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Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Humanidades
Departamento de Filosofía
SFA - Concepciones de la felicidad (2020-I)

David Alejandro Roa Ramírez

La moralidad como supremo bien

Del supremo bien y del supremo mal es una obra que se centra, como se hace explícito en el
libro I, en la indagación por el fin hacia el cual deben ordenarse los principios del vivir
bien; por aquello que persigue la naturaleza como el supremo bien y aquello que rechaza
como el supremo mal; por lo mejor en todas las funciones de la vida (SBSM I 11). Con esas
preguntas en el lugar central, se despliega, a lo largo de los dos primeros libros, un diálogo
entre Torcuato, Cicerón y Triario1 acerca de sobresalientes posturas filosóficas que han
reflexionado sobre los bienes más valiosos y los peores males. La dinámica del diálogo se
desarrolla a través de una serie de exposiciones en las que se plantean los principales
aportes de la teoría en cuestión y se confrontan con críticas que, en esta sección, se
presentan en la voz de Cicerón y atacan al epicureísmo defendido por Torcuato. Se trata de
un tipo de texto a partir del cual Cicerón pretendería plantear su concepción de bien y mal
supremos haciendo uso de una serie de confrontaciones que irían mostrando poco a poco lo
falso o inválido de los planteamientos en cuestión y decantando progresivamente algunos
que fueran verdaderos o más cercanos a la verdad2. Así, la doctrina que se aborda en el
primer diálogo -libros I y II- es el epicureísmo, puesto que, a los ojos de Cicerón, es la más
fácil y la más conocida por la mayoría (I 13). Es Torcuato quien la presenta y defiende, y lo
hace como respuesta a una serie de cuestionamientos iniciales de Cicerón. Su exposición
será el núcleo de todo el primer libro del texto. Es ya el libro II el que se ocupa de manera
más cabal en la refutación que hace Cicerón de esta teoría y donde se plantea de manera
más lograda la concepción que tiene este autor acerca del bien supremo. En este texto
procuro presentar, primero, algunos de los puntos más importantes de la refutación que
Cicerón desarrolla contra el epicureísmo expuesto por Torcuato; segundo, algunas ideas
capitales de lo que Cicerón considera el supremo bien; y tercero, una consideración final
sobre el valor de esta postura para nuestro seminario, y también una breve intuición de sus
limitaciones a los ojos contemporáneos.

1. La disputa con el epicureísmo de Torcuato

Para abordar la concepción que Cicerón tiene del supremo bien es necesario señalar
algunos puntos fundamentales de su crítica al epicureísmo expuesto por Torcuato a lo largo
del libro I. Según este último, Epicuro coloca al supremo bien en el placer ( hedoné),
entendido como ausencia de dolor. Con esta misma palabra, sin embargo, se hace
referencia a un placer con contenido positivo, es decir, un placer que no es exclusivamente
negación del dolor y que Torcuato llama ‘placer en movimiento’ –‘placer estable’ será el
nombre para el placer supremo-. Una de las críticas más insistentes de Cicerón versará
1
Aunque este último es un personaje del diálogo, tiene una participación muy secundaria.
2
Es lo que se conoce como “discusión en los sentidos contrarios” (disputatio in utramque partem) (Pimentel,
2002, p. XXVII).
sobre el hecho de que Epicuro haya dado el mismo nombre a dos formas de placer tan
distintas. Según él, una cosa es el placer de beber cuando se tiene sed, lo que sería un
‘placer en movimiento’, y otra muy distinta sería el estado –‘placer estable’- que se alcanza
una vez la sed ha sido saciada. El hecho de que esas formas del placer supongan
experiencias tan distintas lleva a Cicerón a criticar fuertemente la intención de volverlas
una sola cosa, intención que se escondería en el hecho de asignar a ambas la misma palabra.
Es interesante ver cómo a Cicerón no le resultan tan odiosas las posturas que, en relación
con esto, sostienen Aristipo y Jerónimo de Rodas (II 19). El primero, ubica el supremo bien
en lo que comúnmente se conoce como placer; el segundo, en la ausencia de dolor. Aunque
las considere erradas, estas posturas no le resultan tan odiosas como la de Epicuro, pues en
ellas al menos no se trata de mezclar dos cosas tan distintas bajo la misma palabra. La
crítica con respecto al tratamiento de esta palabra –‘placer’- es muy insistente a lo largo del
libro II y lleva a Cicerón a criticar su escogencia como bien supremo, pues el sentido
común que suscita es, más bien, de mala reputación. Ante esto, anticipa la típica respuesta
de los epicureístas, esto es, que cuando se habla de ‘placer’ Epicuro hace referencia a un
significado más complejo que el que se maneja comúnmente, o, en otras palabras, que
aquel que lo critica por esto en realidad no sabe de qué ‘placer’ está hablando Epicuro.
Cicerón no solo se muestra abiertamente en contra de esta idea, sino que además la
ridiculiza un poco, al punto de mostrar su irritación porque se le estaría insinuando que no
conoce el significado de placer, ni en griego (hedoné), ni en latín (voluptas)3. En efecto, la
significación del vocablo latino voluptas puede referir a “una alegría en el espíritu y una
suave impresión de deleite en el cuerpo” (SPSM II 13), pero no admitiría una experiencia
tan distinta como la de ausencia de dolor. Esta ha de ser comprendida, más bien, como un
estado adicional al del placer y al del dolor.
Otro punto capital de su crítica al epicureísmo parte de su lectura de la décima máxima
capital: ‘Si las cosas que causan placer a los voluptuosos (luxuriosis en latín / asótous en
griego) los libraran del temor a los dioses, a la muerte, y al dolor, y les enseñaran cuáles
son los límites de los deseos (cupiditas en latín / epithymia en griego), nada tendríamos que
reprocharles, ya que por todas partes estarían colmados de placeres (voluptas en latín /
hedoné en griego), y no tendrían ningún dolor ni sufrimiento’ (II 21). Cicerón la encuentra
absurda, pues parece sugerir que el voluptuoso (asótous) puede llegar a ser sabio y, por
tanto, puede no ser objeto de reproche. Por voluptuoso (asótous), calificativo que luego se
traducirá como disoluto o libertino, Cicerón se refiere a la persona que vive
desbordadamente en la búsqueda de los placeres, por lo que no pueden ser limitados, pues
éste los persigue de manera ciega, desmedida, ilimitada. Así, no es posible que haya
placeres que enseñen a los voluptuosos a determinar los límites de sus deseos, pues, por
naturaleza, aquello que persiguen con avidez es algo que los arrastra ciegamente. Por ello,
para Cicerón es inaceptable esta máxima, pues le sugiere la idea de que no reprochar
al disoluto es posible siempre que limite sus deseos, pero justamente un disoluto no
hace sino perseguirlos ciegamente, como quien es arrastrado por una pasión 4. Esto

3
“Y por eso vosotros soléis decir que nosotros no comprendemos de qué placer habla Epicuro. En verdad que
cuando se me dice esto […], aunque soy bastante moderado en la discusión, a veces me irrito un poco. ¿Acaso
no entiendo yo lo que significa hedoné, en griego, y, en latín, voluptas? ¿Cuál de las dos lenguas es la que
ignoro? (SBSM II 12).
4
En este punto hay, sin embargo, una interesante dificultad de orden filológico. En la edición de gredos,
Herrero escoge traducir el término cupiditas, en algunos lugares, como deseo, y en otros como pasión (II 22).
Mi intuición es que esta segunda elección quiere reforzar una idea en la que Cicerón se va a mostrar muy
lleva al impase de sugerir que es posible no reprochar a los libertinos siempre y cuando no
sean libertinos, o a los malvados siempre y cuando no sean malvados (II 23). No puede
decirse que una persona que cifre el bien supremo en el placer viva felizmente, pues
fácilmente puede volverse un disoluto (asotous), y esto está muy lejos del ideal de vida
buena que tiene en mente Cicerón.
Además de esto, Cicerón señala que el placer no necesariamente implica lo bueno. Su
ejemplo, basado en el personaje de Lelio (II, 24), se refiere a los juicios que pueden hacerse
acerca de la comida: alguien puede disfrutar mucho con un alimento, pero esto no implica
necesariamente que se haya alimentado bien; se pueden saciar los antojos del gusto sin
recurrir a una buena nutrición. Pero, si se pone en primer lugar, no al placer, sino al bien, sí
se da la comunión de ambos términos: “Todos los que comen bien comen con gusto,
mientras que quienes comen con gusto no siempre comen bien” (II 24). Aquí comienza a
aflorar la concepción del supremo bien para Cicerón, la cual, como hemos visto, surge
del distanciamiento de la idea epicúrea del placer como bien supremo. Sin embargo, a
medida que se expone con mayor amplitud, esta nueva postura va a mostrarse con un rostro
de rigidez y firmeza de tal magnitud que su oposición al placer se volverá radical, al punto
de afirmar la necesidad de arrancarlo si se quiere tener una vida recta 5. Esta nueva postura
va a cifrar el bien supremo en palabras como: virtud (virtus), deber (officium) y moralidad
(honestum) y concebirá la filosofía como un ejercicio que depura lo vano -dentro de lo que
Cicerón ubica las pasiones- e identifica y persigue lo verdaderamente bueno y necesario
para una vida feliz6.

2. La doctrina de Cicerón

La disputa con Torcuato ha llevado a Cicerón, no solo a señalar los impases que implicaría
una concepción del placer como supremo bien, sino también a darle contenido a su propia
doctrina, con respecto a la cual espero presentar algunos puntos fundamentales en esta
sección.
Lo moral (honestum) es aquello que se alaba por sí mismo, aquella acción que merece ser
alabada sin considerar cualquier utilidad o provecho que obtenga quien la lleva a cabo. (II,
45). Esta persona es moral porque lleva a cabo sus acciones no en búsqueda del placer, o de
su propio interés, sino porque se trata de acciones con valor moral intrínseco. Es ese el fin
al que se dirige la naturaleza humana, cuya razón tiene una fuerza intrínseca que ubica a los
seres humanos en un campo en el que su forma de llevar la vida se juega,
fundamentalmente, con otros. El placer como bien supremo, que no hace sino dirigir toda
acción, en último término, al sujeto mismo, se opone a la moralidad, campo en el que está
por encima la consideración de los otros 7. En efecto, en esta sección del diálogo

insistente después de su crítica a esta máxima, a saber, que el deseo –el despertado por una búsqueda
exclusiva del placer- puede llevar a una vida libertina, arrastrada por las pasiones, pues un deseo (cupiditas)
tal no tendría límite (II 22).
5
“Es preciso pues excluir el placer, no sólo para que podáis seguir la vía recta, sino también para que podáis
hablar con moderación” (II, 25).
6
“¿Qué clase de filosofía es esa que no enseña el exterminio de la maldad, sino que se conforma con cierta
moderación de los vicios [o de las pasiones (cupiditas)]?” (II 27).
7
“No ha nacido [el hombre] para él solo, sino para la patria y para los suyos, de manera que es muy pequeña
la parte que a él le queda” (II 45).
comenzarán a aparecer palabras que aluden de forma significativa a este nuevo ámbito: lo
público, la asamblea, el senado, los conciudadanos, la patria.
Esto podría llevarnos a pensar que el contenido de la moralidad, esto es, las virtudes, las
leyes8, tiene valor por ser legitimado por otros. Una acción sería virtuosa en tanto sea
reconocida como tal por los otros miembros de la comunidad. Pero, a pesar de que Cicerón
esté evidentemente atravesado por el peso de la ley romana y de las circunstancias que
constituyen a la Roma de su tiempo –cuyo esplendor parece oponer a la decadencia de
Grecia9-, quiere considerar que el contenido de la moralidad es de carácter universal y, por
ello, la aprobación o alabanzas que otros den a acciones virtuosas no acrecienta ni modifica
su valor, el cual reside todo en ellas mismas, es intrínseco 10. Siendo este el supremo bien,
y ya no el placer, Cicerón afirma que una vida verdaderamente agradable, placentera,
lo es por ser una vida moral11. Ese valor intrínseco proviene de la natural disposición
del ser humano, cuyos fines han de ser más altos que el vivir preso de la mera
persecución de lo placentero, y cuya fuerza es de tal magnitud que su validez no se
restringe a una comunidad específica, sino que cobijaría a todo ser humano:
“partiendo del amor a los familiares y a los suyos, se extiende cada vez más y se une en
sociedad primero con sus conciudadanos, luego con todos los mortales” (II 45).
Seguir los mandatos de la moralidad, actuar conforme al deber, actuar conforme a la virtud,
a la ley, por encima del placer y, muchas veces, a costa del placer mismo, constituye una
vida digna de ser considerada como feliz: “no consiste la felicidad en la alegría ni en la
lascivia ni en la risa o en la burla, compañera de la frivolidad, sino que muchas veces,
incluso los tristes, gracias a la firmeza y a la constancia, son felices” (II 65). Esta
afirmación, que nos parece abiertamente contraintuitiva, pues solemos oponer la tristeza a
la felicidad, parece referirse al hecho de que el ejercicio de las virtudes es de tal valor que
los dolores y dificultades que se afrontan en la vida por causa de la fortuna –y que nos
pueden provocar tristeza- son nimios al lado de la riqueza intrínseca que trae consigo el
cumplimiento del deber. Esta postura es de tal radicalidad, que Cicerón califica al ser
humano abatido por la tristeza, los dolores, como alguien débil y vergonzoso, pues no es
dueño de su vida12. El ejercicio de la moralidad, la virtud, es el mejor remedio contra la
tristeza, a tal punto que, todo aquel afligido por los golpes del destino, encuentra en la vida
recta el camino para ser feliz. Frente a todo este panorama, la filosofía juega un papel
fundamental, pues debe pensar la cuestión de las virtudes y ejercitar la razón en pro del
encadenamiento de las pasiones, de los impulsos que persiguen de manera exclusiva el
placer o el interés propio. La filosofía, en esa comunión con la moralidad, es un ejercicio
que nos acerca a la vida feliz.

3. Consideración final

8
Parece que las leyes son expresión de las virtudes. Sobre esto hablaré un poco más al final.
9
Véase la nota 200, que acompaña un pasaje de II 68.
10
“No debe afirmarse que algo es moral porque lo alaba la multitud, sino porque es de tal naturaleza que,
aunque los hombres lo ignorasen o permanecieran callados, sería digno de alabanza por el esplendor de su
belleza” (II 49).
11
“no se puede vivir agradablemente si no se vive también moralmente” (II 49). (También lo decía
Epicuro)
12
“Mejor será decirle que es vergonzoso e indigno de un hombre mostrarse débil en el dolor, desmoronarse y
sucumbir” (II 95).
Es interesante considerar cómo el bien supremo para Cicerón es uno que se juega en la vida
con otros. Su oposición a la postura que cifraba el mayor bien en el placer se resalta en el
hecho de que, en esa postura, todo parece dirigirse en último término al sujeto que actúa.
Todas sus acciones se dirigirían a la satisfacción de un placer personal, individual. Por el
contrario, la moralidad es un bien que está atravesado, fundamentalmente, por la
consideración de los otros, consideración que está por encima de la satisfacción del interés
propio y, en ocasiones, en contra del mismo. Desde esta perspectiva, la felicidad es
inconcebible sin el ejercicio de la virtud, lo cual lleva implícito un marco de acción que
implica a los otros. Se trata de una concepción de la felicidad que se basa en el deber
que se tiene con los otros. Diría que este es uno de los aspectos más significativos de la
postura de Cicerón para los intereses de nuestro seminario: el surgimiento del otro en el
ámbito de la moralidad –el supremo bien-, y la filosofía entendida como un ejercicio
de reflexión y práctica de las virtudes, es decir, con una significativa repercusión
social y política. El mismo Cicerón señala, al principio del diálogo, cómo su labor
filosófica no pretende otra cosa que hacer mejores a sus conciudadanos13.
Sin embargo, también es cierto que esa consideración por los otros puede estar mediada, en
muchos casos, por la ley, frente a la cual Cicerón siente una confianza quizás excesiva. De
esa valoración máxima de la ley –que sería una expresión de la virtud- se siguen varios de
los ejemplos a los que ha hecho alusión a lo largo del diálogo, en los que aparecen
individuos que, por su firme convicción en el deber, llevan a cabo acciones que no solo van
en contra de su propio interés, sino que hoy nos serían muy difíciles de calificar como
buenas y, mucho menos, como etapas de una vida feliz. Me refiero a las diversas alusiones
a personajes que mueren por su patria, que deciden infligirse la muerte antes que traicionar
a su patria, o que destierran o condenan a muerte a sus hijos por haber roto una ley 14. Me
parece que estos ejemplos son loables para Cicerón porque parte de una confianza ciega en
la ley, confianza que se basa en un supuesto que podría resultarnos, cuando menos,
discutible: es el supuesto de que la ley es siempre expresión de la moralidad, de que la ley
siempre es lo bueno. El esplendor de Roma -como el esplendor de cualquier pueblo- puede
llevar a pensar que sus leyes son la expresión de una moralidad universal, del deber ser
dictado por la naturaleza. Sin embargo, la historia nos ha mostrado cómo, amparados en esa
intuición, muchos pueblos han arrasado con otros.

Referencias bibliográficas

Cicerón, Marco T. Del sumo bien y del sumo mal. (Trad. Victor-José Herrero Llorente).
España: Gredos.

Pimentel, J. (2002). Introducción. En: Marco T. Cicerón. De los fines de los bienes y los
males. Libros I y II. (Trad. Julio Pimentel Álvarez) Bibliotheca Scriptorvm
Graecorvm et Romanorvm Mexicana. Ciudad de México: UNAM.

13
“debo, sin duda, en la medida de mis fuerzas, trabajar también para hacer más doctos a mis
conciudadanos con mi actividad, mi esfuerzo y mi fatiga” (I 10).
14
Por ejemplo, Tito Manlio (I 23, nota 96), Tito Torcuato (I 24, nota 97), Temístocles (II 67, nota 197).

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