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ÁLBUM FAMILIAR

(título provisional)

Ana Salas
PRIMERA PARTE

Amparo y su familia

La película sobre la infancia de mi madre

Mi madre, Amparo, me ha contado muchas veces, a lo largo de los años, pequeñas escenas
de su infancia. Cuando me las cuenta, las veo, como fragmentos de una película. Estas
imágenes ya están grabadas en mí. Por eso tengo la idea de hacer una película de ficción
que estaría compuesta por estas imágenes, y otras que vendrían a completarlas. Escribir la
película sería como descubrir las imágenes faltantes, las que completan el rompecabezas, a
partir de las que ya tengo en la mente.

Cuando pienso en esta posible película, siempre me vienen a la mente Cría cuervos de
Carlos Saura y El espíritu de la colmena de Víctor Erice. Seguramente Ana Torrent, la
pequeña actriz de las dos películas y el misterio de su mirada oscura y honda, me hace
pensar en la niña que fue mi madre, aunque los ojos de Ana Torrent son negros, y los de
Amparo Vega verde claro.

Escenas como estas:

Amparo tiene unos cuatro años. Es como una muñeca muy linda, pero su cara ya tiene algo
de adulta, no es totalmente una cara de niña. De hecho, su cara de niña se parece mucho a
su cara de adulta.

La niña juega con los hermanos a las escondidas, en la amplia casa de Teusaquillo. Se
esconde en un armario. Se escuchan los gritos de sus hermanos buscándose entre ellos,
buscándola, hasta que se cansan de hacerlo y siguen jugando sin ella. Ella nunca sale.
Permanece horas escondida en el armario oscuro.

La niña entra al baño de baldosas blancas con rombos verde oscuro. Se empina para abrir
el pequeño cajón detrás del espejo y coge un frasco de alcohol antiséptico. Se toma un
trago. La escena se repite varias veces, durante lo que se entiende como un largo período
de tiempo (uno o dos años).
Mientras Mauricio, su hermano, un año mayor que ella, juega con el perro y se distrae
jugando en la terraza, Amparo está en el lavadero, un cuarto oscuro de cemento, y se
queda encerrada mirando por un huequito que da a los techos vecinos, durante horas.

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Sin duda la escena central de la película sería la escena del rapto: cuando un hombre se
llevó a la niña, que estaba jugando en un parque, y estuvo a punto de robársela. ¿En qué
momento de la película estaría?

Tal vez la versión escrita de esta historia podría ser la construcción de una película
imaginaria.

Amparo, mi madre y Mario, su padre

Siempre he tenido la impresión de que mi madre quiso a su padre con mucha fuerza, y sin
embargo, supe que durante años, lo odió. Desde muy pequeña, durante unos quince años.

El odio se desencadenó con el siguiente episodio: Danilo, su hermano menor, de unos dos
años, y ella, de unos cinco, estaban jugando a subirse a un mueble de metal con unas
salientes afiladas. Danilo, el pequeño, se hirió con una de las salientes y lloró desconsolado.
Entró el padre de los niños, Mario. El pequeño, lloroso y herido, señaló con su dedito a
Amparo. El padre, furioso y descontrolado, arrinconó a la pequeña niña y con su enorme y
fuerte mano blanca le pegó cachetadas con los dos lados de la mano, sin parar. La niña
bajaba la cabeza, llorando, y él se la levantaba agarrándola del pelo, para seguir pegándole
sin descanso.

La madre de la niña, Lilia, llegó en la mitad de la escena y la presenció desde una esquina
del cuarto, sin defenderla.

La niña vivió ese momento con un sentimiento tal de injusticia, que nació en ella un odio
profundo hacia su padre y un fuerte resentimiento hacia su madre, que no la había
defendido. Sintió odio hasta los veinte años aproximadamente, ese oscuro sentimiento
duró intacto en ella durante todo ese tiempo, y la distanció de sus padres, especialmente de
su padre, con quien no hablaba nunca más de lo necesario.

Al contar la historia hoy, casi sesenta años después de ocurrida, mi madre piensa por
primera vez que tal vez pudo haber empujado a su hermano sin querer, que tal vez él se
hirió por un gesto suyo, que no era premeditado. Dice también que su padre podía estar de
mal humor y que tal vez su madre estaba ella misma asustada del estado de furia de su
esposo. Relativiza los hechos. Pero la niña simplemente vivió la injusticia en carne propia
y esa injusticia sembró en ella la semilla de un odio feroz.

Ya adulta, decidió dejar de odiar a su padre, pero cada vez que intentó acercarse a él,
hablar con él, llegaba Lilia, su madre, y los interrumpía. ¿Serían celos? Se pregunta. La
hija no pudo hablar con su padre.

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Hacia sus cincuenta o sesenta años, mi abuelo Mario empezó a desarrollar varias
enfermedades; diabetes, enfisema pulmonar - por haber sido un fumador empedernido,
problemas cardiacos, entre otras.

Un día, cuando él tenía setenta y tres años, mi madre llegó a la casa familiar y lo
encontraron tirado en la tina, inconsciente. Mi madre, asustada, pidió que lo llevaran
inmediatamente al hospital. Alguien propuso ponerle azúcar debajo de la lengua por su
condición de diabético, pero él no reaccionó inmediatamente y mi madre insistió en
llevarlo. Lo cargaron hasta el carro. Ya en camino hacia el hospital, se despertó, pero
decidieron seguir adelante hacia Urgencias.

Mi abuelo no salió vivo de esa visita al hospital. Los médicos le dieron un medicamento
contra los infartos equivocadamente y olvidaron decirle que no podía pararse. Mi abuelo,
que era un bromista, se levantó a tomarle el pelo a las enfermeras y tuvo tres infartos
seguidos. Lo atendieron y más tarde tuvo otros tres. No pudo recuperarse y murió.

Durante los últimos días de mi abuelo, mi madre quiso decirle que lo quería. Nunca lo
había hecho. Fue al hospital, donde lo tenían en condiciones infrahumanas, entubado, con
un pañal, sin cobija, y con las manos amarradas a la camilla. Mi madre le cogió la mano,
mirándolo con mucha tristeza… Las palabras no salieron de su boca.

Ese día, ella llegó a su casa, nuestra casa, y se tiró en su cama a llorar durante varias horas,
sin parar, sintiendo la inmensidad del dolor de no haber logrado decirle que lo quería.

A los dos días, Mario Vega murió. Su muerte, tal como ocurrió, fue devastadora para mi
madre. Treinta años después, aún se siente culpable de haberlo llevado al hospital, de
haber insistido en hacerlo. No haber podido decirle ese día que lo quería es una de sus
grandes heridas. Nunca se lo dijo. La imagen de los últimos días de su padre, en la camilla,
como un animal desnudo, atado y sufriente, está impresa en ella.

Mi madre, Amparo

Hay algo muy particular en mi madre, algo que a pesar de mis intentos por comprenderlo,
se me escapa. Ella es consciente de su singularidad, se siente aparte en el mundo, distante
de él, desde sus primeros recuerdos.

Es una mujer muy bella, realmente, no lo digo porque sea mi madre. Y su belleza esconde
lo que ruge en su interior. Cuentan que en su juventud, cuando caminaba por las calles, los
carros paraban porque los conductores se quedaban embobados mirándola. Cuando iba en
los buses, y todos, hombres y mujeres, la miraban, ella pensaba que tenía algo en la cara,
una mancha o un bicho, entonces se escondía detrás de su largo pelo lacio y brillante, casi

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rubio. Decían que era la más bella de la universidad. Ella ignoraba su hermosura. Su
madre, según cuenta ella, siempre criticó su físico. Decía que tenía las piernas gordas, la
espalda cuadrada.

Repulsión, la película de Roman Polanski en la que Catherine Deneuve interpreta a una


joven rubia llamada Carole, que vemos paulatinamente perder la cordura, me hace pensar
en mi madre joven; esa bella mujer que no sabía que lo era, tan solitaria por dentro, tan
aislada del mundo, con sus ojos verdes brillantes y ausentes. Me la imagino caminando por
las calles, como camina Carole, ensimismada, en un mundo paralelo.

El abuelo Mario

Alguna vez escuché decir que mi abuelo Mario era rubio, de ojos azules, porque tenía un
ancestro ruso. Un ruso que vino a Colombia y dejó embarazada a su abuela o su bisabuela.

Cuando era muy pequeño, de unos dos o tres años, Mario tenía el cabello hasta las rodillas,
peinado en rizos dorados perfectos, y lo vestían como una niña. Y cuando la gente,
impresionada por esa pequeña rubia, tan poco común en el campo colombiano, decía: “¡Qué
linda, la niña!”, le levantaban la falda, sin calzones debajo, y mostraban sus genitales,
diciendo: “¿Cuál niña? ¡Es un niño!”

Las anécdotas de las bromas de Mario Vega son incontables y han sido contadas y
repetidas durante décadas por todos los miembros de la familia, incluyéndome. La que más
me gusta, sin duda, es la navideña:

Los 24 y 31 de diciembre, durante las fiestas de Navidad y de fin de año, mi abuelo Mario
dejaba en los buses un paquete empacado con papel de regalo, que llevaba una tarjeta
escrita con nombres al azar: “De: Juan / Para: Eduardo”.

En el paquete, iba una botella de whiskey fino, que él había llenado, muy cuidadosamente,
con sus propios orines. Se subía en los buses con el paquete, y se bajaba de ellos
habiéndolo “olvidado” en una silla. No puedo dejar de imaginarme la malicia de sus ojos
azules en ese momento, su ligera sonrisa, lo veo luego en su cama, por la noche, riendo
interiormente de toda la historia que tendría el paquete, imaginada por él.

No necesitaba ver a los tontos alegres festejando con vasos de orines con hielo, le bastaba
imaginarlos. Y claro, la imaginación permite algo más que la realidad; cuántas
posibilidades, cuántas versiones de lo que pudo pasar con cada botella dejada en un bus.
Pensándolo bien, es probable que nadie haya llegado a tomarse los orines de mi abuelo,
pues la botella no estaba sellada, y podría despertar sospechas, o, ya servidos los vasos, se
podrían haber percatado del canje por el olor. Pero ese paquete abandonado disparaba su

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imaginación maligna, y sigue disparando la de todos los que repetimos la historia y la de
todos los que la escuchan, cada vez que es contada.

A mi abuelo Mario le gustaba gastar bromas pesadas. Otra de las más famosas y de mis
preferidas, es la del queso en las fiestas de mis tíos. Era el final de la década de los 70. Mi
madre se había casado con mi padre en 1978 y sus hermanos Mauricio, Danilo y Mario
Junior, quedaron liberados de la responsabilidad y la carga de tener que acompañar y
cuidar cada uno de sus pasos.

Empezaron las fiestas de los tres hermanos universitarios en la casa familiar, los sábados
por la noche. Fiestas con baile y alcohol. Mi abuelo Mario y mi abuela Lilia se subían
temprano a dormir – o a intentar dormir. Pero antes, mi abuelo había preparado con
esmero, nuevamente, toda una puesta en escena que lo haría reír muchos días. En la tarde,
había ido donde el zapatero a comprarle suela blanca de zapatos. Había ido donde el
carnicero a pedirle el favor de cortarla en cubitos. Había comprado palillos de madera en la
tienda y había guardado todo esperando la noche.

Por la noche, llegaban los invitados, se saludaban, brindaban, empezaba el baile y las
botellas se desocupaban. Mario se desvelaba echando vistazos de vez en cuando para
revisar el estado de embriaguez de los jóvenes. Cuando los veía bien entonados, disponía
los cubitos de suela blanca de zapato en platos, enterrando en ellos la punta de los palillos
y los iba dejando discretamente en las mesas, como si fueran cubitos de queso blanco.
Luego, se subía al cuarto a reír consigo mismo – mi abuela no estaba enterada de nada – y
su mayor alegría era bajar la mañana siguiente a verificar, entre el desorden, los pedazos
de suela mordisqueados.

Siento que algo de esa malicia pervive en mí.

La noche de la velación de mi abuelo, los que estaban reunidos en la funeraria empezaron a


recordar las anécdotas que cada uno tenía de las bromas que les había hecho Mario,
Mayito, don Mario… Rieron toda la noche, y sin duda él reía con ellos. Yo tenía diez años
y no estuve esa noche en la funeraria. Creo que mi madre tampoco.

Entre los recuerdos que yo tengo de la muerte de mi abuelo, hay uno especialmente
vívido. Cuando él estaba muy enfermo en el hospital – no recuerdo haber ido a verlo – yo
me miré en mi espejo, un bonito espejo con marco dorado, adornado de flores y de
pequeños espejos, que es un sobreviviente entre tantos otros objetos rotos, dañados,
botados, perdidos, robados por el tiempo, y que tengo en mi cuarto ahora. Con lágrimas en
los ojos le pedí a Dios que no se fuera a morir. Yo no conocía la muerte, nunca había
estado cerca a ella y no sabía lo implacable que es. Un par de días después, mi abuelo
Mario murió.

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Mi madre en su cama

La muerte de mi abuelo sumió a mi madre en una profunda tristeza. Tal vez incluso en una
depresión. Y ahora, escribiendo, me doy cuenta de que quizás en ese momento en el que
me miré al espejo y pedí que mi abuelo no muriera, intuía que su muerte iba a cambiar
muchas cosas en mi vida, iba a afectarla fuertemente, de manera indirecta.

Fue un tiempo indeterminado para mí, larguísimo. Tal vez meses, tal vez años. Yo entraba
en la adolescencia, en ese momento en el que todo cambia. La infancia estaba perdida. Mis
padres se habían divorciado. Recuerdo que cuando me dijeron que se iban a divorciar, a
mis once años, yo les respondí: “Ustedes verán qué hacen, pero yo no voy a sufrir.”

Mi madre, en cambio, que vivió la pérdida de su padre y luego la de su esposo con el


divorcio, se sumió en el desconsuelo. La recuerdo siempre en la cama, escondida debajo de
las cobijas, llorando. A veces me despertaba por las noches con unos gritos horrendos que
daba mientras dormía. Eran gritos de angustia pura.

De niña, yo pasaba más tiempo con mi papá. Ella trabajaba como profesora fuera de la casa
y él, en cambio, tenía su taller dentro del apartamento. Tengo un recuerdo de niña, al
volver del colegio. Llegué al cuarto de mis papás y saludé a mi mamá, que estaba en la
cama, despertando de una siesta. Me senté a su lado y me preguntó cómo me había ido en
el colegio. Yo empecé a contarle, con detalles, mi día. A ella se le cerraban los ojos, se
quedaba dormida. No pude aceptar su falta de interés, su ausencia en ese momento, y este
quedó grabado en mi memoria. Es uno de los pocos recuerdos que me quedan de ella en mi
infancia.

La abuela Lilia

Perdí a mi abuela Lilia, la última abuela que me quedaba, y mi madre a la suya, durante el
año infernal que fue 2020. No la perdimos directamente por la pandemia del coronavirus,
ya estaba muy enferma y muy distante mentalmente. No se contagió de la enfermedad,
pero sin duda sí sufrió física y emocionalmente de no poder salir, ni poder moverse por
toda su casa por los cuidados (¿excesivos?) de Mario Junior, su hijo menor, que vivía con
ella, y de no recibir ninguna visita de mi madre y Danilo, sus hijos, ni de sus nietas,
durante seis meses, ni siquiera cuando ya estaba al borde de la muerte.

Mi madre decidió no ir a verla, sabiendo que probablemente eran sus últimos momentos
de vida. Decía que no quería contagiarla de coronavirus. Alguna vez admitió que temía ser
contagiada ella misma por alguna de las personas que vivían en la casa cuidando a Lilia.

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Finalmente, ya después de fallecida, mi madre se decidió a ir a verla antes de que la
ambulancia se llevara su cuerpo. Sufrió por no haberse despedido de ella en vida. Ahora
tiene sus cenizas en un baúl en su apartamento y convive serenamente con ellas, después
de un largo período viviendo en un ambiente familiar muy agresivo. En los últimos años
de vida de mi abuela, mi madre y sus dos hermanos menores, Danilo y Mario Junior, que
se hicieron cargo de cuidar a mi abuela en sus enfermedades, el alzheimer y el epoc,
principalmente, se pelearon como perros y gatos, muy violentamente, por las decisiones
relacionadas con ese cuidado: las enfermeras que habían contratado, la comida que debía
dársele, las rutinas que debía tener, los médicos que debían seguirla, y una enorme
cantidad de detalles que había que resolver.

Y, sin embargo, los hermanos habían sido siempre muy unidos. Pero dicen que cuando la
madre se distancia emocional y mentalmente de sus hijos, pierde gradualmente la
memoria, deja de reconocerlos, pierde el habla, se opera un quiebre importante entre ellos,
y muchas familias se destruyen.

Mi abuela, Lilia Arévalo de Vega, la madre que no defendió a su hija de tres años de la
violencia de su padre, la que parecía tenerle celos, fue una abuela compinche, de chistes y
risas para mí. Mi abuela y yo compartimos el mismo humor burlón que a mi madre no le
hacía gracia. Reíamos mucho de todos, de todo y de nosotras mismas.

Lilia era una mujer alta, delgada, morena, con mucho porte, elegante. Siempre quiso ser
“más gordita” porque en su época el ideal de belleza femenina era una figura “rellenita” y
ella se avergonzaba de su delgadez. Decían que se parecía a Jackie Kennedy, y con mi
abuelo Mario hacían una pareja vistosa.

Tal vez se podría decir que mi abuela Lilia era una mujer más moderna que mi abuela
Beatriz, la madre de mi padre. Beatriz tenía mil habilidades y se dedicaba a sus múltiples
actividades sin descanso. Cocinaba deliciosos platos, postres, tortas, galletas… Cosía y le
hizo los vestidos de matrimonio a sus hijas, vestidos muy complicados, con encajes, cola y
velos, y a mí el vestido de primera comunión - que era una versión miniatura de un vestido
de matrimonio. Pintaba, aunque dejó de pintar cuando se casó, pero luego siguió pintando
las porcelanas que aprendió a hacer, platos, también trabajó vitrales e hizo lámparas y
muros con vidrios de colores. Era una mujer increíble, con mucho talento creativo. Así que
mientras Beatriz se dedicaba a la casa en todas sus áreas y a sus trabajos creativos, Lilia
trabajaba en una empresita propia, en una oficina mínima que había instalado en su casa,
hablaba por teléfono sin parar, muchas veces teniendo dos conversaciones paralelas con
una gran bocina negra y pesada en cada oreja, daba indicaciones a la empleada de servicio
y se comportaba con ella como un chef con su asistente en la cocina, cuando había decidido
hacer un plato especial para una fiesta o un cumpleaños. No era muy apegada a las cosas de
la casa. Tenía vocación de líder y ocupó un lugar central en la familia. En su casa se

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reunían los familiares para muchas ocasiones, iban a almorzar cualquier día sin avisar, de
ahí salían grandes paseos familiares.

La casa de los abuelos Mario y Lilia

La casa que conocí de los abuelos Mario y Lilia, aún existe. Ahí vivieron sus hijos
Mauricio, Amparo, Danilo y Mario Junior, desde niños, hasta adultos. La casa se salvó de
la inevitable destrucción de las casas tradicionales en Colombia porque fue declarada
patrimonio arquitectónico de la ciudad y su destino no cayó o no ha caído en manos de
algún funcionario corrupto. Es una casa de dos pisos, en el barrio Teusaquillo de Bogotá.
No es vistosa ni tiene una arquitectura muy particular a mis ojos. Antejardín, garaje, sala,
comedor, cocina, jardín en la parte de atrás. Un estudio a medio camino entre el primer y
el segundo piso, y arriba, un baño y tres habitaciones.

En el jardín, había un árbol grande, de durazno criollo, que es la fruta con el perfume más
fragante y la más deliciosa para mí, la que me devuelve a mi infancia en esa casa, cuando
mis tíos los bajaban del árbol para comérnoslos. Mi abuela también preparaba dulce con
esos duraznos; pedacitos de fruta bañados en almíbar transparente. Un día, cuando yo
tenía unos seis años, mi abuelo me sirvió un postre. La “fruta” era singular: de color negro,
forma triangular y textura extraña, bañada en el mismo almíbar de los duraznos de mi
abuela… No fui capaz de comerlo. Se lo sirvió a otras personas, que lo miraban extrañadas
y desconfiadas, viniendo de mi abuelo. Terminaron riendo a carcajadas, porque
descubrieron que mi abuelo había servido en postre las orejas que le habían cortado a uno
de los perros dóberman que tenían en la casa.

Por la ventana del comedor, mientras almorzábamos, o en las largas y animadas


conversaciones que tenían mis tíos, mis padres y mis abuelos después del almuerzo,
veíamos colibríes tornasolados, que cambiaban de color, pasaban de ser azules a ser verdes,
aguamarinas y morados, picando las plantas del corredor que llevaba del antejardín al
jardín. Hace un buen tiempo ya no se ven colibríes o picaflores en Bogotá. Recuerdo que
las dos palabras se me confundían en la cabeza y a veces los llamaba coliflores, provocando
la risa de mis familiares.

En las grandes reuniones familiares nocturnas, de esas que ya no se hacen, con los
hermanos y hermanas de mis abuelos, sus esposas y esposos, hijas e hijos, primas y primos,
mis tíos prendían la chimenea de la sala y me daban indicaciones para cuidar el fuego. Me
encantaba hacerlo. Había muchas conversaciones y muchas risas, y yo quería disfrutar de
la fiesta hasta el final, pero el cansancio me vencía y me quedaba dormida en el sofá de
terciopelo azul petróleo. Entonces me arropaban con la chaqueta de mi papá. Disfrutaba
dormir ahí, calientica, teniendo de fondo la algarabía, como si siguiera participando de la
fiesta. También me gustaba que mi papá me cargara entre dormida, en medio de la noche

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fría, a la camioneta, y luego de la camioneta a nuestro apartamento. Cuando me acostaba
en mi cama, mi madre me quitaba la ropa, como a una muñequita de trapo, me ponía la
piyama, y yo hacía como si estuviera más dormida de lo que realmente estaba. Era como
un juego. Yo jugaba a estar dormida, y mi mamá a desvestir y a vestir a su muñequita.

El estudio estaba repleto de objetos viejos, que mi abuelo acumulaba y nadie nunca sacó:
recuerdo en particular una colección de botellas miniatura de licores varios, la mayoría
llenas, sin destapar. Algunas las había traído de sus viajes en barco, de cuando fue
marinero. Mi tío Mauricio, el hijo mayor, abría las botellas de licores blancos a escondidas
para tomárselas, las llenaba con agua y las volvía a cerrar. Había cualquier cantidad de
papeles y chécheres en un gran mueble que ocupaba todo un muro y llegaba hasta el techo.
Solo cuando mi abuela se fue de su casa, hacia sus setenta y cinco años, porque la estaba
enfermando la humedad que la invadía, sacó bolsas y bolsas de objetos, no solo del estudio,
sino de los armarios, que nadie había vaciado durante décadas. Fueron semanas de trabajo
de mi abuela y mi madre, organizando, sacando, botando y empacando las cosas para el
trasteo. Un día fui a filmarla pensando en la melancolía que tendría al salir de la casa en la
que había vivido tanto. Pero ella estaba ya agotada y desesperada de tanto empacar y sacar
cosas, quería botar todo lo que encontraba, repetía que todo era basura y que ya no quería
ver nada más.

Imagino que le pasó algo similar, guardando las proporciones, a lo que me pasó cuando
salí del apartamento en el que viví los últimos ocho años de los quince que pasé en París,
para devolverme a Colombia. Cada vez que pienso en ese apartamento, suspiro
interiormente. Fue un lugar muy especial para mí. Era un estudio, un solo espacio
suficientemente amplio, donde dormía, tenía mi mesa de trabajo y un sofá-cama para las
visitas, un baño y una cocina grandes. Quedaba en un primer piso. Dos grandes
ventanales, uno en el espacio principal y uno en la cocina, daban a uno de los jardines del
conjunto, veía plantas y árboles por esos ventanales. Vi pasar ocho primaveras, ocho
veranos, ocho otoños y ocho inviernos desde ese ventanal. Detrás de los ventanales, había
un balcón largo, en donde tenía una silla, y me sentaba en primavera, en verano y al
principio del otoño a leer, a pensar, a descansar, con Mopet, mi gatico adorado, blanco y
amarillo, de ojos verde claro, tan suave, tan dulce, tan bello, que falleció casi tres años
después de regresar a Bogotá. Era un apartamento que me agradaba mucho y me traía
serenidad. Tenía una ventaja que terminó siendo una trampa: tenía muebles a lo largo de
los muros, que llegaban hasta el techo. Todo lo que entró en el trasteo inicial cabía en los
muebles, y no se veía. Y todo lo que fue entrando durante los ocho años de vida en ese
apartamento, también cupo. Así, se fueron llenando con el pasar de los años, y nunca saqué
las cosas innecesarias. Cuando tuve que desocupar el apartamento, empecé a sacar objetos
y papeles de los muebles y estantes. Cada cajón, cada estante, cada espacio estaba lleno. Yo
los desocupaba uno a uno durante horas, decidiendo qué de lo poco que podía llevarme en
las dos maletas que viajarían conmigo de regreso a Colombia, iba a sobrevivir a ese
despojo. Me acostaba a dormir con los estantes vacíos, y cuando amanecía al otro día,

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estaban llenos, los volvía a desocupar y al siguiente día se volvían a llenar, nuevamente los
desocupaba, y al abrir los ojos, ¡los encontraba llenos! ¡Cómo habrá sido desocupar la casa
de mi abuela, cuatro veces más grande que mi apartamento, y por un tiempo cinco veces
más largo!

Mi abuela y sus hijos vendieron la casa por un precio muy bajo. Esta no se podía destruir,
porque es patrimonio de la ciudad, por eso no era tan fácil conseguir un comprador que no
quisiera derribarla para hacer un edificio. Finalmente llegó alguien interesado. Al
comprarla, empezó a hacer remodelaciones y se dio cuenta de que sus cimientos estaban
completamente inundados de agua. Había un pozo debajo de la casa, de agua helada y lodo,
lo que explica la humedad en los muros, en los armarios, el frío que hacía adentro, que se
colaba hasta los huesos, y también la continua tos de mi abuela, que de haber seguido ahí
se habría muerto de humedecimiento.

Siempre que íbamos de visita, dejábamos parqueada la camioneta al frente de la casa. Era
una Chevrolet Luv verde pastel, una especie de camioncito que mi padre había comprado
para poder transportar sus cuadros. Yo había escogido el color muy a mi gusto de niña, y
mi madre se avergonzaba de llegar como profesora a la Universidad Nacional en ese
camioncito pastel. Permanentemente, había que estar “mirando el carro”, porque parecía
que todo el que pasara al lado se iba a llevar un espejo, un limpiaparabrisas, el radio, una
llanta, una pieza, un pedazo, hasta no dejar ni rastros. Por la carrera 19, sobre la que está
la casa, circulaban muchos indigentes y ladrones en ese tiempo, y era cierto que muchas
veces robaban piezas de los carros que estaban parqueados afuera. Cuando había varios
carros parqueados al frente, mis papás y mis tíos se iban turnando para vigilarlos por la
ventana. Y el que estaba de turno escuchaba mal las largas conversaciones de sobremesa,
en el comedor, y gritaba pidiéndonos que habláramos más duro y que le repitiéramos lo
que no había logrado escuchar. Recuerdo especialmente a mi tío Mauricio, rubio, de ojos
claros, casi grises, como los de mi abuelo, de barba, gafas, flaco y de estatura pequeña, al
lado de la ventana, de vigilante, pero mirando hacia nosotros, hacia el comedor.

Aparte de los momentos de fiesta, en los que la algarabía, la alegría de estar juntos y el
alcohol hacían olvidar los peligros del afuera – eran también los mejores momentos para
los ladrones, que aprovechaban y hacían de las suyas -, estar en esa casa daba una
sensación de estar desprotegido, en riesgo, en peligro. En mis recuerdos, y cada vez que
tengo sueños en esa casa, hay un sentimiento angustioso. He tenido muchos sueños ahí, y
especialmente en la sala y en esa frontera, la ventana, que la separaba del lugar temido: la
calle. Pero a veces también sueño que estoy en el andén, al frente de la casa, en medio del
peligro. Hace años, tuve este sueño: estaba en el andén, acurrucada entre dos carros
parqueados, escondiéndome de las balas que nos estaban disparando a mí y a alguien que
estaba conmigo. Una de esas balas me alcanzaba y, aunque no me dolía el impacto, yo me
iba a morir. Sentí una fuerte opresión en el pecho.

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El miedo a los ladrones, tan presente en la casa de mis abuelos Mario y Lilia, yo también
lo sentía, en la soledad de las noches que pasé, durante años, en el apartamento diseñado
por mi padre, con el techo lleno de ventanas.

El apartamento de mi infancia

En 1987, cuando mis padres y yo volvimos de Francia por segunda vez - después de haber
vivido en París y sus alrededores de 1982 a 1984 y de 1986 a 1987 - mi padre construyó,
en sus propias palabras, una especie de barco invertido en el techo de la casa de sus padres,
mis abuelos Augusto y Beatriz. Era un apartamento muy singular. Sus techos de madera y
vidrio tenían formas de origami, de figuras geométricas varias, que apuntaban hacia el
cielo, con múltiples ventanas cuadradas, rectangulares, triangulares, pentagonales y
hexagonales. Todos los espacios se conectaban y podían recorrerse dibujando un óvalo. Su
arquitectura traviesa invitaba a todo lo lúdico, y sin duda, fue para mí un espléndido lugar
para la imaginación y el juego.

Al apartamento se entraba por el garaje de la casa de los abuelos, que en ese entonces
usábamos nosotros, con nuestra camioneta verde pastel. Al fondo del garaje, había una
puerta de varillas de hierro retorciéndose, que permanecía abierta. Una campanita de
bronce, sujetada a la pared, en lo alto, hacía las veces de timbre y daba paso a una escalera
metálica en caracol, de color negro, sin paredes, ni pasamanos. Solo una delgada columna,
también metálica y negra, que sostenía los peldaños, lo sostenía también a uno en medio de
la semi oscuridad y el vértigo. Después de una larga subida, se llegaba a una terraza
interior muy iluminada.

El techo de la terraza tenía una gran cantidad de ventanas de formas geométricas, por
donde se veían pasar las nubes blancuzcas o grises, entraban los rayos del sol o se veía un
inmóvil azul celeste. El piso era de una baldosa roja de cuadrados pequeños. Ahí adentro
siempre hacía calor, era como un invernadero para el joven mandarino que se imponía en
medio de las plantas que lo acompañaban. La terraza era un lugar central del apartamento;
ahí se llegaba de afuera y de abajo. A mano izquierda, dos puertas grises daban paso al
taller de mi padre, al fondo, detrás de una gran estructura de vidrio con puertas que se
abrían, estaba el espacio amplio de la sala y del comedor. A la derecha, un corredor llevaba
a mi cuarto y más adelante, al cuarto de mis padres, al estudio de mi madre y nuevamente,
a la cocina y el comedor. Del comedor y la sala, se volvía a la terraza abriendo las grandes
puertas de vidrio. A la derecha del corredor, una pequeña puerta daba al patio de ropas.

En la terraza, llegando al corredor que daba a mi cuarto, tuve durante un tiempo un


pajarito en su jaula. Lo llamé Pirulín. Era color curuba, un color muy bonito, muy suave.
Ese mismo color, recuerdo ahora, era el que me traía paz, cuando a mis siete años, en
París, intentaba dormir. Con los ojos cerrados, veía monstruos, demonios, figuras

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aterradoras que se transformaban permanentemente, moviéndose en la penumbra. Yo
luchaba para imponer ese color curuba claro y reconfortante en mi mente y los demonios y
monstruos luchaban por apoderarse de ella. A Pirulín lo sacaba a volar en la habitación de
mis padres. Uno de esos días, lo saqué de su jaula para llevarlo a volar, estaba parado en
mi dedo índice. Me llamaron y me volteé con un movimiento brusco, y cuando volví a
mirarlo, estaba tieso como una piedra en mi dedo. Me dijeron que murió de un infarto…

Al frente de donde estuvo la jaula de Pirulín, se encontraba el cuarto de ropas, donde había
un lavadero y ropa secándose. En ese cuarto tuve también unos hámsteres. Recuerdo sobre
todo una hámster beige, con el pelo largo, muy suavecita. Se llamaba Katy y era muy
bonita. En esa época fue muy común que a los niños les regalaran hámsteres de mascota, y
los pobres, como el pajarito, vivían enjaulados, salvo cuando los sacábamos para jugar con
ellos. Yo los quería, claro. Un día, por la mañana, encontramos la jaula con dos barrotes
muy abiertos. Un hámster desapareció y a la hembra, mi consentida, la encontramos
ahogada en el lavadero. Muchas veces me imaginé al otro hámster, que nunca
encontramos, en la calle, expuesto a toda clase de peligros, sufriendo, y yo sufría por él.
Tal vez prefirieron la muerte al encierro.

Todo el corredor era como una extensión de mi cuarto y estaba poblado de juguetes y
juegos: una cocinita, una casa de muñecas de madera, una mecedora para niños, una caja
registradora de juguete, el carrito de mercado, entre otras muchas cosas que ya no
recuerdo. Y en el gran clóset, había una enorme cantidad de cajas de juegos de mesa, cajas
con legos y otros juegos de armar, cajas con juguetes pequeños de pasta, cajas con fichas
de todas las formas tamaños y colores, cuadernos viejos del colegio, libros de cuando era
más pequeña… todo revuelto y convertido en una montaña asustadora, que amenazaba
con desparramarse sobre mí cuando me atrevía a abrir sus puertas. A veces, tomaba la
determinación de enfrentarme a ese monstruo que había en el clóset y ordenarlo.
Entonces, lo dejaba salir y regarse a sus anchas por todo por el piso. Durante días,
semanas, había que pasar buscando islas del piso de parquet de madera, en medio del
océano de papeles, fichas, muñecos, libros y cuadernos. La tarea de ordenarlo todo era
monumental y me sobrepasaba, durante días y semanas iba ordenando las cajas poco a
poco, hasta que me cansaba, renunciaba y volvía meter en su guarida al desparramado
monstruo, apenas reducido, tal como había quedado regado en el piso.

Mi cuarto, de paredes rosadas, tenía una ventana que daba a la calle, una cama y un
escritorio pequeño, a mi medida, donde hacía las tareas del colegio. Durante la infancia,
jugaba sobre todo en el corredor de los juegos y en la sala, aunque todo el apartamento era
un posible espacio de juego. Entrando en la adolescencia, el cuarto rosado se convirtió en
un refugio donde escuchaba música, rock y especialmente Nirvana, en una pequeña
grabadora de cassettes. Subía su volumen al máximo, pero no sonaba tan duro como
esperaba, entonces la ponía en el lugar más alto que encontré del cuarto, que resultó ser el
borde superior de la puerta. Ahí quedaba la grabadora en equilibrio, y se cayó más de una

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vez desde esa altura, pero sobrevivió a los golpes. En ese cuarto, se nos ocurrió un día con
Natalia R., amiga de la adolescencia y juventud, untarnos la lengua con la tinta
aguamarina de mi pluma, para ver qué efecto tenía, y terminamos con la lengua, los
dientes y los labios azules hasta el otro día. Teníamos unos doce años y una revuelta
naciente en la sangre. Soñábamos con las drogas, sin tener cómo acceder a ellas, entonces
consumíamos lo que imaginábamos podría tener algún efecto extraño en nosotras. En otra
ocasión, en la casa de Natalia, que quedaba en el campo, en La Calera, a las afueras de
Bogotá, fumamos plantas secas que encontramos en un bosquecito, envueltas en papel de
cuaderno.

Al salir de mi cuarto, a la derecha, estaba el final del corredor, que era curvo, en medio
círculo. En el muro, mi padre había dispuesto una barra de ballet, también curva, para que
yo ensayara, pues estuve en clases de ballet desde muy pequeña hasta el comienzo de la
adolescencia. A la derecha, estaba el cuarto de mis padres, con su cama doble y una
ventana cuadrada en el techo, donde Pirulín solía revolotear en las tardes.

Al frente de este cuarto, estaba el baño, que tenía una tina circular en mosaico verde-
marrón, y encima una cúpula de vitral con un hueco en el medio, por donde entraban
algunas gotas frías cuando uno se duchaba mientras llovía afuera. En esa tina, jugábamos
con Amalia, una chiquita de pelo muy crespo, hiperactiva y loquita, que conocí a los cinco
años y sigue siendo mi amiga después de otros treinta y cinco. Llenábamos la tina con
agua y metíamos a todos los muñecos pequeños de plástico y pasta. Creábamos remolinos
y ellos tenían que sobrevivir a esa catástrofe natural. Muchos morían. Supongo que es
reconfortante para unas niñas ponerse en el lugar de dios por un momento.

Continuando por el corredor, a mano derecha, estaba el estudio de mi madre. Cuando


llegaba con el carrito de compras de plástico naranja y amarillo - una versión para niños
de los que se usan en los supermercados – lleno de objetos varios, como una vendedora
ambulante, abría la puerta, que se mantenía cerrada, y me sumergía en un nubarrón de
humo de cigarrillo, que apenas dejaba entrever su pelo largo. Mi madre fumaba y escribía,
escribía fumando, leía entre sus bocanadas de humo, sentada en su escritorio. El pequeño
cuarto se hacía más estrecho con las estanterías llenas de libros en los muros y las pilas de
papeles en el suelo. Yo intentaba no toser y le ofrecía los objetos. Mi madre terminaba de
teclear una frase en su máquina de escribir eléctrica, que precedió al primer computador
que tuvo, y me preguntaba por cada objeto; qué es, para qué sirve y cuánto cuesta.
Pensaba, dudaba y finalmente escogía varios. Me pagaba con monedas de pasta de colores
que venían con la caja registradora Fisher Price que estaba en el corredor, o con billetes
del Monopolio, y yo salía, medio asfixiada, pero feliz de mi primera venta.

Al salir del estudio de mi madre, a la izquierda, un pequeño baño secundario que siempre
tuvo mal olor, a cañería. El final del corredor daba a la sala comedor, un espacio muy
amplio, de un delgado tapete marrón, con la sala al extremo izquierdo y el comedor al

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extremo derecho. A la hora de la comida, sentada en la mesa del comedor, en la penumbra
- la lámpara alumbraba poco - saboreé muchas veces una carne asada con ensalada de
lechuga que preparaba mi padre. La carne era un poco dura, delgada, saladita, muy rica.
Según dice mi madre, él prefería cocinar, porque no le gustaba como ella cocinaba. No sé si
dejó de ser agradable en algún momento de mi infancia el momento de sentarse a comer, o
si nunca lo fue. En todo caso, durante un largo período, mis padres no se dirigían la
palabra en el comedor, ni en ningún otro lugar de la casa, y sin embargo, seguían
durmiendo en la misma cama.

A la derecha del comedor, estaba la cocina. Cuando mis padres se separaron, a mis once
años, mi papá se fue de la casa y seguimos viviendo un tiempo en ese apartamento con mi
mamá. Ella tenía un “admirador”, como decía mi abuela Lilia. Un día, mi madre había
invitado a unos amigos que habían venido de Francia a comer a la casa y quería
prepararles un plato colombiano, pero no era muy amiga de la cocina. El admirador le
propuso preparar un ajiaco y ella aceptó. Duró horas en la cocina, toda la tarde, licuando
papas en la licuadora, haciendo un ruido infernal y dejó la cocina patas arriba. El resultado
no fue muy consolador; más que ajiaco, parecía un puré de papa extraño, con grandes y
blandas hojas de guasca verde oscuro.

Entre el comedor y la sala, había un espacio vacío. Era mi lugar favorito de la casa, porque
era mi sala de baile. Bailaba ballet, recuerdo haber bailado La consagración de la primavera
de Stravinsky, porque mis padres me habían llevado a ver una coreografía de Maurice
Béjart en París, que me había marcado. Pero también, a medida que fui creciendo,
improvisaba con rock de los años 80, en particular el disco de Genesis que tenía mi padre,
y luego, hacia los doce años, en los años 90, con la música pop de Madonna. Ponía a andar
el tocadiscos, veía el disco girar y depositaba suavemente la aguja sobre él. Con ese gesto
iniciaba la música y empezaba el ritual del baile. Me encantaba improvisar coreografías;
me imaginaba bailando con muchas bailarinas y bailarines con bellos vestidos modernos de
colores, en un escenario con luces y escenografía, y los iba organizando y dirigiendo
mentalmente. Yo era bailarina y también la coreógrafa. Eso era lo que quería ser. La
danza, la dejé a los trece años, cuando mi profesora rusa de ballet, Irina, que me había
invitado a las clases con los estudiantes mayores porque veía en mí un potencial, se fue de
Colombia, y me dijo que no volviera a la academia donde estaba antes, porque era más
difícil desaprender lo aprendido ahí, que quedarse un tiempo sin clases y retomar con un
buen profesor. No volví a la academia, ni tampoco apareció ningún profesor. Hasta ahí
llegaron mis sueños de una vida dedicada a la danza. Tal vez llegué al cine buscando hacer
coreografías de personas y cosas en las imágenes.

La sala tenía una ventana en forma de diamante, que se abría desde abajo. El vidrio
quedaba horizontal, sostenido por los extremos derecho e izquierdo del diamante, en
medio de la ventana. Me gustaba mucho, porque no había visto, ni he visto desde entonces,
una ventana similar. Esa ventana daba al jardín de mi abuela. A veces me asomaba y la

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veía regando sus plantas, o lavando sus calzones y brasieres de telas delicadas en el
lavadero, y la saludaba desde arriba: “¡Hola abuelita!”. Uno de los tantos juegos a los que
jugamos con Amalia durante los años que viví en ese apartamento, fue el del convento de
monjas. Teníamos nueve años y yo había hecho mi primera comunión. Amalia no, porque
no fue bautizada por sus padres cuando era bebé, ni quiso serlo más adelante. Mi abuela
Beatriz me había regalado un misal de primera comunión. El misal era un libro pequeño,
con carátula de nácar blanca, que tenía ligeros brillos, con el título y el dorso de las
páginas dorados. En su interior, también había palabras y dibujos dorados. Era un objeto
tan bonito, tan brillante, tan fino, que me parecía casi mágico. Decidí ponerlo en un lugar
especial. Tomé una mesita pequeña nacarada, la desocupé, la limpié, la puse al lado de mi
cama y dispuse, sobre una tela suave y brillante, el misal y un rosario que me regalaron
cuando viajamos a Lourdes, en Francia, con mis padres y mi abuela. Descubrí que el
rosario era también muy bello, tenía perlitas de color aguamarina. Ese se volvió mi lugar
de oración. Yo fui bautizada y mis padres se casaron por la iglesia, son de familias
católicas. Durante sus vidas, ellos han sido más o menos creyentes, pero poco practicantes
de ir a misa. De todos modos, mi madre me enseñó a rezar por las noches, antes de dormir:

“Padre nuestro, que estás en el cielo


Santificado sea tu nombre,
Venga a nosotros tu reino
Hágase tu voluntad
En la tierra como el cielo…

Santa María, madre de Dios,


Ruega por nosotros, los pecadores
Ahora y en la hora de nuestra muerte,
Amen.

Gloria al padre, al hijo y al espíritu santo,


Como era en un principio, por los siglos de los siglos,
Amén.”

Y luego:

“Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día.”

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