a renovar nuestra fe en Cristo muerto y
resucitado que vence el pecado y vence el mal y nos
muestra el amor del Padre y nos incorpora a su amor:
como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los
otros. De frente a la tentación de querer dominar sobre mi
propia vida o la vida de los demás, Jesús nos pide un
abandono filial en la providencia de del Padre celestial que
cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos.
Aquel que nos dio a su Hijo, ¿qué no nos dará si se lo
pedimos correctamente? No se trata ciertamente de una
actitud ingenua e irresponsable de cara al futuro, no. Se
trata de "buscar primero el Reino de Dios" sabiendo que
todo lo demás no nos faltará. Se trata de saber que Dios
es amor y que, por lo tanto, cuanto viene de Dios es
amor, incluso el dolor o la enfermedad, incluso los
trabajos y fatigas. ¡Cuántas veces los caminos ásperos de
Dios nos han hecho mucho más bien que los valles
tranquilos de la propia rutina! Dios sabe de qué tenemos
necesidad. Cuando tengamos duda sobre qué hacer, cómo
actuar, qué obra emprender, hagamos esta pregunta:
¿qué es aquello que Dios me pide más insistentemente?
No temamos emprender las obras de Dios que no nos
faltará la providencia que nos sostenga y acompañe.

Una oración de Sören Kierkegaard dice así: "Oh Dios Tú


nos has amado primero. He aquí que nosotros hablamos
de ello como un simple hecho histórico, como si una sola
vez nos hubieses amado primero. Sin embargo, Tú lo
haces siempre. Muchas veces, en cada ocasión, durante
toda la vida. Tú nos amas primero. Cuando nos
despertamos en la mañana y volvemos a Ti nuestro
pensamiento, Tú estás primero. Tú nos has amado
primero. Y si mi levanto al alba y en ese mismo instante
elevo hacia ti mi alma en adoración, Tú ya me has
precedido y me has amado primero. Cuando recojo mi
espíritu de una disipación y pienso en Ti, Tú has sido el
primero. ¡Y así siempre! Y nosotros, ingratos, hablamos
siempre como si sólo una vez Tú nos hubieses amado
primero".

2. Saber amar a nuestros hermanos en la realidad


concreta de la vida. Para amar a nuestros hermanos
debemos practicar la pureza de corazón. Y esto no es cosa
de poca monta. La pureza de corazón significa estar
desprendido del amor desordenado de sí mismo. La falta
de pureza de corazón es la que me lleva a pensar en mí,
olvidándome de las necesidades de mis hermanos; la
impureza de corazón hace surgir los celos, las envidias, los
rencores, los afectos desordenados. ¡Cuánto mal se
esconde detrás de esta impureza de corazón! Por el
contrario, el que es puro de corazón ama con un corazón
desprendido. Sabe negarse a sí mismo. No tiene acepción
de personas. A todos trata con respeto y dignidad. Es
universal en su amor y en su entrega a los demás. ¡Qué
necesidad tan grande tienen los hombres y mujeres de
nuestro tiempo de esta virtud! La necesitan los padres de
familia para mantener su fidelidad mutua y para educar a
los hijos con tino olvidándose de sí mismos. Una madre,
un padre, de puro corazón es una persona que irradia
confianza, seguridad, es luz en su familia, mantiene
encendido el fuego del entusiasmo. Ayuda a crecer a cada
uno de sus hijos sin compensaciones personales. Se sabe
"servidor de Dios y de su familia, de sus hijos". La pureza
de corazón no conoce los afectos desordenados,
desconoce la envidia y el egoísmo a ultranza. Los puros de
corazón, según la bienaventuranza, "verán a Dios" ¡Qué
premio! Ver a Dios ya en esta vida manteniendo el
corazón desprendido.

P. OCTAVIO ORTIZ

27.

Hch 10,25-26.34-35.44-48

Pedro se encuentra en casa de Cornelio, un pagano, que lo


ha mandado llamar. Es un pagano ―amigo‖ de los judíos,
pero un pagano al fin. Recordemos que los judíos
llamaban ―perros‖ a los paganos mostrando así, la
distancia que había entre unos y otros.

Cornelio necesita ser instruido, Pedro es un instrumento


de Dios -no es Dios él-, y postrarse implica reconocerlo
como Dios, cuando es hombre -como ocurrirá también con
Pablo en 14,15-.

Pero también Pedro debe reconocer el paso de Dios por la


vida de Cornelio, y lo hace con el clásico principio bíblico
de que Dios no hace acepción de personas (Dt 10,17; 2 Cr
19,7; Sir 35,13; Rom 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9; Col 3,25; 1 Pe
1,17). Este punto, no debe entenderse como que Dios es
―aséptico‖, porque el signo visible de este ―no hacer
acepción‖ radica en la predilección por las víctimas: los
pobres, y -en este caso- los extranjeros.
El Espíritu de Dios es más libre que las estructuras
humanas, por eso se derrama sobre ―quienes no debiera‖.
En este gesto divino, Pedro, y con él la comunidad
cristiana entera, debe reconocer los caminos nuevos por
los que Dios quiere conducir a su pueblo. Y ese camino
nuevo siempre está cercano a los despreciados, a las
víctimas. La sumisión de Pedro al Espíritu queda reflejada
en el bautismo, algo vedado a ―perros‖, pero algo que
constituye ―hermanos‖ a los que antes eran prohibidos. Y
a los que Dios no discrimina.

Sal 97,1-4

El pueblo -o la parte de él que se encontraba- en el exilio


en Babilonia, supo ver esta etapa crítica como una
―repetición‖ de la estancia opresora en Egipto.
Especialmente un discípulo de Isaías nos invitó a mirar la
vuelta futura a la Tierra de la promesa como un nuevo
éxodo. En el primer éxodo Dios acompañó a su pueblo
manifestando su bendición, su poder, y su compañía. Los
acontecimientos de las codornices, el maná, el agua de la
roca y otros son mirados por el éxodo como ―las
maravillas de Yahvé‖. Se supone, entonces, que este
nuevo éxodo llevará consigo maravillas aún mayores. Y si
las primeras fueron cantadas por Israel, se debe ahora
entonar un ―canto nuevo‖.

Las obras de Dios son presentadas como salvación,


justicia, amor, lealtad y esto debe llevar a toda la tierra a
estallar en un grito de alegría. El motivo principal de este
triunfo es la realeza de Yahvé, Él ha triunfado, y su triunfo
-especialmente influido por el universalismo de Isaías- es
motivo de alegría para todos los pueblos porque será reino
de justicia.

1 Jn 4,7-10

Entre el amor mutuo y el amor que proviene de Dios hay


una relación muy estrecha. Hay una ―cadena‖ de amor
hasta el punto que quien ama es porque a su vez ha
recibido de Dios el amor primero. Una idea semejante ya
estaba preparada en el AT, el jesed (misericordia) es el
criterio de pertenencia al pueblo de Dios: «Se te ha
declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti
reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y
caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,8; ver Os 6,4-
6).

Claro que este amor hemos de entenderlo de un modo


claramente joánico: en la práctica. El conocimiento del
amor es el amor vivido y experimentado, manifestado. El
amor teórico, ―en el aire‖ que promulgaban algunos dentro
de la comunidad de Juan es cuestionado por su discípulo,
el amor está desde el principio, y ese amor es el que
experimentamos como originado en Dios, y concretado en
su Hijo, enviado al mundo para que vivamos. Ese es el
amor verdadero: el envío del Hijo, y es el amor que
estamos llamados a concretar en la praxis cotidiana. El
que no ama, ese no ha conocido a Dios. Así de simple.

La relación entre amor (jesed) y conocimiento es muy


común en el profeta Oseas: ―Escuchen la palabra de
Yahveh, hijos de Israel, que tiene pleito Yahveh con los
habitantes de esta tierra, pues no hay ya fidelidad ni
amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra‖ (4,1); donde
no hay amor no hay conocimiento, y viceversa. Y eso
también sostiene el autor de la carta.

Al decir que ―Dios es amor‖ (había dicho que ―Dios es


espíritu‖ [Jn 4,24] y que ―Dios es luz‖ [1 Jn 1,5]) nos
invita a un acercamiento a Dios desde el Hijo, que
comunica el espíritu (Jn 7,39), que es la luz del mundo
(8,12) y que nos invita a amar como él (15,12) lo que
incluye el envío ―al mundo‖, tanto desde la encarnación
como el amor extremo hasta dar la vida. Probablemente
los adversarios de Juan se limitaran a decir que el amor de
Dios se manifestó en la encarnación, mientras que el autor
quiere señalar que ese amor hasta dar la vida,
precisamente porque ―nos‖ dió vida -que recibimos por la
conversión y el bautismo- no es un amor que ―queda allí‖
sino que actúa en nosotros. Y ese amor es contrario al no-
amor (―el que no ama...‖) que es el odio, que es propio del
mundo que no ha recibido al Hijo (1 Jn 3,13; ver Jn 15,18;
17,14) y no recibe a sus amigos.
Jn 15,9-17: No hay amor más grande que dar la vida por
los amigos

El discurso de Jesús empieza una cadena que va del Padre


al Hijo, de éste a los cristianos y luego a los cristianos
entre sí. El amor que los cristianos deben darse es ―como‖
el del Padre al Hijo. No por una cuestión de ―cantidad‖ o
―calidad‖, sino por origen. El amor tiene su origen en Dios,
y por ―permanecer‖ es posible una intercomunicación
fecunda. Las palabras que hablan de amor se repiten con
frecuencia en la unidad (amor, amar, amigos). En los dos
extremos encontramos sendas referencias al Padre, y en
el centro de todo, encontramos una expresa referencia al
amor ―mayor‖, que es el del mismo Jesús al dar la vida.

Permanecer en el amor es permanecer en la misma fuente


del amor. Es, precisamente, este amor el que logra la
unidad que genera la interrelación Padre-Hijo, Hijo-
creyente. Y por esta comunión, también se intercomunican
corazones y voluntades. La voluntad del Padre es la del
Hijo, y la voluntad del Hijo es la de los creyentes. Por eso
es mandamiento. Es mandamiento porque el amor
―obliga‖, exige desde dentro la realización de la voluntad
del otro. Es amor en el que se permanece, que tiene en el
otro su origen, y luego de echar raíces vuelve a su fuente.
Antes de dar el paso del amor Cristo-creyente al de los
creyentes entre sí, se interrumpe con una referencia a la
alegría.

La alegría es la consecuencia ―natural‖ del don del


Espíritu, que es el don por excelencia de los tiempos
definitivos de la intervención de Dios. Por eso es
característico de los tiempos nuevos comenzados por la
resurrección. Como este encuentro en el amor pleno es
con el resucitado, la alegría es consecuencia necesaria. Y
también la alegría es compartida de Cristo a los cristianos.

Este amor tiene como característico que es ―como Jesús‖,


con lo que queda eliminada cualquier lectura espiritualista
o intimista. Ese ―como‖ que pone al amor de Jesús como
modelo es al ―amor mayor‖.
En Juan es interesante señalar algunas cosas que se
presentan como ―mayores‖: Jesús le dice a Natanael que
verá ―cosas mayores‖ (1,50), y dará un ―testimonio
mayor‖ (5,36). Los testigos de esto se preguntan si Jesús
es ―mayor‖ que Jacob o que Abraham (4,12; 8,53). Por la
presencia del Paráclito los creyentes harán incluso ―obras
mayores‖ (14,12), aunque por sobre todas las cosas el
mayor es el Padre (10,29), incluso mayor que el Hijo
(14,28). En este contexto, el ―amor mayor‖ es un amor
que remite a Dios, que es el origen, y que se manifiesta
―diciendo‖ algo. El amor que da la vida por los amigos
―dice‖ que no puede haber uno ―mayor‖ porque es un
amor que tiene en Dios su origen y de Él se difunde a
quienes ―permanecen‖. En 13,1 se nos había aclarado que
―habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo‖. Este amor, entonces, es mayor
porque es extremo. Para Juan, es evidente, la cruz alcanza
sentido por el amor de Jesús por ―los suyos‖, ―los que
ama‖. Para Juan, entonces, la cruz es revelación del amor
extremo, del ―como yo los he amado‖.

La referencia a la amistad también es una referencia a la


revelación. Los servidores -por ejemplo los profetas- son
instrumentos en la revelación, como queda claro en este
texto de Amós: ―No, no hace nada el Señor Yahveh sin
revelar su secreto a sus siervos los profetas‖ (3,7; ver
también: 2 Re 9,7; 17,13.23; 21,10; 24,2; Jer 7,25; 25,4;
26,5; 29,19; 35,15; 44,4; Bar 2,20.24; Ez 38,17; Dan
9,6.10; Zac 1,6 y ver Ap 11,18). Sin embargo, en este
―movimiento de revelación‖, un lugar muy especial lo
ocupan Abraham (Is 41,8; 2 Cr 20,7; ver Sgo 2,23; Gn
18,17) y Moisés (Ex 33,11); este último texto es muy
elocuente: ―Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como
habla un hombre con su amigo‖. La amistad supone un
conocimiento estrecho de la voluntad, de la intimidad de
Dios. ―El secreto de Yahveh es para quienes le temen, su
alianza, para darles cordura‖ (Sal 25,14).

Constantemente en el evangelio vemos a Jesús revelando


a su Padre, como se ve en 12,49-50: ―... porque yo no he
hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha
enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar,
y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo
hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí‖.

La imagen vuelve, hacia el final, a la imagen de la viña


centrada ahora en el tema de los frutos. El uso de ―para
que vayan‖ se ha entendido en sentido misionero, pero
parece preferible entenderlo destacando la idea de ―dar
fruto‖. Dar fruto es, y acá va aclarándose el último punto
de la imagen de la vid, ―cuidar los mandamientos‖ pero
siempre entendido desde el ―permanecer‖. El amor, que
siempre es revelador, sea del amor mayor, o sobre la
pertenencia al grupo de Jesús (13,35), remite -por la
permanencia- al origen mismo del amor: Jesús.

En este contexto debe entenderse que el Padre conceda


todo lo que pidan en su nombre. Se refiere a los frutos,
que se asemeja a las ―obras mayores‖ (14,12-13) a las
que hicimos referencia más arriba. Así, el amor de los
creyentes entre sí será manifestación (―gloria‖) del Padre
y, por lo tanto, revelación de su presencia.

Con esto, repitiendo lo que había empezado Juan da por


concluida esta pieza que X. Léon Dufour llama justamente
―cantata del amor‖.

Reflexión

Pocas cosas deben saturamos tanto en el lenguaje


cotidiano como la palabra ―amor‖. La escuchamos en la
canción de moda, en la conductora superficial de un
programa de televisión (tan superficial como su
animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo,
en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si
eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada
uno de ellos significa algo diferente. Pero, sin embargo, ¡la
palabra es la misma!

Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última


palabra, o pretender que ―fuera de nosotros: ¡el error!‖.
Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es
sinónimo de un amor ―rosado‖, sensual, placentero, dulzón
y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor
de Jesús no es el que busca su placer, su ―sentir‖, o su
felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos
a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor;
nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es
más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del
mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que ―la
medida del amor es amar sin medida‖.

La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del


imperio romano (¿será costumbre de los imperios
inventarlos?), se transforma -como otra cara de la
moneda- también en la máxima expresión de amor de
todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y
sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad
con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que
dice que debemos ―amar al prójimo como a nosotros
mismos‖; si debemos amar ―como‖ Él, es porque debemos
amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de
dar la vida. La cruz es la ―escuela del amor‖; no porque en
sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo
que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz como
medida puede ser medida del odio de Caifás, y también,
del amor de Jesús; éste último es el que a nosotros nos
interesa. Es el amor que nos enseña a mirar ante todo al
ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña
a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de
quienes amamos; es el amor que nos enseña a ser libres
hasta de nosotros mismos, siendo ―esclavos de los demás
por amor‖. Nada hay más esclavizante que el amor, y
nada hay más liberador que el amor (para quien lo da y
para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así entendido
no es ―rosado‖ (o ¿acaso es ―rosado‖ morir en la cruz?) el
amor es fuerte y ―jugado‖ y comprometido por el otro.

No es el amor de quienes se llaman entre ellos ―amorosos‖


y no se sienten impelidos a ―la solidaridad (que) es la
verdadera revolución del amor‖ (Juan Pablo II); no es el
amor de quienes ―hacen el amor‖ sin cargar la cruz y sin
buscar la vida; no es el amor de quienes hablan de un
―acto de amor‖ y provocan decenas de miles de
―desaparecidos‖; tampoco es el amor del séptimo
matrimonio de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no
es esto; ni tampoco el amor del que dice que ―la caridad
bien entendida empieza por casa‖ y se manifiesta
absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El
amor es el de Cristo, que con su acción que lo lleva ―hasta
el extremo‖, libera a la humanidad -porque el amor libera-
, aunque muchas veces nos resistamos a un amor ―tan en
serio‖.

Aquí el amor es fruto de una unión, de ―permanecer‖


unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor
supone la exigencia -―mandamiento‖- que nace del mismo
amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de
ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El
amor así entendido es siempre el ―amor mayor‖, como el
que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo
condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a
amar ―como‖ él movidos por una estrecha relación con el
Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la
brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama
unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor
permanece, y se hace presente mutuamente entre los
discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los
seguidores de Jesús con su Señor, como es signo,
también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto
genera una unión plena entre todos los que son parte de
esta ―familia‖, y que llena de gozo a todos sus miembros
donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque
siempre la iniciativa primera sea de Dios.

Para la revisión de vida


En el evangelio de hoy Jesús nos resume todo en un solo
mandamiento: el del amor, un amor como el que él nos ha
tenido, y un mandamiento que –dice él- es para que
tengamos gozo en nosotros y nuestro gozo llegue a
plenitud…
¿Mi vida se resume también en un solo valor cumplido, el
del amor? ¿Es ése mi esfuerzo central?
¿Y me lleva a la alegría, al gozo? ¿Es la mía una moral
liberadora, que me hace feliz?

Para la reunión de grupo


-Pedro, mucho después de haber convivido con Jesús,
«descubre» (1ª lectura) que Dios no hace acepción de
personas, sino que acepta a todo el que practica la
Justicia… Lucas presenta esto en su libro como un proceso
de concienciación. Van ocurriendo cosas y los cristianos
van concienciándose… ¿Qué nos dice esto sobre la
naturaleza misma de la «revelación»? ¿Cómo revela Dios
lo que quiere manifestarnos? ¿Nos lo entrega ya hecho, en
un libro, en una inspiración al oído o al corazón? ¿Hay algo
que está de nuestra parte en ese proceso? ¿Cómo se da
esto en el gran conjunto de la revelación judeo-cristiana?
Y los demás pueblos, ¿también reciben revelación de Dios,
o sólo la recibimos los cristianos?
-Aunque ya pues en el capítulo 10 de los Hechos de los
Apóstoles Pedro llegó a ese descubrimiento, en la historia
subsiguiente tl descubrimiento se olvidó durante siglos.
Recordemos prácicas que en la historia de la Iglesia no
cuentan con ese descubrimiento de Pedro. ¿Cómo es
posible que el cristianismo haya sido perseguidor de otras
religiones?
-El primer principio del ecumenismo intracristiano es que
«entre cristianos no puede haber proselitismo». La
realidad, sin embargo es muy otra. ¿Por qué? Evoquemos
causas teológicas, institucionales, sociales…
-Desde los principios ecuménicos que actualmente
percibimos, hoy vemos más claramente la presencia de
Dios en todas las religiones. De esto deducen algunos que
la evangelización ya no tendría sentido. ¿Será posible? ¿O
será sólo «una determinada evangelización» la que no
tendría sentido? ¿Qué evangelización debería desaparecer,
y qué tipo de evangelización sigue teniendo sentido?
-«Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi
amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi
gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto». ¿Una
moral verdaderamente «cristiana», o sea, que se remita
verdaderamente al Jesús de quien son esas palabras,
puede no ser una moral de la alegría y de la felicidad?
¿Tiene sentido una moral no liberadora? ¿De qué nos tiene
que liberar la moral?

Para la oración de los fieles


-Para que las Iglesias cristianas exijan a la sociedad y
practiquen ellas mismas el pleno respeto a los derechos
humanos, roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas practiquen el diálogo
religioso, no sólo en aquellos países o regiones del mundo
donde ellas son minoría, sino también allí donde tienen
una posición social mayoritaria, roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas presenten a los hombres y
mujeres de hoy una moral del amor y de la vida, con un
talante liberador, jovial, optimista, valorador de todos los
dones con que Dios nos ha colmado a los seres humanos,
roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas estén siempre de parte de
la Justicia y de la Fraternidad, claramente posicionadas del
lado de los pobres y los excluidos del mundo, y avalen
esta actitud con la negación de toda connivencia con los
poderes económicos que marginan los derechos de los
pueblos pobres, roguemos al Señor.
-Para que todos estos compromisos broten del amor, del
mandamiento único según el que todos seremos juzgados
en la tarde de nuestra vida, roguemos al Señor.

Oración comunitaria
Oh Dios, Misterio eterno, insondable, inaccesible, al que
todos los pueblos han pretendido acercarse. Estamos
convencidos de que el Amor es el mejor camino hacia Ti,
porque Tú eres Amor y has puesto el Amor en el ser
mismo de todo lo que existe. Haz que nos dejemos llevar
y transformar por el Amor, y que nuestro pequeño amor, a
su vez, se transmita y propague al Universo y al Mundo de
nuestros hermanos y hermanas. Tú que Amas y haces
Amar, desde siempre y para siempre. Amén.

Oh Dios, Padre-Madre nuestro: concédenos sentir y vivir


cada día más tu amor, de modo que comprendamos que lo
único que esperas de nosotros es que amemos a todo el
mundo como tu Hijo nos ha amado, y que sepamos poner
en práctica esa enseñanza. Nosotros te lo pedimos por
Jesucristo, nuestro hermano mayor. Amén.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO

28. DOMINICOS

SOMOS TODOS HIJOS DE DIOS, POR EL AMOR.


AMIGOS POR ELECCIÓN

Dos ideas afloran con fuerza en la liturgia de este domingo: una la


universalidad de la invitación de Jesús a seguirle, a ser de los suyos. La
superación de razas, culturas para constituir una única familia. “está claro que
Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia sea de
la nación que sea”.

La otra idea se expresa con una palabra, la amistad. En no pocos países de


América latina se celebra este último domingo de mayo el día de la Madre.
Puede parecer que hablar de amistad ante el amor de la madre es rebajar la
categoría del amor maternal. No es así, no se puede ser nada mejor
afectivamente que amigo, el amor maternal y filial alcanza su grado máximo
cuando es de amistad.

Ser amigos de Jesús supone hacer lo que él nos manda. Y lo que nos manda es
que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. Eso es lo que leemos en
el evangelio.

Domingo, pues, de la amistad. De la amistad universal. No porque todos sean


amigos. Eso es imposible. Sino porque no hay impedimentos de raza, de
cultura, de religión que impida el amor de amistad con Jesús y entre nosotros.
Sólo es cuestión de capacidad de amar, de reconocer a todos como hijos de
Dios.

Comentario bíblico:

Iª Lectura: Hechos de los Apóstoles (10,25-26.34-


35.44-48): El Espíritu abre caminos nuevos
I.1. La primera lectura de hoy es un resumen de un gran relato que Lucas,
el autor de los Hechos, ha colocado en su narrativa en un momento álgido
de la vida de la primera comunidad. Los discípulos, en Jerusalén, habían
sido perseguidos por el nombre de Jesús; la comunidad había quedado
limitada por la tensión que suponía el tener que doblegarse a las
exigencias rituales y legales del judaísmo: ¿qué sería del nuevo
movimiento, del «camino» que habían emprendido sus seguidores? Cada
día se hacía más necesario que los discípulos rompieran ese círculo de la
ciudad santa y se lanzaran por caminos nuevos. Pero es el Espíritu, como
en Pentecostés, quien va a tomar la iniciativa para abrir el cristianismo a
otros hombres y a otros pueblos.

I.2. Estando Pedro en Joppe (Jaffa), tras una visión que le descoloca
ideológica y prácticamente, es invitado a ir a la ciudad romana de
Cesarea, donde residía habitualmente el prefecto romano, para
entrevistarse con Cornelio (un jefe de la milicia) y su familia. Habían oído
hablar de ese nuevo movimiento entre los judíos y querían saber lo que
proponían. Pedro se llegó hasta aquella ciudad y les anunció el mensaje
cristiano. Y antes de que los hombres pudieran tomar decisiones se
adelantó el Espíritu de Dios para hacerse presente en medio de ellos. Se
conoce este relato como el “Pentecostés pagano”, ya que Lucas ha querido
centrar la escena de Hch 2, en los judíos y su mundo.

I.3. El relato muestra la experiencia intensa de gozo, en la que pudieron


notar la fuerza de la salvación que Dios quiere ofrecer, incluso a los
paganos. Es el Espíritu del resucitado, pues quien lleva la iniciativa en la
misión. Y es que la Iglesia, si no se deja conducir por el Espíritu, no podrá
tener futuro. Los que acompañan a Pedro, judeo-cristianos, se asombran
de que Dios, el Espíritu, pueda ofrecerse a los paganos. Pedro, es decir,
Lucas, tienen que justificar que Dios no hace acepción de personas porque
tiene un proyecto universal de salvación; de ahí que pida el bautismo para
los paganos en nombre de Jesús, porque si el Espíritu se ha adelantado es
para abrir caminos nuevos.

IIª Lectura: Iª Carta de Juan (4,7-10): La


experiencia del amor, como experiencia divina

La segunda lectura, esta vez, es la que mejor va a interpretar el sentido del


evangelio de este domingo. La carta nos ofrece una de las reflexiones más
impresionantes sobre el Dios cristiano: es el Dios del amor. El amor viene
de Dios, nace en él y se comunica a todos sus hijos. Por eso, la vida
cristiana debe ser la praxis del amor. Si verdaderamente queremos saber
quién es Dios, la carta de Juan nos ofrece un camino concreto:
aprendiendo a ser hijos suyos; ¿cómo? amando a los hermanos.

La experiencia del amor es la experiencia divina por excelencia, y si los


hombres quieren ser «divinos», en la medida en que nos es permitido ser
dioses (si entendemos esta expresión correctamente); si queremos ser
eternamente felices, no hay más que un camino: amando. Y sepamos,
pues, que en ello, la iniciativa la ha tenido Dios mismo: entregándonos a
su Hijo, dándonos a nosotros lo que más ama. El autor nos habla del
“nacer” de Dios y “conocer” a Dios. Ya sabemos que el “conocer” es un
verbo bíblico de tonos especiales que no contempla primeramente lo
intelectual, sino lo que hoy llamamos lo “experiencial”. Tener experiencia
de Dios es sentir su amor.

Evangelio. Juan (15,9-17): La experiencia del amor


del Padre en Jesús

III.1. El evangelio de Juan, en esta parte del discurso de despedida de la


última cena de Jesús con sus discípulos, insiste en el gran mandamiento,
en el único mandamiento que Jesús ha querido dejar a los suyos. No hacía
falta otro, porque en este mandamiento se cumplen todas las cosas. Forma
parte del discurso de la vid verdadera que podíamos escuchar el domingo
pasado y, sin duda, aquí podemos encontrar las razones profundas de por
qué Jesús se presentó como la vid: porque en su vida, en comunión con
Dios, en fidelidad constante a lo que Dios es, se ha dedicado a amar. Si
Dios es amor, y Jesús es uno con Dios, su vida es una vida de entrega.

III.2. Por ello, los sarmientos solamente tendrán vida permaneciendo en


el amor de Jesús, porque Jesús no falla en su fidelidad al amor de Dios.
Jesús quiere repetir con los suyos, con su comunidad, lo que Dios ha
hecho con él. Jesús siente que Dios le ama siempre (porque Dios es amor)
y una comunidad no puede ser nada si no se fundamenta en el amor sin
medida: dando la vida por los otros. Dios vive porque ama; si no amara,
Dios no existiría. Jesús es el Señor de la comunidad, porque su señorío lo
fundamenta en su amor. La comunidad tendrá futuro si ponemos en
práctica el amor, el perdón, la misericordia de los unos con los otros. Ese
es el signo de los hijos de Dios.

III.3. Con una densidad, quizás no ajustada al lenguaje del Jesús


histórico, el autor del cuarto evangelio nos adentra en el mundo del amor
y de la amistad con Dios, con Jesús y entre los suyos. Es un discurso que
establece unas relaciones muy particulares. Dios ama al Hijo, el Hijo ama
a los suyos, éstos se llenan de alegría, ¿por qué? Porque estas son
relaciones de amor de entrega, de amistad. Son términos que la psicología
recoge como los más curativos para el corazón y la mente humana. Todos
sabemos lo necesario que es ser amado y amar: es como la fuente de la
felicidad. El Jesús de San Juan, pues, se despide de los suyos hablándoles
de cosas trascendentales y definitivas. No hay otro mensaje, ni otro
mandamiento, ni otra consigna más definitiva para los suyos. No está la
cuestión en preguntarse solamente ¿qué tenemos que hacer?, aunque se
formule en mandamiento, sino ¿cómo tenemos que vivir? : amando.

III.4. ¿Es amor de amistad (filía) - como en los griegos-, o más bien es
amor de entrega sin medida (ágapê)? Sabemos que San Juan usa el verbo
“fileô”, que es amar como se aman los amigos, en otros momentos. Pero
en este texto de despedida está usando el verbo agapaô y el
sustantivo ágape, para dar a entender que no se trata de una simple
“amistad”, sino de un amor más profundo, donde todo se entrega a cambio
de nada. El amor de amistad puede resultar muy romántico, pero se puede
romper. El amor de “entrega” no es romántico, sino que implica el amor
de Dios que ama a todos: a los que le aman y a los que no le aman. Los
discípulos de Jesús deben tener el amor de Dios que es el que les ha
entregado Jesús. Este es el amor que produce la alegría (chara) verdadera.
El “permanecer” en Jesús no se resuelve como una simple cuestión de
amistad, de la que tanto se habla, se necesita y es admirable. El
discipulado cristiano del permanecer no se puede fundamentar solamente
en la “amistad” romántica, sino en la confianza de quien tiene que dar
frutos. Por eso han sido elegidos: están llamados a ser amigos de Jesús los
que aman entregándolo todo como El hizo. Esta amistad no se puede
romper porque está hecho de un amor sin medida, el de Dios.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía

 La sorpresa por la llamada universal.

Viene bien destacar la sorpresa de los primeros cristianos,


procedentes del judaísmo, al experimentar que el Espíritu
Santo echaba por tierra sus prejuicios religiosos y de raza
y abría la fe cristiana a los incircuncisos, a los paganos.
Más allá de las profundas discusiones que habían
mantenido sobre si se podía o no ser cristiano sin
atenerse en todo a la ley judía, el Espíritu Santo había
hablado. Y lo había hecho derramándose también sobre
los paganos.

Ser cristiano es ser universal, es romper fronteras, es


sentirse cerca de todos, próximo a - prójimo de – todos.
La fe cristiana no tiene nada de secta exclusiva, ni de
grupo de élite, ni de reunión de puros y menos de pureza
de sangre. Nadie se puede apropiar de esa llamada
universal de Cristo a seguirle. Vendrán de Oriente y
Occidente, del Norte y del Sur, había dicho Jesús, a
compartir su reino.

 Elamor, lo más humano y lo más divino que


tenemos.

Si en el domingo anterior se decía que somos nuestros


sentimientos y, en concreto, nuestra capacidad de amar, -
eso es lo que define nuestra condición humana -, en la
segunda lectura de este domingo Juan nos dice que ese
amor lo heredamos de Dios.

Dios no sólo creó al hombre, lo creó a su imagen y


semejanza, dice el primer libro de la Sagrada Escritura.
Esta carta de Juan, uno de los últimos de la Escritura, dice
que esa semejanza a Dios se cifra en que él nos ha
traspasado su capacidad de amar: nunca nos parecemos
más a Dios que cuando amamos. El amor es de Dios; por
tanto amar es acción divina y a la vez la más humana.

Jesús de Nazaret es la concreción personal de esa realidad


divino-humana que es el amor, es el hombre-Dios, cuya
existencia y presencia entre nosotros se debe
exclusivamente a una decisión de amor de Dios: En esto
se manifestó el amor que Dios nos tiene en que Dios envió
a su Hijo para que vivamos por medio de él.

 Ser amigos de Jesús.


La universalidad de la llamada de Dios, más el amor
origen de esa llamada, permiten concluir que lo que rompe
las fronteras y la hace universal es el amor. La
universalidad no se pretende para ser más y, por lo tanto,
conformar un grupo fuerte formado por muchos y muy
variados seres humanos. Es simplemente efecto de no
poner fronteras al amor.

El amor es universal cuando es intenso, cuando no se


ponen límites: ―los límites del amor es amar sin límites‖,
hemos oído. Refiriéndose no a que se extienda a mucha
gente, sino que a la potencia original de ese amor.

Santo Tomás de Aquino enseñó que la expresión más


fuerte del amor es la amistad. Amistad es lo que Jesús
brinda a sus discípulos y quiere que sea la relación
afectiva de ellos hacia él. Para todas las culturas y
religiones la amistad es algo absolutamente bueno, nada
hay en ella sospechoso.

Se funda en estas cuatro notas: primera en la libertad, ―ya


no os llamo siervos...os llamo amigos”: los amigos se
eligen, mientras que los hermanos o los padres se nos
dan. Segunda, la confidencia: ―os llamo amigos porque
todo lo que he oído a mis Padre os lo he dado a conocer‖..
La confidencia exige confianza, la confianza íntima unión.

Tercera es difusiva de sí misma, tener amigos profundos


ayuda a amar incluso a aquellos que no lo son, o sea, a
cumplir el mandato de Cristo, ―que os améis unos a otros‖.

Cuarta, la amistad así entendida es la manifestación


suprema del amor y por ello implica el don de sí mismo:
―nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”. Es
decir, como se indicaba en el comentario bíblico, implica
una entrega total.

Fray Juan José de León Lastra, O.P.


juanjose-lastra@dominicos.org

29. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO


TEXTOS SAGRADOS

Primera Lectura - (Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48).

Cuando Pedro entraba salió Cornelio a su encuentro y cayó


postrado a sus pies. Pedro le levantó diciéndole:
«Levántate, que también yo soy un hombre.» Entonces
Pedro tomó la palabra y dijo: ―Verdaderamente
comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino
que en cualquier nación el que le teme y practica la
justicia le es grato‖.

Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo


cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los
fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron
atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido
derramado también sobre los gentiles, pues les oían
hablar en lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo:
«¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos
que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» Y
mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo.
Entonces le pidieron que se quedase algunos días.

Salmo 97,1.2-3

Cantad a Yahveh un canto nuevo,


porque ha hecho maravillas;
victoria le ha dado su diestra
y su brazo santo.

Se ha acordado de su amor y su lealtad


para con la casa de Israel.
Todos los confines de la tierra han visto
la salvación de nuestro Dios.

¡Aclamad a Yahveh, toda la tierra,


estallad, gritad de gozo y salmodiad!

Segunda lectura: (1 Juan 4, 7-10).

Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de


Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a
Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en
que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos
por medio de él. En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y
nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados.

Evangelio (Jn 15, 9-17).

Como el Padre me amó, yo también os he amado a


vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco
en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el
mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su
vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo
que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo
no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca;
de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os
lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a
los otros

-----------------------------------------------------------------
----

COMENTARIOS GENERALES

El concepto cristiano del ágape

En cada uno de los tres años que componen el actual ciclo


litúrgico dominical, la Iglesia nos propone un Evangelio
determinado como guía para el conocimiento de las
acciones y de las palabras de Jesús. El primer año (ciclo A)
es el Evangelio según Mateo, el segundo año (ciclo B), el
Evangelio según Marcos, y el tercer año (ciclo C), el
Evangelio según Lucas. Sin embargo, ¡los ciclos son tres y
los Evangelios, cuatro! La liturgia resolvió este problema
en forma brillante haciéndonos leer el Evangelio de Juan
no en un año en particular sino en los tiempos fuertes de
cada uno de los ciclos años, es decir, en el período
navideño y en el pascual. En los momentos en los cuales
no basta con evocar los acontecimientos sino que también
es necesario hurgar en ellos para captar la profundidad del
misterio, la Iglesia recurre a Juan, el evangelista teólogo
representado por el símbolo del águila debido a su altura.
Por eso en estos domingos posteriores a Pascua, hemos
interrumpido la lectura de Marcos para escuchar
fragmentos del Evangelio -y hoy también de la epístola-
de Juan.

Juan es, por excelencia, el ―testigo ocular‖ de Jesús.


Estuvo cerca de él desde la primera hora (cfr. Jn. 1, 35
sq.); junto con Pedro y Santiago, su hermano, asistió a la
Transfiguración y a la agonía de Jesús en el Getsemaní
(cfr. Mc. 14, 33) y se encontró entre los primerísimos
testigos de la resurrección (Jn. 20. 2 ssq.).

Él mismo se presenta en el Evangelio como ―aquel que ha


visto' (Jn. 19, 35). Aún más a menudo, sin embargo, Juan
se presenta como ―el discípulo que Jesús amaba‖ (cfr. 13,
23; 19, 26; 20, 2). Su testimonio más importante no se
refiere a las cosas hechas por Jesús sino a su amor.

La liturgia nos lo hizo escuchar justamente hoy bajo esa


investidura de testigo del amor de Cristo. Pero, para poder
recibir sin reservas su testimonio, debemos esclarecer
primero un problema que se nos presenta, se puede decir,
cada vez que leemos el Evangelio de Juan. Él nos
proporcionó hoy un discurso sublime sobre el amor sentido
por Cristo en el Cenáculo, pocas horas antes de su pasión.
¿Es posible -nos planteamos- que Jesús haya dicho
efectivamente estas cosas, cuando estaba con vida, a
discípulos ―lentos y duros en su corazón para comprender‖
incluso lo más simple? Por el comentario que hace el
evangelista acerca de las palabras de Jesús (segunda
lectura de hoy), nos damos cuenta de que aquellas ideas
escuchadas en el Evangelio eran las mismas que Juan
propiciaba y predicaba a sus iglesias alrededor de los años
100. ¿Cómo se concilia todo esto con la historicidad del
relato?

La respuesta se encuentra en esas palabras que el propio


Juan pone en boca de Jesús, siempre en la última cena:
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no
las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu
de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad... El me
glorificará porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a
ustedes (Jn. 16, 12- 14); el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y
les recordará lo que les he dicho (Jn 14, 26). La revelación
hecha por Jesús del amor del Padre y de su amor por los
hombres era justamente una de esas cosas que los
discípulos todavía no estaban capacitados para
comprender. De todos modos, estaba en la mente de
Jesús mientras departía con ellos durante la última cena y
no pudo dejar de aparecer aquí y allá, en sus palabras y
en sus gestos (por ejemplo, en el lavado de los pies y,
sobre todo, en la institución de la Eucaristía). Más tarde,
cuando Juan escribe el Evangelio y atribuye a Jesús
aquellas palabras que hemos escuchado, no les asigna
nada de ―extraño‖; son en verdad pensamientos de Jesús
que el Espíritu Santo hace volver a la mente del
evangelista; son sus gestos los que ilumina, potenciando
la mente y la inteligencia del evangelista. Cuando se habla
de la inspiración bíblica, se entiende justamente esto. Ella
supone, por supuesto, la fe, pero en la fe garantiza
también la verdad ―histórica‖ de las palabras que se leen
en la Biblia. Por lo tanto, la que hemos escuchado en el
Evangelio es sin lugar a dudas ―palabra del Señor‖, es
decir, de Jesús.

Y ahora examinemos más de cerca esas palabras. ¿Qué


leemos allí? En ambos fragmentos (2 lectura y Evangelio),
encontramos la descripción de la estructura en tres planos
del amor: amor del Padre por el Hijo suyo Jesucristo, amor
de Jesucristo por los hombres, amor de los hombres entre
ellos: Como el Padre me ha amado, así también yo los
amé; ámense los unos a los otros.
Otras veces hemos tenido ocasión de hablar de uno o de
otro de estos amores (del amor de Dios, del amor de
Cristo o del amor del prójimo); hoy debemos aprehender
la unidad existente entre ellos y la ley interior que la
gobierna. Esta ley se llama ágape . El amor puramente
humano, pasional y natural -aquel que con el vocablo
griego se denomina eros - se ve dominado por esta ley:
como yo te amo, así debes amarme. (―Ámame tanto como
yo te amo‖, canta la protagonista femenina de una célebre
ópera italiana). Es sólo amor de reciprocidad y por lo
tanto, en cierto sentido, un do ut des ; es un buscar con
empeño más que un dar. El amor evangélico -llamado
ágape o caridad- rompe este círculo cerrado que con tanta
facilidad se convierte en un egoísmo de dos. Su ley
fundamental es: así como yo te he amado, ama a tu
hermano. En este caso, el amor no se estanca sino que
circula en forma permanente y con él circula la vida; no es
un mero intercambio sino un don que se mantiene por
medio de la transmisión, como el agua que permanece
viva al fluir. Amar no es ganarse el uno al otro -ha sido
escrito- sino mirar juntos en la misma dirección. Y esta
dirección -sea que se mire hacia atrás o hacia adelante- es
siempre la misma: Dios.

Sin embargo, este amor totalmente proyectado ―hacia


adelante‖, es decir, hacia quien debemos amar, no excluye
el intercambio y la gratitud, el amar a aquel que nos ha
amado. El Hijo responde al amor de Padre (¡y con qué
amor!) y pide ser amado por nosotros. Permanezcan -dice
con insistencia- en mi amor , y el apóstol Pablo exclama:
¡Si alguien no ama al Señor, que sea maldito! (1 Cor. 16,
22). Cabe señalar que este intercambio y este responder
al amor se expresan justamente dando a otro el amor
recibido.

La importancia del mandamiento nuevo surge de aquí y


Juan lo destaca al insistir en éste más que en todos los
otros planos del amor: Ámense los unos a los otros , nos
hace decir por Jesús (Evangelio) y amémonos los unos a
los otros , nos dice él mismo (2 lectura). Si no se da este
último paso -desde nosotros hacia los hermanos- la larga
cadena de amor que desciende de Dios Padre queda como
suspendida en el vacío; el amor llega cerca de nosotros,
pero no nos toca; permanecemos fuera de su fluir, fuera
entonces de la vida y de la luz porque el que no ama
permanece en la muerte (1 Jn. 3, 14). San Pablo, autor
del más alto elogio del ágape, lo considera formado por
este amor de entrega que se expresa a través del perdón,
la humildad, la generosidad, el servicio, la benignidad, la
confianza y la tolerancia: El amor es paciente, es servicial;
el amor no es envidioso, no hace alarde; no se envanece,
no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se
irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de
la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor
todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta (1 Cor. 13, 4-7).

Lo que la palabra de Dios ha querido decirnos hasta aquí,


parece entonces resumirse en una sola frase: para ser
amados, es necesario amar ; para recibir amor del Padre y
de Jesucristo, es necesario dárselo a los hermanos. Sin
embargo, sentimos que esta conclusión es incompleta,
demasiado fácil de entender, pero también muy difícil de
llevar a la acción; demasiado ―pelagiana‖, en cierto
sentido, para ser cristiana. (El ―poder hacer‖ del hombre,
en efecto, parece preceder al don y a la gracia de Dios).

En realidad, la verdadera paradoja cristiana surge al


agregar esta otra verdad: Para amar, es necesario ser
amados . Juan -el discípulo que Jesús amaba-entendió por
experiencia propia que sólo quien es amado está
capacitado para amar, y por eso escribió en su carta:
Nosotros amamos porque Dios nos amó primero (1 Jn. 4,
19). (Por primero se entiende no una sola vez, al principio,
sino continuamente, porque Dios es siempre, en cada
instante, quien ama primero y quien precede a la cosa
creada).

Ésta es una ley universal y basta examinarnos un poco a


fondo para descubrir que también es válida en el plano
humano y psicológico; sólo quien ha experimentado el
amor, al menos inicialmente, es capaz de abrirse a él, de
no tener miedo de amar. Así, quien ha sufrido carencia de
afecto en la infancia, a menudo se muestra cerrado y
desconfiado, expuesto más que nadie a la violencia. Para
el creyente, esta experiencia primordial del amor es la que
se inicia en el Bautismo con el don infuso del ágape (la
virtud teológica de la caridad), pero es una experiencia
que sólo el amor concreto de los hermanos puede
―desarrollar‖ y hacer consciente.

El mismo Jesús parece asignar al amor fraterno la tarea de


ser un signo eficaz del amor del Padre: para que el mundo
conozca que tú (Padre) me has enviado, y que yo los amo
como tú me amaste (Jn. 17, 23). Un pecador, alguien que
esté lejos de Dios, sabrá que hay un Dios que lo busca y lo
perdona, si hay un hermano que lo busca, que se interesa
por él y lo perdona en nombre de Dios. Un pobre, un
enfermo, un anciano abandonado, descubrirá que hay un
Padre también para él, si ve a un hermano que, en
nombre de Cristo, se le acerca, comparte con él su pan y
toma para sí un poco de su tristeza. Dios nos ha hecho
solidarios y responsables a los unos de los otros.; quiere
que, quien ha tenido la experiencia de ser amado por Dios,
trate de llevar a los otros la misma experiencia del único
modo posible, es decir, amándolos, y amándolos en forma
concreta: no amemos solamente con la lengua y de
palabra; sino con obras y de verdad (1 Jn. 3, 18).

En estos domingos posteriores a Pascua, estamos


evocando -a través de la lectura de los Hechos de los
Apóstoles - el nacimiento de la primerísima comunidad
cristiana, aquella de la cual se dice que era ―un solo
corazón y una sola alma‖ (1 lectura del 2 domingo de
Pascua) y que estaba repleta del Espíritu Santo (1 lectura
de hoy). Ésta es la realización histórica hacia la cual tiende
el ágape cristiano: una comunidad de hermanos a quienes
el amor de Dios lleva a compartir todo lo que se tiene,
incluso los bienes materiales.

No obstante, el modelo último de todo ágape, personal y


comunitario, es Jesucristo. Él recibió todo del Padre (cfr.
Mt. 11, 27), pero todo lo que recibió lo dio ―por la vida del
mundo‖, incluida su carne. La Eucaristía que celebramos
ahora es el recuerdo viviente de este ágape, tanto es así
que el vocablo ágape pronto significó para los cristianos la
comida eucarística de la comunidad. Ella es el recuerdo del
ágape más grande que exista, puesto que, como hoy lo
hemos escuchado por boca de Cristo, nadie tiene un amor
más grande que éste: dar la vida por los propios amigos.

(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed.


Claretiana, Bs. As., 1994. Pag. 118 - 123)

-----------------------------------------------------------------
--

SAN GREGORIO MAGNO

HOMILIA VII

Dirigida al pueblo en la basílica de San Pancracio el día de


su natalicio

1. Estando llenas de preceptos todas las alocuciones del


Señor, ¿cómo es que, refiriéndose al del amor, cual si se
tratara de un mandato único, dice el Señor: El precepto
mío es que os améis los unos a los otros, sino porque todo
mandato se refiere a sólo el amor y todos los preceptos se
reducen a uno solo? Porque a la manera que las ramas de
un árbol, por muchas que sean, proceden todas de una
sola raíz, así todas las virtudes, aunque sean muchas,
nacen de una sola, de la caridad, y no tiene verdor alguno
el ramo de la buena obra si no está radicado en la caridad,
puesto que cuanto se manda se funda en sólo la caridad.

Los preceptos del Señor, por consiguiente, son a la vez


muchos y son uno solo: muchos, por la diversidad de las
obras, y uno, por la raíz del amor.

Ahora bien, de qué modo ha de practicarse este amor, El


mismo lo da entender, mandando en muchas sentencias
de su Escritura amar a los amigos en El y a los enemigos
por El. Tiene, pues, verdadera caridad quien ama al amigo
en Dios y al enemigo por Dios.
Hay, empero, algunos que aman a los prójimos, mas por
afecto de parentesco y de la carne; a los cuales, no
obstante, no se oponen las Sagradas Letras; pero una
cosa es lo que se hace espontáneamente por razón de la
naturaleza y otra cosa es lo que se debe por obediencia a
los preceptos del Señor referentes a la caridad. Estos no
hay duda que también aman al prójimo; mas, con todo, no
logran los grandes premios del amor, porque no explican
su amor espiritualmente, sino carnalmente.

Por consiguiente, cuando el Señor dice: El precepto mío es


que os améis los unos a los otros , en seguida añadió:
como yo os he amado . Como si claramente dijera: Amad
para lo que yo os he amado.

2. En lo cual debemos observar atentamente, hermanos


carísimos, que el antiguo enemigo, cuando impele
nuestras almas al amor de las cosas temporales, excita
contra nosotros a un prójimo más débil para que procure
quitarnos esas mismas cosas que nosotros amamos. Y no
le importa al enemigo, al hacer esto, el quitar lo terreno,
sino el debilitar en nosotros la caridad; pues en seguida
montamos en cólera y, por no querer ceder en lo exterior,
interiormente nos causamos daño grave; pues por
defender bienes pequeños de fuera perdemos bienes
mayores del interior, porque, amando lo temporal,
perdemos el verdadero amor. Todo el que nos quita lo
nuestro es, en efecto, enemigo; pero, cuando
comenzamos a odiar al enemigo, de dentro es lo que
perdemos. Así que, cuando el enemigo nos haga sufrir
algo exteriormente, estemos alerta en el interior contra el
ladrón oculto, el cual nunca queda mejor vencido que
cuando se ama al que nos daña exteriormente.

Una sola y decisiva es, en efecto, la prueba de la caridad:


si se ama al mismo que nos es contrario. Por eso la misma
Verdad soporta el patíbulo de la cruz y dispensa el amor a
sus mismos perseguidores, cuando dice (Lc. 23):
Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen . ¿Qué
extraño es que los discípulos amen, mientras viven, a los
enemigos, si el Maestro ama a los enemigos aun cuando le
están dando muerte?

El súmmum de este amor lo expresa cuando añade: Nadie


tiene amor más grande que el que da su vida por sus
amigos . El Señor había venido a morir también por sus
enemigos, y, sin embargo, decía que El había de dar su
vida por sus amigos, sin duda para enseñarnos que como,
amándolos, podemos ganar a los enemigos, también son
amigos los mismos perseguidores.

3. Pero he aquí que nadie nos persigue de muerte; ¿cómo,


pues, podemos probar si amamos a los enemigos? Algo
hay, sí, que debe hacerse en la paz de la Iglesia, por
donde aparezca claro si, al tiempo de la persecución
podremos morir amando. En efecto, el mismo San Juan
dice (1ª 3,17): Quien tiene bienes de este mundo y,
viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas
para no compadecerse de él, ¿cómo es posible que resida
en él la caridad de Dios? Por eso también San Juan
Bautista dice (Lc. 3,11): El que tiene dos vestidos dé al
que no tiene ninguno . Luego quien en tiempo de paz no
da por amor de Dios su vestido, ¿cómo dará su vida en
tiempo de persecución? Por tanto, para que en tiempo de
perturbación se mantenga invicta la virtud de la caridad,
nútrase de misericordia en el tiempo tranquilo, de manera
que aprenda a dar a Dios primeramente sus cosas y
después a sí mismo.

4. Prosigue: Vosotros sois mis amigos . ¡Oh, cuánta es la


misericordia de nuestro Creador! ¡No somos siervos
dignos, y nos llama amigos! ¡Cuánta es la dignidad de los
hombres! ¡Ser amigos de Dios!

Mas, ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd


también a costa de qué se gana: Si hiciereis lo que yo os
mando . Sois amigos míos si hacéis lo que yo os mando;
como si claramente dijera: Gozaos de la dignidad, pero
pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad.

Efectivamente, cuando los hijos de Zebedeo, por


mediación de su madre, pretendían los dos primeros
puestos, el uno a la diestra de Dios y el otro a la siniestra,
oyeron (Mt. 20,22) ¿Podéis beber el cáliz que yo he de
beber? Solicitaban ya un puesto eminente, y la Verdad los
llama al camino por donde llegarían a tales preeminencias.
Como si dijera: Ya veo que apetecéis un puesto elevado,
pero recorred antes la vía del dolor, pues por el cáliz se
llega a la grandeza; si vuestra alma apetece lo que
agrada, bebed antes lo que mortifica. Así, así es como, por
el trago amargo de la confesión, se llega al goce de la
salud.

Ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de


lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos,
porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre .
¿Cuáles son todas estas cosas que ha oído de su Padre, y
que ha querido hacer saber a sus discípulos para hacerlos
amigos suyos, sino los gozos de la caridad interior, sino
los regocijos de la patria celestial, lo cual fija en nuestras
almas, mediante las aspiraciones a su amor?; pues cuando
amamos las cosas celestiales que hemos oído, ya
conocemos lo que amamos, porque el mismo amor es
noticia. Había, pues, hecho conocer todas estas cosas a
aquellos que, habiendo trocado sus deseos terrenos,
ardían en las llamas del amor divino.

Bien había contemplado a estos amigos de Dios el profeta


cuando decía (Ps. 38,17): Yo veo, Señor, que tú has
honrado sobremanera a tus amigos ; y amigo (amicus)
suena así como custodio del alma.

Por tanto, cuando el Salmista vio que los elegidos de Dios,


apartados del amor del mundo, cumplían la voluntad
divina, obedeciendo sus mandatos celestiales, admiró a los
amigos de Dios, diciendo: Yo veo, Señor, que tú has
honrado sobremanera a tus amigos . Y como si en seguida
pretendiéramos que nos diera a conocer la causa de tan
grande honor, a continuación añadió: Su imperio ha
llegado a ser sumamente poderoso .

Vedlos: los elegidos de Dios doman la carne, fortalecen el


espíritu, vencen a los demonios, brillan en virtudes,
menosprecian lo presente y predican con obras y con
palabras la patria eterna; además la aman más que a la
vida, y a ella llegan por medio de los tormentos; pueden
ser llevados a la muerte, pero no pueden ser doblegados;
su imperio, pues, ha llegado a ser sumamente poderoso.
En el mismo martirio en que su cuerpo sucumbió a la
muerte, ved cuánta fue la grandeza de su espíritu; y ¿de
dónde esto sino porque su imperio ha llegado a ser
sumamente poderoso?

Y para que no pienses tal vez que son pocos los que son
tan grandes, añadió (v. 18): Póngome a contarlos y veo
que son más que las arenas del mar . Contemplad,
hermanos, todo el mundo: lleno está de mártires; ya
apenas si los que vivimos somos tantos cuantos son los
testigos de la verdad. Luego sólo Dios puede contarlos;
para nosotros son más que las arenas, porque nosotros no
podemos saber cuántos son.

5. Ahora, quién sea el que ha llegado a esta dignidad de


ser llamado amigo de Dios, véalo cada uno en sí mismo;
mas no atribuya a sus méritos ninguno de los dones que
halle tener, no sea que venga a caer en la enemistad.

Por eso añade también: No me elegisteis vosotros, sino


que yo soy el que os he elegido a vosotros y os he
destinado para que vayáis y hagáis fruto . Os he puesto a
la corriente de la gracia, os planté para que vayáis
voluntariamente y con las obras hagáis fruto. Y he dicho
que vayáis voluntariamente, porque querer hacer algo ya
es ir con la voluntad. Y cuál fruto sea el que deben hacer
se añade: Y vuestro fruto sea duradero .

Todo lo que trabajamos por este siglo apenas si dura


hasta la muerte, pues la muerte, en interponiéndose, corta
el fruto de nuestro trabajo; pero lo que se hace por la vida
eterna, aun después de la muerte perdura, y entonces
empieza a aparecer cuando comienza a desaparecer el
fruto de las obras de la carne. Principia, pues, aquella
retribución donde ésta termina. Por tanto, quien ya tiene
conocimiento de lo eterno tenga en su alma por viles las
ganancias temporales. Así que hagamos frutos tales que
perduren, hagamos frutos tales que, cuando la muerte
acabe con todo, ellos principien con la muerte. Y que en la
muerte principien los frutos de Dios lo atestigua el profeta,
que dice (Ps. 126,2): Mientras concede Dios el sueño a
sus amados, he aquí que les viene del Señor la herencia .
Todo el que duerme en la muerte pierde la herencia; pero,
cuando Dios diere a sus amados el sueño, he aquí que les
viene del Señor la herencia, porque después que han
llegado a la muerte es cuando lo elegidos de Dios
encuentran la herencia.

6. Prosigue: A fin de que cualquiera cosa que pidiereis al


Padre en mi nombre os la conceda . Ved que aquí dice:
Cualquiera cosa que pidiereis a mi Padre en mi nombre os
la conceda ; y en otra parte dice el mismo evangelista (lo.
16,23) Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo
concederá. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre
. Si todo lo que pedimos en nombre del Hijo nos lo
concede el Padre, ¿cómo es entonces que Pablo rogó por
tres veces al Señor y no mereció ser oído, sino que se le
dijo (2 Cor. 12,9) Te basta mi gracia, porque la virtud se
perfecciona en la debilidad ? ¿Acaso tan egregio
predicador no pidió en nombre del Hijo? ¿Por qué, pues,
no consiguió lo que pedía? ¿Cómo es entonces verdad que
el Padre nos da todo lo que pidiéremos en nombre del
Hijo, si el Apóstol pidió en nombre del Hijo que se le
quitara el espíritu de Satanás y, con todo, no consiguió lo
que pedía?

Pero, como el nombre del Hijo es Jesús, y Jesús significa


Salvador o saludable, según esto, pide en nombre del
Salvador quien pide lo pertinente a la verdadera salud;
mas, si se pide lo que no conviene, no se pide al Padre en
nombre de Jesús. Por eso, también a lo apóstoles flacos
aún, dice el Señor: Hasta ahora nada habéis pedido en mi
nombre . Como si claramente les dijera: No habéis pedido
en nombre del Salvador los que no sabéis buscar la salud
eterna. Por eso no es escuchado Pablo, porque, si se viera
libre de la tentación, no le aprovecharía para la salud.

He aquí estamos viendo hermanos carísimos cuantos sois


los que os habéis congregado para la solemnidad del
Mártir los que os arrodilláis, golpeáis vuestros pechos,
oráis, confesáis y regáis con lágrimas vuestras mejillas;
pero examinad, os ruego vuestras peticiones: ved si pedís
en nombre de Jesús, esto es, si pedís los gozos de la salud
eterna. ¡Ay!, que en la casa de Jesús no buscáis a Jesús si
en el templo de la eternidad importunáis pidiendo cosas
temporales. Vedlo: el uno en su oración pide que se le dé
esposa; el otro, una finca; aquél pide vestido, éste
alimento... Y cierto es que deben pedirse estas cosas
cuando son necesarias, mas debemos recordar
continuamente la enseñanza que hemos aprendido del
mandato de nuestro mismo Redentor (Mt. 6,33): Buscad
primero el reino de Dios y su justicia y todas las demás
cosas se os darán por añadidura .

Tampoco es cosa mala pedir estas cosas por Jesús, con tal
que no se pidan en exceso. Pero, lo que es más grave aún,
hay quien pide la muerte del enemigo, y a quien no puede
perseguir con la espada, le persigue con la oración; y el
que es maldecido vive todavía, y, sin embargo, el
maldiciente ya se ha hecho reo de la muerte de aquél.
¡Dios manda amar al enemigo, y se pide a Dios que mate
al enemigo! Luego quien así ora, en sus mismas oraciones
pugna contra el Creador.

8. De ahí que, bajo la figura de la Judea, se dice (Ps.


108,7): Su oración sea delito . La oración es delito cuando
quien ora pide lo que prohíbe Aquel a quien pide. Por eso,
la Verdad dice (Mc. 11,25): Al poneros a orar, si tenéis
algo en contra de alguno, perdonadle el agravio . Virtud de
perdonar que manifestaremos más claramente aduciendo
un ejemplo del Antiguo Testamento.

En efecto, habiendo incurrido la Judea en culpas que


reclaman la justicia de su Creador, el Señor prohíbe a su
profeta que ruegue por ella, diciendo (Ier. 16): No tienes
tú que interceder, por este pueblo, ni te empeñes en
cantar mis alabanzas y rogarme . Ier. 15,1: Aun cuando
Moisés y Samuel se me pusieran delante, no se doblaría
mi alma a favor de este pueblo .

¿Cómo es que, dejando a un lado sin mencionar a tantos


Padres, sólo trae a cuento a Moisés y a Samuel, cuyo
admirable poder de intercesión se pone de manifiesto al
decir que ni éstos pueden interceder, que es como si
claramente dijera el Señor: Ni siquiera escucho a los que,
por el mérito grande de su oración, de ningún modo
desprecio? ¿Cómo es, repito, que Moisés y Samuel son
preferidos a los otros sus iguales, sino porque solamente
de estos dos en toda la serie del Antiguo Testamento, se
lee que oraron también por sus enemigos? El uno es
apedreado por el pueblo, y, sin embargo, ruega al Señor
por los que le apedrean; el otro es despojado de su
mando, y, no obstante, al pedirle que rogara, se declara,
diciendo (I Reg. 12,23): Lejos de mi cometer tal pecado
contra el Señor, que yo cese de rogar por vosotros .

Aun cuando Moisés y Samuel se me pusieran delante, no


se doblegaría mi alma a favor de este pueblo . Como si
claramente dijera: Ni siquiera escucho ahora en favor de
los amigos los que sé que, por su gran virtud, ruegan
también por sus enemigos. El poder, pues, de la oración
está en la grandeza de la caridad, y todos consiguen lo
que rectamente piden cuando, al orar, no se halla su alma
ofuscada con el odio del enemigo.

Además vencemos al espíritu recalcitrante si oramos


también por los enemigos. Los labios, sí, ruegan por
nuestros enemigos, pero ojalá que el corazón tenga amor;
pues con frecuencia oramos, sí, por nuestros enemigos,
pero esto, más bien que por caridad, lo hacemos, porque
está mandado, ya que pedimos que vivan nuestros
enemigos, y, no obstante, tememos ser oídos. Mas, como
el juez interior atiende a la intención más que a las
palabras, resulta que nada pide en favor del enemigo
quien ruega por él sin caridad.

9. Pero he aquí que el enemigo nos ha ofendido


gravemente, nos ha causado daños, ha perjudicado a los
que le ayudábamos, ha perseguido a los que le
amábamos. Sería cosa de no perdonar eso si no fuera
porque nosotros necesitamos que se perdonen nuestros
delitos; pero es el caso que nuestro Abogado ha
compuesto la oración a favor nuestro, y el mismo que es
abogado es también juez de nuestra causa; y a la petición
que compuso agregó una condición, que dice (Mt. 6):
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores . Por lo tantos como
viene por juez el mismo abogado, el mismo que hizo la
oración la oye; luego, o sin hacerlo, decimos: Perdónanos
nuestras deudas, así corno nosotros perdonamos a
nuestros deudores, y al decir esto nosotros mismos nos
condenamos más, o tal vez suprimimos en la oración de
esta condición, y entonces nuestro abogado no reconoce la
oración que Él compuso y al punto dice para sí: Yo bien sé
lo que mandé; ésa no es la misma oración que yo hice.

¿Qué debemos hacer en consecuencia, hermanos, para


amar a nuestros hermanos con afecto de caridad, si no es
no mantener maldad alguna en el corazón, para que así
Dios omnipotente tenga en cuenta nuestra caridad para
con el prójimo y dispense su piedad a nuestras
iniquidades?

Acordaos de lo que se nos manda: Perdonad y se os


perdonará . Ved, pues, qué se nos debe y qué debemos:
así que perdonemos lo que se nos debe. Pero a esto se
resiste el ánimo: quiere cumplir lo que oye, y, sin
embargo, se rebela.

Estamos ante la tumba de un mártir, de quien sabemos


por qué muerte llegó al reino de los cielos. Nosotros, ya
que no demos la vida del cuerpo por Cristo, domemos tan
siquiera el corazón. Dios se aplaca con este sacrificio, y en
el juicio de su piedad aprueba la victoria de nuestra paz. Él
contempla la lucha de nuestro corazón, y a los que
después remunera por vencedores, ahora, mientras
luchan, los ayuda Jesucristo, nuestro Señor, que vive y
reina, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los
siglos de los siglos. Amén.

(San Gregorio Magno, Obras , tomo X, Cuarenta Homilías


sobre los Evangelios , BAC, Madrid, 1958, Pág. 668-674)

------------------------------------------------------------

SANTO TOMÁS DE AQUINO


EXPOSICIÓN DE LOS DOS PRECEPTOS DE LA CARIDAD Y
DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS DE LA LEY

PRÓLOGO

TRES COSAS le son necesarias al hombre para su


salvación: el conocimiento de lo que debe creer, el
conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de
lo que debe hacer. El PRIMERO se enseña en el símbolo,
donde aprendemos la doctrina de los artículos de la fe; el
SEGUNDO, en la oración dominical o Padrenuestro; y el
TERCERO, en la ley.

Trataremos ahora del conocimiento de lo que debemos


hacer. Para ello hemos de referirnos a la existencia de
cuatro leyes.

a) La PRIMERA es la ley natural. Esta ley no es otra cosa


que la luz del entendimiento infundida por Dios en
nosotros, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué
debemos evitar. Dios, al crear al hombre, le dio esta luz y
esta ley. No son pocos, sin embargo, los que creen
excusarse de su cumplimiento, alegando ignorancia.
Contra ellos dice el Profeta: Hay muchos que dicen.
¿Quién nos mostrará lo que es bueno? (Ps. 4, 6), como si
ignorasen lo que deben hacer, y él mismo responde: Está
grabada sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor (ib. 7),
es decir, la luz del entendimiento, que nos hace ver lo que
debemos obrar. En efecto, nadie ignora que no debe hacer
a los demás lo que no quiere que le hagan a él, y otras
reglas de moral semejantes.

b) Pero si bien es cierto que Dios, al crear al hombre, le


dio esta ley, que llamamos ley natural, el diablo, por su
parte, sembró encima otra ley, la ley de la concupiscencia.
Mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios,
observando sus preceptos, también la carne estuvo
completamente sometida al alma o razón. Pero una vez
que el diablo tentador apartó al hombre de la observancia
de los preceptos divinos, también la carne se rebeló contra
la razón. Y por eso sucede que aunque el hombre quiera
hacer el bien conforme a su razón, la concupiscencia lo
inclina a lo contrario. A ello se refiere el Apóstol cuando
dice : Advierto otra ley en mis miembros, que es contraria
a la ley de mi mente (Rom. 7, 23). De ahí que
frecuentemente la ley de la concupiscencia corrompe la ley
natural y el orden de la razón. Por lo cual enseguida añade
el Apóstol: y me esclaviza a la ley del pecado, que está en
mis miembros (ib.).

c) Como la ley natural había sido destruida por la ley de la


concupiscencia, convenía que el hombre fuese
nuevamente dirigido a la práctica de la virtud y apartado
del vicio. Para ello fue necesaria la ley de la Escritura .

Ahora bien, DOS son los motivos que alejan al hombre del
mal y lo estimulan a obrar el bien.

El PRIMERO es el temor. Porque la primera razón por la


que uno comienza a evitar el pecado es, ante todo, la
consideración de la pena del infierno y del juicio final. Y
así, dice el Eclesiástico: El temor de Dios es el principio de
la sabiduría (1, 16); y más adelante: El temor del Señor
rechaza el pecado (ib. 27). Es cierto que quien se abstiene
de pecar solamente por temor, no es todavía justo; sin
embargo, por allí empieza su justificación.

Esta manera de apartar al hombre del mal e inducirlo al


bien fue la propia de la ley de Moisés, cuyos transgresores
eran castigados con la muerte: Si alguno quebranta la ley
de Moisés, y ello se prueba con dos o tres testigos, es
condenado a muerte sin misericordia alguna (Hebr. 10,
28).

d) Pero este medio es insuficiente, como insuficiente fue la


ley promulgada por Moisés, que apartaba del mal
precisamente por medio del temor, el cual, si bien
contenía la mano, no se imponía al corazón. Se requería,
pues, un segundo medio de apartar del mal e inducir al
bien: este medio es el del amor; y según este medio fue
dada la ley de Cristo, es decir, la ley evangélica, que es la
ley del amor.
Entre la ley del temor y la ley del amor hay una TRIPLE
diferencia.

La PRIMERA es que la ley del temor hace esclavos a


quienes la siguen; en cambio, la ley del amor los hace
libres. En efecto, quien obra sólo por temor, obra como
esclavo; al contrario, el que obra por amor, obra como
hombre libre o como hijo. Por eso dice el Apóstol: Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor. 3,
17), porque aquellos en quienes reside este Espíritu obran
por amor, como los hijos.

La SEGUNDA diferencia es que los observantes de la ley


antigua eran premiados con bienes temporales: Si lo
queréis , dice el Señor, y si me escucháis, comeréis los
frutos de la tierra ( Is. 1, 19); en cambio, los observantes
de la ley nueva acceden a bienes celestiales: Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. 19, 17);
Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt. 3,
2).

La TERCERA diferencia está en que la ley de Moisés era


dura de soportar. En efecto, S. Pedro dice a los judíos:
¿Por qué queréis imponer sobre nuestra cerviz un yugo
que ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar?
(Act. 15, 10); en cambio la ley de Cristo es leve, como lo
dijo el mismo Señor: Mi yugo es suave y mi carga es
ligera (Mt. 11,30), y S. Pablo escribe a los Romanos : No
recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el
temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos
(Rom. 8, 15).

En resumen, nos encontramos con CUATRO leyes: la


PRIMERA es la ley natural, que Dios infundió en el hombre
en el momento de su creación; la SEGUNDA, la ley de la
concupiscencia; la TERCERA es la ley de la Escritura; la
CUARTA, la ley de la caridad y de la gracia, que es la ley
de Cristo.

Ahora bien, es evidente que no todos pueden aplicarse al


duro trabajo que se requiere para conocer estas cuatro
leyes. Fue por eso que Cristo nos dio una ley abreviada,
que pudiera ser conocida de todos, y de cuya ignorancia
no pudiera excusar por ignorancia. Es la ley del amor
divino, a la que se aplica la expresión del Apóstol: Palabra
breve pronunciará el Señor sobre la tierra (Rom. 9, 8).

Dicha ley debe ser la regla de todos los actos humanos. En


efecto, así como decimos de una obra de arte que es
buena y hermosa cuando se conforma con la regla del
arte, así también un acto humano es recto y virtuoso
cuando se conforma con la regla del amor divino, y no es
bueno y perfecto cuando se aparta de ella. Para que los
actos humanos sean buenos es menester que concuerden
con la regla del amor divino.

Esta ley, la del amor divino, produce en el hombre


CUATRO efectos sumamente deseables.

1) PRIMERO, causa en él la vida espiritual. Es cosa sabida


por la naturaleza misma del amor, el amado está en el
amante; y por eso el que ama a Dios en sí mismo, según
las palabras de S. Juan: Quien permanece en el amor,
permanece en Dios y Dios permanece en él (1 Jo, 4, 16).

Además, es propio de la naturaleza del amor transformar


al amante en el amado. Si amamos cosas viles y caducas,
nos hacemos viles e inestables, según dice la Escritura: Se
hicieron abominables como lo que amaron (Os. 9, 10). En
cambio, si amamos a Dios nos hacemos divinos, porque el
que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él, como
enseña S. Pablo (1 Cor. 6,17).

Oigamos a S. Agustín: ―Así como el alma es la vida del


cuerpo, así Dios es la vida del alma‖. Y esto es cosa clara.
En efecto, decimos que el cuerpo vive por el alma cuando
tiene las operaciones propias de la vida, cuando actúa y se
mueve; si el alma se separa, el cuerpo deja de obrar y de
moverse. De manera semejante, el alma obra virtuosa y
perfectamente cuando obra por la caridad, gracias a la
cual Dios habita en ella; sin caridad el alma es incapaz de
obrar: Quien no ama, permanece en la muerte (1 Jo. 3,
14).
Debemos tener presente que si alguien poseyera todos los
carismas del Espíritu Santo sin la caridad, no tendría vida.
Porque ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni cualquier
otro don, son capaces de dar vida si falta la caridad. Por
más que a un cadáver se lo cubra de oro y de piedras
preciosas, cadáver permanece. Tal es, pues, el primer
efecto de la caridad: dar vida.

2) El SEGUNDO efecto que obra la caridad es la


observancia de los mandamientos divinos. ―El amor de
Dios‖ —enseña S. Gregorio— ―nunca permanece ocioso;
donde está, obra grandes cosas; si no las obra, es que no
está‖. De aquí que sea un signo evidente de caridad la
prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos cómo el
amante realiza cosas grandes y dificultosas por la persona
amada. Jesús mismo ha dicho: El que me ama guardará
mi palabra (Jo. 14, 23).

Recordemos a este propósito que quien observa el


mandato y la ley del amor divino, cumple toda la ley. Pues
hay DOS clases de mandamientos divinos. ALGUNOS son
afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de
la ley que se encuentra en los mandamientos es el amor,
por el cual se los observa. OTROS mandamientos son
prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad porque,
como dice el Apóstol, la caridad no hace el mal (cf. 1 Cor.
13, 4).

3) El TERCER efecto de la caridad es el socorro contra las


adversidades. En efecto, para quien tiene caridad nada
adverso le es dañoso, sino que más bien se le convierte en
un bien saludable, según aquello del Apóstol: Para los que
aman a Dios todo contribuye a su bien (Rom. 8, 28).
Hasta los reveses y dificultades parecen llevaderos para el
que ama, como nosotros mismos lo experimentamos.

4) El CUARTO efecto que produce la caridad es conducir a


la felicidad. Sólo a quienes tienen caridad les está
prometida la bienaventuranza eterna; porque sin caridad
todo lo demás es insuficiente. Así escribe el Apóstol : Ya
me está preparada la corona de justicia, que me otorgará
en aquel día el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino a
todos los que aman su venida (2 Tim. 4, 8).

Es de notar que la bienaventuranza se otorga en


proporción al grado de caridad y no en proporción a
cualquier otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron
más austeros que los Apóstoles, y, sin embargo, éstos los
exceden en bienaventuranza por la excelencia de su
caridad, pues poseyeron las primicias del Espíritu, como
dice S. Pablo (Rom. 8,23). El grado de bienaventuranza
depende, entonces, del grado de la caridad. Con lo dicho
hasta acá quedan expuestos los cuatro efectos que
produce en nosotros la caridad.

Nos resta, sin embargo, por considerar OTROS efectos que


no debemos omitir.

5) UNO DE ELLOS es la remisión de los pecados. Acontece


ya en la experiencia cotidiana: si alguien ofende a otro,
pero después lo ama entrañablemente, el agraviado, en
virtud del amor que recibe, perdona al ofensor. Así
también Dios perdona los pecados a quienes lo aman. La
caridad cubre una multitud de pecados, escribe S. Pedro
(1 Pe. 4, 8). Bien dice ―cubre‖ porque Dios ya no los ve
para castigarlos. Por lo demás, si bien aquí se dice que
cubre ―multitud‖ de pecados, Salomón precisa que la
caridad cubre todos los pecados (Prov. 10, 12). Lo que se
ve claramente en el caso de Magdalena, de la que dijo el
Señor: Se le perdonaron muchos pecados (Lc. 7, 47), y
enseguida añade la causa: porque amó mucho.

Es posible que alguien piense: si basta la caridad para


alcanzar el perdón de los pecados, no es necesaria la
penitencia. Pero tenemos que advertir que nadie ama
verdaderamente si no se arrepiente de veras, porque es
evidente que cuanto más amamos a alguien tanto más nos
duele haberlo ofendido. Es, pues, éste uno de los efectos
de la caridad.

6) ASIMISMO, la caridad ilumina el corazón. Porque, como


bien se dice en el libro de Job, todos estamos envueltos en
tinieblas (37, 19), ya que frecuentemente nos sucede que
ignoramos lo que debemos hacer o desear. Ahora bien, la
caridad nos enseña todo lo que es necesario para la
salvación; y por eso escribe S. Juan: Su unción os enseña
acerca de todas las cosas (1 Jo 2, 27), pues donde hay
caridad, allí está el Espíritu Santo, que conoce todo y nos
conduce por el camino recto, como se lee en el Salmo
142, 10. Se dice en el Eclesiástico: Los que teméis a Dios,
amadlo, y vuestros corazones quedarán iluminados (2,
10), es decir, conocerán lo necesario para la salvación.

7) TAMBIÉN la caridad produce en el hombre la perfecta


alegría. En efecto, nadie tiene verdadero gozo si no vive
en caridad. Porque quien desea alguna cosa, no goza, ni
se alegra ni descansa hasta que la consigue. En el ámbito
de los bienes temporales ocurre que deseamos aquello
que no poseemos, pero una vez que lo hemos obtenido lo
despreciamos y nos causa tedio. No sucede así con los
bienes espirituales; por el contrario, quien ama a Dios lo
posee, y entonces el alma que lo ama y lo desea descansa
en El, según aquello de S. Juan: El que permanece en la
caridad, en Dios permanece y Dios en él (1 Jo. 4, 16).

8) ADEMÁS, la caridad otorga la paz perfecta. Sucede


también con los bienes temporales que frecuentemente
son deseados, pero una vez que se los posee, el alma que
los deseaba no encuentra en ellos el descanso, sino que ni
bien consigue una cosa, ya está anhelando otra. Por eso
dice el Profeta: El corazón del impío es como un mar
agitado que no puede estar en calma (Is. 57, 20); y
agrega: No hay paz para los impíos, dice el Señor (ib. 21).
No ocurre así en el amor de Dios, porque el que ama a
Dios tiene paz, según se lee en el Salterio: Gozan de
mucha paz los que aman tu ley; no hay tropiezo para ellos
(Ps. 118, 165).

Esto es así porque sólo Dios puede saciar nuestros deseos.


Dios es más grande que nuestro corazón, escribe San Juan
(1 Jo. 3, 20). Por eso dice S. Agustín en sus Confesiones:
―Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto mientras no descanse en ti‖ (L. 1, 1). Ya lo
afirmaba el salmista: El Señor colma de bienes tus anhelos
(Ps. 102, 5).
9) ASIMISMO, la caridad confiere al hombre una gran
dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio de
la Divina Majestad —pues todas fueron creadas por Dios—
como están al servicio de un artesano las cosas por él
producidas; pero la caridad convierte al siervo en libre y
amigo. Por eso dijo el Señor a los Apóstoles : Ya no os
llamo siervos... sino amigos (Jo. 15, 15).

Pero ¿acaso no es Pablo siervo de Cristo como los son los


demás Apóstoles, que en sus cartas se llaman a sí mismos
siervos?

Debemos tener en cuenta que hay DOS clases de


servidumbre. La PRIMERA es por temor, y ésta es penosa
y sin mérito alguno. En efecto, si alguien se abstiene de
pecar sólo por temor del castigo, no por eso adquiere
mérito sino que todavía es siervo. La SEGUNDA clase es la
servidumbre por amor. En efecto, cuando alguien obra no
por temor a la justicia de Dios, sino por amor a Él, ya no
actúa como siervo, sino como hombre libre, puesto que
obra voluntariamente. Por eso dice el Señor: Ya no os
llamaré siervos. Pero ¿por qué? Responde el Apóstol: No
habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en
el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos
(Rom. 8, 15). Lo mismo enseña S. Juan cuando dice: No
hay temor en la caridad (1 Jo. 4, 18), porque el temor
atiende al castigo. Más aún, la caridad no solamente nos
hace libres, sino también hijos, de modo que somos
llamados hijos de Dios, y lo somos en verdad, como se lee
en 1 Jo. 3, 1.

Un extraño se convierte en hijo adoptivo de alguien


cuando adquiere el derecho a su herencia. Eso, y no otra
cosa, es lo que obra la caridad, merced a la cual se
adquiere derecho a la herencia de Dios, que es la vida
eterna. Porque, como dice el Apóstol: El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu de que somos de Dios; y si
somos hijos, también herederos: herederos de Dios y
coherederos con Cristo (Rom. 8, 16-17). El libro de la
Sabiduría dice asimismo, a propósito de los justos: He
aquí que han sido contados entre los hijos de Dios (Sab. 5,
5).

Por todo lo dicho resultan evidentes las ven tajas de la


caridad. Y puesto que es de tanto provecho, habrá que
esforzarse con mucha determinación para adquirirla y
conservarla.

Advirtamos, sin embargo, que nadie puede adquirirla por


sí mismo, antes bien es un don que sólo Dios otorga. Por
eso dice S. Juan : No es que nosotros hayamos amado a
Dios, sino que El nos amó primero (1 Jo. 4, 10); es decir,
Dios no nos ama porque nosotros lo hayamos amado, sino
que nuestro mismo amor a El es causado en nosotros por
el amor que El nos tiene.

Conviene, asimismo, tener presente que aunque todos los


dones proceden del Padre de las luces, el don de la
caridad supera absolutamente a todos los demás. En
efecto, los otros dones se pueden poseer sin la caridad y
sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad
necesariamente se posee al Espíritu Santo. Por eso escribe
el Apóstol : La caridad de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos
ha sido dado (Rom. 5, 5). En cambio se puede tener don
de lenguas, don de ciencia, don de profecía, sin gracia y
sin Espíritu Santo.

Sin embargo, aunque la caridad sea un don divino, para


poseerla se requieren ciertas disposiciones de parte
nuestra.

DOS cosas especialmente necesitamos para adquirir la


caridad, y otras DOS para acrecentarla una vez poseída.

A) Lo PRIMERO que hace falta para adquirir la caridad es


oír con atención la palabra de Dios. Para entender esto
puede ayudamos nuestra experiencia cotidiana: cuando
oímos hablar bien de alguno, se enciende nuestro amor
por él. Así también, cuando oímos la palabra de Dios nos
encendemos en su amor. Leemos, en efecto, en un salmo:
Tu palabra es fuego impetuoso y tu siervo la amó (Ps.
118, 140); y en otro, refiriéndose a José, hijo de Jacob, se
dice:

La palabra del Señor lo inflamó (P. 104, 19). Esta es la


razón por la cual los dos discípulos de Emaús, abrasados
de amor divino, decían: ¿Acaso no ardían nuestros
corazones mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras? (Lc. 24, 32). En el libro de los
Hechos se lee que cuando Pedro estaba predicando, el
Espíritu Santo descendió sobre los que escuchaban la
palabra divina (Act. 10, 44). Y esto sucede
frecuentemente en los sermones: a veces quienes los
escuchan tienen el corazón endurecido y, sin embargo, en
virtud de la palabra del predicador, se encienden en amor
de Dios.

La SEGUNDA disposición para adquirir la caridad es la


constante meditación del bien. Me ardía el corazón dentro
del pecho, se dice en la Escritura (Ps. 38, 4). Si quieres,
pues, alcanzar el amor a Dios, cultiva los pensamientos
buenos. En efecto, sería del todo insensible quien
considerando los beneficios que Dios le ha concedido, los
peligros de que lo ha librado y la bienaventuranza que le
promete, no se inflamase en el amor de Dios. ―Duro de
corazón es el hombre que no sólo no quiere amar, sino
que ni siquiera se preocupa por corresponder al amor
recibido‖, escribe S. Agustín. Y, en general, así como los
pensamientos malos destruyen la caridad, así los
pensamientos buenos la adquieren, la nutren y la
conservan. Es el mismo Dios quien lo manda: Quitad de
mi vista la maldad de vuestros pensamientos (Is. 1, 16)
porque los pensamientos perversos alejan de Dios (Sab. 1,
3).

B) DOS son igualmente las disposiciones que acrecientan


la caridad ya adquirida.

La PRIMERA es el desprendimiento del corazón de las


cosas terrenas. En efecto, nuestro corazón no puede
entregarse íntegramente a cosas diversas. Y por eso nadie
puede amar a Dios y al mundo. Consiguientemente,
cuanto más se aleja el alma del amor de lo terreno, tanto
más se consolida en el amor divino. Dice S. Agustín: ―El
veneno de la caridad es la esperanza de obtener y
conservar bienes temporales; su alimento es la mengua de
ese afán; su perfección, la ausencia de dicho afán; porque
la raíz de todos los males es la codicia‖ ( De div. quaest.
83). Por tanto, quien quiera alimentar la caridad,
aplíquese a disminuir la codicia de los bienes terrenos.

La codicia es el afán de conseguir y poseer bienes


temporales. Para hacerla decrecer lo primero es el temor
de Dios, porque Dios es el único que no puede ser temido
sin ser también amado. Con este fin surgieron las órdenes
religiosas; en ellas y gracias a ellas el alma del religioso se
desprende de las cosas mundanas y corruptibles, y se
eleva a las cosas divinas. A esto apunta la Escritura
cuando dice: Brilló el sol, antes oscurecido por las nubes
(2 Mac. 1, 22). El sol, es decir, el entendimiento humano,
se encuentra cubierto de nubes cuando se vuelca a las
cosas terrenas; en cambio se vuelve refulgente cuando se
aleja y aparta del amor a lo terreno. Entonces
resplandece, y el amor divino crece en él.

La SEGUNDA disposición para aumentar la caridad es la


firme paciencia en las adversidades. Sabemos por
experiencia que cuando soportamos pruebas difíciles por
alguien a quien queremos, nuestro amor no desaparece,
antes bien se acrecienta. Aguas torrenciales (esto es,
abundantes tribulaciones) no pudieron extinguir la caridad,
leemos en la Escritura (Cant. 8, 7). Por eso los santos, que
soportan adversidades por Dios, se afianzan más en su
amor; así como el artesano tiene predilección por aquella
obra que más trabajo le costó. Y también los fieles, cuanto
más padecen por Dios, tanto más se elevan en su amor.
Se dice en el Génesis:

Crecieron las aguas (es decir, las tribulaciones) y elevaron


el arca a las alturas (7, 17); el arca significa la Iglesia o el
alma del justo.

(Santo Tomás de Aquino, Los Mandamientos Comentados ,


Ed. Gladius, Bs. As., 2000, Pág. 21 - 49)
-----------------------------------------------------------

MONS. FULTON SHEEN

CARIDAD

Nuestro mayor enemigo no se encuentra fuera del país,


sino dentro, y ese enemigo es el odio; el odio de las razas,
de las nacionalidades, de las clases y de las religiones. Si
nuestra civilización muere alguna vez, no será por
conquista, sino por suicidio.

Es consolador saber que se hacen algunas tentativas para


curar esas heridas del odio. Las principales entre estas
tentativas son: las campañas de tolerancia; por la
sustitución de nuevos odios, por ejemplo el nazismo, por
la violenta acusación de ciertos grupos de miras
demasiado estrechas. Ninguno de estos remedios puede
desarraigar el odio. Las campañas de tolerancia no pueden
hacerlo, ya que ¿por qué motivo habría que tolerar a
ninguna criatura sobre esta tierra de Dios? La sustitución
de un odio por otro no da resultado, porque no pueden
curarse los odios pequeños con otros mayores.

El hecho de que nos hayamos unido más intensamente


como nacionalidades, justo en el momento en que
alimentábamos un odio más intenso hacia las demás
naciones, es mucho más trágico de lo que parece. El
hecho de llamar ―imperialistas‖ a otros pueblos es una
demostración de que lo quisiéramos ser nosotros, porque
en general atribuimos a los demás nuestras faltas ocultas.

Quizá por eso algunos políticos dicen que los otros son
―vendidos‖. Proclaman su propia inocencia, señalándonos
el barro que mancha el escudo de sus vecinos. El hecho de
insultar a los demás es una mera racionalización de
nuestras propias insinceridades, y especialmente esos
insultos que no han sido nunca bien definidos, como el de
―fascista‖. Es típico de esta palabra el cuento de la niñita
que, cuando le preguntaron por qué llamaba fascista a
otra niñita, contestó: ―Yo llamo fascistas a todas las
personas que no me gustan.‖ Quizá sea ésa la mejor
definición que se ha dado hasta ahora.

Todos esos remedios son ineficaces, porque nos dejan el


corazón igual que antes, con toda su inquietud oculta. El
odio sólo puede eliminarse creando un nuevo foco, y eso
que nos lleva a la tercera de las virtudes, es decir, a la
caridad.

Con caridad no queremos decir gentileza, filantropía,


generosidad ni grandeza de corazón, sino un don
sobrenatural de Dios, por el cual nos es permitido amarlo
sobre todas las cosas, por Él mismo, y dentro de ese
amor, amar todo lo que Él ama. Para aclarar un poco el
concepto, enunciaremos aquí las tres características
principales de la caridad o amor sobrenatural: 1. Se
encuentra en la voluntad, no en las emociones. 2. Es una
costumbre, no un hábito espasmódico. 3. Es una relación
de amor, no un contrato.

Primero: El amor sobrenatural se encuentra en la


voluntad, no en las emociones, o las pasiones, o los
sentidos. En el amor humano, los sentimientos tienen su
lugar pero a menos que se subordinen a la razón, a la
voluntad y a la fe, degeneran en lujuria, que no procura el
bien de la persona amada, sino el placer de aquel que
ama.

Como la caridad se encuentra en la voluntad, podemos


dirigirla, lo que no podemos hacer con nuestros gustos o
repugnancias naturales. Un niñito no puede dejar de
encontrar atroz las espinacas, así como otros por ejemplo
no pueden tolerar el repollo ácido, y otros los pollos. Lo
mismo ocurre en nuestras relaciones con la gente. Uno no
puede dejar de sentir una reacción emotiva contra los
egoístas, los sofisticados y los

groseros, o esos que se precipitan para apoderarse de los


mejores lugares, o los que roncan cuando duermen.

Aunque a uno no puede gustarle todo el mundo, porque


no podemos controlar nuestras reacciones psicológicas,
podemos amar a todos en el sentido Divino, porque ese
tipo de amor, al encontrarse en la voluntad, puede ser
ordenado o suscitado. Por eso se puede ordenar el amor a
Dios y el amor a nuestro vecino: ‗Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis unos a otros: para que, así, como yo
os he amado, vosotros también os améis unos a otros‖
(Juan 13, 34).

Muy por encima del placer o del desagrado emotivo que


nos producen ciertas personas puede coexistir un amor
genuino hacia ellas, por el amor de Dios. La caridad es una
consecuencia, no de algo que afecte nuestros sentidos
humanos, sino de la fe Divina. Por fuera, nuestro vecino
puede ser muy desagradable; pero por dentro es uno con
la imagen de Dios que puede ser recreada por el beso de
la caridad.

Uno puede solamente encontrar simpáticos a los que nos


encuentran simpáticos a nosotros, pero sí puede amar a
los que nos encuentran antipáticos. Uno puede pasarse la
vida encontrando simpáticos a los que nos encuentran
simpáticos, sin amarlos en Dios, pero uno no puede amar
a los que nos odian, sin el amor de Dios. El humanitarismo
es suficiente para los de nuestro grupo, o para aquellos
que viven en su torre de marfil y desde allí hacen
excursiones a los barrios de los desdichados; pero no es
suficiente para hacernos amar a aquellos que al parecer
no pueden ser amados. Querer ser amable cuando la
emoción nos pide no serlo requiere una dinámica más
poderosa que el mero amor a la humanidad.

Para amarlos, debemos recordar que nosotros mismos,


que no merecemos ser amados, somos amados por el
Amor. ―Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
recompensa tendréis? ¿Los mismos publicanos no hacen
otro tanto? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos,
¿qué hacéis vosotros de particular? ¿No hacen otro tanto
los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto‖ (Mateo 5, 46-48).

Segundo: La caridad no se identifica con los actos de


generosidad. Hay una cantidad tremenda de romanticismo
sentimental, asociada con un exceso de generosidad
humana. Recordemos esa sensación de felicidad que
asistimos al regalar el sobretodo al mendigo de la esquina,
al ayudar a subir las escaleras a un ciego o a cruzar la
calle a una anciana; y al contribuir con un billete a un
fondo de ayuda para una viuda indigente. El calor de la
propia aprobación nos invade el cuerpo, y aunque no lo
digamos nunca en voz alta, nos decimos interiormente:
―Qué buena persona soy‖, o si no: ―He cumplido con mi
buena acción diaria.‖ Esas buenas acciones no las
reprochamos: las aprobamos.

Lo que desearnos recalcar con claridad es que nada ha


hecho más daño a la cordialidad sana que la creencia de
que debemos hacer una buena acción por día. ¿Por qué
una sola? ¿Y qué decir de todas las demás acciones del
día? La caridad es una costumbre, no es un acto aislado.
Un hombre y su mujer pasean en automóvil. Ven junto a
la carretera a una joven rubia que cambia un neumático a
su coche. El hombre se detiene y la ayuda. ¿Lo habría
hecho si la rubia tuviera cincuenta años? Cambia el
neumático, se ensucia la ropa, se corta un dedo, pero es
pura cortesía, dulzura excesiva y encanto personal.
Cuando vuelve al automóvil, con el corazón henchido por
su buena acción, la mujer le dice: ―Ojalá me hablaras con
esa dulzura cuando te pido que cortes el césped del jardín.
Ayer, cuando te rogué que me entraras la botella de leche,
me contestaste: ‗ ¿Estás inválida?' ―.

Allí está toda la diferencia entre un acto aislado y la


costumbre. La caridad es una costumbre, no una efusión o
un sentimiento; es una virtud, no una cosa efímera, hecha
de humores momentáneos y de impulsos; es una cualidad
del alma, más que una buena acción aislada.

¿Cómo juzgamos a un pianista? ¿Porque de vez en cuando


da una nota bien tocada, o por la costumbre o la virtud
que tiene de dar todas las notas justas? El hombre
generalmente malo, de vez en cuando comete una buena
acción. Los pistoleros daban fondos para sostener
orfanatos, y los productores de cinematógrafo los
glorificaron. Pero ante los ojos de un cristiano, eso no
demostraba que fueran buenos.

Por su parte; un hombre bueno puede de vez en cuando


ceder a la tentación, pero el mal es la excepción en su
vida, y en cambio es la regla en la vida del pistolero. Lo
sepamos o no, los actos de nuestra vida diaria fijan
nuestro carácter, para mal o para bien. Las cosas que
hacemos, las cosas que pensamos, las palabras que
decimos nos convierten poco a poco en un santo o en un
demonio, que será colocado a la derecha o a la izquierda
del Juez Divino.

Si el amor de Dios y de nuestro vecino se convierten en


una costumbre de nuestra alma, vamos creando el Cielo
dentro de nosotros. La diferencia entre la tierra y el cielo
es la que hay entre la bellota y el roble. La gracia es la
semilla de la gloria. Pero si el odio y el mal se convierten
en el hábito de nuestra alma, entonces vamos creando el
Infierno dentro de nosotros. El Infierno se relaciona con
nuestra vida malvada como la muerte con el veneno. En el
cielo no habrá fe, por que entonces veremos a Dios; en el
cielo no habrá esperanza, porque entonces poseeremos a
Dios; pero sí habrá en el cielo caridad, porque ―el amor
dura para siempre‖.

Tercero: La caridad es una relación de amor y no un


contrato comercial. Muchos piensan que la religión es una
especie de relación de negocios entre Dios y el alma, y
que si le doy algo a Dios, Él debería darme algo a mí; o
piensan que, así como le debo veneración, por justicia
natural, así me debe Él en trueque la prosperidad.

Ésa es exactamente la actitud del fariseo que se presentó


en la puerta del Templo y dijo a Nuestro Señor que era un
hombre honesto, que tenía una sola mujer y que daba el
diez por ciento de sus ganancias a la Iglesia. Creía que al
hacer esas cosas colocaba a Dios en situación de acreedor
así como lo creen algunas personas de ahora cuando
dicen: ―No puedo comprender cómo Dios pudo hacerme
esto. Siempre rezo, todas las noches‖, o si no: ―Bueno, ya
estoy a mano con la religión, porque todos los años mando
a la Iglesia un cheque.‖ En otras palabras, quieren decir:
―Yo hago mi parte, Señor; ahora, te toca a ti hacer la
tuya.‖

Si nuestra religión es de este tipo, significa que no


tenemos religión. La religión es una relación, no un
contrato. Por lo tanto, no comienza con el hecho de hacer
bien; comienza con una relación sobrenatural entre Dios y
nuestra alma y la de nuestro vecino. Una relación correcta
con Dios, iniciada por la gracia, nos inspirará a hacer
cosas buenas; pero el hecho de hacer cosas buenas no
nos convierte en hijos de Dios.

Eric Gill dijo una vez que ―un ladrón que ama a Dios es
una persona más religiosa que un hombre honesto que no
ama a Dios‖. Esta afirmación asombrosa tiene cierta
verdad cuando uno entiende de ella que la relación de
amor con Dios puede hacer que el ladrón sea honesto,
pero que la honestidad en los negocios no establece una
relación de amor con Dios.

La religión comienza con el amor. ―Amarás al Señor tu


Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti
mismo‖ (Lucas 10, 27). La palabra prójimo en este caso
no se refiere solamente a aquel que está cerca de
nosotros, sino también a nuestro enemigo. Es concebible
que pudiera ser también ambas cosas, como lo implicó
Nuestro Señor en la parábola del Buen Samaritano.

En palabras concretas, el mandamiento de la caridad


significa que debemos amar a nuestro enemigo tanto
como nos amamos a nosotros mismos. ¿Eso querrá decir
que debernos amar a Hitler tanto como nos amamos a
nosotros mismos, o al ladrón que nos robó los neumáticos,
o a la mujer que dijo que teníamos tantas arrugas que
estábamos obligados a atornillarnos el sombrero?
Exactamente eso es lo que significa. Pero entonces, ¿cómo
podemos amar a ese tipo de enemigos tanto como nos
amamos a nosotros mismos?

Bueno, para empezar, ¿cómo nos amamos a nosotros


mismos? ¿Nos gusta nuestro aspecto? Si nos gustara tanto
no trataríamos de mejorarlo con arreglos. ¿Alguna vez
quisimos ser otra persona? ¿Por qué mentimos cuando nos
preguntan nuestra edad? ¿Nos desagradan nuestras
manos groseras, nuestros hongos de los pies? ¿Alguna vez
nos hemos odiado porque se nos perdió la pelota de tenis
o de golf? ¿Nos amamos cuando contamos chismes,
cuando destruimos la reputación de nuestros vecinos,
cuando somos irritables o caprichosos?

En esos momentos, no nos amamos. Al mismo tiempo,


nos amamos, en el fondo, y sabemos que nos amamos.
Cuando entramos en una habitación, invariablemente
elegimos la silla más cómoda, nos compramos ropas
buenas, nos hacemos regalos agradables; cuando alguien
dice que somos inteligentes o hermosos, sentimos siempre
que esa persona por lo menos sabe juzgar. Pero cuando la
gente dice que somos egoístas o malignos sentimos que
no han comprendido nuestro excelente carácter, y que tal
vez esas personas son fascistas.

Por lo tanto, nos amamos, y sin embargo, no nos


amamos. Lo que amamos en nosotros es la persona que
Dios ha creado, lo que odiamos en nosotros es esa
persona, creada por Dios, que hemos arruinado. Nos gusta
el pecador, pero odiamos el pecado. Por eso, cuando
hacemos mal, pedimos que se nos dé otra oportunidad, o
prometemos portarnos mejor en el porvenir, o buscamos
alguna excusa. Pero nunca negamos que haya esperanza.

Justamente de ese modo es como Nuestro Señor quiere


que amemos a nuestros enemigos; amarlos como nos
amamos a nosotros mismos, amarlos en su calidad de
pecadores; repudiar todo lo que empaña la imagen divina,
amar la imagen divina que se encuentra debajo de lo
empañado; nunca otorgándonos un derecho mayor al
amor de Dios que el que tienen ellos, ya que en el fondo
de nuestro corazón sabemos muy bien que nadie podría
merecer menos que nosotros el amor de Dios. Y cuando
vemos que reciben el justo pago de su crímenes, no
debemos alegrarnos por ello, sino decir: ―Es lo que podría
haberme pasado a mí, si no fuera por la gracia del Señor.‖
En este sentido debemos comprender las palabras de
Nuestro Señor: ―A vosotros, empero, los que me
escucháis, os digo: ‗Amad a vuestros enemigos, haced
bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; y
rogad por los que os calumnian. A quien te abofetea en la
mejilla, preséntale la otra; y al que te quite el manto no le
impidas tomar también la túnica'― (Lucas 6; 27-29). Es
cristiano odiar el mal de los anticristianos, pero no sin
rezar por esos enemigos, para que puedan salvarse, ya
que ―Dios da la evidencia del amor con que nos ama, por
cuanto, siendo más pecadores, Crista murió por nosotros‖
(Romanos 5, 8).

Por lo tanto, si tenemos rencor contra alguien, debemos


sobreponernos y hacerle un favor a esa persona. Podemos
empezar a gustar de la música clásica a fuerza de oírla;
podemos hacernos amigos de nuestros enemigos
solamente por la práctica de la caridad. ―A quien nos
abofetee en la mejilla derecha, debemos presentarle la
otra‖, porque eso mata el odio, lo hace morir hasta en su
último germen.

Nuestros conocimientos se volverán anticuados; nuestras


estadísticas serán antiguas dentro de un mes; las teorías
que aprendimos en la escuela ya son anticuadas, en
realidad. Pero el amor no se vuelve nunca anticuado.
Debemos, por lo tanto, amar todas las cosas y a todas las
personas en Dios.

Mientras haya pobres, somos pobres.


Mientras haya cárceles, somos prisioneros.
Mientras haya enfermos, estamos débiles.
Mientras haya ignorancia, debemos aprender la verdad.
Mientras haya odio, debemos amar.
Mientras haya hambre, padecemos carencia.

Tal es la identificación que Nuestro Divino Señor quiere


que logremos con todos los que Él hizo en amor y con
amor y para el amor. Donde no encontramos amor,
debemos ponerlo. Porque entonces todos son amables. No
hay nada en el mundo mejor calculado para inspirar amor
hacia los demás, que esta Visión de Cristo en nuestros
congéneres: ―Porque tuve hambre, y me disteis de comer;
tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me
acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba
enfermo, y me visitasteis; estaba preso, y Vinisteis a
verme‖ (Mateo 25, 35-36).

(Fulton J. Sheen, Conozca la Religión , Emecé Editores,


Buenos Aires, 2ª Ed. 1958, Pág. 205-215)

-----------------------------------------------------------

MONS. TIHAMER TOTH

Amáos los unos a los otros

Es la noche del jueves. El Señor celebra la última cena con


sus discípulos. Su corazón está enternecido. Se despide.

―Hijitos míos, por un poco tiempo estoy con vosotros... Un


nuevo mandamiento os doy, y es: que os améis unos a
otros; y que del modo que yo os he amado a vosotros, así
también os améis recíprocamente. Así conocerán todos
que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros‖
(Jn. 13, 32, 34-35). Esta es la herencia del Señor: el gran
mandamiento del amor.

Ama en primer lugar a los de casa, sé con ellos amable,


atento, servicial. Esto es más difícil que ser amable con los
otros, con la gente de afuera.

Nos encontramos muchas veces con jóvenes que, en otra


casa, en una reunión de amigos, no saben qué hacer de
puro corteses y comedidos; pero en casa están de mal
humor y son tercos para con sus padres, insoportables con
los hermanos.

Si a tu madre se le cae un ovillo, levántalo en seguida. Tu


hermanita necesita que la acompañen a algún lado,
ofrécete. Comes con tu hermano, déjale lo mejor. Se ha
perdido algo en casa, sé tú el primero en buscarlo.
Cumplirás de verdad el gran mandamiento del amor, si
cumples con cara sonriente las pequeñas obligaciones de
la vida diaria.

Sé amable, sé atento también con tus compañeros. No


solamente con aquellos que llamas ―amigos‖, sino con
todos sin excepción. Todos los compañeros, claro está, no
pueden ser tus ―íntimos‖ amigos; pero puedes tratarlos a
todos bien, aun a aquellos que ―son tan antipáticos‖, que
son más pobres, menos amistosos.

Más: con éstos debes extremar tus atenciones. Porque si


logras vencer tu antipatía inmotivada —ésta brota
regularmente de mera exterioridad no sólo cumples el
mandamiento del amor, sino que además, trabajas de un
modo eficacísimo en la formación de tu formación de tu
propio carácter, en el robustecimiento de tu voluntad.

(Tihamér Tóth, El Joven y Cristo , Ed. Gladius, Buenos


Aires, 1989, Pág. 125-126)

------------------------------------------------

EJEMPLOS PREDICABLES

Contemplemos a los Santos, a quienes han ejercido de


modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en
Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y
después monje y obispo: casi como un icono, muestra el
valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A
las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre;
durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños
revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez
de las palabras del Evangelio: « Estuve desnudo y me
vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis
humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36.
40).[36] Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden
citarse en la historia de la Iglesia! Particularmente todo el
movimiento monástico, desde sus comienzos con san
Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de
caridad hacia el prójimo. Al confrontarse « cara a cara »
con ese Dios que es Amor, el monje percibe la exigencia
apremiante de transformar toda su vida en un servicio al
prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las
grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia
surgidas junto a los monasterios. Se explican también las
innumerables iniciativas de promoción humana y de
formación cristiana destinadas especialmente a los más
pobres de las que se han hecho cargo las Órdenes
monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos
Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de
toda la historia de la Iglesia. Figuras de Santos como
Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo
de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B.
Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —
por citar sólo algunos nombres— siguen siendo modelos
insignes de caridad social para todos los hombres de
buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores
de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe,
esperanza y amor.

(S.S. Benedicto XVI, Deus, Charitas Est , nº 40,


www.vatican.va )

Dame tu generosidad

Las palabras pueden convencer..., pero los ejemplos


arrastran (Foucault)

Un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes,


una piedra preciosa y la guardó entre sus cosas. Un día se
encontró con un viajero y al abrir su bolso para compartir
con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió.
El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y
marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la
piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y
seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo, poco
días después volvió en busca del monje mendicante, lo
encontró, le devolvió la joya y le suplicó: Ahora te ruego
que me des algo de mucho más valor que esta joya,
valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió
dármela a mí.
30. Servicio bíblico latinoamericano

Igual que el Padre me demostró su amor, os he


demostrado yo el mío. Manteneos en ese amor mío. 10Si
cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor,
como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre
y me mantengo en su amor. 11Os dejo dicho esto para
que llevéis dentro mi propia alegría y así vuestra alegría
llegue a su colmo.

12Éste es el mandamiento mío: que os améis unos a otros


igual que yo os he amado. 13Nadie tiene amor más
grande por los amigos que uno que entrega su vida por
ellos. 14Vosotros sois amigos míos si hacéis lo que os
mando. 15No, no os llamo siervos, porque un siervo no
está al corriente de lo que hace su señor; a vosotros os
vengo llamando amigos, porque todo lo que le oí a mi
Padre os lo he comunicado. 16Más que elegirme vosotros
a mí, os elegí yo a vosotros y os destiné a que os pongáis
en camino, produzcáis fruto y vuestro fruto dure; así,
cualquier cosa que le pidáis al Padre en unión conmigo, os
la dará. 17Esto os mando: que os améis unos a otros.

Pocas cosas deben saturamos tanto en el lenguaje


cotidiano como la palabra «amor». La escuchamos en la
canción de moda, en la conductora superficial de un
programa de televisión (tan superficial como su
animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo,
en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si
eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada
uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la
palabra es la misma!

Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última


palabra, o pretender que «fuera de nosotros: ¡el error!».
Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es
sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero,
dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno.
El amor de Jesús no es el que busca su placer, su
«sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la
felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más
liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás
como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese
amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo
nos enseña que «la medida del amor es amar sin
medida».

La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del


imperio romano (¿será costumbre de los imperios
inventarlos?), se transforma -como otra cara de la
moneda- también en la máxima expresión de amor de
todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y
sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad
con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que
dice que debemos «amar al prójimo como a nosotros
mismos»; si debemos amar «como» Él, es porque
debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser
capaces de dar la vida. La cruz es la «escuela del amor»;
no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino
porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz
como medida puede ser medida del odio de Caifás, y
también, del amor de Jesús; éste último es el que a
nosotros nos interesa. Es el amor que nos enseña a mirar
ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos,
que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino
la vida de quienes amamos; es el amor que nos enseña a
ser libres hasta de nosotros mismos, siendo «esclavos de
los demás por amor». Nada hay más esclavizante que el
amor, y nada hay más liberador que el amor (para quien
lo da y para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así
entendido no es «rosado» (o ¿acaso es «rosado» morir en
la cruz?) el amor es fuerte y «jugado» y comprometido
por el otro.

No es el amor de quienes se llaman entre ellos


«amorosos» y no se sienten impelidos a «la solidaridad
(que) es la verdadera revolución del amor» (Juan Pablo
II); no es el amor de quienes «hacen el amor» sin cargar
la cruz y sin buscar la vida; no es el amor de quienes
hablan de un «acto de amor» y provocan decenas de miles
de «desaparecidos»; tampoco es el amor del séptimo
matrimonio de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no
es esto; ni tampoco el amor del que dice que «la caridad
bien entendida empieza por casa» y se manifiesta
absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El
amor es el de Cristo, que con su acción que lo lleva «hasta
el extremo», libera a la humanidad -porque el amor libera-
, aunque muchas veces nos resistamos a un amor «tan en
serio».

Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer»


unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor
supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del mismo
amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de
ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El
amor así entendido es siempre el «amor mayor», como el
que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo
condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a
amar «como» él movidos por una estrecha relación con el
Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la
brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama
unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor
permanece, y se hace presente mutuamente entre los
discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los
seguidores de Jesús con su Señor, como es signo,
también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto
genera una unión plena entre todos los que son parte de
esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros
donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque
siempre la iniciativa primera sea de Dios.

Para la revisión de vida


El amor cristiano no es tanto un sentimiento del corazón
como una actitud de vida ante el prójimo, sea amigo o
enemigo. ¿Cómo muestro yo mi amor a Dios y al prójimo,
con sentimentalismos o, como Él nos dice, cumpliendo su
voluntad?; ¿vivo mi fe como un «asunto del corazón» o
como un asunto de mi vida entera?; ¿recuerdo y vivo
aquello de «obras son amores y no buenas razones»?

Para la reunión de grupo

- «Dios no hace distinciones, sino que acepta al que le es


fiel y practica la justicia, sea de la nación que sea», dice
Pedro en casa del gentil Cornelio. Ser «de otra nación»
significaba entonces ser de otra religión, no ser del
«pueblo elegido»... Este principio que Pedro proclama en
los Hechos de los Apóstoles, ¿sería una afirmación del
principio teológico del «pluralismo religioso»? (O sea, de
que la salvación no está mediada necesariamente por el
judaísmo ni por el cristianismo, sino únicamente por Dios?

- El «amor» ha sido considerado siempre, con razón, una


expresión del núcleo mismo del mensaje del cristianismo.
Sin embargo aparece pocas veces explícitamente en el
mensaje de Jesús (fuera de las palabras que Juan pone en
su boca). Tampoco «Iglesia» es una palabra que aparezca
un número significativo de veces, teniendo en cuenta que
Jesús habría venido «a fundar la Iglesia». ¿Cuál es la
categoría que sí fue la central y la «obsesiva» para el
Jesús histórico, aquello de lo que él hablaba
explícitamente e insistía, aquello con lo que
constantemente soñaba y por lo que luchaba?

- Feuerbach decía que «Juan dijo que Dios es amor, pero


la verdad es que el amor es Dios». ¿Hay contradicción
entre una afirmación y otra? ¿Se puede establecer algún
tipo de conciliación?

- El Espíritu es la fuerza que nos capacita para cumplir la


tarea que Dios nos asigna a personas y comunidades; sin
Espíritu, la religión se queda en magia; con Espíritu se
convierte en vida; ¿cómo celebra nuestra Iglesia los
sacramentos: como ritos mágicos, como celebraciones
folclóricas? ¿En qué sentido?

Para la oración de los fieles


- Por la Iglesia, para que siempre sea consciente de que
su vida no está en sus normas e instituciones sino en
dejarse llegar por el Espíritu, y no se anuncie a sí misma
sino el Reino de Dios. Roguemos al Señor.
- Por todos los creyentes, para que sintamos siempre el
gozo y la alegría de haber recibido la Buena Noticia y
sintamos también el impulso de anunciarla a los demás.
Roguemos al Señor.
- Por todos los que ya no esperan nada ni de Dios ni de los
hombres, para que nuestro testimonio les abra una puerta
a la esperanza. Roguemos al Señor.
- Por los jóvenes, esperanza del mundo del mañana, para
que se preparen a construir un mundo mejor, más
solidario, más justo y más fraterno. Roguemos al Señor.
- Por todos los pobres del mundo, para que los cristianos,
con nuestra fraternidad solidaria, seamos causa real de su
esperanza en verse libres de sus limitaciones. Roguemos
al Señor.
- Por todos nosotros, para que formemos una verdadera
comunidad en la que se alimente nuestra fe y nuestra
esperanza, de modo que podamos transmitir nuestro amor
a los demás. Roguemos al Señor.

Oración comunitaria
Dios, Padre nuestro, que en Jesús de Nazaret, nuestro
hermano, has hecho renacer nuestra esperanza de un
cielo nuevo y una tierra nueva; te pedimos que nos hagas
apasionados seguidores de su Causa, de modo que
sepamos transmitir a nuestros hermanos, con la palabra y
con las obras, las razones de la esperanza que nos
sostiene. Nosotros te lo pedimos inspirados por Jesús, hijo
tuyo y hermano nuestro.

31.UNA ALEGRÍA DIFERENTE


Juan, sexto domingo de Pascua

JOSÉ ANTONIO PAGOLA


SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA, 17/05/06.- Las primeras generaciones


cristianas cuidaban mucho la alegría. Les parecía imposible
vivir de otra manera. Las cartas de Pablo de Tarso que
circulaban por las comunidades repetían una y otra vez la
invitación a «estar alegres en el Señor». El evangelio de
Juan pone en boca de Jesús estas palabras inolvidables:
«Os he hablado... para que mi alegría esté en vosotros y
vuestra alegría sea plena».

¿Qué ha podido ocurrir para que la vida de los cristianos


aparezca hoy ante muchos como algo triste, aburrido y
penoso? ¿En qué hemos convertido la adhesión a Cristo
resucitado? ¿Qué ha sido de esa alegría que Jesús
contagiaba a sus seguidores? ¿Dónde está?

La alegría no es algo secundario en la vida de un cristiano.


Es un rasgo característico. Una manera de estar en la
vida: la única manera de seguir y de vivir a Jesús. Aunque
nos parezca «normal», es realmente extraño «practicar»
la religión cristiana, sin experimentar que Cristo es fuente
de alegría vital.

Esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento


optimista. No es el resultado de un bienestar tranquilo. No
hay que confundirlo con una vida sin problemas o
conflictos. Lo sabemos todos: un cristiano experimenta la
dureza de la vida con la misma crudeza y la misma
fragilidad que cualquier otro ser humano.

El secreto de esta alegría está en otra parte: más allá de


esa alegría que uno experimenta cuando «las cosas le van
bien». Pablo de Tarso dice que es una «alegría en el
Señor», que se vive estando enraizado en Jesús. Juan dice
más: es la misma alegría de Jesús dentro de nosotros.

La alegría cristiana nace de la unión íntima con Jesucristo.


Por eso no se manifiesta de ordinario en la euforia o el
optimismo a todo trance, sino que se esconde
humildemente en el fondo del alma creyente. Es una
alegría que está en la raíz misma de nuestra vida,
sostenida por la fe en Jesús.

Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento que hay


en el mundo, pues es la alegría del mismo Jesús dentro de
nosotros. Al contrario, se convierte en principio de acción
contra la tristeza. Pocas cosas haremos más grandes y
evangélicas que aliviar el sufrimiento de las personas y
contagiar alegría realista y esperanza. Eclesalia
Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus
artículos, indicando su procedencia).

mandamientos permaneceréis en mi amor, lo mismo que


yo he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor".
Para comprender esta expresión de Jesús es necesario
evitar una interpretación de la palabra "mandamientos".
Todos pensamos inmediatamente en los mandamientos de
la ley de Dios o de la santa Iglesia, en lo que está
mandado o prohibido.

No se trata de una lista de disposiciones sino de un


mensaje.

No es un código, sino un evangelio y es precisamente este


evangelio el que es acogido como palabra de Dios y es
"guardado", o sea, debe hacerse principio que guía
nuestra conducta.

El problema no es sentirse satisfecho porque nuestros


comportamientos resultan reglamentarios, sino entrar en
esta dinámica del amor.

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo:


permaneced en mi amor". (Habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". "Me
amó y se entregó a la muerte por mí").

De estas frases y de otras parecidas es de donde


únicamente puede brotar la figura del cristiano.

Cristiano, esencialmente, es alguien que sabe que es


amado.

Debiéramos reflexionar con frecuencia en este aspecto


típicamente "pasivo" de nuestra existencia cristiana.
Debiéramos tener la experiencia de sentirnos objeto del
amor de Dios: me amó y se entregó a la muerte por mí".
Uno comienza a ser cristiano cuando va descubriendo -no
con la cabeza sino en la historia de su vida- el amor
personal de Dios a él.

En el N.T. el amor de Dios se expresa con la palabra


ágape.

El ágape es completamente distinto del eros: el amor


pagano. El ágape, el amor de Dios, es espontáneo,
gratuito, es decir, sin motivo, indiferente a los valores. Es
inútil buscar en las cualidades del hombre la causa del
amor de Dios.

Un amor sin motivo. No significa carente de razón, sino sin


motivo exterior. El amor de Dios no se basa en un motivo
extraño a él. El motivo del amor de Dios reside
exclusivamente en Dios. El ama porque su naturaleza es
amar, y basta. Dios es amor.

Un amor "motivado" es un amor humano. Un amor sin


motivo es divino. El ágape, por esta razón, es indiferente a
los valores, a las cualidades. Dios ama al pecador no a
causa del pecado, sino a pesar del pecado.

Y Dios ama a los justos no por su buena conducta. Si los


amase por esto, su amor perdería las características de
ágape, o sea, de espontaneidad, de gratuidad.

Toda la revelación cristiana es anuncio de la gratuidad, de


lo que no nos es debido, exigido, sino dado gratuitamente
por amor, por un don de amor y de misericordia.

La revelación cristiana es un largo mensaje de gratuidad:


"sin pagar os rescataré" (Is 52, 3); "al sediento yo le daré
a beber de balde de la fuente de agua viva" (Ap 21, 6);
"por favor de Dios soy lo que soy" (1 Co 15, 10).

En esta gratuidad que nos ha revelado la palabra de Dios


somos "más" de lo que podríamos pensar con todo nuestro
pensamiento, somos más fuertes y más vivos de cuanto
pueden nuestras fuerzas. Por eso Tertuliano escribía: "El
cristiano es más que un hombre".

Este es el mundo de los cristianos, el mundo de los que


creen que todo es don, gracia, pura generosidad del amor
de Dios para con nosotros.

Creerlo en el corazón es lo único que pueda hacernos


felices.

13. CON-D/A-H CR/ELEGIDO


"Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros
como yo os he amado".

Parece que se rompe la lógica de lo que Jesús venía


diciendo: si el Padre le ama y Jesús nos ama, lo normal y
lógico sería que nosotros amáramos a Jesús y él amara al
Padre.

Sin embargo, la conclusión es otra; Jesús transforma el


amor que le tiene el Padre en amor a los hombres y nos
pide que nosotros hagamos lo mismo.

A continuación Jesús revela a sus discípulos de qué forma


les ama: "Nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos". Este es el amor que a él le llevará a
la muerte dentro de pocas horas. Así es como deben amar
quienes le sigan. Sólo estos pueden ser creyentes, porque
únicamente a través de la experiencia de un amor
desinteresado y total podemos conocer a Dios.

Los que cumplan su mandamiento nuevo serán sus


amigos. Esto es sorprendente: que Jesús llame a los
creyentes, a los discípulos, sus amigos.

La amistad suele definirse normalmente en términos de


igualdad, de mutua ventaja e interés. ¿En qué sentido
podría decirse que sus discípulos son amigos de Jesús? La
respuesta solamente podría darse partiendo de una nueva
definición de la amistad. Jesús no tiene intereses comunes
con sus discípulos, él no gana nada con sus amistad. El es
su Señor. Lo natural sería considerar a los cristianos como
discípulos o como siervos. pero ahora les llama amigos por
la única razón de que les ha elegido para que sean sus
amigos y les ha amado hasta el extremo.

Como amigos de Jesús los discípulos han entrado en el


"ámbito vital" de él, de tal modo que también Dios lo pone
todo a disposición de ellos.

Jesús define la amistad por dos rasgos: la confianza plena


y la prontitud para dar la vida. El, que va a morir por ellos,
no tiene secretos para ellos. Lo que Jesús les ha
comunicado, por haberlo oído del Padre, es su designio
sobre el hombre y los medios para realizarlo. Es
precisamente la persona y la actividad de Jesús las que
revelan al Padre, pero no dando definiciones sobre el ser
de Dios, sino mostrando con su actividad que el Padre es
amor sin límites y trabaja en favor del hombre.

La comunicación entre amigos no es ya la de maestro a


discípulo: ha terminado el aprendizaje, porque Jesús se lo
ha comunicado todo. Ahora los verbos que describen la
relación de Jesús con los discípulos son: "quedarse, seguir
conmigo, permanecer en mi amor", que indican compañía,
cercanía, compenetración, es decir, situaciones vitales que
van mucho más allá de la enseñanza. Se puede aprender
sin enseñanza, por sintonía y comunión.

"No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien


os ha elegido; y os he destinado para que vayáis y deis
fruto, y vuestro fruto dure".

En cierto modo, Jesús ha elegido a la humanidad entera,


puesto que ha venido a salvar al mundo. Al acercarse el
hombre a Jesús esa elección queda concretada y realizada
por la acogida de Jesús. La frase expresa la experiencia de
todo cristiano, que, aunque consciente de su opción libre,
sabe que no puede atribuir sólo a su iniciativa la condición
de miembro de la comunidad de Jesús. Su acercamiento a
él ha sido únicamente una respuesta. Esta conciencia es el
fundamento de la acción de gracias.

La idea de ser elegidos, de ser llamados atraviesa toda la


Escritura, pasa del pueblo antiguo al nuevo y señala toda
nuestra vida. Cada uno de nosotros ha sido contemplado
con amor "desde siempre", ha sido "atraído" y
transformado por el amor que cura y santifica.

Nosotros no carecemos de nombre, no somos un número


más arrojado a un universo extraño; no vivimos por
casualidad; no somos huérfanos, ni hombres sin morada
fija. Hemos sido elegidos en la persona de Cristo -desde
antes de la creación del mundo- para ser santos e
irreprochables ante él por el amor" (/Ef/01/04). "Nos
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él
fuera el primogénito entre muchos hermanos"
(/Rm/08/29). Así sabemos "qué magnífico regalo nos ha
hecho el Padre; que nos llamemos hijos de Dios, y además
lo seamos" (1Jn/03/01).

¿Qué más hay que saber para estar convencidos de que


hemos sido amados gratuitamente? Se comprende
entonces la alegría y el entusiasmo que acompaña
siempre, en todas las circunstancias de la vida, a la
persona que cree en esta palabra de Jesús: "os he hablado
de esto para que mi alegría esté con vosotros y vuestra
alegría llegue a plenitud".

Yo no soy flor nacida para todos los vientos,


ni camino perdido para todos los pasos.
Yo no soy pluma suelta de destinos y acasos
arrojada a los aires cual despojo maldito.
Yo he nacido a la sombra de un mandato infinito,
de un misterio fecundo,
donde en letras de estrellas mi sendero está escrito.
Yo he venido a la vida con un nombre bendito.
Yo no soy hospiciano de las patrias del mundo.

J. M. PEMAN

14.

-1. Primera afirmación: «Dios es amor» La vida se puede


dar por oír estas palabras. Sólo esta revelación sería
suficiente para poner a la Biblia como el primero de los
libros. Es lo más liberador que jamás se haya afirmado.

No fue fácil llegar a esta definición de Dios. Siempre se


identificaba más a Dios con el poder, con la majestad, con
la justicia. Se llega a definirle por la transcendencia: Dios
es el que es, el nombre que no tiene nombre, el Santo, el
Otro, el distinto.

Ahora se dice que Dios es amor. Esto supone una


verdadera revolución, un giro copernicano en todos los
conceptos relativos al ser, a la vida, a la muerte, a la
historia, a todo lo esencial de las cosas.
Decir que Dios es amor, quiere decir que la realidad última
de Dios y de todo el ser, que la realidad fundante y
plenificante de todas no es la fuerza bruta, sino el amor.
Que lo último de todo no es el poder o el placer o la
fatalidad, o la muerte, sino el amor. El amor es el alfa y la
omega. Lo último que se quiere y a lo que se tiende.
«Amare amaban», amaba amar (San Agustín).

Decir que Dios es amor, quiere decir que todo lo que hay
en Dios es amor.

Decir que Dios «es» quiere decir que Dios ama. El amor no
es una parte integrante de su naturaleza, como pudiera
ser la sabiduría o el poder, sino que es toda su naturaleza.
Entonces, su sabiduría, su poder, su libertad, su justicia y
todo lo que hay en Dios se realizan desde el amor. No
puede hacer nada si no es amado.

Decir que Dios es amor, quiere decir que el amor es lo que


diviniza, que el amor no sólo es el camino que nos lleva a
Dios, sino Dios, que «todo el que ama ha nacido de Dios y
conoce a Dios». Dondequiera haya una chispita de amor,
allí está Dios.

Cuando amamos podemos decir: Dios está en mi corazón


o yo estoy en el corazón de Dios. Dios se pone siempre a
tiro de corazón, porque Dios es un inmenso corazón. Para
ser santo no hace falta hacer cosas raras. Lo que hace
falta es amar mucho, amar siempre, amar en todo. Los
santos son los que se esfuerzan por «ser amor», aunque
sea con minúscula.

2. Segunda afirmación. Dios-Amor toma rostro en Jesús

Todo el amor de Dios, todo el Dios-Amor, se ha


manifestado en Jesucristo: «Como el Padre me ha amado,
así os he amado yo». El Amor toma cuerpo y rostro
humanos; se hace cercano y tangible; adquiere
sentimientos y formas humanas de amar.

Conocemos ya un poquito el amor de Cristo. Fue un sol


que iluminó nuestra noche. Fue, como él mismo diría, el
fuego que empezó a encender la tierra. El fue el que
enseñó de verdad a los hombres lo que es y lo que
significa amar.

Por acercarnos sólo un poquito al misterio de su amor,


podemos hablar de: --Su gratuidad. El ama primero, no
busca razones ni motivos ni siquiera finalidades. Su amor
es puro don, sin exigir recompensa alguna. Es un amor
totalmente limpio de todo apego y egoísmo. Amor cien por
cien, en toda su pureza.

Tampoco busca méritos, cualidades o polos de atracción;


no es que se vea atraído por algo amable, sino que con su
amor lo hace todo amable. La razón de su amor está en la
misma naturaleza de su ser. «No sois vosotros los que me
habéis elegido, soy yo quien os he elegido».

--La generosidad. Es un amor que lo da todo y se da del


todo y se da a todos. Cristo es puro don, pero el don más
grande es el de su amor.

Cristo en sí es el don más grande de Dios a nosotros. Nos


dio su amistad y su cercanía y su presencia inacabable.
Nos dio su palabra, que sabía a vida eterna. Nos dio su
gracia liberadora: cada vez que bendecía, acariciaba o
tocaba la carne enferma. Nos dio su pan, en el gesto
inolvidable del compartir. Nos dio su cuerpo y su sangre,
vida del mundo. Nos dio su vida: «Nadie tiene amor más
grande...». Nos dio, en fin, lo más precioso, lo que valía
más que su vida, nos dio su Espíritu, la vida de su vida.

Por eso decimos que el amor de Cristo no es en nada


posesivo ni absorbente ni acaparador. Es un amor
totalmente oblativo, libre y liberador.

--La incondicionalidad y ruptura de límites. No ama sólo en


el caso de que se cumplan ciertas exigencias y
condiciones. Está ahí, como una oferta absoluta, un pliego
en blanco. Lo único que hay que hacer es aceptarlo.

Quiere decir que su amor será para siempre, aunque


nosotros fallemos, aunque nos olvidemos, aunque no
sepamos corresponder. Ama a cada persona
independientemente de sus cualidades o sus
comportamientos.

Quiere decir que su amor no tiene límites; rompe todos los


condicionamientos y limitaciones humanas y se
transciende. Por eso «disculpa sin límites, cree sin límites,
espera sin límites, aguanta sin límites» (l Cor. 13, 7).
Supera incluso el límite de la muerte; por eso «el amor no
acaba nunca». Es una llama que nunca se apaga ni se
consume; los vientos y las dificultades la hacen crecer.
Este amor es definitivo.

Aquí tendríamos que hablar también de la intensidad de su


amor, donde también rompe los límites. La delicadeza y la
fuerza de sus sentimientos llegan hasta el fin. Ama con
ternura y con pasión, ama con respeto y con paciencia,
ama con desvelo y dedicación, ama con todos los matices
e intensidades de su poderoso corazón. Su amor es la más
bella y rica sinfonía.

Y habría que decir también que ama a todos, rompiendo


los límites particularistas y nacionalistas. Un amor
universal. Pero también es verdad que tiene sus
preferencias. ¿Sabéis cuáles? Pues ama preferentemente a
los que más necesitan de su amor, es decir, los pobres, los
pequeños, todos los que sufren.

3. Tercera afirmación. Nuestra ley y nuestra vida es el


amor

Esta es la última palabra de Jesús: no que recemos


mucho, que ayunemos rigurosamente, que trabajemos y
produzcamos con eficacia, sino que nos amemos como él
nos ha amado. Y es una conclusión lógica. El amor es
energía creadora y difusiva. Dios pone en nosotros esa
energía para que se desarrolle.

Amándonos, cumplimos todas las leyes. Pero no se trata


de eso. Amándonos, vivimos; amándonos, crecemos;
amándonos, somos.
El amor no es un mandamiento, sino una necesidad. «El
que no ama está muerto», y el que no es amado enferma
de muerte.

Cuando se ama, todo revive y todo se ilumina; la carga


más grande se hace llevadera, el sufrimiento más fuerte
resulta gozoso. El amor es siempre gratificante. Cuando
Santa Perpetua fue encarcelada en Cartago, a. 202,
pintaba así aquel calabozo: «Jamás había experimentado
tinieblas semejantes. ¡Qué día aquel tan terrible! El calor
era sofocante, por el amontonamiento de tanta gente; los
soldados nos trataban brutalmente; yo, por último, me
sentía atormentada por la angustia de mi niñito... Por fin,
logré que el niño se quedara conmigo, y al punto me sentí
con nuevas fuerzas... y súbitamente la cárcel se me
convirtió en un palacio, de suerte que prefería morar allí
antes que en ninguna otra parte».

¿Véis? El amor es capaz de convertir una mazmorra en un


palacio; un lugar cercano al infierno en un lugar cercano al
paraíso. Y es que el amor es el paraíso.

-Abrir el corazón al otro

El amor mutuo tiene que ser concreto y liberador. Valen


los sentimientos, pero no bastan. Hay que amar también
con el servicio y la ayuda. Hay que abrir el corazón al otro,
pero hay que tenderle también la mano liberadora.

Tenemos hoy un ejemplo en el gesto de Pedro, que no


permite que un hombre esté postrado a sus pies. Pedro
extendió su mano y lo levantó. Es todo un símbolo.
Tenemos que liberar al hombre de todas sus postraciones
y levantarlo de todas sus caídas. Viene a ser continuación
de aquel gesto de Jesús, que levantó a la suegra de Pedro
o a la niña muerta, y eco de su palabra: «Levántate».

Nuestra tarea es tender la mano a todos los que están


caídos y a todos los que se doblan. Y no permitir que haya
nadie doblegado, humillado, oprimido por nadie. «Soy un
hombre como tú», decía Pedro, o «eres un hombre como
yo», podemos decir nosotros. O sea, defensores de la
dignidad y los derechos de todas las personas. Con este
gesto, Pedro ya se está anticipando a muchas de nuestras
revoluciones.

Testimonios

Este gesto de Pedro no se olvidará. Cuando, por ejemplo,


Pablo asiente el principio de que hay diferencia entre
esclavo y libre, está interpretando este gesto. Cuando
Bartolomé de las Casas defienda la dignidad de los indios,
está llevando a la práctica este gesto. Cuando Pedro
Claver cargue sobre sus espaldas a los negros en
Cartagena de Indias, está reiterando este gesto. Cuando
todas las madres Teresas de turno se inclinen sobre los
más tirados de la vida, está completando este gesto.

Es también una derivación de lo que decía Jesús: «Ya no


os llamo siervos». Ya no hay siervos. Todos somos libres,
iguales y hermanos. («Liberté...»). La gente a veces se
mata luchando para que nadie esté por encima. Nosotros
tenemos que matarnos en la lucha para que nadie esté por
debajo.

CARITAS
UN AMOR ASI DE GRANDE
CUARESMA Y PASCUA 1991.Pág. 228-232

15.

¡ALEGRÍA!

ALEGRÍA: una palabra que debería predicarse más, porque


es una parte importante del mensaje de Jesús. Y que
también debería notarse mucho más en la vida de los
cristianos: nunca la tristeza fue camino para la santidad,
sino todo lo contrario. Los cristianos tenemos sobradas
razones para estar siempre alegres. Hoy la Palabra de Dios
se encarga de refrescarnos la memoria.

Alegría: la de Jesús. Jesús era un hombre que vivía en


estado de alegría. Le nacía de lo hondo, de la raíz de un
corazón en paz, de la perfecta sintonía con la voluntad del
Padre. Y quería transmitirla, dejarla en testamento a los
que lo siguieran. «Os he hablado de esto para que mi
alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a
plenitud».

Alegría: la nuestra. La de saber que «Dios es amor". Y


ama tanto, que «mandó a su Hijo al mundo para que
vivamos por medio de él». Un amor que transmite vida,
que perdona, que no quiere la muerte, ¿no es una alegría?

Alegría: la de saber que el amor salvador del Padre no


tiene fronteras.

"Está claro que Dios no hace distinciones". ¡Qué bonito ver


a Pedro saltándose viejas costumbres y prejuicios, y
dando, también a los gentiles, el tesoro que había recibido
de Jesús! La alegría no es amiga de jaulas: está hecha
para volar sin líneas divisorias, en plena libertad.

Alegría: la de saber que no somos siervos de Jesús, sino


que nos ha hecho sus amigos; y la amistad, al ser vida
que se comparte, es fuente de alegría. "A vosotros os
llamo amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os
lo he dado a conocen". ¡Y cómo nos alegran el corazón las
noticias que nos llegan del Padre!

Alegría: la de saber que lo que nos pide el Señor es algo


maravilloso: «Hermanos: amémonos unos a otros, ya que
el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y
conoce a Dios». Impresionante, increíble; ¿he leído bien?:
«Todo el que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios». Y
todavía añade, por si fuera poco: "Quien no ama, no ha
conocido a Dios, porque Dios es Amor".

Alegría: la de saber que Él nos ha elegido. Que ha


confiado en nosotros hasta el punto de enviarnos como
misioneros, como continuadores de su obra. «Soy yo
quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto dure»...

¡Alegría, pues, amigos! Si los cristianos, después de tantos


motivos para estar alegres, no somos auténticos testigos
de la alegría, en medio de este mundo acorralado y
crispado, es que algo está fallando. ¿Se estará, quizá,
secando el venero de nuestra fe en Cristo resucitado?

¡Alegría! ¡Aleluya!

JORGE GUILLEN GARCIA


AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas
Ciclo B. GRANADA 1993.Pág. 71 s.

16.

Mensaje actual

Este domingo 6 de pascua nos prepara para la ascensión,


que es despedida y nos introduce en el corazón de nuestra
fe cristiana, de nuestra conducta como cristianos y en el
misterio de Dios. Jesús nos llama a un comportamiento
cristiano, al ejercicio del amor al prójimo activo y efectivo
y nos revela el alcance de este comportamiento que nos
introduce en la experiencia divina. Todo se explica
mediante una pequeña palabra dos veces repetida: la
palabra «como». Como Jesús amó al Padre y cumplió su
voluntad, así deben sus discípulos amarle a él y cumplir
sus mandatos. Y respecto al prójimo, debemos amamos
unos a otros como él nos ha amado.

Es un exigente programa de vida. El amor de Jesús al


Padre y a los hombres fue heroico. Se nos pide, por tanto,
un heroísmo para nuestra vida. La perfección cristiana es
un esfuerzo continuado por dar plenitud de igualdad a ese
término medio de la comparación: "como yo".

El amor de Jesús al Padre, expresado en cumplir su


voluntad, fue el alimento de su vida (Jn 4, 34). Respecto a
los hombres, los amó hasta el extremo de dar la vida por
ellos y puso el amor fraterno como distintivo de los suyos.
Pero el amor se demuestra más en obras que en palabras.
Amor y mandamientos son dos palabras que la mentalidad
del mundo fácilmente disocia, pero que Jesús
intencionadamente junta. Porque una es garantía de la
otra y ésta efecto de la primera. Amar es cumplir la ley
entera. El que ama a Dios no hará nada que ofenda a Dios
y el que ama al prójimo no hará nada que moleste al
prójimo. El resultado es la alegría perfecta (v. 11) como
un anticipo de la dicha eterna. ¡Guardar los mandamientos
produce alegría perfecta! Importante para los que
rechazan los mandamientos para vivir alegres.

Esta insistencia en el amor de obras es necesaria para


evitar la confusión de conceptos. Entre madurez y
podredumbre existe sólo un paso. Lo mismo sucede con el
amor y el egoísmo. Amor es darse aun con sacrificio de sí
mismo. Egoísmo es buscarse poniendo a los demás al
servicio del interés propio.

Muchos piensan que el amor es sentimiento, o que


consiste en organizar la vida en compañía de la persona a
quien se dice amar. Jesús puntualiza, para esclarecer
conceptos: la mayor prueba de amor es dar la vida. Esta
puede hacerse de golpe y en un momento o lentamente y
por entregas. Cristianamente hablando, es el caso del
mártir y el confesor. Muchas veces resulta más fácil morir
bien que vivir bien. No es cristiano el amor que consiste
en sentimentalismo o en humanitarismo olvidado de Dios.
Tampoco lo es un teocentrismo que se desentiende del
amor real a los hombres. La causa de Dios y del hombre
van estrechamente unidas y no se puede amar al uno sin
el otro.

En el campo de concentración de Auschwitz hubo una


evasión de concentrados. Se diezma a los restantes. Uno
de ellos llora: "¡Ya no veré más a mi mujer ni a mis hijos!"
Aquí surge la mayor prueba de amor. El padre Kolbe-
Maximiliano-San se adelanta y pide: "Soy sacerdote
católico. Deseo tomar el puesto de ese hombre para ser
ejecutado en su lugar". Es dar la vida, la mayor muestra
de amor. Amó como Cristo nos ha amado. Hoy goza de la
experiencia divina.

JORGE GUILLEN GARCIA


AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas
Ciclo B. GRANADA 1993.Pág. 81 s.
17. A-D/A-H

-Pascua: alegría y transformación

Quisiera comenzar recordando lo que hemos pedido en la


primera oración de la misa de hoy. Hemos pedido al Padre
que nos conceda "continuar celebrando con fervor estos
días de alegría". Porque continuamos en tiempo de
Pascua, el tiempo litúrgico más importante (de lo que es
un signo que sea también el más largo). Tiempo de alegría
pero también -como hemos dicho en aquella oración-
tiempo para transformar nuestra vida.

Alegría porque celebramos que el amor del Padre se nos


ha manifestado y comunicado en la Resurrección de Jesús;
transformación porque este amor puede renovar nuestra
vida. Para ello, para la alegría y para la renovación,
tenemos en nosotros el Espíritu Santo, el gran don del
Resucitado para todos los hombres y mujeres, jóvenes y
mayores. Aquel gran don cuya comunicación se expresa
sobre todo en el sacramento de la Confirmación (para la
cual os estáis preparando un grupo de chicos y chicas de
nuestra comunidad).

-"Dios es amor"

Y este año, en estos domingos, tenemos como inmejorable


maestro de qué significa la Pascua a san Juan. Sus
escritos -su 1ª carta y su evangelio- pueden dar la
impresión de decirnos cada domingo lo mismo. Pero se
trata de profundizar una y otra vez en el centro, en el
núcleo de la fe cristiana, de la fe pascual.

Hoy, por ejemplo, hemos escuchado su definición de Dios.


Preguntémonos si es también nuestra definición de Dios,
el modo como cada uno de nosotros entiende, imagina a
Dios. Sobre todo en nuestra vida real. O en el modo como
sentimos a Dios cuando nos dirigimos a él, cuando
rezamos.

La definición de Juan es: "Dios es amor". Esta es su


definición y este debe ser nuestro modo de conocer, de
imaginar a Dios. Porque es el único que corresponde a la
revelación cristiana, a aquello que Jesús -él, el Hijo- nos
ha explicado de Dios. Todo lo que no sea entender y vivir
el cristianismo como una revelación del Dios que es Amor
y como una relación con el Dios que es Amor, es -
debemos estar bien convencidos de ello- un modo erróneo
y deformado de entender y vivir el cristianismo. Y la
Iglesia, nuestra Iglesia, debe ser la comunidad donde esto
se afirma y donde esto se vive y donde esto se predica y
comunica. Si no es así, algo muy importante falla en
nosotros, en nuestra Iglesia.

-Los enfermos

Es lo que hemos de vivir en todos los aspectos de nuestra


vida personal y comunitaria. Por ejemplo, hoy podríamos
fijarnos -recordar- un aspecto primordial en la vida del
cristiano. Me refiero a la atención, el cuidado, la ayuda...,
en una palabra, el amor para con los enfermos.

Hemos escuchado en el evangelio de hoy estas palabras


claras de Jesús: "Esto os mando: que os améis unos a
otros". Sin duda, este gran mandamiento tiene una
aplicación peculiar, primordial, con aquellos de nuestros
hermanos y hermanas que sufren por la enfermedad. En
cualquier circunstancia, pero diría que especialmente en
aquellos que sufren una larga enfermedad o una
enfermedad crónica. Son los que más necesitan nuestra
compañía y ayuda y amor pero también con quien más
nos cuesta (a veces nos acostumbramos, en el sentido
negativo de la palabra, a su siempre estar enfermos, o
incluso los sentimos como una carga y quizá llegamos a
culpabilizarles por ello).

Por eso, hoy, pediremos especialmente por los enfermos.


Por ellos y por nosotros: para que sepamos darles siempre
y cada vez más todo nuestro amor.

-Con el amor que es de Dios

Dar nuestro amor, acabo de decir y me parece que debo


rectificar. Con frecuencia en las películas, en las novelas -
más aun en los culebrones de la televisión-, pero también
nosotros en nuestra vida, se hacen y hacemos grandes
afirmaciones y mayores promesas de amor: "Te amaré
siempre", "Te amo inmensamente". Pero luego, la
realidad, suele disminuir o relativizar estas grandes
afirmaciones.

Si san Juan nos ha dicho que "Dios es amor", también nos


dijo que "el amor es de Dios". Es decir, la fuente del amor
no está en nosotros sino en Dios. Yo he dicho antes que
debemos "dar nuestro amor". Quisiera rectificar: lo que
hemos de dar es el amor de Dios que pasa por nosotros.
Del amor que sea sólo nuestro, podemos desconfiar. Del
amor que Dios nos comunica para que pase por nosotros y
así llegue a los hermanos, podemos confiar enteramente.

"Ya no os llamo siervos: a vosotros os llamo amigos", nos


ha dicho hoy Jesús. Esta es una reunión no de siervos de
Dios sino de amigos de Dios. Tenemos en nosotros su
amor. Es lo que ahora celebraremos. Como amigos de
Dios, con la alegría que Jesús nos ha dado, con su amor,
prosigamos esta Eucaristía, prosigamos nuestro camino de
cada día.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1994/07

18.

En el pasaje de la vid y los sarmientos, el tema dominante


era la permanencia en Jesús; éste precisa que esa
permanencia es en su amor. La condición necesaria para
permanecer en su amor es la observancia de sus
preceptos, lo cual implica que "nos amemos unos a otros
como él nos ama". La demostración más palpable de ese
amor consiste en entregar la vida por aquellos a quienes
se ama. Nos habla también de amistad, elección y alegría
que llega a plenitud.

Recordemos que son palabras de Jesús en el atardecer de


su vida, su testamento. Son como la confidencia íntima del
amigo al término del camino, y como tales deben penetrar
en nuestro corazón. De un amigo que murió asesinado por
ser culpable de tener razón. Revelan el fondo de la
realidad de la vida humana.

1. El amor es la realidad más entrañable de la vida


humana

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;


permaneced en mi amor". Estas palabras recogen, en
síntesis, lo más entrañable de las confidencias de Jesús, lo
más profundo de su mensaje, lo más decisivo de su
testamento. Son la revelación de la realidad fundamental:
el Padre ama, el Hijo ama. Es más: son Amor ( I Jn 4,8).

Juan va repitiendo lo mismo desde distintos puntos de


vista, para ir profundizando más y más en una realidad
que nunca llegaremos a agotar en su riqueza de
contenido. Quiere llevarnos a que descubramos y
reconozcamos la hondura del amor del Padre y del Hijo
como base de nuestro camino. Sabe por propia
experiencia que podemos vivir, participar y crecer en ese
amor.

El amor del Padre a Jesús es total: es el Hijo único (Jn


1,14), al que comunicó su Espíritu (Jn 1,32-33); lo tienen
todo en común (Jn 17,10); son uno (Jn 17,21-23). El
amor de Jesús a los suyos es idéntico al que el Padre le ha
mostrado a él. Los gestos del lavatorio de los pies, la
institución de la eucaristía, la insistencia en el
mandamiento del amor..., ¿no son pruebas evidentes de
un amor sin límites?

Jesús razona y actúa a partir del amor que le ha tenido el


Padre. Un amor que llegó a sus últimas consecuencias con
la resurrección del Hijo, signo y esperanza de la
resurrección de todos los que vivan con su vida. El amor
pleno lleva a la comunicación de todo lo que se tiene y se
es, y Dios es la vida total en la que no tiene cabida ningún
tipo de muerte. Al pedir Jesús a sus discípulos que
permanezcan en el amor que han recibido, les invita a
hacerse dignos de seguir siendo objeto de su amor
mediante la fidelidad a sus mandamientos, lo mismo que
él lo fue a los mandamientos de su Padre.
El amor es el mandamiento del cristiano, la prueba
evidente de haber entendido la misión de Jesús. Por ser
una palabra muy manoseada y tergiversada en nuestra
sociedad, será necesario un constante esfuerzo para
sentirla de una manera nueva.

A-H/FE: Cristiano es el que vive en intimidad con Jesús.


En un mundo duro e insensible, despersonalizado, en el
que los hombres aparecen como meros números, víctimas
del consumo y del anonimato si dejamos que se nos
endurezca el corazón, las palabras de Jesús nos resultarán
vacías, sin vida, sin sentido, sin un interés real y hasta
absurdas. Pero si vivimos la experiencia concreta y real del
amor, el Dios de Jesús adquirirá consistencia ante
nuestros ojos. En una tierra marcada por el egoísmo, el
odio..., el camino del amor se convierte en una ruta
peligrosa. Jesús dejó la vida en él. Este lenguaje sólo lo
entienden los que aman y en la medida en que aman.
Quien no ama no puede conocer a Dios, no puede creer en
él.

El amor solamente permanece si crece, si crea nuevas


relaciones de amor. Existe una relación de amor entre el
Padre y Jesús y entre Jesús y sus discípulos, y debe
establecerse entre ellos una relación de amor que
reproduzca el amor que Jesús les tiene y esté abierto a
todos los hombres. La presencia de Cristo se manifiesta
por encima de todas las cosas en el amor.

Donde alguien ama, allí está Jesús. Donde hay ausencia


de amor, él no puede estar. Urge superar la idea de que
Jesús está allí donde alguien dice que es cristiano o
cumple determinadas prácticas cultuales. Sin amor no
sirven para nada (I Cor 13,1-3).

2. La experiencia de Dios es imposible sin amor y sin


alegría

"Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi


amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de
mi Padre y permanezco en su amor". Jesús pone en
paralelo la relación de amor de los discípulos con él y la
suya con el Padre. Amar a Jesús equivale a guardar sus
mandamientos, es tratar de vivir como él, aceptarlo como
única norma de nuestra vida. Lo demás es engañarnos y
velar su rostro a los hombres. No existe amor a Jesús ni
vida cristiana si no desemboca en el compromiso con los
otros. La verdad de nuestra fe es verificable; podemos
saber si permanecemos en el amor de Jesús, lo mismo
que él sabe que permanece en el amor del Padre. El
angustioso interrogante sobre si Dios nos es propicio ha
encontrado su respuesta afirmativa en la dedicación al
bien del prójimo. Solamente la entrega de la propia vida al
servicio de los demás nos puede dar la certeza de ser
objeto del amor del Padre y del Hijo. Las obras en favor de
los hermanos son la prueba de la veracidad de nuestra fe.

Sin amor, la vinculación con Jesús y la experiencia del


Padre son imposibles. Donde no hay amor no queda más
que el vacío, la soledad, el individualismo, el egoísmo, la
ausencia de Dios; Dios podrá ser imaginado, pero no
experimentado. El vacío de Dios se llena de dioses falsos,
capitaneados por las cosas que se pueden comprar con
dinero.

Para justificar su exigencia, Jesús aduce una vez más su


propio ejemplo: él ha entregado toda su vida en favor del
bien de la humanidad, obedeciendo totalmente a la
voluntad del Padre (Jn 4,34). Ha liberado de la opresión
del templo (Jn 2,13-16), ha abierto los ojos de los
oprimidos (Jn 9,6-7), ayudado a caminar a los paralizados
(Jn 5,8-9), dado la vida a los muertos (Jn 11,43- 44)... Y
ya hemos visto el profundo significado de todos estos
signos para la vida de los hombres de todos los tiempos y
lugares. Es su misión de liberación de todo tipo de
esclavitudes la que deben continuar sus discípulos si
quieren -si queremos- permanecer en el amor del Maestro.
El amor tiene que circular; de lo contrario, le pasa como al
agua estancada: se pudre. Es encuentro entre personas;
comunicación plena de vidas. Tiende a ser correspondido
para formar comunidad, a ejemplo de la Trinidad:
comunidad de amor.

Aparece por primera vez en la cena el tema de la alegría


que vive Jesús y que quiere comunicar a los suyos. Lo
desarrollará más adelante comparándola con la que
produce el nacimiento de un niño, siempre precedido de
los dolores y angustias del parto (Jn 16,20-24).

Si su mensaje ofrece a los hombres los más nobles ideales


humanos, es lógico que produzca la más auténtica alegría.
Jesús promete el gozo perfecto a los que sigan su camino,
porque ésa es su experiencia. Es la alegría de quien se
posee y puede darse; la alegría del hombre libre; la que
brota de la experiencia de sentirse útiles a los demás, de
vivir para ellos con olvido de sí mismo, el fruto último y
definitivo del amor. Una alegría que llegó a plenitud en
Jesús con su resurrección, y llegará igualmente a sus
seguidores, porque es la alegría que, al igual que la paz
(Jn 14,27; 16,33), brota directamente de la esperanza en
la liberación-salvación definitiva. Gozar la alegría del amor
es adelantar el gozo escatológico, pregustar la vida nueva
del Espíritu, recibir en esperanza nuestra propia
resurrección.

La alegría de Jesús sólo puede brotar de una vida como la


suya. Si nosotros no hemos descubierto la alegría de ser
sus testigos es porque o no le seguimos o le seguimos
muy de lejos. Alegría plena, interior, profunda..., que nada
tiene que ver con la fugacidad de la carcajada o del placer.

3. Otras dos veces el mandamiento nuevo

Repite Jesús por dos veces su mandamiento nuevo, que ya


había enunciado en esta misma cena (Jn 13,34-35). El
amor es lo único que puede unificar y dar sentido al resto
de nuestras ocupaciones diarias: trabajar o estudiar,
comer, pasear, dormir, divertirse, luchar por algún ideal...
Es el que hará posible el deseo de eternizar lo que
estamos haciendo. Con su mandamiento, Jesús pretende
dar respuesta a todas las posibles preguntas que nos
podamos hacer en orden a nuestra felicidad y la de los
demás, en orden a la verdadera humanidad. El amor es el
camino que hará posible que "la alegría llegue a plenitud"
en nosotros. Es la "constitución" de la comunidad
cristiana; su primero y único artículo. Nada ni nadie
deberá ser motivo para que se viole este precepto de
Jesús. Todas las estructuras de la Iglesia deben surgir de
este mandamiento, y todas sus disposiciones tender a su
mejor cumplimiento. Donde no hay comunidad de amor
mutuo, hablar de seguimiento de Jesús es una quimera.
Dios sólo se hace presente y activo donde existe un amor
como el de Jesús.

"Que os améis unos a otros" parece que rompe la lógica


de lo que nos venía diciendo: si el Padre le ama y Jesús
nos ama, lo normal sería que nosotros amáramos a Jesús
y él amara al Padre. Sin embargo, la conclusión es otra:
Jesús transforma el amor que le tiene el Padre en amor a
los hombres, y nos pide que nosotros hagamos lo mismo.
Y es que el amor a Dios se presta a muchas falsas
ilusiones. Lo que importa, lo que en realidad merece la
pena, es amar, es comunicar amor y abrirse al amor,
máximo don de Dios que nos lleva hacia él, que nos hace
vivir por él, con él y en él, como Jesús. Todo lo que no sea
amor es camino sin futuro. Todo lo que sea amor conduce
a Dios. Ninguna otra realidad puede sustituirlo, ni la
fidelidad a Jesús puede expresarse más que por la práctica
del amor mutuo.

A continuación Jesús va a explicar a fondo a sus discípulos


cómo les ama: "Nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos". Es el grado sumo del amor, el
máximo de alegría y de fecundidad. Aunque la frase es
indeterminada, es evidente que se refiere a su amor, al
que le llevará a la muerte dentro de pocas horas. Es así
como deben amar los que elijan seguirlo. Sólo el que le
sigue por este camino "ha nacido de Dios y conoce a Dios"
(1 Jn 4,7). Sólo éstos pueden ser creyentes, porque
únicamente a través de la experiencia de un amor
desinteresado y total se nos abre la puerta de la
trascendencia. Por ser el gesto supremo del amor, el don
de la vida es también el acto supremo de la libertad.

4. Amigos de Jesús

Los que cumplan su mandamiento nuevo serán sus


amigos. El amor no impone sumisión ni crea "siervos":
hace iguales. La amistad nace de la identidad de ideales y
de la común experiencia de la entrega a los demás.
Presupone grandes y nobles aspiraciones; exige sinceridad
absoluta, amor mutuo, conocimiento mutuo de ese amor y
comunicación total de bienes. Esta comunicación mutua
produce compenetración e intimidad, situaciones vitales
que van mucho más allá de la enseñanza; los amigos
pueden aprender entre sí por sintonía y comunión. Con el
amigo se puede hablar de todas las ilusiones y fracasos
como si se hablara con uno mismo; muchas veces hasta
sin palabras.

Jesús excluye expresamente el seguimiento propio de


siervos que se limitan a cumplir órdenes ciegamente y
nunca saben lo que hacen ni piensan los señores. Sus
discípulos no continuarán su misión como asalariados,
como contratados para realizar un trabajo y ejecutar unas
órdenes, sino como amigos que comparten
voluntariamente una tarea común.

Jesús llama "amigos" a sus discípulos, porque en todo el


tiempo en que ha estado en su compañía los ha tratado
como verdaderos amigos, nunca como inferiores. Quiere
con ellos una relación de amistad, de iguales, de
compañeros. Siendo el centro, el Maestro de la
comunidad, no se coloca por encima de ella. Ha terminado
el aprendizaje. En el contexto de misión, la amistad con
Jesús significa la colaboración en un trabajo que se
considera común a todos y responsabilidad de todos. Por
eso pueden compartir también su alegría. En este clima de
igualdad y de afecto se desarrolla la verdadera libertad
humana.

La prueba de la amistad que quiere con ellos está en


haberlos hecho sus confidentes, comunicándoles "todo lo
que ha oído al Padre". Les ha dado a conocer sus
profundos descubrimientos e ilusiones, sus intimidades y
las de Dios. Es el que mejor ha hecho realidad esa
palabra. No le ha importado decirles que les ama hasta
morir por ellos, que tenemos que amar como él. Unas
palabras que, si las pensamos, veremos que son muy
difíciles de comunicar a los demás.

Al revelarnos que el amor compartido (=amistad) es la


vida del hombre nuevo, Jesús agota todos sus secretos. Ya
lo ha dicho todo. Al llamarlos amigos, reconoce que su
obra ha terminado: los ha capacitado con la libertad plena
que otorga el amor supremo. Ninguna ley los ata ya,
porque será el impulso del amor el que los lleve a aceptar
y vivir la voluntad del Padre, camino de alegría y de
libertad interior. Les invita -nos invita- a vivir su
experiencia de amor sin fronteras. Una experiencia que a
él le llevó a la resurrección. A ella llevará también a los
que le sigan.

Resumiendo, Jesús define la amistad por dos rasgos: la


confianza plena y la prontitud para dar la vida. El es el
ejemplo a seguir en ambos casos: no tiene secretos para
ellos, y morirá por amor al Padre y a los suyos.

Es reconfortante oír a Jesús llamándonos "amigos". Pero


no es fácil desprenderse del espíritu servil. Somos serviles
cuando perdemos el sentido de la gratuidad y nos dejamos
aprisionar por una vida superficial, cuando nos quedamos
en las cosas y suprimimos o no desarrollamos la relación
personal con Jesús y con los demás: participar en la
eucaristía sin relación con él, vivir en la familia o en los
grupos sin intercambio de ilusiones e intimidades...

5. Elegidos de Dios

Dios pensó desde siempre en cada uno de los hombres,


asignándonos una tarea a realizar en la vida. Todos los
hombres somos objeto del amor de Dios, aunque
ignoremos los caminos que ha elegido en la mayoría para
la realización de su plan de salvación. Ser cristiano no es
motivo de orgullo o vanagloria; menos de desprecio o
descalificación de las demás religiones e ideologías de la
humanidad.

Dice san Pablo: "Dios nos eligió en la persona de Cristo -


antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor" (Ef 1,4). La iniciativa
es de Dios, de Jesús. Su amor precede y sigue a la
decisión del hombre, sin forzarla. El sentirnos elegidos,
amados de Dios, tiene que dar un gran sentido a nuestra
vida. El Padre, en Cristo, nos ha elegido para que seamos
portadores de vida para los demás hombres. "Soy yo
quien os he elegido". La frase expresa la experiencia de
todo cristiano, que, consciente de su opción libre, sabe
que no puede atribuir sólo a su iniciativa la condición de
miembro de la comunidad de Jesús, porque el
acercamiento a él es siempre respuesta a una elección que
fue primero. ¿Qué decir del cristianismo de consumo que
nos invade, y en el que hablar de opción por Jesús es algo
ininteligible?

La elección es para una tarea como la suya, para una vida


como la suya. Sus discípulos debemos continuar su misión
de hacernos y hacer hombres adultos, libres y
responsables. No podemos hacerlo como jornaleros, sino
como colaboradores que han aceptado la elección en
libertad.

Jesús espera que la misión de los suyos tenga un fruto


duradero, que vaya cambiando la sociedad. La eficacia de
la tarea no se mide tanto por su extensión como por su
profundidad, de la que depende la duración del fruto. Es la
semilla caída en buena tierra (Mt 1 3,8.23).

El medio mejor que tenemos de corresponder a su


elección y amistad es comunicar sus palabras y su vida a
los demás.

Termina, otra vez (Jn 15,7), poniendo la oración como


medio eficaz de apostolado. El discípulo tiene en ella una
fuente necesaria para el éxito, y tiene la obligación de
usarla como medio normal para el fruto de su apostolado.
¿Lo hacemos así?

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ


ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 209-216

19.

Frase evangélica: «Esto os mando: que os améis unos a


otros» Tema de predicación:

EL AMOR COMO MANDAMIENTO


1. La palabra «amor» -que, de tanto usarla, ha acabado
trivializándose y devaluándose- tiene en nuestro idioma
multitud de contenidos. Hay quienes no entienden -o
entienden mal- el «amor al prójimo» y el «amor a Dios».
Para volver a reconocer lo que significa «amar» es preciso
descubrir la entrega de Jesús. Sólo así se puede entender
que Dios es amor.

2. Desde las concepciones humanas del amor hasta el


misterio del amor divino, que culmina en la cruz de Cristo,
la Biblia descubre el significado del amor de Dios al
hombre y de éste a su prójimo y al propio Dios. El amor
de Dios a los hombres se revela en las intervenciones
históricas a favor de su pueblo; es un amor que se
renueva de generación en generación y que se manifiesta
de un modo electivo y personal, en forma de amistad,
siendo los profetas los destinatarios privilegiados de la
misma. Finalmente, es amor misericordioso que salva y
perdona.

3. Al amor de Dios corresponde el amor al prójimo. En la


Biblia no hay oposición entre fe y caridad, liturgia y amor.
La fe que no es activa en el amor no es fe. Y el amor que
no se expresa con el perdón no es amor cristiano. El amor
a los hombres -especialmente a los desvalidos- en el
seguimiento de Jesús ha sido y sigue siendo fuente de
renovación y de liberación .

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Es el amor fuente de renovación cristiana?

el ágape. Interesa subrayar y meditar las notas más


características, según Juan, de este amor.

1. El amor cristiano nace y empieza en Dios.


Originariamente es cosa de Dios y no nuestra, la iniciativa
es suya. Dios es amor, origen y motor del amor. El Hijo,
Jesús, se origina del Padre en un proceso de Amor, que es
el Espíritu. Este amor en Dios es comunidad, trinidad. Y
este amor se va manifestando en la creación, en la
encarnación, en filiación, en la amistad, en la alegría
definitiva del encuentro final. Pero siempre el origen y el
término es Dios.

2. El signo más claro, la encarnación de ese amor, es


Jesús. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
propio Hijo. Tanto nos amó Jesús que se entregó a la
muerte por nosotros. Jesús es la medida del amor de Dios
y el ejemplo a seguir. Todas las palabras de Jesús, todos
los hechos de su vida tienen este sentido. Jesús es el amor
de Dios hecho rostro humano.

3. Este amor que nace en el Padre y pasa por Jesús


termina necesariamente en los hermanos. Esto, para Juan,
está bien claro y lo repite mil veces en su Evangelio y en
sus cartas. El amor cristiano es ambivalente, tiene dos
polos: Dios y los hermanos (el hombre). Quien no ama al
hermano no conoce a Dios, no conoce a Jesús, no ha
entendido lo que es la fe cristiana. Sin amor a Dios y a los
hermanos no hay fe cristiana. Y un amor que tiene que
concretarse en frutos, en obras.

4. Juan nos indica, también, algunos de los frutos del


amor, como son la amistad, la gracia, la oración, las obras
y la alegría. En el ambiente pascual en que estamos habría
que destacar la alegría. "Que mi alegría esté en vosotros y
vuestra alegría llegue a plenitud" (/Jn/15/13).

Con frecuencia apelamos a ciertas razones para no seguir


este camino del amor. "Si tratamos, decimos, con amor a
los demás, si dialogamos con todos, si nos abrimos sin
prejuicios, los demás se aprovecharán y sacarán ventaja,
o serán unos desagradecidos, o nos harán perder
inútilmente el tiempo... Por eso, se sigue razonando, es
mucho más práctico una buena disciplina, una mano dura,
una cierta dosis de castigos, una prudente distancia, un
cubrirse las espaldas, etc." (Santos Benetti).

Estos criterios los puede dictar la prudencia humana, pero


no el amor cristiano.

(_DABAR/79/32)
2.

Comenzando por la primera lectura vemos que el mensaje


de la liturgia de la palabra de este domingo hace relación
a un hecho bien conocido: la catolicidad del evangelio, la
universalidad de la Nueva Alianza sellada en Jesucristo.
Este fue un problema muy concreto de la primera
comunidad cristiana. La tradición veterostestamentaria les
hizo sentir un especial estremecimiento cuando vieron
abrirse las puertas del Evangelio a los gentiles.

"Ya no hay gentil ni judío". El "tertium genus


christianorum" hizo estallar aquella frontera. Pero hay
más. Leamos el episodio completo de Cornelio, del que la
primera lectura de hoy es sólo una selección. San Lucas,
que pone el episodio en relación con las decisiones del
concilio de Jerusalén (cfr. Hech. 15, 7-11, 14), da por
sentado en la redacción que hay fuera del cristianismo y
del judaísmo "hombres piadosos y temerosos de Dios".
Esto rebasa la problemática referente a la frontera entre
judíos y gentiles, y apunta a un problema que no es sólo
de la primera comunidad cristiana, sino que es también de
la Iglesia actual. Hay hombres piadosos y temerosos de
Dios que, de hecho, reciben el Espíritu Santo
independientemente del bautismo sacramental. El Espíritu
obraba en ellos al margen del cristianismo y del judaísmo.
Por eso Pedro no tuvo escrúpulos de otorgarles el
bautismo.

SV/EXTRA-I: Esto es también un problema de la Iglesia


actual, decimos. Es una invitación a una comprensión más
seria y profunda del viejo adagio: "extra Ecclesiam nulla
salus". Con bastante frecuencia lo hemos entendido a lo
largo de la historia con excesiva estrechez.

Pedro, sin embargo, porque fue revelado, lo entendió con


un corazón más amplio: "Verdaderamente comprendo que
Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier
nación el que le teme y practica la justicia le es grato"
(Hch/10/34-35). Digamos, en primer lugar, que el "temer
a Dios y practicar la justicia" es ahí un concepto bíblico
técnico, igual que el concepto de "hombre piadoso y
temeroso de Dios"; tecnicismo en el que no podemos
entrar ahora. Pero aparte del tecnicismo la lección general
es permanente e importante: lo que a Dios agrada en el
hombre está por encima de que éste pertenezca a una
nación o a otra. Y lo que se dice de nación, lógicamente
hay que ampliarlo: es indiferente la nación, el color, la
ideología, el grupo político, el grupo religioso (?), la iglesia
(?)... Esto es muy importante y necesita que extraigamos
de ello conclusiones:

-No tenemos en la Iglesia el monopolio de la salvación. Ya


decía Santo Tomás que la Gracia no está atada a los
sacramentos. La Gracia y lo grato a Dios en el hombre son
más amplios que las fronteras de la Iglesia explícita.

-Hay, pues, una Iglesia que salva. E igualmente podemos


hablar de una fe implícita salvífica. Estaríamos aludiendo
ahora al viejo tema del "cristianismo anónimo":

CR/ANONIMO (/Mt/25/37-40). San Francisco Javier


marchó a evangelizar las Indias pensando que quienes no
oyesen el evangelio estaban condenados
irremediablemente al infierno. A tal santo se le puede
perdonar aquéllo por el siglo en que vivió.

Pero hoy hay en la Iglesia muchos cristianos que piensan -


es sólo un ejemplo- que los marxistas, o los "rojos" están
todos condenados, o que no tienen posibilidad de un
mínimo de honestidad simplemente humana, que no
pueden ser tomados siquiera como ejemplo de una
situación de "error invencible..."

-Esta fe e Iglesia implícitas no salvan ante Dios al hombre


más o menos según su explicitud, sino según sus
contenidos. Es decir, el hombre no se salva ante Dios
según que esté más o menos explícitamente incorporado a
la fe y a la Iglesia explícitas, sino según que esté más o
menos en la línea de lo que a Dios le agrada.

-La explicitud de la fe y de los sacramentos no son el


principal criterio de incorporación a la Iglesia salvífica.
Esto estaba ya aludido en la Mystici Corporis. No entramos
en profundidad o matizaciones. Ponemos sólo un ejemplo:
está más profundamente arraigado en la verdadera Iglesia
(=los que en cualquier nación temen a Dios y practican la
justicia y por eso agradan a Dios) el hombre que tiene una
caridad activa sin fe explícita (?) que el que tiene una fe
explícita sin caridad activa.

-El Espíritu de Dios obra también fuera de la Iglesia. Juan


bautizaba con agua; vosotros seréis bautizados con el
Espíritu Santo, recordaba Pedro que había dicho el Señor.
Es decir, el bautismo del Espíritu Santo, su acción, rebasa
la de los sacramento. Por eso podemos estar atentos a los
signos de los tiempos, a la historia, a las realizaciones de
todos los hombres "de buena voluntad".

La segunda lectura precisará más todavía qué contenido


tiene ese temer a Dios y practicar la justicia: lo que salva
es el amor.

Porque todo el que ama ha nacido de Dios. No se dice que


el que ha nacido de Dios ama, sino que el que ama, si
ama, ha nacido de Dios. Porque no nos lo creemos es por
lo que ponemos dificultades ("pero si éste es de otra
ideología, si éste es de los otros..."). Es la misma
extrañeza que resonará en labios de ellos mismos el día
final: "¿Cuando te dimos de comer, de beber...? En verdad
os digo que cuantas veces lo hicisteis con estos hermanos
míos pequeños...".

A-H/SER-CR: Y la lectura volverá a insistir más. Sois mis


discípulos no cuando os afiliais a... y os apuntáis en... o
recibís tal sacramento, sino cuando cumplís mis
mandamientos. Y mi mandamiento es que os améis los
unos a los otros. Un discípulo avispado tendría que haber
interrumpido el discurso de la cena y haberle preguntado a
Jesús: "Pero, Señor, ¿y esos que aman sin que sepan que
lo mandas tú?" Hubiera sido la pregunta sobre las
relaciones del cristianismo y los" hombres piadosos y
temerosos de Dios". La respuesta de Jesús ya en el
discurso de la cena hubiera ahorrado a Pedro el episodio
de Cornelio. Las conclusiones son muchas. El cristiano no
puede anatematizar a los no cristianos. Hay muchos no
cristianos que "temen a Dios y practican la justicia".
Muchos de éstos pueden estar más cerca de Dios que yo.
El cristiano debe colaborar con todos esos no cristianos
que practican la justicia. El cristiano debe leer los signos
de los tiempos, la acción del Espíritu a través de ellos.

Entonces, ¿para qué la Iglesia? Para mucho. Es el


problema de la identidad cristiana. Todo esto no desplaza
a la Iglesia explícita, que sigue teniendo una misión y una
aportación inconfundible e irremplazable. Pero ya
desborda nuestro tema.

DABAR 1976/32

3.

-"Esto os mando: que os améis". Con estas precisas y


preciosas palabras termina el evangelio, que acabamos de
escuchar esta mañana. Con esas mismas palabras se
despidió Jesús de sus discípulos durante la última cena,
momentos antes de subir a la cruz para resucitar. La
solemnidad del momento en que nos dio Jesús su
mandamiento de amarnos, demuestra bien a las claras
que es su última voluntad, la misión que nos encomienda
con urgencia y con todas las prioridades. Por eso insiste
una y otra vez, como para que no pase inadvertido ni sea
relegado a segundo plano.

Para mayor abundamiento, el mismo evangelista, que nos


ha transmitido ese mandamiento de Jesús, hace suya la
orden del Maestro y nos insta a que nos amemos los unos
a los otros, ya que el amor es de Dios.

-"Que os améis unos a otros como yo os he amado". El


amor que Jesús nos encomienda no es una simple
corriente de simpatía. No se trata sólo ni precisamente de
mirar a todo el mundo con una sonrisa en la boca o
prodigando buenas palabras a diestro y siniestro. Tampoco
se trata de la caridad, con minúscula y caricaturesca, a
que frecuentemente reducimos el mandamiento de Jesús.
El evangelio no da pie para que evaluemos el amor en
donativos de caridad, en limosnas, en desprendimiento de
lo que nos sobra y vamos a tirar.
El amor que Jesús nos manda es simplemente el amor. Un
amor afectivo y de amistad, de compañerismo, fraternal.
Pero un amor también efectivo y operativo. Es el amor que
arraiga en el corazón y produce sentimientos de
aceptación, de respeto y estima, al tiempo que da frutos
de justicia, de solidaridad y de fraternidad entre todos los
hombres. Porque lo que Jesús nos propone es que nos
amemos los unos a los otros como él nos ha amado. ¿Que
cómo nos ha amado Jesús?

-"Nadie tiene mayor amor que el que da la vida". Ese es el


límite del amor cristiano, a él debemos tender y aspirar,
no podemos conformarnos con un amor menor, no
seríamos buenos seguidores de Jesús. Jesús ha puesto tan
alta la cota, para que no caigamos en lo que tantas veces
caemos, en las ridículas prácticas de tantas caridades
vergonzantes. Jesús pudo poner bien alta la mira, porque
él mismo estaba a punto de hacer lo que nos mandaba
hacer.

Al día siguiente de darnos el mandamiento del amor,


moría en la cruz víctima del amor a los hermanos. Así
quedaba patente el modo del amor de Dios, manifestado
en su Hijo. Así quedaba meridianamente claro el modo del
amor cristiano.

Y si el récord del amor cristiano está en dar la vida, parece


claro que no será mucho exigirnos el dar todo lo que vale
mucho menos que la vida, como es nuestro tiempo,
nuestro trabajo, nuestra dedicación, nuestras cosas,
nuestro dinero.

-"Si guardáis mi mandamiento, permaneceréis en mi


amor". Somos cristianos, amamos a Cristo, si y sólo si
amamos al prójimo como Dios nos ama en su Hijo
Jesucristo. Ahí podría estar, si la hay, la diferencia entre el
amor cristiano y todas las formas del altruismo, en ese
"como Dios nos ama". Esa medida, única capaz de
acreditar nuestra fe, ha sido frecuentemente rebajada por
los seguidores de Jesús. La historia de la Iglesia está
salpicada de luces y sombras en este sentido. Pero hay
luces suficientes para que pueda ser tenida como maestra.
Durante toda su larga historia ha estado siempre
pendiente de las necesidades y de los sufrimientos de los
hombres: los pobres, las viudas, los huérfanos, los
enfermos, los abandonados, los moribundos, los
perseguidos han sido acogidos en la iglesia. El calendario
de los santos es un inmenso listado de hermosas obras del
amor cristiano. Y ese listado aún no se ha cerrado. Muchas
de las miserias del hombre se van resolviendo en la
creciente acción social de los Estados. Pero ninguna
política social puede alcanzar todas las miserias de todos
los hombres ni podrá dar respuesta a todos los
sufrimientos humanos. Por eso queda siempre un espacio
abierto al amor de los creyentes y a la solidaridad de
todos.

-"Permaneced en mi amor". Permanecer en el amor a Dios


es permanecer en el mandamiento de Jesús, o sea, en el
amor al prójimo. Hoy precisamente la iglesia, haciéndose
eco del mandamiento de Jesús, nos insta a volcar nuestro
amor en nuevas situaciones de sufrimiento y de dolor de
los hombres, como es el caso de ciertos enfermos
abandonados, desasistidos y rechazados a causa de su
enfermedad. "Si las comunidades cristianas quieren ser
fieles a la persona y al mensaje de Jesús, han de atender
a los enfermos más desasistidos y necesitados con la
misma solicitud con que él lo hizo... Jesús no pasó de
largo ante los enfermos, el sector más desamparado y
despreciado en la sociedad de su tiempo. Se acercó a
ellos, se conmovió ante su situación, les dedicó una
atención preferente, buscó el contacto humano con ellos,
por encima, de las normas que lo prohibían, y les libró de
la soledad y abandono en que se encontraban,
reintegrándolos a la comunidad".

Así como Jesús amó a los hombres, a los enfermos y


necesitados, así es como debemos amar. Recordemos su
mandamiento.Practiquémoslo. DIA-ENFERMO ENFERMOS:

EUCARISTÍA 1988/23

4. A/SUCEDANEOS.
-Gran oferta de sucedáneos

Como el amor es una necesidad fundamental de todo ser


humano, y como no hay abundancia de amor genuino, han
surgido en nuestro mundo (¡cómo no!) una amplia gama
de sucedáneos del amor: amor de consumo, amor
profesional, amor por ordenador, píldoras del amor, amor
de eslogan, amor de usar y tirar, amor "pret-a-porter",
amor de equipo, amor de camaradas, amor a la
naturaleza, amor a los animales, amor al hobbie, amor
hinchable, amor telefónico...

El que quiera, puede dejarse engañar en un momento


dado, en una situación desesperada. Pero, a la hora de la
verdad, son perfectamente inútiles, no llenan, no
satisfacen... Y entonces empieza un nuevo camino:
pérdida del sentido de la vida, amargura, desesperación,
incapacidad para buscar un nuevo horizonte..., quizá la
droga, la delincuencia, el suicidio.

-Un amor "light"

Uno de los últimos sucedáneos es el amor "light"; para


hablar correctamente, el "amor suave" o "liviano, de poca
monta, vacío", que son otras traducciones también válidas
del término inglés.

Es increíble comprobar la cantidad de cosas "light" que


hay hoy día en nuestro mundo: casi todos los productos
comestibles tienen su versión de "poca monta" (lo último,
las hamburguesas "light").

Nadie ha comercializado (de momento) un amor "liviano",


pero es de uso frecuente: un amor que no cree problemas,
que no implique compromisos serios o duraderos, que
reporte beneficios o comodidades (a la hora de realizar
determinadas tareas domésticas, por ejemplo), que
posibilite buenas ganancias, que se pueda eliminar al
primer conflicto, a la primera dificultad. Un amor, en
definitiva, que exija poco y rinda lo más posible. Puede
que esta nueva modalidad de sucedáneo dure más que
otras, pero tampoco satisface las necesidades del hombre.
Y así, vuelve a surgir la oportunidad para buscar (y
encontrar) un amor verdadero.

-Un amor genuino

A/4-NOTAS: Erich ·Fromm-E, en su ya clásico libro "El arte


de amar", señala estas cuatro características del amor que
recordamos ahora una vez más:

-Cuidado del otro, preocupación activa por la vida y el


crecimiento del otro; la esencia del amor es trabajar por
alguien y hacerle crecer.

-Responsabilidad: no como un "cargar con el otro", sino


estar dispuesto a responder a las necesidades, expresadas
o no, del otro; la vida de las personas a las que se ama no
es sólo cosa suya, sino también propia.

-Respeto: que no es temor, ni reverencia sumisa, sino ver


a la otra persona tal y como es, no como yo quisiera que
fuese; eso sí, ayudándola a superar sus fallos y a
desarrollar sus cualidades.

-Conocimiento: para que exista ese respeto, tiene que


haber conocimiento: profundo, real, total; no por la
fuerza, sino por el diálogo.

No es fácil un amor así, pero la dificultad no nos debe


echar atrás; no es frecuente, pero la infrecuencia no nos
debe volver conformistas con la situación.

-El ideal de Jesús

Jesús, en esta misma línea, propone un ideal de amor,


exigente, pero no imposible: "amaos unos a otros como yo
os he amado"; ahí está la novedad, una novedad que no
nos pone en la pista de una clase de amor diferente,
sofisticado, sino en la pista del único amor que merece el
nombre de tal, que no es ni sucedáneo ni light, que es
cien por cien puro, auténtico.

El cristiano no tiene otra posibilidad de amor que el AMOR


de Jesús, no puede amar de otra manera que como ama y
amó Jesús.
Por otra parte, amar así es el único aval, la única garantía
que los discípulos tienen para saber que se encuentran
dentro de la línea marcada por Jesús, para saber que
realmente están trabajando por el Reino, para saber que
realmente viven, aunque pueda ser con deficiencias, como
discípulos del Señor.

-La última voluntad de Jesús

La última voluntad de Jesús, el único mandato que deja a


los suyos en la cena de despedida, es que se amen, y que
lo hagan así. No les pide otra cosa, no les da otra consigna
ni otra seña de identificación que ésa: amarse como El.

Amar así es asomarse al misterio de amor de Dios, ser


testigos de que Dios es misterio, pero misterio de amor,
misterio ante el que no hay que temer, sino confiar;
misterio, que no nos va a destruir, sino a revitalizar, a
resucitar.

Hoy, la última voluntad de Jesús está de plena actualidad;


hoy se necesitan más que nunca hombres y mujeres
dispuestos a pasar de sucedáneos y a cumplir con ese
mandato de amar como El nos amó.

Hoy, nuestro mundo está urgentemente necesitado de


más y más testigos veraces del amor, testigos que sean,
en última instancia, reflejo del amor de Dios, mensajeros y
reveladores de ese amor. A nosotros, a la Comunidad de
seguidores de Jesús, a la Iglesia, se nos ha encomendado
especialmente esta tarea. ¿Qué hemos hecho de nuestra
misión?

LUIS GRACIETA
DABAR 1991/26

5. MDT/LEY-O-EV

-El nuevo mandamiento, ¿ley o evangelio?

Lo que Jesús llama "mi mandamiento" no tiene el sentido


de lo legal que unívocamente se ha de cumplir. Es más
bien un contenido de vida y un objetivo al que se tiende y
al que siempre parece no estarse del todo orientado. Su
grandeza y, con ella, su lejanía será tanto más
experimentadas cuanto más esfuerzo se ponga en su
consecución. ¿Es que acaso sólo se da la alternativa de, o
bien medir la distancia para adecuar a ella nuestras
posibilidades, o bien tener que vivir siempre bajo el peso
de una opresora exigencia que nos crea un continuo e
infeliz malestar, arrebatándonos la libertad y el gozo del
Evangelio? El mandato nuevo no es una ley que sólo
exige, sino un testamento que se nos lega. Las palabras
"como yo a vosotros, así entre vosotros" contiene la gran
medida y también el precioso don: inmerecidamente
habéis sido amados. El "así entre vosotros" es respuesta a
un amor de iniciativa que pretende ser transmitido para
acoger a otros dentro de él. Que nosotros, pues, nos
encontremos en esta tensión entre "la gran medida" y
nuestra "pequeña realidad" no quiere decir que nos
hallemos bajo el peso de una exigencia que no podemos
cumplir o bajo la opresión continua de una mala
conciencia. Porque no se trata tanto de una exigencia
moral, cuanto de la realidad de un amor que ha sido el
primero en amar.

-Que os améis los unos a los otros como yo os he amado

Sólo cuando sabemos lo que significa "como yo a


vosotros..." es cuando podemos también atisbar
sobrecogidos y felices lo que quiere decir "sea así entre
vosotros". El origen del amor no está en que hayamos
amado a Dios, sino en que El nos ama y ha enviado a su
Hijo como víctima de reconciliación. Este amor no es
respuesta alguna a méritos, sino libre don de Dios que da
su primer paso. Su amor se revela en su Hijo que busca a
los extraviados, cura a los enfermos, hace mesa común
con pecadores y publicanos y se solidariza con ellos hasta
el rebajamiento de la cruz. "Como yo os amo, amaos entre
vosotros" quiere decir perdonar de nuevo, porque nosotros
mismos vivimos siempre en renovada paciencia y perdón;
quiere decir que no hay que preguntar lo que el otro
merece, sino lo que el otro necesita; quiere decir vencer
siempre la estrechez de corazón que se cierra ante
cualquier sombra de agravio, mientras que a mi mismo
me es regalada de continuo toda una vida de perdón.

J/A-H: El amor del Hijo -ésta es la gran medida- se da


siempre sin límites ni retención alguna. Cuando él dice que
"nadie tiene más amor que el que da la vida por sus
amigos", él mismo se está desbordando, porque no está
restringiendo su entrega al círculo de sus amigos, sino
expandiéndola más allá de cualesquiera fronteras hasta no
quedar nadie excluido.

Y su forma de amar es la soberanía en la libertad. Su


amor no depende del valor del otro, de la complacencia
que el otro le produce o de lo que el otro ha hecho o
dejado de hacer. El amor no está en dependencia de
respuesta o de éxito. El amor no es impositivo porque
respeta la libertad. Y no espera nada a cambio, porque no
pretende fuerza alguna para ganarse o retener al otro.

No es un amor sentimental; quiere sencillamente lo que


para el otro es bueno y recto. Por eso tiene libertad,
riqueza y amplitud hasta el punto de abarcar al enemigo.

-La gran medida y la pequeña realidad

Esta palabra que el Señor acuña con su sangre como "su


mandato" y como fundamento de su nueva alianza, y que
entrega como testamento a los Apóstoles en la hora
suprema y decisiva, es la palabra que verdaderamente
podemos escuchar y tomar profundamente en serio, sin
asustarnos ante ella. Esa alta y "gran medida" de amor no
tenemos por qué intentar de pronto hacerla totalmente
nuestra, en toda su dimensión. Pero de la altura y
grandeza de tal exigencia sí debemos proponemos el
mandato como un fin al que tender, algo de lo que somos
aprendices y ante lo que estamos situados como en un
examen último. Es muy importante, eso sí, que no
perdamos la orientación a tal fin y que no nos detengamos
en el recorrido. Las inevitables dificultades que aparecen
en cualquier ámbito de la vida en común son sólo
ejercicios de aprendizaje que han de ser resueltos, con el
ánimo de entrega que precisan.
Quizá nunca se presente el caso serio de tener que
entregar la vida por los hermanos o por un hermano, pero
lo que sí se da con seguridad en cada momento es que un
poco de mí y de mi vida sea preciso entregar por un
cualquiera. Y lo más importante -de acuerdo con la "gran
medida" de amor dentro de nuestra pequeña realidad- es
que ese cualquiera puede ser de todo tipo y condición
humana imaginables, pero acaso también inimaginables.

EUCARISTÍA 1985/22

6. A/MANDAMIENTO.

-ARTICULO PRIMERO: EL AMOR

La palabra "amor" está muy gastada. Pero a la vez


constatamos que un buen tanto por ciento de veces la
Palabra de Dios nos enfrenta a este aspecto de nuestra
vida: ¿amamos o no amamos? Y ahora, en Pascua, como
hoy en el evangelio y en la otra lectura de Juan, se nos
presenta el amor como la clave central de nuestra vida
pascual. Es "el mandamiento" por excelencia.

Podríamos decir que en la "Constitución" de nuestra fe


cristiana el primer artículo es claramente el amor: la
prueba de que somos cristianos, o de que hemos
entendido a Cristo Jesús en su nueva vida de Resucitado.

-LA "LÓGICA" DEL MANDAMIENTO

La homilía no se estructura normalmente como una


argumentación filosófica o de apologética. Pero hay que
reconocer que, tal como hoy nos propone el tema del
amor la Palabra de Dios, tiene su "lógica", y no estaría mal
que la resaltáramos, como la motivación básica de nuestra
ley cristiana de amor.

a) Ante todo, "Dios es amor": La iniciativa no es nuestra,


sino de El. El ha amado primero. Y lo ha demostrado en
toda su historia, sobre todo en su momento central,
enviándonos a Cristo su Hijo; también Cristo razona así, a
partir del amor que le ha tenido su Padre: "como el Padre
me ha amado...". La mejor prueba del amor que Dios
Padre nos tiene la tenemos precisamente en la Pascua que
estamos celebrando desde hace cinco semanas: ha
resucitado a Jesús y en él a todos nosotros,
comunicándonos su misma Vida. De Dios podemos hablar
resaltando su sabiduría, su poder, su santidad... Pero hoy
hemos escuchado una definición sorprendente: "Dios es
Amor". Y ahí está el punto de partida de todo lo que se
nos pide después.

b) Cristo Jesús es la realización perfecta del amor. "Como


el Padre me ha amado, así os he amado yo". En El hemos
visto el amor de Dios en acción. El es el que mejor ha
respondido al amor del Padre, con su propio amor de hijo.
Y también el que nos ha mostrado a nosotros este mismo
amor: "ya no os llamo siervos, os llamo amigos". Y lo
puede decir con pleno derecho, porque es el que mejor ha
hecho realidad esa palabra: "nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus amigos". Cristo Pascual,
entregado a la muerte y resucitado a la vida, es el que
puede hablar de amor. En la misma escena en que dice
estas palabras -su cena de despedida- hará con ellos un
adelanto simbólico de su entrega: se ceñirá la toalla y les
lavará los pies... El amor del que sirve, del que se entrega
hasta el final, del que no se busca a sí mismo.

c)"Amaos unos a otros": A/PROJIMO:. Es el tercer


momento de este "silogismo", que parece en rigor que
rompe la lógica, porque se podría suponer que terminara
en otra dirección: si Dios os ama, si yo os he amado,
responded vosotros (a Dios y a mí) con vuestro amor. Y
sin embargo la conclusión es otra: "amaos unos a otros".
Es una lógica sorprendente, pero repetidamente
subrayada en el evangelio y en la segunda lectura. Sólo el
que ama "ha nacido de Dios"; sólo el que ama "conoce a
Dios"; sólo el que ama es "amigo: porque el mandamiento
de Cristo es "que os améis unos a otros", y "vosotros sois
mis amigos si hacéis lo que yo os mando"...

El que se siente amado por Dios, el que tiene conciencia


de "hijo" de "Dios y de "hermano" de Cristo, tiene un
programa de vida clarísimo: amar a su hermano. Un
programa que le ofrece los mejores ideales y a la vez la
más auténtica alegría ("os he hablado de esto para que mi
alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a
plenitud").

Una vez más, pues, la homilía debe ayudar a la comunidad


a que se deje interpelar por este "mandamiento" primero:
el amor. Para que logre superar las mil excusas que
solemos poner en la práctica para no amar, o para amar
con distinción de personas, o para amar cuando no cuesta
sacrifico... Presentar este programa de vida como la mejor
prueba de vida pascual, o el mejor testimonio de que
Cristo sigue viviendo entre nosotros...

-AMOR UNIVERSAL: CORNELIO

También deberíamos completar el mensaje bíblico con el


otro matiz que ha aparecido en la primera lectura: la
apertura de la comunidad de Jerusalén a la familia pagana
de Cornelio. También aquí aleccionados por el mismo
Espíritu, que es Espíritu universal, Dios no hace "acepción
de personas". Y la Iglesia -aunque le costó- aprendió la
actitud de apertura.

Hoy esto sigue costándonos, tanto a nivel comunitario


como personal. Aceptar diversas culturas, caracteres,
ideologías políticas, carismas, lenguajes. No cerrarse, no
medir la entrega del amor según la medida de las
simpatías o de los méritos...

También aquí funciona la misma lógica: Dios quiere a


todos, Cristo se ha entregado por todos: luego nosotros
debemos amar con corazón universal, como prueba de que
hemos "conocido" a Dios y de que somos "amigos" de
Cristo...

Y de ello nos hace tomar conciencia cada Eucaristía: con


esa paz que nos damos, con ese Pan que partimos, con
toda la actitud de la celebración, que nos provoca a una
opción de amor también para el resto de nuestra vida
cristiana.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1982/10
7.

-PRIMERA LECTURA: LA FE UNIVERSAL

La escena de la conversión de Cornelio: la Iglesia salta la


cerca de la comunidad judía y admite a los paganos. Costó
mucho que los cristianos judíos aceptasen que se podía
ser cristiano sin tener que convertirse previamente a la
religión y a las practicas judías. Es una larga historia de
fricciones, desconfianzas y pactos más o menos logrados
(cf. el pacto del concilio de Jerusalén: Hechos 15,28-29;
cf. también muchos momentos de la vida y las cartas de
Pablo).

Por eso la escena de hoy resulta emblemática: Pedro, el


máximo representante de la comunidad, se encuentra con
que el Espíritu decide antes de que él haya tomado
ninguna decisión, y le "obliga" a aceptar a un pagano
dentro de la comunidad. Pedro veía a Cornelio con buenos
ojos, pero el golpe definitivo lo da el Espíritu.

Esto tiene una aplicación bastante clara: ¿cuántas


"prácticas judías" consideramos nosotros "imprescindibles"
para ser cristiano, sin que lo sean realmente? Normas
morales, planteamientos políticos, cuestiones disciplinares,
o incluso normas de urbanidad. En un mundo tan
cambiante, sería necesaria mucha mayor flexibilidad, en
nosotros y en los organismos oficiales de la Iglesia, para
no cerrar el paso innecesariamente a gente que querría
creer...

Y otra aplicación: más fuerte que todo, está siempre la


fuerza del Espíritu del Resucitado, que actúa más allá de
todo esquema.

¡Demos gracias!

-SEGUNDA LECTURA: DIOS ES AMOR

El domingo pasado, en el evangelio, salía ya el tema del


mandamiento nuevo; hoy, la segunda lectura se centra en
este tema, con la gran afirmación: Dios es amor. Y la
segunda gran afirmación: todo el que ama ha nacido de
Dios.

En las pocas frases de esta lectura se encuentra una


síntesis teórico- práctica de lo que es la vida cristiana y,
más aún, de lo que es la vida, sin adjetivos.

Y la vida, y la historia, es eso: una fuerza de amor que es


la fuente y el fundamento de todo; una presencia palpable
de este amor, Jesucristo fiel hasta la muerte; y una
finalidad última de todo, un amor absoluto, Dios.

Y eso, que puede parecer muy abstracto, no lo es en


absoluto: hay alguien que ha derramado su sangre, y esto
no es nada abstracto, y hay una manera muy concreta de
entrar en este mundo de la plenitud gozosa del amor:
amando, simplemente amando. Una manera tan concreta
que llega a un criterio de unión con Dios realmente muy
secularizado: "todo el que ama ha nacido de Dios y conoce
a Dios".

-EVANGELIO: LA UNIÓN EN TORNO A JESÚS Y AL PADRE

La plegaria-meditación de Jesús puede ser también


nuestra-plegaria-meditación pascual. Una plegaria-
meditación que nos lleva a pensar y orar sobre nuestra
vida como comunidad de creyentes. Y a destacar algo que
resulta básico: el fundamento, el sentido, el punto de
referencia de la comunidad de los creyentes es la unión en
torno a Jesús y al Padre: -Una unión que transforma por
dentro, que "santifica" y "consagra".

-Una unión que hace vivir, dentro de la comunidad, una


unidad y un amor verdaderos, en el que cada persona es
valorada en cuanto persona, y no por su prestigio y poder,
sino precisamente al revés: el pobre y el que sufre tienen
más valor.

-Una unión que hace que uno no se trague todos los falsos
valores de este mundo, y se enfrente a ellos si es
necesario.
-Una unión que, sin embargo, no lleva a querer retirarse
del mundo, sino más bien a estar de lleno en él, pero sin
dejarse ganar por el mal.

-Una unión que implica misión, la misma misión que el


Padre ha confiado a JC.

-Una unión que, finalmente, tiene como objetivo que


tengamos "su alegría cumplida".

JOSÉ LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1988/10

8.

Las palabras de Cristo en el domingo anterior subrayaban


la exigencia de "dar fruto". La viña de Dios no puede ser
una viña decorativa, un elemento ornamental del paisaje,
bella para la vista, puesta allí como objeto de admiración.
Debe "dar mucho fruto".

La iglesia, viña de Dios, no posee en sí misma la propia


justificación. Su razón de ser son esos frutos que el
propietario espera de ella. Su justificación está en la
ventaja que el hombre saca de ella.

Hoy se precisa en qué consiste exactamente el "dar fruto".

En el lenguaje de Juan, "fruto" no significa genéricamente


"obras buenas". La palabra tiene aquí una significación
bien definida: son los frutos de amor, de caridad.

O sea, quien vive en Cristo debe producir frutos de


bondad, justicia, paz. El amor constituye la tarea
fundamental del cristiano.

Si el cristiano se revela incapaz de amar es un fracaso.

Si la Iglesia no aparece como un testigo creíble de caridad,


justicia, atención a los pobres, es una viña estéril.
La presencia en nosotros de las palabras de Cristo ("Si
permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros...") se traduce en amor fraterno. "Dar fruto" es
precisamente esto.

La palabra de Dios, es como una semilla que, penetrando


en el corazón del hombre, está destinada a germinar,
crecer, y "dar fruto, el ciento por uno" (Mc/04/20). Frutos
de misericordia, perdón, generosidad, abnegación,
compresión, compromiso a favor de los hermanos,
capacidad de arriesgarse por los débiles, los oprimidos, los
marginados.

En el evangelio que se nos propone en este domingo -


también tomado del "discurso de despedida" de Jesús- hay
un martilleo inquietante de frases que precisan el deber
fundamental del cristiano.

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo:


permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado
los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor"
(v. 9-10).

Cada una de las frases -como dice M. E. Boismard-


establece un paralelismo entre el Padre y Jesús por una
parte, entre Jesús y sus discípulos por otra. La primera
frase nombra, sucesivamente, al Padre, a Jesús y
finalmente a los discípulos. La segunda sigue un
movimiento inverso.

Tenemos, pues, como una parábola que parte del Padre y


vuelve al Padre.

El amor encuentra la propia fuente en el Padre, pasa del


Padre a Cristo, y de Cristo a los discípulos.

La condición para "permanecer en el amor" consiste en


observar los mandamientos de Jesús, como Jesús ha
observado los mandamientos del Padre. Los
mandamientos, después, se reducen a un mandamiento
único, el que encierra a todos y representa la síntesis y el
espíritu de la ley: el amor.
Consiguientemente los lazos que unen a los discípulos con
Jesús son análogos a los que unen a Jesús al Padre. Los
discípulos "guardan" los mandamientos de Jesús y son
amados por él, así como Jesús "guarda" los mandamientos
del Padre y es amado por él.

En el centro, Juan coloca el tema de la alegría: "Os he


hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y
vuestra alegría llegue a plenitud".

La alegría, pues, como fruto de la obediencia y del amor.

El discípulo se caracteriza por la alegría, no por otra cosa.

Su alegría no es una alegría cualquiera o una alegría


disminuida.

Es una alegría "plena", completa, la misma del Maestro,


que se adueña de su vida y que irradia de toda su
persona.

Pero no basta. Jesús se propone como modelo del deber


de amarse unos a otros: "...como yo os he amado".

Y él nos ha amado "hasta el extremo" (/Jn/13/01). Que


hay que entender no sólo en sentido de fidelidad temporal,
sino en términos de intensidad, radicalismo, incluso
exceso: hasta el extremo, hasta el máximo, hasta "dar la
vida" por los amigos.

Su amor ha sido un amor sin medida "loco". He hablado


de "martilleo inquietante" de estas frases.

En efecto, personalmente no me siento de ninguna


manera confortado, tranquilo. Mi posición, entre esas dos
realidades implacables -"como el Padre me ha amado" y
"como yo os he amado"- está muy lejos de ser cómoda.
Me siento como aplastado por estas exigencias que me
quitan el aliento.

Quisiera amar como yo quiero, cuando yo determino, y


cuando yo decido. Sin embargo esos dos "como" me
proyectan hacia una medida divina, lejanísima de mis
horizontes habituales, me desinstalan de mis programas
de equilibrio para imponerme un estilo de locura,
caracterizado por excesos increíbles.

Me hago ilusiones de que sé amar y de que no tengo


necesidad de aprender. Creo que el amor es algo natural,
y que funciona sin más.

Pero cuando soy alcanzado por esa provocación "como yo


os he amado", empiezo a sospechar que el amor es una
materia más bien difícil de aprender, una posibilidad que
aún he de explorar por completo. Y cuando caemos en la
escuela de tal Maestro, se llega a negarse a sí mismo, a
olvidarse, a perderse.

Cristo nos ha amado no quedándose en su sitio, sino


abajándose, "anonadándose", haciéndose siervo de todos.

Yo, por el contrario, prefiero que no me cueste demasiado


en materia de sacrificios, renuncias, despojo.

Quisiera amar quedándome en mi sitio, sin molestarme


excesivamente, sin privarme de aquello a lo que estoy
apegado. Me resulta extremadamente duro "salir" de mí
mismo, de mi egoísmo, de mis cálculos, de mi confort, de
mis programas, de mis intereses, para llegar hasta el otro,
caer en la cuenta de su presencia, entrar en su problema,
penetrar en su sufrimiento.

Quiero ser yo quien decida a quién debo amar, quien


establezca quién es digno y quién no merece mi interés.

Y Cristo me hace entender que no debo excluir a nadie, ni


a los antipáticos, ni siquiera a quien me ha hecho algún
mal.

El maestro insiste en machacar sobre el clavo fastidioso de


que no debo ser yo quien "elija" al prójimo. El prójimo se
presenta como quiere, en el momento menos oportuno, de
la manera menos elegante; con las pretensiones menos
discretas, muchas veces con una cara repugnante.
Bah, sí estoy dispuesto a dar algo, especialmente de los
superfluo, después de haber hecho bien las cuentas de
caja.

Y Cristo me explica que no hay amor verdadero si no se


llega a "darse", o sea, a darse a sí mismo más que las
cosas.

Y este darse, en ciertas circunstancias, puede significar


"dar la vida por los amigos". Entonces me viene la duda de
que soy un analfabeto en cuestión de amor, aunque tenga
la palabra a todas horas en los labios. Bien lejos de ese
"no tengo nada que aprender". Soy un principiante que he
llamado amor a lo que era un simple egoísmo barnizado
de buenos sentimientos.

La cruz de Cristo. La señal de los clavos. La traición.


Frente a tales "ilustraciones", mi amor se pone en crisis,
ya no me atrevo a pronunciar esa palabra.

"...Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a


conocer". Menos mal, una frase que me tranquiliza,
después de esas precedentes que quemaban. Este Cristo
revelador de los secretos celestiales me gusta más que
ese Cristo que pretende que yo ame a mis semejantes
como él nos ha amado. En el fondo, Jesús viene de lo alto.
Su condición de Hijo hace que esté al corriente de los
secretos del Padre.

La idea de una religión "privilegiada" con Cristo, que me


admite en el ámbito restringido de los "iniciados", en la
élite de los elegidos para revelaciones sensacionales.
Señor, aquí estoy para escuchar tu Palabra. Estoy atento
para no dejar escapar ni siquiera una tilde de tus
confidencias.

Adelante, Señor, habla. Estoy dispuesto a acoger y a


custodiar todos los secretos que quieras desvelarme.

No me tengas más en suspenso. Estamos entre amigos, lo


has dicho tú. "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no
sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos,
porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer".

Espero con ansia este todo. Todo lo que has captado de


labios del Padre.

"...Esto os mando: que os améis unos a otros". Ahí está


todo el secreto. Todos los secretos reducidos a éste. Todas
las cosas son una única cosa. Del Padre ha oído todo esto.
Nada más. He entendido, Señor. Tu tarea de Maestro
termina al revelarme, al enseñarme una sola cosa. La
única cosa que no sé. La única cosa que no hago. Sin
embargo, la única cosa por la que vale la pena
comenzar...

ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO B
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1987.Pág. 99

9. ES/CV APOSTOLADO/EVON/ES

A través del episodio del centurión Cornelio y de Pedro, el


Espíritu Santo me enseña cuáles son las disposiciones
interiores del verdadero discípulo si quiere ser testigo y
sólo testigo de Dios. No testigo de sí mismo sino sólo
testigo de Dios. ¿De dónde viene, en efecto, la conversión
del centurión Cornelio? ¿De dónde viene que acepte la
revelación de Jesucristo? El texto nos lo revela
claramente: el Espíritu Santo estaba ya en acción en ese
hombre "temeroso de Dios". Ya sea sueño, visión, moción
interior, meditación orante, el mismo Espíritu Santo había
hallado el medio adecuado para hacer franquear a la
Iglesia del Cristo una etapa determinante. Porque todo
acto apostólico, y por consiguiente provocado por el
Espíritu Santo, no hace nunca más que encontrar la acción
del mismo Espíritu Santo en nuestro interlocutor. No es
Pedro quien convierte, por grande que sea el valor de su
testimonio y por alta que sea su autoridad, es el Espíritu
Santo. Del mismo modo, no es mi testimonio, tan modesto
y tan limitado, el que convertirá el corazón de quien tengo
ante mí; el Espíritu Santo se encargará de eso. Nosotros
mismos, cristianos, nada tenemos que enseñar a los
hombres: todo lo más, hemos de aceptar ayudarles a
reconocer la verdad de lo que el propio Dios ha inscrito en
el fondo de su corazón. Yo mismo tengo que aprender a
reconocerme humildemente como la respuesta que Dios
inspira al que está frente a mí. En su amor, el Espíritu
Santo se encarga de la libertad del otro -y en
consecuencia la respeta- infinitamente mejor de lo que yo
sabría hacer. Si fuese yo quien tuviera que convertir, no
sabría lograr la adhesión sin coaccionar un poco. Por el
contrario nada hay que temer del Dios Amor que creó al
hombre libre para hacerle participar libremente en su
propia libertad divina.

El único que convierte es, pues, el Espíritu Santo y debo


extraer de ello las consecuencias. En primer lugar, una
gran paz. No indiferencia, pues tengo que ser flexible en
las manos del Espíritu de amor. Tengo que obedecer, en
mi propia libertad, las mociones que procedan de él. Pero
en paz. Si la conversión procediera de mí, me provocaría
una gran agitación: unas veces sobrestimándome, estaría
afectado de una fútil vanagloria; otras veces
subestimándome, me inquietaría mi incapacidad para dar
dignamente testimonio e invocaría la mediocridad de mi
propia vida, la debilidad de mis conocimientos, la dificultad
de comunicarme o la falta de tiempo. Pero si el Espíritu
Santo convierte, no importan mis límites, mis debilidades
o mi pecado. A él solo corresponde la gloria y yo no soy
más que el instrumento -que él ha querido indispensable-
para su servicio. ¿No he tenido múltiples veces esa
experiencia? ¿En cuántas ocasiones, en los años pasados,
no he advertido con sorpresa que una palabra que yo
había pronunciado, tal acto que había realizado -muy a
menudo sin darme cuenta- se había trocado en llamada o
signo para uno de mis hermanos? Por ti, Espíritu de Dios,
esa palabra, ese acto, habían cobrado una significación
personal para alguien y permanecerían insignificantes para
los demás.

ALAIN GRZYBOWSKI
BAJO EL SIGNO DE LA ALIANZA
NARCEA/MADRID 1988.Pág. 150ss
10. GLORIA-DEI/QUE-ES:

Lo que Dios quiere de los hombres no es que le demos


gloria (además, ¿qué es lo que nosotros podemos darle a
Dios? ¿Qué es lo que Dios puede necesitar de nosotros?).
Lo que Dios quiere es que seamos felices y que nuestra
alegría llegue al colmo .

A MAYOR GLORIA DE DIOS

Dar gloria a Dios es la razón de nuestra existencia. Esto


nos han dicho durante mucho tiempo. Y es verdad. Lo que
pasa es que lo que se nos decía que era dar gloria a Dios
(organizar ceremonias muy solemnes, aumentar cada vez
más el número de afiliados a las organizaciones religiosas,
a las cofradías..., dar mucho prestigio a las instituciones
eclesiásticas...) todo eso no es seguro que coincida con la
gloria que Dios quiere que se le dé y se le reconozca.

En el evangelio de Juan, la gloria de Dios no es ni más ni


menos que el amor de Dios que se ve y se reconoce, el
amor leal que se puede experimentar y contemplar en
Jesús de Nazaret. Ya desde el principio del evangelio
queda claro en qué consiste esta gloria de Dios: "Así que
la palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros y
hemos contemplado su gloria -la gloria que un hijo único
recibe de su padre-: plenitud de amor y lealtad" (Jn 1,
14). Y cuando está para consumarse su entrega, al final
del largo discurso con el que Jesús se despide de sus
discípulos después de la última cena, Jesús hace una
oración dirigida al Padre que empieza con estas palabras:
"Padre, ha llegado la hora: manifiesta la gloria de tu Hijo
para que el Hijo manifieste la tuya... Yo he manifestado tu
gloria en la tierra dando remate a la obra que me
encargaste realizar" (Jn 17, 1.4). Esta es la gloria de Dios;
ésta es la gloria que Dios quiere que se le reconozca: su
amor sin límite manifestado en el amor sin límite de Jesús
de Nazaret, el Hijo de Dios que entrega su vida por amor a
los hombres, para que los hombres aprendan a hacerse
hijos de Dios entregando su vida por amor a los hombres.
"MANTENEOS EN MI AMOR"

Igual que el Padre me demostró su amor, os he


demostrado yo el mío. Manteneos en ese amor mío. Si
cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor,
como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre
y me mantengo en su amor".

La frase inmediatamente anterior al evangelio de este


domingo es ésta: "En esto se ha manifestado la gloria de
mi Padre, en que hayáis comenzado a producir mucho
fruto por haberos hecho discípulos míos" (Jn 15, 8). Esta
es la gloria que Dios quiere que le demos: que nos
quedemos siempre dentro del ámbito de su amor y que
actuemos en consecuencia; que demos fruto, como
decíamos el domingo pasado, practicando el amor fraterno
y agrandando cada vez más el espacio donde se practica
el amor.

Por eso el evangelista repite dos veces más el


mandamiento nuevo, el que sustituye a todos los demás
mandamientos: "Este es el mandamiento mío: que os
améis unos a otros como yo os he amado". Este es el fruto
que Dios quiere. Esa es la gloria que Dios quiere recibir de
nosotros.

Si realmente queremos darle gloria a Dios, como Dios


quiere que se la demos, no tenemos otro camino que éste:
amar a nuestros hermanos con el amor que, a través de
Jesús, recibimos del Padre.

Es importante destacar que, al formular este


mandamiento, Jesús se olvida de Dios. No nos exige que
amemos a Dios, sino que nos dejemos querer por él, que
permitamos que su amor fluya a través de nosotros y se
comunique a nuestros hermanos; de esta manera, brilla,
se manifiesta y puede ser contemplado la gloria de Dios.

EL COLMO DE ALEGRÍA

"Os dejo dicho esto para que llevéis dentro mi propia


alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo. Este es el
mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo
os he amado".

Pero lo que Dios quiere no es la gloria para sí; el


mandamiento de Jesús no está orientado a mayor gloria
de Dios. Lo que Dios quiere no es mostrar a los hombres
que es infinitamente bueno; esto es algo que se producirá
de una manera indirecta. Lo que Dios quiere, lo que Dios
busca, lo que Dios pretende -porque él es infinitamente
bueno-, es el bien del hombre, la felicidad del hombre:
"Os dejo dicho esto para que llevéis dentro mi propia
alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo". El sabe
que sólo el amor puede dar a los hombres la felicidad y,
primero, nos muestra su amor en el amor de Jesús, para
después decirnos que sólo en la medida en que seamos
capaces de amar al estilo de Jesús, la felicidad podrá ir
adueñándose de este mundo en el que hemos dejado que
eche raíces tanto odio, tanto egoísmo, tanta violencia,
tanto sufrimiento, tanta muerte y, por eso, tanta tristeza.

Si le hacemos caso, por supuesto que en el mundo


resplandecerá la gloria de Dio. Pero ese resplandor no será
otra cosa que la alegría de los hombres, la profunda
felicidad que se encuentra en la gozosa experiencia del
amor compartido.

RAFAEL J. GARCIA AVILES


LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990.Pág. 96ss.

11.

-Dar la vida por los propios amigos

El tema de este domingo es el amor. Permanecer en el


amor de Cristo, amarse los unos a los otros y dar la vida
por los propios amigos son las expresiones más notables
de la lectura evangélica de este domingo. Revela todo el
proceso de la salvación, el del amor: "Como el Padre me
ha amado, así os he amado yo... Este es mi
mandamiento: que os améis unos a otros": pro- ceso del
amor, proceso de la salvación.

Toda la lectura evangélica de este día está bajo el signo


del amor. "Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo". Ahora se trata de "permanecer en el amor". Este
amor nos ha sido comunicado y sabemos en qué consiste:
"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su
Hijo, como propiciación por nuestros pecados". Es deseo
imperioso de Cristo que los discípulos y nosotros mismos
permanezcamos en su amor. Jesús nos indica lo que esto
quiere decir concretamente: Cristo guardó fielmente los
mandamientos de su Padre y permanece en su amor. Otro
tanto sucederá con nosotros, si guardamos con fidelidad
los mandamientos de Cristo. Es preciso subrayar cómo
Juan nunca deja lugar a lo que podría ser una
metamorfosis abstracta del amor; rápidamente lo coloca
en su contexto concreto y realista.

Para hablar Jesús de nuestra unión con él, se sirve de los


mismos términos que emplea para describir sus relaciones
con su Padre. Si se trata de una analogía. ésta indica
vigorosamente la intimidad de nuestras posibles relaciones
con Dios. El amor entre las Personas divinas, Padre e Hijo,
se les comunica a los hombres. Cristo señala la calidad de
este amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos". Y Jesús identifica entonces a sus
amigos: son sus discípulos. La alusión a la Pasión es
manifiesta. Pero el don de la vida por parte del amigo sólo
tiene sentido si se guardan sus mandamientos, pues sólo a
este precio se es amigo. Cualidad de la amistad es no
ocultar nada, sino comunicarlo todo. Y eso es lo que hace
Jesús: todo lo que ha oído al Padre lo da a conocer.
Estamos, pues, en intimidad con las Personas divinas, por
eso ya no somos siervos sino amigos. La calidad de esta
amistad proviene del hecho de haber sido elegidos por
Cristo. Se trata, efectivamente, no de una posible amistad
entre seres humanos, sino de unas relaciones de amistad
entre Dios y el hombre pecador. Dios es, por lo tanto,
quien tiene toda la iniciativa en el llamamiento a la
amistad. Había dicho Jesús en otra parte: "Nadie puede
venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado" (Jn 6,
44). Esta amistad, respuesta a la elección hecha por Dios,
no es posible si no nos amamos unos a otros. Cristo
vuelve a insistir en ello.

Consecuencia de este amor es "ir y dar fruto". Podría


discutirse sobre la manera de entender el texto: "Ir",
como traduce el misal español, y "dar fruto", son dos
expresiones separadas, lo cual legitima estar atentos a
ambas expresiones. La primera indicaría una misión, y la
segunda el resultado de esa misión y de ese amor: dar
fruto. La Biblia de Jerusalén da una traducción semejante
a la anterior: "...que vayáis y deis fruto". Otros prefieren
unir las dos expresiones: id a dar fruto. De todos modos
se presenta al amor como observancia de los
mandamientos indispensables para dar fruto. Estamos
siempre en la imagen de la vid, cuyos sarmientos sólo dan
fruto a condición de permanecer unidos a la vid.

Otra consecuencia de este amor de unión con el Padre y


con el Hijo en el Espíritu es que podemos pedirle todo al
Padre en nombre de Cristo, y se nos concederá.

Al final de este pasaje del evangelio, vuelve a florecer de


nuevo en labios de Cristo su insistente recomendación:
"Esto os mando: que os améis unos a otros".

-Dios nos amó y nos envió a su Hijo

La segunda lectura repite el tema del amor, tan querido


para san Juan. Amarse unos a otros, ya que el amor viene
de Dios. El amor que nos hace hijos de Dios y capaces de
"conocerle" son expresiones típicas de san Juan: el amor,
el conocimiento, la cualidad de hijo adoptivo. Pero el amor
de Dios no se queda nunca en lo abstracto; se ha
manifestado por el envío del Hijo para darnos la vida. Esa
es la señal del amor: Dios tomó la iniciativa de enviarnos a
su Hijo, como propiciación por nuestros pecados.

Decir que Dios es amor podría quedar reducido a una


proposición abstracta, pues el amor no existe si no se
manifiesta. Ahora bien, el amor se manifestó en Jesús. La
encarnación del Verbo es la manifestación más
esplendorosa que puede darse del amor de Dios hacia
nosotros. No obstante, este mismo envío del Hijo podría
ser entendido, en absoluto, como un gran gesto de amor,
pero como un gesto aislado. Pero no cabe entender así el
envío del Hijo por ir unido a toda la historia de la
salvación. Por lo tanto, al enviar Dios a su Hijo unigénito,
no realiza un gesto que podría ser una mera actitud
pasajera y aislada, a pesar de su grandeza y su
generosidad; sino que toda la historia de la salvación
prepara y completa el envío del Hijo. Hay que subrayar
también la gratuidad de este amor. Dios que tomó la
iniciativa amó el primero; él eligió. Se comprende, pues,
por qué el texto griego de la Escritura ha preferido, entre
otras expresiones similares para expresar el amor de Dios
hacia nosotros, la de agapé y no la de eros, amor de
deseo que ha de satisfacerse, amor pasional, como
tampoco la de filia que significa la amistad recíproca de
igual a igual. El agapé de Dios expresaba excelentemente
la divina benevolencia y su iniciativa. La preocupación de
Juan por la joven Iglesia es la de la caridad que debe
reinar entre sus miembros para que se manifieste el agapé
de Dios mismo, centrado en el envío del Hijo. Si la
expansión de la Iglesia está condicionada por la revelación
del amor de Dios hecha a los hombres, esta revelación se
realiza mediante la señal del amor fraterno: nos es dado
revelar el amor de Dios y el envío del Hijo, como se nos da
transmitir el "conocimiento" de Dios; pero sólo podemos
hacerlo a través de una comunidad que sea señal del
agapé de Dios, es decir, que viva en la unidad de la
caridad.

-El espíritu dado sin acepción de personas

Este amor que se manifiesta por el envío del Hijo y el don


del Espíritu quiere abarcar a todos los hombres:
universalidad de la salvación y del amor del Padre. Así
reconoce Pedro que el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3,
8). Es ése un momento importante para la Iglesia; hubiera
podido quedar cautiva de una nación o de una raza. Aquí
el Espíritu se manifiesta incluso a los gentiles. Adorar a
Dios y practicar la justicia es suficiente para determinar el
don del Espíritu y provocar la fe.
El salmo responsorial canta con entusiasmo esta
maravilla:

"el Señor revela a las naciones su justicia" es el estribillo


elegido para el salmo 97:

El Señor da a conocer su victoria,


revela a las naciones su justicia...
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.

También podría gustarte